Manuel Vázquez Montalban
Los Pájaros De Bangkok

Aparentemente, Pepe Carvalho viaja a Bangkok para atender el SOS de una vieja amiga, Teresa Marsé. Pero en realidad el lector puede llegar a la conclusión de que huye de su mundo cotidiano, en el que la realidad le es insuficiente y le empuja a perseguir fantasmas, como el de Celia Mataix, asesinada con una botella de champán de marca desconocida, o el de su asesina, Marta Miguel, "self-made woman" de un pueblo de Salamanca. O quizá el motivo auténtico del viaje sea saber el nombre de los pájaros de Bangkok, o confirmar que la Tierra es redonda y que el desenlace real le espera a su regreso. Más que de viajes, novela de viaje de ida y vuelta, que entre otras posibles lecturas ofrece una versión directa de los escenarios de Conrad, Somerset Maugham o Graham Greene, radicalmente modificados en un tiempo en el que la aventura es casi… imposible.


El caso del pez "ceratia" -una especie de rape- es tal vez el más aberrante de todos. Unas quince o veinte veces más pequeño que la hembra (que mide cerca de un metro de larga), el joven macho "ceratia" se fija en los flancos o en la frente de ella, la muerde, y esta mordedura va a decidir su porvenir. En adelante, como si hubiera caído en una trampa, jamás podrá desprenderse de su compañera, sus labios se habrán soldado, injertado en la carne ajena. No se podrá separar de ella, a no ser que arranque sus tejidos fusionados. Su boca, sus maxilares, sus dientes, su tubo digestivo, sus agallas, sus aletas y hasta su corazón van experimentando una degeneración progresiva. Reducido a una existencia parasitaria, no tardará en ser más que una especie de testículo disfrazado de pez diminuto, cuyo funcionamiento incluso será regido por el estado hormonal de la hembra, quien se comunica con él a través de los vasos sanguíneos.

Una hembra "ceratia" puede llevar encima hasta tres o cuatro de estos machos pigmeos.

"Bestiario de amor"


Y de pronto tuvo la sensación de que la otra le estorbaba. Deseaba quedarse sola, estirar el cuerpo sobre las sábanas limpias, borrar el dolor que se extendía por el interior de su cabeza como una salsa oscura, pensar en tres o cuatro cosas de lo que había ocurrido aquella noche, olvidar otras tantas que sin duda ocurrirían mañana. Tal vez si callo cuando ella termine de hablar. Tal vez interprete mi silencio como una invitación a que me deje sola, a que se vaya. Pero para crear esa sensación era paso previo conseguir que la otra le quitara el brazo de los hombros, que se retirara aquella mano reptil colgante que de vez en cuando le acariciaba el cuello o se dejaba caer sobre el abismo rozando, apenas, la punta del seno. El discurso continuaba. Ya no versaba sobre problemas ajenos, de otros protagonistas de la fiesta acabada, sino sobre problemas propios.

– Problemas de mujeres. Que sólo podemos entender las mujeres.

Dijo ella, ¿cómo se llama? Un lapsus estúpido, ¿cómo se llama? Y no podía interrumpirla para preguntarle: ¿cómo te llamas?, porque momentos antes le había rogado que se quedara, ella misma había provocado la situación sosteniéndole la mirada y musitando un: ¿quieres quedarte? que los otros habían escuchado, que había pronunciado para los otros, para que salieran de su casa cuchicheando, para que murmuraran a pleno pulmón en la calle, Celia ha pasado el Rubicón, tan mona y tan bollera, diría el frustrado Dalmases, o yo pensaba que su historia con la Donato había sido un juego, y la propia Rosa Donato, airada o desairada, mirando una y otra vez hacia las luces iluminadas del sobreático, imaginando lo que podía ocurrir entre Celia y… ¿cómo se llama? Aprovechó una pausa en el discurso de la otra para levantarse de un impulso, llevarse la mano a la boca y contener un grito.

– ¡Me he dejado una botella de champán en el congelador!

El correr de su cuerpo largo dejó un tintineo de senos sueltos bajo el jersey y la estela dorada de una cabellera estrella fugaz. La mujer despegó un tanto el culo del sofá, pero se quedó en un cuatro indeciso ante la rapidez de la huida. Dudó entre seguir a la fugitiva o dejarse caer en el sofá e hizo lo segundo, al tiempo que suspiraba y el contento por la noche propicia esperada le hacía remirar pared por pared, objeto por objeto, como reconociéndoles un lugar en el paraíso de satisfacción presentido. En cuanto entre he de impresionarla, he de acabar de desarmarla. Miró el reloj, la hora adecuada, las dos y media, un poco más y la fatiga, un poco antes y la ansiedad, la hora justa para el amor, por fin, con el cuerpo tanto tiempo deseado a distancia. Ya tenía la frase. Ya tenía la pregunta para cuando el cuerpo dorado saliera de la cocina y se acercara con aquella languidez gimnástica de cuerpo en flor, a pesar de que, sí, sin duda poca diferencia de edad hay entre ella y yo, pero hay cuerpos elegidos por la juventud y cuerpos que la tierra se queda, como se quedan las piedras o los matorrales. Le diré. ¿Por qué me has elegido a mí esta noche? Le diré. Desde hace meses he esperado este momento, desde que te vi en el Palau de la Música, cuando nos presentaron los Socías. Aunque de hecho te recordaba desde hace años. Muchos. No te lo creerías. Desde la Universidad. Sí, desde la Universidad. Tú eras de un curso inferior, aún estaban juntos Derecho y Letras, creo que fue el último año que estuvimos todos juntos en la vieja universidad. Yo te veía desde el claustro de abajo y casi te olía. No te rías. Tienes uno de esos cuerpos que se huelen. Pero el diálogo era imposible porque Celia no volvía.

– ¿Celia? ¿Estás ahí? ¿Ha pasado algo?

Levanta el culo del asiento y avanza con las piernas abiertas, mientras con las manos trata de despegar los pantalones de sus ingles y sus glúteos, demasiada carne y poco pantalón, pensó, mientras buscaba una cierta soltura en el andar que la ayudara a entrar en la cocina con naturalidad. Se acodó en el dintel para contemplar el espectáculo. Celia permanecía sentada a una mesa del "office" y parecía contemplar admirada la botella de champán, nevada por el helor que se iba derritiendo bajo la luz de la lámpara. Parte de la melena de Celia se había convertido en flequillo sobre la frente y la nariz y su mirada fija igual podía dirigirse a la mutación de la botella como a sus cabellos, una sonrisa de ternura ablandó las facciones de la mujer acodada en el dintel.

– ¿Te puedo ayudar en algo?

El sobresalto rompió la quietud de la figura dorada y los ojos de Celia se dirigieron críticos hacia la intrusa.

– Estoy cansada, eso es todo.

Había buscado el tono de voz más neutro posible para no ofenderla y al mismo tiempo dejar bien claro que la noche había terminado. Pero la otra siguió sonriendo, avanzó hacia ella, se situó a su espalda, le acarició los cabellos con unos dedos primero prudentes, después auténticos arados que abrían surcos en la espesura de los cabellos, hasta encontrar céreos caminos en el cuero cabelludo e insinuar en ellos la electricidad del deseo. Celia sacudió la cabeza para sacarse de encima la opresión de los dedos.

– Por favor.

– ¿Te molesto?

– Me haces daño.

Y no volvía la cabeza. Vete, vete, imbécil, vete antes de que tenga que decírtelo yo.

– Me has hecho muy feliz al pedirme que me quedara.

– La verdad es que no sé por qué lo he hecho. Estoy cansada.

– Durante toda la noche nos hemos dicho muchas cosas con los ojos.

– Es posible. Has dicho cosas muy inteligentes y me gusta la gente inteligente.

– Desde hace muchos años he esperado este momento.

– ¿Qué dices?

Es Celia la que vuelve la cabeza con el ceño fruncido, irritada por la situación, y al encuentro de su rostro molestado le salen unos labios duros que se apoderan de los suyos y tratan de abrírselos con el bisturí de una lengua que se le antoja helada.

– ¿Quieres estarte quieta?

Ahora Celia se levanta, se adueña de la sorpresa de la otra, cambia la botella de sitio sobre la mesa, se inventa objetos que ordenar, la necesidad de poner orden a las resultantes de una fiesta no demasiado afortunada.

– ¡Será mejor que te vayas!

Traga saliva la otra. Las palabras de Celia le han devuelto la pesadez del cuerpo, la tirantez de los pantalones estrechos, la inquietud por la imagen que compone, por la imagen que Celia al parecer rechaza.

– No te entiendo.

– ¿No eres tan inteligente? ¿Tan difícil de entender es?

Y Celia estalla en una huida hacia adelante que quiere superar su mala conciencia y la molestia real por la situación.

– Que te vayas. Así. Clarito. Qui-e-ro-que-dar-me-so-la. ¿Entendido?

– Pero tú dijiste.

– No sé por qué lo dije.

– Si quieres te ayudo.

– ¡No necesito que me ayudes a nada! ¡Necesito que te vayas!

Toda la atracción de la ley de la gravedad que un cuerpo humano pueda sentir, lo siente la otra, con las piernas abiertas, los pies insuficientes para soportar el peso del desprecio.

– No me hables así. Has dicho que me quedara para dar celos a los demás. Al imbécil de Dalmases o al putón de Rosa.

– No insultes a mis amigos.

– ¿Quién te has creído que eres? ¿Crees que puedes jugar conmigo?

La mano de la mujer ha salido lanzada y se ha apoderado de un puñado de jersey de lanilla, y esa mano es un elemento extraño que Celia contempla asustada y la otra asombrada. Y tras esa mano llega un impulso ciego que tira de la lanilla y la arranca, dejando al descubierto piel de mujer rosada y tibia, un pezón que aparece y desaparece al vaivén de la respiración del animal asustado.

– No te pongas así. Mañana lo aclararemos todo.

– ¿Que no me ponga así? ¿Pero tú sabes lo que has hecho, desgraciada?

Dos bofetadas aciertan en los hermosos pómulos y los tiñen de vergüenza, y las bofetadas incitan a Celia a un ataque ciego contra la mujer, un ataque a manotazos que apenas si la hacen retroceder y en cambio le permiten acertar con dos nuevas bofetadas en el rostro de Celia.

– ¡Me das asco! ¡Eres una tía repugnante! ¡Un macho, una marimacho repugnante!

Los golpes caen sobre Celia con la voluntad de aniquilarla, y la barrera de los brazos cruzados nada puede contra los molinetes cargados de odio. Y en el aire, apenas un volumen o el vacío que abre y ocupa, una botella muere matando contra la pequeña cabeza. Sellada por la sangre, una melena repentinamente lacia, descolorida, de muñeca rota.


– Veinte veces me dije a mí mismo: preguntarás el nombre de esos pájaros, y nunca lo pregunté. Pero te aseguro que había miles, millones sobre los cables, al atardecer, compitiendo con los penúltimos ruidos de Bangkok, con un piar que podía ser de alegría o de desesperación, según estuvieras tú alegre o desesperado.

– ¿Y qué hacían los pájaros en los cables, jefe? La selva está cerca. ¿Están mejor en los cables que en los árboles? No lo entiendo. Los pájaros de aquí son diferentes. Si tienen árboles no los busque usted en la ciudad. No son tontos.

Carvalho se apropió de la meditación de Biscuter y la elevó hacia los cielos que caían sobre las Ramblas anochecidas, como si estuviera mirando los cielos de Bangkok desde la puerta del Dusit Thani. Repasó con los ojos el telegrama abierto sobre la mesa, una pajarita de papel abatida y desarticulada. "Bangkok es la hostia. En Bangkok encontré el amor. Teresa." Era el tercer telegrama que le enviaba Teresa Marsé desde que había iniciado el descubrimiento de Asia, en un vuelo chárter fletado por una sala de fiestas de la ciudad. En Singapur, una cita literaria de Somerset Maugham, descubierta sobre un velador vacilante del jardín del Raffles, iluminado ante todo por las copas de Singapur Sling. En Yakarta, un mensaje revival en homenaje a Bing Crosby, Bop Hope y Dorothy Lamour: "Camino de Bali. Teresa". Y ahora, de regreso a casa desde los mares del Sur, Teresa Marsé estaba en Bangkok viendo cómo las nativas jugaban al ping pong con el coño y los niños cagaban sobre las aguas limosas del Klonk Dan, a pocos metros del mercado flotante.

– Hábleme de Bangkok, jefe. ¿Es bonita?

– Una ciudad que se pudre. La ciudad moderna la pudre la gente y la ciudad fluvial la pudre la mierda. Y te hablo de hace años, Biscuter. En fin.

Aquel en fin daba por concluida la conversación y Biscuter dejó a Carvalho en su trajín visual sobre las Ramblas. "Singapur Sling", musitaban los labios de Carvalho como si rezaran una jaculatoria.

– ¿Y las pagodas, jefe?

Gritó Biscuter desde la cocina.

– Se llaman "wats". Parecen fallas valencianas, pero no hay Dios que las queme.

– ¿No le gustan las fallas, jefe?

– Sí, porque las queman. Si no las quemasen, las odiaría.

Singapur Sling. Un cuarto de zumo de limón, medio de coñac, un cuarto de ginebra, hielo, soda, si se quiere la soda, y sobre los hombros, la cúpula de humedad que cubre Singapur como una quesera, especialmente la porción de pulcro queso colonial del Raffles, deshabitado ahora de ingleses imperiales, sustituidos por matrimonios de tenderos europeos a los que la agencia ha advertido que en aquel hotel se emborrachó hasta la cirrosis un escritor inglés muy importante. La llamada de Asia, se dijo Carvalho cuando el frío le silueteó el esqueleto, aunque el calendario de la Caixa d’Estalvis seguía fiel al mes de octubre.

– Va a llover.

Dijo o se dijo Carvalho, antes o después del primer relámpago que prestó la ilusión del movimiento a la estatua pisapapeles de Pitarra. Las gotas de lluvia querían clavar a los rambleantes que aceleraban el paso o se cubrían con los periódicos.

– Llegaron los monzones catalanes.

Los días se hacen cada vez más cortos, pensó indignado, como si le estafaran parte de la vida o parte del mundo. Ha llegado y pasará el otoño. Luego el invierno. Me pondré un jersey. Me lo quitaré. La primavera. ¡Qué estupidez!

– Va a pasar algo, Biscuter, y no recuerdo qué. No sé si son los mundiales de fútbol o la visita del Papa.

– Los mundiales ya se hicieron. El Papa, a final de mes.

– ¿Los mundiales se han hecho? ¿Seguro?

– Seguro, jefe.

– ¿Quién ganó?

– El Barça no, desde luego.

Rió Biscuter desde la cocina y se creyó en la obligación de aclarar.

– Es broma, jefe. Lo que se avecinan son las elecciones.

Carvalho dobló el telegrama de Teresa Marsé y lo tiró a la papelera. El telegrama reclamaba su atención desde la precámara de la muerte. Carvalho lo volvió a coger, a desplegar, a leer. Lo dejó primero sobre la mesa y luego lo metió en un cajón que cerró a continuación, con un cierto énfasis. Buena época para visitar Asia y sobre todo para un europeo. El trópico es una esperanza climatológica cuando sobre Europa llueve y nieva, cuando se ha puesto el sol sobre el Egeo y la tramontana se ha llevado por delante los mejores días de la Costa Brava.

Le había explicado la voz de Teresa por teléfono:

– Tengo una depre y he de irme. Yo estoy harta de marido y de hijo.

– ¿Qué le pasa a tu niño?

– De niño nada. Al menos para según qué cosas. Le ha puesto un bombo así a una compañera de clase. Y ahora toda la culpa es mía porque no he sabido educarle. Hasta el cínico de mi marido me lo ha dicho. Él, que se marchó de casa y no se ha preocupado de su niño ni una hora, ni de día ni de noche. Tú has estado por allí, recomiéndame cosas, sitios.

– Habrá cambiado todo mucho. Cuando yo estuve la guerra de Vietnam aún no lo había corrompido todo.

– Pero si no voy al Vietnam. Voy a Singapur, Bali, Bangkok… ¿Qué te parece?

– De postal.

– Yo no soy Jacqueline Onassis. Dispongo de tres semanas. Dime el nombre de una bebida para emborracharme en Asia.

– Aromas de Montserrat.

– Idiota.

– Singapur Sling.

– Eso está mejor. ¿Qué es?

– Es un "cocktail" atribuido a Singapur y sobre todo al hotel Raffles de Singapur.

– ¿Es cierto?

– No importa. Los del hotel cultivan el mito y si pides un Singapur Sling te lo servirán con una sonrisa de complicidad.

– Es bonito. Suena bien. Ya me basta. ¿Te imaginas ir por el mundo en busca de algo que suena bien? ¿Sabe tan bien como suena?

– Pse.

– Te enviaré postales para contarte cómo me va.

– Volverás tú antes que lleguen tus postales.

– Te enviaré telegramas. ¿Te ilusiona?

– No.

Un silencio.

– ¿Te molesta?

– Tampoco.

– ¿Quieres que te traiga algo? La seda va barata en Bangkok.

– Una botella de Mekong.

– ¿Qué es eso?

– Un whisky thai. No sé de qué lo hacen, pero sabe muy bien.

– No piensas en otra cosa.

De una distancia de casi quince años le llegó una sonrisa oriental, la del desvencijado aduanero que palpaba las entrañas de sus maletas y despertó con las palmas de sus manos el canto dormido del cristal. Seis botellas de Mekong consiguieron redondear los ojos orientales. Contempló a Carvalho con una complicidad que sólo podrían manifestar los beodos, abrió la mano como un abanico, la convirtió en una botella inagotable de la que bebiera chupando el pulgar, con la ansiedad de un niño amenazado de destete, y luego se rió con una inocencia descivilizada que irritó a más de uno de los occidentales que esperaban su turno detrás de Carvalho. Carvalho asentía y sonreía con todas sus fuerzas. Había que darle la razón a la sospecha cómplice y alegre del aduanero. En efecto, amigo, soy un alcohólico.


