Manuel Vázquez Montalbán
La Rosa de Alejandría

Eres como la rosa de Alejandría, colorada de noche blanca de día.

“Canción popular”


Abrió un solo ojo, como si temiera que los dos le confirmaran excesivamente la panza de burro del cielo, la obscenidad de aquella piel gris y terca que ensuciaba el paisaje tropical de lujo, convertía el arbolado en una infame turba de palmeras y plataneras de plomo oxidado. Una esperanza de esquina de cielo azul se insinuaba hacia el noreste.

– Maracas Bay.

Se dijo con resignación mientras se daba impulso para saltar de la cama y quedar sentado, sorprendido por sus propias piernas desnudas, esperando órdenes, con la huesuda proa rotular apuntando la maleta abierta, semillena, manteniendo desde hacía días el mismo equilibrio sobre un pequeño butacón. Los codos sobre los muslos, la cara entre las manos abiertas, el peso de la cabeza ocupada por el rostro en primer plano de la chica de la agencia de viajes de San Francisco.

– Escoja Trinidad y Tobago, están juntas. No se arrepentirá.

– Me da igual cualquier isla, sólo quiero sol y palmeras. Aruba, Cura amp;ao, Bonaire.

– Trinidad y Tobago. No se arrepentirá.

Ya no le quedaban fuerzas ni para arrepentirse. Cada día contemplaba el cielo a través de la ventana de su habitación del Holiday Inn y la panza de burro estaba allí, como estaba allí esa esquina azulada a la que peregrinaban sus ojos una y otra vez para jugar al escondite con un sol tuberculoso y esquivo.

– Maracas Bay.

Todo antes que quedarse en la encerrona de Port Spain, que recorrer otra vez la retícula tediosa de calles que le llevaban a la Savannah, la misma Savannah de todas las islas del Caribe, la nostalgia de África convertida en una plaza mayor-pradera, quizá ninguna tan enorme como la de Port Spain, pero que se la metan en el culo la Savannah, y el Jardín Botánico y la arquitectura colonial de la Woodford Square, las casonas grandilocuentes de la Maraval Road.

– ¿Ha visto usted las siete mansiones de Maraval Road? -le preguntaría una vez más el taxista hindú.

– Me las enseñó usted.

– Es cierto.

Una mano en el volante, la otra lanzando dedos oscuros y nombres de casas que constituían lo más importante del patrimonio arquitectónico de Port Spain.

– Stollmeyer.s Casztle, White Hall, Roodal.s Residence…

La oscuridad que envolvía a toda la isla presagiaba el fin del año y tal vez el fin del mundo. El taxista levantaba el dedo oscuro, un dedo de gitano, hacia el cielo.

– Todo empezó desde que subieron allí arriba.

– ¿Quién subió allí arriba?

– Los rusos y los americanos. Desde que subieron allí arriba, el invierno es verano y el verano es invierno. Hace años, antes de que subieran allí arriba, en diciembre no llovía.

Hasta el hotel era umbrío, construido en la confianza del sol inagotable, agravadas sus tinieblas por el trabajo al ralentí del personal en huelga, sospechosos los huevos, el beicon, las ensaladas de frutas, los copos de avena, la melaza, la mantequilla de ser una foto rancia de tiempos normales, aquellos tiempos de camareros felices, ahora arqueología de desayuno, buffet libre para clientes recelosos de un servicio con reivindicaciones sociales. Y sin embargo una dama de cartón y purpurina en el sombrero de copa guiñaba el ojo para proponer la fiesta de fin de año, Happy New Year 1984, cincuenta dólares todo incluido.

– Buffet libre, orquesta, baile.

Bebidas aparte.

Le informó la mulata de boca sangrienta sin levantar la vista de una máquina de calcular.

– ¿Solo?

– Solo.

Tuvo que deletrearle el nombre y el apellido.

– ¿Gino Larrose…?

– Ginés Larios.

– Gi…nés…La…rios.

– Habitación trescientos doce.

– Esto es al contado. No se carga en cuenta.

Y en el rostro de la mulata asomaba la satisfacción por volver a la verdad del dinero en mano. El taxista contemplaba su negociación a distancia, con la sonrisa a medio camino entre una reflexión interior sobre la voluntad de fiesta del extranjero y el saludo al cliente de todas las mañanas.

– No bueno. No bueno.

Informaba el hindú alzando los brazos al cielo y cruzándolos luego sobre su panza.

– ¿Maracas Bay?

– ¿No hay otra playa en esta isla?

– En Chagaruamas Bay también está cubierto y al otro lado de la isla sopla el viento y llueve. Manzanilla Bay es muy bonito, pero viento y lluvia.

Cabeceaba el taxista molesto por la información que se veía obligado a darle uno y otro día. Ponía cara de científico japonés comunicando al chico de la película que el diplodocus gigante sólo podría ser destruido mediante una explosión nuclear. Ginés volvió la cabeza hacia la recepción del hotel donde la mulata se besaba a sí misma en un eficaz intento de repartirse el “rouge” de los labios, en aquella penumbra de naturaleza oscurecida que no conseguía paliar ni una entristecida luz eléctrica mañanera.

Volver a la habitación, naufragar en una soledad gris a la espera del milagro del sol, deambular por una ciudad demasiado vista, sin otro objetivo que contemplar los resultados del cruce de negra e hindú, hindú y holandés, holandés y negra, español e hindú, mulata e hindú, holandesa y mulato, todas las combinaciones raciales que según los prospectos turísticos convertían a Trinidad en un escaparate de la confusión de las razas tan espléndido como la playa de Copacabana.

– En Maracas Bay ¿habrá sol?

– Si sale el sol, seguro que saldrá por Maracas Bay.

– Pues Maracas Bay.

Y se arrojó al interior del taxi dispuesto a tumbarse en el asiento trasero y no ver nada de aquella ciudad condenada a la eterna penumbra.

– Estamos pasando por Maraval Road.

– Increíble.

– ¿No quiere ver otra vez Las Siete Residencias?

No esperó su respuesta.

– Las llaman “Los Siete Magníficos” y fueron construidas a comienzos de siglo por las siete familias más ricas de la ciudad.

El taxista seguía con su exposición tan maravillada como rutinaria.

– ¿Hay algo en el mundo tan hermoso como Trinidad?

La pregunta le obligó a enderezarse y tropezar con la perspectiva de la Savannah circulante tras la ventanilla del coche.

– Sí.

Sin duda el taxista se había mordido los labios y contemplaba en el espejo retrovisor el rostro desconcertado y nostálgico de su pasajero.

– El Bósforo.

– ¿Es una isla?

– No. Es un estrecho que comunica el Mediterráneo con el mar Negro.

– ¿Eso está en Europa, no?

– Creo que sí.

Pero no me importa, se dijo al dejarse caer nuevamente de espaldas. El Bósforo comunica mi infancia con mi muerte. Pensó y se lo repitió en una voz mental que servía de fondo a la ensoñación del Bósforo contemplado desde el palacio de Topkapi.

– Siempre hace sol. En el Bósforo siempre hace sol.

– Aquí siempre hacía sol.

El dedo del gitano volvió a alzarse hacia el cielo.

– Pero desde que subieron allí arriba.

– ¿Qué le parece a usted que hicieron allí arriba?

– Se llevaron el sol adonde les interesaba y repartieron el viento y la lluvia a su capricho.

– Antes de llegar aquí pasé por Cura amp;ao y tenían un sol espléndido.

– ¿Lo ve usted?

Y volvió el hindú su rostro viejo, sabio, sonrientemente triste. A través de las ventanillas comenzó el desfile de las palmeras, las plataneras, los mangos, la vainilla trepadora, las jacarandas, troquelados sobre el fondo obsesivo de los cielos grises. Le adormiló el vaivén del coche poderoso y bien cuidado, una herramienta al servicio de un oficio que el chófer quería elevar a la condición de guía exaltando las gracias de Trinidad.

– ¿Ha ido usted a un concierto de calypsos? He visto que sacaba el ticket para la cena de fin de año. La cena del Holiday Inn es casi tan elegante como la del Hilton. Pero no se pierda el ambiente de la ciudad y los ensayos de calypsos para el Carnaval.

“Con los yanquis de la Trinidad las muchachas se han quedado turulatas.

Son tan amables, dicen ellas, pagan tan bien a las feas y a las guapas, beben ron y coca-cola, van a Point Cumama.

Tanto la madre como la hija quieren “trabajar” por unos dólares”.

Le guiñó el ojo el hindú después de canturrearle el calipso más famoso de toda la Historia del Calypso.

– El calypso es la canción más hermosa de todo el Caribe y es muy antiguo, más antiguo que el rock.

Canturreaba el hindú calypsos monótonos como la continuada cerrazón del cielo.

– El embalse de agua.

Avisó el taxista, como cada mañana, como si Ginés conservara los ojos del primer día ante aquel estanque cotidianamente repetido cuando iba en busca de las migajas de sol de Maracas Bay. El aviso de desprendimientos se convertía en realidades de arbustos vencidos sobre la carretera, piedras diríase que blandas desgajadas del alma inconsistente del suelo de la selva. De vez en cuando, Ginés se alzaba para otear el cielo por si continuaba allí la esquina despejada del noreste. El filtro gris parecía respetar aquella ventana a la luz y el calor, pero las nubes persistían inmediatas como una amenaza total, como un ejército concentrado en la frontera, a punto para invadir la única nación hermosa y libre que quedara en el mundo. De pronto se acentuó la claridad ambiental y un rayo de sol le bañó el rostro con un calor rubio. Excitado por la promesa se enderezó en el momento en que el coche culminaba un cambio de rasante y aparecían majestuosas, abajo y a lo lejos, las bahías espumeantes por el rodillo del tozudo oleaje.

– Mucho viento. Al menos tiene una velocidad de sesenta kilómetros por hora.

El conductor volvió el rostro de gordo gitano hepático hacia su cliente.

– Entiende de vientos. ¿Tiene un yate?

– Soy marino.

– ¡Marino! -exclamó el hindú con entusiasmo-. Nunca he salido de Trinidad. Ni siquiera he ido a Tobago.

Pero de joven me habría gustado ser marino para recorrer el canal de Panamá. Hay un barco que va desde Vancouver hasta Jamaica pasando por el canal de Panamá. ¿Es usted marino en ese barco?

– El mundo está lleno de barcos.

– Ya sé, ya sé.

– Mi barco es como una fábrica.

Aprietas un botón y te vas al norte.

Aprietas otro botón y te vas al sur.

– Con el tiempo harán taxis sin taxistas.

La melancólica observación quedaba contrastada por el frágil esplendor de la naturaleza iluminada en Maracas Bay. El coche aparcó junto a los cobertizos de los vestuarios y duchas.

– Aproveche el sol y no se preocupe por mí. Yo esperaré cuanto haga falta.

Con la urgencia de un animal nocturno al que se le escapa el sol, Ginés saltó del vehículo y se fue hacia la mesa de recepción de los vestuarios. Una mujer hindú le entregó un ticket y le mostró el alineamiento de los pequeños armarios donde guardar la ropa. Primero se desvistió entre la húmeda penumbra de unas habitaciones de madera entristecida por la eterna sombra a la que le condenaban las altas palmeras y la corrosión de una humedad goteante en las duchas, perlada aquí y allá en gotas de agua que parecían vivir y reproducirse.

Salió del vestuario, metió precipitadamente ropa y zapatos revueltos en el armario y corrió hacia el mar, que iba y venía como una rugiente marea de añil y blanco. Tres jóvenes negros lentos se subieron a garitas de madera y palmas, desde donde contemplaban las evoluciones de los bañistas, en este caso del único bañista que avanzaba a bofetadas contra el odio de las aguas.

Sabios cuerpos adaptados a la garita-jaula, los ojos vigilaban la distancia del nadador con respecto a las perpendiculares de los hoyos y los remolinos. Clavados en la arena, los carteles avisaban las zonas prohibidas, pero la fuerza de las aguas acercaban una y otra vez al único bañista a las perpendiculares fatídicas. Entonces los cuerpos jóvenes e indolentes recuperaban una razón de estar, un pito plateado de guardias de tráfico aparecía entre los labios inmensos y los pitidos se encaramaban sobre el fragor del mar para advertir al nadador. Ginés comprendía la advertencia y pugnaba por alejarse de la tentación de muerte. Braceaba ciego contra el mar irritado, reía hasta el gemido cuando golpeaba con los puños cerrados la cara babosa de las olas más altas.

Burlonas de su fuerza, le despegaban de la moviente consistencia del suelo de arena y conchas blancas, le alzaban con fingida suavidad y le atraían mar adentro o le desplazaban en diagonal, como si quieran empujarle hacia los sumideros de la muerte. Buscó una zona donde el mar llegara debilitado, para recuperar aliento y la seguridad del pie firme. Pero al levantar los ojos comprobó que el cielo azul había perdido la batalla contra las nubes y todo el mundo, él mismo quedaba a cubierto de un toldo gris desesperante.

Y además, sonó el trueno como un aviso que llega desde el oeste convertido casi sin tregua en una lluvia caliente, primero blanda, luego furiosa, como hilos de piedra que quisieran clavarle, ensimismarle en su batalla perdida contra los elementos. Quedarse allí con agua hasta el pecho, con el diluvio sobre la cabeza, confundidas las aguas del cielo con las lágrimas que salían de sus ojos a borbotones, con los congojos cada vez más incontrolables. A través de las cortinas de lluvia y lágrimas, el mar era una opción: o avanzar hacia las definitivas profundidades y hundir para siempre la piedra oscura que le ocupaba el cerebro o regresar a la playa para recuperar la penumbra de una fuga frustrada. Y sin embargo, el tibio mar en el que estaba inmerso le prestaba un calor de abrigo, como una manta, un cuerpo de mujer o la sensación de estar en casa un día de otoño, la lluvia más allá de los cristales.

Desde algún lugar donde habita el recuerdo fue creciendo el rostro de la mujer hasta coincidir con la dimensión de su propia cabeza y luego desbordarla y hacerse un horizonte total de rasgos diluidos por las aguas.

– Encarna -musitó y se echó a llorar definitivamente, como si hubiera asumido de repente estar perdido en una ciudad sumergida.

– Si me hubiera dejado a mí, jefe, le habría salido todo mucho más barato.

Carvalho acababa de entrar en su despacho, tenía frío en los huesos y una cierta sensación de haberse equivocado de día o de año. La voz de Biscuter le parecía un paisaje sonoro sin interés y tardó en darse cuenta de que insistía.

– Y no me diga que un día es un día, pero lo habríamos podido celebrar en su casa de Vallvidrera o aquí. Yo tengo unas velas que compré en las rebajas de la cerería de la calle del Bisbe. Todo más íntimo, más personal, no sé.

– ¿Qué hay que celebrar?

– Jefe, vaya despiste. Es fin de año y han telefoneado desde La Odisea. Nos reservan la mesa.

– Fin de año.

– Mesa para tres: usted, la señorita Charo y yo. Me tendré que poner corbata.

– A ti te encanta ponerte corbata.

– A mí la corbata me sienta como la cuerda a un ahorcado. Fíjese qué cuello tengo.

En efecto, parecía el cuello cuidadosamente estrangulado por un verdugo insistente y lento.

– Además compré unas velas que matan los mosquitos.

– Aquí no hay mosquitos.

– Por si acaso. Estaban muy bien de precio. Lo del restaurante, jefe.

No me convence. Será carísimo y nos darán cuatro porquerías.

– La Odisea es un restaurante serio. El dueño es poeta.

– Pues vaya. Con el hambre que pasan los poetas.

Carvalho repasó las llamadas telefónicas anotadas por Biscuter.

– ¿Quién es este Gálvez?

– Me ha dicho que es periodista, que se ha visto metido en muchos líos policíacos, que le secuestraron los de ETA por no sé qué líos de Sofico y que quiere contarle toda la verdad sobre el canal de Panamá.

– Sobre el canal de Panamá sé lo suficiente.

– Ha dicho que volvería a llamar.

– Si vuelve a llamar le dices que se ponga en contacto con la oficina de objetos perdidos del PSOE. ¿Y este Federico III de CastillaLeón?

– Un majara, jefe. Dice que es el rey legítimo de Castilla-León y que le quieren secuestrar los ultras para destronar a Juan Carlos y ponerle a él. Pero no quiere porque es republicano. Me parece que se lo he apuntado todo tal como me lo ha dicho.

– Han soltado a todos los locos esta mañana, por lo visto. Prepárame algo para desayunar.

– ¿Le recaliento las cr(pes de pie de cerdo y alioli que sobraron de ayer?

– Prefiero un bocadillo de pescado frito, frío, con pimiento y berenjena.

El pan, con tomate.

Biscuter emitió el sonido de un motor de explosión en el momento de enfilar la recta final del Gran Premio de Montecarlo y corrió hacia la cocina. Carvalho arrojó la libreta de notas hacia un ángulo de la mesa más despejado en aquel aparador de papelería variada, la mayor parte obsoleta.

Sabía que entre aquellos papeles estaba un resguardo para retirar dos trajes reactualizados por un sastre de Sarriá, pero buscarlo sería una tarea ya para 1984.

– Mañana será otro día.

En cambio tenía prisa por marcar un número de teléfono que se había apuntado en una caja de cerillas. La señora Valdez estaba en casa, ¿de parte de quién? De la Benemérita, contestó Carvalho y se puso a pensar en sí mismo telefoneando a la señora Valdez hasta que la voz de la mujer le obligó a volver a meterse en su propia piel.

– Soy un detective privado que trabajaba por encargo de su marido para vigilarla a usted. Acabo de llegar del aeropuerto. Su marido me había citado allí para pagarme y despedirse.

– ¿Despedirse? Pero es imposible.

Precisamente tenemos esta noche una cena.

– Aplácela. Su marido se ha ido a las islas Maldivas con su cuñada.

– ¿Con la cuñada de quién? ¿Con mi cuñada?

– No, con la cuñada de su marido.

– ¿Con mi hermana?

– Caben otras posibilidades, pero me temo que sí. Se lo comunico yo porque entraba en el precio. Su marido es una rara mezcla de sádico y masoquista. Cuando yo le informé sobre la conducta de usted añadió cincuenta mil pesetas a la minuta a cambio de que yo hiciera esta llamada telefónica.

Callaba pero no lloraba.

– ¿De qué le informó usted?

– De sus encuentros con don Carlos Prats Gasolí en el “meublè” de la avenida del Hospital Militar, más conocido por la Casita Verde.

– ¿Estaba usted allí?

– En dos o tres ocasiones tuve la suerte de presenciar su entrada.

– El suyo es un oficio repugnante.

– La culpa la tiene la moral establecida. La han hecho ustedes los ricos. ¿De qué se quejan? Cámbienla y no harán falta los detectives privados. Mientras tanto soy un profesional que cumple con sus obligaciones.

Su marido está en las Maldivas hasta después de la Epifanía. A continuación piensa establecerse en la República Dominicana. Le ha dejado a su disposición la cuenta del Hispano Americano; en cambio, ha vaciado las del Central y la de la Banca Catalana.

– Las mejores.

– Suele suceder. Primero desaparece la pasión, luego el amor, hasta desaparece el cariño y la costumbre de verse. Finalmente se esfuman las cuentas corrientes.

– Y todo esto ¿por qué no me lo ha dicho él de palabra o por escrito?

– Por escrito era una prueba legal y de palabra era un esfuerzo sin contrapartida. Durante el poco tiempo que traté a su marido me di cuenta de que odiaba enfrentarse a los conflictos.

– No quiero volver a oír su repugnante voz.

– Descuide. No suelo trabajar gratis. Yo he cumplido.

Colgó el teléfono y se dijo: mierda. Biscuter acarreaba un sólido bocadillo que situó ante él como una ofrenda.

– Te he pedido un bocadillo, no una merluza entera.

– Por lo que he oído ha madrugado usted y necesita reponer fuerzas. El pescado tiene mucho fósforo. Va bien para la memoria.

– Tengo demasiada memoria. Biscuter, cualquier día cierro el despacho y nos vamos tú y yo de colonos a Australia.

– ¿Y la señorita Charo?

– Charo es muy suya.

Pero estaba allí, Charo, en la puerta, con el acaloramiento en los pómulos y la respiración entrecortada.

– Menos mal que te encuentro, Pepe. He llamado a tu casa y no estabas.

– La cena es esta noche.

– Déjate ahora de cenas. Has de ayudarme, por favor, no digas nada.

Déjame a mí. Bueno. No sé por dónde empezar.

Charo mantenía la puerta abierta con una pierna, la otra apenas la había introducido en el despacho.

– Iba a comerme este bocadillo.

– Precisamente estábamos hablando de usted.

– Por favor, Pepe, por favor.

Biscuter, llévate el bocadillo a la cocina. Esperadme, vuelvo en seguida.

Vendré acompañada. Pepe, te he hablado a veces de mi prima Mariquita. La hija de una hermana de mi madre, de Águilas, te he hablado, Pepe, seguro. Has de recibirla. Le ha pasado algo muy gordo. A ella no, a otra prima mía, Encarnación. También te he hablado de ella. La de Albacete. No te muevas. Vuelvo en seguida.

Un vuelo de gabardina se la llevó por donde había venido. Carvalho instó a Biscuter a que se llevara el bocadillo y se enfrentó a la puerta de su propio despacho como si fuera el telón de un escenario. Sonaban los timbres. Se apagaban las luces. La función iba a empezar.

– No te molestaremos. Es sólo un ratito.

Charo abría la marcha y la sonrisa, sin mirarle a la cara a Carvalho, para no ver en ella la tempestad o el fastidio. Tras ella se cobijaba la evidente prima Mariquita, una cincuentona con permanente y hermosas facciones grandes de mujer ancha, morena y demasiado envejecida. Y como si las dos mujeres fueran un obstáculo a rebasar por sus flancos derecho e izquierdo se colaron en el despacho dos hombres jóvenes. El uno parecía un concertista de cello de nuevo tipo, cabello rizado y gafitas de juguete, el otro tenía aspecto de contable de Banco romántico, con pajarita, miope, rubio, de pelo enfermo, pálido de plenilunio. El concertista se hizo una composición de lugar examinando los objetos como si los inventariara y a Carvalho como si fuera un elemento prescindible. En cambio el contable buscó una silla, se la llevó a una esquina de la habitación y se sentó cruzando las piernas y procurando mirar a todas partes menos a una: en la que estaba Carvalho. El detective iba por él cuando la voz de Charo impuso las condiciones de la reunión.

– Mi prima Mariquita, Mariquita Abellán, no te hubiera molestado si el asunto no fuera grave. Éste es Andrés, su hijo, y Narcís Pons, un amigo que les ha ayudado mucho en este asunto.

El aparente contable sonrió por el procedimiento de alargar la raya de su boca, una hendidura en una cara de mármol mantecoso.

– Han venido los chicos porque es que con mi marido no se pude contar.

– Con su marido no se puede contar.

Evidentemente con el marido de Mariquita no se podía contar. Carvalho no estaba dispuesto a dar facilidades y permaneció en una poca interesada contemplación de lo que ocurría más allá de su mesa de despacho. Charo buscaba sillas y Mariquita se tentaba los labios con los dientes.

Andrés le miraba ahora y el ritmo de sus pensamientos lo marcaban las subidas y bajadas de una nuez de Adán enorme. El contable se arreglaba el borde del pantalón para tapar la evidencia de una pantorrilla delgada, blanca, lampiña, venosa en lo que dejaba ver el borde del pantalón gris marengo y la ceñida frontera de unos calcetines inexplicablemente marrones.

– Este paso tenía que haberlo dado mi marido -opinó de sopetón la prima de Charo, como si estuviera afeándole su conducta al ausente.

– Me están entrando ganas de conocerle. Debe ser un tipo notable -comentó Carvalho como si hablara con los papeles que cambiaba de lugar sobre el tablero.

– No está bien. Mi marido no está bien.

Y Mariquita se llevó un dedo a la sien.

– Piensa mucho y es malo pensar, sobre todo cuando se tienen tantas horas. Mi marido es un parado.

– Quién le ha visto y quién le ve.

