Pongo a su disposición el ejemplar que doña Carmina tuvo a bien dedicarme.

– Lo buscaré en una librería.

– No lo encontrará.

– ¿Qué quesos me recomienda usted que sean de aquí y de fiar?

– Artesanales no los hay como los de El Bonillo o Munera, pero están a punto de pasar a la historia. Y en cuanto al manchego industrial los hay buenos y menos buenos. Yo le recomiendo los de Villarrobledo.

– ¿Conoce usted El Bonillo? Por lo que parece todo el pueblo es de los Rodríguez de Montiel.

– Familia vieja con mucha tierra y no precisamente en La Habana. Algo venidos a menos, pero ya me cambiaría yo por el más pobre de ellos.

– ¿Los conoce?

– He cantado en muchas de sus fiestas, en bodas y bautizos, es una familia que no se acaba.

– ¿Conoce usted a Luis Miguel Rodríguez de Montiel?

– Es el más famoso.

– ¿Por qué?

– Por lo bien que vive y por la desgracia de su mujer, que se le murió en Barcelona de mala muerte. Un crimen horroroso del que por aquí todo el mundo habla, pero en voz baja, porque la familia tiene más poder que todos los diputados de Alianza Popular y el PSOE juntos. Mandaban en tiempos de los Reyes Católicos, mandaron con Franco y mandan ahora. ¿Conoce usted al señorito Luis Miguel?

– De oídas.

– De oídas lo conoce toda España porque se corre unas juergas en Madrid y en Albacete que ríase usted de las del marqués de Cuevas. ¿Sabe usted quién fue el marqués de Cuevas?

– Un juerguista.

– Y un artista. En todo juerguista hay un artista. Yo fui juerguista en mi juventud y ya me ve usted.

Le señaló la bandurria que reposaba en una silla como una vieja dama cansada y con ganas de pasar inadvertida.

– Y a que no sabe usted por qué me acuerdo siempre del marqués de Cuevas.

Confesó Carvalho su ignorancia con un gesto de entrega a la generosidad informativa del bandurriero.

– Porque en cierta ocasión leí en un “Siete Fechas” que para celebrar no sé qué había instalado en su casa un surtidor de champán. ¿A que no sabe usted qué era “Siete Fechas”?

Carvalho ya había llegado a la conclusión de que el bandurriero era un pelma, y estaba dispuesto a desentenderse de él, cuando oyó:

– Pues ha venido usted de muy lejos para encontrar a don Luis.

Había perspicacia y recelo en los ojillos del viejo.

– ¿Cómo sabe usted que le busco?

– Esto es muy pequeño. Aquí las noticias corren como las liebres.

Pero ha venido usted en mal momento.

El señorito Luis Miguel no está en Albacete.

– ¿En Madrid?

– No. No creo. Se dice que está en el extranjero.

– ¿Conoce usted su domicilio en Albacete?

– Vivía sobre el pasaje Lodares, pero tiene la casa cerrada.

– ¿Desde cuándo?

– Desde aquello. Lo siento. Pero ha hecho el viaje en balde. ¿Qué se le ofrecía, si puede saberse?

– Asuntos familiares, de la familia de su mujer.

– Mala suerte.

– ¿Nadie representa a ese señor en Albacete? ¿No conserva familiares aquí? ¿No tenía hijos?

– No. No tenía hijos.

Poco quedaba del dicharachero viejo animero introductor a las ciencias locales. Había rictus de jugador de póquer en su cara inmovilizada.

– ¿Tenía madre, padre?

– Padre no y madre como si no la tuviera. Es tan vieja que no tiene fuerzas ni para abrir los ojos.

– Tendré que marcharme.

– Compre queso y vino. Que no se diga que vuelve con las manos vacías.

– ¿Es imposible ver a la madre, seguro?

– Más que imposible, es inútil.

– ¿Vive en Albacete?

– No recuerdo. También podría estar por El Bonillo. Allí tienen las propiedades importantes los Rodríguez de Montiel.

– ¿Quién podría informarme?

– Todos y nadie.

El bandurriero procuraba no mirar ahora en dirección a Carvalho. En cambio, depositaba de vez en cuando la mirada en una mesa donde cuatro mocetones comían tozudamente sin hablar entre ellos. Luego recuperó su guitarrico, se inclinó ceremoniosamente ante Carvalho y se fue por donde sin duda había venido, tan sigilosamente.

– ¿Canta aquí el guitarrista?

– Que va. Aquí no es costumbre.

– ¿Va siempre con la guitarra a cuestas?

– Tampoco.

– Ha venido directo a mi mesa.

¿Les ha preguntado algo a ustedes?

El camarero retiraba el servicio de Carvalho y sonreía quedamente.

– No se fíe de las apariencias, es un mal bicho el animero. Un correveidile de cuidado.

La Mora, La Herradura, La Cabaña; todas las carreteras que comunicaban Albacete con el mundo ofrecían nada más ganar el descampado la promesa afrodisíaca de los rótulos de neón verde y rojo, whisky con agua, hielo, muchachas con palique y oferta de subir a los pisos de arriba. Tres whiskies largos en cada barra, conversación con intenciones ocultas asomado a un escote hasta llegar al momento en que lanzaba el nombre de Luis Rodríguez de Montiel, un amigo que me recomendó tiempos ha este establecimiento y al que estoy buscando, porque acabo de llegar y no sé dónde coño he metido la dirección. La que no era nueva, no tenía memoria del personaje, y tardaba en aparecer una veterana que sí, que sí, que don Luis antes venía mucho por aquí, pero no puede decirse que fuera un habitual. Y fue finalmente en La Cabaña, con nueve whiskies encima, donde una moza de Bilbao, según presumía, le orientó hacia El Corral como el bar de camareras en otro tiempo preferido por don Luis.

– Y más que el bar, la “Morocha”.

– ¿Una chica?

– No iba a ser un camionero, hermoso. ¿Y a ti sólo te interesa encontrar a tu amigo? ¿No quieres subir conmigo un ratito?

– ¿La “Morocha” trabaja allí?

– Trabaja allí. No sabe hacer otra cosa. Como yo. ¿Tú crees que si yo supiera hacer otra cosa estaría aquí?

El Corral parecía un motel fortificado. Una casa cúbica, verdirroja por el neón, como las otras, pero cercada por una alta tapia en la que se abría un enjundioso portalón de cortijo. Coches con matrícula de Albacete la mayoría, Madrid y Valencia. Una casa de dos pisos y, a través de una contraventana mal cerrada, imágenes de “Estudio Estadio” en una habitación del piso de arriba. Las demás aparecían con las ventanas cerradas desde siempre y para siempre, con ese aspecto de edificio sellado que tienen los “meublès”. Una amplia estancia en penumbra y una barra larga en zigzag a la que se acodaban siete u ocho camareras y una cajera que podía ser la madre de todas ellas. Sólo dos o tres muchachas pegaban la hebra con presuntos clientes, otra reclamaba a un obseso que le daba a la máquina de marcianitos como si esperara un orgasmo electrónico, dos jóvenes dotadas para amas de cría, a juzgar por la sublevación de las pecheras de sus jerseys, platicaban con la cajera sobre lo malo que era el relente manchego en invierno y la restante se fue hacia Carvalho y clavó los codos sobre el mostrador, decidida a que el forastero se quedara anclado ante su cara de muchachita de Valladolid.

– ¿Eres de Valladolid?

– ¡Qué gracioso! Pues vaya manera que tienes tú de dar conversación.

¿Es que tengo cara de ser de Valladolid?

– Te pareces mucho a una chica que conozco que es de Valladolid.

– Pues no soy de Valladolid, cielo, soy de Sinarcas.

– ¿De Simancas?

– De Sinarcas. Y tú tienes cara de valenciano.

– Nadie me lo había dicho hasta ahora.

– ¿Qué quieres beber, cielo? Yo estoy muy a gusto contigo hablando de lo que sea, pero hay que tomar algo, corazón.

– Un whisky con hielo.

– ¿Qué marca?

– La primera que encuentres.

– Oye, cielo, nadie te obliga a beber whisky si no te gusta.

– En estos sitios hay que beber whisky.

– Qué gracioso. Tú lo que eres es un cachondo. Así me gustan a mí los tíos, cachondos y de Valencia. Te voy a dar el mejor whisky que tengo.

A Carvalho el whisky le parecía una bebida de compromiso y el whisky lo sabía porque pasaba por la boca del detective sin instalarse, consciente de que no era demasiado apreciado. La de Sinarcas era habladora y reconoció que la noche era poco movida, si hubieras venido ayer, cielo, o si te hubieras encontrado con los cazadores del otro día, mira, esto estaba lleno y hay un salón ahí para banquetes y convenciones de cazadores en el que no se cabía.

– Pero los domingos, malo. La gente está de mal café porque mañana es lunes y sólo vienen así, como tú, viajantes, ¿porque tú serás viajante?

Carvalho asintió.

– Y valenciano. ¿Qué vendes tú, naranjas?

Y se reía la rubita pechialta enseñando dientecillos de rata.

– ¿No quieres subir arriba conmigo?

– De momento estoy muy a gusto aquí.

– Son sólo siete mil pesetas por lo que quieras y el tiempo que quieras.

– Pues está muy animado esto.

– Pse.

Los ojos de Carvalho fueron retenidos por una morena angulosa que entretenía a un hombre poderoso, con el rostro más rojo que moreno y el corpachón enfundado en una pelliza de ante con solapas de piel de cordero.

Distrajo la vista sobre aquella mujer llena de esquinas y carnes ajustadas, sobre todo sobre unos hermosos pómulos de animal fotogénico y los culos redondos y justos que revelaban los pantalones tejanos.

– ¿Te gusta ésa?

– ¿Quién?

– Ésa a la que no le quitas la vista de encima.

– No está mal. ¿Cómo se llama?

– Carmen. Pero la llaman la “Morocha”

– Me han hablado mucho de ella.

– ¿Quién?

– Un amigo mío. El mismo que me recomendó venir por aquí. Don Luis Rodríguez de Montiel. ¿Le conoces?

La rubita se había puesto seria y parpadeó después de haber enviado una mirada hacia la “Morocha”.

– No le he visto hace la mar de tiempo. Antes venía, a veces. Pero últimamente, no.

Carvalho devolvió los ojos a la morena de los tejanos y a su empecinado alterne.

– ¿Ése es de los que suben?

– ¿Te refieres al que está con la “Morocha”?

– Sí.

– Sí. Es de los que suben. Pero tal vez hoy no, porque le dura mucho el palique. ¿Por qué lo preguntas?

Quieres irte con ella?

– Todavía no he decidido qué haré.

– Ya lo veo.

– Pon otro whisky.

– ¿Y otro para mí?

– No faltaba más.

El incremento de la comisión pareció consolar a la rubita, que volvió a acodarse frente a Carvalho con un propósito más informativo que ligón.

– Es muy maja, lo reconozco. Distinta, ¿no? Gusta mucho, pero no a todo el mundo. Y últimamente no trabaja tanto aquí como antes. Se pasa días y días sin aparecer. ¿Conoces tú mucho a don Luis?

– Hicimos juntos la mili.

– Qué bueno, qué bueno. Pues don Luis estaba mucho por la “Morocha”.

La mujer parecía haber recibido las miradas de Carvalho y volvía de vez en cuando la cabeza para salir al encuentro del mensaje pasivo de Carvalho.

– ¿Seguro que ese tío es de los que suben?

– ¿Quieres subir con ella?

– Sí.

– ¿Quieres que la avise?

– Sí.

Se fue la rubita a por la “Morocha”, y con la distancia, Carvalho pudo ver el cuerpo de su interlocutora, poderosas caderas para dos piernas de princesa que había hecho poco uso de ellas, patas de grulla mal alimentada. Consiguió la mensajera que la morena se despegara de su ligue y en un breve aparte permitió mirar a Carvalho directamente. No había en los ojos de la “Morocha” ni propuesta ni molestia, eran los ojos neutros de un animal examinador en una asignatura que a Carvalho le pareció que no tenía nada que ver con el sexo ni la economía.

– Dice que subas y la esperes. Que procurará sacarse a este tío de encima.

– ¿Le gusto más yo?

– Sin duda, cielo. Y lo que me gustas a mí, pero por lo visto no soy tu tipo.

– Las morenas me gustan los lunes, los miércoles y los viernes. Martes, jueves y sábados, rubias.

– Pues hoy es domingo.

– Los domingos son los domingos.

– ¿Verdad que me pagas, cielo?

Luego subo contigo para que te dejen pasar.

Pagó Carvalho y dejó una propina que mereció un beso desde el otro lado de la barra.

– Gracias, cielo. Ya sabía yo que tú eras un tío marchoso.

Una sonrisa y un gesto para abrir camino hacia una puerta lateral a partir de la cual renacía la luz eléctrica normal y partía una fría escalera de granito hacia las alturas. Llegaron a un recibidor donde dos viejas dormitaban con un ojo, el otro abierto hacia el run run de la televisión donde estaba despidiéndose el presentador de “Estudio Estadio”.

– Una jornada con nuevos millonarios y la sorpresa del nuevo tropiezo del Barcelona, esta vez en su propio campo, frente al Mallorca y sin que nada hayan podido hacer sus superases, Schuster y Maradona.

La rubita dijo unas palabras mágicas al oído de una de las viejas, que acariciaba a un gato en duermevela sobre sus rodillas, y dos ojos redondos y valorativos se posaron en Carvalho al tiempo que la cabeza asentía.

De nuevo un gesto de la rubita le incitó el avance por un pasillo diríase que de hotel recién construido y barato. La guía escogió una puerta y la abrió para que Carvalho penetrase en una habitación de posada de renta limitada, aunque terminada con la pulcritud aséptica de lo nuevo.

– Espérate aquí, cielo, que en seguida vendrá la “Morocha”.

Carvalho se sentó en el borde de la cama, sobre una colcha a cuadros escoceses y frente a un paisaje de catarata con la leyenda: “Los Chorros.

Nacimiento del río Mundo.” La puerta se abrió de par en par, y donde esperaba encontrar el contraluz de la “Morocha”, aparecía el viejo bandurriero del restaurante. No iba solo.

En la penumbra del pasillo quedaron dos cuerpos oscuros y sólidos que obedecieron la orden del viejo en el momento en que avanzaba hacia Carvalho.

– Esperadme fuera.

– Se ha enterado usted en seguida de dónde está lo bueno.

Reía el viejo al tiempo que separaba una silla de plástico de junto a la pared y la acercaba a Carvalho, a la luz que salía de la lamparilla de la mesita de noche. A esa luz, el rostro del viejo nada tenía que ver con el que Carvalho había visto desde la perspectiva del comensal que atiende a un personaje local y folklórico. La luminosidad le estiraba la piel y acentuaba dos ojos rómbicos y duros, la crueldad de una boca vieja dentro de la cual una lengua lamía y relamía las palabras que estaba prefabricando el cerebro.

– No me esperaba a mí. Y la verdad sea dicha es que no me encuentro a gusto, no, señor, porque usted va a lo suyo y yo voy a lo mío y es una lástima que un hombre tan simpático, que me cae tan bien, que ha sido tan amable conmigo en el restaurante, pues que se meta donde no le llaman, y perdone que le sea tan franco, pero cuanto antes aclaremos las cosas mejor.

– ¿Le envía el señor cura?

– ¿Por qué me iba a enviar el cura?

– Pensaba que usted practicaba el apostolado por las casas de putas.

Hay locos que van por las casas de putas pidiendo a los pecadores que se arrepientan.

– ¿Te vas a quedar conmigo?

El conmigo había resonado al mismo tiempo que el estallido de la hoja de una navaja automática ante los ojos de Carvalho. Las rodillas del viejo contra las suyas, la navaja a dos centímetros de su cara y el cuerpo entregado a la blandura movediza del colchón, Carvalho se sintió atrapado y sin otra salida que una sonrisa y un poco de cándida sorpresa en la expresión que ofrecía a las ganas de creérsela que tuviera el viejo. Alguna serenidad había recuperado el bandurriero porque apartó la navaja, cabeceó como molesto consigo mismo y ofreció de nuevo el usted a Carvalho como un elemento de respeto.

– No me obligue usted a hacer cosas que ni quiero ni debo hacer. Pero está usted alborotando el gallinero.

No se puede ir de casa de putas en casa de putas con el nombre de don Luis en la boca. En dos horas ha soliviantado usted al personal. Primero se han creído que era usted policía, pero usted no es policía… Ni viajante.

– Según se mire.

– La documentación, por favor.

– ¿Por qué habría de dársela?

– De aquí no sale sin enseñarla.

Por las buenas o por las malas.

La navaja señalaba a la puerta.

Nuevas navajas podían asomarse. Los ojillos rómbicos vigilaron al milímetro el viaje de la mano de Carvalho al bolsillo interior de su chaqueta y la oferta del billetero con la documentación. Un chasquido se tragó la hoja de acero y las manos del viejo quedaron libres para manosear lo que Carvalho le ofrecía.

– Detective privado. Hombre, esto se pone interesante.

– Ya sabe de qué se trata. ¿Va usted al cine?

– Pues no voy al cine desde que pusieron aquélla de romanos en la que salía Nerón.

– ”¿Quo Vadis?”

– Ésa. Y puede saberse qué busca un detective privado en Albacete.

Carvalho pensó: le dirás que buscas la fórmula secreta del queso manchego, pero el viejo tenía mala leche, era evidente.

– A Luis Rodríguez de Montiel.

– ¿Por qué?

– Eso ya no me incumbe. Mis clientes me han encargado que le encuentre y eso es todo. No sé qué harán ellos luego con la información.

– ¿Quiénes son sus clientes?

– Familiares de Encarnación, la mujer de don Luis.

– ¿Y para qué quieren ésos encontrar a don Luis?

– Supongo que es algo relacionado con herencias o seguros. No sé nada.

– Ni herencias ni seguros. Ésa no tenía dónde caerse muerta.

Había dicho el ésa con una inquina mayor que su vejez.

– Bien. Doy por bueno lo que me ha dicho y lo daré por definitivo si mañana coge la carretera y se va por donde ha venido. Don Luis no está ni en Albacete, ni en Madrid, ni en España. Se fue a un largo viaje porque quedó destrozado, compréndale.

– Lo comprendo perfectamente. Yo en su lugar hubiera hecho lo mismo.

– Eso es ponerse en razón. Mañana carretera palante y hasta Alicante.

Rió el viejo el pareado, se puso en pie, apartó la silla y dio la espalda a Carvalho. Se volvió ya con una mano en el pomo de la puerta.

Repito. Descanse. Duerma en paz y mañana a casita.

– ¿He de interpretar que no va a venir la “Morocha”?

El viejo apretó los labios.

– Tengamos la fiesta en paz.

Y desapareció, aunque en el pasillo quedó el eco de un pelotón de pisadas que poco a poco se fueron alejando.

Carvalho se dejó caer sobre la cama.

El eco de la luz de la lamparilla dibujaba en el techo una luna menguante y enjaulada. Más allá de la puerta, el silencio. Se levantó para asomarse al pasillo y comprobar que el silencio traducía soledad. En el recibidor, ya no estaban las dos viejas, ni el gato, sólo el televisor dormido ratificaba la escena que había vivido minutos antes. Solitaria la escalera de granito y la puerta de madera que comunicaba el “meublè” con el bar le devolvió al panorama del local semivacío. La cajera seguía ilustrando a dos pupilas, otra pegaba la hebra con el último cliente y el loco electrónico seguía corriéndose delante de la máquina de marcianitos. Ni rastro de la rubita, ni de la “Morocha”, ni del viejo y sus sombras amenazadoras.

– ¿Ha visto usted al tío bandurrias?

La cajera y sus coloquiantes se echaron al desconcierto y al cruce de miradas de sorpresa.

– De quién habla usted.

– Es que no sé el apellido. Pero es un señor que va con guitarrico, canta mayos y me dijo que era animero por los pueblos de la sierra.

– Ah, el “Lebrijano”. Le llaman el “Lebrijano”, vive por aquí desde pequeñico, pero no es de Albacete, es de Lebrija y no sé yo muy bien ahora dónde está Lebrija. Es animero.

– No hace al caso. Pero me ha parecido verle arriba por el pasillo, y cuando he salido ya se había marchado.

– Pues por aquí no ha pasado. Tal vez se haya ido directo arriba.

– Y qué es un animero, si es usted tan amable de ilustrarme.

– Pues el “Lebrijano”, me parece a mí que es el jefe de una cofradía de animeros, de allí por la sierra, y ahora no sabría decirle si por Yeste o por Elche de la Sierra o Molinicos, en fin, por allí. Una cofradía de animeros pues es eso, una cofradía de animeros, ocho, diez personas que llevan todo el festejo de los días de Navidad, las nueve misas de gozo que empiezan con la del gallo. ¿Verdad tú?

– ¿Y qué sabré yo que soy de Villarrobledo y muy joven?

– ¿Y qué te crees tú que soy yo, mojama? Los animeros existían antes y ahora. Lo de las nueve misas es por los nueve meses que el niño Manuel estuvo en el vientre de su madre, María la Virgen. Los animeros cantan canciones muy bonitas mientras se hace la misa:

“Con ese agua bendita en que lavas las manos saca las almas de pena y la mía de pecado”.

¿A que es bonito?

– Muy bonito, sí, señora. Y el “Lebrijano” canta eso.

– Canta y dirige la cosa, porque no todo son misas y cantos. También está el pasacalle con la campana, por las aldeas y los cortijos. Hacen sonar la campana y dicen: ¡Ave María Purísima! Los de la casa han de contestar: ¿quién va?, y el cofrade ha de decir: las Ánimas, ¿se canta o se reza? Y el dueño de la casa, si todo ha ido bien durante el año, contesta: se canta. Y si ha habido algo malo pues dice: se reza. Es muy bonito todo, mira que me acuerdo de mi infancia y se me saltan las lágrimas.

Ya no podía para la evocación folklórica de la cajera. Los animeros son invitados a penetrar en cada casa a la que llaman y les dan suspiros, el suspiro es un dulce típico, ¿sabe usted?, rosquillas, confituras y buenos “mochazos” de aguardiente, coñac o anís y a veces bailan con las mozas de la familia y se les regala cosas, o propinas o cosas así, de un cierto valor. En mis tiempos los animeros iban en acémilas y en las aguaderas se llevaban los regalos, y era típico que los de la casa cantaran canciones subidos a las nogueras, a una noguera, sí, a un nogal que por la sierra hay muchos, y así recuerdo a mi padre, subido a un nogal y cantando malagueñas, jotas o seguidillas. Y se iba a poner a cantar la cajera cuando Carvalho le enderezó el coloquio.

– ¿Dónde podría encontrar yo al animero?

– Es de mal encontrar, porque despacha asuntos en Albacete, pero luego se va por ahí. Es un culo de mal asiento. Mire, mire, escuche qué coplilla he recordado ahora que cantaba mi padre:

“A las Ánimas benditas no se les cierra la puerta se les dice que perdonen y ellas se van tan contentas”.

Tourón arrojó la servilleta y clavó la mirada en la mancha marrón extendida sobre el bolsillo de la chaqueta blanca del camarero. Luego llevó los ojos hasta los del sirviente, estableciendo un pulso que el otro aceptó interrumpiendo el servicio.

– ¿Le parece bonito servir la mesa con la chaqueta recién salida de una cloaca?

– Perdone, pero es que no he tenido tiempo de…

– ¡Quítesela inmediatamente! No se sirve a los oficiales como si se sirviera en un tugurio de mala muerte.

Se quitó el camarero la chaquetilla blanca y la arrojó sobre un taburete.

Llevaba la camisa arremangada y Tourón examinó críticamente los medios brazos desnudos.

– Abotónese los puños de la camisa.

El camarero miró a los restantes oficiales en busca de ayuda, pero sólo Juan Basora se removía inquieto, como dispuesto a intervenir. Se abotonó los puños el camarero y sirvió el potaje de judías con chorizo. El capitán cogió el plato con las dos manos y lo alzó hasta la altura de su nariz, lo olisqueó.

– Seguro que lo han hecho con ese chorizo asturiano que me repite.

