Todo esto son males, y grandes males. Diríamos, para usar el lenguaje del padre Agamedes, que son los tres jinetes del Apocalipsis, que eran cuatro, y, empezando a contar, incluso con los dedos para quien no sepa sistema mejor, tenemos el primero que es la guerra, el segundo que es la peste, el tercero que es el hambre, y ahora llega el cuarto que es el de las fieras de la tierra. Éste es el de mayor asistencia y tiene tres rostros, primero el rostro que el latifundio tiene, luego la guardia para defender la propiedad en general y el latifundio en particular, luego el rostro tercero. Es una sierpe de tres cabezas y una sola voluntad verdadera. Quien más ordena no es quien más puede, quien más puede no es quien más parece. Pero será mejor que hablemos claramente. En todas las ciudades, en todas las villas, en todas las aldeas y lugares, este caballo está y pasea con sus ojos de plomo y sus patas que son iguales que las manos y que los pies de los hombres, pero de hombres no son. No es hombre aquel que dirá a Manuel Espada, años más tarde, servicio militar en las islas de las Azores, no sufra el relato con la anticipación, Cuando deje esto entro en la policía de vigilancia y defensa del estado, y Manuel Espada preguntó, Qué es eso, y respondió el otro, Es la policía política, ni imaginas, uno está ahí, y si hay un tipo que no te gusta, lo detienes, lo llevas al gobierno civil, y si te apetece le pegas un tiro en la cabeza y luego dices que se resistió y arreglado. Es un caballo que derriba las puertas de las casas a coces, come en la mesa del latifundio con el padre Agamedes y juega a las cartas con la guardia republicana mientras el potro Buentiempo patea la cabeza del preso. Por ciudades, villas, aldeas y todos los demás lugares los caballos se encuentran, relinchan, se frotan los hocicos entre sí, intercambian secretos y denuncias, inventan violencias persuasivas y persuasiones violentas, y por eso mismo hemos visto todos que no pertenecen a la raza caballar, tonto es el padre Agamedes que sólo porque ha leído en la Biblia caballos creyó que de caballos realmente se trataba, error primario del que fue sacado Manuel Espada en las Azores por su prometedor conmilitón. Las raíces del árbol del conocimiento no eligen terrenos ni recelan de distancias.

Pero el padre Agamedes también clama, Ciertos hombres que andan por ahí sigilosamente sacándoos de vuestro común sentido, y que la gracia de Dios Nuestro Señor y de la Virgen María quiso que en España hayan sido aplastados, vade retro satanás y abrenuncio, he de deciros que huyáis de ellos como de la peste, del hambre y de la guerra, pues son la peor desgracia que sobre nuestra santa tierra podría caer, plaga digo como la de langosta sobre Egipto, y por eso no me cansaré de deciros que debéis prestar atención y obedecer a los que saben más que vosotros de la vida y del mundo, mirad a la guardia como a vuestro ángel de la guarda, no le guardéis rencor, que hasta el padre se ve a veces obligado a golpear al hijo a quien tanto quiere y ama, y todos sabemos que más tarde el hijo dirá, Fue por mi bien, sólo se perdieron los golpes que dieron en el suelo, así, hijos míos, es la guardia, y ya ni hablo de las otras autoridades civiles y militares, el señor presidente del concejo, el señor administrador municipal, el señor comandante del regimiento, el señor gobernador civil, el señor comandante de la legión, y otros señores que tienen encargo de mandar, empezando por quien os da trabajo, sí, qué sería de vosotros si no hubiese quien os diese trabajo, cómo habríais de alimentar a vuestras familias, decidme, responded, que para eso os pregunto, bien sé que en misa no se habla, pero es a vuestra conciencia a quien debéis responder, y por todo eso os recomiendo, conjuro y emplazo, para que no deis oído a esos diablos rojos que andan por ahí buscando nuestra desgracia, que no creó Dios para eso esta tierra nuestra, sino para que ella se conservase en el regazo amantísimo de la Virgen María, y si dais fe de que alguien os quiere descarriar con palabras mansas, id al puesto de la guardia y haréis así obra de Dios, pero si no tenéis valor, por miedo a venganzas, yo os oiré en confesión y providenciaré según mi alma y conciencia, y recemos ahora todos un padrenuestro por la salvación de nuestra patria, un padrenuestro por la salvación de Rusia y un padrenuestro por la intención de nuestros gobernantes, que tanto se sacrifican y tanto bien nos quieren, padrenuestro que estás en los cielos, santificado sea el tu nombre.

Tiene toda la razón el padre Agamedes. Anda gente por el latifundio, se encuentran grupos de tres o cuatro en lugares escondidos, en los yermos, a veces en casas abandonadas, vigilando, otras veces al abrigo de un valle, dos de aquí, dos de allá, y mantienen largas charlas. Hablan siempre de uno en uno y los demás oyen, quien los viera de lejos diría, Son vagabundos, son gitanos, son apóstoles, y cuando acaban se dispersan en el paisaje, a poder ser por caminos desviados, llevando papeles y decisiones. A esto llaman organización, y el padre Agamedes está rojo de cólera, es la santa ira, Malditos sean, caigan sus almas en las profundidades del infierno, dañina infección que sólo quiere vuestro mal vivir, aún ayer en conversación con el señor presidente de la junta, él me dijo, Señor cura Agamedes, mire que la fatal dolencia ha contaminado ya nuestro pueblo, hay que hacer algo contra las perniciosas doctrinas que los enemigos de nuestra fe y de nuestra civilización andan propagando entre las familias, Ingratos, os digo ahora, que ignoráis que nuestro país es la envidia de las otras naciones, esta paz, este orden, y ahora venid acá a decirme si queréis perder todo esto, que os quejáis de vicio, eso es lo que pasa.

Juan Maltiempo nunca fue hombre de misas, pero viviendo ahora en Monte Lavre va a la iglesia de vez en cuando, para complacer a su mujer y por necesidad. Oye estas palabras inflamadas del padre Agamedes, las compara en su cabeza con las que consiguió retener de la lectura de los papeles que a escondidas le han dado, hace su juicio de hombre sencillo, y si de los papeles cree algo, de las palabras del cura no cree nada. Parece que hasta el mismo padre Agamedes tiene dificultades para creerlas, de tanto como grita, desgañitándose y echando espumarajos por la boca, que ni queda bien en un ministro del Señor. Cuando la misa acaba, Juan Maltiempo sale al atrio con el resto de los asistentes, se encuentra con Faustina, que estuvo entre las mujeres, baja con ella hasta el medio de la calle y luego se reúne con los amigos para tomar un vaso, que es siempre su cuenta, por más que se rían de él, Eh, Maltiempo, que eso es beber como un chiquillo, y él sonríe, es una sonrisa que lo dice todo, hasta el punto de que los otros se callan, es como si de una de las vigas de la taberna acabase de caer el cuerpo de un ahorcado. Y le dice uno de los amigos, Ha hablado bien el cura, eh, pregunta que no tiene respuesta porque éste es uno de los dos o tres que en Monte Lavre nunca van a misa, preguntó por incordiar. Juan Maltiempo vuelve a sonreír, La prédica es siempre la misma, y no dice más porque ya va camino de los cuarenta, no bebe tanto que pierda el freno de la lengua. Pero de las manos de este que acaba de hablar le llegaron los papeles, y entonces se miran el uno al otro, y Sigismundo, ése es su nombre, le guiña el ojo y levanta el vaso de vino, Salud.


En los días que Antonio Maltiempo andaba guardando puercos apareció por allí Manuel Espada, sujeto a trabajo de tan poca ciencia por no haber podido encontrar otro tras haber sido declarado huelguista en dos leguas a la redonda, él y sus compañeros. Como toda la gente de Monte Lavre, supo Antonio Maltiempo de lo ocurrido, y en sus fantaseos, de infancia recién acabada, hallaba algunas semejanzas en la rebelión que lo había alzado contra el mayoral asador de piñas y aventador de palos, pero no se atrevió a abrirse en confianza, sobre todo porque mediaban seis años entre los suyos y los de Manuel Espada, lo suficiente para separar a un chiquillo de un muchacho y a un muchacho de un hombre hecho. El mayoral de estos puercos no se movía más que el otro, pero tenía la disculpa de ser viejo, y los mozos le aguantaban bien las órdenes, alguien ha de mandar, él en nosotros y nosotros en el ganado. Los días de pastoreo son largos, incluso en invierno, las horas pasan tan lentas, no tienen prisa, hasta que una sombra vaya de aquí para allá, y más si de puercos es el ganado, tiene el puerco la virtud de la poca imaginación, siempre el hocico pegado al suelo, si se aleja un poco no es por mal, y una pedrada con tino o un varazo sobre el lomo lo lleva a juntarse de nuevo a la piara sacudiendo las orejas. Y al cabo es como si no hubiera pasado nada, bendito sea, que no es de rencores y tiene la memoria pobre.

Sobraba así tiempo para charlar, adormecido el mayoral bajo una encina, o atendiendo distante al ganado por aquel lado. Manuel Espada habló de sus aventuras de huelguista, sin exageraciones que no iban con su carácter, y dio un vislumbre de explicación teórica sobre lo que puede pasar en las eras de noche con las mujeres de la cuadrilla, en particular si son del Norte y han venido sin hombre. Se hicieron amigos y Antonio Maltiempo gran admirador de la serenidad del mayor, que él no tenía, siempre con el pie levantado para cambiar de sitio, como luego se verá. Había heredado el gusto vagabundo del abuelo, Domingo Maltiempo, con la grande y loable diferencia de ser de humor alegre, pero no a la manera acostumbrada, que es de carita de pascuas y risa suelta. Tiene los gustos y contrariedades comunes a su edad, asumió la antiquísima y nunca resuelta cuestión que separa a muchachos y gorriones, y sobre todo muestra un decir independiente y ciertos desplantes que acabarán manifestándose en un tanto de rebeldía y en un punto de impaciencia. Le gustarán los bailes como al padre en su mocedad, pero estimará en poco los ajuntamientos. Será gran contador de historias, vividas o imaginadas, y tendrá el arte supremo de borrar las fronteras entre unas y otras. Pero será siempre, por su propia naturaleza, gran trabajador en todas las artes rurales. No es esto señal de que le estemos leyendo la palma de la mano, simplemente son datos elementales de una vida que otras cosas tuvo y algunas que no parecían prometidas a su generación.

Antonio Maltiempo no anduvo muchos días con los puercos. Dejó en el oficio a Manuel Espada y fue a aprender disciplinas que el otro ya conocía, por mayor, y con trece años se le vio acompañar a los hombres maduros en la roza, cavando en obra de acequias, que es trabajo que demanda mucho esfuerzo y brazo. Apenas con quince años aprendió a arrancar el corcho, oficio memorable en el que acabó maestro, como en todo lo que se metía, sin vanidad. Muy joven abandonó la cercanía de padre y madre y anduvo por los lugares donde el abuelo dejó sus marcas y algunos malos recuerdos. Pero, tan distinto era del antepasado que nadie juntó el apellido de uno al apellido del otro para hacerlos de la misma familia. Le tiraba mucho la parte del mar, descubrió las márgenes del Sado, y se aventuró, que no es viaje pequeño, todo hecho a pie, sólo por ganar unos céntimos añadidos que en Monte Lavre se regateaban. Y un día, mucho más tarde, cada cosa en su tiempo, irá a Francia a cambiar años de vida por moneda fuerte.

El latifundio tiene a veces pausas, los días son indiferentes o así lo parecen, qué día es hoy. Verdad es que se muere y se nace como en épocas más señaladas, que el hambre no se distingue en la necesidad del estómago y que el trabajo pesado en casi nada se ha aligerado. Las mayores mudanzas vienen del exterior, más carreteras y más coches en ellas, más radios y más tiempo para oírlas, entenderlas ya es otra habilidad, más cervezas y más gaseosas, pero cuando el hombre se acuesta de noche, o en su propia cama o en la paja del campo, el dolor del cuerpo es el mismo, y suerte tendrá si no está sin trabajo. De mujeres ya ni vale la pena hablar, tan constante es su destino de paridoras y animales de carga.

Y, pese a todo, mirando este páramo que parece muerto, sólo el ciego de nacimiento o el que lo es por voluntad propia no verán el estremecimiento del agua que del fondo viene súbitamente a la superficie, obra de las tensiones acumuladas en el lodo, entre el hacer, el deshacer y el rehacer químico, hasta que explota el gas así liberado. Pero para descubrirlo es preciso estar atento, no decir, al pasar, No vale la pena pararse, sigamos. Si por un tiempo nos alejamos, distraídos con paisajes diferentes y casos pintorescos, veremos al volver cómo todo iba cambiando y no lo parecía. Así ha de acontecer cuando dejemos a Antonio Maltiempo haciendo por su vida y volvamos al hilo de la historia comenzada, aunque todo esto sean historias de oír, hasta la de José Gato, para su mal tan sólo de él y de los que lo acompañaban, como Antonio Maltiempo es buen testigo y certificador.

Que éstos no son los sucesos aborrecibles de Lampias, el bandido brasileño, conforme oí contar, ni de otros de aquí más cerca, como fue el caso de Juan Brandao o José do Telhado, gente mala o gente errada, quién sabe. No quiero decir que en el latifundio no haya habido personas de mal talante, salteadores de caminos que por un nada dejaban al viajante muerto y robado, pero, que yo haya conocido, sólo José Gato seguía ese oficio, él y sus compañeros, cuadrilla estará mejor dicho, que eran, si recuerdo bien, el Parrillas, el Venta Rachada, el Ludgero, el Castelo, y otros cuyos nombres ya se me han ido, un hombre no puede guardar todo. Que yo ni creo que fuesen salteadores. Vagabundos sí, ése será el nombre justo. Si les daba por trabajar, trabajaban como cualquier otro, tan bien y tanto, no eran tunantes, pero llegaba el día y era como si les diera el viento en la cara, dejaban el pico o el azadón, iban al capataz o al encargado a pedirle la paga de los días, que a ellos nadie se atrevía a negársela, y desaparecían. Con éstos ocurrió así, hasta un cierto día, cada uno por sí, hombres solos y callados, y entonces se juntaron y formaron cuadrilla. Cuando los conocí ya José Gato era el jefe, no creo que nadie disputara el mando estando él. Lo que más robaban eran puercos, que en eso aquella tierra era abundante. Robaban para comer, y también para vender, claro está, que un hombre no se gobierna sólo con lo que come. Tenían entonces una barca fondeada en el Sado, ése era su resguardo. Mataban los animales, y los conservaban en salmuera para los tiempos de escasez. A propósito de esta salazón, hay un caso que voy a contar, les faltó una vez la sal, estaban en eso, qué vamos a hacer, qué no vamos a hacer, y José Gato, que era hombre sólo hablador cuando se precisaba, le dijo al Parrillas que fuera a buscar sal a la marina. En general, bastaba que José Gato dijera, haz eso, y eran palabras de Nuestro Señor, la cosa aparecía hecha, pero aquella vez no sé qué mosca le picó al Parrillas que dijo que no iba. Bien que se arrepintió. José Gato le agarró el sombrero, lo tiró al aire y mientras la copa iba y venía agarró la escopeta y destrozó el sombrero en dos disparos, y luego le dijo al Parrillas, con voz muy sosegada, Vas a ir por la sal, y Parrillas albardó el burro y fue a la sal. José Gato era así.

Para quien anduviera trabajando por allí cerca y tuviese atrevimiento, el proveedor de carne de cerdo era José Gato. Una vez apareció el Venta Rachada en la cuadrilla en la que yo segaba, venía clandestino, para saber si alguien quería carne. Quise yo, quisieron dos camaradas más, y se acordó que nos encontraríamos en un sitio que era la Silla de los Pinos. Allá fuimos al encuentro, cada uno con su saqueta, dinero poco, por si acaso, algo que teníamos ahorrado se quedó escondido en el rancho, por si íbamos a por lana y volvíamos trasquilados. Yo lleve cincuenta mil reis y los otros poco más o menos. Noche cerrada, y el sitio era feo, el Venta Rachada estaba ya a la espera, retirado, y hasta nos gastó una broma, íbamos a pasar y nos salió al encuentro, Ahora si me diera la gana, y apuntaba la escopeta, nos reímos todos, pero haciendo de tripas corazón, y yo dije, Mucho no ibas a llevarte, y entonces quien se echó a reír fue el Venta Rachada, que remató, Bueno, no tengáis miedo, vamos allá.

Cuando ocurrió esto, la carnicería de José Gato estaba en la sierra de Loureiro, en tierras de Palma, seguro que las conocen. Había madroños más altos que una casa, nadie se aventuraba por allí. En un barracón de braceros de otros tiempos, abandonado, estaba la carnicería. Vivían en el barracón todos juntos, sólo cuando notaban algún movimiento, gente por la vecindad o noticias de la guardia, se trasladaban a otro escondrijo. Seguimos andando, andando, y cuando llegamos a la vista del barracón nos encontramos dos artistas, cada uno con su escopeta, guardando. El Parrillas se dio a conocer, y entramos, dentro estaba José Gato con los otros tocando el acordeón y bailando fandangos, yo no entiendo mucho, pero creo que bailaban bien, todo el mundo tiene derecho a divertirse. Había unos alambres sujetos a una viga del barracón, con una caldera colgando, y una hoguera, estaban cociendo las asaduras de los puercos. Dice José Gato, Así que éstos son los compradores. Dice el Venta Rachada, Éstos son, no han venido más. Dice José Gato, Tranquilos, muchachos, antes de tratar el negocio, vamos a comer de esta calderada, fueron buenas palabras, sí señor, que ya se me hacía la boca agua sólo del olor. Tenían vino, tenían de todo. Para hacer boca fuimos picando unos tacos de jamón y un vaso de vino, José Gato tocaba el acordeón y cuidaba del fuego, llevaba unos zahones de piel de cordero, con grandes botones, como se usaba, y chaleco, parecía un labrador, el bribón. En un rincón del barracón se veían unas escopetas, era su arsenal, una hasta era de cinco tiros, que había sido de Marcelino, ahora lo diré. Estábamos en estos preparativos cuando oímos un chiflo. He de confesar que me estremecí, a ver si esto acaba de mala manera. Dijo José Gato, que se apercibió de mi temor, Tranquilos, que es gente conocida, vienen al mercado. Era Manuel da Revolta, tenía ese nombre a causa de una tienda que regía en el Monte da Revolta, y circulaban unas historias sobre él que ya contaré a su tiempo. Llega entonces el amigo Manuel da Revolta, pone seis puercos sobre el carro y se los lleva, al día siguiente, sabido era, haría la ronda por las cuadrillas vendiendo carne, decía que era suya, que los mataba él, pasaba por la guardia, sí señor, y hasta a la guardia le vendía, todavía hoy sigo sin saber si la guardia sospechaba algo o si le convenía el negocio. Llegó luego un sardinero a quien conocíamos todos, era él quien nos abastecía de pescado y también de tabaco y de otras cosas que José Gato precisase. El sardinero se llevó un cerdo en la bicicleta, lo que no se llevó fue la cabeza, no le interesaba. Luego llegó otro, venía sin chiflo, soltó unos silbidos y le respondieron los que estaban de vigía, era así lo combinado, trabajaban seguros. Se llevó dos puercos, uno a cada lado de la mula, también sin cabeza, el puerco, claro, que la mula precisaba la cabeza para ver por dónde iba poniendo los pies. Fueron desapareciendo los cerdos, y al final quedaron sólo dos, encima de unos sacos viejos. Acabó de hacerse la calderada, frieron unos torreznos, echaron todo el aliño, cebolla y demás, y embutimos toda aquella gloria dentro de la barriga, estaba buena la calderada, y el vino fue más de un jarro. Dijo entonces José Gato, Vamos a ver, cuánto traes, eso iba conmigo, Antonio Maltiempo, y respondí, Traigo cincuenta escudos, es todo lo que tengo. Dice José Gato, No es mucho, pero no te preocupes que de aquí no sales sin el avío, y cortó un puerco por la mitad, tendría cuatro y media, o cinco arrobas, Abre el saco, pero primero cuidó muy bien de coger el billete y metérselo en el bolsillo. Con los demás fue igual, y nos avisó a todos, Ahora boca cerrada si no queréis arrepentiros, y cargamos con la carne, bueno fue que nos avisara, como luego se vio, porque los cerdos habían sido robados en la hacienda donde andábamos trabajando y el capataz no nos dejaba en paz con preguntas. Pero nos portamos bien, los tres. Yo, para mi carne, hice un hoyo en el suelo con corcho, una plancha por debajo y un trapo tapándola, la salé toda, cortada en pedazos, y no se estropeó, ya ven, tuve allí comida para un montón de tiempo.

Ésta fue una historia. Si estuviera Juan Brandao por allí sería diferente, o quizá no, el caso es que con quien traté fue con José Gato, con el otro no estoy seguro. Más tarde la cuadrilla se mudó a la zona de Vale de Reis, quien sea de ciudad no puede imaginar los desiertos que hay por allí. Eran unas grutas, unas cuevas en unos zarzales malignos que a ver quién se atrevía a acercarse por aquellos andurriales, ni la guardia, la guardia no se atrevía. Allí estaban ocultos, y en el Monte da Revolta había siempre un centinela, cuando la guardia aparecía la madre de Manuel da Revolta ponía una vara dentro de la chimenea con un trapo atado en la punta, en poniendo ella la vara fuera de la chimenea, ya se sabía. Había siempre uno de la cuadrilla con el ojo puesto en la chimenea, y en cuanto aparecía el trapo en la punta de la vara, avisaba a los

otros y entonces se escondían todos, desaparecían, no dejaban ni rastro. Nunca llegó la guardia a atrapar a nadie. Hasta nosotros, que conocíamos el truco, cuando andábamos trabajando y veíamos la señal decíamos, Hay moros en la costa.

Bueno, entonces ocurrió lo de Marcelino, que voy a contar ahora. Marcelino era el capataz de Vale de Reis, y tenía una escopeta famosa que el

patrón le compró para que, si encontraba a alguien de José Gato robando, le pegara un tiro. Pero antes de este caso quiero contar otro, también de escopetas, iba el Marcelino en la yegua, cuando le sale al paso José Gato apuntándole con el arma y le dice, en burlas, que era mucho su manera de hablar, No tienes más que alzar los brazos, ya la cogeré yo, y Marcelino no tuvo otro remedio, bien que le costó. José Gato era un tipo pequeño, pero con un corazón así, enorme. Después fue lo de la escopeta de cinco tiros, uno empieza a contar una historia, y salen un montón de ellas enredadas. Venía el Marcelino monte abajo, entre matojos, aquello no lo limpiaba nadie, sólo sacaban la corteza, la partían en trozos pequeños, en fin que el matorral era de respeto. Venía el Marcelino muy ancho con su escopeta de cinco tiros, y con cinco cartuchos dentro, pensando, Ahora que aparezca quien quiera, y dicho y hecho, pegado a un chaparro delgadito estaba José Gato con el ojo en la puntería, Suéltala que la necesito, y se la llevó. Decía más tarde el patrón a Marcelino, Te compro una carabina, no te dejo quedar en ridículo, y Marcelino, furioso, Patrón, no quiero, no quiero ninguna carabina, y se acabó, ahora vigilo solo montado en la yegua, con mi garrota, que es como mejor vigilo.

Que el Marcelino era hombre de poca suerte en lo tocante a escopetas, quedaba claro. Una que tenía, suya, no del patrón, hasta teniéndola guardada en casa, se quedó sin ella. Una vez los perros del porquero se pusieron a ladrar, adivinaban algo fuera de lo común, se olían algo raro, y va el porquero y le dice a Marcelino, Ladran los perros, anda alguien por ahí queriéndose llevar una marrana. Marcelino, que tal oye, agarra la escopeta, la cartuchera y se pone de guardia. De vez en cuando tiraba tiros, y los compañeros de José Gato, desde los breznos, comprendieron que la cosa iba por ellos y respondieron, pero sin gastar mucha munición. Y dónde estaba José Gato, encima del tejado, había subido sin que lo viera nadie, y se quedó toda la noche pegado a las tejas como un lagarto para que no lo descubrieran, era un hombre atrevido. Llega la mañana, al romper el alba, o quizá un poco después, estaba aclarando, y dice Marcelino, Se han callado ya los tiros por esa parte, seguro que se largaron, me voy un ratito, a tomar un café, vuelvo en seguida. Y el porquero, a quien la charla había abierto el apetito, pensó, También voy yo a tomar algo, no era menos que los otros. Libre el campo de enemigos, salta José Gato del tejado, se me olvidaba decir que Marcelino había dejado la escopeta en el chamizo, salta del tejado, toma la escopeta y con ella una botas nuevas del porquero, y una manta, a lo mejor también tenían pocas mantas, y mientras hacía esto, los cinco compañeros, que eran cinco en aquel tiempo, agarran a cinco marranas y las mudan de allí hasta unos zarzales. Las marranas son como los hombres, tienen aquí una doblez que, cortándola, se quedan quietas, fue lo que ocurrió con éstas, junto a la majada, a cien o ciento cincuenta metros, o ni tanto. Siempre con alguien de guardia. Se dan cuenta los otros de la falta de las marranas, se van a buscarlas muy lejos, por el camino, y a nadie se le ocurre ir a ese sitio. Por la noche fue José Gato a buscarlas. Y así perdió una escopeta más.

