Capítulo I. LA ESTRELLA DE HIERRO


A la pálida luz reflejada del techo, los limbos graduados de aparatos e instrumentos se asemejaban a una galería de retratos. Los redondos tenían un pícaro aspecto, los ovalados se dilataban con insolente jactancia y los cuadrados permanecían inmóviles, como petrificados en su obtusa fatuidad. Las lucecitas — azules, anaranjadas, verdes —, que centelleaban en su interior, hacían más real la impresión aquella.

En el centro del convexo cuadro de comando, resaltaba una ancha esfera de color purpúreo. Ante ella, inclinada en incómoda postura, había una muchacha. Olvidada del sillón que tenía al lado, pegaba la frente al cristal. El resplandor rojo le iluminaba el rostro juvenil, tornándolo severo, de más edad, en tanto sombreaba los labios carnosos, destacando sus trazos, y afilaba la nariz, un poquito arremangada. Las anchas cejas fruncidas habían tomado un matiz intensamente negro y daban a los ojos una expresión sombría, desolada.

El rítmico golpeteo de los contadores fue interrumpido por un leve chirriar. La muchacha se estremeció y echó hacia atrás los finos brazos para enderezar la cansada espalda.

Tras ella, chasqueó la puerta y apareció la gran silueta de un hombre de movimientos bruscos y precisos. Una luz dorada inundó la estancia, arrancando destellos de fuego de los espesos cabellos rojizo-oscuros de la muchacha. Sus ojos se encendieron también al mirar, inquietos y amorosos, al que entraba.

— Pero ¿no ha dormido usted aún? ¡Lleva cien horas en vela!

— ¿Mal ejemplo, verdad? — preguntó el hombre en tono alegre, pero sin sonreír. Y había en su voz inflexiones agudas, metálicas, que parecían remachar las palabras.

— Todos los demás descansan — repuso la joven con timidez —, y… no saben nada — agregó quedo.

— Hable sin temor. Los camaradas duermen. Ahora, usted y yo somos las dos únicas personas que velan en el Cosmos, y hasta la Tierra hay cincuenta billones de kilómetros: ¡un parsec(1) y medio en total!

— ¡Y no tenemos anamesón más que para una carrera! — exclamó la muchacha, exaltada, con espanto.

De dos rápidas zancadas, Erg Noor, jefe de la 37ª expedición astral, se aproximó a la esfera purpúrea.

— ¡La quinta vuelta!

— Sí, ya estamos dando la quinta. Y… nada — confirmó la muchacha, dirigiendo una elocuente mirada al altavoz del receptor automático.

— Ya ve que no es posible dormir. Hay que reflexionar bien acerca de todas las variantes y posibilidades. Al final de la quinta vuelta, tenemos que haber hallado la solución.

— Eso son otras ciento diez horas…

— Bueno, echaré un sueño aquí, en el sillón, cuando cesen los efectos de la sporamina.

Tomé una tableta hace veinticuatro horas.

La muchacha quedó un momento pensativa; luego, se decidió a insinuar:

— ¿Y si redujéramos el radio de nuestro círculo? Tal vez esté averiada su emisora.

— ¡No, no! Si reducimos el radio sin aminorar la velocidad, la nave se destrozará al instante. ¿Cómo disminuir la marcha… y por añadidura, sin anamesón?… ¿Cubrir una distancia de un parsec y medio a la velocidad de los lunniks antiguos? Tardaríamos cien mil años en llegar a nuestro sistema solar.

— Ya lo comprendo… Mas quizá ellos…

— En tiempos inmemoriales, los hombres podían incurrir en negligencias o engañarse unos a otros. ¡Pero en la actualidad no!

— Yo no me refiero a eso — replicó ofendida la muchacha, con brusquedad —. Quería decir que tal vez Algrab se haya desviado de su ruta y nos esté buscando también.

No ha podido desviarse tanto. Sin duda alguna, partió a la hora señalada y prevista.

Aunque se haya dado el caso inverosímil de avería de sus dos emisoras, la astronave habría cruzado el círculo diametralmente y ahora la oiríamos nosotros con el receptor planetario. No hay equivocación posible: ¡mire, ahí está el planeta convenido!

Erg Noor señaló a las pantallas reflectoras colocadas en profundos nichos a los cuatro costados del puesto de comando. Innumerables estrellas brillaban en la insondable negrura. Por la pantalla delantera de la izquierda pasó fugaz un pequeño disco gris — apenas esclarecido por su sol — que se encontraba muy alejado del sistema B-7336 — C+87 — A, donde se desarrolla la acción de este capítulo.

— Nuestros faros-bomba funcionan con precisión, a pesar de que los lanzamos hace cuatro años independientes(2). — Erg Noor mostró una franja de luz que se extendía nítida por el largo cristal de la pared izquierda —. El Algrab debía estar ya aquí desde hace tres meses. Por consiguiente… — hizo una pausa, como dudando de pronunciar la sentencia, y concluyó —: ¡Ha perecido!

— ¿Y si no ha sido así? Tal vez lo haya averiado algún meteorito y no pueda desarrollar velocidad… — objetó la muchacha pelirroja.

— ¡Velocidad!.. — repitió Erg Noor, sarcástico —. ¿Y qué más da? Si entre la nave y su lugar de destino se han interpuesto milenios de viaje, todavía será peor: vendrá la muerte lenta, tras años de terrible desesperanza. Y si llaman pidiendo socorro, puede que nos enteremos… dentro de unos seis años… ya en la Tierra.

Con impetuoso ademán, sacó un sillón plegable de debajo del banco de la calculadora electrónica, modelo reducido de la «MNU-11». Hasta entonces, no se había podido aún dotar a las astronaves de máquinas-cerebros electrónicos del tipo de la «IUT», capaces de realizar toda clase de operaciones y de dirigir dichas naves. Y no se había hecho porque tales máquinas eran muy pesadas, frágiles y de gran volumen. Entre tanto, había que tener de guardia en el puesto de comando a un astronauta, máxime cuando en tan largas trayectorias era imposible mantener exactamente el rumbo.

Con la destreza de un pianista, los dedos del jefe de la expedición se deslizaban rápidos por las clavijas y los botones de la calculadora. Su pálido rostro, de pronunciados rasgos, tenía una inmovilidad de piedra; la frente, despejada, se inclinaba tesonera sobre los mandos y parecía desafiar a los elementos, hostiles a aquel mundillo de seres vivos que se habían lanzado a las profundidades vedadas del espacio.

La joven astronauta Niza Krit, que hacía su primera expedición astral, observaba anhelante al ensimismado Noor. ¡Qué sereno era! ¡Cuánta energía y talento poseía el amado! Lo amaba desde hacía tiempo, desde el comienzo de aquel viaje que duraba ya cinco años. Y era inútil ocultarlo… El también lo sabía, Niza se daba cuenta… Ahora, al ocurrir aquella desgracia, tenía la dicha de estar de guardia con él. Los dos solos, durante tres meses, mientras el resto de la tripulación permanecía sumida en dulce sueño hipnótico. Aún quedaban trece días; luego, ambos se dormirían por medio año hasta que terminasen sus turnos respectivos dos equipos de nautas, astrónomos y mecánicos. Los demás — los biólogos y geólogos, cuyo trabajo no comenzaría hasta que no llegasen al lugar de destino — podrían seguir durmiendo… En cambio, los astrónomos estaban siempre atareados. ¡Cuan grande era su labor! Erg Noor se levantó, y los pensamientos de Niza se interrumpieron.

— Voy a la cabina de las cartas astrales… Su descanso será dentro de… — miró al reloj dependiente — nueve horas. Puedo dormir de sobra antes de relevarla.

— Yo no estoy cansada, y estaré aquí todo el tiempo que haga falta para que usted descanse bien.

Erg Noor frunció el entrecejo, dispuesto a replicar, pero cediendo a la caricia de las palabras y de los ojos castaños, dorados, que le miraban fieles, sonrió y salió de la estancia sin decir nada.

Niza se sentó en el sillón, abarcó los aparatos con habitual mirada y quedó muy pensativa.

Sobre ella negreaban las pantallas reflectoras que transmitían al puesto central de comando el panorama del insondable abismo circundante. Las luces multicolores de las estrellas eran como brillantes agujas que se clavaban en la retina.

La astronave iba dejando atrás a un planeta, cuya fuerza de atracción la hacía balancearse a lo largo del campo de gravitación inestable. Y las estrellas, siniestras y majestuosas, daban en las pantallas reflectoras saltos fantásticos. Los dibujos de las constelaciones cambiaban con celeridad inaudita.

