A la memoria de Germano Vidigal

y José Adelino dos Santos, asesinados.

Y yo pregunto a los economistas políticos, a los moralistas, si han calculado el número de individuos que es necesario condenar a la miseria, al trabajo desproporcionado, a la desmoralización, a la infancia, a la ignorancia crapulosa, a la desgracia invencible, a la penuria absoluta, para producir un rico.

Almeida Garret


Lo que más hay en la tierra es paisaje. Por mucho que falte del resto, paisaje ha sobrado siempre, abundancia que sólo se explica por milagro infatigable, porque el paisaje es sin duda anterior al hombre y, a pesar de tanto existir, todavía no se ha acabado. Será porque constantemente muda: hay épocas del año en las que el suelo es verde, en otras amarillo, y luego castaño, o negro. Y también rojo, en algunos sitios, que es color de barro o de sangre sangrada. Pero eso depende de lo que en el suelo se ha plantado y cultiva, o aún no, o ya no, o de lo que por simple naturaleza ha nacido, sin mano de nadie, y acaba muriendo sólo porque le ha llegado su fin último. No es éste el caso del trigo, que todavía con alguna vida es cortado. Ni el del alcornoque, al que vivísimo, aunque por su gravedad no lo parezca, le arrancan la piel. A gritos.

No le faltan colores a este paisaje. Pero no hablemos sólo de colores. Hay días tan duros como su frío, otros en que no se sabe de aire para tanto calor: el mundo nunca está contento, si lo estará alguna vez, tan cierta tiene la muerte. Y no le faltan al mundo olores, ni siquiera a esta tierra, parte que es de él y bien servida de paisaje. Si en las breñas muere un animal insignificante, olerá a la carroña de lo que muerto está. Cuando el viento amaine nadie notará ese olor, ni siquiera pasando al lado. Luego los huesos quedan limpios, les da igual, de lluvia lavados, de sol calcinados, y si el animal era pequeño ni a tanto llega porque llegaron los gusanos y los insectos sepultureros y lo enterraron.

Es una tierra grande, si comparamos, primero corcovada, algo de agua de ribera, que la del cielo tanto puede faltar como sobrar, y hacia el sur se desmaya en tierra plana, lisa como la palma de una mano, aunque muchas de éstas, por designio de la vida, tienden a cerrarse con el tiempo, hechas al mango de la azada y de la hoz o de la guadaña. La tierra. También como la palma de la mano está cubierta de líneas y de sendas, sus caminos reales, más tarde nacionales, cuando no del señor ayuntamiento, y tres son los aquí expuestos porque tres es número poético, mágico y de iglesia, y todo lo demás de este destino está explicado en las líneas de ir y volver, carriles de pie descalzo y mal calzado, entre terrones y matojos, entre rastrojeras y flores bravas, entre el muro y el desierto. Tanto paisaje. Un hombre puede andar por aquí la vida entera y no hallarse nunca, si nació perdido. Y tanto le valdrá morir, llegada la hora. No es conejo o jineta para pudrirse al sol, pero imaginando que el hambre, o el frío, o el calor lo derriben en tierra donde no le echaron cuenta, o una enfermedad de esas que ni tiempo dan para pensar en nada, y todavía menos para llamar a alguien, aunque tarde lo han de encontrar.

De guerras y otras pestes se ha muerto mucho en este y otros lugares del paisaje y, no obstante, todo lo que por aquí se ve son vivos: hay quien dice que sólo por misterio insondable, pero las razones verdaderas son las de este suelo, de este latifundio que se prolonga lomas arriba y llano abajo hasta donde los ojos llegan. Y si de éste no es, de otro será, que la diferencia sólo a ambos importa, pacificado lo tuyo y lo mío: todo en tiempo debido y conveniente se registró en el censo, lindes al norte y al sur, a levante y poniente, como si tal se hubiera decidido desde el inicio del mundo, cuando todo era paisaje, con algunos bichos grandes y pocos hombres aquí y allá, y todos asustados. En aquellos tiempos, y después, se decidió lo que el futuro habría de ser, por qué líneas torcidas de la mano, este presente ahora de tierra repartida entre los dueños del hacha y según el tamaño y el hierro o filo del hacha. Por ejemplo: señor rey o duque, o duque y después real señor, obispo o maestre de orden, hijo derecho o de sabrosa bastardía, o fruto de concubinato, mancha así lavada y honrada, compadre por hija manceba, y también el otro condestable, medio reino por contado, y algunas veces amigos míos ésta es mi tierra, tomadla, pobladla para mi servicio y vuestra sucesión, guardada de infieles y otras inconformidades. Libro de santísimas horas, magníficas, y de sacratísimas cuentas traídas a palacio o al convento, rezadas en casonas terreras o en torres de vela, cada moneda un padrenuestro, tras diez avemaría, llegando a cien salve regina, maría es rey. Profundas arcas, silos abisales, graneros como naos de las Indias, duernas y toneles, arcas señora mía, todo esto medido en codos, varas y ferrados, en almudes, fanegas y cañadas, cada tierra con su uso.

Corrieron así los ríos, cuatro puntuales estaciones por año, seguras ésas, hasta en sus cambios. La gran paciencia del tiempo, y otra, no menor, del dinero, que, excepto el hombre, es la más constante de todas las medidas, incluso variando como las estaciones. En cada ocasión, lo sabemos, fue el hombre comprado y vendido. Cada siglo tuvo su dinero, cada reino su hombre para comprar y vender por morabetinos, marcos de oro y plata, reales, doblas, cruzados, reis y doblones, y florines de fuera. Volátil metal vario, aéreo como el espíritu de la flor o el espíritu del vino: el dinero sube, sólo para subir tiene alas, no para bajar. El lugar del dinero es un cielo, un alto lugar donde los santos cambian de nombre cuando les cuadra, pero el latifundio no.

Madre de tetas grandes, para grandes y ávidas bocas, matriz, tierra dividida de lo mayor a lo grande, o más a gusto unida de lo grande a lo mayor, por compra decimos o alianza, o robo experto, o crimen extremado, herencia de los abuelos y de mi buen padre, que en gloria estén. Siglos se tardó en llegar a esto, ¿quién puede dudar de que permanecerá así hasta la consumación de los siglos?

¿Y esta otra gente quién es, suelta y menuda, que ha venido con la tierra, aunque no registrada en la escritura, almas muertas, o todavía vivas? La sabiduría de Dios, amados hijos, es infinita: ahí está la tierra y quien ha de trabajarla, creced y multiplicaos. Creced y multiplicadme, dice el latifundio. Pero todo esto puede ser contado de otra manera.


Empezó a lloverles al caer la tarde, con el sol medio palmo encima de los cabezos bajos, a mano derecha, luego estaban las brujas peinándose, que éste es el tiempo que escogen. El hombre hizo parar al burro, y con el pie, para aliviarlo de la carga en la breve cuesta empinada, empujó una piedra hasta la rueda del carro. Esta lluvia, qué idea le habrá dado al regidor de las celestes aguas, no es de la estación, por eso hay tanto polvo en el camino y alguna bosta seca, o boñigos de caballo, que estando lejos de lugares habitados nadie ha venido a recoger. Ningún chiquillo de cesta enfilada al brazo se ha aventurado hasta tan lejos en la rebusca de estiércol natural, cogiendo cuidadoso con la punta de los dedos la esfera reventona, hendida a veces como fruto maduro. Bajo la lluvia, el suelo pálido y caliente se ha salpicado de estrellas oscuras, súbitas, que cayeron sordamente en el polvo fofo, y después un golpe de agua dándole de plano lo anegó. Pero la mujer tuvo tiempo de sacar al niño del carro, del nido que el jergón de rayas formaba entre dos arcas. Se lo arrimó al pecho, le cubrió la cara con la punta desatada del pañolón, y dijo, No se ha despertado. De cuidados, éste fue el primero, luego otro, Se va a empapar todo. El hombre mirando las nubes altas, y frunciendo la nariz, decidió con su saber de hombre, Esto no es nada, un chaparrón, pero por si acaso desenrolló una de las mantas, la extendió sobre los muebles, Hoy tenía que ponerse a llover, mal rayo me parta.

Una ráfaga de viento empujó las gotas ahora dispersas. El burro sacudió con fuerza las orejas cuando el hombre le asestó una palmada en el lomo, dio un tirón de los varales, y el hombre ofreció su ayuda empujando en la rueda. Reanudaron la subida por la pequeña ladera. La mujer seguía atrás, con el hijo en brazos, y saboreando la calma del niño le miró el rostro murmurando, Hijo mío. A un lado y otro del camino carretero se extendían los matojos, con algunas encinas perdidas y sofocadas hasta medio tronco, abandonadas o nacidas allí por casualidad. Las ruedas de la carreta hendían la tierra mojada, hacían un ruido áspero, como de terrones triturados, y de vez en cuando daban un salto brusco, de rebote, si una piedra alzaba el hombro. Los muebles rechinaban bajo la manta. El hombre, junto al burro, con la mano derecha posada en el varal, seguía callado. Y así llegaron a lo alto de la cuesta.

Del sur, a su encuentro, venía una enorme masa de nubes, densa y enrollada, sobre la llanura color de paja. El camino se perdía a lo lejos, mal definido entre linderos que se desmoronaban, barridos por los vientos del descampado. Allá en el fondo se unía a una carretera ancha, manera ambiciosa de decir en tierra de tan mala serventía. A la izquierda, casi al ras del horizonte bajo, una pequeña población volvía hacia poniente sus paredes blancas. La llanura era inmensa, ya se ha dicho, lisa, arrasada, raras encinas solas o en parejas, y poco más. Desde aquel altozano no era difícil creer que el mundo no tiene confines sabidos. Y la población, lugar de destino, vista desde allí, a la luz amarillenta y bajo la gran placa de plomo de las nubes, parecía inalcanzable. San Cristóbal, dijo el hombre. Y la mujer, que nunca había viajado tan al sur, Monte Lavre es mayor, parecía sólo un decir de comparanza, tal vez fuera nostalgia.

Iban ya en medio de la cuesta cuando volvió la lluvia. Cayeron primero unos goterones, amenaza de catarata, dónde estaría ya el chaparrón. Luego, el viento rasó la planicie, la repasó entera como una escoba, levantó polvo y paja, y la lluvia avanzó desde el horizonte, cortina parda que en poco tiempo ocultó el paisaje distante. Era una lluvia regular, de esas que vienen para muchas horas, cayendo y encharcándolo todo, llegó y no se va, y cuando la tierra ya no pueda con tanta agua, no merecerá la pena saber si es el cielo quien nos moja, si la tierra quien nos encharca. El hombre volvió a decir, Mal rayo me parta, son desahogos de la gente cuando otros de mayor continencia no aprendieron. Están lejos los abrigos, sin nada cubriendo las espaldas no hay más remedio que recibir en ellas cuanta lluvia caiga. De allí al pueblo, con este paso de burro que viene canso y va con poca voluntad, habrá al menos una hora de camino, y entretanto caerá la noche. La manta, que apenas protege los muebles, chorrea, empapada, escurre el agua por los flecos blancos, cómo estarán debajo las ropas guardadas en las arcas, los parcos bienes migratorios de esta familia que por sus razones va atravesando el latifundio. La mujer miró al cielo, manera antigua y rural de leer esta gran página abierta sobre nuestra cabeza, para ver si aclaraba, y no, que andaba el cielo más bien cargado de tinta oscura, no tendremos más tarde. La carreta avanza, es un barco bandeando en el diluvio, se va a caer todo, parece que para ello anda el hombre apaleando al burro y es sólo la prisa de llegar hasta aquella encina, que algo de resguardo dará. Ya han llegado hombre, carreta y burro, y aún anda la mujer chapoteando en el fango, no puede correr, despertaría al niño, así está hecho el mundo, que no reparan unos en el mal de los otros, aunque estén tan cerca como madre e hijo.

Bajo la encina el hombre gesticulaba impaciente, bien se ve que no sabe lo que es llevar un hijo en brazos, mejor haría en tensar las cuerdas, que con este correr se han deshecho los nudos y amenazan los muebles con resbalar, era lo que faltaba, que se rompiera lo poco que tenemos. Debajo del árbol llueve menos, pero caen goterones de las hojas, no son copa de naranjo estos enormes y desgarrados brazos, es como estar bajo un alpendre destejado, no sabe uno dónde ponerse, y para colmo el niño rompe a llorar, ahora ése es el trabajo más urgente, aflojar la blusa, darle el pecho, ya de poca leche, poco más que un engaño a la boca. Se le cortó el llanto por la mitad y en paz siguieron allí madre e hijo, envueltos en el amplio rumor de la lluvia mientras el padre daba una vuelta a la carreta deshaciendo y rehaciendo nudos, hincando la rodilla en los adrales para tirar de las cuerdas mientras el burro, ajeno, sacudía con fuerza las orejas y miraba los charcos de agua y los regueros que se formaban en el camino. Dijo entonces el hombre, A punto de llegar y viene esta lluvia, fueron palabras de enfado manso, lanzadas con desazón pero sin esperanza, no va a parar la lluvia por molestarme a mí, es un dicho del narrador, que bien se dispensaba. Atiéndase más bien a los movimientos del padre, que al fin pregunta, Y el chico, y se acerca, mira bajo los pliegues del chal, son libertades de marido, pero la mujer se tapó con recato tan de prisa que él no supo si realmente quería ver el hijo o el seno expuesto. No obstante distinguió en la tibia penumbra, en la olorosa calidez de las ropas arrugadas, contemplándolo en aquel dentro íntimo, la mirada muy azul del hijo, insólita luz clara que desde la cuna solía mirarlo, transparente y severa, como alguien que se sintiera exiliado entre ojos oscuros, castaños, en qué familia he nacido.

La nube gruesa se había desmadejado un poco, se quebraba el primer ímpetu de la lluvia. El hombre salió al camino, interrogó a los aires, se volvió hacia los cuatro puntos cardinales y dijo a la mujer, Tenemos que irnos, no vamos a quedarnos aquí hasta la noche. Y la mujer respondió, Vamos. Retiró el pezón de los labios del hijo, el niño chupó en falso, parecía que iba a llorar pero no, frotó la cara en el seno ya recogido y, suspirando, se quedó dormido. Era un chiquillo sosegado, de buen talante, amigo de su madre.

Iban ahora juntos, acostumbrados a la lluvia, tan mojados que ni un confortable pajar los haría detenerse, sólo en casa. La noche se precipitaba, llegaba de prisa. En el poniente había una última luz descolorida que por fin se abermejaba, todavía allí estaba y ya se apagaba, la tierra se volvía un pozo negro, silenciosa y llena de ecos, qué grande es el mundo a esta hora del anochecer. El rechinar de las ruedas se oía mejor, la respiración del animal, agitada, era tan inesperada como un secreto súbitamente revelado en voz alta, y hasta el roce de las ropas mojadas parecía conversación seguida, murmurada, sin pausas, un hablar de buena compaña. En todas aquellas leguas de alrededor no se veía una luz. La mujer se santiguó, hizo la señal de la cruz sobre el rostro del hijo. A estas horas es mejor defender el cuerpo y proteger el alma, empiezan a surgir apariciones en las revueltas del camino, pasan arremolinadas o se sientan en una piedra a la espera del viajero, a quien harán las tres preguntas para las que no hay respuesta, quién eres, de dónde vienes, adonde vas. Al hombre que sigue al lado de la carreta le gustaría cantar, pero no puede, todo su esfuerzo se le va en fingir que no le asusta la noche. Falta ya poco, dijo, en cuanto lleguemos a la carretera ya es todo derecho y mejor camino.

Ante ellos, pero muy distante, un relámpago iluminó las nubes, nadie las adivinaría tan bajas. Luego, la pausa, y por fin el resonar sordo del trueno. Lo que faltaba. La mujer dijo, Santa Bárbara nos valga, pero el trueno, si no era un resto de la tormenta que ya iba lejos, parecía seguir otro rumbo o la santa Bárbara aquí invocada lo había espantado para lugares de menos fe. Estaban ya en la carretera, lo sabían porque era más ancho el camino, que otras diferencias sólo con gran paciencia y luz del día se hallarían, de baches y barro venían, sobre baches y barro andaban, y ahora, con aquella oscuridad, ni se podía ver dónde ponían los pies. El burro avanzaba por instinto, siguiendo los linderos. Hombre y mujer chapoteaban detrás. De vez en cuando el hombre pegaba una carrera medio a ciegas, si la carretera se abría en curva, para ver si aún quedaba lejos San Cristóbal. Y precisamente cuando entre la oscuridad distinguió los primeros muros, la lluvia, de súbito, cesó, tan bruscamente que ni se dieron cuenta. Llovía y dejó de llover. Como si un gran cobertizo se extendiera sobre el camino.

Bien está que la mujer pregunte, Dónde está nuestra casa, es ansia de quien quiere ya cuidar del hijo, colocar los muebles en su sitio, antes de tender en la cama el cuerpo cansado. Y el hombre responde, Al otro lado. Están todas las puertas cerradas, sólo por algunas rendijas de luz mortecina se tendrá noticia de los habitantes. En un patio cualquiera ladró un perro. Es la costumbre, hay siempre un perro que ladra cuando alguien pasa, y los otros, que tal vez estuvieran confiados, recogen la consigna del centinela y cada cual cumple con su obligación de perro. Un postigo fue abierto y luego cerrado. Y ahora que ha parado la lluvia y está cerca la casa, más se siente este viento frío que recorre toda la calle, se engolfa por las pequeñas travesías laterales, sacude los ramajes que asoman sobre los tejados bajos. La noche, efecto del viento, se puso más clara. La gran nube se alejaba y ahora luce el cielo aquí y allá. Ya no llueve, dijo la mujer al hijo dormido, porque era, de los cuatro, el único que aún no sabía la buena noticia.

Había una plazuela, unos árboles con ramas que se agitaban, bruscos. El hombre paró el carro, le dijo a la mujer, Espera ahí, y atravesó bajo los árboles hacia una puerta iluminada. Era una taberna y dentro estaban tres hombres sentados en un banco, otro bebiendo arrimado al mostrador, sosteniendo el vaso entre el pulgar y el índice, como si estuviera posando para un retrato. Y tras el mostrador un viejo flaco, seco, dirigió los ojos hacia la puerta, era el hombre del carro que entraba y decía, Buenas noches a toda la compañía, éste es el saludo de quien llega y quiere la amistad de todos, por fraternidad o por interés de negocio, Vengo para quedarme a vivir aquí, en San Cristóbal, me llamo Domingo Maltiempo, y soy zapatero. Uno de los sentados soltó su gracia, Pues mal tiempo ha traído, amigo, y el otro, que estaba bebiendo, hizo restallar la lengua al acabar el vaso y continuó, Lo que importa es que no traiga malas suelas, y los demás se echaron a reír, porque había de qué. No eran aquellas palabras de mal querer o recibir, es de noche en San Cristóbal, todas las puertas están cerradas, y si llega un extraño que lleva de apellido Maltiempo, sólo un tonto no aprovecharía la ocasión, y más habiendo llovido. Domingo Maltiempo unió a las risas una sonrisa de mala gana, pero en fin. Menos mal que el viejo abrió un cajón y sacó una llave grande, Aquí tiene la llave, creía que ya no iba a venir, todos están mirando a Domingo Maltiempo, como valuando al nuevo vecino, un zapatero siempre viene bien y en San Cristóbal lo estaban necesitando. Dio Domingo Maltiempo su explicación, Queda esto muy lejos de Monte Lavre, me llovió en el camino, no tenía por qué dar cuenta de su vida pero le conviene caer bien y entonces dice, Ponga ahí una ronda para todos, es una buena y sabida manera de llegar a los bolsillos del corazón. Se levantan los que estaban sentados, contemplan cómo llena el tabernero los vasos, es una ceremonia, y luego, sin precipitación, toma cada quien el suyo, con gesto lento y cuidadoso, esto es vino, no aguardiente que se tira garganta abajo. Beba también usted, amigo, dice Domingo Maltiempo, y el viejo responde, A su salud, vecino, es un tabernero sabedor de los usos sociales de las grandes villas. Y en esta ceremonia están cuando la mujer se acerca a la puerta, no entra, la taberna es sitio de hombres, y dice blandamente, conforme su costumbre, Domingo, el pequeño está inquieto, y las cosas, todo mojado, hay que descargar.

Buenas razones son las de ella, pero a Domingo Maltiempo no le gustó que viniera la mujer a llamarlo delante de los hombres, qué van a pensar, y mientras atraviesa la plaza va mascullando, Como vuelvas a hacer esto, vas a ver. No respondió la mujer, ocupada en sosegar al niño. El carro seguía adelante, traqueteando, despacio. El burro se había entumecido con el frío. Se metieron por un callejón donde alternaban casas y huertos, y pararon ante una casita baja. Es aquí, preguntó la mujer, y, el marido respondió, Aquí es.

Con la gran llave Domingo Maltiempo abrió la puerta. Para entrar tuvieron que inclinarse, esto no es ningún palacio de altos portones. La casa no tenía ventana. A la izquierda estaba la chimenea, de hogar en el suelo. Domingo Maltiempo encendió fuego, sopló un puñado de paja y empezó a dar vueltas con la fugaz antorcha para que la mujer viera la nueva morada. Había leña en un rincón de la cocina. Eso bastaba. En pocos minutos la mujer acostó al hijo en un rincón, juntó astillas y leña, y restallaron las llamas abriéndose sobre la pared de cal. La casa quedó habitada.

Por la cancela del corral, Domingo Maltiempo hizo entrar el burro y la carreta y empezó a descargar el mobiliario y a meterlo dentro, de cualquier modo, hasta que la mujer pudo echarle una mano. El jergón estaba empapado de un lado. El agua había entrado en el arca de la ropa, la mesa de la cocina tenía una pata rota. Pero había una cazuela al fuego con unas hojas de col y un puñado de arroz, el chiquillo había vuelto a mamar y se quedó dormido en el lado seco del jergón. Domingo Maltiempo fue al corral a hacer una necesidad. Y en medio de la casa, Sara de la Concepción, mujer de Domingo, madre de Juan, se quedó atenta, mirando al fuego, como quien espera que le repitan un recado mal entendido. En su vientre notó un leve movimiento. Y otro más. Pero cuando el marido entró no le dijo nada. Tenía otras cosas en que pensar.


Domingo Maltiempo no llegará a viejo. Un día, después de hacerle cinco hijos a su mujer, pero no por esa razón tan común, pasará una cuerda por la rama de un árbol, en un descampado casi a la vista de Monte Lavre, y se ahorcará. Entretanto anduvo con la casa a cuestas por otros lugares, huyó tres veces de la familia y la última no pudo hacer las paces porque le había llegado la hora. Final desgraciado que le había augurado su suegro, Laureano Carranca, cuando tuvo que ceder a la obstinación de Sara, querenciada hasta el punto de jurar que si no se casaba con Domingo Maltiempo no se casaría con nadie. Bien clamó Laureano Carranca en sus cóleras, Es un desgraciado, un muerto de hambre, un golfo, con fama de borracho y que va a acabar mal. Andaba así la guerra familiar, y he aquí que Sara de la Concepción apareció embarazada, argumento final y eficacísimo cuando los de la persuasión y los del ruego se mellaron. Una mañana, Sara de la Concepción salió de casa, era mayo el mes, y atravesó los campos hasta el lugar donde había acordado la cita con Domingo Maltiempo. Allí estuvieron no más de media hora, tumbados entre el trigo alto, y cuando Domingo regresó a sus hormas y Sara a casa de los padres, iba él silbando complacido y ella temblando como si el sol ya no quemara. Y cuando atravesó el río por el vado, se agachó a lavarse bajo unos sauces, porque la sangre no paraba de correrle entre las piernas.

Juan fue hecho, o hablando al modo bíblico, concebido, aquel mismo día, cosa rara, según parece, pues la primera vez, por razones del desconcierto de la ocasión, no suele pegar la simiente, luego sí. Y si es cierto que sus ojos azules, que nadie de la familia tenía o recordaba haber visto en pariente allegado o lejano, causaron gran asombro, si no sospecha, sabemos nosotros que ésta era injusta en mujer que sólo para rectamente casar se desvió del camino derecho de las vírgenes y se acostó en medio de un trigal con aquel único hombre, abriendo voluntariamente sus piernas aunque con mucho sufrimiento. No tan voluntariamente las abrió aquella otra chiquilla, quinientos años hacía ya, que estando un día en la fuente llenando la cántara vio acercarse a uno de esos extranjeros que vinieron con Lamberto Horques Alemán, alcaide-mayor de Monte Lavre por merced del rey Don Juan el Primero, gente de hablar incomprensible y que, desatendiendo los gritos y ruegos de la doncella, la llevó a la espesura de helechos donde, a su placer, la forzó. Era un hombre gallardo de piel blanca y ojos azules, sin más defecto que el ardor de su sangre, pero ella no fue capaz de quererle bien y sola parió como pudo llegado el tiempo. Así, durante cuatro siglos, estos ojos azules que vinieron de la Germania aparecieron y desaparecieron, como esos cometas que se pierden en el camino y regresan cuando ya nadie cuenta con ellos, o simplemente porque nadie se cuidó de registrar sus pasos y descubrir su regularidad.

