– ¿Has leído esto?

“La senda hacia ti mismo”, por el yogui Madhasharti. Los ojos serpénticos de la muchacha ya no pedían dinero ni conversación. Pedían la comunión de los santos.

– Ya no parezco un limpiabotas, Pepe. Parezco un mendigo, uno de esos mendigos modernos, Pepe, que ya ni los mendigos son como los de antes. ¿Recuerdas aquellos mendigos de puta madre que había después de la guerra? Mancos, cojos, sin piernas, ciegos, tuertos, pero de una pieza, Pepe, y no esta mierda de mendigos que hay ahora que se hacen perdonar la limosna que te piden fingiendo que te limpian el cristal del coche o diciéndote que están parados y se les mueren los hijos de hambre. Ésos no son mendigos, son modernos. Y yo un antiguo, Pepiño, que cuando la gente me ve con la caja en la mano se piensan que acabo de salir de un museo. Todo el mundo tiene en su casa un desodorante de esos para limpiar zapatos y ha desaparecido el amor por los zapatos limpios que había antes. ¿Has visto tú qué calza la juventud? “Wambas” o como se llamen. ¿Cómo se limpia eso, Pepe?

– ¿Tú puedes enterarte de una dirección a partir de un número de teléfono?

“Bromuro” detuvo el arco de violín de su cepillo embetunado y ofreció a Carvalho la amenaza visual de sus dientes mellados y podridos, de sus ojos amarillos, caídos, lagrimeantes, de su calva llena de posos de contaminación atmosférica y de espinillas enquistadas como clavos.

– Ahora te escucho, macho. Ésa es una pregunta de los viejos tiempos.

Así se iba a las cosas. Y puede que te sea útil, porque aún conservo mis contactos, y para algunas personas, muy pocas, el caballero legionario Francisco Melgar sigue siendo el caballero legionario Francisco Melgar.

– ¿Y quién es ése?

– Yo.

– No sabía que te habías cambiado de nombre.

– ¿Tú te crees que yo nací llamándome “Bromuro”? ¿Tú te crees que mi padre y mi abuelo ya se llamaban “Bromuro”? ¿Tú te estás quedando conmigo, Pepe? Venga el número ese.

Carvalho le entregó un papel y “Bromuro” lo cogió con cuidado para no ensuciarlo demasiado con sus manos mugrientas. Alejó el papel de sus ojos para conseguir leer los números.

– ¿Llevas unas gafas encima, Pepe?

– No.

– Pues yo he perdido unas que me compré hace años y no veo nada. He de comprarme otras, pero no tengo nunca tiempo de ir a los encantes de la plaza de las Glorias, allí hay gafas para todos, en un montón. Has de tener paciencia. Te las vas probando hasta que encuentras las que te van bien. Son cojonudas, más baratas y te ahorras el oculista.

Carvalho le dejó dos mil pesetas sobre la caja de madera, amarronada, lustrosa en su vejez y condición de muleta para la moral del penúltimo limpiabotas del sur de las Ramblas.

– Generoso. Que eres un generoso.

Ya no quedan señores como tú, Pepe.

Da gusto echarte una mano. Tú y cuatro zapatos. Eso es todo. Menos mal que yo con vino y una tapita de calamares carburo.

– ¿Por qué no te arreglas lo de la jubilación?

– No he cotizado como limpiabotas.

– ¿Y como caballero legionario?

¿Como divisionario, de la División Azul?

– Como legionario me inscribí con el nombre de un tío mío y como divisionario no creo que se cobre retiro y además no consto.

– ¿Cómo que no constas?

– Que no, Pepe. Que fui a pedir el carnet hace unos años y me dijeron que me había muerto atravesando un río ruso. Yo que no sé nadar. Si no sé nadar ¿cómo me voy a meter en un río ruso? Tú lo entiendes, pero el tío aquel de la oficina no. Usted se ahogó precisamente por eso, porque no sabía nadar, me decía, tal como te lo digo, con dos cojones. Oiga, usted, le contestaba yo, ¿usted cree que yo tengo cara de muerto? ¿Usted cree que si yo me hubiera ahogado estaría aquí?

No. Evidentemente. Y si estoy aquí es porque, al no saber nadar, a mí no me hacía cruzar un río, y menos un río ruso, ni el mismísimo general Muñoz Grandes en persona, con todo el respeto que yo le tenía, porque ha sido el general más grande que ha habido en España desde Napoleón. Tú lo entiendes. Pero el chupatintas aquel se quedó convencido de que yo me había muerto porque no sabía nadar. Tal vez los socialistas me lo arreglen ahora, Pepe. ¿Cómo les caerá a los socialistas un ex divisionario de la División Azul?

– Muy bien. Quieren reconciliarse contigo.

– Yo no les he hecho nada. Le voy a escribir a Alfonso Guerra, que es el que me cae mejor. Mira, tú, Pepe, tiene cosas el Guerra que me recuerdan al general Muñoz Grandes.

Carvalho se había despegado de “Bromuro” y caminaba en dirección hacia el puerto por la acera del restaurante Amaya. Le llegó la voz de “Bromuro” prometiéndole información en cuanto la tuviera. Era la hora del ángelus: “… y el ángel se anunció a María”, dirían las emisoras radiofónicas. Pero en las aceras de las Ramblas ya estaban las putillas mañaneras, jóvenes como sus ganas de comer y vivir, muchachas disfrazadas de putas baratas o quizá lo eran, al alcance de buscadores tempraneros, urgidos visitantes de la ciudad que no podían esperar las sombras protectoras del anochecer. Charo se acababa de levantar. Llevaba en la cara una máscara de maquillaje blanco y el cabello recogido por un pañuelo. En la fregadera un par de vasos de whisky con los hielos fundidos, un cenicero lleno de colillas de cigarrillos y dos de puro, olor a humo rancio de puro malo en la casa y a cerrado, olor que se desparramó por el patio de vecindad cuando Carvalho abrió los postigos y un sol bando se metió con pocas ganas en la habitación.

– Abre, que huele a corral. Hay tanta humedad por la cercanía del puerto que siempre huele a cerrado y no es que yo no abra.

No eran frecuentes las visitas de Carvalho, por lo que la excusa de ganar tiempo entre la charla con “Bromuro” y algo que hacer de difícil explicación no había desarmado de prevención a Charo. Con una mano en un potecillo para ablandarse las pieles de las uñas, Charo iba de la concentración en su manicura a ojeadas sobre un Carvalho silencioso que bebía a sorbos un tazón de café con chinchón seco.

– Yo no sé cómo de buena mañana te puedes meter eso en el cuerpo.

Carvalho no quería hablarle de su trabajo y, sin embargo, la contemplación divagante de aquellas cuatro paredes sólo le sugería preguntas laborales que debía reprimir a punto de escapársele de los labios.

– ¿Tú estás enterada de cómo van esas casas que te ofrecen contactos entre personas?

– Agencias matrimoniales.

– No precisamente matrimoniales.

– Ah, bueno te refieres a eso.

Pues mira que mencionas la soga en casa del ahorcado. Que de ahí me viene una competencia que no se puede resistir. No sé qué les ha entrado a los hombres que caen en eso como moscas. Coge aquellas páginas de diario que tengo allí recortadas. Mira donde pone “Contactos” y luego “Relax”, no tiene desperdicio, y luego dime si hay derecho, la cara que hay hoy día y el poco respeto a todo.

Señorita veintidós años bonita no profesional, azafatas modelos y señoritas de compañía jóvenes nivel universitario…

– No, si tendré que matricularme en lo de mayores de veinticinco años…

…apartamentos privados de lujo, también salidas hotel y domicilio tarjetas de crédito.

– ¿Querrás creer, Pepiño, que hay clientes que quieren pagar con tarjetas de crédito? Y es por culpa de esas tías que parecen de supermercado.

María, veinticuatro años, dependienta de boutique, metro sesenta y cinco muy harmónica…

– Harmónica con hache.

– ¿Armónica va sin hache? Pues aún peor. Fíjate, mucho anuncio y analfabeta perdida.

Señora treinta años exuberante en apuros económicos solicita ayuda señores solventes. Engaña a tu mujer sólo si vale la pena. Viudas catalanas maduras y calientes. Soy un capricho de diecinueve años si te lo puedes permitir. Club privado, compañía femenina liberal pero no profesional. Proporciono contactos de alta categoría de señoras y señoritas de mucha clase, se requiere mucha discreción y señores muy solventes. Jessica, veintidós años, los senos más perfectos para el thailandés y la sensualidad de las sirenas. ¿Quieres la mejor lengua?, tres señoras andaluzas te esperan en Pelayo cincuenta y dos…

– Ya me dirás tú qué tiene que ver que sean andaluzas. Como si fueran de Reus.

– Es un guiño para paisanos. Es el fomento del polvo por afinidades autonómicas.

– Que no, Pepe, que no, que toda esa competencia publicitaria nos está haciendo mucho daño a las serias.

Busca, busca bien. Hasta sale uno que dice: madre e hija por unos días.

¿Tú crees que hay derecho? Y un cliente mío que fue y les pidió el carnet de identidad para comprobar si eran madre e hija y comprobó que según el carnet lo eran. Y todo el rollo del dúplex lésbico, el griego, el thailandés, el beso negro, pero, bueno, adónde vamos a parar. Yo lo tengo muy repetido a mis clientes: si os creéis que yo voy a ponerme al día con tantas porquerías nuevas como han salido os equivocáis. Lo mío es lo clásico. Lo siento así y así lo sentiré hasta que me retire o me muera.

Y todo lo demás es cachondeo y degeneración. Es bonito que un hombre busque y encuentre cosas que normalmente no le ofrece su mujer, pero ya me dirás tú qué es eso del cachondeo de la madre y de la hija o de la estanquera de Amarcord, ya me dirás tú qué ofrece esa tía que se anuncia como la estanquera de Amarcord.

– Me interesan sobre todo los contactos. Cómo funcionan. Quién los lleva.

– Pues hay mucha cosa extraña en eso. En general puede ser una tía espabilada que ya ha utilizado su piso como casa de citas encubierta y que poco a poco retiene a unas cuantas pupilas fijas y las va ofreciendo como si fueran casadas en apuros que sólo lo hacen por unas semanas o porque, en fin, porque están pasando una mala situación. Pero también hay mucho vicio organizado. Y luego viene lo que viene, porque los tíos lo leen así tan bonito y pican. Pero un cliente, muy salao el pobre, es de por ahí, cerca de Tarragona, pues se apuntó a eso para vacilar y le dieron direcciones. Y cada cita era un rollo porque las había que hacían comedia para sacar más pasta, y para llegar a la cama tenías que pasar por más peripecias que en los misterios de Fu Manchú.

Se notaba que Charo era de otra época. Una mujer más joven hubiera puesto como ejemplo “La guerra de las galaxias”, pero Charo aún seguía con Fu Manchú y no podía adivinar por qué de pronto Pepiño, siempre tan serio, se la estaba mirando con una leve sonrisa.

– ¿Te estás riendo de mí? ¿Te crees que miento?

– Es decir. Una mujer que quiera contactos durante un cierto tiempo, el que le interese a ella, ¿luego puede descolgarse en cuanto quiera?

– Según. Si no ha metido en eso las narices algún chulo pues sí. Si la han descubierto y saben quién es, pues la pueden putear para que siga.

Eso depende también de lo lista que sea la tía.

– Es decir, que puede haber ajustes de cuentas.

– Más de uno habrá.

– Pero no te consta.

– No me consta porque no me meto donde no me llaman. A las amigas que me han hecho la oferta de pasarme a eso porque da más dinero y a una incluso la tratan mejor, porque es como si una no fuera lo que es, pues les he dicho que no, porque no me sentiría a gusto haciendo teatro. Que si hemos de quedar a tal hora porque mi marido libra a las siete. O si trabajo de dependienta y no salgo hasta las nueve. O llámame a la oficina pero sólo entre dos y tres que es cuando el jefe sale a hacer el bocata. Eso es teatro. Eso no es serio.

No encontró a “Bromuro” en su enclave laboral de la esquina de la calle Escudellers, ni en los bares y antros de la zona, ni le había dejado ningún recado en el despacho. En un bar de la calle Arc del Teatre le insinuaron la posibilidad de que se lo hubieran llevado en la redada de la noche anterior, pero “Bromuro” era un personaje conocido por la policía y no sería retenido en una comisaría más que el tiempo estricto de la identificación. En la pensión donde dormía el limpiabotas no le habían visto desde hacía días, aunque la dueña se curó en salud y le gritó a Carvalho que ella no estaba al día sobre las idas y venidas de ese viejo, vago y golfo que le debía otra vez cinco meses de alquiler, y un día cuando vuelva se va a encontrar la caja de cartón en la escalera. Por lo que la patrona aclaró a continuación, la caja de cartón era la que había servido para traer el televisor en color de la patrona y “Bromuro” se la había pedido para meter en ella todas sus pertenencias.

Se estaban encendiendo las luces de las Ramblas cuando “Brumuro” llamó a la puerta del despacho de Carvalho y pidió algo fuerte para recuperar el habla y la dignidad.

– Todo lo he perdido en una noche, Pepe. Ya puedo morirme.

Más alarmado estaba Biscuter que Carvalho por el pesimismo repentino del limpiabotas barbado, sucio y despeinado en lo que le quedaba de viscoso tapiz de sus parietales.

