Detrás de los ojos del iniciado se esconde la mirada de Dios que regresa.

FRANCISO DE OLEZA

¿Qué estás charlando acerca de Dios? Cualquier cosa que digas de El es falsa.

EcKHART

Cada vez que la virtud del mundo mengua, yo me manifiesto.

Palabras de KRISHNA en la Baghavad Gita


EL DIA VEINTE DE SEPTIEMBRE, a la del alba, cogí en Delhi un avión de Air France que doce horas más tarde me depositó -ojeroso y derrengado, pero rebosante de vida-en el aeropuerto de París. Ninguna azafata me tiró los tejos ni, caso de tirármelos, yo los habría aceptado. Llevaba en la agenda, y en el saco de las intenciones ocultas cosas mucho más urgentes e importantes.

Mi hija Devi estaba en Vincennes, pasando unos días-los últimos antes de la vuelta al cole-en el chalet del abuelo de una de sus compañeras de estudios y de diabluras. Me lo dijo Kandahar, a la que llamé por teléfono en cuanto salí-sin costo en el culo ni en ninguna parte- de las dependencias de la aduana. Al oír mi voz se volvió loca de alegría. Con personas así da gusto volver a casa. Mi chica, en cambio, había vuelto a irse de viaje.

Interpreté la presencia de Devi en Francia, a muy pocos kilómetros de París, como una enésima señal de las alturas enviada para abrirme los ojos y guiarme, pero no llegué a esa conclusión por megalomanía ni por prurito estético y literario ni por afán de nada, sino porque la última etapa de mi viaje-así me lo indicaron en el monasterio de Leh donde buscó refugio Jesucristo- me esperaba en Chartres. Hacia allí debía dirigirme a ciegas. Nadie, de hecho, se molestó en explicarme el motivo de esa ambigua cita con un punto del mapamundi en el que nunca había estado ni yo me atreví a formular pregunta alguna. Los maestros me habían enseñado a caminar a tientas y a no discutir los consejos ni las órdenes de quienes estaban muy por encima de mí en edad, saber y gobierno. A lo oscuro por lo más oscuro, a lo desconocido por lo más desconocido. Así trabajaban los alquimistas y así tenía que bregar yo para construir y resolver dentro de mi conciencia el cuadrado mágico del arte real: S A T O R A R E P O T E N E T O P E R A R O T A S I ¿Otro laberinto? Pues sí: otro laberinto.

Llamé a Devi y, después de besuquearla y achucharla telefónicamente, le dije que pasaría a recogerla por la mañana, a primera hora, para irnos juntos de excursión a un sitio muy bonito.

Se puso casi tan contenta como se había puesto su hermana al comprobar que su padre seguía vivo después de seis meses de viaje numantino en la brecha, a pecho descubierto y a la intemperie. Nunca, en todo ese tiempo, había descolgado un teléfono-detestaba ese chisme-para saber de mi gente. Cartas tranquilizadoras, en cambio, sí que había enviado (aparte de los apuntes remitidos a Kandahar), aunque no muchas, pero-tal como andaba el patio y visto el cariz de los acontecimientos- podían haber sido escritas por cualquiera de mis enemigos mientras yo, verbigracia, me pudría bajo tierra, o en un calabozo, o en una celda de lama de clausura, o en los abismos de la droga, de la muerte iniciática, del descenso a las regiones infernales, de la trata de blancas (y de blancos) o, sencillamente, de la locura.

El veintiuno de septiembre, último viernes del verano, recogí a Devi en el chalet de Vincennes, me fui con ella a la estación de Montparnasse y compré en sus taquillas dos billetes de primera clase para un meteórico tren de cercanías. Noventa minutos después estábamos en Chartres.

Entre pitos y flautas era ya la hora de comer.