Charo había conseguido una silla y se había sentado más cerca de Carvalho que de sus acompañantes.

– Si le hubieras conocido hace unos años, Pepe, un fenómeno. Divertido, alegre, fuerte… Perder el trabajo y venirse abajo.

Mariquita se había sacado el pañuelo de algún sitio y se pasó una punta por el rabillo de cada ojo, con el disgusto evidente de su hijo, que cabeceó y llevó la mirada hacia una de las paredes laterales, como si no quisiera ser testigo de la emoción de su madre.

– Ya te hablé de este asunto, Pepe. Se trata de otra prima mía, una hermana de Mariquita, mi prima Encarnación. Te había hablado alguna vez de ella.

Carvalho no estaba dispuesto a admitirlo, pero Charo no se dio por desautorizada.

– Era la hermana pequeña de Mariquita, ya sabes, y siguió otros vuelos. Estaba muy bien casada en Albacete, aunque la familia es de Águilas, bueno, Águilas, Cartagena, Mazarrón, toda aquella parte. Pero Encarnita se casó con un señor de Albacete y vivía en Albacete. No es que las dos hermanas se relacionaran mucho.

– Casi nada. Y bien mal que me sabe -interrumpió Mariquita con los ojos atormentados por el escozor de las lágrimas contenidas.

– Bueno, no es ésta la cuestión.

El caso es que hace unos meses, pero cuéntaselo tú, mujer, que sabes mejor de qué va. -Mariquita suspiró y se dirigió a su hijo con voz de constipada-. ¿Quieres explicarlo tú, nene?

– Ya lo sabes bien, yo de todo este rollo paso.

– Él, de todo este rollo, pasa -repitió Mariquita con un retintín dirigido a Carvalho, como buscando su comprensión ante la nula colaboración del hijo-. A mí me han enseñado a respetar a los muertos -gritó la mujer en dirección a la espalda de su hijo.

El muchacho se limitó a decir que sí con la cabeza sin volver la cara-.

Desde que ocurrió aquello no puedo dormir. Cada noche se me aparece el cadáver de mi hermana y me dice: Mariquita, Mariquita, ayúdame, dame la paz, dame la paz, Mariquita.

Rompió a llorar y entre balbuceos y asfixias se quejó por su suerte de mujer sola, prácticamente sola para hacer frente a una cosa tan horrible.

– Pobrecita. Cómo me la dejaron.

Madre mía y de mi corazón. Cómo me la dejaron. Pobrecita.

Biscuter se había asomado a la puerta de comunicación entre el despacho y la cocinilla atraído por el llanto incontenible de la mujer. Se secaba las manos sin saber dónde poner los ojos, sin saber quién era el culpable de tanto desconsuelo.

– Es que, Pepe, fue horrible… -intervino Charo, y cerró los ojos y la boca.

El silencio que siguió contribuía a resaltar el hilillo de llanto que salía de los labios apretados de la mujer. El hijo había dado la cara a la reunión y miraba a su madre con lástima e impotencia. El contable parecía esperar que la orquesta le diera la entrada y se preparaba para asumir la situación. Almacenaba aire en los pulmones, se aplastaba los restos de cabello con las manos, introducía un dedo entre el cuello de la camisa y la piel para sentir libre el paso del aire de los pulmones al cerebro. Pero fue el hijo quien se encaró a Carvalho.

– Es que a mi tía la dejaron hecha una lástima. Una carnicería. El cadáver estaba de pena. Estaba de mala manera. De mala manera. Yo fui a reconocerlo con mi madre y bueno…

para no olvidarlo. Aquello no era un ser humano. El cadáver estaba de mala manera.

Charo y Mariquita asentían con la cabeza, en la confianza de que Andrés conseguiría el suficiente valor para acabar de contar los hechos. Pero el muchacho parecía satisfecho de su actuación y se volvía a retirar a su distanciada contemplación de la pared lateral derecha, donde Biscuter se había convertido en el único paisaje, naturaleza muerta de muñeco roto.

– Si me permiten, ya que se trata de un asunto de familia, pero a la vista de lo difícil que es para vosotros, lógicamente, explicar suficientemente la cuestión pediría que se me cediera la palabra.

Había hablado el rostro pálido y a Carvalho le quedó la duda de si sus ojos sonreían o se limitaban a intentar subir desde las profundidades oceánicas de las dioptrías. La familia Abellán abdicó de su protagonismo y abrió un pasillo de silencio por el que avanzó aquel rostro blanco y acristalado.

– ¿Tiene usted una idea exacta de lo que tratan de explicarle?

Carvalho negó con la cabeza.

– Me lo figuraba. Ellos han hablado con el corazón. Yo voy a hacerlo con la cabeza. Cuando dicen que el cadáver estaba de mala manera quieren decir que apareció descuartizado, deshuesado. Primero fue encontrado el tórax y el abdomen en el interior de un bidón, en un descampado. El resto, semienterrado. Cerca de la Colonia Güell. Tampoco estas partes estaban enteras. Se les había extirpado los genitales, por dentro y por fuera, es decir, se había practicado un vaciado completo, repito, completo del aparato sexual y reproductor.

Era ahora la suya una sonrisa de chino paciente a la espera del desmayo de sus interlocutores. Carvalho divagó la mirada por las esquinas del despacho y pasó por alto la evidente congelación que había experimentado el cuerpo de Biscuter y el esfuerzo para no llorar que empequeñecía el cuerpo de Mariquita y el inesperado interés por las hormigas que demostraban los ojos de Andrés.

– Pero no es eso todo. También se habían ensañado con el tórax y el abdomen y puede decirse que sólo el corazón, un pulmón, el esófago, el estómago, el hígado, los riñones y el páncreas eran órganos identificables.

– Pues no está tan mal -comentó Carvalho taras un carraspeo.

– Pero repito, el cuerpo había sido deshuesado, con una extraña pericia, con la pericia de un anatomista. Se preguntará usted cómo con tan pocos y mutilados elementos se llegó a la conclusión de que el cadáver era Encarna Abellán.

Hizo una pausa a la espera de que Carvalho confirmara la pregunta.

Carvalho no quiso defraudarle y cerró los ojos.

– Fíjese usted, es un relato muy curioso. Tuve una conversación con el forense, porque a mí siempre me ha interesado la criminología, y no es que quiera ponerme flores, pero esta consulta profesional se debe sobre todo a mis consejos, buenamente aceptados por la familia Abellán. Pues bien, el forense se hizo cargo de los restos y se dio cuenta de la existencia de una cicatriz en un pedazo de carne que parecía corresponder al abdomen. Luego se dijo que no era una cicatriz porque no se distinguían las puntas de aguja en las costuras, como suele ocurrir en una cicatriz. Finalmente, un examen más detallado les hizo llegar a la conclusión de que sí, de que era una cicatriz producto de una operación de histerectomía y por ahí empezó la posibilidad de identificar el cadáver, posibilidad que llevó incluso a establecer su identidad: Encarnación Abellán había sido operada de histerectomía.

– ¿Es usted médico o estudiante de medicina?

– No -respondió el contable, con los ojillos cerrados y una sonrisa de deleite por el interés que había suscitado en Carvalho.

– ¿Intelectual?

– No.

– Pero parece usted un chico culto.

– Procuro serlo. Soy autodidacta.

Metió una mano pequeña, estrecha, blanca en el bolsillo cordial de la chaqueta y la sacó armada con una tarjeta de visita que entregó a Carvalho:


Narcís Pons Puig Autodidacta Ronda de Sant Pere, 17


Carvalho jugueteó con la tarjeta y miró de hito en hito al autodidacta.

– Ya tenemos el cadáver troceado e identificado. Qué más.

– El hallazgo se produjo hace tres meses. La policía todavía no ha encontrado al asesino. Modestamente puedo decirle que tengo algunas ideas sobre el asunto. Soy amigo de la familia, he seguido el caso desde el comienzo.

– ¿Y qué pinto yo en todo esto?

Fue Charo la que se anticipó al braceo expresivo de su prima para decir:

– Queremos que tú deshagas este lío.

– Puedo darles algunos consejos gratis y luego si te he visto no me acuerdo.

– No queremos consejos. Queremos que tú lleves el caso.

– Dos primas, un hijo desobediente, un autodidacta… Ya sólo hace falta un cliente.

– El cliente soy yo -dijo Charo rotundamente al tiempo que ponía el bolso sobre el regazo, como si estuviera dispuesta a atender cualquier petición de dinero de Carvalho.

Se aguantaron las miradas. La de Charo era de desafío. La de Carvalho de escepticismo.

– Mi madre, Pepe, siempre me hablaba de un viaje que había hecho de muchacha, en barco, hasta Águilas.

Mi abuelo era guardia de asalto, había nacido en Águilas y quería que su hija mayor conociera el pueblo donde él había nacido. Antes de la guerra había una línea regular entre Barcelona y Águilas, porque el puerto de Águilas era importante o por lo que sea, pero lo cierto es que mi abuelo puso a mi madre bajo el cuidado de un amigo de juventud, embarcado en el “María Ramos” en calidad de no sé qué, es una lástima que mi madre haya muerto, porque a veces cosas que ella recordaba, yo ya no las recuerdo, y es una pena que se pierdan los recuerdos de las personas que te quisieron, me remuerde la conciencia perder los recuerdos de mi madre, estoy segura de que ella me los contaba para que yo los conservara. Mi madre fue a Águilas y allí estuvo un largo verano en casa de los padres de Mariquita y Encarnación, había otros hermanos, pero no sé qué se hizo de ellos, eran mayores, uno está en Alemania, creo, y el otro era chatarrero en Torre Baró, hace años, te hablo de… en fin. Para entonces Mariquita era una niña y Encarnación aún no había nacido. Para mi madre fue el verano más feliz de su vida. Hay nombres de aquel verano que han pasado a mi memoria como si tuvieran algo que ver con mi vida: la playa del Hornillo, la glorieta de Águilas, la Casita Verde, la plaza de toros, la calle Cañería Alta, helados Sirvent, un pay-pay con la publicidad de linimento Sloan, el fotógrafo Matrán. El pay-pay lo he visto por mi casa, por lo que era mi casa. En Águilas tuvo mi madre su primer pretendiente, un barbero, y Mariquita hacía de carabina cuando iban a pasear por el puerto.

A pesar de que era una niña, Mariquita ya trabajaba entonces en el esparto o en las fábricas de salazones o de higos secos, no recuerdo bien, tal vez era una fábrica de conservas de alcaparras y alcaparrones. Luego vino la guerra, acabó la guerra, por allí abajo había mucha miseria y casi todos los miembros de la familia de mi abuelo fueron emigrando a Barcelona.

Mi padre y mi madre vivían en casa de mis abuelos y desde que nací recuerdo aquella casa como un almacén provisional de inmigrantes. Había noches en que yo no podía ni dormir con mi abuela y me improvisaban una cama con dos sillas y la tabla de encarar que mi madre utilizaba para confección.

Yo era muy pequeña, pero recuerdo la llegada de Mariquita con sus padres y una niña pequeña, casi un bebé, era su hermana Encarnación, estaba muy enferma, tenía una infección grave en los oídos y el médico del seguro le recetó penicilina, fíjate, penicilina, entonces parecía cosa de magia, aquellas botellitas pequeñas, como de juguete, y parecía un juego la mezcla del polvo blanco con el agua destilada. Estuvieron en casa unos meses hasta que encontraron una chabola en Torre Baró que les había buscado el hijo mayor. No les fueron muy bien las cosas. Mariquita encontró trabajo en la Aismalíbar, luego se casó y tuvo hijos, el que tú has conocido hoy es el mediano. Pero a los viejos no les fueron bien las cosas. Él se murió tuberculoso y ella se volvió a Águilas con la hija pequeña, con Encarnación, para cuidar de una tía vieja y rica, me parece que la única rica que hemos tenido en la familia.

A partir de entonces las dos hermanas llevaron vidas separadas y muy diferentes. Mariquita se casó con un buen chico, muy trabajador, que conoció en la Aismalíbar. Encarnación empezó a trabajar de criadita en casa de un médico de Cartagena, luego en las fábricas de los Muñoz Calero, otro nombre que he recordado de pronto, en Águilas, de higos secos o alcaparras, creo. Hasta que de pronto se produjo lo inesperado. Conoció a un veraneante de postín, un señorito de Albacete que estaba preparando las oposiciones para notario, pero tenía tanto dinero su familia que no necesitaba ser notario ni nada. Nadie de la familia supo nunca cómo fue aquello. Se conocieron. Se prometieron. Se casaron y desde entonces Encarna dejó de existir para la familia, sólo de vez en cuando volvía a Águilas para ver a su madre y sólo una vez la invitó a su casa en Albacete para que pasara las navidades. Mi tía se puso enferma, Mariquita se la trajo a Montcada, Mariquita vive en Montcada, y cuando se puso peor no hubo más remedio que meterla en los Hogares Mundet para que la cuidaran. Cuando murió la vieja, Encarna vino al entierro, pero sin su marido, y, chico, ni que hubiera llegado Grace Kelly, no te puedes imaginar qué señora. Con lo que costaba uno de sus vestidos me vestía yo todo un año, y yo no me puedo quejar, pero imagínate la pobre Mariquita o los otros parientes. Se quedaron todos viendo visiones, y además llevaba un coche de alquiler con chófer, era ella, aquella muñequita llorona que yo había tenido en mi casa de niña, con una infección de oído que la tuvieron que pinchar aquí para sacarle el pus. Se lo dije, se lo conté todo y me dio la impresión de que no le gustaba recordar aquellos años.

Muy amable, eso sí, pero más fría que mis pies en invierno, Pepe, fría como una embajadora en el polo Norte, que no te rías, Pepe, que a mí me dio mucha lástima porque parecía como si necesitara tacones postizos para ser más alta que nosotras. Lo demás lo sé porque me lo ha contado Mariquita.

Apareció su cadáver, bueno, los trozos de los que te ha hablado el sietemesino ese, parte en un bidón, parte semienterrados en Sant Boi, detrás de la Colonia Güell, un perro los olió, empezó a escarbar y la que salió. Cuando consiguieron identificar aquella carnicería llamaron al marido y por él se enteró la familia de lo que había ocurrido. Nadie se explica qué hacía esta mujer en Barcelona, aunque el marido declaró que de vez en cuando venía a Barcelona para que la vieran médicos, que si el del riñón, que si el oculista, no tenían hijos y se ve que Encarna estaba muy neura.

Según parece la mataron a golpes y luego la trocearon para que no la reconocieran, no sé, todo eso es muy confuso y nadie se aclara, la cuestión es que el marido se dio por satisfecho, visto y no visto, se volvió a Albacete, nadie le vio derramar ni una lágrima y dejó a la pobre Mariquita jodida, jodidísima, Pepe, que ni duerme porque piensa que pudo hacer más por la chiquilla, como ella dice, y aunque yo le digo que no, que menudos humos tenía la tía, que daba la impresión de tener de todo, de no necesitar nada de nadie, Mariquita no se deja convencer, y por si faltara algo, el sietemesino o el autodidacta, como tú dices, pues ése se pasa todo el día por lo que se ve husmeando los restos de esta historia y está empeñado en que hay gato encerrado, que hay algo oscuro, siniestro en este crimen y que no puede atribuirse a un violador asustado con ganas de sacarse el muerto de encima. Aquí hay un ajuste de cuentas, insiste el sietemesino, y sólo le faltaba eso a Mariquita para cavilar y cavilar y no vivir, por si le faltara algo, con el marido parado, medio loco, un chico en la mili, el otro medio fugado porque le busca la policía por drogata y camello, dos niños pequeños que aún están en la edad de gastar y el chico que tú conociste, que quiere estudiar y ser periodista, en fin, que toda la casa cae sobre ella. Me da mucha pena y quiero ayudarla, además es la única familia que me queda y sé que a mi madre le gustaría que yo le echara una mano. Hasta que murió, mi madre recordaba los cumpleaños y los santos de todos los miembros de la familia. Yo te pago lo que sea, y el sietemesino ha dicho que también pondrá una pasta, no sé por qué, pero el tío está muy interesado, es amigo de Andrés, el hijo de Mariquita. Tal vez el marido de Encarna si se entera de que el caso no está cerrado también le interese colaborar. ¿Qué dices?

El rostro de Charo es apenas dos ojos brillantes en la penumbra. Una lengua de luz amarilla sale por la puerta que comunica el despacho con la pequeña zona donde Biscuter es el rey que cocina o duerme. Ahora Biscuter se está duchando, se escucha la lluvia de la ducha y un tenue silbido de animal feliz recreando “C.est si bon”.

– Perdona, Pepe. Ha sido como un atraco, pero me llamó ayer Mariquita, me lo contó todo y no sabía a quién acudir.

Se han encendido en las Ramblas las últimas luces de 1983, mañana iluminarán otro año, un latigazo del tiempo flagela el corazón de Carvalho, o tal vez sea un latido atrasado al compás de la historia que ha contado Charo. Son las siete de la tarde. Alguien ha puesto la noche en su sitio, a la hora justa, como ha puesto el “Singing Bells” que se escapa de una tienda de discos cercana y se apodera del silbido de un Biscuter dispuesto a vivir la emoción de terminar el año en un restaurante de postín, de tú a tú con Carvalho y Charo. Los sentimientos azucaran la sangre, pensó Carvalho.

– ¿Tienes alguna foto de la muerta?

Charo busca y rebusca en las profundidades de su bolso y saca finalmente un sobre azul que tiende a Carvalho. Enciende la bombilla del flexo, y la foto que sale del sobre queda como un pájaro apresado por la mano de Carvalho bajo la crudeza de una luz blanca.

– Aquí era una niña.

– Es la foto que conservaba Mariquita. En esa foto tenía dieciséis años.

Una muchacha delicada y morena, con los ojos grandes, negros, y una boca diríase que sensual aunque ultimada por un “rouge” excesivo, como fondo alguna pareja con el baile puesto y un fragmento de orquesta, orquesta Fascinación, y en el reverso de la foto, “Águilas, agosto de 1956”, “Bailando “La niña de Puerto Rico”, besos” y una firma de escolar con pocas ganas de escribir, un “Encarna” gordo como una patata, rodeado por una rúbrica que parece una frontera entre el nombre y el resto del mundo. De nuevo el rostro bajo la luz, y a pesar de la vejez del flash de un fotógrafo de pueblo, hay algo en la actitud del cuerpo que obliga a repetir recorridos a los ojos de Carvalho, un estar y no estar, un mirar y no mirar, un sonreír y no sonreír, una foto de protocolo cariñoso y recordatorio, sin duda recomendada por la madre para enviársela a la hermana, para que te vea el vestido nuevo, pero la muchacha estaba en otra parte.

– Era guapa.

– Muy mona, muy fina. Mi tía también era muy guapa, y Mariquita no es un monstruo, aunque está muy estropeada la pobre con la vida que lleva.

– ¿No hay fotos más recientes?

¿Cartas?

Charo dice que no con la cabeza y Carvalho repite el no como dirigiéndoselo a sí mismo.

– ¿Sabes lo que me pides? Que desentierre un caso que huele a podrido, pedazo de carne a pedazo de carne, sin ayuda de la policía, sin que le interese lo más mínimo al marido, sin más interés que el que pone tu prima, el que pones tú y ese autodidacta de los cojones, al que por cierto no le he preguntado de qué es autodidacta.

– Tiene una tienda de electrodomésticos en Montcada.

– Un cliente solvente.

Biscuter irrumpe y se apodera de la estancia por el procedimiento de encender la luz cenital.

– ¿Qué tal?

Lleva una chaqueta de pana negra, pantalón gris, camisa azul con gemelos de plata y una corbata color carmesí, sobre el cuerpecillo de rana despellejada que la naturaleza le ha dado.

Charo aplaude, Carvalho comenta: serás la reina del baile. Biscuter da una vuelta sobre sí mismo y se explica:

– Cuando hay que vestirse, hay que vestirse, jefe. A mí no me gusta dejar en ridículo a los amigos.

Tal vez confiados los arquitectos de aquel jardín en la inagotable luminosidad del trópico no habían calculado el suficiente número de puntos de la luz para que la noche, sobre todo la noche del último día del año, fuera expulsada hacia las estrellas. Ni siquiera había estrellas, o las había secuestradas en el bloque hosco de las nubes, y una brisa fría movía las bombillas de colores, sembrando inquietud de sombras, vaivén de luces para la parsimonia estudiada de las parejas afiestadas que iban ocupando las mesas separadas al aire libre, con la tranquilidad que da lo gozado de antemano, lo pagado de antemano. Marginado en una mesa pequeña, lejos de la orquesta al lado de la piscina dormida, Ginés valoraba el ritmo de la llegada de las parejas, simples a veces, otras parejas dobles o triples o cuádruples, pero siempre parejas de las que a veces colgaban adolescentes aburridos o niños predispuestos a la aventura del trasnoche. Parejas blancas apresadas en el Holiday Inn por el mal tiempo y la imposibilidad de encontrar plaza en los fokkers de Tobago, pero sobre todo parejas negras e hindúes de Port Spain, con un presupuesto suficiente para encontrar plaza en el reveillón del Holiday Inn, segundo reveillón de la ciudad, a una distancia digna de la calidad magnificada del reveillón del Hilton. Mesocracia oscura propietaria del tenderío de una ciudad portuaria, capataces de las industrias del asfalto y de la copra, representantes de las marcas extranjeras que daban a Port Spain el aspecto cotidiano de un cuadro pop pintado por un nañf con los ojos llenos de collage entre el tam-tam de bidón y la cocacola, entre la Volkswagen y la iguana. Los blancos eran americanos con trajes a cuadros amarillos príncipe de Gales o venezolanos lánguidos con las venas llenas de algún derivado del petróleo. Camareras negras o mulatas, esquiroles de la huelga, con la puntería puesta en un bolígrafo Holiday Inn con el que anotaban bebidas mágicas de fin de un año, con la indiferencia que sólo puede suscitar la coca-cola, la cerveza o el Matheus Rosè, indiferencia alterable si, como Ginés, alguien les pedía la excepción de un Moet Chandon corriente o incluso un Alsacia pagado a precio de reventa en una estación lunar. Entonces, la mirada de la camarera estudiaba al cliente con atención valorativa, como si tuviera aspecto de billete de cincuenta dólares suplementario de los otros cincuenta dólares que le había costado la cena de buffet libre: mazorcas de maíz cocidas, pescado al curry, estofado de espinazo de cerdo, lentejas guisadas, roast beef, judías dulces, arroz cocido, ensaladas de frutas tropicales, pasteles con merengues de cartón piedra y confituras de colores de sueños optimistas, para una cola de parejas con elegancias de trópico, diríase que una cola de suizos, aún más pasteurizados por el qué dirán. Mayoría de parejas treintañeras con voluntad de alto “standing” en la imitación de los gestos de un telefilme norteamericano sobre reveillones a bordo de un crucero por el Caribe.

– ¿Se la va a beber usted solo?

La primera muestra de duda humana por parte de la camarera introducida en el simple protocolo del toma y daca.

– Tal vez me limite a contemplarla.

¿Quiere una copa?

La camarera alzó las cejas, lo único más negro que su piel y que la noche.

– Lo tenemos absolutamente prohibido.

¿Por quién me ha tomado usted? Le habían dicho aquellos ojos repentinamente graníticos. Ginés apartó el plato lleno de comida apenas probada, se sirvió una copa y brindó con ella hacia el conjunto de parejas que habían empezado a salir a la pista y a mover el esqueleto con una prudencia de esclavos exhibicionistas de las lecciones aprendidas. Los únicos que movían el culo obscenamente y reían sin ambages eran los norteamericanos blancos, decididos a convencerse de que iban a ser inmensamente felices.