Pero dejó el plato en su sitio y empuñó la cuchara. Servidos los platos, ausente el camarero, Basora intervino:

– No le he dicho nada porque no quiero darle agallas a un subalterno en plena travesía, pero no está bien que me lo achante en público.

– ¡Llevaba una mancha ignominiosa!

– Ya la he visto. Pero luego se le reprende o se lo dice usted a Germán, que para eso está, él es el responsable del personal.

– Las manchas me dan asco.

Y se obsesionó con el potaje, que a decir de todos estaba bueno, lástima que ya lo hubieran comido igual hacía tres, seis, nueve días. A ver si te preocupas de la intendencia, Germán, que estamos a plato único. El capitán sonreía, pero no les escuchaba, seguía un viaje mental alejado de aquel comedor de oficiales, del que regresó para advertir:

– Corrijan la derrota en cuanto lleguemos al mar de los Sargazos, quiero bordearlo.

– Con taparse los oídos para no oír a las sirenas y llevar una navajita para cortarle los cojones a los pulpos gigantes, visto y no visto. No hay peligro.

– No sea tan gracioso, Basora. El mar de los Sargazos tiene otros peligros no tan mitológicos. ¿Sabía usted que la flota soviética está allí, siempre, agazapada, estudiando la naturaleza de las algas, su origen y esperando la ocasión de intervenir en el Caribe? Hemos de ir a buscar la corriente del Golfo y del Atlántico norte hasta avistar las Azores. Y si ven bancos de algas, cuidado, pueden estar sembrados de minas.

– A mí lo que más miedo me dan son los piratas malayos. Esto está lleno de piratas malayos. El otro día vi a uno siguiéndonos a nado con una daga entre los dientes, pero le tiré un cubo lleno de pescado podrido y ya no le he visto más.

Germán le pegó un codazo a Juan Basora. El capitán o no le había escuchado o no quería darse por enterado. Ahora, el camarero, con una chaqueta nueva, servía filetes de pescado empanado.

– Así me gusta. Así me gusta. ¿Ve usted cómo cambian las cosas? De una chaqueta limpia a una chaqueta sucia cambia todo. Yo el primer plato me lo he comido con asco por culpa de aquella mancha, ya ve usted. En cambio éste me lo comeré a gusto porque lleva una chaqueta preciosa.

Era un “preciosa” más aplicable a una interpretación filarmónica, desmesurado adjetivo para el conato de chaqueta de pijama que se había enfundado el camarero, como era excesiva la sonrisa y la dedicación complaciente del gesto del capitán, vuelto hacia la maravilla del vestuario del camarero.

– ¿Lo ven? La pulcritud es una virtud y más en un mundo tan pequeño como éste.

Ginés pretextó haber acabado el apetito y salió al puente para descargar el cuerpo y el ánimo en el pasamanos. Al rato oyó los pasos de alguien que bajaba la escala y Germán se puso a su lado entre resoplidos.

– Joder, cómo está el patio. Está chota, chota perdido. Ahora se ha liado en una conversación con el camarero. Le está contando su vida. A ése lo tenemos que desembarcar con camisa de fuerza. Está peor que el “Cojoncitos”, el fogonero. Pilló una perra entre Maracaibo y La Guayra porque dice que había visto a una tía a bordo, una tía con abanico, por más señas, y en pleno mar. Y no serán las ganas, porque acabábamos de salir de Maracaibo. Me voy a revisar la carga. Se ha puesto pesado porque dice que nos espera mala mar más allá de las Bermudas, y no te extrañe si manda esparcir arena por la cubierta.

Tiene más miedo que vergüenza.

Ginés se quedó solo, pero no miraba el mar. Le empezaba a ocurrir lo normal en las largas travesías, sólo existía el barco, el mundo era el barco y el mar acaba olvidándose, como un telón de fondo que sólo merecía atención si se enfurecía, y aun entonces eran los cuatro puntos cardinales del barco los que contaban. Marchó a hacer una revisión rutinaria de los aparatos de medición meteorológica y, en plena comprobación de los índices de humedad, le llegó un aviso del capitán de que le esperaba en el castillo de proa. Avanzó a través de la ruta de los puntales de carga y divisó en la punta del barco a Tourón agarrado a la escala.

– ¿Ya le ha dicho Germán que esperamos mala mar?

– Ya lo sabía. Ha llegado en el parte del día.

– ¿Por qué no se me ha dicho?

– Se lo he hecho llegar.

– Tenía que habérmelo traído usted en persona para comentarlo. En fin.

No tiene importancia. Pero anda usted muy distraído últimamente. Un día de éstos hemos de hablar.

“Cherchez la femme?” ¿Quién es la dama?

La no respuesta de Ginés no fue obstáculo para que el capitán iniciara un discurso que apenas le tenía en cuenta.

– Yo le he visto a usted con la dama por Barcelona. Hace ya tiempo.

Creo que fue en la última escala del ochenta y uno o en la primera del ochenta y dos. Eso es. La primera del ochenta y dos, porque era pleno invierno, creo recordar. Me compré un tabardo muy bonito en las rebajas del Corte Inglés, un tabardo azul marino, de lana gruesa, con el forro a cuadros escoceses. Valen la pena las rebajas, sobre todo cuando prácticamente se vive solo como nosotros.

Tenemos que cuidarnos de nosotros mismos. ¿Verdad, Ginés? Los puertos están llenos de mujeres que se quedan.

Nosotros pasamos. Somos nosotros quienes contamos. Ninguna mujer vale una obsesión. Lo digo por mí mismo y por usted, Le hablo como un padre, mejor dicho, como un hermano mayor.

Vi a su novia, en fin, a su asunto, en Barcelona, entonces, y era una mujer muy guapa, muy nuestra, muy española, sí, muy española. Y aunque usted no lo sepa les volví a ver juntos no hace mucho, o sí, sí, ya hace bastante. Fue en la escala del verano del ochenta y dos. Es más. Les he visto otras veces y es que ustedes se exhibían sin recato, por las Ramblas, en los restaurantes, por ahí, por ahí, y yo me los encontraba sin ganas y me daba apuro, porque, me decía, qué hago, les saludo, no les saludo. Es una papeleta. Por eso me gusta ir embarcado. Nunca te encuentras con sorpresas. Siempre ves las mismas caras y ya sabes a qué atenerte. Y no me aburro. Todos los mundos los tengo en este mundo.

Y se señaló la frente.

– Y mis ojos ven todo lo que mi cerebro quiere ver. Contemple el mar.

¿Qué ve usted? Piense que estamos sobre una horrorosa cordillera que recorre el Atlántico de norte a sur como el espinazo de una serpiente.

Algo quiere decir. Como las nubes.

Fíjese, altocúmulos. No son inquietantes. Los más inquietantes son los cirros. No los puedo soportar. Y usted se preguntará ¿por qué? Porque hay una clave en todo y por lo tanto una amenaza en todo si no descubres la clave a tiempo.

Tras un silencio que Ginés empleó en tratar de adivinar la clave escondida en los aparentemente inocentes altocúmulos, creyó que el capitán se había desentendido de él e inició la retirada.

– ¿Cómo se llamaba aquella mujer?

– Encarna.

– Encarnación. Muy apropiado.

Tenía unas ojeras preciosas. Las mujeres con ojeras suelen ser preciosas, pero mueren pronto, tienen males oscuros, profundos.

Era su última palabra. Cerró la boca y le dio la espalda. Ginés ganó la toldilla de proa y se cruzó con Juan Basora, que le saludó militarmente.

– Empieza a entrenarte, que ese loco nos militariza. ¿De qué te hablaba?

– De rebajas del Corte Inglés, nubes y ojeras de mujeres.

– Lástima que le falte talento poético, porque de eso sale un poema.

En cambio tiene talento musical. ¿Le has oído?

– No.

– Bueno. Es que tú y Germán tenéis el camarote en la otra punta.

Pero yo lo tengo junto al suyo, y para qué voy a contarte. Se pasa horas y horas cantando canciones aún más rancias que las de Conchita Piquer.

Hay una, “La bien pagá”, que no se la quita de la boca. Y lo bueno es que a veces la canta con voz de barítono, así, sacando pecho, y otras con voz de vicetiple tuberculosa.

Basora se caló las gafas livianas y doradas y se fue en pos del capitán.

– También me ha concedido audiencia. A mí me hablará de la salud a bordo. Tiene estudios de medicina o se ha leído una enciclopedia de la salud, por lo que parece. Es lo peor que nos podía haber pasado. Igual se teme una epidemia de escorbuto. Si pillara unas buenas ladillas o un sifilazo se le quitarían todas las puñetas.

Soledad en los cielos y en los mares. Se alejaban de las rutas de los peces voladores y no eran tiempos para migraciones. Hacía tiempo que los pájaros habían buscado las rutas del sur, dejando el cielo a su suerte inmóvil. Se metió en su camarote para poner al día su cuaderno de bitácora, especialmente las observaciones meteorológicas de su competencia, pero no podía quitarse de la cabeza la desazón por la presencia de Tourón en sus relaciones con Encarna. Había penetrado en ellas como una sombra que oscurecía incluso la escenificación del recuerdo. Él y Encarna, pero también la sombra del capitán. En la calle, en los cafés, en los restaurantes, en las habitaciones de los hoteles. Sólo un lugar había quedado a salvo de la mancha de su mirada. ¿O no? El estremecimiento irreprimible le hizo daño, como un pellizco en la columna vertebral.

– La baraja es nueva y da gusto empezar con una baraja nueva. Fíjate qué ruido.

Basora barajaba y los demás se predisponían al subastado con un ojo puesto en el reloj y el otro en los portillos embozados por la noche.

– Yo por hoy tengo bastante.

– Pero si la baraja es nueva. Es como volver a empezar.

– Déjalo ya.

Sirvió Germán de la botella de ron de la Martinica y traguearon.

– He de ir a echar un vistazo.

– ¿A las máquinas?

– No. Al capitán. Por si se le ocurre dar una vuelta y me reclama.

Martín, el oficial de máquinas, trató de levantarse, pero Basora le retuvo por un brazo.

– Vamos a acabar todos chalaos detrás de ese majarón. ¿No están abajo Mendoza y el “Palique”?

– Sí.

– Pues entonces.

Arrojó las cartas y se desperezó.

– Leche. Empieza la navegación en serio. Hemos dejado atrás las Bermudas y así hasta casa. El barco va solo y yo estoy cansado de ir en barcos así y más con capitanes como éste.

Os comunico que es mi último viaje.

– ¿Te retiras a tus posesiones en el campo?

– Mis posesiones, sí, mis posesiones. No tengo ni una maceta. Pero esta rutina no la aguanto. Me está esperando un carguero en Maputo.

Mozambique. Allí habrá variedad.

Allí se navega a vista y a mano, no es como aquí.

– Como se trata de negros te darán un barco que no sirve ni para llevar bañistas.

– Es un carguero alemán de unos treinta años. No está mal.

– Así que va en serio.

– En serio.

Era idéntica la curiosidad de los tres “partenaires”, pero Basora aguantaba las manos tras el cogote como si aún le quedara desperezo y los contemplaba sonriente y a distancia.

– Casi todo el transporte allí es marítimo o fluvial. Tendré que costear y a veces meterme en rías naturales. Cuando esté aposentado os llamaré. Es un contrato por dos años.

Renovable. Y en dos años ahorro lo que aquí tardaría diez y además aquí haces una ruta que no te invita al ahorro. ¿Quién ahorra en España? En cambio en Mozambique no puedes comprar nada o muy poco. Ideal.

– Aún podrías ahorrar más si te embarcaras en un buque perforador o en una plataforma de perforación, necesitan marinos, gentes que no se arruguen ante el oleaje. El antiguo jefe de máquinas, Colomo, está en una torre de perforación flotante situada frente a Trinidad, precisamente, Ginés.

Olvidé decírtelo por si te apetecía visitarle. No navega pero controla la situación. Eso me dijo el otro día por radio y se reía. Como es uno de los pocos que ha ido embarcado sabe de qué va. Ginés quería irse de patrón de un pequeño carguero por el Caribe.

– Algo hay que hacer. Porque navegar en barcos como “La Rosa de Alejandría” es como pencar en la Seat, pero en alta mar.

– Así que esto se va al garete.

Martín contemplaba estupefacto a Basora.

– Tú te vas, éste querría irse y el capitán como una chota. Yo voy a hacer oposiciones para buzo en mi pueblo, que es puerto de mar.

– Pero si no sabes nadar.

– ¿Y qué leches importa no saber nadar para ser buzo? Bajas con un tubo y tiran de ti. Va más seguro un buzo que un tragamillas.

– Lo que nos pasa es que nos hicimos marinos por culpa de lo que habíamos leído de niños y luego resulta que está todo controlado. Te dicen por télex qué va a pasar y lo que vas a hacer. Tocas un botón y el barco a babor. Otro y a estribor.

– Yo de niño no leía. Me hice marino porque vi una película que se llamaba “Sherezade” en la que salía un músico ruso que se llamaba Korsakof y era marino y tenía un duelo a látigo. Es el único duelo a látigo que he visto en mi vida. Chiquillo.

Cómo quedaban señalados, el Korsakof y el otro, un tío moreno, con patillas.

– ¿Y tú, Ginés? ¿Qué? ¿Tú sigues?

– Éste quiere irse al Bósforo. Me lo dijo el otro día.

– ¿Y qué se le ha perdido a éste en el Bósforo?

Martín no entendía nada ni a nadie, pero Basora había recompuesto el gesto para poner los brazos sobre la mesa y atender el deseo de Ginés.

– ¿Por qué el Bósforo?

– Estuve una vez allí. Cruzamos los Dardanelos y llegamos hasta Estambul. Estuvimos dos o tres días en la ciudad y lo aproveché para recorrer las dos orillas del Bósforo hasta avistar el mar Negro. Y me quedó esa idea. Ya sabes. O si no, es igual.

Me gusta pensar que algo acaba en alguna parte. Llega un momento en que te irrita pensar que la tierra es redonda, que todo vuelve a empezar, siempre.

Basora señaló a Ginés como si fuera una prueba de sus propias intenciones.

– ¿Lo oís? Es lo mismo que yo busco en Mozambique. Un límite. Y en el límite está la aventura. Renuncio a ir embarcado en barcos progresivos, porque ese progreso es falso. Significa que van a tener cada vez una maquinaria más sofisticada y acabarán volando y siendo plegables. Ya veréis vosotros cómo un día aparece el barco cosmonauta, no os riáis, leche. Pues bien, yo le pongo límite a eso y me embarco en un viejo carguero alemán que costea en un país que está en el quinto coño. Y éste quiere irse al fin del mar, porque más allá del Bósforo está el fin del mar, el único “cul de sac” auténtico de todos los océanos. ¿O es que no os habéis dado cuenta?

– Bueno, bueno, bueno, camarada, no te enrolles, Charles Boyer. Que ya me sale humo de la tapadera.

Germán aplacaba la fiebre de la imaginación irónica o trascendente de sus compañeros con las manos, como si rebajase el nivel de un sonido que le ensordecía.

– Vamos por partes. Tú, señorito, ni límites, ni antitecnología, ni mandangas. Tú te vas a Mozambique a ahorrar para la vejez.

– ¿Para qué vejez? Pero si me llevas diez años.

– Y tú, tú, fugitivo, tú, chalao, que eres un chalao, y eso que hablamos de Tourón, pero donde se ponga la chaladura del Larios que se quiten todas las demás, pues bien, tú te vas al Bósforo y el Bósforo, si no me equivoco, va a parar al mar Negro y por el mar Negro se va a la URSS, es decir, que tú te vas a la URSS y ya me dirás tú qué se te ha perdido en la URSS.

– Éste se va al fin del mar.

– Mierda. Se va a la URSS y que conste en acta. Es más. Yo he estado en Odesa y te puedo decir que no hay nada en Odesa que no encuentres en Barcelona o en Génova.

Es más, encuentras menos cosas, y las soviéticas son unas monjas de clausura, o sea, que si te vas a la URSS, para ti el pato, yo paso.

Se generalizó el vocerío de los tres, mientras Ginés se abstraía o trataba de hacerse un rincón mental en aquella confusión de las lenguas y los deseos.

– Lo del Bósforo es una metáfora y lo de Mozambique también -insistía Basora.

– ¿Qué es una metáfora?

– Es cuando una palabra se toma en sentido figurado.

– Vale, sabio, vale. Muy bien. El Bósforo es una metáfora, porque éste no sé que leche se figura que va a hacer allí, pero Mozambique no es una metáfora, a mí no me la das con queso, Mozambique es un barco y un contrato y un recorrido y unos ahorros, ¿eh tío? Y unos ahorritos.

Y se abría un ojo Germán con un dedo cómplice.

– No se puede hablar con gente sin sensibilidad metafórica.

Y se rió Basora de su propia pedantería, secundado por las risas y corte de mangas de Martín y Germán, liberados así de la obligación de entenderle. Acabaron lo que quedaba en la botella y Basora propuso montar una expedición hasta las puertas del camarote del capitán por si estaba cantarín y podían escucharle un concierto.

– ¿Tú le has oído?

– ”La Zarzamora”. Con estas orejas la he oído yo.

– Cuidado, que como se mosquee nos clava en Barcelona con un expediente y luego no hay quien te embarque.

– Qué va a clavar ése. Gracias puede darnos de que no le queramos mal y le dejemos decir sandeces y hacer chaladuras. Finjamos ir a mi camarote que está junto al suyo.

Salieron del de Germán y avanzaron hacia donde el del capitán. Remarcó el necesario silencio Basora con un dedo sobre los labios, y la voluntad de oír les permitió percibir la voz del capitán en trance de cantar a voz en grito. Tuvieron que pegar la oreja al frío del portón metálico y aun acercarla al reborde de la rendija para que la voz adquiriera significado:

“No me quiera tanto ni llore por mí, no vale la pena que por un mal cariño te ponga azí”.

Martín se aguantaba la risa con una mano en la boca, y los otros temieron el estallido y salieron zumbando hacia el camarote de Basora, donde ya pudieron reír a sus anchas.

– ¿Qué mal rollo es ese que cantaba?

– Es una canción del año de la Picó.

– Y el tío la cantaba como si fuera andaluz. Decía: “… te ponga azí…” Y era risa de nariz liberadora la que no se atrevía a convertirse en carcajada abierta.

– Me gustaría verle cantando.

Igual se mueve y se contonea como una folklórica.

– Eso hay que verlo.

Era una idea genial que había seducido a Basora, y chasqueaba los dedos en el aire como convocando la solución técnica del asunto.

– El tío se encierra por dentro, pero hay que hacer algo.

– Si él quiere el camarote no puede abrirse desde fuera.

– Eso está claro. Hay que encontrar una solución. Y no veo otra que ponernos de acuerdo con el camarero para que pretexte llevarle algo y luego se deje la puerta entornada.

– Eso no.

Era Germán el que zanjaba la cuestión y preparaba una radical retirada del proyecto y del camarote.

– ¿Por qué?

– Porque eso es quitarle toda autoridad delante de la tripulación.

– Tienes razón -convino Basora, y empezó a contemplar a Germán maliciosamente.

– Tú lo harás. Tú entrarás en una de esas noches en la que canta. Primero le avisas por teléfono para que no se amosque. Le visitas con cualquier pretexto y dejas la puerta sólo pegada.

Las paredes de Albacete siguieron sorprendiéndole de buena mañana. “Yo fui quien mató a Mortimer el Cojo.” “Calvo Sotelo = Sadat = OTAN.” Tal vez fuera el contraste ente los poetas ocultos y la seriedad de las gentes recién amanecidas por las calles, entre arquitecturas jóvenes que habían nacido ya viejas, sobre solares deshabitados de memorables caserones presumibles a través de los escasos supervivientes de su especie.

La vieja señora de los Rodríguez de Montiel ya no vivía en su clausurado piso del pasaje Lodares, escenografía de teatro italiano renacentista, neoclásico de un “pompier” gris inquietante bajo una bóveda de cristales fríos. En la oscuridad del pasaje se había refugiado todo el misterio de la ciudad, tal vez era de lo poco que quedaba de la fisonomía de un pasado, comercios tristes, portales semicerrados de escaleras enjundiosas hacia pisos donde los jóvenes ricos ya no querían vivir y servían ahora para profesionales centrales y céntricos.

El pasaje Lodares es lo más céntrico que hay aquí en Albacete, le confirmaron en una tienda de ultramarinos, donde interrogó sobre el queso manchego y la vieja señora.

– Según mis noticias está recluida hacia El Bonillo. Tienen buenas fincas por allí. Si he de decirle la verdad, hace años que no la veo y también años que no me han hablado de ella.

– ¿Y el hijo?

– Bueno, eso es harina de otro costal. De ése se ha hablado mucho últimamente por la desgracia que tuvo, pero tampoco le tengo visto hace la mar de tiempo.

De nuevo la parsimonia del paisaje manchego, sin saberse quién había empezado a aburrir al otro, si el cielo o la tierra. Las zarzas secas seguían en su locura de objetos malditos, movidos por un viento ciego, y de vez en cuando se dejaban atropellar por el coche con obstinación de suicidio. En la ruta de Barrax y Munera aparecían poblaciones en los cruces de carreteras o a lo lejos en torno a un cortijo noble ocre y blanco rodeado de la monotonía de tierras hibernadas, la vida agazapada bajo los terrones, en las márgenes verdigrises afeitadas por la cuchilla del invierno. De Munera a El Bonillo la carretera jugaba a subirse a los lomos excepcionales y hasta jugaba a las curvas con los cerrillos que en seguida precipitaban la vista del viajero hacia la fatalidad de la llanura.

Le desembocó el coche en una plaza situada junto a una iglesia neoclásica, ocre por fuera, verde por dentro. Carvalho entró para comprobar si la soledad de dentro era equivalente a la de fuera. Estaban solas las estatuas en su aburrido lunes, escayolados actores intérpretes de autocompasiones y amparos que a nadie conmovían. Ya fuera, al pie de una cruz de mármol comprobó la externa desolación de la mañana, a pesar del sol que sólo disfrutaban los hombres asomados a la balconada de un edificio noble y principal, desde el que trataban de adivinar la procedencia del coche del intruso y sus intenciones de forastero desconcertado en la laberíntica retícula de La Mancha. Pasaban mujeres afanadas rebozadas por tres o cuatro ropajes contra el frío, y su intento de iniciar la conversación topó con ojos prevenidos y confundidos por una voz que no era de las suyas.

– ¿La casa de los Rodríguez de Montiel? ¿Cuál de ellas?

– En la que habita la dueña.

– Pues eso no está aquí. Ha de irse como hacia Lezuza, en la carretera de Balazote, y no puede perderse. A diez kilómetros de El Bonillo la verá. Es una señora casa, la más grande de por aquí, cercada y con un portalón de piedra en la entrada de los carruajes. No tiene pérdida.

Se amontañaba suavemente el paisaje, se arbolaba en regueros vegetales de torrentera y pronto un camino prometió en el horizonte el caserío de los Rodríguez de Montiel. Carvalho siguió el camino, atravesó el dintel del portalón y llegó a un patio de tierra en el que reposaban dos tractores y un viejo jeep y correteaban dos niños rubios perseguidos por un perrillo. La inmovilidad de los niños ante el forastero que descendía del coche fue compensada por la aparición nerviosa de una mujer con delantal toalla para sus manos rojas.

– Esto es particular. La carretera lleva a Balazote, no hay que dejarla.

– No me he perdido, busco a la señora viuda de Rodríguez Montiel.

– ¿Qué se le ofrece?

Era una voz de hombre y por lo tanto no había podido salir de la mujer, ni de los niños. A su espalda crecía un hombrón con chaquetón de gabardina y pieles en las solapas, botos camperos, boina, gafas de concha y una nariz de gancho sobre un bigotillo fino.

– Preguntaba por la señora, don Martín.

Ahora estaban frente a frente.

– En efecto. He venido para entrevistarme con la señora viuda de Rodríguez Montiel.

– Pues ya es curioso, porque debe ser la primera visita que esta señora recibe desde hace por lo menos diez años. Perdone, pero si le da igual yo le atenderé, no está la pobre mujer para visitas. ¿De qué se trata?