Nos fuimos paseando y gamberreando hacia el centro de la ciudad-Devi estaba guapísima y había pegado un buen estirón, pero por suerte seguía siendo tan traviesa, bullebulle y tabardillo como antes-y nos metimos en un tascucio gobernado por un moro de Mequinez para matar el hambre a fuerza de cuscús, dátiles, té con yerbabuena y cuernos de gacela. A Devi siempre le había gustado la comida de Marruecos. Y a mí también.

El restaurantillo quedaba cerca de la catedral y ésta era, evidentemente, mi punto de destino.

Tratándose de un sitio como Chartres, no podía ser otro. Toda la ciudad, que no es muy grande, crecía al arrimo, a la sombra y alrededor de aquel portentoso edificio. ¿Toda la ciudad? Sí, y todos sus habitantes, y todos sus visitantes, y todos los pueblos cercanos, y toda la región, y toda la inmensa llanura pintada ya con los suaves colores de la paleta del otoño que se nos echaba encima.

Nada podía existir allí al margen del imponente templo gótico cuyas agujas, gárgolas, canecillos, campanarios, torres y efigies de siniestros monstruos medievales rozan el cielo con sus afiladas uñas de piedra oscurecida por el paso de los siglos.

Pensé que por las venas de Chartres corría la misma sangre que por las de Santiago de Compostela. En ningún otro punto de Europa ni, probablemente, de todo el mundo occidental vuela tan alto el espíritu como en esas dos ciudades. Y yo-que había oído por primera vez la llamada de esta peregrinación en el mes de julio de mil novecientos setenta, cuando leí las obras de Fulcanelli [54], el último alquimista-sólo ahora, gracias a un monje tibetano de Leh, convertía en realidad aquel antiguo sueño. Quise ir a Chartres muchas veces, e incluso-en dos o tres ocasiones-cargué el equipaje en el coche, pero siempre se me cruzó algo que en el último momento lo impedía. Así son los caminos de la gnosis: una zigzagueante sucesión de subidas al Monte Carmelo y de noches oscuras del alma. Accidentado y difícil es en verdad el filo de la navaja de Shiva que se interpone entre los lugares de poder y el mezquino territorio de las vidas corrientes y molientes.

Devi y yo dimos buena cuenta del cuscús, nos echamos al bolsillo un puñado de dátiles y unos cuantos cuernos de gacela por si las cosas se ponían difíciles-el Maligno, ya lo sabemos, no descansa y, por otra parte, a la niña le divertía (y a mí también) fingir que éramos druidas perseguidos por las legiones de Julio César en los bosques sagrados de los celtas que alguna vez, in illo tempore, cubrieron la comarca (hoy pelona)- y nos fuimos, eructando a troche y moche y diciéndonos entre risas jandulilá, a visitar la maravilla que cerraba el horizonte y gravitaba sobre nuestras cabezas.

Devi, cuando vio la catedral de cerca y sintió en su carne el peso y la altura de aquella mole de roca viva levantada por los brazos de la fe, abrió de par en par los ojos como si fueran platos de cuscús, se puso tan colorada como la media botella de vino tinto marroquí que su padre se acababa de beber y me frió a preguntas.

Jamás la había visto tan impresionada. Y no era para menos.

Dimos un par de vueltas alrededor del edificio y luego entramos en él por el único portalón que a esa hora, y en ese día, estaba abierto.

Las vidrieras de la catedral de Chartres son, seguramente, las más hermosas del orbe cristiano. La luz tenue del comienzo de la caída del sol, mezclada con la del inminente otoño, se filtraba por ellas y sumergía el interior del templo en una suave penumbra, a la vez diáfana y opaca, que confundía y revolvía las cosas alterando la conciencia y abriendo las puertas de la percepción como lo hacen los alucinógenos.