Desde que había aceptado el caso Daurella, tenía la sensación de trabajar según un horario regular, lo más parecido posible a la virtuosa costumbre catalano-japonesa de perder una tercera parte del día trabajando para poder dormir ocho horas y restañar las heridas del cuerpo y el alma durante las ocho restantes. En parte se debía a que el viejo Daurella tenía la costumbre de citarle entre nueve y nueve y media en el despacho de su almacén de toldos y piscinas de Pueblo Nuevo. Luego, la única posibilidad de recorrer las derivaciones del asunto a partir del centro radial del viejo patriarca era durante las horas laborables, porque los Daurella, delincuentes o inocentes, en cuanto oían la sirena de la fábrica y dejaban en su sitio todo lo que deberían encontrar en su sitio al día siguiente, se esparcían por la Tierra, dentro de una zona prudentemente próxima a Barcelona pero lo suficientemente separados los unos de los otros como para tejer un universo de puntos cardinales de la familia, cada hijo en un horizonte y los padres en su piso del Ensanche, calle del Bruch, el centro de la Tierra. Y así cuando el viejo Daurella hablaba de sus Jordi, Esperança, Núria o Ausiás, dirigía la cabeza al norte, al oeste, al este y al sur porque Jordi vivía en una casita en Sant Cugat. Esperança tenía una vieja masía en el límite justo donde Esplugas de Llobregat se convertía en una ciudad dormitorio, Núria estaba instalada en una urbanización del Maresme y Ausiás, el pequeño y macrobiótico Ausiás, tenía más huerto que casa en el Prat. Y en realidad el viejo no tenía por qué desplazar la cabeza hacia todos los horizontes, porque desde las ocho de la mañana los Daurella estaban trabajando dentro del inmenso recinto de Toldos Daurella, S.A.

– La S.A. son ellos. No vaya usted a pensar que aquí hay capital americano.

Le advirtió el viejo Daurella pensando en la minuta. Ellos eran Jordi, Esperança, Núria y Ausiás, morenos o morenitos, según su gordura, y parecidos a su padre con mayores o menores dilataciones de las facciones, como si en el momento del coito con la señora Mercé, Daurella hubiera impuesto la condición sine qua non de que los hijos, todos los hijos, debieran parecérsele. Y tal vez predestinado el amor cromosomáticamente, los chicos Daurella habían buscado consortes que se les parecieran, salvo Ausiás, el pequeño, "el més mimat" [El más mimado], aún decía Daurella padre cuando se refería a él, estuviera o no delante, había conseguido casarse con un ser humano rubio, una holandesa que sólo cinco años atrás habría merecido las páginas centrales de "Playboy" y que, en la actualidad, trabajada a fondo por los partos y la macrobiótica, parecía una hermosa rubia desvencijada, que llevaba las relaciones exteriores de Daurella, S.A. porque hablaba el inglés como si fuera inglesa, insistía el viejo

Daurella, y el francés como el general De Gaulle. La metáfora también era del patriarca. Los otros hijos políticos también estaban en el negocio. El marido de Esperança, la mayor, era el coordinador de los viajantes, y él mismo viajaba por España visitando clientes. El de Núria era jefe de almacén, y la mujer del mayor, Jordi, llevaba la oficina instalada en un cobertizo prefabricado en el que daba la nota exótica un cartel del Folies Bergére anunciando a la supervedette española Norma Duval. El señor y la señora Daurella se lo habían traído recientemente de París, a donde habían ido para celebrar las bodas de oro.

– No había hecho vacaciones desde el año de la nevada.

Decía el viejo. Es decir, desde 1962, añadía, no porque tuviera una memoria climatológica, sino porque en 1962 fue la única ocasión, desde el último período glacial, en que Barcelona capital se convirtió en una estación de esquí. Ni un Daurella sin algo que hacer. Ésta era la impresión que recibía Carvalho cuando recorría el ámbito de los almacenes y los muelles de descarga, cercados por una vieja tapia de piedra con cristales rotos en los bordes, sorprendentes vegetaciones aquí y allá, acacias, una palmera, adelfas, buganvillas entre hangares fin de siglo de ladrillos rojos oxidados por las brisas marinas que hacen de Pueblo Nuevo un barrio húmedo y propicio para vegetaciones espontáneas de sus patios y solares abandonados. El desorden visual del comercio y la botánica, de los camiones y las madreselvas que habían encontrado su medio propicio tras ensayar años y años al margen del cuidado de los hombres, atraía a Carvalho como podía atraerle un cementerio entregado a las leyes de la erosión y las vegetaciones salvajes. Era un viejo sueño carvalhiano el que, de pronto, la naturaleza agrietara el asfalto y se conformara con crecer donde pudiera, corrigiendo la estúpida voluntad de la materia prefabricada, pero sin anularla del todo. Rizadas tomateras asfixiando semáforos, helechos como penachos surgiendo de las bocas de las cloacas, voraces hiedras reptando por los edificios acristalados, con la falsa ternura de sus hojitas avanzadas. En Angkor o en Micenas había necesitado pronosticarse el destino de las ruinas monumentales, volver la piedra labrada a su condición de roca, al margen de la geometría de los hombres. O en Ayutthaya, pocos kilómetros al norte de Bangkok, una visita que habría hecho Teresa Marsé, donde la fallera arquitectura religiosa budista alcanzaba esplendor y merecía respeto en su decadencia. Pero prefería las ruinas contemporáneas. Los palacios obsoletos de Montjuñc, construidos con motivo de la exposición internacional de 1929, o la estación termal de Kalitea, abandonada por las aguas calientes y los clientes en la costa nordeste de Rodas, o la almadraba de Sancti Petri, vacía como un poblado sumergido, junto al mar, junto a Chiclana, junto al olvido. Y algo de ruina contemporánea tenía el ámbito de Pueblo Nuevo, donde tres generaciones de Daurella habían contribuido a que los españoles tuvieran sombra en verano y, más recientemente, piscinas de caucho desmontables, de todos los tamaños, desde la que permitía los cinco metros libres braceando con cuidado hasta la programada para que se mojara el culito cualquier benjamín de familia. Ni siquiera indispensable el jardín. Bastaba una terraza.

– Pues ahora vendemos más piscinas que toldos. Ya ve usted lo que son las cosas. Antes no. Antes era al revés.

¿Antes de qué? No se lo preguntó Carvalho. Antes de la nevada, probablemente, o antes del desfalco. Cuando la palabra desfalco salía de la boca de Carvalho, el viejo Daurella cerraba los ojos en la disposición de contener un dolor interior.

– Me están robando. Nos están robando.

Habían sido las primeras palabras de Daurella, sentado ante la mesa de despacho de Carvalho. Su mujer, la señora Mercé, había hecho personalmente un balance durante meses y meses, fin de semana tras fin de semana, en la torrecita que tenían los viejos en Vallirana. Había un inmenso hueco de seis millones de pesetas.

– Mi mujer sabe lo que se dice. No es una vieja chocha. "Hi toca. Hi toca" [Sabe lo que se hace].

Insistía el señor Daurella en catalán.

– Fue una de las primeras mujeres tenedoras de libros que salieron de la academia Cots. Antes de la guerra, ya lo creo. Es que mi suegro era un hombre de ideas y quiso que la Mercé estudiara como un hombre. Mi suegro era de Estat Catalá, muy de la ceba [Muy catalanista (muy de la cebolla)], mucho.

Y el señor Daurella había ido alentando a su mujer, fin de semana tras fin de semana, a que revisara las cuentas que hacían los chicos, y sobre todo Jordi y su cuñada la holandesa.


– Ya los puse a los dos para evitar un mal pensamiento, ¿sabe? Un mal pensamiento lo tiene cualquiera.

Faltaban seis millones en las cuentas de la Mercé y el señor Daurella reunió a la familia. Hubo un rechace general a la sospecha de los padres y tanto Jordi como la holandesa reclamaron una revisión de cuentas a cargo de un intendente mercantil. El intendente no hizo más que ratificar el balance de la señora Mercé, una de las primeras tenedoras de libros de la academia Cots de la Ronda, y quedarse extasiado ante la pulcritud de los preciosos números de la vieja, de su uso del lápiz rojo y azul, marca Hispania, que la señora Mercé había conservado durante años.

– Me parece que lo compré en los almacenes Alemanes.

Los almacenes Alemanes no se llamaban Alemanes desde la guerra, pero el lápiz sin duda había sido comprado en los almacenes Alemanes y había servido para demostrar que había un desfalco de seis millones.

– ¿Alguien de la familia?

Preguntó respondió Daurella a la pregunta respuesta de Carvalho.

– Imposible.

Dijo con los labios, pero no con los ojos, y día tras día fue informando a Carvalho de las virtudes y los vicios de sus hijos carnales y políticos. Jordi no tenía vicios. Era como él, pero estaba amargado y no sabía por qué. La holandesa fumaba como un carretero. Ausiás era poeta y macrobiótico.

– El marido de la Esperança, el Pau, o mejor dicho, Pablo como dicen ustedes en castellano, pues ése se lo gasta todo en jerseys y zapatos. Los jerseys se los compra en Londres y los zapatos en Roma. Los demás son gente corriente. Del montón, pero trabajadores, eso sí. Porque si no fueran trabajadores, no durarían ni cinco minutos en esta casa.


Enterarse de los vicios y las virtudes reales de los Daurella le había costado a Carvalho tres semanas de trabajo regular, como si contagiado por el espíritu del viejo se hubiera comprometido a trabajar las horas laborables de cada día. Jordi se entendía con su cuñada la holandesa; por parte de él existía una disposición pasional alimentada por la frialdad de su propia esposa, coleccionista de años y objetos de consumo. Ausiás o lo ignoraba o consideraba inútil crearse un problema alternativo al del sobrevivir sin demasiadas ganas en un mundo que limitaba al norte con el almacén de sus padres y al sur con el huerto donde cultivaba los productos básicos de su alimentación. Las chicas Daurella eran trabajadoras, limpias y honradas, y en cuanto a los yernos el responsable del almacén era un ser opaco los días de cada día y oscuro los fines de semana, porque los días laborables los dedicaba al trabajo y los festivos a pasar películas de dieciséis milímetros de una colección de maniático; el otro yerno, Pau, fue el que dio menos trabajo a Carvalho. Conocían su firma de recibos VISA en los establecimientos de relax de toda Barcelona y cuatro porteros de sendos bingos se quitaban la gorra a su paso mientras musitaban irónicamente un sorprendido y alegre:

– Señor Pau, ¿usted por aquí? A ver si hay suerte.

Durante unos meses había mantenido a una viuda en un piso amueblado alquilado en el Valle de Hebrón y aprovechaba los viajes de inspección de las delegaciones de toda España para desviar el avión de vez en cuando y acudir como las mariposas a las luminarias turísticas más televisadas: Costa del Sol, Puerto de la Cruz, y hasta Casablanca había llegado, en un vuelo compartido con la hija del representante de Toldos y Piscinas Daurella, S. A. en Sevilla. Carvalho lo sabía todo sobre Pablo, consorte Daurella, y saberlo todo significaba que era él quien se había quedado los seis millones a lo largo de seis años de compartir la morenez de los Daurella, él, hijo de un abogado de la Diagonal, tres años de Derecho, figura estelar de la tuna entre mil novecientos sesenta y siete y mil novecientos setenta, camello de kifi en mil novecientos setenta y uno, siete meses en la cárcel de Algeciras hasta que su padre le sacó utilizando la influencia de una hermana monja, y luego la boda con la chica Daurella, cuatro años mayor que él y con los pezones demasiado morados para su gusto, según había comentado en un club de relax donde ejercía de madame "la Andaluza", veterana amiga de Charo y de Pepe.

– Y es que un hombre que va hablando de cómo los tiene su mujer cuando está en la cama con otra, ni es hombre ni es nada.

Sancionó "la Andaluza". Carvalho dejó la carpeta sobre la mesa del despacho y no se dio por enterado de que el viejo había achicado los ojos y no se los quitaba de encima, como si fueran puntas de barrenas dispuestas a taladrarle. Se sentó frente a la mesa, dejó pasar algunos segundos, relajó músculos y esqueleto entregándose al sillón.

– ¿Y bien?

– Ya está.

– ¿Quién?

¿De qué escuela interpretativa era el viejo Daurella? No hay ser humano que no recurra a un modelo interpretativo dominante, sobre todo cuando le toca vivir situaciones anormales que hasta entonces sólo ha visto en el teatro, en el cine, en la televisión o quizá leído en las novelas. Por su edad el viejo Daurella podía elegir entre el modelo Lee J. Cobb de padre violento ante la traición de los hijos o el de John Gielgud de padre siempre más inteligente que los hijos o el de Fredrich March de padre frustrador y frustrado en "La muerte de un viajante". Pero como si la historia del cine y la televisión hubiera pasado en balde, Daurella recurría al drama social catalán de entreguerras y se llevaba la mano a la cara como borrándose las facciones mientras musitaba "Déu meu, Déu meu" [¡Dios mío! ¡Dios mío!] y perdía los ojos en el infinito para devolverlos de vez en cuando sobre Carvalho y comprobar el efecto que provocaba su desesperación.

– ¿Ha sido Jordi?

– No.

Suspiro de alivio porque no había sido el "hereu".

– ¿Alguno de mis hijos?

– No.

Sobre el rostro de Daurella apareció la complacencia racial. Había sido por lo tanto un extraño a su sangre.

– ¿Pau?

– Pau.

– Me lo decía el corazón.

Y como los viejos rapsodas que levantaban la mano en el aire cuando decían cielo, Daurella se llevó la mano al corazón. Carvalho había redactado un informe sobre las andanzas de Pablo, del que sólo había omitido el despectivo comentario sobre el color de los pezones de su mujer, y le señaló la carpeta al viejo para que la abriera. Tal vez fuera espontáneo el temblor, pero la voluntad de hacerlo más ostensible hacía que Daurella lo iniciara en los codos y en sentido descendente, cuando lo más lógico, pensó Carvalho, es que el temblor parezca que baje de las manos hacia los codos. el propio Carvalho hizo el ademán de temblar y dudó de la certeza de lo que había pensado, aunque ensayaba disimuladamente para que Daurella no pudiera creer que se burlaba de él.

– Pocavergonya! [¡Sinvergüenza!].

Exclamó el viejo mediada la lectura. Debía haber llegado al fragmento del viaje a Casablanca.

– Con la hija de un representante. Poner en peligro una plaza tan importante como la de Sevilla. ¿Sabe usted cuántas piscinas dodecagonales hemos colocado este verano en la zona de Sevilla?

– Ni idea.

– Cincuenta. Y eso que no tienen agua.

Increíble. Increíble, decía de vez en cuando Daurella, y cuando llegó al fin del informe, golpeó la mesa con las palmas de las manos abiertas.

– Hay que cortar por lo sano. La manzana podrida puede estropear un saco lleno de manzanas. ¿Qué haría usted en mi lugar? Por lo que usted dice el dinero lo ha ido escamoteando falsificando los gastos de asistencia a las delegaciones; por lo tanto, de hacerse público esto se enterarían todas las delegaciones y el prestigio de Toldos y Piscinas Daurella, S. A. se iría a hacer puñetas, hablando vulgarmente.

No tan vulgarmente, pensó Carvalho. Podía haber dicho a la mierda, a tomar por culo, al carajo, y en cambio había optado por un discreto a hacer puñetas que no llegaba a la asepsia del hacer gárgaras, pero se le parecía bastante.

– Hay que cortar por lo sano. Mi Jordi no está aquí porque ha ido a Francia a tratar con los fabricantes, pero llega esta noche, y de mañana no pasa que tengamos una reunión y cantemos las cuarenta. Cuento con usted.

– Mi trabajo ha terminado.

– Pero le ruego que mañana asista a la reunión en la que pienso poner las cartas sobre la mesa. Lo siento por la Esperança, porque es una buena chica y más blanda que un higo, y lo siento por mis nietos, pero este sinvergüenza necesita un escarmiento. ¡Sinvergüenza! ¡Más que sinvergüenza! Yo que le saqué de la calle sin oficio ni beneficio e hice de él un hombre de provecho, y ganándose bien la vida como se la gana y con una mujer joven y de buen ver, ¿qué necesidad tiene de ir por ahí haciendo el pendón?

Tantas preguntas, tantas respuestas. A Carvalho le costaba ponerse en pie, pedir el dinero, despedirse de Daurella o anunciar que sí, que asistiría al último acto de la tragicomedia al día siguiente, y le costaba porque la pauta rutinaria del trabajo se había apoderado de él y sabía que echaría de menos la plática con el viejo, de buena mañana, el deambular por aquel desorden de hangares y espacios libres para la naturaleza heroica, aquella belleza de estación abandonada que conservaban los más viejos almacenes de Pueblo Nuevo. Y al preguntarse el porqué de la nostalgia presentida, la memoria le suministró una serie de imágenes rotas, parecidos desguaces, parecidas ruinas, vistas y no vistas en fotos fijas de su infancia. ¿No fue una verbena en un almacén de la Letona donde ejercía de guardián nocturno un pariente lejano? ¿O un viejo astillero de Badalona donde el primo Nicolás de Cartagena era calafate? ¿O un almacén de hierros junto al puente de Marina? Empujó los fragmentos de fotografía al pozo del olvido y se levantó decidido a romper el encantamiento.

– Vendré mañana. A cobrar y a presenciar el juicio final.

– Mañana verá usted lo que es bueno. Lo consultaré con la Mercé y con la almohada, pero mire, mire usted cómo me hierve la sangre.

Y le tendía los antebrazos venosos, blancos, pecosos, que le salían de la camisa arremangada, no londinense, no italiana, camisa comprada por la Mercé en las rebajas del Corte Inglés.