El planeta K-22H — 88, frío y sin vida, alejado de su sol, era conocido como un lugar cómodo para los encuentros de las astronaves… pero aquella entrevista no se realizaba.

Daban ya la quinta vuelta… Y Niza se imaginó su nave describiendo, con velocidad aminorada, un círculo inmenso, de mil millones de kilómetros de radio, y adelantándose continuamente al planeta, que iba a paso de tortuga. Al cabo de ciento diez horas, la astronave terminaría su quinta vuelta… ¿Y qué ocurriría entonces? El gran cerebro de Erg Noor estaba en plena tensión, buscando afanoso la mejor salida. El jefe de la expedición y capitán del navío cósmico no podía equivocarse. De lo contrario, la Tantra, astronave de primera clase, cuya tripulación estaba integrada por los sabios más eminentes, ¡no volvería jamás de los espacios intersiderales! Pero Erg Noor no se equivocaría…

Niza Krit sintió de pronto un malestar angustioso, revelador de que la astronave se había desviado de su curso en una fracción minúscula de grado, desviación solamente admisible a velocidad aminorada, pues de lo contrario, la frágil carga humana habría perecido por completo. Apenas se hubo desvanecido la neblina gris que cubría sus ojos, la muchacha volvió a sentir mareo: la nave había vuelto a su ruta. Todo aquello se debía a que los detectores supersensibles habían captado allí delante, en la insondable negrura, un meteorito, el peligro mayor para las astronaves. Las máquinas electrónicas que gobernaban el navío cósmico (sólo ellas podían hacer todas las manipulaciones con la rapidez requerida, ya que los nervios humanos no estaban adaptados a las velocidades cósmicas) habían desviado la Tantra en una millonésima de segundo y, una vez pasado el peligro, la habían vuelto, con igual rapidez, a su curso anterior.

«¿Qué habrá impedido a unas máquinas como éstas salvar al Algrab — pensaba Niza, repuesta ya de su malestar —. Seguramente ha sido averiado al chocar contra algún meteorito. Erg Noor dice que, de cada diez astronaves, una perece a causa de esas colisiones, a pesar de la invención de detectores tan sensibles como el de Voll Hod y de los revestimientos energéticos de protección que rechazan los cuerpos celestes de minúsculas dimensiones.» La catástrofe del Algrab los ponía en un trance muy peligroso, cuando parecía que todo estaba bien meditado y previsto. La muchacha empezó a evocar cuanto había ocurrido a partir del momento en que emprendieron el vuelo.

La 37ª expedición astral tenía como objetivo llegar al sistema planetario de la más cercana estrella de la constelación del Serpentario, cuyo único planeta habitado — Zirda — había estado comunicando con la Tierra y los otros mundos, durante largo tiempo, por el Gran Circuito. Pero inesperadamente había enmudecido. Hacía ya más de setenta años que no llegaba de allí noticia alguna. Era deber de la Tierra, como vecina más próxima de Zirda entre los planetas del Circuito, averiguar qué era lo que pasaba. Por ello, la nave expedicionaria tomó a bordo muchos aparatos y a varios sabios eminentes, cuyo sistema nervioso, después de numerosas pruebas, se había mostrado capaz de soportar años de reclusión en la hermética astronave. Las reservas de combustible — el anamesón, sustancia en que la ligazón intermesónica de los núcleos había sido destruida y que poseía una velocidad de eyección igual a la de la luz — eran mínimas, y no a causa del peso del anamesón, sino debido al gran espacio que ocupaban sus enormes depósitos.

Se contaba con volver a aprovisionarse de combustible en Zirda. Para el caso de que al planeta le hubiera ocurrido algo grave, el Algrab, astronave de segunda clase, debía encontrarse con la Tantra cerca de la órbita del planeta K22H-88.

El agudo oído de Niza percibió un cambio de tono en la sintonización del campo de gravitación artificial. Los discos de tres aparatos de la derecha empezaron a centellear con distinto fulgor, la sonda electrónica de babor se conectó. En la iluminada pantalla apareció un cuerpo aristado y brillante. Venía derecho como un proyectil hacia la Tantra y, por consiguiente, debía de estar aún lejos. Era un enorme trozo de materia, de los que muy raramente se encontraban en los espacios cósmicos. Niza se apresuró a determinar su volumen, masa, velocidad y dirección de vuelo. Y únicamente al oír el chasquido de la bobina automática del registro de observaciones, volvió Niza a sus recuerdos.

El más vivo era el de un sol, rojo como la sangre, que se iba agrandando en el campo visual de las pantallas durante los últimos meses del cuarto año de viaje. El cuarto para todos los habitantes de la astronave, que volaba a una velocidad de 5/6 de la unidad absoluta: la velocidad de la luz. Pero en la Tierra habían pasado ya cerca de siete años, de los llamados independientes.

Unos filtros superpuestos en las pantallas protegían los ojos humanos, atenuando el color y la intensidad de los rayos de cualquier astro, como hacía la atmósfera terrestre mediante sus capas protectoras de ozono y de vapor de agua. La luz violeta de los astros de temperaturas elevadas, una luz fantasmagórica, indescriptible, parecía azul celeste o blanca, mientras las sombrías estrellas gris-rosáceas se tornaban alegres y de un color amarillo de oro, semejante al de nuestro Sol. Allí, el astro que brillaba victorioso con claros fulgores escarlata tomaba esa intensa tonalidad de sangre en la que el observador terrestre reconoce las estrellas de la clase espectral M 5. El planeta se encontraba bastante más cerca de su sol que la Tierra del suyo. A medida que se aproximaban a Zirda, el astro de ella se iba convirtiendo en un enorme disco bermejo que lanzaba multitud de radiaciones térmicas.

Dos meses antes de llegar a Zirda, la Tantra había tratado de comunicar con la estación exterior del planeta. No había allí más que esa estación en un pequeño satélite natural, sin atmósfera, que se hallaba más cerca de Zirda que la Luna de la Tierra.

La astronave continuó llamando a Zirda cuando quedaban treinta millones de kilómetros para llegar a ella y la fantástica velocidad de la Tantra había sido reducida a tres mil kilómetros por segundo. Estaba de guardia Niza, pero toda la tripulación también permanecía en vela, sentada expectante ante las pantallas en el puesto central de comando.

Niza lanzaba las llamadas ampliando la potencia de emisión y proyectando los rayos en abanico.

Por fin, vieron el diminuto punto luminoso del satélite. La nave empezó a trazar una curva alrededor del planeta, aproximándose a él poco a poco, en espiral, y adaptando su velocidad a la del satélite. La Tantra y éste parecían unidos por un cable invisible; la astronave pendía sobre el pequeño planeta, que corría raudo por su órbita. Los estereotelescopios electrónicos del gran navío cósmico exploraban la superficie del satélite.

Y de pronto, ante la tripulación apareció un espectáculo inolvidable.

Un enorme edificio de cristal brillaba cegador a los reflejos del sol sangrante. Bajo la plana techumbre había una estancia, semejante a un gran salón de actos. En él permanecía inmóvil una multitud de seres que no se parecían a los terrenales, pero eran, sin duda, humanos. Pur Hiss — astrónomo de la expedición, novato en el Cosmos, que había sustituido poco antes de partir a un compañero experto — siguió regulando con mano trémula el foco, para ampliar las imágenes. Las filas de hombres, que se veían borrosos bajo el cristal, continuaban en inmovilidad absoluta. Pur Hiss amplió más. Ya se distinguía un estrado con una larga mesa y bordeado de aparatos e instrumentos diversos. Sobre la mesa, de cara al auditorio, estaba sentado un hombre con las piernas cruzadas, perdida en la lejanía la mirada demencial de sus ojos fijos, aterradores.

— ¡Están muertos, congelados! — exclamó Erg Noor.

La astronave seguía suspendida sobre el satélite de Zirda. Catorce pares de ojos observaban aquella tumba de cristal, sin poder apartarse de ella. Sí, era en verdad una tumba. ¿Cuántos años llevaban allí aquellos cadáveres? Hacía setenta que el planeta había enmudecido, y si agregaban los seis de recorrido de los rayos, resultaban más de tres cuartos de siglo…

Luego, todas las miradas se tendieron hacia el jefe. Erg Noor, pálido el semblante, escudriñaba en la opalina niebla de la atmósfera que rodeaba al planeta. A través de ella, se columbraban apenas los tenues contornos de las montañas y los reflejos del mar, pero nada daba la respuesta que habían venido a buscar los astronautas.