– Que se me llevaron ayer noche, Pepiño, en la redada, un teniente joven de esos que han sacado de yo qué sé dónde y yo me sonreía, ya verá este tío ya, la que se arma cuando vean aparecer al “Bromuro” por la comisaría. Y nada más llegar que me voy al número que estaba de guardia y me identifico. Nada. Como si le hubiera dicho que estaba allí un quinqui. Ni me miraba el tío. Exijo que salga el Miraflores o el Contreras, ya sabes de quién hablo. Que el Miraflores está jubilado y el Contreras pasa, porque está en otra cosa. Y ya con los cojones más llenos que el coño de la Bernarda, echo mano de mis antecedentes, de la División Azul y más confidente que Dios en los tiempos gloriosos en que las calles estaban llenas de pistoleros. Pues no va un mequetrefe de esos de academia y me dice que esos méritos han periclitado y me lo dice con su barbita y su cara de rojo por correspondencia, de rojo por correspondencia, que yo me los huelo a esos tíos, y yo a un rojo de verdad, de toda la vida, le respeto, pero a un pipiolo policía y rojo o demócrata o cualquier mezcla de esas contranatura, pues no. Y me tiene allí el tío olvidado y cada vez menos tío, Pepe, te digo la verdad, porque pensaba para mí, tantos tiros, tanto ir por la vida en invierno sin camiseta, a cuerpo limpio, para que al final no te acepten ni como un confidente.

No me merezco que te fíes de mí, Pepiño. No soy nada. Soy una mierda. Me he dejado los cojones en comisaría. Se me han caído al suelo como dos pingajos secos, como dos pieles de níspero.

Un par de copas de orujo y un bocadillo de chorizo preparado por Biscuter devolvieron a “Bromuro” las ganas de volver a ser el que era.

– Pero mañana mismo, una vez recuperado, me planto allá y pido ver a Contreras y en su presencia cito al pipiolo de ayer noche y le hago salir los colores. Ni cuando le dije lo de la División Azul se inmutó. O cuando le recordé que yo había entrado con el general Yagüe en la liberación de Barcelona.

– Él no había nacido.

– Tampoco había nacido yo cuando lo de Cuba y bien sabía quién era Weyler o Polavieja. Es que no les enseñan historia, Pepe. Saber historia está en descrédito. La gente vive al día y apenas tienen en cuenta lo que pasó ayer. La gente con memoria no tiene sitio en este mundo.

– Hablando de memoria. ¿Recuerdas lo que te pedí?

– Aquí está, Pepe. -Y se señaló la cabeza con un dedo-. Aquí me lo metí cuando vi que lo de comisaría no era como antes. Tuve miedo de que me encontraran el papel con el teléfono y la dirección y me la liaran, porque ya no te puedes fiar ni de la policía.

Me comí el papel. Luego me he pasado toda la noche repitiendo la dirección para no olvidarla.

Miró hacia el techo “Bromuro” y recitó de carrerilla:

– Carretera de Vallvidrera, 67 bis, bajos.

– Vamos, “Bromuro”, no me la líes.

Yo ya pensaba que el asunto estaba por Sarriá por el comienzo del número de teléfono, pero no camino de casa.

– Que me muera ahora mismo, Pepe, si miento. Me he dado una consigna a mí mismo: aunque sea lo último que hagas como hombre has de saber estar a la altura de las órdenes de Pepe.

Carvalho sacó de un cajón la guía telefónica y buscó en el tomo callejero las señas aportadas por “Bromuro”.

Sólo había un número y era el que figuraba en la nota escrita por la alcahueta, y el nombre del titular del número le retuvo la mirada como si de un campo magnético se tratara: Juan Pons Sisquella.

Abandonó el cuerpo Carvalho al sillón giratorio y dejó de seguir la conversación jeremiaca entre Biscuter y “Bromuro” para ir construyendo la intuición de una sospecha. Cogió el teléfono y llamó a Electrodomésticos Amperi, pero la llamada sonaba y sonaba como atrapada en una red que no la dejaba pasar hasta el objetivo de las urgencias de Carvalho. A continuación llamó a la familia de Charo y se puso al teléfono la voz agravada del parado. No, su mujer no podía ponerse. Carvalho reveló su identidad y le informó que estaba buscando a Narcís.

– Nada sé de él. Sólo sé que han detenido a mi hijo. Mi mujer se ha ido a la comisaría por si puede verle.

– ¿Por qué?

– No han dado ninguna explicación.

Se lo han llevado y eso es todo. Estaba el chico a punto de irse al trabajo y se me lo han llevado como si fuera un maleante.

– ¿Recuerda usted el nombre del padre de Narcís? ¿Recuerda usted si se llamaba Juan?

– No. No recuerdo. Me suena que su madre se llama Neus, Nieves, pero no recuerdo el nombre del padre. ¿Qué importa eso ahora? Por favor, si le encuentra dígale lo de mi Andrés.

Siempre ha sido un buen amigo y podría echarnos una mano. ¿Usted no puede hacer nada?

– Haré lo que pueda.

Haré lo que pueda, le repetía minutos después a una Charo crispada, advertida por Mariquita de lo que había ocurrido.

– Pepe, están perdidos, no saben qué hacer. Primero lo del hijo drogadicto que no saben dónde para. Pero con Andrés es la primera vez que les pasa una cosa así. No hay manera de encontrar a Narcís. Es como si hubiera desaparecido.

– Ahora mismo voy yo y hablo con Contreras -se ofrecía “Bromuro” recuperado, marcial en su decrepitud, dispuesto a iniciar la expedición hacia la Jefatura Superior.

Carvalho le pidió que no se moviera durante unas horas, tal vez las que necesitaba para ordenar sus pensamientos y encontrar el sentido de su alarma ante la coincidencia entre el apellido del autodidacta y el del propietario de la casa de la carretera de Vallvidrera. Tampoco contestaba el teléfono del domicilio particular del autodidacta y no era cuestión de empezar una indagación por todas las saunas y casas de relax de la ciudad.

– ¿Te enteraste del porqué de la redada?

– Pues porque sí, porque hay mucho chorizo suelto y tienen encima a todos los tenderos de Catalunya, porque un día les matan a un joyero y otro a un droguero y han de mover el esqueleto para que la gente crea que mueven algo más. Esto de la delincuencia no hay quien lo pare ya. ¿Se puede parar el terrorismo? No. Como no metan en la cárcel a la mitad de los vascos y manden a Venezuela a otra cuarta parte, pues nada. Y en las grandes ciudades es lo mismo. Hay mucha mala leche y mucha prisa por llegar cuanto antes no sé adónde. Y eso lo tiene el chorizo de camisa blanca y el chorizo de dieciséis años que roba un coche para fardar o atraca una farmacia para pincharse. Si te he de decir la verdad, Pepiño, porque ya soy viejo y después de todo lo que he vivido para qué iba a tirarlo por la borda, pero si fuera joven y viera lo que veo, me ahorcaba, a mí no me engañarían, no, ¿para qué subir esta montaña de años y venga y dale y un día y otro día y una hostia y otra hostia, para que al final nada de nada?

Levanta el ánimo “Bromuro”, arengaba Biscuter, como sólo Cortés hubiera podido arengar a sus desanimadas y diezmadas huestes tras la “Noche Triste”, y algo de iluminada arenga patriótica tenía aquella alocución del rubianco, con un brazo en alto y los ojos fijos en el efecto de sus palabras sobre la orografía tenebrosa de la cara de “Bromuro”. Era un ajuste de límites de la esperanza en la patria de los miserables y Carvalho le pidió a Charo que se fuera al encuentro de Mariquita, mientras él iba a hacer un trámite inaplazable.

El trámite consistió en recuperar el coche y repetir los gestos cotidianos como si volviera a casa. Pero sólo era un simulacro que tenía el final anunciado al pie mismo de la montaña, donde a la ciudad se le escapa la naturaleza y los árboles y las plantas, prisioneros tras las tapias de residencias venidas a más o a menos, prometen la proximidad de la montaña.

Era el crepúsculo quien manchaba color de sangre seca los muros de los colegios, incluso a la chiquillería que recuperaba la pretensión de ser libre, las madres regaladas con el quehacer de chófer, los autocares paquidérmicos sorprendidos en el instante en que no sabían si avanzar o retroceder, quedarse o devolver su carga de niños repatriados. Y unos metros más arriba, pensaba Carvalho, probablemente, el lugar del crimen.

Creció en su interior la sensación del tiempo doblemente aprovechado.

Como si le llevaran el trabajo a su misma casa. El número anotado respondía a un pequeño chalet de aspecto exterior abandonado, situado a pocos metros del apeadero del Peu del Funicular. Una guardia urbano ordenaba la salida de un colegio, como un reguerillo de hormigas infantiles que iban desde el edificio hasta la estación del tren, y el mismo urbano le indicó con gestos enérgicos que no podía aparcar en la carretera. Tomó pues el puente inmediatamente anterior al apeadero y dejó el coche en una calle solitaria al pie de los altos muros de una residencia. Anduvo hacia la casa y llegó ante una alta verja metálica sobre la que se había clavado una ya vieja plancha de zinc para ocultar el jardín. Empujó la puerta y cedió. Le esperaba una extensión de grava y un pasillo central de ladrillos hacia la escalinata central de una casita con pretensiones neoclásicas. Pero no estaba vacío el jardín.

Los dos hombres se le vinieron encima. Uno se detuvo a un palmo de su cara y el otro le marcó el flanco derecho. Tal vez reconoció sus rostros, en cualquier caso les reconoció el gesto.

– Identifíquese, por favor.

– ¿Y ustedes?

La placa le fue ofrecida desde la más estricta asepsia profesional. El que se le enfrentaba no necesitaba el carnet para reconocer a Carvalho, de hecho apenas lo miró.

– Acompáñenos para unas diligencias.

La puerta de la casa se había abierto y en el dintel se movieron otros dos policías y se adivinaban otras presencias en el interior. La casa estaba tomada y era una trampa en la que había caído como un novato. No opuso reparos legales y prefirió ir en el coche policial que en el suyo.

– Es difícil aparcar por allí.

Durante el trayecto revisó todos los pliegues de su cerebro para adivinar cuándo y por qué la policía iniciaba movimientos primero paralelos y luego coincidentes con los suyos. O seguían a los Abellán desde hacía tiempo o a él mismo o todo lo había desencadenado la sospecha de la alcahueta. Jugaste demasiado con ella.

Te comportaste como un detective aficionado o como un detective de película.

– ¿Contreras?

– Sí. Esto lo lleva Contreras.

Cuando le hemos dicho por teléfono que el mismísimo Carvalho se había metido en la cueva, un poco más y se muere del ataque de risa.

– ¿Se ríe?

– De vez en cuando.

– Yo pensaba que había hecho voto de tristeza desde la muerte de Franco.

– No se pase.

Contreras aparecía detrás de un Manhattan de expedientes, algunos con aspecto de estar allí desde los tiempos de Jack el Destripador.

– Hombre, qué raro. El Superman privado. A usted es inútil que se le recite la cartilla. De ésta pierde el carnet. Y dése por contento si sólo tiene que cambiar de oficio. No tengo tiempo que perder y saldrá ganando si larga pronto y bien. Lo quiero todo.

Quién coño le ha metido en esta carnicería, porque ya sabe usted que esto no es un caso de asesinato, sino una carnicería.

– Estoy tentado a negarme a dar el nombre de mis clientes, y si se pone pesado y me considera detenido tengo derecho a llamar a un abogado.

– Ah, claro, a uno, a dos, a tres, a los que quiera. Y yo también. Hay que ayudar a que se gane la vida todo el mundo. ¿Se acoge usted al secreto profesional, no?

– Digamos que sí.

– Digamos que sí. Tú, Renduelas, tráeme a los secretos profesionales de este señor.

Renduelas estaba cansado o de su oficio o de la vida, la cuestión es que se alejó con lentitud agónica hacia la puerta de cristal ahumado que separaba el despacho de Contreras del contiguo. La dejó abierta, y medio minuto después, bajo el marco, estaban Andrés y el autodidacta. Andrés abatido, el autodidacta aguantando una media sonrisa cínica cubierta por el rubor de las mejillas, era un rubor inconfundible, era un rubor producto de dos bofetadas que el autodidacta habría provocado previa la utilización del diccionario enciclopédico que llevaba en el cerebro.

– Carvalho, vaya…

– ¡Tú a callar!

El rugido de Contreras enmudeció al sietesabios.

¿Éstos son sus secretos profesionales? Pues ya han dejado de serlo.

Llévatelos.

Contreras se recostó en el sillón y ojeó distraídamente expedientes que no había revisado en los últimos treinta años. De vez en cuando arqueaba una ceja para dejar sitio al ojo que dirigía a Carvalho.

– ¿Y bien? ¿Seguimos jugando al escondite?

Se abrió otra vez la puerta de cristal. Renduelas, algo más despierto:

– Reclaman un abogado.

– ¿los dos?

– No. El gafas. El listillo. Al otro le da todo igual.

– Tráelos. Ahora, Carvalho, verá usted cómo trabaja la policía democrática. Renduelas, ¿qué han reconocido hasta ahora?

Renduelas miró a Carvalho.

– Larga, larga, que el señor es como si fuera de la plantilla.

– El gafas dice que la casa es suya y que se la alquilaba a ella para encontrarse con un novio. Pero que no sabía nada de que hubiera muerto. Y el chorvo insiste en que no sabía que su tía se reunía en la casa con el novio.

– El nombre del novio.

– Ginés Larios Pérez. Marino.

Va embarcado. No sabían qué barco, pero ya lo hemos averiguado, “La Rosa de Alejandría”, mercante.

– ¿Dónde está ahora?

– En el Atlántico, camino de Barcelona.

– Negocia con Comandancia de Marina y enviad un cable. Que ese Ginés quede detenido en su camarote bajo responsabilidad del capitán del barco.

¿Cuándo llegan a Barcelona?

– Cuatro o cinco días.

– Tráeme a esos dos.

El abatimiento de Andrés había rebasado los niveles del suelo. El autodidacta aparentaba naturalidad y buscaba una silla para sentarse como si le asistiera el derecho.

– Te sentarás cuando yo lo diga.

