Capítulo II. LA EPSILON DEL TUCÁN


Un suave tintineo de cristal resonó sobre la mesa, acompañado de unas lucecillas anaranjadas y azul celeste. Multicolores reflejos centellearon en el translúcido tabique.

Dar Veter, director de las estaciones exteriores del Gran Circuito, continuaba observando la luminosa Vía Espiral. Su gigantesco arco se combaba en la altura, reflejándose en curva franja amarilla mate que bordeaba el mar. Sin apartar los ojos de él, Dar Veter alargó la mano y puso la palanquilla en la letra R: las reflexiones no habían terminado.

Aquel día se había producido un gran cambio en la vida de él. Por la mañana, su sucesor, Mven Mas, elegido por el Consejo de Astronáutica, había llegado de la zona habitada del hemisferio austral. La última emisión por el Circuito la realizarían juntos, y luego…

Precisamente aquel «luego» no estaba resuelto aún. Durante seis años, había llevado a cabo un trabajo que requería una tensión extrema y para el que se elegía a personas de relevantes facultades, excelente memoria y conocimientos enciclopédicos. Cuando, con maligna tenacidad, empezaron a repetírsele los accesos de indiferencia hacia el trabajo y la vida — la más grave de las enfermedades humanas —, le reconoció la célebre psiquiatra Evda Nal. El viejo y probado remedio — música de tristes acordes en la sala de los sueños azules, penetrada de ondas calmantes — no dio resultado alguno.

Sólo quedaba cambiar de actividades y someterle a una cura de trabajo manual, allí donde todavía fuese necesario el cotidiano esfuerzo de los músculos. Su buena amiga, la historiadora Veda Kong, le había propuesto la víspera que fuese a trabajar con ella de excavador. En las excavaciones arqueológicas, las máquinas no podían hacerlo todo, y la última labor la realizaban manos humanas. Aunque no había falta de voluntarios, Veda le prometió un largo viaje a la región de las antiguas estepas, en el seno de la naturaleza.

¡Si Veda Kong supiera!.. Aunque ella estaba enterada de todo absolutamente. Veda amaba a Erg Noor, miembro del Consejo de Astronáutica y jefe de la 37a expedición astral. Erg Noor debía dar sus noticias desde el planeta Zirda. Mas si no se recibía comunicado alguno, pese a que todos los cálculos de los vuelos interestelares eran completamente exactos, ¡sería inútil soñar en conquistar el corazón de Veda! El vector de la amistad era lo único, lo más grande que los unía. Sin embargo, ¡él iba a trabajar con ella!

Dar Veter, moviendo una palanca, apretó un botón, y la estancia se inundó de clara luz.

Un gran ventanal hacía las veces de pared de una espaciosa, inmensa sala, pendiente sobre la tierra y el mar. Dando vuelta a otra palanquilla, inclinó hacia él aquella pared de cristal, que dejó al descubierto el cielo, cuajado de estrellas, cortando con su marco metálico las luces de las carreteras, de los edificios y los faros costeros de allá abajo.

La atención de Dar Veter estaba fija en la esfera, de tres círculos concéntricos, del reloj galáctico. El Gran Circuito transmitía sus informaciones a cada cienmilésima de segundo galáctico, es decir, cada ocho días, o cuarenta y cinco veces al año terrestre. Una vuelta de la Galaxia alrededor de su eje constituía un día galáctico.

La siguiente emisión — la última para Dar Veter — empezaría a las nueve de la mañana (hora del Observatorio del Tíbet) y, por consiguiente, a las dos de la madrugada de allí, del Observatorio Mediterráneo del Consejo. Quedaba un poco más de dos horas.

El aparato de la mesa empezó a tintinear y a emitir destellos de nuevo. Tras un tabique apareció un hombre de relucientes vestiduras, con sedosos reflejos.

— Estamos preparados para la emisión y la escucha — manifestó conciso sin muestra aparente alguna de sumiso respeto, pero en sus ojos se traslucía la admiración al jefe.

Dar Veter continuaba callado y su ayudante también, esperando con aire desenvuelto y gallarda apostura.

— ¿En la sala cúbica? — preguntó al fin el jefe. Y cuando hubo recibido respuesta afirmativa, inquirió dónde se encontraba Mven Mas.

— Está junto al aparato del frescor matinal, para reponerse de las fatigas del viaje.

Además, me parece que está emocionado…

— Yo, en su lugar, también lo estaría — dijo pensativo Dar Veter —. Así ocurrió hace seis años…

El ayudante enrojeció del esfuerzo para permanecer impasible. Con todo su ímpetu juvenil, simpatizaba con su jefe, presintiendo tal vez que él mismo habría de pasar también, algún día, por las alegrías y los sinsabores de un gran trabajo y una tremenda responsabilidad. En cuanto al director de las estaciones exteriores, no expresaba en modo alguno sus sentimientos, pues ello se consideraba impropio de hombres de su edad.

— Cuando se presente Mven Mas, tráigalo aquí en seguida.

El ayudante se alejó. Dar Veter se acercó a un rincón donde el transparente tabique estaba ennegrecido desde el techo hasta el suelo y, con amplio ademán, descorrió las dos hojas de una puerta abierta en un panel de madera preciosa. Una luz intensa brotó del fondo de una pantalla semejante a un espejo.

El director de las estaciones exteriores conectó, mediante un conmutador especial, el «vector de la amistad» que enlazaba directamente a personas ligadas por un profundo afecto, permitiéndoles comunicar entre sí en cualquier momento. El vector de la amistad unía varios lugares habituales del ser humano: la vivienda, el sitio de trabajo, el rincón predilecto de descansa…

La pantalla se iluminó y en su fondo perfilóse el conocido conjunto de unos altos paneles, con innumerables columnas de codificados signos de filmes electrónicos que habían sustituido a los arcaicos clichés de libros. Desde que la humanidad adoptara un alfabeto único, llamado lineal por no contener ningún signo complejo, la filmación de libros, incluso antiguos, era aún más sencilla y asequible para las máquinas automáticas.

Unas franjas azules, verdes y rojas designaban las filmotecas centrales, en las que se conservaban las obras de investigación científica, que desde hacía tiempo ya no se editaban más que en una decena de ejemplares. Bastaba con marcar una serie convencional de signos, para que la filmoteca-depósito facilitase automáticamente el texto completo de la obra filmada. La referida máquina era la biblioteca particular de Veda.

Oyóse un leve chasquido y desapareció la imagen de la pantalla, que volvió a iluminarse para mostrar otra habitación, también vacía. Un nuevo chasquido del aparato, y surgió una sala de comando, con sus pupitres y cuadros débilmente alumbrados. Una mujer, sentada a la mesa más cercana, alzó la cabeza, y Dar Veter reconoció el fino rostro amado, de grandes ojos grises. La deslumbradora sonrisa, que ponía al descubierto los blancos dientes, formando unos encantadores hoyuelos junto a la boca, de enérgico trazo, y la nariz infantil, ligeramente arremangada, daban al rostro aquel una expresión todavía más dulce y afable.

— Veda, sólo quedan dos horas. Aún tiene que cambiarse de vestido, y yo quisiera que viniese usted al observatorio un poco antes.

La mujer de la pantalla se llevó las manos a los espesos cabellos, de color ceniza claro.

— Me someto, Veter mío — repuso riendo por lo bajo —. Ahora voy a casa.

El alegre tono de la voz no engañó a Dar Veter.

— Tranquilícese, animosa Veda. Todos los que ahora intervienen por el Gran Circuito, lo hicieron algún día por vez primera…

— No gaste en vano palabras para consolarme — replicó Veda Kong, alzando la cabeza tenaz —. Pronto estaré ahí.

La pantalla se apagó. Dar Veter corrió las hojas de la Puerta y se volvió para recibir a su sustituto. Mven Mas en traba ya, dando grandes zancadas. Sus facciones y piel, broncínea y reluciente, denotaban su origen negro. Una capa blanca pendía de sus recios hombros, formando grandes pliegues. Mven Mas estrechó las dos manos de Dar Veter con las suyas, delgadas y fuertes. Ambos jefes — el saliente y el entrante — eran de elevada estatura. Veter, que descendía de rusos, parecía más ancho y macizo que el esbelto africano.

— Creo que hoy ocurrirá algo importante — dijo Mven Mas con la confianza y la franqueza que caracterizaban a los hombres del Gran Circuito.

Dar Veter se encogió de hombros.