— ¡La estación ha quedado inutilizada y no ha sido reconstruida en setenta y cinco años! Por consiguiente, en el planeta ha ocurrido una catástrofe. Hay que descender, penetrar en la atmósfera, tal vez tomar tierra… Aquí están todos reunidos. Yo pregunto cuál es la opinión del Consejo…

El astrónomo Pur Hiss fue el único que hizo objeciones. Niza miraba con indignación a su narizota corva, como el pico de una ave de rapiña, y a sus feas orejas asoplilladas.

— Si en el planeta ha ocurrido una catástrofe, no tendremos ninguna posibilidad de aprovisionarnos de anamesón. El vuelo a poca altura en torno al planeta, y tanto más la toma de tierra, disminuirán nuestras reservas de combustible planetario. Además, no sabemos qué ha pasado. Puede haber allí potentes radiaciones que nos maten a todos.

Los demás miembros de la expedición apoyaron al jefe.

— Ninguna clase de radiaciones planetarias pueden ser peligrosas para una nave con coraza cósmica, como la nuestra. ¿A qué se nos ha enviado aquí? A poner en claro lo ocurrido, ¿no es cierto? ¿Qué va a responder la Tierra al Gran Circuito? No basta con constatar el hecho. Eso es muy poco; hay que explicarlo además. ¡Perdónenme estos razonamientos de escolar! — dijo Erg Noor. Y en el habitual timbre metálico de su voz había un dejo de ironía —. No creo que podamos eludir nuestro indeclinable deber…

— ¡La temperatura de las capas superiores de la atmósfera es normal! — exclamó Niza con alegría.

Erg Noor sonrió e inició el descenso con precaución, espira tras espira, aminorando la marcha de la astronave a medida que se iban aproximando a la superficie del planeta.

Zirda era un poco más pequeña que la Tierra, y para circundarla en bajo vuelo no se requería una velocidad muy grande. Los astrónomos y el geólogo confrontaban los mapas del planeta con las indicaciones de los aparatos ópticos de la Tantra. Los continentes conservaban sus contornos, idénticos a los de antes, los mares brillaban serenos a la roja luz del sol. Las cadenas montañosas tampoco habían cambiado de configuración y tenían el mismo aspecto que en las fotografías anteriores, pero el planeta callaba.

La gente llevaba treinta y cinco horas en sus puestos de observación, sin abandonarlos ni un momento.

La composición de la atmósfera, la irradiación del sol rojo, todo coincidía con los datos que se poseían acerca de Zirda. Erg Noor abrió el anuario correspondiente a este planeta y buscó las tablas con los datos de su estratosfera. La ionización era más fuerte que de ordinario. Una vaga sospecha empezó a alentar en su mente, llenándole de inquietud.

A la sexta espira del descenso, se divisaron los contornos de las grandes ciudades.

Pero en los receptores de la astronave, al igual que antes, no se oía señal alguna.

Niza Krit, que había sido relevada para que tomase un refrigerio, creía estar sumida en leve sopor. Le parecía haber dormido nada más que unos minutos. La astronave volaba sobre la parte de Zirda envuelta en las sombras de la noche, a una velocidad no superior a la de un simple espiróptero terrestre. Allí abajo debían de extenderse las ciudades, las fábricas, los puertos. Mas ni una sola luz se columbraba en las profundas tinieblas, por mucho que los potentes estereotelescopios las explorasen. El trepidante fragor de la atmósfera, al ser hendida por la astronave, tenía que oírse a decenas de kilómetros.

Pasó una hora. Seguía sin aparecer la menor luz. La angustiosa espera se iba haciendo insoportable. Noor conectó las sirenas de aviso. Un espantoso rugido se expandió hacia la insondable negrura de allá abajo. Los hombres de la Tierra confiaban en que, fundido con el fragor del aire, lo oirían los moradores de Zirda, que guardaban un enigmático silencio.

Un resplandor de fuego rasgó las siniestras tinieblas. La Tantra había entrado en la zona iluminada del planeta. Abajo, todo continuaba envuelto en una oscuridad aterciopelada. Las fotografías, ampliadas rápidamente, mostraron que aquello era un tapiz de flores semejantes a negras amapolas terrestres, que se extendía en millares de kilómetros, sustituyendo todo: bosques, matorrales, juncos y hierbas. Las calles de las ciudades resaltaban en el manto sombrío como costillas de esqueletos gigantescos, las construcciones de hierro parecían rojas heridas. No había en parte alguna ni un solo ser vivo, ni un árbol; únicamente aquellas amapolas negras…

La Tantra lanzó una estación-bomba de observación y entró de nuevo en la noche. Al cabo de seis horas, la estación-robot informó acerca de la composición del aire, de la temperatura, de la presión y demás condiciones existentes en la superficie del planeta.

Todo era allí normal, excepto un exceso de radiactividad.

— ¡Monstruosa tragedia! — barbotó con sofocada voz el biólogo Eon Tal, en tanto anotaba los últimos datos suministrados por la estación —. ¡Se han matado ellos mismos y han destruido todo su planeta!

— ¿Será posible? — preguntó Niza, tratando de contener las lágrimas —. ¡Qué espanto!

No me lo explico, pues la ionización no es tan fuerte…

— Desde entonces, han pasado bastantes años — respondió severo el biólogo. Su rostro circasiano, de nariz aguileña y aspecto viril, a pesar de su juventud, tenía una expresión dura —. Esta desintegración radiactiva es precisamente peligrosa porque va aumentando de un modo imperceptible. La cantidad total de emanaciones ha podido ir creciendo durante siglos, kor a kor, como llamamos nosotros a las biodosis de radiación, y de pronto, un salto cualitativo! Se anula la procreación, viene la esterilidad y surgen, por añadidura, las epidemias de origen radiactivo… No es la primera vez que esto ocurre. El Gran Circuito ha conocido catástrofes semejantes…

— Como la del llamado «Planeta del sol violáceo» — resonó detrás de ellos la voz de Erg Noor.

— Lo más trágico — comentó el taciturno Pur Hiss — es que su extraño sol, setenta y ocho veces más luminoso que el nuestro y de la clase espectral A-cero, aseguraba a los habitantes una energía muy elevada…

— ¿Dónde está ese planeta? — inquirió el biólogo Eon Tal —. ¿No es el que el Consejo se propone poblar?

— El mismo. En su honor se dio el nombre de Algrab a la nave que acaba de perecer.

— ¡La estrella Algrab o Delta del Cuervo! — exclamó asombrado el biólogo —. ¡Pero ésa está muy lejos!

— A cuarenta y seis parsecs. Mas nosotros construimos astronaves que hacen raids cada vez más largos…

El biólogo asintió con la cabeza y barbotó que no había sido un acierto dar a aquella astronave el nombre de un planeta perecido.

— Mas la estrella sigue existiendo, y el planeta también. Antes de un siglo, la habremos cubierto de vegetación y poblado — repuso Erg Noor, con convencimiento.

Se había decidido a una maniobra difícil, consistente en cambiar el curso orbital de la nave, que era latitudinal, haciéndolo longitudinal para seguir a lo largo del eje de rotación de Zirda.

¿Cómo iban a abandonar el planeta sin tener la certeza de que todos sus habitantes habían muerto? Tal vez los supervivientes no pudieran pedir socorro, debido a que las centrales energéticas estuviesen destruidas y los aparatos averiados.

No era la primera vez que Niza veía a Erg Noor ante el cuadro de comando en un momento crítico. Con el rostro impenetrable, lleno de firmeza, los movimientos bruscos y siempre exactos, le parecía un héroe legendario.

De nuevo, la Tantra recorría sin esperanza su ruta alrededor de Zirda; ahora de un polo a otro. En algunos lugares, sobre todo en las latitudes medias, aparecían anchas zonas de terreno sin vegetación alguna. Allí flotaba en el aire una niebla amarilla, a través de la cual se vislumbraban, como un mar encrespado, unas gigantescas dunas de arena roja, azotadas por el viento.

Más allá, volvían a extenderse, como un fúnebre manto de terciopelo, las amapolas negras, únicas plantas que habían resistido a la radiactividad o experimentado, bajo su influencia, una mutación viable.

Todo estaba claro. Era inútil, e incluso peligroso, buscar entre aquellas ruinas muertas los depósitos de anamesón reservado, por recomendación del Gran Circuito, para los viajeros procedentes de otros mundos (Zirda no tenía aún astronaves y sólo contaba con navíos trasplanetarios). La Tantra empezó a desenrollar lentamente la espira de su vuelo, en sentido inverso, para alejarse del planeta. Tomando una velocidad de diecisiete kilómetros por segundo con sus motores iónicos a chorro, utilizados para los viajes interplanetarios, despegues y tomas de tierra, la astronave dejó atrás el planeta muerto.