– Ante todo debo presentarme, y perdone por mi desconsideración al no hacerlo de buenas a primeras.

– Igual le digo, porque no le he dicho mi gracia.

– Me correspondía a mí.

– No me disculpe.

Estaba el hombrón muy enfadado consigo mismo y recitó de corrido:

– Martín Cerdán Samaniego, para servirle. Soy el administrador de la finca.

– Yo me llamo José Carvalho y soy algo así como agente de seguros y me urge hablar con los Rodríguez de Montiel para asuntos relacionados con la desgracia ocurrida a la nuera de la señora.

– No sabía yo que hubiera nada pendiente.

– ¿No le ha dicho nada don Luis Miguel?

– Ése no dice ni los buenos días.

Con un ademán abrió camino el administrador para que Carvalho fuera tras él hacia el portal central de piedra y maderas trabajadas en otro tiempo por un buen artesano y luego abandonadas al sol y al viento. Una fría penumbra de zaguán de piedra sirvió de entrante a un despacho donde no habían otros útiles que una mesa historiada, con pie de forja, y archivadores metálicos de cuartelillo de la Guardia Civil. Un crucifijo sobre la mesa contemplando el papeleo ordenado y en la pared un cartel de piensos compuestos. En un ángulo humeaba una estufa cilíndrica de hierro, pero aún le quedaba mucho espacio al frío instalado desde el otoño en aquella estancia.

– Comprenderá usted que yo no puedo confiar mis asuntos a cualquiera. De hecho yo quisiera llegar hasta don Luis, pero no está en Albacete y nadie sabe decirme dónde se encuentra.

– Ni yo quiero que me cuente nada del señor, porque sus asuntos son sus asuntos y los de su madre los de su madre. Yo administro todo esto que es propiedad exclusiva de doña Dolores y nada tengo que ver con lo que le quede a su hijo. Si le he hecho entrar es para no hablar de todo esto a voces delante del servicio, por más confianza que se tenga en él. Los tiempos han cambiado y ya no quedan fidelidades como las de antes. No sé adónde vamos a parar.

– ¿Puede indicarme usted dónde encontrar a don Luis?

– No.

– Tal vez su madre lo sepa.

– No. No creo.

Había fruncido el ceño el administrador y se fue hacia la estufa para comprobar la carga. De un serón de esparto tomó cuatro tacos de madera tan recién serrada que aún desprendió polvo blanco en su breve recorrido hacia la boca ígnea de la estufa.

– Además no es una mujer que esté bien, ¿comprende? Si estuviera bien, pues bueno. Pero es que hay días que ni coordina, que ni se acuerda de que tiene un hijo, bueno uno, tiene siete, pero sobre todo ése, ése que tantos disgustos le ha dado. A mí desde luego no me ha dicho dónde está. Aunque tampoco me paso la vida preguntando por esa mala cabeza. Ya sé que no está bien que yo hable así del caballerete, pero, bueno, es que ha hecho cada una. A su padre, en paz descanse, a su madre y a su mujer, que, digan lo que digan, le aguantó más que nadie.

– ¿Se refiere usted a la muerta?

– A ella me refiero. Llegó a esta casa siendo casi una chiquilla y mala horma tuvo.

– ¿Vivían aquí?

– ¿Quién? ¿Don Luis y su mujer?

No, hombre, no. El señorito sólo venía aquí a saquear. Aquí durante años y años sólo hemos estado mi padre, en paz descanse, y yo, cuidando que no se muriera la gallina de los huevos de oro, y todos los demás, mientras tanto, viviendo como príncipes en Albacete o en Madrid o en las Chimbambas. Y luego, cuando ha sido necesario preocuparse por esto porque se iba a pique, pues si te he visto no me acuerdo. Todos los hijos tienen lo suyo, aquí y allá, el que no tiene una carrera tiene un pequeño negocio, todos menos el caballerete del que hablamos. Iba para notario, iba para ser una eminencia y sólo ha sido un golfo. No. No me cuente nada. No quiero saber nada del caballerete.

– Necesitaría hablar con la madre.

– ¿Tan importante es?

– Muy importante.

– No me la avasalle. Las cosas despacito. A veces entiende y a veces no. Yo ya no sé si entiende cuando puede o cuando quiere. Pero tampoco me importa -concluyó el administrador dejando caer con rabia la tapa redonda del fogón.

Corría el hombre más que andaba sobre los grandes ladrillos barnizados del zaguán y subió los escalones de piedra de dos en dos, bajo la mirada de señorones en sus cuadros impregnados de polvo y penumbra. Golpeó con los nudillos sobre un portón tan sólido como marrón y, sin aguardar respuesta, tiró del pomo de la puerta y se abrió ante ellos la perspectiva de un salón, donde envejecían damascos y alfombras a la pálida luz de invierno introducida por una balconada. Y junto a la balconada una mesa camilla con faldones y brasero de orujo, sol de calor para la anciana entregada a un sillón de cueros ajados. Vitrinas para lozas y porcelanas finas, platas repujadas, Diana cazadora de alabastro noble sobre una consola isabelina conservada por la inteligente piedad de la carcoma que le había tomado cariño. Y voces y músicas que salían de un aparato de radio último modelo, radio casete, con grabadora, un diseño aerodinámico recién importado del Japón, imposición de la estética del metal y el plástico y la electrónica en aquel cubil de anticuario: “¿Tú crees que el hijo de Carolina será niña o niño?” “Igual tiene gemelos, Silvia, no olvides, Silvia, que en la vida amorosa de la princesa han abundado las partidas simultáneas.” “Pero qué malo, qué malo eres.” Reía la anciana e invitaba a los dos hombres a que se acercaran.

– Señora Dolores, este señor ha venido a verla.

– Espere, espere. Es Silvia Arlet… Espere.

Toda su atención estaba concentrada en el diálogo sostenido por la locutora con su informante sobre cuestiones de vidas principales.

– Carolina de Mónaco espera un niño -informó la vieja a Carvalho, que asintió con una cierta convicción.

Proseguía el diálogo malicioso entre la locutora y el informante y el nervioso administrador paseaba por la habitación con las manos unidas en la espalda y una extraña obstinación por contemplar la evidencia de las puntas de sus botas. Carvalho había buscado una silla, la acercó a la mesa camilla, se sentó y recibió en seguida el calor desprendido por el brasero bajo las faldas escondido. Tenía a la vieja al otro lado de la mesa y la sonrisa de la mujer invitaba a seguir el malicioso programa radiofónico.

Cuando acabó el diálogo sobre la “jet society”, la anciana se abocó sobre el aparato y movió los mandos en busca de otra emisora.

– Ahora pongo “Protagonistas”, de Luis del Olmo, porque sale un chico muy simpático y muy guapo que se llama Tito B. Diagonal. Es muy rico y muy buen hijo. Siempre habla bien de su padre. ¿Le gusta a usted la radio?

– La oigo poco.

– Yo no sé qué haría sin la radio.

Antes también me gustaba la televisión, pero ahora ya no tanto. Me gustaba mucho cuando salía aquel jugador del Zaragoza, Lapetra. ¿Se acuerda usted de Lapetra?

– No.

– ¿Y usted, Martín?

El administrador detuvo su andariego rumiar y levantó los ojos hacia el viguerío del techo.

– Sí, señora, sí. “Los Cinco Magníficos”: Canario, Santos, Marcelino, Villa, Lapetra. A ella le gustaba Lapetra por el cabello -le aclaró a Carvalho.

– Tenía un cabello muy bonito. La televisión era en blanco y negro entonces, pero yo adivinaba que Lapetra era pelirrojo. También me gusta mucho “La jaula de las fieras”, es un programa de “Protagonistas”. Salen cuatro chicas y se meten con alguien importante. Voy cambiando. “España a las ocho”. Luego habla un chico que tiene una voz muy dulce y que se llama Aberasturi, debe de ser vasco, por el apellido. Y Silvia Arlet o Luis del Olmo, Tito B. Diagonal. Por la tarde “Clásicos populares”. Yo no sabía nada de música, y eso que de niña me habían enseñado a tocar el piano. Pero yo no sabía por ejemplo quién era Smetana. ¿Conoce usted a Smetana? Tiene un disco muy bonito que se llama “Allá en la Moldavia”.

Póngalo, Martín.

La anciana había revuelto un montón de casetes y de ellas eligió una que le entregó a Martín. Con rigidez facial pero pacientemente, el administrador adecuó el artefacto para que dejara de ser radio y se convirtiera en magnetófono. Introdujo la cápsula de música y prosiguió los paseos. Una música majestuosa, lírica, de ríos y valles se apoderó de la habitación embalsamada.

– Y luego “Directo-Directo, Tablero deportivo, El loco de la colina”. ¿Escucha usted al loco de la colina?

– No.

– Es una maravilla. Un chico delicado. Muy buen chico también. Todos los chicos que salen por la radio son muy buenos. Pero el loco de la colina es el mejor. Está solo en una colina rodeado de discos y de libros de poesías. A veces también invita a gente y se ponen a hablar despacito y en voz baja. Termina muy tarde y entonces me duermo, pero me despierto como si tuviera un reloj en el cuerpo cuando está a punto de empezar “España a las ocho”. Alguna noche también escucho a ese tan malo, a ese que se mete tanto con la gente, García.

Ése se merecería que le dijeran cuatro cosas. Siempre está enfadado. Un día le quise telefonear, pero dio la casualidad de que se habían cortado las líneas. ¿No es verdad, Martín?

Usted me dijo que no había línea.

– Yo mismo lo comprobé. -Y añadió para que sólo le oyera Carvalho-: A la una de la madrugada.

– La radio y el Cristo en la Cruz. Mis dos consuelos. ¿Ha visto usted el Cristo en la Cruz?

– No.

– Está en El Bonillo y es de un pintor muy importante.

– Del Greco -apostilló el administrador en un tono de voz que equivalía a un: sin ir más lejos.

– ¿Y la familia?

– Ah, la familia…

– ¿Cuántos hijos tiene usted, doña Dolores?

Guiñaba el ojo el administrador para que Carvalho se predispusiera a una respuesta sorprendente.

– Siete. Como los siete pecados capitales.

– ¡Muy bien! -aprobó don Martín-.

Y este señor precisamente es amigo de un hijo de usted y le está buscando.

Del señorito Luis Miguel.

– Ah, Luis Miguel, Luis Miguel.

Smetana estaba por los cerros de Úbeda de la Moldavia y la anciana se había ido a las secretas montañas de sus recuerdos.

– Luis Miguel, Luis Miguel.

También era muy bueno, muy bueno.

Tuvo mala suerte, pobretico hijo mío.

Era el más guapo de todos mis hijos, el más guapo de El Bonillo, de Albacete. Daba gloria verle cuando se vestía de cazador y se iba a la perdiz con sus hermanos, su padre, los amigos de su padre. Nunca viene a verme.

¿Por qué no viene nunca a verme, Martín?

– Pero le escribe. A mí me consta que le escribe, señora Dolores.

– Ah, sí, esas cartas.

Los ojillos de la anciana resbalaron sobre un montón de cartas asomados al cristal de una vitrina. La codicia de los ojos de Carvalho fue captada por el administrador.

– No hay remite en el sobre.

Era un aviso dirigido al detective.

– ¿Dónde está su hijo, señora Dolores?

La anciana no asumió la pregunta de Carvalho.

– ¿Qué le costaría venir a verme?

Yo siempre le comprendí y más de una vez me puse entre él y su padre. Mi marido era muy recto, muy recto. Demasiado a veces. Aunque un hombre nunca es demasiado recto. Antes de que nos echaran abajo la casa de Tesifonte Gallego, antes de que nos fuéramos a aquel piso del pasaje Lodares, daba gozo ver las fiestas, en el jardín, en primavera o en el otoño, cuando empieza el otoño, porque luego el invierno se mete aquí y no hay quien lo saque. Aquéllos eran los buenos años de mi Luis Miguel.

Luego se presentó un día con ella y ya nada fue igual. Su padre le dijo: primero termina los estudios. Pero no hizo caso. Llevaba cuatro o cinco años encerrado para sacar notarías y lo envió todo a tomar viento por ella.

Para el pago que dio. Una mujer trae la suerte o la desgracia a la vida de un hombre. Y eso que se lo enseñamos todo. Le enseñamos hasta a coger un tenedor. ¿Dónde está Encarnita, Martín?

– Murió, señora Dolores, ya lo sabe usted.

– Murió, sí, pobrecita. Dios la haya perdonado.

– ¿Y su hijo, doña Dolores, dónde está?

Los hombros de la anciana se encogieron, pero sus ojillos estudiaban a Carvalho.

– Es necesario que le encuentre para algo que le interesa mucho a él.

– ¿Le quiere vender algo?

– No. No es eso.

– Es que si le quiere vender algo pierde el tiempo. No le queda nada.

Es el más pobre de mis hijos. Bueno, le queda algo. Cosas que le dejó su padre, su parte de lo que produce esto y La Casica.

– Tengo que hablar con él. Son asuntos relacionados con el fallecimiento de su mujer. Seguros. Asuntos familiares. Urgentes.

– No veo a mi Luis Miguel desde la otra Navidad. ¿Por qué no vino esta Navidad? Cada vez vienen menos mis hijos. Este año faltaron cuatro.

Uno se me fue a unas islas que están muy lejos, unas islas en las que hace calor todo el año. ¿Por qué se han de ir en estos días de fiesta? Con la ilusión que me hace reunirlos. Quién sabe si podremos hacerlo el año que viene. Luis Miguel tampoco vino. No podía venir.

Respetaron su voluntad de enigma, su juego de mirar a unos y otros ojos en la duda de si eran capaces de adivinar su secreto.

– Está en La Casica. Si le ve dígale que le espero, que venga a verme, que lo pasado pasado está. Y en cuanto a Encarnita… es como una hija para mí.

– Encarnita murió, señora Dolores.

– Sí, murió, pobretica.

Pero ya había dejado de interesarle el tema y volvió a conectar la radio.

Recuperó la paz cuando un locutor y una locutora se turnaron en la información sobre la vida política y cultural local. Aquella mañana había comenzado una reunión de la junta del gobierno autonómico de Castilla-La Mancha. Salieron el administrador y Carvalho del salón y nada más ajustar la puerta a sus espaldas, el administrador masculló:

– Como una hija. Si no fuera por la edad que tiene habría que decirle cuatro verdades. Me la hicieron la vida imposible hasta que se hizo una mujer y los puso a raya. ¡Como una hija!

– Por lo que parece el hijo está en La Casica.

– Vaya usted a saber. Lo dudo.

– ¿Dónde está eso?

– Es una vieja propiedad que el señorito Luis Miguel heredó directamente de su abuela, está en el quinto coño, con perdón. Allá por el nacimiento del río Mundo.

La imagen del salto de agua que había visto en la habitación de El Corral se sobrepuso al rostro caviloso del hombre.

– No sé qué se le puede haber perdido allí. Pero está chota perdido e igual le ha dado la chaladura por ahí.

– ¿Se puede comprobar? ¿Se puede telefonear?

– No. Es una vieja casona situada justo al lado del nacimiento del río Mundo, Los Chorros le llaman por allí, eso está por el Calar del Mundo, junto a la sierra de Alcaraz. Lo mejor es que vaya hasta Elche de la Sierra y se desvíe hacia la derecha, en dirección a Riopar, de Riopar al nacimiento del río hay un suspiro.

Pero para no perderse pregunte por allí. Vaya sitio de meterse. Pero no se haga demasiadas ilusiones de encontrarle. Ése, como siempre, está en cualquier parte, es decir, en ninguna parte.

Era su intención recoger el equipaje en el hotel y marchar hacia Riopar sin entretenimientos inútiles, pero junto a la cuenta, el recepcionista le entregó una nota y en la nota una cita: a las ocho en el pasaje Lodares.

Sin firma, pero la sombra de la imagen del bandurriero se cernía sobre el papel cuadriculado y la escritura en una letra educada por la vieja caligrafía escolar de perfiles gruesos, diríase que escrita inclusive por un viejo portaplumas. Una tarde inmensa y gris se abría más allá de las puertas del hotel, de nuevo el viento inexplicablemente impotente contra unas nubes obsesivas. Volvió a dejar el equipaje en la habitación y se fue a estirar las piernas por la calle Tejares, donde sobrevivía lo que aún quedaba de la arquitectura manchega de Albacete. Era como una concesión museística a la historia de la vivienda, en el marco de una ciudad implacable para su pasado físico. El viento era el único habitante ululante de las calles que le llevaban hacia el cinturón urbano, mortecinas las luces de los comercios a medida que se alejaban del centro, vacíos los bares todavía a aquella hora de la tarde.

– ¿Ha pasado usted por delante del ayuntamiento?

– Hace rato.

– ¿Y no había gentío en la puerta?

– Pues no me he fijado.

– Es que se van a ver a ése, al que hace la huelga.

– ¿Quién?

– Un parado que se ha encerrado en el ayuntamiento y que no come y que dice que de allí no le sacan si no le dan un trabajo.

Estaban solos el dueño del bar y él. El dueño del bar prosiguió su monólogo entre cabezadas de premonición sobre la maldad de los tiempos presentes y lo horrible de los tiempos futuros.

– Y eso que aquí el paro se deja sentir menos que en otras partes. Eso por lo que me cuentan los clientes.

Pero ¿qué va a hacer un padre de familia que llega cada noche a su casa con una mano detrás y otra delante?

Salió a la calle Carvalho, con la noche cerrada por testigo de sus ganas de volver a casa, a los guisos de Biscuter, a la cháchara quejica de Charo, al no tener nada que hacer o al tener algo menor que hacer, pero volver a horizontes propicios donde su vida tuviera algún sentido. Faltaba una hora larga para las ocho y estaba en la desembocadura de una calle llamada Alférez Provisional en la avenida Rodríguez Acosta, junto al parque de los Mártires.

Si usted hubiera visto el barrio antiguo, allí en el Alto de la Villa, la vida alegre que había. Pero no dejaron nada y ahora ya lo ve usted, el progreso, Albacete es el Nueva York de La Mancha, o algo así. No sé quién lo dijo. Un señor importante. De Madrid.

Estaba quejoso el hombre del bar y al mismo tiempo gozoso por dar Albacete para tanta conversación y Carvalho lo recordaba ahora como el único interlocutor gratuito en varios días.

Lo peor de estos viajes es el silencio. Te estás haciendo viejo. Acaso no era la ciudad como un mar gris sin orillas, como un mar dentro de otro mar, La Mancha invernada, otro invierno de piedra, otro invierno por otros procedimientos, irrealidad de la vida y, sin embargo, muchachos y muchachas resucitaban a estas horas en las discotecas, entre susurros y gritos, ciudadanos en esta estepa inventada por un loco parsimonioso. Y al entrar en el pasaje Lodares le sobrecogió la quietud teatral de la arquitectura de “atrezzo”, macilentas luces de bombillas insuficientes, opacos los cristales del techado y palcos para el espectáculo, las balconadas acristaladas colgantes sobre el pasaje a uno y otro extremo, instrumentos para la contemplación a distancia entre dos familias en otro tiempo poderosas y, hoy, obsoletos palcos para un espectáculo prácticamente inexistente sobre el escenario de un pasaje omitido. Y, por omisión la soledad de un recorrido, arriba y abajo, a la espera de la aparición de lo anunciado, por delante o por detrás, tal vez la muerte y la simple mención mental de la palabra hace caminar a Carvalho ladeado, para no dar del todo la espalda a la muerte y verla venir aunque sea de perfil.

Mas lo que viene es un bulto de hombre cojo que de cerca tiene las mejillas color vino y los ojos dormidos por antiguos alcoholes.

– ¿Pepe Carvalho es su gracia?

– Sí, señor.

– Pues vengo de parte del señor Martín, el administrador de El Bonillo. Que no vaya usted para Riopar que ahí no hay nada, que en cuanto usted se marchó se desdijo la señora y confirmó lo que todos sabíamos, que el señorito Luis Miguel está en el extranjero.

Tenía el mensajero la mirada boba o miraba más allá de Carvalho, y allí estaban a su espalda y a una distancia suficiente otros dos bultos que fumaban en la oscuridad y miraban el cielo o la tierra, por mirar.

– Poco ha tardado el señor Martín en convencer a la vieja de que dijera la verdad. De El Bonillo a aquí apenas he estado una hora, y a mi llegada ya me esperaba su mensaje.

– El señor Martín me ha telefoneado en seguida, nada más marcharse usted.

Casi todas las ventanas permanecían apostigadas. Ranuras de luz para una vida oculta e ignorante de lo que ocurría en el pasaje.

– Así que se va usted para su pueblo, ¿no, paisano?

– Pues tendré que irme. Aunque me han dicho que el nacimiento del río Mundo es muy bonito y tal vez me acerque para verlo.

– Poco que ver y malos caminos.

Eso en primavera o en verano.

– Y me han hablado de extrañas costumbres, de los animeros por ejemplo.

¿Conoce usted a un animero muy famoso de la zona de la sierra?

– ¿Un animero?

Definitivamente los ojos enrojecidos y poco inteligentes miraban más allá y convocaban la alerta de los otros dos hombres, que se enderezaron y dieron la cara hacia donde estaba Carvalho para avanzar hacia él.

– Un animero, sí, que siempre va con el guitarrico.

– Pues no recuerdo yo haberle visto.

– Se llama o le llaman el “Lebrijano” y tiene cara de hijoputa y mal bicho.

No soportó bien el cojo el insulto al animero y se echó hacia atrás para ganar distancia e impulso en el momento en que Carvalho vio el inicio de la carrera de los dos hombres que tenía a su espalda. Se echó Carvalho sobre el cojo y pensó derribarle de un empujón con las dos manos, pero tenía el lisiado el aplomo de su peso, trastabilleó pero mantuvo la vertical y cruzó ante Carvalho un molinete de bastón que le rozó las narices y le cortó el paso al tiempo que llegaban los otros. Pegó esta vez Carvalho una sañuda patada en las partes blandas del cojo, que mugió como si hubiera recibido la puntilla en la cerviz y se dobló con la mala suerte de que la sola pierna no le fue suficiente y cayó de lado. Saltó Carvalho por encima de él, ya con el aliento agresivo de los perseguidores en el cogote, aliento que se hacía palabras amenazadoras e insultantes sin resuello. La carrera le acercó más lentamente de lo que hubiera querido a la salida del pasaje Lodares, bajo la indiferente balconada inútil a la que nadie se asomaba a presenciar el espectáculo. Mientras corría, ahora lejos del corsé del pasaje Lodares, recodaba la escena vivida como un ensayo general, sin espectadores, de una obra, probablemente clásica, en la que la víctima se niega a la fatalidad de su muerte. Se mezcló entre el gentío relativo que se había echado a la calle Mayor y se metió en una tasca donde el tabernero servía tapas de tierra adentro, sólidas, pringosas, sabrosas, picantes y recalentadas por el procedimiento de retirar porciones de mercancía y metérselos a través de una ventanilla de oficina a su mujer enjaulada dentro de una cocina, turbia de aspecto pero con aromas sugerentes.

Fotografías con las mesnadas del Barcelona F. C. y del Real Madrid, hablaban de la exquisita neutralidad épica de la casa, y Carvalho, con el resuello agitado y la alerta en los nervios, se metió una botella de Estola en el alma acompañada de una inacabable tapa de morro azafranado y oleoso, que le sentó como una vaselina del espíritu. Tenía un cansancio profundo en los nervios que se le fue bajando por el cuerpo, como buscando el centro de la tierra, y cuando volvió al hotel entre recelos eran los pies los que le pesaban como plomo, plomo que las dos botellas de Estola y las cinco tapas de morro le habían metido en la cabeza y en el estómago.

Cerró la puerta de la habitación por dentro y se tumbó cara al techo con la adquirida, profunda convicción de que había descubierto otra forma de suicidio.