— Algo importante nos ocurrirá a los tres. Yo le haré entrega, usted tomará posesión del cargo y Veda Kong hablará con el Universo por primera vez.

— ¿Es muy guapa, verdad? — preguntó afirmativo. — Ya lo verá usted. Por cierto que la emisión de hoy no tiene nada de particular. Veda dará una conferencia de historia terrestre, para el planeta KRZ 664456+BSH 3252.

Mven Mas hizo un cálculo mental con asombrosa rapidez. — Constelación de Unicornio, la estrella Ross 614, su sistema planetario es conocido desde tiempos inmemoriales, pero nunca se han destacado por nada notable. A mí me gustan las denominaciones y los vocablos antiguos — añadió con cierto acento de disculpa, apenas perceptible.

Dar Veter pensó que el Consejo sabía elegir a la gente. Y agregó en voz alta:

— Entonces, se entenderá bien con Yuni Ant, el encargado de las máquinas electrónicas mnemotécnicas. Él se denomina a sí mismo regente de las lámparas de la memoria. No se refiere a las lámparas primitivas, pobres candiles de la antigüedad, sino a los primeros aparatos electrónicos, desgarbados, metidos en campanas de cristal, al vacío, que recordaban a las bombillas eléctricas de aquellos tiempos.

Mven Mas se rió de tan buena gana, que Dar Veter sintió aumentar su simpatía hacia él.

— ¡Las lámparas de la memoria! ¡Nuestras redes mnemónicas son como pasillos de millares de kilómetros de longitud y constan de miles de millones de células-elementos!

Bueno dijo, recobrándose —, dejándome llevar del entusiasmo, no me he informado de lo necesario. ¿Cuándo empezó a hablar la Ross 614?

— Hace cincuenta y dos años. Desde entonces, han aprendido el idioma del Gran Circuito. Hasta ellos no hay más que cuatro parsecs de distancia. La conferencia de Veda la oirán dentro de trece años.

— ¿Y después?

— Después de la conferencia, pasaremos a la escucha. A través de nuestros viejos amigos, recibiremos algunas noticias por el Circuito.

— ¿A través del sesenta y uno del Cisne? — Desde luego. Y a veces, por conducto del ciento siete del Serpentario, empleando su vieja terminología.

En la estancia entró un hombre con iguales vestiduras argentadas — uniforme del Consejo de Astronáutica —, que el ayudante de Dar Veter. Vivaracho, de mediana estatura y nariz aguileña, predisponía a su favor con la mirada atenta y sagaz de sus ojos negros como la endrina. El recién llegado se frotó con la palma de la mano la cabeza, rapada y redonda.

— Yo soy Yuni Ant — manifestó con aguda voz, dirigiéndose sin duda a Mven Mas.

Este le saludó con respeto. Los encargados de las máquinas mnemotécnicas superaban a todos en erudición. Ellos eran quienes elegían, entre las comunicaciones recibidas, las que deberían perpetuarse en dichas máquinas, transmitirse por las líneas de información general o ser enviadas a los palacios de creación.

— Un breviario más — barbotó Yuni Ant, estrechando la mano a su nuevo conocido.

— ¿Cómo? — inquirió Mven Mas, sin comprender. — Es un vocablo de mi invención.

Derivado del latín. Así llamo yo a todos los que viven poco tiempo: a los trabajadores de las estaciones exteriores, a los pilotos de la flota intersideral, a los técnicos de las fábricas de motores astronáuticos… Bueno, y a nosotros. Pues tampoco vivimos más de la mitad del tiempo normal de existencia. Pero, en compensación, ¡qué interesante es nuestra vida! ¿Dónde está Veda?

— Ella quería venir un poco antes… — empezó a decir Dar Veter.

Mas sus palabras fueron apagadas por unos alarmantes acordes musicales que sustituyeron al sonoro tic-tac en la esfera del reloj galáctico.

— Es la señal de advertencia para toda la Tierra. A las centrales eléctricas, a las fábricas, a la red de transportes y a las emisoras de radio. Dentro de media hora, hay que cesar el suministro de energía y acumularlo en grandes condensadores, en cantidad suficiente para atravesar la atmósfera por el canal de radiación dirigida. La emisión requerirá el cuarenta y tres por ciento de la energía terrestre. La recepción, solamente para alimentar el canal, el ocho por ciento — explicó Dar Veter.

— Así precisamente me lo imaginaba yo — dijo Mven Mas, asintiendo con la cabeza.

De pronto, sus ojos, de concentrada mirada, se encendieron con fulgores de admiración. Dar Veter volvió la cabeza. Veda Kong, que había entrado sin que nadie lo advirtiera, estaba junto a una transparente columna iluminada. Para intervenir, se había puesto sus mejores galas, las que más embellecían a la mujer, ideadas hacía ya miles de años, en la época de la civilización cretense.

Los espesos cabellos de color ceniza claro, tirantes, recogidos en alto rodete, no entorpecían el cuello, armonioso y fuerte. Los tersos hombros estaban al desnudo, el amplio escote mostraba parte del pecho, ceñido por un corpiño celeste. Y la falda, ancha y corta, con flores azules bordadas sobre una cenefa de plata, dejaba al descubierto las bonitas piernas desnudas, tostadas por el sol, y los pies, breves, calzados con unos zapatitos de color cereza. Unas piedras preciosas de igual color — cabellos de Venus — grandes, engarzadas con intencionado descuido en una cadena de oro, refulgían sobre la fina piel armonizando con el arrebol de emoción que encendía las orejitas y las mejillas.

Mven Mas, que no había visto nunca a la sabia historiadora, la contemplaba extasiado.

Veda alzó los inquietos ojos hacia Dar Veter.

— Muy bien — respondió él a la muda pregunta de su bellísima amiga.

— Yo he hablado muchas veces en público, pero no así — dijo Veda Kong.

— El Consejo es fiel a la tradición. Son siempre las mujeres más bellas las que leen las informaciones para los diferentes planetas. Esto da una idea del sentimiento estético de los habitantes de nuestro mundo. Y en general, revela mucho — siguió diciendo Dar Veter.

— ¡El Consejo no se ha equivocado en su elección! — exclamó Mven Mas.

Veda dirigió al africano una mirada penetrante.

— ¿Es usted soltero? — le preguntó en voz baja. Y al asentir él con la cabeza, se echó a reír.

— ¿No quería usted hablar conmigo? — dijo, volviéndose hacia Dar Veter.

Los dos amigos salieron a la gran terraza anular. Veda ofreció con deleite su rostro a la fresca brisa del mar.

El director de las estaciones exteriores le habló de su decisión de ir a trabajar a las excavaciones, de sus dudas al elegir la 38a expedición astral, los yacimientos submarinos antárticos y la arqueología.

— ¡Oh, no! ¡Todo menos la expedición astral! — exclamó ella. Y Dar Veter se dio cuenta de su falta de tacto. Entregado a sus emociones, había hurgado sin querer en la herida que Veda llevaba en el alma.

La melodía de alarmantes acordes llegó hasta la terraza, sacándole de la embarazosa situación.

— ¡Ya es hora, dentro de treinta minutos hay que conectar con el Circuito! — advirtió Dar Veter, tomando del brazo con delicadeza a Veda Kong. En unión de los demás descendieron por una escalera rodante a un profundo subterráneo de forma cúbica, abierto en la roca.

Por doquier se veían aparatos. Los paneles sin brillo de las negras paredes parecían de ¡terciopelo. Unas franjas de cristal los surcaban, perfilándose netas. Lucecillas doradas, verdes, anaranjadas y azules esclarecían débilmente las escalas graduadas, los signos y las cifras. Las puntas de esmeralda de las saetas se estremecían sobre los semicírculos negros, y era como si todos aquellos anchos muros temblasen en la tensión de la espera.

Había allí varios sillones, una mesa grande de ébano, empotrada en una enorme pantalla hemisférica de nacarados reflejos, con un marco de oro macizo.

Dar Veter, con un ademán, indicó a su sucesor que se acercase y señaló a los demás los altos sillones negros para que se sentaran. Mven Mas se acercó de puntillas, como andaban en otros tiempos sus antepasados por las sabanas, calcinadas por el sol, acechando a las terribles fieras. Emocionado, contenía la respiración. Allí, en aquella rocosa cueva inaccesible, iba a abrirse una ventana a los infinitos espacios del Cosmos y los hombres se unirían con los pensamientos y el saber a sus hermanos de otros mundos.