"El crimen de la botella de champán", titulaba "El Periódico", y Carvalho saltó de línea en línea en busca de la marca de la botella empleada para el asesinato. Ni rastro. No es lo mismo que a uno le maten con un Codorniu Gran Cremant que con un Brut Nature Torelló, con un Juvé y Camps Reserva Familiar o con un Martí Solé Nature. Podía darse el caso de que el titular fuera realmente preciso y el asesinato hubiera sido cometido con una botella de champán francés, pero incluso de producirse esta circunstancia ¿es lo mismo un asesinato a base de Mo6t Chandon que un asesinato perpetrado con un Krugg o un Rollinger? La víctima había tenido una larga agonía entre el momento de la agresión y el descubrimiento del cadáver a cargo de la asistenta a las nueve de la mañana. La policía no quería precisar la hora del asesinato y el periodista se extendía en consideraciones sobre las coartadas de los compañeros de fiesta de la asesinada, Celia Mataix Cervera. La testigo retenida, Marta Miguel, había sido puesta en libertad tras una noche de permanencia en la comisaría. Era la última persona que había visto con la cabeza sana a Celia Mataix. Carvalho se dijo que era imposible precisar la hora exacta del golpe en un caso de agonía prolongada y que un margen de media hora bastaba para hacer buena o mala una coartada. La foto de la muerta permitía degustar una belleza rubia romántica, de lujo, con el adolescente subido a pesar de que el carnet de identidad marcaba la hora de los cuarenta años. Cuando apartó el periódico, la imagen de Celia seguía en los ojos de Carvalho y la fabulación de un posible encuentro en el pasado le acompañó Ramblas arriba. Era una mujer a la que sin duda le habían sentado bien los jerseys algo sueltos y las faldas acampanadas para crear la música del movimiento de un cuerpo elástico, y el descenso de los cabellos sobre el pecho y el gesto de retirárselos con el vuelo de una mano pequeña y llena de partes, es decir, una mano con las partes muy bien delimitadas, manos sensibles decían los novelistas antaño para evitarse el describirlas. Si se la hubiera encontrado en el Boadas, por ejemplo, tomando un "cóctel" y sola, la conversación habría nacido con cualquier pretexto, y luego las Ramblas, las confidencias primero irónicas, luego serias, los empujones con los ojos y las palabras, las agresividades previas a la desnudez del sexo. Muchacha de una noche o de toda una vida, pero inútil el establecimiento de una relación breve en aprovechamiento del impulso de la primera noche, inútil y nefasto porque borraría la sospecha de lo que pudo haber sido y no fue. También propicia muchacha para despedidas en las estaciones y en los puertos, jamás en los aeropuertos. En los aeropuertos debería estar prohibido despedirse, es como decirse adiós en una farmacia moderna o en la sección de detergentes de un supermercado aneonado. Quizá habrían podido casarse y vivir en una cabaña playera, de playa larga, californiana a ser posible, abstenerse presentar sucedáneos, exija la etiqueta de garantía. ¿Envejecer con ella? Un latigazo de ridículo rompió la imagen construida en el cristal de la fábula y, entre íntimos ruidos de cristales rotos, Carvalho se decantó bruscamente hacia la izquierda en busca del mercado de la Boquería. No tenía claro el menú, pero sí que aquélla era una noche para cocinarla y para dar a alguien la sorpresa de una invitación. Quizá a Charo si se portaba bien y no le recriminaba el poco caso que le estaba haciendo últimamente. Compró tres lonchas de salmón ahumado en la charcutería de la esquina al pasillo superior de acceso al mercado y en una tocinería se hizo cortar tajadas regulares de carne magra de cerdo y tantas lonchas de jamón del país como pedazos de carne. Tan parca compra no llenaba el vacío que le había dejado en el corazón la evidencia de que Celia Mataix y él no envejecerían juntos y decidió comprar o unos zapatos o un jamón. Hora extrema para los zapatos y en cambio aún llegaría a tiempo de comprar un jamón bien escogido en el colmado Pérez de la calle del Hospital, jamón de frontera entre Huelva y Extremadura que el dueño del colmado sabía catar con la vista. De paso, jamón a cuestas, examinaría el final de las obras de la plaza del Padró, la milagrosa restitución de la plaza a la geometría de su infancia. Mutilada para dejar paso a la barbarie automovilística, de pronto los ángeles justicieros de la democracia se habían apiadado de la honda melancolía de Carvalho y habían ganado espacio a los viales, habían vuelto a adosar la plaza a la base de la capilla románica y de los viejos caserones que unen las calles del Hospital y del Carmen, habían creado promesa del arbolado naciente de alcorques, redondos como las galletas de los mantecados lúdicos de los años cuarenta. Primero el jamón y luego la moral, se dijo Carvalho, y pegó la hebra con el tendero sobre los mitos y los hechos en la geografía jamonera de España.

– No hay bastantes bellotas en el mundo para tanto jamón de bellota como se pretende vender. Pero en Huelva hay una mina de buen jamón, y no sólo los jabugos; también los corteganas y Cumbres Mayores. Hay alguna zona donde se da buen jamón anónimo, como aún se encuentra por los alrededores de Ronda.

– Uno de estos sábados me voy a acercar a un pueblo situado entre Marbella y Ronda donde me han asegurado que hay un excelente jamón.

El tendero miró a Carvalho con prevención.

– Que soy muy capaz de hacerlo. El pueblo se llama Montejaque.

– Ya me dirá qué tal le sale, porque como le guste igual me voy para allí a echar un vistazo.

Escogió el tendero un jamoncillo con pátina de bueno y le clavó la cala para luego dárselo a oler a Carvalho. De hueso de jamón tenía que ser el pinchaaromas de jamones nobles criados para el hombre y no para los devoradores de proteínas, vengan de donde vengan. Con estas consideraciones filosóficas y jamón a cuestas, cruzó Carvalho la calle del Hospital, recorrió la acera de la derecha, se detuvo como siempre ante la ortopedia y el cuchillero, mágicos establecimientos, y salió al esplendor recuperado de la plaza del Padró, ágora del barrio, con la Semana Trágica por delante en la quema del convento de las Jerónimas, sustituido por la modernista iglesia del Carmen actual y una capilla románica disfrazada de estanco y sastrería durante siglos, adosados sus lomos al antiguo hospital de San Lázaro, luego lavadero público para compensar la mucha lepra que se había podrido entre sus muros. La plaza del Padró olía a infancia y a otoño, intrépidos sus alcorques recién abiertos, vieja la fuente trasladada a la proa, con sus carotas de piedra carcomida por la humedad y las miradas impresionadas de los niños, sobrecogidos ante el misterio de las cabezas de piedra de las que manaba el agua y, arriba, una santa Eulalia franquista, reentronizada bajo el franquismo como acto de desagravio al descendimiento perpetrado por los anarquistas durante la guerra civil. Carvalho tenía el pecho lleno de gratitud y se sintió solidario con los pobladores de la plaza. Un metro que se recuperara de una acera, de una plaza, era inmediatamente ocupado por niños, viejos y perros, los tres mejores tipos de animales domésticos que existen, porque Carvalho siempre había considerado a los gatos ariscos invitados de paso y a los canarios prisioneros de la peligrosa piedad de los hombres. No era la mejor hora para llamar a Charo, que empezaba a recibir a sus clientes concertados por teléfono, aunque era preciso comunicarle que necesitaba telefonearla y restablecer la cadena invisible que los ligaba.

– Estás muy ocupada.

– ¿Ocupada? ¿En qué? ¿Tú has visto las páginas de los diarios? Hay tanto puterío que se va a acabar el paro. ¿Qué mosca te ha picado que me has llamado?

– Haré cena, y si te animas te espero en Vallvidrera.

– No estoy de humor.

– No hay nada como contagiar el mal humor a los demás.

– Eso es verdad. Igual me acerco. ¿Sigues lo mismo que la última vez que te vi?

– ¿Por qué me lo preguntas?

– Es que ya no me acuerdo de cuándo fue.

– Diez días.

– Once.

La conversación era previsible, tan previsible que Carvalho pasó de largo ante la cabina y sintió de pronto una nueva vergüenza, la de llevar un jamón, un obsceno jamón aromatizado por bellotas, el resultado de una atávica artesanía de la conservación en la era de los langostinos congelados y las hamburguesas de fiberglass, y cuando volvió la vista para llevarse una impresión de conjunto de la nueva vieja plaza del Padró, sintió una cólera profunda porque se la habían devuelto tarde.


Detuvo el coche ante la casa del gestor Fuster. Pulsó el timbre y Fuster apareció segundos después en la terraza, acentuado su aire frailuno por el batín.

– Spaghetti a la Annalisa y saltimboca a la romana.

Gritó Carvalho desde la calle.

– Sólo te acuerdas del electorado cuando hay elecciones. Pareces un político. ¿Vino?

– Un chianti, reserva del 76.

Fuster meditó y opuso.

– Aún me debes el segundo plazo de la declaración de renta. No considero la cena como un sustituto del pago. ¿Encenderás la chimenea?

– Eso está hecho.

– ¿Quemarás un libro?

– Naturalmente.

– Festival Carvalho completo. Entonces voy. Te doy una hora para que empieces a guisar. Yo te obsequiaré con un frasco de trufas de Villores al coñac y un tarro de lomo en adobo, flaons y unas alpargatas.

– ¿Todo de Villores?

– Absolutamente todo. No va a ser de Trípoli. A ver si estás a la altura de mis regalos.

Carvalho ni siquiera perdió tiempo vaciando el buzón. Toda la correspondencia eran anuncios de cosas que nunca compraría y estados de cuenta bancaria y de la Caja de Ahorros que le ponían de mal humor porque siempre tenía menos dinero del que esperaba. La perspectiva de una vejez sin dinero suficiente como para que alguien le limpiara el culo si era necesario le indignaba, porque le indignaba tener miedo y sobre todo de sí mismo. Subió de la despensa hasta la cocina una pulcra caja de cartón de la que sacó un electrodoméstico ambiguo que igual podría ser una picadora de carne o una destiladora portátil de ambrosía. Pero en realidad era una máquina de hacer pasta italiana, por el simple procedimiento de meterle harina y agua o huevo por un pasadizo de plástico trasparente, poner el filtro según el tipo de pasta apetecida y esperar a que salieran las tiernas criaturas, y al adquirir la longitud deseada un cuchillo bien afilado para irlas cortando y darles la belleza de la regularidad. Pasarse de agua o huevo podía significar una catástrofe y Carvalho comprobó la exactitud del medidor como si en ello fuera la salvación de un pueblo escogido. La máquina empezó a girar y a quejarse y cuando la pasta estuvo correctamente amasada, Carvalho retiró la compuerta de la esclusa y el glaciar de pasta pasó al pasillo de salida impulsado por un émbolo en espiral que la enfrentó a la evidencia del filtro, a la fatalidad de la forma, sin respetar su voluntad de ser tagliatelle, spaghetti, lasagna, spaghettini o macarrones. Carvalho la esperaba con el cuchillo a punto y en cuanto los gusanillos tiernos alcanzaron la estatura de cuarenta centímetros los rebanó y cayeron agónicos en una fuente de duralex donde aún se permitieron algún retorcimiento antes de adquirir el rigor mortis que suelen tener todos los spaghettis tiernos o cocidos, a la espera del próximo genocidio perpetrado por Carvalho contra la cascada de gusanillos tenaces que volvía a salir del filtro prodigioso. El cuchillo en una mano y la otra palpando el montón de spaghettis que se iba formando, Carvalho experimentaba una emoción que él suponía similar a la de Dios cuando hizo evolucionar al rape y lo convirtió en el primate del que saldría el hombre. Harina y agua y el prodigio de una mutación infravalorada por la banalidad que el uso había otorgado a la palabra spaghetti, pero si estos maravillosos filamentos de textura mágica tuvieran un nombre alemán, griego o latino, los tres idiomas no banalizables, serían apreciados como se merecían y dispondrían de un lugar de honor en cualquier Museo del Hombre. Cubrió la pasta con un paño y salió al jardín en busca de las hojas de salvia fresca, indispensable para el saltimboca y de las de basilico que cultivaba en una maceta para los platos de pasta. La mata de basilico se estaba secando cumplido su cielo vital, y Carvalho se despidió de ella hasta la próxima primavera. Mientras tanto utilizaría el basilico secado al sol y triturado. Empezó por guisar la saltimboca. Tajada de carne, hoja de salvia, loncha de jamón y un mondadientes para unir los tres elementos y así hasta catorce cuerpecitos entablillados que debían freírse instantes antes de sentarse a la mesa. Tampoco era laboriosa la preparación de los spaghettis. Picó cebolla, la hizo traslúcida rehogándola en mantequilla, apartó la sartén del fuego y vertió su contenido en un cuenco. Por separado batió nata líquida muy fría hasta espesarla y la fue añadiendo a la mantequilla y la cebolla. Luego picó el salmón en trocitos lo suficientemente grandes como para ser detectada su textura por la lengua y los mezcló con la salsa a la que finalmente añadió basilico trinchado. Ya estaba todo preparado a la espera de Fuster, que llegó cargado con sus regalos y señaló imperativamente la chimenea apagada, olisqueó el vino y puso la mesa mientras Carvalho buscaba en la biblioteca el libro que iba a servir de combustible base para la fogata. Eligió un libro de versos de Justo Jorge Padrón y un pequeño librito con dos piezas teatrales de Beckett, "La última cinta" y "Acto sin palabras". Fuster examinó los libros antes de que Carvalho los desguazara y quemara.

– ¿Por qué?

– Ante todo porque son libros y luego porque sí.

– ¿Los has leído?

– Hace años. Cuando leía.

– ¿Quién es Justo Jorge Padrón?

– Un poeta hispanosueco que tradujo a Vicente Aleixandre al canario y se hizo famoso.

– ¿Por qué quemas el otro?

– No he nacido para crítico literario. Digamos que lo quemo porque me gustó en su tiempo y porque a medida que me hago viejo me da miedo sentir algún día la tentación de volver a leerlo.

Fuster selecciona un párrafo de La última cinta y lee con grandilocuencia cómica:

– "Quizá mis mejores años han pasado. Cuando tenía alguna probabilidad de ser feliz. Pero ya no deseo más probabilidades. Y menos ahora que tengo ese fuego en mí. No, no deseo más probabilidades. (Krapp permanece inmóvil, con los ojos fijos en el vacío. El carrete continúa rodando en silencio").

Entregó el libro a Carvalho como el aduanero receloso que devuelve el pasaporte a un turista bajo sospecha. Carvalho apiló la leña y dejó un hueco en la base para introducir las hojas de los librillos destrozados. Prendió fuego al papel y la llamarada subió como un crescendo de luz y sonido que les hipnotizó durante unos segundos, hasta que Carvalho marchó hacia la cocina y Fuster se dispuso a poner la mesa.

Lanzó Carvalho los spaghettis en el agua bulliente y salada y mientras se cocían empezó a freír la saltimboca. Puso en marcha el horno para que en su momento conservara la temperatura de la carne y probó un spaghetti. Los dientes lo cortaron sin aplastarlo y el paladar notó la textura de la harina en el momento de robarle el aroma del cereal. Estaban a punto. Tiró el agua caliente y añadió a la salsa dos yemas de huevo que batió con todo lo demás. Vertió la salsa sobre los spaghettis humeantes y con una cuchara y un tenedor subió y bajó los filamentos como cabelleras untuosas que se iban impregnando del alma marfileña de la salsa. Fuster abrió las botellas de vino, cerró los ojos para que las narices tuvieran una mayor posibilidad de aspirar el aroma del plato.

– ¡Porca miseria!

Fuster se lanzó a cantar la romanza del "Cosí fan tutte".

– Pon algún disco que vaya bien al menú.

Carvalho puso "Veles e vents", un poema de Ausiás March musicado por Raimon.

– Acertadísimo. La simbología del mar y de los vientos, el riesgo del destino, no hay nada tan apropiado como estos spaghettis a la… ¿Cómo dices que se llaman?

– A la Annalisa. Es una denominación mucho más determinante que la de: "a la buena mujer", por ejemplo.

– Jamás he comido un plato hecho "a la mala mujer".

– Las malas mujeres no cocinan.

Fuster paladeaba los spaghettis y concentraba pensamiento y paladar en busca de la sanción más justa.

– Nórdicos y mediterráneos.

Dijo finalmente y al no merecer respuesta de Carvalho decidió lanzarse sobre la saltimboca antes de que enfriara.

– Tiene un toque de limón poco ortodoxo.

– Sobre el fondo que ha dejado la fritura echo el zumo de medio limón y luego vierto esta leve salsa caliente sobre la carne.

– Maravilloso, ocurrente, breve. Un plato mediterráneo y genial.

– Comida de putas, le llaman en Roma.

– ¿Por qué?

– Porque se hace en seguida.

– ¿Y sobre el origen de los spaghetti Annalisa qué puedes decirme?

Carvalho terminó su tercera porción de saltimboca, bebió media copa de vino sólido, ahuevado en su aroma final, chasqueó la lengua y lanzó sobre Fuster una mirada de encantador de serpiente.


– Sobre el origen de este plato, nada puedo decirte. Pero lleva el nombre de spaghetti Annalisa y me imagino que la misma duplicidad del nombre traduce la duplicidad de un plato en el que la elementalidad de la cocina del sur se mezcla con la invasión vikinga de salmones ahumados y cremas de leche.

– Los vikingos llegaron hasta las costas de Italia.

– Aún no habían llegado los spaghetti.

– ¿Llegaron antes los vikingos que los spaghetti?

– Sin duda.

– Y antes que los vikingos llegaron los salmones. La memoria de los salmones indica que son peces anteriores a la existencia humana y que remontan los ríos en busca del lugar de origen. En cualquier caso la tal Annalisa ha hecho una síntesis norte sur y nos ha dejado un enigma histórico: ¿qué fue primero, el vikingo o el salmón ahumado? Por otra parte hay aportaciones italianas como el basilico y una señal norteña, la de la crema de leche, los platos con crema de leche son de países lluviosos y por lo tanto con pastos y por lo tanto con muchas vacas y por lo tanto con la posibilidad de hacer muchas cosas con la leche, en vez de bebérsela de una manera primate, como siempre hemos hecho nosotros, españoles de mierda, de secano, siempre con sed y con pocos pastos y con pocas vacas y con poca leche.

– Desde que se murió Franco hay más crema de leche en los supermercados.

– Lo había observado.

– ¿Qué tenía Franco contra la crema de leche?

– No lo sé. El Caudillo era muy reservado. Pero sin duda desde que se murió esto se ha llenado de socialistas y crema de leche.

– ¿Dónde estaban antes los socialistas y la crema de leche?

– Hay que averiguarlo.

– La verdad es que me importa un pimiento.

Estaba contento Fuster porque, dijo, se trata de una cena ligera y no de esos escándalos dietéticos que a ti se te ocurre hacer a las tres de la madrugada. Sea escándalo dietético o no, tú igual vienes. La carne es débil, aceptó Fuster antes de lanzarse sobre la segunda botella de chianti. Las catorce saltimbocas fueron desapareciendo en las pausas de una conversación que Fuster llevaba hacia el terreno de la música y Carvalho hacia el de la nada. El reto de Fuster: sorpréndeme con un postre adecuado, hizo sonreír a Carvalho que se fue en busca de un Gorgonzola que desmontó la penúltima resistencia del gestor y mientras Fuster exponía su sabiduría empírica sobre el punto exacto del Gorgonzola en relación con el punto del Roquefort o del Cabrales, Carvalho viajaba por un espacio lleno de imágenes rotas de jamón, plaza del Padró, una acacia de Toldos y Piscinas Daurella, S.A., una botella de champán rompiéndose contra una cabeza, Charo paseando impaciente a la espera de su llamada telefónica, Biscuter en su cocinilla, las serpientes ahumadas colgando en los tenderetes del mercado de Bangkok y aquel aroma a perejil rizado que inundaba la ciudad, del perejil al basilico y del basilico a aquella situación irracional que transcurría ante él, una cena de comunicación en la que cada loco había traído su tema y la solidaridad profunda estaba condicionada por un encuentro por separado en la comunión de los sabores.

– Las elecciones están al caer.

Dijo Fuster sin que Carvalho estuviera al tanto para saber de dónde venía aquel fragmento de monólogo.

– Es curioso. La democracia se resume en votar y pagar impuestos. La democracia avanzada. Votas para elegir una política y pagas para garantizar el orden o el desorden social, según los gustos. No se te olvide mandarme el talón del segundo plazo.