Le aconsejaron tomar la carretera de Hellín y una vez allí coger a la derecha la comarcal de Elche de la Sierra. La Mancha le acompañó casi dormida hasta que un pequeño río Mundo, a partir de Elche de la Sierra, le mostró los valles que había abierto su dentadura de agua a través de los siglos y, a medida que avanzaba hacia los orígenes del río, un sol dulce con poquedades de invierno resaltaba los contrastes vivos de un paisaje de montaña, vegetaciones de país con aguas de paso, enebros, pinos, encinas, jaras, romeros, pero también las copas desnudas y pulposas de las nogueras a la espera del milagro de la primavera.

Y fue en el cruce de Molinicos donde detuvo el coche para auscultarle los jugos interiores y donde de pronto pensó que tal vez iba a una encerrona, sin dejar por el camino las migajas que a Pulgarcito le habían servido para volver a casa. Molinicos estaba allí, en una hondonada del terreno hacia la que descendía una carretera secundaria y le dio por acercarse a las estribaciones del pueblo y pedir por el señor alcalde a la primera vecina que se encontró. Le parecía a la mujer que el señor alcalde no estaba, porque últimamente viaja mucho a la capital.

– ¿A Madrid?

– Pues no es a Madrid. La capital es Toledo.

Sin duda el mapa político de España había cambiado y Carvalho no se había puesto al día.

– Compruébelo usted mismo. El alcalde vive en la primera casa que se encuentra al entrar al pueblo. Es una casa nueva. No recuerdo el piso, pero ya le dirán.

Se detuvo Carvalho, con su extranjería a cuestas, ante la casa y no tardó en aparecer en la ventana una mujer joven que indagó sobre sus indagaciones.

– Busco al señor alcalde.

– Pues mi marido no está, pero con mucho gusto le atiendo.

Era la alcaldesa una mediterránea de ojos grandes y hablar decidido, de Valencia por más señas, con un niño que ejercía la operación de caminar por entre los muebles con la seguridad que le daba el exacto conocimiento de los cuatro puntos cardinales del piso, donde deambulaba un instalador de calefacciones con el metro plegable en ristre, al tanto de las explicaciones de la alcaldesa y una muchacha.

– Es que en estas casas nuevas hace un frío que pela. ¿Luis Miguel Rodríguez de Montiel, ha dicho usted?

Es que ni mi marido ni yo somos de aquí. Estudiábamos en Valencia, allí nos casamos y un buen día él se decidió a venir a rehabitar una vieja casa que su madre tenía en la sierra. Yo también me vine, y cuando se murió Franco, todos estos pueblos salieron de una dormida política que no veas y mi marido y yo ayudamos a que la gente tomara conciencia y a que dejaran de mandar los que habían mandado siempre.

– ¿Del PSOE?

– Del PSOE. Aquí pocos matices. O el PSOE o los otros. Ahora recuerdo ese nombre. Es una familia de Albacete, pero yo creía que esa casa estaba cerrada. Es una casona, aunque se llama La Casica, situada al ladico mismo del nacimiento del río Mundo, a la espalda del Calar del Mundo, frente a la sierra de Alcaraz.

– ¿Le dice a usted algo el nombre del “Lebrijano”?

– Y a quién no. Ése era un matón al servicio de los caciquillos de la sierra. Era un correveidile. Más de una paliza se ha dado por aquí por las confidencias del “Lebrijano”. En cuanto había un rebelde, fuera por lo que fuera, el “Lebrijano” lo denunciaba, subían para allá y patapim patapam.

– Ahora las cosas han cambiado.

– Han cambiado y para bien. Ya no hay aquel salvajismo y aquel miedo de la posguerra.

Se quejó Carvalho de lo difícil que le iba a ser encontrar él solo el camino del nacimiento del río Mundo.

Le pidió la alcaldesa que le diera tiempo para dar instrucciones al de la calefacción y con mucho gusto le acompañaría, porque su marido estaba en la capital de la comunidad autónoma, como miembro que era de la junta del gobierno autonómico de Castilla-La Mancha. Media hora después estaba la alcaldesa-guía instalada en el coche que avanzaba hacia Riopar. Se llamaba Elena, le dijo, y no, no añoraba la luz del Mediterráneo, aunque le había costado adaptarse a la tierra adentro y al frío de la serranía, donde primero había vivido con su marido, en una casa que aún estaban arreglando y a la que algún día volverían para siempre, porque esta sierra ya no la veía como pasado o presente, sino como futuro.

– ¿Sabe usted lo que significa que aquí, en Molinicos, se estén dando clases de música? El ayuntamiento ha contratado una profesora para los niños.

De Riopar salía la carretera de montaña que se iba en busca de la sierra de Alcaraz y que de pronto ofrecía una desviación hacia Los Chorros, el nacimiento del Mundo. Y donde terminaba el camino asfaltado empezaba una ancha vía de pedriza entre frescores de alta montaña, pinos abetos en descenso hacia el primer remanso del río ya adivinado por el canto del agua en su caída. Y más allá de un recodo, la aparición repentina de un acantilado jiboso del que brotaba, como abriéndose paso, la cuchilla de agua del que sería río Mundo unos kilómetros más abajo y ahora chorros de agua lamientes sobre una jiba de roca tapizada por el verdín, contemplándose en las primeras aguas aquietadas. Era imposible no escuchar el canto propicio del centro de la tierra enviando a la superficie sus aguas preferidas para formar un río que, nadie sabía cómo ni por qué, pero se llamaba Mundo, había adquirido la responsabilidad de llamarse Mundo, en un rincón de una sierra de Albacete.

– ¿Sabe usted por qué se llama Mundo?

– No.

Pasarelas de troncos subrayaban el camino de descenso de las veredas hacia remansos inferiores y allá abajo se veía ya la presencia convencional del río iniciando el descenso hacia sus muertes.

– ¿Llega al mar?

– De momento va a parar al embalse de Caramillas, en el límite con Murcia, y luego debe ir al Segura, que es un río importante. -La alcaldesa señaló la cortina de agua-. Detrás del chorro hay una cueva. Se sabe dónde empieza pero no dónde termina.

Hace años se metió dentro un francés y nunca más ha salido. Cuidado que han entrado expediciones en su busca, pero ni rastro. Y por aquel camino arriba se llega a La Casica, ya ve usted las barras de hierro y la cadena que impide el paso. Tendrá que dejar el coche aquí. ¿Quiere que le acompañe?

– No es necesario. Mi visita no será larga. Si me retraso más de media hora toque usted la bocina, así podré pretextar una urgencia y tendré excusa para marcharme.

– Haga su trabajo con calma, que no tengo prisa.

Era inevitable caminar sin dejar de mirar el prodigio de las aguas nacientes de una ranura abierta en los altos peñascales, que ultimaban contra el cielo una escenografía de primer día de la Creación, a la medida de un país sin aires ni espacios para permitirse unas cataratas Victoria o simplemente las del Niágara. Camino arriba, en un recodo, desaparecía la presencia de Los Chorros para reaparecer diez metros más allá, al tiempo que se veía el final de la ancha senda: dos pilares de piedra entre los que encajaba una alta puerta de hierro y la leyenda en placa metálica lacada y desconchada: “La Casica.” Y tras la puerta mal cerrada por un candado momificado por el óxido, el esplendor recoleto de un patio cuadrado, resguardo de calor y de luz para una mágica vegetación de laureles, naranjos bordes y la inevitable noguera en su vejez desnuda. Claustro con las cuatro esquinas sostenidas por columnas de piedra de capital corintio, vigas de maderas eternas, como la balconada bajo un alero de tejas melladas, adelantada a un corredor al que se cerraban más que abrían puertas anchas y ojivales. Aquí y allá la enramada hibernada de los glicinios y la omnipotencia de la luz de montaña forzando los ojos a la invasión del contorno más puro de las cosas. Nada que no fuera la maravilla del lugar se oponía al avance de Carvalho hacia una puerta lateral abierta a una amplia escalera de piedra perdida en las oscuridades altas de la casona. Carraspeó Carvalho, dio voces convencionales que había aprendido en los libros y, al no llegarle respuesta, subió los peldaños con humilde cautela, para que cualquier observador disculpara la osadía de un intruso que intentaba no serlo. Al final de la escalera, los ojos acostumbrados a la oscuridad adivinaron un distribuidor con el suelo de ladrillo, un arca trapezoidal de madera claveteada y un ángel polícromo con las pinturas entre el desconchado y el polvo. Junto al ángel una puerta y, tras la puerta, un salón con chimenea de piedra labrada en la que ardían troncos, una mesa central, sillas oscuras y a contraluz de una ventana que se abría a la distante sierra de Alcaraz, dos hombres y una mujer. La mujer, la “Morocha”, uno de los hombres, el animero del guitarrico y más allá, con una escopeta entre las manos, un mocetón con cara de perro que miraba a Carvalho y luego al animero como si esperara una orden suya para empezar a disparar.

– Adelante, hombre, adelante. Como si estuviera en su casa.

– Más bien parece la suya.

– ¿Se puede saber qué se le ha perdido por aquí?

Era la “Morocha” la más encrespada y el animero le tiró de un brazo para que no se fuera hacia Carvalho.

– Pues he venido a ver a un amigo, el alcalde de Molinico, y me he dicho, acércate a ver si por casualidad está allí don Luis Miguel. Me ha acompañado la alcaldesa y se ha quedado al pie de Los Chorros esperándome.

Se miraron el mocetón y el viejo.

No fueron necesarias las palabras.

Se despegó el joven del muro, rebasó a Carvalho y salió de la estancia.

El viejo se pasó una mano por la cara y lanzó el aire del desaliento que al parecer llevaba dentro.

– Señor, señor. Con lo sencillas que son las cosas y cómo nos complicamos a veces la vida. Usted se complica la vida y nos la complica a los demás.

– Yo sólo quiero ver a una persona y usted hace lo imposible para que no la vea.

– Si usted se sincerase. Si me dijera, mira, “Lebrijano”, se trata de esto o de aquello, y yo le contestaría, pues hombre, esto sí, aquello no, o aquello también. ¿Me entiende?

– Déjalo papá que éste es de los de colmillo retorcido.

La palabra papá en labios de la “Morocha” daba otra dimensión al “Lebrijano”. A la espalda de Carvalho ya estaba de vuelta el mocetón, adivinó su respiración de corredor antes de que dijera:

– Sí. Hay una mujer donde arranca el camino. Y un coche.

– ¿Por qué no la ha hecho usted subir? ¿Por qué hacerla esperar ahí fuera con este frío?

Carvalho se encogió de hombros.

Era odio lo que le enviaban los ojos negros de la “Morocha”, y el animero paseaba ahora en círculo, como dando vueltas en torno de sí mismo.

– Don Luis Miguel está aquí. Yo quiero verle.

– Tú no le ves porque a mí no me sale del carnet de identidad -dijo la “Morocha” llevándose la mano al pubis.

Había un cierto contraste entre la delicadeza morena de sus hechuras y el canallismo de la voz de mujer rabiosa.

– Vamos a ver, amigo. Vamos a ver si usted nos aclara el asunto. Porque las cosas pueden ser simples, muy simples. ¿Qué quiere usted de don Luis Miguel?

– Que me hable de su mujer.

– ¿De qué mujer, tío borde? ¿De qué mujer hablas? ¿De aquella asquerosa que acabó como se merecía? ¿Era ella su mujer?

– Carmen, cálmate.

La “Morocha” se llamaba Carmen, anotó mentalmente Carvalho como un dato circunstancial perfectamente inútil.

– No quiero. ¿Qué se ha creído este tío? Que puede llegar aquí y acojonarnos a todos, eso es lo que quiere. Aquí no hay más mujer de Luis Miguel que yo.

Pasó el animero a primer plano e indicó a Carvalho que le siguiera.

Los dos hombres salieron de la habitación perseguidos por el discurso histérico de la mujer, en el que de cada cuatro palabras una era un insulto contra el forastero o contra la vida. La estancia contigua era un pequeño comedor, cercano a la cocina, adivinada más allá de un torno con mostrador de mármol.

– Vamos a hablar de hombre a hombre.

Se sentó el animero en una silla con el respaldo por delante y se sacó un mondadientes usado del bolsillo superior de la chaqueta de pana.

Jugueteó con el palillo bailarín entre los labios, mientras discurría sobre la situación y las posibilidades de futuro.

– Imagínese usted que ve a don Luis Miguel. ¿Y qué? ¿Qué va a sacar usted de eso? Lo pasado pasado está y más vale no remover la mierda.

La policía ya hizo lo que pudo entonces, hace meses, y las cosas están como están. Un día u otro encontrarán al asesino, peor para él, el que a hierro mata a hierro muere y una historia desgraciada más, que nunca debió comenzar. Aquél fue un matrimonio desgraciado. Aquella pobre chica acabó siendo un mal bicho, probablemente a pesar de ella, vaya usted a saber, pero amargó la vida del hombre con el que vivía. ¿Que él era un putero y eso no le gusta a una joven casada?

Bueno, eso se pude discutir. Pero que al final le tratara como a un perro, eso no, que al final fuera mi hija la que tuviera que cargar con el muerto, eso no estaba bien y ella aún se regodeaba maltratándonos de palabra en cuanto nos poníamos delante, sobre todo yo, y sin ninguna consideración para el niño… porque hay un niño…

vaya si hay un niño, con los papeles por delante y Dios por testigo que hay un niño. ¿No lo sabía usted?

Sacó el animero la cartera del bolsillo trasero de su pantalón, le quitó la goma que reforzaba su cerrazón y de sus pliegues sacó la foto de un niño vestido de almirante en su primera comunión.

– Mi Luisito, el hijo de mi hija, mi nieto. Hijo de mi hija y del señorito Luis Miguel, ya ve usted que estoy dispuesto a decírselo todo porque de hombre a hombre nos entenderemos.

El niño era un morenito melancólico, con los ojos tristes y una cierta belleza relacionada con la de su madre.

– Lo hemos tenido internado al pobrecico en Hellín, porque en Albacete hubiera ido la historia de boca en boca y no habría podido levantar la cara de vergüenza el angelico. Ya ve usted, amigo, lo que es el destino, a mis años me dejaría matar y mataría para asegurarle el porvenir a este angelico que ninguna culpa tiene de que su madre sea lo que sea y su padre esté como esté. Pasaré por encima de todo lo que impida normalizar la vida de este niño, ahora que ya no hay obstáculos legales. He de comunicarle que mi hija y el señorito Luis Miguel están a punto de contraer matrimonio, por la vía rápida, en un apaño justo a los ojos de Dios, que está tramitando un primo mío, padre escolapio de Albacete.

– ¿Y el señorito Luis Miguel, como usted le llama, sabe que su novia sigue trabajando en El Corral?

– Hay que cubrir las apariencias hasta que todo se haya arreglado. La boda debe llegar por sorpresa, sin que se aperciba ningún miembro de la familia y mucho menos los hermanos del señor, que son unos interesados.

– ¿Cómo se enteraron de que la vieja me había dicho que su hijo estaba aquí?

– Le hemos tenido que seguir a todas partes y en El Bonillo bastaron cuatro hostias para que el administrador cantara “La Parrala” en cuanto usted se marchó. Ése de la escopeta es mi hijo, el cojo del pasaje Lodares es mi hermano, y los otros dos que estaban con él, mis sobrinos.

– Han formado una empresa familiar.

– En mi familia siempre hemos sido así, uno para todos y todos para uno.

– Y el negocio consiste en casar al señorito.

– De negocio tiene poco ya, porque poco le queda. Pero lo poco que le queda, bien llevado y con gente trabajadora por medio como nosotros, tirará adelante. Lo más importante es lo del niño. Me ha quitado el sueño desde que nació hace diez años. Y cuando se murió la señora, en paz descanse, porque mal sí le deseé más de una vez, pero a Dios pongo por testigo y que me muera yo y mi hija y mi hijo y el angelico ése si miento, si moví ni un dedo para hacerle daño. Fue la providencia la que se cruzó en su camino para hacer justicia.

Tenía el viejo dos dedos cruzados y los besaba como si fueran la cruz misma del calvario.

– ¿Qué sabe usted del asesinato de Encarna?

– Lo que se escribió, que gracias a la influencia de la familia fue poco en la prensa de la provincia, y lo que se habló. Pero hacía tiempo que podía sospecharse un final tan malo, porque no era lógico que ella fuera tanto de viaje a Barcelona. Ya sabemos por aquí que en Barcelona hay buenos médicos, pero es que a ella le salía algo malo cada tres meses y hala, a Barcelona, que si los ovarios, que si el riñón, que si el hígado y venga viajes y venga facturas, que aquí lo tenemos todo clasificado y yo mismo he metido la nariz en la contabilidad por ver de salvar lo que se pueda.

– ¿Hay facturas comprobantes de esas visitas?

– Las hay.

– Entonces puede ser cierto lo de la enfermedad.

– Tenía algo delicado el hígado y la habían operado de no sé qué. Pero cuando la policía investigó, los doctores esos de Barcelona dijeron que no le habían encontrado nada grave y que la tenían por la clásica chalada que se inventa males. Pero eso sí, cada tres meses, Albacete-Barcelona, como si las enfermedades le vinieran con regularidad, como si tuviera un menstruo cada tres meses.

– ¿Y el marido cómo se lo tomaba?

– Al principio le daba igual porque se sentía más libre, las visitas a Barcelona duraban sus buenos quince días, que ésa es otra, ya me dirá usted si iba de consulta médica en consulta médica, para pasarse quince días en una ciudad que no era la suya.

Y en la que ni siquiera veía a sus parientes, pensó Carvalho, ni a su hermana; sólo fue al entierro de su madre y llegó como una rica extranjera, viajera desde el país del chic y la riqueza.

– Le daba igual porque así él, mientras tanto, podía hacer de las suyas. Pero luego las cosas cambiaron y ella le trataba como a un trapo.

– ¿Por qué cambiaron?

– ¿Que por qué cambiaron?

El viejo sonreía y su mudo sarcasmo podía dirigirse contra Carvalho, contra sí mismo o quizá contra algo que aún no había aparecido, algo que retenía hasta el momento adecuado y en sus ojos burlones se veía la vacilante consideración de si ese momento había llegado o no.

– Sígame.

Era el inicio de un mutis, pero no el final de una escena efectista, sino el comienzo de otra. Carvalho siguió al animero más allá de la estancia, salieron al corredor porticado y empujó el guía un portón recio que al abatirse mostró una habitación dormitorio a media luz. Cama alta de doble colchón y en el centro bajo las mantas un cuerpo largo pero delgado que correspondía a aquella cara lila y barbada que reposaba sobre la almohada.

– Señorito Luis Miguel, que soy yo, el “Lebrijano”, que aquí traigo un amigo de visita que quiere saludarle.

El yaciente parecía no haber oído la introducción del viejo, que en voz queda y gestos semiocultos invitaba a Carvalho a acercarse hasta la orilla del lecho. Señaló toda la extensión del precadáver.

– Aquí lo tiene. Lo tenemos malito desde hace tiempo. ¿Verdad, don Luis Miguel? Está así desde hace meses.

Esto es progresivo. Le empezó hace casi tres años. Los huesos.

Los huesos. Y en lugar de ojos había pómulos, porque las pupilas estaban hundidas en un pozo de sombra para emitir la perplejidad de un hombre condenado al constante espectáculo de un techo.

– Se puede levantar y tiene energía para estar de pie una hora, no mucho más. Pero luego le duele todo y se nos viene al suelo. Cuando está mi hija le cuida mi hija, y si no, mis nueras. Tiene obsesión por ver a su madre y a veces le escribe, pero lo mínimo porque todo le cansa, hasta comer le cansa, y tiene un brazo, el izquierdo, como si no lo tuviera, yo no sé si es que ya no le queda voz para quejarse, pero mire.

Se sacó el viejo el mondadientes de los labios y lo clavó repetidamente en el brazo izquierdo del enfermo sin que nada indicara que le molestaran los pinchazos.

– ¿Ha visto usted algo igual?

Pinche. Pinche.

Le ofrecía el viejo el palillo a Carvalho y, al no ser aceptado, lo devolvió a los labios, donde prosiguió su carrera de mondadientes saltarín, agitado por el secreto ritmo mental del animero.

– Es que hay que ver el misterio del cuerpo humano. Hay quien se cae de un séptimo piso y tan campante y hay quien no puede ni pegarse un pedo sin romperse.

La cabeza del esqueleto se ladeaba como en busca de la fuente de los ruidos que habían penetrado en su universo de sombras.

– Soy yo, señorito Luis Miguel, el “Lebrijano”. ¿Quiere que venga la “Morocha”? Ha venido de Albacete para cuidarle.

Tuvo la cabeza fuerzas para hundirse entre los hombros o eran los hombros los que habían subido para respaldar el ademán de indiferencia de la cabeza.

– ¿Qué quiere usted, señorito? Sus deseos son órdenes.

Acercó la oreja el viejo a los sabios del enfermo y se retiró cabeceando.

– ¿Pero no ve que la pobrecita se llevaría un disgusto? Eso cuando esté usted mejor. Después de la boda iremos a ver a la señora y verá qué alegría le damos. Es que quiere ver a su madre, pobre hombre. Ya ve usted lo que somos y cómo somos que en los momentos en que estamos más en pelotas ante el destino nos acordamos de nuestra madre.

Era Carvalho el destinatario de la reflexión, que proseguía:

– Y yo me planteo a veces, sobre todo cuando leo en los periódicos noticias de esas de que los niños nacen en probetas, como en Barcelona, sin ir más lejos, que en los periódicos del otro día salía que habían conseguido un niño en un tuvo, uno de los médicos por cierto que visitaba la señora, según consta en factura, pues bien, esos niños probeta ¿también reclamarán a su madre cuando estén en horas malas?

No le dio tiempo a Carvalho ni para meditar ni para contestar. Le expulsaba de la habitación su avance decidido y el anuncio que dirigió al enfermo.

– Nosotros nos vamos, pero en seguida viene la “Morocha” y me lo deja como nuevo.

Y ya en el corredor es Carvalho el que le retiene por un brazo y le obliga al cara a cara.

– ¿No se ha movido de esta cama desde hace meses?

– Primero estaba en Albacete, pero cuando mataron a su mujer, después del viaje a Barcelona para la identificación, nos lo trajimos aquí. Desde entonces ha ido de mal en peor.

– ¿Y su familia no lo sabe?

– Primero él lo ocultó todo el tiempo que pudo y ahora somos nosotros los que no soltamos prenda, no fueran a ponerse por medio y hacernos la pascua.

– ¿Y van a casarle en camilla?

– Puede levantarse de vez en cuando. Le ponen una inyección que nos dio el médico y se levanta y hasta se mueve un poco. Pero no dura mucho.

No le gustaba al viejo lo que veía en la mirada de Carvalho.

– ¿Qué mal hacemos? El señorito no dura ni un año, eso está claro y si no lo arreglamos así dejará un huérfano muerto de hambre e hijo de puta, las cosas claras, es mi hija, pero es lo que es. Y mi Antonio, mi hijo está en paro y aquí hay trabajo para todos, un puesto para mi hija y un futuro para mi nieto. ¿A quién le hacemos daño? Yo he ido de aquí para allá haciendo el saltimbanqui de la sierra y el guitarrista de cuatro señoritos de Albacete. A mis años me merezco un descanso y aquí estoy a gusto. Esta casa es más mía que de ése.

Ése era el moribundo que acababan de dejar. De retorno a la habitación del primer encuentro, la “Morocha” ya parecía calmada y sólo se alteró cuando sonaron los bocinazos que Carvalho había recomendado a la alcaldesa.

– Es para mí. Debo marcharme y mi acompañante me lo recuerda.

– ¿Y bien?

Era la “Morocha” la que pedía a su padre el veredicto.

– Este señor es un caballero y sabrá comprender.

– De cuanto Encarna hacía o deshacía sin que su marido lo supiera ¿quién sabe algo? Tenía alguna amiga íntima o no tan íntima, en Albacete.

Alguien a quien pudiera confiarse.

– No. Nunca fue muy bien aceptada y, aunque todas las mejores familias de Albacete son culo y mierda, es decir, se ven entre ellos, se hablan entre ellos, se mezclan sólo con los suyos, y a pesar de los años que ya llevaba allí, siempre fue una bestia rara. Con el tiempo aprendió a recibir, a montar copeteos y a tomar el chocolate con las señoras. Pero poca cosa más. Seguía siendo, en el fondo, la misma chica huraña que el señorito se trajo de un pueblo de Murcia, de Mazarrón, creo, o de Cartagena.