La camarera le dejó sobre la mesa la botella de Champán junto a un copón repleto de macedonia de frutas. Fue entonces cuando sonó el trueno y sin más aviso cayó la lluvia inmediatamente, negra como una noche húmeda, y las gentes perdieron la compostura para poner a salvo sus disfraces bajo los voladizos o los salones interiores y los músicos de la orquesta cubrían el instrumental electrónico con plásticos antes de ponerse a salvo, sumergida la tropicalidad de sus guayaberas de colores encogidas por las aguas implacables. La huida era la única aventura que había deparado la noche y las gentes se habían excitado por la alteración de lo esperable, hablaban más, más alto, habían perdido los niños el corsé del no se puede y los adultos el complejo de recepción controlada. Un músico se acuclilló ante un bongo y con las manos como si fueran de un raro metal negro arrancó sonidos y ritmos al cuero tenso, mientras los cuerpos escuchaban por fin su música secreta y rodeaban al percusionista entregados cada vez más a un ritmo íntimo, que al rato se convirtió en una marea de cuerpos que iban y venían fingiendo el rompimiento del gesto.

Ginés necesitó iluminarse por dentro y corrió bajo la lluvia en busca de su botella de champán. Dentro había más agua que champán y ante la evidencia se quedó junto al barco hundido, sin otro rescate que el de la macedonia relavada que se fue comiendo a puñados de policromías aguadas, frente al espectáculo de las sombras chinescas de los danzarines más allá de los cristales. Su cuerpo canalizaba la lluvia como si estuviera para eso. La recibía en la cabeza y luego los regueros bajaban por la cara, por los hombros, le empapaban la camisa, le trasmitían esa alegría del agua que sólo puede sentir un fugitivo de país seco. Se vio a sí mismo en las rieras secas de las afueras de Águilas, tensando el esparto, con las narices llenas de aquel olor a polvo picante y sólido, cercana la silueta de la Casita Verde y en el inmediato horizonte la carretera hacia Terreros, las salinas, Almería. Entonces el agua era una fiesta y también una lucha, los aguadores con sus burros, las colas de las mujeres en las fuentes públicas a las cinco de la tarde, cuando se interrumpía la restricción y mujeres cántaras se echaban a la calle con los gestos de siempre, cumpliendo con una obligación con la que habían nacido.

– No te mojes los pies. Los constipados entran por los pies.

¿Quién se lo había dicho por primera vez?, ¿cuándo? Qué más daba y sobre todo qué más le daba a él en esta noche inútil entre dos años feroces, tan feroces como cada uno de los cuarenta años de su vida, un extranjero bajo la lluvia en un país del trópico, sin más aliciente que un lago de asfalto y dos cincuenta por ciento de hindús y negros, matándose de vez en cuando para conseguir la hegemonía del estofado de espinazo de cerdo o del pescado al curry. Esta isla no existe, ¿no es acaso lo que busco? Para qué volver por las estelas de siempre y engañarse con la posibilidad de desaparecer más allá del Bósforo. Pasar entre las torres de Rumeli Hisar, advertido por las miradas de estancados veleros en reposo: más allá el abismo, termina el mundo más allá de los castillos de Murat Iv, el mar Negro es un pozo del que no se vuelve como le había contado algún marino imbuido de borrachera y mitología.

– Hay que elegir un lugar donde termina el mundo. De lo contrario estaríamos dando vueltas una y otra vez, una y otra vez. De todos los mares que conozco es el Negro el mejor dispuesto para ser el fin del mundo.

Los escalofríos le sacudieron como una corriente eléctrica. Amainaba la lluvia y algunas cabezas se atrevían a asomarse al jardín abandonado. Se encaminó hacia el interior del hotel.

Dudó entre ganar la calle y la noche de Port Spain con sus calypsos pasados por agua o meterse en la cama. En el reloj de la recepción las agujas medían la vejez del nuevo año: veinte minutos de mil novecientos ochenta y cuatro. Le dieron la llave de la habitación con un telegrama que le cañoneó el corazón.

“¿Qué piensas hacer? “La Rosa de Alejandría” permanece en La Guayra.

Hasta el veinte de enero. Germán.”


Terminaba el bigotudo dueño-maîtrecocinero en un gorro de cocina blanco, lo que le otorgaba aspecto de mosquetero disfrazado de cocinero para escapar del cardenal Richelieu. Aunque era poeta, no hablaba en verso, pero algún ritmo secreto obedecía cuanto declamaba el menú de cena de fin de año del restaurante La Odisea, a cien metros de la catedral y otros tantos de la Jefatura Superior de Policía, en un callejón llamado Copons, y a copón sagrado le sonaba el nombre a Carvalho, que recordaba blasfemias descafeinadas de su padre, un me cago en el cupón que no llegaba a me cago en el copón.

– Aperitivo: mejillones con muselina al ajo, hojaldre de anchoas, otros entretenimientos, regado todo con cava Odisea.

– ¿Tenéis cava para vosotros solos?

Sin parpadear aclaró el restaurador que además se contaba con el Mas-Via de Mestres, cosecha de 1973.

– Ensalada de endivias con hígado de pato al vinagre de cava, mil hojas de setas a las finas hierbas, lubina con ostras a la aceituna negra, civet de jabalí con puré de castañas, sorbete de palosanto, camembert rebozado con confitura de tomate, hojaldre de café, repostería, turrones, café, y en cuanto a vinos, blanco reserva Chardonay Raimat y tinto Odisea cosecha del 78. No quería el restaurador rebasar la distancia clientelar, aunque Carvalho acudía con frecuencia en busca de sus platos de hígado de oca, pero nuevos eran Biscuter y Charo, y aunque poco respeto inspiraba la artificial jactancia del feto, Charo sabía comportarse y estaba guapa, decantada por el blanco maquillaje y las ojeras a la última etapa del papel y la vida de “La dama de las camelias”.

– Por cinco mil leandras ya podrá dar todo esto, eh, jefe.

El jefe era para el restaurador que recibió el quite moral de un guiño de ojo de Carvalho.

Déjalo, Antonio, es que aquí mi amigo es un competidor tuyo.

– ¿Tiene un restaurante?

– Más que restaurante es un lavabo con cocina, pero allí hace maravillas.

– Si yo tuviera condiciones, jefe, si yo tuviera medios técnicos.

Pero la bondad del menú fue venciendo la resistencia crítica de Biscuter, que aprovechaba cuantos acercamientos efectuaba el restaurador para felicitarle, llegando el caso de que se levantó a la altura del camembert rebozado y acompañado de confitura de tomate, estrechó la mano del dueño y proclamó para que le oyera medio restaurante:

– Le felicito porque sólo a un genio se le ocurre rebozar el camembert.

Y una vez en la mesa, colorado de vinos y calorías, Biscuter se abrazó a Charo y sentenció un rotundo:

– Había que decirlo porque ha sido una cena de puta madre, jefe, cojonuda, y yo y usted, jefe, estamos en condiciones de decirlo porque sabemos de esto. Y usted, señorita Charo, por proximidad a nosotros algo debe saber también. A nosotros no se nos engaña con cuatro chorradas. Sabemos reconocer las cosas bien pensadas y bien hechas. Las cosas “fermas”.

¿Eh, jefe?

– A mí no me líes, Biscuter, que yo de cocinar nada. Me parece que está bueno y se acabó. Opinad los expertos, tú y Pepe.

Acudió el restaurador para sentarse a la mesa del trío y les glosó cuanto habían comido con rotundas aprobaciones de Biscuter.

– Lo más “fermo” de todo, jefe, ha sido lo del camembert rebozado, y no lo digo por el sabor, sino por la idea, la idea es lo importante.

Se llevaba Biscuter un dedito corto y transparente a su abombado recipiente cerebral.

– Porque mi maestro, el señor Carvalho, me lo tiene dicho cien veces.

Primero aparece la imagen, luego la idea de esa imagen, y cuando la realizas, continuamente la una se apoya en la otra. Es decir, uno tiene una imagen del bacalao con miel y es así, así, como una postal o un recorte de receta de revista de modas, pero bueno, no se queda la cosa en eso, y además, hasta que no se hace, esa imagen no está acabada, le falta algo, es como si no acabara de estar dibujada.

Y en cuanto a la lubina con ostras, jefe, mucho, mucho plato y bien pensado también. Se nota que usted piensa.

Entre la sorna y el halago, el restaurador hablaba con Biscuter como si fuera un muñeco de ventrílocuo o un niño pedante. Pero el escudero de Carvalho estaba imbuido de su papel y de su corbata y cerraba los ojillos para protegerse del humo del “Churchill” Romeo y Julieta y afinar más la percepción de cuanta propuesta científica salía de los labios del restaurador. Asistía Charo boquiabierta al encuentro dialéctico, y Carvalho miraba a Biscuter con perplejidad y una cierta preocupación, recibiendo de vez en cuando miradas de reojo de su discípulo, en busca de atención y de ratificación para sus disquisiciones.

– Es que por ejemplo, la “vedella amb bolets”, bueno, perdone, la ternera con setas, pues depende de lo que depende. ¿De qué depende?

Se miraron los otros tres en busca del enigma.

– Uno dirá, del sofrito, y sí, es cierto, depende del sofrito. De los “bolets”. Claro, de los “bolets”. O si se hace con caldo o con agua. Que si patatín, que si patatán. Pero lo fundamental, lo fundamental ¿qué es?

Carvalho sabía a dónde iba a parar su discípulo, pero la voz del restaurador se aventuró con la prudencia de la interrogación:

– ¿De la carne?

– ¡Justo! De la carne. Chóquela, amigo. Usted sabe de qué va. Con usted da gusto hablar. Yo siempre le pido a la señora Amparo, mi carnicera, que me guarde “llata”, no hay nada como la “llata” para hacer la ternera guisada con “bolets”, porque la melosidad de la “llata”, esa melosidad que suelta el “tendrum” ese que lleva en el centro, pues esa melosidad combina de puta madre, es decir, de puta madre, bueno, a las mil maravillas, con la melosidad que suelta el “bolet”, esa agüilla espesa que suelta el “bolet”. ¿Me explico?

– Como un libro abierto.

Ahíto de saberes biscuterianos dio una excusa el restaurador para ir a por otros clientes y quedó Carvalho en el placentero trance de felicitar a Biscuter, al tiempo que les llegaban copas de Marc de Champagne por una gentileza del dueño, quien desde lejos brindó en honor de Biscuter. Quiso corresponderle tal como el gesto se merecía, y a pesar de que Charo le tiró del faldón de la chaqueta, se alzó Biscuter y con los ojillos rojos a punto de estallido y las venas del cuello como chimeneas de sangre a presión gritó:

– ¡Brindo por ese tío cojonudo que nos ha echado de cenar!

Y tras la sorpresa de los oyentes más próximos, alzamientos desiguales de copa que iban del cachondeo a la solidaridad paraetílica. Encajó bien el dueño tan improvisado protagonismo y quedó la botella de Marc al alcance de Biscuter, Carvalho y Charo durante la media hora que faltaba para las doce y sus campanadas de ritual.

Los comensales disponían ante sí de los platillos con las uvas, y en cuanto sonaron las campanadas se las metieron en la boca a ritmo de reloj digital, entre toses y lágrimas de esperanza y atragantamiento. Sonada la última campanada, se besaron entre sí los de cada mesa, y algunos intentaron, y en algunos casos consiguieron, ir a estrechar las manos de los extraños, unidos por la comunión del año nuevo y del menú.

– ¡Qué bonito, jefe, qué bonito! -decía Biscuter con lágrimas en los ojos-. Me recuerda otra noche de fin de año en la cárcel de Lérida, jefe.

Y creo que usted estaba también por allí. Antonio el “Cachas Negras” cantaba aquellas canciones con tanto temperamento y los funcionarios aquella noche estaban tan simpáticos, eh jefe, ¿se acuerda de aquella tortilla de cinco kilos de patatas que hice en la cocina para ustedes los políticos?

Nos la comimos con las cucharas de aluminio y estaba de buena. Todos estaban borrachos y los funcionarios bailaban el can-can por el pasillo.

Biscuter luego cantaba por la calle, pero no era el único. Charo se empeñó en ir a la plaza del Rey a ver la mancha de sangre que había quedado, siglo tras siglo, en uno de los escalones del palacio del Tinell.

– Le quitaron el corazón a un caballero y se le cayó allí. Nunca han podido borrar la mancha.

Biscuter llevaba una linterna para no tropezar en las escaleras de su habitáculo y se entretuvo buscando la mancha del corazón.

– ¡Aquí! ¡Aquí!

Aquello igual podía ser una mancha de sangre secular o el último pipí de los pobres perros callejeros que habían asistido al tránsito del mil novecientos ochenta y tres al mil novecientos ochenta y cuatro sin que variara su condición ni su esperanza de cambio. Del otro bolsillo de Biscuter salió la botella de Marc de Champagne con los restos, y ante las preguntas de Carvalho dio una respuesta suficiente:

– Nos la había ofrecido y era un desprecio dejársela sin acabar y un abuso seguir allí toda la noche hasta terminarla.

La apuraron por la calle y Carvalho se subió a un Ford Sierra para recitar un poema que le había venido a la cabeza desde un olvidado cementerio de palabras:

“Hay ya tantos cadáveres sepultos o insepultos casi vivientes en concentraciones mortales…

hay tanto encarcelado y humillado bajo amontonamientos de injusticia…

hay tanta patria reformada en tumba que puede proclamarse la paz.

Culminó la cruzada, ¡viva el jefe!”


Y para Biscuter aquel viva era un viva a Carvalho que secundó con la estridencia de un gorrión crecido hasta la estatura del cóndor, y para Charo un poema triste que la hacía llorar.

– Muy bonito, Pepiño, muy bonito.

Pero recita algo más alegre, anda, que esta noche es especial.

Ya estaba en las alegrías Biscuter bailando en solitario una jota navarra, al tiempo que con gallos de tiple amedrentaba la noche con… “el vino que tiene Asunción, ni es claro, ni es tinto, ni tiene color…”.

Se despertó cuando atardecía el uno de enero de mil novecientos ochenta y cuatro. Estaba desnudo, sobre la cama, destapado, tenía frío, pero sentía íntimo regocijo por no haber casi vivido aquel día. El primero de enero debería estar prohibido, y el dos de enero también. El año debería empezar el veintiuno de marzo. Se sorprendió de conservar la suficiente lucidez como para suscitarse reflexiones tan profundas y volvió a dormirse. Luego, al despertarse a las nueve y notar tres pinchazos como tres avisos en el hígado, fue cuando se dio cuenta de lo mucho que había bebido la noche anterior y de la página en blanco que era su vida desde que se encaramó a un coche hasta el presente. ¿Qué habría sido de Charo y Biscuter? Se convenció de que no estaban en la casa después de haberla recorrido torpemente, como si no fuera la suya, llamándoles en voz alta por si jugaban al escondite o dormían la borrachera en el más imprevisible de los rincones.

Ni rastro. Tal vez los había abandonado en una cuneta y se habrían muerto de frío cubiertos por la nieve. Imposible. No nevaba. De las estanterías aún llenas de libros extrajo “Las buenas conciencias” de Carlos Fuentes, un escritor mexicano al que había conocido casualmente en Nueva York en su etapa de agente de la CIA y le pareció un intelectual que vivía de perfil, al menos saludaba de perfil.

Le había dado la mano mientras miraba hacia el oeste. Tan displicente trato lo había recibido Carvalho sin que aquel charro supiera que era de la CIA, conocimiento que al menos habría justificado su actitud por motivos ideológicos. Pero Carlos Fuentes no tenía ningún motivo para tenderle escasamente una mano y seguir mirando hacia el oeste. Estaban en casa de una escritora judía hispanista que se llamaba Bárbara a la que vigilaba por orden del Departamento de Estado, porque se sospechaba que en su casa se preparaba un desembarco clandestino en España para secuestrar a Franco y sustituirlo por Juan Goytisolo. El agregado cultural de la embajada de España le iba indicando con disimulo la ralea del personal que se movía por aquel party.

– No falta ni un rojo antifranquista. Aquélla de allí es la viuda “in pectore” del rojo de Dashiell Hammet.

Especial interés tenía un escritor español que trataba de convencer a quien quisiera oírle que el mejor plato de la cocina española al lado de cualquier primor de la cocina árabe era una fabada, y decía fabada con la boca llena de judías podridas y chorizo hecho con carne de burro. Sostuvo Carvalho un diálogo político con un exiliado profesor español de economía que en la inmediata posguerra civil, con la ayuda de la hispanista Bárbara y de una hermana de Norman Mailer, se había fugado del Valle de los Caídos adonde Franco le había llevado para que construyera un templo expiatorio en compañía de otros presos políticos. Carvalho redactó un informe para la CIA en el que trataba de demostrar que era gente inofensiva a la que le faltaba cariño, como a casi todo el mundo. O no había sido exactamente así, pero lo cierto es que Carlos Fuentes le había tratado despectivamente sin ningún derecho y su novela iba a servir como material combustible básico para la fogata que iba a calentarle algo la casa y el alma.

Desguazó el libro, arrugó las hojas y sobre aquellas palomas muertas de papel fue construyendo la arquitectura de la fogata y aplicó la cerilla que se convirtió en el epicentro de una llama que empezó literaria y terminó en una punta fantasmal de humo y deseo. Mientras crecía el fuego censaba con el rabillo del ojo los libros que le quedaban. Suficientes para ir quemando uno a uno libros que había necesitado o amado cuando creía que las palabras tenían algo que ver con la realidad y con la vida. Suficiente material combustible para lo que le quedara de existencia o de fuerzas para encender su propia chimenea. Un día se caería por la calle o en esta misma sala y le llevarían a un depósito de viejos como castigo por haberse dejado envejecer y ni siquiera podría encender el fuego con la ayuda de aquellos libros tramposos, por ejemplo, con el Teatro completo de García Lorca. Un día de éstos quemaría el Teatro completo de Lorca, antes de que la muerte los separara.

Ya había intentado quemar en cierta ocasión “Poeta en Nueva York”, pero se entretuvo releyéndolo camino de la chimenea y se topó con unos versos que le parecieron demasiado cargados de verdad:


“Son mentira los aires. Sólo existe una cunita en el desván que recuerda todas las cosas”.

Tenía la cabeza llena de cunas que le recordaban todas las cosas. He de quemar ese libro antes de morir. O él o yo. Pero hoy no. Ya tenía suficiente con el de Carlos Fuentes, y la lucha del hígado por empapar todo el alcohol que había tomado promovía en su interior movimientos celulares titánicos que le obligaron a tumbarse en el sofá, sin otro horizonte visual que el recuento de las grietas del techo. Un día de éstos se caerá la casa. También la casa. O la casa o yo. Si se cae la casa los libros se salvarán, no tienen huesos, ni músculos, ni cerebro, ni hígado, ni corazón, son un producto de taxidermista, están más muertos que carracuca. En cambio yo la palmaré bajo los cascotes. Si al menos hubiera un incendio.

A mí me gustaría que me incineraran.

Ni tampoco era suya esta frase, era de un escritor suizo antisuizo que estuvo de moda entre dos guerras mundiales o entre dos guerras civiles, qué guerras no importan. Un escritor suizo cuyo personaje se hacía paellas al anochecer porque había estado en España con las Brigadas Internacionales. La cocina acerca a los pueblos. La sola mención de la palabra cocina le removía profundas tripas, y un ciclón de náuseas se le ponía en movimiento desde la terminal de datos del estómago. Síntoma evidente de que no valía la pena tratar de levantarse y de que lo mejor era dejar pasar aquel día inútil y aterrizar en el primer día laborable del año con la moral más alta. Se durmió y en seguida una mano se posó en uno de sus hombros y le agitó suavemente. El hombre mantenía una solicitud neutra, como cuando se da el pésame a un desconocido o se ayuda a levantarse a alguien que se ha caído en la calle.

– Hoy es el día. Ha de ingresar en la cárcel.

– Pero si ya cumplí, hace años.

– Nos equivocamos al calcular su condena. Le quedan tres meses.

– Tres meses.

Y sin transición ahí está esa cárcel de rejas pulcras e ideales, de aluminio tal vez, o de un hierro plateado que brilla por los lengüetazos de un sol distante. Una turba de funcionarios verdes le reconducen a su condición de preso.

– ¿Cuánto me falta?

– Ya se lo hemos dicho. Tres meses.

– Pero si ya cumplí, hace años.

Ahora hay democracia. No hay presos políticos.

– Fue un error. La ley es la ley.

– Mientras tanto ha habido amnistías y fui de la CIA.

– El gobierno socialista ha de ser más escrupuloso con la ley que cualquier otro.

El funcionario se ha hecho importante. Es un funcionario con mando, vestido con un diseño especial Ermenegildo Zegna para funcionarios con mando, gran liquidación fin de temporada en El Corte Inglés.

– Yo le liberaría. Pero la oposición me acusaría de cómplice. De rojo. Tengo antecedentes.

– Usted también.

– Todos tenemos antecedentes. Pero yo preparé un atentado contra Franco que no llegó a realizarse y luego fui uno de los fundadores de “Cuadernos para el Diálogo”.

Ahora lo comprende todo. El funcionario es igual que Carlos Fuentes, pero ahora no mira de perfil, mira de frente y está angustiado por la angustia de Carvalho.

– Tres meses pasan pronto.

– Me dejarán comunicar con mi mujer y mis hijos.

– Usted no tiene mujer ni hijos.

– Es cierto.

– Pero le dejaremos comunicar con quien quiera. ¿Sabe usted tocar la guitarra?

– No. Pero aprendo rápido.

– Necesitamos un guitarrista para la misa latinoamericana del domingo.

– ¿Por qué latinoamericana?

– Son las mejores. ¿No ha asistido a ninguna? Incluso hay una Biblia latinoamericana. Tenga. Le regalo una. Encontrará estampas de Hélder Cámara y de Fidel Castro. La Internacional Socialista no la recomienda, pero yo soy un heterodoxo.

Y luego pasillos, cerrojos a sus espaldas como trinchantes contra huesos sorprendidos, una estela de pasos metálicos, sus pasos y una cúpula de cristal policrómico llena de grietas que crecen y precipitan sobre los ojos de Carvalho una lluvia finísima de cristal quebrado. Hay que abrir los ojos para comprobar que sigue viendo y ahí está el techo con grietas, las fotos de sus muertos sobre la repisa de la chimenea, el fuego casi extinto, los libros, el mueble bar abierto, el frío cúbico dueño y señor de la casa, el reloj que señala la una de la madrugada. Dos de enero de mil novecientos ochenta y cuatro.

Electrodomésticos Amperi. Desde una linterna hasta un vídeo, pasando por todas las posibles cafeteras familiares, paragüeros de latón con grabados del lago de los cisnes, lámparas para alcobas de toda una vida y para “living rooms” con televisor y Enciclopedia Larousse, radios despertadores con alarma y sin alarma, frigoríficos con cinco zonas de congelación, cinco, desde la seta de cardo de invernadero hasta la congelación de lo previamente congelado, pilas para microcámaras de espía japonés destacado en Montcada i Reixac, hasta la radio casete con amplificadores estéreos para retransmisiones del fin del mundo, cintas de vídeo, películas de vídeo: “Casbah, el espíritu de la colmena, La caliente niña Julieta, Ciudadano Kane, Tom y Jerry”.

Mujeres aborígenes con la paga extra de Navidad en el cerebro y los regalos de Reyes en el corazón, amas de casa sin parados, recién llegadas de la compra apenas digeridos los banquetes de Nochebuena, Navidad, San Esteban, Nochevieja, Año Nuevo, en el horizonte los canalones del día de Reyes y tal vez el ensayo de un pollo a las uvas, como recomienda la carnicera del supermercado, porque si al pollo no se le echa lo que sea ¿quién come pollo? La dueña de Electrodomésticos Amperi es un mueble gordo, maduro y elegante con el cabello de las mejores platas y manicura gota de sangre rica, pero se desentiende de las demandas complicadas y reclama a Narcís.

– ”Narcís! Narcís! Surt a la botiga que no sè qué volen!”.