Está la familia en su primera mudanza. Vinieron de Monte Lavre a San Cristóbal un día de verano que acabó en tormenta. Atravesaron todo el concejo de norte a sur, qué idea se le había metido en la cabeza a Domingo Maltiempo, mudarse tan lejos, este hombre es un remendón, un gandul descastado, pero en Monte Lavre se le iba complicando la vida por su afición al vino y algunas pendencias, Señor suegro, présteme su carro y su burro que me voy a vivir a San Cristóbal, Pues vete, y a ver si al fin sientas la cabeza, para bien tuyo y de tu mujer y de tu hijo, y devuélveme pronto el burro y el carro, que me hacen falta. Fueron atajando por trochas, aprovechando cuando podían el camino real, para acortar luego metiéndose por las vaguadas, campo a través, al pie de los cabezos. Comieron a la sombra de un árbol, y Domingo Maltiempo se metió entre pecho y espalda una botella de vino que se perdió pronto con el sudor de la jornada. Vieron Montemor a lo lejos, al lado izquierdo, y tiraron hacia el sur. Les llovió una hora antes de llegar a San Cristóbal, fue un diluvio de mal agüero, pero hoy está soleado el día y Sara de la Concepción, sentada en el corral, remienda una saya mientras el hijo, poco seguro aún sobre sus piernas, va tanteando a lo largo de la pared. Domingo Maltiempo ha ido a Monte Lavre a llevarle al suegro la carreta y el burro y a decirle que viven en buena casa, que ya han empezado a llamar los parroquianos a su puerta, no faltará el trabajo. Volverá al día siguiente, por su pie, quiera Dios que no se emborrache, que no es hombre ruin, tiene este defecto de la bebida, pero, si Dios quiere, ha de enderezarse, que casos peores se han visto y ganan enmienda, ha de ser así si hay justicia en la tierra, con este hijo pequeño y otro por venir, un padre que se respete, que por mí hago lo que puedo para que tengamos un buen vivir.

Juan llegó al final de la pared, donde empieza la cerca de troncos. Se agarra con firmeza, más sólido de brazos que de piernas, y mira afuera. Es corto su horizonte, una franja de la calle enfangada, con charcos de agua que reflejan el cielo y un gato amarillo tumbado en el umbral de enfrente, con la barriga al sol. Canta un gallo en cualquier parte. Se oye la voz de una mujer gritando, María, y otra voz casi de niña responde, Mande. Y luego el silencio del bochorno que empieza a caer, no tardarán en endurecerse los cenagales convertidos otra vez en el polvo que fueron. Juan se suelta de la cerca, basta por ahora de paisaje, da una difícil media vuelta y rehace su larga caminata hacia su madre. Sara de la Concepción repara en él, deja la costura en el regazo, extiende los brazos hacia el hijo, Ven aquí, mi niño, ven aquí. Los brazos son como dos vallas protectoras. Entre ellos y Juan hay un mundo confuso, inseguro, sin principio ni fin. El sol dibuja en el suelo una sombra vacilante, una hora trémula que avanza. Es una aguja del reloj en el latifundio.

Cuando Lamberto Horques Alemán subía a la plaza de armas de su castillo no le llegaban los ojos para tanto ver. Era señor de la población y de su término, diez leguas a lo ancho y tres de largo, con franquicia y libertad de imponer tributos, y aunque había recibido el encargo de poblar aquella tierra, por orden suya no violaron a la moza en la fuente, pero habiendo ocurrido así, mejor. Él mismo, allí con su mujer honrada y sus hijos, procuraba dispersar su simiente donde mejor le pluguiera, por goce vagabundo de sus sentidos, Que esta tierra así deshabitada no puede estar, pues de un lado a otro del señorío se cuentan con los dedos los lugares y por los pelos de la cabeza los breñales, Sabed, señor, que estas mujeres son oscuras, restos malditos de la morisma, y los hombres callados y a veces vengativos, aparte de que no os llamó el rey nuestro señor para fecundar y procrear como Salomón, sino para que cuidarais de la tierra y la rigieseis, de modo que venga gente a ella y en ella se establezca, Eso hago y haré, y cuanto más me plazca, que mía es la tierra y cuanto en ella hay, sin embargo no han de estar de más las gentes que embaracen y causen alborozo, como ya antes se ha visto, Tenéis razón, señor, y mucha, aprendida en esas frías tierras de donde venís, donde mucho más se sabe que en este destierro occidental del mundo, Puesto que así conmigo concordáis, hablemos ahora de los tributos que es menester fijar en las tierras de mi señorío y alcaidería. Episodio menor de la historia del latifundio.


Este zapatero es remendón, pone suelas, tacones, remata la obra cuando le falta el gusto del trabajo, deja las hormas, las chiflas, las leznas para ir a la taberna, discute con los parroquianos impacientes, y por todo esto le pega a la mujer. También le pega por tener que estar poniendo medias suelas y remiendos, que dentro de sí no tiene paz este hombre, es un frenético, un culo de mal asiento que no para en la silla, apenas se sienta se levanta, y aún no ha llegado a una aldea cuando ya piensa en otra. Es un hijo del viento, un trotamundos, Domingo de su maltiempo, que deja la taberna y entra en su casa dando tumbos de pared en pared, apenas mira al hijo, y por un quítame allá esas pajas le sacude a la mujer, toma malvada, para que aprendas. Y vuelve a salir, va al vino, de gorra y alforja como los compadres, pon eso en cuenta, patrón, y el tabernero, no faltaba más, parroquiano, no faltaba más, pero mira que ya va la cuenta muy cargada, y qué importa, yo cumplo, en mi vida le he dejado a deber a nadie, ni un real. Y no una ni dos veces Sara de la Concepción, dejando al hijo con la vecina, fue entrada la noche en busca del marido, ocultando las lágrimas en el pañuelo y en la oscuridad, de taberna en taberna, que en San Cristóbal no eran muchas, pero sí demasiadas, y sin entrar, de lejos buscaba con los ojos, y si el marido estaba, allí se quedaba en la sombra, a la espera, como otra sombra. Y también ocurrió que tropezara con él de camino, borracho perdido, sin dar con la casa, abandonado por los amigos, y entonces el mundo resultaba hermosísimo de nuevo porque Domingo Maltiempo, agradecido por ser encontrado en desiertos terroríficos entre huestes de fantasmas, pasaba un brazo por el hombro de su mujer y se dejaba llevar como el chiquillo que probablemente seguía siendo.

Y un día, como aumentaba el trabajo y no daban abasto sus manos, Domingo Maltiempo contrató un ayudante, ofreciéndose así más holganza para sus gustos erráticos, pero, pronto, en otro día de mal recuerdo, se le metió en la cabeza que la mujer, pobre Sara de la Concepción inocente, lo engañaba en sus ausencias, y aquello fue el fin del mundo en San Cristóbal, que el ayudante sin culpa tuvo que huir a punta de cuchillo, y Sara, embarazada de legítimo embarazo, sufrió todos los vejámenes de la vía dolorosa, y volvió el carro a ser cargado, una vuelta más a Monte Lavre, tanto andar, Señor suegro, de salud vamos bien, su hija y el nieto muy felices, y otro por nacer, pero he encontrado acomodo mejor en Torre da Gadanha, allí vive mi padre que me dará ayuda. Y otra vez peregrinaron hacia el norte, pero a la salida de San Cristóbal estaba el tabernero a la espera, Alto ahí, señor Maltiempo, que me quedas debiendo el alquiler y el vino que bebiste y si no pagas vas a ver cómo te convencemos estos dos hijos míos que aquí ves y yo mismo, o sea que a pagar o te desuello.

Fue corto el viaje, y menos mal, porque apenas puso Sara de la Concepción pie en casa le nació el hijo, que fue llamado Anselmo, no se sabe por qué. De cuna fue este pequeño bien servido porque el abuelo, el paterno, era carpintero de oficio y le gustó mucho que le naciera allí el nieto, casi puerta con puerta. Era maestro de obra rústica, sin oficial ni aprendiz, sin mujer tampoco, y vivía entre barrotes y tablones, perfumado de serrín, practicando un vocabulario particular de listones, cepillos, ripias, de escoplos y azuelas. Hombre grave y de poco hablar, no se perdía con el vino y por eso miraba malencarado al hijo que desacreditaba su nombre. No tuvo, conforme era de esperar, vistos los antecedentes de Domingo Maltiempo, mucho tiempo para hacer de abuelo. Menos mal que le llegaron los días para enseñarle al nieto mayor que aquel martillo era de orejas y que esto es un cepillo y esto un formón, pero Domingo Maltiempo no podía soportarle ni las palabras ni el silencio, y venga, que se hace tarde, para Landeira, en el levante extremo del concejo, como un pájaro que se lanza de pecho contra los hierros de la jaula, qué prisión es ésta en mi alma, con treinta demonios. Y otra carreta, ahora con un mulo tirando de ella, pero alquilado esta vez macho y carro con buenos dineros, que ya el suegro empezaba a mosquearse de tanta andanza y tan poca seguranza, mejor sería callarse y aguantar. Hombre, que parecemos el judío errante, sin calma ni sosiego mundo adelante, con los niños además, Calla, mujer, que sé muy bien lo que hago, los de Landeira son buena gente, hay trabajo que compense, y yo soy hombre de arte, no tengo por qué andar agarrado al rabo del azadón como tu padre y tus hermanos, aprendí oficio y estoy capacitado, No digo que no, hombre, no digo que no, zapatero eras cuando me casé contigo y así te quise, pero ojalá tuviéramos paz de una vez y se acabara este andar con la casa a cuestas. De los malos tratos no habló Sara de la Concepción, ni justo era que hablase, porque Domingo Maltiempo caminaba hacia Landeira como quien va al paraíso y llevaba montado a hombros al hijo mayor, sosteniéndole por los tiernos tobillos, sucios, eso sí, pero qué importa. Apenas sentía su peso porque el tirar del bramante le había reforzado músculos y tendones. Con el mulo atrás, trópele-trópele, y un solecito compañero, hasta Sara de la Concepción se había buscado un sitio en la carreta. Pero cuando llegaron a la casa nueva, vieron que los trastos mostraban daños más graves, Como sigamos así, Domingo, vamos a acabar sin muebles.

Fue en Landeira donde Juan, ya servido de padrinos en Monte Lavre, encontró padrino nuevo y de más apariencia. Era éste el cura Agamedes, que, por vivir con una mujer que decía que era su sobrina, se la dio también por madrina prestada. No le faltaban pues bendiciones al infante, tan protegido ahora en el cielo como defendido en la tierra había estado hasta entonces. Y más aún cuando Domingo Maltiempo, animado por el padre Agamedes, aceptó cargo de sacristán, ayudando a misa y en los entierros, que por merced de esto compadreó el cura con él y prohijó a Juan. Al recogerse en el seno de la iglesia no tuvo Domingo Maltiempo más intención que encontrar motivo respetable de holganza y refrigerio para sus persistentes inquietudes de vagamundo. Pero Dios lo premió en cuanto lo vio ante su altar dando torpemente los aprendidos pasos del ritual, y ocurrió que siendo el padre Agamedes buen estimador de vino, se encontraron acólito y oficiante en este otro sacrificio. Tenía el padre Agamedes, no lejos de la iglesia, una tienda de comercio, que administraba en las horas vagas de las obligaciones sacerdotales, y cuando no, bajaba la sobrina y tras el mostrador gobernaba el negocio terrenal de la familia. Domingo Maltiempo pasaba y bebía un vaso, volvía a pasar y bebía otro, mientras el cura no llegaba para beberlos juntos. Dios vivía con los ángeles.

Pero todo cielo tiene su Lucifer y todo paraíso su tentación. Dio Domingo Maltiempo en posar los ojos codiciosos sobre las gracias de la comadre, quien, ofendida en sus bríos de sobrina, le dio al tío media palabra suficiente, y bastó ésta para que se instalara el malvivir entre los dos siervos de la santa madre iglesia, uno de derecho, otro temporero. No se atrevió el padre Agamedes a usar de franqueza que pudiera autorizar los consabidos malos pensamientos de los feligreses, que dudaban del parentesco, pero afirmóse en la condición de casado del ofensor para alejar la amenaza de su honra. Privado del trago fácil, cansado de su vagabundeo de la Ceca a la Meca, Domingo Maltiempo clamó en casa que iba a tomar cumplida venganza del cura. Venganza de qué no lo dijo, ni Sara de la Concepción le preguntó. Vivía sufrida y callada.

Tenía la iglesia pocos feligreses y no todos constantes. No daba remedio a males, de lo que en definitiva no tenía obligación una vez que tampoco los aumentaba, que se viera. No era éste el defecto. La debilidad de la acción apostólica no estimulaba las devociones, no tanto por vivir el padre Agamedes asobrinado o por comerciar en secos y mojados, que sólo quien no es pueblo ignora lo que son necesidades, sino por maltratar el misal, despachar neófitos, novios y difuntos con la misma truculencia con que mataba y comía su marrano y con mucha menos atención a la letra del templo y a su espíritu. Son suspicacias del pueblo. Supo por eso Domingo Maltiempo cómo podía llenar la iglesia gloriosamente. Que la próxima misa iba a ser cosa fina, que el padre Agamedes había advertido que en adelante iba a esmerarse en los sacros preceptos, en las pausas sublimes y en los gorgoritos, loco sería quien a la misa faltara, luego que no se queje. Se pasmó el padre Agamedes cuando vio la nave llena. No era el día del santo ni tanta la sequía que precisara intervención celeste. Pero calló. Si las ovejas venían por su pie al redil, mejores cuentas podía rendir el pastor al amo. Con todo, y por no parecer ingrato, se excedió en sus primores y, sin saberlo, confirmó las excelencias que Domingo Maltiempo había cantado. Pero el zapatero convertido en sacristán, y con otro viaje ya en mente, tenía su golpe preparado. En el momento de tocar a santos, en lo más solemne de la misa, levantó serenamente la campanilla y la agitó. Fue como si agitara una pluma de gallina. Para los fieles fue como si allí se hubiera impuesto una sordera general, algunos, por el hábito del gesto, se inclinaron, otros se quedaron mirando con desconfianza mientras Domingo Maltiempo, en completo y dramático silencio, continuaba dándole a la campanilla con rostro inocente. Se sorprendió el cura, se alzó un rumor entre los fieles, los más jóvenes incluso se echaron a reír. Una vergüenza, con todos los santos mirando, y Dios que todo lo ve. No se contuvo entonces el padre Agamedes e, interrumpiendo allí el sacrificio por caso de urgencia mayor, cogió la campanilla con una mano, metió la otra dentro, palpó. No había badajo. Y no caerá un rayo que castigue la impiedad. Terrible en su religioso furor, el padre Agamedes le soltó un tortazo a Domingo Maltiempo, allí en el sagrado recinto, cómo es posible. Pero Domingo Maltiempo correspondió de inmediato como si continuase ayudando a misa. Y pronto se vieron la casulla del párroco y el roquete del sacristán envueltos en confuso torbellino, quién abajo, quién arriba, revolcándose sacrílegamente en las gradas del altar, magulladas las costillas, bajo el ojo circular de la custodia. Intervino el pueblo intentando separar a los poderes desavenidos y hubo quien se aprovechó del enredo de piernas y brazos para matar una sed antigua, de un lado o de otro. Las viejas se habían juntado en un rincón rezando a toda la corte celestial, y habiendo cobrado fuerzas físicas y ánimo espiritual, avanzaron sobre el altar para salvar a su párroco, aunque indigno. Aquello fue, por decirlo en pocas palabras, el triunfo de la fe.

Al día siguiente, Domingo Maltiempo salía del pueblo con un cortejo ruidoso de chiquillos acompañándolo, junto a la familia, hasta los descampados. Sara de la Concepción iba avergonzada, con la cabeza baja. Juan lo observa todo con su severa mirada azul. El otro niño iba durmiendo.


Se proclamó entonces la república. Ganaban los hombres doce o trece reales, y las mujeres menos de la mitad, como de costumbre. Comían ambos el mismo pan negro, las mismas hojas de col, los mismos tronchos. Vino la república enviada desde Lisboa, anduvo de pueblo en pueblo por telégrafo, si lo había, se recomendó por la prensa, quienes la pudieran leer, y por el pasar de boca en boca, que siempre es lo más fácil. Había caído el trono, el altar decía que por ahora no era este reino su mundo, el latifundio lo entendió todo de inmediato y se estuvo quedo, y un litro de aceite costaba ya diez veces el jornal de un hombre.

Viva la república, Viva. Patrón, cuánto es el jornal ahora, A ver, déjame pensar, pagaré lo mismo que otros paguen, habla con el capataz, Cuál es el jornal, Un real más, Eso no llega para mis necesidades, Si no lo quieres, déjalo, otros hay que lo cogerán encantados, Ay santa madre, que un hombre tenga que reventar de hambre, y los hijos, qué les doy a mis hijos, Ponlos a trabajar, Y si no hay trabajo, No hagas tantos, Mujer, manda a los hijos a por leña, y las hijas a la rebusca, y vámonos a la cama, Soy la esclava del señor, hágase en mí su voluntad, y hecha está, hombre, aquí me tienes embarazada, encinta, preñada, voy a tener un hijo, vas a ser padre, estoy con varias faltas, Qué más da, donde no comen siete no comen ocho.

Entonces, porque entre el latifundio monárquico y el latifundio republicano no se veían diferencias y todo eran semejanzas, porque los salarios, por lo poco que podían comprar, servían sólo para despertar el hambre, hubo allí trabajadores que se unieron, inocentes, y fueron al administrador a pedirle mejores condiciones de vida. Alguien de buena letra redactó su petición, cantando las nuevas alegrías portuguesas y las esperanzas populares hijas de la república, mucha salud y fraternidad, administrador, quedamos a la espera de respuesta. Despedidos los suplicantes, Lamberto Horques se sentó en su sitial hanseático, meditó profundamente lo que convendría para el bien de las haciendas, la suya propia y la pública administrada y, tras pasar los ojos por los mapas donde estaban marcadas las haciendas, asentó el dedo en la más provista de gente y llamó al comandante de la guardia. Había pertenecido éste a la policía civil, y era una marcial figura en su uniforme nuevo, aunque de memoria escasa y por tanto ya olvidado del tiempo en que usó la cinta azul y blanca en la manga izquierda. Por su celo y vigilancia supo Lamberto que los campesinos andaban agitados, protestaban contra las prestaciones obligatorias y otras servidumbres, reclamaban contra la vida perra que llevaban por culpa de impuestos y contribuciones varias, cosa que en definitiva más o menos se expresaba en la petición en tono comedido, tal vez para encubrir otras peores intenciones. Por todas las haciendas corrían vientos de insurrección, un roznido de lobo acorralado y hambriento que gran daño causaría si acabara en ejercicio de dientes. Habría que dar un ejemplo, una lección. Terminada la conferencia, recibidas las órdenes, se retiró el teniente Contento, dio un taconazo y convocó a sus tropas en parada. Formó la guardia nacional republicana, sable al costado y en posición de firmes, brillantes los arreos, bigotes y crines, y habiendo llegado Lamberto a la ventana del ayuntamiento, saludó la guardia a la autoridad e hizo ésta adiós con la punta de los dedos, reuniendo así en un solo gesto afecto y disciplina. Hecho lo cual, se retiró a sus aposentos y mandó llamar a su esposa, con quien holgó.

Ya tenemos a la guardia republicana a la carrera por esos campos de Dios. Va al trote, al galope, cae el sol sobre sus armaduras, ondean las gualdrapas en las rodillas de las bestias, oh caballería, oh Roldan, Oliveros y Fierabrás, dichosa la patria que parió tales hijos. A la vista está la heredad elegida, y el teniente Contento manda que se despliegue el escuadrón en línea de carga y, a la orden del cornetín, avanza la tropa lírica y guerrera, desenvainados los sables, la patria se asoma al mirador a contemplar el lance, y cuando salen los campesinos de sus casas, de los pajares, de las cuadras, reciben en el pecho el empuje de las bardas y los correazos en las costillas hasta que Fierabrás, excitado como buey picado de mosca, empuña el sable y cercena, corta, taja, pica, ciego de rabia, el porqué no lo sabe. Quedaron los campesinos tendidos en aquel suelo, gimiendo sus dolores, y recogidos en sus chozas no holgaron, antes bien cuidaron sus heridas lo mejor que pudieron, con grande gasto de agua, sal y telarañas. Mejor sería morir, dijo uno. Eso, sólo cuando la hora llegue, dijo otro.

Ya va de vuelta el escuadrón de la guardia, hija amorosa de esta república, aún se estremecen los caballos y la espuma queda por el aire en copos repartida, y pasan ahora a la segunda fase del plan de batalla, ir por montes y quebradas en busca y reclamo de jornaleros que anden incitando a los demás a rebelión y huelga, dejando en suspenso los trabajos agrícolas y el ganado sin pastores, y así fueron presos treinta y tres, entre ellos los principales instigadores, que acabaron en prisiones militares. Así los llevaron, como recua de burros albardados de azotes, patadas y burlas varias, hijos de puta, ojo no topéis con los cuernos, viva la guardia de la república, viva la república de la guardia. E iban presos los campesinos, cada uno en sus cuerdas, y todos a una cuerda sola, como galeotes, a ver si se entiende esto, que son historias de épocas bárbaras, del tiempo de Lamberto Horques Alemán, siglo quince, no más.

Y a Lisboa, ¿quién va a llevar a Lisboa a los cabecillas del motín? Sale el diecisiete de infantería, un teniente, Contento también, y dieciocho números, en el sigilo del tren de la noche, treinta y ocho ojos para vigilar a cinco jornaleros acusados de sedición e incitación a la huelga. Van a ser entregados al gobierno, informa nuestro solícito corresponsal, este gobierno es una misericordia, tiene manos largas para tales entregas. Y es otra vez mayo, señores. Allá va el tren, allá va, allá va silbando, allá van los cinco ganapanes, al penal del Limoeiro. En estos tiempos primitivos andan los trenes lentamente, se detienen en los descampados sin motivo alguno que se sepa, tal vez un apeadero de emboscada y muerte súbita, y el vagón cerrado en el que son transportados los malhechores lleva las cortinas corridas, si hay cortinas en tiempo de Lamberto Horques, si tales galas se usaban en vagones de tercera, y las plazas del diecisiete de infantería van fusil en ristre, tal vez de bayoneta calada, quien pase por allí, no se detenga, salen diez al campo cada vez que el tren se para, en previsión de asaltos y tentativa de liberación de los presos. No están autorizados a dormir los pobres soldados, y miran nerviosos los rostros duros y sucios de los cinco malandrines, tan parecidos contigo. Sabe Dios, hermano, si cuando se me acabe el tiempo de ser tropa no habrá otro soldado que me prenda y me lleve así a Lisboa, en tren nocturno, en la oscuridad de esta tierra, Hoy sabemos qué somos y dónde estamos, mañana quién sabe, Te dan un fusil, pero nunca te dijeron que apuntaras al latifundio, Toda tu instrucción de apunta y fuego se dirige contra los de tu lado, para tu mismo y engañado corazón mira el cañón de tu arma, no comprendes nada de lo que haces y un día te dan orden de disparar, y te matas, Callaos de una vez, cerrad la boca, sediciosos, que en Lisboa ya os meterán en varas, ni siquiera imagináis los años que vais a pasar a la sombra, Sí, Lisboa es una gran ciudad, nos han dicho que la mayor del mundo, y allí vive la república, seguro que nos pone en libertad, Hay leyes.