– De Águilas -apostilló la “Morocha” con el tono del que no desconoce ni un detalle del enemigo.

– ¿Y en Águilas?

– Se carteaba con una tal Paca que vivía allí todavía.

– ¿Tiene la dirección? ¿Algún sobre de carta?

– No. Lo tiré todo. Su ropa, sus cartas, sus retratos, todo lo que encontré.

– Pues muy mal hecho, Carmencita, porque ya ves que habría podido ser de utilidad para el señor. Ya te he dicho mil veces, y os lo he dicho a los dos desde que erais bien pequeños, que antes de tirar una cosa hay que pensárselo dos veces, porque el día de mañana puedes necesitar lo que hoy tiras. Y esa prudencia te la enseña la vida, no hay más cojones, ya ve usted amigo lo que somos. Ya puedes apalear experiencia hacia los otros, que se la meten donde les cabe y luego hemos de escarmentar en nuestra propia desgracia.

– Este tío ahora se va con el cuento a la vieja y a pedir comisión.

– Que no se va con el cuento y que además ya todo está casi hecho. La boda es pasado mañana, amigo, y si quiere quedarse para disfrutar el festejo está invitado.

– ¿De qué festejo habla, padre?

– Del que celebraremos nosotros, en familia, pero con la alegría que nos merecemos.

Abrió la marcha el animero al despedido huésped y pasaron ante el hijo manoseador de escopeta que no despedía a su gusto al forastero. Pero la autoridad del padre fue suficiente.

Ganaron el patio cuya armonía se había impregnado a los ojos de Carvalho de la sordidez de la historia. Iba el viejo alegre y canturreaba.

– Tenía usted que haberme visto hace un mes cuando estaba en su apogeo lo de las Ánimas. Yo no soy de aquí, pero como si lo fuera. Me sé oraciones y canciones que ya nadie sabe. ¿A que es hermosa?

Era hermosa, según el animero, la línea profunda del cielo sobre la sierra de Alcaraz, a la izquierda el recuperado ruido bronco del agua recién nacida del río Mundo, y en una perspectiva de abismo, las laderas con los pinos, como si corrieran a tumba abierta hacia el valle del río.

“Atravesaron siete sierras un río y una montaña y encontraron la cordera que estaba ya degollada.

Se la trajeron al amo para el día de la Pascua”.

Había recitado el viejo con los ojos diríase que fijos más allá de las cumbres.

– Es un viejo romance de la sierra de Alcaraz, y a usted le pasa algo parecido. Hay que buscar a la cordera cuando está con vida, no cuando ya está degollada. El muerto al hoyo y el vivo al bollo.

Ni se volvió Carvalho para despedirse del jefe de aquel clan de carroñeros. Tal vez valía la pena asegurar el inmediato porvenir de un hijo de puta de diez años, y en esto pensaba cuando reapareció la alcaldesa frotándose las manos junto al coche y dando paseos para evitar convertirse en carámbano. Se disculpó Carvalho por el retraso y dio alguna explicación sobre el mal estado del señor de la casa y sobre la noticia de la inminente boda con la hija del animero.

– Bien se lo habrá procurado ese tío siniestro. Lo convirtieron en institución cuatro caciques y ahora nadie lo puede ver. Lo de los animeros era algo espontáneo, popular, como las bandas de música de mi tierra. A ése en el fondo siempre le han considerado un extranjero que se hacía necesario, aprovechándose de la miseria moral de los demás.

No era amiga la alcaldesa del animero.

– Y eso que por Molinicos ni se acerca, pero su fama ha llegado. ¿Y usted qué va a hacer? Si se queda, con mucho gusto le daremos de comer.

¿Qué iba a hacer?

– ¿Desde Elche de la Sierra hay buena carretera en dirección a Murcia?

– Hay una carretera que va a parar a Caravaca y de allí a Lorca y luego ya no sé, porque yo apenas si he salido de estas montañas. A veces lo pienso: vaya lío tu vida, que sales de Valencia para la sierra de Albacete y apenas si has visto cuatro carreteras a los años que tienes.

No eran muchos los años de la alcaldesa narradora de entusiasmos del trabajo que su marido y ella habían hecho para despertar aquellos rincones de sueño de siglos de franquismo.

– Aquí había franquismo siglos antes de que Franco mandara.

– En España ha habido franquismo casi siempre -comentó Carvalho, ganado por la entusiasmada politización de la señora alcaldesa.

La llamaban la “Catalana” porque, de niña, sus padres se la habían llevado con una hermana a Barcelona.

Volvió años después con su madre viuda y Ginés la había visto por primera vez en la Glorieta, en la cola de los helados Sirvent, con un cucurucho de vainilla entre los labios de mulata y un cuerpo tan adolescente como exacto bajo el vestido con escote, sin mangas y faldas cancán de las que brotaban dos piernas morenas, rotundas, bailarinas. Mi primo Ginés es marino, Le dijo la tontísima de Paca, y ella rió para enseñarle una dentadura que siempre conservaría en su ensueño. Eran los dientes más hermosos que había visto nunca, en juego con el blanco luminoso de los ojos rasgados. No tenía ojos para mirar de frente, se le desparramaban a diestro y siniestro al encuentro de las miradas de los muchachos veraniegos, primeras camisas de tergal, pantalones mil rayas o blancos, zapatos bicolor, blanco y corinto, blanco y negro, o de las miradas de los maduros tripudos con sombreros de paja y canotié en los sillones de mimbre bajo las palmeras de la Glorieta.

– ¿Marino? ¿Está haciendo la mili?

– Estudio náutica.

– Oh, estudia náutica.

Y la palabra náutica sonó en sus labios como algo grotescamente exótico, y había burla en la luz de sus ojos al tiempo que puntuación del muchacho que tenía delante, del primo de Paqui, que estaba como un tren, como solía decir Paqui, aunque es más soso que un higo de pala, añadía Paqui.

– Pues no es tan soso como tú dices.

La indignación de Paqui apenas si se convirtió en una mano paloma que insinuó un cachete que no llegó a su destino. Se ofreció a acompañarlas hasta el puerto y por el camino se comprometieron a ir al cine al aire libre, en la plaza de toros, “Los cinco mil dedos del doctor T”.

– Será un rollo.

– Sale un niño -defendió Paqui con entusiasmo, porque era de conocimiento público que adoraba a los niños, quería casarse y tener seis.

Pasacalle de parejas honestamente distanciadas, cada uno con las manos unidas en la espalda, sin otro erotismo que el del hablar y el olor de las algas que el mar cernía sobre la playa.

– ¿Y eso de náutica para qué sirve? -le dijo en el primer aparte, retrasada Paqui en una conversación de encuentro con la tita Dolores, besuqueadas, alborozadas, en el lance de recordarse a todos los miembros de la familia y sus hazañas de supervivencia o emigración.

– Para ser capitán de barco.

– ¿Quieres ser capitán de barco?

¿De barco de guerra?

– No. De la marina mercante.

– Ahora hay una guerra, ¿no?

– Sí. En Egipto. Han desembarcado los franceses y los ingleses.

– ¿Y no es mejor ser marino de guerra?

– Tampoco hay tantas guerras.

– Eso es verdad.

Pero no le importaba la verdad o la mentira de las guerras. Le importaba la turbación de Ginés por su simple compañía, por el leve calor que le llegaba en las aproximaciones del cuerpo balanceado por la desidia de un caminar sin ton ni son, sin más objetivo aparente que las últimas casas junto a la playa y el bosquecillo de eucaliptos, diríase que tan oxidado como las herrerías cercanas a la estación. No llegaron ni al linde de la arboleda. Volvió sobre sus pasos Encarna con una súbita seriedad de virgen reñida con los bosques, que quería comunicar a su acompañante toda la secreta virtud de sus intenciones.

Cerró los ojos Ginés y fue cómplice de la gravedad de lo no dicho, de la consagración a la pureza que Encarna había practicado por el simple hecho de dar la espalda a un bosque claro pero solitario.

– ¿Vendrás al cine?

– Es para niños.

– ¿Qué se puede hacer de noche?

Luego yo iré al baile con mi madre, pero no me quedaré hasta muy tarde.

Mañana entro a las seis en la fábrica.

Las sillas de tijeras del improvisado cine de verano de la plaza de toros de Águilas se clavaban en los cuerpos en proporción directa a cómo se clavaba el tedio por una película sosa, sosísima, adjetivaba el público entre bostezos y cabezadas. Encarna se había puesto una rebeca azul por el relente y parecía más frágil acurrucada junto a su madre dormitante y al otro lado Paqui, haciendo chistes fáciles sobre la lentitud de la película. Ginés estaba excitado tratando de mirar sin acosar la silueta cálida y anochecida de una Encarna tierna por el frescor y la protección de su madre. A pesar de la oscuridad relativizada por un cielo estrellado, una luminosidad particular resaltaba el cuerpo de Encarna, como si fuera la única presencia viva en el recinto, y tras ella se fue, cuando las tres mujeres se pusieron de pie y Paqui dirigió una mirada intencionada hacia su primo, que parecía tan indiferente como distante. Se puso en pie para no perder ni un segundo la estela de Encarna y se adelantó a la taquilla para ofrecerles una invitación al baile que la madre de Encarna rechazó tres veces antes de aceptarla, según mandaba el protocolo de la buena crianza.

Bajo el entoldado una orquestina arrastraba los éxitos del verano, a pesar del naufragio de la voz de un cantante escuchimizado, con una poderosa nuez que se le movía con más soltura que las maracas que empuñaba y agitaba.

“La niña de Puerto Rico ¿por quién suspira?

Parece que a mí me bese cuando me mira”.

Faroles japoneses de papel policrómico y bombillas pintadas de diferentes y bastos colores y sin embargo rutilantes, con poder de ensoñación sobre las mesas relavadas y las inevitables sillas de tijeras parapetadas en palcos de madera, donde las familias de Águilas se cernían como pulpos críticos sobre la pista, crítica de gestos y vestuarios o de la genealogía de los danzarines, que si la hija de tal, que si el hijo de cual y en medio la flor morena y contoneante de Encarna rondada por el sosón de Ginés, el hijo del calafate, ¿calafate de qué?, que sí, mujer, calafate en Cartagena, porque aquí de qué, ¿y la mujer?, se quedó aquí, ésos ya hacía tiempo que… y el que se alargaba y se convertía en una curva ascendente con las cabezas que pugnaban por escapar del cuello para subrayar sin palabras el alto vuelo de la historia de un fracaso matrimonial. Y al estallar “La polca del barril de cerveza”, Ginés aprovechó el vaivén del baile para bromear sobre un posible encuentro mañana. No se había atrevido durante “La niña de Puerto Rico”, que a simple oído le parecía una canción triste.

– Yo trabajo.

– ¿Hasta qué hora?

– Hasta las seis.

– Podríamos ir a bañarnos.

– ¿En la playa del pueblo? ¿Quieres dar que hablar?

– En el Hornillo o en la Casita Verde.

– Eso está muy lejos y mi madre no me deja ir sola.

– Que venga Paqui.

– Con ésa sólo me dejan ir por el pueblo, pero tan lejos no.

Las acompañó hasta su casa en Cañería Alta y, nada más llegar a la puerta, la madre de Encarna se interpuso entre ella y Ginés y dio un buenas noches cortante, tan cortante como la media vuelta que Encarna había dado por la tarde ante la cercanía del bosque. Esperó a que el portón se cerrara contra su sueño y siguió calle abajo hasta la Puerta de Lorca, frente a la factoría de salazones, donde Encarna le había dicho que trabajaba. Se familiarizó con una esquina que sería para él un lugar habitual de zozobra y esperanza durante meses y meses y, con los años, un recuedo que llevaba pegado al cuerpo como si no fuera un recuerdo, como si de hecho siempre pudiera estar en aquella esquina, fuera cual fuera el lugar del mundo donde le llevaran los vientos y los barcos. Encarna, musitó, y, con una mano, se quitó de los ojos la posibilidad de las lágrimas.

Fue en aquella esquina también donde vio por primera vez a Luis Miguel Rodríguez de Montiel esperando a Encarna con un Biscuter que parecía una zapatilla de aluminio. Aquella noche se puso de acuerdo con un primo suyo que jugaba de interior en el Cartagena y era ferroviario y con dos vecinos que estaban de permiso de la mili y, entre los cuatro, levantaron el Biscuter del señorito de mierda y se lo echaron en una barranca de las afueras. Al día siguiente fue a buscarle a casa la pareja de la guardia civil y en el cuartelillo le pegaron dos hostias por lo que había hecho.

– Y dos más para que no lo vuelvas a hacer.

Dieron unos golpes en la puerta de su camarote y la voz de Basora retumbó en el ámbito metálico del distribuidor.

– ¡Zafarrancho de combate! ¡Piratas a babor y huracán a estribor!

¡Primero las viudas de militares y después los diputados de Alianza Popular!

Examinó el barógrafo y el anemómetro. Viento del noreste fuerza siete.

Cogió el teléfono y comunicó con Tourón para darle el parte que le había pedido.

– ¿De qué me habla?

– La velocidad media del viento.

– Les tengo dicho que sean propios en el lenguaje. En el mar se llama “factor de rafagosidad”. Repita, Ginés, “factor de rafagosidad”.

Repitió factor de rafagosidad.

– Además, mar gruesa. Viento fuerza siete, mar gruesa. Confírmelo.

– Confirmado.

– Llegaremos a vientos de fuerza nueve y mar arbolada. Si no, al tiempo. Bailaremos. Corto.

Nada inducía a una alarma seria, pero el personal había sido distribuido por el barco como si se avistara un huracán. Germán comprobaba la estiba y las trincas en las bodegas y la seguridad de los cuarteles de las bocas de las escotillas. Ginés atendió al trincaje de los botes y repasó los imbornales para que desaguaran con rapidez en el caso de que las olas cayeran sobre la cubierta. Cada uno de los responsables enviaba un parte de resultados al capitán alterado por las previsiones fijadas para aquel día. Y a media tarde se arboló el mar por encima del miedo de los hombres, capearon con media máquina y horas después caía la noche en plena mar gruesa, pero la situación tan controlada que Tourón les invitó a tomar una copa en su camarote. Estaba contento, como liberado de una tensión que él mismo había tensado y repartía jovialidades que ni los más viejos del lugar le recordaban, y entre ellos Basora asistía estupefacto al despliegue de “charme” del capitán, diríase que metido en la piel de otro capitán, posiblemente simbólico y tomado de las páginas de alguna ficción navegante. Basora esperaba que a Tourón le saliera una pata de palo y le brotara una concertina entre las manos, al tiempo que de sus labios se escapara una vieja canción de piratas, papagayos y barricas de ron. Sus comentarios apostilladores a la orilla del oído de Martín, Ginés o Germán introducían disturbios en la buena voluntad receptora de los oficiales ante el cambiado capitán.

– Ah, “La Rosa de Alejandría”, qué bonito nombre para un barco. Tuve la ocasión de preguntarles a los armadores el porqué de este nombre y fueron estrictamente sinceros, sí, señor, estrictamente sinceros. Porque uno quería llamarlo Rosa en honor de su madre y otro Alejandría porque le gustaba el nombre de la ciudad. Alguien recordó que existía una llamada rosa de Alejandría y ya está el nombre. A veces los resultados más obvios traducen la misteriosa lógica del azar. ¿Comprenden? ¿Comprende sobre todo usted, Ginés, que está enamorado? No creo que revele ningún secreto, y si lo es, perdone usted y hagan los demás como si no hubiera dicho nada.

– ¿Por qué he de entender yo especialmente el sentido del nombre del barco?

– La rosa es el símbolo de la mujer según el ideal del amor platónico y romántico, porque implica la idea de perfección. He hecho mis pequeñas investigaciones y aparece citada como centro místico, como metáfora de corazón, como mujer amada, como paraíso de Dante, como emblema de Venus. Y también tiene una simbología según sus colores y el número de pétalos. La blanca y la roja son antagónicas. La rosa azul es el símbolo de lo imposible. La rosa de oro es el símbolo de lo absoluto. La de siete pétalos alude al siete como número cabalístico: las siete direcciones del espacio, los siete días de la semana, los siete planetas, los siete grados de perfección. Pero quizá les interese más el símbolo de la rosa utilizado dentro del mito de la Bella y la Bestia, es una hermosa parábola sobre la condición insatisfecha de la mujer, pero tal vez no les interese la historia.

– A Ginés le interesa. Ha de enterarse de quién es la Bella y quién es la Bestia -opinó Basora.

– ¿De verdad le interesa?

– Sí.

– Pues bien. Allá va. Un padre tenía cuatro hijas y la menor era la más hermosa, la más buena y su preferida. El buen hombre quiere regalarle algo y ella le expresa un deseo aparentemente fácil de satisfacer: una rosa blanca. Pero la rosa blanca está en el jardín de la Bestia y el padre la roba y merece las iras del monstruo, que le amenaza con matarle si en el plazo de tres meses no le devuelve la rosa. La amenaza enferma al viejo y la hija se sacrifica acudiendo al castillo de la Bestia. El monstruo se enamora de ella y en un momento en que la joven vuelve junto a su padre, muy enfermo, la Bestia agoniza porque no puede vivir sin el amor de la Bella. Regresa la doncella, cuida del monstruo, llega a enamorarse de él. No puede vivir sin la Bestia y así se lo confiesa. En cuanto ha hecho la confesión se produce una explosión de luz y el monstruo se convierte en un hermoso príncipe que le cuenta a la Bella su secreto: era víctima de un encantamiento maligno hasta que una doncella se enamora de él por su bondad. Los sicoanalistas le han buscado los tres pies al gato de una fábula elemental. La rosa blanca es el símbolo de la bondad y habita precisamente en el jardín de la Bestia. Su posesión desencadena a la larga el triunfo del amor y de la transfiguración.

– ¿La rosa de Alejandría es blanca?

– Ahí comienza otro misterio. No.

No es blanca. Se supone que la rosa de Alejandría es la también conocida como rosa de Damasco, porque llegó de Asia oriental a través de Oriente Medio y, según una canción popular española, que se remonta a muchos siglos atrás, la rosa de Alejandría es colorada de noche, blanca de día.

Yo les cantaría la canción pero tengo muy mala voz, desafino mucho.

Las manos se precipitaron a las bocas para impedir las risas. Sólo Ginés asistía al discurso del capitán como tratando de recibir una clave oculta.

– Fíjense. Colorada de noche, blanca de día. Lo antitético. La rosa blanca en cambio es el sentido de la perfección, el círculo cerrado, el ensimismamiento de la belleza en los mandalas.

El capitán hablaba para sí o dirigía fugaces miradas a los libros que respaldan sus palabras, una muralla de libros apilados los unos sobre los otros en una de las paredes del camarote, y sus manos parecían querer acudir hacia ellos en demanda de ayuda o ratificación.

– Pero tal vez hablar del mandala es extremar la cosa. A ustedes el mandala y su relación con los rosetones de las catedrales y con la orla de Cristo, de eso, nada, ¿verdad?

– Casi nada.

– Sigamos con la misteriosa rosa de Alejandría que aparece en distintas canciones populares españolas y de distinto lugar de España. La hay en Asturias, la más conocida, pero también en Castilla o Extremadura. Tal vez la llevaron los pastores trashumantes. Sigamos con la rosa de Alejandría o de Damasco, ¿saben que es una rosa que estuvo durante algún tiempo perdida? Es la tercera de las tres grandes rosas de la antigüedad.

Las otras dos son la centifolia o muscosa y la gállica o rosal castellano. La de Alejandría también fue llamada rosa damascena o de Damasco.

La trajeron los griegos hasta Marsella, Cartagena o Paestum y se apropiaron de ella los romanos, aunque según se dice su origen remoto es nada menos que el sudeste asiático. Maravillaba a los romanos porque florecía dos veces al año y por eso la llamaban “rosa bifera”, como la lengua de las serpientes. Rosa de las cuatro estaciones, la llamaban los españoles antiguos. Pues bien, esa rosa ubicada básicamente en la Italia romana fue arrasada por la lava del Vesubio y sólo los árabes conservaron su cultivo, hasta que en el siglo XVI volvió a Occidente, probablemente a través de España.

– ¿Y es colorada de noche, blanca de día?

– La rosa de Alejandría simbólica sí, porque la canción popular es sabia y la recoge simbólicamente. La rosa de Alejandría o de Damasco real no, al menos la que ha llegado hasta nosotros. Hay una variante versicolor, roja con rayas blancas, conocida también como “Rosa de York y Lancaster”, pero se trata más bien de una broma histórica inglesa. Piensen por un momento en el poeta popular que recogió el símbolo del doble color en una misma rosa, la doble personalidad y en relación con una mujer, con una mujer precisamente. Ahora que no nos oye ninguna, en toda mujer está la Bella y la Bestia, el amor y el odio, la pureza y la lascivia.

– Yo las he conocido diferentes.

Tal vez he tenido mala suerte.

Parpadeaba el capitán ante la intromisión de Juan Basora.

– ¿Cómo han sido las mujeres que ha conocido?

– Buenas chicas, normales, con ratos buenos y ratos malos, como yo, como todos.

– Ha tenido usted mucha suerte.

El capitán daba la audiencia por terminada, porque se dirigió hacia la desordenada biblioteca como si fuera urgente encontrar un libro escondido.

Iban a salir los oficiales, cuando Tourón les tendió una mano.

– Por favor, usted, Ginés, quédese.

– Ya te ha tocao, macho. Que seas muy feliz.

– A ver qué te canta.

– Valor.

Se lo decían en voz casi inaudible y a Ginés no le quedaban ganas de rechazarles, porque la situación le apabullaba, tenía la cabeza cargada, llena de mar, de silbidos del teléfono, de las voces idiotas del capitán y se sentía ahora empapado por una viscosa complicidad que provenía de Tourón como un hedor.

– A usted le interesaba la historia. Lo he notado. No son horas, porque el día ha sido especialmente cansado, pero otro día hablaremos. El sentido oculto de las cosas es el único sentido interesante. De las cosas y de las conductas. Las apariencias siempre engañan. Y cuanto más dependa de la apariencia algo existente, más engañará. Por eso las mujeres son imprevisibles. Imprevisibles para nosotros. Pero ellas lo tienen todo perfectamente calculado.

Son rastreras cuando necesitan ser rastreras. Un día hablaremos de todo eso y del porqué de su marcha, de su desaparición durante varias semanas.

Hice ver que me daba por satisfecho con las explicaciones de Germán, pero no soy tonto.

Le esperaban los otros en el camarote de Germán. Estaban impacientes por saber las palabras finales del oráculo, como le llamaba Basora, fascinado por el alarde de erudición de la Bella y la Bestia.

– A partir de ahora le llamaremos todos la Bella y la Bestia.

Ginés dio una excusa para despedirse. Se metió en el camarote y cerró por dentro. Luego pensó en la estupidez del pasador y fue a retirarlo, pero se contuvo porque, a pesar del aislamiento de “La Rosa de Alejandría”, en plena corriente del Golfo, empujado ya por los vientos del oeste hacia las Azores, los visitantes podían no ser de carne y hueso, sino los fantasmas que trataba de ni siquiera nombrar, en una larga lucha contra las palabras que temía oírse a sí mismo. O el visitante podía ser Tourón.

La serranía le acompañó hasta el límite de la provincia de Murcia, hasta las puertas de Moratalla. La carretera había discurrido esquivando las estribaciones de las sierras y salvado el obstáculo de la sierra del Cerezo, aparecía el paisaje murciano desarbolado y gris hasta Lorca, donde le constaba que había un buen restaurante, Los Naranjos. Allí acudió previo diálogo asesorante con el dueño de una gasolinera.

– No se come mal, no. ¿Pero ha probado usted la cocina de doña Mariquita, en Totana?

– No puedo desviarme.

– Cada cual conoce su prisa. Pero si alguna vez pasa por Totana no lo olvide.