Y Narcís sale con un guardapolvo azul, pajarita, algo despeinado el poco pelo rubio que le queda, las gafas parapeto caídas sobre la punta de la nariz y la sonrisa helada de animal delgado, pequeño y blanco, con la que nació. Narcís lo sabe todo. Para empezar, sabe lo que tiene y lo que no tiene, y aunque no lo exterioriza ha descubierto a Carvalho en una esquina del local en el trance de abrir y cerrar un frigorífico en el que cabrán todos los pedazos de un cadáver, repartidos según las exigencias de intensidad de congelación. La madre de Narcís es una señora estable detrás de la caja resgistradora electrónica, catacric catacrac dos mil doscientas pesetas, catacric catacrac quinientas pesetas del plazo por el televisor en color, catacric catacrac cincuenta pesetas de pilas, o bien la guillotina de tarjeta de crédito Visa previa consulta con el cuadernillo de los proscritos, porque éstos de Visa son muy puñeteros, en cuanto te pasas cinco duros del tope ya te vienen con problemas, y como todo lo llevan las máquinas, sabe usted, las máquinas no distinguen y dicen no o dicen sí sin preguntarle el nombre y los apellidos.

Escasas antaño las tarjetas de crédito en aquel barrio mesocrático dentro de su obrerismo, de pronto han florecido en las manos inseguras de los hombres que compran los sábados por la tarde, con el recelo de que sirva, de que baste enseñar una tarjeta para que te den cosas tan caras.

Con el tiempo no habrá dinero, comentó la señora Pons en un castellano de vocales descomunales, el castellano al que le obliga una clientela mayoritariamente inmigrante.

– ”Narcís, tenim “Casablanca”?”.

– ”La tenim”.

– ¿Se siente bien? -pregunta la joven cliente que quiere darle una sorpresa a su marido el día de Reyes, porque su marido se pirra por la Ingrid Bergman.

– El sonido no es muy bueno, pero la copia está muy bien.

– Es que si no se siente bien…

Y Narcís pone “Casablanca” en el televisor probador de las videocasetes. Un pitido constante consigue inutilizar los efectos sentimentales de “El tiempo pasará”, pero la cliente desea la película y se comenta a sí misma que no se “siente” tan mal.

Narcís se encoge de hombros y de rondó cuela una mirada blanda y cómplice en dirección a Carvalho. Espera a que el detective se le acerque en cuanto haya dejado la película junto a la caja registradora, junto a su madre, y se escucha de fondo la queja de la cliente por el precio. Por ese precio puede ir treinta veces al cine.

Pero la película es suya, mujer, y la puede ver más de treinta veces, mil.

La señora Pons sabe vender sin moverse de su sitio. Carvalho ha llegado a la altura de Narcís.

– Tendríamos que hablar.

– ¿Aquí o fuera?

– Aquí mismo, si hay lugar.

– Venga.

Narcís atraviesa la tienda iluminada por los neones, abre una puerta e invita a Carvalho a penetrar en la penumbra de una trastienda almacén llena de estanterías, cajas de cartón alineadas según un orden oculto, pero sin duda eficaz, y en el fondo del almacén, de pronto, una zona de luz intensa en la que crece una hermosa mesa de madera de nogal, tras ella un sillón giratorio de cuero capitoné y una gran librería repleta que ocupa la inmensidad de la alta pared de fondo.

Paralelamente a la última estantería circula una barra metálica sobre la que rueda una escalerilla que permite el merodeo sobre los libros, y al pie de la estantería un poderoso “compacto” de tocadiscos, radio, magnetofón.

– Éste es mi país. Ésta es mi patria. Aquí me paso horas y horas.

Todo lo que me permite las llamadas de mi madre. ¿Se ha fijado usted en la lucecita que hay sobre la puerta que comunica este almacén con la tienda? Si está apagada mi madre puede llamarme, si está encendida no. Sabe que no puede hacerlo. Entonces lo tiene terminantemente prohibido.

– ¿Los ha leído todos?

Narcís cierra los ojos asintiendo.

– Incluso me sé párrafos de memoria. Me sé casi todo Carner de memoria. ¿Sabe usted quién era Carner?

– Me suena.

– Ha sido uno de los más grandes poetas de este siglo. Más grande que Elliot, que Saint John Perse, que Maiakovski… pero… era catalán y eso se paga.

– ¿Qué precio tiene el ser catalán?

– El de casi no ser. Ni siquiera consta que lo eres en el carnet de identidad. Y no digamos ya en el pasaporte.

– Lo debe pasar usted muy mal en esta zona llena de inmigrantes.

– Mi familia ya estaba aquí cuando ellos llegaron. Mi abuelo tenía una lechería junto a la estación. Con el tiempo derribaron la casa vieja e hicieron esta nueva. Mi padre se quedó los bajos y montó este negocio.

– Pero usted se relaciona con los inmigrantes. Es amigo de la familia Abellán.

– Es una familia muy interesante.

Para mí constituye casi un material sociológico. Están en plena evolución de lo español a lo catalán. Esto está claro en Andrés. Piensa como un catalán, habla muy bien catalán y poco a poco va cortando las raíces que le ligan al mundo de su madre, de sus padres. Bueno. Su padre no cuenta.

Es un apocado. Está condenado a morirse en un rincón. Dejó de ser lo que era cuando cerró la fábrica en la que había trabajado durante veinte años. Les aconsejé que le llevaran a un psiquiatra y Andrés estaba de acuerdo, pero a su madre le pareció casi un insulto. Mi marido no está loco, mi Luis sólo está triste.

– ¿Cómo les conoció?

– Eran clientes. Desde pequeño Andrés ha venido a comprar, pequeñas cosas: filtros de cafetera, bombillas.

Es algo más joven que yo y nos hemos avenido desde que éramos casi unos niños. Tenía algo especial. Una extraña aristocracia. Un porte. Una casta. No sé cómo decírselo. Sí sé cómo decírselo, pero tendría que ser por escrito.

– No es necesario. Andrés estudia y usted en cambio es un autodidacta.

Andrés es hijo de obreros y usted en cambio es hijo de burgueses.

– De pequeño burgueses, como se decía antes. Pero es cierto lo que usted dice y lógico. Si Andrés no estudia toda su vida será un trabajador descapitalizado. En cambio yo, aunque no haya estudiado, es decir, aunque no sea un profesional de la cultura, dispongo de este negocio y eso me da una seguridad para aprender por mi cuenta. Mi padre me hizo un favor cuando me obligó a dejar los estudios al acabar el BUP. Yo estudio en la trastienda de este negocio. De vez en cuando levanto la vista y me noto a mí mismo como en el fondo de una caja de caudales. Más seguridad imposible. En cambio Andrés ha de hacer filigranas para poder matricularse y seguir de mala manera los cursos en Ciencias de la Información. Da clases. Hace guardias en una discoteca, hacia Masrampinyo, o se va a la vendimia, como el año pasado. Es muy inteligente, muy receptivo, pero cada vez tiene más miedo.

– ¿Miedo a qué?

– A que todo lo que hace no le sirva para nada. No puede permitirse, como yo, el gozo por un sentido deportivo de la cultura.

No perdía jamás la sonrisa. Se la ponía en la cara cuando se despertaba y se la quitaba cuando se acostaba, como si fuera una dentadura postiza.

Aquella mueca le eximía de la obligación de ponerse otra. Era un tipo práctico.

– Por lo que dijo el otro día, usted les propuso consultar conmigo el caso de Encarnación Abellán.

– En realidad ellos sabían que usted existía a través de su, de su novia, creo que es su novia, Charo, si no me equivoco.

– De vez en cuando desayunamos juntos.

– El caso es que a partir de ese día les propuse que le consultaran.

Pero quisiera aclararle que mi interés por su trabajo es muy diferente al de ellos. Naturalmente la madre de Andrés quiere saber qué le pasó a su hermana y quiere que usted lo descubra. Yo en cambio pienso descubrirlo por mí mismo, y usted me sirve de punto de referencia.

– Yo soy un profesional.

– Yo pago una parte importante.

Exactamente el setenta y cinco por ciento de lo que cueste.

– ¿Por qué el setenta y cinco y no el ochenta o el setenta por ciento?

– He dividido la posible cantidad en cuatro partes. Yo asumo tres; una porque fue iniciativa mía, va al capítulo de mi responsabilidad; otra porque usted sin quererlo me va a ayudar en mis propias investigaciones, y una tercera porque considero que quien trabaja ha de cobrar.

– ¿Conoce mi minuta?

– Todo está hablado con Charo.

Al cerrar los ojos se llevaba al interior del cerebro todo cuanto Carvalho había dicho o iba a decir. Se miraron tal vez estudiándose, tal vez porque no sabían qué palabra era conveniente mover a continuación. Narcís suspiró como si no tuviera más remedio que hablar.

– En fin. Supongo que le interesará conocer a la familia, hablar de la muerta. Dispongo de tiempo. Puedo acompañarle.

Se levantó, se quitó el guardapolvo, lo colgó de una percha atornillada a una de las estanterías del almacén y de un armario sacó la misma chaqueta de pana con la que había acudido a la oficina de Carvalho. El detective iniciaba el viaje de regreso hacia la tienda.

– No. Por ahí no. No es necesario.

Narcís apretó un timbre y Carvalho supuso que la luz se había encendido en la puerta de comunicación del almacén con la tienda. Luego el autodidacta fue hacia la estantería de libros y presionó con los dedos sobre un círculo metálico incrustado en la madera. La estantería giró sobre sí misma hasta dejar abierto un paso hacia una estancia a la que llegaba la claridad natural del día.

– Pase.

Carvalho salió a una pequeña habitación desnuda, sin otro accidente que una puerta metálica. Narcís le siguió y sus dedos provocaron la restitución del muro a su lugar. Por la puerta metálica pasaron a un patio interior y del patio interior ganaron la calle.

Carvalho no le quiso dar el gusto de preguntarle por su puerta secreta, pero al observarle de reojo se dio cuenta de que Narcís disfrutaba precisamente por la pregunta reprimida.

Carvalho supuso que disfrutaba porque seguía sonriendo.

– ¿Hacia dónde está la vía del tren? Yendo hacia la montaña de la Mitja Costa había un camino de tierra y una vaquería en la esquina. La llevaba un cabrero aragonés que se llamaba Joaquín, tenía una hija que se llamaba Aurora y un hermano al que mató un rayo cuando estaba cargando arena en el cauce del Ripollet.

El autodidacta asentía ante las palabras de Carvalho pero no las escuchaba, se subió al tren en la última oración.

– ¿Un rayo? ¿El Ripollet?

– Le hablo de hace cuarenta años.

Yo venía a pasar los veranos a Montcada, a casa de un cabrero amigo de mis padres.

– ¿Ah, sí?

Al autodidacta no le interesaban los recuerdos de Carvalho.

– Veranear en Montcada, qué interesante.

– Había quien veraneaba más cerca de Barcelona, aún. En Tres Torres o Vallvidrera.

– Es posible.

Nada quedaba del paisaje de antaño.

Todo se parecía a cualquier suburbio de cualquier ciudad y a Carvalho le molestaban las destrucciones del paisaje de su memoria.

– Las excursiones a la montaña de la Mitja Costa eran fascinantes porque explotaban los barrenos de las canteras, y de niño uno cree que Superman detiene las rocas.

De manzana en manzana, de bloque en bloque, arquitectura y gentes de aluvión.

– Una vez se cayó una niña en la estación. Entonces había tumultos siempre en torno de los trenes. Faltaban trenes o sobraba gente. Pero mucha gente no podía sobrar porque la guerra había terminado hacía poco.

– Faltaban trenes, es evidente.

– Cayó la niña en la vía. Imagínese los gritos y los cuerpos vacilantes de sus acompañantes, se tiraban o no se tiraban. Y de pronto salió un brazo de la multitud. Lo recuerdo como un brazo largo, muy largo, de dos o tres metros, quizá más, y poderoso, como el de un gigante. Y del brazo brotó una mano que tiró de la niña y la izó sobre el andén en el instante justo en que llegaba el tren.

El autodidacta había escogido un portal que daba a un zaguán gris amueblado con sillones de plástico gris y completado con buzones de metal verde.

La asepsia geométrica de la escalera aparecía desvirtuada por el griterío de una vida abundante y plebeya: mujeres que se quejaban de sus hijos, de sus vecinas o de su suerte y niños que se quejaban de serlo, más algún portazo, muchas radios y puñetazos contra la puerta de un ascensor que siempre llegaba con retraso.

– Es un cuarto piso.

Subió ante Carvalho con agilidad y brío, como si el alpinismo fuera para él una práctica habitual, y de reojo trataba de recoger la poquedad respiratoria de un Carvalho al que suponía animal de despacho y sillón. Pero Carvalho apenas si le dejaba un escalón de distancia por cortesía y se permitió encender un puro en plena ascensión.

– Fumar mientras se hace ejercicio físico es una barbaridad.

– El hombre es un animal racional sólo en parte.

La puerta del piso la abrió un cincuentón mal peinado, mal afeitado, con los faldones de la camisa imponiéndose al pantalón de pana y a un jersey con cremallera.

– Ah, eres tú.

Y dejó la puerta abierta para que entraran los dos hombres a un largo pasillo más desempapelado que empapelado, lleno de puertas de habitaciones cerradas y al final un comedor con esteras en el suelo y un viejo televisor que había visto discursos trascendentales cuando Franco aún era quien era.

– ¿No está Mariquita?

– No, y Andrés tampoco. Ha llegado de Mercabarna, se ha echado un rato y se acaba de ir a la Universidad.

– ¿Ha encontrado trabajo en Mercabarna?

– Unos días. Para llevar bultos a los clientes. Cogen chicos a destajo y así no contratan a obreros de pelo en pecho, con los cuatro cojones cuadrados y bien puestos.

Y se llevó la mano a los cojones el hombre antes de sentarse y quedarse ensimismado con un bolígrafo en una mano y los ojos pendientes de un papel lleno de anotaciones.

– No entiendo la letra. Maldita sea. No entiendo la letra.

Había anuncio de sollozo en su voz y el autodidacta le cogió el papel para examinarlo.

– ¿Qué es esto?

– La lista de la compra. Me la ha hecho María antes de irse al trabajo.

¿Qué pone ahí?

– Harina de galleta, creo.

Tendió Narcís el papel a Carvalho en una consulta de urgencia y el detective afirmó con la cabeza.

– ¿Es lo mismo que pan rayado?

– Más o menos es lo mismo. Se utiliza para rebozar.

La ayuda de Carvalho puso destellos de agradecimiento en los ojos del hombre.

– Eso es. Lo quiere para rebozar.

Prosiguió el hombre el examen de la lista y abandonó a los recién llegados a una silenciosa espera.

– ¿Y aquí?

– ”Mamella”. Qué extraño. ¿Sabe usted qué es “mamella”?

– No es necesario, yo ya sé qué es.

Se come.

Pero la curiosidad del autodidacta iba más allá de la asunción de aquel responsable de intendencia y seguía interrogando a Carvalho con la mirada.

En mis tiempos eran filetes de la teta de la vaca que ya se vendían cocidos y se comían rebozados. Era barato y sustituía a la carne, con un poco de imaginación.

– Es buena la “mamella”.

Desafiaban los ojos del intendente.

– No lo discuto.

– Es mejor comer “mamella” que mierda.

Aprobó Carvalho el juicio bravucón del hombre que ya había dado la lista por examinada, se levantaba, descolgaba una bolsa de plástico de una alcayata clavada en el marco de la puerta de la cocina y se despedía con un gruñido que no le abandonó hasta que salió del piso.

– Susceptible el hombre.

– Y a estas horas aún está sereno.

Volverá con un par de copas en el cuerpo. Comerá apenas, porque dice que no se gana lo que se come y por la tarde seguirá bebiendo. Esta noche este piso puede ser un infierno. No, no es agresivo. Es depresivo. Se pasa las noches llorando encerrado en el retrete. Primero fue un trabajador reconvertido, después un simple parado y ahora la familia vive gracias a eso que se llama economía sumergida: la mujer friega por ahí y Andrés coge lo que sale. Los más pequeños van a un colegio. Los otros como si no existieran. Él hace trabajos domésticos, si está de buenas. Hasta que de pronto dice que un hombre es un hombre y vuelca el cubo de agua sucia por el piso o tira la escoba por la ventana.

– Malos tiempos.

– Ya siempre será así. Hemos de acostumbrarnos a otra cultura del trabajo. El trabajo es un bien escaso.

– Dígamelo a mí. Yo ya estoy acostumbrado a esa cultura del trabajo.

– Pero usted es un trabajador improductivo, no puede entender la mentalidad rota de esta gente que ha sido alguien precisamente gracias a su trabajo y que ahora se consideran parásitos. Ese malestar aún lo tiene Andrés, por ejemplo. Sus hermanos más pequeños ya pertenecerán a otra generación. Para ellos el trabajo tendrá otro sentido.

– Pero también tendrán que comer.

– En el futuro se comerá menos que ahora.

No lo decía con ironía. Lo decía a partir de una segura información que llevaba escondida en algún pliegue del cerebro.

– Muchos economistas denuncian la economía sumergida como un retorno a los inicios del mercado de trabajo, ¿comprende usted? Como un retorno a la explotación libre del hombre por el hombre, como si no hubieran servido para nada ciento cincuenta años de luchas obreras. Pero en realidad estamos ante un fenómeno nuevo que corresponsabiliza a empresarios y trabajadores en la salvación de un sistema en crisis. El capitalismo lo está salvando la clase obrera, incluso disponiéndose a no tener trabajo o a trabajar en peores condiciones que un esclavo.

– ¿A cambio de qué?

– A cambio de no verse obligada a hacer la revolución, o al menos a tratar de hacerla. Por otra parte sería un intento inútil. Desde las centrales de datos hasta los helicópteros, todo conspira contra la posibilidad de la revolución. La revolución sólo se puede hacer en las selvas y dentro de lo que cabe, porque existe el equilibrio mundial, el equilibrio del terror y en cuanto se decanta la revolución o la contrarrevolución se corre el riesgo de que sólo una guerra nuclear pueda ayudar a ganar el pulso. Estamos en plena situación de empate, de empate histórico. De momento ponga equis en la quiniela.

Tenía las ideas claras el científico de trastienda, pero a Carvalho empezaba a cargarle aquella situación de seminario de ciencias sociales.

– ¿Estamos esperando a que empiece un simposio?

– No. A que venga un interlocutor válido de la familia. Mariquita o Andrés. Ella suele volver a media mañana, pone la comida en el fuego y se va a hacer algún trabajillo. Por ejemplo, es la que nos limpia la tienda.

– La tiene usted asegurada.

– Ella se paga su seguro a cambio de que yo la tenga como asegurada.

– Una seguridad social sumergida.

– Una seguridad social mixta. Menos da una piedra.

Se abrió la puerta y Mariquita avanzó por el pasillo, con media sonrisa ante la sorpresa de la visita y media alarma en los ojos ante la ausencia del marido.

– ¿Aún no ha vuelto de la compra?

Acaba de irse.

– ¿Y yo qué guiso ahora? ¡Estos hombres! No sirven ni para mear.

– Primero se limpia bien la sardina, que ha de ser más bien pequeña, pero sin exagerar. Limpiarla bien quiere decir limpiarla bien, es decir, no conformarse con quitarle la cabeza y las tripas, sino también desescamarla. Una vez bien limpia, se pone en una cazuela, mejor de barro, bastante aceite y un ajo, o dos, según la cantidad de gente, y cuando el ajo está bien frito, dorado, pero sin quemarlo, se aparta del fuego y en ese aceite bien caliente se fríen las sardinas, para que el aceite las espabile y las ponga tiesas, pero sin pasarse. Se apartan y en el aceite se hace un sofrito normal, muy poca cebolla, y hay quien prefiere no ponerla, tomate, media cucharadita de pimentón y algo de verdura, por ejemplo, unos guisantes o también unas judías tiernas ya cocidas. Cuando todo está rehogado se echa el arroz y se sofríe hasta que cambia de color, y entonces una de dos, o se le echa agua o agua con un cubito de caldo concentrado, para que tenga más sabor. Si se pone un cubito se ha de vigilar la sal porque el cubito ya tiene sal. Cuando el arroz está casi cocido se le pone por encima las sardinas, pimiento morrón asado y un picadillo de ajo y perejil. Que haga todo chuf chuf, pero no mucho para que las sardinas no se rompan y no queden deshechas. Se le puede poner azafrán tostado en vez del pimentón. Y ya está.

Hablaba y hacía Mariquita bajo la observación de Carvalho.

– ¿Así era como hacía su abuela el arroz con sardinas?

– Muy parecido. A veces le añadía una patata previamente frita y en láminas y luego cocida con el arroz.

También le ponía pencas de acelga.

– Se puede. Vaya si se puede. Ya ve usted del apuro que me han sacado las sardinas. Se va una confiada en que le hagan las cosas y ni ir a la compra le hacen a una. Mire, dejo hecho el sofrito y las sardinas fritas y a la hora de comer en veinte minutos queda todo hecho.

Era hastío culinario lo que colgaba del rictus del autodidacta, pero en cambio había hecho preguntas, más por la avidez de saber que por el gusto de la imaginación de su paladar. Y al acabar Mariquita el precocinado, secarse las manos con un trapo de cocina y resituarles en el comedor, disertó el sietesabios:

– Lo fascinante es la sabiduría dietética de este plato. Hemos asistido a una clase práctica de dietética de la supervivencia. Fíjese usted en los ingredientes del plato: sardinas igual a proteínas, y precisamente de las proteínas más baratas, verduras igual a vitaminas y arroz igual a hidratos de carbono. Todo lo que necesita el cuerpo humano para su actividad está reunido en un plato sencillo y barato. El único inconveniente es la carga de toxinas que tiene el pescado azul, pero sospecho que un metabolismo acostumbrado las eliminará con mayor facilidad que un metabolismo sin acostumbrar. Las sardinas son un veneno para las personas con trastornos hepatobiliares.

Asistía Mariquita al cursillo sobre sus propios usos culinarios con cara de saber de qué iba y de ser madre de aquella ciencia.

– Eso y una manzana y va que chuta.

– Yo le recomendaría más una naranja, por su mayor carga de vitamina C que una manzana, aunque la manzana es rica en vitamina A.

Consideró Mariquita la posibilidad del cambio.

– Pero es que a estos mercados llegan unas naranjas que no son naranjas ni nada. Todo es fruta de cámara, todo.

Carvalho había desconectado su interés de la pasión dietética del autodidacta y de las ganas de aprender de la mujer, y en cuanto maestro y alumna salieron de su debate repararon en que Carvalho bostezaba sin recato.

– Tal vez sería conveniente que habláramos de lo que tenemos que hablar.

Dijo que sí Carvalho con los ojos y los otros dos le cedieron la palabra.

– Ante todo les digo que voy a encargarme del caso, pero me tienen que aclarar algunas dudas previas. Su hermana venía a Barcelona con frecuencia y no se ponía en contacto con ustedes. Primero, dónde se hospedaba.

Segundo, los médicos reconocen haberla atendido, pero añaden que no tenía nada importante, y sin embargo ella seguía acudiendo periódicamente a sus consultas. Por qué. En tercer lugar es asesinada de mala manera, y supongo que la policía y el marido aparecen entonces y tratan de saber algo de ustedes, porque era lo más lógico y porque podían sospechar que algo podrían saber de sus idas y venidas por Barcelona.

La mujer esperó a que el autodidacta tomara la palabra, y ante su retardo le animó con un gesto.

– Bien, una vez más hablo sin corresponderme. Primero, según la policía cuando empezó a venir a Barcelona se hospedaba siempre en el hotel residencia Tres Torres, por la parte alta de la ciudad. Pero después incluso ese hospedaje es un misterio.

Nadie sabe dónde se metía.

– Es imposible que no dejara un punto de referencia para cualquier aviso urgente de su marido, de mil cosas.

– Eso sí. Aparentemente seguía hospedándose en el mismo sitio y allí le tomaban los recados. Pero en realidad no se hospedaba allí. Por lo que nos ha dicho, la policía sigue “in albis” sobre esta cuestión. Segundo, de hecho repitió pocas veces la visita a un mismo médico, y a lo largo de tres años recorrió todos los consultorios más importantes de la ciudad, desde Dexeus a Puigvert, desde Barraquer a Poal.

– Tal vez tomaba apuntes para una enciclopedia de la salud.