Paseamos sin prisa alrededor del coro -en cuyas paredes despuntaban (confieso que me pareció que las estatuas se movían) algunos de los pasajes más significativos de la vida, la Pasión y la muerte de Jesús esculpidos por manos de hombres que le entendían, le veneraban y le amaban-subimos luego a la capilla que se eleva detrás del ábside y por fin, respirando yo con el abdomen en ocho tiempos y emocionándose visiblemente Devi ante la perspectiva de tan insólita aventura, descendimos a la cripta iniciática de Nuestra Señora del Subsuelo y nos enfrentamos al rostro hierático y hermético de aquella virgen negra y diosa madre que llegaba hasta nosotros desde el centro de la Tradición Primordial anterior a la Caída.

Y fue allí, en esa gruta mistérica que perteneció a los druidas antes de que los cristianos la expropiaran, donde supe que estaba llegando al final de mi viaje, pero que aún me faltaba el último empujón.

Clavé los ojos en los ojos de la imagen y comprendí que era Isis quien me devolvía la mirada del mismo modo que lo había hecho en la isla de Philae.

La diosa egipcia estaba allí, en el corazón de Francia, y sobre ella, sentado en sus rodillas, el niño Horus (o Skanda, o Jesús) sostenía la bola del mundo con su mano izquierda y levantaba la derecha con dos dedos encogidos y tres extendidos, como si fuera Buda.

En mil setecientos noventa y tres, arrastrados por el desmadre zulú de la revolución francesa, los sinculotes jacobinos quemaron el icono de la Virgen Negra de Chartres. Lo que en ese momento tenía ante los ojos no era, por lo tanto, la estatua original, sino una copia. Pero no importaba. La Fuerza de la diosa madre seguía allí, y yo la percibía y la recibía como también la recibía y la percibía Devi, que me había cogido la mano y -nerviosa, casi convulsa-la apretaba.

Muchas tradiciones sagradas confluían en aquella rústica imagen de madera: la de Osiris, la de los druidas, la de Buda, la de Cristo y-anterior a todas ellas-la de los antiquísimos cultos dedicados a la Magna Mater.

Me postré ante la augusta Señora, la adoré, bisbiseé un avemaría y expliqué a Devi, con palabras de cuento de Andersen o de Perrault, algo de lo que en aquella cripta se cocía.

Luego, siempre con su mano en mi mano, volvimos a la nave central del templo y la Fuerza tiró de nosotros y nos empujó hacia el sombrío oratorio dedicado a la Virgen del Pilar de Chartres. Y allí, por segunda vez en pocos minutos, caí de hinojos ante la Señora, fulminado e iluminado por la evidencia de que en su estatua (como en la de la Virgen homónima de Zaragoza) el principio femenino se cruzaba con el masculino para generar la chispa del Verbo y del gran orgasmo telúrico: el yin era la concha jacobea plantada como un casco protector sobre la cabeza de la imagen-sabido es que la venera del Camino de Santiago, o sabrosa vieira de las tascas y figones de Galicia, simboliza el sexo de la Hembra Misteriosa-y el yang estaba representado bajo las plantas de los pies de la Druidesa, por el enorme falo o pilar de piedra marmórea en permanente erección que también sirve de soporte a otras muchas Vírgenes cristianas, negras o no, y que guarda un extraordinario parecido con el lingam o verga de Shiva que se adora en muchos lugares sagrados de la India y de la geografía del hinduismo Y, una vez más, el Niño Horus (o Skanda, o Jesús) -fruto de esa cópula sacramental entre la diosa madre y el Espíritu Santo-descansaba sobre las rodillas de la Señora sujetando el globo terráqueo con la mano izquierda.

Lo que demuestra, entre otras cosas, que los egipcios sabían que la tierra es redonda.

Me sentí como si alguien me llevara en volandas a la noche de los tiempos, me sentí como si el dragón de los alquimistas se mordiera la cola en la cavidad de mi ombligo, me sentí como si estuviera meditando y diciendo auuuummmm con un hombre encima y una mujer debajo en mi colchoneta del prostíbulo tántrico de Puri.