– Pagar los impuestos me quita el poco humor que tengo. Pago para que no haya sorpresas. Ya sólo pueden sorprenderte los restaurantes nuevos y la gente que está al frente de los restaurantes nuevos. Un abogado mío, Víctor Sen, ha montado un restaurante que se llama Sukursaal y en el que ahora está ensayando cocina de Lyon.

– Antes los restaurantes los ponían los cocineros y ahora los ponen los comensales. No hay ni un restaurante nuevo que no haya salido del sueño de un comensal, de lo que quería comer el comensal.

– En el Sukursaal tienen un carpaccio excelente.

– El carpaccio depende de la clase del buey y del corte.

– Por tu boca habla la verdad.

– Y no hay buey como el de Villores. Si quieres encargo un buey entero y te doy un cuarto que tú te troceas a tu gusto.

– ¿Tú harías eso por mí?

Fuster quitó importancia a su generosidad.

– ¿Ya tienes sitio donde meter un cuarto de buey?

– Compraré un congelador.

– ¿Tienes dónde meterlo?

– Me compraré una casa nueva.

– Todo se interrelaciona.

Convino Fuster filosóficamente y aceptó el orujo del Bierzo helado que le ofreció Carvalho.

– Piérdete en el Bierzo un día, Enric. Es una región mágica que a veces desaparece sin que nadie se dé cuenta.

Sonó el timbre de la puerta. Carvalho se asomó a la ventana y la vio allí, abajo, pequeña, frágil, apenas iluminada por el farol de la carretera, mirando hacia arriba para que la aparición de Carvalho le confirmara la certeza de las luces encendidas. Carvalho pulsó el abridor automático y ella corrió escaleras arriba perseguida por el chirimiri. Carvalho volvió a la mesa y se dejó caer en la silla.

– ¿Quién era?

– Charo.

– Qué bestias. Nos lo hemos acabado todo.

– No viene a cenar.

– Me voy a ir. Tengo trabajo atrasado.

– Tranquilo. Es preferible que te quedes.

Charo desembocó en el comedor como un río turbulento pero se contuvo ante la compañía de Carvalho y hasta consiguió dedicar a Fuster una sonrisa sustituida por la desesperada cólera con la que cargó contra Carvalho.

– ¿Estás mal de dinero?

Le temblaba la barbilla, se le escapaba la sonrisa por los agujeros de los ojos tristes.

– No. ¿Por qué?

– Mi madre decía que donde comen dos comen tres.

– Se me ha ocurrido de repente. Y pensaba que tendrías trabajo.

– Otras veces no has pensado tanto.

Carvalho le ofreció lo que quedaba del Gorgonzola.

– Te lo guardas. Para el bocadillo de mañana.

Y salió Charo en busca del cuarto de baño, pero el sollozo se le quebró por el camino y sólo lo tapó el golpe de la puerta al cerrarse tras ella. Carvalho miró a Fuster y enarcó las cejas. Fuster bebió el vino que le quedaba en la copa e hizo ademán de levantarse.

– Si no te vas saco un oporto de doce años auténtico.

– Pepe, eso no se le hace a un buen vecino.

– Si tienes paciencia estallará la tormenta y luego nos tomaremos el oporto los tres.

Trajo Carvalho la botella de Fonseca doce años y Fuster la contempló arrobado.

– El mundo debe a los ingleses el amor a los perros, al jerez, al oporto y a los rododendros.

Fuster examinaba el color del vino poniendo la copa a contraluz y por el rabillo del ojo vio acercarse a Charo, despacio, como tratando de ganar tiempo para recomponer el gesto después de la llantina.

– Ven, Charo, mira qué maravilla de color.

Cara llorona, sonrisa amontonada sobre el maquillaje base de la tristeza.

– Pasarían cien años, volvería una noche a Vallvidrera y os encontraría a ti y a éste mirando el color de un vino o hablando de un plato raro. Ya puede hundirse el mundo ya, que como vosotros tengáis una receta nueva os pillará guisando.

– "Bebamus mea Lesbia atque amemus". Ahora bebe, Charo, y a las penas puñaladas, como dicen los clásicos.

– Eso lo decía mi madre, no los clásicos. Decía: "A las penas puñalás".

– Tu madre era un clásico.

– Anda ya.

Carvalho contemplaba el ir y venir de la conversación, desganada en Charo, voluntarista en Fuster. Llenó una copa de oporto y se la tendió a Charo. La cogió ella sin mirarle y lo probó. Parecía más delgada que once días atrás, más alta su garganta de muchacha, más profundas sus arrugas en torno a los ojos, más trasparente la piel de las sienes, de los párpados, una película de humedad en los ojos enrojecidos, poquedad en el gesto de animal vencido por internas calamidades. Le irritó la sensación de piedad qué le crecía y se levantó de la mesa para tumbarse en el sofá y contemplar desde allí el fuego en la chimenea y el diálogo entre Fuster y Charo. Fingía no percibir los reojos que la mujer le dirigía de vez en cuando, se adormiló y le despertó Fuster para despedirse, no le dio tiempo a levantarse y acompañarle hasta la puerta. Tenía ganas de irse y Carvalho se rindió a lo irremediable. Se quedó sentado, oyó el ruido de la puerta al cerrarse tras Fuster y se predispuso a la escena. Charo, sentada, con la copa entre las manos, falsamente ensimismada, en busca de la primera frase, y él agazapado, dispuesto a devolver golpe por golpe, diente por diente.

– A él le utilizas para cenar acompañado, ¿y a mí? No lavo tu ropa. No cuido tu casa. Tampoco cuido de tus hijos. Puedes pasarte semanas sin joder conmigo, ¿para qué me utilizas? O quizá te crees que gracias a ti no soy más puta de lo que soy, no soy una de esas arrastradas con chulo y miseria. ¿Para eso te sirvo? ¿Para la buena acción diaria?

No se merecía ni una réplica airada ni el desprecio de un mutis. Optó Carvalho por dejarse caer en el respaldo del sofá, corresponder a la angustia de Charo con la gravedad del rostro.

– Estoy cansada.

Dijo Charo y se echó a llorar. Yo también, pensó Carvalho, pero no lloró. Recordó entonces la conmoción emocional del viejo Daurella. Allá cada cual con su escuela de arte dramático. Charo no resistió más y acudió junto a él, se sentó a su lado, buscó el abrazo, quiso meterse en su pecho como si fuera una cueva y estuviera lloviendo fuera. Me das tu angustia y me la quedo. Soy tu banco de angustia, de miedo. Le acarició los cabellos y la dejó llorar.


Detuvo el coche junto a un quiosco. Los diarios de la mañana comentaban la próxima visita del Papa y las elecciones anticipadas en la imposibilidad, al parecer, de anticipar un papa y visitar las elecciones. Superman Woytila había sido el primer cargo supremo del cristianismo que llegaba a España, descontando al Papa Luna, papa ful, y a los apóstoles Santiago y Pablo, importantes, sí, pero sin una jerarquía precisa. Tras la divagación sugerida por la primera página, Carvalho se fue en busca del caso de la botella de champán y leyó toda la información de arriba abajo antes de poner el coche en marcha y acudir a la cita de los Daurella. Poca información, como si el caso estuviera ya consumido y la noticia de una niña perdida en Ulldecona fuera más importante que la historia de la hermosa rubia rota. Pero en cambio había una fotografía de la víctima mucho mejor que la del día anterior y Carvalho examinó facción por facción aquella delicada combinación de rasgos suaves, románticos, dotados de esa languidez ingenua y erótica que tienen las mejores rubias. La policía había interrogado a su ex marido. También se insinuaba la posibilidad de un ajuste de cuentas, porque la rubia tenía en su casa un verdadero arsenal de anfetaminas. Carvalho paró el coche en un chaflán para anotar el nombre de cuatro protagonistas de la tragedia: Pepón Dalmases, el acompañante habitual, conocido en el mundo musical como uno de los hombres vinculados al nacimiento de la Nova Cançó; Alfonso Alfarrás, el marido, un arquitecto sin ocupación definida, aseguraba el periodista; Marta Miguel, la última que la vio con vida, profesora de universidad, y Rosa Donato, compañera de Celia Mataix al frente de una tienda de antigüedades. La que sigue sin explicarse el porqué mamá no vuelve es la pequeña Muriel, hija de Celia y Alfonso Alfarrás, que vive ajena al drama en casa de sus abuelos "maternos". Faltaban dieciocho años para acabar el siglo y aún quedaban niños que vivían "ajenos al drama" refugiados en casa de sus abuelos maternoss. Aún quedan abuelos. Y maternos. No quiso pavonearse ante sí mismo, pero trató de recordar el tiempo transcurrido entre los primeros escritos presocialistas denunciando el papel perpetuador del sistema que tenía la familia y la pequeña Muriel "ajena al drama" refugiada en casa de sus abuelos maternos. Maternos, se repetía una y otra vez Carvalho, como si le sorprendiera una cierta redundancia de fondo entre la condición de abuelos y maternos. ¿No basta con tener abuelos? ¿Además han de ser maternos? ¿o paternos? La hermosa rubia había dejado de tener abuelos. Celia. Muriel. Spaghetti a la Annalisa. Salmón y basilico. Si la niña se llamaba Muriel sería rubia como su madre. Aquella zona de Pueblo Nuevo era una retícula de agencias de transportes y sólo en las estribaciones, ya cerca del mar o de la Vía Meridiana, surgía el capricho de los almacenes dedicados a las mercancías caprichosas. Toldos y Piscinas Daurella, S.A. era un rótulo fresco, pintado con paciencia por un rotulista antiguo cuando los Daurella habían decidido añadir las piscinas de caucho a su negocio tradicional. El coche de Carvalho pasó bajo el rótulo y circuló por un camino asfaltado hacia la oficina prefabricada donde le esperaba el final del drama, la apoteosis a cargo del viejo dispuesto a amortizar la minuta de Carvalho asumiendo el primer papel: el rey Lear de Pueblo Nuevo señalando al hijo desagradecido que había traicionado su confianza.

El viejo no le defraudó. Ni un asistente ajeno a la familia. Mozos, mecánicos y oficinistas habían sido enviados a la trastienda oscura del negocio y toda la familia Daurella estaba allí con sus guardapolvos azules, menos Pablo, predestinado con su traje de entretiempo comprado en Londres y una corbata italiana. Dramáticos los rostros de Daurella y su mujer, agrupadas las hembras en torno de la madre y ellos en torno del padre. Pablo, dicharachero, juguetón con las palabras y las manos, llamando sabueso a Carvalho y guiñándole el ojo. Miradas que no se aguantan entre los hombres; en cambio, no necesitan mirarse las mujeres, llevan aprendido el oratorio y sólo esperan la entrada del maestro polifónico. El viejo Daurella se coloca detrás de la mesa y levanta las manos. La misa va a empezar. Hace una breve historia de lo ocurrido, elogia la tenacidad de la Mercé, su olfato, la sorpresa primero, la inquietud, la indignación final al saber, gracias al "benemérito" señor Carvalho, "benemérito, benemérito", un adjetivo nuevo que le había caído sobre los hombros.

– Y en fin. Para qué seguir hablando. Faltan seis millones de pesetas…

La mirada del viejo recorrió uno por uno todos los rostros presentes y de pronto cayó como un picotazo sobre Pablo.

– Y esperamos que tú, Pablo, nos des una explicación.

Pablo miró a derecha e izquierda, luego detrás de sí, finalmente se miró a sí mismo.

– Pablo soy yo. O sea que es a mí.

– A ti, sí, Pablo, me dirijo. ¿Dónde están esos seis millones?

– Bueno… bueno… bueno…

A Pablo se le empezó a acabar la paciencia y avanzó hacia la mesa patriarcal.

– O sea que yo. Ya sabía que me iba a tocar a mí.

La mujer de Pablo hizo el ademán de ir hacia su marido, pero la vieja Mercé la contuvo con una mirada de secuestro.

– ¡Pruebas! ¡Pruebas!

Daurella le tendió la carpeta que le había dado Carvalho el día anterior. Pablo la abrió con toda la sorna que pudo reunir en el rostro, ojeó los papeles primero con displicencia, luego con preocupación, finalmente cerró la carpeta, la arrojó sobre la mesa y volvió la espalda al patriarca.

– Números y más números. Yo no trabajo con números. Trabajo con contactos humanos.

– "Bandarra, més que bandarra"!

Le gritó el viejo y le tiró un bolígrafo. Un grito coral salió del rincón de las mujeres y la holandesa dijo algo parecido a que si se producían escenas de violencia física ella se iba. La señora Mercé creyó llegado el momento de intervenir, fue junto a su marido, le cogió las manos y le ofreció el pecho para su cabeza de anciano atribulado.

– ¡Y le diré dónde están esos millones!

Se había vuelto de pronto el inculpado y señalaba furioso la carpeta que le acusaba.

– ¡Están en el negocio! Todo me lo he gastado tratando de demostrar que esto no era un negocio de calderilla. ¿Cómo creen que se trabaja ahora, eh? ¿Yendo en tartana a ver a los clientes, como el padre del viudo Rius o como el señor Esteve? Ahora el negocio te ha de lucir y pobres de nosotros si nuestro crédito en toda España dependiera de esto…

Y al decir esto abarcó con la cabeza todo el ámbito de los almacenes Toldos y Piscinas Daurella, S.A. y a los Daurella incluidos.

– ¿Cuánto cuesta una cena en La Hacienda, de Marbella, por ejemplo?

Le preguntó de pronto Pablo a su cuñado Jordi.

– Ni idea, claro. Treinta mil pesetas.

– ¿Treinta mil pesetas? ¿Por una cena?

El viejo Daurella calculaba mentalmente la cantidad de pato con peras o de "escudelles amb carn d.olla" que se podía comprar con treinta mil pesetas.

– Y nada del otro mundo. Seis clientes. Una botella reserva Vega Sicilia. ¿Cuánto vale una botella Vega Sicilia Gran Reserva?

Preguntó Pablo de nuevo a su desconcertado cuñado Jordi.

– Veinticuatro o veinticinco mil pesetas.

Le informó Carvalho desde su rincón.

– Usted cállese que bastante lío ha armado.

Le espetó Pablo y le coreó su mujer.

– Sí, que se calle, porque vaya una ha armado.

Todas las mujeres miraban a Carvalho como si él hubiera hecho el desfalco.

– Una cena, pase. Treinta mil pesetas tiradas.

– No son tiradas, Pere. No son tiradas. Son para las relaciones públicas.

Le corrigió su mujer mientras le acariciaba la frente.

– "Tu també, Mercé?

– Ho ha fet amb bona intenció. Una mica alegrement, peró amb bona intenció" [Lo ha hecho con buena intención. Un poco alegremente pero con buena intención].

Fue el momento escogido por Esperança para lanzarse en brazos de su marido, pero Pablo la rechazó.

– Aparta. Vete con tus padres. Me habéis calumniado porque no soy de los vuestros. Siempre me habéis tratado como a un extraño.

– Eso sí que no, Pau, ¿eh? Eso sí


(1) que no.

Exclamó el viejo Daurella.

– Y yo mientras tanto dando la cara por el negocio. Ustedes se creen que todo consiste en abrir la puerta a las ocho de la mañana y cerrarla a las tantas de la noche y venga a cargar camiones. ¿Y los pedidos? ¿Ustedes saben lo que es vender en España, hoy, con la crisis que hay? ¡Seis millones! ¿Cuánto hemos facturado este año? ¿Cuántos cientos de millones? Me he pateado España cien veces en un año para que venga un don nadie, haga las cuentas de la abuela y, para cobrar una buena minuta, diga: ése, ése es el culpable.

– ¡Vámonos de esta casa!

Gritó histérica la Esperança, Esperanceta, como la llamaba su padre, morenita como su padre, una morenita de cuarenta años.

– ¡No volveréis a ver a los niños!

Exclamó la Esperanceta cogiendo la mano de su marido y tirando de él. Las manos del viejo trataban de contener a distancia la fuga de la hija, el rapto de los nietos, y en su desesperación miraba a Carvalho, riñéndole por el lío en que le había metido, y a su mujer en espera de una salida airosa. Carvalho ya tenía bastante. Se acercó a la holandesa y le tendió la hoja con la minuta. La holandesa se inclinó sobre la mesa, llenó un cheque y se lo pasó al viejo Daurella. Interrumpió el discurso apenas iniciado para firmar y entregar el cheque a Carvalho sin mirarle.

– Tal vez nos hayamos puesto todos demasiado nerviosos. Hablando la gente se entiende. Tú, Pau, reconócelo, te has pasado, porque muchas cenas a treinta mil pesetas y no duramos un año. ¿Qué os daban de cenar? "Collons de mico amb beixamel"? [¿Cojones de mono con bechamel?].

Todos ríen la gracia del padre, sobre todo la señora Mercé, las mujeres, luego los hijos, menos Ausiás, que contempla tristemente un rincón lejano del patio, y hasta Pablo se contagia y ríe el chiste de su suegro, mientras su mujer ha cambiado de dirección y en vez de tirar de él hacia afuera le está empujando para que vaya hacia la mesa y haga las paces con el patriarca. Y cuando Pablo va hacia la mesa tropieza con Carvalho en retirada y sólo los más próximos advierten que Carvalho le pellizca una mejilla y le susurra: todos los golfos tienen suerte, y se va, dejando a sus espaldas miradas de alivio, de rencor, de vencido desconcierto en los ojos del patriarca.