Puso rumbo a un sistema inhabitado, únicamente conocido por una cifra convencional, al que se habían lanzado unos faros-bomba y donde debía esperar el Algrab. Los motores de anamesón fueron conectados. En cincuenta y dos horas, con su fuerza, imprimieron a la astronave su velocidad normal de novecientos millones de kilómetros por hora. Hasta el lugar del encuentro quedaban quince meses de viaje, once computando por el tiempo dependiente de la nave. Toda la tripulación, salvo el grupo de guardia, podía sumirse en el sueño. Pero la discusión general, los cálculos y la preparación del informe al Consejo ocuparon un mes entero. En los anuarios referentes a Zirda se mencionaban peligrosos experimentos realizados con combustibles atómicos de desintegración parcial. Había allí discursos de eminentes sabios del planeta ahora muerto que señalaban la aparición de síntomas de influencia nociva sobre la vida e insistían en que cesasen las pruebas. Hacía ciento dieciocho años, se había transmitido por el Gran Circuito una breve advertencia que debía haber bastado para convencer a hombres de preclaro intelecto, pero que, por lo visto, no había tomado en serio el gobierno de Zirda.

No cabía duda de que el planeta había perecido a consecuencia de una acumulación de radiaciones, después de numerosos ensayos imprudentes y del empleo irreflexivo de formas peligrosas de energía nuclear, en vez de haber buscado, sensatamente, otras menos nocivas.

El enigma estaba ya esclarecido desde hacía tiempo; la tripulación había pasado, por dos veces, de un sueño de tres meses a una vida normal de igual duración.

Y la Tantra llevaba ya muchos días dando vueltas en torno al planeta gris; la esperanza de encontrar al Algrab disminuía de hora en hora. Algo amenazador se presagiaba…

Erg Noor, parado en el umbral, contemplaba a la pensativa Niza. La inclinada cabeza de la muchacha, de abundantes cabellos, parecía una hermosa flor de pétalos de oro…

Su perfil tenía trazos de pícaro chicuelo; sus ojos, un poquitín estrábicos, que hacían guiños con frecuencia al contener la risa, permanecían muy abiertos, escudriñando lo ignoto con inquietud y valentía. Ella misma no se daba cuenta del gran apoyo moral que prestaba a Erg con su abnegado amor. A aquel hombre que, a pesar de los largos años de prueba, forjadores de su voluntad y carácter, sentía a veces el cansancio de ser jefe, hombre dispuesto de continuo a responder de su gente, de su nave, del éxito de la expedición. Allá abajo, en la Tierra, no existía, desde hacía mucho tiempo, una responsabilidad tan unipersonal, pues las decisiones se tomaban siempre por el equipo encargado de realizar el trabajo respectivo. Y si ocurría algo imprevisto, se tenía la seguridad de recibir al instante el consejo preciso, la solución a los problemas más complicados. En cambio, aquí no había dónde recurrir. El capitán estaba investido de poderes extraordinarios. La responsabilidad aquella sería más llevadera si se asumiese durante dos o tres años, en vez de los diez a quince que, por término medio, duraban las expediciones astrales.

Erg Noor entró en el puesto de comando.

Niza se levantó presurosa y acudió a su encuentro.

— Ya he reunido todos los datos y mapas necesarios — dijo el jefe —. Ahora, ¡le daremos trabajo a la máquina!

Arrellanado en el sillón, empezó a volver lentamente las hojas metálicas, indicando las cifras de las coordenadas, la tensión de los campos magnéticos, eléctricos y de gravitación, la potencia de los flujos de partículas cósmicas, la velocidad y densidad de las corrientes meteóricas. En tanto, Niza, contraída toda ella, apretaba los botones y daba vuelta a las llaves conectaras de la máquina de calcular. Después de recibir varias respuestas, Erg Noor frunció pensativo el entrecejo.

— En nuestra ruta hay un campo de intensa gravitación: la zona de acumulaciones de materia opaca en el Escorpión, cerca de la estrella 6555-ZR+ll-PKU — dijo —. Para economizar combustible, hay que desviarse hacia allí, hacia el Serpentario… En la antigüedad se volaba sin motor, utilizando como acelerador la periferia de los campos de gravitación…

— ¿Podemos nosotros recurrir a ese procedimiento? — preguntó Niza.

— No. Nuestras astronaves son demasiado rápidas para ello. La velocidad de 5/6 de la unidad absoluta, o sea de doscientos cincuenta mil kilómetros por segundo, aumentaría en doce mil veces nuestro peso en el campo de atracción terrestre, y nos haríamos todos polvo. Nosotros podemos volar así solamente en los espacios cósmicos, lejos de las grandes acumulaciones de materia. En cuanto la astronave empiece a penetrar en el campo de gravitación, habrá que ir aminorando la marcha en la misma medida en que aumente la potencia de dicho campo.

— Por consiguiente, aquí hay una contradicción — Niza apoyó la cabeza en la mano, con infantil ademán —. Cuanto más fuerte sea el campo de atracción, ¡tanto más despacio debemos volar!

— Eso sólo es cierto para las grandes velocidades sublumínicas, cuando la propia astronave viene a ser como un rayo de luz que avanza solamente en línea recta o describiendo la llamada curva de iguales tensiones.

— Si yo le he entendido bien, usted quiere lanzar nuestro «rayo», la Tantra, directamente al sistema solar…

— En eso reside toda la enorme dificultad de la navegación astral. Prácticamente, es imposible dar con exactitud en el blanco de una u otra estrella, aunque a los cálculos se aporten todas las correcciones imaginables. Hay que tener en cuenta de continuo el error, que va acrecentándose en la trayectoria, y cambiar, en consecuencia, la dirección de la nave, lo que excluye a automatización absoluta de su comando. Ahora estamos en una situación peligrosa. Una parada o una brusca aminoración del vuelo después de la carrera, sería para nosotros la muerte, ya que no habría base alguna para volver a ¡tomar velocidad. Aquí está el peligro, mire: la zona 344+2U no ha sido explorada en absoluto.

No hay en ella estrellas, únicamente se conoce un campo gravitatorio, vea su límite.

Bueno, antes de adoptar una determinación, esperemos a los astrónomos; después de la quinta vuelta, los despertaremos a todos, y entre tanto… — el jefe de la expedición se frotó las sienes y bostezó.

— ¡Los efectos de la sporamina se acaban! — exclamó Niza —. ¡Ya puede usted descansar!

— Bien, me instalaré en este sillón. ¡A lo mejor, se produce un milagro, y se oye aunque no sea más que algún sonido!

Tenía la voz de Erg Noor un acento que estremeció de ternura el corazón de Niza.

Hubiera querido apretar contra su pecho aquella cabeza tesonera, acariciar sus negros cabellos, en los que brillaban, prematuras, unas hebras de plata…

La muchacha se levantó, y luego de arreglar cuidadosa las hojas de datos, apagó la luz no dejando más que un débil claror verde a lo largo de los paneles con los aparatos y los relojes. La astronave, apacible y serena, cruzaba los infinitos espacios, absolutamente vacíos, describiendo su inmenso círculo. La astronauta de cabellos rojizos ocupó sin hacer ruido su puesto ante el «cerebro» de la gigantesca Tantra. Los aparatos tocaban con sordina, acompasados, su habitual cancioncilla; la menor alteración en su funcionamiento habría infringido, como una nota falsa, aquella melodía que iba fluyendo suave, al tono preciso. De vez en cuando, se repetían unos golpecitos, semejante a sonidos de un gong: era que el motor planetario auxiliar se conectaba para torcer el curso de la Tantra en línea curva. Los imponentes motores anamesónicos se callaban. La calma de la larga noche reinaba en la nave adormecida como si ningún grave peligro se cerniera sobre ella y sus moradores. De un momento a otro, iban a resonar en el altavoz las señales tan esperadas, y los dos navíos cósmicos frenarían su vuelo impetuoso, se aproximarían hasta hacer paralelas sus rutas y, luego de igualar sus velocidades, continuarían el viaje, como echados el uno junto al otro. Una ancha galería tubular enlazaría los dos pequeños mundos de ambas naves, y la Tantra recobraría su ciclópea fuerza.