¡Oh, sublime misterio del Andrógino-nadie lo confunda con el Hermafrodita [55]-que cualquier peregrino de Chartres puede descifrar en las capillas de las dos Señoras! ¡Misterio del Génesis, misterio de la creación ex nihilo, misterio del huevo cósmico con el que Einstein se dio de narices cuando se puso a hurgar en el enigma del universo, misterio de la anunciación hecha a María, misterio de la coincidentia oppositorum alcanzada campo a través del apareamiento místico y del místico enlace de los complementarios!

Devi y yo salimos de la capilla de la Virgen del Pilar (que en este caso no sólo quiere ser francesa, llevándole la contraria a la copla, sino que lo es) y…

Allí estaba: el laberinto, último peldaño y definitiva estación terminal de un viaje al fondo de lo desconocido en el que me había embarcado veinte años atrás, cuando leí causalmente los evangelios gnósticos y descubrí que la historia sagrada de Jesús tenía muy poco que ver con lo que la Iglesia me había contado.

Al verlo sentí un escalofrío en la carne y un trallazo en el alma. Parecía una rosa de los vientos, una hélice del big bang, un remolino de energía, un mapa del espíritu, una brújula de la fe plantada allí -frente a la puerta principal del templo-para guiar y salvar a los peregrinos descarriados. O sea: a mí, a ti, a él, a nosotros, a vosotros y a ellos. ¿Existe, acaso, alguien que no se sienta perdido-o, por lo menos, desorientado- en las vueltas y revueltas del laberinto de la vida?

No era un sueño ni un espejismo. Estaba efectivamente, allí: trescientos sinuosos metros señalados con piedra blanca sobre piedra negra que todos los peregrinos debían y deben recorrer antes de visitar los puntos neurálgicos del templo. Y, agazapada en sus curvas, una triple metáfora: la del duro camino de la existencia terrenal, la de la Vía Dolorosa recorrida por Jesús en el calvario y la de la alegre ruta-pintan y cantan pájaros en ella- que desemboca en la Jerusalén Celeste.

Devi, al descubrir en el suelo de la catedral algo que hasta entonces sólo había visto en las barracas de las ferias y entre los juegos reunidos que dos años antes había dejado en su balcón el rey Baltasar, echó las campanas al vuelo. La risa le bailaba en los ojos. Daba gusto verla.

Corrió, feliz, hacia el extraño invento que motivaba su júbilo y dijo multiplicando los puntos de admiración: -¡Mira, papá! ¡Un laberinto!

Y se metió en él con la misma firmeza y voluntad de triunfo con que lo hubiera hecho Teseo.

Yo, titubeando y trastrabillando, la seguí.

Lo hice con cierta aprensión. La cabeza me echaba humo, el aire no me llegaba a los pulmones, los tobillos se me acorcharon y el corazón, enloquecido, no latía diciendo tic-tac, tic-tac, tictac, sino es-top, es-top, es-top.

Lo mismo, exactamente lo mismo, me había sucedido-una sola vez-veintidós años antes, cuando me enteré de la muerte de Cristina por medio de un telegrama enviado a un lugar de Afganistán de cuyo nombre prefiero no acordarme [56].

Devi y yo éramos en aquel momento los únicos exploradores del laberinto. Nadie, fuera de nosotros, parecía interesarse por él.

Sabía yo de sobra que mis semejantes, con las excepciones de rigor, están sordos y ciegos, pero me estremecí al comprobarlo por enésima vez. ¿Cómo era posible que todos los peregrinos y visitantes de la iglesia pasaran de largo ante aquel poderoso instrumento de rescate, de redención y de resurrección en la recta final del peor siglo de la historia?

El laberinto es un criptograma que viene del fondo de la conciencia y experiencia colectivas de la especie y que germina, sobre todo, en los milenios de la psique (coincidentes o no con los de la cronología), cuando el hombre-perdido, asustado, angustiado y encerrado en sí mismo-aplica el oído a su propio pecho, se inclina sobre su interioridad y le pide una respuesta urgente a las tres primeras preguntas formuladas por sus más remotos antepasados: quiénes somos, adónde vamos y de dónde venimos.