En el bar Egipto de la plaza de la Gardunya solían tener ya tres o cuatro excelentes cazuelas de buena mañana y tortillas frescas y españolas, sin nada que ver con las momificaciones tortilleras que suelen servirse en los bares de España antes del mediodía. Carvalho huía de las albóndigas de bar y restaurante porque las amaba y era conocedor de las peores carnes que suelen utilizarse en este plato ibérico, sin las redecillas de grasa de cerdo que utilizan los franceses, harina y huevo, una película de sinceridad para que la bolita sea lo que tiene que ser, bolita, y no sea, como no lo es la Tierra, redonda. Casi todas las buenas albóndigas están achatadas por los polos. Las albóndigas del Egipto eran exactas en la textura, porque exacta era la proporción de carne y miga de pan. Si la albóndiga tiene demasiada carne semeja un oscuro tumor de bestia, y si es el pan el excesivo, uno tiene la sensación de que mastica algo previamente masticado. Requisito indispensable para la albóndiga es el buen uso que se haga del tomate en su salsa. Aunque Carvalho era partidario del tomate porque era partidario de los mestizajes culturales, no podía tolerar la solución tomate aplicada como recurso de color y sabor para que en él naufragaran los restantes sabores del cuerpo y el alma de los seres vivos. Y cuando un guiso tiene el tomate justo entonces, y sobre todo de mañana, el consumidor puede pedir esa leche fresca que es el pan con tomate, acompañante exacto de una buena tortilla de patatas y cebolla e incluso de un guiso de albóndigas como las del Egipto, levísimamente atomatadas. Notables también las cazuelas de sardinas en escabeche, las de pies de cerdo o las de tripa, problemática entonces la selección, que Carvalho solía resolver por la albóndiga y la tortilla, porque para escabeches ya tenía los suyos y en cambio difícil era encontrar la materia exacta del microcosmos de la albóndiga. Bar de mercado, para desayunadores copiosos y felices, restaurante económico para artistas, gente de teatro y jóvenes de precaria emancipación, el Egipto estaba situado junto al bar Jerusalem en un barrio que se iba convirtiendo en el Harlem barcelonés a la espalda del mercado de la Boquería. Los negros salían al anochecer y se reunían en bares monocolor de las callejas que unían el laberinto de la Boquería con las calles del Carmen y del Hospital, nacidos los negros para caminar bien y predicar la exactitud del cuerpo. Pero a estas horas de la mañana, la plaza de la Gardunya era el culo de la Boquería. Muelle de camionetas, escaparate de contenedores de basura que iniciaban la putrefacción nada más salir del templo, gatos ariscos consentidos por su lucha a muerte con los ratones que esperaban el menor descuido para apoderarse del mercado, del viejo barrio, de la ciudad entera. Aquellos gatos municipales rendían una primera batalla decisiva contra los subterráneos enemigos del hombre y en sus pieles quedaban los costurones, cicatrices de sórdidos encuentros con la horda roedora, misteriosos encuentros a espaldas de los hombres, como si guardaespaldas y asesinos fueran dueños de un espacio, un tiempo, una convención vida muerte que sólo a ellos les pertenecía. Sinfonía de bocinas en la cola de coches que esperaban entrar en el parking de la Gardunya y el optimismo inocente del estómago bien lleno de buena mañana convencen a Carvalho del uso de las piernas, cruza el pasillo central del mercado lleno de pesados cuerpos compradores agredidos por el tráfico de los carretones manuales que van reponiendo las mercancías. Por el pasillo de frutas con toda la geografía del mundo, pero sin la historia tradicional de las frutas, sin conciencia de verano ni invierno, el melocotón chileno o la cereza de invernadero, desemboca Carvalho en el esplendor de las Ramblas de las Flores y retiene el descenso hacia su despacho. Repasa las notas que ha tomado sobre el caso de la botella de champán. Detiene su andar. Arranca la hoja. Hace una bola con ella y busca una papelera entre quiosco y quiosco floral, pero finalmente se la guarda en un bolsillo del pantalón y alarga las zancadas para llegar cuanto antes. Sorprende a Biscuter "haciendo cristales", "porque están hechos una roña, jefe", te buscaré una señora que te los limpie, "lo que pueda limpiar una señora, lo limpio yo, jefe", "¿qué le parece?", "¿a que se ve mejor la calle?" Se ve mejor la calle. "No me cuesta nada." "Un día los cristales, otro el polvo. ¿Se queda a comer? He preparado una carne guisada con berenjenas y "rovellons". Carvalho se desentiende de las explicaciones de Biscuter sobre lo cabrones que son los vendedores de setas. En medio kilo hay más gusanos que en los quesos esos que le gustan a usted, jefe. Carvalho busca en la guía telefónica a partir de los nombres que descifra de la bola de papel, rescatada del bolsillo del pantalón, aplanada con la palma de la mano, las letras escondidas en el fondo de sus arrugas. "El Periódico" no cita el segundo apellido de Dalmases y tampoco el de Rosa Donato o Marta Miguel, ni siquiera el del marido separado de Celia Mataix. Por lo tanto opta por llamar al apellido Mataix registrado en la casa del crimen, Taquígrafo Serra, 66, y al teléfono se pone una voz de mujer lenta e insegura. Yo sólo soy la señora de la limpieza, se identifica. Si es un asunto de seguros… Finalmente sale el teléfono del marido, pero recela, no comprende la razón por la que necesite el de Dalmases o el de la Donato o el de Marta Miguel.

– Fueron testigos presenciales, comprenda.

– La policía lo tiene todo. Aquí no hay libreta, no está la libreta que había con los teléfonos.

Algo es algo, se dijo Carvalho al colgar el teléfono y quedarse solo ante el nombre de Alfonso Alfarrás y su teléfono. Bien poco era porque nadie le contestó a su llamada y Carvalho llegó a la conclusión de que un marido separado de aquella hermosura no puede haber cometido el error de volverse a unir a alguien que pueda contestar la llamada del teléfono a cualquier hora del día. De nuevo al habla con la señora de la limpieza. No me contestan y he de hacerle llegar un sobre urgentemente, ¿sabe usted la dirección?, y la respuesta tiene la virtud de abrir una puerta a una habitación hasta entonces cerrada en la conciencia de Carvalho. Vive en la casa que compartía con la señora. Por Mayor de Sarriá. Y entonces ve a Celia Mataix, la ve en una cola, en un supermercado, delante de él, el último supermercado de Barcelona antes de iniciar el ascenso hacia Vallvidrera, y Celia Mataix avanza al compás de la cola, alta, elástica, con la melena de miel y un ojo rasgado que se vuelve y examina a Carvalho, y al hombre le llega un olor profundo a mujer y a penumbra en una habitación para dos. ¿Qué lleva en la cesta de plástico del supermercado Celia Mataix? Pasta, un pequeño paquete de la charcutería, detergente de lavaplatos, una caja de langostinos congelados, fruta elegida sin amor, hasta la rebeca que lleva Celia Mataix parece ser su piel. Como aquellas mujeres que en la adolescencia coleccionaba en su memoria de fugacidades, mujeres sombra en autobuses que se iban o devoradas para siempre por los portales cuando Carvalho empezaba a inventarles una historia pasada y futura.

– Guarda la comida, Biscuter. La tomaré para cenar.

– Jefe, la berenjena se ablanda de recalentarla.

Pero Carvalho no atendió a un reclamo que en otra circunstancia le hubiera hecho entrar en razón.


– Ni sé nada ni me interesa.

Alfarrás había conseguido una lacia melena que le colgaba de la calva coronilla pepinoide y una barba negra que le prolongaba el rostro de penitente hasta el esternón. "La arruga es hermosa", proclamaba la publicidad comercial de la nueva moda masculina, pero el arrugado atuendo de Alfarrás tenía otra historia, era una secuela del pasado ascético de la raza marxista catalana, de cuando los chicos de casa bien mortificaban a su clase social disfrazándose de temporeros de la recolección del algodón en el profundo sur de los Estados Unidos, sin que ningún sociólogo se haya preocupado jamás del porqué de tan lejano modelo estético. A sus cuarenta años y algo más, el ya no tan joven arquitecto Alfonso Alfarrás estaba a la espera de que se fallara a su favor o no un proyecto de remodelación de una bóvila con voluntad de convertirse en parque lúdico para un barrio de inmigrantes, en la duda la joven democracia municipal de que el poco espíritu lúdico de la inmigración fuera consecuencia de todo un programa de vida o de que en su programa de vida faltara un parque lúdico donde redescubrir el árbol y el juego del escondite. Carvalho escuchaba las explicaciones de Alfarrás a otra gente casi tan disfrazada como él, en el marco de un pequeño despacho de arquitectura. Faltaba terminar la memoria explicativa y Alfarrás reclamaba a uno de sus ayudantes más lirismo.

– Menos cotas e infraestructura y más filosofía.

Desdeñaba la presencia de Carvalho, como si aquel escueto ni sé nada ni me interesa hubiera sido todo. Pero Carvalho le había regalado tiempo con un ademán para que atendiera la consulta y desde su sillón, premio de diseño mil novecientos sesenta y nueve, del que sólo quedaba intacta la estructura de hierro, Carvalho parecía disfrutar ante el espectáculo de cómo se plantea la estrategia para ganar un concurso de proyectos. Alfarrás llevaba la voz cantante.

– Ya no se trata de venderle el proyecto a un constructor choricero, al abuelito de un amigo o a una cooperativa de jóvenes matrimonios ilustrados, coño. Ahora hay que vendérselo a un colectivo municipal gobernado por socialistas y comunistas pero con la vigilancia de los otros.

– Por eso decía de poner el móvil aquel de los caracoles. A los de Convergencia les gustará.

– ¿Por qué han de gustarles los caracoles a los de Convergencia?

– Es muy del país. Buscar caracoles y "rovellons".

– Ni que los caracoles llevaran barretina.

– Se la ponemos.

– Que no, coño, que no. ¿Qué pinta un móvil de caracoles en un parque junto a San Magín?

La consulta terminó y Alfarrás se sacó una colilla de faria gallego del bolsillo de su cazadora texana.

– No le ofrezco porque sólo me queda esta colilla. Pero de hecho no hemos de hablar nada más. Igual le he dicho a la policía. Celia y yo ni nos veíamos. A veces coincidíamos en el momento de intercambiar a la niña. Y eso es todo. Llevábamos más de cuatro años separados. ¿Qué más puedo decirle? ¿Que he sentido su muerte? Claro. Sobre todo por la niña. Yo no puedo tenerla. Pero ella casi tampoco podía tenerla. Una catástrofe. También Celia era una niña y a los cuarenta años había descubierto que el mundo no era como lo esperaba. No tengo por qué compadecerla. Vivió como supo. Igual que yo. O que usted.

– ¿Van bien los negocios?

Alfarrás se quedó desconcertado un instante, luego siguió la dirección del gesto indicativo de Carvalho y fue a parar a la carpeta del proyecto de parque lúdico.

– ¿Se refiere a esto? No. Hace siete meses que no tenemos una obra y lo último que hicimos fue un remiendo de un chalet. O sale este concurso municipal o vamos a cerrar el taller. Todos están igual. La ciudad está llena de pisos vacíos. No hay un duro para comprarlos y menos para seguir construyendo. Mejor. Así no corro el riesgo de hacerme rico.

– ¿Ayudaba económicamente a su mujer?

Una risa resbaladiza y juguetona se le escapó a Alfonso Alfarrás a través de los labios que intentaba cerrar.

– ¿Ayudar yo? Está usted de broma. ¿Por qué? ¿En virtud del concepto pequeñoburgués de reparación por la pérdida del virgo o del no menos pequeñoburgués concepto de su fragilidad femenina? Ridículo. A la niña la han mantenido siempre sus padres, los de Celia, claro. Los míos de vez en cuando le enviaban un melón.

La cara comodín de Carvalho la interpreta Alfarrás como cara de sorpresa.

– Mis padres son payeses, de Lérida, ricos, supongo. Pero para lo que les sirve. ¿Y a usted qué se le ha perdido en este asunto?

– He leído el caso en el periódico. Soy detective privado. Me gustaría hacerme cargo del asunto.

– O sea que usted es un… un parado, como yo, y quiere investigar la muerte de Celia y viene a mi taller, al taller de un parado, como usted, a pedir trabajo. Compréndalo. La situación es grotesca. A mí no me interesa saber quién ha sido el asesino. No devolvería la vida a Celia e igual es un amigo. Luego está el motivo. Siempre es un motivo sórdido. O grotesco. Yo no conozco la fauna con la que se relacionaba Celia últimamente. Era una mujer pasiva. Cuando vivió conmigo mis amigos fueron sus amigos, y cuando nos separamos cambió de órbita.

– Sabe usted si le iba bien la tienda de antigüedades.

– Fatal. Supongo. Se la pusieron sus padres para que se entretuviera y no tuviera ataques depresivos. Siento decirlo porque está muerta, pero era un saldo, una niña bien que no estaba preparada ni para ser como su madre ni para ser una mujer emancipada.

– Ni para convivir con usted.

– Era como una subnormal.

– Licenciada en Historia del Arte.

– ¿Ha sido usted universitario?

– Hace demasiado tiempo. A veces creo que lo he soñado. Pero sí. Lo fui.

– ¿A cuántos subnormales conoció usted en la universidad?

– No fue un cupo alarmante.

– Pero sorprendente, sí, sea sincero.

– Sorprendente, sí.

– La burguesía tiene un gran talento camuflando a sus subnormales. Antes le bastaba con que tuvieran memoria y hasta podían llegar a médicos o abogados porque se sabían todos los huesos y todas las leyes. Ahora se estudia de otra manera y el alumno ha de demostrar mínimamente que entiende las cosas, pero le basta entenderlas como el profesor para prosperar sin dejar de ser un subnormal. Es decir, y para no perder el tiempo, ni usted ni yo, era milagroso que Celia hubiera acabado el bachillerato y que estuviera en condiciones de distinguir la Venus de Willendorf del "Déjeuner sur l.herbe" de Wateau. Tampoco tenía intuición artística. Es decir. No tenía sensibilidad. Tenía sensiblería. Lloraba si fumigabas las moscas con DDT, quizá exagero. Pero bueno, era así. Incapaz de incorporar experiencias. Durante el primer mes de casados estropeó cuatro veces la lavadora.

– ¿Ha comprobado si es un récord?

Alfarrás cerró los ojos con la sonrisa parapetada tras el bigote y la barba.

– Usted ha tomado partido. Celia le cae simpática. Lo presiento. Yo no. ¿Es usted necrofílico? ¿Ama a los muertos? ¿Ama la muerte?

– No me interprete mal. Soy una víctima de los manuales de urbanidad. Le llevo unos cuantos años, los suficientes como para haber sido educado según principios convencionales absurdos.

– ¿Por ejemplo?

– El respeto a los muertos.

– Yo respeto a los muertos que han hecho algo meritorio para serlo. Por ejemplo, Franco. Yo he luchado contra el franquismo, señor…

– Carvalho.

– Señor Carvalho. Pero respeto a ese muerto que nos estuvo jodiendo hasta el último segundo, entubado, acribillado, y él aguantando para no darnos la satisfacción de morirse. ¿Comprende? Pero ¿por qué he de respetar a una mujer que muere sin querer, tropezando con la cabeza contra una botella de champán?

– Tal vez un recuerdo o un fragmento de recuerdo. La primera noche en la que se acostaron. La primera sonrisa de la niña. Algo solidario.

Alfarrás se estremece y abre los ojos para ver mejor a Carvalho o para que Carvalho le vea mejor a él.

– Tardé ocho años en comprender que la odiaba y cuatro en volver a ser yo mismo. No tengo ganas de recordarla. No quiero perder ni un segundo más por culpa de Celia Mataix. Quizá hasta la piedra más pequeña tiene sentido en el equilibrio del universo, pero hay personas que no tienen ningún sentido, y Celia era una de ellas.


El último sol del verano parecía haberlo consumido la piel de Pepón Dalmases, moreno brillante de piel enriquecida con las mejores leches hidratantes o deshidratantes según la ocasión. Algo de aprendiz de ballet en sus gestos de director de "mise en scéne" de los estudios de grabación Laser, con niños en el estudio y músicos locos con avidez de cello, contemplándose el propio cello como si se lo fueran a masturbar, y los papás de los niños, en la desenvoltura exigida por su condición de padres de niños cantores a fines del sigloXx, es decir, nada que ver con padres emocionados, competitivos o aniñados según la vieja usanza. A través del cristal, Carvalho sólo veía sus gestos de tocador de cello cuando hablaba con los del cello, de niño cantor cuando hablaba con los niños cantores y de padre de niño cantor cuando hablaba con los padres de los niños cantores. Niños cantores rubios y con zapatos caros, hijos de perito químico para arriba y aun de perito químico establecido por su cuenta hace diez o quince años, cuando los peritos químicos estaban en condiciones de establecerse por su cuenta. Madre de niño cantor y esposa de perito químico, viejas jóvenes, jóvenes viejas con la cabeza rubia teñida a destiempo, las varices siempre a medio secar o a medio extirpar, las cremas usadas sólo cuatro de las ocho veces imprescindibles para que se notara el tratamiento y el libro recomendado por el marido a medio leer desde que tuvieron que preparar la última "soirée" con invitados en Aiguafreda, Lloret, Salou, Llansá. "Los gozos y las sombras" de Torrente Ballester.

– La de la novela no es tan mona como la de la tele.

– No siempre es igual.

– Y Cayetano era más sinvergüenza en la tele.

– Bueno, en la novela "Déu n’hí do" [¡No veas!].

– Pero no es lo mismo, ¿eh?

– No. No es lo mismo. Claro que no es lo mismo.

– Mira. Te diré que me gusta más en la tele que leyéndolo.

– Es que en la novela hay mucha paja.

– No, a mi la paja ya me gusta. Pero como primero lo vi en la tele, pues es aquello de que todo te lo dan, ¿no? Ya sabes cómo son, y cuando lo lees pues no encaja siempre.

– Me perdonará. Es una grabación para un colegio.

La explicación de Pepón Dalmases buscaba la complicidad de Carvalho con lo moroso del proceso o con la intención, benéfica desde luego, insistían los padres en su rincón, de la grabación de una versión libre de Mary Poppins hecha por el maestro Sureda Palols.

– Es un hombre de mucho talento, pero, lo que son las cosas, tiene que ganarse la vida dando clases de música a estos salvajes. Yo siempre se lo digo a mi mujer. Admiro a estos hombres y a estas mujeres que tienen que aguantar a tus hijos. Fíjate si no durante las vacaciones. Los ves más que nunca y no sabes qué hacer con ellos.

– ¿De qué se trata exactamente?

– Creo que usted está metido en lo del crimen de la botella de champán.

– Bueno, metido, metido… yo era amigo de la víctima.

Pero Pepón Dalmases no mira a Carvalho. Está pendiente de los músicos, de los niños, de los padres de los niños.

– A veces es conveniente tener información propia. No digo yo que usted busque al asesino, pero sí tener sus propios datos. Soy detective privado y me ofrezco a iniciar una investigación paralela a la de la policía.

– ¿Por qué?

– Soy un profesional.

– Yo creí que los detectives privados esperaban en sus despachos a que llegasen los clientes.

– Eso es en las novelas y en las películas.

– ¿Y qué haré con la información cuando la tenga?

– Usted verá. La policía puede encariñarse con la idea de que usted ha podido ser el asesino.

– La policía puede encariñarse con la idea de que yo puedo ser el asesino.

Repitió Dalmases para hacerse un hueco de espacio y tiempo que diera sentido a su conversación de pie en el pasillo de los estudios de grabación, con un desconocido de aspecto poco simpático y que en definitiva buscaba trabajo.

– Pero yo no sé quién es usted.

– Tengo más de diez años de experiencia en el oficio.

– ¿Ha traído un currículum o algún folleto?

– No, pero tengo facilidad de palabra. Puedo explicárselo en unos minutos y de paso estos niños podrán hacer pis y sus padres les preguntarán cosas sobre la fascinante peripecia que están viviendo.