En su fuero interno, Niza estaba tranquila, pues tenía fe en su jefe. Los cinco años de viaje no le parecían largos ni penosos. Sobre todo, desde que le amaba… E incluso antes de aquel amor, las observaciones apasionantes, los libros, la música y los filmes, en grabación electrónica, habían ido completando sin cesar sus conocimientos y hecho menos dolorosa la añoranza de la bella Tierra, perdida, como un granito de arena, en el fondo de las infinitas tinieblas. Sus compañeros eran gente de vasta cultura, y cuando los nervios estaban fatigados de las impresiones o del prolongado e intenso trabajo, un sueño profundo, mantenido por el regulador de las ondas hipnóticas, absorbía grandes lapsos de tiempo, que transcurrían sin sentir. Además, junto al amado era dichosa. Tan sólo la inquietaban las dificultades que pasaban los otros, y sobre todo él, Erg Noor… ¡Si ella pudiera!.. Mas ¿qué podía hacer una astronauta novel, completamente ignorante en comparación con aquellos hombres? Aunque tal vez los ayudara con su ternura, su buena voluntad, en continua tensión, y su ardiente deseo de hacer más llevadero el penoso trabajo.

El jefe de la expedición se despertó y alzó la cabeza, en la que sentía pesadez.

Continuaba la rítmica melodía, interrumpida, al igual que antes, por el espaciado golpeteo del motor planetario.

Niza Krit vigilaba los aparatos, levemente inclinada sobre ellos, con unas tenues huellas de cansancio en el juvenil rostro. Erg Noor miró el reloj dependiente, que computaba el tiempo astronáutico y, con elástico impulso, se levantó del profundo sillón.

— ¡He dormido catorce horas! ¡Y usted, Niza, no me ha despertado! Esto es… — al ver la gozosa sonrisa de ella, quedó cortado un instante —. ¡Vaya a descansar ahora mismo!

— ¿Me permite echar un sueño aquí, como usted? — le pidió la muchacha. Luego, corrió a tomar un bocado, se arregló un Poco y acomodóse en el sillón.

Sus ojos, castaños, brillantes, circundados de oscuras sombras, observaban a escondidas a Erg Noor, que, refrescado por una ducha ondular, la había relevado ante los aparatos. Después de comprobar los datos de los indicadores de PCE — protección de contactos electrónicos — el jefe empezó a pasear por la estancia a grandes pasos.

— ¿Por qué no duerme usted? — preguntó a la astronauta, en tono autoritario.

Ella movió la cabeza, esparciendo sus bucles rojizos, que demandaban ya la tijera, pues las mujeres no llevaban el pelo largo en las expediciones extraterrestres.

— Estoy pensando… — repuso indecisa —. E incluso ahora, cuando nos encontramos al borde del peligro, me inclino ante el poderío y la grandeza del hombre, que ha sabido penetrar tan lejos en las profundidades del espacio. Ustedes están ya familiarizados con mucho de esto, mientras que yo… es la primera vez que me encuentro en el Cosmos.

Hasta cuesta trabajo creerlo: ¡participo en un grandioso viaje, a través de las estrellas, hacia nuevos mundos!

Erg Noor esbozó una sonrisa y se pasó la mano por la frente.

— Debo desilusionarla; mejor dicho, mostrarle los verdaderos límites de nuestro poderío. Mire — se detuvo junto al proyector y en la pared del fondo de la cabina apareció la franja luminosa y ramificada de la Galaxia.

Erg Noor señaló a su más lejana rama, apenas perceptible entre las tinieblas, en la que se columbraban, como un polvillo opaco, unas espaciadas estrellas.

— Esto es una región desértica de la Galaxia, la zona pobre de luz y de vida donde se encuentra nuestro sistema solar y donde nos hallamos ahora nosotros… Pero, ya ve usted, incluso esta rama va del Cisne a la Carena y, a más de estar alejada de las zonas centrales, contiene una nube oscura, aquí… Para recorrer esta rama, nuestra Tantra necesitaría cerca de cuarenta mil años independientes. En salvar el vacío negro que separa nuestra rama de la siguiente, tardaríamos cuatro mil. Como ve, nuestros actuales vuelos por los espacios insondables no son todavía más que unos infantiles saltitos en un minúsculo circulillo, cuyo diámetro es sólo de cincuenta años-luz. Sin la potencia del Circuito, ¡cuan poco sabríamos del Universo! Las informaciones, las imágenes, los pensamientos transmitidos desde distancias inaccesibles para la corta vida humana nos llegan, tarde o temprano, y vamos conociendo mundos cada vez más distantes. Nuestros conocimientos aumentan de continuo, y esta labor no se interrumpe ni un instante!

Niza escuchaba suspensa.

— Los primeros vuelos intersiderales… — continuó, soñador, el jefe —. Pequeñas naves lentas, sin potentes corazas protectoras. Y además, nuestros antepasados vivían la mitad de tiempo que nosotros. ¡Entonces sí que era digna de admiración la grandeza del hombre!

La muchacha meneó bruscamente la cabeza, como siempre que no estaba de acuerdo.

— Pasarán los años — repuso —, y cuando se encuentren otros procedimientos para vencer los espacios, en vez de penetrar en ellos a viva fuerza, dirán de ustedes: «¡Ésos sí que eran héroes! ¡Supieron conquistar el Cosmos con unos medios tan primitivos!» El jefe de la expedición sonrió alegremente y tendió la mano hacia la muchacha:

— ¡También lo dirán de usted, Niza!

Ella enrojeció.

— ¡Yo me siento orgullosa de estar aquí, a su lado! ¡Qué no haría yo con tal de volver al Cosmos, una y otra vez!..

— Lo sé — dijo meditativo Erg Noor —. ¡Pero hay quien piensa de otra manera!..

Con su intuición femenina, la muchacha adivinó lo que él quería decir. Tenía el jefe en su camarote dos estereorretratos de una maravillosa tonalidad áureo-lilácea. Ambos eran de Veda Kong, historiadora del antiguo mundo, bella mujer de ojos azules, como el cielo terrestre, que miraban límpidos bajo las largas y arqueadas cejas. En uno de los retratos, bronceada, con una deslumbradora sonrisa en los labios, alzados los brazos, posaba las manos en sus cabellos de color ceniza. Y en el otro reía jubilosa sobre una pieza de artillería naval, monumento de la más remota antigüedad.

Erg Noor, perdidos sus bríos, se sentó lentamente ante la astronauta.

— ¡Si usted supiera, Niza, con qué brutalidad ha destruido el destino mis sueños allá abajo, en Zirda! — dijo de pronto, con sorda voz, empuñando con cuidado la palanca para poner en marcha los motores de anamesón, como si quisiera acelerar al máximo el raudo vuelo de la astronave.

— Si Zirda no hubiera perecido y nos hubiésemos reaprovisionado de combustible — prosiguió en respuesta a la muda pregunta de Niza —, yo habría continuado la expedición.

Así se acordó con el Consejo. Zirda habría cursado a la Tierra los mensajes necesarios, y la Tantra habría partido con quienes lo deseasen… A los demás los habría recogido allí el Algrab, después de hacer aquí la guardia.

— ¿Quién hubiera accedido a quedarse en Zirda? — preguntó, indignada, la muchacha —. ¿Cree que Pur Hiss? ¡Un gran hombre de ciencia como él no habría resistido al deseo de investigar, de saber!

— ¿Y usted, Niza?

— ¿Yo? ¡Qué duda cabe!

— Bien… Pero ¿dónde? — inquirió de súbito Erg Noor, con acento firme, mirándola fijamente.

— Donde fuera, incluso aquí… — respondió ella, mostrando un negro abismo que se extendía entre dos ramas de la Galaxia, y devolvió a Noor la tenaz mirada, entreabiertos los labios.

— ¡Oh, no tan lejos! Usted, querida astronauta, sabe que hace cerca de ochenta y cinco años se llevó a cabo la treinta y cuatro expedición astral, conocida con el nombre de «Escalonada». Tres astronaves, que se aprovisionaban mutuamente de combustible, partieron hacia la Lira, alejándose cada vez más de la Tierra. Las dos que no llevaban investigadores a bordo regresaron al globo terráqueo cuando hubieron suministrado todo su anamesón. Así escalan los alpinistas las más altas cimas. En cuanto a la tercera, llamada Argos…

— ¡La que no volvió!.. — dijo emocionada Niza, en un susurro.

— Cierto, el Argos no volvió. Pero alcanzó su objetivo. Pereció al regreso, después de haber enviado un mensaje. Su objetivo era llegar al gran sistema planetario de la estrella azul Vega o Alfa de la Lira. A través de innumerables generaciones, ¡cuántos ojos humanos han contemplado sus azules fulgores en el cielo boreal! Vega se encuentra a ocho parsecs de nuestro Sol o treinta y un años de camino, calculando por el tiempo independiente, y el hombre no había logrado aún franquear esa distancia. De todos modos, el Argos llegó a su destino… No se sabe si, luego, la causa de su perecimiento fue un meteorito o una avería grave. Tal vez continúe vagando por los espacios y vivan todavía los héroes que creemos muertos…

— ¡Qué espanto!