Están ahora dos grupos de jornaleros frente a frente, diez pasos los separan. Dicen los del norte, Hay leyes, fuimos contratados y queremos trabajar. Dicen los del sur, Aguantáis que os paguen menos, venís aquí a perjudicarnos, marchaos a vuestra tierra, ratinhos. * Dicen los del norte, En nuestra tierra no hay trabajo, sólo piedras y aliagas, somos de la Beira, no nos llaméis ratinhos, que es ofensa, dicen los del sur, Ratinhos, sois ratones, venís aquí a roer nuestros mendrugos. Dicen los del norte, Tenemos hambre. Dicen los del sur, También nosotros, pero no queremos sujetarnos a esta miseria, si aceptáis trabajar por ese jornal, nos quedamos nosotros sin trabajo. Dicen los del norte, Vosotros tenéis la culpa, no seáis soberbios, aceptad lo que os ofrece el patrón, mejor eso que nada, y habrá trabajo para todos, porque aquí sois pocos y nosotros venimos a ayudar. Dicen los del sur, Es un engaño, quieren engañarnos a todos, no podemos aceptar esos jornales, uníos a nosotros y el patrón tendrá que pagarnos más a todos. Dicen los del norte, Cada uno sabe de sí y Dios de todos, no queremos alianzas, vinimos de lejos, no podemos meternos ahora en pleitos con el patrón, queremos trabajo. Dicen los del sur, Pues aquí no trabajáis. Dicen los del norte, Claro que trabajamos. Dicen los del sur, Esta tierra es nuestra. Dicen los del norte, Pero no la queréis trabajar. Dicen los del sur, Por este salario, no. Dicen los del norte, Nosotros aceptamos el salario. Dice el capataz, Basta, ya está bien de charla, echaos atrás y dejad que estos hombres trabajen. Dicen los del sur, No segarán. Dice el capataz, Vaya si segarán, lo mando yo y basta, si no llamo a la guardia. Dicen los del sur, Antes de que la guardia llegue, correrá aquí la sangre. Dice el capataz, Si la guardia viene, correrá más sangre todavía, después no os quejéis. Dicen los del sur, Hermanos, escuchad, uníos a nosotros por el alma que tenéis. Dicen los del norte, Ya ha sido dicho, queremos trabajar.

Entonces avanzó el primero de los del norte hacia el trigo con la hoz, y el primero del sur lo agarró por el brazo, se acometieron sin agilidad, rudos, brutales, violentos, hambre contra hambre, miseria contra miseria, pan que tanto nos cuestas. Vino la guardia y acabó la querella, pegó de un lado solo, empujó a los del sur con los sables, los acorraló como si fueran bestias. Dice el sargento, Quiere que me los lleve presos a todos. Dice el capataz, No vale la pena, son unos desgraciados, téngalos ahí un rato, hasta que se calmen. Dice el sargento, Pero ahí hay un ratinho de esos del norte con la cabeza rota, hubo agresión, la ley es la ley. Dice el capataz, No vale la pena, mi sargento, sangre de bestias, igual la del norte que la del sur, es como la meada del patrón. Dice el sargento, Hablando del patrón, necesito unas brazadas de leña. Dice el capataz, Ya le enviaré una carretada. Dice el sargento, Y unas cuantas tejas. Dice el capataz, No se preocupe por eso, que no va a dormir al relente. Dice el sargento, Está la vida cara. Dice el capataz, Le mandaré unos chorizos.

Los ratinhos ya avanzan entre las mieses. Caen las espigas rubias sobre la tierra morena, qué belleza huele a cuerpo que no se ha lavado sabe Dios en cuánto tiempo, a lo lejos pasa y se detiene un tílburi. Dice el capataz, Es el patrón. Dice el sargento, Déle las gracias de mi parte, y siempre a sus órdenes. Dice el capataz, Ojo con esos granujas, no les quite la vista de encima. Dice el sargento, Puede ir tranquilo que sé muy bien qué trato darles. Dicen unos del sur, Peguemos fuego a los trigales. Dicen otros, Sería un dolor de alma. Dicen todos, No hay dolor para estas almas.


Ya habían recorrido Landeira, Santana do Mato, dieron vueltas fuera y dentro del concejo, Tarrafeiro y Afeiteira, y en estos viajes les nació el tercer hijo, que era hija, María de la Concepción, y otro, hijo este, que tuvo por nombre Domingo, como el padre. Dios les dé mejor destino, porque del progenitor sólo mal puede decirse, entre el vino y el aguardiente, entre el martillo y la tachuela, iba cada vez peor. Y de los muebles sería mejor no hablar, de la casa al carro, del carro a la casa, y golpeándose unos contra otros por cabezos y ramblas, de lugar en lugar, llegó un nuevo zapatero, Maltiempo se llama, vamos a ver cómo nos sale el maestro que por lo visto le da al vino todo el año como al agua en agosto, rayo de hombre, mejor maestro podría ser si quisiera. A Sara de la Concepción, ahora viviendo en Canha con el marido y los hijos, le dieron las tercianas durante dos años, día sí, día no, para quien no lo sepa. Por eso, en días de estar la madre encamada, iba Juan Maltiempo, el de los ojos azules, que no se repitió la tara en los hermanos, iba Juan Maltiempo a la fuente, y una vez, al hundir la cantarilla, se le fueron los pies, quién acude al inocente, y cayó al agua, que era honda para su tamaño, siete añitos. Volvió a casa en brazos de la mujer que lo salvó, y el padre le pegó una paliza mientras la madre temblaba de fiebre en la cama, que hasta las bolas de latón de la cabecera se movían, No le pegues al niño, Domingo, pero era como hablarle a un sordo. Y llegó un día en que Sara de la Concepción llamó al marido y él no respondió. Fue ésa la primera vez que Domingo Maltiempo despreció a la familia y deambuló lejos. Entonces, Sara de la Concepción, que había callado tanto tiempo aquella vida, le pidió a una vecina letrada que le escribiera una carta, y fue como si le salieran las entretelas del alma, no eligió marido para esto, Padre, por amor de Dios le pido que venga a buscarnos con sus burros y el carro, para llevarnos a su lado, a mi tierra, y me perdone los trabajos y disgustos que le he dado, también su resignación, con mi arrepentimiento de no haber obedecido los consejos que tantas y tantas veces me dio, de que no hiciera este infeliz casamiento, un hombre que sólo amarguras me ha dado, he sufrido lo peor, miserias y disgustos y palizas, bien avisada fui, mal avisada anduve, frase final que de su caudal literario añadió la vecina, conciliando lo clásico y lo moderno con plausible resultado.

Padre merecedor de tal nombre, ¿qué iba a hacer, incluso no olvidando escándalos? ¿Qué hizo Laureano Carranca? Mandó a su hijo, hombre obstinado y hosco, pero no de malas voluntades, lo mandó a Canha a buscar a la hermana y cuantos nietos por allá hubiera. No por mucho quererlos, todos eran hijos del zapatero borracho, amor no les tenía, de tal palo tal astilla, sobre todo cuando hay otros más favoritos. Llegaron los tristes abandonados de marido y padre a Monte Lavre, otra vez volvieron en montón los pobres trastos domésticos, sólo ruinas, y unos se quedaron por piedad contrariada en casa de los padres y abuelos, otros apilados en un alpendre mientras no tuvieran casa propia. Y cuando hubo que encontrar el necesario abrigo, esteras en el suelo hicieron de dormitorio, y para comer fueron los mayores a pedir limosna, que también pidió Nuestro Señor, y lo que es vergüenza es robar. Trabajaba Sara de la Concepción como es de justicia, que todo no va a ser poner hijos en el mundo, y los padres repartían con ella alguna cosa, la madre siempre más generosa, como es normal, que para eso es la madre. Y así fueron viviendo. Pero habían pasado sólo unas semanas cuando apareció Domingo Maltiempo rondando por Monte Lavre, siguiendo de lejos a la mujer y a los hijos, y luego saliéndoles al camino, contrito y arrepentido, según sus propias palabras, aprendidas quizá en tiempos de su sacristanía. Laureano Carranca montó en cólera, que nunca más quería ver a la hija si volvía a juntarse con aquel vagabundo, que lo tuviera muy presente. Vino Domingo Maltiempo a hablar con grandes precauciones, y jurando que estaba enmendado de sus yerros y pecados, que esta ausencia había sido lo que le faltaba para entender cuánto quería a su mujer y a sus amados hijos, Señor suegro, se lo juro por éstas, arrodillado si es preciso. Venció un poco el enfado de todos, ablandados por tanta lágrima derramada, y la familia salió para un pueblo cercano, Cortijadas de Monte Lavre, casi a la vista de la casa paterna. Domingo Maltiempo, privado de otros haberes que le permitieran trabajar por su cuenta como gustaba, tuvo que aceptar servir en el taller del maestro Gramicho, y Sara de la Concepción trabajaba de asistenta, el día entero, para ayudar al marido y proteger a los hijos. ¿Y los hados? Empezó Domingo Maltiempo por caer en tristeza, como un monstruo desterrado, que es ésa la mayor de todas las tristezas, como vemos en la historia de la bella y la bestia, y no tardó en decirle a la mujer, Tenemos que marcharnos de aquí, que esta tierra no me sienta bien, quédate unos días con los hijos mientras yo busco trabajo por ahí. Sara de la Concepción, qué remedio, desengañada de la vuelta del marido, esperó dos meses y otra vez se veía viuda y abandonada, cuando apareció Domingo Maltiempo, alegre como unas pascuas, con palabras de halago, Sara, he encontrado trabajo y casa muy buena, vámonos para Ciborro. Salieron para Ciborro y no les fue mal, que aquella gente era pacífica y de paga pronta. No faltaba trabajo, y el zapatero parecía haber perdido su querencia tabernaria, al menos en parte, que más nadie le pedía, lo bastante para que lo tuvieran por hombre de respeto. Y vino este tiempo en buena estación porque entretanto se inauguró allí una escuela de primeras letras, y Juan Maltiempo, que estaba en la edad, fue a aprender a leer, escribir y contar.

¿Y los hados? Corren los lobizones sus desatinos por las encrucijadas, mal sino que les viene, señores míos, de no sé qué misterios, son hechicerías, que un día de la semana abandonan sus casas y en la primera cruz del camino se desnudan y se tiran al suelo, se revuelcan, transformándose en la causa del rastro que por allí haya, Cualquier rastro, o sólo de animal mamífero, Cualquier rastro, señor mío, hasta hubo un hombre que se convirtió en rueda de carro, andaba por ahí girando, girando, una agonía, pero lo normal es convertirse en bestia, como fue el muy sabido y verdadero caso de aquel hombre, no recuerdo cómo se llamaba, que vivía con la mujer en el Monte do Curral da Légua cerca de Pedra Grande, y su hechizo era salir las noches de los martes, pero ése sabía ya de su condición y por eso avisaba a la mujer que no abriese la puerta mientras él anduviese por fuera, oyese lo que oyese, y entonces eran gritos y gruñidos que helaban la sangre a un cristiano, no había quien durmiera, pero una vez la mujer hizo de tripas corazón, que las mujeres son curiosas, todo lo quieren averiguar, y decidió abrir la puerta, Qué fue lo que allí vio, Ay Jesús, vio ante ella un enorme marrano, como un verraco semental, con una cabezorra así, de este tamaño, y va y se tira contra ella como un león para dÉvorarla, menos mal que pudo cerrar la puerta, pero no tan de prisa que el marrano no pudiera arrancarle un pedazo de saya de un bocado, imaginen el horror de la pobre mujer cuando el marido volvió a casa, ya de madrugada, con el pedazo de paño en la boca, menos mal que todo quedó explicado, le dijo él que cuando salía se convertía en un animal, y aquella vez le tocó transformarse en marrano, y que podía haberle hecho mucho daño, que otra vez no abriera la puerta, que él no podía responder de sí, Gran caso este, La mujer fue a hablar con los suegros, que se quedaron muy molestos porque un hijo suyo se hubiera convertido en hombre lobo, no había otro en la familia, y entonces intentaron que una virtuosa del pueblo hiciese rezos y los conjuros propios de estos accidentes y dijo que le quemaran la gorra cuando estuviera de lobizón, santo remedio, se la quemaron y nunca más le volvió el mal, Sería porque siendo mal de cabeza se curaba quemándole el sombrero, Eso no lo sé, que la mujer no lo dijo, pero voy a contarle otro caso, aquí muy cerca de Ciborro vivía hace tiempo un matrimonio en una casa, siempre la cosa va de matrimonios, por qué será, éstos criaban gallinas y otros animales, y por las noches el marido, éste era todas las noches, se levantaba, salía al corral y empezaba a cacarear, imagine qué idea, cuando la mujer lo acechaba desde el postigo lo veía transformado en una gallina enorme, Del tamaño del cerdo, Ah, usted no lo cree, pues oiga lo que queda, este matrimonio tenía una hija y como la hija iba a casarse, mataron muchas gallinas para la boda, era su riqueza, pero aquella noche la mujer no oyó levantarse al marido ni lo oyó cacarear, ni podía imaginar qué había pasado, el hombre se fue al sitio donde había matado las gallinas, cogió un cuchillo, se arrodilló junto a un barreño y se clavó el cuchillo en el pescuezo, allí se quedó, y cuando la mujer vio la cama vacía y fue en busca del marido, lo encontró ya sin vida y con la sangre saliendo a borbotones, son los hados, es lo que le digo.

Domingo Maltiempo volvió a lo suyo, al vino, bofetadas, malos tratos de mano y boca. Ay, madre, que parece que padre ande excomulgado, No digas eso, hijo, que es tu padre. Son palabras que se dicen siempre en estas y parecidas circunstancias, no hay que tomarlas en serio ni unas ni otras, tanto las que acusan como las que quieren absolver. Pero la miseria marcaba el rostro de esta gente, y los niños que ya tenían sentido para hacerlo andaban pidiendo limosna. Que aún había gente bondadosa y de conciencia, como los amos de la casa donde vivían los Maltiempo, muchas comidas les dieron, pero es cruel la infancia y es el caso que cuando en casa de los amos se cocía pan, reservaban a Juan Maltiempo un bollo, pero los chicos de la familia, que iban también a la escuela y eran todos amigos, se burlaban de Juan Maltiempo, lo ataban con una cuerda al comedero y ponían la merienda ante él y mientras no comiera no lo soltaban. Y aún dicen que hay Dios.

Entonces ocurrió lo que tenía que ocurrir. Domingo Maltiempo llegó al fin de sus malandanzas y desventuras. Una tarde, estaba sentado en un banquillo puliendo un tacón y de repente lo dejó todo, se quitó el delantal, se metió en casa, hizo un hatillo con las ropas, sacó del arca media hogaza, lo metió todo en la alforja y se fue. Andaba la mujer en el trabajo, con los dos hijos pequeños, Juan estaba en la escuela y el otro en la rebusca. Fue la última vez que Domingo Maltiempo se fue de casa. Volverá a aparecer aún para decir algunas palabras y oír otras, pero su historia se ha acabado. Durante dos años andará errante.


Crea la naturaleza sus diversas creaturas con admirable brutalidad. Entre muertos y lisiados, considera, no faltará quien escape para garantizar los resultados de la gerencia, modo ambivalente y en consecuencia equívoco de sustantivar el generar y el gestionar, con ese confortable margen de imprecisión que produce las mutaciones de lo que se dice, de lo que se hace y de lo que se es. La naturaleza no marca vedados, pero se aprovecha de ellos. Y si tras la siega no tienen los mil hormigueros silo igual, van ganancias y pérdidas a la gran contabilidad del planeta y ninguna hormiga se queda sin su estadística parte de alimento. Al saldo final poco le importa que hayan muerto cuatro millones por inundación, golpe de azada o desafío de micciones, quien vivió, comió, quien murió, dejó más para los otros. La naturaleza no cuenta los muertos, cuenta los vivos, y cuando éstos le sobran, dispone una nueva mortandad. Todo muy fácil, muy claro y muy justo, porque, con memoria de hormiga o de elefante, nadie puso objeciones en el gran reino de los animales.

Afortunadamente, el hombre es su rey. Puede hacer sus cuentas con papel y lápiz, o esas otras más sutiles, que se expresan en murmullos, medias palabras sobreentendidas, guiños de ojos y movimientos de cabeza. En esta mímica y onomatopeya se juntan, en más grosero, las danzas y cantares de lucha, seducción o engaño que usan ciertos animales para la consecución de sus fines. Se entenderá mejor así el juego de pesas y medidas que Laureano Carranca, hombre rígido y de principios, véase la intolerancia, el disgusto inflexible con que acogió la boda de su hija Sara de la Concepción, practica en su cotidiano vivir, ahora que tiene en casa al nieto Juan, realmente de mala gana y como de limosna, y otro nieto, llamado José Nabiza, muy de otra manera predilecto. Digamos por qué, aunque no importe mucho al buen entendimiento de la historia, sólo lo bastante para conocernos mejor unos a otros, que es precepto evangélico. Era este José Nabiza hijo de una hermana de Sara de la Concepción y de un padre que de incógnito sólo tenía el placer de que por tal lo tomasen, porque era ciencia pública su paternidad y cualquiera podría señalarlo con el dedo. En tales casos no es raro que se establezca una general complicidad, asentada en la evidencia de lo que todos saben, en la curiosidad de ir viendo cómo se comportan los actores, cosa que, en definitiva, no se debe censurar, tan pocas son las distracciones. Se hacen estos hijos por el amor de Dios y andan por ahí abandonados, a veces de padre y madre, van para la inclusa, los dejan en los caminos, se los comen los lobos o los hermanos de la Misericordia. Pero el afortunado José Nabiza, pese a la mácula del nacimiento, tenía la suerte de un padre con buen pasar y abuelos codiciosos de la futura herencia, probabilidad remota, en todo caso con cierta consistencia, la suficiente para ser promesa de fortuna para la casa de los Carrancas. A Juan Maltiempo lo trataban como si no mereciera ni agua ni sal, de él, hijo de padre zapatero y ahora vagabundo, no iba a venir ni un chavo para la familia. Pero al otro, aunque hijo de una ofensa no enmendada por el casamiento, lo traía el abuelo en palmitas, ciego y sordo a las voces y a las evidencias de la honra manchada, con la mira puesta en un provecho que al final no llegó nunca. Sépase así que hay justicia divina.

Juan Maltiempo fue a la escuela durante un año más, y luego se acabaron las letras para él. El abuelo Carranca miró aquel cuerpecillo de musaraño, dudó por milésima vez de los ojos azules que asustados miraban el suelo, y decretó, Vete con tu tío a las arrancas, y a ver cómo te portas, no sea que recibas. Quizá de las arrancas le venía el nombre, que eran labranzas, desbroces, trabajos de fuerza bruta que no deberían exigírsele a un niño, pero sólo le haría bien comenzar a saber qué lugar le estaba destinado al crecer. Bruto era Joaquim Carranca, que lo dejaba de noche en los campos, de guardia en la cabaña, o en la era, cuando tal obligación no era compatible con su flaqueza. Y aún más, por la noche, de pura maldad, iba a ver si el sobrino dormía y le tiraba una saca de trigo encima, que el pobre se quedaba llorando, y como si esto no fuera bastante y hasta sobrado, le clavaba en el cuerpo un bastón de contera como un chuzo, y cuanto más gritaba y lloraba el sobrino, más se reía él, el desalmado. Que son casos verdaderos, éstos, por eso tan difíciles de creer a quien se pauta por ficciones. Tuvo entretanto otra hija Sara de la Concepción que murió en ocho días.

Corrieron voces en Monte Lavre de que había una guerra en Europa, sitio del que pocos en el lugar tenían noticias y luces. Guerras también las había allí, y no pequeñas, todo el día trabajando, si trabajo había, todo el día gimiendo de hambre, hubiera o no. Sólo que las muertes no eran tantas, y en general los cuerpos iban enteros a la sepultura. Una, sin embargo, llegaba en su hora, como ya fue antes anunciado.

Cuando Sara de la Concepción oyó decir que su marido andaba por Cortiçadas, reunió a los hijos que vivían con ella y, poco segura de la protección del padre Carranca, recogió a Juan de camino y fue a esconderse en casa de unos parientes Picanzos, molineros en un sitio a media legua de la población llamado Puente Cava. Este puente era sólo lo que de él quedaba, un arco partido y grandes piedras en el lecho del río, pero había una represa en la que Juan Maltiempo y los de su edad se bañaban en pelota, y cuando el chiquillo hacía el muerto cara al cielo azul todo en sus ojos era cielo y agua. Allí se escondió la familia, temerosa de las amenazas que por boca de conocidos correveidiles llegaban de Cortiçadas. Tal vez Domingo Maltiempo ni hubiera ido por Monte Lavre si el mensajero, de vuelta, no le hubiera informado de la fuga despavorida de la familia. Un día se echó al hombro la alforja, bajó por trochas y cañadas, cegado por el destino, y apareció ante el molino pidiendo satisfacción y exigiendo a los suyos. Salió José Picanzo al camino mientras la mujer ocultaba a los refugiados en el fondo de la casa. Y dice Domingo Maltiempo, Buenos días, Picanzo. Y dice José Picanzo, Buenos días, Maltiempo, qué quieres. Y dice Domingo Maltiempo, Ando buscando a los míos, que huyeron de mí, y alguien me ha dicho que los tienes en casa. Y dice José Picanzo, No te engañó quien te lo dijo, están en mi casa. Y dice Domingo Maltiempo, Pues diles que vengan, se acabó tanto ir y venir. Y dice José Picanzo, Mira Maltiempo, a otros podrás engañar, pero a mí no, que te conozco. Y dice Domingo Maltiempo, La familia es mía, no es tuya. Y dice José Picanzo, En mejores manos estaría, pero de aquí no sale nadie porque no te quieren acompañar. Y dice Domingo Maltiempo, Yo soy el padre y el marido. Y dice José Picanzo, No me vengas con historias, que bien vi cómo tratabas a tu mujer cuando éramos vecinos, a ella que honradamente trabajaba y a tus hijos, pobrecillos, y la miseria que pasaron, de no haber sido por mí y algunos más que les matamos el hambre no estarías ahora aquí, porque ya habrían muerto todos. Y dice Domingo Maltiempo, Yo soy el padre y el marido. Y dice José Picanzo, Mira, te lo vuelvo a decir, vete a donde no te oigan, ni te vean, ni te hablen, porque no tienes perdón de Dios.

Está el día tan bonito. Mañana de sol, pero después de un chaparrón, que estamos en otoño. Domingo Maltiempo marca con el cayado el suelo ante él, se trata al parecer de un desafío, señal de pelea, y Picanzo así lo entiende, por eso se prepara, echa mano a un palo. No son suyos estos dolores, pero cuántas veces un hombre no puede elegir y se encuentra en el campo cierto. A su espalda, tras la puerta, hay cuatro chiquillos asustados y una mujer que si pudiera los defendería con su propio cuerpo, pero son desiguales las fuerzas, por eso Picanzo hace también su raya en el suelo. Sin embargo, no ha valido la pena. Domingo Maltiempo no dice palabra, no hace otro gesto, está oyendo aún lo que le han dicho, y para entenderlo bien no puede quedarse allí. Vuelve la espalda, desanda su camino, tira río abajo y deja a un lado Monte Lavre. Hay quien lo ve y se para, pero él no mira. Tal vez murmure, Tierra maldita, sólo por gran tristeza lo estará diciendo, que de razones particulares no hallaría una, o son todas, y entonces ninguna tierra escapará a la sentencia, malditas todas, condenadas y condenadoras, dolor de estar nacido. Baja por un ribazo, llega al vado, atraviesa el río por un paso de tres piedras, y sube por el otro lado. Hay allí un cabezo frontero al de Monte Lavre, cada uno tiene su olivar y sus razones para estar allí. Domingo Maltiempo se tumba en la sombra rala de un olivo y mira al cielo sin saber lo que mira. Tiene los ojos oscuros, hondos como minas. No está pensando, salvo si pensamiento es este paisaje lento de imágenes, hacia atrás, hacia delante, y una palabra suelta, indescifrable, que de vez en cuando rueda como una piedra que sin motivo cayera ladera abajo. Se apoya en los codos, tiene a Monte Lavre delante como un belén, en el punto más alto, sobre la torre, hay un hombre muy grande golpeando una suela, levantando el martillo y bajándolo con estruendo. Ve cosas de éstas y ni borracho está. Sólo duerme y sueña. Ahora ve pasar una carreta abarrotada de muebles y Sara de la Concepción sentada, cae o no cae, y él mismo va tirando, tanto peso, padre Agamedes, y lleva al cuello un cencerro sin badajo, lo agita mucho para que suene, tiene que sonar, es una campana de corcho, maldita misa. Y el primo Picanzo se aproxima, le quita el cencerro y le pone en su lugar una muela de molino, no tiene perdón de Dios este hombre.

Podría haber pasado la tarde entera en este soñar y fueron pocos minutos. El sol apenas se ha movido. No hay diferencia alguna en las sombras, Monte Lavre ni ha crecido ni menguado. Domingo Maltiempo se levantó, se pasa la mano derecha por la barba crecida y con el gesto se le pega una paja a los dedos. La hace rodar entre los pulpejos, la parte y la tira. Metió después la mano en la alforja, sacó una cuerda, se adentró en el olivar, oculto ya de las vistas de Monte Lavre. Anduvo, miró, parecía un propietario evaluando la cosecha, calculó alturas y resistencias y determinó al fin el lugar donde iba a morir. Pasó la cuerda por la rama, la ató sólidamente, y sentado en ella hizo el lazo y se tiró. Nunca nadie murió tan rápido con muerte de horca.