Otra historia, aún más importante, andaba Marcelino de guardia sin escopeta, habían desaparecido todas, y José Gato pensó en entrarle a las habas, estaban las habas cortadas, en una era. La cosa fue cerca del resguardo de la cuadrilla, pero nadie sospechaba, los trabajadores sólo se enteraron cuando hubo que hacer una limpieza entre los árboles de aquel sitio, y ellos ya habían desaparecido de esos lugares. Encontramos su escondite, en unas covachas muy bien hechas, muy hondas. Eran unos cerros altos, y encima muchos sauces, ellos abrían una vereda, casi como las mangostas, hacían aberturas en los laterales, allá tenían las camas, hechas de junco y ramas, una maravilla, bueno el caso es que José Gato fue a las habas, y Marcelino encontraba movidas las habas, había habas machacadas, estaba la paja. Decía Marcelino, Hijos de puta, me andan en las habas, y qué es lo que se le ocurrió, Voy para allá, mete la yegua en un covacho, se lleva un saco, que en verano no se precisan mantas, y la garrota. A las tantas, oye ruido, era José Gato, en un saco cargaba tres o cuatro brazadas de habas, las aplastaba con los pies, aquello estaba todo reseco del calor, las aventaba y venía luego un compañero para ayudarle a acarrear la carga, a la hora acordada se llevaban entre los dos unos cien litros de habas. Quizá se las entregaban a Manuel da Revolta a cambio de pan o de otras cosas necesarias, qué sé yo. El caso es que estaba José Gato muy distraído pisando aquello, y Marcelino se fue acercando, acercando, descalzo, cuando contaba esto tenía mucha gracia Marcelino, decía así, Fui descalzo, paso a paso, y llegué a unos seis o siete metros del tipo, que si me deja llegar tres o cuatro metros más le doy un garrotazo, pero también él me presintió, fino que era, parecía que iba a darle, pues no, ya no lo encontré, aquello no era gato, era liebre, fue eso, estoy en un lo tengo no lo tengo, y va y da dos saltos, yo tampoco estaba quieto, pero me da dos saltos y se me queda de frente con una escopeta. José Gato va y le dice a Marcelino, eso dice Marcelino, Tu suerte es que te hayas portado bien con un amigo, fue una vez en que los de la guardia, la verdad, se pasaron de brutos, Marcelino recogió en su casa a uno de la cuadrilla y hasta le dio de comer, Esa es tu suerte, si no te deslomaba aquí mismo, venga, largo. Pero Marcelino fue también valiente, Un momento, que en todos los trabajos se echa un pito, sacó la petaca, lió un pito, se lo puso en la boca, lo encendió, Ahora sí me voy.

Más tarde detuvieron a toda la banda. La cosa empezó en las Pizarras, entre Munhola y Landeira, en una zona más escondida. Hubo un encuentro con la guardia, tiros, parecía una guerra. Los capturaban, pero luego a todos los iban empleando los labradores, Venta Radiada acabó guardando la viña de Zambujal, y otros igual. Si algo me hubiera gustado oír sería la charla entre los guardias y los terratenientes, Tenemos ahí un hombre preso, Me quedo con él, no sé quiénes eran más sinvergüenzas, si unos u otros. A José Gato lo apresaron tiempo después, en Vendas Novas. Estaba amancebado con una mujer que vendía verduras, y andaba siempre disfrazado, por eso nunca lo encontraban, hay quien dice que fue ella quien lo denunció, yo qué sé. Lo agarraron en casa de la mujer, en un desván, durmiendo, y dijo, Si no me pilláis durmiendo, podéis estar seguros que no era de ésta. Luego se dijo que lo llevaron a Lisboa y, del mismo modo que a los otros los emplearon por cuenta de los hacendados, de José Gato se hablaba que lo mandaron a las colonias como agente de la policía de vigilancia y defensa del estado. No sé si aceptaría, me cuesta creerlo, o si lo mataron y dieron esa disculpa, otros casos se han visto, no sé.

Tenía cosas buenas José Gato, eso hay que reconocerlo. Nunca robó nada a los pobres, sólo robaba donde había, a los ricos, como dicen que hacía José do Telhado. Pero una vez el Parrillas encontró una mujer que iba a comprar para la familia, y el Parrillas sí que se lo quitó, diablo de hombre. Pero tuvo la mala suerte de que José Gato se encontró a la mujer llorando, la pobre. Le preguntó por qué lloraba, y por las señas entendió que había sido el Parrillas el de la afrenta. La mujer recibió allí mismo una cantidad de dinero que daba para la compra de tres días y el Parrillas se llevó la mayor paliza de su vida. Y muy bien hecho.

Este José Gato era un hombre desengañado, pequeño de estatura pero valiente. Ésta ocurrió en el Monte da Revolta, que era un sitio muy internacional, pasaba gente de todas partes, basta decir que uno del Algarve, que trabajaba en las rozas, se hizo allá una barraquita e iba tirando, y como él muchos, que ni casa tenían. Fue allí donde un tipo quiso armarle una trampa a José Gato, liando la cosa con Manuel da Revolta, diciéndole a Manuel da Revolta que Gato había dicho que se iba a acostar con su mujer. Pero Manuel da Revolta que tenía mucha confianza en José Gato, se lo dijo por las claras, Mira, Fulano me ha dicho esto. Dijo José Gato, Hijo de puta, vamos a su casa a ver si es capaz de decirlo delante de mí, y entonces fueron, llegaron allí, Eh, tú, Fulano, conque le has dicho aquí a Manuel esto y lo otro y lo de más allá, pues haber si lo dices ahora, que quiero oírlo yo. Dijo el otro, Hombre, es que llevaba unas copas de más, pero la verdad es que tú no me dijiste nada de eso. Y José Gato, muy sereno, Vete andando cien pasos, así que vio que ya no lo podía matar, tras, tras, le suelta dos perdigonadas en el espinazo, sólo para que se le quedaran en la piel algunos perdigones y los otros ni lo rozaran, no era para matarlo, y le dio dos zurriagazos que lo tumbó, Eso para que aprendas a portarte como un hombre, que aquí no queremos chiquilladas. A José Gato lo vi siempre como a alguien que se metió en esa vida porque no ganaba para comer.

Anduvo un tiempo por aquí, yo era un chaval. Fue capataz de estos desmontes, de Monte Lavre hasta Coruche. La carretera la hicieron muchos ambulantes, entonces había mucha gente así, trabajaban tres, cuatro semanas y cuando tenían algo de dinero, se largaban y venían otros. José Gato apareció, se vio que era un tipo que sabía, de forma que le hicieron capataz, pero nunca andaba por las partes bajas. Yo estaba entonces guardando puercos, fue antes de lo de Manuel Espada, y lo vi todo. La gente decía que ya había tenido problemas con la guardia, y entonces la guardia lo descubrió, o alguien fue a decirle que él estaba por esta zona, se pusieron a buscarlo y lo cazaron. Pero entonces todavía no sabían bien quién era José Gato. Venía él delante de la patrulla, muy manso, y los guardias muy contentos de la caza que habían hecho, cuando va y da un salto, tira un puñado de tierra a los ojos de uno, salto aquí, salto allá, y pies para qué os quiero. Hasta que lo capturaron definitivamente nunca volvieron a ponerle los ojos encima. José Gato era un errabundo, un tipo duro y serio. Para mí que fue un hombre siempre muy solo. Eso digo yo, quién sabe.


El mundo, con todo su peso, esta bola sin principio ni fin, cubierta de mares y de tierras, toda acuchillada por ríos, arroyos y torrenteras por las que corre el agua clara que va y vuelve y siempre es la misma, suspendida en las nubes o escondida en los hontanares bajo las grandes losas subterráneas, el mundo que parece una mole dando tumbos por los cielos, o peonza silenciosa como un día lo verán los astronautas y ya podemos ir anticipando, el mundo es, visto desde Monte Lavre, una cosa delicada, un relojito que sólo puede aguantar un tanto de cuerda y ni una vuelta más, y se pone a temblar, a palpitar, si un dedo grueso se aproxima a la corona, si va a rozar, aunque sea levemente, el muelle finísimo, ansioso como un corazón. Un reloj es algo sólido dentro de su caja pulida, inoxidable, a prueba de choques hasta el límite que le es soportable, a prueba de agua para quien tuviera el refinado gusto de bañarse con él, garantizado por tantos años, que podrían ser muchos si no vinieran las modas a reírse de lo que ayer compramos, son maneras de mantener la fábrica en su flujo de mercado v su aflujo de dividendos. Pero, si le quitan el caparazón, si el viento, el sol y la humedad empiezan a girar y a batirle por dentro, entre los rubíes y los engranajes, cualquiera puede apostar, con certeza de ganar, que se acabaron los días venturosos. Visto desde Monte Lavre, el mundo es un reloj abierto, con las tripas al sol, a la espera de que le llegue la hora.

Puesto en su debido tiempo en la tierra, el trigo nació, creció y ahora está maduro. En la orla de la cosecha arrancamos una espiga, la frotamos entre las palmas de las manos, que es gesto antiguo. Se deshace la paja seca y cálida, reunimos en el hueco de la mano las dieciocho o veinte semillas de aquella planta, y decimos, Es tiempo de segar. Éstas son las mágicas palabras que pondrán en movimiento máquinas y hombres, éste es el momento en el que la serpiente de la tierra, para no seguir llamándole reloj, pierde la piel y queda sin defensa. Hay que agarrarla antes de que se oculte si queremos que algo cambie. Desde Monte Lavre, alto lugar, miran los dueños de los latifundios las grandes olas amarillas que se inclinan bajo la mansa mano del viento, y dicen a los capataces, Es tiempo de segar, y, dicho esto, o advertidos en sus casas de Lisboa, indolentemente lo afirmarán, si no se limitan a decir, Pues sí, confiando en que el mundo dé otra vuelta por el mismo lugar, que los latifundios repitan la regularidad de los usos y de las estaciones, y también en cierto modo descansando en la urgencia que la tierra tiene de estos partos. La guerra ha acabado y va a comenzar el tiempo de la fraternidad universal. Ya se dice que pronto retirarán las cartillas de racionamiento, esos papelillos coloreados que dan derecho a comer, si hay con qué pagarlo y si hay lo que sólo por dinero se cambia. En el fondo, esta gente apenas se sorprende. A lo largo de su vida siempre ha comido escaso y mal, ha padecido carencias continuas, y las huelgas de hambre aquí practicadas vienen de tan lejos como las tradiciones y las historias de aojamiento. No obstante siempre los tiempos acaban por cumplirse. Este trigo, cualquiera puede verlo, está maduro, los hombres también.

Son dos las consignas, no aceptar el jornal de veinticinco escudos, no trabajar por menos de treinta y tres escudos por día, de sol a sol, porque así tiene que ser todavía, los frutos no maduran todos al mismo tiempo. Dirían las mieses, si hablaran, con seguridad pasmadas, Qué pasa que no nos vienen a segar, alguien está faltando a su obligación. Son imaginaciones. Las mieses están maduras, y esperan, ya se va haciendo tarde. O entran los hombres en ellas o, pasada la sazón, el tallo empezará a quebrarse, la espiga a deshacerse, y todo el grano, caído, alimentará a los pájaros, a algunos insectos, y, al fin, para que no se pierda todo, entrará el ganado en los sembrados como si viviéramos en Jauja. También esto son imaginaciones. Unos u otros tendrán que ceder, no hay recuerdo, hasta donde la memoria alcanza, de que haya quedado la siega sin hacer, o, si esto ocurrió alguna vez, fue golondrina que no hizo verano. Los latifundistas ordenan a capataces y administradores que se mantengan firmes, es lenguaje de guerra, Ni un paso atrás, la guardia imperial muere pero no se rinde, lo que faltaba es que éstos murieran, pero se oyen por aquí resonancias de clarines, si no son sólo nostalgias de batallas que ahora mismo se han perdido. Empiezan a abrirse los cuarteles de esta guardia, vienen los cabos y los sargentos hasta la ventana del puesto a ventear qué pasa, y en algún lugar empiezan a limpiarse las carabinas y se da ración doble a los caballos con cargo al presupuesto extraordinario. En las villas se reúnen los hombres, hombro con hombro, murmuran. Vienen otra vez los capataces a parlamentar, Bueno habéis decidido, y ellos responden, Está decidido, no salimos por menos. De lejos, en este cálido atardecer, llega una vaharada ardiente que sube del suelo, las colinas siguen sosteniendo por las raíces los tallos duros. Escondidas en la espesura de las mieses, las perdices apuran el oído sutil. No se oye paso de hombre ni tronar de motor, no oscilan las espigas, trémulas, ante la proximidad de la hoz o del molino de la segadora. Extraño mundo éste.

Así llega al fin el sábado. Se reunieron los capataces y dijeron, No ceden, son tozudos, y los amos del latifundio, Norberto, Alberto, Dagoberto, respondieron a coro, cada uno en su lugar del paisaje, Déjalos, ya aprenderán. En sus casas, los hombres han acabado de cenar, lo poco o casi nada de todos los días, las mujeres los miran calladas, y algunas preguntan, Cómo va, y hay hombres que se encogen de hombros desalentados, otros dicen, Mañana seguro que se avienen a razones, tampoco faltan los que han resuelto aceptar lo que ofrecen, el mismo jornal del año pasado. Verdad es que de todos lados llegan noticias de que los hombres, muchos de ellos, se niegan a trabajar por una miseria semejante, pero qué puede hacer un hombre si tiene mujer e hijos, unos renacuajos que se empinan sobre los pies, apoyan la barbilla en la mesa escasa y, con el dedo mojado en saliva, van atrapando las migajas como si cazaran hormigas. Algunos, con más suerte, aunque pudiera no parecerlo a quien sabe poco de estas cosas, se arreglaron con un pequeño patrón, un labrador de pocas tierras que no puede arriesgarse a perder la cosecha, y va ya por los treinta y tres. La noche será larga, como si estuviéramos en invierno. Sobre los tejados, lo habitual, estrellas, un desperdicio, aunque se pudieran comer, están lejos, la serenidad ostentosa del cielo del que se aprovecha el cura Agamedes para insistir una y otra vez, este hombre no sabe otro discurso, que allá arriba, sí, se acabarán todas las luchas de este valle de lágrimas, y todos serán iguales ante el Señor. Las tripas vacías protestan, trabajan en falso, manifiestan esta desigualdad. La mujer, al lado, no duerme, pero ni apetece ponerse encima. Quizá mañana los amos se avengan a trato y acuerdo, quizá se descubra una cazuela llena de onzas bajo la chimenea, tal vez ponga la gallina huevos de oro, de plata también servirían, si es posible que los pobres despierten ricos y los ricos pobres. Pero ni en sueños estos gozos se alcanzan.

Amados hijos míos, dice el padre Agamedes en la misa, porque es ya domingo, Amados hijos, y hace como si no se diera cuenta de la escasez y antigüedad del auditorio, sólo viejas y los monaguillos, Amados hijos, y es posible que las viejas estén pensando que no son hijos, sino hijas, pero qué le vamos a hacer, si el mundo es de los hombres, Amados hijos, cuidado, soplan vientos de rebelión en estas tierras tan felices, y de nuevo os digo que no les prestéis oído, no vale la pena escribir el resto, todos conocemos el sermón del padre Agamedes. Acaba el sermón, se quita el padre sus litúrgicos paramentos, es domingo, día santificado por excelencia, y el almuerzo, bendito sea, se servirá en el fresco gratísimo del comedor de Clariberto, que a misa sólo va cuando realmente le apetece, y raro es, y las señoras igual, ahora son perezosas, pero el padre Agamedes no se lo toma a mal, si la devoción aprieta y los temores del más allá les atemorizan, ahí está la capilla de la casona, con santos nuevos y barnizados, el mártir san Sebastián regaladamente acribillado a saetazos, Dios me perdone si no parece que el santo goza con esto más de lo que la honestidad permitiría, y por la puerta por donde entra el padre Agamedes sale el administrador Pompeyo llevando en sus orejas el recado consolador, Ni un céntimo más, para un hombre no hay como tener autoridad, tanto en la tierra como en el cielo.

Andan por ahí unos hombres, pocos, y aunque la plaza sea para más tarde, hay quien se acerca al administrador y le pregunta, Qué ha decidido el amo, y él responde, Ni un céntimo más, que las buenas y pertinentes fórmulas nunca se deben perder y sobran variaciones, y dicen los hombres, Pero hay aparceros que pagan ya treinta y tres, y dice Pompeyo, Allá ellos, si quieren arruinarse, que les aproveche. Entonces Juan Maltiempo abre la boca, y las palabras salen, tan naturales como si fueran agua corriendo de buena fuente, Pues quedará la mies en pie, que nosotros no vamos por menos. No respondió el administrador, que tenía también el almuerzo a su espera y no estaba para charlas de poco seso. Y el sol caía a plomo y brillaba como un sable de guardia.

Quien pudo comer comió, quien no pudo royó cuernos. Y ahora, sí, es la hora de la plaza, están los rurales todos de Monte Lavre, hasta los que ya tienen contrata, pero sólo los que van por treinta y tres, los otros, los que han aceptado el jornal antiguo, roen su vergüenza en casa, mal dispuestos con los hijos que no pueden estarse quietos, les cae una bofetada, nadie sabe por qué, y la mujer, que es siempre la mano de la justicia en el castigo, Los hemos parido nosotras, protesta, No se golpea así a un inocente, pero inocentes son también los hombres de la plaza, no piden imposibles, sólo treinta y tres escudos por día, de sol a sol, no es ninguna explotación, quieren decir que el amo no va a salir perdiendo. No es eso lo que responde el administrador, Pompeyo y los otros, pero tal vez éste grite más por lo del nombre romano, Lo que estáis pidiendo es una explotación, es que queréis llevar la agricultura a la ruina. Dicen voces, Hay ya quien paga eso, y dice el coro de los administradores, Pues nosotros, no. Y están así, en ese regateo de mercado, una y otra vez, a ver quién se cansa primero, no es diálogo que valga la pena registrar, pero no hay otro, ésa es la cuestión.

Da el mar un topetazo en la costa, es una manera de decir y no todos van a ser capaces de entenderlo, porque por estos lados abundan los que jamás han ido tan lejos, da el mar un topetazo, y si acierta con castillo de arena o palenque mal armado, si no a primeras sí a segundas queda el castillo arrasado, y el palenque son sólo unos palitroques que la ola lleva y trae, eso como mínimo. Sería mejor decir que muchos hombres aceptaron los veinticinco escudos, y sólo unos pocos permanecieron firmes y resistieron. Y ahora se ven solos en alta mar, se preguntan si valió la pena, y dice Sigismundo Canastro, que anduvo también en estos tratos, No nos desanimemos, esto no pasa sólo en Monte Lavre, vamos a ganar, y entonces el beneficio será para todos. Qué razones tiene para tanto confiar cuando quedan sólo dos decenas de hombres que los amos no necesitan, Si al menos fuésemos más, dice Juan Maltiempo desalentado. Y estos veinte parecen dividirse, sin más paso que dar que el de volverse a casa, mal sitio hoy para ir. Dice Sigismundo Canastro continuando con su idea, Mañana vamos todos juntos a las tierras, les diremos a los compañeros que no trabajen, que en todas partes se está luchando por los treinta y tres escudos, no podemos los de Monte Lavre quedar mal, no somos menos que los otros, y si se hace así en todo el distrito, venceremos a los amos. Hay en el grupo quien pregunta, Qué pasa en los otros sitios, hay quien responda, es Sigismundo Canastro o Manuel Espada u otro cualquiera, tanto da, Es lo mismo, en Beja, en Santarem, en Portalegre, en Setúbal, esto no es idea de una cabeza sola, o arrancamos juntos la raíz o estamos perdidos. Juan Maltiempo, que allí es de los más viejos y tiene por ello obligaciones dobladas, mira a lo lejos como si se mirase a sí mismo, valorándose, y dice, Hay que hacer lo que propone Sigismundo, eso es lo que hay que hacer. Desde allí donde están se ve el puesto de la guardia. El cabo Tacabo apareció en la puerta, a tomar el fresco de la tarde, y seguro que por casualidad, cortando dulcemente el aire, salió el primer murciélago del crepúsculo. Es un animal raro éste, casi ciego, parece un ratón con alas, vuela como un relámpago y nunca tropieza con nada. Ni con nadie.

Mañana de junio ardiente. Son veintidós los hombres que han salido de Monte Lavre, no juntos, para no atraer la atención de la guardia, sino con cita en las márgenes del río, un poco más abajo de Ponte Cava, entre los juncos. Deliberaron si partirían de allí en grupo o separados, y, ponderando todo, decidieron que, siendo pocos, mejor sería no dividirse. Tendrían que andar más y más de prisa, pero, si todo iba bien, pronto estarían acompañados. Marcaron el itinerario, primero Pedra Grande, luego el Pendón de las Mujeres, y después Casalinho, Carriza, Monte da Fogueira, el Cabezo del Desgarro. El resto vendría luego, habiendo tiempo y gente para mandar a otros lugares. Salieron de allí cruzando el río por el vado, llevaba poca agua en aquel sitio, era como un puerto natural, y fue una fiesta de chiquillos, pero tan serias las risas, o juego de reclutas, pero tan pocas las armas, aquel calzar y descalzar, y el decir uno, de broma bien se ve, que iba a pegarse un baño, de allí nadie lo sacaba. Son tres leguas hasta Pedra Grande, mal camino, y luego cuatro más para llegar al Pendón de las Mujeres, otras tres hasta Casalinho, y de allí en adelante mejor no contarlas, no vaya la gente a desistir de sus propósitos. Ahí van los apóstoles, que no nos vendría mal ahora un milagro de los peces, asados en las brasas, con un saludo de aceite y unos granos de sal, aquí mismo bajo esta encina, si no fuera porque el deber nos llama con voz tan suave que no se sabe si está dentro o fuera de nosotros, si nos empuja por la espalda o si está ahí enfrente abriéndonos los brazos, como Cristo, qué cosa, es el primer camarada que abandonó las tierras por su libre y sola voluntad, sin esperar a que le explicaran las razones, ahora son veintitrés, una multitud. Está a la vista Pedra Grande, y los campos ante nosotros, buen desbaste les dieron, trabajando con rabia, quién es el que habla con ellos, habla Sigismundo Canastro, que sabe más, Camaradas, no os dejéis engañar, tiene que haber unión entre los jornaleros, no queremos ser explotados, lo que pedimos no son ni migajas para el patrón. Y se adelanta Manuel Espada, No podemos ser menos que los camaradas de otras tierras que están ahora reclamando un salario mejor. Y hay también un Carlos, un Manuel, un Alfonso, un Damián, un Custodio y un Diego, y también un Felipe, todos diciendo lo mismo, repitiendo las palabras que acaban de oír, sólo repitiéndolas porque aún no han tenido tiempo de inventar otras palabras propias, y ahora se adelanta Juan Maltiempo, Mi pena es que mi hijo Antonio no esté aquí, pero tengo la esperanza de que, dondequiera que esté, dirá lo mismo que su padre dice, unámonos todos para exigir nuestro salario, porque ya va siendo hora de que tengamos voz para decir cuál es el valor de nuestro trabajo, no pueden ser siempre los amos los que decidan lo que nos van a pagar. Comiendo vienen las ganas de comer, y hablando se aprende a hablar. Se acercan los capataces, braceando, parecen espantajos ahuyentando a los pardales, largo de aquí ahora mismo, dejad trabajar a los que quieren trabajar, unos gandules es lo que sois, una buena carga es lo que estáis necesitando. Pero la gente se ha parado, las gavillas están en el suelo, los hombres y las mujeres se aproximan, oscuros de polvo, cocidos por el calor, ni sudar pueden. Se ha acabado el trabajo, se unen los dos grupos, Dile al amo que, si nos quiere, estaremos mañana aquí, las cuentas son fáciles, treinta y tres escudos por día. La edad de Cristo, dice un gracioso entendido en cosas de religión. No ha habido multiplicación de los peces, pero sí multiplicación de los hombres. Allí se formaron dos grupos, se dividió el itinerario, unos hacia el Pendón de las Mujeres, otros a Casalinho, y en este monte volverían a juntarse para distribuirse otra vez.