— Ésa es la suerte de toda astronave que no pueda volar a la velocidad sublumínica.

Entre ella y su planeta se interpondrán al instante milenios de camino.

— ¿Y qué comunicó el Argos? — se apresuró a preguntar la muchacha.

— Bien poca cosa. Transmitió un mensaje entrecortado que luego se interrumpió por completo. Lo recuerdo textualmente: «Habla el Argos, habla el Argos, regresamos de la Vega, desde hace veintiséis años… suficiente… esperaremos… cuatro planetas de la Vega… no hay nada más maravilloso… ¡qué dicha!..» — ¡Pero ellos pedían socorro, querían esperar en algún sitio!..

— Desde luego; de lo contrario, la astronave no habría gastado la enorme energía necesaria para la emisión. Mas ¿qué se podía hacer? No volvió a recibirse ni una sola palabra del Argos.

— Veintiséis años independientes de viaje de regreso. Hasta el Sol le quedaban cerca de cinco años… La nave se encontraba en nuestra región, en alguno de estos parajes, o aún más cerca de la Tierra.

— No lo creo… A no ser que hubiese sobrepasado la velocidad normal y se hallase cerca del límite cuántico. ¡Pero eso es peligrosísimo!

Erg Noor empezó a explicarle brevemente el principio de la destrucción que amenaza a la materia cuando su velocidad de desplazamiento se aproxima a la de la luz, mas advirtió que la muchacha no le escuchaba con atención.

— ¡Ya le comprendo! — exclamó Niza cuando él hubo terminado la explicación —. Lo habría comprendido inmediatamente si la pérdida del Argos no me hubiese ofuscado el pensamiento… ¡Estas catástrofes son tan terribles, cuesta tanto trabajo aceptarlas!

— Ahora ya ha captado usted lo esencial del mensaje — dijo sombrío Erg Noor —. Ellos descubrieron unos mundos de singular belleza. Y yo vengo soñando desde hace tiempo con recorrer de nuevo esa misma ruta del Argos, provisto de aparatos más perfectos. La empresa es ya completamente factible con un solo navío. Desde mi juventud, mi sueño dorado es la Vega, ¡ese sol azul, rodeado de magníficos planetas!

— ¡Quién pudiera ver esos mundos!.. — repuso Niza, con voz alterada por la emoción —. Mas para volver hacen falta sesenta años terrestres o cuarenta dependientes… Es decir, media vida.

— Las grandes realizaciones exigen grandes sacrificios. Aunque para mí esto ni siquiera constituye un sacrificio. Mi vida en la Tierra no ha sido más que unas breves escalas entre los viajes astrales. ¡Yo nací a bordo de una astronave! — ¿Cómo fue eso? — inquirió ella asombrada.

— La treinta y cinco expedición astral constaba de cuatro navíos. Mi madre era astrónomo de uno de ellos. Yo nací a mitad de camino de la estrella doble MN1906 + 7AL, infringiendo con ello las leyes por dos veces. Sí, por dos veces, pues crecí y me eduqué junto a mis padres, en la astronave, en lugar de hacerlo en la escuela. ¡No hubo más remedio! Cuando la expedición regresó a la Tierra, yo tenía ya dieciocho años. Al llegar a mi mayoría de edad, se me contaba, como un «trabajo de Hércules», el haber aprendido a conducir el navío y ser ya un astronauta.

— A pesar de todo, sigo sin comprender… — empezó a decir Niza.

— ¿A mi madre? Cuando tenga usted algunos años más, la comprenderá. Por aquel entonces, el suero AT-Anti-Tia no se conservaba mucho tiempo. Y los médicos no lo sabían… Pues bien, el caso es que me llevaban de niño a un puesto central de comando, parecido a éste. Yo abría mis deslumbrados ojillos infantiles ante las pantallas reflectoras en que danzaban las estrellas. Volábamos hacia la Théta del Lobo, donde se encontraba una estrella doble próxima al Sol: dos enanillos — el uno azul, el otro anaranjado — tras una nube opaca. Mi primera impresión consciente fue el cielo de un planeta sin vida que yo observaba bajo la cúpula de cristal de una estación provisional. Los planetas de las estrellas dobles suelen ser inanimados, debido a la irregularidad de sus órbitas. La expedición, que había tomado tierra en uno de ellos, realizó durante siete meses trabajos de prospección. Según recuerdo, encontraron allí fantásticas riquezas, yacimientos de platino, osmio e iridio. Cubos de este metal, de un peso increíble, me servían de juguetes.

Y sobre mí, aquel cielo, mi primer cielo, negro, tachonado de claras estrellas inmóviles, y dos soles de una belleza indescriptible: uno, de vivo color naranja; el otro, intensamente añil. Recuerdo que sus rayos se entrecruzaban a veces e inundaban nuestro planeta de una luz verde, tan alegre y espléndida, ¡que me hacía gritar de entusiasmo y cantar de alegría!.. — Erg Noor calló un instante y concluyó —: Bueno, basta. Me he dejado llevar por los recuerdos, y hace tiempo que debía usted estar descansando.

— Continúe, nunca he oído nada tan interesante — suplicó Niza, pero el jefe se mantuvo inflexible.

Trajo el hipnotizador automático pulsatorio, y la muchacha — magnetizada por la mirada imperiosa de Erg Noor o por la acción soporífera del aparato — quedó sumida en tan profundo sueño, que no se despertó hasta la víspera de la sexta vuelta. La fría expresión del jefe le advirtió en seguida que el Algrab continuaba sin aparecer.

— ¡Se ha despertado usted a tiempo! — dijo, en cuanto Niza, luego de darse un baño de electricidad y ondas y de arreglarse, volvió al puesto de comando —. Conecte la música y la luz despertadora. ¡Para todos!

Niza apretó al momento unos botones en hilera, y en todos los camarotes donde dormían los miembros de la expedición surgieron unos resplandores intermitentes y se expandió una melodía singular, de graves y vibrantes acordes en crescendo. El sistema nervioso iba saliendo gradualmente de su inhibición para volver a su actividad normal.

Cinco horas más tarde, todos los tripulantes se reunían en el puesto central de comando, en plena posesión de sus facultades, confortados por el alimento y los tónicos.

Al enterarse de la pérdida del Algrab, cada uno reaccionó a su manera. Pero, como esperaba Erg Noor, todos estuvieron a la altura de las circunstancias. Ni una palabra de desesperación, ni una mirada de miedo. Pur Hiss, que no se había mostrado muy valiente cuando volaban sobre Zirda, recibió la noticia sin estremecerse. Sólo la joven médica Luma Lasvi palideció ligeramente y se pasó la lengua, con disimulo, por los resecos labios.

— ¡Honremos la memoria de nuestros camaradas! — dijo el jefe, iluminando la pantalla del proyector, en la que apareció al momento una fotografía del Algrab hecha antes de partir la Tantra.

Todos se pusieron en pie. Una tras otra, lentamente, empezaron a pasar por la pantalla las imágenes de las siete personas, ya serias, ya alegres, que constituían la tripulación del Algrab. Erg Noor iba mencionando sus nombres y los expedicionarios daban a los muertos su último adiós. Esa era la costumbre tradicional entre los astronautas. Los navíos cósmicos que partían juntos llevaban siempre a bordo una colección completa de fotos de las tripulaciones respectivas. Las astronaves que desaparecían podían vagar aún largo tiempo por los espacios siderales y sus tripulantes continuar vivos largos años. Pero aquello no significaba nada en definitiva, pues la astronave no regresaba jamás. No había ninguna posibilidad real de encontrarla ni de prestarle ayuda. Sus máquinas eran tan perfectas, que las averías leves no se producían casi nunca o se reparaban con facilidad.

Y en cuanto a las graves, nunca se habían podido liquidar en el Cosmos. A veces, como en el caso del Argos, la astronave en peligro tenía tiempo de lanzar una llamada en demanda de auxilio. Pero la mayoría de los mensajes no llegaban a su destino, debido a las enormes dificultades para orientarlos exactamente. En el transcurso de milenios, las emisiones del Gran Circuito habían establecido direcciones exactas y podían además variarlas, transmitiendo mensajes de un planeta a otro. Pero las astronaves se encontraban generalmente en regiones inexploradas donde las direcciones de emisión sólo podían adivinarse de un modo fortuito.

Entre los astronautas predominaba la opinión de que en el Cosmos existían campos neutros o zonas cero que absorbían todas las radiaciones y mensajes. Mas los astrofísicos, por el contrario, consideraban hasta entonces que las zonas cero eran pura fantasía, fruto de la extraordinaria imaginación de los exploradores cósmicos.