Pero hay dos modelos de laberintos muy diferentes entre sí, casi opuestos… El del lago Moeris, en Egipto [57], y el del Minotauro, en Creta.

Pensé en el uno y en el otro mientras buscaba torpemente mi camino sobre las losas de piedra blanca. Devi había tomado la delantera y se movía con soltura, rapidez y seguridad por los intestinos del dédalo. Pronto, de seguir así, alcanzaría su objetivo.

Los egipcios creían que sólo el alma debe enfrentarse al albur de la prueba del laberinto.

Nadie, por otra parte, podía salir vivo de éste, de igual modo que nadie sale con vida del laberinto de la existencia. Lo único importante desde su punto de vista, que es también el mío, era llegar al centro -en la India lo llamarían atman [58]-y quedarse para siempre en él, porque es ahí y sólo ahí donde la conciencia se dilata como un gran angular sin perder luz ni foco ni profundidad de campo, donde todo se ordena y se carga de significación y donde el ser humano puede contemplar al fin su verdadero rostro: el que tenía antes de nacer y el que tendrá después de morir.

A los cretenses, en cambio, les importaba más salir ilesos del laberinto que alcanzar su centro, pero ese arduo (y turbio) propósito requería ayuda. Ni aun dando muerte al Minotauro hubiese podido irse de rositas Teseo sin el hilo de Ariadna. Y la Iglesia, al optar por el modelo griego frente al egipcio, escogió el mundo, el demonio y la carne-lo que históricamente se designa con el eufemismo de poder temporal- y olvidó o arrinconó, en líneas generales, los verdaderos valores del espíritu. ¡Lástima!

La entrada en el laberinto no suscita ningún problema, porque desde cualquier punto de su circunferencia se puede alcanzar el centro. Todo lleva al todo: ésa es la lección. Y ahí, en ese aleph [59]en ese alfa y omega, se unificarán algún día los opuestos: Michael Jackson y yo, verbigracia. Cosas más difíciles se han visto.

Seguía yo avanzando y retorciendo, como la protagonista de El mago de Oz, por un camino de baldosas -sólo cambiaba el color de éstas, que en el cuento eran amarillas-cuando vi que Devi llegaba como un huracán al centro del laberinto, levantaba los brazos hasta formar con ellos la uve de la victoria y, dirigiéndose a mí, aullaba: -¡Señor Ramírez, señor Ramírez!

Era una guasona.

– Dígame usted-contesté siguiéndole la chufla.

– Le he ganado sin trampa ni cartón-dijo-.

La juventud siempre se impone. ¿Necesita ayuda?

Pensé en Ariadna, sonreí y asentí: -No me vendría mal.

– Pues espéreme ahí sin moverse.

Desanduvo con celeridad de lagartija parte de lo andado y llegó en un ziszás al punto del laberinto en el que yo la aguardaba.

– Ven, papá, que eres un patoso-dijo.

Y me tendió la mano.

Se la cogí, me dejé llevar y al cabo de unos segundos alcancé, gracias a ella, el centro. Una vez allí, sin desasirme, cerré los ojos por un instante y pensé-o, mejor dicho, sentí-que estaba dentro de la corola de la flor amarilla de Giambattista Marino, de Jorge Luis Borges y del faquir de Konarak. Sus estambres y sus pistilos -el yang y el yin- me rodeaban, me acariciaban, me enredaban, me amarraban. Y también supe en ese momento que no era víctima de una alucinación, que tenía -pese a todo- los pies en el suelo y que el sentir no me engañaba, porque el centro del laberinto de la catedral de Chartres imita, efectivamente, la figura de una rosa de seis pétalos.

Y punto. No la toquemos. Allí estaba el Grial.

Oí la voz de Devi que me llamaba al orden y reclamaba mi atención.