Ahora es Juan Maltiempo el hombre de la casa, el mayor, mayorazgo sin mayorazgo, dueño de nada, pequeña es la sombra que hace en el suelo. Arrastra los zuecos que le mandó hacer su madre, pero, grandes y pesados, se le escapan de los pies, y él inventa unos tirantes toscos que pasados por debajo de la suela se prenden en los dobladillos de los pantalones. Es una figura grotesca, con el azadón al hombro, más grande que él, cuando de madrugada se levanta del catre a la luz oleosa y fría del candil, y todo es tan confuso, tan espeso el sueño, tan torpes sus gestos, que probablemente sale del jergón ya con la azada al hombro, con los zuecos, máquina primitiva de un solo movimiento, levantar el azadón y dejarlo caer, de dónde se sacará fuerzas. Sara de la Concepción le dijo, Hijo mío, por compasión me dieron trabajo para ti, para que ganes algo, pues la vida está muy cara y no tenemos quien nos valga. Y Juan Maltiempo, sabedor de la vida, pregunta, Voy a cavar, madre. Sara de la Concepción, si pudiese, le diría, No vayas, hijo mío, sólo tienes diez años, no es trabajo para un niño, pero qué va a hacer ella en este latifundio donde no abundan más modos de vivir y el oficio del padre difunto está malhadado. Con noche aún cerrada se levanta Juan Maltiempo, y para su suerte el camino a la hacienda de Pedra Grande pasa por Puente Cava, lugar a pesar de todo bienaventurado, como demostrado quedó en el episodio anterior, cuando se salvaron los pobres de la ira de Domingo Maltiempo, lugar dos veces bienaventurado porque, incluso habiéndose suicidado de tan mala manera, y pese a sus muchos pecados, no hay misericordia si el zapatero no está ahora sentado a la diestra de Dios Padre. Domingo Maltiempo fue un pobre desgraciado, no lo condenen las almas buenas. Va pues el hijo a pasar entre las sombras que el sol aún lejano no disipa. Le sale al camino la mujer de Picanzo, y le dice, Juan, adonde vas. Responde el de los ojos claros, A Pedra Grande a arrancar matojos. Y la Picanza, Ay pobrecillo, tú no puedes ni con el azadón, y el mato es tan grande. Se ve bien que es charla de pobres, entre una mujer hecha y un hombre en agraz, y hablan de estas cosas de poca sustancia y ningún vuelo espiritual porque visto queda que toda ésta es gente ruda, sin letras que la iluminen, o, si las tienen, poco a poco se les van apagando. Juan Maltiempo sabe qué respuesta va a dar, nadie se la ha dictado, cualquier otra estaría sin duda fuera de tiempo y de lugar, Sea lo que Dios quiera, tengo que ayudar a mi madre, pobrecilla, porque nuestra vida es lo que usted ya sabe, y mi hermano Anselmo anda pidiendo una limosna por el amor de Dios para luego llevarme cualquier cosa a donde yo esté trabajando, porque mi madre no tiene dinero para comprar el avío. Dice la Picanza, Hijo de Dios, no me digas que vas a trabajar sin fardel. Responde el chiquillo, olvidado de Dios, Sí señora, sin nada voy.

Ésta sería la ocasión de clamar el coro griego sus espantos para crear la atmósfera dramática propicia a los grandes rasgos generosos. La mejor limosna es la del pobre, al menos así se queda todo entre iguales. Estaba Picanzo trabajando en la aceña y lo llamó la mujer, Eh, marido, ven acá. Se acercó el molinero, Mira a Juan. Volvieron a decirse las palabras ya sabidas, y dicho y hecho, se quedó Juan Maltiempo en aquella casa todos los días que duró el trabajo en la heredad de Pedra Grande, y la Picanza le aviaba el cestillo como santa criatura que era. También está a la diestra del Padre, sin duda en buena charla con Domingo Maltiempo, intentando saber los dos por qué es tanta la desgracia y el premio tan pequeño.

Juan Maltiempo ganaba dos reales, salario de hombre hecho cuatro años atrás, pero mísera paga hoy, tanto la vida se había encarecido. Se beneficiaba el chiquillo de las buenas gracias del capataz, medio pariente, que cerraba los ojos ante la pobre lucha del muchacho contra las raíces de las jaras, recias de más para que aquella flaqueza las dominara. Todo el día, horas y horas metido en el jaral, moliendo a palos las raíces con la azada, pero si es un niño, señor, por qué le das tantas fatigas. Aquel chiquillo, capataz, qué es lo que hace ahí, no va a servirnos para nada, decía Lamberto cuando pasaba. Y respondía el otro, Es una limosna que le hacemos, es el hijo de Domingo Maltiempo, una miseria. Bien, remató Lamberto, y entró en los establos para ver los caballos, a los que mucho estimaba. Se estaba caliente allí, y la paja olía gratamente, Este se llama Sultán, éste Delicado, éste Tributo, ésta Camarina, y este potro que aún no tiene nombre se llamará Buentiempo.

Acabó la roza y Juan volvió a casa de su madre. Pero andaba de suerte, pues no tardaron dos semanas en llamarlo para otro trabajo, en la heredad de otro patrón, Norberto de nombre, y bajo el mando de un capataz, llamado Gregorio y apodado Lameirâo. Era el tal Gregorio una fiera de las peores. Para él no había diferencia entre los hombres de contrata y una pandilla de amotinados que sólo a palos y latigazos se podía domar. Norberto no se metía en estas cosas, tenía incluso fama de excelente persona, ya de edad, pelo blanco, porte distinguido y abundante familia, gente fina aunque campestre, que en los veranos iban a tomar los baños a Figueira. Tenían casas en Lisboa, y los más mozos de la familia, poco a poco, empezaban a alejarse de Monte Lavre. El mundo había sido para ellos un gran paisaje, hablaban de oídas, claro, y había llegado el momento de sacar los pies de los barrizales e ir en busca de los empedrados de la civilización. No se oponía Norberto, y hasta le daba recatado contento el gusto nuevo de los descendientes y colaterales. Entre el corcho y algún trigo, entre bellotas y puercos de montonera, el latifundio alimentaba a la familia con amplios excedentes, convertidos en dinero corriente. Siempre que, naturalmente, rindieran los jornaleros, éstos y los demás. Para eso estaban los capataces, tenientes Contento de paisano, sin derecho por tanto a caballo y sable, pero con igual autoridad. De vara bajo el sobaco, utilizada como fusta, Gregorio Lameirâo seguía la fila de jornaleros, ojo alerta a la menor señal de holganza o de simple extenuación. Era un hombre de reglamentos, bendito sea, porque para dar ejemplo se servía de los propios hijos. Allí se quejaban los unos y los otros, hablamos de los más jóvenes, porque raro era el día que no los moliera a palos, dos palizas, o tres si andaban turbios los vientos. Cuando Gregorio Lameirâo salía de su casa o cuartel, dejaba el corazón colgado tras la puerta e iba más ligero, sin más cuidado que no fuera el merecer la confianza del patrón y ganarse las buenas monedas y mejores comilonas que le valía el cargo de capataz y verdugo de aquella tropa. Cobardón sí que era. Una vez le salió al camino el padre de una de sus desgraciadas víctimas y allí mismo quedó declarado y decidido que si él volvía a castigar sin justicia, vería, si es que aún podía ver, dispersa su sesera ante la puerta de la casa. Le afectó la amenaza en aquel caso, pero redobló el castigo con los demás.

En casa de Norberto, las señoras vivían con la delicadeza correspondiente a su sexo, tomaban el té, tricotaban y eran madrinas de las hijas de los criados más próximos. Sobre los canapés del salón estaban las revistas de modas, ay París, adonde estaba decidido que iría la familia apenas acabara la estúpida guerra que, entre otros daños de mayor y menor grandeza, les venía retrasando el proyecto. Molestias que no está en nuestra mano evitar. Y nuestro viejo Norberto, cuando oía a su capataz darle la noticia de la marcha de los varios trabajos de la tierra, con un mascullar de palabras que tenía por objeto valorizar al verdugo, se impacientaba como si estuviera leyendo en la gaceta los partes de la guerra. Era germanófilo por simpatía imperial y memoria inconsciente de la patria de Lamberto Horques, tal vez su antepasado. Y un día, por pura y sabia diversión, se lo dijo a Gregorio, que se quedó mirándolo con los ojos muy abiertos, sin entender nada de lo que le decían, bruto él, analfabeto él. Pero, por si acaso, redobló la humildad y aumentó el rigor. Los hijos mayores se negaban ya a trabajar en el rancho del padre, buscaban otras haciendas, capataces más humanos, mayor seguridad, aunque sólo fuera para morir un poco más tarde.

Eran buenos tiempos aquéllos para la disciplina. Sara de la Concepción, remordida con razón por los malos ejemplos del marido y todavía más reconcomida por el bicho que llevaba dentro culpándola de aquella muerte desastrada, gritaba en todo instante y hora, Ojo, mira que si no te despabilas te doy una paliza, tenemos que mirar por la vida. Esto le decía la madre, y Gregorio reforzaba, Oye, Maltiempo, que tu madre me ha dicho que de ti sólo quiere los huesos para hacerse un taburete y la piel para un tambor. Hablando así conjuntas y afinadas las dos autoridades, qué iba a hacer Juan sino creer. Pero un día, harto de vergajazos y del trabajo excesivo, desafió la amenaza de verse desollado y deshuesado y le habló claro a su estupefacta madre. Pobre Sara de la Concepción, que no acababa de aprender lo que era el mundo. Todo fueron allí ayes y gritos, Maldito hombre, que no le dije tal cosa, parir un hijo para esto, todos los ricos desprecian la miseria, ni a sus propios hijos quiere ese demonio. Pero esto ya quedó dicho antes.

Juan Maltiempo no tiene cuerpo para héroe. Es un esmirriado de diez años menguados, un chiquillo que mira aún los árboles más como sostén de nidos que como productores de corcho, bellotas o aceitunas. Es una injusticia obligarlo a levantarse cuando todavía es noche cerrada, andar medio dormido y con el estómago flojo el mucho o poco camino que lo separa del lugar de trabajo, y después todo el día, hasta que el sol se pone, para volver a casa otra vez de noche, muerto de fatiga, si esto es aún fatiga, si no es ya trance de muerte. Pero este niño, palabra sólo por comodidad usada, pues en el latifundio no se ordena así la población con vista a proteger y respetar tal categoría, todos son vivos y basta, a los muertos, sólo enterrarlos, que éstos no trabajan, este niño es apenas uno entre miles, todos iguales, todos sufridores, todos ignorantes del mal que hicieron para merecer tal castigo. Por parte del padre es de raíz artesana, zapatero él y carpintero el abuelo, pero ya ven cómo los destinos se disponen, aquí no hay lezna ni cepillo, todo es tierra áspera, calor de muerte, frío de reventar, las grandes sequías del verano, en invierno ateridos, la dura helada de las mañanas, encaje de bolillos dice doña Clemencia, sabañones rojos agrietados y sangrantes, y si la mano hinchada roza en el tronco o en la piedra, se rasga blanda la piel, y por debajo, quién podrá describir este dolor y miseria. No habrá más vida que este andar arrastrado siempre, animal que sobre la tierra convive con otros animales, los domésticos y los ariscos, los útiles y los nocivos, y él mismo, con sus semejantes humanos, tratado como nocivo o útil, según las necesidades del latifundio, ahora te llamo, ahora ahí te pudras.

Y está el paro, primero los más jóvenes, luego las mujeres, al fin los hombres. Van en caravanas por los caminos en busca de un jornal miserable. No se ven en estos casos capataces ni administradores, y mucho menos se verían propietarios, encerrados todos en sus casas, o lejos, en la capital o en otros resguardos. La tierra es sólo una costra seca o cenagal, no importa. Cuecen hierbas, se vive de eso, y arden los ojos, el estómago se convierte en un tambor, y vienen las largas, dolorosas diarreas, el abandono del cuerpo que se deshace por sí mismo, fétido, carga insoportable. Dan ganas de morirse, y hay quien muere.

Guerra en Europa, ya se ha dicho. Y guerra también en África. Esas cosas son como gritar en una loma, quien grita sabe que gritó, a veces es lo último que hace, pero, de arriba abajo, cada vez se va oyendo menos, y por fin nada. A Monte Lavre, de las guerras sólo llegaban noticias de periódico, y ésas eran para quien las supiera leer. Los otros, si veían subir los precios y escasear hasta los géneros más bastos de su alimentación, se preguntaban el porqué, Por la guerra, decían los entendidos. Mucho come la guerra, mucho se enriquece la guerra. Es la guerra aquel monstruo que antes de dÉvorar a los hombres les vacía los bolsillos, uno a uno, moneda tras moneda, para que nada se pierda y todo se transforme, como es ley primaria de la naturaleza, que sólo más tarde se aprende. Y cuando está saciada de manjares, cuando ya regurgita de harta, continúa con su repetida habilidad, con dedos ágiles, sacando siempre del mismo lado, metiendo siempre en el mismo bolsillo. Es un hábito que, en definitiva, le viene de la paz.

En algunos pueblos de alrededor hubo quien se puso de luto, nuestro pariente murió en la guerra. El gobierno mandaba condolencias, sentidos pésames, y decía que la patria. Se hacía el uso habitual de Alfonso Enríquez y de Nuno Álvarez Pereira, fuimos nosotros los que descubrimos el camino marítimo hacia la India, la mujer francesa se vuelve loca por nuestros soldados, de la mujer africana nada consta, a no ser lo que ya se sabe, han depuesto al zar, las potencias están preocupadas con lo que pasa en Rusia, gran ofensiva en el frente occidental, el arma del futuro es la aviación pero la infantería sigue siendo la reina de las batallas, nada se hace sin barrera de artillería, es indispensable el dominio de los mares, revolución en Rusia, bolchevismo. Adalberto leía su diario, miraba por la ventana inquieto el tiempo nublado, compartía la indignación con la gaceta, dijo en voz alta, Esto pasará.

Pero no todo son rosas para un lado y para otro, aunque, como se ha venido explicando, la distribución de los espinos se haga según las conocidas reglas de la desproporción y sea un claro desmentido del dictado, tal vez cierto en cosas de navegación, que dice, Gran barco, gran tormenta. En tierra es diferente. Minúscula es la barca de la familia Maltiempo, chato su fondo, y sólo por azar y por necesidad de esta historia no han naufragado ya todos cuantos en ella van. Daba no obstante el batel indicios seguros de despedazarse en un próximo arrecife, o de agotamiento de los pañoles, cuando sucedió que se quedó viudo Joaquim Carranca, el hermano de Sara. No le tiraba el ánimo hacia otro casamiento, ni a mano tenía noticia de pretendientas, tres hijos por criar y un mal genio sobrado, y entonces se juntaron el hambre y las ganas de comer, que fue el unirse los dos hermanos en vida y prole. Resultó equilibrado el negocio, uno se convirtió en padre nuevo, el otro en nueva madre, todos primos y tíos, a ver qué salía de allí. No ocurrió peor de lo que podría esperarse, y quizá mejor. Dejaron los Maltiempo de andar pidiendo por las puertas, y Joaquim Carranca ganó quien cuidara de sus ropas, que es cosa que el hombre necesita, y de las de los hijos, por añadidura. Y como no es costumbre que el hermano le sacuda a la hermana y, si lo hace, nunca es tanto como marido a mujer, vinieron mejores tiempo para Sara de la Concepción. No faltarán quienes tengan esto por poco. Diremos que siempre es gente que nada sabe de la vida.


Todos los días tienen su historia, un solo minuto daría para contar durante años, el mínimo gesto, el desbroce minucioso de una palabra, de una sílaba, de un sonido, por no hablar ya de los pensamientos, que es cosa de mucha enjundia pensar en lo que se piensa, o se pensó, o se está pensando, y qué pensamiento es ese que piensa el otro pensamiento, no acabaríamos nunca. Mejor es declarar que estos años de Juan Maltiempo van a ser los de su educación profesional, en el sentido tradicional y campestre de que un hombre de trabajo tiene que saber de todo, tan bueno para segar como para arrancar el corcho de los alcornoques, tan diestro en poner un vallado como en sembrar, tan bueno de lomo para cargar como de riñones para cavar. Este saber se transmite a través de las generaciones, sin examen ni discusión, es así porque siempre lo fue, ésta es una escardadera, esto es una guadaña y esto una gota de sudor. O saliva blanca y espesa en tarde de hornear, o golpe de sol en la cabeza, o jarretes desfallecidos del poco alimento. Entre los diez años y los veinte hay que aprenderlo todo y de prisa, o ya no tendremos patrón que nos acepte.

Joaquim Carranca le dijo un día a su hermana que habría que buscar patrón para que los tomase a soldada, y ella concordó, hábito que venía de sus años sumisos de mujer casada, pero en este caso le lució la esperanza de quedar todo el año al abrigo del paro, sería su más pequeña ambición, que a otra ya ni siquiera aspiraban. Fue en este tiempo cuando heredaron tres hermanos el Monte de Berra Portas, por muerte del amo viejo, padre de los tres, que los hizo en la barriga de una amante perspicaz, cuando parecía sometida a los caprichos temibles del patriarca, tronante de gritos y destemperos, pero pronto vuelto al redil, como borrego, para la sumisión final de desheredar a próximos parientes en beneficio de los hijos naturales. Se turnaban Pedro, Paulo y Saúl en el dominio del monte, cada temporada uno, y mientras mandaba Pedro acataban los otros, era un sistema que podría tener su gracia de no ser por que cada uno se convertía en espía de los yerros de la hermandad, bramando Saúl que sin su gobierno la casa se iría a pique, vociferando Paulo que sólo él sabía administrar, y consumiéndose todos en alianzas y traiciones domésticas, como es uso en las familias. Sólo la historia de este triunvirato daría una nao catrineta. Sin hablar de la madre que gritaba que había sido expoliada por los hijos, robada, que es un decir más claro, después de haberse sacrificado tanto por ellos, convertida en criada de un viejo cerdo, y sierva ahora de sus propios hijos, que le escatimaban el dinero y la tenían encerrada. Por las noches, cuando el monte se cubría de silencio para esconderse mejor en los grandes secretos de la oscuridad, se oían gritos de marrana degollada y brutales puntapiés en el entarimado, era la guerra de madre e hijos.

Se ajustó con estos amos Joaquim Carranca, quedando Juan Maltiempo a trabajar a jornal. Todo junto era una miseria, daba, si daba, para no gemir de hambre constante, y si algo los salvaba era tener el beneficio de unas huertas para poder castigar el cuerpo en domingos y días santos. La soldada de Joaquim Carranca era sesenta kilos de harina de maíz, cien escudos, tres litros de aceite, cinco medidas de habichuelas, casa y leña, y a final de año una propina adecuada. En cuanto a la soldada de los más jóvenes, se cifraba en cuarenta kilos de harina de maíz, litro y medio de aceite, tres medidas de habichuelas y cincuenta escudos. Era así mes por mes. Llevaban sacos y medidas a los graneros, el cántaro a la bodega, medía los víveres el intendente, pagaba el administrador el salario, y con esto había que gobernar los cuerpos y reponer fuerzas donde todos los días se gastaban. Pero no todas se restablecían, con esto se conformaban, por más que era fatal que el paso del tiempo se mostrara en demasía bajo la piel, asomando las calaveras, para eso se nace. Murió Joaquim Carranca sin haber tenido enfermedad de cama, un día llegó de cavar la huerta, era uno de aquellos domingos en los que no costaba tanto creer en Dios ni era necesario el cura Agamedes, la pena es que el azadón pesase tanto, y se sentó en un tronco de alcornoque a la puerta de la casa, más cansado que de costumbre, y cuando Sara de la Concepción se acercó a decirle que la cena estaba puesta, ya no había apetito alguno en Joaquim Carranca. Estaba con los ojos abiertos, las manos caídas en el regazo, tan descansado como nunca pudo soñar, y no era mal hombre, no señor, con sus repentes, a pesar de haber sido tan brutal con el sobrino mayor, lo que fue, fue. Y la muerte es un gran rasero que pasa sobre el celemín de la vida y echa fuera lo que está de más, aunque muchas veces no se sepa con qué criterios lo hace, como en este caso de Joaquim Carranca, tan necesario aún en la familia.

Quiere la vida, o quien en ella manda, con mando seguro o indiferente, que la educación profesional y la sentimental vayan parejas. Hay error evidente en esta acumulación, forzada probablemente por la brevedad de las vidas, que no dan para que cada cosa se haga a su tiempo y con descanso, con lo que no gana el tener y sólo pierde el sentir. Pero, no pudiendo el mundo ser cambiado en esto, Juan Maltiempo, mientras se habituaba al trabajo, iba enamorando mozas por los pueblos de alrededor, bailando donde hubiera un acordeón, y buen bailador era, disputado por las muchachas, quién iba a decirlo. Tenía, como sabemos, ojos azules, heredados de su cuatricentenario abuelo, que allí muy cerca, sobre unos helechos antepasados de éstos, forzó a una joven que iba a por agua a la fuente, a la vista de pájaros de plumaje que no varió, mirando desde arriba el debatirse de los dos entre las frondas, cuántas veces fue contemplado ya esto por las aéreas creaturas desde el principio del mundo. Y esos ojos bullían en las entrañas de estas muchachas de ahora, derretidas de pronto en la vuelta de un baile, cuando a Juan Maltiempo se le oscurecía la mirada, ni él se daba cuenta de que al fuego del mirar le subía la antigua saña amorosa, tan grande es la fuerza escondida de las acciones pasadas. Cosas de juventud. Realmente Juan Maltiempo se enamoriscaba mucho pero arriesgaba poco. Y todo quedaba en gestos, en día de tres copas un tiento más atrevido, o un beso torpón al que le faltaba todavía toda la ciencia que el siglo iba acumulando para futuro uso general.

Estas églogas son así. Puntean pastores sus laúdes, hacen las pastoras capillas de flores, pero Juan Maltiempo si en el tiempo de un contrato que durante diez semanas lo retuvo en Salvaterra, descascando alcornoques, consiguió librarse de los mosquitos o conservar después la ilusión de eso, fue porque consumió una ristra de ajos y apestaba a diez pasos de distancia. Aprendió allí el oficio, con ansia de ganar los dieciocho escudos que entonces pagaban a los maestros corticeros, pero afortunadamente estuvo lejos de sus pretendientas, tolerantes en cuestión de olores, pero tal vez enemigas de éste. De tan pequeñas cosas depende, como se sabe, la felicidad de las personas.

Y ahora le toca a Juan Maltiempo el sorteo de quintas. Sueña despierto, se ve ya lejos de Monte Lavre, en Lisboa quizá, y luego de cumplido el servicio militar, tonto será si no consigue encontrar trabajo en los tranvías, o en la policía, o en la guardia nacional, tiene algunas letras, es sólo esforzarse un poco más, no sería el primero. Es un gran día de fiesta este de la inspección, habrá cohetes y vino, pasan los muchachos a merecer el verdadero nombre de hombres, todos con ropa limpia, y cuando allí están, en pelota viva, dicen bromas de macho para ocultar la vergüenza y se ponen colorados ante el médico, que les hace preguntas. Luego se reúne la junta y deciden. Unos cuantos fueron aceptados y de los cuatro que libraron sólo uno iba triste. Este era Juan Maltiempo, para quien se desvanecía en lo imposible su sueño de uniforme, vestido de tranviario, haciendo sonar la campanilla a taconazos, o, si era policía, recorriendo las calles de la capital, o, si guardia, guardando, para quién, los campos donde ahora penaba, y esta hipótesis lo perturbaba tanto que le ayudó a curarse la decepción. No es posible pensar en todo y al mismo tiempo.

¿Qué ha de pensar Juan Maltiempo? Tiene veinte años cumplidos, está libre de quintas, no ha echado gran cuerpo, en proporción, desde los tiempos en que luchaba, como un enano, con las raíces de los matojos de Pedra Grande y comía gachas de maíz que le daba la Picanza por caridad de pariente. Se compró en Salvaterra su primer capote y con él se pasea, tan vanidoso como un gato atigrado. Le llega el capotón por los tobillos, parece un fantoche, pero aquella tierra no exige elegancias extremas, que no hay otra más extrema que la ropa nueva, valga lo que valga. Cuando Juan Maltiempo mete el azadón en la tierra se acuerda del capote, de los bailes, de las novias en serio o no, y olvida las penas de vivir allí, preso a aquella tierra, tan lejos de Lisboa, si a tanto alguna vez se atrevió a aspirar, si no fue todo un sueño de mocedad, que para eso está, para soñar.