Ahora, los representantes de la humanidad terrestre ante el Universo eran cinco. Pero a partir del siguiente día, él, Mven Mas, habría de dirigir aquel enlace. Le serían confiadas todas las palancas de aquella grandiosa fuerza. Un leve escalofrío le corrió por la espalda.

Tal vez comprendiera entonces la tremenda responsabilidad que había contraído al aceptar la oferta del Consejo. Y cuando miró al director saliente, que movía sereno las manijas de mando, su mirada expresaba una admiración parecida a la que brillaba en los ojos del joven ayudante de Dar Veter.

De pronto, oyóse un sonido prolongado y grave, como un golpe de gigantesco gong.

Dar Veter se volvió rápidamente y tiró de una larga palanca. El sonido acalló, y Veda Kong vio que un estrecho panel de la pared derecha se iluminaba en toda su altura.

Parecía que el muro se había hundido, desapareciendo en la infinita lejanía. Surgieron los fantasmagóricos contornos de la piramidal cumbre de una montaña, rematada por una inmensa corona de piedra. Bajo aquel colosal remate de lava solidificada, se columbraban unas manchas blancas de purísima nieve montañera.

Mven Mas reconoció el monte Kenia, el segundo de África por su altura.

Resonó otro prolongado golpe de gong que hizo retemblar la estancia subterránea y obligó a las personas que en ella se encontraban a prestar atención, expectantes.

Dar Veter tomó la mano de Mven Mas y la puso sobre un redondo pomo que brillaba con luz grana. El nuevo director le dio vuelta dócilmente, hasta el límite. Toda la fuerza de la Tierra, toda la energía de mil setecientas sesenta potentes centrales eléctricas se había concentrado en el ecuador, en aquel monte de cinco mil metros de altura. Un intenso resplandor de múltiples colores surgió sobre la cima, concentrose, hasta formar un globo luminoso, y, de pronto, ascendió vertical hincándose como una lanza en las profundidades del cielo. Del resplandor se alzaba ya una fina columna, semejante a una tromba.

Enroscándose en ella, subía en espiral una neblina azul de deslumbrante fulgor.

La radiación dirigida atravesaba toda la atmósfera terrestre formando un canal permanente, que hacía las veces de cable, para la emisión y la escucha de las estaciones exteriores. Allí arriba, a una altura de treinta y seis mil kilómetros sobre la Tierra, había un satélite artificial llamado «diario», gran estación que cada veinticuatro horas daba una vuelta al planeta, en el mismo plano del ecuador, por lo que parecía inmóvil, suspendida sobre el monte Kenia del África Oriental, punto elegido para la comunicación permanente con las estaciones exteriores. Otro gran sputnik, que giraba a cincuenta y siete mil kilómetros de altura, pasando sobre los polos, paralelamente al meridiano, comunicaba con el observatorio emisor y receptor del Tíbet. Allí había mejores condiciones para la formación del canal conductor, pero en cambio no existía enlace continuo. Aquellos dos grandes satélites artificiales mantenían además comunicación con otras varias estaciones exteriores automáticas, situadas alrededor de toda la Tierra.

El estrecho panel de la derecha se apagó: el canal había conectado con el puesto de recepción del sputnik. Y acto seguido se iluminó la pantalla de nacarados reflejos y marco de oro. En su centro, apareció una figura, fantásticamente ampliada, que fue adquiriendo mayor nitidez y sonrió con su enorme bocaza. Gur Gan, observador del sputnik «diario», tenía en la pantalla el aspecto de uno de esos gigantones de los cuentos. Saludó alegremente con una inclinación de cabeza y, tendiendo la mano, de tres metros de largo, conectó toda la red de estaciones exteriores de nuestro planeta, que quedaron unidas en un circuito único por la fuerza enviada desde la Tierra. Los ojos sensibles de los receptores se tendieron hacia él desde todos los confines del Universo. La estrella roja mate de la constelación de Unicornio — cuyos planetas habían lanzado recientemente una llamada — era más fácil de localizar desde el sputnik 57, y Gur Gan enlazó con él. La ligazón invisible entre la Tierra y otro cuerpo celeste no podía durar más de tres cuartos de hora. No había que perder ni un minuto de aquel tiempo precioso.

A una señal de Dar Veter, Veda Kong se puso ante la pantalla, sobre un disco de metal que brillaba con azules fulgores. Rayos invisibles caían en potente cascada acentuando el matiz de la piel, tostada por el sol. Las máquinas electrónicas que habían de traducir las palabras de Veda al idioma del Gran Circuito se pusieron en marcha silenciosamente.

Trece años más tarde los receptores del planeta de la estrella roja mate recogerían las ondas emitidas, grabándolas con los símbolos universales que las máquinas electrónicas de traducir — si allí se hablaba — convertirían en sonidos de aquella lengua extraña.

«Lástima que nuestros lejanos oyentes no puedan escuchar la voz sonora y dulce de la mujer terrestre — pensaba Dar Veter — ni captar sus expresivas inflexiones. ¡Quién sabe cómo estarán constituidas sus orejas! El oído pude ser de diferentes tipos. En cambio la vista, auxiliada en todas partes por las ondas electromagnéticas que atraviesan la atmósfera, es casi igual en todo el Universo. Y ellos verán también a la encantadora Veda, arrebolada de emoción.» Dar Veter escuchaba la conferencia de Veda sin apartar los ojos de su pequeña oreja, medio oculta por un mechoncillo de suaves cabellos.

Veda Kong hablaba con claridad y concisión de los principales jalones de la historia de la humanidad; de los tiempos antiguos de ésta, de la desunión que reinaba entre los pueblos grandes y pequeños, desgarrados por los antagonismos económicos e ideológicos que dividían a sus países. Y lo iba exponiendo a grandes rasgos, brevemente.

Aquellas épocas se agrupaban bajo el nombre de Era del Mundo Desunido (EMD). Mas no era la enumeración de las guerras devastadoras, de los terribles sufrimientos o de los supuestos grandes estadistas — que llenaba los viejos libros de historia de los Antiguos Siglos, de los Siglos Sombríos o de los del Capitalismo — lo que interesaba a los hombres de la Era del Gran Circuito. Mucho más importante para ellos era la historia, llena de contradicciones, del desarrollo de las fuerzas productivas, junto con la formación de las ideas, del arte y de los conocimientos, los orígenes de la lucha espiritual por el verdadero hombre y la auténtica humanidad, así como la evolución de la necesidad de crear nuevos conceptos acerca del mundo y de las relaciones sociales, del deber, de los derechos y de la felicidad del ser humano, concepciones que habían hecho crecer y florecer en todo el planeta el poderoso árbol de la sociedad comunista.

En el último siglo de la EMD, llamado Siglo del Desgajamiento, los hombres habían comprendido al fin que todas sus desgracias provenían de un régimen social que se había ido formando espontáneamente, a partir de los tiempos de la barbarie, y que toda la fuerza y el porvenir de la humanidad estaban en el trabajo, en los esfuerzos conjuntos de millones de seres humanos liberados de la opresión, en la ciencia y en la restructuración de la vida sobre bases científicas. Se habían comprendido las leyes fundamentales del desarrollo de la sociedad, el curso dialécticamente contradictorio de la historia, la necesidad de inculcar una rigurosa disciplina social, tanto más importante cuanto más aumentaba la población del planeta.

La lucha entre las viejas ideas y las nuevas se agudizó en el Siglo del Desgajamiento y dio lugar a que todo el mundo se dividiese en dos campos — el de los Estados viejos, capitalistas, y el de los Estados nuevos, socialistas — con diferente estructuración económica. El descubrimiento en aquel tiempo de las primeras formas de energía atómica y la obstinación de los defensores del viejo mundo estuvieron a punto de llevar a la humanidad hasta la más espantosa catástrofe.

Mas el nuevo régimen tenía que triunfar forzosamente, aunque esta victoria fue retardada por el atraso en la formación de una conciencia social. La reorganización del mundo era empresa absurda sin un cambio radical de la economía, sin la desaparición de la miseria, del hambre y del trabajo penoso, agotador. Pero el cambio de la economía exigía una dirección muy compleja de la producción y de la distribución, y era imposible sin formar antes en cada persona una conciencia social. Para acabar con el odio y, sobre todo, con las mentiras acumuladas por la propaganda hostil durante la lucha ideológica del Siglo del Desgajamiento, se requirieron gigantescos esfuerzos. No pocos errores se cometieron en el camino de desarrollo de las nuevas relaciones humanas. En algunas partes hubo sublevaciones, provocadas por los atrasados partidarios de lo viejo que, debido a su ignorancia, intentaban hallar en la resurrección del pasado fáciles salidas de las dificultades con que tropezaba la humanidad.