Bueno. A ver si acabamos este coñazo cuanto antes. Ya tenemos al asesino y ahora me explicaréis por qué habéis actuado como encubridores de ese tío asqueroso que destripó a una mujer como si fuera una res.

– Yo, en cualquier caso, he sido encubridor de una historia de amor.

Carvalho temió por la suerte de aquella cara del autodidacta en la que había reaparecido la sorna.

– Asumo toda la responsabilidad.

Mi amigo Andrés no sabía que yo prestaba mi casa a su tía.

Andrés cabeceaba afirmativamente, pero como si se lo afirmase a sí mismo.

– Tu amigo Andrés es el que trabaja de puto en una casa de masajes.

Los ojos de Andrés resumían su indignación y dio un paso hacia donde se hallaba el comisario, paso que le fue pisoteado por Renduelas.

– Quieto, chorvo, que no estás en el cine.

– Yo no trabajo de puto. De puto trabajará su…

– Tranquilo, chico, no te busques dos hostias que están volando por aquí. De acuerdo, de acuerdo, te creemos. Trabajas de palanganero.

Pero reconocerás que no es un sitio muy decente.

– No hay donde escoger.

– Claro. El paro. La reconversión industrial. La crisis económica. Es el rollo de cada día, pero lo admito.

Muy bien. Tú te ganas la vida honradamente limpiando un prostíbulo. Alguien tiene que hacerlo. Tu tía resulta que es una señora bien de Albacete que tiene un novio marino con el que se encuentra en Barcelona y, no contenta con esto, ejerce la prostitución ocasional en una casa de tu mejor amigo y bajo el seudónimo de Carol.

Y tú sin saber nada.

– Le juro que él no sabía nada.

Para mí era como un juego, se lo juro. Aunque sea mi amigo no sabe todo lo que hago yo a lo largo de un día.

– ¿Lo oye, Carvalho?

– No hago otra cosa.

– Entonces ¿qué pinta usted en todo esto? Este señor dice que no sabía lo del crimen, pero le contratan a usted para que busque al asesino.

Se adelantó el autodidacta.

– Me vi obligado a sumarme a esto cuando me enteré del crimen. La familia Abellán también se enteró tarde.

– Quince, veinte días después, cuando fueron identificados los restos. Desde entonces hasta ahora han pasado tres meses, tiempo suficiente para que usted, con lo listo que es, ya hubiera relacionado el crimen con su casa y no hubiera ocultado una prueba circunstancial. Renduelas.

Dígale a este señor lo que le puede caer por eso.

– La tira.

– ¿Encontraron el cadáver en mi casa? No. ¿Qué prueba circunstancial he ocultado?

– Tú sabías que ella tenía un contacto en Barcelona, la prueba es que nos has dicho el nombre y los dos apellidos.

– No lo relacioné con el crimen.

¿Por qué la iba a matar?

– Ya continuaremos cuando lleguen vuestros abogados, porque aquí somos más constitucionales que Dios. Llamad a vuestros abogados.

– Yo no tengo.

– El mío será el tuyo.

– Bien hecho. Así os irá a visitar al mismo tiempo a la cárcel. Os va a salir más barato. Llévatelos.

Contreras estaba contento, silbaba y observaba a Carvalho como extrañado pro su cerrazón.

– Acabo de resolver un caso negro, negrísimo. Sólo falta por establecer la complicidad de esos dos desgraciados.

Carvalho sonrió al oír la palabra desgraciado aplicada al autodidacta.

– Era un caso negro, negro. Y hemos esperado un elemento detonador.

Yo se lo dije a éstos. ¿Verdad?

“Éstos” asintieron sin demasiadas ganas.

– Un día u otro se presentará el elemento detonador.

– Y el elemento detonador he sido yo. Mi visita a la alcahueta.

– Por ahí van los tiros. Digamos que tenemos buenas relaciones con ese tipo de señoras, por la cuenta que les tiene. No pueden controlar todo el personal que se les ofrece y a veces pasan cosas raras. Y en cuanto huelen algo que no es correcto, nada mejor que curarse en salud. En este caso había un factor negativo que ayudaba a pasar el tiempo. Los períodos que la víctima pasaba entre visita y visita a Barcelona. Eso hizo que la alcahueta, como usted dice, no se extrañara. Pensaba, simplemente, que reaparecería según sus extrañas costumbres. Y entonces se presenta usted. Una señal de alarma. Acude a nosotros. Le enseñamos las fotos.

Ésta es. El teléfono. La casa. El propietario. El sietemesino ese.

– Sietesabios.

– Sietetontos. Ése es de los que se creen listos. La verdad es que no lo tiene muy complicado si dispone de un buen abogado. Así van los tiempos.

Nosotros limpiamos y ellos ensucian.

A ver quién gana. Y usted váyase, váyase antes de que me arrepienta, pero su expediente sigue, vaya si sigue.

– No me dé las gracias.

Aquella noche Charo no pudo atender a sus clientes. El parado se encerró en el water y Mariquita lloró cuanto podía o sabía en brazos de su prima, mientras Carvalho trataba de adivinar qué pensaban los dos hermanos pequeños de Andrés, un niño de trece años y una niña de once. Los chicos ocupaban el mismo rincón de la mesa con la cara entre las manos, habían llorado pero ahora trataban de explicarse el mundo en el que habían caído, como si lo hubieran descubierto de pronto. Mariquita mezclaba su dolor por el hijo detenido y por el hijo que tenía que trabajar en un lugar tan bajo, en un lugar tan bajo, había declamado el parado antes de encerrarse en el water y Charo había tratado de disculpar el trabajo del chico, incluso dignificándolo.

– Son sitios en lo que todo es muy fino y el que no quiere recibir malos ejemplos no los recibe.

El argumento había consolado algo a Mariquita, pero por su imaginación pasaban toda clase de escenas que se había prohibido a sí misma y que su hijo podía haber presenciado. Lo de Charo era otra cosa. Al fin y al cabo Charo trabajaba en su casa, como si fuera modista o se dedicara al corte y confección. El abogado de Narcís había telefoneado al anochecer y su voz cautelosa preparaba la minuta o revelaba una real prudencia. Legalmente lo tenía peor Narcís, aunque si continuaba en su línea de argumentación no habrá prueba alguna que le comprometiera como encubridor del crimen, en cuanto a Andrés, de no haber sido por su extraño trabajo ningún juez lo metería en prisión preventiva.

– Espero la provisional con fianza para los dos, a no ser que se los queden hasta que tengan al marino.

– ¿Y qué fianza vamos a pagar, nosotros, pobre hijo mío?

Charo había ofrecido sus ahorros y había apenas mirado a Carvalho, pero retiró la mirada cuando se dio cuenta de que no tenía ningún motivo para disponer de él. De vez en cuando les llegaban los puñetazos que el marido daba contra la puerta del water, no para salir, sino para que recordaran que estaba allí encerrado con su dolor.

– Déjalo allí, Mariquita, déjalo que se desahogue, al menos no se mete con nadie.

Carvalho estaba molesto o angustiado por tanto dramatismo o quizá estaba molesto porque empezaba a angustiarle tanto drama y especialmente una extraña piedad dirigida hacia los niños que desobedecían una y otra vez la consigna materna de cenar algo, de calentarse algo, que no mama, que no tenemos gana, mama. Carvalho pensó ofrecerse a llevárselos al Frankfurt porque suponía que les entusiasmaría la idea, pero se reprimió porque temía quedar ridículo asumiendo el papel de tío postizo y porque no quería ser corresponsable de la deformación del gusto de los muchachos. En las situaciones dramáticas, se burló Carvalho de sí mismo, es cuando hay que demostrar la entereza de los principios. Se quedaron pues los niños aquella noche sin hermano, sin salchichas de Frankfurt y probablemente sin cenar. Charo intentó convencer a su prima para que le dejara llevarse a los chicos. Estarán más tranquilos en casa. ¿En tu casa? Era horror lo que había aparecido en el rostro de Mariquita, un horror transparente, inocente, pero que le hizo daño a Charo, llorosa todo el trayecto desde Montcada hasta Vallvidrera, donde Carvalho le ofreció refugio, cena y compasión. Lloraba Charo por lo ocurrido al sobrino, por el desaire de su prima y por la historia de la muerta.

– ¿Qué le pasó por la cabeza a ese chico para hacer una barbaridad así?

¿Por qué el ensañamiento? Un hombre puede tener un mal momento y a lo mejor se enteró de lo que no sabía, de que ella hacía lo que hacía. También ésa, también ésa. Pepe, ¿tú crees que tenía necesidad de hacer eso? ¿Necesidad económica? ¿Entonces lo hacía por vicio? ¿No le bastaba con Ginés?

Carvalho quería apartar el caso de sí. En cuanto el autodidacta saliera a la calle le pasaría la factura y a otro asunto. Era la última vez en su vida profesional que aceptaba un caso en el que estuviera implicado algún allegado y se molestó consigo mismo poniendo en duda la lógica del ensañamiento del asesino.

– Vete a saber. Se aturdió. No supo qué hacer con el cadáver y pensó que despiezado era más fácil hacerlo desaparecer.

Al oírselo decir a sí mismo en voz alta le parecía incluso verosímil y se lo pareció a Charo porque musitó un quizá y se dejó llevar a Vallvidrera mientras contemplaba con los ojos abiertos recuerdos e imágenes que ella sola veía.

– ¿Es bonito Águilas, Pepe?

– Sí. Tiene encanto. Sobre todo lo que era Águilas antes de intentar parecerse a Benidorm. Las calas.

Los oasis de vegetación en las Ramblas.

– Un día volveré.

– ¿Cómo vas a volver si nunca has estado?

– Es como si hubiera estado. Mi madre me hablaba de todo aquello con tanto entusiasmo. La pobre era la única vez que había salido de casa y se había encontrado con aquella gente, cincuenta años atrás, sus tíos, su prima, tú no sabes cómo quería a Mariquita y luego a Encarna. Mi madre se acordaba de todos los cumpleaños, de todos, Pepe. Incluso de parientes que nunca había visto. Necesitaba sentir detrás una gran familia.

Y tras un silencio:

– La vida es una mierda, Pepe.

Tu vida tal vez sea una mierda, Charo, pensó Carvalho, y la mía, pero es idiota salirse de uno mismo para compadecerse. Obsequió a Charo con lo que le pidió, un bocadillo de pan de molde, de esos que tú haces tan buenos, Pepe, con alioli, lechuga, tomate, pepinillo, queso, mortadela y rodajitas de tomate, y la dejó llorar a ratos, recordar.

– Si le ponen una fianza y he de pagarla yo te vas a quedar sin cobrar.

– Ya me pagará el autodidacta.

– Quién.

– Narcís.

– No me gusta ese chico. Pepe. Es un liante. Qué doblez: sabía lo de mi prima, le había alquilado la casa y se lo tenía bien callado. ¿Porqué?

– Necesitaría unas horas para olvidarlo y otras tantas para pensarlo y tal vez tendría la solución. Pero no tengo ganas.

Charo se durmió en el sofá. Carvalho le contó las arrugas aún suaves, apreció la caída aún sutil de la carne de las mejillas, los anillos de la piel del cuello y trató de borrar con la yema de los dedos la invasión del tiempo. La madurez de Charo era su vejez anunciada. Buena parte de la noche se la pasó activando el fuego y el deseo de dormir le llegó cuando empezaba a clarear y la ciudad emergía al pie de la montaña como una maqueta bajo la contaminación flotante como una propuesta de techo negro. Se tumbó en la cama y le despertó horas después la agresión del teléfono. Al otro lado del hilo la voz calmada y didáctica del abogado.

– Mi cliente saldrá dentro de dos horas. Le han aplicado una fianza de un millón de pesetas.

– ¿De qué cliente me habla? Creía que tenía dos.

– Desgraciadamente el juez ha dictado prisión provisional sin fianza para Andrés. En parte le ha perjudicado la imagen que da su trabajo y en parte necesitan un rehén hasta que se confirme la detención de Ginés Larios. Creo que es cuestión de días. Ya he hablado con don Narciso y se ha comprometido a pagar la fianza cuando el juez la fije para su amigo.

Creo que todo se resolverá favorablemente. ¿Sería tan amable de comunicarle todo esto a la madre de Andrés?

– ¿Por qué no lo hace usted?

– He tratado de hacerlo, pero se ha puesto un tipo maleducado al teléfono que me ha hecho un mitin. Su tesis era elemental: los ricos a la calle y los pobres al talego. Ha sido imposible razonar con él.

Carvalho colgó el teléfono y anduvo por el jardín, corrigiendo el incorregible abandono de las plantas, agradeciendo a los pinos su voluntad de sobrevivir pese a su desdén y rumiando furias íntimas que no pudo aplazar y le llevaron a redactar una nota que dejó al alcance de la durmiente Charo y a meterse en el coche camino de Montcada. Desde una cabina pública llamó a los padres de Andrés y exigió la presencia de la mujer al otro lado del teléfono, pasando por encima de la ira lloriqueante del parado. No la dejó muy tranquila, pero en el fondo tenía ganas de tener esperanza. Luego se fue hacia Electrodomésticos Amperi. Aún era hora hábil de comercio, pero habían cerrado el establecimiento y entre el enrejillado de la puerta podía leerse una nota en la que se decía que por causas familiares la tienda permanecería cerrada durante unos días. Dio la vuelta a la manzana y se apostó en el callejón a donde iba a parar la salida de la trastienda.

Todo olía a polvo de cemento y a salchichas de Frankfurt. Desde su posición, la entrada en el callejón era una puerta abierta a cualquier cosa o a nada. Igual el autodidacta iba a lamerse las heridas a otra parte, pero la lógica de su conducta le llevaba a aquel escenario y su conducta fue lógica porque se enmarcó a las dos de la tarde en la entrada del desfiladero, contuvo el paso cuando divisó a Carvalho, pero luego avanzó con seguridad hacia él y la cercanía le fue conformando un rostro tan pequeño, mezquino y acristalado como siempre, pero más satisfecho que nunca.