Los Naranjos era un restaurante de viajeros y para bienpudientes o enterados de la comarca, en busca de sus platos de verduras y pescados, a poca distancia la huerta y el mar, y entre ellos un arroz de verduras y pollo y un mero a la murciana que Carvalho pidió tras repasar la carta y sin dejarse desmoralizar por la curiosa manera en que aparecía escrito “vishishua”, ex sopa fría convertida en enigmático nombre de deidad oscura.

El arroz estaba en el menú pero no en la carta. Carvalho se empeñó en probarlo y era un arroz apetitoso, de tierra adentro, con berenjena frita incluida, elemento que Carvalho jamás había relacionado con el arroz hasta aquel momento y que no desentonaba.

Pidió Carvalho vinos autonómicos y se le ofreció un excelente Carrascalejo que ya conocía desde los tiempos de sus periódicas escapadas hacia el mar Menor, en cuanto a Barcelona le llegaba el presentimiento del aroma de la flor de azar y el cuerpo se le ponía ávido de sur. Pero ahora viajaba con la precisión de un viajante, con un ojo puesto en las dietas y el otro en el reloj que luchaba contra el inmediato atardecer. Quería llegar a Águilas con luz de día y no conocía la carretera.

– No es mala. Es la que coge todo el mundo para ir hasta Águilas. La que no se acaba nunca es la que baja desde Cartagena y Mazarrón, por la sierra del Cantal. Eso es morirse de tanta curva.

Cambió el paisaje de transición en el cruce con la carretera de Mazarrón. A partir de Los Estrechos apareció el esplendor geológico de tierras cabileñas o al menos como la imaginación ha sido educada para evocar un África de rocas erosionadas por un óxido profundo. Y, de pronto, vaguadas con palmerales o, a contraluz, la palmera solitaria en un altozano de crocanti, posando contra el sol poniente y kilómetros y kilómetros de tomateras protegidas por un manto de plástico largo y ancho como la Rambla del Charcón. Aquí y allá, el capricho de la tierra conformando formas vaciadoras de un aire ya salino, capricho de fantasmales protuberancias, como monumentos a males ocultos de una tierra vencida por el tiempo y, tras una curva, la triple luna de ensenadas y los lomos blancos de una ciudad pegada al nivel de los mares.

Por la carretera de Lorca, el coche se fue metiendo en la retícula de la villa nueva, con indicaciones que le llevaban al puerto a través de la calle Carlos III, una glorieta con palmeras y finalmente la desembocadura en un puerto con malecón anclado entre las primeras cegueras del anochecer.

Había llegado a uno de los orígenes de Charo, a uno de los callejones sin salida de España y, en homenaje a su amiga, aparcó el coche en la explanada del puerto y, pie a tierra, se puso a caminar sin otro propósito que tomar posesión de los recuerdos prestados de la pobre Charo. Allí estaba la Glorieta con su surtidor en pleno sueño de invierno y la vegetación aterida.

Pero no estaba en cambio la plaza de toros.

– ¿La plaza de toros? Pues no habla usted de tiempo. Hace más de veinte años que la tiraron abajo, estaba junto al puerto, ahora parte de sus terrenos los ocupa otra glorieta.

¿Cañería Alta? Pues eso está en lo más alto de todo. Ha de subir usted por Sagasta y luego arriba, arriba, como yendo hacia el molino y ya la encontrará usted. Es una callecica estrecha y muy larga que va así y asá, como una zeta.

El viejo tenía colores de verano a pesar de que ya era noche de invierno.

– ¿Los Abellán? Quedan muy pocos.

Se marcharon. Y no creo que los que queden… Pero me habla usted de gente de mi juventud. ¿Los conoce? ¿Es usted de Barcelona? Para allí se fueron unos, otros se quedaron o se fueron a otro sitio. No me haga caso, porque antes aquí había poca gente, pero ahora en verano esto es un disparate y uno a su edad se desorienta.

¿Ha visto usted las casas nuevas que han hecho por todas partes? Águilas parece una capital y eso que nadie nos ha ayudado, por que Murcia nos tiene manía, nos tiene olvidados y a mí me da tanta rabia que cuando me preguntan si soy murciano, contesto, no, señor, andaluz, por ejemplo, sí, por ejemplo, porque lo que han hecho los de Murcia con los de Águilas es que no tiene nombre. Es como si nos tuvieran aborrecíos, ¿sabe usted? Pero cómo se le ocurre venir en invierno, con lo hermoso que está esto ya a partir de marzo. Pues siempre nos han tenido como aborrecíos y menos mal que tenemos ferrocarril desde 1890, que si no Águilas no existiría. ¿Ha visto usted el monumento al ferrocarril? No se lo pierda, que es muy curioso, aunque viniendo usted de Barcelona pocas cosas buenas sabrá ver. El clima.

Pero no hoy.

Estaba molesto el viejo porque Águilas no estaba en condiciones de ofrecerle a Carvalho sus mejores cualidades. Se despidió de él en el momento en que le estaba contando algo relacionado con un muelle para el mineral. Siguió su consejo y pronto estuvo al pie de una auténtica cashbah, con las cales de las fachadas salpicadas por la luz de bombillas mecidas por el viento, en una noche que prometía ser cerrada. Las callejas se sucedían con voluntad de laberinto y reptaban hacia un enigmático cenit por calzadas, rampas o escaleras. Casitas de una sola planta, a ras de calle, con viejas enlutadas, el gesto reservado pero la mirada franca y preguntona hacia el forastero. Y al fin, Cañería Alta, una calle mirador del casco viejo, en la cornisa del cerrillo que dominaba el descenso de la ciudad hacia la playa de poniente y la de levante y, enfrente, la cabeza de un cabo rematado por un castillo.

– ¿Los Abellán? ¡Huy, los Abellán! Pues no me habla usted de tiempo. Quién sabe dónde paran. ¿Encarna? ¡Madrina! ¿Se acuerda usted de Encarna Abellán, la de la señora Josefa? Si mi madrina no se acuerda no se acuerda nadie, porque tiene tantos años como memoria.

La viejecilla parecía agobiada por el peso de una toquilla de lana, pero los ojos expresaban el gozo por poder ser útil con lo único que le quedaba vivo, la memoria.

– Encarnita, sí, Encarnita. Se casó con un señor de Albacete. Está muy bien casada en Albacete.

– ¿Lo ve usted? Ya se lo dije yo.

Lo que no recuerde mi madrina.

– Esa Encarna Abellán era muy amiga de una tal Paca. Debía ser de su edad. Ahora debe estar por los cuarenta.

– Madrina, ¿se acuerda usted de una amiga de Encarnita?

Mastican las desnudas encías de la vieja y sus ojos calibran la longitud del viaje que le espera hacia las honduras de sus recuerdos. Hay expectación a su alrededor, su hija de setenta años es la más indiferente, pero la sobrina de otros tantos no para de decir ay, señor, señor, qué memoria, lo que no quepa en esa cabeza, y la hija de la sobrina es la cincuentona intermediaria con Carvalho, la que ha bajado el volumen del televisor cabezón dueño de una habitación a la vez recibidor y comedor, con muebles de boda, de una boda antigua de la que hay memoria en una poderosa fotografía de pareja rústica, mansa, con sonrisa de lores ingleses en el día de la victoria de su caballo en el Gran Derby.

– La Paquita de los Larios. No puede ser otra.

– ¿Lo ha visto usted? ¿Ha visto usted qué memorión tiene?

Y a partir del dato elaborado por la máquina de la memoria de la anciana se desencadena una ola de afectos, besuqueos en las mejillas blancas y caídas de la mujer que los rechaza sin ganas de rechazarlos, sonriendo como un torero triunfador en la suerte suprema.

– Claro. No podía ser otra que la Paquita de los Larios.

– La que tenía aquellos dos chicos rubios tan malos que le embozaron el water a su abuela con un gato muerto.

– No es que la conozcamos mucho, señor, pero a mí me parece que esa chica había trabajado en la antigua fábrica de conservas de la Puerta de Lorca con Encarnita y tanta gente, yo misma trabajé en aquella fábrica diez años, y ahora ya ve, ni existe.

La derribaron para hacer casas.

– Y luego se casó con aquel barbero.

– Y pusieron a medias una barbería y una peluquería, marido y mujer, por las casas nuevas del barrio de la estación.

– Si llegaron a comprarse cuatro, cinco pisos, porque trabajo en el verano no les faltaba.

– Sí, mujer, sí, la Paca, aquella tan presumida que de niña parecía tonta. Yo me acuerdo de cuando entraba en aquel bar de la calle Esparteros con una cafetera de porcelana y pedía diez céntimos de café.

– Parecía tonta, pero de tonta ni un pelo. El que era tonto era su padre, pobrecico, le llamaban Juan “Pelón”, porque nadie le había visto nunca un pelo en la cabeza.

Las mujeres se pasan las unas a las otras la historia de Paca Larios, ya sin tener en cuenta al forastero que asistía a un intercambio de información a todas luces milagroso.

– ¡De niña pasó más hambre!

– ¿Y quién no pasó hambre en aquellos años?

– Pues en casa faltó lo que faltó, pero hambre no se pasó nunca.

– Ah, eso desde luego. Si había que vestir con una bata de percal se vestía, pero el caldo de pescado cada día en la mesa.

Estaban muy orgullosas todas las mujeres del clan de su pasado, y tanto como sabían sobre los años de juventud y progreso de Paca Larios, desconocían sobre los presentes.

– Pues mire usted que desde hace años no se la ve.

– Algo malo debió pasar. Corría por Jaravía.

– Pero tenía parientes que vivían por el puerto, cerca de la casa esa de los viejos, donde van los viejos a jugar a las cartas. Bueno. No tiene pérdida. Pregunta usted por allí por lo de los viejos y ya le sabrán decir.

A Carvalho le sobraban kilómetros de culo en mal asiento y en cuanto desembocó en la Glorieta se fue a buscar su coche y un hotel que le recomendaron en la calle de Carlos III. Ni siquiera tenía ganas de cenar. Imágenes e ideas rotas le habían bloqueado el cerebro y el bloqueo le afectaba a los finos, secretos conductos que unen la inteligencia con el paladar.

Le despertó el canto de su gallo cerebral personal e intransferible y los ojos abiertos le informaron de que era muy de mañana. Pero nada le invitaba en aquella habitación doble, pulcra y fría, a permanecer en ella y bajó a la cafetería del hotel para calmar la sensación de soledad que tenía en el estómago. Dos o tres viajantes valencianos perseguían los gestos de director de cafetera del camarero y, a juzgar por el hastío de sus miradas y actitudes, debían llevar encima ya muchas horas de viaje. Nada más en la acera tuvo que dejar paso a un niño pelirrojo, lazarillo de un ciego que marchaba tras él con las dos manos apoyadas en sus hombros. “Llegó el “Torero””, decía el ciego, y más parecía un vagón obligado por la marcha del serio niño locomotora. Una cola de jubilados esperaba a las puertas de un banco, única rotura estética en la armonía de la Glorieta, casas historiadas, al borde de la erosión, ajados letreros, bonanza de una mañana casi cálida que propiciaba el paseo y llevó a Carvalho a la zona del mercado: Comestibles El Azafranero, Panadería La Balsica, Lady Pepa, azafrán y boutiques, montones de ñoras sin secar sobre un mostrador del mercado semivacío. Sol y mar para un paseo iniciado en la explanada del puerto, a lo largo de un mar de dormido caracoleo algado, sólo madrugaba la soledad, pocos niños y mujeres en busca de sus rutinarios trabajos, la locomotora convertida en monumento al ferrocarril como proclamaba la leyenda del pedestal “Monumento al ferrocarril, 1969, base de la riqueza de este pueblo.” El invierno convertía aquel rincón marinero en una postal vieja, descolorida de olvido entre páginas de un libro poco consultado y sin embargo aquí y allá se alzaban cúbicos bloques de apartamentos con intención de verano. Algunas cosas soportaban el recuerdo que Charo había heredado de su madre. Intimidad soleada y con palmeras en un rincón del mundo abierto a un mar tranquilo, y enmarcando el horizonte, cabos de rocas oxidadas, cabo Cope, peña de la Aguilica. Le vino a la memoria una de las confidencias de Charo, el escaparate del fotógrafo Matrán, y en su busca se fue hasta que un nativo le dijo que buscaba inútilmente.

– Casa Matrán ya ha cerrado. Hace años.

– Me dijeron que en el escaparate había fotos de Paco Rabal montado a caballo.

– Las había. Pero ahora puede ver al personaje al natural. Tiene una casa en Calabardina, es inconfundible, tiene unos arcos así y así. No sólo viene en verano. A veces pasa temporadas. Hace poco estaba aquí cuando le dieron un premio. Un premio importante, de toda España, vamos, un premio nacional. Se armó una que no veas.

Estaba en un pequeño negocio de diarios, revistas, libros y chupa-chups y juguetes de plástico. Tal vez podría llevarle a Charo una presencia de lo que nunca vivió directamente y preguntó por algo que evocara el pueblo que había conocido su madre.

– Hay un libro que se llama “Águilas a través del tiempo”, de un escritor de aquí, don Antonio Cerdán, por más señas. Pero dudo que lo encuentre. Se ha agotado. Tal vez en el ayuntamiento o en Información y Turismo.

En el ayuntamiento sólo tenían un plano del casco urbano de Águilas a prueba de lupas electrónicas y otro plano topográfico donde el término municipal quedaba convertido en una sopa de toponimias, separadas por imaginarias fronteras de puntos seguidos.

Menos da una piedra y quizá Charo sepa encontrar carne humana o memoria entre tanto signo. En Información y Turismo sí tenían el libro, pero sólo uno y lo tenían para demostrar su existencia a los que preguntaran por él. Carvalho lo ojeó y se enteró que los más viejos pescadores del lugar aseguraban que sus abuelos habían visto en el fondo del mar, hacia poniente, una misteriosa obra sumergida a la que le llamaban Las Murallas, restos posibles de la antigua Urci, cuna de Águilas. Carvalho devolvió el libro y se fue en busca de Paca Larios, empujado por el cansancio de un viaje que estaba a punto de terminar en sí mismo, de terminar en nada.

Una mujer rubia castaña con ojos azules y un niño en cada mano le dijo que su tía Paquita ya no vivía en Águilas.

– Se compraron un hotel hacia Terreros y viven en Jaravía durante el invierno. Pero no en Jaravía mismo.

Viven en una finca que se llama “La Rosa del Azafrán”.

Camino del coche volvió a topar con el ciego y su niño locomotora; proclamaba el ciego “Llegó el “Torero”” y se le acercaban compradores de iguales con la naturalidad de quien realiza un rito cotidiano. La misma calle donde estaba el hotel continuaba hacia la carretera de Almería, Terreros y el desvío a Jaravía y Pulpí. Las afueras de Águilas eran como las de cualquier otro pueblo engordado por su propio crecimiento a base de barrios reticulares, pero Carvalho creyó reconocer la Casita Verde al borde de la playa, una nave con tejado a dos aguas, pintada de verde, caprichosamente aislada, como si fuera un monumento a la nostalgia de los aguileños.

Y, en seguida, el descampado entre el yermo y la palmera, a la derecha de nuevo el horizonte de tierras oxidadas o amarillas reptando hacia las montañas y a la izquierda calas oscuras para un mar suave y caravanas aparcadas de las que salían extranjeros ligeros de ropa, la mayoría viejos jubilados de la Europa rica en busca de los baratos penúltimos soles y mares de sus vidas. Los anuncios del hotel Verdemar empezaron a jalonar la carretera a partir de la Casita Verde y al pie del desvío a Jaravía y Pulpí aparecía el bloque de apartamentos con todas las ventanas cerradas y una brigada de obreros reasfaltando la entrada.

– Está vacío. No abrirá hasta abril.

– ¿Vienen los dueños a ver las obras?

– Viene el dueño cada día. Pero más tarde.

Tomó la carretera de Jaravía, hacia la promesa de un oasis con palmeras divisado en el horizonte. Más allá una montaña amarilla y rojiza, con escombreras mineras y un pequeño tren amarillo que parecía jugar a avanzar y aguantarse por la ladera. A medida que la carretera subía, Águilas y sus calas se desparramaban hacia el Mediterráneo. A la izquierda, coincidiendo con el límite del crecimiento de las urbanizaciones, una playa con muelle férrico que seguía conservando un carácter singular de escenario de un progreso muerto, y a la derecha, la carretera hacia Almería escapando de un litoral bravo y desolado. Entre Los Jurados y Pilar de Jaravía, no tiene pérdida, le habían orientado los asfaltadores, verá usted un camino con un “Prohibido el paso, propiedad particular”, y allá en lo alto, una mancha de vegetación y una casa grande, como un palacio. La carretera hilvanaba invernaderos, y una vegetación de oasis se impuso como una mancha polícroma en el paisaje de geología implacable. El coche apuntó hacia el camino prohibido y subió por el asfalto corroído hasta llegar a una verja con el minio a la espera de una nueva capa de pintura. Dos monjas jóvenes recién salidas del jardín de la casa se apartaron para dejar paso al coche de Carvalho con la cara vuelta, como si no tuvieran ninguna curiosidad por el conductor. Tras la verja, un patio con el suelo de roquiza, en el centro un macizo de ficus brotaba de un pequeño estanque enmarcado en rocalla y una escalinata de granito al pie de una fachada en la que aún florecía buganvilia.

– ¡Señora! ¡Señora! Ha llegado un coche -gritó una criadita de bigotillo moreno, con la cara vuelta hacia el interior de la casa y el cuerpo tenso por los tirones de un bulldog que vomitaba ladridos contra el recién llegado-. No se acerque, señor, que muerde. Las ha mordido a las monjas que pedían caridad.

– ¿A ti también te muerde?

– A mí no porque le doy de comer.

Pero a los que no le dan de comer les muerde.

– Este perro sabe lo que se hace.

Primero llegó la voz.

– ¡Pero es que nunca ha visto un coche esta niña!

Y luego apareció la dueña, ochenta kilos de ancho por cuarenta años de alto y las cejas marrones dibujadas tan al norte de la cara que se habían salido de órbita.

– En la casa hay tres coches y tienes que armar la marimorena cuando llega uno.

– Es que el perro no me dejaba decírselo.

– Pues ya está dicho.

Y eran grandes aquellos ojos enriquecidos por las pestañas postizas y la curiosidad.

– ¿Qué se le ofrece?

– He hablado en Águilas con sus parientes y me han enviado aquí.

– Lleva el coche hecho un asco -dijo la mujer examinando con desagrado el aspecto de viejo caballo cansado que tenía el Ford Fiesta de Carvalho-. Lucita, pásale un trapo al coche del señor que no tiene ni por dónde mirar.

– No se moleste.

Pero era inútil.

– Es que hay un polvo por estos caminos. Desde hace meses que no cae agüica recalaera y sólo de vez en cuando un poco de matapolvillo que hace más mal que bien. ¿Pero usted no es de Águilas?

Los grandes ojos se habían fijado en la matrícula.

– Vengo desde Barcelona. Es por un asunto relacionado con Encarna, Encarna Abellán.

– ¡Encarna, mi Encarna! Ya era hora que supiera algo de ella. Vaya lunática. Tan pronto me manda cartas que no puedo acabar de leer ni en un mes como no me dice ni pío. Pase. Y tú, niña, deja a “Bronco” y pásale un trapo y agua por el coche del señor, sobre todo por el parabrisas. No puedo soportar los coches sucios, y además son un peligro, para el que conduce y para los otros.

Mientras Carvalho la seguía a través de un recibidor excesivo en todo y aceptaba un butacón almenado en el salón con piano y un enorme televisor acondicionado para que durmieran dentro los presentadores, pensaba en cómo comunicarle a la castellana la noticia de la muerte de su amiga.

– ¿Dónde se ha metido esa descastada?

– Creía que usted ya lo sabía.

– ¿Saber qué? ¿Qué ha pasado?

Alguna vez en su vida Carvalho había descubierto que la expresión más adecuada y simple para comunicar la noticia de una muerte es abatir la mirada y dejarla en el suelo, como si fuera incapaz de remontar el vuelo.

Así lo hizo.

– ¿No me dirá usted que Encarna…?

La mirada seguía obstinadamente abatida y el estallido de sollozos la puso en movimiento para acoger con solidaridad las convulsiones de aquel rostro incontrolado, en el que las lágrimas, los parpadeos, los rugidos narinales y las crueles frotaciones de las yemas de los dedos habían provocado el desastre de la congoja más desesperada.

– ¡Mi Encarna! ¡Ay, Encarnita de mi corazón! ¡Mi Encarna!

Las voces convocaron a la criadita con el pasmo en la cara y un trapo sucio en una mano y a un sólido calvo en pantuflas y bata de terciopelo que preguntó un ¿qué pasa aquí? antes de que la dama se arrojara en sus brazos, con tal ímpetu que le hizo perder la estabilidad y con ella la chinela izquierda.

Habían menguado los entrecortados sollozos y la habitación olía a agua del Carmen y a lágrimas. El hombre tenía las tres pecheras empapadas de las lágrimas de su mujer, la de la bata, la de la camisa y la de la camiseta que se adivinaba al fondo de una aproximación visual a su escote.

– ¿Ya estás mejor, Paquita?

– Mejor. ¿Cómo puedo estar mejor?

– Tenía que suceder.

– ¿Por qué tenía que suceder?

– Porque Encarnita tenía la cabeza a pájaros.

– ¿Y tú qué sabes si no la conocías?

– Señora, el coche ya está limpio.

Le he puesto hasta Mistol.

Carvalho sufría por el trato infringido al pobre animal que debería devolverle a casa. El aviso de la criadita resituó a la señora Paca.

Apartó a su marido y se enfrentó a Carvalho.

– Supongo que usted querrá hablar conmigo. ¿Es usted inspector?

– No. Trabajo por encargo de la familia de Encarna.

– ¿Mariquita?

– Eso es.

La mujer indicó a su marido con la cabeza que se fuera.

– Vete, Manolo. Hay cosas entre mujeres que deben hablarse entre mujeres.

El hombre miraba perplejo a Carvalho, pero la apariencia viril del detective era irrebatible. Carvalho se encogió de hombros y le envió un gesto cómplice, hoy te ha tocado a ti, mañana me tocará a mí.

– Si me necesitas me llamas.

¿Quiere una copita usted?

– No, muchas gracias.

– ¿Una copita de Marie Brizard para matar el gusanillo?

– Le tengo cariño al gusanillo. No lo mataría así como así.

Sonrió el hombre sin saber por qué sonreía y salió de la habitación. La mirada de la dueña escarbaba en Carvalho, como si buscara otras verdades ocultas más allá de las que le había dicho.

– ¿Se sabe quién le hizo esa salvajada?

– No. Por eso estoy yo aquí.

– ¿Cómo sabía usted que me encontraría aquí?

– Aquí no lo sabía. Pensaba que tal vez siguiera en Águilas. Me pusieron en su pista gentes relacionadas con el marido de Encarna.

– Ese borde. Ese borde tiene la culpa de todo.

Desde que Encarna se había casado apenas si había vuelto por Águilas.

Dos o tres veces. En verano. No.

No era la misma. Era una señora, pero a costa de un alto precio.

– El otro día una mujer le escribía a Elena Francis una carta que se parecía mucho, mucho a la vida de Encarna. Incluso por un momento pensé: mira, ésa es Encarna que se desahoga.

Pero no. No iba con el carácter de Encarna escribirle a la Francis.

Era muy reconcentrada. Muy suya.

Pero la historia era la misma.

– ¿Qué historia?

– La de una chica que se casa con un hombre para salir de una vida miserable y luego vive un infierno. El marido un putero irresponsable y más falso que un duro sevillano y ella sola, sin hijos, en una ciudad en la que no se fía de nadie, rodeada de amigos que son en realidad los amigos de su marido y cada vez más abandonada y más arrepentida. Maldita la hora en que el señorito aquel se cruzó en su camino. Pero ella ¿qué iba a hacer?

¿Toda la vida prensando higos o salando alcaparras? Ése era su porvenir en Águilas. O el mío. Pero yo tuve paciencia y esperé tiempos mejores.