Después de la ceremonia fúnebre y de un breve cambio de impresiones, Erg Noor conectó los motores de anamesón. Dos días más tarde, éstos callaron y la astronave empezó a acercarse a la tierra a razón de veintiún mil millones de kilómetros al día. Hasta el Sol quedaban unos seis años terrestres (independientes) de camino. En el puesto central de comando y en la biblioteca-laboratorio el trabajo estaba en todo su apogeo: se calculaba y trazaba la nueva ruta a seguir.

Había que volar durante seis años enteros, consumiendo anamesón únicamente para rectificar el curso. Dicho de otro modo: era preciso conducir la nave guardando con cuidado la aceleración. A todos los inquietaba la región inexplorada 344+2U, entre el Sol y la Tantra, pues no había manera de contornarla: a sus lados, hasta el Sol, se encontraban zonas de meteoritos libres; en los virajes, además, la nave perdía aceleración.

Al cabo de dos meses, la línea de vuelo estaba ya calculada y la Tantra describía una suave curva de igual tensión.

El magnífico navío cósmico se encontraba en perfecto estado, su velocidad se mantenía dentro de los límites previstos. Únicamente el tiempo — cerca de cuatro años dependientes de vuelo — le separaba de la Patria.

Erg Noor y Niza, cansados después de la guardia, se sumieron en largo sueño.

También quedaron en profundo letargo dos astrónomos, el geólogo, el biólogo, el médico y cuatro ingenieros.

Fueron relevados por el equipo siguiente: Peí Lin, experto astronauta que hacía su segundo viaje a los espacios siderales, la astrónomo Ingrid Ditra y el ingeniero electrónico Key Ber, que se había agregado voluntariamente a ellos. Ingrid, con autorización de Peí Lin, iba con frecuencia a la biblioteca contigua al puesto de comando. En unión de Key Ber, viejo amigo suyo, la astrónomo estaba componiendo una sinfonía monumental, La muerte de un planeta, inspirada en la tragedia de Zirda. Peí Lin, hastiado de la musiquilla de los aparatos y de la contemplación de los negros abismos cósmicos, dejó a Ingrid ante el cuadro de comando y se puso a descifrar afanoso unas enigmáticas inscripciones halladas en un planeta — abandonado misteriosamente por sus habitantes —, de las estrellas próximas del Centauro. Creía en el éxito de su ilusoria empresa…

Luego, dos relevos más se sucedieron. Durante ese tiempo la nave se había aproximado a la Tierra en cerca de diez billones de kilómetros y los motores de anamesón no habían sido conectados más que unas horas.

Tocaba ya a su fin la guardia del equipo de Peí Lin, la cuarta desde que la Tantra saliera del lugar del frustrado encuentro con el Algrab.

Terminados sus cálculos, la astrónomo Ingrid Ditra volvióse hacia Peí Lin, que observaba melancólico el palpitar incesante de las rojas agujas en las azules esferas graduadas de los aparatos que medían la intensidad de la gravitación. El retardo habitual en las reacciones psíquicas, al que estaban sujetas hasta las personas más fuertes, se dejaba sentir en la segunda mitad de la guardia. Durante meses y años, la astronave, gobernada automáticamente, seguía el curso señalado de antemano. Si ocurría de pronto algún suceso extraordinario, superior a las fuerzas del dirigente automático, la catástrofe era casi inevitable, pese a la intervención de los hombres. El cerebro humano, por muy bien entrenado que estuviese, no podía reaccionar con la celeridad requerida.

— Me parece que nos hemos adentrado hace tiempo en la región inexplorada 344+2U.

El jefe quería estar aquí de guardia él mismo — dijo Ingrid al astronauta. Peí Lin miró al contador de los días. — De todos modos, dentro de dos días nos relevarán. Por el momento, no se prevé nada de particular. ¿Qué, esperamos hasta que termine nuestra guardia?

Ingrid asintió con la cabeza. Key Ber vino de los compartimentos de popa y ocupó su habitual sillón cerca de los mecanismos de equilibrio. Peí Lin bostezó y levantóse.

— Voy a dormir unas horitas — comunicó a Ingrid.

Ella, dócilmente, dejó su mesa y avanzó hacia el cuadro de comando.

La Tantra, sin oscilación alguna, volaba en el vacío absoluto. Ningún meteorito, ni siquiera lejano, era advertido por los supersensibles detectores de Voll Hod. La ruta de la astronave se apartaba un poco de la dirección del Sol: en año y medio de vuelo aproximadamente. Las pantallas delanteras mostraban una negrura desértica, pasmosa; diríase que el navío se dirigía al mismo corazón de las tinieblas. Tan sólo los telescopios laterales continuaban clavando en las pantallas las agujas de luz de las innumerables estrellas.

Una extraña sensación de inquietud sacudió los nervios de la astrónomo. Volvió junto a sus máquinas y telescopios, comprobó una vez y otra sus indicaciones y levantó la carta de la región desconocida. Todo estaba en calma, y sin embargo, Ingrid no podía apartar los ojos de las siniestras sombras que se extendían ante la proa de la nave. Key Ber, que había reparado en la intranquilidad de la astrónomo, llevaba largo rato observando y prestando oído a sus aparatos.

— No encuentro nada raro — dijo al fin —. ¿Qué has creído advertir?

— Yo misma no lo sé; me alarma esa oscuridad extraordinaria. Y me parece que nuestra nave va derecha hacia una nebulosa opaca.

— Sí, ahí debe de haber una nube oscura — confirmó Key Ber —. Pero no te preocupes, no haremos más que «rozar» su borde. ¡Así está calculado! La intensidad del campo de atracción aumenta poco a poco, regularmente. Cuando atravesemos esta zona, nos aproximaremos sin duda a algún centro gravitatorio. ¿Y qué más da que sea oscuro o luminoso?

— Tienes razón — repuso Ingrid, más tranquila.

— Entonces, ¿por qué te inquietas? Seguimos el curso señalado, e incluso más de prisa de lo previsto. Si no hay ningún cambio, llegaremos a Tritón, pese a nuestra escasez de combustible.

La sola idea de arribar a Tritón, el satélite de Neptuno, colmaba a Ingrid de alegría. Allí se hallaba la deseada estación astronáutica, construida en la periferia del sistema solar. Y alcanzar a Tritón era tanto como volver a casa…

— Yo esperaba que nos dedicaríamos a nuestra sinfonía, pero Lin se ha ido a descansar. Él dormirá seis o siete horas, y entre tanto yo pensaré la orquestación para el final de la segunda parte. ¿Sabes? el pasaje donde no conseguimos nunca transmitir integralmente el advenimiento de peligro. Este… — Y Key tarareó unas notas.

— Di-í, di-í, da-ra-rá — resonó inesperadamente, como un eco devuelto por las paredes del puesto de comando.

Ingrid se estremeció y miró asombrada en derredor, pero al momento comprendió… La intensidad del campo de atracción había aumentado, y los instrumentos respondieron con un cambio de melodía del aparato de gravitación artificial.

— ¡Graciosa coincidencia! — exclamó ella, riendo con cierto aire de culpa.

— Se ha producido un aumento de la gravitación, cosa normal al aparecer una nube oscura. Ahora, puedes estar completamente tranquila, y deja dormir a Lin.

Dichas estas palabras, Key Ber salió del puesto de comando. Ya en la biblioteca, profusamente iluminada, se sentó ante un pequeño piano-violín electrónico y abismóse por entero en el trabajo. Habrían pasado unas horas cuando se abrió bruscamente la hermética puerta de la biblioteca y apareció Ingrid.

— Key, querido, despierta a Lin.

— ¿Qué ocurre?

— La intensidad del campo de atracción aumenta más de lo que debiera, según los cálculos.

— ¿Y delante?

— ¡Sigue la oscuridad! — contestó Ingrid, y se fue.

Key Ber despertó al astronauta. Éste se levantó de un salto, entró corriendo en el puesto central de comando y se abalanzó hacia los aparatos.

— No observo nada amenazador. Pero ¿de dónde procederá este campo de atracción?

Es demasiado potente para ser de una nube opaca, y aquí no hay estrella alguna… — Lin quedó un momento pensativo y oprimió el botón de despertar correspondiente al camarote del jefe de la expedición. Reflexionó de nuevo unos instantes y conectó con el camarote de Niza Krit.

— Si no ocurre nada, nos relevarán simplemente — le explicó a la alarmada Ingrid.