En los altos cielos, los ángeles están asomados a las ventanas o a aquella baranda corrida, con balaustrada de plata, que da una vuelta entera al horizonte, se ve bien en los días claros, y señalan con el dedo, se llaman unos a otros, traviesos, les va en la edad, y uno de ellos, de más alto grado, corre a llamar a los dos o tres santos ligados de antiguo a cosas de agricultura y pecuaria, para que vengan a ver lo que ocurre en los latifundios, una inquietud, un desasosiego, pelotones de gente por los caminos, por las carreteras, donde las hay, o por las casi invisibles sendas montañeras, atajando, o en línea, por los bordes de los trigales, como una hilera de hormigas negras. Hace mucho tiempo que los ángeles no se divertían tanto, los santos dan explicaciones superficiales sobre plantas y animales, ya les falla un tanto la memoria, pero explican aún cómo crece el trigo y se cuece el pan, y que del cerdo todo se aprovecha, y que si quieres conocer tu cuerpo abre tu puerco, porque iguales son. La afirmación es osada y herética, pone en cuestión los escrúpulos del creador, que, no sabiendo inventar más, teniendo que hacer al hombre repitió al cerdo, pero si tantos lo dicen, verdad será.

Tan alto y tan lejos, tan olvidados ya del mundo en que vivieron, lo que los santos no saben explicar son las razones del hormiguero de gente que va de Casalinho a la Carriza, del Monte da Fogueira al Cabezo del Desgarro, y ahora, mientras unos van por un lado, otros avanzan hacia más lejos, hacia la Heredad de las Mantas, hacia el Monte de la Arena, todos nombres de lugares donde el Señor nunca anduvo, y aunque hubiera andado de qué le iba a servir, a él y a nosotros. Son herejes, gritará todos los días el padre Agamedes, y ya está gritando así desde la ventana de su casa, pues a Monte Lavre empiezan a llegar los peregrinos, esto va a ser la nueva Jerusalén, es como la feria del jueves en Espiga, y ahora mismo cruza la calle a la carrera el cabo de la guardia, quién sabe adonde irá, alguien lo habrá llamado, El amo dice que vaya a verle, se pone el gorro, sale ciñéndose el cinturón, rigores de la disciplina militar, que a la guardia poco le falta para ser tropa y por ese poco que le falta se siente tan desgraciada, entra en el remanso perfumado de la bodega donde Humberto está, Bueno, ya sabe, y el cabo Tacabo lo sabe, tiene la obligación de saberlo, para eso le pagan, Sí señor, anduvieron los huelguistas de cuadrilla en cuadrilla, y están todos ahí, Y qué vamos a hacer, Ya he pedido instrucciones a Montemor, vamos a ver quiénes son los cabecillas, No se preocupe, que ya tengo aquí la lista, veintidós, los vieron conchabándose en Ponte Cava antes de ir a las cuadrillas, mientras estas frases se dicen, el cabo Tacabo se sirve un vaso, Norberto pasea de un lado a otro, batiendo duro con el tacón en las losetas del suelo, Unos golfos, unos gandules, eso es lo que son, no quieren trabajar, si esta guerra la hubiera ganado quien yo sé, ni se atreverían a mover un dedo, estarían ahí callados como ratas, trabajando por lo que quisiésemos pagarles, esto dice Alberto, y el cabo confuso no sabe qué responder, no le gustan los alemanes, pero mucho menos los rusos, su debilidad son los ingleses, y pensando en esto y en aquello acaba sin saber muy bien quién ha ganado la guerra, recibe la lista, va a tener una buena anotación en su hoja de servicios, veintidós huelguistas probados no es moco de pavo, aunque a los ángeles todo esto les parezca muy divertido, son chiquillos, no hay que tomárselo a mal, un día aprenderán las realidades brutales de la vida, si empiezan a hacerse hijos entre sí, eso suponiendo que haya ángeles hembra, como sería de justicia y de moralidad, y luego hay que alimentarlos, y si el cielo es un latifundio van a ver lo que es bueno.

No obstante, ganaron las hormigas. Al atardecer se juntan los hombres en la plaza y vienen los administradores, secos y de pocas palabras, pero vencidas, mañana podéis ir a trabajar por los treinta y tres escudos, y se retiran humillados, pensando venganzas. Aquella noche hay alegría general en las tabernas, hasta Juan Maltiempo decidió tomar un segundo vaso, gran novedad, los tenderos empiezan a pensar en amortizaciones de fiados y a calcular aumentos de precios, los chiquillos que han oído hablar de dinero ni saben lo que pueden desear, y como el cuerpo es sensible a las alegrías del alma, se acercan los hombres a las mujeres, y ellas a ellos, tan felices todos, que si el cielo entendiera algo de la vida de los humanos, se oiría allí hosannas y un clamor de trompetas, qué hermosa noche de luna, bella como suelen serlo las de junio.

Y ahora es otra vez de mañana. Cada día de trabajo pasó a valer ocho escudos más, mucho menos de diez céntimos por hora, un nada por minuto, tan poco que no existe moneda que lo represente, y cada vez que la hoz entra en el trigo, cada vez que la mano izquierda sostiene los tallos y la mano derecha da el golpe brusco con la hoz que corta casi a ras del suelo, sólo las altas matemáticas podían decir cuánto vale este gesto, cuántos ceros se han de escribir a la derecha de la coma, qué milésimas miden el sudor, la tensión de la muñeca, el músculo del brazo, los riñones derrengados, la mirada turbia de fatiga, el sol que cae a plomo. Tanto pesar para ganancia tan pequeña. Pero no falta quien cante en las cuadrillas, aunque por poco tiempo, porque pronto llega la noticia de que el día antes la guardia llenó de braceros la plaza de Montemor, amontonados allí como ganado, todos presos. Los de buena memoria se acordaron de Badajoz, de aquella matanza también en la plaza de toros, parece una obsesión, muertos todos a ráfagas de ametralladoras pero no será así en nuestra tierra, no somos tan crueles. Corren presentimientos negros por los campos, la línea de los segadores avanza indecisa, sin ritmo, y los capataces están llenos de razón, gritan, se desgañitan, es como si el dinero fuese suyo, A ver qué hacéis ahora que ganáis más, que están estas tierras llenas de gandules. La línea, briosa, no quiere quedar debiéndole nada al patrón, se mueve más de prisa, pero pronto vuelven las imaginaciones, la plaza de Montemor llena de gente nuestra, de todos los lugares de estos latifundios, y hay quien de miedo le crece la sed y pide a gritos el botijo al aguador, Quién sabe lo que nos va a pasar a nosotros. Lo saben los guardias que vienen ahí, pisando los terrones, unos cuantos en cada extremo de la fila, con la carabina en la posición y el dedo en el gatillo, Si alguien intenta escaparse, el primer disparo será al aire, el segundo a las piernas, y si es preciso un tercero que se quede ahí el gasto de munición, que esta gente no vale tanto. Los segadores se yerguen y empiezan a oír sus nombres, Custodio Calzón, Sigismundo Canastro, Manuel Espada, Damián Canelas, Juan Maltiempo. En la cuadrilla en que estamos, son éstos los amotinadores, los otros son detenidos también a esta hora, o lo fueron ya, o no tardarán en serlo, si creían que no iban a pagar su insubordinación, bien engañados estaban, no saben en qué latifundio viven. Los que quedaron en la cuadrilla bajaron la cabeza, los brazos, el tronco entero con su corazón y sus pulmones, quebraron los riñones para sujetar el cuerpo, y volvió la hoz a entrar en el trigo, cortando qué, los tallos secos, claro está, qué iba a ser si no. Y el capataz rezongaba como un lobo a la fila de los mandados, Ha sido mucha suerte que no os hayan llevado a todos, que era lo que merecíais, sí por mí fuera daba aquí un escarmiento que no se os iba a olvidar nunca.

Van los cinco conspiradores en medio de los guardias que los provocan, Creíais que os íbamos a dejar andar por ahí armando huelgas, vais a ver ahora lo que os espera. Nadie de los cinco responde, van todos con la cabeza alta, aunque el estómago tenga espasmos que no son de hambre y los pies tropiecen más de lo normal, que los nervios son así, se apoderan de nosotros, y tanto da hablar como estar callado, pero esto ha de pasar, un hombre es un hombre y aún no se sabe bien si un gato es una bestia. Juan Maltiempo quiere decirle algo a Sigismundo Canastro, no se llega a saber qué es porque la guardia, como un solo hombre, como un solo jefe, una sola voluntad, Ojo con abrir la boca, os damos un culetazo que claváis los dientes en el camino, nadie más se atreve a decir nada y así, callados, llegan a Monte Lavre, suben la cuesta hasta el cuartel donde ya están todos los demás, son veintidós, ya está, algún judas nos denunció. Los metieron en una barraca del patio de atrás, todos en montón, sin tener dónde sentarse a no ser en el suelo, qué importa, ya están acostumbrados, a la mala hierba no la mata la helada, la piel de esta gente es más de burro que de persona, y menos mal, porque así tienen menos infecciones, si esto nos ocurre a nosotros, con las delicadezas de los de ciudad, creo que no aguantaríamos. La puerta está abierta, pero enfrente, instalados bajo un cobertizo de lata, hay tres guardias con la carabina apuntada, uno de ellos no parece muy satisfecho con su cuarto de centinela, desvía la mirada y el cañón del arma apunta al suelo, se ve que no tiene el dedo en el gatillo, parece triste, quién había de decirlo. No dicen esto, no dicen nada, sólo piensan, pues las órdenes son formales, pero Sigismundo Canastro murmura, Valor, camaradas, y Manuel Espada, Si nos interrogan, la respuesta siempre la misma, sólo queríamos ganar lo que creemos que es justo, y Juan Maltiempo, No os asustéis, que éste no es caso de fusilamiento y no nos van a llevar tampoco a África.

De la calle llega algo así como un rumor de olas batiendo en la playa desierta. Son los parientes y los vecinos pidiendo noticias, rogando la imposible libertad, y se oye la voz del cabo Tacabo, un grito, Fuera todos o cargamos, son exageraciones de maniobra táctica, cargar cómo, si no hay caballos, ni se imagina uno a la guardia avanzando bayoneta en ristre para clavarla en la barriga de los chiquillos, de las mujeres, que alguna valía la pena, mi teniente, y de los abuelos que apenas se aguantan sobre las piernas, buenos para la sepultura. Pero la muchedumbre se acomoda en los lados y hacia el fondo, sólo se oye el llanto manso de unas mujerucas que no quieren llorar demasiado alto por miedo de que sufran los maridos, los hijos, los hermanos, los padres, pero sufren ellas tanto, qué va a ser de nosotras si él va preso.

A la caída de la tarde llega una furgoneta de Montemor con fortísima escolta de guardias, éstos son extraños, a los de la tierra estamos ya habituados, qué remedio, no es que los perdonemos, cómo vamos a hacerlo, si salen también de vientre sufridor y popular y se vuelven así contra el pueblo que nunca les quiso mal. Va la camioneta cuesta arriba, hasta la bifurcación de la calle, donde se abre una rama que lleva a Montinho, allá vivió Juan Maltiempo, y también su difunta madre Sara de la Concepción, y sus hermanos, unos por aquí, otros por allá, en Monte Lavre ninguno, que la historia es de quien aquí se quedó y no de los que se fueron, y, antes de que se me olvide, la otra rama de la calle es por donde más pasan los dueños locales del latifundio, ahora ya la camioneta ha dado la vuelta y baja a trompicones, echando humo y levantando polvo de la calzada reseca, y las mujeres y los chiquillos, también los viejos, se ven empujados por aquel cacharro bamboleante, pero cuando se para, pegada al muro que aguanta el desnivel en que está construido el cuartel, se agarran las mujeres desesperadas a los adrales, pero esta vez la patrulla que va dentro golpea con las culatas los dedos oscuros y sucios, esta gente no se lava, padre Agamedes, es verdad, doña Clemencia, qué se va a hacer, son peores que animales, y el sargento Armamento de Montemor grita, Si alguien se acerca, le pego un tiro, en seguida se ve quién tiene allí autoridad. Se calla el gentío, refluye hacia el medio de la calle, entre el cuartel y la escuela, Oh, escuelas, sembrad, y es entonces cuando se inicia la llamada de los presos con la patrulla formada en dos filas desde la puerta hasta la camioneta y dentro de ella como una sebe, así una especie de nansa hacia donde van a dar los peces, o los hombres, que a la hora de engancharlos las diferencias son pocas. Salieron todos, los veintidós, y cada vez que aparecía uno en el umbral del puesto, había en la multitud un llanto y un grito irreprimibles, o gritos, porque a partir del segundo o tercero todo fueron clamores, Ay, mi marido, Ay, mi padre, y las carabinas apuntando a los malhechores, la guarnición local con los ojos clavados en la multitud, que no se levantara en revuelta. Cierto es que son centenares de personas y están desesperadas, pero allí están también los cañones de las carabinas diciendo, Acercaos, acercaos, y veréis lo que os pasa. Van saliendo los presos del puesto de la guardia, buscan algunos con los ojos, pero no tienen tiempo, avanzan y, llegando al escalón del muro, tienen que saltar dentro de la camioneta, es un espectáculo, parece adrede para aterrorizar al buen pueblo, y entretanto se va despidiendo la tarde, donde la sombra da ni las caras se reconocen, apenas salió el primero y ya están todos y la camioneta arranca, hace una maniobra brutal como si fuera a guadañar la multitud, hay quien cae, por suerte sin más daño que unos arañazos. Cuesta abajo es fácil, los hombres sentados en el estrado de la caja de la camioneta son lanzados como sacos, y los guardias agarrados a los adrales, sin cuidarse de la puntería, sólo el sargento Armamento, de espaldas a la cabina, firme en sus piernas, se enfrenta a la multitud que corre tras la camioneta, los pobres se van quedando atrás, ganan terreno al fondo, cuando hay que maniobrar hacia la izquierda, pero ahí no pueden hacer más, pues la camioneta arranca veloz en dirección a Montemor, la pobre gente jadeante acaba cansándose en gestos y gritos que la distancia apaga, ya no los oyen, unos de mejor pierna intentan aún una carrera, para qué, en la primera curva desaparece la camioneta, aún la veremos un poco más allá al pasar el puente, ahora, ahora, qué justicia es ésta y qué tierra, por qué tan grande nuestra parte de sufrir, más valía que nos matasen a todos de una vez, que se acabe el mal sino.

Lleva cada uno sus pensamientos. Por palabras oídas mientras esperaban la salida del cuartel, Sigismundo Canastro, Juan Maltiempo y Manuel Espada saben que los toman por cabecillas principales de la huelga. De los tres es Sigismundo Canastro el más tranquilo. Sentado en el suelo, como todos los otros, empezó apoyando la cabeza en los brazos cruzados, asentados a su vez en las rodillas. Quiere pensar mejor, pero de repente se le ocurrió la idea de que los compañeros podrían creer, por su posición rendida, que iba desalentado, era lo que faltaba, enderezó el tronco, aquí estoy yo. Manuel Espada va recordando y comparando. Recuerda que hace ocho años hizo aquel mismo camino en carro con sus compañeros, muchachos como él, allí sólo va Augusto Patracao, Palminha ha sentado la cabeza, tiene otros proyectos, y Felisberto Lampas anda por ahí, emigrante, nadie sabe de él. Manuel Espada dice para sí que el caso ahora es serio, no hay comparación con el otro, lo primero fue cosa de chiquillos, ahora son hombres todos, y es otra la responsabilidad, apuesto a que nadie lo niega. De estos tres, que de todos no se puede hablar, sería un nunca acabar de pensamientos, un tanto de brío, un tanto de flaqueza, un tanto de valor, un tanto de temblor en las manos y en las piernas, a esto nadie escapa, Juan Maltiempo va en una especie de sueño, ha caído ya la noche, y si vienen lágrimas a los ojos, paciencia, un hombre no es de piedra, pero es necesario que los otros no se den cuenta, para que no flaqueen también. A un lado y otro de la carretera es el desierto, pasado Foros son todo sembrados rasos, de aquí a poco nace la luna, que es junio y viene pronto, y allá delante hay unas piedras grandes, qué gigantes las habrán hecho rodar, buen sitio para una emboscada, imagina que estaba allí José Gato, y con él su cuadrilla, Venta Rachada, el Parrillas, Ludgero, Castelo, todos saltando a la calzada en un repente, tienen práctica, tras el tronco atravesado en el camino, Alto ahí, y la camioneta que frena a fondo, resbala en la tierra, mil rayos se me van los neumáticos, y luego, A quien se mueva le pego un tiro, todos con la carabina alzada, y no va en bromas, se les ve en la cara, aquí está la carabina de cinco tiros de José Gato, la que le quitó a Marcelino, el sargento Armamento hace un gesto, es lo que sus superiores esperan de él, pero cae de lo alto con un tiro en el corazón, y José Gato carga el segundo cartucho y dice, Los presos, afuera. Los guardias están todos con los brazos en alto, como en las películas del Oeste, y Venta Rachada y Castelo empiezan a recoger las cartucheras, ahí tras las piedras hay dos mulos habituados a llevar puercos, también pueden llevarse esta porquería. Juan Maltiempo vacila y piensa si le conviene regresar a Monte Lavre o quedarse escondido mientras los aires no se calmen, pero tendrá que mandar un recado a la familia, estén tranquilos afortunadamente todo ha acabado bien.

Salta toda la gente, rápido, rápido, dice el sargento Armamento, resucitado, sin ningún agujero en el corazón. Están a la puerta del cuartel de la guardia en Montemor, no hay noticias de José Gato, ni sombra. Los guardias forman la fila, menos tensos ahora porque ya están en casa, no hay peligro de sublevación ni de asalto a mano armada, y la peripecia de José Gato, todos lo habrán adivinado, que no era difícil, era sólo imaginación de Juan Maltiempo. Las piedras quedan allí, al borde de la carretera, están así desde hace sabe Dios cuántos siglos, pero nadie ha saltado al camino, la camioneta pasó con su mecánico sosiego, los ha dejado aquí y se va, cumplida ya su obligación. Los veintidós son empujados por un corredor, atraviesan en grupo un patio, hay dos guardias en una puerta, la abre uno de ellos y allá dentro está un montón de gente, unos de pie, otros sentados en el suelo, sobre la paja de dos fardos rotos, tirados allí para que les sirvan de cama. El suelo es de cemento, el caserón está frío, caso raro visto el calor de la estación y el amontonamiento de la gente, tal vez sea porque la pared del fondo está incrustada en la cuesta del castillo. Con los que ya había, son ahora cerca de setenta hombres, sería una buena cuadrilla de segadores. Se cierra la puerta con un ruido enorme, parece adrede, y el rechinar de la cerradura raspa los nervios como una de esas puntas de vidrio que los amos ponen en los muros de sus quintas, cuando el sol les da de cierto modo se alegran los ojos, todo brillante, del otro lado no faltan naranjas, la hermosa fruta en las ramas, y quien dice naranjas dice peras, que es también fruta fina, y rosales dispuestos en arcos en los caminos del vergel, pasa un hombre por allí en su trabajo y le da en las narices el perfume, que no sé si tendrán alma para apreciar esta belleza, señor cura Agamedes. El techo del caserón es bajo, casi rozando el techo hay una bombilla, sólo una, de veinticinco, no más, aún no hemos abandonado el hábito de ahorrar, y luego el calor se hace insoportable, quién dijo lo contrario. Los hombres se reconocen o se dan a conocer, hay gente de Escoural, de la Torre de Gadanha, dicen que los de Cabrela fueron a parar a Vendas Novas, pero no es seguro, y ahora, qué harán con nosotros. Sea lo que sea, esto lo dice uno de Escoural, los treinta y tres escudos ya no nos los quita nadie, ahora lo que hay que hacer es sólo aguantar.

Aguantan, pasan las horas. De vez en cuando se abre la puerta, entran otros grupos, el caserón empieza a ser pequeño para tanta gente. Casi todos están sin comer nada desde la mañana, y no se ve señal de que la guardia tenga en mente alimentar a sus presos. Hay quien se tumba en la paja, los más confiados o de más recios nervios se quedan dormidos. Suenan las campanadas de medianoche en el reloj del ayuntamiento, hoy ya no ocurrirá nada más, no son horas de que ocurran cosas, lo mejor es dormir, las tripas protestan pero no mucho, y cuando los presos van a abandonarse a la modorra, atontados por el hedor y el calor de los cuerpos amontonados, se abre la puerta bruscamente y aparece el cabo Tacabo con seis guardias, papel en mano, el cabo, que los guardias andan con las carabinas como si hubieran salido de las barrigas de sus madres al mismo tiempo que ellos, y grita, Juan Maltiempo, de Monte Lavre, Agostinho Direito, de Safira, Carolino Dias, de Torre da Gadanha, Juan Catarino, de Santiago do Escoural. Se levantan los cuatro hombres, son cuatro sombras, y salen. Los compañeros sienten que el corazón quiere escapárseles por la garganta, cómo irán los pobres. Y entonces se oye la voz de alguien que no consigue mantener por más tiempo el secreto, Parece que ayer mataron aquí a un hombre. Esta vez no atraviesan el patio. Siguen a lo largo de la pared, entre los guardias, que los empujan contra una puerta. La luz de la lámpara es allí mucho más fuerte, los ojos de los presos pestañean para defenderse de la súbita agresión, la primera. Los guardias han salido, quedó sólo el cabo, que puso el papel sobre una mesa a la que estaban sentados dos hombres, uno de uniforme, que era el teniente Contento, y el otro de paisano. Juan Maltiempo, Agostinho Direito, Carolino Dias y Juan Catarino reciben orden de ponerse en fila, uno al lado del otro, Alcen el hocico, a ver si se parecen a la puta que los parió, dice el de paisano. Juan Maltiempo no pudo contenerse, Mi madre hace tiempo que murió, y el otro, Quieres que te parta la cara, aquí sólo se habla cuando lo ordeno, ya verás como se te pasan las ganas en seguida, pero va a ser entonces cuando tendrás que hablar. El teniente Contento empezó a dar órdenes, Poneos derechos, coño, que esto no es una taberna, en fin, lenguaje militar, y atención a lo que os diga el señor comisario. El de paisano se levantó, empezó a pasar revista a aquella tropa de braceros, clava los ojos en ellos, uno a uno, maldita sea que hasta parece que me está poniendo nervioso, y para intimidarlos, se queda mucho tiempo mirándolos, uno tras otro, Cómo te llamas tú, y el interpelado respondía, Juan Catarino, y tú, Carolino Dias, y tú, Agostinho Direito, y tú eres ese a quien se le ha muerto la mamá, pobrecito, cómo te llamas, Juan Maltiempo. El comisario sonrió divertido, Buen nombre, para que no haya dudas, y muy acorde con la situación. Dio de pronto tres pasos en dirección a la mesa, sacó el arma de la pistolera, la posó violentamente en la mesa y se volvió hacia los desgraciados, Pues a ver si os enteráis de que aquí nadie sale vivo si no vomita todo cuanto sabe sobre esta huelga, la organización, quién os daba órdenes, la propaganda, todo, lo quiero todo, y pronto, y ay de vosotros si no largáis. El teniente Contento cogió cuatro libretas escolares que estaban encima de la mesa, apartadas, Os voy a encerrar a cada uno en un despacho, con esta libreta, ahí va un lápiz, y tenéis que escribir todo lo que sepáis, nombres y fechas, los sitios donde os encontrabais y las casas, las entregas de los materiales, y no salís de ahí mientras no esté todo muy bien explicadito. El comisario volvió a la mesa, guardó la pistola en la funda, había terminado la demostración de fuerza, Me hacéis perder la cabeza, está uno aquí rendido, sin dormir, por culpa de esta maldita huelga, lo mejor es que tengáis juicio y escribáis todo lo que sepáis sin esconder nada, que luego yo me entero de todo y es peor. Dice Juan Catarino, Yo apenas sé escribir, dice Agostinho Direito, Yo sólo el nombre, dice Juan Maltiempo, Yo sé poco, dice Carolino Dias, Yo lo mismo. Sabéis lo suficiente para lo que nos interesa, dice el comisario, os hemos elegido porque sabéis leer y escribir, si no os gusta, peor para vosotros, no haber aprendido, ahora sí que vais a arrepentiros de no haber seguido siendo los animales que sois. Rió el comisario su gracia, se rió el cabo y también el número, se rió el teniente tan contento. El teniente da orden al cabo, el cabo al número, el número abre la puerta, salen los cuatro bandidos, fuera están los otros números, y como quien mete puercos en la pocilga, van andando por el corredor, abriendo puertas y empujándolos dentro, cada cual con su cuaderno, Dias, Direito, Catarino, Maltiempo, esa escoria, señor cura Agamedes, Dios me perdone.