Se acerca una época de grandes tempestades, unas que vendrán con su estruendo natural, otras mansamente, sin disparar un tiro, llegadas de Braga que está lejos, pero de éstas no habrá real noticia hasta más tarde, cuando no haya remedio. Pero como cada cosa ha de tratarse en su acontecido tiempo, aunque anticipada esté ya la muerte de Joaquim Carranca, ocurrida unos años más tarde, y así debe ser dicho para no estar ofendiendo siempre las reglas de la narrativa, pero como cada cosa, cuando tal conviene, ha de tratarse a su tiempo, hablemos ahora de aquel gran temporal que en las memorias quedó por razones de luto y otros estragos. Era en verano, señores, cuando menos se espera, aunque a veces vengan esos truenos solemnes que van retumbando sobre los rastrojos, catapummm, ahora distantes y casi adormecedores, ahora sobre nuestras cabezas, relampagueando, martilleando la tierra inerme, qué sería de nosotros sin Santa Bárbara. Esta familia de los Maltiempo parece elegida por el destino para negros casos, pero sería fruto de poco entendimiento suponerlo así. Al fin y al cabo, hasta ahora sólo ha muerto uno, y si es en hambre y en miserias en lo que estamos pensando condolidos, cualquier otra familia serviría, tan abundantes en eso son estas poblaciones. Además, éste ni de sangre es tío. Casado con una hermana de Sara de la Concepción, carretero de preferencia en sus horas vagas y jornalero en las de más continuada ocupación, Augusto Pintéu tenía su cita marcada con la muerte, pero véase lo que son las cosas, este hombre sencillo, de mansas y pocas palabras, tuvo un final dramático, con grandes imponencias celestes y terrestres, como un personaje de tragedia. No salió de la vida con la serenidad de Joaquim Carranca, él tan sereno. Dan mucho que pensar estas contradicciones.

Queda ya dicho que Augusto Pintéu hacía también trabajo de arriero entre Vendas Novas y Monte Lavre, para ser exactos. Había allá una estación de ferrocarril a la que llevaba corcho, carbón y madera, y de donde traía mercancías, semillas, más lo que hiciera falta, con su pareja de mulas y su carro, no había muchos por allí que llevaran mejor vida. Aquel día, que debiera haber sido largo y claro, como de verano que era, acabó cubierto de nubarrones y luego una tormenta de gran porte. Se abrieron los diluvios del cielo y descargaron las aguas que Dios tenía. No se inquietó mucho Augusto Pintéu, que esto de tempestades de verano así vienen así se van, e hizo en paz sus tratos de carga y descarga, sin pensar en mayores males que el llegar a casa empapado. Cuando salió de Vendas Novas era ya noche cerrada, cortada de relámpagos que parecía haber romería en el cielo y procesión de Nuestro Señor. Las mulas conocían el camino con los ojos cerrados, capaces de encontrar y reconocerlo hasta encharcado como ahora estaba en las partes bajas. Protegido por dos gruesos sacos cubriéndole la cabeza, Augusto Pintéu se consolaba de la lluvia pensando que al menos no habría peligro de que le asaltaran en el camino, como en tiempos había ocurrido. Con un temporal de éstos, estarían los salteadores en sus cubiles, asando las tajadas de lomo de cerdo robado y llevándose a la boca la bota de vinazo áspero, que en general otros latrocinios no hacían, aunque había excepciones. Entre Vendas Novas y Monte Lavre hay tres leguas, pero la última no la andaría ya Augusto Pintéu. Ni él, ni las mulas. Llegados a la torrentera, si oscuro era, negro se hacía, y el agua bajaba con estruendos y rugidos capaces de atemorizar a cualquiera. Allí se pasaba el vado, en el buen tiempo, si se quería, con agua hasta las rodillas, pero había para los pedestres un tablón de madera que, de cada lado, iba desde la orilla a un fresno gigantesco nacido allí y afirmado gigantesco en los tiempos en que el lecho del río pasaba más lejos. En medio del agua el fresno extendía sus ramas, defendía con las gruesas raíces su terreno vital, amenazado ahora por la velocidad y la fuerza de la corriente. Cuántas veces había pasado por allí Augusto Pintéu con su carro de mulas. No pasaría ninguna más. Nada más comenzar el vado caía el fondo abruptamente hasta formar una poza hondísima que era, a todo hay que darle nombre, la Poza de la Carriça. Se confió Augusto Pintéu a la Virgen Santísima y al instinto de las mulas y así pudo llegar al medio de la corriente, donde el agua le lamía el fondo del carro. Pero allí, con miedo de la corriente que topaba contra el obstáculo, y temiendo que lo llevara aguas abajo sin esperanza de salvación, giró las mulas hacia arriba. Resistieron los animales cuanto pudieron, pero, obligados por riendas y vergajo, se sujetaron. En un momento le faltó pie a la mula de la derecha, la rueda resbaló en el tablón y se hundieron, con gran alarido y fragor, Augusto Pintéu y las mulas, el carro, las mercancías y los encargos, sumergiéndose ahora en silencio en la negrura espesa de las aguas, en mortal silencio, sin remedio. Se posaron en el fondo quietos, preso Augusto Pintéu a las riendas, y las mulas al carro, porque allí el agua no corría, parada, como si otra no hubiera habido desde el principio del mundo. Al día siguiente lo sacaron, entre los gritos de la viuda y las lágrimas de los huérfanos, con gran esfuerzo de hombres valerosos y cuerdas, mientras una multitud de gentes llegadas de cuanta aldea había alrededor se apretaba en las dos márgenes de la torrentera. No llovía ya. Fue un verano de grandes aflicciones. Hubo tales tormentas que caían de los alcornoques los hombres que arrancaban la corteza, y al caer se cortaban con las hachas. Que esta vida es atribulada, mucho más de lo que se pueda decir.

Vivían entonces los Maltiempo en Monte de Berra Portas con su tío y hermano Joaquim Carranca. En el año siguiente, hacía ya seis meses que Portugal había sido arrastrado por el camino de Braga * cuando fue Juan Maltiempo a trabajar de invernada con sus hermanos Anselmo y Concepción, por cuenta de distinto patrón, en un monte que se llamaba Pendón de las Mujeres, a saber por qué. Eran cuatro leguas arrastradas, a pie y por mal camino, esto contando desde el Monte de Berra Portas, que desde Monte Lavre sería legua y media. Había más muchachas, y no eran pocas, y esto justifica el contento de los jóvenes, de invernada junto a las muchachas, toda la semana, pues sólo el sábado volvían a casa. En fin, lo que allí más abundaba era gente joven. Hubo un sarampión de amoríos y cortejos y no faltó quien se quemara en ellos. Juan Maltiempo tenía entonces novia fuera de aquel rancho, pero a él le daba lo mismo, hacía como que estaba sin compromiso, aparte de que mucho le ayudaba su fama de bailador.

Entre la faena y el capricho se le hizo corto el tiempo, hasta que llegó allí, venida de Monte Lavre, una joven comadre suya, que lo era por los rezos de cuaresma, no por otras más allegadas razones, con quien tenía mucha confianza, tanto que innumerables veces habían bailado los dos y cantado desafíos, pero de novios, nada, fue cosa que ni se les vino en mientes. Medio en serio medio en broma, se llamaban el uno al otro compadre Juan y comadre Faustina, que éste era el nombre de ella. Al parecer, no habría más que pensar de estos dos. Pero no acabaría siendo así. Fuese por aquella gozosa libertad, fuese porque al fin había llegado el tiempo de atar aquel nudo, el caso es que Juan se enamoró de Faustina y Faustina de Juan. Es que en cuestión de amores, tanto despuntan en solitarios de cristal tras las ventanas como florecen bravos entre las carrascas, sólo el lenguaje es diferente. Empezó el noviazgo a echar raíces, perdió Juan Maltiempo memoria de la otra novia, pero, siendo serio éste, acordaron no decir nada de momento a la familia de Faustina, porque Juan Maltiempo, a quien nadie tenía nada que censurar, heredaba el mal nombre del padre, que estas cosas se pegan, quien sale a los suyos no degenera, como suele decirse. Con todo, no fue tan grande el secreto que no llegara a oídos de los padres de Faustina, y ahí empezó el mal vivir de la pobre. Que no puede ser bueno, que tiene mala pinta con esos ojos azules que nunca nadie vio, y para colmo el padre que tuvo, un golfo borrachín que lo único bueno que hizo en su vida fue colgarse de un árbol. Así pasan a veces las veladas en la aldea, bajo el cielo estrellado, mientras libremente el gineto persigue a la gineta y se une a ella entre los helechos. La vida de los humanos, por eso lo somos, es mucho más complicada.

Enero era, y frío, el cielo todo una nube inconsútil, por el camino iban los jornaleros camino de Monte Lavre, a su descanso quincenal, y Juan venía conversando con Faustina, noviazgo de mucho respeto, y ella, temerosa ya del alarido doméstico que la esperaba, le iba confiando sus sufrimientos. He aquí que les salta al camino la voz airada y el gesto violento de una hermana de Faustina, consejera de la casa por vejez de la madre de ambas, en acecho desleal que hizo estremecerse a la pareja. Y dijo Natividad, que tal era su nombre, No tienes vergüenza, Faustina, que ni consejos ni golpes te sirven de escarmiento, eres tozuda, ya verás qué vida va a ser la tuya. Y cuanto más decía menos se alejaba Faustina de Juan. Se colocó Natividad ante ellos para cortarles el rumbo y el destino, si es que esto es poder de hermana, y fue entonces cuando Juan Maltiempo se puso el mundo en la mano para conocer su peso porque a partir de ahora, más que hasta aquí, iba a ser éste un caso de mundo y hombre, casa, hijos, vida doblada. Puso la mano en el hombro de Faustina, finalmente ése sería el mundo, y dijo, temblando ante su osadía, Vamos a acabar con este vivir, o acaba nuestro noviazgo, para que no sufras más, o te vienes a vivir a casa de mi madre, hasta que podamos tener casa propia, y de hoy en adelante haré por ti todo lo que pueda. Era el cielo una nube inconsútil, según ya ha sido dicho, y como estaba quedó, demostrándose así, con pruebas naturales, que no quiere el cielo saber de nosotros, o en ese momento se habría abierto en gloria. Porque Faustina, valerosa y confiada mujer de quien ni siquiera hemos dicho el color de los ojos o la expresión del semblante, afirmó la voz y dijo, Juan, a donde tú vayas iré yo también si prometes darme cariño y cuidar siempre de mí. Y dijo Natividad, Ah, desgraciada, y bruscamente se alejó, derecha a casa como una flecha, a anunciar catástrofes. Estaban solos los dos enamorados, caía la tarde y Juan Maltiempo unió sus manos a las de ella, Haré por ti todo mientras estemos vivos, en salud o enfermedad, y ahora separémonos, vaya cada uno por su lado, y cuando lleguemos al pueblo nos encontraremos para acordar la hora en que nos iremos.

Tenía Juan Maltiempo por compaña en el Pendón de las Mujeres a su hermano Anselmo y a su hermana María de la Concepción, que venían cerca y asistieron a una parte del lance. Se les acercó y les dijo con voz firme, Marchaos al monte y decidle a la madre que me llevo la novia a casa, que tengo licencia de ella y que luego hablaremos y se lo explico todo. Y dijo Anselmo, Hermano, piensa bien lo que haces, no te metas en líos. Y dijo María de la Concepción, No quiero ni pensar en lo que van a decir madre y el tío. Y dijo Juan Maltiempo, Soy ya un hombre, estoy libre de quintas, y si mi vida tiene que cambiar de rumbo, por qué se ha de esperar, mejor pronto que tarde. Y dijo Anselmo, Un día le da una ventolera al tío Joaquim Carranca y se va, que él es muy suyo, y tú haces falta en casa. Y dijo María de la Concepción, Piénsalo bien, no yerres. Pero Juan Maltiempo puso punto final, Hermanos, tened paciencia, esto son cosas de la vida. Se alejaron los dos, llevándose María de la Concepción su lágrima.

En estas idas y venidas semanales entre el Pendón de las Mujeres y el Monte de Berra Portas tenían los Maltiempo posada en Monte Lavre en casa de la tía Cipriana, que era aquella mujer llorosa de la orilla del río, cuando las aguas de la Poza de la Carriça le quitaron al marido, caso ya contado. Lleva luto y lo llevará hasta morir, muchos años más tarde, perdida de nuestra vista. Con este lance del sobrino ganó aficiones de casamentera, honesta, no de alcahueta, y se dedicó a proteger amores contrariados sin arrepentirse nunca ni sufrir censura pública. Pero eso sería otra historia. Cuando Juan Maltiempo llegó le dijo a la tía, Tía, le pido el favor de que deje a Faustina que venga a estar conmigo en su casa, para después irnos a Monte de Berra Portas, a casa de mi madre. Y respondió Cipriana, Mira bien lo que haces, Juan, mira que no quiero yo problemas, no voy a ensuciar la memoria de tu difunto tío. Y respondió Juan, No se preocupe, es sólo mientras cae la noche.

Esto fue lo que pudo combinar Juan con Faustina, yendo luego al encuentro de ella, que adrede había aflojado el paso, son mañas elementales, basta con estar enamorado, pero no consiguió evitar que primero fuera a casa, pues no quería la chica huir sin ver a la madre, incluso no diciéndole adonde iba. Así, decidió Juan Maltiempo ir al barbero, donde se puso de novio, es decir rapado, para no entrar en vida nueva con barba de quince días. Estas caras, que la mayor parte del tiempo andan barbadas, cuando les entra la navaja quedan como inocentes, indefensas, nos oprime el corazón tanta fragilidad. Cuando volvió a casa de la tía Cipriana Pintéu, ya estaba allí Faustina, a la espera, llorosa por las maldiciones de la hermana, por el arrebato fulminante del padre, por la penosa aflicción de la madre. Salió a escondidas, pero seguro que andaban ya por Monte Lavre buscando dónde se había metido, y por eso tenían que huir cuanto antes. Dijo Cipriana, Va a ser un viaje cansado, la noche será de agua y muy oscura, llevaos este paraguas, y un poco de pan y chorizo para comer por el camino, y tened cuidado para orientaros en el futuro, ya que habéis hecho esta gracia con tan poca gracia, esto era lo que Cipriana decía, pero en su fuero interno les estaba echando la bendición complacida con estos desafueros de juventud, ay quién me la diera.

Desde allí al Monte de Berra Portas había dos leguas y media, se había cerrado la noche y amenazaba lluvia. Dos leguas y media por caminos todo sombras y sustos, basta recordar las historias contadas del hombre lobo, y tener que pasar por la Poza de la Carriça, que no había otro camino, Un padrenuestro por el alma de mi tío, que era buen hombre y no merecía muerte tan triste. El fresno movía lentamente las ramas, las aguas corrían como seda oscura y rechinante, quién había de decir que en aquel mismo lugar, es para no creerlo. Llevaba Juan Maltiempo a Faustina de la mano, les temblaban sus castigados dedos, la conducía bajo los árboles y rozando los matojos y los herbazales húmedos, y de repente, sin saber cómo aquello aconteció, tal vez cansancio de tantas semanas de trabajo, tal vez temor insoportable, se encontraron tendidos. En poco tiempo perdió Faustina su doncellez, y, cuando terminaron, se acordó Juan del pan y del chorizo y como marido y mujer lo repartieron.


Ya se ha visto que Lamberto, sea él alemán, haya sido, o ahora portugués, no es hombre para trabajar este latifundio con sus manos. Cuando lo heredó, compró a los frailes o robó aprovechando que la justicia es ciega, vinieron agarrados, como el terrón a las raíces, un montón de animales de pierna y brazo que, eso sí, son criados adrede para tal destino, por vía de producción de hijos y su conservación útil. Incluso así, quiere la pragmática, o regla consuetudinaria, o etiqueta, o simple e interesada prudencia, que Adalberto no trate directamente con aquellos que han de trabajar sus tierras. Y así está bien. Si el rey, en su tiempo, o el presidente de la república, en tiempo de ella, no anduvieron ni andan banalizando palabras y gestos en contactos abusivos con el buen pueblo, peor parecería que el propietario del latifundio, más presidente o rey aquí que los de verdad, Floriberto se pasara de confianzudo. Que, alto ahí, esta meditada reserva admitía en todo caso bien calculadas excepciones, destinadas a sujetar con otro refinamiento las voluntades y a atraer perfectos vasallos, cuyos son los subsirvientes que reciben las caricias sobre los azotes y tanto gustan de los unos como estiman las otras. Esto de las relaciones entre patrón y subordinado es negocio de mucha sutileza, que no se decide ni explica con media docena de palabras, es preciso ir a ver y oír donde está el intríngulis. Mezclar fuerza bruta, ignorancia, presunción e hipocresía, gusto de sufrir, envidia mucha, habilidad y arte de la intriga, es una perfecta diplomacia para quien quiera aprender. Pero unas cuantas reglas empíricas y comprobadas por la experiencia de los siglos ayudan a entender mejor los casos.

Después de la tierra, lo primero que Lamberto necesita es un capataz. El capataz y el látigo que pone orden en la jauría. Es un perro elegido entre los perros para morder a los perros. Conviene que sea perro para conocer las mañas y defensas de los perros. No se va a buscar a un capataz entre los hijos de Norberto. Alberto es Humberto. Un capataz es, en primer lugar, un criado, con privilegios y remuneración acordes con el exceso de trabajo que es capaz de arrancar a la cuadrilla. Pero es un criado. Está colocado entre los primeros y los últimos, es una especie de mula humana, una aberración, un judas, alguien que traiciona a sus semejantes a cambio de más poder y algún mendrugo más.

El arma grande y decisiva es la ignorancia. Es conveniente, decía Sigisberto en su cena de cumpleaños, que nada sepan, ni leer, ni escribir, ni contar, ni pensar, que consideren y acepten que el mundo no puede ser cambiado, que este mundo es el único posible, tal como está, que sólo tras la muerte hay paraíso, quien lo puede explicar mejor es el padre Agamedes, y que sólo el trabajo da dignidad y dinero, pero no tienen por qué pensar que yo gano más que ellos, la tierra es mía, cuando llega el día de pagar impuestos y contribuciones no es a ellos a quien pido dinero prestado, y además siempre ha sido así y lo seguirá siendo, y si no les diera yo trabajo, quién se lo iba a dar, estamos juntos yo y ellos, yo soy la tierra, ellos son el trabajo, y lo que es bueno para mí, es bueno para ellos, Dios quiso que las cosas fueran así, quien lo puede explicar mejor es el padre Agamedes, con palabras sencillas que no añadan más confusión a la confusión que ya tienen en la cabeza, y si no basta el cura, se ordena a la guardia nacional que se dé una vuelta a caballo por las aldeas, sólo exhibirse, es una advertencia que ellos entienden sin dificultad. Pero dígame, madre, también pega la guardia a los amos del latifundio, Para mí que este chico no anda bien de la mollera, dónde se ha visto cosa igual, la guardia, hijo mío, fue creada y sustentada para arrearle al pueblo, Cómo es posible, madre, es que se hace una guardia sólo para arrearle al pueblo, y qué es lo que hace el pueblo, El pueblo no tiene quien arree al dueño del latifundio que manda al guardia a arrear al pueblo, Pero yo creo que el pueblo podría pedirle a la guardia que arreara a los amos del latifundio, Ya decía yo, María, que este muchacho no está en sus cabales, no lo dejes andar por ahí diciendo estas cosas, que todavía tendremos problemas con la guardia.

El pueblo se hizo para vivir sucio y hambriento. Un pueblo que se lava es un pueblo que no trabaja, quizá en las ciudades no sea así, no digo que no, pero aquí, en el campo, en los latifundios, va uno contratado tres o cuatro semanas lejos de casa, a veces hasta meses si así conviene a Alberto, y es punto de honor en el hombre no lavarse durante todo el tiempo de la contrata ni la cara ni las manos, ni afeitarse tampoco. Y si lo hace, hipótesis ingenua por lo improbable, puede contar con la burla de los amos y de sus propios compañeros. Es éste el lujo de los tiempos, gloriarse los sufridores de su sufrimiento, los esclavos de su esclavitud. Preciso es que este animal de la tierra sea exactamente un animal, que sume con el alba la legaña matutina a la legaña de la noche, que la suciedad de las manos, de la cara, de los sobacos, de las ingles, de los pies, del agujero del cuerpo, sea halo glorioso del trabajo en el latifundio, es preciso que el hombre esté por debajo del animal, que ése, para limpiarse, se lame, es preciso que el hombre se degrade para que no se respete a sí mismo ni a su prójimo.

Y más aún. Se envanecen los trabajadores de los golpes que recibieron en los trabajos de labranza. Cada uno de ellos es medalla para vanagloria de taberna, entre vaso y vaso, Trabajando para Berto y Humberto recibí tantos y tantos. Estos son los trabajadores buenos, los que, en tiempo de vergajazos, mostrarían envanecidos los verdugones rojos, y mejor aún si sangran, fanfarronería igual a la de la chusma de las ciudades, que presume de virilidad tanto mayor cuantas más purgaciones duras o chancros blandos hayan atrapado en el comercio de la cama de alquiler. Ah, pueblo conservado en la grasa o en la miel de la ignorancia, nunca te faltarán ofensores. Y trabaja, mátate a trabajar, revienta si es preciso, que así dejarás buen recuerdo en el capataz o en el patrón, ay de ti si adquieres fama de gandul, nunca más tendrás quien te contrate. Puedes ponerte a las puertas de las tabernas, con tus compañeros de infortunio, también ellos te despreciarán, y el capataz, o el patrón, si le da por ahí, te mirará con asco y sólo tú quedarás sin trabajo, para que aprendas. Que los otros han aprendido su lección, irán todos los días a matarse en el latifundio, y cuando tú llegues a casa, si casa es eso, con qué cara vas a decir que no encontraste trabajo, que los otros sí, pero tú no. Corrígete si todavía estas a tiempo, jura que has aguantado ya veinte punzadas, crucifícate, tiende el brazo a la sangría, ábrete las venas y di, Esta es mi sangre, bebed de ella, ésta es mi carne, comed, ésta es mi vida, tomadla, con la bendición de la iglesia, el saludo a la bandera, el desfile de las tropas, la entrega de credenciales, el diploma de la universidad, háganse en mí vuestras voluntades, así en la tierra como en los cielos.

Ah, pero la vida es también un juego, un ejercicio lúdico, jugar es un acto de imponente seriedad, grave, filosófico incluso, para los niños es exigencia de crecimiento, para los adultos una vuelta a la infancia, provechosa para algunos. Sobre estas materias se han escrito bibliotecas, sólidas todas, ponderadísimas, sólo un estúpido llegaría sin convencerse al final de ellas. Pero el error está en creer que trascendencia tanta sólo en los libros se encuentra, cuando, en verdad, basta una mirada, un minuto de atención, para apreciar cómo juegan el gato y el ratón, y cómo éste acaba siendo comido por aquél. Porque la cuestión, la única que importa, es saber a quién aprovecha realmente la inocencia primera del juego, sirva de ejemplo ese jugar que nunca fue inocente, cuando el capataz les dice a los jornaleros, Venga rápido, a ver quién es el último, a correr. Y los inocentes, eso sí, ciegos al claro engaño, iban de Monte Lavre a Val de Perros al trote, al galope, a rastras para conquistar la gloria de llegar el primero, o la satisfacción confirmada de no ser el ultimo. Porque el último, y hay siempre uno que es el último, no se puede evitar, tendrá que oír las burlas, las mofas de los triunfadores jadeantes, ya sin huelgo, y eso que aún no ha empezado el trabajo, y arman todos una algazara de escarnio, pobres tontos, Ay que fue Juan Maltiempo quien llegó el último, para él la gaita, y nadie sabe qué gaita es ésa, es una gaita cualquiera, una señal de torpeza, de poca prisa en las piernas, ni es hombre ni es nada. Que Portugal es un país de hombres, de eso aquí no falta, sólo no lo es el último de cada carrera, largo de aquí, gandul, que no vales el pan que comes.