– Es que se trata del alquiler de un estudio y eso cuesta dinero. ¿Qué le parece si quedamos más tarde? ¿A la hora del café?

– ¿Le gusta a usted comer bien?

– Como para vivir, no vivo para comer.

– Entonces es preferible que quedemos a la hora del café. ¿Cuál es su hora de tomar café?

– Las cuatro, por ejemplo.

– ¿Dónde?

– Aquí al lado. Hay un café en la esquina y como luego he de volver a los estudios me irá muy bien que quedemos allí.

Los músicos se masturbaban el cello a un ritmo preocupante y los niños habían iniciado algunas ofensivas zonales cuerpo a cuerpo e incluso dos de ellos trataban de destruirse mutuamente mediante la utilización de llaves de judo que Carvalho consideró decididamente criminales. Animales cansados, hambrientos y enjaulados, los niños no tardarían en devorarse entre sí, y si no tenían bastante se comerían a Pepón Dalmases y a sus padres.

– Otro telegrama, jefe.

– ¿De Teresa?

– Sí, de Teresa Marsé debe ser, porque viene de Bangkok. ¿Se lo leo?

– No. Está loca. Le salen más caros los telegramas que el viaje.

– ¿Ya ha comido, jefe?

– No.

– Pues ya es hora. Son las tres. ¿Por qué no viene por aquí y le caliento la carne guisada con berenjenas y "rovellons"?

– Estoy lejos, Biscuter. Ya me apañaré por aquí.

Colgó el teléfono y se fue calle arriba. No estaba lejos del Cathay y el cuerpo no le dijo que no cuando le interrogó sobre qué tal le sentaría la comida china. Además, siempre era estimulante la conversación con el dueño, un profesor de Historia de la Universidad que había dado tumbos por medio mundo y seguía siendo un chino tan nacionalista que había deificado a Mao, como gran hacedor real de la nación china.

– ¿Ha visto usted cómo se cargaron al enano?

El enano era el dirigente que había iniciado la desmaoización de China.

– Pero los otros tampoco valoran lo que hizo el gran gigante. Son unos pigmeos. También ellos son unos enanos.

El dueño del Cathay sabía que Carvalho iba a pedir arroz frito, abalones y ternera al curry con acompañamiento de champán frío. Carvalho no había estado desde antes de los procesos de Pekín y eran por lo tanto muchos los temas aplazados.

– La viuda llorar, pero ella tampoco haber respetado la obra del gigante.

Para los postres tenía reservada la última y, en cierto sentido, universal reflexión sobre el tema.

– ¿Qué habría sido de China sin Él?

Se notaba que había dicho el pronombre con mayúscula y Carvalho asumió el ser o no ser de la Historia en función de haber existido o no Mao Tsetung.

– Un día de éstos le mandaré a Biscuter para que le enseñe algunos platos.

– Mi mujer se sentirá muy honrada enseñando a Biscuter. Ya vino dos veces.

– Sí, pero me dijo que aún no se consideraba seguro con la cocina ampurdanesa, que es la que está aprendiendo. De hecho coge un plato de aquí y otro de allá. Es un japonés, es un ecléctico. Quiero mandarlo a París a que le enseñen a hacer sopas.

– La sopa es un plato mágico. Lo puede ser todo y nada.

– ¿De qué depende?

– De que las cosas hiervan en ella o contra ella.

– ¿No lo habrá sacado del libro del Tao?

– Yo de Confucio, no del Tao.

Carvalho estuvo a punto de llegar tarde a la hora del café de Pepón Dalmases. Lo sorprendió consultando el reloj en un bar lleno de ex comensales víctimas de un menú del día arrasadoramente típico: ensalada catalana y butifarra con judías.


– Si prefiere evitarse la conversación, ante todo he de decirle que no pienso tomar sus servicios como investigador privado. No podía tener la cabeza en este asunto porque hoy es un día de trabajo muy especial, ¿comprende usted? Pero luego, mientras comía un bocadillo, he pensado y a mí esto ni me va ni me viene. Yo salí de la casa con todos los demás, nos fuimos a tomar una copa y ella se había quedado con Marta Miguel, a la que yo no conocía de casi nada, me parece que coincidí una vez en una fiesta, en la Costa Brava. Bien. Luego, casi en seguida vino Marta Miguel y dijo que la había dejado de muy mal humor, y eso es todo. O sea que la última que la vio fue Marta Miguel, y vaya lío le armaron por eso, pero nada, porque, mire usted, considere usted lo que voy a decirle y le voy a hablar con toda sinceridad. ¿Qué sabíamos todos de Celia? Pues que había estado casada con un arquitecto, y eso es todo, o que tenía una casa de antigüedades con la Donato y que la Donato es una bollera de narices, y eso es todo. Pero de lo que Celia hacía con su tiempo, yo nada de nada. Es cierto que salí algunas veces con ella este verano porque me interesaba ese aire de mujer distinguida, distante, y sí, he de reconocer que me interesaba y que me atraía y me atraía desde el primer momento que la vi, allí en Fanals, en la costa, en medio de un grupo en el que el que no era maricón pronto iba a serlo, y basta que uno trabaje en un medio así, digamos artístico, para que vayan con los ojos como pulpos y uno tenga que ir con una mano detrás para que no se la metan, ¿me comprende? Pues la Celia estaba en medio de aquel grupo como otras, casi todas ellas separadas o reajuntadas, servían de coartada para los mariquitas. Así los veían en la playa con aquellas señoras y se diluían las sospechas, o vaya usted a saber. Se tontea en las fiestas del verano. Luego se queda para salir alguna noche durante el invierno y eso es lo que yo esperaba y me hice ilusiones, claro está. Me invitó a la fiesta de aquella noche desgraciada y fui con toda la ilusión del mundo, porque la tía estaba un rato bien y tenía clase, como a mí me gustan las mujeres, que estén un rato bien y que tengan clase, que tengan donde agarrarse uno y que uno las pueda llevar a cualquier parte y quedar bien, y la Celia si hubiera querido era de ésas. Yo soy miembro de la sociedad Pro Música y pensaba invitarla, porque es una mujer a la que vale la pena lucir, en fin, qué cosas digo: valía la pena lucir. Y yo, la verdad, aquella noche pensé, yo a ésta le voy, porque me había invitado después de lo del verano, nada del otro mundo porque durante el verano tuvo a la Donato encima como una carabina, pero alguna tarde pudimos escaparnos y yo me dije ésta me invita a cenar y a ver qué da de sí la noche, y va la tía ¿y no se me pone a ligar con la Miguel? Y lo hacía con mala leche, una de dos, O para tomarme el pelo a mí o para sacar de quicio a la Donato, aunque, no sé qué decirle, pero entre la Donato y la Miguel sólo es cuestión de tamaño de pipa, de a ver cuál de las dos la tiene más larga, porque si la Donato parece el increíble Hulk, la Miguel es igual que el John Wayne pero en más chaparro, es que se les ve lo que son ya en el caminar, igual que a un pluma se le ve en la forma de las cejas, ¿comprende? ¿Se ha fijado usted en que a los plumas se les ponen las cejas puntiagudas? Y tienen una extraña simetría de cara, como si tuvieran mucha cara, pero no en plan de cachondeo: ese tío tiene mucha cara sino en el sentido real, en el de tener mucha superficie de cara, sobre todo los dantes, en cambio entre los tomantes ya hay excepciones, y no se sorprenda de que entienda tanto de maricones, pero es que lo de Fanals es un escándalo. Empezó a comprar casa allí un conocido maricón de Barcelona. Luego sus amantes, a continuación los amantes de sus amantes, y cuando se dieron cuenta del pastel que habían armado pues trataron de colocar casas a las amigas, para que no se dijera, y yo fui a parar allí por Susi Sisquella, la ex señora Velate, ¿no ha oído usted hablar de Velate, el constructor? Pues Susi es muy amiga mía y me dijo: vente, que te divertirás, porque a mí eso de los maricones me atrae, me atrae la curiosidad, quería decir. Y sí, sí. Todos se han arreglado las casas muy bien y las chicas que suben pues imagínese, la una no se casará nunca, la otra es una separada y la de más allá una bollera, mujeres sin sentido, ¿comprende? Y no es que yo sea un carcundia y piense que la función de la mujer es tener hijos, casarse, llevar una casa, etc., etc., etc. Eso, no, eso me da asco. Pero lo que me pone frito es ese tipo de gente que no es ni lo uno ni lo otro, ¿comprende? Por ejemplo, la propia Celia. Estaba separada del marido. Muy bien. Pues yo de ella hubiera follado como una loca. ¿Ella? No. Si le metías mano por aquí, no era el momento. Si se la metías por allá, se echaba a llorar. Cuatro tardes de lluvia, en la segunda quincena de agosto, en Fanals, ella, yo. Sólo una se la pude meter y aun casi aprovechando un descuido y meterla y sacarla porque me daba la impresión de que me estaba tirando a una muñeca hinchable. No sabía lo que quería. Ponía los ojos así y miraba al cielo, como si de allí le fuera a llegar algo. Y no es que la Donato la tuviera acojonada, porque ella misma, Celia, me lo comentó, y con la Donato nada, eran socias comerciales y eso es todo; le diré más, a la Donato el negocio le costaba mucha pasta y ella lo mantenía para continuar trabajando y así viendo a Celia, y Celia en parte lo sabía y lo consentía, porque de algo le servía la compañía y la adoración de la Donato. Pero de cama, nada. Y no es que fuera frígida, porque a veces cuando le metías mano, para qué engañarnos, cuando le metías mano en la patata, trempaba, porque se le ponía a sudar la patata y ése es el síntoma más claro de que una mujer tiene algo entre pierna y pierna. Me va a dar la noche, me dije. Porque yo estaba a cien y ella venga darle palique a la Miguel, que de palique tiene un rato largo porque es profesora de no sé qué en la Universidad Autónoma, y les dio por hablar de la cuestión femenina, de que a la verdad se llega por el error y de que ha sido preciso el error de las primeras promociones de feministas para que las próximas no se equivoquen. A nosotros nos llamaban los machitos y yo tuve que intervenir en una ocasión porque se estaban poniendo pesaditas. Mirad, chicas, les dije. Yo soy autosuficiente. Me guiso lo que me como, me compro la ropa y me lo tengo montado de tal manera que no exploto a ninguna mujer. Follo con quien se deja y a otra cosa, mariposa. O sea que de machito explotador y violador, yo nada, monada. Se lo dije tal como suena y va la Miguel y se echa a reír, porque es lista y sabe que no hay que apurar las situaciones, pero la otra, la bestia parda de la Donato, el increíble Hulk, casi me salta encima y me acusa de corresponsabilidad de clase: "¡Los hombres sois una clase social y tú eres corresponsable!" Y yo venga decirle, con prudencia, porque tampoco es que uno la conozca mucho, pero yo venga decirle: no seas burra, Donato, entonces ¿un hijo de la burguesía, por ejemplo, no puede ser comunista? No, me contestaba ella. De verdad no puede serlo. ¿Y Marx qué? ¿Y Trotski? ¿Y el mismo Lenin? Ésa fue mi línea argumental. Pero eso era antes, decía el increíble Hulk. ¿Antes de qué? Antes de que la burguesía supiera de qué iba y empezase a destinar niños al marxismo. ¿Usted ha oído alguna vez tamaña burrada? A mí la política me la trae floja, pero me sacan de quicio los extremistas y sobre todo estos extremistas modernos, feministas, maricones, ecologistas. Son más beatos que los antiguos católicos y tienen una voluntad de apostolado que marea. Así que la noche no tiraba, no, y uno por aquí, otro por allá, todos nos planteamos marcharnos y tomar unas copas. Así que nos fuimos despidiendo de Celia y de pronto ella que va y le dice a Marta Miguel: ¿te quedas? Mire, la cara que puso de bollera la Marta Miguel no se la he puesto yo ni a la tía más buena con la que he ligado, y piense que yo empecé como cantante de la Nova Cançó y ligaba cantidad. ¿No se acuerda de mi nombre? Pepón Dalmases. Yo empecé cantando en catalán Don Quijote y "The South Pacific". Pues a la Miguel se le abrió el cielo y nosotros nos fuimos al Ideal, con una llorera que llevaba la Donato de inundación, y al poco entra la Miguel también en el local y comenta que Celia estaba de mala leche, que la ha utilizado, porque en verdad esperaba a otra persona, y con la excusa de que ella se quedara nos ha echado a los demás. Que no consiguió ver a esa persona, pero que Celia se lo dijo, así, en la cara, y ella le dijo de todo y luego la dejó allí preparando una botella de champán. ¿Quién podía ser? Pues de la fiesta nadie, porque quien no se había ido aparejado estaba con nosotros en el Ideal tomando una kaipiriña o un gimlet, y te encuentras en cada situación, haciendo unos papeles, porque a la Donato tenía que consolarla y a la miguel que calmarla. Es como una niña, decía la Donato. Pues que la aguante su madre, contestaba la Miguel, y así hasta las cuatro. Luego cada cual a su casa, y al día siguiente el diario y la policía, casi al mismo tiempo. Porque se vinieron a por mí, a por mí y a por la Miguel, y ella lo tenía más negro porque se había quedado, pero es lo que yo digo, casi no se conocían, era la primera noche en que entraban en contacto y se queda la Miguel sabiéndolo todo el mundo, un cuarto de hora después ya está con nosotros, y de haber sido ella la habría tenido que matar, como quien dice, estando aún nosotros en la escalera. No hay otra explicación que la más simple. Esperaba a alguien. A un fulano. Y allí había historia larga, porque los tiquis miquis del verano conmigo, luego lo he pensado, eran un intento de olvidar algo, de compensar algo. Y se armó. Y le dieron. Porque todo hombre puede tener un mal momento y era una chica difícil. Yo porque soy así, tranquilo y no me altero. ¿Que quieren follar? Follo. ¿Que no quieren follar? Pues no follo. Pero no todo el mundo es así. Y de la paciencia vivo, porque otros en mi lugar, con una grabación como la que tengo empantanada en el estudio, no estarían aquí dale que te pego con un desconocido. Detective privado, me ha dicho. Ya ve. Es el primer detective privado que conozco. ¿Tendría inconveniente en enseñarme el carnet? No es que no me fíe, pero es que corren unos tiempos en los que toda seguridad es poca.


Igual que una dama de opalina años veinte, falda plisada, sombrero de badana ceñido a la forma de la cabeza, lazo, collar de perlas hasta la cintura, boquilla larga, boquita pintada, con medio siglo de vida, Rosa Donato, entre antigüedades inglesas, con la piel del rostro atezado más surcada que la de Sitting Bull preocupado por las consecuencias de la derrota de Custer, Rosa Donato, mil quinientos metros cada mañana en la piscina de un club de natación, gimnasia subacuática contra la celulitis, aire libre, sol, gestos jóvenes de ex muchacha de la sección femenina, uno dos, uno dos, u ao, u ao.

– Qué gracioso. Es lo más gracioso que he oído en mucho tiempo.

Y le hacía gracia, porque todas las saludables arrugas deportistas del rostro se movían en la dirección de la risa y la palabra gracioso significaba para ella la posibilidad de demostrar lo bien que pronunciaba las vocales abiertas castellanas y abría y cerraba la boca con suicida voluntad de dicción, con esa acomplejada voluntad de dicción que tienen algunos catalanes empeñados en hablar el castellano como los niños de Avila.

– ¡Qué gracioso!

Le hacía gracia que Carvalho fuera un detective privado.

– A ver. Vuélvamelo a decir. Detective privado. Desde lo de Tejero no había oído nada tan gracioso.

Pero la palabra gracioso en labios de la Donato tampoco quería decir exactamente divertido o que provoca risa. Podía ser seudónimo de curioso, chocante o excitante.

– Yo esto no me lo pierdo. Y dice que me ofrece sus servicios.

– Le confieso que es la primera vez que me encuentran gracioso. Me desconcierta. Mis tarifas están basadas en el hecho de que no me considero divertido, ahora bien, si usted me convence de lo contrario, consideraré la posibilidad de aumentarlas.

– Compréndalo, no todos los días se topa una con un detective privado. De qué modelo es usted. ¿Marlowe? ¿Spade?

– Soy un detective privado poco cultivado. Me matriculé en un curso de Fenomenología del Espíritu por correspondencia, pero de eso hace ya muchos años. No aprendí nada.

– Qué gracioso. Y qué "esprit" que tiene este hombre. Así que según usted yo puedo necesitar un detective privado.

– Aquí en España aún estamos muy atrasados, pero en Estados Unidos, por ejemplo, es obligatorio. A usted le interesa dominar el caso en el que está envuelta, no al revés.

– Es que yo no estoy envuelta. Tengo una coartada del tamaño de una catedral. Salí de casa de Celia rodeada de gente y seguí rodeada de la misma gente hasta las cinco o las seis de la mañana.

– Tal vez le interese saber quién mató a Celia.

– Eso sí, eso sí me gustaría saberlo para hacerle pedacitos, el más grande así.

Así era un pedacito muy pequeño, y las feroces arrugas deportivas de la Donato se habían fruncido para dejar sitio a una dentadura larga, implacable en su blancura y en el potencial de su dentellada.

– Salió usted de casa de Celia llorando.

– ¿Quién se lo ha dicho a usted? ¿El mariconazo de Pepón? Ése sí que salió lívido, porque había estado fardando de ligue con Celia todo el mes de agosto y nanay. Era su última oportunidad para presumir de hombre.

– Así que Pepón es…

– Él dice que es bisexual, pero cuando se acuesta con mujeres es para hacerles cosquillas. Se agarró a la pobre Celia porque es una pánfila y siempre estaba dispuesta a irse con el último que llegaba.

– Él dice que usted es bollera, es decir, lesbiana, y que protegía a Celia de una manera poco natural.

– ¿Qué entienden los hombres de relaciones entre mujeres? ¿Qué puede entender un ser asqueroso que va por la vida con eso por delante?

Y con la mano Rosa Donato se señaló el sitio exacto en el que hombres y mujeres mantienen las más radicales diferencias anatómicas.

– ¿Tiene la policía ficha de usted como lesbiana?

– ¿Y a usted qué le importa?

Había adelantado dos pasos y su nariz más achatada por un puñetazo que respingona quedó a menos de diez centímetros de la cara de Carvalho.

– Absolutamente nada. Pero si la policía tiene ficha de usted y los demás testigos han dicho lo que pensaban de su relación con Celia, la policía en estos momentos debe tenerla a usted en el carnet de baile.

– ¿Y usted me va a sacar del carnet?

– No. Yo voy a iniciar una investigación paralela de la que la tendré al corriente y usted podrá reaccionar según su gusto, pero sobre aviso.