Hay un gran silencio, rumoroso como lo son todos, en el cuartel de guardia. Los hombres encerrados en el caserón gimen y suspiran mientras no duermen, e incluso durmiendo, pero eso es costumbre de cuerpos fatigados, es la punzada de cuando andaba carboneando y quise levantar un tronco pesado como un rayo, en seguida lo iba a hacer hoy, les daba un corte de mangas, qué les estarán haciendo a nuestros camaradas, no se oye nada, sólo los pasos de los centinelas ahí fuera, y las horas de la torre, ojalá se callara de una vez ese condenado mochuelo, hasta hace pensar en cosas malas. Encerrados, los cuatro hicieron los mismos gestos, miraron alrededor, allá estaba la mesa y el lápiz, parecía un juego, como estar otra vez en la escuela y tener que hacer un dictado, lo que no había allí era maestro para tomarles la lección, el maestro era la propia conciencia, ella era la que iba a decidir las cosas que escribirían con su letra torcida y sufridora, y todos ellos, más tarde o más temprano, pusieron sobre la primera página en la primera línea, lo más arriba posible, como si quisieran ahorrar papel para lo mucho que iban a escribir, pusieron el nombre, me llamo Agostinho Direito, me llamo Juan Maltiempo, me llamo Juan Catarino, me llamo Carolino Dias, y luego se quedaron mirando, tantas líneas hasta el final de la página, y más adelante, hasta la última, parece un sembrado, pero esta hoz que es la pluma no anda hacia delante, se emperra en esta raíz, en esta piedra, señores, qué voy a escribir, esperan que diga lo que sé, aquí en estas rayas torcidas, o es del sueño que tengo, Juan Catarino es el primero en dejar el cuaderno a un lado, escribió el nombre, no escribirá más, queda el nombre para que se sepa que el dueño de ese nombre no escribió más que el nombre, ni una palabra más, y luego, a diferentes horas, cada uno de los otros, con el mismo gesto de la mano gruesa y oscura, apartó el cuaderno y hubo unos que lo cerraron, otros no, lo dejaron abierto para que el nombre fuera lo primero que vieran cuando los vinieran a buscar, y nada más.

Lucía el agujero, que es manera muy rural y pintoresca de decir, nació con la tejavana, la de cañón, que con los estragos del tiempo y el mal oficio del tejador abre las fauces hacia fuera, un agujero para ser exactos, y es por ahí por donde luce cuando empieza a amanecer, aunque el simple lucir pueda haber ocurrido también antes, si alguna estrella en su viajar quedó allí presa por los ojos de quien no consigue dormir. Probablemente esta historia de los cuadernos fue artificio del comisario y del teniente para dormir en su sosiego merecido mientras se confesaban los facinerosos, o modo sutil de ahorrarse escribiente y tenerlo gratuito. No se sabrá la entera verdad hasta que quede confirmado el hecho en esta historia de prisión e interrogatorio. Lucía el agujero, hay que volver a él porque el período quedó incompleto y el sentido desamparado, cuando las puertas se abrieron y el comisario apareció arreglado y fresco como si realmente hubiera dormido fuera y en buena cama, y de despacho en despacho le fue creciendo la furia porque en cada cuaderno podía leer sólo lo que ya sabía, que este individuo se llama Juan Catarino, que este cabrón se llama Agostinho Direito, que este bastardo se llama Carolino Dias, que este hijo de puta, sí hijo de puta, se llama Juan Maltiempo. Parece que se hayan puesto de acuerdo, pandilla de golfos, Venid aquí todos, se acabaron las contemplaciones, quiero saber quién organizó la huelga, quiénes son los contactos, si no queréis que os pase lo que al otro. No saben quién es ese otro, no saben nada, mueven la cabeza, firmes y mal dormidos, valerosos y hambrientos, hasta tengo una nube ante los ojos. Y el teniente Contento que también ha venido dice, Si no queréis ir todos a Lisboa, mejor será que confeséis aquí, en vuestra tierra, ante conocidos. Pero el comisario cedió un poco, no se sabe por qué, Mándalos junto a los otros, ya veremos luego qué hacemos con ellos. Los llevaron casi a rastras por el corredor, hasta el patio, y el cielo, mira arriba, amigo, ya está todo claro aunque no haya nacido el sol, y entraron luego, tropezando con los cuerpos tumbados, en medio de la oscuridad de la cárcel donde estaban los compañeros Quien dormía tuvo que despertarse, o se volvió rezongando hacia otro lado, tranquilos todos al fin porque los cuatro, antes de tenderse y quedarse dormidos, que ese justo derecho tenían, pudieron decir, con la mano en el corazón, que nada habían podido sacarles, ni una palabra siquiera. No fue prolongado el sueño general, esta es gente acostumbrada a dormir poco, a enrollar la manta en cuanto el sol apunta por los montes de España, y, además, tenemos aquí la vecina inquietud que se insinúa en los repliegues de la inconsciencia, los agita y distiende, es una crueldad, y así se quiebra el capullo, añadiendo para remate este hueco dolorido en el estómago, en el que no cae alimento desde sabe Dios cuántas horas, los animales no reciben un trato así.

Estaba ya mediada la mañana, se abre de nuevo la puerta y llama el cabo Tacabo, Juan Maltiempo, tienes visita, y Juan Maltiempo, que estaba hablando con Manuel Espada v Sigismundo Canastro sobre el destino que iban a darles, se levanta sorprendido entre el asombro de los otros, no es para menos, pues todos saben que en estas situaciones no hay visitas, nunca tal bondad se vio, y hay incluso quien mira desconfiado, dudando si será cierto que el camarada no hablo, por eso sale Juan Maltiempo entre dos filas calladas y serias y arrastra los pies como si cargara ya con todas las culpas del mundo. Parece una peonza, ahora va, ahora viene, el cielo todo lleno de sol, quién habrá venido a verme, seguro que son Faustina y las hijas, no puede ser, el teniente no lo permitiría, y el comisario de paisano, ese perro de boca sucia, ni pensarlo.

El pasillo le parece mucho más corto, detrás de esta puerta donde pasó la noche mirando un cuaderno escolar, mucho cuestan esos aprendizajes, me llamo Juan Maltiempo, y ahora, mientras el guardia llama a la puerta y espera a que le manden entrar, será Faustina, o me dicen eso para engañarme y volver a las preguntas, a lo mejor van a pegarme, qué querría decir el comisario cuando nos amenazó con que si no hablábamos nos pasaría lo que al otro, qué otro. Es rápido el pensamiento, y por eso puede Juan Maltiempo pensar mientras espera, pero cuando se abrió la puerta se quedó con el cerebro vacío, con todo el negror de la noche dentro de su cabeza, y luego sintió un alivio muy grande, porque entre el comisario y el teniente estaba el cura Agamedes, seguro que no me pegan delante del cura, qué habrá venido a hacer aquí.

Así estaremos en el cielo, y yo en el centro como conviene al oficio espiritual que ejerzo desde que me conozco y me conocéis, usted, teniente, a mi diestra, por ser protector de las leyes y de quien las hace, usted, comisario, a mi siniestra, por hacer el resto del trabajo del cual no quiero saber ni aunque me obliguen. Se abre la puerta de esta casa de disciplina, qué veo, oh tristes ojos que para tal cosa habéis nacido, ojalá fuerais ciegos, decidme si estoy engañado, si éste es Juan Maltiempo, de Monte Lavre, lugar donde vive mi rebaño, trabajoso es él, Hombre, estás loco, ya aquí el señor teniente y el señor comisario o el señor comisario y el señor teniente me han dicho que no has querido decir todo lo que sabes, pues mejor sería que lo hicieras, para descanso tuyo y de tu familia, pobrecilla, que no tienen culpa de los yerros y desvaríos del padre, que no tienes vergüenza, Juan Maltiempo, un hombre barbado ya, un hombre de respeto metido en estas chiquilladas, dónde se ha visto una insurrección así, cuántas veces os he dicho a todos en la iglesia que, Amados hermanos, reparad en que al final de este camino que lleváis está la perdición y el infierno, donde todo es llanto y rechinar de dientes, tantas veces os lo dije, tanto me cansé de decíroslo, y de nada sirvió, Juan Maltiempo, no es que no me cuide de los otros, pero el señor comisario y el señor teniente me han dicho que de todos los de Monte Lavre fue a ti sólo a quien pidieron que escribieras en ese cuaderno, a los otros no los conozco, y no escribiste nada, no les ayudaste, parece que te estás burlando, están estos señores con tanta paciencia, pierden la noche, pobrecillos, no duermen, y ellos también tienen sus familias, qué te crees, esperándolos, en vela, y por culpa de tu cabezonería tienen que decir, Hoy llegaré tarde, o bien, Tengo servicio, un trabajo que acabar, cenad sin mí y acostaros que yo sólo apareceré en casa por la mañana, y ya se ve que ni eso, que es casi la hora de comer y el señor comisario y el señor teniente están aquí, parece imposible, Juan Maltiempo, es necesario no tener consideración con las autoridades para portarse de ese modo, qué te cuesta decir quién preparó la huelga, y eso de los papeles, quién los recibe y distribuye, y de dónde vienen y cuántos son, sí, qué te costaba, hombre de Dios, que casi suelto una blasfemia, tan fácil es, los nombres, y el señor comisario y el señor teniente se cuidarán de lo demás, tú te vuelves a casa, con los tuyos, no hay nada más bonito, un hombre con su familia, a ver, dime, que yo no lo sé, mi posición no me permite revelar secretos de confesionario fuera de él, pero no fueron Fulano o Mengano, no fueron ellos, responde, di que sí con la cabeza si no quieres responder en voz alta, todo va a quedar entre los cuatro, fueron o no fueron Fulano, sí, y Mengano, es esto lo que me consta, pero no tengo certeza ni estoy diciendo que sean ellos, pregunto sólo, qué desgracia esa actitud tuya, Juan Maltiempo, dime si no estás arrepentido, hacer sufrir de esta manera a tu familia, responde, hombre.

Hombre, responde, aquí está ante ti el padre Agamedes, están el teniente y el comisario, y tú, no hay más testigos, bien podías decir cuanto sabes, que es poco, pero quien da lo que tiene no está obligado a más, Señor cura Agamedes, yo no sé nada, no me puedo arrepentir de lo que no he hecho, lo daría todo por poder estar ahora con mi mujer y con mis hijas, pero eso que me pide no se lo puedo dar, no puedo decir nada porque nada sé, y aunque lo supiese no sé si se lo diría, Ah, cabrón, dice el comisario, ahora sí que te he comprometido, Déjelo, dice el cura Agamedes en voz baja, son unos pobres brutos, es lo que me canso de decir, aún el otro día lo dije en casa de doña Clemencia, lo más seguro es que no sepa nada, se ha dejado arrastrar por los demás, Pero aquí consta como cabecilla de la huelga, dice el teniente Contento, Bien, dice el comisario, llévelo otra vez adentro.

Sale Juan Maltiempo y cuando recorre el pasillo por centésima vez, aparecen por una puerta, entre fuerte escolta de la guardia, Fulano y Mengano, se reconocen y se miran, van magullados los dos, pobrecillos, y Juan Maltiempo, al atravesar el patio, siente que se le llenan los ojos de lágrimas, no es del sol, al sol está habituado, es de una absurda alegría, porque al fin Fulano y Mengano están presos y no fue él quien los denunció, no fui yo quien los denunció, qué bien que estén presos, qué mal, ni sé lo que estoy diciendo, y lloró dos veces, una de alegría y otra de pena, ambas por haberlos visto aquí, y ya los han apaleado, esto es tan cierto como que me llamo Juan Maltiempo, bien ha dicho el comisario que tengo el nombre que corresponde a días como éstos.

Entró en la cárcel y contó lo que le había ocurrido. Le vieron los ojos llorosos y le preguntaron si le habían pegado. Respondió que no, y siguió llorando, tan afligido de alma, deshecha la alegría, y ahora sólo triste, mortalmente triste. La gente de Monte Lavre se une a él, a su alrededor, los de la misma edad, que los más jóvenes se alejan con discreción, parecería inconveniente estar cerca cuando un hombre ya con canas llora como un chiquillo, qué destino nos toca. Son escrúpulos que haremos bien en aceptar sin mayor análisis o discusión.

Había pasado medio día cuando el caso acabó bien. Los llevaron al patio y allí estaban reunidas las familias que de lejos habían venido, vino quien pudo, y sólo ahora las admitieron en las antecámaras de la autoridad, que antes habían esperado frente al cuartel, bajo la vigilancia de un piquete, y allí redoblaron suspiros y quejidos, pero cuando vino el cabo Tacabo a autorizar la entrada se encendieron las esperanzas todas, y ya iba Faustina y sus dos hijas Gracinda y Amelia, venidas a pie desde Monte Lavre, cuatro leguas, oh vida de tantas fatigas, y las demás, casi todo mujeres, Ahí vienen, y entonces los guardias deshicieron el dispositivo de seguridad, oh qué hambrientos besos en el bosque, qué bosque ni qué mierda, se abrazaron los desgraciados entre sí, y lloraron, parecía la resurrección de las almas, y si se besaron, para esto tienen poca arte, pero Manuel Espada, que no tenía a nadie allí, se quedó mirando a Gracinda, estaba ella abrazada al padre, más alta ya que él, y ella lo miró por encima del hombro, claro que se conocían, no fue un flechazo, pero luego ella dijo, Qué hay, Manuel, y él, Qué hay, Gracinda, y quien crea que es preciso más, se engaña.

Estaban los parientes en la fiesta de los abrazos cuando asoma el teniente Contento y el comisario en la puerta del patio, y de las dos bocas al mismo tiempo salió el discurso, inútil era saber quién imitaba a quién, o quizá había un mecanismo cualquiera, posiblemente enchufado por hilos eléctricos a Lisboa, que los hacía hablar así como dos fonógrafos, Muchachos, atención, y a ver si hay más cuidado en el futuro, por esta vez vais libres, pero estáis advertidos, si volvéis a meteros en terrorismo, pagaréis el doble, y no os dejéis engañar con falsas doctrinas, no seáis burros, no admitáis las ideas de los enemigos de la patria, y si encontráis panfletos en las calles del pueblo, o en las carreteras, no los leáis, y si los leéis, quemadlos en seguida, no se los deis a nadie ni repitáis lo que habéis leído, porque eso es un delito, y luego lo pagáis vosotros y vuestras familias inocentes, y si tenéis un problema por resolver, no os metáis en huelgas, id a las autoridades y exponédselo, que las autoridades están para informar y ayudar, y así os darán lo que es justo según ley, sin alborotos ni disgustos, para eso estamos aquí nosotros, y ahora a trabajar todos en paz, y que Dios os ayude, pero antes de iros tenéis que pagar el flete de la camioneta que os trajo de Monte Lavre a Montemor, vosotros fuisteis los que os portasteis mal, y tenéis que pagarlo, el Estado no puede hacerse cargo de este gasto.

Se juntaron allí los dineros requeridos, revolvieron bolsos y bolsillos, desataron pañuelos, ahí está el dinero, señor teniente Contento, así al menos no quedamos en deuda con el Estado, seguro que a él le hace mucha falta, lo que sentimos es que el paseo no haya sido mayor, que el camino de Monte Lavre hasta aquí ya lo conocemos todos. No dijeron estas palabras, son libertades del narrador, pero estas otras sí que las dijo el comisario, sólo una voz, Ahora que habéis liquidado cuentas, volveos a casa y que Dios os acompañe, y dad las gracias aquí al señor cura que tan amigo se ha mostrado de todos. El cura Agamedes alza los brazos como si estuviera en el altar, y la gente no sabe qué hacer, unos le van a dar las gracias, otros hacen como si no hubieran oído y alzan la mirada al aire o se distraen con la mujer y los hijos, y Manuel Espada, que sabe Dios por qué casualidad estaba allí junto a Gracinda Maltiempo, dice entre dientes, como si las palabras le estuvieran picando el corazón, Uno hasta siente vergüenza, y creía que iban a quedar ahí las cosas, pero el cura Agamedes, con aire alegre, dice, Una buena noticia, venid conmigo todos, que allá abajo en la calle hay transporte gratis, ofrecido por los amos, todos podéis ir en los coches y en los carros de los amos, y aún habrá quien les quiera mal. Y allá va el cura Agamedes al frente, con la sotana al viento, todo él de negro y cera, llevando en el bendito rastro el rebaño de los pobres aturdidos comiendo de los fardeles llegados de casa, parco alimento, y Manuel Espada, que sabe Dios por qué casualidad estaba allí junto a Gracinda Maltiempo, le dijo, Y aún quieren que les estemos agradecidos, mucho desprecio es éste. No respondió Gracinda Maltiempo y volvió Manuel Espada a su querencia, A mí no me llevan, me voy a pie. Aquí, sí, se movió ansiosa la moza y dijo, tímida y osada, Tan lejos, pero se corrigió luego, no sabiendo bien a quién alabar o censurar, si a los conformados o a este revoltoso, Tú sabrás. Respondió Manuel Espada que sí, que sabía, y dio tres pasos para alejarse, pero, dados los tres, volvió sobre ellos para decir, Me gustaría que fueras mi novia, y ella respondió sólo con la mirada, fue cuanto bastó, y cuando Manuel Espada había doblado la primera esquina encontrada, Gracinda Maltiempo dio el sí en su corazón.

En los días siguientes el padre Agamedes abasteció su nada vacía despensa con la gratitud de sus feligreses, perdone que sea tan poco, pero se lo damos de buena gana por todo cuanto hizo por nosotros, una medida de habichuelas, una saqueta de maíz, esta gallina ponedora, una botella de aceite, tres gotas de sangre.


Olé. Bajó el alguacilillo a la plaza por orden de la presidencia, inspeccionó los cierres de los corrales, cuenta los cabestros y considera que son suficientes, da una vuelta a la plaza para tener una buena vista de conjunto, los tendidos, las barreras, el lugar de la banda de música, la sombra y el sol, le da en la nariz el olor de boñigas frescas, y dice, Pueden venir. Se abren entonces las puertas y entra la manada, la que será toreada hoy de acuerdo con las reglas del arte, a capa, banderillas, castigada con varas y coronado al final el morrillo con el puño de la espada, que punta y hoja las tengo aquí atravesadas en el corazón. Olé. Vienen traídos por la guardia republicana, de cerca y de lejos vienen, de lugares que en este relato ya fueron mencionados, pero no de Monte Lavre, por una de esas casualidades, y poco a poco se va llenando la plaza, no los tendidos, qué idea, el público es otro, es la guardia la que se va disponiendo alrededor, buscando la sombra si es posible, pero rodeándolo todo con la carabina en posición, que sin ella no saben sentirse hombres. Se va llenando la plaza de ganado oscuro, arrebañado en leguas y leguas de heroicos combates de la guardia, al asalto, a la carga, y ahí van ellos, cargando sobre los animales de la huelga, los leones de la hoz, los hombres del padecer, Éstos son los cautivos tras la dura batalla, a vuestros pies, señor, deponemos las banderas y los cañones tomados al enemigo, ved como son rojas, menos de lo que fueron al iniciarse la guerra, porque entretanto las rebozamos en polvo, escupimos sobre ellas, podéis colgarlas en el museo o en la capilla del regimiento, ahí donde van los reclutas a pedir de rodillas que le sea revelada esta nuestra mística ventura de ser guardias, o tal vez fuera preferible, señor, quemarlas, porque la vista de ellas ofende los sentimientos que nos enseñaste a sentir, y no queremos otros. El alguacilillo, por benigna autorización del que presidía, había mandado echar en la arena unos haces de paja donde los deshechos hombres, porque son hombres, eso es lo que son, no leones y la hoz no la han traído, se van sentando o tumbando, más o menos reunidos por su lugar de origen, no se puede evitar este gregarismo, pero tampoco faltan otros hombres, pocos, que se van desplazando de grupo en grupo, poniendo aquí una palabra y la mano en el hombro, poniendo allá una mirada y un gesto contenido, hasta que todo, en la medida de lo posible, quede seguro y claro, y ahora a esperar.

Los guardias miran desde su mirador, y uno le dice a otro con saludable risa militar, Parece la aldea de los monos, si tuviera aquí unos cacahuetes, se los tiraba, tendría gracia, todos rebuscando. Quiere esto decir que la guardia es viajada, conoce el zoo, practica las reglas de la observación sumaria y de la clasificación expeditiva, y si dice que son monos los hombres del padecer amontonados en la plaza de toros de Montemor, quiénes somos nosotros para contradecirles, sobre todo estando ellos apuntándonos con la carabina, podría decir yo carabinola, para que rimase con pistola, que no tendría gracia ninguna decir pistarda, aunque ésta fuera una buena rima para guarda, a no ser que en vez de decir guarda o guardia dijese guardola o guardiola, que también hay. Uno habla por pasar el tiempo, o para no dejar que pase, es un modo de ponerle la mano en el pecho y decir, o suplicar, No andes, no te muevas, si das un paso, me pisas, qué mal te he hecho yo. Es también como inclinarme, poner la mano en la tierra y decirle, Para, no gires, todavía quiero ver el sol. En esto están, en este jugar con las palabras poniéndolas unas encima de otras, a ver si nacen diferentes, y nadie se ha dado cuenta de que el alguacilillo ha bajado a la plaza y busca a un hombre, uno sólo en este momento, que no es siquiera león de hoz ni vino de lejos, y ese hombre, si le dieran un cuaderno para escribir lo que sabe, y, como harán al día siguiente los cuatro de Monte Lavre, Escoural, Safira y Torre da Gadanha, pusiese en la primera línea de él, o en todas, para que no haya dudas y no cambiar una persona de ideas, de página en página, si pusiera su nombre digo, escribiría, Germano Santos Vidigal.

Ya han dado con él. Lo llevan dos guardias, dondequiera que nos volvamos no se ve otra cosa, se lo llevan de la plaza, a la salida de la puerta del sector seis se le unen otros dos, y ahora parece hecho adrede, todo es subir, como si estuviéramos viendo una película sobre la vida de Cristo, allí encima es el calvario, éstos son los centuriones de bota recia y guerrero sudor, llevan engatilladas las lanzas, hace un calor que ahoga, alto. Vienen bajando la calle unos hombres aislados y por eso el cabo Tacabo, temiendo una vez más que sean José Gato y su cuadrilla, dice, Pasen de largo, este hombre va preso. Pasan los aislados tan rápido como pueden, pegándose a la pared, en éstos no hay peligro, incluso parece que les ha gustado la orden y la información, y el cortejo tiene ahora cien metros para andar, allá en lo alto, la vemos por encima del muro, tiende una mujer en la cuerda una sábana, tendría gracia que esta mujer se llamara Verónica, pero no, se llama Cesaltina y no es mujer de misa. Ve pasar un hombre entre los guardias, lo sigue con los ojos, no lo conoce, pero tiene un presentimiento, junta el rostro a la sábana húmeda como un sudario, y le dice al hijo que se empeña en seguir jugando al sol, Vamos adentro.

Los guardias cruzan la carretera que sube hacia el castillo y allí el camino se ensancha por la parte de abajo por eso parece una plazuela, son tantos pasos los que hay que dar aún y tan poca la ganancia de vida en ellos, si creen que esto es lo que el preso va pensando están muy engañados, no sabemos qué pensamientos son y serán los suyos, ahora bien, lo que sí es necesario es que nos pongamos a pensar nosotros. Si permanecemos de este lado de aquí, si fuésemos tras la mujer Cesaltina y empezáramos, por ejemplo, a jugar con el chiquillo, a quién no le gustan los niños, nos quedaríamos sin saber qué va a pasar, y eso es precisamente lo que por nada haríamos. Hay dos centinelas a la puerta, la guardia está toda en pie de guerra, alzad de nuevo hoy el esplendor de Portugal, cierto es que desde aquí se ve algún paisaje, la Señora de la Visitación, milagrosa donde las haya, pero no queremos aquí peregrinaciones nacionales, y unas huertas, pocas, que el espacio no da para más en este lugar angosto. Vamos adentro, dijo Cesaltina al hijo. Vamos también nosotros para dentro, por aquí, pasemos entre los centinelas, no nos ven, éste es nuestro privilegio, atravesamos el patio, por ahí no, es un caserón, una especie de almacén de delitos al por mayor, mañana vendrán a dar aquí los hombres de Monte Lavre y de otros lugares, casos sin importancia, la puerta es ésta, pero no es ese el corredor, viremos en este recodo, diez pasos más, cuidado no tropieces en el banco, es aquí, no necesitamos avanzar más, hemos llegado, basta abrir la puerta.