— ¿Y si ocurre? Pues Erg Noor no volverá a su estado normal hasta dentro de cinco horas. ¿Qué hacemos?

— Esperar — repuso tranquilo el astronauta —. ¿Qué puede ocurrir en cinco horas aquí, tan lejos de todos los sistemas estelares?…

La tonalidad del sonido de los aparatos bajaba de continuo, prueba indudable de que las circunstancias de vuelo se modificaban. En la angustia de la espera, el tiempo se alargaba interminable. Dos horas transcurridas parecieron toda una guardia. Peí Lin permanecía sereno exteriormente, pero la agitación de Ingrid se había transmitido ya a Key Ber. Miraba con frecuencia a la puerta de la cámara de comando, aguardando la irrupción, impetuosa como siempre, de Erg Noor, aunque sabía que el despertar del largo sueño sería lento.

Un timbrazo prolongado hizo estremecer a todos. Ingrid se agarró a Key Ber.

— ¡La Tantra, está en peligro! ¡La intensidad del campo es dos veces más alta de la calculada!

El astronauta palideció. Había ocurrido lo inesperado. Era preciso tornar inmediatamente una determinación. La suerte de la astronave estaba en sus manos. El acrecentamiento continuo de la fuerza de atracción exigía que se aminorase la marcha de la nave no sólo porque su peso aumentaba, sino porque en medio de su camino se encontraba evidentemente una gran acumulación de materia compacta. Mas si se aminoraba la marcha, ¡no habría después manera de tomar nuevamente velocidad! Peí Lin apretó los dientes, y dio vuelta a la manija de conexión de los motores iónicos planetarios de freno. Un sonoro golpeteo se fundió con la melodía de los instrumentos, acallando el pertinaz timbrazo del aparato que calculaba la correlación entre la fuerza de atracción y la velocidad. El timbre cesó de repiquetear y las agujas corroboraron el éxito: de nuevo, la velocidad no era peligrosa y se acercaba a la que correspondía a la creciente gravitación. Pero apenas hubo desconectado Peí Lin los frenos, volvió a resonar: la amenazadora fuerza gravitatoria exigía que se disminuyese la marcha. Ya no cabía duda de que la astronave iba derecha hacia un potente centro de atracción.

El astronauta no se decidió a cambiar el curso, fruto de un gran trabajo y una extrema exactitud. Utilizando los motores planetarios, frenó otra vez la astronave, aunque ya era evidente el error cometido al trazar la ruta a través de una masa desconocida de materia.

— El campo de atracción es muy grande — indicó Ingrid a media voz —. Tal vez…

— ¡Hay que aminorar aún más la marcha, para virar! — gritó el astronauta —. Pero ¿cómo acelerarla después?… — y en sus palabras se percibía una indecisión fatal.

— Ya hemos atravesado la zona externa vertiginosa — repuso Ingrid —. La gravitación aumenta con rapidez y sin cesar.

Oyóse un golpeteo frecuente y sonoro: los motores planetarios habían comenzado a funcionar automáticamente, cuando la máquina electrónica que gobernaba la nave percibiera delante una enorme acumulación de materia. La Tantra empezó a balancearse.

A pesar de la incesante aminoración de la marcha, las personas que se encontraban en el puesto central de comando empezaron a perder el conocimiento. Ingrid cayó de rodillas, mientras Peí Lin, en su sillón, se esforzaba por alzar la cabeza, pesada como el plomo.

Key Ber sintió un miedo absurdo, zoológico, y un desamparo infantil.

El golpeteo de los motores, cada vez más precipitado, se convirtió en un rugido continuo. El «cerebro» electrónico de la nave luchaba — en lugar de sus dueños, medio desvanecidos —, potente a su manera, pero limitado, ya que era incapaz de prever las complejas consecuencias y de hallar una solución en los casos excepcionales.

Disminuyó el balanceo de la Tantra. Las columnillas indicadoras de las reservas de cargas iónicas planetarias descendían raudas. Al recobrarse, Peí Lin comprendió que el extraño acrecentamiento de la fuerza de atracción era tan rápido, que se requería tomar urgentes medidas para detener la marcha de la nave y cambiar bruscamente de ruta.

Movió hacia adelante la palanca de los motores de anamesón. Cuatro altos cilindros de nitrito bórico, visibles por una mirilla del cuadro de comando, se iluminaron interiormente.

Una llama verde se alzó briosa dentro de ellos, zigzagueante como un relámpago, corrió en ígneos arroyuelos y enrollóse en cuatro espirales apretadas. Delante, en la proa de la nave, un potente campo magnético había envuelto las toberas de los motores para preservarlas de la destrucción inmediata.

El astronauta adelantó más la palanca. A través del verde remolino, se divisó el rayo rector, un flujo grisáceo de partículas K. Otro movimiento, y, deslumbrante, un fulgor violeta se expandió a lo largo del rayo gris. Era la señal de que el anamesón empezaba su impetuosa inyección. Todo el cuerpo de la astronave se estremeció agitado por una vibración de alta frecuencia, apenas perceptible, pero penosa de soportar…

Erg Noor, luego de haber tomado la dosis necesaria de alimentos, yacía en dulce somnolencia, sometido a un masaje eléctrico, extraordinariamente grato, tonificador del sistema nervioso. El sopor que aún entorpecía su cerebro y su cuerpo iba desapareciendo poco a poco. La melodía despertadora resonaba en tono mayor y con ritmo creciente…

De pronto, una impresión desagradable, exterior, vino a interrumpir el gozo del retorno a la vida, después de noventa días de sueño. Erg Noor se sintió jefe de la expedición y empezó a hacer desesperados esfuerzos para volver al estado normal. Por fin, se dio cuenta de que la astronave frenaba apresuradamente con los motores de anamesón; por consiguiente algo ocurría. Intentó levantarse, pero su cuerpo continuaba inerte. Se le doblaron las piernas y cayó al suelo, como un fardo. Al cabo de unos instantes, consiguió arrastrarse hasta la puerta del camarote y abrirla. Su conciencia se esclarecía a través de las brumas del sueño. Ya en el pasillo, se incorporó un poco y, a gatas, logró llegar al puesto central, donde se derrumbó pesadamente.

Las personas que allí estaban, con los ojos clavados en las pantallas y esferas, se volvieron asustadas y corrieron hacia el jefe. Erg Noor, incapaz de levantarse, balbució:

— ¡En las pantallas, en las delanteras… enciendan la luz infrarroja… paren… los motores!

Los cilindros de nitrito bórico se apagaron al mismo tiempo que cesaba la vibración de la astronave. En la pantalla delantera de la derecha apareció una enorme estrella que irradiaba una tenue luz pardo-rojiza. Todos quedaron inmóviles al instante, sin apartar los ojos del inmenso disco que había surgido de las tinieblas ante la misma proa de la nave.

— ¡Ah, necio de mi! — exclamó Peí Lin con amargura —. ¡Yo estaba convencido de que nos encontrábamos cerca de una nube opaca! Y esto es…

— ¡Una estrella de hierro! — gritó Ingrid Ditra con espanto.

Erg Noor, agarrándose al respaldo de un sillón, se levantó del suelo. Su rostro, pálido de ordinario, tenía una tonalidad azulenca, pero sus ojos brillaban con el vivo fulgor de siempre.

— Sí, una estrella de hierro — dijo lentamente —. ¡El terror de los astronautas!

Nadie se imaginaba hallarla en aquella región, y las miradas de todos se volvieron hacia el jefe con temor y esperanza.

— Yo pensaba sólo en la nube — se justificó quedo Peí Lin, en tono de culpa.

— Una nube opaca con tal fuerza de gravitación debe contener partículas sólidas, bastante voluminosas, y la Tantra habría perecido ya. Es imposible evitar una colisión en un enjambre semejante — repuso Erg Noor en voz baja, pero firme.

— Mas esos bruscos cambios de intensidad del campo, esos remolinos ¿no señalan, acaso, sin lugar a dudas, la presencia de una nube?

— O la de un planeta de la estrella; puede que sea más de uno…

El astronauta se mordió los labios hasta hacerse sangre. El jefe, alentador, inclinó la cabeza y apretó los botones despertadores.

— ¡Pronto, el parte de observaciones! ¡Calculemos las isogravimétricas!

La nave volvió a balancearse. Algo, monstruosamente grande, pasó por la pantalla con celeridad vertiginosa, quedó atrás al instante y desapareció.

— Ahí está la respuesta… Hemos contornado un planeta ¡Pronto, pronto, a trabajar! — y la mirada del jefe se detuvo en los contadores del combustible. Aferróse al respaldo del sillón e iba a decir algo, pero se calló.

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