Pero no acaban ahí los juegos. El último en llegar, si es que tiene vergüenza en la cara, querrá ser el primero en cargar, siempre hay una compensación. Están armando el montón de leña de la que saldrá el carbón, y tú dices, tras ponerte un saco a la espalda para no sentir tanto el dolor que viene ahí, A ver, venga ese tronco, que lo cargo yo. Está mirando el capataz y hay que demostrar a los compañeros que eres tan hombre como ellos, y además no puedes quedarte sin trabajo la semana que viene, están los hijos, y entonces van dos y levantan el tronco, no son tus hijos, pero como si lo fueran, gimen ya con el esfuerzo, y te lo ponen sobre el hombro, tú te doblas como un camello para recibir la carga, como si hubieras visto ya un animal de ésos, y al sentir la carga, se te doblan las rodillas, pero clavas los dientes, tensas los riñones, y poco a poco te vas aplomando, es un tronco enorme, una rama gigantesca, hasta crees que tienes sobre los hombros un alcornoque de cien años, y das el primer paso, qué lejos está el montón de leña, los camaradas mirando, el capataz, A ver si aguantas, valiente. Es eso exactamente, ser un valiente, aguantar el tronco en los omóplatos que crujen, el corazón, para quedar bien visto por el capataz, que dirá a Adalberto, Ese Maltiempo, y quien dice Maltiempo dice otro nombre cualquiera, es un valiente, cargó con el tronco, ni se lo puede imaginar, hombre de una pieza, fue una hazaña. Será, pero hasta ahora no has dado más que esos tres pasos. Tienes ganas ya de tirar la carga al suelo, eso es lo que te pide el cuerpo violentado, pero el alma, si es que a ella tienes derecho, el espíritu, si pudiste parirlo dentro de ti, te dicen que no puedes, que preferirás reventar antes que quedar mal en tu tierra, quedar como un flojo, cualquier cosa menos esa vergüenza. Mucha retórica se ha venido haciendo desde hace dos mil años por haber llevado Cristo la cruz al Gólgota, y lo hizo con ayuda del Cireneo, pero de este crucificado que aquí va no habla nadie, a él, que ayer apenas cenó y casi nada ha comido hoy, todavía le queda medio camino por andar, ya se le enturbian los ojos, es una agonía, señores, todos mirando, y gritan, A que no eres capaz, a que no eres capaz, y tú has dejado de ser tú, menos mal que no has llegado a animal, gran ventaja, porque si dejas que las piernas cedan quedarías tumbado bajo la carga, y tú, tú no eres un hombre, eres un comparsa embaucado de una gran juerga universal, juega, qué más quieres, el salario no da para comer pero la vida es este juego alegre, Está casi, está casi, oyes decir, y te sientes como si no fueras de este mundo, una carga así, tened piedad, echadme una mano, compañeros, si nos unimos menor será el esfuerzo de cada uno, pero no, no puede ser, es cuestión de honor, no volverías a hablarle en la vida a quien intentara ayudarte, aquí está vuestro error, el de todos. Dejas caer el tronco en el sitio exacto donde tenía que quedar, gran proeza, y los compañeros dan vivas, ya no eres el último, dice gravemente el capataz, Sí señor, una proeza. Te tiemblan las piernas, estás cansado como una mula que ha cargado demasiado, y te cuesta respirar, esta punzada, Dios santo, esta punzada, eres un ignorante, lo que tienes es una distensión, una ruptura fibrilar, no sabes las palabras para nombrarla, pobre bestia.

Trabajo y trabajo. Ahora se van lejos de Monte Lavre, algunos llevan la familia, a carbonear por las tierras del Infantado, se las arreglan los hombres sin mujer en este barracón grande, y los que han venido acompañados se organizan en otro, ponen esteras o unas cortinas de cretona o unos paneles para separar a los matrimonios, duermen los hijos con el padre y la madre, y hay quien ni esto tiene. Los chinches muerden implacables, pero de día es aún peor, los mosquitos llegan formando nubes, tantos que nublan la vista, y caen sobre nosotros zumbando como lluvia de vidrio molido, qué razón tenían las abuelas, tan sabedoras de lo que es la vida, Ay mis nietos, que nunca os volveré a ver, vais a morir lejos de casa. Lo saben muy bien, son cosas que no deben olvidarse, que todo el cuerpecillo de los niños quedará como una llaga viva, un tormento, pequeños lázaros que por la noche dormirán sobre trapos, con el estómago gimiendo de hambre insatisfecha, todo es poco, se están criando, sin tener siquiera el consuelo de los padres que se rozan lentamente, se agitan y suspiran, cosas necesarias para el silencio así así contentado de los sentidos, mientras al lado otra pareja repite los roces, la agitación y los suspiros, por apetito propio o sugestión bien recibida, y todos los chiquillos del barracón están con los ojos abiertos escuchando, experimentando sus propios gestos y engaños.

Por encima de estos alcornoques se ve Lisboa si está claro el día, quién diría que está ahí tan cerca, creíamos que vivíamos en el cabo del mundo, son errores de quien no sabe ni tuvo quien le enseñara. Vino la serpiente de la tentación, trepó a la enramada donde está Juan Maltiempo viendo Lisboa y le prometió las maravillas y las riquezas de la capital a cambio del puñado de dinero que cuesta el billete, no tan pequeño este puñado, vistas las disponibilidades del muchacho, sin embargo, de morir, morir hartos, loco sería quien se negara. Desembarcaremos en el Muelle de Sodré y diremos, pasmados, Esto es Lisboa, gran ciudad, y el mar, mira el mar, tanta agua, y luego tomaremos la calle esta del Arco, la calle Augusta, qué movimiento, y nosotros sin práctica de estas calzadas, todo el tiempo escurriéndonos, empujándonos unos a otros con el miedo a los tranvías, y os caéis los dos, una risa para los lisboetas, Eh, palurdo, Eh, Manolón. Y mira la avenida de la Libertad, para qué será este palo clavado en el suelo, es el Monumento a los Restauradores, Ah, no lo sabía, y en secreto conmigo mismo digo, Y sigo sin saberlo, las vergüenzas de la ignorancia son las que más cuesta confesar, pero haciendo de tripas corazón subiremos por la avenida de la Libertad para ir a ver a nuestra hermana que está sirviendo, es en esta calle, sí señor, en el noventa y seis, mira tú que sabes leer, No lo entiendo, no puede ser, aquí pasa del noventa y cinco al noventa y siete, no hay noventa y seis, pero quien la sigue la consigue, aquí es, se han reído de nosotros porque no sabemos que el noventa y seis quedaba de este lado, mucho ríe la gente de Lisboa. Ésta es la casa, qué alta, aquí trabaja nuestra hermana, el amo vive en el primero, es Don Alberto, nuestro patrón a veces, todo es de la misma familia, Mira quién está aquí, dirá María de la Concepción, ay qué alegría, y qué gorda se ha puesto, no hay nada como servir. Saldremos luego todos juntos, que la señora es generosa y da permiso, a descontar de la próxima salida, las salidas son de quince en quince días, toda la tarde, entre el almuerzo y la cena. Vamos a ver a unos primos que viven dispersos por ahí, en calles y travesías, y en todas partes habrá la misma fiesta, Mira quién está aquí, y decidimos que por la noche iremos todos juntos a ver una revista, pero antes no nos podemos perder el zoo, la gracia de los micos, y aquello es un león, mira el elefante, si nos saliera al camino una bestia así allá en el pueblo te cagabas de miedo, y la revista es La Almeja, con Beatriz Costa y Vasco Santana, qué diablo de hombre, hasta lloré de risa. Dormiremos aquí en la cocina y en el pasillo, no te molestes, prima, estamos acostumbrados a todo, son diferentes las noches que se duermen en Lisboa, es el silencio, el silencio no es igual, Qué, dormisteis bien, y nadie se atreve a decir que durmió mal, toda la noche dando vueltas, vamos ahora a desayunar y luego a pasear por la ciudad, esto no es una ciudad, es un mundo, y en Alcántara encontramos a unos obreros del ferrocarril y nos gritaron, Eh, palurdos, que no sabéis ni andar, y el cuñado se cabreó y discutió con ellos, a ver, repite eso, y acabaron a sopapos, pero luego correremos avergonzados, y los otros gritando, Mira el de la chaqueta, Mira el patán, se le ve a la legua que baja de la sierra, pero nosotros no somos de la sierra, y aunque lo fuéramos. Volveremos a atravesar el río, qué mar tan grande, y un señor que va en el barco dice muy amable, Esto es el Tajo, el mar está más allá, y entonces nos dimos cuenta, no se veía tierra, será posible. Cuando desembarcamos en Montijo todavía tuvimos que andar unos kilómetros, ocho, hasta llegar al sitio donde trabajaremos, hemos gastado tanto dinero, pero valió la pena, y cuando volvamos a Monte Lavre lo que vamos a tener para contar, a ver quién dice ahora que en la vida no hay también cosas buenas.

Cuando se hacen estas bodas, a veces viene ya un hijo en la barriga. Echa el cura la bendición a dos y cae sobre tres, como se ve por lo redondo de la saya, a veces empinada ya. Pero hasta cuando no es así, vaya la novia virgen o desvirgada, es raro que al cabo de un año no haya un hijo. Y, si Dios quiere, todo es echar fuera uno y cargar con otro, apenas ha parido la mujer ya queda otra vez preñada. Qué bruta es esta gente, ignorantes, peores que animales, que ésos al menos tienen su celo y siguen las leyes de la naturaleza. Pero estos hombres llegan del trabajo o de la taberna, se meten en el catre, se calientan al olor de la mujer, o les aviva las ganas el rescoldo del vino o el hambre que da la fatiga, y se le echan encima, no conocen otros modos, jadean, brutos sin delicadeza, y allá dejan su savia abrevando en las mucosas, en esos intríngulis de la mujer que ni ella ni él entienden. Bien está esto, mejor que andar haciéndolos en mujer ajena, pero la familia crece, se llenan de hijos, es que no tuvieron cuidado, Madre tengo hambre, la prueba de que Dios no existe es que los hombres no están hechos como los carneros que comen la hierba de los ribazos, o como los cerdos, las bellotas. E incluso si comen hierbas y bellotas, no lo pueden hacer tranquilos porque allí está el guarda y la guardia, con el ojo avizor y la escopeta pronta, y si el guarda, en nombre de la propiedad de Norberto, no duda en tirar a las piernas, o a matar si le da por ahí, la guardia, que también hace lo mismo cuando le dan orden o sin esperarla, tiene los recursos más benignos de la cárcel, multa y paliza entre cuatro paredes. Pero esto, señores, es una cesta de cerezas, tiras de una y salen tres o cuatro agarradas y no faltan por ahí latifundios con su cárcel privada y su propio código penal. En esta tierra se hace justicia todos los días, adonde iríamos a parar si la autoridad faltase.

Crece la familia, y hasta muriendo muchos infantes de sus dolencias de cagalera líquida, que se deshacen en mierda los angelitos y se extinguen como pabilos, brazos y piernas más garabatos que otra cosa, y la barriga hinchada, y están así hasta que, llegada su hora, abren por última vez los ojos sólo por ver aún la luz del día, eso si no mueren a oscuras, en el silencio de la choza y cuando despierta la madre da con el hijo muerto y empiezan los gritos, siempre los mismos, que estas madres a quienes se les mueren los hijos no son capaces de inventar nada. En cuanto a los padres, ésos se quedan secos, y al día siguiente van a la taberna con aire de quien va a matar a alguien o a algo. Vuelven borrachos y no han matado nada ni a nadie.

Los hombres van a trabajar lejos, donde se pueda ganar algún dinero más. En el fondo, son todos cimarrones, andan de aquí para allá y vuelven a casa semanas o meses después para hacerle otro hijo a la mujer. Entretanto, en los desbroces de la montanera, o arrancando corcho, por cuenta de los mesegueros, cada gota de sudor es una gota de sangre perdida, y los desgraciados todo el santo día penando, y a veces también de noche, se cuentan las horas de trabajo con los dedos de tres manos, cuando no hay que ir a la cuarta mano de la bestia para enumerar lo que falta, no se les seca la ropa en el cuerpo en toda una quincena. Para descansar, si tal verbo cabe aquí, se tumban en un lecho de brezos con paja por encima, y gimen de noche, sucios, pisoteados, así no vale, no se puede creer al cura Agamedes que viene de su almuerzo dominical en casa de Floriberto, y buen almuerzo fue, como se comprueba por el eructo que resuena en todo el latifundio.

Este es el poder de los cielos. Aparte, obsérvese, la historia se repite mucho. Están los hombres en la cabaña, derribados por la fatiga, vestidos, duermen unos, otros no pueden, y por las rendijas de las cañas que sirven de paredes se filtra una claridad jamás vista, la mañana está lejos aún, no es la mañana, sale uno y queda sobrecogido de temor, que todo el cielo es un chaparrón de estrellas, cayendo como lámparas, y la tierra está clara como jamás logró iluminarla la luna. Salen todos a ver, hay quien se asusta con miedo de verdad, y las estrellas caen silenciosamente, va a acabarse el mundo, o a comenzar por fin. Dice uno con fama de más sabio, Movimiento en los astros, movimiento en la tierra. Están muy juntos, miran hacia arriba, con el cuello estirado, y recogen en los rostros sucios la polvareda luminosa de las estrellas candentes, lluvia incomparable que deja la tierra con una sed diferente y mayor. Y un vagabundo medio tonto que pasó por allí al día siguiente aseguró, por su propia alma y la de su madre aún viva, que aquellos celestes signos anunciaban que en una majada próxima, a tres leguas de allí, había nacido, pero de otra madre, y probablemente no virgen, un chiquillo que sólo no sería Jesús si no lo bautizaban con ese nombre. Nadie le creyó, y gracias a ese escepticismo se vio facilitada la tarea del padre Agamedes quien, al domingo siguiente, en la iglesia repleta y ansiosa como nunca, se burló de los estúpidos que creen que Jesucristo va a volver a la tierra así, sin más, Para decir lo que él diría estoy yo aquí que soy el cura, tengo órdenes sagradas e instrucción y poderes de la santa madre iglesia católica apostólica y romana, lo habéis entendido todos, o queréis que os abra otro oído en lo alto de la cabeza.

Razón tenía aquel sabio que pronosticó, Movimiento en los astros, movimiento en la tierra, y lo confirmaron de inmediato los abisinios, los que pudieron, luego los españoles, y más tarde medio mundo. Por aquí se mueve la tierra según antiguos usos. Llega el sábado, y con él el mercado, pero tan mezquino que nadie sabe cómo llenar el fardel para la semana siguiente. Iba la mujer al tendero y le decía, Por favor, a ver si me puede fiar esta semana, que apenas trabajamos por causa del mal tiempo. O decía la misma cosa con otras palabras, empezando del mismo modo, Por favor, a ver si me puede fiar esta semana que mi marido está en paro. O bien, clavando avergonzados los ojos en el mostrador como quien no tiene otra moneda con que pagar, Mi marido ganará más este verano, entonces le pagaremos todo. Y el tendero, pegando un puñetazo en el libro de contabilidad, respondía, Esa historia la vengo oyendo hace mucho tiempo, luego pasa el verano y el perro se pone otra vez a ladrar, las deudas son perros, es curioso esto, quién habrá sido el primero al que se le ocurrió tal cosa, éste es un pueblo de invenciones pequeñas y necesarias, imagínese la libreta del tendero o del panadero, con grandes números a lápiz, tanto aquél, tanto éste, un cachorrillo, todo felpa, puede crecer, y esta fiera, con dientes de lobo, deuda gorda ya del año pasado, O paga o se acabó el fiado, Pero mis hijos tienen hambre, y las enfermedades, y mi marido sin trabajo, no tenemos a quién recurrir, A mí qué me dice, sólo se lleva algo después de pagar. Ladran por toda esta tierra los perros, los oímos en las puertas, vienen detrás de quien no pagó, le muerden en las canillas, le muerden el alma, y el tendero va hasta la calle y dice a quien le quiera oír, Díselo a tu marido, el resto ya se sabe. Hay quien acecha por los postigos a ver quién es la de la vergüenza, son crueldades de pobre, hoy tú, mañana yo, no hay que tomarlo a mal.

Cuando un hombre se queja es que algo le duele. Quejémonos nosotros de esta ferocidad sin nombre, y es pena que no lo tenga, Qué va a ser de nosotros hoy, sólo con este dinero, y tan atrasados en la tienda, y el tendero que no fía, cada vez que voy allí amenaza que se acaba el crédito, ni un céntimo más, Mujer, vuelve a intentarlo, eso son cosas que se dicen, ese hombre no tiene una piedra por corazón, Pues yo no voy sola, que ya no tengo cara para entrar por esa puerta, sólo si tú vienes conmigo, Entonces vamos los dos, pero de poco sirve un hombre en estos casos, su deber es ganarlo, hacerlo rendir es cosa de la mujer, aparte de que las mujeres están habituadas, protestan, juran, regatean, lloriquean, son capaces hasta de tirarse al suelo, ay un vaso de agua que a la pobrecilla le dio un soponcio, y el hombre va, pero va temblando, porque debía ganar y no gana, porque debía gobernar la familia y no gobierna, Señor cura Agamedes, cómo voy a cumplir lo que prometí cuando me casé, a ver dígamelo. Llegamos a la tienda y hay allí otros parroquianos, unos salen, otros entran, no todos de compra pacífica, y nosotros nos vamos quedando atrás, aquí en este rincón, junto al saco de habichuelas, pero cuidado, que no piense que hemos venido a robarle. No hay más clientes, aprovechemos ahora, entonces me adelanto yo que soy hombre, me tiemblan las manos, Señor José, a ver si puede adelantarnos algo, esta semana no se lo puedo pagar todo, que ha sido una semana muy mala, pero cuando saque algo por ahí se lo pago todo, puede estar seguro, no le voy a dejar nada a deber. Digamos que estas palabras no son nuevas, quedan dichas ya en la página anterior, dichas en todo el libro del latifundio, cómo vamos a esperar que sea distinta la respuesta, No señor, no te fío más, pero antes el tendero adelantó la mano como una garra y cogió todo el dinero que yo, para ablandarlo, había puesto sobre el mostrador, sólo entonces respondió. Y yo dije, con toda la calma que podía, y Dios sabe que era bien poca, Señor José, no me haga eso, qué voy a dar de comer a mis hijos, tenga compasión de mí. Y él dijo, A mí no me vengas con historias, no te fío más, y aún me quedas a deber mucho. Y yo dije, Señor José, por favor, déme al menos algo por el dinero que me ha cogido, sólo para remediar el hambre de mis hijos, por darles algo de comer. Y él dijo, No puedo fiar más, lo que me he quedado no es ni la cuarta parte de lo que me debes. Dio un puñetazo en el mostrador, me desafía, voy a pegarle, o clavarle el cuchillo, si la navaja, esta hoja curva, esta daga moruna, Ay, que te pierdes, mira por nuestros hijos, no le haga caso, señor José, no lo tome a mal que esto es desesperación de pobre. Me empujan hasta la puerta, Déjame, mujer, que mato a este cabrón, pero por dentro me va el pensamiento, no lo mato, no sé matar, y él me dice desde dentro, Si fío a todo el mundo y nadie me paga, de qué voy a vivir. Todos tenemos razón, quién es mi enemigo.

Por estas carencias o por otras semejantes inventamos historias de tesoros escondidos, o ya las encontramos inventadas, señal de mucha necesidad antigua, no es sólo de hoy. Y hay avisos que conviene entender con mucha atención, al menor error se deshace el oro en pez y la plata en humo, o queda uno ciego, que ya se han visto casos. Hay quien dice que en sueños no hay firmeza, pero si sueño tres noches seguidas con un tesoro y no hablo de él a nadie, ni del sitio en que en sueños lo vi, es seguro que doy con él. Pero si hablo, no, porque los tesoros tienen su destino marcado, no pueden ser distribuidos por voluntad del hombre. Es caso antiguo el de aquella muchacha que tres veces soñó que en la rama de un árbol había catorce reales y debajo de las raíces una cazuela de barro llena de monedas de oro. En estas cosas hay que creer siempre, aun cuando sean inventadas. Dio cuenta la muchacha de su sueño a los abuelos con quienes vivía y fueron todos al árbol. Allí estaban los catorce reales en la rama, medio sueño realizado, pero les dio pena de cavar hasta las raíces, porque el árbol era hermoso, y con las raíces al sol moriría, son debilidades del alma. No se sabe cómo fue, pero se extendió la noticia y, cuando decidieron volver allí, enmendados de su pena, estaba el árbol por tierra y en el fondo del agujero una olla de barro partida, y nada más. O el oro había desaparecido por arte de magia, o alguien, menos escrupuloso o de curtida sensibilidad, se había llevado el tesoro y con él se calló. Puede ser.

Caso más claro es aquel de las dos arcas de piedra enterradas por los moros, una llena de oro, otra llena de peste. Se dice que, con miedo de abrir por error el arca de la peste, nadie tuvo ánimo para buscarlas. Si no hubiera sido abierta no estaría el mundo como está, tan de peste lleno.


Ya se han casado Juan Maltiempo y Faustina, final pacífico al romántico lance que, en una noche cargada y lluviosa de enero, sin luna y sin ruiseñores, con desbarajuste de ropas torpemente desabrochadas, satisfizo la voluntad de ambos. Están hechos tres hijos. El mayor salió chico, se llama Antonio y es clavado al padre, salvo el cuerpo que promete más, aunque no tiene los ojos azules, ésos no han vuelto a aparecer, por dónde andarán. Los otros son chicas, mansas y discretas como la madre fue y sigue siendo. Antonio Maltiempo ya trabaja, anda de porquerizo mientras no tiene edad y brazos para tarea de mayor sustancia. El mayoral no lo trata bien, es costumbre de estas tierras y estos tiempos, no nos indignemos por tan poco. Por no faltar a otra y bien sabida costumbre, a Antonio Maltiempo apenas le pesa el fardel con la comida del día, un banquete de medio jurel y un trozo de borona. En cuanto sale de casa, adiós jurel, porque hay hambres que no pueden esperar, y ésta es vieja. Queda el pan para el resto del día, un pellizco de miga aquí, otro allá, un mordisco al corrusco, con mil cautelas para que ni una migaja acabe perdiéndose entre las hierbas del suelo, donde las hormigas, de hocico alzado como si fueran perros, desesperan de llenar sus bodegas con estas sobras y desprecios. Descansaba el mayoral en una lomilla, con su autoridad de mayoral, y se ponía a gritar, Eh chico, vete allá, eh chico, ojo a esos animales, y Antonio Maltiempo, escobita de barrer, daba vueltas en torno a la piara como si fuera perro de pastor. El mayoral, descansado en quien le hacía el servicio, se entretenía derribando piñas maduras, las asaba, las desgranaba y sacaba los piñones, los torraba luego cuidadosamente, los metía en el zurrón, todo en buena paz campestre, entre la hermosura de aquella arboleda. Brillaban las brasas, se abrían al calor del fuego las piñas resinosas, y Antonio Maltiempo con la boca hecha agua, si encontraba alguna piña que la providencia hiciera caer al alcance de sus ojos ávidos, lo mejor era ocultarla, no acabara enriqueciendo el caudal ajeno como había ocurrido algunas dramáticas veces. Grandes venganzas, y justas, son las de la infancia. Un día estaba el mayoral en esos preparativos suyos de asar piñas, en un lugar próximo a un trigal, y le dijo a Antonio Maltiempo, orden corriente en las obligaciones de ambos, Date una vuelta por ahí, no vayan los marranos al trigal. Había aquel día un viento agreste que rajaba las carnes, y entonces, con el cuerpo mal cubierto, todo tiene su explicación, dio Antonio Maltiempo libre a los puercos y corrió a protegerse en un machuco, Qué es un machuco, Un machuco es un chaparro joven, aquí todos lo saben, Y un chaparro, Un chaparro es un alcornoque joven, vaya pregunta, Entonces un machuco es un alcornoque, Pues claro, es lo mismo, Ah, Iba yo diciendo que Antonio Maltiempo se cobijó tras un machuco, enrollado en el saco que era todo su abrigo para cualquier tempestad, fuese de agua, fuese de hielo, era su envoltura, un saco de guano, da Dios frío conforme a la ropa, en fin, alegría general, los marranos en el trigal, el mayoral asando sus piñas y Antonio Maltiempo en su refugio royendo su mendrugo, Y aún hay quien habla mal del latifundio, Es verdad, lo malo es que el mayoral tenía un perro, experto animal a quien dio por extrañar la ausencia de Antonio Maltiempo y se empeñó en un desafuero de ladridos, Bien es verdad lo que dicen, que el perro es el mejor amigo del hombre, Amigo de Antonio Maltiempo no fue éste, acudió a la alarma el mayoral y al dar con el inocente, conque durmiendo, y le soltó un garrotazo que si le pilla más cerca se acabó Antonio Maltiempo, tonto sería el mozo si esperase repetición, se lanzó sobre el palo y lo tiró en medio del trigal, ahora encuéntralo, piernas para que os quiero, No duró mucho el placer de los marranos, Pues no, siempre ocurre así.

Son episodios de égloga pastoril, gracias de la feliz infancia. Hay que ver, y en esto estamos todos de acuerdo, qué fácil es vivir contento en el latifundio. El aire puro, por ejemplo, un premio para quien encuentre un aire como éste. Y los pájaros todos cantando sobre nuestras cabezas, cuando nos detenemos a recoger florecillas o a estudiar el comportamiento de las hormigas, o de este escarabajo negro y cachazudo que no teniendo miedo de nada, atraviesa en sus altas zancas el sendero, impávido, y muere debajo de nuestra bota, si nos da por ahí, cuestión de disposición, otras veces nos da por considerar sagrada la vida y hasta los ciempiés escapan. Al llegar las horas de las quejas, Antonio Maltiempo tendrá al padre defendiéndolo, No le pegue al chico, que sé lo que ha pasado, se pone usted ahí a tostar piñones, a charlar con quien encuentra, y él a hacer de perro, a correr y guardar el ganado, pues entérese, mi chico no es un escarabajo para que le plante la bota encima. Buscó el mayoral un zagal nuevo, y Antonio Maltiempo fue a guardar puercos para un nuevo patrón mientras crecía lo que le faltaba.