Todo esto ha cambiado en los últimos veinte o veinticinco años, y teniendo arrestos, ganas de trabajar y pocas puñetas, el que ha querido se ha subido en lo alto, y el que no ha querido, pues a tomar el sol, que aquí sol no falta. Se equivocaron los que se marcharon, casi todos a Cataluña, pensando que allí regalaban los billetes de veinte duros en las taquillas del metro. Y no se crea que yo no conozco aquello. Estuve unas semanas en casa de un tío mío, mire, para pasar un mes, bueno, pero para vivir, no. Mi Manolo y yo tuvimos la suerte de coger los buenos tiempos del turismo y aquí en verano se hacen buenos duros si se quiere trabajar en verano; ahora, si se quiere tomar el sol, entonces no. Ahora tenemos tiempo de tomar el sol.

– Pero usted también se ha marchado de Águilas.

– Estamos más cerca del hotel, y aquí tiene mucho porvenir el cultivo intensivo de invernadero. Hemos hecho una inversión muy fuerte para cultivar aquí también aguacates y chirimoyas, como en Almería y Málaga.

– ¿Las veces que vino Encarna se relacionó con usted?

– ¿Y con quién si no? Y sobre todo me escribía y yo la escribía a ella, tanto a Albacete como a Barcelona.

– ¿A Barcelona?

– Sí. Durante los períodos que pasaba allí para ir al médico, porque estaba delicada, o creía estarlo. ¿Se ha fijado usted en que las personas desgraciadas en su matrimonio se escuchan más y un día les duele aquí y otro les duele lo de más allá? Pobre, pobre Encarnita. Es la fatalidad.

Es el destino. Iba a encontrar esa muerte tan horrorosa. Con lo feliz que ella creía ser en Barcelona.

– ¿Cuando estuvo de jovencita?

– No. Ahora.

– ¿Feliz por ir al médico?

– No sólo iba al médico.

La vacilación de la mujer sólo trataba de aplazar la revelación que deseaba hacer.

– Por mucho que se contemplase a sí misma, no iba a ir cada tres meses a Barcelona para que le vieran cosas diferentes. El hígado te lo miran una vez o dos, pero no cada tres meses.

¿No cree usted?

– El cuerpo humano está lleno de cosas.

– Y sobre todo el de las mujeres.

¿Se ha fijado usted en lo que cabe en el vientre de una mujer? Piense por un momento.

Y empezó a enumerar con la ayuda de los dedos.

– Las tripas, bueno, los intestinos. El hígado. Los riñones. La apendicitis. Los ovarios. La matriz.

La placenta. Y hasta un niño o dos o cinco, porque ha habido casos de cinco niños. Todo eso cabe en el vientre de una mujer.

– Nunca lo había pensado.

– Las mujeres pensamos más en esas cosas. Como nos afectan a nosotras, pues es lógico.

– ¿Qué hacía Encarna en Barcelona?

– Verse con mi primo. Con Ginés.

Un primo mío que va embarcado. Es un señor oficial, también es de Águilas y fue el novio, bueno, novio, pretendiente, como les llamábamos entonces, de Encarna hasta que se puso por medio el señorito ese de Albacete. Fue una historia muy bonita. La lees en una novela o la ves en el cine y no te la crees. También en esto se parecía la historia de la carta a la señora Francis: también la que escribía se había encontrado de pronto a su antiguo amor por la calle, precisamente en el momento en que se sentía más desgraciada.

“Precisamente en aquel momento Encarna paseaba por las Ramblas y alguien la llamó por su nombre. Se vuelve y ¿quién estaba allí? Ginés.

Veinte años después. Ya no era aquel muchacho tímido que se ponía colorado en cuanto la veía, sino un oficial de marina que se ofrecía a acompañarla por una ciudad que él conocía muy bien. Cada tres meses iba y volvía a las Américas en un buque de carga, “La Rosa de Alejandría”.

– ¿Es el nombre del barco?

– Sí, es el nombre del barco en el que va embarcado mi primo.

– ¿Es un barco egipcio, griego o turco?

– No. No creo. Es un barco español. O al menos son españoles los embarcados, por ejemplo, un amigo de mi primo, Germán, que es de Lorca.

A veces ha vuelto mi primo por Águilas y Germán le ha acompañado.

– Se encuentran por casualidad en las Ramblas veinte años después.

¿Qué más?

– Se citan para la próxima vez que vuelva el barco a Barcelona, y a partir de ese momento Encarna se inventa cualquier excusa para acudir a la cita. Me lo cuenta por carta y me lo cuenta con esa naturalidad, esa pachorra que ella tenía para estas cosas.

Porque Encarna siempre había ido a lo suyo por el camino más directo.

– Y el marido no sospechaba nada.

– El marido tenía su vida. Es un golfo que se ha pasado medio matrimonio entre Madrid y donde sea, pero bien poco con Encarna.

– Y el marino volvía, una y otra vez.

– Vaya si volvía. Nunca se había quitado a Encarna de la cabeza. Mi primo es un chico fuera de serie, demasiado sentimental para mi gusto, porque no se puede ir por el mundo con el corazón en la mano. Yo se lo advertí ya entonces, cuando éramos unos críos: cuidado con la Encarna que va a la suya. Y cuidado que yo me he querido a la Encarna, que más que yo sólo la ha querido su madre, pero sufría por mi primo.

– Y no se planteaban dejarlo todo.

Vivir juntos.

– No. Encarna no. Pero mi primo sí.

– Y Encarna no quería.

– Ha pasado por todo. Al principio no, luego sí, y últimamente le pedía paciencia, que dejara pasar el tiempo.

Que diera tiempo al tiempo para que acabara de pudrir los huesos de un marido definitivamente fracasado.

– Y de pronto las cartas dejaron de llegarle.

– Sí. Tampoco era para alarmarse, porque Encarna era muy arbitraria y a veces dos cartas por semana y otras meses y meses. Yo siempre esperaba a que ella me escribiera o me llamara, aunque llamar llamaba pocas veces porque decía que las paredes oían.

– Usted le escribía a Albacete.

– Sobre todo a Barcelona.

– ¿A qué señas de Barcelona?

La mujer calculaba sus próximos movimientos. Por fin se decidió y dedicó a Carvalho la misma mirada que sin duda había dirigido a su marido en el momento de meterse en la cama con él por primera vez. Sale de la habitación con majestad y deja a Carvalho con el nombre de “La Rosa de Alejandría” en los labios silenciosos de la memoria:

“Eres como la rosa de Alejandría, morena salada, de Alejandría, colorada de noche blanca de día, morena salada, blanca de día”.

Es una voz infantil la que la canta y a continuación crece un coro que impone una extraña tristeza oscura de fondo en torno de una canción aparentemente de amor. Pero volvía doña Paca con un papel en la mano y se lo tendía.

– Éstas eran las señas que me dio para que le escribiera en Barcelona.

Y en el sobre tenía que poner: a la atención personal de Carol.

– ¿Siempre la misma?

– Desde que me la dio, sí. Fue hace unos dos años. Uno después de empezar a encontrarse con mi primo cada tres meses.

– ¿Esto es todo?

– Todo.

La mujer tenía ganas de saber detalles, apartaba la cabeza con los ojos cerrados cuando Carvalho le repetía el despiece de la víctima. Pobrecita.

Pobrecita. ¿Y lo sabe mi primo? ¿Lo sabe mi primo? Carvalho se encogió de hombros ya en la puerta, con el espectáculo al fondo del mar perezoso bajo un sol consolador.

– ¿Y ahora vendrá la policía a interrogarme?

– Es su problema.

Y la mujer se quedó sin saber si era un problema de la policía o suyo.

– ¿Tiene alguna foto reciente de ella?

– De hace tres o cuatro años.

Por fin Encarnación Abellán adquiría el rostro de su muerte. La adolescente de “La niña de Puerto Rico” había dejado crecer sus facciones y había acabado su cuerpo en los límites de una presencia agresiva, imposible no mirar la belleza madura y airada de mujer que seguía estando sin estar en aquella fotografía sin sonrisa.

Oyó voces familiares que hablaban sobre su fiebre, y entre ellas la del capitán, partidario del frenol y mucho calor.

– Que lo sude, que lo sude.

Y más allá de los ojos abiertos, Germán o Basora o Martín y, en ocasiones, Tourón contemplándole desde su estatura de capitán con conocimientos médicos.

– Está usted en buenas manos. Es un enfriamiento de caballo. Se sale del Trópico en mangas de camisa y luego viene lo que viene.

Le dolían las junturas del cuerpo y estaba a gusto arrebujado por las sábanas.

– Caldos, muchas naranjas, pescado a la plancha -ordenaba Tourón al camarero que tomaba apuntes.

– Y pensar poco -añadía el capitán.

– No le vicien la atmósfera.

Los tres oficiales jugaban a las cartas junto a su camastro y el capitán les arrojaba del tugurio como si fueran tres tahúres.

– Le estamos haciendo compañía.

– No fumen y mantengan la puerta abierta. Se ven volar los virus.

Sólo faltaría ahora que todos la pilláramos.

– No se preocupe, capitán, haremos calceta un rato y cantaremos villancicos. Yo le he prometido un jersey a mi novia.

El capitán pasó por encima de la ironía de Basora y luego aprovechaba la soledad del enfermo para introducirse en la estancia y examinarle sin decir nada, reprimido por los ojos que Ginés apretaba para no propiciar la conversación.

– ¿Duerme? ¿Está dormido, Larios?

Siempre duerme.

Por la ranura de los párpados, Ginés veía cómo se le acercaba aquel rostro blanco, aquellas lentes sólidas como de cuarzo al fondo de las cuales aparecían los ojos sumergidos. A partir del tercer día fue imposible fingir, y el capitán se pasaba los ratos muertos sentado a su lado, las piernas encabalgadas, los brazos cruzados sobre el respaldo de la silla, la mirada divagante o pendiente de un punto concreto del camarote que le hipnotizaba.

– Tiene mejor color.

– Es posible.

– El color de la cara es un síntoma de la salud. Un organismo que funciona bien se expresa a través de la tonalidad de la piel y especialmente de la piel de la cara. En las personas morenas, como usted, se nota menos, pero en las blancas la comprobación es exacta, de manual. Ha sido una gripe, creo, y usted ha hecho todo lo demás. Tenía el cuerpo en malas condiciones. No le sentaron bien las vacaciones en Trinidad.

– Por lo visto.

Le había pedido a Germán que no le dejara a solas con el capitán y el compañero hacía lo imposible para estar atento a las idas y venidas de Tourón por el barco, no fuera a infiltrarse en el camarote de Ginés.

Las entradas de Germán ponían nervioso a Tourón, que no tardaba en marcharse o trataba de enviar a Germán a cumplir funciones que ya estaban cumplidas.

– Es como una clueca. Le gusta sentirse necesario, y en cuanto puede exhibir sus conocimientos de medicina se corre. Pero para recetar frenol y zumo de naranja no hace falta ni ser veterinario.

Al cuarto día Ginés subió a cubierta porque hacía sol y encontró a los marineros en el lance de tender un pasamanos especial de proa a popa.

– ¿Qué están haciendo?

– Es en tu honor. Tourón lo ha ordenado. Para que no te caigas.

– ¿No lo dirás en serio?

– Totalmente en serio. El mar ni se mueve. Viento fuerza tres, marejadilla. El pasamanos es para ti, todo para ti. A esto se le llama amor. Te lleva como una reina.

El cuerpo se le había quedado especialmente sensible al sol y al viento y notaba que le inoculaban nuevos ánimos, ganas de moverse y de relacionarse con los demás. La travesía estaba en el momento dulce, al decir de Basora, ese momento en que queda más camino por detrás que por delante y la promesa del puerto de llegada despierta los apetitos. Además hacía un día espléndido y los inocentes cúmulos indicadores del buen tiempo pasaban como borregos tímidos, sobrecogidos por la soledad del arco del cielo sobre la laguna atlántica. Se sintió aquella tarde a gusto escuchando el programa de Radio Nacional de España “Directo-Directo” y luego se trasladó al salón del vídeo adonde Martín había preparado el pase de “Lo que el viento se llevó”.

– ¡Qué guapa era esta tía, la Vivien Leigh! ¡En cambio la Olivia de Havilland no valía ni un pimiento!

– Aún vive.

– Pues imagínate cómo estará ahora.

A mí nunca me había gustado Olivia de Havilland, era como una niña o como una madre. Te la encuentras en una isla desierta, en pelota, y no te la tiras porque te da un respeto, una cosa, no sé.

– En una isla desierta te tiras hasta a la Thatcher.

– Pues no está tan mal la Thatcher para sus años.

– Hace falta ser de derechas para decir que la Thatcher tiene un polvo.

– Yo no he dicho que la Thatcher tenga un polvo. He dicho que no está mal para sus años, y la pones en pelotas en un centro de camioneros jubilados y me la hacen madre.

– Salvaje.

– Pero qué morbo tiene esta mala puta, la Vivien, que me voy a hacer yo una paja esta noche en su honor.

– Bestia.

A Martín le gustaba que le insultaran, que le trataran como una bestia de lascivia.

– Esta noche me la como yo a ésta.

– Será guarro.

– Le echo un bote de leche condensada por encima y me la lamo de arriba a abajo. Rinconcito por rinconcito.

– ¡Calla ya, hombre, que parece como si no hubieses follado desde los tiempos del cuplé!

Ginés se durmió en el instante en que Leslie Howard, el frío Ashley Wilkes, vuelve a casa herido de un balazo, fingiéndose borracho, como Clark Gable, Ret Butler en la película. Le despertaron para que se fuera a su camarote y se dejó caer en el camastro cansado por su primer día de convalecencia activa. Concilió el sueño y creía estar en la habitación inmensa de un hospital blanco, hasta el punto de que apenas se veía el relieve de los cuerpos en movimiento, salvo el de Tourón, que se le acercaba y le acariciaba los cabellos: pobrecito, pobrecito, Larios, duerme, siempre duerme. Le despertó una mano más contundente que la del capitán soñado. Era Basora cuchicheante.

– ¿Te ves con ánimo de levantarte?

– ¿Qué pasa?

– La ocasión esperada. El capitán está cantando y Germán ha dejado la puerta sin cerrar. Nosotros vamos a ver qué pasa. ¿Tienes fuerzas para venir? Tal vez pasen muchos días hasta que se repita una situación como ésta.

– Voy.

– Abrígate.

Basora deshizo la cama y le echó una manta por encima. Siguió Ginés a su compañero por un recorrido a media luz que les llevó a las puertas del camarote del capitán, donde ya permanecían agazapados Martín y Germán.

Basora cogió el canto de la puerta con la yema de los dedos y la fue abriendo con lentitud enervante hasta conseguir una ranura suficiente para que Martín y él pudieran contemplar lo que estaba ocurriendo dentro. Basora retiró la cabeza en seguida, Martín permaneció algún tiempo más.

La puerta entreabierta permitía oír con mayor claridad la canción del capitán.

“Quien te puso Salvaora qué poco te conosía.

Que el que de ti se enamora se pierde pa toa la vía”.

Germán y Ginés ocuparon las posiciones cedidas por los otros dos conspiradores, y ante ellos apareció una perspectiva rectangular en la que se veía extrañamente entera la figura de lo que quedaba del capitán. Traje de lamé largo y escotado, guantes hasta los codos, peluca platino, una flor de trapo en el vértice del escote, ojeras pintadas, labios sangrantes, brazos serpénticos agitando los efluvios emocionales de la canción y el humo de un cigarrillo dorado entre los dedos de la mano izquierda.

“Ere tan bonita como el firmamento; lástima que tenga malo centimiento…”

Y el capitán aparecía y desaparecía en sus idas y venidas por un escenario delimitado por luces de varietés que él sólo veía. En su cara se habían dibujado rasgos canallas de puta en desguace y por un corte de la falda asomaba una pierna vieja, musculada, llena de vello, apoyada en el mundo a través de un rojo zapatito de charol.

Germán se apartó, cogió a Ginés por los hombros y le apartó también a él con una cierta firmeza. Los cuatro se metieron en el camarote de Basora y buscaron las cuatro esquinas de la estancia para no mirarse, ni hablarse, como si tuvieran que pedirse perdón los unos a los otros por algo que habían hecho y que les avergonzaba.

– Mierda -dijo Basora.

– Pobre hombre -comentó Germán.

Ginés simplemente tenía miedo, un miedo inexplicable, como si se hubiera metido en una casa desconocida y todas las puertas hubieran quedado cerradas a su espalda.

– Así que lo que vio el “Cojoncitos”, el fogonero, no era ninguna chaladura. Este tío tuvo las agallas de pasearse por cubierta vestido de tía.

– Un capitán de barco que se viste de tía puede pasearse por cubierta si le da la gana. Por algo es el capitán. Y otro día se saca el carnet de baile y te pide una polka.

Martín reía como un histérico ante la broma de Basora, pero, en los demás, pesaba más el sentimiento de disgusto y del no saber a qué atenerse.

– Y mañana qué. Mañana cuando empiece a dar órdenes, o en el comedor, ¿qué?, ¿le seguiremos viendo como el capitán o como la “Niña de la Venta”?

Escupía Martín por la nariz la risa que no podía sacar por la boca y esta vez arrastró a Basora y luego a Germán. Ginés sostenía una media sonrisa indeterminada, mientras los demás se aguantaban el pecho o el vientre o la meada, porque la carcajada era ya una asfixia histérica que les revolcaba por la cama o les hacía caer al suelo en busca de los rincones del camarote.

– ¿Sabéis qué le diré mañana cuando le vea? -preguntó Martín con lágrimas en los ojos.

Germán y Basora también lloraban, pero se aguantaron las lágrimas y la risa porque sabían que Martín iba a echar más leña a la hoguera de su hilaridad.

– ¡A sus órdenes, tía buena!

Y el capitán oyó las carcajadas desde su camarote convertido en camerino.

Al día siguiente, Ginés dijo estar totalmente recuperado y convenció a Germán de que le dejara hacer sus tareas habituales. Le horrorizaba la perspectiva de quedarse en la encerrona del camarote, entregado a las entradas libres de Tourón y a la necesidad de tratarle como si nada hubiera pasado. Merodeó por los rincones del buque menos propicios a la visita del capitán e incluso bajó a la sala de máquinas, donde fue recibido con sorpresa por los maquinistas y Martín, que le confesó que también estaba jugando al escondite. Llegó la hora del almuerzo y no había más remedio que acudir al comedor, aunque lo hizo con retraso, en la confianza de que tomaran asiento antes sus compañeros y asumieran ellos la primera conversación con Tourón. Llegó al comedor casi al tiempo que Germán y ya estaban allí Basora y Martín.

– ¿Y el capitán?

– Se ha hecho servir el almuerzo en su camarote.

– ¿Le habéis visto?

– Yo no. He hablado con él por teléfono porque no ha acudido al puente de mando.

– Yo tampoco.

– Ni yo.

– Hay que deducir que no ha salido de la habitación.

– Que se dio cuenta ayer noche.

– O que está enfermo o que le ha dado por ahí. En fin, comamos y amemos.

Basora y Martín comieron con buen apetito el arroz con bacalao y el redondo a la jardinera del menú del día, Germán permanecía abstraído y Ginés apenas mordisqueó su arroz hervido con cebolla y el lenguado a la plancha.

– Ya saldrá del cascarón -comentó Basora cuando se ponía en pie dando la comida por concluida.

Durante toda la tarde el capitán siguió los trabajos del buque desde su camarote, rechazó el ofrecimiento de Germán de ir a verle y aseguró que tenía una pequeña alergia en la piel que le impedía el contacto con el aire libre. Cenaron los oficiales entre silencios, bostezaron ante el segundo pase de “Lo que el viento se llevó”, porque Martín había dosificado las tres películas de vídeo nuevas y la tercera no tocaba hasta que rebasaran la perpendicular de las Azores, ya en descenso abierto hacia el estrecho.

Al día siguiente el capitán repetiría su ausencia y al tercer día subió al puente de mando en un momento en que estaba deshabitado, pero desde cubierta vieron su silueta tras los cristales, oteando el horizonte con unos prismáticos, y por la noche se presentó en el comedor simpático y parlanchín, como si llegara de un largo viaje cargado de anécdotas y regalos de su imaginación. Al poco rato de diálogo, los oficiales habían recuperado el tono conversacional de otras noches, y el capitán exhibía uno de sus mejores talantes, aunque persistía en la especial dedicación a Ginés, por cuya salud estaba preocupado.

– Después de la cena venga a mi camarote. Tengo unas vitaminas en mi botiquín que le estimularán el apetito. No puede usted desembarcar en Barcelona con esta cara.

La perspectiva de un encuentro a solas entre Ginés y el capitán devolvió la malicia a los oficiales y la angustia a Ginés, que pretextó la mejor salud de este mundo para evitar la cita. No contó con la solidaridad de sus compañeros, cómplices del capitán en la exageración de su mala salud.

– Tu salud es una pieza fundamental en la buena marcha de este barco.

Como ha dicho tantas veces el capitán Tourón, cada uno de nosotros es una parte de un todo y la avería de una parte significa el mal funcionamiento del todo.

Aunque Tourón no recordaba el momento exacto en el que había dicho lo que le atribuía Basora, asintió con firmeza y Ginés se fue a por él nada más terminada la cena, pisando las suelas del capitán en el corredor que llevaba a su camarote.

– Con su permiso, quisiera acostarme temprano y no molestarle demasiado tiempo.

– No es molestia, Ginés. Tome asiento. Le daré las vitaminas, pero he de decirle que ha sido un pretexto para poder charlar a solas. Hay tres clases de asociaciones de hombres, Ginés: personas, gente y gentuza. Me temo que sus compañeros son gentuza, mala gentuza y entre ellos le distingo a usted como una persona diferente.

Se sentó Tourón vencido en alguna batalla que no estaba dispuesto a desvelar, pero ofrecía a Ginés los restos de la derrota.

– Soy un hombre solo, Ginés. Mi mujer se cansó de esperarme travesía tras travesía y ni siquiera sé por dónde para. Mis hijos ya son mayores y viven su vida. Sólo me llaman cuando necesitan dinero o cuando pasan apuros, por ejemplo, mi hija, la pequeña, la última vez tuve que sacarla de una cárcel por tráfico de drogas.

Menos mal que aún conservo buenos amigos bien situados. Pero en fin, nada puedo esperar de los míos. Y en estas condiciones pesa más la soledad, la inutilidad de llegar a puerto.

Tengo ya cincuenta y cinco años, pronto empezaré a ser viejo, yo ya me siento viejo. Y lo noto cuando llego a puerto y todos ustedes tienen algo que les reclama. Yo no vivo mi propia esperanza, Ginés. Vivo las de ustedes.Por eso me emocioné cuando le vi tan feliz, aquel día, por las Ramblas, creo, en compañía de aquella mujer tan, tan aparentemente interesante, ésa es la palabra. Pero las mujeres interesantes son las peores.

¿No, Ginés?

Le pedía que hablase y Ginés tenía la boca llena de la nada que le enviaban los pulmones y el cerebro, ni una idea, ni una imagen, ni una palabra, ni siquiera aire.

– ¿No tiene nada que decirme, Ginés?

Negó con la cabeza.

– Nada especial.

– ¿Está usted seguro?

– Eso creo.

– A veces es mejor hablar a tiempo.

¿Qué le espera a usted en Barcelona, Ginés? ¿Quién?

– Pues… Espero que lo de siempre. La misma persona de siempre.

– ¿Seguro?

– ¿Quién puede estar seguro?

– Usted. Usted es el más indicado para estar seguro de lo que dice.

La mano del capitán voló sobre el oficial y Ginés cerró los ojos cuando la sintió sobre una de sus rodillas.

– Puedo pretextar avería y desviarme a las Azores. A veces es posible huir de un mal destino.

La mano del capitán era una presencia viscosa que le provocaba un temblor interior que trataba de no exteriorizar.

– En Barcelona no le espera nada bueno.

– Es imprescindible que vuelva.

¿Según usted qué me espera?

– Una mujer, ¿no? ¿No es eso lo que le espera?

– Eso es. Se trata de mi vida privada. Tengo derecho a equivocarme.

– Si usted fuera a tirarse por la borda yo trataría de impedirlo.