Pero la nueva ordenación de la vida se extendió ineluctablemente por toda la Tierra y los pueblos y razas más distintos se fundieron en una sola familia sensata y bien avenida.

Así había comenzado la Era de la Unificación Mundial (EUM), que constaba de los siglos de la Unión de los Países, de las Lenguas Heterogéneas, de la Lucha por la Energía y del Idioma Común.

La evolución social se aceleraba de continuo, y cada nueva época transcurría más de prisa que la anterior. El poder del hombre sobre la naturaleza progresaba a pasos de gigante.

En sus fantásticas utopías sobre un futuro espléndido, las gentes soñaban con que el hombre se liberaría gradualmente del trabajo. Los escritores pronosticaban que con una breve labor diaria de dos o tres horas, dedicadas al bienestar común, la humanidad se aseguraría todo lo necesario, y el tiempo restante sería de feliz asueto.

Estas figuraciones procedían de la aversión al trabajo penoso y obligado de la antigüedad.

Pronto, las gentes comprendieron que el trabajo era una dicha, lo mismo que la lucha incesante con la naturaleza, la superación de los obstáculos, la resolución de nuevas y nuevas tareas para el desarrollo de la ciencia y de la economía. Un trabajo en la plena medida de las fuerzas, pero creador, en consonancia con las aptitudes y los gustos innatos, multiforme y variable de vez en cuando, ¡eso era lo que necesitaba el hombre! El progreso de la cibernética, técnica de la dirección automática, junto a la amplia cultura general, el elevado nivel intelectual y la excelente preparación física de cada persona permitían cambiar de profesión, dominar rápidamente otras y variar hasta lo infinito de actividades laborales, encontrando en ellas una satisfacción cada vez mayor. La ciencia, en su expansión creciente, abarcaba toda la vida humana, y el creador gozo de descubrir nuevos secretos de la naturaleza era ya accesible a un enorme número de personas. El arte asumió un papel de primer orden en la educación social y en la estructuración de la vida. Así llegó la Era del Trabajo General (ETG), la más elevada de toda la historia de la humanidad, con sus siglos de la Simplificación de las Cosas, de la Restructuración, de la Primera Abundancia y del Cosmos.

El descubrimiento de la condensación de la electricidad que dio lugar a la creación de acumuladores de enorme capacidad y de motores eléctricos de reducidas dimensiones, pero de gran potencia, constituyó una gran revolución técnica de los tiempos modernos.

Anteriormente, ya se había conseguido, por medio de semiconductores, formar complejas redes de corrientes de baja tensión y construir máquinas cibernéticas de dirección automática. La técnica se convirtió en elevado arte de fina precisión, en obra de orfebres, que subordinaba a sí misma, al propio tiempo, gigantescas fuerzas en escala cósmica.

Mas la necesidad de dar todo a cada uno hizo que los cuidados de la vida cotidiana se simplificasen considerablemente. El hombre dejó de ser esclavo de las cosas, y la elaboración de detallados standars permitió crear toda clase de objetos y máquinas con un número de elementos constructivos relativamente pequeño, del mismo modo que las múltiples especies de organismos vivos están constituidas de células poco diversas; la célula, de albúminas; las albúminas, de proteínas, etcétera. Sólo con el cese del increíble despilfarro de alimentos que existía en los siglos anteriores, se aseguró el sustento a miles de millones de personas.

Todos los recursos de la sociedad que se gastaban antiguamente en la fabricación de ingenios de guerra, en el sostenimiento de enormes ejércitos que no hacían ningún trabajo útil, en la propaganda política y en falsos oropeles se dedicaron a organizar debidamente la vida y acrecentar los conocimientos científicos.

A una señal de Veda Kong, Dar Verter oprimió un botón y junto a la bella historiadora apareció un gran globo terrestre.

— Nosotros empezamos — prosiguió la conferenciante — por llevar a cabo un cambio completo en la distribución de las zonas habitables e industriales de nuestro planeta…

«Las franjas castañas que aparecen a lo largo de los treinta grados de latitud Norte y Sur señalan la ininterrumpida cadena de localidades urbanas, concentradas a orillas de los mares en las regiones templadas, donde no hay invierno. La humanidad ha dejado de gastar colosales energías en la calefacción de viviendas durante la estación invernal y en la confección de voluminosas prendas de abrigo. La población más densa está concentrada en el litoral del Mediterráneo, cuna de la cultura humana. La anchura de las zonas subtropicales se ha ¡triplicado, después de la fusión artificial de los hielos polares.

«Al Norte de la zona habitable septentrional se extienden vastísimas regiones de prados y estepas, donde pastan innumerables rebaños de animales domésticos.

«Al Sur (en el hemisferio boreal) y al Norte (en el hemisferio austral) había antes unas zonas de cálidos y secos desiertos, que actualmente han sido convertidos en vergeles.

Aquí se encontraban anteriormente las regiones de centrales termoeléctricas que recogían la energía solar.

«La producción de alimentos vegetales y la de madera se ha concentrado en los trópicos, donde es mucho más ventajosa que en las zonas frías. Hace ya tiempo, después de la obtención artificial de hidratos de carbono, azúcares producidos por medio de la luz solar y del ácido carbónico, que hemos dejado de cultivar la remolacha y la caña. La producción industrial barata de albúminas de primera calidad alimenticia todavía no está a nuestro alcance, por ello cultivamos aún plantas y hongos ricos en albúmina y tenemos en los océanos inmensos campos de algas de esta índole. Merced a un sencillo procedimiento de obtención artificial de grasas alimenticias, que hemos recibido por conducto del Gran Circuito, extraemos toda clase de vitaminas y hormonas del carbón de piedra, en cualquier cantidad. La agricultura del mundo nuevo ya no está precisada a abastecernos de todos los productos alimenticios, como ocurría en la antigüedad. La producción de azúcares, grasas y vitaminas es prácticamente ilimitada. Sólo para la obtención de albúminas contamos con inabarcables extensiones de tierra y mar. La humanidad se ha liberado hace tiempo del miedo al hambre, que atormentó a las gentes durante decenas de milenios.

«Una de las alegrías principales del hombre son los viajes, su afán de desplazarse, afición heredada de nuestros remotos antepasados, cazadores, que vagaban de un lado para otro en busca de su modesta pitanza. Ahora toda la Tierra está ceñida por la Vía Espiral que enlaza, por medio de puentes inmensos, tendidos a través de los estrechos, todos los continentes — y Veda fue señalando con el dedo una cinta de plata mientras hacía girar el globo terrestre —. Por la Vía Espiral circulan de continuo trenes eléctricos.

Centenares de miles de personas pueden ¡trasladarse con gran rapidez de la zona habitable a las regiones esteparias, campestres o montañosas, donde no hay ciudades fijas y solamente existen campamentos de especialistas en la cría de ganado, en el cultivo de los campos y en las industrias forestal y minera. La automatización completa de todas las fábricas y centrales energéticas ha hecho innecesaria la construcción de ciudades o grandes pueblos junto a ellas; allí no hay más que algunas casas para las contadas personas que prestan servicio de guardia: observadores, mecánicos y electricistas.

«La organización planificada de la vida ha puesto fin a la terrible carrera de las velocidades, a la fabricación de medios de transporte cada vez más rápidos. Por la Vía Espiral los trenes marchan a doscientos kilómetros por hora. Únicamente en casos de accidente se utilizan, para prestar socorro, aeronaves exprés que cubren en una hora millares de kilómetros.

«Hace unos centenares de años mejoramos notablemente la faz de nuestro planeta. En el Siglo del Desgajamiento se descubrió ya la energía atómica interna. Por aquel entonces se aprendió a liberar una parte ínfima de ella y a producir una descarga térmica, cuyos efectos mortíferos fueron utilizados inmediatamente como arma de guerra. Se acumularon grandes depósitos de terribles bombas que, posteriormente, se intentaron utilizar para la producción de energía. El gran peligro de las radiaciones y su pernicioso influjo sobre la vida no tardaron en advertirse, y ello dio lugar a que la vieja energética atómica quedase encerrada en estrechos límites. Casi simultáneamente los astrónomos descubrieron, mediante el estudio de la física de las estrellas lejanas, dos nuevos métodos de obtención de energía atómica interna — Qu y F — bastante más eficaces y que no dejaban ningún producto peligroso de desintegración.