– Cuando necesite un chófer me lo pensaré. Y ahora váyase por donde ha venido.

– Si es cuestión económica puedo hacerle un descuento.

– Cuando quiero algo lo compro al contado.

– No todos pueden decir lo mismo. Por muchos años.

– ¿Por qué me habla así, con toda esa sorna? ¿Quiere que se lo diga? Porque usted es un machito asqueroso acostumbrado a ir por la vida achantando mujeres y cuando se encuentra con una lesbiana pues se sienten inquietos, porque nosotras no los necesitamos para una puñetera mierda.

– He venido con la intención de hacerme amigo suyo, se lo aseguro. Pero no tengo el día.

– Váyase. Venga. Largo. Marchando que es gerundio.

Marchando que es gerundio. Desenvoltura años cuarenta o cincuenta. Vieja joven, Donato. Dentro de dos días te pillarán tocándole el culo a una dependienta en el Corte Inglés. Te está bien empleado, Pepe, por alterar la norma profesional, por ir ofreciéndote para que te encarguen un caso necrofílico, remontar el río de muerte que va de esa fotografía de periódico a un ser real, de carne y hueso, sin sentido según su marido, alelada según Pepón Dalmases, una pánfila al decir de la Donato, y tal vez sólo para Carvalho era un rostro sugerente y una presencia sentida y no sentida en la cola de un supermercado. "Voyeur" de mierda, se dijo, y dio una vuelta completa sobre sí mismo para ganar la puerta de la tienda de antigüedades Nefer, y en la puerta la voz en falsete de la Donato.

– Espere. Aún no le he dicho todo lo que tengo que decirle.

– No se pase. Estoy deprimido. Mi siquiatra me tiene prohibido dos disgustos en un mismo día.

– Usted debe estar trabajando para Pepón.

– Le juro que estoy en el paro.

– Y le voy a dar un consejo. Apártese de este asunto, porque a mí la policía no me va a decir ni pío y a usted sí. ¿Desde cuándo un detective privado en España puede investigar un delito de sangre?

– Usted no distingue entre la España real y la España oficial.

– Tengo buenos amigos. Tengo influencias y le juro que a la menor molestia lo va a pasar usted muy mal y el mariconazo de Pepón Dalmases otro tanto.

– No le coja manía al chico. Le juro que no es mi cliente.

Necesitaba encontrarse a sí mismo, en su propio despacho, recuperar el ámbito y la conciencia de su oficio después de un día de rechazos que él mismo se había buscado. La indignación contra su conducta hubiera necesitado la presencia de un espejo donde quedara reflejada para poder romperlo de un puñetazo. Se contentó con dejarse caer en el sillón giratorio y quedarse allí, sin encender la luz, en la penumbra resultante de la lucha entre la oscuridad del despacho y el rectángulo de luz que le llegaba de la habitacioncilla donde vivía Biscuter.

– ¿Es usted, jefe?

– Sí, Biscuter.

– ¿Necesita algo?

Biscuter estaba ahora de pie, respaldado por el rectángulo de luz y con una bolsa de plástico en la mano.

– ¿Vas a salir?

– Sí, jefe.

– ¿De compras? ¿Qué se puede comprar a estas horas?

– No, jefe.

Biscuter tenía la voz gangosa.

– ¿Te encuentras mal?

– No, jefe. Es que he de salir. No pasaré la noche aquí.

– ¿Qué pasa?

– Se ha muerto mi madre, jefe. En el hospital de San Pablo, y voy a velarla.

Biscuter tenía madre y él sin enterarse. Reprimió el ademán de encender la lámpara situada sobre la mesa, no quería hacer evidente la tristeza de Biscuter, la humedad de sus ojos, el abotargamiento de aquellas facciones de hombre que no había crecido o de niño viejo.

– No sabía que estuviera enferma.

– Yo tampoco, jefe. Me enteré hace dos días. Fui a verla y hoy me han avisado. Le he puesto el telegrama de Bangkok encima de la carpeta. Si quiere le recaliento el guisado en un minuto.

– Vete, Biscuter. ¿A qué hora es el entierro?

– No lo sé, jefe. Pero no venga. No he avisado a nadie. Quisiera ir yo solo. Ella no se había portado bien conmigo, jefe, pero yo tampoco me había portado bien con ella. Ahora firmaremos las paces.

Esperó a que Biscuter se marchara para encender la luz y recordar de pronto una vieja historia que había olvidado entre tantas o tal vez la había olvidado porque era una historia de Biscuter, un hombre sin la suficiente entidad como para imponer sus historias. La madre había abandonado a Biscuter a los ocho años. Se lo había entregado a sus abuelos como se entrega un mueble que no cabe en un piso, un niño que no cabe en una vida.

– Y un día, jefe, yo había robado un Gordini, de los primeros Gordinis que había, y me la veo allí, delante mío, en plena calle, y frené a medio palmo, y cuando ella empezó a insultarme, me asomé a la ventanilla y le dije: soy tu hijo. Y en vez de abrazarme me quería pegar con el bolso.

Biscuter, robacoches. Se pasó una mano Carvalho por los ojos para despejar una pequeña niebla y desdobló el telegrama de Teresa.

"Te llamaré noche del miércoles 13 Vallvidrera. No faltes. Corro peligro. Teresa".


Un día completo. Miércoles 13, hoy. Carvalho abandonó el despacho y se fue en busca del coche en el parking situado junto al Panams. La llovizna había vaciado las Ramblas de transeúntes, había dejado un halo otoñal en torno de las luces de las farolas un pequeño frío que Carvalho sintió como la ratificación de que el verano era cosa lejana, aunque todas las fuerzas del universo se pondrían de acuerdo para hacerlo posible al cabo de siete meses. Le agradó sentir frío, sentirse resguardado en el coche y pensar en la leña encendida, un poco de música, un bocadillo de pan con tomate, pescado frío desespinado, berenjenas y pimientos fritos, una cerveza Carlsberg bien fría y luego un armañac lentamente bebido, según el secreto ritmo de las llamas en la chimenea, y a esperar la llamada de Bangkok, la última frivolidad de Teresa Marsé, lo que los catalanes llaman "un sopar de duro", una cena de a duro, una fantasía. ¿Y Charo? De comodín a mueble sin sitio, aunque tal vez fuera una disposición afectiva transitoria, lo cierto era que Carvalho no la necesitaba, ni siquiera necesitaba sentirse necesitado. Pero al igual que una cuenta de ahorros de afectos, Carvalho no quería cancelar sus relaciones con la muchacha. Había por medio una inversión de afecto que consideraba estúpido regalársela a la nada. Como un viejo matrimonio cansado de serlo, pero sin la obligación de la convivencia, de marcar el reloj de las convenciones morales, de mantener el decorado para que los niños crezcan en el error de que las parejas son posibles y lleguen a la condición de pareja con una capacidad de autoengaño, que no les servirá ya adultos para evitar una tardía pero absoluta sensación de estafa.

– Si la dejo se dará cuenta de que es puta y lo será de verdad. Quién sabe. Puede caer en manos de un chulo.

Pero tal vez un chulo fuera en estos momentos más útil a Charo que Carvalho. Le haría el amor. La obligaría a producir. Le crearía unas relaciones de dependencia que Carvalho no puede establecer porque se dedica a perseguir la vida que ya no tiene una mujer rubia asesinada de un botellazo o a esperar al pie del teléfono la llamada de una neurótica desde Bangkok, sin ni siquiera poder hacer compañía a Biscuter en su velatorio de una madre insuficiente. Menos mal que el sabor del suficiente bocadillo era el esperado y la mágica combinación de texturas y sabores volvió a sorprender a un Carvalho dispuesto a sorprenderse, y que la "Teoría estética" de Theodor W. Adorno fue un libro excelente conductor del calor que alimentó la fogata en la chimenea desde un punto original de combustión situado en la página doscientas cuarenta y uno, la que empezaba con el epígrafe "La Historia como constitutivo. Comprensibilidad" y continuaba de esta guisa: "El momento histórico es constitutivo de las obras de arte. Son auténticas aquellas que, sin reticencias y sin creerse que están sobre él, cargan con el contenido histórico de su tiempo". Empezaba a recuperar el cinismo necesario para estar somnoliento cuando sonó el teléfono.

– ¿Teresa?

– No. No soy Teresa.

Pero era una mujer y no era Charo. Cabeceó Carvalho para sacarse de encima la somnolencia.

– Usted dirá.

– Mi nombre es Marta Miguel. ¿Le dice algo?

Carvalho tardó más de lo conveniente en asociar el nombre de Marta Miguel con algo que le afectara.

– ¡No me dirá que no le dice nada mi nombre!

– Tiene usted dos emes por iniciales, siempre es curioso.

– Ya me han advertido de que es usted muy gracioso.

Había pronunciado la palabra gracioso con el mismo retintín estúpido que había utilizado Rosa Donato.

– Ahora comprendo. Es usted la principal sospechosa del caso de la botella de champán.

– ¿Quién le ha dicho a usted que yo soy la principal sospechosa?

– Es el ABC de la criminología. El principal sospechoso es el que se beneficia del testamento. Y luego el último que vio con vida a la víctima.

– Ni me beneficio con el testamento, ni fui "el último que vio con vida a la víctima", por la sencilla razón que el último que vio con vida a la víctima fue su asesino, supongo yo.

– En efecto. Nunca me había dado cuenta de este detalle.

– Supongo que querrá usted verme.

– Supone mal. He decidido abandonar el caso.

Un silencio, un suspiro profundo, pero no de alivio, como si Marta Miguel estuviera enviando un mensaje tranquilizador desde sus pulmones a su propio cerebro.

– Es decir. Arma un revuelo de Dios es Cristo. Molesta a todos y resulta que todo queda en agua de borrajas.

– Lo siento, pero no soy un detective amateur y nadie me ha encargado el caso. Ni el marido, ni el amante, ni la antigualla.

La mujer rió ante el calificativo que Carvalho dedicaba a Rosa Donato.

– ¿Acaso está dispuesta a encargarme el caso?

– Aunque quisiera no podría. Soy una humilde penene. ¿Sabe lo que esto significa?

– No estoy dispuesto a discutir esta noche el problema de la enseñanza.

– Pero me sorprende el que no quiera hablar conmigo.

– Ya ve lo que son las cosas. Sus amigos me han tratado mal y uno es sensible.

La mujer no estaba dispuesta a colgar el teléfono.

– Le llamaba porque yo no tengo ningún inconveniente en hablar con usted y es difícil localizarme porque me paso todo el día en la facultad.

– Lástima. Tal vez si hubiera empezado por usted. Pero sus compañeros de crimen me han desanimado, me han dejado como un trapo.

– Yo tengo mi propia teoría de los hechos. ¿No le interesa conocerla?

– Estaba dispuesto a olvidar este asunto.

– La verdad es que el caso es muy interesante.

– Cierto.

– Y que la muerta era un personaje singular.

– Así me lo parecía. Aunque usted y yo no la conocíamos demasiado.

– ¿Por qué habla por mí? Usted no la conocía. Yo sí.

– Los periódicos y el señor Dalmases dicen que usted prácticamente la conoció aquella noche.

– Hacía años que la conocía, aunque a distancia. Era una mujer singular. ¿De verdad no le interesa hablar conmigo?

– Lo veo irremediable. ¿A qué hora, mañana?

– Tengo la tarde libre, hasta las siete. Luego he de volver a la facultad para una clase a los mayores de veinticinco años. ¿Conoce usted el jardín del antiguo hospital de la Santa Cruz, el de la biblioteca de Catalunya?

– No me muevo de él.

– ¿A las cinco?

– ¿Le importaría recorrer los cuatrocientos metros que separan ese jardín de mi despacho?

– ¿Y a usted le importaría hacer lo mismo? No me gustan los espacios cerrados.

– ¿Cómo nos reconoceremos?

– Yo soy gordita, mejor dicho, de aspecto fuerte, llevo el cabello corto y llevaré en la mano un libro, "Los poderes terrenales", de Anthony Burgess. Es un libro muy gordo.

– Yo no llevaré ningún libro y no me gusta autodescribirme por si me equivoco.

– Hasta mañana.

El caso del testigo voluntario, un título digno de Stanley Gardner. Volvió a tumbarse en el sofá y a concluir que era necesario repintar la casa, practicarle la cirugía estética de una nueva piel, blanca, no blanca, marfileña, blanco roto. La contemplación del techo tuvo sobre él efectos hipnóticos porque se durmió y se despertó braceando por no sumergirse en un mar de timbrazos o por rechazar las mordeduras del teléfono convertido en un animal furioso, irritado por su torpeza de animal dormido y cansado.

– Conferencia desde Bangkok a cobro revertido. ¿Acepta?

– ¿A cobro qué?

– Revertido.

– Eso quiere decir que la he de pagar yo.

– Exacto.

– ¿Está usted segura?

– ¿Segura de qué?

– De que la han pedido a cobro revertido.

– Segurísima.

– Venga, pues.

Y una pausa o un ruido, brevísimo en comparación con la distancia desde la que llegaba.

– ¿Pepe?

– El mismo, Teresa.

– Es un milagro que pueda llamarte. Estoy en un apuro. Quieren matarnos, Pepe.

– ¿Matarnos? ¿A quién? ¿A toda la expedición? ¿A la raza blanca? ¿A los catalanes?

– A Archit y a mí.

– ¿Quién es Archit?

– Es muy largo de contar y no estoy segura aquí. Es mi acompañante. Nos persiguen, Pepe. Te estoy hablando en serio. Haz algo.

– ¿Qué puedo hacer?

– Habla con gente. O ven, Pepe.

Era la voz de la angustia, de una angustia radical, primaria, la angustia de vivir o no vivir.

– Han cerrado el metro. Hasta mañana a las siete no funciona el funicular.

– No te burles. Por Dios. No me queda tiempo.

– Dirígete a la embajada.

– Imposible.

– ¿Qué quieres que haga? ¡Estoy en Vallvidrera! ¿Pero es que no te has dado cuenta?

– Pepe, por lo que más quieras. Mueve gente. Haz algo desde allí. Es largo de explicar, pero…

El clic es igual en todos los lugares de la tierra y el clic cortó la voz de Teresa Marsé y dejó a Carvalho asido al teléfono como esperando el milagro de la voz o de una voz.

– Barcelona. ¿Han terminado?

– Se ha cortado.

– No ha sido aquí. Ha sido allí.

– Carvalho dejó el teléfono en su horquilla, con cuidado, como si fuera un animal de reacciones imprevisibles. Volvió a tumbarse, pero esta vez los ojos no podían con el techo, los ojos necesitaban divagar al compás del pensamiento o del humo de un buen cigarro. Encendió un Condal del seis, difícil de encontrar en unos tiempos de desastre ecológico multiforme y omnipresente, que reservaba para situaciones críticas y paseó, primero por el living, luego por toda la casa, para salir a continuación al jardín y merecer el espectáculo de la ciudad a sus pies, la soledad de único contemplador de una ciudad dormida. Una ciudad llena de testigos del asesinato de Celia Mataix y llena de personas vinculadas por lazos familiares a Teresa Marsé, y en cambio era él, él el llamado a ser el omnipotente hacedor o deshacedor de una muerte y una vida, él y Biscuter los dos únicos seres. en poder de la clave de la vida y la muerte, él desde la cumbre de la montaña y el pobre Biscuter en el rincón más helado de un hospital junto a una mujer culpable de que él fuera Biscuter y no el general Galtieri o Maradona o Juan PabloIi. Y sin pensarlo dos veces, Carvalho bajó a la calle, subió a su coche y lo dirigió hacia el hospital donde pasó por una etapa previa y larga de "ovni" [Objeto "visual" no identificado] antes de que los conserjes adivinaran que quería acompañar a un amigo en el velatorio de su madre. Clareaba cuando descubrió a Biscuter hecho un ovillo sobre un banco de azulejos, separado de la cámara mortuoria por un falso muro, una estancia que parecía un urinario público sin tazas y exclusivamente motivada para tener un banco sobre el que reposaba una vieja seca como un bacalao, con medias zurcidas y un diente de oro asomante en la boca entreabierta de la que se escapaba un hilillo de líquido amarillo. Volvió junto a Biscuter. Se sentó a su lado sin despertarle. Se le habían despeinado los dieciocho pelos rubiancos del parietal derecho. Tenía cerrados los párpados excesivamente redondos como sus ojos y la cabeza ovoide reposando sobre la bolsa de plástico que se había llevado de casa. Biscuter dormía y sonreía. La "boutique" de Teresa Marsé estaba en situación de "Cerrada por vacaciones", el ex marido en paradero desconocido, el hijo estaría escondido en alguna madriguera en compañía de la adolescente preñada y era imposible llamar a todos los Marsé de la guía telefónica hasta dar con algún pariente de Teresa. Con todo era más urgente ponerse al habla con la agencia que había organizado el viaje y conocer su duración y cuantas noticias de última hora pudieran darle de Teresa Marsé. La primera información fue poco estimulante. Desde compañías aéreas hasta agencias, pasando por las más diversas entidades, estaban en disposición de fletar un vuelo chárter con destino a Bangkok o a cualquier parte del mundo. Lo más probable es que se tratara de una entidad privada que encarga a una agencia de viajes un itinerario predeterminado. De repente Carvalho recordó que el viaje había sido organizado por una sala de fiestas y el nombre de la agencia que solía trabajar para aquella sala de fiestas no tardó en figurar en su agenda y en su cerebro, donde lo repetía como si quisiera remacharlo para que no se escapara. Hacia el mediodía, Carvalho estaba sentado ante un vicepresidente segundo o tercero de la agencia y escuchó un memorial de agravios sobre la poco recomendable viajera, Teresa Marsé.

– A los diez días de viaje recibimos un télex dándola por desaparecida. Luego reaparece, pero se va por su cuenta y no sigue el itinerario. Las irregularidades comienzan en Bangkok y la última vez que el guía responsable del viaje estuvo en contacto con ella fue en Chiang Mai, al norte de Thailandia, es una excursión potestativa pero que asumen casi todos los viajeros. En Chiang Mai esta señora o señorita desaparece y ayer recibo un cable angustiado del guía diciendo que lo ha comunicado a la embajada y que cuantas averiguaciones se han hecho no llevan a ninguna parte. Ha desaparecido. Y todo conduce a pensar que ha desaparecido voluntariamente.

– Yo recibí una llamada ayer noche de ella y parecía muy asustada, como si la persiguieran.

– Compréndalo, yo hasta que no vuelva la expedición no tendré otros elementos, pero de momento sé que ella se ausentó voluntariamente, que ha hecho su vida al margen de los itinerarios preconcebidos, que la embajada ha tomado sus medidas para encontrarla y que la policía no ha sabido o no ha querido encontrarla. Usted ya sabe que la policía en estos países no es lo mismo que en Europa.