No hemos llegado a tiempo para asistir a los preliminares. Nos entretuvimos mirando el paisaje, jugando con el chiquillo a quien tanto le gusta jugar al sol, por más que los padres le digan, haciéndole preguntas a Cesaltina, que por casualidad no está el marido metido en estos líos, es empleado del ayuntamiento y se llama Ourique, y todo esto que decimos no fueron más que pretextos, dilaciones, maneras de desviar los ojos, pero ahora, entre estas cuatro paredes encaladas, sobre este piso de losetas, reparemos en los cantos partidos, cuántos pasos por aquí pasaron, y las redondeces del desgaste, y lo interesante que resulta este reguerillo de hormigas que va por las junturas ensanchadas como si fueran valles, mientras arriba, proyectadas contra el cielo blanco que es el techo y contra el sol que es la lámpara encendida, se mueven unas altas torres, son hombres, lo saben bien las hormigas que de generación en generación les han sentido el peso de los pies y el largo chorro cálido que cae de una especie de tripa que cuelga fuera del cuerpo, así han muerto hormigas ahogadas o machacadas en todos los lugares de la tierra, pero ahora se supone que de éstas se van a librar, en otras cosas se hallan ocupados los hombres. Tienen las hormigas un aparato auditivo y una educación musical que no les permite entender lo que dicen y cantan los hombres, por eso no es fácil que perciban por entero el interrogatorio, pero las diferencias no son muchas, mañana, en este mismo puesto de guardia, pero en lugar menos retirado, serán interrogados los hombres de Monte Lavre, Torre da Gadanha, Safira y Escoural, y entonces sabremos, y también los insultos, hijo de puta, cabrón, hijo de puta, cornudo, hijo de puta, maricón, eso es lo trivial, la gente no se ofende por tan poco, son historias ridículas como las de las comadres, tía tal, tía cual, nadie se ofende, en tres días están hechas las paces, pero en este caso no.

Tomemos esta hormiga, mejor, no la tomemos, que sería matarla, mirémosla sólo porque es una de las mayores y porque levanta la cabeza como los perros, ahora va pegada a la pared en recua con sus hermanas, tendrá tiempo de hacer tres veces su largo viaje entre el hormiguero y no sabemos qué de interesante, curioso o simplemente alimenticio habrá en este cuarto retirado, antes de que se complete el episodio mortal. Ahora mismo acaba de caer uno de los hombres, queda al nivel de las hormigas, no sabemos si las ve, pero ellas sí lo ven, y serán tantas las veces que caiga que al fin aprenderán su rostro de memoria, el color del pelo y de los ojos, el dibujo de la oreja, el arco oscuro de la ceja, la sombra tan blanda de la comisura de la boca, y con todo esto más tarde se harán grandes conversaciones en el hormiguero para ilustración de las generaciones futuras, que es útil a los jóvenes saber qué pasa por el mundo. Cayó el hombre y luego los otros lo levantaron de una patada, le gritan cada uno por su lado, dos preguntas diferentes, cómo sería posible dar respuestas aunque quiera darlas, y no es éste el caso, porque el hombre que cayó y fue levantado morirá sin decir una palabra. Sólo gemidos le saldrán de la boca, y en silencio de alma profundos ayes, pero incluso cuando los dientes estén partidos y sea necesario escupir sus pedazos, lo que dará mayores razones a los otros dos para volverle a pegar, no se ensucia la propiedad del Estado, incluso entonces el ruido será el de escupir y otro no, esa mecánica inconsciente de los labios, y luego queda dispersa la saliva en el suelo, adensada de sangre para estímulo gustativo de las hormigas que se van telegrafiando una a otra esta lluvia del nuevo maná, rojo singular caído de tan blanco cielo.

Ha caído el hombre otra vez. Es el mismo, dijeron las hormigas, tiene el diseño de la oreja, el arco de la ceja, la sombra de la boca, no hay confusión posible, por qué será siempre el mismo hombre el que cae, será que no se defiende, que no lucha. Son criterios de hormiga y de su civilización, no saben que la lucha de Germano Santos Vidigal no es contra sus agresores, Gargajo y Gargajillo, sino con su propio cuerpo, ahora el fulminante dolor entre las piernas, testículos en lenguaje de manual de fisiología, cojones en este grosero hablar que más fácilmente se aprende, frágiles bolas llenas de imponderable éter que en trance justamente nos elevan, de hombres hablo, son ellos los que nos levantan en viaje entre el cielo y la tierra, pero no estos desgraciados que las manos ansiosamente amparan y ahora sueltan porque un estruendo y la brutal patada de tacón cae sobre los riñones. Se quedan asombradas las hormigas, pero sólo de pasada. Ellas tienen sus obligaciones, horarios que cumplir, ya hacen demasiado cuando alzan la cabeza como los perros y afirman su flaca visión para comprobar que el hombre caído es el mismo o si se ha introducido alguna variante en la historia. La hormiga mayor ha dado la vuelta a lo que faltaba de pared, pasó por debajo de la puerta, va a transcurrir un tiempo antes de que regrese, y entonces lo encontrará todo cambiado, es una manera de decir, tres siguen siendo los hombres, pero los dos que no caen nunca se entretienen, seguro que es un juego, no se le ve otra explicación, qué raro que no juegue así el hijo de Cesaltina, se entretienen empujando al otro contra la pared, lo agarran por los hombros y lo estrellan de sopetón y entonces, depende, o cae de espaldas y da de lleno con la cabeza, o va de frente y el pobre rostro ya pisoteado se estampa en la cal y deja en ella, no mucha, algo de sangre, de la que le corre de la boca y de la ceja derecha. Y si lo dejan ahí, resbala sin sentido, la sangre no, el hombre, pared abajo, hasta quedarse retorcido en el suelo, al lado de la hilera de hormigas, asustadas de pronto al sentir caer aquella enorme masa desde lo alto, aunque finalmente ni las roza. Y durante el tiempo que lo dejaron allí, una hormiga se le agarró a la ropa, quiso verlo más de cerca, la muy tonta, va a ser la primera en morir, porque en el lugar exacto en que ahora está cae el primer porrazo, el segundo no lo siente, pero lo siente el hombre que, del dolor, no él sino el estómago da un salto, y otra vez se derrumba, con arcadas, es el estómago, la coz violenta de lleno o la patada, y luego otra más en sus partes, palabra tan común que no ofende los oídos.

Uno de los hombres salió, fue a descansar del esfuerzo. Es Gargajillo, nacido de madre y padre, casado y con hijos, y esto es poco decir porque el otro, el que se ha quedado dentro guardando al preso, el que se llama Gargajo también nació de padre y madre, también está casado y tiene hijos, cómo vamos a distinguirlos de no ser por las facciones, y aun así, y por los nombres, uno es Gargajo y el otro Gargajillo, no son parientes aunque pertenezcan a la misma familia. Se pasea por el corredor, va tan cansado que se da un golpe contra el banco, Esto acaba con uno, esos tipos que no hablan, pero se va a joder o no me llamo Gargajillo. Se bebe toda una jarra de agua, es una fiebre ardiente, y entonces le entra un telele nervioso y vuelve a entrar en el cuarto, ya descansado y con fuerzas, es un tifón, se lanza como un perro contra Germano Santos Vidigal, es un perro y se llama Gargajillo, y es como si Gargajo le estuviera haciendo Chis, chis, sólo le falta morder, quizá incluso muerde, más tarde se verá que esto son señales de dientes, de hombre, o de perro, eso es lo que resulta dudoso, que a veces a algunos hombres les salen dientes de perro, todo el mundo lo sabe. Pobres perros, enseñados a morder a quien deberían respetar y donde no deberían, aquí, en este lugar mío en que soy hombre, no más de lo que en el brazo o en la barbilla, o en este otro lugar que es el corazón, modo diferente de ser ojos, o en el cerebro, ojos verdaderos. Pero ya de pequeño me decían que esta máquina inquieta es lo que tengo más de hombre, y aunque no lo creyera demasiado, le tengo aprecio, y no es justo que muerdan ahí los perros.

La hormiga grande va ya en su quinto viaje y el juego continúa. Esta vez salió Gargajo a descansar, fue hasta el patio a desahogarse fumando un cigarrillo, pasó por el despacho del teniente Contento para informarse de cómo iban las operaciones de campo, las grandes maniobras, y el teniente dijo que estaban haciendo una rebatiña general de huelguistas por el concejo, con todos los efectivos en acción, la cosa iría mejor si nos hubieran mandado más refuerzos, aunque contaba con reunir a otros tantos como los que había en la plaza de toros, Y ese Germano Vidigal, ha hablado ya, esto pregunta el teniente Contento, discreto, porque en fin, no es cosa suya y Gargajo no tenía ninguna obligación de responderle si no quería, pero respondió, Aún no, el tipo es duro, y el teniente, solícito y servicial, Habrá que usar los grandes medios. Este pequeño Torquemada de Montemor es un buen ayudante, da techo y protección, y a esto añade el consejo, y tras encender un pitillo, oye la respuesta de Gargajo, que la da de mala manera, Sabemos muy bien lo que hacemos, y salió dando un portazo, Vaya con el majadero éste, y es posible que por eso, por culpa de esta contrariedad, entró en el cuarto por donde andaban las hormigas y sacó del cajón un vergajo trabado de acero, arma mortal, pasó la correa por la muñeca para mayor seguridad, y cuando este hombre de padecer intentaba, aturdido, esquivar las arremetidas de Gargajillo, cayó el sibilante azote sobre los hombros, y luego espalda abajo, centímetro a centímetro, como si majase centeno verde, hasta los ríñones, ahí se demoró, ciego y con los ojos abiertos, que no hay peor ciego que éste, ritmando los golpes sobre el hombre caído ahora en el suelo, metódicamente, para no fatigarse en exceso, todo se paga menos la fatiga, pero poco a poco va perdiendo el dominio de sí mismo y todo él se transforma en una máquina de golpear presa de un delirio, en un autómata borracho, hasta el punto de que Gargajillo lo agarra del brazo, Espera, hombre, no exageres, que la va a palmar. Saben mucho de esto las hormigas, que están muy habituadas a ver a sus muertos y a hacer diagnósticos a la primera, a veces van en fila arrastrando una barba de espiga y tropiezan con una cosilla rugosa, abarquillada, casi indescifrable, pero no vacilan, mueven las antenas hacia un lado y hacia otro, embarazadas con la carga pero muy habladoras en su morse, Aquí hay una hormiga muerta, y luego se distraen mirando en otra dirección y cuando uno vuelve a aquel lugar ya el cadáver desapareció, las hormigas son así, no dejan a la vista a sus muertos caídos en el cumplimiento del deber, y por todo cuanto queda dicho la hormiga grande, que iba ya en su séptimo viaje y va ahora a pasar, levanta la cabeza y mira la gran nube que tiene ante los ojos, pero luego hace un esfuerzo, ajusta su mecanismo de visión y piensa, Qué pálido está este hombre, no parece el mismo, la cara hinchada, los labios partidos, y los ojos, pobrecillos los ojos, ni se ven entre las mataduras, tan diferentes de cuando llegó, pero lo conozco por el olor, que es el mejor sentido de las hormigas. Está en este pensamiento cuando de pronto escapa el rostro de su alcance porque los otros dos hombres tiran de éste y lo ponen de espaldas, le echan agua en la cara, un jarro lleno de agua que por casualidad viene fresca, sacada del hondo y negro pozo, con la bomba, no sabía esta agua para qué estaba guardada, venida de las entrañas de la tierra, viajante subterránea durante mucho tiempo, después de haber conocido otros lugares, los escalones pedregosos de una fuente, la aspereza luminosa de la arena, la blandura tibia del lodo, la calma pútrida del cenagal y el fuego del sol que lentamente la borró de la tierra, adonde fue que nadie la vio, y finalmente está en aquella nube que pasa, cuánto tiempo después, de repente cayó sobre la tierra, vino desamparada de lo alto, bella es la tierra que el agua ve, y si el agua puede elegir el lugar donde ha de caer, si pudiese, no habría tanta sed o tanta abundancia tiempo después, de repente cayó sobre la tierra, fue viajando, decantándose, agua pura, purísima, hasta encontrar la vena, el caudal secreto, el cauce perforado ahora por una bomba aspirante, pozo sereno y oscuro, y súbitamente un jarro, prendida en la trampa brillante el agua, ahora qué destino, matar una sed, o no, la derraman desde lo alto sobre un rostro, caída brusca pero amortiguada pronto en este fluir lento por los labios, por los ojos, por la nariz y la barbilla, por las mejillas chupadas, por la frente mojada de otra agua que es el sudor, y así conoce la máscara aún viva de este hombre. Pero el agua cae al suelo, lo ha salpicado todo alrededor, y las baldosas quedan rojas, sin contar las hormigas que han muerto ahogadas, se salvó la grande porque va en su octavo viaje y no se cansa.

Gargajo y Gargajillo levantan a Germano Santos Vidigal por las axilas, lo alzan a peso, no querría que se molestaran, y lo sientan en una silla. Gargajo tiene aún el látigo en la mano, pasada la correa por la muñeca, ya se le ha ido la furia de golpear así, pero da un grito, Cabrón, y escupe en la cara del hombre derrumbado en la silla como una chaqueta que alguien se quitó y está vacía. Abre los ojos Germano Santos Vidigal y, por increíble que parezca, lo que ve es la hilera de hormigas, quizá por ser más espesa en el lugar que los ojos ven al abrirse, al azar, no es extraño, la sangre humana es un manjar para las hormigas, y ellas, pensándolo bien, no viven de otra cosa, allí cayeron juntas tres gotas de sangre, padre Agamedes, y tres gotas de sangre forman un charco, un lago, un mar océano. Abrió los ojos, si esto es abrir, unas hendiduras estrechísimas por donde la luz apenas puede penetrar, y la que entra es excesiva, tan vivo el dolor en las pupilas, sentido sólo por ser dolor nuevo, cuchillo que viene a clavarse donde otros cien están clavados y en la carne se revuelven, y habiendo gemido balbuceó algunas palabras ante las que Gargajo y Gargajillo ansiosamente se inclinan, arrepentidos ya de tan gran castigo, a ver si ahora no es capaz de hablar, pero lo que Germano Santos Vidigal quiere, pobre hombre sujeto aún a las necesidades del cuerpo, es ir ahí dentro, a aliviar la vejiga que sabe Dios por qué ha dado ahora señal de urgencia, o allí mismo se derramará. No quieren Gargajo y Gargajillo ensuciar el suelo más de lo que se vio, y también con la esperanza de que al fin se haya quebrado la resistencia del obstinado y que de ello sea esta petición una primera señal, va uno a la puerta a ver si el corredor está libre, hace un gesto y vuelve adentro y entre los dos amparan a Germano Santos Vidigal en los cinco metros que lo separan de la letrina, lo sientan en los travesaños del urinario, y es el pobre quien tiene que desabrocharse con dedos torpes, buscando y extrayendo fuera de la bragueta el torturado instrumento, sin atreverse a tocar los hinchados testículos, el escroto desgarrado, y luego se concentra, llama a todos los músculos en su ayuda, les pide que primero se contraigan y luego de una sola vez se relajen para que los esfínteres se ablanden, alivien la terrible tensión, lo intenta una, dos, tres veces, y de pronto sale el chorro, de sangre, tal vez también de orina, quién va ahora a distinguirla en este único chorro rojo, como si se hubieran roto todas las venas del cuerpo y encontraran salida por este lado. Se retiene, pero el chorro no cesa. Es la vida que se le va por allí. Aún está saliendo cuando al fin se resguarda, logra contenerlo, sin fuerzas para abotonarse. Gargajo y Gargajillo lo llevan, arrastrando los pies, hacia el cuarto de las hormigas, y vuelven a sentarlo en la silla, y es Gargajillo quien pregunta, con voz llena de esperanza, Quieres hablar ahora, es una idea que tiene, si lo dejaron ir a la letrina, tiene que hablar, un gesto ha de pagarse con otro, pero Germano Santos Vidigal deja caer los brazos, la cabeza se inclina sobre el pecho, la luz se apaga dentro de su cerebro. La hormiga mayor desaparece bajo la puerta tras haber completado su décimo viaje.

Cuando vuelva del hormiguero, verá el cuarto lleno de hombres. Estarán allí Gargajo y Gargajillo, el teniente Contento, el sargento Armamento, el cabo Tacabo, dos números anónimos y tres presos elegidos a dedo para testimoniar que, habiéndose vuelto de espaldas los policías un minuto, no más, para tratar de asuntos urgentes, cuando volvieron vieron al preso ahorcado de un alambre, tal como ahora está, la punta enrollada en aquel clavo, el otro cabo con dos vueltas en el cuello de Germano Santos Vidigal, sí, se llama Germano Santos Vidigal, es importante para el certificado de defunción, hay que llamar al delegado de salud, y está de rodillas, como ven, sí, de rodillas, no es nada extraño, cuando alguien quiere ahorcarse, hasta en los barrotes de la cama, la cuestión es querer, alguien tiene dudas, Yo no, dice el teniente, y el sargento, y el cabo, y los dos números, y los tres presos, a quienes con esto les ha tocado la lotería y quizá los dejen hoy mismo en libertad. Hay gran indignación entre las hormigas, que habían asistido a todo, ahora unas, ahora otras, pero entretanto se juntan y juntan lo que vieron, tienen la verdad entera, hasta la hormiga mayor, que fue la última en verle el rostro, en primer plano, enorme, como un gigantesco paisaje, y es sabido que los paisajes mueren porque los matan, no porque se suiciden. Ya se han llevado el cuerpo. Gargajo y Gargajillo guardan las herramientas del oficio, el vergajo, la fusta, se frotan los nudillos, inspeccionan punteras y tacones, no sea que haya quedado agarrado hilo de ropa o mancha de sangre que denuncie a los ojos agudísimos del detective Sherlock Holmes la debilidad de la coartada y el desacuerdo de las horas, pero no hay peligro, Holmes está muerto y enterrado, tan muerto como Germano Santos Vidigal, tan enterrado como sin tardanza va a estarlo éste, y sobre estos casos pasarán los años y pasará el silencio hasta que las hormigas tomen el don de la palabra y digan la verdad, toda la verdad, y sólo la verdad. Entretanto, si nos apresuramos, aún veremos al doctor Romano, va ahí delante, con la cabeza baja, el maletín negro en la mano izquierda, por eso podemos pedirle que levante la derecha, Jura decir la verdad, toda la verdad y sólo la verdad, con los doctores ha de ser así, están habituados a hacer las cosas con toda solemnidad, Dígame, doctor Romano, médico delegado de salud, jure por la memoria de Hipócrates y sus actualizaciones en forma y sentido, dígame, doctor Romano, aquí bajo este sol que nos alumbra, si es realmente verdad que este hombre se ha ahorcado. Alza el doctor delegado de salud su mano diestra, posa sobre nosotros sus ojos cándidos, es hombre muy estimado en la ciudad, puntual en la iglesia y meticuloso en el trato social, y habiéndonos mostrado su alma pura, dice, Si alguien tiene un alambre enrollado dos vueltas en su propio cuello, con una punta sujeta a un clavo encima de la cabeza, y si el alambre está tenso por causa del peso aunque parcial del cuerpo, se trata sin duda, técnicamente, de ahorcamiento, y, habiendo dicho esto, baja la mano y se va a sus ocupaciones, Pero mire, doctor Romano delegado de salud, no vaya tan de prisa que todavía no es hora de cenar, si es que le queda apetito después de aquello a lo que asistió, hasta me da envidia un estómago así, dígame si no vio el cuerpo del hombre, si no vio las mataduras, los verdugones, las llagas, los cardenales negros, el aparato genital reventado, la sangre, Eso no lo vi, me dijeron que el preso se había ahorcado y ahorcado estaba, no había más que ver, Será mentiroso, Romano doctor y delegado de salud, cuándo, cómo y por qué se ha aficionado a ese feo hábito de mentir, No soy mentiroso, pero la verdad no la puedo decir, Por qué, Por miedo, Pues vaya en paz, doctor Pilatos, duerma en paz con su conciencia forníquela bien, que ella bien los merece, a usted y a la fornicación, Adiós, señor autor, Adiós, señor doctor, pero acepte el consejo que le doy, evite las hormigas, sobre todo esas que levantan la cabeza como los perros, son bichos de mucha observación, ni usted, doctor Pilatos, puede imaginar de cuánta, queda bajo la mirada de todas las hormigas de todos los hormigueros, no tenga miedo que no le van a hacer daño, es sólo para ver si un día su conciencia le pone cuernos, sería su salvación.

Esta calle en que estamos se llama de la Parra, no se sabe por qué, tal vez en tiempos idos la sombreara una de uvas señaladas y, no habiendo nombre de santo, de político, bienhechor o mártir para ponerlo en la esquina, quedará de la Parra hasta un día. Qué haremos ahora si los hombres de Monte Lavre, Escoural, Safira y Torre da Gadanha no llegan hasta mañana, si la plaza de toros está cerrada y nadie entra, qué haremos, pues vamos al cementerio, quién sabe si Germano Santos Vidigal ya ha llegado, los muertos, cuando les da por ahí, andan de prisa, y no está muy lejos, seguimos esta calle, va refrescando la tarde, doblamos luego a la derecha, como si fuésemos a Évora, es fácil, después se vuelve a la izquierda, no hay pérdida, se ven ya los muros blancos y los cipreses, como en todas partes. El depósito está allí, pero está cerrado, ellos lo cierran todo, y se han llevado la llave, no podemos entrar, Buenas tardes, señor Ourique, todavía trabajando, Es verdad, qué se le va a hacer, no todos los días muere gente, pero todos los días hay que cuidarles las camas, barrer las calles, en fin, Vi arriba a su mujer, Cesaltina, y a su hijo, un muchacho majo, Es verdad, Buena palabra ésa, señor Ourique, Es verdad, Dígame entonces si es verdad que el cuerpo que está en el depósito murió de malos tratos, o sólo porque su antiguo amo decidió ahorcarlo, Es verdad que mi hijo es un chiquillo muy majo, con esa costumbre suya de querer estar siempre jugando al sol, es verdad que el cuerpo que está ahí fue ahorcado, es verdad que en el estado en que se hallaba ni fuerzas tendría para ahorcarse, es verdad que tiene sus partes todas reventadas, es verdad que todo él es un amasijo de sangre, es verdad que ni después de muerto se le redujeron los verdugones, cardenales como huevos de perdiz, y es verdad que con mucho menos habría muerto yo, pese a que estoy habituado a la muerte, Gracias, señor Ourique, usted es enterrador y hombre serio, quizá por querer tanto a su hijo, dígame de quién es esa calavera que tiene en las manos, será del hijo del rey, Eso no lo sé, que ya no es de mi tiempo, Buenas tardes, señor Ourique, va siendo hora de cerrar el portón, déle recuerdos a Cesaltina y un beso al hijo por gustarle tanto jugar al sol.

Se dicen estas cosas como despedida, desde aquí abajo se ve el castillo, quién pudiera contar todas sus historias, las pasadas y las venideras, error grave sería juzgar que hoy se hacen las guerras del lado de fuera de los castillos, se acabaron las acciones en que son parte, hasta las mezquinas, hasta las menos gloriosas, como decía el marqués de Marialva, Ya he dado cuenta a vuestra majestad de cómo Manuel Ruiz Adibe, que gobierna Montemor, no está capacitado para el gobierno de esta plaza, porque, aparte de su insuficiencia para todo, excusa a los jornaleros de venir a trabajar en la fortificación por el dinero que dan, y por esa razón está tan atrasada la obra como se puede ver, y así ruego a vuestra majestad se sirva permitir que yo informe de las personas que más convienen para este puesto, siendo que en la del teniente-general de artillería Manuel da Rocha Pereira concurre toda suficiencia, actividad y celo, y buena disposición para ocupar este puesto, haciéndole vuestra majestad merced de mandar pasar patente de él, con título de maestre de campo general, y Manuel Ruiz Adibe puede gozar su sueldo por entretenimiento como gozan los demás capitanes de caballos que vuestra majestad reformó, no está tan falto de bienes ni tiene tantas obligaciones que no tenga un pasar de toda comodidad, aunque el sueldo no le sea puntualmente pagado. Diablo del Adibe aquel, que tan mal cuidaba del servicio de su majestad y tan bien del propio, están los tiempos mudados, hay ahora funcionarios celosos que matan dentro del cuartel de la guardia en Montemor y salen luego a echar un pitillo, saludan con un gesto, hasta mañana, al centinela que observa valerosamente la línea del horizonte no vayan a asomar por allí los españoles, y luego bajan la calle serenamente conversando, con paso firme, echan cuentas del trabajo del día, tantas bofetadas, tantos puntapiés, tantos vergajazos, y lo encuentran bien hecho, ninguno de ellos se llama Adibe, se llaman Gargajo y Gargajillo, parecen gemelos, y se paran entonces ante el cine donde se anuncia la película del domingo, mañana ya, inicio de la temporada de verano con la interesante comedieta El Magnífico Perezoso, Buena idea la de traer a las mujeres, a ellas esto les gusta, pobrecillas, seguro que la película vale la pena, pero para buena, buena, la del jueves, con Estrellita Castro, la diosa de la canción y del baile, y Antonio Vico, Ricardo Merino y Rafaela Satorres, en el maravilloso film Mariquilla Terremoto, ole.