«Nosotros empleamos esos dos métodos en la actualidad, mas para los motores de las astronaves se utiliza otra forma de energía nuclear: el anamesón, conocido al observar las grandes estrellas de la Galaxia por el Gran Circuito.

«Todos los viejos almacenes de materias termonucleares — isótopos radiactivos de uranio, torio, hidrógeno, cobalto y litio — se decidió destruirlos en cuanto fue hallado el medio de expulsar los productos de su desintegración fuera de la atmósfera terrestre. En el siglo de la Restructuración se hicieron soles artificiales, «suspendidos» sobre las regiones polares. Reduciendo considerablemente los casquetes de hielo que se habían formado en los polos en la época cuaternaria, cambiamos el clima de todo nuestro planeta. El agua de los océanos se elevó de nivel en siete metros. En cuanto a la circulación atmosférica, se redujeron bruscamente los frentes polares y disminuyeron los círculos de vientos alisios que desecaban las regiones desérticas en los límites de los trópicos. Casi cesaron por completo los huracanes y toda clase de turbulentas perturbaciones climatológicas.

«Las estepas cálidas llegaron hasta los paralelos sesenta y los prados y bosques de la zona templada rebasaron los 70 de latitud.

«La Antártida, liberada de hielos en las tres cuartas partes de su superficie, resultó ser el tesoro minero de la humanidad, pues guardaba intactas las riquezas del subsuelo, a diferencia de los otros continentes, donde habían sido muy mermadas a causa del derroche insensato de metales en las continuas guerras devastadoras. A través de la Antártida se consiguió cerrar el circuito de la Vía Espiral.

«Antes del cambio radical del clima, se habían abierto ya grandes canales y cortado las cadenas montañosas para equilibrar la circulación de las aguas y del aire. Bombas dieléctricas perpetuas ayudaron a irrigar incluso los desiertos de las altas mesetas del Asia.

«Las posibilidades de obtener productos alimenticios aumentaron en muchas veces, nuevas tierras se hicieron habitables. Los cálidos mares interiores empezaron a utilizarse para la obtención de algas ricas en albúminas.

«Las viejas naves interplanetarias, por peligrosas y frágiles que fueran, permitieron llegar a los planetas más cercanos de nuestro sistema. La Tierra fue rodeada de un cinturón de satélites artificiales desde los que los hombres estudiaron de cerca el Cosmos. Y entonces, hace cuatrocientos ocho años, ocurrió un acontecimiento tan importante, que marcó una nueva era en la existencia de la humanidad: la Era del Gran Circuito (EGC).

«Hacía mucho que el pensamiento humano venía luchando por lograr la transmisión de imágenes, sonidos y energía a larga distancia. Centenares de miles de sabios eminentes trabajaron en una institución que se sigue denominando hoy día Academia de Emanaciones Dirigidas, hasta que consiguieron la transmisión dirigida de energía a grandes distancias sin conductores de ningún género. Ello fue posible cuando hallaron el medio de eludir la ley que determina que el flujo de energía es proporcional al seno del ángulo de divergencia de los rayos. Entonces, haces de rayos paralelos permitieron establecer una comunicación permanente con los satélites artificiales y, por ende, con todo el Cosmos. La capa de atmósfera ionizada que protegía la vida venía siendo una eterna barrera para las transmisiones y recepciones de los espacios siderales. En tiempos muy remotos, a fines de la Era del Mundo Desunido, los hombres de ciencia terrestres habían establecido que potentes emanaciones radiactivas se precipitaban desde el Cosmos sobre la Tierra. En unión de la radiación general de las constelaciones y galaxias nos llegaban por el Gran Circuito llamamientos y mensajes del Cosmos, que se recibían intermitentes y confusos. En aquel tiempo no los comprendíamos todavía, aunque habíamos aprendido ya a captar esas enigmáticas señales que eran tomadas por radiaciones procedentes de materia muerta.

«El sabio Kam Amat, de origen indio, tuvo la idea de hacer experiencias en los satélites artificiales con receptores de imágenes. Realizando sus ensayos con infinita paciencia, durante decenas de años, halló nuevas y nuevas combinaciones de diapasones.

«Kam Amat captó al fin una emisión del sistema planetario de una estrella doble que llevaba de antiguo el nombre de la 61 del Cisne. En la pantalla apareció un ser no semejante a nosotros, pero indudablemente humano, y señaló a una inscripción hecha con símbolos del Gran Circuito. La inscripción no pudo ser descifrada hasta noventa años más tarde. Hoy, traducida a nuestra lengua terrestre, orna el monumento a Kam Amat.

Reza así: «¡Un saludo a vosotros, hermanos, que habéis entrado en nuestra familia!

Separados por el espacio y el tiempo, ya nos hemos unido, merced a la razón, en el circuito de la gran fuerza.» «El lenguaje de símbolos, planos y mapas del Gran Circuito resultó ser fácilmente comprensible, dado el nivel de desarrollo de la sociedad humana. Al cabo de doscientos años pudimos ya mantener conversaciones, mediante las máquinas de traducir, con los sistemas planetarios de las estrellas más cercanas, así como recibir y transmitir verdaderos cuadros de la muy diversa vida de otros mundos. Recientemente, hemos recibido noticias de catorce planetas de Deneb, importante centro de vida de la constelación del Cisne, astro gigantesco, cuatro mil ochocientas veces más luminoso que el Sol y que se encuentra a ciento veintidós parsecs de la Tierra. La evolución del pensamiento, aunque siguiendo otro camino, ha alcanzado allí nuestro mismo nivel.

«En cuanto a los viejos mundos, los cúmulos globulares de nuestra Galaxia y la inmensa región habitada que rodea su centro, nos llegan de aquella inconmensurable lejanía extraños cuadros y escenas todavía incomprensibles para nosotros por no haber sido aún descifrados. Una vez grabados por las máquinas mnemotécnicas, son remitidos a la Academia de los Límites del Saber, institución científica que estudia los problemas nacientes de nuestra ciencia. Nos esforzamos en comprender este pensamiento, anterior al nuestro en varios millones de años, pero que se distingue poco de él, debido a la unidad de caminos en el desarrollo histórico de la vida, desde las formas orgánicas inferiores hasta los seres superiores, pensantes.

Veda Kong, se volvió de la pantalla, donde tenía clavados los ojos, como hipnotizada, y dirigió a Dar Veter una mirada interrogante. Éste le sonrió, asintiendo aprobatorio. Ella alzó con orgullo la cabeza y, tendiendo las manos hacia adelante, se dirigió de nuevo a sus desconocidos e invisibles oyentes que, dentro de trece años, recibirían sus palabras y verían su imagen:

«Ésta es nuestra historia, éste es el áspero, largo y complejo camino recorrido hasta remontar las cimas del saber. ¡Hermanos nuevos, unios a nosotros en el Gran Circuito para llevar a todos los confines del inabarcable Universo la poderosa fuerza de la razón, venciendo a la materia inerte, sin vida!

La voz de Veda vibraba triunfante, como si hubiera adquirido el vigor de todas las generaciones terrenas, capaces de hacer llegar sus pensamientos más allá de los límites de nuestra Galaxia, a otras islas astrales del Cosmos.

Oyóse un prolongado golpe de gong: Dar Veter había empujado la palanca, interrumpiendo la corriente transmisora de energía. La pantalla se apagó. En el transparente panel de la derecha continuaba iluminada la columna del canal conductor.

Veda, cansada y silenciosa, hecha un ovillo, se hundió en un gran sillón. Dar Veter invitó a Mven Mas a que se sentara ante el pupitre de comando e inclinóse sobre su hombro. En el completo silencio que reinaba, apenas se oía, de vez en cuando, el leve chasquido de las manijas. Inopinadamente, desapareció la pantalla de marco de oro y en su lugar abrióse una sima de profundidad inaudita. Veda Kong, que veía por vez primera aquel prodigio, no pudo contener una exclamación de asombro. Y en rigor, hasta a quienes conocían bien los secretos de la interferencia compleja de las ondas luminosas, que daban aquella amplitud y hondura de perspectiva, el espectáculo les parecía siempre maravilloso.