El patio interior, la puerta secreta, el decorado de negocio y cultura, un juguete devaluado en el que Narcís penetraba como si lo recuperara tras una larga ausencia y Carvalho en busca del final de una historia.

– Confiaba en que me dejara descansar unas horas.

– He venido a cobrar.

– ¿Ha descubierto al asesino? Me siento sucio. Tengo una ducha en ese cuartito. En seguida salgo.

Carvalho se sentó en el canto de la mesa, escuchó el crepitar del agua sobre un suelo de plástico, las interrupciones de las manos del autodidacta esparciendo por su cuerpo purificación y libertad. Luego el silencio y la aparición de un personaje que a ojos de Carvalho había adquirido una repentina vejez, aunque pareciera un adolescente recién duchado y mal afeitado, rebozado por una bata de toalla marrón.

– Qué asco de calabozos. Hace años me detuvieron por poner una “senyera” en el Cinc d.Oros, yo era casi un crío, y nada ha cambiado. La misma peste. La misma sordidez. Leí en el periódico que había visitado los calabozos el ministro socialista de Gobernación. Le debieron enseñar la suite del jefe superior.

– Allí se ha quedado Andrés.

– No exactamente allí. A él le han trasladado del juzgado a la Modelo.

Es cuestión de días. Me siento responsable de lo ocurrido y pagaré su fianza, pero es indispensable que vuelva ese marino.

– ¿Le conoce?

– Comprendo que sienta curiosidad por todo lo que no sabe. La historia en cierto sentido es fascinante, lo fue desde el comienzo y lo es porque yo ayudé a que lo fuera. Y esto se lo digo aquí, sin testigos. Lo negaría fuera de aquí. Esta habitación casi no existe.

El autodidacta se pone whisky largo. Carvalho rechaza toda bebida.

Está a merced de su cliente y empieza a pensar en voz alta:

– Encarna viajaba a Barcelona para huir de su mediocre existencia de advenediza de provincias y un buen día se encontró a su antiguo pretendiente por la calle. Ocurrió lo lógico y montó su vida para que los viajes a Barcelona coincidieran con los arribos de “La Rosa de Alejandría”, pero algo ocurrió para que lo que inicialmente fue un adulterio casi forzado y estimulante se convirtiera en una sórdida historia de prostitución, crimen y sadismo. Y en ese algo, sin duda, interviene usted, señor Pons.

No sé cómo pero usted entra en contacto con ella y le ofrece un nido de amor que ella utiliza para sus encuentros amorosos y comerciales…

– Para los amorosos no. O muy al principio de todo. Pero siga pensando en voz alta, me relaja. Luego diré la mía.

– … Tal vez había una relación amorosa desigual, como suele ocurrir, y el marino desconocía la verdad, toda la verdad de la doble conducta de Encarna hasta que un día la descubrió y la mató. O quizá la mató uno de sus amantes comerciales. O usted mismo…

– No sea necio. Si la hubiera matado yo mismo no habría ayudado a desencadenar esta investigación.

– … Éste es otro aspecto de la cuestión. Usted, señor Pons, se entera del crimen y sabe que de llegar la policía a la verdad del proceso aparecerán sus propias responsabilidades, pero no está en condiciones de tomar la iniciativa de ir a declarar porque no puede darse por enterado de que el crimen se ha cometido. Usted ha de poder hacerse pasar por elemento pasivo, que se comporta a remolque, por miedo a ser sospechoso. Llegado el momento en que la policía aparezca ha de aceptar una serie de cosas; que conocía a la víctima, que le prestó un piso y nada más. Y para que la policía le lleve a esa hora a la vez de la verdad y de la liberación necesita que yo remueva el asunto y por un conducto o por otro fuerce a la policía a intervenir. Para ello ha jugado con los sentimientos de la familia de la muerta, conmigo, con el presunto asesino. “Chapeau” señor Pons, observe que desde hace rato le llamo señor Pons porque he empezado a respetarle.

Hasta hace unas horas usted me parecía un loco fraguado en esta subbiblioteca teatral, pero he cambiado de opinión. Es usted un peligroso “voyeur”…

– No lo sabe usted bien.

– … De todas maneras pronto entrará en juego otro elemento hasta ahora silencioso: el marino. Contará su versión de los hechos y puede haber sorpresas. Yo de momento me reservo una duda.

– Yo le puedo asegurar que el marino es el asesino. Eso no lo dude.

– Tal vez eso sea indudable. Pero sí dudo que, según las características del personaje, o por lo que yo sé, a continuación se dedique a trocear a la mujer. Es un ejercicio macabro que no encaja.

– No. No encaja. En eso ya no puedo ayudarles, ni a usted ni a la familia de Encarna, que, aquí, entre nosotros, era una mujer singular. No puedo ayudarles por mi propia seguridad, pero yo sé o supongo exactamente qué pasó después del crimen. Aún me siento demasiado cansado para empezar a contarle todo lo que sé, señor Carvalho. Usted es un recién llegado a este asunto. Yo lo llevo entre ceja y ceja desde hace tres meses, desde hace tres años, desde el momento en que conocí a Encarna casualmente. Es cierto que hasta cierto punto he jugado con personas que no podían tener la visión de conjunto que yo sí tenía.

Pero yo lo he buscado. Estoy en situación de ventaja, meritoriamente, es decir, esta situación de ventaja me la he ganado a pulso, no me la ha regalado nadie. Ya empecé por conocer a los Abellán e interesarme por ellos, en parte por afecto a Andrés, no lo ponga en duda. Pero también porque eran curiosas gentes con conductas diferentes, sorprendentes, sentimientos, moral, emociones, especialmente Mariquita, un islote cultural, se lo aseguro, un interesante islote cultural y no se trata de una persona cerrada a lo nuevo, pero tiene una raíz última de exilada, es una exilada, de esos exilados que siempre serán exilados.

Y en ese marco familiar existía un mito: Encarna, Encarnita, el personaje de la familia que había triunfado y se hablaba de ella como en mi familia se puede hablar de un tío abuelo canónigo o de un primo de mi padre que ganó una flor natural, no puedo acordarme dónde ni cuándo. Era el elemento prestigioso. Retenga este dato.

Para su hermana y para Andrés, Andrés incluso estaba enamorado de ella, a distancia, porque no la conocía, pero la había visto de paso en el entierro de la abuela y le pareció una señora que olía muy bien y todo en ella parecía suave, lo que vestía, lo que decía. Desde que éramos adolescentes, Andrés me enseñaba la única foto que conservaban de su tía y en mí también iba creciendo el mito, aunque de una manera un tanto condescendiente, porque para mí que una señora hubiese triunfado por el simple hecho de casarse con un notario de Albacete, compréndalo, no era demasiado estimulante. Lo estimulante era el mito en relación con los Abellán. Encarna era la bien casada, el poder del estatus y del dinero. Y un día tuve ocasión de conocerla. Hace tres años.

Andrés me vino a buscar a esta misma habitación, exaltado, casi en éxtasis me dijo que se había encontrado a su tía en plena Barcelona, que la había reconocido y que a ella al principio no le hizo ninguna gracia, pero luego simpatizaron y le pidió que guardara el secreto de su estancia porque no quería ver a la familia. Andrés se había ofrecido a enseñarle la ciudad, invitarla a cenar, etcétera, etcétera, y no tenía un céntimo. Yo hice de banquero, pero exigí a cambio ir de convidado de piedra, al menos en el primer encuentro, la primera cena.

Fui providencial en aquella ocasión porque Andrés ni tenía dinero ni hubiera sabido dónde llevarla. La conocí y, en efecto, era un personaje interesante, pero no con el interés que le suponía su familia. Es decir, no era una gran señora. Ni siquiera era una señora. En fin, lo que se entiende convencionalmente por una señora. O quizá lo fuera en su medio ambiente habitual, pero no aquí.

El autodidacta ni siquiera miraba a Carvalho. Le suponía entregado a una historia que sólo él podía contarle.

Paseaba como buscando lugares seguros para sus pies y reponía el whisky en el vaso a medida que lo apuraba.

– Naturalmente yo tenía muchas ventajas sobre Andrés. Tenía más tiempo libre y me ofrecí a acompañarla. Además tenía dinero y podía hacerle la estancia más agradable. Eso suponía yo. Pero en realidad si ella aceptó mis invitaciones y el quedar conmigo incluso a espaldas de Andrés, fue para pedirme algo y por esa petición conocí su historia con el marino. Me habló de un encuentro prodigioso que se había producido días antes, de sopetón, por la calle. Su antiguo pretendiente como ella le llamaba, un amor loco, el pudor de él a la hora de meterla en su hotel o de subir a la habitación en el hotel de ella y no digamos ya de llevarla a un “meublè”.

Había recuperado a su antiguo amor en un estado platónico químicamente puro.

Me preguntó si yo podía ofrecerle una alternativa para los encuentros con el marino, una alternativa que se pudiera utilizar en períodos poco normales, cada tres meses, coincidiendo con el retorno de “La Rosa de Alejandría”.

Recordé la existencia de una vieja casa propiedad de mis padres, de la que un día seré heredero, difícil de alquilar porque habría que acondicionarla y en cambio muy apta para este tipo de encuentros, tiene una habitación en buen estado y un cuarto de baño. El resto de la casa es pura ruina. Se la ofrecí, desinteresadamente, es decir, no, no tan desinteresadamente. Hice una prueba. Me costó mucho decidirme, pero la hice. Le pedí a cambio que a veces, no siempre, me dejara presenciar las escenas de amor entre ella y el marino desde la habitación de al lado, con todo el disimulo posible. Fue un momento clave. Si ella me hubiera dicho que no, probablemente los acontecimientos futuros habrían sido diferentes, pero me dijo que sí y me lo dijo riendo como una loca. Imagine la escena. Se me despertó un sexto sentido. Aquella mujer era materia prima de una experiencia fascinante. Por el simple hecho de decirme que sí me demostraba que su relación con el marino ni siquiera era una relación adúltera típica. Era un juego escénico. Una representación. Con él jugaba a la adolescencia recuperada y sus razones tenía para reducir aquella relación a tan poca cosa. Un par de sesiones de voyeurismo me convencieron de que aquel marino no era un atleta sexual japonés precisamente. Estaba condenado a amar platónicamente y así se lo comentaba yo luego. Ella lo admitía e incluso hacía comentarios técnicos, no burdamente, es cierto, pero como si fueran el fruto de un aprendizaje que se expone a un testigo que puede ayudarte a comentar y recordar la lección. Ahora ha llegado el momento en que usted debiera manifestar curiosidad por saber si nos acostamos ella y yo o no. ¿Siente usted curiosidad?

Si la siente se la callará, no me regalará esta baza. Pero le voy a ser sincero. No. No nos acostamos. Me daba miedo. Yo habría hecho aún más el ridículo que el marino. En vez de eso le propuse diversificar el juego, atravesar el espejo del todo, aquel espejo que le devolvía la imagen de madura casada respetable que vive un amor imposible. Entre ella y yo jugamos, primero mentalmente, a las posibilidades imaginativas y sensoriales de la prostitución dentro de unos límites que ella podía controlar, porque no era una prostitución por cuestiones económicas. Aceptó e inició el juego.

Para empezar, la casa de Sarriá dejó de ser el punto de encuentro con el marino. Había que diversificar riesgos. El marino volvió a las zozobras de los hoteles, los recepcionistas, los taxistas, en fin. La verdad es que a ella cada vez le interesaba menos el trato sexual con él y la casa de Sarriá fue su lugar de trabajo como “Carol” con los clientes que le proporcionaban en la agencia. Cada tres meses, tres semanas de marino y todo lo demás. Luego, vuelta al hogar y así durante tres años. Hasta que un día ocurrió un lamentable azar que creó las condiciones del crimen. Como siempre fue a despedir al puerto a su fiel marino y dejó el barco en posición de partida. Una avería técnica hizo regresar a puerto a “La Rosa de Alejandría” y el marino emprendió su búsqueda. No estaba en el hotel.

Recordó entonces el lugar de los primeros encuentros relajados, lugar que ella le había presentado como una casa de la familia del marido a la que recurría en ocasiones contadas, y en el merodeo de la casa descubrió el extraño comercio de Encarna. Debió pasarse muchas horas hasta asumir la evidencia y por fin entró a pedir explicaciones. No le gustaron.

– ¿Cómo sabe usted que no le gustaron? ¿Lo intuye? ¿Lo deduce?

– Nada de eso. Yo estaba allí.

Era uno de aquellos días en los que yo me instalaba en la habitación de al lado y asistía a espectáculos geniales desde la platea. Yo estaba allí. Yo vi lo que pasó.