– Tercero, el marido no se ha puesto en contacto con nosotros, es decir, con su hermana, y se limitó a contestar con pocas palabras las dos o tres cartas que le envió Andrés en nombre de su madre. Por lo que ha dicho la policía, les dio carta blanca, y apenas si ha manifestado interés por el caso. No tenían hijos. A la muerta no le queda otro pariente directo real que su hermana. Esto es todo.

– ¿Tuvo usted mucha relación con la policía?

– Pues nosotros nos enteramos cuando ya todo estaba tapado. ¿Comprende?

Mi hijo cree recordar haber leído la noticia en el diario, pero tampoco duró mucho. Primero salió con mucho bombo y platillo, pero pronto dejó de interesar o no sé qué pasó. Los de “Interviu” trataron de meter las narices en el asunto, pero los de Albacete se movilizaron y consiguieron que no saliera ni una foto. Yo hablé con un tal inspector Contreras, un hombre muy serio, que siempre parece estar de mala leche.

– Le conozco.

– La verdad es que siempre estuvo muy correcto, pero con pocas ganas de hablar, como si le estorbáramos.

– En cuanto se dio cuenta de que no iba a sacar nada nuevo de ellos, se desentendió.

– ¿Por dónde empiezo entonces?

– Es cosa de usted.

– Lo sé.

– La puerta abierta, y ahora era el hombre el que recorría el pasillo, como en un calvario de trompicones, con las dos manos cargadas de bolsas y barras de pan cogidas entre los brazos y el cuerpo.

– Que alguien me ayude o lo tiro todo al suelo.

Le ayudó la mujer al tiempo que le acercaba la nariz a la boca y la retiraba para dar la cara a los visitantes y hacerles un guiño cómplice.

– Creí que no se acababa nunca. Yo no sé de dónde salen tantas mujeres.

No lo sé. Están todas las tiendas llenas. Se te cuelan. Te toman el pelo. ¡La última! ¡Quién es la última! ¿Es usted la última? Señora, yo seré el último, en todo caso. ¿Me ha visto usted bien? Son como mulas, se cuelan, te empujan, y no les digas nada porque te ponen verde. Yo me pongo enfermo.

Y lo estaba porque se dejó caer en una silla y respiraba ansiosamente.

– Me parece que me va a dar el asma.

– Asómate a la ventana y respira hondo.

– Está lloviendo.

– Pues no te asomes.

– Es que me viene el asma.

– Para ir por ahí mamando del porrón no se te nota el asma.

– ¿Mamar del porrón, yo?

Se había levantado el hombre y acercaba su cara a la de su mujer.

– ¡Siempre me estás faltando! ¡Estoy hasta los cojones de que me faltes al respeto!

– ”No li facin cas que está mamat.

Había hablado la mujer a los visitantes, y su intento de darle la espalda al hombre fue inútil, porque la retuvo por un brazo y la obligó a encararse.

– ¡Hablas en catalán para sacarme de quicio!

– Narcís es catalán, yo hablo en catalán con quien me da la gana.

– No li “fachin” cas… no le “fachin” cas… ¿Es que tú te has creído que yo soy un calzonazos, como el marido de tu hermana o como la puta de tu prima?

La puta de su prima era Charo, pero Carvalho no se sintió ofendido.

Era una verdad objetiva.

– Señor Luis, tengamos la fiesta en paz. Descanse y no se lo tome así, que le perjudica.

Agradeció el hombre el capotazo del autodidacta, se sentó en la silla y lentamente se iba hundiendo en la autocompasión hasta que se le saltaron las lágrimas.

– Si ella no me respeta, ¿cómo me van a respetar mis hijos?

– Aquí todo el mundo le respeta.

– Déjalo ya. Anda y toma las pastillas.

Le puso la mujer una cajita sobre la mesa y le acarició los cabellos al pasar hacia la cocina en busca de un vaso de agua. Cuando volvió también había lágrimas en los ojos y a Carvalho le pareció obsceno contemplar como un mirón la representación de aquella tristeza acumulada, cotidiana, sin remedio. Tampoco el autodidacta estaba a gusto, por lo que se levantó, dio alguna excusa de urgencias olvidadas y se llevó a Carvalho, abandonando al matrimonio a su silencio instalado y dolorido.

– ¿A usted qué le parece? ¿Son infelices o saben que han de parecer infelices?

Carvalho se quedó desconcertado ante la reflexión del monstruo, en aquel rellano de una escalera que les devolvía el correlato de la vida.

– Saben que han de parecer infelices para hacerse perdonar su fracaso.

Es muy interesante.

Aquel autodidacta era una mezcla de asistente social y de hijo de la gran puta.

En la Savannah, medio Port of Spain asistía a una carrera de caballos y su ausencia aumentaba la deshabitación del resto de la ciudad, entregada a los vendedores ambulantes y a los solitarios con radio casete directamente conectada a una oreja.

Pero aún quedaba suficiente gente para asistir en Woodford Square al sermón de un sacerdote negro vestido de califa, en compañía de ocho monjas ataviadas con túnicas rosas, cantarina secta y bailona sobre piernas en perpetuo tembleque.

– ¡Cristo era negro! -decían los gritillos de las monjas, entre la vejez y la infancia, sin término medio.

La Casa Roja imponía su poder disuasorio de fondo, era la solidez del poder irrefutable y abstemia de los excesos imaginativos de aquellos místicos que iban por la ciudad con su locura de isleños. A aquellas horas de la tarde habían cerrado los encantes de Frederick Street y los comercios empezaban a colgar el “”Closed”” tras los cristales uniformados, tal vez por el mismo tiralíneas que había dibujado una ciudad tediosa. De vez en cuando, de cuatro en cuatro o de cinco en cinco, pasaban bandas de jóvenes negros temblorosos por la música que les metía en las venas el audífono conectado con la radio casete colgada del cinturón o transportada en una radio maleta abastecedora de ensimismamiento. Se afeaba y desolaba la ciudad a medida que se acercaba a los tinglados del puerto. Aún tenía en la retina el peso untuoso y cálido del Pitch Lake, una maravilla natural, al decir de los vendedores de aquel paraíso de penumbra, consistente en toneladas y toneladas de asfalto concentradas en un lago natural. Un mar paquidérmico, gris, al que se llegaba por un túnel de jungla y que los taxistas ofrecían como la máxima singularidad de la isla.

– Este asfalto ha servido para hacer las calles de Nueva York y las de París, allá en Europa -le informó el taxista hindú con respeto reverencial.

Ginés le felicitó por haber ayudado a construir el suelo del mundo.

Mientras contemplaba aquel lago de asfalto, con más de noventa metros de profundidad en su centro, Ginés evocaba aquella mercancía descontextualizada, introducida en las bodegas de viejos petroleros aprovechados hasta la muerte. Aquella materia viscosa que había visto como parte de un todo oscuramente originario nacía allí, en aquel pantano espeso, cuya simple contemplación despertaba el miedo a ser engullido por la baba de la tierra.

Después del Pitch Lake, Trinidad ya le había mostrado todos sus secretos.

– Le queda el santuario de los Pájaros. No hay cosa igual en el mundo. Una reserva natural para todos los pájaros del mundo. Es hermoso al atardecer, cuando todos vuelven a su nido. Puede hacer el recorrido del parque en una barca.

Venía de camino de retorno del Pitch Lake, pero había preferido asumir el castigo de Port Spain sin nada que hacer ni esperar y deambulaba por la ciudad en busca de una provocación más estimulante que las sombras de su habitación o la contemplación de la locura laboral del indio que limpiaba la deshabitada piscina del hotel, hora tras hora, día tras día, con la morbosidad del que acicala una amante muerta. Y se dejó llevar por el latido de los calypsos ensayados en almacenes situados junto a la vieja fábrica de Angostura. Chicos y chicas iniciaban la lenta parsimonia del calypso, la interrumpían, ensayaban distintos tonos de voz, se corregían mutuamente. En otro rincón de la nave los comparsas del desfile de Carnaval se probaban disfraces de cocodrilos o de nenúfares y una muchacha negra se convertía en una luna llena, iluminada por bombillitas que encendía con una perilla escondida en el cuenco de una mano. Todo tenía aire de ensayo de fiesta mayor de Calahorra o Chiclana, lo único que variaba era la forma, y los muchachos parecían orgullosos de su cualidad de transmisores de algo que daba carácter a la isla, orgullo reforzado por la presencia de los dos o tres extranjeros mirones, en los que creían adivinar el arrobo ante su flagrante exotismo. Qué me vais a enseñar a mí, pensó Ginés. Yo vengo del país de la jota y de las vaquillas matadas a palos, de los encapuchados de Semana Santa y de los penitentes flagelados para expiar sus pecados. A su lado vosotros sois la banda del Empastre. Se quedó tranquilo después de su desahogo mental y retornó al hotel. Le daba miedo la encerrona de su habitación, llena de fantasmas y rememorizaciones y prefirió quedarse bajo el voladizo de la terraza del jardín de la piscina embalsamada por el hindú. La huelga del personal del hotel seguía su curso porque tardaron todo un rosario de bostezos en preguntarle qué quería. Su vacilación dio pie a que le aconsejaran desde una mesa próxima:

– Pruebe un “peach”.

Le guiñaba el ojo el hombre ancho, moreno, aceitunado, con ojos grandes y rasgados de libanés. A su lado le miraba con curiosidad una pelirroja pecosa con las mejillas algo caídas y la piel brillante por el maquillaje.

Pidió un “peach” y le trajeron una bebida larga que sabía a melocotón en almíbar.

– ¿Es bueno, verdad?

Tenían ganas de conversación. La mujer trataba de decidir si miraba con los ojos abiertos o entornados, en un juego de cierres o aperturas que Ginés atribuyó a las probables lentillas.

– ¿Sabe cómo se hace?

Cambió el hombre de mesa y se sentó a horcajadas ante Ginés, dándole una fórmula completa del brebaje.

– Ron ligero, melocotón y zumo de lima y unas gotas de marrasquino.

Chasqueó el paladar con la lengua y estimuló con la cabeza el trago de Ginés, como si ayudara a que el líquido fuera garganta abajo.

– Yo he exigido que me lo hicieran con un ron de Puerto Rico, es el más ligero. A veces te lo hacen con cualquier ron. Si te lo hacen con un ron de Martinica, malo. Los rones de proceso “dunder” no van bien para los combinados con frutas. Soy barman, allí en mi tierra, en Seattle.

La mano cuadrada del hombre estrechó la mano de Ginés apenas le insinuara la entrega y en seguida se movilizó para que la pelirroja acudiera a la mesa.

– Es Gladys, mi mujer. Ella no es norteamericana, es canadiense. ¿Usted es venezolano? ¿Español? ¿Español de España? ¡Ouuuuuh!

Era un entusiasmo orgásmico el que se había despertado en el barman de Seattle, que golpeó con su manaza un hombro de la pelirroja y otro de Ginés.

– ¡Un “spanish” auténtico! ¿Qué se le ha perdido en esta isla de mierda, amigo? Tengo la maleta llena de folletos de viajes. Yo le había prometido a Gladys que nos tomaríamos unas vacaciones en el Caribe cuando terminara de pagar los plazos de mi bar. El Caribe. Sol. Música. Yo quería irme a Aruba, allí te garantizan el sol hasta de noche. Y dónde me he metido. He engordado cinco kilos de las horas que me paso durmiendo.

Se palpaba el estómago y se pellizcaba los rebordes de grasa que le asomaban por todo el circuito del cinto.

– Le invito a un “planter.s punch” para celebrar el encuentro.

El camarero no tuvo más remedio que salir de su huelga o de su letargo ante el griterío de rodeo que le envió el americano entre las risitas de cortés timidez violada que dejaba escapar la pecosa. El camarero estaba ofendido por la manera de ser convocado y porque no sabía qué era un “planter.s punch”. Se levantó el de Seattle, le tomó por un brazo a pesar del rechazo del mozo y se lo llevó hacia los adentros del hotel. La pecosa había llevado la risa hasta los extremos del éxtasis y daba golpes con el puñito cerrado en el pecho de Ginés para trasmitirle su desternillamiento.

– Lo que no consiga Micky no lo consigue nadie.

Había lucerío de alcoholes en los ojos cálidos de la mujer.

– ¿Viaja solo o acompañado?

– Solo.

– ¿Negocios?

– No.

– Turismo.

– Tampoco, simplemente viajo.

– ¡Simplemente viajo! -repitió la mujer imitando el tono de voz de Ginés y se echó a reír, poniendo una mano sobre el brazo del hombre, instándole a la complicidad-. ¡Ya está aquí mi Robert Redford!

Robert Redford llegaba con una coctelera en las manos y la agitaba mientras avanzaba al son de una rumba que sólo él escuchaba.

Un elixir color ámbar anaranjado quedó propuesto en vasos altos.

– Lo va a probar según la fórmula de Micky. Ron de Jamaica, limón, naranja, soda, azúcar.

Ginés no tenía estómago para tanto líquido, pero se lo bebió lentamente porque en el fondo agradecía el espectáculo gratuito que le ofrecía la pareja.

– Hay que marcharse de esta isla, aunque sea por un día. Me han dicho que en Tobago hace mejor tiempo y está a media hora de vuelo en fokker.

Nos subimos al fokker, volamos a ras de selva y rata ta ta ta ta, ametrallamos a todos los monos. Micky y Gladys se van mañana mismo a pasar todo el día en Tobago y usted queda invitado.

Rechazó Ginés el ofrecimiento con un gesto, pero la actitud del americano no admitía rechaces. Cuchicheó algo al oído de su compañera y se echaron a reír para quedar luego los dos contemplando a su nuevo amigo con una expresión de felicidad algo estúpida. Pretextó Micky un afán olvidado y quedaron a solas la mujer y Ginés. La conversación no era el fuerte ni de la mujer ni del marino, y el barman no volvía. La cabeza de Gladys se inclinó hacia la de él.

– No volverá. Nos ha dejado solos.

– ¿Por qué?

– Tenía sus planes. Al marcharse me ha dicho: Gladys, te dejo en buenas manos. ¿Estoy en buenas manos?

Ginés imaginó lo que podían hacer sus manos en aquel cuerpo largo, desgarbado, prometedor de esquinas inciertas y sobre todo prometedor el rostro de inocente buscona pecosa. Le enseñó las manos a Gladys.

Éstas son mis manos. No tengo otras.

Gladys acercó los labios y le besó las palmas. Dejó los labios pegados a la piel del hombre y los abrió para dejar paso a una lengua fuerte y rasposa que lamió con ansiedad la noche que Ginés mantenía en las manos.

Luego alzó la cabeza.

– Necesito un hombre y una cama.

Ginés se encontró a sí mismo siguiéndola con una nerviosa ansiedad de primera vez, y cuando entraron en la habitación no la reconoció como suya hasta que Gladys le cubrió la maleta abierta con la ropa que se iba quitando para quedar largamente desnuda, como una zanahoria húmeda sobre la cama. Y de la mujer salió una mano que abrió la bragueta del hombre paralizado, le tomó el pene en cuarto creciente y se lo llevó a los labios como si fuera un hot dog con la mejor mostaza de este mundo.

– ¡Huy! ¡Qué rico!

Se lo metió en una boca de serpiente pitón muerta de hambre.

– No te preocupes. Es la bebida.

Gladys le besó en la mejilla y le forzó con las dos manos a que su cara se enfrentara a la suya. El comportamiento de los homínidos femeninos respondía a pautas universales. Después del acto amoroso fallido, el homínido femenino caucasiano suele coger la cara de su insuficiente pareja, mirarla de hito en hito con una ternura cultural y ofrecerle la generosidad de la comprensión.

– Voy a ver qué hace Micky y volveré más tarde.

– ¿Micky sabía que estabas conmigo?

– Sí. Él se ha ido con dos negras que ha contratado en un bar de por ahí, del Central Market. Cerca del Central Market. Sólo se le levanta con las negras y a pares. Lo ha descubierto aquí, en Trinidad. Yo no soy su mujer. Trabajo en su bar.

Se vestía mientras hablaba. Abrió la puerta y penetró en la estancia la luz del pasillo. A contraluz, Gladys agitó un dedo como una regañina que Ginés notó directamente dirigida a su pene.

– No te muevas de ahí que Gladys no tardará en volver.

La marcha de la mujer hizo que se sintiera a gusto cobijado en aquel refugio recuperado para él solo. Se adormiló y le despertó horas después la evidencia de una presencia junto a la cama. Gladys volvía a estar allí y se estaba desnudando de pie junto a la maleta pertinazmente abierta. Oía ahora el ruido liviano de las ropas al caer unas sobre otras. La mujer se inclinó hacia la lamparilla de la cabecera de la cama y la iluminó.

– ¿Estás despierto?

Se estaba soltando la breve colita que campaneaba sobre su nuca y en sus labios se movía la lengua y la promesa de un trabajo ahora perfecto.

– ¿Estás cansado? Ese cerdo de Micky aún no ha vuelto. Deja hacer a Gladys. Gladys consigue resucitar a los muertos.

Y empezó una ceremonia de posesión a la luz de una lamparilla de blonda plisada que otorgaba a Gladys contornos brujeriles en su posición de buscadora del sexo del hombre y de introductora del animal en la boca, donde lo paseó en todas direcciones, como si le impidiera huir de aquella cárcel húmeda. Con la cabeza realzada por la doble almohada, Ginés veía cómo su pene trataba de salir de aquella cueva, cómo la punta pugnaba por romper la malla de la mejilla izquierda o de la mejilla derecha de la mujer, para finalmente ser engullido hacia las profundidades de la garganta, estar a punto de escabullirse como un émbolo mojado, para ser de nuevo succionado por los labios implacables.

Pudo extrañar aquel objeto como si no fuera suyo, como si una extraña anestesia local le separara de aquel músculo muerto que la mujer trataba de resucitar. Aplicada como una escolar concentrada, la silenciosa Gladys repasaba sus apuntes mentales sobre sexualidad y consideró en un momento dado que la excitación oral había terminado, porque dejó escapar el que parecía apetitoso bocado, para arrodillarse ante el hombre yaciente, adelantar las rodillas y buscar asiento para sus posaderas sobre las entrepiernas de su pareja. Metió una mano hacia las oscuridades del contacto, empuñó el pene con delicadeza y pese a su relativa flaccidez se lo fue metiendo en la vagina con cuidado y asepsia de supositorio. Subió y bajó para comprobar que el pene estaba en condiciones de idas y venidas y puso las palmas de las manos abiertas sobre el pecho moreno del hombre. Alzó la cabeza hacia el cenit del techo e inició los movimientos de subidas y bajadas, lenta, pausadamente, para forzar el ritmo poco a poco, acompañándose de jadeos y expresiones entrecortadas que iban del mi vida al querido pasando por el fóllame que a Ginés le recordaban la jerga profesional de todos los “meublès” portuarios. La excitación progresiva de Gladys provocaba la frigidez no menos progresiva del hombre, hasta el punto de que su extremidad a prueba perdió la consistencia mínima para seguir recibiendo aquel tratamiento de arriba abajo.

Tardó o fingió tardar Gladys en darse cuenta de que había perdido contacto físico con el placer y finalmente se dio por aludida porque bajó la cabeza, con los ojos cerrados y una expresión reconcentrada, la expresión del que busca el hilo perdido de una conversación o de un recuerdo. Se animó a sí misma con una sonrisa, aún con los ojos cerrados, y finalmente los abrió para contemplar risueña a su pareja.

– Niño. Niño mío. ¿Es que no te gusto?

Se dejó caer de pronto con precisión de ensamblaje lunar y su boca buscó la de Ginés para cebarse con ella entre brutales mordiscos y acariciadores dientes, nacidos para el desgarro o el roce en un juego alternativo. Las voces de estímulo erótico obedecían a un ritmo paralelo al de las caricias, pero de vez en cuando la mujer se apartaba para estudiar el proceso anímico de su pareja y el crecimiento o no crecimiento del ingrediente fundamental. Se dejó caer a su lado y pegó el lenguaje al oído del hombre.

– ¿Qué te gusta? Dime qué te gusta y Gladys te lo hará. Gladys lleva quince días a dos velas, niño mío.

Dime. ¿Te gusta que te peguen? ¿Te gusta pegar a ti?

Las negativas silenciosas de Ginés no la desanimaron. Volvió a la posición a cuatro patas, esta vez con el culo encarado a los ojos de Ginés y lo removió como si fuera un dulce que quería y no quería ser comido.

– ¿Has visto bien mi conejito, niño mío? Es un conejito suave. Todo para ti. Todo para mi niño.

Apartó Ginés la cara y buscó en una esquina de la habitación una fuente de inspiración, un estímulo cultural de simple educación, de estricta necesidad de quedar bien, y se levantó como una bestia de lascivia que se animaba a sí misma con respiraciones ansiosas, mientras las manos se convertían en bocas que amasaban las carnes de la mujer. Así, así, gritaba con alborotado placer la pelirroja y ofrecía su cuerpo al encuentro de las frotaciones ciegas del hombre, que en su voluntad de no ver lo que no quería, a veces se equivocaba de envite y caía al vacío del colchón donde la mujer le buscaba implacable para que no cejara en su resurrección.

Provocó efecto el ritual, porque Ginés se creyó en condiciones de montar sobre el otro cuerpo, y así lo hizo con brusquedades de conquistador que fueron recibidas con entusiasmo.

Hasta logró meterse donde tanto le llamaban e iniciar una galopada que de pronto se quedó en simple caída sobre un caballo que poco a loco fue asumiendo la miseria del caballero. Allí permaneció Ginés, fríamente lúcido de la inevitabilidad de su derrota, como si estuviera contemplándose el colgajo vencido, que avergonzado buscaba el escondite entre los pliegues de su propia piel. La mujer ya no jadeaba, respiraba y era una respiración que pronto evolucionó del cansancio a la protesta.

– ¿Ya está? ¿Eso es todo, niño mío?

– No es mi día.

– Lo mío es peor. No es mi año.

Ja. ¿Pero qué os pasa en el Trópico? ¿Es culpa mía? ¿Es que no te gusto?

– Sí. Me gustas mucho.

– Pues ya se nota.

Le pegó un empujón que le hizo caer de la cama y se puso a caminar sobre el tembleante colchón en busca de una salida a la situación. Recuperó su ropa a manotazos y se fue con ella al lavabo para no regalarle a Ginés el espectáculo de su vencido revestimiento. Desde su condición de macho caído, Ginés escuchó los ruidos de una profilaxis bien entendida: lavabo, gárgaras, aguas en fin a su sucia sumisión de vertedero. Se abrió la puerta y Gladys cruzó la habitación a velocidad de huida dejando sobre el hombre una palabra que pareció un escupitajo.

– Maricón.

Desde el suelo levantó los brazos Ginés en un titánico esfuerzo por sacarse de encima una vergüenza divertida, porque sus labios sonreían, y cuando se tumbó en la cama apretó la boca contra la almohada para no oír sus propias carcajadas, suscitadas por el recuerdo de tanto esfuerzo baldío por parte de la mujer. Especialmente le despertaba hilaridad aquella gravedad mamaria con la que llenaba su boca de carne humana. Se serenó y de la risa pasó a la compasión por la mujer que tanto había dado a cambio de nada.

Por la ventana penetraban claridades inciertas. Se levantó para comprobar si era la promesa del nuevo día. Allí estaba. Hipócritamente insinuaba que el sol era posible, anaranjadas orlas hacia el Oriente, sobre la cresta de nubes que recuperaban el cielo poco a poco.

– Maracas Bay. Maraval Road.

Savannah. Pitch Lake -recitó como si fuera una letanía inapelable. Y añadió-: El Bósforo.

Y de pronto quiso comprobar un presentimiento. Se duchó con tantas manos como pudo. Se vistió y salió en busca del ascensor y de la salida del hotel. Allí estaba ya la caravana de taxistas habituales. Allí estaba su hindú mirando el cielo por si veía a los violadores del tiempo y del espacio. Ginés le contempló largamente desde su escondite, un pie dentro del ascensor, el otro fuera. El hotel renacía poco a poco, pero a la vista ni un cliente. Hombres y mujeres de la limpieza salían de secretas puertas prohibidas arrastrándose como oscuros caracoles sorprendidos por el nuevo día. El hindú seguía con la cabeza alzada y la movía de esquina a esquina del cielo para dejarla finalmente en dirección a Maracas Bay.