La oscura superficie de un planeta extraño se aproximaba, viniendo de muy lejos y aumentando de tamaño a cada segundo. Se trataba de un sistema extraordinariamente raro de estrella doble, en el que dos soles se equilibraban de manera que la órbita de su planeta resultaba ser regular y hacía posible la vida en éste. Ambos soles — uno anaranjado y el otro escarlata — eran más pequeños que el nuestro y alumbraban los hielos, que parecían rojos, de un mar congelado. Al borde de una meseta negra, entre enigmáticos reflejos violáceos, se divisaba un gigantesco y bajo edificio pegado a la tierra.

El rayo visual, clavándose en la azotea, pareció atravesar la techumbre, y todos vieron a un hombre de piel gris, ojos redondos, como los de las lechuzas, circundados de argentado plumón. Era de elevadísima estatura, pero muy delgado, con largas extremidades semejantes a tentáculos. Después de hacer una grotesca inclinación de cabeza, a modo de precipitado saludo, fijó en la pantalla sus ojos impasibles como dos objetivos y abrió una boca sin labios, tapada por una válvula de piel blanda, en forma de nariz. Inmediatamente, oyóse la armoniosa y dulce voz de la máquina de traducir:

— Habla Zaf Ftet, encargado de la información exterior, el sesenta y uno del Cisne. Hoy transmitimos para la estrella amarilla STL 3388+04ZhF… Transmitimos para…

Dar Veter y Yuni Ant cambiaron una mirada, mientras Mven Mas apretaba por un instante la mano de Dar Veter. Eran los llamamientos galácticos de la Tierra, mejor dicho, de nuestro sistema planetario solar, considerado en un tiempo por los observadores de otros mundos como un solo gran satélite que daba cada cincuenta y nueve años terrestres una vuelta alrededor del Sol. Durante este período se producía una vez la oposición de Júpiter y de Saturno, que desplazaba el Sol, visiblemente para los astrónomos, de las estrellas vecinas. En ese mismo error habían incurrido también nuestros astrónomos con respecto a numerosos sistemas planetarios, cuya existencia cerca de diversas estrellas había sido descubierta ya en tiempos remotos, Yuni Ant, con más premura que al comienzo de la emisión, comprobó el reglaje de la máquina mnemotécnica y las indicaciones de los aparatos OES que velaban celosamente por el buen funcionamiento.

La voz impasible del intérprete electrónico continuó diciendo:

— Hemos recibido perfectamente la emisión de la estrella… — y de nuevo se oyeron una serie de cifras y unos sonidos intermitentes —, de un modo casual, fuera de las horas en que emite el Gran Circuito. Ellas no han descifrado el lenguaje del Circuito y gastan energía en vano, lanzando sus mensajes en las horas de silencio. Nosotros les hemos contestado en el período de sus emisiones; los resultados serán conocidos dentro de unas tres décimas de segundo… — la voz se calló. Los aparatos de señales continuaron encendidos, a excepción del circulillo verde.

— Hasta ahora se desconocen las causas de estas interrupciones. Puede que se deban al famoso campo neutro de los astronautas que se interpone entre nosotros — explicó Yuni Ant a Veda.

— Tres décimas de segundo galáctico significa cerca de seiscientos años de espera — rezongó enfurruñado Dar Veter —. ¿Y qué falta nos hace eso?

— Por lo que yo he podido comprender, la estrella con la que han enlazado es la Épsilon del Tucán, constelación del cielo austral — terció Mven Mas — que está situada a noventa parsecs, lo que constituye casi el límite de nuestra comunicación permanente.

Más allá de Deneb no la hemos establecido aún.

— ¿No captamos acaso el centro de la Galaxia y los cúmulos globulares? — preguntó Veda Kong.

— Sí, pero irregularmente, de un modo fortuito o por medio de las máquinas mnemotécnicas de otros miembros del Circuito que forman una cadena tendida a través de los espacios de la Galaxia — repuso Mven Mas.

— Las informaciones enviadas hace milenios y decenas de miles de años no se pierden en el espacio y acaban por llegar a nosotros — agregó Yuni Ant.

— Por consiguiente, ¿juzgamos de la vida y los conocimientos de las gentes de otros mundos muy distantes con un retraso que, por ejemplo, para la zona centro de la Galaxia es de veinte mil años?

— Sí; lo mismo cuando se transmiten las grabaciones por las máquinas mnemotécnicas de los mundos próximos que cuando son captadas por nuestras estaciones receptoras; los mundos lejanos aparecen ante nosotros tal y como eran en tiempos muy remotos.

Vemos a personas muertas y olvidadas en sus respectivos mundos hace muchísimos años.

— ¿Será posible que, a pesar de haber conseguido tan gran dominio sobre la naturaleza, no podamos hacer nada en este caso? — comentó Veda con infantil indignación —. ¿No seremos capaces de hallar más medios para alcanzar los mundos lejanos que los rayos ondulares o fotónicos?

— ¡Yo comprendo perfectamente su afán, Veda! — exclamó Mven Mas.

— En la Academia de los Límites del Saber — terció en la conversación Dar Veter — se hacen proyectos para vencer el espacio, el tiempo, la atracción; se estudian las más profundas bases del Cosmos. Pero hasta ahora no han llegado a la fase de los ensayos y no han podido…

Inopinadamente, el circulillo verde se iluminó, y Veda volvió a sentir vértigo al ver hundirse la pantalla en el insondable abismo de los espacios cósmicos.

Los nítidos contornos de la imagen demostraban que se trataba de una grabación de máquina mnemotécnica y no de una captación directa.

Al principio, surgió la superficie de un planeta, visto indudablemente desde una estación exterior. Un sol inmenso, de un color violeta pálido y tan incandescente que parecía irreal, bañaba con sus penetrantes rayos las nubes azules de su atmósfera.

— Ésa es la Épsilon del Tucán, estrella de temperatura elevadísima, perteneciente a la clase B9 y setenta y ocho veces más luminosa que nuestro Sol — dijo Mven Mas en voz muy queda.

Dar Veter y Yuni Ant asintieron con la cabeza.

La sorprendente visión cambió, como si se contrajera y descendiese a ras de la tierra de un modo desconocido.

A gran altura, alzábanse las cúpulas de unas montañas que parecían de cobre fundido.

Una roca o un metal ignoto, de estructura granulosa, refulgía a la luz deslumbradora del sol aquel. E incluso en la imperfecta transmisión de los aparatos, aquel inundo desconocido tenía un esplendor solemne, triunfal.

Los resplandores del sol rodeaban las cobrizas montañas de un halo rosáceoargentado que se reflejaba, en ancho camino, sobre las lentas olas de un mar violeta. Sus aguas de amatista parecían densas y lanzaban rojos destellos, como un centelleo de pequeños ojos vivos. Las olas lamían el gran pedestal de una estatua gigantesca que, lejos de la orilla, se alzaba en orgullosa soledad. Era una figura de mujer, tallada en piedra de color grana, que, con la cabeza echada hacia atrás y como en éxtasis, tendía las manos hacia la ardiente bóveda del cielo. Podía ser muy bien la imagen de una hija de la Tierra, y su completo parecido con nuestras mujeres sorprendía tanto como la asombrosa belleza de la estatua. En su cuerpo, que parecía encarnar los sueños de los artistas terrenos, se armonizaban la vigorosa fuerza y la espiritualidad de cada una de sus líneas. La roja piedra pulida era como una llama de vida ignorada, y, por ello, misteriosa, fascinante.

Las cinco personas terrenas contemplaban en silencio aquel mundo maravilloso y nuevo. Del robusto pecho de Mven Mas escapó un largo suspiro: al lanzar la primera mirada a la estatua, los nervios del africano se habían puesto tensos, en gozosa espera.

Frente al monumento, en la orilla, unas torres de plata labrada marcaban el comienzo de una ancha escalinata blanca que ascendía leve sobre un bosque de esbeltos árboles de hojas turquesa.

— Deben tintinear, ¿verdad? — susurró Dar Veter al oído de Veda, señalando a las torres. Y ella bajó afirmativa la cabeza.

El aparato emisor del nuevo planeta continuaba ofreciendo, uno tras otro, nuevos cuadros silenciosos.

Por un segundo, se columbraron unos muros blancos, con anchas cornisas, en los que se abría un gran portal de piedra azul, y la pantalla se desplegó en una sala alta de techo, inundada de intensa luz. El nacarado matiz de las acanaladas paredes daba a todos los objetos una nitidez singular. Llamó la atención de los terrenos un grupo de personas que se encontraban ante un reluciente panel verde esmeralda.

El color rojo de fuego de su piel correspondía al de la estatua que se alzaba en el mar.