– Acababa de salir el último ligue telefónico de Encarna. Era un viudo de Granollers, un auténtico poema, créame. La gracia de este tipo de relaciones es que los dos han de representar un papel. De buenas a primeras, Encarna se ofrecía como una mujer muerta de hambre sexual porque tenía un marido imposibilitado en la cama. Pero luego variaba el personaje según las características del cliente, tenía que ser especialmente cuidadosa en el momento de pedir el dinero, porque en general ellos ya saben que han de darlo, pero les gusta que el asunto tenga literatura. El de Granollers le había durado durante casi toda su última estancia en Barcelona, y a juzgar por lo que yo vi y oí le gustaba primero joder y luego recordar a su mujer con la luz apagada y no recordarla en general, eso que llamamos una evocación, sino situaciones concretas que iba exponiendo a Encarna como si la consultara. Por ejemplo, una fiesta familiar a la que su mujer había querido ir y él no. Encarna estaba obligada a dar su opinión, tienes razón tú o no, no, Ferreres, se llamaba Ferreres, Anselmo, no, no, Ferreres, lo siento pero tu mujer tenía toda la razón, aquella gente eran unos desgraciados y no se merecían que fuerais. Tal vez tengas razón, Carol. ¿Comprende? Bien. Acababa de salir Ferreres y yo estaba a punto de reunirme con Encarna, me gustaba pillarla en el momento en que se recomponía, a medio vestir, a medio recuperar su personalidad de jugadora a la ruleta rusa sexual, pero alguien había entrado en la casa, una casa vacía es una caja de resonancia para el menor ruido y la llegada de Ginés casi no me dio tiempo a recuperar mi observatorio. Se quedó allí, en la puerta, con el gesto a medias, entre la llegada y la agresión, había bebido, estaba bebido, para cargarse de valor o para tener una coartada cuando llegara el momento en que Encarna le venciera psicológicamente, es decir, el alcohol era su apuesta. Podía darle por la agresión o por las lágrimas de autocompasión. Pero yo me inclinaba más por la segunda salida y ésa habría sido de no haberse equivocado Encarna lamentablemente de papel. Al principio lo hizo bien, muy bien.

Ginés tenía un cuadro incompleto de la situación. Había visto salir de la casa a un hombre, entiéndalo usted bien, a un hombre, por lo tanto pensó en la existencia de “otro”, en la clásica existencia de otro, pero aunque había visto a Encarna dándole un beso de despedida en la puerta a Ferreres aún estaba dispuesto a creer que se trataba del marido repentinamente llegado, cualquier explicación que le ayudase a autoengañarse. En esto Encarna fue magistralmente implacable.

Ferreres era Ferreres y sanseacabó y le recitó la cartilla, aunque con delicadeza, es decir, necesitaba el amor nostalgia y el amor de cama. Fue entonces cuando Ginés se lanzó a un discurso de lamentaciones, autocompasiones, complejos de culpa, entre la lástima por sí mismo y el crecimiento de la agresividad. Tal vez sentía asco, quizá poco a poco se iba dando cuenta de la relativa desnudez de Encarna, y ella también, porque se fue achantando, abandonó el papel de mujer con derecho a no dar explicaciones y trató de consolarlo, acariciarlo incluso. Él la rechazaba cada vez con mayor fuerza y en un forcejeo ella se sintió agredida y le salió una rabia de muy adentro, una cólera temible, de animal acorralado, la cuestión es que le clavó las uñas en la cara. Él se llevó una mano a la cara. Como si lo estuviera viendo. Le veo, allí, en una zona de luz, se ha apartado la mano de la cara, se la mira, tiene sangre, le escuecen los arañazos, el escozor de unos arañazos de mujer produce una molestia especial, Carvalho, justifican la réplica, porque se siente como una agresión vergonzante para el que la recibe y vergonzosa para quien la ha hecho y entonces veo el brazo de Ginés alzarse y caer en un puñetazo rotundo contra Encarna y oigo sus gritos de odio y se entabla una batalla cuerpo a cuerpo que de pronto se interrumpe, cuando Ginés le pega cuatro o cinco golpes cuyo solo ruido aún me hace daño, especialmente uno, no sé si el último, quizá no, era un ruido especial, luego deduje que era el ruido de la muerte, uno de los ruidos de la muerte. Encarna cayó al suelo y puede imaginarse la escena, convencional a más no poder, la cara perpleja del marino, sus intentos de reanimación de la víctima, en fin, para qué seguir, si usted ha ido al cine y ha visto televisión le ahorraré montones de palabras para describirle lo que ya sabe cómo sucede. Finalmente se marchó muy cinematográficamente, caminando hacia atrás, con los ojos fijos en el cadáver, los ojos desorbitados, en fin, ya sabe, y él supongo que también, porque desde que el cine es cine los criminales reaccionan como los criminales cinematográficos y hasta yo creo que las víctimas también, no vi caer a Encarna, pero sin duda tuvo cuidado en hacerlo bien, para que su cadáver tuviera un excelente aspecto de cadáver de muerte violenta. En la casa resonaron durante mucho rato, demasiado rato, los pasos de Ginés en su retirada. Yo no sabía qué hacer, si acudir a la habitación por si Encarna aún vivía o marcharme corriendo, no sé qué hubiera hecho de no haberme visto forzado a hacer lo que hice.

Porque la historia no ha terminado.

Aún no ha terminado.

Ahora sí contemplaba los efectos de su revelación en Carvalho. Antes de proseguir asumió media sonrisa, se fue hacia el compacto e introdujo una casete que se convirtió en una música ambigua, sedante o marcapasos de la memoria, según cómo, inquietante. Un piano situado en un punto indeterminado del universo.

– Son los “Diálogos” de Mompou interpretados por el propio Mompou.

Decía que la historia aún no ha terminado. Tal vez yo estaba decidido a salir del escondite y miré por última vez la escena a través del orificio abierto en la pared. Se veían las piernas del cuerpo caído de Encarna, pero no estaba sola, allí en la puerta había alguien, tardé en darme cuenta más o menos de quién era, aunque no soy preciso al decirle esto, porque aun ahora no sé muy bien qué o quién era. Aparentemente era una mujer, pero no era una mujer normal. Era como un muñeco o una caricatura. Se parecía a esos “ninots” de las Fallas de Valencia o de las carrozas de Carnaval. Muy maquillada, muy alta, muy fuerte, vestida como ya no visten las mujeres. Lo más simple sería tal vez decirle que parecía un travesti, pero no era exactamente eso, o al menos no era un travesti que busca ser la mujer más bella de este mundo, sino un travesti disfrazado de señora de cincuenta años que quiere disimular que los tiene. No sé si me explico.

Era una cincuentona horriblemente maquillada, tan horriblemente maquillada que el dibujo de sus labios rojos le marcaban una perenne sonrisa, la sonrisa con la que contemplaba el cuerpo de Encarna. Sinceramente no creo que sonriera, o tal vez no supe apreciarlo porque yo estaba aterrorizado, aterrorizado al ver cómo aquella mujer gigantesca se acerca a mi punto de visión, se cernía sobre Encarna, la removía, luego miraba hacia las cuatro esquinas de la habitación y de pronto hizo algo inesperado, se inclinó y desde donde yo estaba sólo se le veían los hombros y un horrible pingajo de piel de no sé qué animal, de esas pieles que conservan la cabecita del animal, su boquita, los ojos brillantes tal como los ha dejado el taxidermista. Es una piel que se llevaba mucho antes, mi madre tiene una perdida por un armario. La boquita del animal colgaba en primer plano, luego la cara horrible y reconcentrada de la mujer y, cuando cambió de postura, llevaba el cuerpo semidesnudo de Encarna en brazos, como si fuera una muñeca rota que apenas le pesase, y lo tenía allí, frente a mí, con unos brazos poderosos ofreciéndome el cadáver, como si lo llevara en bandeja. Me dio la espalda, tenía una espalda cilíndrica, un cuerpo cilíndrico, por arriba una peluca platino, por abajo unos zapatos de tacón alto, rojos, por un lado le colgaba la cabeza de Encarna con su media melena castaña, muy bonita, por el otro se mecían las piernas desnudas de Encarna, algo delgadas, pero muy finas, y la mujer fue avanzando hacia la salida de la habitación y yo me senté en el suelo, dispuesto a no salir hasta que todo hubiera acabado, hasta que todos los silencios me devolvieran a mí mismo.

Era tan irreal cuanto había visto que me lo creía y no me lo creía.

– La extraña mujer se llevó a Encarna fuera de la casa.

– No lo sé. Aunque sí, sin duda, porque días después hice un examen de la casa de arriba a abajo, antes incluso de que encontraran el cadáver por ahí y nada vi que pudiera inducirme a pensar que allí se había realizado una carnicería. Ni en los cuartos trasteros del jardín, ni en ninguna de las habitaciones abandonadas.

– Tampoco oyó ningún ruido de coche al marcharse.

– No puedo asegurarlo. Imagínese mi estado. Lo cierto es que aquella mujer o lo que fuera se llevó a Encarna y que su estampa es tan irreal que es inverosímil, que para mí, después de esta explicación, ha dejado de existir. Es más, si yo fuera a la policía con esta historia no se la creerían, me crearía inútiles complicaciones y no evitaría la condena del marino. Él la mató.

– Es posible. Pero la otra o lo que fuera la descuartizó, y en la valoración del delito del marino va a pesar el ensañamiento con el cadáver.

– Él es culpable. Imbécilmente culpable. Es un adolescente inmaduro y peligroso que va por el mundo en perpetua historia de amor, en perpetua ensoñación. Le proponía a Encarna la fascinante aventura de fugarse juntos, de irse a buscar un rincón del mar, del mar, Encarna, porque el mar es mi vida, el último rincón del mar, tú y yo. Y le hablaba de un viaje que había hecho hasta las mismísimas puertas de ese lugar, de ese lugar mitificado, un viaje a Turquía, creo, por el Bósforo. No sabía qué mujer tenía en sus brazos. Creía tenerla y no la tenía. Ese imbécil fue el asesino.

Lo demás es anécdota.

– Pero este hombre va a pagar por lo que hizo y por lo que no hizo.

– Mi historia ha terminado y no la volveré a contar nunca más y usted haría santamente haciéndome caso, cobrando y callando. Nada vamos a arreglar. El marino contará su verdad y la policía no le creerá, la policía tendería a colgarle el crimen y todo lo demás, es la regla del mínimo esfuerzo y ella ya ha cumplido. Todo está a mi favor. Andrés y yo sólo iremos al juicio como testigos. El marino ni nos conoce. Cada cual podrá asumir su papel. Yo con pleno conocimiento de causa, Andrés desconcertado. Sin duda perderé a un amigo.

Pero es una amistad que ya ha dado de sí todo lo esperable.

Narcís abrió un cajón de su preciosa mesa de nogal, sacó una chequera, hizo un cálculo mental, escribió sobre un talón, lo arrancó y se lo entregó a Carvalho.

– Le pago mis tres cuartas partes.

Tal vez podría darle la cuarta que le corresponde a su novia, sobre todo en estas circunstancias en las que supongo que usted tendrá la gentileza de no cobrarle. Pero haría mal efecto, al menos a mí me lo haría, sería algo así como tratar de congratularme con usted por lo que sabe y por lo que podría ir contando por ahí. No tengo ninguna necesidad de congratularme con usted, será su palabra contra la mía. Además me parecería insultar su inteligencia.

No es usted mal detective, pero me parece que sigue a los acontecimientos. No se anticipa a ellos.

Carvalho comprobó la cantidad y la aprobó con la cabeza. Se guardó el cheque, avanzó hacia la puerta falsa, pulsó el botón y apareció el ámbito del corredor recién pintado de un color verde gris brillante.

– El único que se anticipa a los acontecimientos es el asesino.

– No es el único. Yo en este caso también me anticipé a los hechos, los he conducido, desde el principio hasta el fin.

– Es que usted tiene madera de asesino.

– Son puntos de vista.

Llevó el coche hasta la punta del rompeolas. Echó pie a tierra y llegó al extremo estricto de la ciudad, rocas dispuestas en declive para que protegieran la escollera de las locas indignaciones del mar y en la observación del horizonte perseguía la búsqueda del pasillo fatal por el que llegaría “La Rosa de Alejandría” días después. Enfrente la devaluada presencia del castillo de Montjuñc, en otro tiempo fortaleza del horror y ahora un jardín para paseos de masas endomingadas, cáscaras de pipas de girasol y autocares con ancianos dispuestos a morir viendo un mundo de rentas limitadas. La escollera era una cinta de asfalto en busca del origen de la ciudad y sus faldas de piedras se iban hacia las playas populares de la Barceloneta, Club Natación Barcelona, Orientales, La Deliciosa, San Sebastián, o tal vez ya no se llamaban así, pero allí estaban las playas hipócritamente entregadas al invierno, a la espera de los bañistas pobres, de la silenciada mayoría sin veraneo que contaba sus baños en el mar con los dedos de la mano cada verano, una felicidad devaluada a la que se llegaba en autobús.

Y más a lo lejos los depósitos de la Maquinista Terrestre y Marítima, el Maresme, la bruma. El círculo se cerraba de nuevo en el camino presentido, mar abierto. Una hilera de barcos fondeados fuera puerto trazaba una línea paralela con el horizonte. Formaban parte del decorado, como los pescadores veteranos, animales de roca, petrificados en su inmovilidad de acechadores. Salir al mar y esperar la llegada de “La Rosa de Alejandría”, avisar al marino, montarlo en un delfín y permitirle que se fuera a morir de melancolía en el límite de la tierra o del mar. Mas no era su oficio salvar vidas o destruirlas, sino observarlas en un fragmento determinado de su recorrido, sin preocuparse por el origen, ni por el final.

Había visto fragmentos de vida de Andrés, de su familia, de Paquita, del insuficiente y ya viejo señorito de Albacete, de la Sociedad Deportiva Albacete Balompié, de un ciego de Águilas, de dos monjas peatonales de Jaravía, la “Morocha”, su padre el animero, la vieja radiofónica, el propio autodidacta y dos personajes invisibles, para siempre imaginarios, Encarna y Ginés, mal casamiento de nombres no dotados para la sonoridad del mito, Peleas y Melisenda, Dafnis y Cloe, Encarna y Ginés no escapaban a una vieja olor de subdesarrollo, de esquina del mundo y de la lírica.

Por la escollera avanzaba un coche prepotente, un coche rico, con carrocería sueca, motores alemanes y acabados ingleses. Aparcó tras el miserable Ford Fiesta de Carvalho cubierto por el polvo de tan inútiles caminos y el ciego desprecio de las aves.