– Sí, hombre, sí. Maracas Bay -dijo Ginés en voz alta.

Un muchachito que se dejaba llevar por un cubo de cinc y una fregona, volvió el rostro para descubrir de qué clase era la locura de aquel blanco a medio salir del ascensor. Casi vestido. Pero descalzo.

– Y si te dijera, Biscuter, que no me gusta este asunto, que no me gusta casi nadie.

– Pues déjelo, jefe.

– Si hubiera dejado todos los casos que no me han gustado. Luego poco a poco le vas encontrando la cosa. Te enamoras de alguien. Yo, casi siempre del muerto. Siempre tiendo a dar la razón a los muertos.

– Pues poca falta les hace. Jefe, le he preparado un fiambre de rollitos de ternera rellenos a la trufa y al estragón con salsa montada con crema de leche.

– Biscuter, has llegado a las cumbres de la nueva cocina.

– No creo que sea muy nueva porque me ha dado la receta la de los pollos de la Boqueria. Perdone, jefe, pero le he cogido ese libro de policías que tiene usted ahí para ponerlo sobre el rollo de fiambre, mientras se enfría debe tener un peso encima.

– La próxima vez cueces el libro con todo lo demás.

– También le he preparado un “trinxat con fredulics”, según la receta que le dio la dueña del Hispania.

– No sé si me dijo toda la verdad.

– Está bueno.

Comió Carvalho de lo uno y de lo otro con Biscuter al otro lado de la mesa de despacho, parapetado el hombrecillo detrás de un trapo de cocina que le servía de servilleta colgante sobre el pecho de escaso suspiro. Luego se fumó el detective un condal del seis, inencontrables puros que le enviaba un incondicional cliente de Tenerife, agradecido porque había descubierto el adulterio de su mujer y ahora la tenía al otro lado del Atlántico. Cada vez que Carvalho encendía un condal del seis pensaba en la extraña condición del hombre que finge temer perder lo que no ama y que incluso puede luchar por conservar lo que no ama.

– ¿Qué sabes tú de Albacete, Biscuter?

– Que forma región con Murcia.

– Eso era antes. Ahora ya no.

Ahora forma parte de la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha.

– ¿Y Murcia se ha quedado sola?

Entonces ya no es una región. Es una provincia.

– Antes ya había regiones que tenían una sola provincia, por ejemplo Asturias. Pero no, Murcia es una comunidad autónoma.

– ¿Y ya es oficial?

– De lo más oficial que hay. ¿Qué más sabes de Albacete?

– Que hace frío y que fabrican navajas. Nada más.

– Nada añades a lo poco que yo sé.

Había quedado con Charo en llevarla al cine en la sesión de tarde.

Quería la mujer ir a ver “Bajo el fuego”, porque salía el hermano pobre de la serie televisiva “Hombre rico, hombre pobre”. La película era tan prosandinista que hasta Charo se dio cuenta.

– Oye, los revolucionarios son los que quedan mejor. ¿A ti te gustaría que hubiera una revolución?

Cuando Charo hacía estas preguntas se cogía del brazo de Carvalho y se le pegaba al cuerpo para evitar que siguiera andando. Le gustaba verle la cara cuando le pedía respuestas importantes.

– La revolución, ¿dónde?

– Aquí, en Barcelona.

– Saldrían los tanques a la calle y pondrían la circulación imposible.

– Vete a paseo. Te lo preguntaba en serio. Oye, qué bien está el Noltke y el Gene Hackman, pero el que más me ha gustado es Trintignan.

A mí me gustaría que tú te parecieras a Trintignan. ¿Le recuerdas en “Un hombre y una mujer”?

Y Charo se puso a tararear la melodía de la película con la suficiente fuerza como para que Carvalho mirara a derecha e izquierda por si le era obligado avergonzarse.

– ¿Qué sabes tú de Albacete, Charo?

– Pues que allí fabrican las mejores navajas.

– ¿Algo más?

– No.

– No sabes nada de la familia de tu prima, de la muerta. Cómo era el marido. Su vida allí.

– No.

– Igual tengo que irme a Albacete.

A Charo se le escapó la risa.

– ¿De qué te ríes?

– No sé, hay cosas que me hacen reír. Por ejemplo, algunas palabras.

Lechuga. A mí la palabra lechuga me hace reír. Y viajar a Albacete me hace reír. También me hace reír La Coruña. Y no sabría decirte por qué.

Se despidió de Charo a la altura de la Boqueria, ella iba a su casa, a la espera de las primeras citas concertadas o de las llamadas de los clientes asiduos, y él en busca de su coche en el parking de la Gardunya.

Quería llegar a casa temprano para hacer algo tan importante como desconocido, pero en vez de coger las calles rampas que le subirían a Vallvidrera, se encontró de pronto en la avenida de la Meridiana camino de Montcada y media hora después buscando un sitio donde dejar el coche cerca de Electrodomésticos Amperi. Estaba el negocio cerrado y no había otra luz que la de las pantallas de los televisores trasmitiendo simultáneamente en las tres cadenas, ante la mirada de vocacionales “voyeurs” de escaparate.

Dio la vuelta a la manzana en pos de la puerta trasera de la trastienda, y al doblar la esquina vio cómo el autodidacta salía del callejón trasero.

Se detuvo Carvalho y le siguió a distancia. Caminaba ligero y dirigido hacia un objetivo urgente. Dejó atrás dos manzanas y se metió en un chiquito bar-frankfurt lleno de jóvenes colgados de un “hot dog” de salchicha diríase que de plástico. Hasta la calle llegaba el olor a ahumado rancio de las salchichas de Frankfurt industriales, combinado con el hedor de una mostaza hecha con ácido úrico.

La mayor parte de la clientela se acodaba en la barra atendida por muchachas de uniforme azul y gorrito blanco de marinerito de revista musical. Pero también había breves mesas para dos, con sillas incapaces de soportar ni el culo de una bailarina clásica con solitaria. El odio de Carvalho por aquel tipo de establecimientos, a su juicio tan corruptores de la juventud como la droga o los padres tontos, se traducía en la descripción mental que interponía entre lo que sus ojos veían y lo que su cerebro sancionaba. Pero allí estaba Andrés a la espera de su amigo y los dos se aplicaron a un cuchicheo que en el autodidacta era persuasivo y en el otro crispado. Contempló la conversación a distancia hasta que decidió presentarse de sopetón.

– ¿Haciendo quinielas?

Era casi un respingo lo que había salido de la garganta de Andrés, y el autodidacta no pudo evitar una décima de segundo de alarma hasta que reconoció totalmente a Carvalho. Era inútil que el detective buscara con la mirada una silla libre porque no la había y en caso de haberla la estructura del local no admitía una mesa para tres, si no era imposibilitando la circulación en el pasillo por donde los condenados pasaban a recoger aquel turbio alimento, sin duda inventado con mentalidad de asesino lento, pero seguro, de cosmonautas con poco paladar. Se había creado una situación imposible. O Carvalho renunciaba a estar con ellos o los tres renunciaban al local. Fue el autodidacta quien ofreció volver a su trastienda estudio.

– Aunque tú deberás salir pronto para Mercabarna.

– ¿Para dónde?

– Para Mercabarna. ¿No trabajas estas noches en Mercabarna?

Tardó demasiado Andrés en asumir la propuesta de su amigo y su ¡ah sí!

rotundo lo pronunció con los ojos fijos en los de Carvalho, por si Carvalho se lo creía. Pero el detective estaba dispuesto a alarmarles y puso gotas de la mejor ironía en la mirada que devolvió al estudiante. Desconcertado, Andrés volvió la cara y se predispuso a secundar la propuesta del autodidacta.

– Aún tengo tiempo. Me toca el turno segundo de madrugada.

El autodidacta no utilizó la puerta trasera. Entraron por la principal y atravesaron el recinto iluminado al neón donde ofrecían sus carnes blancas los electrodomésticos y algunos “computers” menores que los “voyeurs” contemplaban como los indios del Far West habían contemplado los primeros tendidos telegráficos sobre el fondo de las montañas Rocosas. Los movimientos del autodidacta obedecían a una extrema economía de gestos, y en pocos minutos el habitáculo de la trastienda se llenaba con el cuarteto para cuerda en si bemol mayor de Mozart, y en las manos de los tres contertulios habían brotado flores de whisky con hielo que el anfitrión había sacado de una pequeña nevera que Carvalho había visto en el despacho de algún ejecutivo asesino o asesinado.

– Usted dirá.

– Diré muy poco. Pasaba por aquí.

O si lo prefieren he venido hasta aquí para ambientarme. Me gusta respirar el aire que respiran mis clientes.

– El aire de Montcada está contaminado por el polvo de cemento de la Asland.

– Cuando yo veraneaba por aquí ya estaba todo lleno de polvo.

– ¿Qué rollo es ese del veraneo?

¿A quién se le ocurre veranear en este agujero?

– El señor Carvalho estuvo por aquí el otro día, cuando vino a ver a tus padres, y me recordó escenas de su infancia.

– El cabrero tenía un choto. Un choto muy inteligente, gris. Aún le colgaba un pingajo de cordón umbilical y saltaba sin control, como un cabrito loco. Me encariñé con el cabrito, pero un día se lo llevaron, vi cómo se lo llevaban. Al matadero, supongo, porque nunca más lo he visto. A veces, cuando veo un rebaño de cabras, las examino con cuidado por si reconozco entre ellas a aquel choto.

– ¿Pero qué dice este tío? ¿Va de alucine?

– Déjalo hablar. Algo quiere decir.

– No. No quiero decir nada. De hecho no sé si he vuelto por ustedes o para comprobar que esto no es lo que era.

– Un paseo sentimental por el amor y la muerte.

Era Andrés el que hablaba con angustia y sarcasmo.

– ¿Qué saben ustedes de Albacete?

Y no me digan que allí hace mucho frío o que fabrican excelentes navajas.

– No, no se lo diré. Es una de las provincias que más han evolucionado, gracias a la paulatina sustitución de los viejos cultivos por nuevas especies y nuevos sistemas de regadío. Es una provincia con muchas aguas subterráneas, y han aplicado sistemas de irrigación a partir de una inyección central en profundidad. Además tiene una clase terrateniente que no se ha dormido y ha sabido ponerse al día.

Pensaba Carvalho, así, así te quiero ver yo, autodidacta. Pero el autodidacta seguía su explicación enciclopédica. De hecho no tenía mucho mérito. Bastaba saberse un diccionario enciclopédico de memoria, y Albacete figuraba en la A.

Andrés estaba a disgusto. Ni siquiera se predisponía a creer en el surrealismo de la situación y prefería pensar que entre Carvalho y Narcís había un código secreto del que él quedaba marginado.

– ¿Por qué le interesa saber algo de Albacete?

– Ustedes me han metido en esto.

No puedo recurrir a la policía, ustedes no saben nada y el marido de Encarnación está, por lo que parece, en Albacete. Esa mujer ha muerto o por casualidad o porque llevaba una doble vida que ustedes desconocen.

– ¿Quién no lleva una doble vida?

– Yo, por ejemplo. Me paso el día metiéndome en la vida de los otros, no tengo tiempo de vivir dos vidas. Ya sería vicio. Pero ustedes seguramente llevan dos vidas. Por ejemplo esta trastienda. Es la escenografía de otra vida en relación con la tienda de ahí al lado. ¿Y tú? ¿Qué doble vida llevas tú?

Le había salido el tú porque Andrés tenía cara de niño, de niño prematuramente envejecido y algo cansado.

– Yo vivo tres malas vidas. Mi casa, mis estudios inútiles y mis trabajos a salto de mata. No me tenga en cuenta. Nunca llegaré a nada. En sus tiempos, chicos como yo llegaban a directores de Banco por el procedimiento de empezar de botones. Ahora ni siquiera pueden ser botones. Ya no hay botones.

– Según las estadísticas hay en este país más trabajadores que parados.

– Me gustaría contarlos de uno en uno.

– Es cierto que he llegado hasta aquí casi por casualidad y para decirles que esta historia es de las más aburridas que he investigado, a pesar de lo fascinante del arranque, un cuerpo de mujer, troceado. Pero ya me dirán qué fascinación puede tener algo que en parte transcurre en Albacete.

– Imagínese la historia vista por un francés. Albacete le puede sonar a algo tan fascinante como a nosotros Poitiers, por ejemplo, escenario de los crímenes de Marie Bernard, la “Viuda Negra”. ¿Qué tiene Poitiers que no tenga Albacete? O Eastbourne, donde ocurrió un fascinante crimen en 1924, conocido como “el caso del crimen del bungalow” de Eastbourne.

La policía llegó a descubrir cuarenta y dos trozos de un cuerpo humano.

¿Qué le dice a usted Eastbourne?

Está en su mano inmortalizar Albacete, famosa por otra parte desde la guerra civil por las barbaridades que allí se le atribuyeron a Andrè Marty, un jefe de las Brigadas Internacionales. Albacete es suyo.

– Es un punto de vista, lo admito.

– Yo me voy.

Y se fue Andrés seguido por la mirada estudiosa de su amigo. Reinó un silencio aprovechado por el autodidacta para dirigir con un dedo la orquesta escondida en el disco. Carvalho, engullido por un viejo sofá de piel raída, tenía a su derecha el ámbito de la intimidad intelectual del monstruo, una mesa, alta fidelidad, estanterías de libros, y a su izquierda, separado por una línea imaginaria, un bosque de estanterías metálicas repletas de pequeños electrodomésticos, molinillos de café, cafeteras, abrelatas, afilacuchillos. Era como un doble decorado de escenario circulante o de estudio de cine o televisión a la espera de su utilización en una obra que se representaba al otro lado de la pared.

– No va a Mercabarna.

– No. No va a Mercabarna.

– Pero a sus padres les dice que trabaja en Mercabarna.

– Es un buen hijo, según el concepto clásico de ser buen hijo. Las clases populares conservan conceptos culturales que vienen de manuales pedagógicos fin de siglo. Los manuales de urbanidad, por ejemplo, sólo los respetan los pobres cuando quieren demostrar que son finos.

– ¿En qué trabaja?

– Qué más da. Le invito a cenar.

Arropó sus queridos objetos y en el acto de apagar las luces y pulsar el resorte de la puerta automática había un calor de tierna despedida hasta otro día. Carvalho le siguió en su coche hasta el paseo de Colón y buscó aparcamiento junto al edificio de la Lonja, no muy lejos de donde había dejado Narcís su nuevo Volskwagen.

El restaurante al que le conducía parecía una dependencia de una caja de Ahorros, y se llega a él por un pasillo directamente conectado con la calle. En la puerta de cristal grabado campeaba el rótulo Racõ d.en Pep y la opacidad de la puerta dejó paso a un pequeño local en forma de ele, con una no menos pequeña cocina a la izquierda en la que se afanaban los fogoneros casi a la vista del público.

– ”Hola, maco! Tens la tauleta teva com sempre”.

Era un hombre joven y brevemente barbado el que acogía a Narcís con tanta familiaridad. Y a pesar de lo repleto del local en seguida estuvo al pie de la mesa cantando la carta con comentarios calificadores. Se pasó al castellano en cuanto vio que Narcís lo empleaba con Carvalho, y fieles a sus recomendaciones pidieron unas judías con almejas y cogote de merluza al ajillo tostado, también se mostró el restaurador buen conocedor de vinos y respaldó el patriotismo de Narcís exigiendo vinos blancos del Penedés.

– ”Sí, maco, sí. Hem de fer país”.

Era cachondeo o era sentido del negocio. La cena tuvo el esplendor sólo conseguido mediante la alianza de la sencillez y las materias nobles.

Especialmente el excelente lomo de merluza coronada por un picadillo de ajos dorados. Narcís estaba orgulloso de su poder de cliente habitual y pregonaba las glorias de aquella cocina familiar.

– Muchos días, sobre todo al mediodía, en aquella mesa está el gobernador de Barcelona.

– ¿Lo considera usted una prueba de que aquí se guisa bien?

– Los gobernadores civiles siempre han comido mejor que los ministros.

Tienen un sentido más caciquil del gusto. Me gusta este local por sus dimensiones, porque está en la zona más hermosa de Barcelona y porque tiene el nombre en catalán. Catalunya sólo ha recuperado los nombres. No creo que nunca recupere nada más.

A pesar del vino y del espléndido Cohiba que Narcís pidió en homenaje a la clase política española consumidora de Cohibas, el autodidacta no salía del pesimismo histórico observado por un entomólogo social.

– ¿Ésta es su doble vida?

– ¿Se refiere a la buena mesa? No.

En realidad para mí comer bien es una excepción. Me gusta ser recibido como he sido recibido, y eso se consigue con cierta asiduidad. Pero por lo general como cualquier cosa en la trastienda del negocio de mi madre. O en el frankfurt en el que usted nos ha encontrado.

No contento con observar la conducta de los demás, el autodidacta observaba la propia desde que se levantaba hasta que se acostaba. Sin duda disponía de una teoría de sí mismo.

– Y ahora de putas.

Carvalho no estaba preparado para aquella resultante de un proceso mental.

– ¿Cómo dice?

– Que ahora hemos de ir de putas -aclaró el enclenque excursionista acalorado por las dos botellas de vino blanco y las copas de licor de frambuesa.

– ¿Soy libre de decir que sí o que no?

– Le aconsejo que diga que sí, porque vamos a ir a un sitio donde le espera una sorpresa. La prostitución es una traducción exacta de esta sociedad. Estamos en pleno juego entre reconversión y sumergimiento. Reconversión industrial, economía sumergida. Pues bien, si clasificamos las putas presentes en el mercado se entera usted de más sociología que si se matricula en un curso en la Universidad Autónoma, como yo hice hace tiempo. Para empezar: la puta tradicional de calle o bar de barrio putero, especie en decadencia biológica revitalizada ahora con sangre nueva de la generación del paro, la menos ilustrada y por lo tanto sofisticada para buscar niveles de puterío mejor cotizados.

No obstante si se busca bien se encuentran auténticas gangas a precios increíbles, especialmente por la parte baja de las Ramblas o en el cruce de Hospital o Porta Ferrissa con las Ramblas. Luego están especies tradicionales que apenas han variado, como la puta de barra de cafetería, cuyo origen histórico hay que buscarlo en la carretera de Sarriá, pero que está sufriendo la competencia de la puta telefónica, ofrecida por las secciones de relax y contactos de “La Vanguardia” o de “El Periódico”. ¿Ha leído usted la literatura que respalda esa oferta? No se la pierda. A continuación la puta supuestamente ocasional ofrecida por alcahuetas, en clandestinidad, no vaya a enterarse el marido, porque están pasando una época difícil, el paro, ya se sabe o porque las putea la droga o una secta religiosa, que de todo hay. Sería muy largo de contar, pero yo me inclino por las llamadas putas de relax, ofrecidas como masajistas, pero asegúrese usted bien antes de ir, porque no todo el mundo entiende la cosa igual. Lo mejor es ir a establecimientos con una cierta tradición en los que te hacen un completo clásico, desde la sauna hasta el polvo sin límites, pasando por un masaje bien hecho, seco o húmedo, con algas japonesas o sin algas japonesas, whisky etiqueta negra y vídeo, donde siempre sale el mismo negro con una polla larga y la misma rubia chupándosela.

Chispeaban los ojos y los labios ensalivados del autodidacta.

– Vamos a un salón de relax clásico. Es lo más parecido que tenemos al Imperio romano en unos tiempos de decadencia en los que Catalunya va a perecer como pueblo, aunque parezca lo contrario. Pero que ponga España las barbas a remojar y Europa, porque los bárbaros están al llegar.

No aclaró de qué bárbaros se trataba, y tal vez para enterarse de qué mal iba a morir o movido por aquel sumidero de ciencias, Carvalho se encontró primero al lado de un peligroso conductor semiborracho y luego descendiendo las escalerillas de una sauna aparente, al encuentro de dos muchachas sonrientes, sin más vestuario que livianas batas blancas y la oferta de que se desvistieran.

– Tú ya sabes de qué va, guapo.

¿Tu amigo también?

– Mi amigo lo sabe todo -zanjó la cuestión el autodidacta y empujó a Carvalho hacia el vestuario.

Miraba el excursionista a derecha e izquierda, como si en el vestuario faltara algo o alguien, pero pronto se conmovió la poca carne que tenía en la cara una sonrisa cuando se les acercó Andrés, en camiseta y pantalón blancos, enrojecido por el doble rubor de las luces rojas y de su sorpresa, con los brazos cargados de toallas, avanzando lentamente hacia los dos clientes que menos había deseado.

– ¡He aquí la sorpresa!

Carvalho no sabía si descargar su furia contra el autodidacta o contra sí mismo. Andrés dejó las toallas sobre una banqueta que centraba el vestuario y se marchó sin ni siquiera mirarles.

– Palanganero de putas, desde las nueve de la noche a las tres de la madrugada. No se crea. Es el turno más peligroso. A veces hay atracos.

Ya en la sauna Carvalho se miraba los regueros de sudor que se llevaban los vinos excesivos y agrios hacia el falso suelo de listones de madera. El vapor convertía al autodidacta en un cuerpecillo difuminado y desnudo arrinconado en el escalón más alto de la sauna.

– Cuando vaya a Albacete, lo mejor es desviarse en Valencia hacia Játiva y Almansa.

Y Carvalho bajó los párpados, tal vez para decir sí, señor, tal vez simplemente porque el sudor desbordaba las cejas y le clavaba en los ojos alfileres de ácido.

– Sería más bonita una excursión hasta Manzanilla Bay.

El taxista trataba de desviarle de su propósito de aeropuerto y excursión a Tobago, pero había aprendido a interpretar los silencios de Ginés y le llevó fielmente hasta una algarabía de estación de tren, en plena desbandada civil con motivo del estallido de la tercera guerra mundial. Todos los negros e hindúes del Caribe se habían empeñado en tomar por asalto las salas de chequeo y embarque del aeropuerto de Trinidad, y para llegar al mostrador había que elegir entre empujar o ser empujado, y una vez allí, una pareja de funcionarios esquizofrénicos, con el gesto solícito y la voz crispada, ordenaban que esperases tu turno y te ponían en una misteriosa cola de fugitivos hacia Tobago. Los más impacientes eran los europeos o norteamericanos, náufragos en un mar de aborígenes resignados disfrazados de invierno caribeño, en contraste con los inevitables solitarios con audífono, imitadores de una estética de Harlem, jerseys con las mangas rotas para dejar en libertad los musculados brazos desnudos y pulseras escogidas al azar en cualquier mercadillo de la internacional de la baratija. Ginés creyó ser convocado hasta tres veces, cuando vio que las masas se lanzaban hacia el mostrador y tras el parapeto los funcionarios leían los nombres de los elegidos para el próximo vuelo.

Ninguna de las tres veces oyó su nombre y cuando consiguió llegar hasta el mostrador pasando por encima de niños, ancianos y matronas gordas, que ni siquiera protestaban ni por los empujones de Ginés, ni por las goteras que resumían la insistente lluvia, el funcionario se desconectó el audífono a cuyo son bailaba su esqueleto sentado para contestarle:

– No sé. Tal vez hoy. Tal vez mañana.

– ¿Mañana?

– No sé. Tal vez pongan un avión más grande por la tarde.

– Pero entonces tendré que quedarme a dormir en Tobago.

Se encogió de hombros su interlocutor y se volvió a calzar el audífono.

Ginés se retiró del mostrador a través de un estrecho pasillo de negrura, bajo las salpicaduras de las goteras cada vez más audaces, pensando en el poco dinero que le quedaba y en la pronta necesidad de recurrir a la tarjeta de crédito. Afuera la lluvia y gentes entregadas a la espera bajo la protección de voladizos de uralita.