– Papá -dijo-, ¿nos vamos? Es tarde y ya lo hemos visto todo. ¿O no?

– Sí, hija -contesté-. Ya lo hemos visto todo…

Atajamos en perpendicular por el cuerpo del laberinto, sin seguir el intrincado dibujo de sus curvas, y salimos de la catedral aún más felices de lo que estábamos al entrar en ella.

Chispeaba. Devi, sin soltar mi mano, dijo: -¿Me invitas a una crepe de chocolate?

Y, naturalmente, la invité.

Fulcanelli había escrito en mil novecientos veintidós: La rosa representa la acción del fuego y su duración. Por eso los vidrieros medievales trataron de introducir en sus rosetones los movimientos de la materia excitada por el fuego, como puede verse en el pórtico septentrional de la catedral de Chartres.

El veintidós de septiembre -domingo, por más señas-aterricé a eso de las siete de la tarde en el aeropuerto de Barajas acompañado por Devi.

Todos estaban allí, esperándonos en la puerta de salida de la aduana: mi madre, Bruno, Kandahar, Fernando, Herminio, Zacarías, Verónica (¡horror! Me quedé helado al verla) e inclusive el calvorota de Ezequiel, al que las estrellas habían avisado de mi llegada en su inaccesible observatorio de la sierra de Gata.

¿Todos? Bueno, no exactamente… Mi chica aún no había vuelto de su último viaje.

Dejé la mochila en casa, saludé a los gatos, lié unos canutos e invité a mi gente a ponerse ciega de saké y de pescado crudo-mi plato favorito-en el mejor restaurante japonés de la ciudad. La sobremesa, la digestión y el jolgorio se prolongaron hasta las tantas.

Al día siguiente, después de desayunar a fondo y sin prisas en compañía de mis tres hijos, telefoneé desde el cuarto de estar a Jaime Molina que se puso a escape.

– ¿Has vuelto? -preguntó, tan cortés y tan distante como de costumbre.

– He vuelto-dije.

– ¿Con el libro debajo del brazo?

No perdía el tiempo. El buitre siempre tira al monte.

– En ese sitio tan feo, no, pero entre ceja y ceja, sí.

Hubo un instante de silencio: el que necesitó Jaime para encajar y digerir la noticia.

– No sabes hasta qué punto me alegra oírlo -dijo con un poco de tiesura en la voz. Los tiburones también se emocionan-. Y no porque me pille de sorpresa. La verdad es que me lo esperaba. En cuanto cuelgues se lo comunicaré al editor.

– ¡Ave, César!-ironicé-. Preséntale mis respetos y dile, de paso, que no voy a escribir un libro sobre Jesús, sino tres.

– ¡Tres!

– ¿Es una exclamación o una pregunta?

– ¿Te has vuelto loco?

– Desde tu punto de vista, sí. La culpa es de mi viaje. No te imaginas lo que me ha sucedido a lo largo de él. Carros y carretas.

– Ya me contarás.

– No, Jaime, no te lo contaré. Es, de momento, alto secreto.

– ¿Material narrativo?

– Exacto.

– ¿Por qué tres novelas y no una?

– ¿Por qué Dios es trino?

– ¿Cuándo nos entregarás el primer volumen de la trilogía?

– No lo sé. Voy a escribir los tres libros al mismo tiempo.

– ¿Puede hacerse?

– Tampoco lo sé. Pero sí sé que quiero intentarlo. El no ya lo tengo.

– ¿Persigues algún propósito que no sea estrictamente literario?

– La respuesta es obvia, mi querido Jaime, lo que significa que tu pregunta es tonta.

– ¿Vas a resolver tú solito la crisis del ser humano?

– El ser humano no está en crisis. Es únicamente el hombre occidental quien lo está. Se lo ha ganado a pulso.

– Tú y yo somos hombres occidentales.

– Yo, no, Jaime. Bórrame. He dimitido.