Del majestuoso sedán bajó un chófer uniformado que abrió la portezuela a un liviano caballero sonriente. Ni la corrección de su disfraz de rico discreto, ni su amabilidad con el chófer o su sonrisa brillante de hombre voluntariosamente feliz hubieran llamado la atención de Carvalho, de no ver que llevaba en la mano un sombrero de copa absoluto, el sombrero de copa más sombrero de copa que Carvalho había visto en su vida. Y el recorrido del caballero tampoco fue discreto.

Uno por uno fue abordando a los escasos paseantes en torno del faro y descendió las rocas en busca de los aislados pescadores, y a cada cual le daba algo que sacaba del sombrero de copa. Alguna promoción publicitaria, pensó Carvalho, y distrajo su atención de las idas y venidas del recién llegado hasta que oyó su voz dirigida a él y lo tuvo ante sí, con la cabeza delgada y calva echada hacia atrás y valorando a una cierta distancia la capacidad de Carvalho para recibir su propuesta.

– Permítame que le invite, caballero.

El hombre le tendía un puro que acababa de sacar del sombrero de copa.

Carvalho bajó la vista hacia el obsequio, lo cogió, en la etiqueta pregonaba su condición de puro filipino especial, 1884.

– Primero he pensado regalar cohibas, pero fumar cohibas está al alcance de cualquiera. Toda la elite política fuma cohibas.

El hombre sacó ahora una tarjeta de visita y se la tendió a Carvalho.

– Antonio Gomá, manager de multinacional. He cumplido cincuenta años y quisiera que compartieran conmigo mi satisfacción por esta victoria de la voluntad sobre la lógica. Los managers somos personajes solitarios que apenas salimos a la luz pública y me he permitido esta pequeña muestra de exhibicionismo, aquí, un sitio elegido al azar, un sitio para gentes relajadas que pescan, pasean o miran el mar.

Muy bonito. Un sitio muy bonito.

– Felicidades.

– Fúmeselo a mi salud.

Siguió el hombre su recorrido en busca de otros posibles obsequiados y Carvalho se fue hacia su coche. El chófer del sedán permanecía con el culo apoyado en él mientras leía un “Mundo Deportivo”.

– ¿Tiene muchas salidas como ésta su patrón?

– No es mi patrón. Por mí como si quiere tirar la casa por la ventana.

Yo trabajo para una agencia y me han contratado con el coche hasta el mediodía.

Subió Carvalho al suyo. Lo puso en marcha y avanzó lentamente unos metros junto al manager, que proseguía su sonriente búsqueda con el sobrero de copa bajo el brazo. Advirtió el hombre la maniobra de Carvalho, por lo que le envió una inclinación del cuerpo y un ligero saludo con la mano.

Arrancó entonces Carvalho hacia Vallvidrera y, en cuanto entró en el Ensanche, en cada cruce soportó la pretensión de muchachos entre la mendicidad y el servicio social dispuestos a limpiarle el parabrisas. Los conductores, atrapados en la red del semáforo rojo, gesticulaban desde el interior tratando de que los muchachos no les limpiaran el parabrisas, obligándoles a tomar la decisión de pagarles o no pagarles un servicio que no habían pedido. Carvalho permitió tres controles de limpieza, tres semáforos, tres monedas de cinco duros por llegar a Vallvidrera con el parabrisas no tan sucio como antes y la conciencia tranquila porque había contribuido a mantener a tres víctimas de la crisis cíclica. Al pasar ante la casa del crimen la miró como un vecino nuevo e inevitable que le estaría esperando allí, cada día, para siempre, mientras conservara calor de recuerdo. Contó la historia del hombre del sombrero de copa a Charo, pero nada le dijo de su encuentro con el autodidacta. La muchacha seguía teniendo los ojos enrojecidos, pero había puesto cierto orden en las cosas de Carvalho, sobre todo en la cocina, donde cada cosa estaba en un sitio que la lógica o la memoria de Charo había tratado de discernir.

– En seguida me iré.

– No, quédate todo el día. Luego bajamos a comprar, hacemos una cena e invitamos a Fuster. Tengo ganas de contarle mi excursión por Albacete, especialmente el nacimiento del río Mundo.

– Déjalo. Te acompaño a comprar pero luego me voy a casa. Dos días sin trabajar es un riesgo. Tal como están las cosas. La competencia. Las casas de relax. Ya hablamos de esto.

Todo queda en la familia, pensó Carvalho, pero no lo pensaba Charo, divorciada su capacidad de imaginar entre el papel que atribuía a los miembros de su tribu y el papel real.

– Cuelga el teléfono. Unos días.

Haz la prueba. Quédate a vivir aquí, Pruébalo.

Charo le miraba desconcertada.

– No necesito que me compadezcas.

– Tenía que decírtelo.

Charo se sentó en la terraza que daba al Vallés. El viento había ayudado a limpiar los filtros de la lejanía y allí estaba la montaña de Montserrat como un capricho visual construido por algún mecenas del modernismo, con la ayuda probablemente de un Gaudí drogado. Charo pensaba y Carvalho también, arrepentido de una oferta que carecía de sentido. Sus cavilaciones las contemplaba Charo, desde la terraza, haciéndole guiños al sol y finalmente en pie, decidida, decidida a marcharse.

– Bájame, Pepiño. O acompáñame al menos hasta el funicular.

– ¿Te vas?

– Sí. Cada uno es cada uno. No te sirvo ni para cocinar. Guisas mejor que yo. Dame un beso.

Carvalho la besó.

– No está mal.

La acompañó en coche hasta su casa y luego se fue el detective al despacho, donde sancionó el menú que le propuso Biscuter y le exigió que rebajara los planteamientos porque pretendía preparar una cena sólida para Fuster y no quería recargar su hígado.

– Hablando de hígados, jefe. Le ha llegado una carta del balneario aquel en el que quería meterse.

Era un sobre ilustrado con la reproducción de un edificio noble rodeado de una vegetación diríase que tropical y dentro una carta de respuesta a su amable solicitud de plaza para un proceso depurativo que esperamos sea beneficioso para su salud.

– No sé qué va a buscar ahí, jefe.

Si quiere yo le hago un régimen que se queda en los huesos y más sano que un palo, en el caso de que estar como un palo sea sano.

– No es eso, Biscuter, es que me gustaría ir a un balneario antes de morir. Es como ir al monte Athos o a las cataratas del Niágara. Además te dan masajes y baños de fango. Sólo me muevo por cuestiones de trabajo y quiero descansar.

– Me sabe mal que tire el dinero, jefe. Todo eso son saca cuartos.

Dejó Carvalho a Biscuter descontento y se fue a la Boqueria.

Algo le advirtió de que por la escala subía una amenaza y al mirar hacia allí la conmoción del telegrafista le avisó de que su suerte estaba echada. El telegrafista se detuvo al llegar a su altura. Miraba al suelo o al papel que acababa de cortar del télex. Iba a dejar atrás a Ginés, pero se volvió y le tendió el télex.

“Policía española ordena retención a bordo y vigilancia del oficial Ginés Larios Pérez hasta su llegada a Barcelona. Supuesto culpable de homicidio”.

Se lo seguía ofreciendo por si necesitara una segunda lectura, pero Ginés dijo que no con la cabeza.

– Gracias.

– Lo siento, pero…

– Dáselo al capitán. No te vayas a buscar un lío.

Y vio cómo subía escala arriba en pos del puente de mando. Y él se quedó con una mano en la escala y la otra a medio caer, como si el contacto con el télex le hubiera dejado el brazo paralizado en el gesto de retener el destino que se le escapaba. Se sentó en un rollo de cuerdas y esperó a que los hechos se precipitaran. El primero en llegar fue Germán y a su espalda seguían Basora, Martín, dos marineros. Las piernas de Germán en primer término, las otras en una graduada perspectiva hacia popa, y no quería alzar la vista para no ver la cara de Germán, porque de la cara llovían lágrimas que caían redondas y llenas para reventar contara el piso de la cubierta.

– Ginés. Ginesico -se quejaba Germán, y en el simple enunciado del nombre estaba toda su historia en común desde la adolescencia hasta ahora,a toda la memoria compartida-.

Ginés. Ginés.

Y se levantó para quedar a la altura de los rostros que no le miraban porque no querían decirle lo que era evidente.

– ¿Dónde me encierran?

– Primero el majara ese quiere hablar contigo. ¿Es un error, verdad Ginés?

No, no era un error, contestó la cabeza de Ginés a la pregunta de Basora. Y luego el cuerpo se puso en movimiento camino del puente de mando.

– No. Te espera en su camarote.

Y le seguían sus nuevos guardianes.

Germán le había pasado un brazo sobre los hombros, caminaba a su ritmo, le hablaba junto a la oreja.

– ¿En qué lío te has metido, Ginesico? En qué mala hora te forcé a volver. ¿Por qué no me lo dijiste?

¿Por qué volviste a embarcarte? ¿Qué has hecho Ginés, qué has hecho?

Quería pedirle que no le hiciera más preguntas, que aún tendrían tiempo para hablar, pero de sus labios nada salía, obstinadamente forzaba la marcha para llegar cuanto antes al capitán, y allí estaba al fondo del corredor la puerta entreabierta del camarote y le pareció que una vez abierta aparecería la “Niña de la Venta” con su traje de vocalista antigua y cantando “La Salvaora”, pero la voz del capitán le contuvo en la puerta.

– ¡No pase! ¡Quédese ahí!

La voz salía por el intersticio de la puerta entreabierta.

– ¡Dígale a sus compañeros que se retiren y quédese usted ante la puerta!

Los oficiales y los marinos dieron la espalda a la escena y sólo Germán quedó a una distancia suficiente como para acudir en auxilio de su amigo.

La voz del capitán sonaba cercana cuando pidió:

– ¡Acérquese pero sin abrir la puerta!

Ginés topó con la frente contra el tablero barnizado. A escasos centímetros permanecía la respiración afanada del invisible capitán y de nuevo la voz queda, como en un cuchicheo de confesionario:

– Ya es tarde, Ginés. Se lo advertí a tiempo.

Quería preguntarle: ¿qué sabía usted?, ¿cómo lo sabía usted?, pero le pareció un detallismo inútil a añadir a la teatralidad de una situación que se había convertido en un obstáculo más que en un trámite para la definitiva resolución de su propio drama.

No dijo nada y la voz del capitán siguió brotando de su escondite, ahogada, sucia, llena de vapores de miedo.

– Ha sido un estúpido. Desde hace muchos meses se está comportando como un estúpido y no ha sabido dejar de serlo cuando aún estaba a tiempo.

Dentro de unos años, cuando pueda recordar todo esto con la suficiente distancia, recuerde a su capitán y piense en todo lo que hizo y estuvo dispuesto a hacer por usted. ¿Me promete que lo pensará?

Dijo que sí Ginés con la cabeza, que sí a aquella puerta entreabierta, que sí a aquella voz vergonzante, que sí a aquella presencia que imaginaba acurrucada, a oscuras, como acogiéndose a un secreto de confesión.

– No volveremos a vernos, Ginés.

Éste es su último viaje. Pero también el mío. Recuérdeme.

Un breve silencio. Unos pasos sobre el suelo de revestimiento plástico, y cuando el cuerpo invisible del capitán ganó la suficiente distancia su voz se remontó hasta convertirse en una orden.

– ¡Germán, Basora, cumplan con su deber! ¡El oficial Larios queda bajo su responsabilidad!

Ginés salió de aquel ámbito acompañado de sus amigos, seguidos a distancia por los dos marinos que no se atrevían a violar el espíritu de la tribu.

– Nos ha dicho primero que te metiéramos en un camarote vacío y sin ventilación que hay junto a la sala de máquinas, donde echan una cabezada los maquinistas que esperan la guardia.

Pero Germán un poco más y me lo lisia. Finalmente hemos convenido y le hemos impuesto que te quedes en tu camarote, en teoría con la puerta cerrada por fuera, pero es idiota la cosa, porque no te vas a echar al agua a nadar… Júranos que vas a respetar este pacto y no te vas a tirar al agua a hacer una gilipollez. No me importa, no nos importa lo que has hecho, pero de ésta saldrás, en cambio del Atlántico no saldrás, júranos, Ginés, que no vas a hacer una chorrada y te dejamos el camarote abierto.

Ginés cogió un brazo de Basora y se lo agitó como si tratara de comunicarle una inútil sensación de solidaridad agradecida.

– No, no voy a hacer tonterías, pero cerradme por fuera. He de empezar a entrenarme.

– Vendremos a verte.

– Pero con cuidado, porque ese chalao nos expedienta. ¿Qué te ha dicho, así por lo bajín?

– Casi no le he oído.

Sólo Germán no intervenía en el diálogo, en aquel diálogo al pie del cadalso, diálogo de últimas voluntades, de despedida para un viaje sin retorno.

– De vez en cuando me gustaría pasear por cubierta.

– Te corresponden dos paseos diarios en compañía de vigilancia.

Martín se tomaba la situación al pie del reglamento, de qué reglamento no importaba. En el momento de dejarse encerrar en su camarote, Ginés leyó en la mirada de Germán la promesa de volver, de volver para escarbar en la razón de aquella tragedia que a él le afectaba en su condición de amigo del que se había desconfiado o en el que no se había confiado lo suficiente. Asumió Ginés la soledad de nuevo tipo, diferente a cuantas había experimentado en sus veinte años de marino activo, con más noches y días de aislamiento oceánico que de marinero en tierra, pero ahora la soledad era otra cosa, tal vez más parecida a una cuarentena de la que no saldría en muchos años. De momento tenía a su alcance un mundo de referencias entrañadas en su conciencia, voces amigas al otro lado de la puerta, pero pronto pasaría a un engranaje despersonalizador que empezará por la exigencia de que lo contara todo, como si lo que había hecho pudiera ser explicado, explicado a alguien que no fuera a sí mismo o a la pobre Encarna. Tal vez podía tomarse el interrogatorio de Germán como un entrenamiento para lo que le esperaba al llegar a Barcelona. Allí tenía a Germán, apenas una hora y media después del comienzo de su encierro, el impaciente Germán sentado en el camarote de su amigo prisionero, sin valor para mirarle a la cara, pero con la necesidad vivencial de pedirle explicaciones.