Que los trabajos del hombre son muchos. Quedan ya algunos dichos y se añaden ahora otros para ilustración general, porque creen las gentes de la ciudad, en su ignorancia, que todo es sembrar y recoger, pues muy engañadas viven si no aprendieron a decir las palabras todas y a entender lo que ellas son, segar, cargar con las gavillas, guadañar, trillar a máquina o a sangre, majar el centeno, cubrir el pajar, enfardar paja o heno, desgranar maíz, estercolar, sembrar cereales, labrar, cortar, desbrozar, cavar el maíz, poner los marcos, podar, poner varales, hacer desmontes, abrir regatas, escardar, abancalar, carpir, injertar, sulfatar, cargar los racimos, trabajar en las bodegas, en los huertos, cavar las tierras para las legumbres, varear aceitunas, trabajar en los lagares del aceite, arrancar corcho, trasquilar ganado, trabajar en pozos, en terrazas, en bancales, cortar leña, sangrar los pinos para que caiga la resina, hornear, hacer desmontes, gradar, ensacar, carpir, lo que aquí va, santo Dios, qué montón de palabras, tan bonitas, palabras que enriquecen el léxico, bienaventurados los que trabajan, y lo que sería si nos pusiéramos a explicar cómo se hace cada trabajo, y en qué época, los instrumentos, los aperos, y si es obra de hombre, o de mujer, y por qué.

Está uno en su trabajo, supongamos que es hombre, o mejor, está en su casa tras haber trabajado, entra un podenco por la puerta, que no se llama Guadiana ni Piloto, tiene dos piernas y nombre humano, pero es bicho de morder, y dice, Aquí te traigo un papel para que lo firmes, que es para ir a Évora el domingo, a un mitin a favor de los nacionalistas españoles, es un mitin contra los comunistas y el autobús es gratis, todo pagado por los amos y por el gobierno, es lo mismo. Tiene ganas de decir no, pero las ganas no saben cómo soltar la palabra, queda uno mascullando, fingiendo que no ha oído bien, pero de qué sirve, y el otro repite, ya en tono diferente, hasta parece de amenaza, y Juan Maltiempo mira a la mujer, que allí está, y Faustina mira al marido, que allí no querría estar, y el podenco con el papel en la mano a la espera de una respuesta, qué quiere que le diga, a mí qué me importa todo eso, no entiendo nada de comunismos, bueno, no es realmente así, la semana pasada encontré unos papeles bajo las piedras, tenían una punta fuera, como si me llamaran, y yo me fui quedando atrás y los guardé, nadie me vio, por qué estará aquí este podenco mostrándome los dientes, alguien se lo habrá dicho, ha venido a ver si me atrevo a decir que no quiero ir a Évora que no firmo, lo peor va a venir luego, que a este perro todos lo conocen, oye y va a contarlo, no falta por ahí quien se queje, pero puedo encontrar una disculpa, decir que tengo el dolor, o que he de poner unos palos en la conejera, no se lo va a creer, y puede que luego vengan a detenerme, está bien, Requinta, firmo.

Juan Maltiempo firmó donde ya otros habían firmado, o habían puesto la huella por no saber escribir, que era la mayoría. Y cuando Requinta salió para continuar la colecta, alzada la nariz al aire, bebiendo los vientos el muy despreciable, Juan Maltiempo sintió una sed inmensa, repentina, y bebió directamente de la cántara, inundando en agua el súbito fuego que era sólo una señal de vergüenza inexplicada, algunos beberían vino. Entendió algo Faustina, no le gustó lo que había oído, pero quiso calmarlo, Al menos vas a Évora, que siempre es una distracción, y sin pagar, en camioneta de aquí para allá, qué pena que no puedas llevarte a Antonio, con lo que le iba a gustar. No dijo Faustina sólo esto, continuó murmurando, sin darse cuenta siquiera de que estaba hablando, y Juan Maltiempo sabía muy bien que las palabras al fin y al cabo son como gestos de los que no se espera salvación, pero que el enfermo agradece, aquí en la frente, suave mano, o áspera, dónde se cree usted que está, pero incluso así. Pero incluso así no está bien que vengan obligar a un hombre, que esto es obligar, lo que me gustaría es simular que estoy malo. Dijo Faustina, Déjalo estar, es un paseo, y no se nos van a caer los anillos en el barro, creo yo que no se nos caerán, seguro que el gobierno no hace mal las cosas. Dijo Juan Maltiempo, Pues no las hará. Y quien ante este diálogo diga que el pueblo está perdido no sabe lo que pasa, es ya tiempo de decir que el pueblo vive lejos, no le llegan noticias, o no las entiende, sólo él sabe lo que le cuesta mantenerse vivo.

Ha llegado el día, la hora, los hombres se han reunido en la carretera, y algunos mientras esperan entran en la taberna, y hasta donde la bolsa aguanta beben unos vasos, alargando el bebedor los labios para atrapar la florescencia de espuma que crepita bajo la nariz, ah, vino, Dios le dé el cielo a quien te inventó. Otros más finos e informados esperaban maravillas de Évora y guardaban el apetito para allá, muy escarmentados quedarán, que los dejarán a todos a la puerta de la plaza de toros y allí los recogerán al remate de la fiesta. Candela que va delante alumbra dos veces, vale más una toma que dos te daré, con estos dichos se entretiene la gente, hay incluso quien sólo de esta sabiduría vive y es feliz y no muere por eso. Esta vez tuvieron razón los tales, ya felizmente confortados cuando llegaron las camionetas, con la barriga cantando hosannas, el santo eructo del vino de la tierra, y ese regusto que queda en la boca, que es deleite del paraíso.

Son viajes. En las curvas, aunque no aventuradas en velocidad, la camioneta se inclina a un lado y los hombres tienen que agarrarse unos a otros para no irse todos con el bandazo, se atropellan los pies, pega el viento en los sombreros y hay que sujetarlos para que no vuelen por la borda, Eh, el del volante, ve más despacio, no se caiga alguien al agua. Fue uno muy gracioso el que lo dijo, menos mal que hay gente así, que si no la vida sería muy triste. Pararon en Foros para cargar más gente, y desde allí todo derecho, Montemor a la vista, no es tiempo todavía de que entremos, y Santa Sofía y San Matías, Nunca he estado ahí, pero tengo familia, un primo de mi cuñada, que es barbero, se ha hecho rico, otra cosa sería si no les creciera la barba a los hombres, lo mismo que las putas si la picha no creciera. Quien así habla la lleva bien pensada, una vez al año no hace daño, desde la mili que no he vuelto a ir de putas, esta vez me voy a hartar. Son charlas de hombres. La humanidad se ha esforzado en mejorar la comunicación entre la especie, en estos latifundios ya hay hasta camionetas, Évora está a la vista, y el Requinta, también vino el podenco, exclama, Cuando bajemos, todos detrás de mí, y con estas palabras fatales empiezan a mustiarse los diversos apetitos de vino y hembra, éste de mujer saboreado en la noche imaginativa y mal dormida, en sueños no hay firmeza.

La plaza está llena. Vienen los campesinos a bandadas, en masa, todos apacentados, a veces por un amo que viene risueño y de charleta, y siempre hay un lacayo que le hace la pelotilla avergonzando la seriedad de quienes fueron allá sólo por miedo de quedarse sin trabajo. Pero generalmente se espolean a sí mismos para aparentar que son felices. Abundan estas bondades en el pueblo, no decepcionar a quien espera de nosotros alegría, y aunque es verdad que esto no parece una fiesta, tampoco es un entierro, y a ver, dígame qué cara he de poner cuando empiezan a gritar viva esto y muera lo de más allá, es para reír o para llorar, a ver díganmelo. Están sentados en las gradas, otros llenan la arena, mejor sería que hubiera toros, y no saben qué va a ocurrir ni lo que es un mitin, Dónde está Requinta, Eh Requinta, a ver cuándo empieza la fiesta. Los amigos y conocidos se saludan gesticulando, los tímidos cambian de lugar en busca de quien más desenfrenado se muestra, Ven para aquí, y entonces dice Requinta, No os disperséis, y a ver si estáis atentos que esto es serio, que hemos venido aquí para saber quién nos quiere bien y quién nos quiere mal, no estaría mal si fuera así, ir de mano de Requinta al conocimiento del bien y el mal, tan sencillo todo, y al fin y al cabo, señor cura Agamedes, no pensar y pegar el trasero a las gradas, Dónde se mea, tú, Requinta, hablar así es ya una primera falta de respeto, y Requinta frunció el entrecejo, hizo como que no oía, y ahora sí, ahora empieza, Señoras y señores, tiene gracia, ahora resulta que soy un señor en la plaza de toros de Évora, no recuerdo haber sido señor en otro lugar, ni siquiera de mi voluntad, qué dice el hombre, Viva Portugal, no lo entiendo, Estamos aquí reunidos, hermanados en un mismo patriótico ideal, para decir y mostrarle al gobierno de la nación que somos prenda de fiel continuidad de la gran gesta lusa y de aquellos nuestros mayores que dieron nuevos mundos al mundo y dilataron la fe y el imperio, y al toque del clarín nos juntamos como un solo hombre en torno a Salazar, el genio que consagró su vida, aquí todos gritan salazar, salazar, salazar, el genio que consagró su vida al servicio de la patria contra la barbarie moscovita, contra esos comunistas malditos que amenazan a nuestras familias, que matarían a vuestros padres, que violarían a vuestras hijas y esposas, que mandarían a vuestros hijos a trabajos forzados en Siberia y destruirían la santa madre iglesia, pues todos ellos son unos ateos, unos sin Dios, sin moral y sin vergüenza, abajo el comunismo, abajo, mueran los traidores a la patria, mueran, la plaza grita la consigna, todos a una, hay quien aún no ha entendido qué está haciendo allí, otros empiezan a entenderlo y se entristecen, tampoco faltan los convencidos, o engañados, un obrero que echa un discurso, y ahora viene otro orador, éste es de la Legión portuguesa, tiende el brazo y grita, Portugueses, quién manda, portugueses, quién vive, buena es la pregunta, manda el amo, y vivir, qué será. Pero la plaza obediente da los gritos de ritual, y apenas se ha callado el legionario, ya hay otro allí desgañitándose, mucho habla esta gente, son cosas de España, nacionalistas contra rojos, y que en los campos de Castilla y Andalucía se defienden los sagrados y eternos valores de la civilización occidental, que es un deber de todos ayudar a nuestros hermanos de fe, y el remedio contra el comunismo está en el regreso a la moral cristiana cuyo símbolo vivo es Salazar, caramba, tenemos un símbolo vivo, no puede haber contemplaciones con los enemigos, tanta palabra, y se pasa a hablar del buen pueblo de la región allí presente para dar testimonio de gratitud al inmortal estadista y gran portugués que consagró la vida entera al servicio de la patria, Dios se la conserve, y yo iré a decirle al señor presidente del consejo lo que he visto en esta histórica ciudad de Évora, y a llevarle el testimonio y la seguridad de que estos millares de corazones laten al unísono con el corazón de la patria, ellos son la patria, inmortal, sublime, la más hermosa de todas las patrias, porque tenemos la suerte inmensa de un gobierno que pone por encima de los intereses de cualquier clase los superiores intereses de la nación, porque los hombres pasan y la nación queda, muera el comunismo, abajo, abajo el comunismo, muera, qué diferencia hay, en medio de tanta gente ni se nota, y recordemos que la vida del Alentejo, contra lo que muchos piensan, no es propicia al desarrollo de ideas subversivas, porque los trabajadores son verdaderos socios de los propietarios, compartiendo con éstos los beneficios y daños del trabajo, ah, ah, ah, Dónde se puede mear, oye Requinta, esto no es serio, nadie se atreve a decir tal cosa en tan grave momento, cuando la patria, que no mea nunca, es invocada por aquel señor tan puesto del estrado, que abre ahora los brazos como si quisiera abrazar a todos, y como no llega tan lejos se abrazan allí unos a otros, el comandante de la legión, el mayor que vino de Setúbal, los diputados, los de la unión nacional de ellos, el capitán del regimiento de caballería número cinco, uno que es del i-ene-te-pe, si no sabes pregunta, instituto nacional de trabajo y previsión, y todos los demás que vinieron de Lisboa, parecen grajos encaramados en una encina, pero éste es tu error, los grajos somos nosotros, aquí alineados en los grádenos, moviendo las alas, dándole al pico, y viene ahora la música, es el himno, todos en pie, unos porque saben que ésta es la etiqueta, la mayoría por imitación, Requinta pasa revista a su gente, A cantar todos, eso querría yo, pero quién se sabe el himno, aún si fuera eso de marianita, algo se haría, vamos saliendo ya, aún no, no ha llegado el momento de salir, quién pudiera volar, abrir las alas y marchar lejos de aquí, sobre los campos, viendo desde arriba las camionetas que regresan, qué tristeza, fue todo tan triste, y encima gritábamos como si nos hubieran pagado, ni yo sé qué habría sido peor, no es justo, parecía el baile del oso, Entonces no te divertiste allá, Juan, Ni tanto así, Faustina, fuimos como borregos, como borregos vinimos. En la camioneta, va cayendo la tarde y eso ayuda a la melancolía, aún hay quien prueba la voz para cantar y dos le acompañan, pero cuando es demasiada la tristeza, hasta la voz triste se calla, y entonces sólo se oye el ruido del motor de la camioneta, y todos, en silencio, van dando bandazos de un lado a otro, carga mal estibada, carga a granel, éste no fue trabajo de hombre, Juan Maltiempo. Deja la camioneta a los hombres junto a Monte Lavre, es una bandada de pájaros oscuros que se dispersa torpemente sin saber andar, hay algunos que aún van a la taberna a tratar de la sed y de la amargura, otros murmuran palabras aturdidas, los más tristes se recogen en sus casas, Somos muñecos que traen y llevan, quién nos paga el día ahora, con lo que tenía que hacer en el huerto, maldito Requinta, un día me va a oír, dichos y promesas que valen sólo por el dolor que transparentan, pero de este dolor es poco lo que pueden expresar, es algo confuso, tal vez no duela pero mortifica. Por eso Faustina pregunta, Vienes enfermo. Responde Juan Maltiempo que no, y si dice tan poco es por no saber decir lo que siente. Acostados ya, siguen hablando todavía, Entonces no te divertiste, Ni tanto así, y el mayor desahogo y confesión será posar Juan Maltiempo la cabeza en el hombro de Faustina, y quedarse así dormido.

Suben los señores del latifundio al cerro para que el sol sólo a ellos caliente, tosco sueño el soñado por Juan Maltiempo, pues no tienen los señores rostro ni el cerro nombre pero es así cuando Juan Maltiempo despierta, es así cuando vuelve a quedarse dormido, avanza una procesión de señores y él delante, moliendo a golpes de azadón la maleza y las raíces, abriendo camino a aquella hermosa compaña, aparta las aliagas con las manos, le corre la sangre, y los señores del latifundio avanzan conversando y riendo, son generosos y pacientes cuando él se atrasa en la roza, se quedan esperando, no maltratan ni llaman a la guardia, sólo se quedan esperando y mientras esperan sacan la merienda, comen algo, y él hace de tripas corazón y tira la azada, ahora sí, araña la tierra, corta raíces, ya es un hombre, y desde allí arriba, desde la cima del cerro, ve pasar camionetas con un letrero que dice, Excedentes de Portugal, destinados a España, para los rojos ni la punta de un cuerno, para los otros, los santos, los puros, los que me defienden a mí, Juan Maltiempo de mi nombre y provecho, del peligro de ir al infierno, abajo y muera, y ahora viene tras de mí un señor a caballo, y el caballo es la única cosa que en este sueño sé, se llama Buentiempo, los caballos tienen una vida larga, Despierta, Juan, que ya es la hora, dice su mujer, y todavía es noche cerrada.


Sin embargo, otros se han levantado ya, no en el sentido exacto de quien suspirando se arranca de la dudosa comodidad del jergón, si lo hay, sino en aquel otro y singular sentido que es despertar en pleno mediodía y descubrir que un minuto antes todavía era de noche, que el tiempo verdadero de los hombres y lo que en ellos es cambio no se rige por el ir y venir del sol o de la luna, cosas que en definitiva forman parte del paisaje, no sólo terrestre, como con otras palabras ya se ha dicho. Es bien verdad que hay momentos para todo, y este caso estaba destinado para ocurrir en el tiempo de la siega. A veces se requiere una impaciencia de los cuerpos, o una exasperación, para que las almas comiencen a moverse, y cuando decimos almas, queremos significar eso que en verdad no tiene nombre, tal vez todavía cuerpo, si no finalmente cuerpo entero. Un día, si no desistimos, sabremos todos qué cosas son éstas y la distancia que va de las palabras que las intentan explicar, la distancia que va de esas palabras al ser que las dichas cosas son. Sólo escrito así parece complicado.

También complicada, por ejemplo, parece esta máquina, y es tan sencilla, la máquina es una trilladora, nombre esta vez bien puesto, porque precisamente es eso lo que hace, saca los granos de la espiga, la paja a un lado, el cereal al otro. Vista desde fuera, es una gran caja de madera sobre ruedas de hierro, unida por una correa a un motor que trepida, brama, aúlla, retumba y, con perdón, apesta. La pintaron de un amarillo de yema de huevo, pero el polvo y el sol que cae a plomo le quebraron el color, y ahora parece más bien un accidente del terreno, al lado de otros que son los almiares, y con este sol ni se distingue bien, no hay nada que esté quieto, es el motor que salta, la trilladora vomitando paja y grano, la correa floja oscilando, y el aire vibrando como si todo él fuese el reflejo del sol en un espejo agitado en el cielo por manitas de ángeles que no tienen nada mejor que hacer. Hay unas sombras en medio de esta niebla. Han pasado todo el día aquí, y el día de ayer, y el de anteayer, y el de más atrás, desde que empezó la maja. Son cinco, uno más viejo, cuatro de poca edad, que para este esfuerzo no debían bastar los diecisiete, dieciocho que tienen. Duermen en la era, contra los fardos, pero es noche cerrada cuando el motor calla y viene aún lejos el sol cuando se oye el primer estampido de aquella bestia que se alimenta de bidones de un líquido negro y pegajoso, y luego, durante todo el santo día, maldito sea, aquella estridencia aporreando los oídos. Es ella quien marca la cadencia del trabajo, la trilladora no puede mascar en falso, inmediatamente se nota, y aparece bramando el capataz, a gritos desde su resguardo. La boca de la máquina es un volcán para dentro, un gaznate gigantesco, y es el mayor de los cinco quien más tiempo dedica a alimentarlo. Los otros hacen crecer los almiares, dan vueltas como locos en aquella perdición de paja menuda, alzan el trigo seco y áspero, los tallos cortantes, la espiga barbada, el polvo, dónde está ya aquel verde tiernísimo del cereal en primavera, cuando la tierra parece realmente el paraíso. No se aguanta este fuego. Baja el mayor, sube uno de los jóvenes, y la máquina es como un pozo sin fondo. Sólo falta meterle un hombre dentro. Así aparecería el pan con su justo color rojo, y no con el blanco inocente o el pardo neutro.

Viene el capataz y dice, Tú vas a la criba. La criba es aquel monstruo sin peso, aquella paja convertida en polvo que se infiltra por los agujeros de la nariz y los obstruye, que se mete por todo cuanto en la ropa es abertura y se agarra a la piel, una pasta de barro, y el picor, señores, y la sed. El agua que se bebe de la cántara es caliente, malsana, como si ahora estuviera bebiendo en una ciénaga, de bruces, qué me importan los gusanos y las bichas, que es como aquí llamamos a las sanguijuelas. Va el mozo a la criba, recibe aquel tufo en la cara como un castigo, y el cuerpo comienza mansamente a protestar, para más no le quedan fuerzas, pero luego, y esto sólo lo sabe quien lo haya vivido, la desesperación se alimenta de la fatiga del cuerpo, se hace fuerte y su fuerza regresa violenta al cuerpo, y entonces, doblado en su energía, el muchacho, que se llama Manuel Espada y de él se volverá a hablar en este relato, deja la criba, llama a los compañeros y dice, Me voy porque esto no es trabajar, es morir. Encima de la trilladora está de nuevo el mayor, Y los almiares, pero se queda con el grito en la boca y los brazos caídos, porque los cuatro muchachos se alejan juntos, se sacuden las ropas, son como muñecos de barro aún por cocer, pardos, con la cara cubierta por regueros de sudor, parecen payasos, y dispensen, porque no hay precisamente ganas de reír. El mayor salta de la trilladora, apaga el motor. El silencio es como un puñetazo en los oídos. Viene el capataz corriendo, desaforado, Qué pasa, a ver, qué pasa. Y Manuel Espada dice, Me voy, y los otros, Y nosotros nos vamos también. La era queda pasmada, Es que no queréis trabajar, pregunta. Quien alce los ojos, quien mire alrededor, verá el aire temblar, es la tremolina del calor, pero parece que es el latifundio estremeciéndose y en definitiva son sólo cuatro muchachos que se van, movidos por sus razones de quienes no tienen mujer e hijos que mantener, Por ellos dejé que me llevaran a Évora, dice Juan Maltiempo a Faustina. Responde la mujer, No pienses más en eso, y levántate, que ya es hora.

Manuel Espada y sus amigos van a ver al capataz, que es Anacleto, hombre de mirada tuerta, a pedirle el dinero de los días trabajados, y a decirle que se van, que no aguantan más. Clava en ellos Anacleto su ojo vagabundo, ve a los cuatro arrapiezos, lástima de fusta, quién te pudiera usar. Dinero, ni un céntimo, y ahora mismo voy a denunciaros como huelguistas. Los insurrectos no saben qué es eso de huelguistas, por inocencia de su poca edad y por ignorancia de la práctica. Vuelven a Monte Lavre, que está lejos, van por viejos caminos, por atajos, lo más recto que pueden, ni contentos ni pesarosos, la cosa fue así, qué le vamos a hacer, un hombre no puede pasarse toda la vida aguantando, y estos cuatro hombres, dispensen la exageración, van hablando y diciendo cosas propias de su edad, uno de ellos hasta le suelta una pedrada a una abubilla que se le cruza en el camino, y pensándolo bien lo único que les pesa es dejar a aquellas mujeres del Norte que andaban con ellos en la era, que era grande la falta de brazos en la estación.

Bien anda quien va por su pie, tiene tiempo para todo, pero cuando la prisa es grande y mayor aún la sed de justicia, cuando malhechores y fechorías ponen en peligro el latifundio, lo mejor es que Anacleto vaya en tartana hasta Montemor, airado y tremebundo, con aquel santo rubor que tiñe la faz de los que luchan, encendidos, por la conservación del mundo, y bien está que corra a Montemor, donde estos asuntos se tratan, y diga a la guardia que cuatro de Monte Lavre se han declarado en huelga, Qué va a ser de mí, qué le voy a decir al patrón cuando me pida cuentas de la trilla, ahora con esta falta de personal. Dijo el teniente Contento, Vete en paz que ya nos encargamos nosotros de esto, y Anacleto en paz volvió a la era, e iba aún de camino, con menos prisa que a la ida y gozando del bienestar de quien cumplió un deber gustoso, cuando le pasa un coche de la guardia lleno de gente, alguien le hizo un gesto desde dentro, era el administrador del concejo y con él iban, Adiós Anacleto, el teniente de guardia y una patrulla, cargando contra el enemigo, carro de combate panzer sherman erizado de armas de todos los calibres, desde la pistola de ordenanza al cañón sin retroceso, y allá van ellos, la patria contemplándolos, ofrecen su pecho a las balas, suena la bocina y es un clarín ordenando a la carga, mientras en algún lugar del latifundio, por caminos viejos como ya fue dicho, andan los cuatro facinerosos entretenidos en ver quién es capaz de mear más alto y más lejos.