Aquello no causó extrañeza a los habitantes de la Tierra, pues algunas tribus de indios de Centroamérica tenían — según las fotografías en colores que se conservaban de la antigüedad — la misma tonalidad de piel, aunque un poco menos oscura.

Había dos mujeres y dos hombres. Ambas parejas iban vestidas de distinta forma. Los que se hallaban más cerca del panel verde llevaban unas vestiduras cortas, doradas, que parecían elegantes monos con varios cierres de cremallera. Los otros dos estaban envueltos, de pies a cabeza, en capas idénticas del mismo matiz nacarado que las paredes.

Los dos primeros tañían, con suaves y plásticos movimientos, unas cuerdas tendidas oblicuamente junto al extremo izquierdo del panel. La pared, de esmeralda pulimentada o de vidrio, se tornaba ¡transparente. Al compás de sus movimientos, nítidas imágenes se sucedían, flotando en el cristal. Surgían y desaparecían con tanta rapidez, que su sentido era captado con dificultad incluso por observadores tan expertos como Yuni Ant y Dar Veter.

En aquella sucesión de montañas cobrizas, océanos violeta y bosques turquesa se adivinaba la historia del planeta. Animales y plantas — unas veces, monstruosos e incomprensibles; otras, soberbios y espléndidos — desfilaban como espectros del pasado.

Muchos se asemejaban a aquellos cuyos restos guardaban, a modo de anales, los estratos de la corteza terrestre. Larga era la escala ascendente de formas de vida, de continuo perfeccionamiento de la materia viva. Aquel interminable camino de evolución parecía a los seres de la Tierra aún más prolongado, áspero y penoso que su propia genealogía, bien conocida por cada uno de ellos.

En la espectral claridad del aparato iban apareciendo nuevos cuadros: fuego de grandes hogueras, amontonamientos de rocas en las llanuras, luchas con bestias feroces, solemnes exequias y ritos religiosos. La figura de un hombre, cuyo cuerpo cubría una piel de fiera, ocupó la pantalla en toda su altura. Apoyándose con una mano en una lanza y alzando la diestra hacia las estrellas con amplio ademán, pisaba fuertemente el cuello de un monstruo vencido, de ásperas crines en el espinazo, que, abiertas las fauces, mostraba sus largos y afilados colmillos. En el plano posterior, una hilera de hombres y mujeres, cogidos de la mano por parejas, parecían cantar.

Las visiones animadas desaparecieron cediendo lugar a la superficie oscura y pulida de la pared de piedra.

Entonces, los de las vestiduras doradas se apartaron a la derecha y su sitio fue ocupado por la otra pareja. Con un movimiento rapidísimo, se despojaron de sus capas, y sus cuerpos rojos ondularon como llamas vivas sobre el fondo irisado de los muros. El hombre tendió ambas manos hacia la mujer, ella le respondió con una alegre sonrisa tan arrogante y deslumbradora, que los moradores de la Tierra no pudieron menos de sonreír también. Y allá lejos, en la nacarada sala de aquel mundo infinitamente remoto, empezaron a bailar los dos una danza lenta. Más que una danza era aquello una serie de rítmicas poses destinadas, por lo visto, a mostrar la perfección, la belleza de líneas y plástica elasticidad de los cuerpos de los bailarines. Sin embargo, por la cadenciosa sucesión de los movimientos, se presentía una música majestuosa y triste al propio tiempo, como un himno a la gran legión de innumerables víctimas anónimas que habían sido inmoladas en aras de la evolución de la vida hasta llegar a tan admirable ser pensante: el hombre.

Mven Mas creía oír aquella melodía, percibir aquel abanico de notas altas y puras sostenido por el vibrante y acompasado ritmo de los sonidos graves. Veda Kong apretó la mano de Dar Veter, pero él no lo advirtió siquiera. Yuni Ant miraba inmóvil, con la respiración contenida, mientras unas gotas de sudor perlaban su despejada frente.

La gente del Tucán se parecía tanto a la de la Tierra, que, poco a poco, se iba perdiendo la impresión de otro mundo. Mas aquellas personas rojas eran de una belleza consumada que aún no habían alcanzado todos en el globo terráqueo y sólo vivía en los sueños y obras de los artistas, tomando corporeidad en muy contados seres singularmente hermosos.

«Cuanto más penosa y larga es la vía de la ciega evolución animal hasta llegar al ser pensante, tanto más perfectas y adecuadas son las formas superiores de la vida y, en consecuencia, tanto más bellas — pensaba Dar Veter —. Desde hace mucho tiempo los terrenos hemos comprendido que la belleza es la conveniencia de la estructura, instintivamente percibida y bien adaptada a un fin determinado. Y cuanto más diverso es el fin, más bella es la forma; esas gentes rojas deben de ser más inteligentes y hábiles que nosotros. Tal vez su civilización se haya basado más en el desarrollo del propio hombre, de su potencia física y espiritual, que en el progreso de la técnica. Durante largos años nuestra cultura continuó siendo netamente técnica, y hasta que no advino la sociedad comunista no emprendió definitivamente la senda del perfeccionamiento del propio hombre, y no tan sólo de sus máquinas, casas, alimentos y distracciones.» Cesó la danza. La joven piel roja avanzó al centro de la sala, y el rayo visual del aparato concentróse en ella sola. Sus abiertos brazos y su rostro se alzaron.

Los ojos de los terrenos siguieron involuntariamente la mirada de la muchacha. La sala no tenía techo alguno, o tal vez fuera aquello una ilusión óptica, hábilmente lograda, pues allí se veía un cielo tachonado de estrellas tan grandes y refulgentes, que no debían de ser reales. La disposición de las constelaciones extrañas no evocaba ninguna asociación conocida. La muchacha agitó la mano izquierda y en su índice apareció una bolita azul.

Acto seguido, brotó de ésta un rayo de argentada luz que se convirtió en un enorme puntero, cuyo circular extremo luminoso se iba fijando en una u otra estrella de aquel dosel. Y al instante, el panel de esmeralda mostraba una imagen inmóvil, en gran escala.

El rayo indicador se desplazaba lentamente, haciendo surgir, con igual lentitud, vistas de planetas desiertos o habitados. Las extensiones pedregosas o los arenales brillaban con triste, desolado fulgor a la luz de solea rojos, azules, violáceos, amarillos. A veces, los rayos de un astro singular, de color gris plomo, daban vida en sus planetas a achatadas cúpulas y espirales cargadas de electricidad que flotaban como medusas en la densa atmósfera anaranjada o en el océano. En el mundo del sol rojo crecían unos árboles de inconmensurable altura y viscosa corteza negra que tendían hacia el cielo, como en desesperada imploración, miríadas de retorcidas ramas. Otros planetas estaban inundados por completo de oscuras aguas. Enormes islas vivientes, animales o vegetales, navegaban por doquier agitando en la serena superficie sus innumerables tentáculos vellosos.

— No tienen en sus cercanías planetas con formas superiores de vida — dijo de pronto Yuni Ant, que no apartaba los ojos de la carta de aquel desconocido cielo cubierto de estrellas.

— No es cierto — objetó Dar Veter —. Por un lado, tienen un sistema astral plano, una de las formaciones recientes de la Galaxia. Pero nosotros sabemos que los sistemas planos y esféricos, antiguos y nuevos, se alternan frecuentemente. Y en efecto, por el lado de Erídano cuentan con un sistema poblado de seres pensantes que forma parte del Circuito…

— El VVR 4955+MO 3529… etcétera — terció Mven Mas —. Pero ¿por qué no lo saben ellos?

— Ese sistema se adhirió al Gran Circuito hace doscientos setenta y cinco años, y esta información fue enviada antes — respondió Dar Veter.

La joven piel roja del mundo lejano dejó caer del dedo la bolita azul y volvióse hacia los espectadores con los brazos abiertos, como si se dispusiera a abrazar a alguien que se encontrase, invisible, ante ella. Echó un poco hacia atrás la cabeza y los hombros, igual que una mujer terrena al hacer un apasionado llamamiento. Los labios, entreabiertos, se movieron, pronunciando unas palabras inaudibles. Y así quedó inmóvil, exhortante, lanzando a las frías tinieblas de los espacios intersiderales su ardiente imploración humana a sus hermanos, los hombres de otros mundos.



Y de nuevo, su esplendorosa belleza dejó maravillados a los observadores terrenos.