Entre muertos y heridos escaparon éstos. No diremos nombre a nombre, basta saber que unos fueron a vivir a Lisboa, en prisiones y calabozos, y los más regresaron al tajo, ahora con el nuevo salario mientras dure la siega. El padre Agamedes amonesta paternalmente a los descarriados, les recuerda por vía indirecta, cuando no por directa vía, cuánto le deben y que ahora están aún más obligados a cumplir los deberes cristianos, ya que la santa madre es capaz de mostrar con tanta claridad su poder e influencia, que fue tocar los eslabones de la cadena y deshacerse ésta, y abrirse las rejas, aleluya. Proclama estas grandezas en una iglesia despoblada, sólo las viejas, que los demás andan rumiando cuánto les costó la gratitud y no les salen las cuentas. En Monte Lavre poco se sabe de detenciones, todo es vago, hasta protestando Sigismundo Canastro que muchas fueron, y de la muerte habida sólo mañana empezará a saberse, en el hablar de las cuadrillas con el vecino de fila, pero la fatiga de los vivos parece más pesada que la irremediable agonía, Tengo malo a mi padre, no sé qué le vamos a hacer, éstos son cuidados particulares, de la casa de cada uno, por no hablar de la siega que está llegando a su fin y después qué hacemos. Será lo mismo de los otros años, pero ahora Norberto, Alberto, Dagoberto maldicen por boca de los capataces y juran que esa cuadrilla de gandules se va a arrepentir de lo de la huelga y que caro les va a costar lo que llevan de más en sus jornales. Adalberto ya escribió desde Lisboa diciendo que, acabada la siega y la trilla, queden sólo los hombres de los puercos y de las ovejas, y el guarda, no quiere ver sus tierras pisadas por huelguistas y parásitos, luego dirá lo que hay que hacer además, todo depende de la aceituna. El capataz responderá, pero eso es correspondencia corriente que nadie guarda, se recibe la carta, se hace lo que dice o se da respuesta a lo que preguntó, y luego dónde la he metido, tendría gracia poner estos escritos en orden y contar a través de ellos la historia, que sería otra manera de contar, lo malo es que creemos que sólo las grandes cosas son importantes, nos ponemos a hablar de ellas y luego cuando queremos saber cómo eran, quién estaba, qué fue lo que dijeron, todo son dificultades.

Se llama Gracinda Maltiempo y tiene diecisiete años. Se va a casar con Manuel Espada, pero no será tan pronto, La chica es joven, no puede casarse así como así, sin ajuar que se vea, tened paciencia los dos. Son imposiciones evidentes, aparte de que ni casas hay donde vivir, Ya ves, tener que irse uno a trabajar a otras tierras, No hagas como tu hermano, siempre lejos, ya sé que no es lo mismo, eres una chica, pero ya es suficiente tener un hijo fuera del alcance de mis ojos, ay Dios mío, el hijo ese. Dice esto Faustina, y Juan Maltiempo asiente con la cabeza, tiene siempre un dolor en el pecho cuando se habla del hijo, diablo de mozo, sólo con dieciocho años y ese instinto de vagabundo, como el abuelo a quien Dios tenga. Gracinda Maltiempo le contará después a Manuel Espada la sustancia de estas conversaciones, y él responderá, No me importa esperar, me quiero casar contigo, y esto lo dice gravemente, como es costumbre suya en todas las ocasiones, es un modo de ser que le hace aparentar más edad, y la diferencia ya no es pequeña conforme le dijo Faustina a la hija cuando ésta vino a contarle que Manuel Espada la había pedido de novia, Pero si él es mucho mayor que tú, Pues sí, y eso qué importa, fue lo que respondió Gracinda, molesta y con razón, porque la cuestión no era ésa, la cuestión es que le había gustado Manuel Espada desde aquel día de junio en Montemor, sólo faltaba que tuvieran que pensar en eso de las edades, aunque Manuel Espada, cuando le habló, no hubiera olvidado el detalle, Tengo siete años más que tú, y ella, medio sonriendo, pero confusa en sus pensamientos, Y qué importa eso, el marido ha de ser mayor, y cuando acabó de decirlo se puso roja porque había dicho sí sin decir sí, cosa que entendió muy bien Manuel Espada, y pasó a la pregunta siguiente, Entonces aceptas, y ella respondió, Acepto, y quedaron novios a partir de este momento para las reglas del cortejar, en el umbral, que para dentro aún era pronto, pero en lo que no se siguieron las reglas fue en el hecho de que Manuel Espada habló de inmediato con los padres, en vez de esperar un tiempo de confirmación de sentimientos y de secreto mal escondido. Fue entonces cuando Juan Maltiempo y Faustina dieron sus razones, sin novedad alguna, que no había medios para el casamiento y en consecuencia tendrían que esperar, Esperaré todo el tiempo que sea necesario, dijo Manuel Espada, y salió de allí dispuesto a trabajar y ahorrar, aunque tenía que ayudar en casa de sus padres, con quienes vivía. Son detalles menores de la vida pequeña, invariables, o tan poco variables que en dos generaciones no se notan las diferencias, y Gracinda Maltiempo también sabe que a partir de ahora tendrá que discutir, regateando con su madre, qué parte de su salario podrá guardar para el ajuar, como es su deber. Mucho de hombres se ha hablado, algo de mujeres, pero cuando así fue, como de pasajeras sombras o a veces indispensables interlocutoras, coro femenino, de costumbre calladas por ser grande el peso de la carga o de la barriga, o madres dolorosas por varias razones, un hijo muerto, otro trotamundos, o hija deshonrada, eso es lo que no falta. De hombres se seguirá hablando, pero también cada vez más de mujeres, y no por este noviazgo y futuro casamiento, pues noviazgo también tuvieron Sara de la Concepción y Faustina, abuela ya muerta y madre aún felizmente viva de Gracinda Maltiempo, y de eso pocas fueron las cosas dichas, las razones son otras, quizá todavía imprecisas, y es que los tiempos van cambiando. Esto de haber declarado sus sentimientos a la puerta de una prisión, o cuartel y lugar de muerte, que para el caso lo mismo es todo, va contra las tradiciones y las conveniencias en una hora de tanta aflicción, cierto es que compensada por la alegría de la libertad aún temerosa, que diga un chico a una chica, Me gustaría que fueras mi novia, esta juventud no se parece en nada a la de mi tiempo.

Nació Gracinda dos años antes que su hermana Amelia, que, por haber echado cuerpo antes de tiempo, apagaba la diferencia de edad ante ojos que no tuvieran previa información. No había mucho parecido entre ellas, tal vez por andar tan mezcladas estas sangres y tan dispuestas a manifestarse singulares. Pensamos en aquel antepasado llegado del norte frío y que en la fuente forzó a la doncella, sin castigo de su señor Lamberto Horques, ocupado en otras ascendencias y cabalgadas. No obstante, para que en nosotros se confirme la modestia y pequeñez de este mundo, aquí tenemos a Manuel Espada pidiéndole noviazgo a Gracinda Maltiempo al pie de aquella misma fuente, junto a un regazo de helechos que esta vez no serán derrumbados y quebrados como aconteció entonces mientras el cuerpo de la forzada no se rindió, vencido. Si pudiéramos atar los hilos sueltos, el mundo sería la más fuerte y justificada de todas las cosas. Y si la fuente pudiera hablar, es un decir, merecido y justo sería, tan constante en agua cantarina viene siendo, y ya van quinientos años, muchos más si es obra mora, si pudiera hablar seguro que diría, Esta muchacha ha estado aquí, confusión que se disculpa, con el tiempo hasta las fuentes confunden las memorias, esto sin hablar de la gran diferencia que hay con respecto a Manuel Espada, que apenas roza la mano de Gracinda Maltiempo, Aceptas, y vuelven a subir dejando los helechos para otra ocasión.

Estos chiquillos saben mucho y muy variado. Entre Antonio Maltiempo, que es el mayor, y Amelia Maltiempo, que es la más joven, hay cuatro años, no más. Hubo una época en que fueron tres puñados de carne mal nutrida y mal abrigada, como lo siguen siendo hoy, adolescentes, si es que la palabra no resulta demasiado fina para estos paisajes y estos latifundios. Anduvieron a cuestas del padre y de la madre, en cestas en la cabeza cuando aún no podían andar o las piernas se fatigaban pronto, a caballo del padre o en brazos de la madre, por su pie, y viajaron más, atendiendo a la proporción de la edad, que el judío errante. Tuvieron grandes guerras con mosquitos en tierras de arroz, pobres inocentes indefensos que ni tino tenían para ahuyentar del rostro al escuadrón de lanceros voladores que zumbaban de puro y aguzado gozo. Pero, por ser la vida de los mosquitos más corta y no habiendo muerto los niños, es de estos de quienes hablamos, no de otros a los que no faltaron muertes de tercianas, si hubo vencedores en la guerra fueron los de la resistencia pasiva. No es frecuente, pero ocurre a veces.

Ved ahora a estos chiquillos, o a ésta, o a cualquiera de ellos, el chico mayor, o la del medio, o esta más pequeña, tendida aquí en un cajón a la sombra de una encina mientras la madre anda trabajando por ahí cerca, pero no tan cerca que la vea con claridad, y sabiendo nosotros que son niños, y más aún si no saben hablar, viene el dolorcillo de barriga, o ni siquiera eso, sólo el derramar oportuno de las heces, menos mal que esta vez no se trata de disentería, y cuando Faustina va a buscarla es ya la hora de la comida y está Gracinda hecha un asco, cubierta de moscas como el estercolero que, con perdón, es. Mientras lava y no lava, y no sólo el cuerpo sucio hasta las espaldas, sino también los trapos que la envolvían, y espera a que se sequen tendidos en este montón de leña, ha pasado el tiempo y con él el apetito. Y en este momento ni sabemos a quién atender, si a Gracinda ahora limpia y refrescada, pero tan sola la pobre, si a Faustina que vuelve al trabajo royendo un mendrugo. Quedémonos aquí, bajo la encina, abanicando la carita de la pequeña que quiere dormir, con esta rama, porque vuelven las moscas y también para evitarles un disgusto a los padres, no vaya a pasar por aquí un cortejo de reyes y caballeros, vea el aya de la reina estéril a este angelito acostado y se lleve a Gracinda a palacio, qué feo sería que entonces la niña encontrada no reconociera a sus verdaderos padres, sólo porque viste ahora terciopelos y brocados y toca el laúd en su cámara alta vuelta al latifundio. Historias como ésta contará Sara de la Concepción más tarde a sus nietos, y Gracinda ni lo creería si le dijéramos el peligro que corrió de no estar nosotros presentes, sentados en esta piedra y abanicándola con esta rama.

Pero los niños, si pueden, crecen. Mientras no les llega la edad de trabajar quedan entregados a los abuelos, o con las madres si para las madres no hay trabajo, o con las madres y los padres si tampoco para los padres hay trabajo, y si es más tarde, si de niños ya poco tienen y de jornaleros todo, si resulta que no hay trabajo para padres, madres, hijos y abuelos, aquí está, señoras y señores, la familia portuguesa como os gusta imaginarla, reunida en la misma hambre, y entonces todo depende del tiempo. Si es el de caer las bellotas, va el padre por ellas mientras Norberto, Adalberto o Sigisberto no mandan a la guardia a patrullar de noche, que también para eso la formó la república inmediatamente después de su nacimiento. Cuentos largos y amplísimos son éstos. Pero la naturaleza es pródiga, teta abundante que en cada seto se derrama, Vamos nosotros a los cardos, a los espárragos trigueros, a los berros, y dígannos después si hay vida más regalada. Y quien dice trigueros dice espinacas, que todo es uno para el caso, sólo en el paladar se nota, pero cocido, rehogado con una cebolleta que aún queda, se me hace la boca agua. Y están los cardos. Límpiame esos cardos, échales diez granos de arroz, es un banquete, qué aproveche, señor cura Agamedes, quien se llevó la carne bien puede roer los huesos. Todo cristiano, y también quien no lo sea, ha de tener sus tres comidas por día, el desayuno, el almuerzo y la cena, con estos u otros nombres, lo que es preciso es que no esté el plato vacío, o la sartén, o, siendo de pan y compango, sirva éste más que para añadirle olor. Es una regla tan de oro como cualquier otra de particular nobleza, un derecho humano, tanto de padres como de hijos, para que no ocurra que coma yo una vez para que puedan ellos comer tres veces, cierto es que más hechas estas tres para engañar el hambre que para llenar la barriga. La gente habla y habla, pero no sabe qué es la escasez, darle la vuelta al arca y saber que el último mendrugo lo comimos ayer, e incluso así levantan la tapa una vez más, a ver si ha ocurrido un milagro como el de las rosas, pero hasta éste es imposible, porque ni tú ni yo recordamos haber puesto rosas en el arca, para eso es preciso recogerlas, no crean que nacen las rosas en los alcornoques, bonito sí sería, pero desvariar así es sólo efecto del hambre, Hoy es miércoles, ve a la casona, Gracinda, vas con tu hermana, Amelia, llévala de la mano, Gracinda, esta vez Antonio no va. Son incitaciones a la mendicidad, es ésta la educación que dan los padres a sus hijos, hasta mentira parece que no se me haga un nudo en la lengua cuando esto digo, que no me caiga en el suelo dando saltos como el rabo de un lagarto, así aprendería a andar con tiento con las palabras y a no hablar de barriga llena, que es conversación poco educada.

Miércoles y sábado son los días en que Dios Nuestro Señor baja a esta tierra consustanciado en tocino y habichuelas. Si estuviera aquí el cura Agamedes clamaría herejía, apelaría a la santa inquisición contra nosotros que dijimos que el Señor es una habichuela y un torrezno, pero el mal del cura Agamedes está en su escasa imaginación, se ha acostumbrado a ver a Dios en el redondel de harina candeal y nunca fue capaz de inventarlo de otra manera, quitando lo de la barba grande y el ojo oscuro del Padre, y la barba pequeña y el ojo claro del Hijo, con esta diferencia de colores, qué suceso de fuente y de helechos habrá habido en la sacra historia. Más sabe de estas transfiguraciones doña Clemencia, esposa y arca de virtudes desde Lamberto al último Berto, que miércoles y sábados preside la ceremonia de la limosna, guiando y vigilando el espesor de la tajada de tocino, elegido entre el menos hebrado de carne, mejor aun si es pura grasa, que alimenta más, pasando con escrúpulos de pura justicia el rasero por la medida de habichuelas, todo por la caridad de evitar las guerras de la envidia infantil, Tu te llevas mas que yo, Tengo menos que tú. Es una hermosa ceremonia, se derriten los corazones de santa compasión, no hay ojo que quede enjuto, ni nariz, que es invierno ahora, y sobre todo ahí fuera, arrimados a la tapia están los chiquillos de Monte Lavre que han venido a la limosna, ved cómo padecen, y descalzos, doloridos, mirad como las niñas levantan un piececillo y luego el otro para huir del suelo helado, que pondrían los dos en el aire si les crecieran en vida las alas que se dice tendrán después de muertas si tuvieran la sensatez de morir pronto, y como tiran del vestidito para abajo, no por pudor ofendido, que por ahora los chiquillos no reparan en esas cosas, sino de ansia friolera. Es una fila a la espera, cada uno con su latita en la mano, todos alzando la nariz al aire, resoplando, a ver cuándo por fin se abre la ventana del piso alto y baja la cesta del cielo atada a un cordel, lentamente, la magnanimidad nunca tiene prisa, eso es lo que faltaba, la prisa es plebeya y codiciosa, sólo no engullen las habichuelas así porque están crudas. Pone el primero de la fila su latita en el cesto, viene ahora la gran ascensión, vete y no tardes, el trío pasa a lo largo de la tapia como una navaja de afeitar, a ver quién puede soportar esto, pues lo soportan todos en nombre de lo que ha de venir, y surge entonces la cabeza de la criada, ahí va el cesto con la lata llena o mediada, para enseñar a los expertos y a los novatos que el tamaño de la lata no influye en la dadora de esta catedral de beneficencias Se creería que quien vio esto lo ha visto todo, pues no es verdad. Nadie se aleja de allí hasta que el último recibe su ración y se recoja el cesto hasta el sábado. Hay que esperar a que asome doña Clemencia a la ventana, muy recatada en agasajos, con su gesto de adiós y bendición, mientras el fresco y amoroso coro infantil agradece en diversas lenguas, salvo los disimulados, que mueven los labios y basta, Ay señor cura Agamedes, qué bien me hace al alma, y si alguien jura que es de la hipocresía de lo que habla doña Clemencia, muy engañado está, que ella es quien siente la diferencia que en el alma le va los miércoles y los sábados en comparación con otros días. Y ahora reconozcamos y alabemos la cristiana mortificación de doña Clemencia, que teniendo a su alcance, en tiempo y medio de fortuna, el conforto permanente y asegurado de su alma inmortal, a el renuncia no dando tocino y habichuelas todos los días de la semana, y es ese su cilicio. Aparte de eso, señora doña Clemencia, estos chiquillos no pueden ir mal acostumbrados por la vida, adonde van a llegar si no sus exigencias cuando crezcan.

Cuando creció, Gracinda Maltiempo no fue a la escuela. Ni tampoco iría Amelia. Ni Antonio había ido. En tiempos muy antiguos, era niño el padre de estos tres, anduvieron los propagandistas de la república clamando por las aldeas, Mandad a vuestros hijos a la escuela, eran como apóstoles de perilla y bigote y sombrero blando anunciando la buena nueva, la luz de la instrucción, llamando a la cruzada, con la extrema diferencia de que entonces no se trataba de expulsar al turco de Jerusalén y del sepulcro del Señor, no eran cosas de huesos ausentes, sino de vidas presentes, éstas que luego irían con el saco de los libros en bandolera, colgando de un bramante, y dentro la cartilla ofrecida por la misma república que mandaba cargar a la guardia contra sus progenitores cuando éstos reclamaban salario mayor. Recibió por eso Juan Maltiempo sus letras, las suficientes para haber escrito en el cuaderno de Montemor su nombre errado Juan Maltiempo, aunque, inseguro, a veces escribía Juan Maltiempo, ya bastante mejor, si no exacto, que Mal-tiempo es alarde evidente de presunción gramática. Avanza el mundo de conformidad con lo que puede ser. Pero en Monte Lavre no ha avanzado lo suficiente para que vayan los tres hermanos a la escuela, y ahora, cómo va a escribir Gracinda Maltiempo al novio cuando él esté lejos, buena pregunta ésta, y cómo iba Antonio Maltiempo a dar más noticias de su vida, si el pobre no aprendió y anda de temporero con distintas cuadrillas, Dios quiera que no se le pegue ningún veneno, y no se le pegó, dice Faustina al marido, De ti sólo tuvo buenos ejemplos.

Juan Maltiempo dice que sí con la cabeza, pero, en su corazón, duda. Le duele no tener al hijo al lado, mirar a su alrededor y ver sólo mujeres. Faustina, tan distinta de como fue de joven, y ya entonces no era bonita, y las hijas cuya lozanía resiste aún al trabajo de arrancar matojos, la pena es que Amelia tenga tan estragados los dientes. Pero de buenos ejemplos no tiene Juan Maltiempo la certeza. Durante toda su vida no hizo más que ganarse el pan, y no todos los días, y esto le arma un nudo ciego en la cabeza, que venga un hombre al mundo sin haberlo pedido, que pase frío y hambre infantil más de la cuenta, si cuenta puede haber, que, llegado a crecido, tenga hambre redoblada como castigo de haber tenido cuerpo para aguantar tanto, y luego de maltratado por amos y capataces, por guardias y guardas, llega a los cuarenta años, dice lo que piensa, y es llevado preso como ganado a la feria o al matadero, y en la prisión todo es humillarlo a uno, hasta la libertad es una bofetada, un mendrugo tirado al suelo, a ver si lo coges. Esto hacemos al pan cuando cae, lo ponemos en la mano, soplamos levemente como devolviéndole el espíritu, y luego le damos un beso, pero no lo comeré aún, lo parto en cuatro partes, dos mayores, dos más pequeños, toma tú, Amelia, toma, Gracinda, éste para ti, y éste para mí, y si alguien pregunta para quién fueron los dos pedazos mayores, es menos que un animal, porque hasta un animal lo sabría.

Los padres no pueden hacerlo todo. Los padres ponen a los hijos en el mundo, hacen por ellos lo poco que saben, y quedan a la espera de que lo mejor ocurra, pareciéndoles que si prestan mucha atención, o incluso no tanta, con cualquier cosa un padre se engaña, cree que está atento y no lo está, pero, en fin, es imposible que mi hijo sea un trotamundos, mi hija deshonrada, mi sangre envenenada. Cuando Antonio Maltiempo pasa épocas en Monte Lavre, Juan Maltiempo se olvida de que es padre y más viejo y se pone a dar vueltas alrededor del hijo, como si quisiera compensar aquellas ausencias, por lugares tan lejanos como Coruche, Sado, Samora Correia, Infantado e incluso del otro lado del Tajo, y los casos verídicos que por la boca del hijo vienen a confirmar o confundir la leyenda de José Gato, leyenda decimos, aunque hay que ponerlo todo en su debida proporción, José Gato es un desgraciado sin gloria, que dejó ir a los de Monte Lavre a la cárcel, esos casos valen más porque en ellos aparece Antonio Maltiempo, por haber estado allí u oírlo decir, que como información pintoresca para la historia de la pequeña y campestre delincuencia. Y Juan Maltiempo tiene a veces un pensamiento que no conseguiría poner en palabras por extenso, pero que, entrevisto, parece decir que si es de buenos ejemplos de lo que se trata, tal vez esos de José Gato no sean tan malos como dicen, aunque robe o no aparezca en las horas más necesarias. Un día Antonio Maltiempo dirá, En mi vida sólo tuve un maestro y un explicador, y ahora, a mi edad, he vuelto al principio para volver a aprenderlo todo. Si es necesario empezar a esclarecer ya ciertas cosas, digamos que el maestro fue su padre, y José Gato el explicador, y lo que está aprendiendo Antonio Maltiempo no lo está aprendiendo solo.

Estos Maltiempo memorizan bien las lecciones. Cuando Gracinda Maltiempo se case, ya sabrá leer. Parte del noviazgo fue eso, una cartilla de Joâo de Deus, la letra negra y la otra de rayitas, de color gris, para que se distingan las sílabas, pero no es natural que estas finuras se graben en memorias nacidas entre otros decires, basta con que vacilante vaya leyendo y haciendo pausas entre las palabras a la espera de que en el cerebro se enciendan las luces del entendimiento, no es acega, Gracinda, es acelga, a ver si te enteras Manuel Espada entra ya en casa, si no fuera por la cartilla aún estaría en el umbral algún tiempo mas, pero, en fin, parecería mal estar tomando la lección mientras otros pasaban, y el noviazgo además era firme, Manuel Espada es buen muchacho, decía Faustina, y Juan Maltiempo miraba al futuro yerno y lo veía andando de Montemor a Monte Lavre, a pie, despreciando carros y carretas, sólo para sostener su opinión, para no quedar debiéndole favores a la gente que le había negado el pan de la boca. Era también una lección, por tal la tomaba, aunque Sigismundo Canastro hubiera dicho, Manuel Espada hizo bien, pero nosotros no hicimos mal tampoco, ni él ganó nada viniendo a pie ni nosotros nos bajamos los calzones viniendo a caballo, todo está en la conciencia de las personas. Y Sigismundo Canastro, que tiene una risa maliciosa, aunque de pocos dientes, dijo luego, Sin contar con que él es joven y a nosotros nos pesan ya las piernas. Pues sí, pero si hubo treinta y tres razones para la buena acogida que tuvo la declaración de Manuel Espada en el ánimo de los padres de Gracinda, la primera de todas, si alguna vez Juan Maltiempo se la confesó a sí mismo, fueron aquellos veinte kilómetros andados a pie, la reacción arrebatada del mozo, eso de afirmarse como hombre durante casi cuatro horas con su constancia bajo el sol, batiendo con las botas la tierra y el polvo como si llevara una gran bandera que no podría ir en los carros del latifundio. Así, y como ha ocurrido siempre desde que el mundo es mundo, aprendió el viejo del joven.


Mayo es el mes de las flores. Va el poeta caminando en busca de las margaritas de que oyó hablar, y si no le sale oda o soneto le saldrá al menos pareado, que es saber más común. El sol no está aún en la locura de julio o de agosto, corre incluso una fresca brisa, y dondequiera que uno pose los ojos, desde aquí, desde esta altura que en otros tiempos habrá servido de atalaya, todos son campos verdes, no hay espectáculo más capaz de desahogar las almas, sólo por dureza de corazón quedaría uno sin sentir la caricia de la felicidad. Mirando hacia este lado, los matorrales son un jardín sin riego ni jardinero, plantas todas que tuvieron que aprender por sí mismas los modos de conciliarse con la naturaleza, con esta piedra recia que resiste a la penetración de las raíces, y tal vez por eso, por esta energía obstinada en lugares de los que se apartan los hombres, aquí donde la lucha es entre lo vegetal y lo mineral, son las esencias tan penetrantes, y cuando el sol abrasa la colina, todos los perfumes se abren y aquí infinitamente dormiríamos, tal vez muertos con el rostro pegado a la tierra, mientras las hormigas, alzando la cabeza como perros, avanzan protegidas por máscaras de gas, pues ésta es también su residencia.