A la entrada de Monte Lavre ladran los perros al coche armado, pero esto no parecería verdad si no señaláramos el detalle, y como la calzada es empinada, baja el escuadrón y avanza en línea de tiradores, con la autoridad civil esta vez al frente y las espaldas calientes. La primera diligencia, cumplida con la limpieza de quien está de maniobras y sabe que todo es pólvora seca, los lleva al pedáneo, que por así decirlo enmudece de asombro al ver entrar en la tienda al teniente y al administrador, mientras la patrulla, al otro lado de la puerta, observa desconfiada las proximidades. Ya se han juntado al otro lado de la calle unos chiquillos y de lugares desde allí invisibles o inidentificables gritan las madres a los chicos, como lo hicieron en la matanza de los inocentes. Dejadlas gritar, que nunca les ha valido de nada, y vamos nosotros a lo nuestro, el alcalde ha recobrado la voz, todo él es ahora mesura y floreo, señor administrador, señor teniente, no dice señores números porque sonaría algo raro, señor número, y el administrador saca el papel en el que registró la identificación de los criminales, denuncia de Anacleto, A ver, dígame dónde vive esta gente, Manuel Espada, Augusto Patracao, Felisberto Lampas, José Palminha, y el alcalde no se contenta con el oficio de informar, llama a la mujer para que quede a cargo del mostrador y de la caja, y así engrosada, la compañía se lanza por los laberintos de Monte Lavre, ojo atento a las emboscadas, como hace en España la guardia civil, Dios la proteja. Monte Lavre es un desierto torrándose al sol, hasta los chiquillos pierden la curiosidad, qué calor hace, están cerradas todas las puertas, pero quedan las rendijas, las rendijas son la providencia de quien no quiere mostrarse, y por dondequiera que la guardia pase la van siguiendo los ojos de las mujeres y de algún viejo más curioso, qué va a hacer si no. Imagínense que nos entretuviéramos ahora descifrando y explicando la expresión de estos ojos, no llegaría la historia al fin, aunque todo, lo que parece escaso y lo que parece excesivo, forme parte de la misma historia, manera tan buena como cualquier otra de contar el latifundio.

Hay cosas cómicas, por ejemplo esto de que venga la fuerza armada y la autoridad civil a buscar a cuatro peligrosos agitadores y no se lleve a ninguno. Andan aún muy lejos los huelguistas. Ni desde el punto más alto de Monte Lavre se avistarían, incluso desde la torre, si es torre y ésa es, la, que sirvió a Lamberto Horques para asistir a la carga de su caballería en aquel siglo quince del que ya hablamos. Ni el sol permitiría que vieran, en la, confusión del paisaje, a los cuatro minúsculos bandidos, probablemente tumbados a la sombra, dormitando tal vez, a la espera de que refresque la tarde. Pero quien no encuentra ninguna gracia a la peripecia son las madres, avisadas por el teniente y el administrador de que al día siguiente, por la mañana, han de ir los hijos a Montemor, o si no vendrá la guardia a Monte Lavre para llevarlos, a rastras por las orejas y a patadas en el culo, son descomedimientos del lenguaje. Se va el coche por la carretera adelante, levantando nubes de polvo, pero antes fue el administrador a presentar sus respetos al mayor dueño del latifundio allí residente, tanto da Lamberto como Dagoberto, y él los recibió a todos, excepto a los números, mandados para la bodega, por tanto recibió al teniente Contento y al de los respetos en una fresca sala del primer piso, qué regalo esta penumbra, las señoras y las hijas bien, usted, señor, siempre igual, una copa más de este licor, y a la salida el teniente saluda en rígida posición de firmes, conforme a la ordenanza, y el administrador intenta hablar de igual a igual, pero el latifundio es tan grande, tiende ahora Alberto una fuerte mano y dice, No los dejen que se crezcan, y el administrador Concejo, tiene este singularísimo nombre, No hay quien los entienda, cuando no hay trabajo porque no hay trabajo, y cuando lo hay, no están para eso. No es un buen estilo de secretaría, pero salió así, son las libertades del latifundio, esta buena vecindad rural, tanto que Norberto sonríe comprensivo, Infelices, son unos pobres diablos que no saben lo que quieren, Unos ingratos, dice el administrador, y el teniente se pone otra vez firmes, no sabe hacer otra cosa, bueno, tiene otras sabidurías, en especial las militares, pero falta la oportunidad.

Cae el sol cuando llegan los facinerosos. Verlos y ponerse a gritar las madres es todo uno, Qué habéis hecho, ay Jesús, y ellos, No hicimos nada, dejamos el trabajo porque aquello de la máquina no hay quien lo aguante. Si mal era, hecho estaba, y al día siguiente se pondrán en marcha hacia Montemor, no los van a meter en la cárcel, dijeron los padres. Pasó así la noche, calor sofocante, estarían ahora los muchachos durmiendo en la era, y tal vez alguna mujer del Norte venga a orinar afuera y se quede respirando el aire nocturno o a la espera de que el mundo sea mejor, y Vas tú o voy yo, hasta que uno de ellos se decide, con el corazón al galope y las ingles tensas, son diecisiete años, qué le vamos a hacer, y la mujer no se aleja, se queda aquí, quizá sí, quizá el mundo va a ser mejor ahora, y este espacio entre los haces de paja parece hecho a propósito, da para dos cuerpos tumbados el uno sobre el otro, no es la primera vez, no sabe el muchacho quién es la mujer, no sabe la mujer quién es el muchacho, mejor así, no habrá vergüenzas a la luz del día si de noche no las hubo tampoco, y es un juego jugado con lealtad, dando cada jugador cuanto puede, y este suave vértigo cuando se entra en aquel espacio de los haces de paja, este olor tan dulce, y luego la agitación de los cuerpos, todo temblando, pero con esto se pasan las noches sin dormir, y mañana tengo que ir a Montemor.

Van los cuatro en un carro tirado por mulas de flaca estampa pero de trote infatigable, riqueza de los padres de José Palminha, es un grupo de muchachos callados, con el corazón oprimido, pasan el puente y la subida que le sigue, y llegan ahora a Foros, casa aquí, casa acullá, son así estas tierras foreras, y antes, a mano izquierda, Pedra Grande, y poco a poco se va alzando en el horizonte, en la mañana cálida, el castillo de Montemor, lo que queda de las murallas derribadas, aquello da tristeza. Se pone un hombre de diecisiete años a hacer pronósticos sobre su futuro, Qué va a ser de mí, denunciado como huelguista, denunciado por Anacleto, y estos tres compañeros míos sin más culpa que haberse puesto de mi lado, y la otra culpa, imperdonable, la de no tener fuerzas para la tortura de servir en una trilladora que tanto va trillando el trigo como me va trillando a mí, entro por la boca de la máquina y salen los huesos mondos, y yo convertido en paja, polvareda de paja, y el trigo lo tendré que comprar a precio que no elegí. Augusto Patracao, que es gran silbador, espanta los nervios con su maña, pero le duele la barriga, no es ningún héroe ni sabe qué es eso, y a José Palminha lo que le vale es la distracción de tener que conducir la bestia, trabajo en el que hace maravillas, va la mula como si fuera corcel de alta escuela. Felisberto Lampas, se llama Felisberto, pero por casualidad, va fastidiado, sentado con las piernas para fuera, de espaldas al destino, siempre será así toda su vida. Y de repente estaba Montemor ante ellos.

Dejan el carro al pie de un plátano, le ponen a la mula el morral de alfalfa en los hocicos, no hay mejor vida que ésta, suben los cuatro a la guardia y un cabo les dice de mala manera que vayan al ayuntamiento a la una. Van y vienen los cuatro por Montemor de paseata toda la mañana, sin entrar siquiera en la taberna, tan mozos son. No se pueden explicar las horas que anteceden a los interrogatorios, tanto es lo que en ellas ocurre, lo que se teme y se recela dentro de la cabeza de cada uno, la aflicción apenas dominada que se transparenta en la cara, y este nudo en la garganta que ni agua ni vino son capaces de deshacer. Manuel Espada aún dice, Por mi culpa estáis metidos en esto, pero los otros se encogen de hombros, es igual, y Felisberto Lampas responde, Lo que tenemos que hacer es aguantar, no ceder.

Para mozos tan inexpertos la cosa resultó bien. A la una estaban en un corredor del ayuntamiento oyendo los gritos del administrador Goncejo, atronando el edificio entero, Ahí están los hombres de Monte Lavre. Fue Manuel Espada quien respondió como le competía, él era el de la rebelión, Aquí estamos, sí señor, y se quedaron los cuatro en fila, esperando lo que les viniera encima. Montó el administrador su número de autoridad civil, y el teniente Contento estaba con él, O sea que sois vosotros, sinvergüenzas, pues vais a ver lo que os espera, a África con vosotros, para que aprendáis a respetar a los que mandan, a ver, que entre Manuel Espada, y empezó el interrogatorio, Quién os enseña, quién os ha enseñado, buenos maestros tenéis, sois huelguistas, y respondía Manuel Espada con la fuerza rotunda de su inocencia, Nadie nos ha enseñado, ni sabemos de nadie, ni qué es eso de las huelgas, pero la máquina comía mucho, y los almiares eran enormes. Y el administrador, Os conozco muy bien, eso es lo que os han dicho que respondáis, decía el administrador Goncejo preparando el terreno, porque sabiéndose en Montemor que estaban allí muchachos de Monte Lavre tenidos por huelguistas, dos o tres personas sensatas le habían dicho ya unas palabras sensatas al teniente Contento y a él mismo, Que no vale la pena tomar en serio esas cosas, son chiquilladas, qué saben ellos qué es eso de huelgas. No se evitó, sin embargo, que todos respondieran al interrogatorio y, acabado, el administrador echó un discurso para decir lo consabido, A ver si ahora andáis con cuidado y aprendéis a respetar a quien os da trabajo, por esta vez pase, pero que no os vea por aquí otra vez porque acabáis con vuestros huesos en la jaula, y sobre todo, mucho ojo, si aparece alguien que os quiere dar papeles o liaros en conversaciones subversivas, avisad a la guardia, que ya se encargará ella del asunto, y agradeced a quien ha intercedido por vosotros el salir tan bien librados, no dejéis en mal lugar a vuestros benefactores, y ahora iros, dadle las buenas tardes al teniente Contento que es vuestro amigo, y yo también lo soy y quiero vuestro bien, no lo olvidéis.

Esta tierra es así. A Lamberto Horques le dijo el rey, Cuida de esta tierra y puéblala, vela por mis intereses sin olvidar los tuyos, y aconsejo esto por conveniencia mía, y si así lo haces, siempre y bien, todos viviremos en paz. Y el padre Agamedes, a las ovejas apacentadas, Vuestro reino no es de este mundo, sufrid y ganaréis el cielo, cuantas más lágrimas lloréis en este valle de desdichas, más cerca del Señor estaréis cuando hayáis abandonado el mundo, que todo en él es perdición, diablo y carne, y cuidado que no os quito la vista de encima, bien engañados estáis si creéis que Dios Nuestro Señor os deja libres tanto en el bien como en el mal, que todo será puesto en la balanza llegado el día del juicio, y mejor es pagar en este mundo que estar en deuda en el otro. Buenas doctrinas son éstas, y probablemente por ellas los cuatro de Monte Lavre tuvieron que aceptar que el salario ganado y no pagado, nueve escudos por día, tres días y cuarto el total de la semana de aquel crimen, fuese a parar al asilo de los viejos, aunque Felisberto Lampas rezongara cuando ya venían de regreso, Seguro que se lo gastan en cervezas. Y no era verdad, perdonemos a esta juventud que tan fácilmente piensa mal de quien tiene más experiencia. Gracias a los ciento diecisiete escudos que quedaron en manos del administrador del concejo, tuvieron los viejos del asilo rancho mejorado, una orgía auténtica, inimaginable, han pasado tantos años y aún hoy se habla de aquel festín, y se cita lo de aquel asilado viejísimo que dijo, Ahora ya puedo morir.

Son animales extraños los hombres, y más extraños quizá los muchachos, que son de otra raza. De Felisberto Lampas ya se ha dicho bastante, va de mal humor y la cuestión del salario arrebatado es sólo un pretexto. Pero todos regresan tristes a Monte Lavre, como si les hubiesen arrebatado otra cosa más valiosa, quién sabe si el brío, no es que lo hubieran perdido, pero hay aquí, sin duda, una ofensa cualquiera, los trataron con desprecio, oyeron en fila el sermón del administrador, mientras el teniente los miraba de soslayo, reteniendo sus caras y maneras. Hasta rabia sentían los muchachos para con quien había intercedido por ellos. Intercesión que de nada les hubiese servido de no ocurrir este episodio dos días antes de que pusieran una bomba a Salazar, de la que escapó.

El domingo fueron los cuatro a la plaza y no encontraron patrón. Y tampoco al domingo siguiente, ni al otro. Los hacendados tienen buena memoria y fácil comunicación, nada les escapa, se van pasando la consigna y sólo cuando les parezca darán el hecho por perdonado, pero nunca por olvidado. Cuando por fin consiguieron trabajo, fue cada uno por su lado. Manuel Espada tuvo que ir a guardar puercos, y en esa vida pastoril se encontró con Antonio Maltiempo, de quien más tarde, cuando llegue su tiempo, acabará convirtiéndose en cuñado.


Sara de la Concepción no anda bien de salud. Ahora le ha dado por soñar con el marido y casi no pasa noche sin que lo vea tumbado en el suelo del olivar, con la huella de la soga en el cuello, violácea, así no puede ir a la tumba, y empieza entonces a lavarlo con vino hasta conseguir que la huella desaparezca y, si lo logra, tendrá al marido vivo otra vez, cosa que ni loca querría estando despierta, pero el sueño es así, quién podrá descifrarlo. Esta mujer, que tanto peregrinó de joven, vive ahora quieta y callada, pero verdaderamente así fue siempre, ayuda en casa de su hijo Juan Maltiempo y de su nuera Faustina, cuida de las nietas Gracinda y Amelia, atiende a las gallinas, zurce la ropa y vuelve a zurcirla, echa fondillos a los calzones, que es ciencia que le viene de sus tiempos de matrimonio, y tiene una manía que nadie entiende, andar fuera de casa, de noche cerrada y cuando todos los suyos están durmiendo. Cierto es que no va lejos. Ni el miedo se lo permitiría, y para el efecto le basta un viaje hasta el cabo de la calle. De creer a los vecinos la vieja está medio loca, tal vez esté, porque si todas las madres viejas pasearan por la calle de noche para que los hijos y las nueras o las hijas y los yernos tengan sosiego en sus retozos, sería cosa digna de recuerdo en la pobre historia de los pequeños gestos humanos, ver a las viejas yendo y viniendo en las sombras o a la luz de la luna, o sentadas en el suelo, junto a los muros blancos, o en las escaleras del atrio, a la espera, calladas, qué dirían ellas, echando cuenta en la memoria de sus placeres pasados, cómo fue, cómo no fue, y el tiempo que duraban, hasta que una de ellas decía, Ya podemos volver, y todas levantándose, Hasta mañana, y llegaban a casa, y alzaban la tranca con cuidado y el matrimonio quizá durmiendo e inocente del ejercicio conyugal, que no puede ser todas las noches, señora madre. Pero Sara de la Concepción prefería errar por exceso, sólo le costaba cuando estaba malo el tiempo, y entonces se metía bajo un cobertizo del corral, y por misericordia de Faustina, que la entendía muy bien, lo que son las mujeres, la llamaba desde la puerta, señal de una noche tan pura como aquellas estrellas frías, si es que justamente en las estrellas no busca Juan Maltiempo a su legítima mujer bajo las sábanas.

Tal vez Sara de la Concepción, con todo este entrar y salir, sólo está huyendo de los sueños que la esperan, pero es cierto y sabido que de madrugada ha de ir al olivar, es al día siguiente de la muerte, que fue cuando dieron con el cuerpo, lo sabe ella soñando, y con una botella de vino y un trapo repite el movimiento, frota, vuelve a frotar, y la cabeza se bambolea, y cuando viene hacia aquí se le quedan mirando los ojos fríos del marido, y cuando va para allá se queda el cadáver sin rostro, peor aún. Despierta cubierta de sudor frío Sara de la Concepción, oye roncar al hijo, oye el mal dormir del nieto, no oye a las nietas ni a la nuera, son mujeres, por eso, silenciosas, y se acerca a las dos niñas con las que duerme, sabe Dios a qué destino estarán llamadas, ojalá tengan mejor suerte que quien así sueña.

Siguió la historia adelante, y una noche salió Sara de la Concepción y no volvió. Dieron con ella siendo mañana clara, fuera de la aldea, sin tino, hablando del marido como si estuviese vivo. Una desgracia. Salvó la situación la hija que estaba sirviendo en Lisboa, María de la Concepción, una criada que con muchas lágrimas pidió a los patrones que le acudiesen, y ellos le acudieron, todavía hay quien diga mal de los ricos. Vino Sara de la Concepción de Monte Lavre para, por primera vez, viajar en taxi entre el barco del Terreiro do Pago, sur y sudeste, y el manicomio de Rilhafoles donde permaneció hasta morir como un pabilo al que se le acaba el aceite. A veces, aunque no muchas, pues cada uno tiene sus ocupaciones, María de la Concepción iba a ver a su madre y se quedaban las dos mirándose una a otra, qué más podían hacer. Cuando, años más tarde, llevaron a Juan Maltiempo a Lisboa por motivos que pronto sabremos, ya había muerto Sara de la Concepción, rodeada por las risas de las enfermeras, a quienes la pobre tonta, humildemente, pedía una botella de vino, imagínense, para un trabajo que tenía que terminar antes de que fuera tarde. Qué dolor de corazón, señoras y caballeros.


En el inventario de las guerras el latifundio tiene su parte, aunque no exagerada. Mucho mayor la tienen esas Europas donde otra guerra acaba de empezar, y, por lo que se puede saber, que no es mucho, en tierras de tanta ignorancia y alejamiento del mundo, está España en ruinas hasta el punto de hacer llorar el alma. Pero toda guerra es siempre excesiva, pensaría cualquier muerto en ella, que tal no quiso.

Cuando Lamberto Horques tomó posesión de las tierras de señorío de Monte Lavre y de su término, todavía estaría el suelo fresco de la sangre de los castellanos, frescura sólo por metáfora carnicera aquí citada, si comparamos con sangres mucho más antiguas de lusitanos y romanos, de todo aquel barullo y confusión de alanos, vándalos y suevos, si es que aquí llegaron, que los visigodos sí, y más tarde los árabes, esa cábila infernal de cara negra, menos mal que vinieron los borgoñones a derramar la suya y la de los otros, y unos cuantos cruzados no sólo osbernos, y moros otra vez, Virgen María, cuánta muerte se ha visto por estas tierras, y si de sangre portuguesa todavía no hemos hablado, es porque lo es toda o pasó a serlo después de un tiempo conveniente para la naturalización, por eso no hemos citado a franceses e ingleses, ésos sí, extranjeros de verdad.

No cambiaron las cosas después de Lamberto Horques. La frontera es una puerta abierta, de un salto se pasa el Caia, y la llanura parece haber sido adrede y amorosamente alisada por ángeles guerreros para que en ella bien pudieran enfrentarse cómodamente los soldados y no tuviesen obstáculo para el vuelo las saetas, y más tarde todo cuanto bala venga a ser. Hermosas son estas palabras de arsenal, desde celada a loriga, desde la ballesta al arcabuz, desde la bombarda al cañón pedrero, y si sólo con saber un cristiano que por estas tierras anduvieron, pisaron y batieron tantas armerías de temor se estremece, otro estremecimiento le vendrá ante el mérito de tales invenciones. Al fin y al cabo, la sangre se hizo para correr, de esta herida en el cuello o del vientre abierto al sol, buena tinta es para escribir enigmas tan secretos como ese de saber si murió esta gente sabiendo por qué moría y aceptando la muerte. Se levantan de allí los cuerpos o se entierran en el lugar donde cayeron, se barre el latifundio y queda la tierra lisa para una nueva batalla. Por eso los oficios han de ser bien aprendidos y bien practicados, sin reparar en gastos, como cuando el conde de Vimioso escribía minuciosamente a su majestad, Señor, las armas de la caballería deben ser una carabina y dos pistolas para cada soldado, las carabinas tendrán balas de mosquete o poco menos, y no tendrán el cañón de más de tres cuartas de largo, lo que es bastante, pues teniendo que estar tan reforzadas como este tipo de bala exige, si tienen el cañón más largo no se podrán manejar como es necesario, y tendrán su hierro para la cartuchera, como es uso, y las pistolas serán de buena bala y tendrán cerca de dos cuartas de cañón, y sus bolsas para poner en los arzones, y en las sillas habrá dos correas en que se prendan, de las pistolas y de las carabinas será bueno que me traigan también algunas para por ellas hacer otras y venga cantidad de hierro a Vila Vizosa, para repartir entre los oficiales espingarderos, de este hierro puede quedar alguno en Montemor y en Évora, esto es lo que parece útil sobre la caballería, pero lo que vuestra majestad mande disponer será lo más conveniente.

Pero ocurría a veces que, por dificultades de erario, las pagas de su majestad no eran buenas ni prontas, En Montemor se ha trabajado hasta ahora en las fortificaciones con los dos mil cruzados que vuestra majestad fue servido dar y con los dos que el pueblo dio, y como el concierto fue que vuestra majestad daría seis y el pueblo otros tantos, me escribió el concejo que era necesario que vuestra majestad diese los dos para dar ellos otro tanto, y yo le respondí que trataran de dar sus dos, que yo daría aviso a vuestra majestad para que mandara los dos para que el pueblo contribuyera con lo suyo. Son escritos burocráticos éstos, de gran desconfianza y juego de toma y daca, pero en ellos no se regatean sangres, no se dice, Dé vuestra majestad un litro de la suya, roja o azul tanto da, que tras estar derramada en el suelo media hora, del color del suelo acaba. No se atreven los pueblos a pedir tanto, pues no llegaría la sangre de toda la casa real, ni metiendo en la misma tina la de infantes y la de infantas, incluyendo los bastardos del rey y de la reina, para las necesidades de la guerra. Ponga el pueblo la sangre y los cruzados, que su majestad contados cruzados dará de los que el pueblo antes le dio por taxación y fiscal de impuesto.

Nunca faltan calamidades en la lista. Estas cosas de caballerías, cruzados y fortificaciones, más la sangre que todo lo liga, son del siglo diecisiete, que ya son años, un horror de ellos, pero las cosas no mejoran, como cuando en la guerra de las naranjas perdimos Olivenza y no volvimos a encontrarla, y así, sin disparar un tiro, una vergüenza, entra Manuel Godoy por ahí dentro, sin resistencia, y para escarnio nuestro y galantería suya manda una rama de naranjo a la amante reina María Luisa, sólo nos faltó servirles de colchón a ambos. Desgracia infinita, pena sin consuelo, que desde el siglo diecinueve llega hasta anteayer, algo malo tendrán las naranjas y mal efecto en los destinos personales y colectivos, de no ser así seguro que no mandaba Alberto enterrar las que caen en tiempo frío y no volvería a decir al capataz, Entierren las naranjas, y si alguno es sorprendido comiéndoselas lo despiden el sábado, y así fueron despedidos algunos porque a escondidas, fruto prohibido, comieron las naranjas que todavía estaban buenas, en vez de dejarlas estragándose y pudriéndose bajo tierra, enterradas vivas, pobrecillas, qué mal habremos hecho nosotros y ellas. Pero todo esto tiene su razón de ser así, vamos observando mejor las cosas, porque, para remate de esta guerra empezada ahora en Europa, un tal Hitler Horques Alemán mandará juntar chiquillos de doce y trece años para formar con ellos los últimos batallones de la derrota, con uniformes que les cuelgan de los brazos y se les enrollan en las piernas, también como monigotes, y la buena arma de retroceso, sin hombro que la aguante, y es esto exactamente lo que claman los patronos de estos latifundios, que ya no hay chicos de seis o siete años para guardar los puercos y los pavos, adonde iremos a parar si los chiquillos no se ganan su sustento, se lo dicen a los padres brutos que ya dieron la sangre y los cruzados y aún no han entendido nada, o empiezan a sospechar, como han sospechado en otro siglo de las excusas de su majestad.

Y si al menos fueran sólo las guerras. El hombre se acostumbra a todo, y entre guerra y guerra hace unos hijos y los entrega al latifundio, sin que venga lanzada o escopeta a cortar de plano las promesas, que tal vez el chico tenga suerte y llegue a capataz, o a administrador o a criado de confianza, o tal vez prefiera irse a vivir a las ciudades, que es muerte más limpia. Lo peor son las pestes y las hambres, año sí año quizá, que vienen a darle la puntilla al pueblo, quedan los campos vacíos de gente, las aldeas cerradas, leguas sin ver un alma viva, y de vez en cuando bandadas de andrajosos y miserables, por caminos que el diablo sólo frecuentaría a cuestas de los hombres. Van quedando perdidos por la ruta, es un itinerario de cadáveres, y cuando se levanta la peste y el hambre se acomoda, se cuentan los vivos hasta donde llega la aritmética, y se encuentran tan pocos.

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