No podía soportar más la situación y se puso en pie, cogió la cajita de las vitaminas y balbució urgencias olvidadas que el capitán escuchó con los ojos sabios y la tranquilidad de un animal más poderoso que su presa.

– Estamos en el punto justo en el que aún es posible hacer virar el barco hacia las Azores.

– ¿Qué iba a hacer yo en las Azores? Mi vida pasa por Barcelona.

– Mañana será tarde.

Ginés aguantaba ahora la mirada del capitán, pero sabía que ninguno de los dos iba a llamar las cosas por su nombre. Le invadió la irritación de la presa ante la prepotencia incontestable de la rapiñadora y se contempló a sí mismo arrojando la caja de pastillas contra la cara del capitán, en un movimiento lento, de ensueño y al fondo de un pasillo de violencia el rostro alarmado de la “Niña de la Venta”, al que dio la espalda para salir y tratar de regatear las sornas de sus compañeros, apoyados en el quicio del camarote de Basora y buscar en su propia madriguera la normalidad del pulso y la racionalidad de lo hecho y lo por hacer. Pero el camarote parecía achicado hasta el límite de lo irrespirable y bajó a cubierta para comprobar los límites de su cárcel. El mar no importaba. El cielo era la noche y las estrellas mentían la posibilidad de la huida.

La cárcel flotante avanzaba, y al tratar de contraponer al destino la imagen de un pasado de salvación, reaparecía el Trópico en sordina de Trinidad, la fallida solidaridad de Gladys, la avaricia pobre del taxista hindú ordeñándole como a una vaca extranjera y estúpida. Y ése era el único pasado posible. Lo inmediatamente anterior le asqueaba hasta el vómito. Y antes, antes sólo le quedaban vivencias de juventud inútil que ya sabía destinada al fracaso. ¿Qué sabía Tourón? ¿Lo sabía por sí mismo o su nombre, Ginés Larios Pérez, ya era una consigna telegráfica?

– Sólo quiero despedirme de ti, Encarna. Tal vez sólo eso.

Se apercibió que estaba excitando el sentido de la autocompasión. Se sonrió a sí mismo y gritó por encima del estridente mar:

– ¡Tranquilos, que ya llego!

Dejar el coche al pie de la entrada, tirar la bolsa de viaje dentro del cuartucho donde colgaban los trajes que esperaban su verano, ducharse y tirarse en la cama para romper el cuatro que se había apoderado de su esqueleto, era un objetivo obsesivo desde que pagó el último peaje valenciano y cruzó la raya imaginaria de la autopista catalana. Se dormía y tuvo que parar dos veces para tomar café y hacer respiratorias profundas, pero ahora estaba en condiciones de dormir, tras la sorpresa de las cosas familiares recuperadas y un breve proyecto de llamadas telefónicas, las escasas amarras que le ataban con su pequeño puerto particular, lluvia de imágenes migadas que le llenaron los ojos de sueño, para despertar aún lejano el amanecer, la cabeza llena de urgencias y los nervios con necesidad de saltar de la cama. Guardó los quesos manchegos que había comprado en El Bonillo y las tortas para hacer gazpachos un día que tuviera ese humor y Fuster se prestara a la prueba del primer gazpacho carvalhiano. Fuster. Tenía que llamarle para contarle la impresión producida por el nacimiento del Mundo, la magia de un instante tal vez debida exclusivamente al exceso de significación del nombre del río.

Pero antes amanecería y graduó las llamadas por un supuesto orden de aparición ante el nuevo día: Mariquita, el autodidacta, Biscuter y finalmente Charo, ya desde el despacho. Escuchó la radio. Merodeó por la cocina.

Salió al jardín, donde le esperaba un frío húmedo que acabó por empujarle dentro de la cáscara de la casa. Trató de recuperar el sueño, pero la danza de imágenes o los ríos de café que llevaba en la sangre durante la subida de un tirón desde Águilas a Barcelona le mantenían abiertos los ojos, como si ésa fuera la natural desembocadura del café. En primer plano las dos monjas, ¿por qué precisamente las dos monjas?, y luego todos los demás, hasta llegar a una lejanía donde se configuraba un barco imaginario, grande pero con un solo tripulante, Ginés Larios, el amor de Encarna, recuperado en un encuentro en plena Barcelona. Quizá el hombre permanecía ignorante de lo que le había ocurrido a la mujer y debía ponerse en contacto con él o saber al menos para cuándo estaba prevista su escala en Barcelona. Y en cuanto el sol asomó por la esquina izquierda de su ventana mirador de la ciudad, como si viniera del fondo del Mediterráneo, Carvalho recuperó el coche y se fue hacia el puerto a la espera de que abrieran las oficinas de tráfico portuario para saber noticias de “La Rosa de Alejandría”.

– ”La Rosa de Alejandría”, carguero general polivalente, de la Compañía Obregón, tiene su llegada anunciada para el siete de febrero. Capitán, Luis Tourón.

– Mire si figuran los nombres de los oficiales.

– Seguro, como es un barco de llegadas regulares, seguro. ¿Qué nombre me dice? Ginés Larios, sí, señor.

Oficial de primera.

Pensó por un momento en mandarle un mensaje pero se contuvo, necesitaba llegar a alguna parte y de momento apenas si estaba de vuelta de las fuentes del hecho, sin nada en las manos o casi nada, la historia de un reencuentro amoroso y una dirección donde Encarna “Carol” domiciliaba las cartas que le enviaba Paquita.

Se cruzó con Biscuter en la escalera del despacho. Iba el hombrecillo dormido y tardó media escalera en darse cuenta que había dado los buenos días a un Carvalho ausente durante días.

– ¡Osti, jefe, pasaba sin saludar!

– Sigue tu camino, Biscuter. Estaré un rato arriba.

– Le traeré “cruasans” calientes.

Mariquita estaba en casa. Se emocionó ante las noticias de Águilas, casi las únicas que le dio Carvalho junto a los recuerdos de Paca Larios y se sorprendió ante el nombre de Ginés.

– Vaya por Dios, de quién me habla usted. No sé nada de él desde que era un niño.

– ¿Usted sabía si su hermana y él volvieron a verse después?

– ¿Cómo iban a verse, ella en Albacete y él por ahí embarcado?

– Barcelona tiene un puerto, a los puertos llegan barcos, y su hermana, por lo que hemos sabido, venía por aquí con frecuencia.

– Pero era una mujer casada.

– Ah, eso sí.

La conversación con el autodidacta casi no existió. Carvalho habló como se habla a un cliente, dándole detalles que luego justificarían la factura. El autodidacta iba diciéndole sí, ya, bien, bueno, como si todo cuanto le estuviera contando fuera material de segunda o escalones en una ascensión o en un descenso hacia lo que verdaderamente contaba, y sólo cuando Carvalho ya estaba en Águilas y contaba su seguimiento de Paca Larios, la atención del invisible interlocutor se concentraba y su silencio era una prueba de que deseaba el relato de Carvalho.

– Ginés Larios, ha dicho usted ¿su novio?

– No habían llegado a ser novios.

Era un pretendiente. “Se hablaban”, como decía la prima. Pero luego se encontraron en Barcelona, por casualidad primero y luego aquello se convirtió en una serie de encuentros puntuales, en cada una de las llegadas del marino. De hecho a partir de una fecha determinada deben coincidir las visitas de Encarna, supuestamente visitas a los médicos, y los atraques de “La Rosa de Alejandría”.

– ”La Rosa de Alejandría”. Es un nombre sugerente.

– Si usted lo dice.

– ¿Y ahora qué?

– Tengo esa dirección a la que escribía Paca Larios y ese nombre, “Carol”. Ah, y una fotografía reciente.

– La cosa se pone bien. “Carol” También tiene su encanto el nombre.

Reconozca que es más sugestivo que si se hubiera puesto Conchita.

– No lo niego. Voy a ver qué encuentro en esa dirección.

– Me parece muy bien.

– Lo de Albacete es más bien sórdido y descarta al marido. Me extraña que ese hombre incluso pudiera moverse para trasladarse a Barcelona y reconocer el cadáver.

– Estuvo pocas horas. La policía ya le dijo a la familia que no estaba muy bien de salud, pero lo interpretamos como un malestar transitorio. Muy bien, Carvalho siga como hasta ahora.

Cuanto antes llegue al final más barato nos saldrá.

– Siempre velo por los intereses de mis clientes. Así otro día también recurrirá a mí.

– Estadísticamente es casi imposible que en una misma familia o grupo de personas se produzcan hechos de este tipo a lo largo de una generación.

– Por su boca habla la lógica.

En cuanto a Charo hubiera sido una crueldad llamarla a aquellas horas y ocupó el centro de la mañana comiéndose los tres croisans crujientes que Biscuter dejó a su alcance y bebiéndose dos tazas de chocolate ligero con el que su ayudante había querido conmemorar el regreso y paliar los efectos de su despistado encuentro en la escalera. Luego, Charo no se conformó con las explicaciones telefónicas y le pidió dos minutos para arreglarse e ir hacia el despacho.

– Si quieres voy yo.

– No. Que está todo desordenado.

Seguro que aún conservaba huellas del trabajo nocturno o un compañero retardado, insistente o simplemente dormido. Los dos minutos se convirtieron en una hora y Charo se predispuso a escuchar toda la historia del viaje, pero especialmente el recorrido por Águilas, con preguntas que trataban de cotejar las postales mentales heredadas de su madre con las que Carvalho traía de tan reciente viaje.

Las destrucciones y desapariciones la entristecieron y las supervivencias le hacían exigir de Carvalho descripciones meticulosas por si las estampas coincidían.

– Te quise traer un libro pero estaba agotado.

– Qué ilusión me habría hecho. ¿La Casita Verde cómo es?

– Es una casa muy especial, como de juguete, sola, delante del mar, pero ya se le acercan los bloques de pisos, no sé cuánto tiempo sobrevivirá.

– ¿Y Terreros? ¿Y las salinas?

– Ya no hay salinas.

– ¡No hay salinas!

¿Para qué necesitaba Charo las salinas de Terreros? Para conservar un recuerdo prestado de dunas de sal terrosa agredidas por el sol.

– Y lo del marino qué bonito. Pobre chico. Va a volver y se va a encontrar con todo el pastel.

A Carvalho se le cerraban los párpados. Biscuter le ofreció su camastro para que atendiera la llamada del sueño y del cansancio aplazado y Carvalho penetró por primera vez en muchos años en aquel pequeño dominio de su asistente, cinco o seis metros cuadrados ocupados por un camastro, una vieja cama turca que Biscuter había comprado en la plaza de las Glorias.

– El año de lo de Carrero, jefe, recuerde.

Un armario de plástico azul cerrado con cremallera, un póster de Sydne Rome desnuda, un calendario de la Caixa 1984, y una pequeña fotografía callejera, con el canto acanalado, en la que aparecía una mujer en traje de paseo deslumbrante y mirando a la cámara con el morro algo canalla. El adjetivo canalla, aunque lo hubiera pronunciado mentalmente, le molestó a Carvalho y se arrepintió. Al fin y al cabo aquella mujer había sido la madre de Biscuter y la había velado hacía poco más de un año, en compañía de su hijo. El camastro parecía construido a la medida de Biscuter y Carvalho notó su alma de metal en las esquinas del cuerpo, pero era tal la agresión del cansancio que se quedó dormido y abrió los ojos a la tarde ya caída. En el reloj mental, la urgencia de una búsqueda. Un salto brusco para recuperar conciencia del lugar y luego el despacho donde Biscuter permanecía con la luz del flexo encendida, las manos cruzadas sobre el regazo y ensimismado o pendiente de un recuerdo pequeño, como su cabeza, como él mismo.

Ganó Carvalho la calle y ni siquiera fue en busca de su coche.

Cogió un taxi que le dejó en las puertas de la dirección escrita por Paquita. Una vieja casa de vecinos en un edificio convencional del Ensanche, portería con luz mortecina, portera con aspecto de no haber salido de allí desde el final de la última guerra y mala gana en el momento de contestarle.

– Aquí no vive ninguna Carol. Está la señora Nisa, pero bueno, a veces ha llegado alguna carta a ese nombre, es verdad. Hable con ella.

Yo no sé nada. Y quiero seguir sin saber nada.

No eran buenas las relaciones entre la señorita o señora Nisa y la portera, dedujo, y subió los escalones que le separaban del entresuelo. Le abrió la puerta un viejo pulcro en traje de pésame y un olor a guiso profundo y pesado.

– ¿Viene a lo del anuncio?

– Es posible. Le hizo pasar a un recibidor semiiluminado y se asomó a un despachito con poca luz donde dos mujeres cuchicheaban. Dijo algo el viejo, volvió sobre sus pasos, olisqueó a Carvalho de refilón y se refugió en un comedor envejecido y por los suelos viejos mosaicos ornamentales.

Salió del despacho una de las coloquiantes, con aspecto de tener algo que ver con el viejo, por edad y por maneras y se fue en su seguimiento.

Quedó Carvalho en compañía de un gruñido de saludo y de una gordita risueña y morena que le saludaba con una corrección de encuentro tripartito o cuatripartito en la cumbre y le invitaba a entrar en un despacho presidido por una hornacina con una virgen disfrazada con traje regional de difícil identificación.

– ¿Vienes por lo del anuncio del diario, verdad, majo?

Tuvo ante sí más una imagen recordada que una imagen actual. Era un piso de barrio, más de barrio que éste, quizá, pero la misma luz economizada, la misma penumbra, un misterio equivalente, como equivalente era el bisbiseo o la sordina en la voz de la mujer que le atendía, sacerdotisa de un poder desconocido. En aquella ocasión había sido una santera con la virtud de quitar el mal de ojo y el mal de los celos, y eran celos lo que la madre de Carvalho quería quitarle a su hijo, celos que ponían melancolía en sus posturas y una inapetencia que la buena mujer no sabía atribuir a las gachas de posguerra con tocino rancio o no quería atribuir quizá, porque hubiera sido admitir una cierta responsabilidad en la cotidiana derrota de la esperanza. Recordaba Carvalho confusamente a qué o a quién le atribuían la causa de los celos, probablemente a otro niño, un pariente, más acomodado que tenía bicicleta en unos años y en una clase social en que nadie tenía casi nada. La santera rezó ante una inmensa virgen en hornacina, llenó al niño Carvalho de signos de la Cruz y de un aroma especial de ama de casa recién salida de la cocina, donde sin duda guisaba algo con laurel y vino, porque la santera olía a laurel y vino. Los recuerdos huelen y suenan, tienen paisaje musical. Con el tiempo y la cultura, antes de perder lo uno y la otra, Carvalho había descubierto que tuvo celos de su padre, de aquel padre casi desconocido, recién salido de la cárcel, que se metía en una alcoba que durante años y años había sido un santuario de tibieza y confianza para él y su madre.

Y allí estaba otra santera gordita y no vieja y una imagen de la virgen de no sé qué o de no sé dónde en un rincón de aquella sede de la alcahuetería postindustrial, una alcahuetería fin de siglo, fin de milenio.

– ¿Qué quieres? Has de explicarme qué quieres.

– Lo que quiere todo el mundo que viene aquí.

– Primer error. No todos los que vienen aquí quieren lo mismo.

Había triunfo del especialista sobre el lego en los ojos sonrientes y brillantes de la gordita encantadora.

– Cada hombre es un caso y cada una de las mujeres que yo puedo proporcionarte también. Para empezar.

¿Cómo te llamas?

– Ricardo. Siempre me ha gustado llamarme Ricardo.

– Muy bien. Ricardo. ¿Eres casado o soltero?

– Casado.

– ¿Te interesa discreción o no te interesa?

– Toda discreción es poca. Mi mujer me odia y no quiere perderme.

– Me parece que va a ser muy complicado. Eres muy complicado.

Tal vez había empleado un sistema de razonamiento demasiado elaborado.

Se le ocurrió que podía ayudarla recitando un verso que había aprendido en aquellos tiempos en que aprendía versos: ¿quién no teme perder lo que no ama? Pero pensó que aún alarmaría más a la santera.

– No sé. No sé. Yo no quiero perder el tiempo.

– ¿Cuánto cuesta tu información?

– Seis mil quinientas pesetas y te daré nombres y teléfonos de mujeres o contactos aquí, sólo contactos, repito, durante dos meses.

Carvalho puso dos billetes de cinco mil pesetas sobre la mesa y la santera los cogió con eficacia y justeza de tiempo, ni poco ni mucho y devolvió el cambio como un cajero generoso.

– Las cosas cambian. Ahora sé que no pierdo el tiempo. No pienses mal de mí, es que hay muchos que vienen aquí, se enrollan, te hacen perder el tiempo y luego nada de nada. Volvamos a tu asunto. Casado. Contactos discretos. Te interesan, pues, mujeres casadas y con necesidad de ser discretas. Voy a serte sincera, puedo proporcionarte mujeres que se meten en esto por necesidad económica, no por vicio, o por necesidad de afecto.

Casadas cuyos maridos ganan poco o están parados. También hay alguna que lo hace porque su marido no la satisface o están a la greña. Pero éstas quieren entonces una relación estable, que un hombre casado como tú no puede darles. Tú no vas a dejar a tu mujer los fines de semana.

– Ni hablar. Tenemos una casita en una urbanización de Montserrat y todos los fines de semana vamos a regar el árbol y a hacer una paella.

– ¿Lo ves? Por lo tanto tú necesitas mujeres con la misma necesidad de discreción que tú.

Se levantó porque había sonado el timbre, cerró la puerta a sus espaldas, conversó con alguien recién llegado y volvió junto a Carvalho con aún más satisfacción en el rostro de la que tenía unos minutos antes.

– Ha llegado una chica que tal vez te interese. Asómate y dime qué te parece.

Carvalho se asomó bajo la mirada de la virgen y la santera y pegó un ojo a la rendija que separaba las dos alas de la puerta, una flaca con botas y aspecto de vender enciclopedias por los pisos, pulcra, sentada, con los ojos fijos en la rendija desde donde sabía que iba a ser examinada.

– Muy delgada.

– ¿No te gustan las delgadas?

– Hay delgadas y delgadas. Pero en fin. Es una posibilidad. Tendrás más.

La santera escribía números y nombres sobre un papel como si estuviera escribiendo una receta médica.

– Con ésta, sobre todo, mucha discreción. Sólo por las tardes.

Números de teléfonos y nombres de mujeres.

– Y una vez contactadas ¿dónde las llevo?

– Yo sólo facilito el contacto.

– ¿Pero no podemos venir aquí? ¿No tienen un sitio?

– Esto es una oficina de contactos.

No un “meublè”. A tu edad ya tendrías que saber a dónde llevar a una mujer.

– Parezco mayor de lo que soy.

– Cerca de aquí, en la plaza de España, hay un “meublè”, el Magoria.

Si quieres puedes empezar con la que acaba de llegar. Pero primero toma una copa con ella. Hay que tener una cierta delicadeza.

– ¿Me costará muy cara? No llevo dinero encima, casi. El cambio que me has dado. Si he de pagar la habitación.

– La habitación te costará unas setecientas pesetas y con el resto te basta. Está muy necesitada esta chica.

– La verdad es que yo he venido a verte porque me lo recomendó un amigo.

– ¿Cómo se llamaba tu amigo?

– Le conocí en una sauna. Tampoco es que le tratara demasiado. Pero ya sabes de qué hablan los hombres. De mujeres. Siempre hablamos de mujeres.

Yo le conté mi caso y él me recomendó que viniera a verte. Y que preguntara por una tal Carol. Una que tú le habías proporcionado y que era muy guapa.

Se había recostado en el respaldo, con las manos apoyadas en el sobre de la mesa, los brazos tensos para mantener la distancia. Los ojos de la santera habían dejado de ser risueños.

Calculaban la estatura de verdad y mentira que había en el cliente.

– No recuerdo a ninguna Carol.

– No es un nombre fácil de olvidar.

Mi amigo, bueno, mi amigo, mi informante incluso me dio una fotografía que ella le había dado.

La foto de Encarna facilitada por Paca quedó ante la mujer, la escasa luz de una lamparilla de mesa la sumergía en un charco amarillo y desmerecedor. La santera parecía emplear un solo ojo en la contemplación de la propuesta y el otro seguía fijo en Carvalho.

– No me gusta que mis clientes se pasen las chicas. Me parece poco delicado y además pierdo la comisión.

– Es que a él ya no le interesaba porque se iba fuera de España o de Barcelona. No recuerdo muy bien. La verdad es que he tardado en decidirme.

Tengo la foto desde hace más de tres meses y él me dijo que esta mujer no estaba siempre disponible.

– Tengo muchas clientas así. Lo hacen por rachas. Una época de necesidad.

– Ésta al parecer no era de aquí o desaparecía largas temporadas y luego volvía.

– Sí.

– ¿Se la proporcionaste tú?

– Es posible. Ella desde luego ha pasado por aquí. Desaparecía y volvía cada tres o cuatro meses. Nunca me dijo por qué. Tal vez porque tenía que pagar letras que le vencían cada noventa días y necesitaba ayuda económica.

– ¿Cómo se la localiza?

– Tengo un teléfono.

Los ojos estudiaban a Carvalho y le aguantaron la devolución de mirada.

– ¿Me lo darás?

– No es una mujer barata.

– No es que yo tenga mucho dinero, pero en fin, tengo para un capricho y si la mujer lo vale.

Una mano se posó sobre la mesa y garabateó un número junto a los que había escrito previamente.

– Tal vez no la encuentres. Me llamó hace, eso, tres o cuatro meses y no ha vuelto a hacerlo. Pero ahora le toca. No falla desde hace dos años.

Antes no sé lo que haría. Yo tengo esto montado aquí desde hace dos años.

Te lo repito. Esto es como una agencia matrimonial. Yo relaciono a personas con necesidad de relacionarse.

Lo que hagan después es asunto de ellas, no mío. Esto que quede claro.

– Está clarísimo.

– No sé. No sé. Eres un cliente complicado. ¿Te quedas a esa que espera?

– Bueno. La invitaré a una copa de momento.

– Bien hecho. No hay que perder las formas. Aquí viene mucho que se cree que todo consiste en llegar y catacric catacrec. Llámame dentro de dos o tres días si no te han ido bien los contactos que te he dado. Ya sabes. Lo que has pagado te da derecho a dos meses de información.

Se alzó dando por terminada la audiencia y se anticipó a Carvalho para explicarle a la muchacha que aquel señor quería salir de allí con ella. Bajó la chica la escalera por delante del detective con una cierta elegancia en sus movimientos de joven esqueleto y se dejó invitar a un cortado en el bar de la esquina. Le contó a Carvalho que vendía por las casas aparatos para hacer sorbetes.

– No sabía que había tanta afición al sorbete.

– Bueno, el aparato sirve también para hacer mayonesas, amasar, incluso para hacer embutidos y si eres aficionado le puedes aplicar una serie de piezas que de hecho te eliminan toda la cantidad de aparatos y aparatitos eléctricos de una cocina.

– ¿Sale muy caro?

– Antes era carísimo. Ahora han sacado este que vendo yo y te sale por unas treinta mil.

– ¿Vendes muchos?

– No. Acabo de empezar. Por eso sigo viniendo por aquí. A propósito.

¿Quieres que vayamos a alguna parte?

Terminarían hablando del hijo o de la hija sin padre o con mal padre o con padre parado que la esperaba en casa y contándole las costillas enrojecidas por la luz afrodisíaca de un “meublè” mal ventilado. Carvalho dejó caer dos mil pesetas en el bolso entreabierto del que ella había sacado un catálogo del batidor eléctrico mágico.

– No me apetece hoy. Quizá otro día. Dame un catálogo. El aparato me parece muy útil.

– Lo es. Lo es.

Y se le enfrió el cortado mientras cantaba las excelencias batidoras del artefacto. Las preguntas de Carvalho sobre el sistema empleado para contactar con la alcahueta tuvieron respuestas obvias. Por teléfono. Con las páginas de relax y contactos de “El Periódico” o “La Vanguardia” como punto de referencia. El catálogo en el bolsillo y un pie ya en dirección hacia la puerta, era ahora la muchacha la que insistía en prolongar una conversación sobre el trabajo y la vida.

En un momento dado metió la mano en el bolso para sacar de él un libro folleto.

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