Son poesías fáciles. Lo extraño es que no se vean hombres Crecen las mieses, verdísimas, la dehesa está en su sosiego y aroma, y volviendo a mirar, ya ha perdido el trigo su tierno frescor, una minúscula gota de amarillo en tan gran espacio casi no se nota, y los hombres, dónde están los hombres que no los vemos por este paisaje tan feliz, a ver si no es verdad que sean como los siervos de la gleba, atados como cabras a una estaca para sólo comer allí de lo que haya. Grandes son estos ocios mientras el trigo crece, echó un hombre la semilla al suelo y, si el año es favorable, venga a dormir, ya nos llamaran cuando llegue la hora de la siega. No se nota pues que este mayo de flores sea mes de cara hosca, y no hablamos del tiempo, que está bonito y prometedor, sino de estas caras y ojos, boca y mueca, No hay trabajo, dicen, y si la naturaleza canta, buen provecho le haga, que no estamos nosotros para cantares.

Demos un paseo por el campo, subamos al monte, y de camino, dio el sol en esta piedra, refulgió ella, y nosotros que fácilmente creemos en la felicidad decimos, Es oro, como si oro fuera todo lo que reluce. No vemos a los hombres trabajando y decimos en seguida, Buena vida se dan, ahí está el trigo creciendo y la gente a la bartola. Pero conviene que nos entendamos Pasa el invierno, como queda dicho, en grandes banquetes y comilonas de cardos, berros y trigueros, con una cebollita por añadidura, unos granitos de arroz y un cachito de pan, sacándolo de la boca para que no les falte todo a los hijos, no debía esto precisar repetición, van a pensar que estamos envaneciéndonos de los sacrificios que hacemos, vaya idea, hicieron nuestros padres lo mismo y los suyos a su vez, y los padres de los padres hasta los tiempos del señor Lamberto, y más atrás, hasta donde ya nadie tiene memoria, siempre se pasó el invierno así, y si alguien murió de hambre no faltan nombres para causas de muerte menos ofensivas al pudor y a la decencia. Mediado va enero, ya hay quien manda podar los árboles, tanto da Norberto como Dagoberto, se empieza a ganar algo, pero no dará para todos, Elígeme buena gente, que no nos busque problemas, y luego, limpios ya los árboles, está la leña en el suelo, vienen los carboneros, compra aquí, compra allá, y entonces se trabaja en estas artes del fuego, y las palabras correspondientes de acopiar leña, rehenchir y ahornar, terrear y ventear, mientras las vamos aquí saboreando, van ellos haciendo lo que ellas dicen, quiénes somos nosotros, nosotros sólo sabemos las palabras, y aún así no las sabíamos antes, las aprendimos a toda prisa por necesidad y, si está todo listo, vamos a ensacar y cargar, adiós hasta el año que viene, me llamo Peres, tengo en Lisboa veinticinco carbonerías, y otras tantas en los alrededores, dígale a la señora que este carbón es de lo mejor, es de alcornoque, arde lentamente, por eso es más caro, tiene que ser así. Ardemos, amigo mío, en esta sequedad, en este polvo, en este humo, a ver qué hay ahí que pueda beberse, pongo la cántara en la boca, echo la cabeza atrás, gorgotea el agua, bien podría estar más fresca, se escurre por los lados de la boca y traza ríos de piel clara entre márgenes de carbón. Todos deberíamos haber pasado por estas cosas y otras, por todas, que la vida, siendo corta, da para tanto y para mucho más, hubo quien vivió poco y todo su tiempo lo consumió en este quehacer.

Se han ido los carboneros, y ahora. Es mayo de las flores, quien sepa hacer versos que intente comer de ellos. Hay unas ovejas para trasquilar, quien sepa de esta arte, Yo sé, yo sé, saben pocos, y los otros van a seguir con la buena vida, unas semanas de vida mala, salir de casa, entrar en casa, hasta que las mieses estén a punto de siega, aquí un poco antes, allí más tarde, ahora venid vosotros, los demás que esperen, está la cabra atada a la estaca y ya no tiene qué comer. Hace tiempo que no tiene. Entonces, qué jornal pagan, dicen los trabadores en la plaza, y los capataces pasean a lo largo de los batallones desarmados, está la hoz en casa y el martillo no es cosa de nuestra arte, y paseando dicen, o se paran jugando con los dedos en el bolsillo del chaleco, El jornal es como los demás, lo que paguen los otros, paga la casa. Esto es conversación antiquísima, ya en tiempos de los señores reyes se decía así, y la república no ha cambiado nada, no son cosas que se cambien por derribar un rey y poner un presidente, el mal está en otras monarquías, de Lamberto nació Dagoberto, de Dagoberto nació Alberto, de Alberto nació Floriberto, y después vinieron Norberto, Berto, Sigisberto, y Adalberto, y Angilberto, Gilberto, Ansberto, Contraberto, que cosa rara es que tengan nombres tan parecidos, es lo mismo que decir latifundio y su dueño, los otros bautismos poco cuentan, por eso el capataz no dice nombres, dice los demás, y nadie pregunta quiénes son los demás, sólo la gente de ciudad caería en esa inocencia.

Se está en eso, Cuánto vamos a ganar, y el capataz sigue en sus trece, Lo que los otros paguen, y cerrado así el círculo, a ciegas, pregunté yo y no respondiste tú, Vayan a trabajar y ya veremos luego. Con otras palabras, o poco diferentes, lo mismo dice el hombre a la mujer, Voy a trabajar y luego veremos, y ella piensa, o dice en voz alta, y quizá no debiera decirlo porque estas cosas duelen, Al menos tienes trabajo, el lunes ya están los braceros en el campo, cumpliendo su obligación, y se dicen los unos a los otros, Cuánto será, cuánto no será, y no lo saben, Y aquellos de allí, los del otro lado, Ya les he preguntado, y no lo saben tampoco, y así se llega al sábado, y entonces sí viene el encargado a decir, El jornal es tanto, toda la semana trabajando sin saber cuánto valía el trabajo y por la noche preguntaba la mujer, Lo sabes ya, y el hombre respondía con malos modos y peor gana, Yo qué sé, déjame en paz, y decía ella, No es por mí, pero el panadero me lo preguntó, por lo que nos lleva fiado, ay esos míseros diálogos. Que siguen, Tan poco, No sé, no sé, si los otros pagan más yo pago más también. Fingimientos, todos sabemos lo que son, pero estos fingimientos fueron tramados entre Ansberto y Angilberto, entre Floriberto y Norberto, entre Berto y Latifundio, es la otra manera de decir todo.


Todos los años, en fechas fijas, la patria llama a sus hijos. Es un modo exagerado de decir, copia habilidosa de algunas proclamas usadas en momento de aprieto en la nación, o de quien en su nombre habla, cuando interesa, para fines confesos o inconfesos, que aparezcamos como una inmensa familia toda hecha de hermanos, sin distinción entre Caín y Abel. La patria llama a sus hijos, se oye la voz de la patria llamándolos, llamándolos, y tú, que hasta hoy nada has merecido, ni el pan para el hambre que tienes, ni el remedio para la enfermedad que te tiene, ni el saber para la ignorancia, tú, hijo de esta madre que te ha estado esperando desde que naciste, tú ves tu nombre en un papel a la puerta del ayuntamiento, no sabes leer, pero algún letrado te indica la línea donde se enrolla y desenrolla una lombriz negra, eres tú, y quedas enterado de que esa lombriz es tu nombre, escrito por el amanuense de la caja de reclutas, y un oficial que no te conoce y que de ti sólo quiere saber para esto, pone su nombre debajo, es una lombriz aun más enredada y confusa, ni siquiera llegas a enterarte de cómo se llama el oficial, y a partir de ahora ya no puedes escapar, la patria te está mirando fijamente, te hipnotiza, sólo faltaba que fueras a ofender la memoria de nuestros abuelos y de los descubrimientos, Te llamas Antonio Maltiempo, y desde que viniste a este mundo te estaba esperando, hijo mío, para que sepas que madre extremosa soy, y si durante todos estos años no te di mucha atención, tendrás que perdonarme porque sois muchos y no puedo mirar por todos, anduve preparando a los oficiales que mandarán en ti, no se puede vivir sin oficiales, cómo ibas a aprender los movimientos de marcha, uno dos izquierda derecha, media vuelta, alto, o el manejo del arma, cuidado cuando alzas la culata, quinto, que no se te vaya el dedo atrás, y me dicen que no sabes leer y quedo asombrado, acaso no puse escuelas primarias en los lugares estratégicos, institutos no, no los necesitas, tu vida es diferente, y vienes a decirme que no sabes leer, ni escribir, ni contar, qué trabajos me das Antonio Maltiempo, vas a tener que aprender en el cuartel, no quiero hijos analfabetos bajo mis banderas, y si luego olvidas lo que te han enseñado, paciencia, la culpa no será mía, el burro eres tú, un patán y un cateto, en verdad te digo, están mis ejércitos llenos de campesinos, menos mal que es por poco tiempo, y acabado el servicio militar volverás a tu ocupación, pero si quieres otra tan pesada como ésa, también puede arreglarse.

Si dijeran las patrias la verdad, oiríamos este discurso, punto más, coma menos, pero entonces tendríamos que sufrir el disgusto de dejar de creer en las admirables historias para niños, las de ayer y las de hoy, unas veces de armadura y guantelete, otras de dragona y greba, por ejemplo aquella del soldadito que vivía en la trinchera nostálgico de su madre carnal, que la celeste ya murió, mirando el retrato de aquella que le dio el ser, hasta que cierto día una bala perdida, o por el contrario muy bien disparada por tirador especial del enemigo, hizo el retrato astillas, mando la esfinge de la dulce anciana y señora madre al quinto infierno, y entonces el soldado, loco de dolor, saltó el parapeto y corrió empuñando el arma contra las trincheras adversarias, pero no fue lejos, le cayó encima una ráfaga que lo segó, así dicen los relatos de guerra, y esa ráfaga fue disparada por un soldado alemán que también llevaba en el bolsillo el retrato de su madre y suave anciana, esto se añade para que queden más completas las historias de madres y patrias y de quien muere o mata por historias de éstas

Antonio Maltiempo dejó el trabajo donde lo tenía, bajó a Monte Lavre, salió del tren en Vendas Novas, miró desde fuera el cuartel donde tendría que estar dentro de tres días, y se puso en camino, tres leguas son, y como el tiempo estaba hermoso fue con su paso seguro pero sin prisa, dejando a mano izquierda el polígono de tiro, hay tierras que nacen con mala estrella, castigada es esta por estériles explosiones, es como algunos hombres, y finalmente la pierde de vista o, con mas exactitud, de saber que está allí hasta no viéndola, y se estremece sólo de pensar que durante año y medio tendrá perdida su libertad. Se acuerda de José Gato, se pregunta si él habría hecho el servicio, y siente en su corazón un desahogo grande, como si el destino le estuviera abriendo una puerta a los caminos diciéndole, Déjalo todo, para qué vas a meterte en un cuartel, entre cuatro paredes, y luego volver a arrancar corcho, a cavar, a segar, eres tonto, vete a buscar a José Gato, aquélla sí que es vida, quién se atreve a ponerle la mano encima, tiene los de la cuadrilla, él es el jefe, lo que él dice se hace, y por qué no vas a acabar tú de jefe también, tienes que aprender, eres joven, para empezar no estaría mal. Tentaciones, cada uno tiene las que puede y aprendió. Parecerá esto desatinado en muchacho que viene de familia honrada, sólo aquella mancha de la vida y muerte del abuelo Domingo Maltiempo, uno no puede pasarse la vida entera dándole vueltas a esto, pero que tire la primera piedra quien nunca haya pensado en acciones así o peores, sobre todo cuando Antonio Maltiempo todavía no conoce toda la historia de José Gato, falta lo que está por ocurrir, y sólo le encuentra el buen sabor de la carne de cerdo que compró clandestina con su dinero ganado honradamente.

Con quince kilómetros por delante, un hombre tiene tiempo suficiente para ir pensando, hacer balance de su vida, todavía ayer era un niño y dentro de poco recluta, pero quien está en la carretera, con pie firme, es el mejor desollador de alcornoques de los nueve mozos que con él aprendieron, a lo mejor encuentra a alguno de ellos en la tropa. Hace ya más calor, el morral no pesa mucho, pero se bambolea y resbala hombro abajo, aquí me siento a descansar, unos metros fuera de la carretera, no muy lejos, pero a cubierto, tiendo doblada la manta por la humedad del suelo, poso la cabeza en el morral y me quedo dormido, aún tengo tiempo de llegar a Monte Lavre. Se me ha sentado ahora al lado una vieja muy vieja, poca suerte para mí y mucha para ella, poca para mí, pienso, qué fuerza tiene, será una bruja, me toma la mano, me abre los dedos cerrados, y dice, Veo en tu mano, Antonio Maltiempo, que no vas a casarte nunca ni a tener hijos, que harás cinco largos viajes a tierras lejanas v que arruinarás tu salud, no tendrás tierra tuya a no ser la de la sepultura, no eres más que los otros, e incluso ésa sólo será tuya mientras seas polvo y nada, luego los huesos que queden, iguales a los de todos, irán a parar a cualquier lado, hasta ahí no llega mi adivinación, pero mientras estés vivo no harás nada mal hecho, aunque te digan lo contrario, y ahora levántate que ya es hora. Pero Antonio Maltiempo, que sabía que estaba soñando, hizo como si no oyera la orden y siguió durmiendo, e hizo mal porque así no llegó a saber que sentada a su lado estuvo una princesa llorando y que tomó su mano áspera y callosa, pese a tan joven, tan joven era, y luego, habiendo esperado tanto, se fue la princesa arrastrando por las aliagas y los rastrojos la seda de su vestido, por eso cuando despertó Antonio Maltiempo estaba el campo cubierto de flores blancas que antes no había visto.

En la vida del latifundio se dan muchos casos que parecen imposibles y son verdad verdadera No obstante desde allí a Monte Lavre fue Antonio Maltiempo pensativo porque se había encontrado dos gotas de agua en la palma de la mano y no atinaba a saber de dónde procedían, además no se mezclaban la una con la otra, rodaban como perlas, son prodigios también habituales en el latifundio, sólo los sabihondos tienen dudas. Estamos en que Antonio Maltiempo aún hoy tendría las gotas de agua, si al llegar a casa, con el gesto de abrazar a la madre, no se le hubiesen escapado de la mano y volado hacia la puerta tremolando unas alas blancas, Qué pájaros son ésos, No lo sé, madre.


Hay quien tiene el sueño pesado, hay quien lo tiene leve, hay quien al dormir se despega del mundo, hay quien no sabe estar sino de este lado y por eso sueña. Diremos que Joana Canastra es de éstos. Que la dejen dormir en paz, es lo que ocurre cuando está enferma, si los dolores no duelen demasiado, y ahí se queda en la postura que aprendió en la cuna, diría quien desde entonces la conozca, el rostro sobre la mano abierta, morenísima y cansada, en el más profundo y prolongado sueño. Pero si tiene algunos cuidados, y los cuidados hora cierta, quince minutos antes de la hora abre los ojos bruscamente, como obedeciendo a un mecanismo interior de relojería y dice, Sigismundo, arriba. Si fuese este relato contado por quien lo ha vivido en seguida se vería que ya comenzaron las variantes, involuntarias unas, premeditadas otras, y obedientes a reglas, porque lo que Joana Canastra dijo fue realmente, Sismundo, arriba, y aquí se comprueba hasta qué punto es pequeño el margen para el error cuando ambos saben de qué se trata, la prueba es que Sigismundo Canastro, a quien a su vez no faltan dudas ortográficas, echa la manta hacia atrás, salta de la cama en calzoncillos y cruza la casa para abrir el postigo y mirar fuera, Aún es noche oscura, sólo un ojo agudísimo, que Sigismundo Canastro ya no tiene, o una experiencia de milenios, que le sobra, permitirían distinguir la imponderable mudanza que hay por la banda de levante, tal vez, entienda quien pueda estos misterios de la naturaleza, el brillo mayor de las estrellas, cuando es precisamente lo contrario lo que debiera parecer cierto. Está fría la noche, no es extraño, estamos en noviembre, que es buen mes para eso, pero el cielo aparece descubierto y así seguirá, como también en noviembre suele acontecer. Joana Canastra se ha levantado ya, enciende el fuego, empuja la tiznada cafetera para calentar el café, que es el nombre que se sigue dando a esta mixtura de cebada, o achicoria, o altramuces quemados y molidos, que ni saben ya lo que beben, y va a buscar al arca medio pan y tres sardinas fritas, no queda mucho más en el arca si es que queda algo, lo pone todo en la mesa y dice, Tienes el café caliente, ven a desayunar. Estas palabras parecerán triviales, pobre hablar de gente poco imaginativa que nunca aprendió a adornar los pequeños actos de la existencia con palabras superlativas, no hay comparación posible entre la despedida de Romeo y Julieta en el balcón del cuarto donde la doncella dejó de serlo y las palabras dichas por el alemán de ojos azules a la no menos doncella, pero plebeya, que sobre los helechos fue forzada. Y lo que ella le dijo. Si se mantuvieran estos diálogos en la elevación de sus circunstancias, sabríamos que, aunque no primera, esta salida de Sigismundo Canastro tiene quien la cuente, y por eso vamos a contarla. Comió Sigismundo Canastro media sardina y un pedazo de pan, sin plato ni tenedor, cortando pedacitos de ella y trozos de él con la minuciosa punta de su navaja, asentó sobre esta papilla, ya en el estómago, el bienestar cálido del falso café, hay quien jura a pies juntillas que la existencia de Dios se demuestra por la existencia y la concordancia del café con la sardina frita, pero eso son cuestiones de teología, no de viajes matinales, se caló el sombrero, se calzó las botas, enfiló las mangas de una pelliza vieja y dijo, Hasta luego, mujer, si preguntan por mí di que no sabes adonde he ido. No valía la pena hacer esta recomendación, es siempre la misma, y además tampoco Joana Canastra podría decir mucho, pues sabiendo a lo que va el marido, y eso no lo diría aunque la mataran, no sabe adonde va, y en consecuencia no podría decirlo aunque la matasen. Sigismundo Canastro pasará todo el día fuera, volverá cuando sea noche cerrada, más por razones de camino y distancia que por el tiempo realmente ocupado, aunque nunca se sabe. La mujer le dice, Hasta luego, Sismundo, ella insiste en decir el nombre así, no nos riamos, ni sonriamos siquiera, qué es un nombre, y después de que él saliera por la puerta de la cerca, ella se sentó junto al fuego y allí permaneció hasta el amanecer, con las manos juntas, pero no consta que rezase.

Faustina Maltiempo, en el otro extremo de Monte Lavre, no está acostumbrada, es la primera vez. Por eso, aunque sepa que el marido sólo deberá salir de casa cuando el sol haya nacido, no consigue dormir en toda la noche, asombrada de que siendo Juan Maltiempo tan inquieto siempre, esté durmiendo sosegado, como quien nada teme aunque algo deba. Son compensaciones del cuerpo para el alma alterada. Cuando Juan Maltiempo se despierta, día claro aunque el sol no esté fuera, el recuerdo de lo que va a hacer le entra súbitamente por los ojos, hasta el punto de que los cierra en seguida, y no es por miedo por lo que siente un golpe en el estómago, sino por una especie de respeto de iglesia, de cementerio o de nacimiento de niño. Está solo en el cuarto, oye los ruidos de la casa y los del exterior, un cantar friolero de pájaro olvidado, las voces de las hijas y el crepitar de la leña ardiendo. Se levanta. Ya quedó dicho que es un hombre pequeño y seco, tiene ojos azules luminosos y antiguos, y en esta edad de los cuarenta y dos años en que está empiezan a escasearle los cabellos y los que tiene encanecen, pero antes de ponerse en pie tiene que hacer una pausa, acomodar el cuerpo a la punzada que la posición tumbada resucita todas las noches, y no debería ser así, debería ser lo contrario, si el cuerpo ha descansado. Se vistió y entró en la cocina, se acerca al fuego como si aún quisiera conservar el calor de la cama, no parece que esté habituado a grandes fríos, dice, Buenos días, y las hijas van a besarle la mano, es una alegría ver a la familia reunida, todos en paro, en algo se han de entretener a lo largo del día, remendar unas ropas, Gracinda trabaja en su ajuar, va lentamente, conforme puede, la boda no será hasta el año que viene, por la tarde irá con la hermana a lavar al río una carga de ropa que fueron a buscar a la casona, siempre son veinte escudos. Faustina, que se va quedando sorda, no ha oído al marido, pero lo sintió, fue tal vez la vibración sísmica de la tierra pisada o el desplazamiento del aire que sólo su cuerpo puede causar, cada uno tiene el suyo, es verdad, pero éstos viven juntos desde hace veinte años, sólo un ciego se engañaría, y ella de los ojos no tiene motivo de queja, el oído es lo que le va faltando, aunque le parezca, y ésa es su disculpa de todos los días, que la gente habla ahora de una manera embarullada, como si lo hicieran adrede. Parecen cosas de viejos pero son sólo cosas de gente cansada antes de tiempo. Juan Maltiempo va alimentado para la jornada, tomó café, tan ruin como el de Sigismundo Canastro, comió pan de mezcla, qué parte de trigo tendrá, y embuchó un huevo crudo, agujero a un lado, agujero al otro, es uno de los grandes placeres de la vida, ojalá pudiera tenerlo siempre. Ya se le ha pasado el nudo del estómago y ahora que el sol va asomando siente una gran prisa, dice, Hasta luego, si alguien pregunta por mí, no sabéis adonde he ido, y no son consignas acordadas, es lo natural en quien tiene las palabras en la punta de la lengua y no se va a poner a rebuscar otras razones. Ni Gracinda ni Amelia saben adonde va el padre, lo preguntan después de que haya salido, pero la madre es sorda, como sabemos, y finge no haber oído. No se lo tomemos a mal, que las mozas son jóvenes y habladoras, sólo por la escasa edad, no por aturdimiento, imputación que ofendería al menos a Gracinda, sabedora de las aventuras de Manuel Espada, primer huelguista conocido en Monte Lavre, más los compañeros, cuando aún era un chiquillo.

El encuentro es en Terra Fria. Son nombres puestos a los sitios, sin duda por algún motivo que se entendería, pero este de tierra fría en latifundio tan caliente en verano y en invierno tan frío por igual sólo se entiende volviendo a los orígenes, y ésos se han perdido, como suelen decir los dormilones, en la noche de los tiempos. Pero antes de llegar se juntarán Sigismundo Canastro y Juan Maltiempo en el Cabezo de la Atalaya, no en lo alto claro está, que no van a ponerse estos hombres la vista de quien pase, aunque aquella tierra, y más en este preciso lugar, no sea tan concurrida como la plaza do Giraldo, si entienden lo que queremos decir. Se encontrarán al pie del cabezo, donde hay una espesa arboleda, Sigismundo Canastro conoce bien el sitio, Juan Maltiempo no tanto, pero todos los caminos llevan a Roma. Y desde allí hasta Terra Fria seguirán juntos, por sendas que Dios nunca anduvo y el Diablo sólo obligado.

No hay nadie en el mirador circular del cielo, aquel que, por encima del horizonte, es palco habitual de los ángeles cuando en la arena del latifundio hay movimiento grande. Ése es el máximo y fatal error de los ejércitos celestiales, juzgarlo todo por la vitola de la cruzada. Desprecian las pequeñas patrullas, los destacamentos aventureros, los voluntarios para esta misión, los minúsculos puntitos que son dos hombres aquí, otro allá, otro más adelantado, otro aún lejos y retrasado, todos convergiendo, hasta cuando parecen desviarse del camino hacia un lugar que en el cielo no tiene nombre, pero que aquí abajo se llama Terra Fria. Quizá piensen en el remansado empíreo que aquellos humanos van trivialmente hacia su trabajo, pese a la falta de él, como hasta en el cielo deberían saber por ocasionales avisos del padre Agamedes, y es verdad que de trabajo se trata. Es una sementera diferente, responsabilidad tan grande que Juan Maltiempo le preguntará a Sigismundo Canastro cuando se encuentre con él, y después de dar los primeros pasos, no inmediatamente sino cuando haya logrado vencer su timidez, Crees que me van a aceptar, y Sigismundo Canastro responderá, con la seguridad de ser más viejo en esto y en la edad, Ya has sido aceptado, no tengas miedo, no vendrías hoy conmigo si hubiera alguna duda.