– ¿Ya no te asusta la reacción de los lectores?

– Si van por libre y de a uno, no. Lo peligroso es el rebaño. Pero me preocupa lo que pueda pensar mi madre.

– ¿Y la Iglesia?

– Más de un católico y más de un judío querrán cortarme los cojones. ¡Qué le vamos a hacer!

Pero, pase lo que pase, no aceptaré ninguna declaración de guerra.

– ¿Has descubierto muchas cosas?

– Sí.

– ¿Vas a tirar de la manta?

– Todo lo que pueda.

– ¿Sigues considerándote cristiano?

– Más que nunca.

– ¿Necesitas dinero?

– No. Y basta de preguntas, Jaime. Pareces un sabueso de la brigada político-social en sus mejores tiempos.

– Una todavía… ¿Has llegado al centro del laberinto?

– Sí. Y he salido de él. Pero, como dice Mircea Eliade, la vida no está hecha de un solo laberinto. La prueba se repite una y otra vez. Ahora empieza lo bueno.

– ¿La prueba?

– Sí, Jaime, la prueba… Pero dejémoslo por ahora. Quiero empezar a escribir esta misma mañana.

– ¿Tan tarde? Siempre has dicho que la literatura exige madrugar.

– Ya no tengo manías ni costumbres ni apegos ni condicionamientos. Jesús me ha curado.

El centro del laberinto se alcanza desde cualquier punto de su periferia. Todos valen. Y, por lo mismo, cualquier hora del día sirve para empezar un libro. O tres. Para ir a Roma basta con caminar.

– ¿De qué tratará la primera novela?

– De un novelista en crisis consigo mismo, con su familia, con su país, con la sociedad y con el mundo al que le encargan que escriba las memorias apócrifas de Jesús de Galilea.

Se rió.

– ¿Y la segunda?-dijo.

– En la segunda novela contaré lo que le sucede a ese personaje en Israel, en Egipto y en la India. La búsqueda de Jesús le lleva a esos tres países. Será un libro de viajes y de aventuras.

Iniciáticas, naturalmente.

– ¿Y la tercera?

– La tercera se llamará, con tu permiso, Yo, Jesús de Galilea. ¿Necesitas más aclaraciones?

– No. Ponte al trabajo y no desaparezcas. Da de vez en cuando señales de vida.

– Así lo haré.

– Bienvenido, Dionisio.

– Bien hallado, Jaime.

Y colgué.

Eran las diez y dieciocho minutos de la mañana del lunes veinticuatro de septiembre de mil novecientos noventa y uno. Salí del cuarto de estar, me encerré en mi guarida, eché la llave, preparé dos mesas supletorias a derecha e izquierda de la principal, coloqué una máquina de escribir encima de cada una de ellas, metí sendos folios en sus respetivos carros, abrí la urna de la rosa amarilla, la dejé destapada, toqué la cruz de los cátaros, recé un padrenuestro, respiré abdominalmente en ocho tiempos, exhalé un silencioso y prolongado auuuummmm, me santigüé y puse manos a la obra.

En el folio de la primera máquina (y de la primera novela) escribí: El laberinto es la defensa mágica de un centro, de un tesoro, de una significación.

En el de la segunda tecleé: No podía apartar los ojos del culo de la azafata.

Y en el de la tercera-parafraseando al apóstol Juan, que tanto amó a Cristo- dije: En el principio fue el big bang y el big bang era Dios.

Yo, Jesús de Galilea, vine al mundo para que el Verbo se encarnase y…

La suerte estaba echada.

Muchos años antes, en la hermosa capital de una hermosa isla del Caribe, un poeta cubano que vivió siempre en el exilio interior -se llamaba José Lezama Lima- había escrito, sin saberlo, la última frase de mi primera novela sobre Jesús.

Escúchala, lector…

Sensación final del rocío: alguien está detrás.


Soria y Cadaqués, 1992.

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