– Maté a Encarna.

– A Encarna. Tenía que ser a Encarna. Pero entonces ¿por qué me dijiste que era imprescindible que volvieras a Barcelona, que era imprescindible volver al encuentro de Encarna?

– Lo era. Y en cierto sentido lo sigue siendo.

– Pero tú sabías que la habías matado.

– Sí.

– Esperabas quizá que no supieran que habías sido tú.

– Sí. Ésa sería la explicación más racional, y es cierto, yo tenía esa idea, pero no siempre. Aunque no hubiera sido así yo habría vuelto igual.

No en los momentos de miedo, que han sido muchos. Por ejemplo cuando me fui por ahí y no quería volver al barco. Pero era como llevar la pena a acuestas y llevarla para toda la vida.

– Pero qué has hecho, desgraciado.

¿Por qué?

– Fue un mal momento -dijo al comienzo de la letanía de quejas y perplejidades del amigo-. Estaba escrito -llegó a decir, ya con el cansancio a cuestas de devolver aquella pelota que Germán le enviaba con la obstinación de un pelotari gagá-. Estaba escrito. He vuelto a recordar escenas de Águilas, de cuando éramos unos críos y, aunque parezca mentira, Encarna llevaba dentro de sí su propia muerte y yo mi perdición. Sé que te sonará a novela, a cuento chino, pero cuando repaso estos años, tantos años, y me veo, nos veo a los dos, pienso que no podía haber habido otro resultado. Yo le propuse muchas veces dejarlo todo, casarnos, irnos a un rincón del mundo a vivir juntos, pero hubiera sido imposible.

– ¿Qué te hizo para que la mataras?

– Nada lo suficientemente grave como para que la matara. Te lo digo ahora, Germán, con el corazón en la mano. Tal vez lo peor que me hizo fue al comienzo, cuando me dejó tirado por culpa de aquel tío, recuerda, el veraneante. Tal vez allí empezó esto.

Y abarcó con los ojos las cuatro paredes de su encierro.

– Has de buscarte un abogado. Necesitarás testigos. Yo hablaré por ti, diré que te ofuscaste, has de buscar una razón para eso, que no quiso irse contigo y te cegaste. Locura transitoria.

– Da tiempo al tiempo.

– ¿Pero te has dado cuenta de que vas a tirarte años y años de cárcel?

– Da tiempo al tiempo.

– Un marino no puede resistir la cárcel.

– De vez en cuando mándame noticias de este barco. Me gustará saber dónde está. Y en cuanto salga, sea cuando sea, volveré al mar, Germán.

Llegó un marinero y embarazadamente comunicó que el capitán le ordenaba cerrar el camarote y mantener vigilancia en la puerta. Germán salió airado, dando voces en contra de aquel hijo de puta, que qué coño se había creído la “Niña de la Venta”, gritaba Germán ante el extrañado marinero.

Pero cuando se sintió encerrado y solo, Ginés sonrió satisfecho.

Hubiera podido comprárselo en St.

Thomas más barato, aprovechando el trato de puerto franco, pero le apetecía precisamente aquel chándal que estaba en el escaparate de Beristain en la esquina de las Ramblas con la calle de Fernando. El chándal ya estaba en sus manos, dentro de una bolsa de plástico, y atravesó el vial para ganar el paseo central de las Ramblas e iniciar la subida hacia el centro de la ciudad y la habitación del hotel que había alquilado para desintoxicarse de tanto barco y estar en condiciones de hacer alguna excursión por Catalunya. Germán trataba de convencerle de alquilar un coche y plantarse en Águilas en un día, pero no estaba decidido y tampoco se sentía demasiado motivado por volver. Estaba explicándose mentalmente las razones que no tenía para emprender tan loco viaje, cuando una sombra familiar le desbordó por la derecha. El perfil de la mujer quedó en su retina cuando el cuerpo ya le había rebasado y el examen de su dorso avanzando Ramblas arriba, dentro de un vestido ceñido de entretiempo que remarcaba su figura mediana y tibia, ratificó el galope del corazón y los pasos que dio para ponerse a su altura y encararla.

– ¡Encarna!

También fue inmediato su reconocimiento y se encontraron besándose las mejillas como si fueran primos recuperados. cogiéndose las manos, los brazos, moviéndose los dos como una pareja de baile dentro de dos palmos cuadrados de las Ramblas, entre el ir y venir de los callejeantes de aquella dulce tarde de primavera. En unos metros de camino se habían contado lo más importante de sus vidas, aunque uno y otro tenían información a cargo de Paquita, un estático depósito de dos vidas que en ocasión de los viajes de Ginés o Encarna a Águilas ponía en comunicación. Y así llegó la noche en una cena en un restaurante elegido al paso y la sobremesa de confidencias en las que al comienzo mantuvieron ocultas las cartas de la frustración, pero al final salieron, una jugada completa de fracasos, un matrimonio fracasado, la relativa rutina del mar en el que ningún puerto es exactamente un puerto de llegada o de regreso.

Ella no disponía de su vida y él disponía excesivamente. La caricatura de la vida de Encarna en Albacete les hizo reír, y para compensarla, Ginés convirtió su historia en un resumen de anécdotas de cien puertos, historias que había vivido sin la esperanza de contarlas nunca a nadie capaz de escucharlas fascinado.

– Pero es maravilloso. Poder ver mundo. Yo me invento cien dolencias al año para poder dejar aquello y venirme aquí a respirar. Es una maravilla perderte en una ciudad donde nadie te conoce, donde nadie sabe que eres la señora Rodríguez Montiel. Donde puedes verte con cualquiera o con nadie, sin tener en cuenta nada, absolutamente nada, ni a nadie.

Ginés sentía ante ella la misma turbada necesidad de abrazarla, contrarrestada por la no menos turbada sensación de que no debía hacerlo que había sentido en el transcurso de sus rondas de adolescencia, cuando los parientes decían que Ginés y Encarna “…se hablaban” y con ello querían decir que merodeaban en torno de sus sentimientos mutuos, sin llegar a las palabras o los gestos decisivos. Y la misma sensación de merodeo tuvo aquella noche y al día siguiente, cuando quedaron citados a una hora que pudieron escoger, sin los impedimentos de hacía veinte años, estudio, trabajo, familia, Paqui o el qué dirán. Y fue ella la que dejó de hablar para mirarle con intención de saltar la barrera de lo que pudo haber sido y no fue, ella la que le besó primero como en un toque de advertencia, luego un beso largo y hondo que llegaba de un largo viaje, empujado por un irracional aplazamiento. Ella era la misma muchacha con los gestos más lentos y el pensamiento medido por un cálculo que controlaba. Estaba libre en una ciudad para ella libre, abierta y podía estarlo periódicamente, coincidiendo con cada uno de los retornos de “La Rosa de Alejandría”, y hablaba fascinada de esa posibilidad en aquella primera tarde en la habitación del hotel donde ella se hospedaba. Primero habían intentado subir a la habitación del hotel de Ginés, pero un radical envaramiento del hombre provocó un diálogo sórdido, cómico con el recepcionista, un diálogo inútil porque ella ya se había metido en el ascensor y fue él quien se creyó en la obligación de razonar el ascenso de aquella mujer a sus habitaciones, un diálogo que ella escuchaba molesta y que terminó cuando abandonó el ascensor y se fue hacia la calle, seguida por las explicaciones y el complejo de culpa de Ginés.

– Sigues siendo de pueblo -le había dicho ella con la amabilidad del atardecer, desnudos, insuficiente el amor, porque en el acto Ginés había depositado veinte años de tiempo, veinte años en un instante y el cuerpo de la mujer se le reveló inaccesible, como una muralla de carne al final de una difícil decisión.

– Me horroriza esta sensación de clandestinidad. Este entrar semiescondidos.

– Yo no he entrado semiescondida.

Nos cambiamos los dos de hotel y nos inscribimos como marido y mujer.

– ¿Qué excusa daría a Germán y los otros?

– No me vas a hacer creer que no os contáis vuestros líos y no os hacéis favores entre vosotros.

– Es otra cosa. No quiero que se enteren. Es otra cosa.

– Sigues siendo el de siempre. Una vez se lo dije a Paca. Si tu primo hubiera sido de otra manera, si hubiera tenido más decisión. Aunque quizá no, para qué engañarnos. Me dabas miedo. Miedo de ser la mujer de un marino sin suerte. Una viuda durante meses y meses y todo para nada o para poco. Yo no soy una monja. No he nacido para monja.

No eran demasiado gratificantes las relaciones sexuales. La maldita urgencia por escalar aquella muralla de carne, de normalizar aquel cuerpo, de una vez desnudo, quitarle el ropaje de mito sentimental del que lo había revestido durante toda su vida, le impedía sentirse seguro. Durante los primeros encuentros trimestrales, una nube de afecto las envolvía y Ginés se disculpaba a sí mismo porque consideraba que algo parecido al amor cumplía efectos compensadores suficientes más allá del éxito o del fracaso sexual. Y ésa parecía la actitud de ella, que le esperaba enamorada, lo más cerca posible del puerto, llegada tras llegada, como si sólo hubiera vivido aquellos meses de separación por el sentido que le daban sus reencuentros. Pocas veces dispuso de lucidez suficiente para distanciar críticamente aquellas relaciones. Se habían insertado en sus vidas, como en la suya estaban insertos los puertos y en la de ella las huidas. Por parte de Ginés no había comparsas importantes que aportar, distanciar u olvidar.

Por parte de ella, prescindía funcionalmente de todo lo prescindible, sin lazos con sus familiares barceloneses, sin apenas nexos con los aguileños, sólo su marido era una presencia negativamente necesaria, a la que se refería primero con reticencia dolida y progresivamente con un acrecentado desdén, como si en el inicio de aquellas relaciones clandestinas el marido fuera una causa activa de su propia infidelidad y al final una causa pasiva, una cosa molesta y absurda de la que venía y a la que fatalmente tenía que volver. A lo largo de los años, casi ocho encuentros y dos etapas de difícil delimitación, al principio Ginés el único motivo de la esperanza de aquella espléndida mujer que le esperaba en el café de la Ópera, un cuarto de hora después de la operación de fondeo del barco, aquella mujer que había hecho silbar a sus compañeros cuando les encontraron un día del brazo y por la calle y Germán supo callarse que había reconocido a Encarna. Con el tiempo, ella acudía a la cita tal vez con el cariño original, pero transmitiendo la sensación de que no era él, sino la circunstancia el motivo real de sus huidas y satisfacciones. Y fue en ese punto agridulce cuando Ginés tuvo miedo de perderla otra vez y le propuso encontrar el mismo sentido y para siempre a sus relaciones.

– Puedo encontrar algo relacionado con mi trabajo y que no requiera largas travesías. Podría comprar un pequeño yate, darlo de alta en El Pireo o en Estambul y patronear cruceros de turistas. Se hace mucho, cada vez más. Tú podrías venir en el barco. Podríamos estar juntos siempre. En España hay menos costumbre de alquilar yates medianos, tal vez por las Baleares, pero no hay turistas suficientes. No te importaría que nos fuéramos a vivir al Mediterráneo oriental.

Y le contaba fascinadas ensoñaciones de las islas griegas o el Bósforo. Especialmente Patmos y el Bósforo, con la ansiedad de compartir con ella lo que se había visto obligado a gozar en soledad desde una subjetiva apropiación masturbatoria de paisajes y vivencias sin compartir. Ella aceptaba la idea o la rechazaba, según fluctuaciones del espíritu reservadas a un proceso lógico que nunca le transmitía, como tampoco le traspasaba, según él hubiera querido, todas las notas que conformaban su vida antes y después de sus encuentros.

Cuéntame. Y entonces qué hiciste.

Qué piensas. Qué pensabas. Preguntas que resbalaban sobre la piel de una Encarna en el fondo impenetrable, aquella muralla de carne impenetrable que de pronto encontraba entre sus brazos, con los ojos cerrados, nunca supo si en la elección de verle o no verle o en la necesidad de buscarle en el recuerdo. Y algo parecido a un ultimátum había salido de los labios del marino en los primeros días de su último encuentro.

– Estoy cansado de esta situación.

De esta falsa normalidad. ¿Te has fijado? Es como si estuviéramos casados. Es como si estuvieras esperando a un marido embarcado.

– Lo parece pero no es así.

De hecho él se había convertido en una parte más de un complejo mosaico del que sólo conocía parte de las piezas, el marido la más determinante.

– Ten paciencia. Mi marido se acaba -le había dicho.

– ¿Qué quieres decir?

– No va a durar mucho.

– ¿Te da pena?

– ¿Pena? Ni así. Simplemente no quiero tirar por la borda veinte años.

Si lo hiciera me daría de bofetadas y menuda satisfacción daría a toda aquella gentuza. Ten paciencia.

Pero había más de una, más de dos Encarnas.

– Ginés.

Germán estaba en la puerta. Se había encendido la luz del camarote asaltando sus ojos, despellejándolos en su enfermizo mirar en la oscuridad, embalsamados por la humedad de la evocación o la autocompasión.

– Ginés, ¿estás despierto?

– Sí.

– Avistamos el estrecho.

Era el principio del fin del viaje, de todos los viajes, incluso de los imaginarios.

– El loco está encerrado en su camarote y apenas sale. Disponemos de un cierto tiempo. Expláyate. Tal vez pueda ayudarte. Hay que hacer algo.

Preparar algo. Cuéntame.