Hay quien llega en bicicleta, la deja oculta en los matorrales, en lugar de algún modo fácilmente identificable, no vaya a perder después el norte. Esta vez no habrá temor por la placa de matrícula, todo pasa dentro del ayuntamiento, sólo por mala fe o súbita desconfianza lo mandaría detenerse el guardia, Adonde va, y a que, de dónde viene, enséñeme la licencia, y eso no sería bueno, este hombre se llama por casualidad Silva, pero también se llama Manuel Días da Costa, es un suponer, Silva para aquellos con quienes va a hablar en Terra Fría, para la guardia es Manuel Dias da Costa, para el registro civil un nombre diferente, y también para el cura Agamedes que lo bautizó muy lejos de estos lugares. Hay quien dice que sin el nombre que tenemos no sabríamos quiénes somos, es un dicho que parece perspicaz y filosófico, pero este Silva o Manuel Dias da Costa que pedalea por un camino carretero enfangado ha dejado ya felizmente la carretera por donde pasa de improviso la guardia o está días enteros sin aparecer, pero nunca se sabe, que no se trata de andar jugando a las adivinanzas, este ciclista avanza tan en paz con su alma que bien se ve que no le afectan estas sutiles cuestiones de identidad, tanto de sí mismo como de los papeles. Pero, observándolo mejor, no es así, aunque más seguro está él de quién es que los documentos que le dan nombre. Y como es un hombre dado a pensamientos, piensa que es singular que la guardia comprenda menos aquello que ve, un hombre y su bicicleta, que un papel escrito y sellado, cansado ya de que lo abran y lo cierren, Puede seguir, pero cuando pone el pie en el pedal y da el impulso, piensa que será mejor no volver a pasar demasiado pronto por esta carretera, por eso vino por primera vez hacia esta parte y tuvo suerte, que nadie lo mandó parar.

Hay quien viaja en tren, y se apea en Sâo Torcato, en la línea de Setil, o en Vendas Novas, o incluso en Montemor, más allá si el encuentro es en Terra da Torre, en estas estaciones de por aquí si es en Terra Fría. Bien está en este caso para quien venga de Sâo Geraldo, que es la carrerilla de un perro, pero si este día de hoy alguien salió de Sâo Geraldo para iguales cometidos, siguió hacia más lejos, quizá no casualidad, regla será y seguro con suficiente fundamento. A esta hora, mediada la mañana, ya no se ve la bicicleta, los trenes andan muy lejos, ahí va él silbando, y sobre Terra Fria pasa un milano cazador, es bonito de ver, pero mucho más bonito es estar viéndolo y de repente oírlo gritar, aquel pío largo que nadie puede expresar con palabras, pero cuando lo oímos queremos decir cómo fue, y no salimos de esto, animales de pío y canto es lo que menos falta, entre pájaros de toda especie es la voz común, pero este grito es diferente, tan de naturaleza brava, da como un escalofrío, no me sorprendería que de tanto oírlo me nacieran alas, cosas más raras se han visto. Planeando alto, el milano deja colgar un poco la cabeza, es sólo un gesto, pues la vista no precisaría de tan mínima aproximación, somos nosotros los que tenemos esas taras de miopía, astigmatismo, palabras que, conviene aclararlo, debemos evitar por estas tierras, no sea que los ángeles las confundan con estigmatismo, asomarse al mirador en busca de san Francisco de Asís y dar con un simple milano pegando gritos y cinco hombres que se aproximan, unos cerca, otros lejos de Terra Fria. Quien los ve a todos desde allá arriba es el milano, pero ésa no es ave chivata.

Los primeros en llegar fueron Sigismundo Canastro y Juan Maltiempo, se esmeraron en la puntualidad por ser novato uno de ellos. Mientras esperaban, sentados al sol para no enfriarse demasiado de prisa, Sigismundo Canastro dijo, Si te quitas el sombrero ponlo con la copa para arriba, Por qué, preguntó Juan Maltiempo, y Sigismundo Canastro respondió, Por lo del nombre, no debemos saber unos los nombres de los otros, pero yo sé el tuyo, Lo sabes, pero no lo dirás, los camaradas harán lo mismo, esto es por si nos detienen, no sabiendo los nombres estamos a salvo. Aún dijeron otras cosas, hablar suelto, divagante, pero Juan Maltiempo se quedó pensando en esto, tantas precauciones, y cuando llegó el de la bicicleta supo que de éste no iba a saber nunca el nombre verdadero, quizá por el respeto que mostraba Sigismundo Canastro, aunque lo tratara de tú, a no ser que justamente el tuteo fuese un respeto mayor. Éste es el nuevo camarada, dijo Sigismundo Canastro, y el de la bicicleta tendió la mano, no era mano gruesa de jornalero, pero fuerte sí, y sólida en el apretón, Camarada, la palabra no es nueva, también la usan los compañeros de trabajo, pero es como decir tú, es igual y al mismo tiempo tan diferente que las rodillas se doblan y la garganta se contrae, caso extraño en hombre que pasa de los cuarenta y ha visto mucho del mundo y de la vida. Están los tres en esto haciendo tiempo mientras los otros no llegan, Esperaremos media hora, si no vienen empezamos nosotros, entonces se quitó Juan Maltiempo el sombrero y antes de dejarlo en el suelo de copa para arriba como Sigismundo Canastro le había recomendado, miró adentro, disimuladamente, y vio escrito Juan Maltiempo en la cinta, en letras de sombrerero, era ésa una costumbre provinciana de aquellas épocas en las que ya en la ciudad se cultivaba el anonimato. El de la bicicleta, eso lo sabemos nosotros, porque Juan Maltiempo creía que vino todo el camino a pie, el de la bicicleta, digo, lleva boina, no es seguro que lleve el nombre en ella, y si lo llevara cuál sería, las boinas se compran en las ferias, en tenderetes que no tienen prosapia de comercio letrado ni instrumentos de pirograbación o dorado y al que vende tanto le da que el parroquiano pierda el gorro o no.

Con pequeños intervalos, cada uno por su lado, llegan los dos que faltaban. Se conocían de haberse visto y encontrado otras veces, era sólo Juan Maltiempo quien estaba allí como pañuelo de muestra, con perdón, a quien los otros miraban fijamente para aprenderle el rostro de memoria, cosa fácil, con unos ojos como aquéllos no había error posible. El de la bicicleta con voz grave y sencilla pidió mayor puntualidad en el futuro, aún reconociendo que es difícil calcular el tiempo en tan grandes distancias, Yo mismo he llegado después de estos camaradas, y debería ser el primero. Hubo luego pagos generales en dinero menudo, sólo monedas, y cada uno recibió octavillas contadas y envueltas, y si allí fuese permitido decir nombres, o el milano oyéndolos los repitiera, o los sombreros boca abajo se miraran los unos a los otros oiríamos, Éstos son para ti, Sigismundo Canastro, éstos son para ti, Francisco Petinga, éstos son para ti, Joâo dos Santos, tú, Maltiempo, no llevas esta vez, tendrás que ayudar a Sigismundo Canastro, y ahora decidme cómo va todo, empieza tú. Le tocó a Francisco Petinga y dijo, Los amos han descubierto ahora una moda nueva, una manera de ahorrarse un día cuando tienen que recibirnos por orden de la casa del pueblo, cuando llega el sábado nos despiden, no queda nadie, y entonces nos dicen, El lunes vais a la casa del pueblo, decís que yo digo que quiero los mismos trabajadores, esto dice el amo, no sé si entiendes, y el resultado es que perdemos el lunes yendo a la casa del pueblo, y el amo sólo empieza a pagarnos el martes, qué es lo que debemos hacer. Dijo luego Joâo dos Santos, En mi tierra, la casa del pueblo está de acuerdo con los amos, si no no haría lo que hace, nos distribuye y nosotros salimos de allí para los campos y los patronos no nos aceptan, volvemos entonces a la casa del pueblo, Ellos no nos aceptan, y nos vuelven a decir que vayamos, y con esto ni los amos nos quieren aceptar ni la casa del pueblo tiene fuerza para obligarlos o anda jugando con los trabajadores, qué es lo que debemos hacer. Dijo Sigismundo Canastro, Los trabajadores distribuidos están ganando dieciséis escudos de sol a sol, pero hay muchos que no consiguen ser colocados, el hambre está siendo igual para todos, los, dieciséis escudos no llegan para nada, los amos se ríen de nosotros, tienen trabajo por hacer y dejan las tierras sin labrar, no hacen nada, lo que tendríamos que hacer era ocupar esas tierras, y si muriéramos, moriríamos de una vez, ya lo sé, el camarada ya lo ha dicho, sería un suicidio, pero suicidio es también lo que está pasando, apuesto a que ninguno de nosotros puede alabarse de haber cenado algo que se vea, esto no es estar desalentado, qué es lo que vamos a hacer. Asintieron los demás, sintieron roer el estómago, había pasado ya el mediodía y creyeron que podrían comer allí mismo el trozo de pan y compango que habían traído de casa, pero al mismo tiempo se avergonzaban de tener que mostrar tan poco, aunque todos supieran lo que son miserias. El de la bicicleta, mal abrigado, que no se le veía en los bolsillos bulto que pudiera ser almuerzo, y también, diremos nosotros, que los otros en esta circunstancia no lo saben, en vano van las hormigas bicicleta arriba bicicleta abajo, allí no encontrarán ni migaja, el de la bicicleta se dirigió a Juan Maltiempo y preguntó, Y tú, quieres decir algo, pregunta inesperada, interpelación que sobresaltó al novato, No sé, no tengo nada que decir, y se quedó callado, pero estaban ya todos ellos callados, mirando, y así no podía ser, cinco hombres sentados bajo un chaparro, filosofando, y como no tenía nada que decir, dijo, Nos cansamos de trabajar noche y día cuando hay trabajo, y no aliviamos nuestro castigo de vida hambrienta, cavo un pedazo de tierra cuando me lo dejan cultivar, y hasta altas horas, y ahora estamos todos en paro, lo que quisiera saber es por qué las cosas son así y si van a seguir siendo así hasta que nos muramos todos, no hay justicia si unos lo tienen todo y otros nada, y sólo quería decir que los camaradas pueden contar conmigo, sólo esto y nada más.

Dijo cada uno sus razones, son como estatuas a distancia, tan quietos los veríamos, y ahora esperan lo que el de la bicicleta dirá, va a decir, está diciendo. Por el mismo orden sigue, primero habla para todos, luego para Francisco Petinga, después para Joâo dos Santos, más brevemente con Sigismundo Canastro, pero con Juan Maltiempo es un largo hablar, algo así como juntar piedras de calzada o puente, mejor será de puente, pues sobre él pasarán los años, los pasos, las cargas, y debajo hay un abismo. A esta distancia es una escena muda, vemos sólo los gestos, y son pocos, todo depende de la palabra y del énfasis de ella, y también de la mirada, que desde aquí ni la tan azul de Juan Maltiempo distinguimos. No tenemos ojos de milano, aquel que va volando y planeando muy alto sobre el chaparral, en círculo, bajando a veces por debilidad de sustentación del aire y luego con un batir de alas lento y elástico, sube nuevamente para alcanzar lo próximo y lo distante, esto y aquello, el latifundio excesivo y la paciencia en su justa medida.

Se ha acabado el encuentro. El primero en alejarse es el de la bicicleta, y luego, en un mismo movimiento de expansión, como un sol que explotara, siguen los hombres hacia sus destinos, primero aún a la vista unos de otros, si se volvieran hacia atrás, y no lo hacen, es también una regla, y luego se ocultan, no se ocultan sino que los oculta el desnivel de una vaguada o la silueta se les va apagando en la distancia tras el lomo de una colina, o simplemente la distancia y la dureza del frío, sentido al fin, que obliga a entornar los ojos, aparte de que es preciso que vaya uno mirando dónde pone los pies, no se puede andar por ahí a ciegas. Entonces el milano lanza un grito que resuena por toda la bóveda celeste, y se aleja hacia el norte, mientras los ángeles sobresaltados corren a la ventana atropellándose, y ya no ven a nadie.


Los hombres crecen, crecen las mujeres, crece todo en ellos, el cuerpo y el espacio de la necesidad, crece el estómago para quedarse a la medida del hambre, el sexo a la medida del deseo, y los senos de Gracinda Maltiempo son dos ondas del mar y dos remansos, pero esto es sólo el lirismo de costumbre, el cantar de amor y de amigo, que la fuerza de los brazos de ella y las fuerzas de los brazos de él, hablamos de Manuel Espada, no hubo aquí inconstancia de sentimientos, sino más bien mucha firmeza, y pasaron ya tres años, la fuerza de los brazos de ambos es con poca diferencia requerida o despreciada por el latifundio, en definitiva no resulta tan grande la diferencia entre hombre y mujer, a no ser en el jornal. Madre, me quiero casar, dijo Gracinda Maltiempo, aquí está mi ajuar, es cosa pobre, pero será suficiente para que nos acostemos Manuel Espada y yo en una cama suya y mía y en ella seamos mujer y marido, y él entre en mí y yo sea en él, y estemos ambos como desde siempre, que yo no sé mucho de lo que pasó antes de que hubiera nacido, pero toda mi sangre recuerda a una muchacha que en la fuente del Amieiro fue de un hombre que tenía los ojos azules como nuestro padre y sé que habrá de nacer de esta mi barriga un hijo o hija que tendrá los mismos ojos, para qué, eso no lo sé.

Era lo que faltaba, que Gracinda Maltiempo dijera estas palabras, sería una revolución en el latifundio, pero es deber nuestro entender lo que las verdaderas palabras dijeron, digan ahora o vengan a decir, que bien sabemos cuánto cuesta este hablar tan poco que es el de todos los días, unas veces por no saber qué palabra corresponde mejor a este sentido, o de dos que tenemos cuál es la exacta, muchas veces porque ninguna palabra sirve, y esperamos entonces que este gesto explique, esta mirada confirme, este sonido confiese. Madre mía, dijo Gracinda Maltiempo, lo poco que tengo alcanza para hacer nuestra casa, Madre mía, Manuel Espada dice que ya es hora, o quizá nada de esto sino el gran grito de milana solitaria, Madre mía, si no me caso iré y me acostaré sobre los helechos de la fuente del Aliso o en medio de un trigal y esperaré allí a Manuel Espada para que él venga a romper este mi cuerpo, y luego me levantaré el vestido y en el arroyo me lavaré, sangre mía que corriendo irá hasta que no se sepa dónde está, pero sabiendo yo quién soy. Y tal vez no haya sido así, tal vez una noche cualquiera Faustina le dijo a Juan Maltiempo, interrumpiendo quizá sus pensamientos de poner mañana los papeles en el hueco del árbol acordado, Lo mejor sería casar a la muchacha, ya tiene sus cosas dispuestas, y Juan Maltiempo habría respondido, Tendrá que ser una boda modesta, bien me gustaría que fuese mejor, pero no es posible, ni Antonio puede ayudarnos, estando en la tropa, dile a Gracinda que arreglen los papeles y que ya haremos lo que podamos. Todavía son los padres los que dicen la última palabra.

Casa tiene, la que cabe en el bolsillo que la había de pagar, tan pequeño el bolsillo, tan pequeña la casa, alquilada, para que no se crea que Gracinda Maltiempo y Manuel Espada iban a ponerse a decir, Esta casa es nuestra, hasta ganas de ocultarla tienen, Vivo por ahí, en cualquier lado, y jugar a las cuatro esquinas o al trapo quemado, si éstos no son sólo juegos de escuela y de ciudad, para que no sepa nadie dónde vivo, en esta casa que es sólo pared y puerta, una división abajo y otra arriba, una escalerilla que tiembla cuando le pongo el pie encima, y el fuego apagado cuando estamos ausentes. Vamos a vivir en esta ladera de Monte Lavre, dentro de este bancal, ni hay espacio para levantar la azada si quisiéramos cultivar un repollo, verdad es que le da el sol todo el día, no sé si vale la pena, no estamos más gordos por eso. Dormiremos abajo, en la cocina, que no lo será cuando, por estar acostados, sea dormitorio, que tampoco será tal cuando estemos levantados, qué nombre tendrá entonces, cocina si estamos cocinando, cuarto de costura si Gracinda está remendando ropa, y yo mirando las colinas de enfrente, con las manos caídas entre las rodillas, sala de espera, luego sabremos de qué, parece esto un juego de palabras y si no se entiende es porque son formas de ansiedad que se atropellan, cada una queriendo hablar primero.

Si empezamos a anticipar de ese modo, no tardaremos en hablar de hijos y de cuidados. Hoy es día de fiesta, se va a casar Gracinda Maltiempo con Manuel Espada, hace muchos años que no se ve una boda así en Monte Lavre, tanta diferencia de edad, él con veintisiete, ella con veinte, pero hacen buena pareja, más alto él como debe ser, y ella tampoco es pequeña, no salió al padre. Los tengo ante los ojos, ella con un vestido rosa que le llega a media pierna, cerrado en el cuello, de manga larga, abotonada en el puño, si hace calor no lo siente, o lo siente de tal manera que tanto da que sea invierno, y él de oscuro, chaquetón, que es más chaqueta que paleto, pantalón ajustado y zapatos que no hay quien los haga brillar, camisa blanca y corbata de rameado indescifrable como la copa de los árboles que nadie poda, es preciso que no haya confusiones, lo de los árboles es una comparación y nada más, que la corbata es nueva y probablemente nunca más será usada, o en otro casamiento si es que a él somos invitados. No es tan grande el cortejo de los novios, pero no faltan amigos y conocidos, y chiquillos al acecho de los confites, y viejas a la puerta diciendo sabe Dios qué, nunca se sabe lo que dicen las viejas, reniegos o bendiciones, pobrecillas, de qué les sirve la vida.

La boda fue después de la misa, como es costumbre, menos mal que estamos en tiempo de no faltar trabajo, siempre pueden las caras estar más alegres. Y, como hace buen día, Va bonita la novia, y los mozos no se atreven a decir las chirigotas habituales en los casamientos, porque, al fin y al cabo, Manuel Espada es mayor, tiene casi treinta años, exageración como hemos visto, pero no creación nuestra, situación interesante ésta, que hasta los hombres casados se retraen de hacer bromas, el novio, en definitiva, no es ningún muchacho, y tiene ese aire serio, ya era así de pequeño, nunca se sabe qué está pensando, sale a la madre, que murió el año pasado. Mucho se equivoca quien así habla. Verdad es que Manuel Espada va con rostro grave, eso es el semblante, como antiguamente se decía, pero por dentro, ni él sabría explicarlo aunque quisiera, es como un cantar de agua entre las piedras, más allá en Ponte Cava, sitio severo que por la noche asusta un poco, pero en cuanto amanece se ve que no había ninguna razón de miedos, y el agua canta entre las piedras

Se cometen grandes injusticias por culpa de las apariencias, y una fue el caso de la madre de Manuel Espada, mujer que parecía de granito y que por la noche se derramaba dulce en la cama, por eso quizá va llorando silencioso el padre de Manuel Espada, hay quien dirá, Es de alegría, y sólo él sabe que no. Están aquí, cuántas, veinte personas, y cada una de ellas sería una historia, no puede uno ni imaginárselo, años y años viviendo es mucho tiempo y muchos casos, si cada uno escribiera su vida qué gran biblioteca, tendríamos que llevar los libros a la luna, y cuando quisiéramos saber quién o qué fue Fulano, viajaríamos por el espacio para descubrir aquel mundo, no la luna, sino la vida. Dan ganas de volver atrás y contar con detalle la vida y el amor de Tomás Espada y Flor Martinha, si no fuera por las urgencias de estos acontecimientos y la nueva vida y amor del hijo y de Gracinda Maltiempo, que han entrado ya en la iglesia, también lo han hecho los más jóvenes y excitados, atropelladamente, no se debe hacer eso, son chiquilladas, y los más viejos, expertos y sabedores de los ritos y de las prédicas, entran muy compuestos, embutidos en ropa vieja de un tiempo más esbelto. Sólo este entrar en la iglesia y estar en ella, sólo estas caras, rasgo por rasgo y, lentamente, cada arruga, serían capítulos extensísimos como el latifundio que alrededor de Monte Lavre parece un mar.

Está el padre Agamedes en el altar, no sé qué le dio hoy, qué buen viento le sopló en la cara al levantarse, tal vez fuese el Espíritu Santo, y no es que el padre Agamedes pueda envanecerse de relaciones particulares con la tercera persona de la Santísima Trinidad, él mismo dudoso de la simplicidad de los enunciados teológicos, pero sea por la razón que sea, el caso es que está bien dispuesto el diablo del cura, está, sí, muy circunspecto, pero le brillan los ojos, y no será por las perspectivas de gula satisfecha, porque el almuerzo no va a ser de una abundancia sobrecogedora. Diremos que puede ser por el simple gusto de bendecir, que al fin el padre Agamedes es un humanísimo cura, como en todos los tiempos y lugares de esta historia se ha visto, y pensará, incluso sin tener en cuenta las necesidades de mano de obra del latifundio, siempre variables, pensará, digo, que este hombre se juntará a esta mujer y harán hijos que luego habrá que criar, y algún beneficio traerá a la iglesia en nacimiento, casamiento y muerte, beneficio que ya produjeron y aún han de producir los asistentes. Este es el rebaño, y más vale que sea de poca lana que de ninguna, que de estas migajas se hace la tarta, Cómase una porción más, padre Agamedes, y beba esta copita de vino de Oporto, y luego otra porción, Estoy como un justo, doña Clemencia, como un justo, Pero haga un sacrificio, señor cura es lo que él hace con más descanso, el sacrificio de la santa misa, y ahora acercaos que os voy a casar.

Hay cierta confusión entre los padrinos, nunca recuerda nadie de qué lado se tiene que poner, y el padre Agamedes dice las palabritas, enrolla la estola y la desenrolla, le lanza una mirada reprensiva al sacristán que se ha retrasado, qué ocurrencia, éste no es Domingo Maltiempo, cuántos años hace de eso, ni el cura es el mismo, las personas no son eternas. Nadie se dio cuenta, la luz no se alteró, no se llenó la iglesia de tronos y serafines, y una tórtola que arrullaba en el huerto, arrullando está, ocupada tal vez con otros matrimonios, y Gracinda Maltiempo mira a Manuel Espada y puede decir, Éste es mi marido, y Manuel Espada puede mirar a Gracinda Maltiempo y decir, Ésta es mi mujer, y sólo a partir de ahora será verdad, pues los helechos de la fuente no llegaron a recibir a estos dos, aunque pareciera que esto era lo que tenía que ocurrir.

Recorren ya los novios la brevísima nave cuando en la puerta de la iglesia aparece en su militar uniforme Antonio Maltiempo, que no llega a tiempo a la boda de la hermana, cosa de atrasos de trenes, pérdida de enlaces ferroviarios, y él furioso contando los kilómetros que faltaban, pero después de maldiciones capaces de derretir la veleta de la torre y de carreras alternadas con zancadas por el arcén de la carretera, afortunadamente, no siempre está el diablo tras la puerta, cedió al prestigio del uniforme una camioneta de reparto de pescado que pasaba por allí, Adonde va, Voy a Monte Lavre, a la boda de una hermana, lo dejó al principio de la cuesta, Enhorabuena a los novios, y él trepó hacia arriba como un cabritillo, pasó sin mirar la casona y ante el puesto de la guardia, a la mierda todos, y de repente recuerda que tal vez la boda se haya celebrado ya, pero no, hay gente en la plaza, otra carrera dos saltos para vencer los escalones del atrio, y ésta es mi hermana, éste es mi cuñado, Menos mal que has llegado, hermano, Vendría aunque tuviera que prender fuego al cuartel. Durante un minuto, ahora ya en la calle, no se trata del casamiento sino de Antonio Maltiempo que vino con permiso a la boda de su hermana, y como es necesario abrazar a toda la gente, entre padre y madre, parientes y amigos, el cortejo se dispersa un poco, hay que ser benevolente, ni Gracinda Maltiempo tiene celos, tiene a Manuel Espada a su lado, es su hombre magnífico, va del brazo como en las bodas finas y tan colorada, Dios del cielo, cómo puedes no ver estas cosas, a estos hombres y mujeres que habiendo inventado un dios se olvidaron de darle ojos, o lo hicieron adrede, porque ningún dios es digno de su creador y por tanto no deberá verlo.

Vuelven Manuel Espada y Gracinda Maltiempo a ser los reyes de la fiesta, duró poco la confusión, ya Antonio Maltiempo se ha quedado atrás, con los amigos de su edad, que cada vez tiene que reforzar esas dispersas amistades, tan largas han sido sus ausencias por Salvaterra, Sado y Lezírias, más para el norte, por la zona de Leiría, y ahora la tropa. Se hace la boda en casa prestada. Hay vino, caldereta de cordero, pastelitos de novia, dos botellas de aguardiente, y también chicharrones, nada que harte, ésta es una boda de gente pobre, tan pobre que veríamos a Juan Maltiempo llevarse las manos a la cabeza, afligido, si quisiéramos recordarle, pero sería crueldad, el gasto hecho y la deuda cuadruplicada en la tienda y en el quincallero, los consabidos perros que luego ladrarán tras los zancajos del deudor, pero ahora, pérfidos, se callan, De verdad no quiere llevarse algo más, mire que la hija no se casa todos los días.

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