Aquella muchacha no tenía las severas facciones, como cinceladas en bronce, de los pieles rojas de la Tierra. Su cara, redonda; la nariz no grande; los enormes ojos azules, muy separados, y la pequeña boca la asemejaban más bien a las mujeres de nuestros pueblos nórdicos. Sus espesos cabellos, negros y ondulados, eran suaves. Todos los rasgos de su rostro y líneas de su cuerpo denotaban una firmeza alegre, natural, dando la sensación de una gran fuerza.

— ¿Será posible que no sepan nada del Gran Circuito? — inquirió Veda Kong, casi sollozando, inclinándose ante su bella hermana del Cosmos.

— En la actualidad, deben ya de saberlo — repuso Dar Veter —. Pues lo que estamos viendo ahora ocurrió hace trescientos años.

— Son ochenta y ocho parsecs de distancia — comentó Mven Mas, con su retumbante voz de bajo —, ochenta y ocho. Todas las personas que hemos visto murieron hace tiempo.

Y como confirmando sus palabras, la visión de aquel mundo maravilloso se esfumó, mientras se apagaba el circulillo verde indicador del enlace. La transmisión por el Gran Circuito había terminado.

Los espectadores permanecieron atónitos unos instantes. El primero en recobrarse fue Dar Veter. Mordiéndose los labios con pena, dio vuelta al pomo grana. Un profundo toque de gong anunció que la columna de energía dirigida había sido desconectada, advirtiendo a los ingenieros de las centrales energéticas que era preciso verter de nuevo en sus canales habituales el poderoso torrente de fluido. Y después de haber hecho con los aparatos todas las operaciones necesarias, el director de las estaciones exteriores se volvió hacia sus compañeros.

Yuni Ant, arqueadas las cejas, pasaba unas hojas llenas de signos.

— ¡Hay que mandar inmediatamente al Instituto del Cielo Austral la parte del mnemograma con la carta estelar representada en el techo! — dijo dirigiéndose al joven ayudante de Dar Veter.

Éste miró a Yuni Ant con asombro, como si acabara de despertarse de un sueño extraordinario.

El grave hombre de ciencia ocultó una sonrisa: ¿acaso la visión aquella no había sido en verdad un bello sueño acerca de un mundo maravilloso, enviado a través del espacio hacía tres siglos? Un sueño que verían, con toda nitidez, miles de millones de personas en la Tierra y en las estaciones de la Luna, de Marte y de Venus.

— Tenía usted razón, Mven Mas — manifestó Dar Veter sonriendo —, al decir antes de la emisión que hoy ocurriría algo extraordinario. Por vez primera, en los cuatrocientos años que el Gran Circuito existe para nosotros, de las profundidades del Universo ha surgido un planeta poblado de seres que son hermanos nuestros no sólo de mente, sino de cuerpo. ¡El descubrimiento me llena de gozo! ¡Bien comienza su labor! Los antiguos habrían visto en ello un buen presagio y nuestros psicólogos dirían que se ha producido una coincidencia de circunstancias que ha propiciado la confianza y el entusiasmo con respecto a la labor futura…

Dar Veter cayó en la cuenta de que la reacción nerviosa experimentada le había vuelto locuaz. Y como en la Era del Gran Circuito la locuacidad se consideraba uno de los más vergonzosos defectos del hombre, el director de las estaciones exteriores calló sin terminar la frase.

— Sí, sí… — repuso distraído Mven Mas.

Y Yuni Ant, que había advertido cierta indiferencia en el tono de su voz y languidez en sus ademanes, prestó atención. Veda Kong tocó con un dedo la mano de Dar Veter y le señaló al africano con la cabeza.

«¿No será demasiado impresionable para esto?», pensó por un instante Dar Veter, y miró con fijeza a su sucesor.

Pero Mven Mas, que había presentido las ocultas dudas de sus compañeros, irguió el cuerpo y volvió a ser el hombre de antes, atento, buen conocedor de su profesión. La escalera rodante los llevaba ya arriba, hacia los amplios ventanales y el cielo tachonado de estrellas que, de nuevo, estaba tan lejos como estuviera en los treinta milenios de existencia del hombre, mejor dicho, de su especie denominada Homo sapiens.

Mven Mas y Dar Veter debían quedarse en el observatorio.

Veda Kong le dijo en un susurro al director saliente que nunca olvidaría la noche aquella.

— ¡Yo misma me he sentido tan insignificante! — exclamó con una sonrisa que contradecía sus tristes palabras.

Dar Veter comprendió lo que ella tenía presente, y negó con la cabeza.

— Estoy seguro de que si la mujer roja la hubiese visto a usted, Veda, se habría sentido orgullosa de su hermana. Desde luego, ¡nuestra Tierra no tiene que envidiar a su mundo!

— concluyó, radiante de amor el rostro.

— Bueno, eso, querido amigo, es porque usted me mira con buenos ojos — replicó Veda sonriente —. ¡Pregúntele a Mven Mas!.. — y, bromeando, se tapó los ojos con la mano y desapareció tras una curva del muro.

Cuando Mven Mas quedó al fin solo, despuntaba ya el alba. Una luz grisácea se derramaba en el aire fresco y sereno, mientras el mar y el cielo adquirían igual transparencia de cristal: argentada en las aguas, rosácea en el firmamento.

Mven Mas permaneció largo rato en la terraza del observatorio, contemplando los contornos de los edificios, apenas conocidos.

A alguna distancia, sobre una meseta de poca altura, se alzaba un gigantesco arco de aluminio, cruzado por nueve filas de barras paralelas de igual metal; los espacios entre ellas estaban cubiertos con vidrios de materias plásticas de un color crema opalino y blanco argentado. Aquello era el edificio del Consejo de Astronáutica. Ante él se elevaba un monumento a los primeros hombres que habían penetrado en los espacios del Cosmos. Entre nubes y remolinos erguíase el vertical escarpe de una montaña coronada por una astronave de tipo antiguo: un cohete pisciforme, cuya aguda proa estaba enfilada hacia unas alturas inaccesibles aún. Una cadena de hombres — pilotos de naves-cohetes, físicos, astrónomos, biólogos, audaces autores de novelas fantásticas — ascendían en espiral a costa de sobrehumanos esfuerzos, apoyándose unos en otros… La aurora teñía ya de rojo el casco de la vieja astronave y los leves contornos calados de los edificios, y Mven Mas continuaba aún midiendo a grandes pasos la terraza del observatorio. Nunca había experimentado una emoción tan intensa. Educado con arreglo a las normas generales de la Era del Gran Circuito, habíase templado físicamente merced a un severo entrenamiento y realizado con éxito los trabajos de Hércules. Así se llamaban, en recuerdo de los bellos mitos de la antigua Hélade, las difíciles tareas que habían de cumplir todos los jóvenes al terminar los estudios escolares. Si las cumplían, se los consideraba dignos de ingresar en un centro superior de enseñanza.

Mven Mas había dotado de agua una mina del Tíbet occidental, repoblado un bosque de araucarias en la meseta de Nahebt, en América del Sur, y exterminado unos tiburones que habían reaparecido junto a las costas de Australia: la forja que le diera la propia vida y sus relevantes dotes le habían permitido soportar largos años de intenso estudio y prepararse para trabajos duros, de responsabilidad. Aquel día, en la primera hora de su nueva labor, el encuentro con un mundo afín a la Tierra había hecho surgir en su alma algo nuevo. Mven Mas advertía con inquietud que en su interior se abría un abismo a cuyo borde venía caminando toda su vida sin sospechar que existiera. ¡Con qué ansia infinita deseaba volver a ver la estrella Épsilon del Tucán, aquel mundo que parecía haber surgido de uno de los más bellos cuentos de la humanidad terrestre! ¡Nunca podría olvidar a la muchacha de la piel roja, el llamamiento de sus brazos tendidos, sus dulces labios entreabiertos!..

Y el hecho de que la inmensa distancia, de doscientos noventa años-luz, que le separaba de aquel mundo maravilloso fuese infranqueable, inaccesible a todas las posibilidades de la técnica terrenal, lejos de disminuir su anhelo, lo hacía más ardiente.

En el alma de Mven Mas había nacido algo que vivía con vida propia y escapaba al control de su voluntad, a los mandatos de la serena razón. El africano aún no había amado nunca; abismado en sus estudios, había vivido casi como un ermitaño sin experimentar nada semejante a la extraña desazón y el singular gozo que le causara la visión de aquel día, a través de los inmensos campos del espacio y del tiempo.

Загрузка...