Dio la espalda a Germán, a la luz, a la necesidad de convertir su fracaso en un espectáculo. Germán aún siguió allí unos minutos. Luego se cansó, y cerró la puerta tras de sí con ira y una cierta crueldad.

– Primero pensé, vete a enviarle un cable a ese desgraciado. Avísale.

Igual tiene tiempo de huir o de preparar una explicación que le sirva de colchón, porque tal como llega le va a caer encima toda la sordidez de la historia. Todos se van a apuntar al rollo: la policía y la prensa. Como si lo leyera: tras meses y meses de arduas y complejas pesquisas, la policía descubre a un sórdido asesino que descuartizó a su víctima. Pero qué más da. Ante todo peligraba mi carnet profesional y yo le tengo un cariño forzoso a mi carnet profesional, no tengo otro y a estas alturas no tengo otra profesión, a no ser que patente esta receta de espinacas a la marinera que trato de hacerte y alguien encuentre el sistema para fabricarla en lata, meterle aroma de salchicha de Frankfurt y que se ceben las presentes y futuras generaciones de hamburguesadictos. Además, pensé, mi cable le va a llegar en alta mar y la policía ha podido adelantarse de todas todas. Y por si faltara algo, a ti qué coño te importa ¿Acaso eres su madre o su dios? Es mayorcito y que venda caro su tiempo, porque poco tiempo va a pasar en la calle en los años futuros. Me jode que pague por lo que no ha hecho.

– Pero algo ha hecho.

– Elemental, querido Fuster.

No era escepticismo lo que expresaban las cejas alzadas del gestor, con su gorra azul oscuro de marino griego y la melenita canosa respaldando la inclinación de la cabeza sobre la cazuela donde Carvalho ultimaba los guisos.

– ¿Cena extra para celebrar qué?

– La imposibilidad de celebrar nada. Me había sentido o generoso o viejo y le había ofrecido a Charo quedarse a vivir aquí, a prueba, una temporada, luego, quién sabe. Pero, después de pensárselo, nada, medio minuto, me ha dicho que no, que cada uno es cada uno, que guisa peor que yo, que lo suyo es lo suyo. Y se ha ido. También me ha pasado lo que me ha pasado con esa idea idiota de salvavidas de un asesino a todas luces insuficiente y lerdo. Y en esos casos no hay nada como irte a la Boqueria a comprar cosas que puedes manipular y convertir en otras: verduras, mariscos, pescados, carnes. Últimamente pienso en el horror del comer, relacionado con el horror de matar. La cocina es un artificio de ocultación de un salvaje asesinato, a veces perpetrado en condiciones de una crueldad salvaje, humana, porque el adjetivo supremo de la crueldad es el de humano. Esos pajaritos ahogados vivos en vino para que sepan mejor, por ejemplo.

– Excelente tema de conversación como aperitivo.

Mil novecientos ochenta y cuatro no ha hecho más que empezar. Los astros se pondrán en línea y nos darán por culo, uno detrás de otro. Será un mal año, según los astrólogos. Pues por eso y por tantas otras cosas, me he ido a comprar a la Boqueria dispuesto a cocinar para mí mismo.

– Y para Fuster, para la cobaya.

– Eres libre de comértelo o no.

Pero no rechaces sobre todo el primer plato, un encuentro entre culturas, espinacas levemente cocidas, escurridas, trinchadas y luego un artificio gratuito y absurdo, como todo el artificio culinario. Se fríen las cabezas de unas gambas en mantequilla. Se apartan las cabezas y con ellas se hace un caldo corto. En la mantequilla así aromatizada se sofríen ajos tiernos trinchados, pedacitos de gamba y de almejas descascarilladas y salpimentadas. A continuación una cucharadita de harina, nuez moscada, media botellita de salsa de ostra, un par o tres de vueltas y el caldo corto hecho con las cabezas de las gambas. Ese aliño se vuelca sobre las espinacas y se deja que todo junto cueza, no mucho tiempo, el suficiente para la aromatización y la adquisición de una untuosa humedad que entre por los ojos. Después, jamoncitos de cabrito con ciruelas, elemental, algo rutinario, jamoncitos dorados en manteca de cerdo, en compañía de una cebolla con clavos hincados, un tomate, hierbas compuestas. Sobre ese fondo se añade bacon troceado, el líquido de haber escaldado unas ciruelas claudias y se compone una salsa que evoca la española, pero con el predominio del aroma a clavo, los azúcares desprendidos por los muslitos y el bacon. Se disponen las ciruelas escaldadas sobre los jamoncitos, se vierte la salsa por encima, un breve horneo y la cena está servida. Un par de botellas Remelluri de Labastida, cosecha del 78, y a envejecer con dignidad.

– ¿Y a ti te pagan por no resolver los casos?

– Siempre los resuelvo. Siempre llego a saber casi tanto como el asesino y se lo cuento todo a mi cliente.

Incluso en este último en el que mi cliente sabía más que yo y lo seguirá sabiendo siempre, incluso sabe más que el asesino, pero como si no.

Adivinaba Fuster la tormenta enquistada bajo el delantal reproductor de extrañas aves en vuelos sobre cielo blanco y dejó discurrir el desahogo de Carvalho hasta que la primera botella de vino pasó a mejor vida.

– Por si faltara algo, han vendido ese solar de ahí delante y tal vez me tapen parte de la vista de Barcelona.

– Es lo peor que te ha ocurrido.

– Desde que recuerdo estos parajes, mucho antes de que tuviera la más remota idea de venirme a vivir aquí, ese solar con árboles ha sido mi imagen de Vallvidrera. Y la de miles de ciudadanos que cada domingo se paraban en él y se asomaban a la ciudad, como si se tratara de un balcón. Pero eso el ayuntamiento democrático por lo visto no lo sabe y, en lugar de regalarle este balcón a los ciudadanos y a mí mismo, han dejado que se construya y se tapie un poco más la ciudad. Sin duda se podía hacer con las leyes en la mano. Este país se está llenando de leguleyismo. La lógica interna de las leyes es como un trazado de ferrocarril y la locomotora misma. Nunca tiene tiempo de detenerse para preguntarles las razones a los suicidas o para avisar a los sordos. Estos chicos del ayuntamiento democrático deben de ser de casa bien. Han debido veranear desde pequeñitos en chalets con jardín y no saben qué quiere decir coger el tren para ir a ver un árbol público durante una hora o la fascinación por contemplar el escenario de la comedia desde fuera. Esa ciudad.

La segunda botella introdujo el paraíso en el alma de la noche y Fuster contó cuanto sabía de amigos comunes, especialmente del profesor Beser, al que habían utilizado como asesor literario en la investigación de un crimen social.

– Para eso sirven los profesores partidarios del realismo literario.

Has de leer y hacer ejercicio físico.

Verías la realidad de otra manera.

Sólo lees para quemar, para encontrar razones para quemar y sólo haces ejercicio físico para perseguir o porque eres perseguido. Es lógico que tengas un sentido negativo de la realidad.

– Me voy a ir a un balneario.

– ¿Baden-Baden? ¿Marienbad? ¿La Toja? ¿Panticosa?

– Uno de esos balnearios llenos de extranjeros en busca del sol de España, dispuestos a dejar en nuestras cloacas toda la mierda que les sobra y la mía entre ellas. Baños de arcilla.

Masajes. Depuración.

– ¿Estás enfermo?

– No. Pero necesito que me toquen como si yo fuera una parte de la naturaleza y tomar las aguas prodigiosas de esas que te forran el hígado de hierro y te meten vaselina en la bufeta de la orina. Un albornoz blanco.

Voy a comprarme un albornoz blanco y así no tendré más remedio que irme a un balneario.

– ¿Mar? ¿Montaña?

– Las dos cosas. He de buscarlo muy bien buscado. Debe haber una guía de balnearios. El mundo está lleno de balnearios. Todo el mundo es un balneario, salvo contadas y honrosas excepciones como el Líbano o El Salvador. Peor para ellos. Hace falta ser insensato para nacer en el Líbano, por ejemplo. Y lo que más me jode de toda esta historia es que huele a viejo, escucha, he estado en el escenario de donde arranca, en Águilas y ni siquiera el escenario donde nace el turbio sentimiento de los protagonistas existe. Se han cargado la plaza de toros, no existe el lugar donde se montaba el entoldado para la fiesta, ni siquiera el paseo junto al mar es el mismo, ni las condiciones sociales, el almacén donde trabajaba ella, aquel impulso de supervivientes que teníamos todos hace treinta o cuarenta años. Y ese par de desgraciados han sido víctimas de la vejez de sus sentimientos, de la vejez de su bondad y de su maldad. Han conservado dentro de sí las ruinas de sí mismos, lo que ya no eran, y de pronto han llevado a primer plano esas ruinas, despreciando cuanto había de modificación en sus vidas, y eso es cultural, se han comportado según unos modelos innecesarios, inútiles.

– ¿Irás al juicio?

– Quizá me llamen como testigo, aunque lo dudo. Si me llaman iré. Si no me llaman no iré. ¿Las estancias en los balnearios rebajan los impuestos?

– Si es por motivo de salud y en tu caso, como profesional liberal, sin duda. Es la opinión de un experto.

– Lo que sí haré es ir mañana al puerto. Quiero ver la llegada de “La Rosa de Alejandría” y al marino.

– ¿Cómo te lo imaginas?

– Lo que en mis tiempos se llamaba un adolescente sensible. Una ruina.

Una ruina de adolescente sensible.

– ¿Y el río?

– ¿Qué río?

– Cuando me has llamado para invitarme, me has dicho: he de hablarte de un extraordinario nacimiento de un río que se llama Mundo.

– Ah, sí. ¿Te parece poco? Es como si el paisaje se hubiera inspirado en Calderón. Un río que se llama Mundo.

El hombre esposado era alto, más alto que yo, pensó Carvalho. Calzará un cuarenta y tres, seguro. A resaltar el aplomo con que bajaba la escalerilla del barco, respetado por los policías que le iban delante y detrás, vacilantes, con los ojos fijos en el suelo que no pisaban. Él no miraba los escalones. Descender con seguridad las escalerillas de los barcos formaba parte de su oficio y lo había hecho durante más de veinte años. Era y estaba moreno. Tenía color de marino, nariz aguileña de marino olfateador de borrascas y puertos. A juzgar por su desenvoltura parecía llevar detenidos a los cuatro policías que le enmarcaban, nerviosos, sin manos suficientes para reclamar que el 091 se acercara a la pasarela del transbordador que les había traído desde “La Rosa de Alejandría”. Mientras el coche se acercaba, un policía le cogió por un brazo y el hombre levantó la vista como si buscara a alguien en el puerto, tal vez se fijó en Carvalho, mirón desganado recostado en un tinglado para una oculta mercancía que olía a aceite pesado, pero más bien buscaba con los ojos mar libre entre los barcos atracados, un camino para terminar su viaje imposible hacia el Bósforo y el fin del mundo. Carvalho se había educado a sí mismo para no creer en el destino. Se empieza creyendo en el destino y se termina creyendo en la propia muerte, había leído en alguna parte o tal vez lo había pensado él, por su cuenta, cuando pensaba, como si el mundo y los otros merecieran ser pensados. El hombre tragó saliva y se dejó empujar al interior del coche, luego, visto y no visto, el coche pasó junto a Carvalho y se marchó hacia la ciudad del bien y del mal, la ciudad de las comisarías y las cárceles. Carvalho se encogió de hombros y recuperó su coche para abandonar cuanto antes una ciudad que por hoy ya había dejado de interesarle.

Una historia de amor estaba a punto de terminar. Probablemente el marino empezaría a mentir para salvarse o tal vez asumiera su destino como si lo hubiera leído en los libros y se dejaría condenar con la vista vuelta hacia su intransferible memoria. Carvalho agradeció volver a casa y estar solo.

El frío húmedo del puerto se le había metido en los huesos y nada hay como una copa de orujo helado y un café caliente para que vuelvan los calores.

De la nevera sacó una pieza entera de falda de ternera, la dejó caer sobre la tabla de corte y con un cuchillo afilado la abrió por la mitad como si fuera un libro. Recortó las puntas salientes para conformar un rectángulo aproximado y golpeó la carne con el mazo del mortero para ablandarla y extender sus fibras. Como si fuera un lienzo, de derecha a izquierda fue colocando sobre la falda abierta bacon, pimiento morrón, acelgas trinchadas amalgamadas con bechamel y comino, trufa, huevo duro troceado. Desde el borde adonde se asomaba el bacon enrolló la carne como si fuera un pergamino y el rodillo se iba tragando los ingredientes hasta quedar como un inmenso rollo de carne rellena que Carvalho empaquetó con un papel de estaño doble, para meter a continuación el invento en un horno previamente caldeado. Tres cuartos de hora de horno. Luego, que se enfriara toda la noche. Al día siguiente separaría la mortaja de papel de estaño ennegrecido y brotaría un rollo de carne fría repleto de sorpresas. Se la comería a tajadas en compañía de una salsa tártara con predominio de alcaparras. La noche ya tenía sentido y sólo faltaba encender la chimenea y un condal del seis de la milagrosa caja que le había mandado desde Tenerife aquel marido desgraciado pero agradecido. Un libro le pedía ser quemado desde su condición de estorbo sentimental, y desgajó de su reino de palabra muerta “Poeta en Nueva York” para llevarlo al holocausto.

Última gracia, abrió el libro por una página que había conservado durante años la distancia con las otras páginas, memoria de una predilección.

“Luna y panorama de los insectos.” Al pie de la hoguera los versos le golpearon como el grito de un inocente.

“Pero la noche es interminable cuando se apoya en los enfermos y hay barcos que buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos.”

Volvió sobre sus pasos y depositó el libro donde había estado desde que decidió convertir su biblioteca en una galería de condenados a muerte.

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