Cogió otro taxi sin abandonar el alarmado cálculo de los dólares que le quedaban, y la entrada en Port Spain le pareció como nunca la entrada voluntaria en una tumba que se cerraba a sus espaldas. En las puertas del hotel sintió como una llamada, primero la creyó interior, luego dedujo que era una sirena que sonaba más allá de los edificios y tinglados del Kings Wharf. La puerta giratoria se removió para dejar paso a Gladys y el barman. Ella pasó a su lado sin decirle nada, el barman le guiñó un ojo, pero había un cierto menosprecio en su nariz fruncida. Ginés se metió en el “hall” para huir de la necesidad de entablar diálogo con la pareja, pero en cuanto les vio subir a un taxi volvió a salir, rechazó la oferta de Maracas Bay en boca de su taxista particular y atravesó la Dock Road en busca de los accesos al recinto portuario. Por encima de los tejados se veía el vuelo al ralentí de las grúas, de pronto sus caídas con el gancho hacia las bodegas y las cargas, como si trataran de evitar la posible escapatoria de la presa. Un petrolero liberiano se convirtió en un obstáculo para el horizonte de la bocana amplísima del puerto, y a punto de rebasarlo consultó otra vez el reloj de pulsera: veintiuno de enero. Y al comprobar la fecha corrió para ganar cuanto antes la libertad de ver, y allí estaba la quilla de “La Rosa de Alejandría”, secundando la maniobra de virar a babor en el inicio de la maniobra del atraque. Era como si llegara hasta él su casa, cuatro puntos cardinales propicios, una patria.

Repasó la fisonomía del barco como se repasa el cuerpo del amor después de una larga ausencia o de un inútil olvido y quedó a la espera de que se detuviera, casi a solas, sin otra compañía que los amarradores indolentes, con una colilla en los labios y el gesto lento pero preciso para el amarraje. Hacia el barco avanzaban camiones volquetes en busca de sus tesoros y a distancia aguardaban otros camiones con las cargas ofrecidas, en un preciso rito de trueque que en otras ocasiones él había contemplado desde la cubierta o desde los puentes.

Y allí imaginó a sus compañeros, Germán, Juan, Martín, el capitán Tourón, otros rostros cuyo apellido era ocioso porque el simple rostro o un gesto marcaba el reconocimiento de identidad adquirido en la solidaridad de días y días de navegación por el mar o contra el mar. La presencia de “La Rosa de Alejandría” le devolvía la evidencia y la propuesta del mar con mayor intensidad que cuando se enfrentaba a las olas a bofetadas en Maracas Bay. El mar no existiría para él si no existieran los barcos y abrió los brazos como para acoger la mole blanca ya aquietada, pero en realidad era para abrazarse a sí mismo y retener la emoción íntima. Hasta dentro de dos o tres horas no empezarían a bajar los embarcados y paseó arriba y abajo de los muelles procurando observar y no ser observado desde el barco. Las operaciones de carga y descarga se iniciaron según un ritmo que daba para un día de trabajo, y en cuanto estuviera el trabajo encauzado, Germán bajaría, porque ése era su impulso en cuanto llegaba a puerto y porque trataría de localizarle. Y lo vio, primero en el peldaño más alto de la escalera de embarque y luego bajando según un seguro trote que le hizo correr más que caminar en cuanto sus plantas llegaron al suelo del muelle.

Vaciló el oficial, consultó algo con uno de los cargadores y se fue hacia Port Spain. Ginés le siguió y le dejó que tomara el camino del Holiday Inn, para a una manzana del hotel reclamarle a gritos. Se volvió Germán y tras reconocerle esperó a que se le acercara.

– Así que aún estás vivo.

– Si se le puede llamar vida a esto. Ya ves, qué mierda de tiempo.

– Pues si vieras el sol que está haciendo en toda la costa de Venezuela.

– Tenía que pasarme a mí.

Se encaminaban hacia el hotel intercambiando noticias de las últimas semanas, todavía no decidido Germán a entrar en el tema de la extraña escapada, y así fue hasta que estuvieron ante dos daiquiris que Ginés tuvo que reclamar dos veces en la barra.

– Pues esto está bien, el jardín tropical, la piscina con asiento para tomar mejunjes desde el agua.

– Estaría muy bien si hiciera sol.

Fíjate en ese indio. Se pasa el día acilando la piscina. Ya me dirás tú para qué.

– Vete a saber. Y tú ¿qué?

– No sé.

– Te vienes o no te vienes.

– No lo sé. ¿Qué ha dicho Tourón?

– Primero se cagó en tus muertos, y menos mal que Juan le cantó las cuarenta, y como es más inseguro que un palomo cojo tuvo que callarse. Ya sabes cómo es Juan. Pero no puede durar, y si no te incorporas ahora tendrá que dar parte a la compañía.

De momento ha telegrafiado que te has tomado unas vacaciones por motivos de salud. Y no es mentira, porque tú no estás muy bien de aquí arriba.

– ¿Cuándo os marcháis?

– Mañana. De hecho podríamos marcharnos ya esta noche, pero Tourón está cargado de puñetas, ése está más loco que tú, se pasa el día hablando del peligro de guerra en estos mares y sostiene que cada día cambia el fondo del mar por culpa de pruebas atómicas clandestinas. Yo en cuanto llegue a España hablo con los del sindicato de este tío, a ver qué se puede hacer.

Ginés contemplaba los restos de la bebida amarilla verdosa y la guinda empalillada que empezaba a perder el brillo de la humedad. Era como una gota de sangre en la primera indecisión de abrirse y caer.

– Tendría que volver. Sería imprescindible que volviera.

– ¿Qué te lo impide, mierda? Es que me sacas de quicio. Oye, no puedo almorzar contigo porque quiero forzar la carga. De hecho he bajado por si te veía, que también habrías podido subir tú. Estás en nómina. ¿Lo has olvidado? Pero esta noche puedo bajar a tierra y nos corremos una. ¿Qué tal está esto?

– Ni me he enterado.

– ¿Qué no te has enterado?

– Me parece que no muy bien porque hace mal tiempo y entonces el turismo se va a Tobago o a Aruba y Cura amp;ao.

Entonces se dedican a escuchar música por la calle con esas neveras musicales que llevan o se meten en grandes almacenes abandonados a ensayar las Fallas.

– ¿Qué Fallas?

– Los calypsos, el Carnaval. En fin. Es lo mismo.

– ¿Bajo o no bajo?

– Puedo ofrecerte una canadiense para que te la tires y dejes en alto el pabellón “spanish”, yo hace días lo intenté pero no pude.

– ¿Está leprosa? ¿Le faltan las piernas?

– No. No está mal. Y no tiene puñetas, va al asunto.

– A por el mogollón, vamos. Habría que verla, pero me las he corrido buenas en Maracaibo y La Guayra y me pide el cuerpo castidad. Si la tía estuviera muy buena…

– Eso tampoco.

– Entonces me quedo en el barco.

Vete haciendo las maletas y embarca esta tarde. En una hora todo puede quedar resuelto.

– Deja que lo piense por última vez. Una noche.

– Nos iremos al amanecer. Si te quedas, al menos ven a despedirte y a recoger cosas tuyas que siguen a bordo.

Ginés vio cómo se marchaba con ganas de retenerle. Pero no lo hizo, apuró la copa, masticó la guinda que le salió amarga y la escupió dentro de la copa. Ya en la habitación, la maleta abierta y a medio vaciar desde el mismo día en que llegó se convirtió en una llamada progresivamente obsesiva que escuchaba a medida que caminaba arriba y abajo, desde el recuadro de ciudad y lejanías marinas que le ofrecía la terraza, hasta la puerta de la que no podía esperar la llegada de nadie que amara. Y en el lavabo, el espejo le devolvía un rostro condicionado por las furias y miedos abstractos o concretos que no se quería ni mencionar a sí mismo, ni siquiera cuando acercaba los labios hasta el cristal y se besaba antes de decir su propio nombre, o como si le llegara desde un pozo horroroso el nombre de Encarna, pronunciado como un quejido. En el fondo del espejo desaparecía su rostro para dejar lugar al Cuerno de Oro visto desde el mirador del Topkapi, los barquitos que se desviaban de la ruta del Bósforo hacia las madrigueras de Estambul.

Nunca había penetrado en el mar Negro. Lo había visto desde las playas de Kilyos o de Anadolufenieri. Alguien le había dicho:

– Cuando entras en él es como si te fueras para siempre. El Bósforo es como la última prueba o la última puerta. Parece hecho expresamente.

Como una advertencia.

Fuera porque llevaba la iniciativa de la maniobra, sin bastarle la red de teléfonos y señales de que disponía en el puente de mando, asomado con medio cuerpo por encima de los pasamanos metálicos, volcado hacia Germán o Basora a voces, como acosando su que hacer en la maniobra avecinada, la figura de Tourón el capitán se crecía sobre la de todos los demás cuerpos en movimiento sobre la cubierta de “La Rosa de Alejandría”. Ginés había subido la escala en el último instante, cuando la figura de Martín la coronaba y daba órdenes a los marineros para que la retiraran. Fue una instigación definitiva y la subió de dos en dos hasta llegar sin aliento hasta Martín, que le recibió con la boca abierta y el silbato en una mano que parecía paralítica.

– ¡Coño! ¡Hostia! ¡Me cago en Dios!

Era la expresión de su desconcierto y siguió a Ginés dándoles consejos y arrancándole respuestas.

– ¿Lo sabe Germán? ¿Y el capitán?

¿Lo sabe Tourón?

El medio cuerpo del capitán se asomaba o regresaba a la sala de mandos, aquel rostro casi ocupado totalmente por los dos lentes más de piedra opaca que de cristal, disolución de sus ojos finales en un mar lechoso. Aquella barba ya blanca, rasurada hasta el despellejamiento y sin embargo dejando una huella de bruma en un rostro definitivamente inmerso en el sin carácter de la piel blanca de leche. De tan blanco que era ni se le veía el ceño, aunque se le oía en sus gritos asomados, y hacia ellos se encaminó Ginés dejando las maletas por el camino y preparando respuestas que no fueron necesarias. Se presentó y Tourón le acogió con un ah, es usted indiferente. Con un gesto le invitó a sumarse a la frenética actividad que precedía a la partida y el simple gesto le motivó a correr hacia la toldilla de popa, recuperar su camarote, abrir la maleta para ponerse el disfraz de marino y segundos después ya estaba revisando el molinete para cuando llegara el momento de virar el ancla. Como hormigas cabizbajas, sabias y eficaces, los hombres comprobaban el recorrido de la cadena, cerraban las escotillas de carga, conectaban la giroscópica, las correderas, los guindolas, luces de bengala, copletes, el radar.

Quien ponía a prueba las luces de situación, quien comprobaba la subida y bajada de los botes de salvamento, izando los que habían sido arriados y dejándolos colgados de los pescantes en los costados y con todos los pertrechos a bordo. Bajo la vigilancia de Germán se cerraban las puertas estancas antes que las puras puertas, escotillas, lumbreras y portillos situados bajo el nivel de la cubierta superior o se aclaraban las amarras dejando las justas para que “La Rosa de Alejandría” siguiera donde estaba hasta el momento de la partida. En su condición de contramaestre, Germán iba de arriba abajo con el ceño puesto y la orden tajante, mientras trincaba cuanto pudiera moverse. Comprobada el ancla, Ginés se fue a por los aparatos de navegación, pero ya estaba allí Tourón con el estadillo del buen funcionamiento de los telégrafos de máquinas, el teléfono, la sirena, la bomba de achique y de contraincendios y sólo le quedó a Ginés materia en el reconocimiento de los guardianes, servomotor y hélices, porque cuando llegó a la sala de máquinas, Martín le hizo el gesto de haberse apoderado de la situación. Supuso en orden los aprovisionamientos previos de combustible, lubrificantes, agua potable, repuestos y víveres y oyó los gritos de Tourón reclamando la documentación del buque y de la carga que algún subalterno había guardado donde no debiera. Compuso el ademán el capitán para asumir la maniobra de partida, empuñó el teléfono y mandó retirar la escala principal con el mismo tono de voz con el que Napoleón iniciaba las retiradas victoriosas. Se había situado Germán a proa y Juan Basora en la popa para dirigir el desatraque. Sin viento y sin ningún barco atracado a proa la maniobra no tenía otra complicación que el nerviosismo de Tourón, que gritaba ante el teléfono como si fuera el capitán del “Titanic” y se le viniera encima el iceberg. Mandó largar Basora la amarra de popa mientras metían el ancla en el escobén y el barco giró a babor retenido por la amarra de proa y, completo el giro y una vez suelta, enfiló la ruta de la bocana que le marcaba la boya de recalada. Apenas si fue necesaria porque se abría el mar en cuanto dejaban atrás Queen.s Wharf y empezaban a desfilar los tinglados del King.s Wharf, al fondo el Holiday Inn del que Ginés se despidió con un cierto alivio y la constancia rítmica de las manzanas rectangulares que crecían radialmente desde el puerto hasta la Savannah. Dejaron atrás la desembocadura del Maraval River y en pocos minutos Port Spain fue una ciudad a su espalda, una de tantas ciudades que había dejado a su espalda. Se había fijado una primera derrota para dejar atrás las islas del Noroeste y pasar cuanto antes las Bocas del Dragón, entre la venezolana península de Paria y la isla Chacachacare. Desde que el buque había salido de las puntas de Port Spain, Tourón repasaba el servicio de mar, las guardias, sin captar el sarcasmo con el que Basora subrayaba cada uno de sus recordatorios con un “A sus órdenes, mi comandante” que provocaba desastres en la retención de hilaridad de los demás.

– Habrá niebla en las Bocas del Dragón -repetía Tourón una y otra vez agitando el parte meteorológico ante las narices de los oficiales-.

Manténganse pegados al radar hasta que dejemos atrás el banco de niebla, reduzcan marcha a la altura de Chacachacare, la sirena por delante y cuatro ojos a proa, cuatro a popa, cuatro a estribor y cuatro a babor. Este viaje me da mala espina, sólo faltaba que hubiera jaleo por arriba. Hacia las Barbados mejorará el tiempo pero empezará el lío.

– ¿De qué lío habla? -preguntó Ginés a Germán.

– Los americanos están patrullando por aquí.

Las recomendaciones de Tourón eran como un zumbido molesto de fondo que suscitaba afirmaciones de las cabezas mientras los cerebros estaban en otra parte. El de Ginés secundaba el esfuerzo de los ojos por aprehender las últimas imágenes de Trinidad, oscurecida una vez más, en su ensimismamiento de lluvia acentuado por el atardecer. En cuanto Tourón terminó de quejarse y lamentarse, todos interpretaron que había dicho rompan filas y le abandonaron a un silencio quieto y algo melancólico en el que el capitán solía encerrarse después de cada desfogue. Se adelantó Ginés para evitar la compañía y las preguntas de Germán con la excusa de ir a ordenar sus cosas en el camarote.

Ganó la toldilla de popa y se encerró en la estancia, abrió la maleta, contempló lo que le ofrecía como si le fuera ajeno y sin tocar nada se dejó caer en un butacón. Se levantó para abrir las tapas de los portillos y acercarse subjetivamente a las salpicaduras de mar presentidas sobre el fondo celeste de plomo. Volvió a sentarse y los párpados encerraron el dolor de los ojos, un dolor que le acompañaba desde hacía meses en cuanto las personas y las cosas dejaban de solicitarle y podía ensimismarse.

Contuvo un gemido y se levantó para dar vueltas en torno del butacón. Alguien golpeaba sobre la puerta, descorrió el baldón y un Germán asombrado estaba allí.

– ¿Molesto?

– Estás en tu casa.

Sólo cuando se sentó y le dio la cara vio Ginés que Germán no tenía bastantes manos para todo cuanto llevaba: una batidora, una bolsa con plátanos y cubos de hielo y una botella de ron.

– Ron viejo de la Martinica.

Y dos vasos que dejó a la altura de los ojos de Ginés sobre la mesa.

Agitó el racimo de plátanos Germán.

– De los pequeños, que son los buenos.

Y se puso a pelarlos y a trocearlos dentro del vaso batidor para atacarlos a continuación con el brazo eléctrico y reducirlos a pulpa. A tanta pulpa tanto ron y cubos de hielo, y a los vasos pasó un espeso brebaje marfileño viejo que quedó a la espera de la decisión de Ginés y del acomodo de Germán en su butacón, frente a frente de su anfitrión.

– ¿Y eso qué es?

– Banana daiquiri. Alegra y alimenta.

Escanció Ginés el vaso en dos tragos y una pausa intermedia que le sirvió para masticar los restos sólidos del plátano y para sentir la solidez dulce y ácida de la pócima en la boca primero y luego en los abismos interiores del cuerpo, y al llegar el sólido a su fin le circulaba por todas las carnes un calor tan satisfecho como el frescor que notaba en la boca.

Contemplaba Germán los efectos de su preparado con una sonrisa llena de barba y nicotina. Sirvió otro vaso a la medida de la sed de su compañero y otro y otro, mientras él paladeaba el primero como si fuera el único.

– Tourón me altera los nervios -se disculpó Ginés sin saber de qué se disculpaba.

– No necesitas a Tourón para alterarte.

Germán se había inclinado hacia adelante con el vaso en la mano y los ojos pendientes del crecimiento de la satisfacción en aquel rostro en el que lo que no eran ojeras era un flequillo canoso compacto por la humedad y la sal.

– ¿Estás bien ahora?

– Lo estoy.

– ¿Tranquilo?

– Tranquilo.

– ¿Me dirás ahora qué leches te pasa?

Vio la alarma en el fondo de la mirada que le llegaba y un rictus de desdén que escupía un no digas gilipolleces sin apenas voz, con más ira que convencimiento.

– ¿Tú crees que es normal la espantá que hiciste en Maracaibo, el que nos tuvieras semanas a telegrama diario y toreando a Tourón para que no diera parte a la compañía?

– Me quedaban unos días de vacaciones por convenio.

– Pero tú sabes que eso se avisa y se negocia.

– Estoy hasta los cojones.

– ¿De ir embarcado?

– De este barco.

– No es mejor ni peor que otro cualquiera.

– De Tourón. Del Atlántico. De este ir y venir entre los mismos sitios.

– ¿Qué quieres hacer?

– Quería quedarme por aquí, en el Caribe. Escasean oficiales para cargueros que no se mueven de este charco. O tal vez el Mediterráneo, el Bósforo.

– ¿El Bósforo? ¿Qué se te ha perdido a ti en el Bósforo?

– Siempre hay un último viaje.

Pero primero he de pasar por Barcelona.

– A ver si lo entiendo. Quieres ir al Bósforo, pero primero has de pasar por Barcelona. Dime de qué va por si me hace gracia a mí también.

– El Bósforo es un último viaje, pero puede no serlo. Necesito saber si alguna vez puedo volver.

– ¿A dónde?

– A Barcelona, a esto, a todo.

El vaso de Ginés pedía más banana daiquiri y Germán se lo sirvió.

– ¿Encarna?

– Encarna -asumió Ginés desviando los ojos.

El timonel mantuvo el barco rumbo a lo largo del pasillo marino formado por las Barbados y las islas de Barlovento. Nada más dejar atrás las Bocas del Dragón habían amainado los vientos hasta desaparecer, como si el obstinado azote se hubiera cebado con Trinidad o con Ginés. Mientras comprobaba la derrota fijada por el capitán, consciente de que su atención y sus gestos obedecían más a un ritual que a la necesidad de comprobar lo tantas veces comprobado, se evadió de la conversación entre Tourón y Germán sobre la proximidad de la isla de Granada y la posibilidad de que encontrasen buques de guerra americanos de patrullaje. Cuando el capitán abandonó el puente de mando para revisar lo que no necesitaba revisar, Germán cantó teatralmente y a voz en grito:

“Adiós Granaaaaaaada Gra na da míaaaaaaaa”

Trataba de entablar una conversación sobre lo que estaba ocurriendo en la gran laguna del Caribe, pero como si el Atlántico le reclamara atenciones fundamentales una vez salvado el obstáculo visual de las Barbados, Ginés miraba a estribor y Germán seguía razonando para nadie con la vista vuelta hacia babor, hacia las islas de Barlovento.

– ¿Pero tanto te interesa la carta?

En enero nunca pasa nada por estos mares. Lo único que hay que hacer en esta travesía es ponerse un jersey al llegar al paralelo 30. Utilizaba la contemplación inútil de la derrota trazada para justificar la poca atención que ponía en lo que hablaba Germán.

– Habrá mar gruesa cuando bordeemos el mar de los Sargazos.

– Como siempre, no te jode. Desviamos la derrota y ya está. ¿Se te ha olvidado el oficio? Toma la “Pilot Chart” de enero y que te aproveche.

Le dejó Germán ante un océano de papel, cuadriculado, molecularmente compartimentado en cuadrados de cinco grados de latitud y longitud. Ni previsión de temporales, ni depresiones, ni niebla, al menos hasta más allá de la latitud de las Bermudas cuando la derrota empezara a buscar la curva de la corriente del Golfo. En cuanto estuvo solo dejó de preocuparse por lo que no le preocupaba y enfocó los prismáticos hacia la rebasada punta Norte de la Barbados Mayor. El mar se ondulaba con una falsa libertad que terminaba en el horizonte. Era un límite, simplemente un límite falso, una línea sin esperanza. Les empujaban suaves alisios hacia la fingida frontera del Trópico de Cáncer, hacia la real frontera del invierno.

Dejó la sala de gobierno y bajó parsimoniosamente por la escala del puente hasta la cubierta superior solitaria y avanzó hacia la proa por entre las lumbreras abiertas al ajetreo del trabajo oculto del buque. A medida que avanzaba hacia la proa implacable y prepotente se imaginaba a sí mismo como un objeto liviano a lomos de aguas precipitadas hacia el sumidero, lo que había podido ser días atrás en Maracas Bay si no hubiera atendido los reclamos del silbato de los vigías. De espaldas al mar, apoyado en la alzada tapa metálica de la escotilla de proa, más allá del inmediato palo de carga, el puente de mando parecía ser el final del buque, como la cabeza de un animal que oculta la continuidad del cuerpo, era su lugar de trabajo su oficina, el final de un recorrido cotidiano entre el más allá de la toldilla de popa donde dormía y el recorrido a través de los entrepuentes, de palo de carga a palo de carga, de escotilla en escotilla hasta llegar a la oficina, papeles, botones, cuadros de mando rectilíneos y electrónicos, terminales de un proceso de cálculo y gestión ensimismados, que ya no pertenecían a una oficialidad reducida al papel de tutores de una autónoma bestia electrónica.

– Llegará un día en que los barcos podrán ser teledirigidos desde tierra por un cerebro electrónico único central, uno solo para todos los barcos del océano.

– Y si ese cerebro se estropea todos los barcos del mundo naufragarán.

Chocarán entre sí o contra los rompeolas y los acantilados. Y lo más jodido será que para entonces todo el mar será un inmenso charco de mierda.

El final de la aventura. Un asqueroso final para una hermosa aventura que hace siglos acuñó la frase: vivir no es necesario, navegar sí.

– Frente al pesimismo de Juan Basora, piloto y escritor, Germán señalaba el cielo como el taxista hindú de Port Spain. Allí, allí continuaba la aventura.

– ¿Qué aventura?

– La carrera espacial.

– ¿Una aventura ese viaje programado por una computadora y con esos tipejos vestidos de buzo que no sacan la titola ni para mear?

– Tú no tienes cojones de colgarte allá arriba, cabeza abajo.

– Te la juegas más en un huracán, con vientos por encima de los ochenta y tú en un pesquero persiguiendo sardinas.

– ¿Y cuándo has ido tú en un pesquero persiguiendo sardinas?

– ¿Y tú qué sabes de mí, tío? ¿Estás casado conmigo?

– Las únicas sardinas que tú has visto en tu vida han sido las de Santurce y bien asadas.

Una travesía daba para cien escenas como ésta, que le crecía en la memoria como si hubiera ocurrido por la mañana en el comedor de oficiales presidido por un televisor y un vídeo que la compañía les había regalado. O tal vez la discusión se había producido cuatro meses atrás. O no se había producido aún, pero se plantearía en cualquier momento, cuando se afronta la hora de la verdad del Atlántico y el mar es un cristal opaco día tras día, bajo un techo de estratocúmulos que silencian las estrellas desde las Bermudas hasta las Azores y las manos están cansadas de jugar a las cartas o de pasarse sobre los ojos tratando de borrar sobras de tedio y migraña.

– Espuma por todas partes, en el aire, en el mar. Espuma que se lleva el viento con rabia sobre un mar blanco como una sábana sucia. Ahí quisiera ver yo a esos meones del espacio.

Creyó ver la sombra de Santa Lucía hacia estribor, pero era improbable que la caediza luminosidad del crepúsculo permitiera vislumbrar la isla a la distancia que mantenían. Se entregó a la ensoñación del hombre vestido de blanco con sombrero de paja y barba de días saltando de isla en isla como si pudiera ensartarlas con una lancha y desde la altura de la lancha borrar con una mano la huella de su estela en el mar.

– ¿De paseo?

El capitán Tourón había aparecido de detrás del palo de carga de proa.

Y sin esperar respuesta se puso a andar en la confianza de que Ginés le siguiera.

– ¿Aún no ha paseado usted bastante? Temíamos que nos dejara colgados.

Algo me dijo Germán de que quería quedarse por aquí, en busca de un carguero pequeño que pudiera capitanear.

– Estoy un poco cansado de “La Rosa de Alejandría”. Siempre es lo mismo.

– Y eso que es usted soltero. Para un casado es mucho peor. Un marino casado las pasa muy putas, Larios, muy putas.

Le molestaba la afabilidad de Tourón casi tanto como sus periódicas indignaciones histéricas a medida que la travesía se hiciera irreversible.

Había un punto sin retorno, aún lejanas las Azores, en que Tourón se convertía en un perro ladrador insoportable, al que sólo Juan Basora se atrevía a enviar a tomar viento.

– Pero se tienen las compensaciones de las llegadas. Yo le he visto a usted pasárselo en grande.

– ¿Dónde?

– En Barcelona, por ejemplo.

– Es posible.

– Jodido oficio -masculló Tourón contemplando el océano como si fuera un enemigo.

– Pues yo le he visto a usted pasárselo muy bien en Barcelona, Larios, que muy bien.

Y se reía como sólo se puede reír un idiota cómplice de alguna idiotez.

De pronto puso una mano sobre el hombro derecho de Ginés y bajó la voz como si no quisiera que los peces o los albatros se enteraran de su confidencia.

– Hasta que no salgamos de las Antillas no me sentiré a gusto. Aquí va a ver tomate como los americanos se líen la manta a la cabeza, y cuanto más lejos de un zafarrancho mejor. A mí me tocó vivir la guerra de los judíos y los egipcios desde el puente de mando de un petrolero que acababa de meterse en el mar Rojo. No se lo deseo ni a mi cuñado, y cuidado que no lo puedo tragar. Tenía la garganta tan ocupada por los huevos que no probé bocado hasta que di marcha atrás y me planté en Yibuti a toda máquina.

Por si acaso he puesto a Pons en la serviola con la orden de que me dé parte hasta de los mosquitos que vea.

Y que no le quiten ojo al radar hasta que nos pongamos el jersey. Y la banderita a punto, porque no será el primer caso que primero te pegan el bombazo y luego te dan excusas. Por estos mares hay más tráfico de armas que de cacahuetes.

Y se rió su propia gracia, mientras la noche subía de tono y eximía a Ginés incluso de la complicidad de una sonrisa.

– Imagínese usted…

Tourón hablaba, pero en realidad se comentaba algo así mismo.

– Imagínese usted…

– ¿Qué?

Tourón le miraba ahora como si valorase a priori su capacidad de comprensión o como si estuviera fascinado ante las dimensiones de lo que estaba imaginando.

– Imagínese usted que tiran una bomba atómica.

– ¿Dónde?

– Por aquí. Un día u otro la van a tirar. Esto está que hierve. He hecho mis cálculos y en el caso de que la bomba caiga a menos de dos millas del buque no queda de nosotros ni para los peces. Entre las dos y las cuatro millas nos dejan malparados y ya veríamos. No olvide lo que le digo, ya se lo he advertido a Germán y se lo comunico a usted porque si a mí y a Germán nos pasa algo usted es el llamado a responsabilizarse del barco, no lo olvide. En el caso de que la bomba caiga a una distancia no catastrófica en sí misma, desde luego, pero suficiente para que la radiación térmica provoque una onda de aire y una enorme ola, hay que poner la popa al Punto Cero, en dirección al punto donde se produce la explosión. Una bomba de cien kilotones provoca una primera ola que a los doce segundos tiene 53 metros de altura y ha llegado a seiscientos metros del Punto Cero, y después de esta primera ola vienen otras cada vez más pequeñas, pero cuidado, porque vete a saber cómo ha quedado el barco después de la primera. A los dos minutos y medio de la explosión la altura media de las olas es de seis metros. No lo olvide, Larios, en cuanto se enteren del bombazo, la popa hacia la explosión y a verlas venir.

En el alto de Almansa se abrieron las puertas del viento y en el descenso hacia Albacete y La Mancha, ante el coche de Carvalho se cruzaron secas zarzas desesperadas y al capricho del vendaval. De cinc invernal los cielos y la tierra prometían frío y necesidades de calor, intimidad, sueño, vino espeso. Todo el paisaje parecía resignado a esperar el milagro de la aún lejana primavera y rechazaba la mirada del forastero en busca de un rasgo de ternura de la naturaleza.

Desnudos los escasos árboles, ateridos los matorrales, de piel de gallina la tierra entre el ocre y el gris, tejados pardos, muros blancos agrisados por la luz de invierno y así un pasillo largo de horizontes iguales a sí mismos hasta llegar a la promesa de Albacete, a la mismísima Albacete prematuramente atardecida por el cielo encapotado. El Bristol Gran Hotel tenía una habitación para él y el incentivo del restaurante regentado por su dueño, El Rincón de Ortega, laboratorio de la nueva cocina manchega según había oído en cierta ocasión por la radio, qué radio no importaba.

En la recepción, un cliente con aspecto de viajante retiraba con precipitación las entradas para un partido de fútbol. Era domingo. Domingo en Albacete, se avisó a sí mismo cuando se hizo cargo de las cuatro paredes de una habitación individual con ventana que daba a un patio interior y una almohada que daba a un techo. Y en el techo los ojos de Carvalho se empaparon de depresión y de ganas de salir corriendo a cualquier parte.

– ¿Quién juega?

El desconcierto del recepcionista duró unos segundos, antes de hacer una silenciosa indagación dentro de sí mismo y deducir que jugaban el Albacete y el Jerez.

– Se me han acabado las entradas.

Pero si se da prisa en el campo le venderán.

Siguió las indicaciones del recepcionista, calle Marqués de Molins arriba, y en el parque de los Mártires pilló la rezagada retaguardia apresurada de la hinchada albaceteña.

Iban abrigados como samoyedos y se lo merecía la tarde. Parecían los únicos supervivientes de la ciudad dividida entre el televisor estufa y el partido de fútbol de segunda B, segundo grupo. Fueran las dimensiones del terreno de juego o la inmediatez de las gradas, Carvalho tuvo la impresión de volver a ser protagonista de un partido de fútbol de su infancia, aquellos partidos de fútbol de treinta contra treinta, una pelota de papel de periódico y cordel o de goma reventada por zapatos de posguerra con puntera reforzada con chapa. De segunda división para abajo los jugadores van más por la pelota, dedujo esta verdad objetiva de la cantidad de piernas que se afanaban por darle al bichito que rodaba de aquí para allá, como tratando de escapar de aquella jauría de músculos. Se oía el ruido de las pisadas de los jugadores, de las patadas contra el cuero de la pelota y contra las piernas ajenas, el resoplar de los extremos corredores y las imprecaciones ante la brutalidad o el fracaso.

Hasta se oyó un: “Me cago en tus muertos”, que Carvalho no supo atribuir, aunque le pareció que surgía de las filas del Jerez. La tribuna principal se dividía en dos zonas, la más céntrica, semiocupada por el patriciado de la ciudad, desganado y poco entusiasmado por el espectáculo, y la restante, donde se amontonaba la hinchada mesocrática, solidez de origen agrario en los cuerpos y la muy loada contención manchega en las actitudes. De los rótulos publicitarios que bordeaban el terreno de juego a Carvalho se le impuso el mensaje que emitía: Informática Albacete. Sin duda ya habría calculadores en disposición de dar la proporción exacta de leches para que los quesos manchegos salieran redondos.

– Mansilla no tiene su día.

La voz había salido de detrás de una bufanda y el propietario se frotaba las manos y pateaba el suelo de cemento de la grada como si esperara una respuesta de calor desde las profundidades de la tierra.

– No. No tiene su día.

– Y cuando quiere puede.

– Es posible.

Pitó el árbitro el final de la primera parte y Carvalho se salió de la tribuna y del campo enfrentándose a las proximidades de un paisaje urbano aristado por los fríos penumbrosos de un poniente encapotado. La ciudad parecía deshabitada, el viento movía toldos y carteles rasgados, pero era impotente ante la parálisis de los árboles cadaverizados, esqueleturas erizadas. Una ciudad como recién hecha y de las destrucciones se salvaban edificios de un modernismo tardío y prosopopéyico, con el prestado encanto de lo obsoleto abandonado a su tozudez de supervivencia. Un modernismo gris de ciudad seria, alterado en las policromías de un edificio militar al lado del cual se había construido un conato de rascacielos manchego al servicio de una Caja de Ahorros valenciana. Todo el mundo es Disneylandia o Disneylandia es ya todo el mundo. “Preferimos el balazo marxista al abrazo derechista”, había escrito algún joven pesimista en una fachada triste. Cuchillerías. Club Cinegético. Casino Primitivo. “Villancicos 83, XVI Concurso, Caja de Ahorros de Albacete.” Y en una misma fachada, de norte a sur: “Preparaciones militares.” “Oposiciones ministeriales.” Radio Cadena Española. RTVE. Castañas asadas en el fogón callejero de una pequeña locomotora esquinada junto a un bello edificio clásico florido, abandonado, mellado, amortajado por la piedad de viejos y nuevos carteles de cine. En la retina de la memoria los tics de la ciudad hacia el territorio literario de don Quijote: Aldonza Bar, Pastelería Dulcinea y en el descenso hacia el hotel Albacete Religioso: libros de folklore y de Editorial Planeta, santos universales de escayola, guitarras, guitarricos, laúdes, vidas de santos y beatas y casi puerta con puerta una propuesta: “Pregunte sobre la perforación de orejas y pendientes completamente antialérgicos.” El establecimiento presumía de utilizar el sistema Stesi-Quik: “Completamente esterilizado, rápido y seguro.” Carvalho se preguntaba sobre la extensión del movimiento punk en Albacete hasta que llegó a la conclusión de que la propuesta de perforación de orejas iba dirigida sobre todo a las de momento invisibles mujeres de Albacete. Rebasó la puerta del hotel evitando la tentación del calor de la habitación y la somnolencia desprendida del techo, atravesó la en otro tiempo plaza del Caudillo en busca de la catedral anunciada, al paso de los primeros paseantes del atardecer o de los regueros de jóvenes que entraban o salían de los cines dispuestos a vivir intensamente lo que les quedaba del imposible octavo día de la semana.

Comprobó con sus propios ojos que el establecimiento Informática Albacete existía y desembocó en el arranque de una alameda, presidido por un probable monumento al molino siamés, porque consistía en dos molinillos unidos para siempre, recordatorio exacto del papel de las redundancias en la construcción de la memoria. Había vida en los bares, clientes peatonales con palabras y tacos de queso en la boca, tecno rock en el “juke box” y una respuesta para Carvalho cuando preguntó por el resultado del Albacete-Jerez:

– Tres a uno.

Había ganado el Albacete una vez demostrada su superioridad en el centro del campo.

– El Jerez no tenía centro del campo -opinó un contertulio y nadie le dijo lo contrario, tal vez atareados todos en la contemplación del forastero que trataba de pegar hebra y había pedido vino de Estola al barman demostrando un conocimiento poco habitual sobre los vinos manchegos.

– Soy forastero y he llegado hoy mismo. No hay mucha gente por la calle los domingos.

– Es temprano aún y hace frío.

Métase usted por las calles peatonales… Mayor… Concepción… o por Marqués de Molins dentro de media hora y no podrá dar un paso.

– Trato de localizar al señor Rodríguez de Montiel. Tengo una dirección antigua, pero al parecer ya no vive allí. ¿Le conocen?

– Hay muchos Rodríguez de Montiel. Es una familia muy conocida por aquí.

Eran treintañeros algo fondones que distanciaban con la mirada a Carvalho, como pesándolo en la balanza de lo conveniente o lo inconveniente.

– Luis Rodríguez de Montiel.

Intercambiaron entre ellos miradas e información. Sí, hombre, el de los de Bonillo, el de la mujer… y al decir la palabra mujer todos supieron lo que querían decir y volvieron a observar a Carvalho por si estaba en antecedentes.

– Exactamente. El que tuvo aquella desgracia con su mujer.

– Desde entonces no se le ha visto mucho por aquí. ¿Tú le has visto?

No. No le ha visto.

– Y si no le ha visto éste… Trabaja en el Banco Central y los Rodríguez de Montiel están muy metidos en eso.

– Muy metidos. ¡Metidísimos! como que don Luis era o es incluso consejero.

– ¿Y no va por el Banco?

– Hace meses que no le veo. Se dice que está delicado de salud. Pero vaya usted a saber, porque ése vivía más en Madrid que en Albacete, como todos ellos, para ser sinceros.

– ¿Quiénes son ellos?

– ¿Quiénes van a ser ellos? La gente de pasta. Medio año en Madrid viviendo a todo tren y medio año en Albacete a parar la mano de lo que producen las tierras o a pegar cuatro tiros por los cotos o a irse de putas por las afueras.

– Que se te ve el plumero.

– ¿Qué plumero? ¿Es que no es verdad todo lo que digo? Y como ahora tienen la sensación de que la ciudad está ocupada por los rojos porque han ganado los socialistas pues aún se les ve menos.

– ¿Pero qué dices, de qué hablas, macho? Vete al casino Primitivo o al Tiro de Pichón o a El Cantábrico y allí están, te los encontrarás a todos junticos, no falta ni uno. ¿Pero quién les ha echado?

– Te digo yo que desde que ganó el PSOE se les ve menos.

– Venga ya, hombre. Las ganas.

Que se te ve el plumero. No le haga usted caso, que no es así la cosa. Es cierto que las principales familias de aquí tiran hacia Madrid, pero no le quitan el ojo a la gallina de huevos de oro y cuidan sus propiedades. Dése usted una vuelta por los campos de trigo y de vid, todo se está convirtiendo en regadío porque en toda la provincia hay mucha agua subterránea y los que han sabido adaptarse a lo nuevo pues han instalado eso del riego circular, desde una toma de agua central y a forrarse. Con Franco o sin Franco nadie les ha tocado un duro y siguen haciendo la misma vida.

Éste sueña. Éste se cree que esa gente se amarga por algo.

– ¿Los Rodríguez de Montiel son muy ricos?

– Lo son.

– Lo eran.

Lo eran, opinión mayoritaria entre cabezadas. Los Rodríguez de Montiel tenían demasiados blasones en el cerebro y poca gente de la nueva generación dispuesta a echar el resto. Se descuidaron y no se incorporaron a los nuevos tiempos. Ahora viven de venderse lo que les queda, pero aún les queda mucho.

– Aquí ha habido gente muy espabilada que hasta tiene helicóptero particular y se va al latifundio en helicóptero -opinó el correoso empleado bancario.

– Pero hacen su vida y no se meten con nadie.

– ¿No conspiran? He visto muchas inscripciones de extrema derecha por la ciudad.

– Cuatro chavales con ganas de ensuciar las paredes. Pero mire usted, el PSOE en el ayuntamiento.

Iba a decir, nosotros en el ayuntamiento, pero había optado por una vía de identificación más humilde.

– ¿Y cómo se lo han tomado “ellos”?

– Ni caso. Nunca han intervenido directamente en la política. Antes tenían testaferros, ahora vigilan a los socialistas a distancia. No hostigan pero tampoco colaboran.

– ¿Luis Rodríguez de Montiel, qué pueden decirme de él?

– Que se le ve poco. Y ya es raro, porque cuidado que ha dado que hablar.

Ése cerraba todas las casas de putas de Albacete al amanecer.

– Y las cerraba desde dentro.

Se rieron todos. Carvalho les dio las gracias y regresó al hotel a través de un Albacete oscuro pero más habitado, incluso algo bullicioso, con nerviosismo de últimas horas de fiesta. Al pasar ante el ayuntamiento socialista vio en lo alto de una escalera cenjundiosa la imagen polícroma y amparadora de un Sagrado Corazón enorme y ensangrentado.

Por la radio, probablemente en un programa radiofónico, había escuchado alguna vez que el dueño de El Rincón de Ortega se había convertido en el Quijote de la vieja y nueva cocina manchega. Iba por el mundo enseñando al que no sabía las excelencias del ajo de matanza, las atascaburras o los gazpachos. Pocos clientes aunque con cara de habituales y partidarios, conversaciones de elite local o de viajantes con dinero y preocupaciones gastronómicas. Carvalho se entregó a la voluntad del dueño, excitado por las preguntas estimulantes de un cliente con ganas de adentrarse en los secretos de la cocina manchega. Rica y sólida, había adjetivado el evidente Ortega.

En el plato, ante Carvalho creció oloroso un guiso oscuro y profundo, un guiso con memoria de sí mismo, con conciencia de ser una huella antropológica. Pedazos de torta con deshuesadas carnes de conejo en un lecho de caldo sólido aromatizado por la pimienta, el romero y el tomillo.

Siguió el consejo del posadero y aceptó como vino compañero de viaje un Estola de Villarrobledo, trece grados, que le acercaban más a los vinos de La Mancha límite que a los ligeros vinos de La Mancha castellana.

No fue broma leve el entrante de atascaburras, una brandada a lo popular con su patata, su ajo y su bacalao, y su aceite, no remachado en este caso con la ñora cocida y mojada al uso murciano, sino adornada con huevo cocido y nueces. Guiso sabio de exclusivo empeño popular, como el morteruelo, engrudo excelso de sus preferencias que tiene en Cuenca su Vaticano y en todas las Castillas su memoria de derivado de la olla podrida.

Inmerso en las comprobaciones de la nariz y el paladar tardó Carvalho en advertir la presencia junto a su mesa de un viejo acompañado de bandurria que le sonreía con la boca abierta y la campanilla de la garganta vibrando al fondo de una caverna de dientes amarillos, picudos y bailones.

– ¿Esa guitarra es suya?

– Mía y bien mía. La llevo conmigo todo el día. Pero más propio sería llamarla “requinto”, nombre que se da por aquí al guitarrico de seis cuerdas.

– ¿Qué es lo que canta usted?

– Mayos y cantares de ánimas. Yo soy animero. Y usted come gazpachos y bebe vino de villarrobledo, por lo que le felicito.

– ¿Gusta?

– Por gustar gusto, pero tengo la tensión a tope y si me deja escoger le acepto el vino.

Pidió Carvalho un vaso al camarero que observaba la escena vigilante y ofreció una silla al viejo bandurriero.

– Este vino no se puede tomar de pie.

– Usted sabe lo que se bebe -aprobó el bandurriero y mantuvo el entusiasmo de su viejo rostro para recibir el primer medio vaso de vino que retuvo en la boca mientras el cerebro le daba el visto bueno para echarlo gollete abajo-. Perdone la intromisión pero me gusta saber quién me invita, ¿es usted de Madrid?

– De Barcelona.

– ¿Viajante?

– En cierto sentido.

Tragueó otra vez el hombre y recitó de corrido:

“En la Francia soy francés, en Valencia valenciano, en Aragón aragonés, en Cataluña catalano”.

– Muy curioso. ¿Es suyo?

– Más antiguo que ir a pie. Se lo recito para corresponder a su amabilidad. Veo que ha pedido dos cosas de la tierra: atascaburras y gazpachos.

¿Ya las conocía usted?

– Las atascaburras sí, en los gazpachos me estreno.

– Cómaselos usted, que en esta casa son de confianza. A pesar de que están de moda los siguen haciendo bien.

– ¿De moda?

– Con la autonomía se pusieron de moda, y el gazpacho manchego no tiene otro secreto que la honradez.

Agradeció la nueva medida de vino que le sirvió Carvalho, la medió y tomó aire para ilustrar al forastero sobre lo que se guisaba y lo que se comía. Declamó más que habló:

– No pondría yo la mano en el fuego sobre la legitimidad de las tortas de gazpacho que se hacen hoy día en los restaurantes, donde el morbo autonómico ha convertido el gazpacho manchego en una seña de identidad regional, pero le diré cómo hacían las tortas los pastores y cómo las hacen todavía las mujeres viejas de Bonete, Elche de la Sierra, Villarrobledo, Montalegre, Higueruela, Pozohondo, Mahora, La Herrera, Liétor, Corrar Rubio, Alpera. Sería un exceso utilizar la piel de cabra curtida en la que los pastores amasaban la harina pero basta una fuente de arcilla pintada para meter en ella un montón de harina, hacerle un hoyico en el centro para la sal, el agua de caliente añadida poco a poco y luego trabajar la masa hasta que lo sea, bien sobada para que se deje tratar por la mano, sin pegarse ni ponerse reacia. Con la masa se hacen bollicos y se dejan en reposo, para luego aplanarlos y formar tortas de tres o cuatro palmos de diámetro y un centímetro de gruesa.

Cada torta se dobla en cuatro partes para cuando llegue el momento de cocerlas en una lumbre de ascuas, bien cubiertas de brasas con un cubre-pan de hierro, con el mango de madera.

Cuando están cocidas se guardan en un tortero y a partir de ese momento se pueden utilizar para convertir en gazpacho manchego guisos de caracoles y collejas, de cualquier bestia cazada pero preferible el conejo de monte y la liebre, de lomos y chorizos, de orugas, de patata, o el de los pastores típico de El Bonillo con patatas, jamón, ajos tiernos, espárragos trigueros, tomate y pimiento, gazpachos de setas, viudos como el reputado gazpacho viudo de trilladores.

– Me interesa el nombre.

– Elemental, sencillo, gazpacho de pobres. Los trilladores siempre fueron muy pobres: calabaza, patatas, ajos tiernos, pimiento, tomate, agua, sal, y cuando todo ha hervido un ratico las tortas en pedazos pequeños.

Caldosico. Espesico. Jugoso. Bien jugoso. Antes de que llegase la patata de América los trilladores lo debían hacer sólo con calabaza, ajos tiernos, pimiento… en fin. Se lo digo porque, aunque no sea necesario insistir en ello, las tortas son lo que son, matahambres que en compañía de cualquier fantasía llenaban los estómagos, antes de que llegara a La Mancha el arroz o la patata. Fíjese usted si le hablo de tiempo.

– De antes de Cristo.

De antes del mismísimo padre de Nuestro Señor Jesucristo.

Guiñó el ojo el bandurriero y tragó medio vaso de tinto Estola.

– No lo olvide usted nunca. Para platos oscuros, vinos oscuros.

– ¿Y dice usted que hay gazpachos de orugas?

– Con orugas, sí, señor, que no hay mejor planta para ensalada, y en el pasado se hacía con ella una salsa riquísima con miel, vinagre y pan tostado. En las grandes capitales se han olvidado de las plantas de los caminos, pero en el campo hay más cultura, y en estos tiempos vuelve a haber hambre. El gazpacho de orugas, según cuenta la eximia Carmina Useros en “Mil recetas de Albacete y su provincia”, lo comían los pastores en las tortas dispuestas sobre las piedras, y aún es costumbre que muchos gazpachos se coman con las tortas directamente sobre las mesas de las cocinas rústicas. Todo lo que no sé gracias a lo que he visto se lo debo al libro de la señora Useros, libro difícil de encontrar, de edición numerada y que ella me regaló porque conoce mi gran afición a mirar cómo la gente come.

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