– Pero la embajada ¿no ha podido saber algo?

– A nosotros nada nos ha dicho. Tal vez si algún familiar se dirige a la embajada entonces las cosas cambien. ¿Es usted pariente?

– No.

– La expedición vuelve pasado mañana. Aún estamos a tiempo de que esa señora se incorpore a ella y todo acabe bien. Mientras tanto si usted puede localizar a la familia podría sernos de mucha ayuda.

¿Desde dónde llamaba Teresa? Desde ningún lugar estable para ella, porque de lo contrario le habría dado una dirección, un teléfono. ¿Y si todo fuera una broma de mal gusto? ¿Pero por qué ahora, precisamente ahora, la primera broma de unas relaciones amistosas que estuvieron a punto de empezar mal? [Véase "Tatuaje", del mismo autor]. Las vecinas de la "boutique" lo sabían casi todo. El disgusto que le había dado Ernest el hijo, a su madre, que desde hacía dos meses el chico no había aparecido y que debía estar por ahí, dicen que por La Floresta, viviendo en una comuna, en una de esas viejas torres semiabandonadas. ¿El marido? Vaya usted a saber dónde para el marido. Va por la vida de "hippy" en Ibiza. ¿Los padres de Teresa? Ya son muy mayores y no entienden lo que pasa en esta casa. Las vecinas sabían que los padres de Teresa no entendían lo que pasaba en aquella casa. ¿Por dónde empezaba?

Ir torre por torre, de vaharada de hachís en vaharada de hachís, preguntando por el chico de Teresa era como jugar a la lotería, mientras a Teresa la podían estar haciendo trizas en aquel mismo momento.

– Los señores Marsé ya no viven aquí. Desde que el señor Marsé se jubiló se han ido a vivir a la torre de Masnou. Sólo vienen una vez cada quince días, porque al señor aún le queda algo que hacer en los negocios. ¿En Masnou? Le será fácil localizarlos. Viven en "Mas Maymó". No tiene pérdida. Usted llegará a una casa de esas que venden coches de segunda mano, eso que se llama Eurocasión, y al lado mismo pone el letrero "Mas Maymó".

Visitar a los viejos Marsé era un magnífico pretexto para almorzar en el hostal del Binu, en Argentona, y asomarse a un paisaje que siempre quedaba a sus espaldas. Animal urbano, Carvalho tenía su selva particular en las laderas del Tibidabo y dejaba que el mar le salpicara los pies en las escaleras del puerto, un mar sucio, encharcado. Para mares limpios e infinitos le bastaba la contemplación del Mediterráneo desde Vallvidrera, un horizonte vislumbrado los días de viento, purificada la ciudad de la contaminación, y de pronto la sorpresa del mar e incluso de poderosos barcos con estela hacia las Baleares o el golfo de León. Paisaje blanco y beige con las cicatrices regulares de los sarmientos, el Maresme tenía una luz blanca y unas playas sin carácter, tal vez como contraste a la belleza acuarelística de las entrañas viejas de sus pueblos desbordados por la barbarie inmobiliaria. Cada pueblo había crecido al pie de una torrentera que con el tiempo se había convertido en frondosa rambla de profundas humedades, frondosa y traidora cuando de pronto las lluvias recuperaban su voluntad de río y se llevaban a la mar personas lentas y coches aparcados. Carvalho subió por la rambla de Masnou hasta encontrar el comercio de coches usados Eurocasión y la indicación "Mas Maymó". Entre viñedos, tapias con historia, pitas y chumberas, eucaliptos y pinos, por un camino de tierra clara, Carvalho llegó ante la verja de hierro que le cerraba el camino hacia "Can Maymó". Un portero automático le permitió un incómodo diálogo de identificación que finalmente se redujo a un: "Vengo de parte de Teresa". Se oyó un chasquido y se separaron los dos cuerpos de la puerta férrica para que Carvalho los empujara y dejara suficiente espacio al coche. Carvalho penetró en un sendero tapizado de gravilla que desembocaba en una rotonda con estanque y cuatro palmeras puntos cardinales. Una masía tan tradicional como enorme, pintada color crema y con un reloj de sol en el frontis superior, un cortacésped automóvil conducido por un viejo con sombrero de paja y una criada filipina descendiendo los escalones que separaban la puerta de entrada del coche de carvalho. La filipina le introdujo en un zaguán presidido por un enorme jarrón de Manises del que colgaban enredaderas de interior y más allá una escalinata de granito respaldada por una vidriera policrómica contra la que restallaba inútilmente un sol condenado a la domesticación y, como si hubiera escogido el rosetón policrómico como fondo propicio, un hombre viejo y grande, con un bastón en una mano y lo demás tapado por un batín de seda excesivamente grande para su enorme cuerpo. El hombre blandió el bastón hacia Carvalho y tronó desde las alturas.

– ¡Nuestra conversación sería inútil! ¡Yo tenía una hija que se llamaba Teresa, pero ha muerto para mí!

Una vieja figurilla de porcelana empezó a bajar la escalera a saltitos mientras pedía paciencia al gigante.

– Higinio, no te excites. Tranquilízate. Es por tu bien.

– ¡O ella o yo!

Seguía tronando el señor Marsé al tiempo que iniciaba un descenso digno de un Emil Jannings y llegaba hasta Carvalho para darle la espalda y encaminarse como una carroza triunfal hacia un salón con piano y tresillo isabelino. El gigante cerró los párpados llenos de quistes de bolitas de grasa y se sentó mientras su mujer le pedía por señas a Carvalho que no le hiciera demasiado caso.

– ¿Qué ha hecho ahora esa desgraciada?

– No te pongas así, Higinio. Es por tu bien.

– Cállate, que tú tienes alma de alcahueta. De no haber sido por ti, de otra manera hubieran crecido tus hijos. Venga. Hable cuanto antes. Ya estoy preparado para todo.

Carvalho empezó por el principio, la llamada de Teresa, el problema de su hijo, la necesidad de marcharse. Luego los telegramas. El telegrama alarmante. La llamada telefónica. Sus dudas y sus temores. El viejo asentía como si cuanto le contara Carvalho confirmara todo lo que pensaba sobre su hija.

– No me extraña nada. Pero es que nada. ¿Oyes? Así tenía que terminar. Primero la boda con aquel desgraciado, más desgraciado que ella. Luego el divorcio y esas amistades que se buscó. Hasta se metió en política una temporada, después de la muerte de Franco. Se hizo socialista. Supongo que para mortificar a su padre. Sabiendo que los rojos me lo quitaron todo en el treinta y seis y tuve que empezar de nuevo. Luego las historias con señores. Porque cada semana cambiaba y de vez en cuando salía con alguno que podía ser su hijo, cuando no salía con alguno que podía ser su padre. Por si faltara poco, de tal palo tal astilla, el nieto es otro desgraciado que se deja enredar y ¡hala!, ¡a preñar se ha dicho! En vez de afrontar esta desgracia, coge un avión y se marcha a… ¿Adónde ha dicho usted? A Bali, con los camellos o con los monos, y ahora en Bangkok, y nada más llegar ya la ha armado.

El gigante se pasó las dos manos por la impresionante melena blanca y se la despeinó de tal manera que aumentó la dimensión de su cabeza. Miró a Carvalho con ira y desesperación.

– ¿Ha pensado ella alguna vez en este pobre anciano que se está muriendo? ¿Sabe a cuánto estoy de presión?

– Higinio, tranquilízate, que es por tu bien.

– ¿Ha pensado en su madre, en esta idiota que se lo ha dado todo y que aún ahora la defiende? Lo tenía todo en sus manos para ser feliz, para reírse del mundo, ¿y cómo va a acabar? No quiero ni pensarlo.

– Piénselo rápido porque sería interesante una gestión familiar para que el Ministerio de Asuntos Exteriores metiera baza en el asunto.

– ¿Yo? ¿Qué influencia me queda? Yo tenía muy buenos amigos en la Administración, pero a todos los han barrido o los han dinamitado, como al pobre Viola, el ex alcalde de Barcelona, compañero mío de estudios y un caballero. No conozco a nadie.

– Bastará que lo haga en nombre de la familia.

– Que lo haga su marido o su hijo.

– No hay manera de dar con ellos.

– Seguro que es un cuento para chuparme los cuartos. No soltaré un céntimo.

El viejo dio una sacudida y se aferró con las manos a los brazos del sillón mientras cerraba los ojos y apretaba los dientes. La vieja figurilla de porcelana lanzó un gritito y se precipitó sobre él, pero fue más rápido el viejo, que alzó un brazo y contuvo el avance de su mujer con tal rudeza que la hizo tambalear y casi caer al suelo.

– Apártate. Estoy bien. Vais a matarme entre todos. ¿Por qué no ha llamado a su padre? ¿O a su madre? ¿Por qué le ha llamado a usted? Pues bien sencillo. Porque a mí me basta el tono de voz que pone para saber si habla en serio o no. Me ha sacado muchos duros esa desgraciada, pero no me sacará ni uno más.

– No se trata de que ponga usted dinero, sino de que se movilice.

Había cerrado los ojos y cabeceaba negativa y tozudamente. La vieja se llevó un dedo a los labios y con guiños de ojos indicó a Carvalho que se marchara. Salió tras él y al llegar a la puerta le metió un papel en las manos y le dijo en voz baja:

– Es la dirección del chico. Que haga lo que pueda. Yo mientras tanto trataré de convencerle.

– ¡María!

Gritó el gigante desde su asiento.

– Ahora váyase, pero manténgame informada. ¿Cree que corre peligro?

Carvalho se encogió de hombros y salió al jardín recibiendo el perfume de la tierra y las plantas mojadas. Llovía y el reloj le dijo que no tenía tiempo de instalarse en el hostal del Binu si quería llegar a tiempo a la cita con Marta Miguel.


Biscuter se había comprado un metro de cinta negra y se había hecho dos brazaletes de luto, el uno para la única chaqueta que tenía y el otro para la camisa que lucía, regalo de Charo, igual que el pullover amarillo sin mangas.

– Recaliéntame eso que lleva dos días rodando.

– Imposible, jefe, la berenjena es muy mala de recalentar y lo que no he comido yo lo he tirado.

– ¿No hay nada entonces?

– Está usted de suerte, jefe. Esta mañana después del entierro me he pasado por la Boquería y he visto "múrgulas". Se las hago con vientre de cerdo y una picada. Es un momento. Tengo el sofrito base ya hecho.

A Carvalho no le interesaba paladear un vino recio, sino recibir en el paladar la textura fresca de un vinillo cantarín, lanzado con la complicidad del porrón. Se llenó el porrón con un rosado de Cigales bien frío y tragueó metiéndose en la boca un sabor fresco arcilloso. Comió con apetito dos platos de vientre de cerdo con las setas, en el perfecto bálsamo de las dos gelatinas profundas, la del estómago de un cerdo y la del humus de los bosques entregados al otoño. Dos tazas de café. Una copa de orujo del Bierzo bien helado y un Sancho Panza milagrosamente encontrado en un estanco de la calle Puertaferrisa. Llamó a Charo.

– Te invito al cine esta tarde. Despacho un asunto a las cuatro y a las cinco nos encontramos en la puerta del Catalunya.

– ¿Qué hacen en el Catalunya?

– No lo sé, pero los asientos son cómodos.

– Pues vaya manera de ir al cine. Ya me fijaré yo en lo que hacen. Yo un bodrio no me lo trago por muy cómodo que sea el cine.

Carvalho estaba contento consigo mismo. Había hecho cuanto había podido por Teresa Marsé, por Charo, por Celia Mataix, por Biscuter, y el cheque de los Daurella le permitía elevar su cuenta corriente a plazo fijo a un millón y medio de pesetas. Era todo su capital y lo tenía ingresado en la Caja de Ahorros a un seis por ciento de interés ante la desesperación de Fuster.

– Cualquier banco te daría un doce y un trece.

– Las Cajas de Ahorros no quiebran.

– Al ritmo que va la devaluación, ¿qué te significa un seis por ciento? Cómprate algo. Cómprate un piso y cuando seas viejo te lo vendes.

– Quién sabe lo que puede ocurrir dentro de diez o quince años. Igual no existe la propiedad privada. Van a ganar los socialistas.

– Iluso.

– O hay tanta oferta de viviendas que me tengo que quedar el piso para pasar los fines de semana.

– Lo alquilas.

– Eso sí que no. Líos con los inquilinos a partir de los sesenta años. A partir de los sesenta años quiero meterme en la casa de Vallvidrera, cobrar la pensión que me corresponda como trabajador autónomo, la rentecilla que me den los cuartos que acumule y a experimentar alguna cocina extraña. Por ejemplo, ¿qué sabemos de la cocina africana?

– Lo suficiente como para preferir la francesa.

Decididamente la tarde era propicia y sólo el reprimido temor de que Teresa lo estuviera pasando realmente mal le privaba de una satisfacción total. Pero al fin y al cabo él no era responsable de la suerte de Teresa Marsé. A partir de los cuarenta años todo el mundo es responsable de su cara, había dicho no sé quién y muy bien dicho. A partir de los cuarenta años nadie merece piedad hasta que no cumpla sesenta o setenta. Supongo. Ramblas arriba, Carvalho se enfrentó a los primeros carteles de la visita del Papa mezclados con la propaganda de las elecciones anticipadas. El atleta cristiano y blanco aparecía en los pasquines con aquella sonrisa mueca de eslavo astuto y las poderosas espaldas de Superman volador por los cielos del mundo. Dobló por la calle del Hospital, por la acera de las putas derruidas y los payeses colorados que disimulaban su busca fingiéndose interesados por los escaparates. Pasó ante las estribaciones de la Boquería y llegó al portalón que da entrada a los jardines del antiguo hospital de la Santa Cruz, romanticismo de luces y sombras prefabricado por el gótico y el neogótico, viejos en los bancos y madres jóvenes con niños todavía vegetales de cintura para abajo, estudiantes de paso entre dos calles o entre dos escuelas o entre la biblioteca de Catalunya y la escuela de Artes y Oficios Massana. Luz de claustro, rumor de claustro, un paraíso prefabricado bajo la bóveda de un cielo excelente de otoño. Hay que elegir entre todos los cuerpos con libro uno que tenga cuarenta años cumplidos y un libro que se titule "Los poderes terrenales" de Anthony Burgess, un libro que ha de ser lo suficientemente voluminoso para que sirva de señal en un ámbito amortiguador de señales. Y allí está, baja pero con cintura, cuadrada pero con cintura, pelo negro corto, facciones blancas y algo grasientas, ojos con poder de convocatoria y una boca triste, blandos y salivados los labios, como contagiados de la misma sensación de humedad que impregna los cabellos de Marta Miguel. Hay un rápido arqueo de cejas en la mujer cuando Carvalho se detiene ante ella y le mira el libro.

– ¿Usted es…?

– Lo soy.

Se sopla Marta Miguel el flequillo que no tiene.

– Yo me imaginaba a los detectives de otra manera.

– Con gabardina, supongo.

– Pues sí.

– Yo nunca me pongo gabardina. Sería como aceptar que las chicas de servicio han de llevar cofia.

– Vaya ejemplo.

– Carvalho señaló la perspectiva total del jardín.

– Hablamos por ahí o vamos a cualquier sitio.

– Si le parece caminamos y luego nos sentamos en un banco. Yo vengo mucho por aquí. Estoy haciendo un trabajo en la biblioteca de Catalunya.

– Es usted profesora.

– Sí. Profesora de universidad.

Había dicho lo de profesora de universidad con una fuerza especial, como si quisiera dejar constancia de lo superlativo de su profesorado, de la calidad suprema de la docencia que impartía. Empezaron a andar y Carvalho esperó a que ella dijera algo, pero la mujer se limitaba a avanzar mirándose la punta de los zapatos sucios y viejos o a irse pasando el libro de una mano a otra, mientras con la mano libre se estiraba sobre el vientre hinchado un polo de lanilla barata. Lo único que destacaba en su indumentaria era un collar de bolas rosas, incluso bonito en su evidente baratura.

– ¿Y bien?

Dijo ella por fin.

– Yo estoy a la escucha. Es usted la que ha provocado este encuentro.

– Perdone, pero el encuentro lo ha provocado usted rastreando y husmeando por todas partes. Me llamó Rosa Donato y me puso en antecedentes de lo que usted pretende. ¿No cree más sensato dejarlo correr? El mal ya está hecho y ninguno de nosotros quiere remover la basura. Luego está Muriel, la hija de Celia. ¿Cree que vale la pena mantenerla en la platea de un espectáculo desagradable?

– ¿Siempre tiene tan mal humor Rosa Donato?

– Es muy variable.

– Parece un camionero con sueño y al que se le acaba de reventar la última rueda de recambio que llevaba.

– ¿Por qué la compara con un camionero?

– No lo sé.

– No es que sea santo de mi devoción, pero es una mujer que vale mucho y de mucha cultura.

– No lo dudo. El mundo está lleno de seres que valen mucho, que tienen mucha cultura y que son inaguantables.

– Es una niña mimada, eso es todo. Como lo era Celia.

La dejó que se adelantara un poco y comprobó el ritmo tesonero de su caminar sobre dos piernas fuertes, cortas, ajamonadas, en contraste con un talle estrecho y un tórax fuerte pero mejor proporcionado que las piernas.

– Les ha sido todo muy fácil en la vida y reaccionan con mal humor ante todo lo que les lleva la contraria o les crea problemas. Me hubiera gustado verlas a ellas como a mí, con dieciocho años, recién llegada a esta ciudad con una mano detrás y otra delante y sin dinero ni para comprarme el papel de barba para la instancia de petición de beca.

– ¿Se ha hecho usted a sí misma?

– ¿Y quién me iba a hacer si no?

– Y ha llegado usted a profesora de universidad.

Silbó Carvalho como apreciando todo el esfuerzo que había hecho aquella pequeña y fuerte mujer que le contemplaba desconcertada.

– No le permito ni la más mínima broma sobre lo que soy, porque lo que soy me lo debo a mí misma y sé lo que me ha costado.

Le había salido un acento raro, un acento de provincia fronteriza, de qué provincia no importa. Un acento de inmigrante no cualificada, es decir, no era un acento inmigrante convencional: andaluz, gallego, aragonés, ni siquiera murciano. Era el suyo un castellano de marca fronteriza y le salía cuando quería decir cosas que sentía por encima de los refajos culturales.

– Casi todo el mundo lo que tiene se lo debe a sí mismo. Unos se deben más a sí mismos que otros. Pero la relación de dependencia con uno mismo no se altera. ¿De qué es usted profesora?

– De pedagogía. De historia de la pedagogía, para ser más exactos.

Carvalho apreció la importancia del tema con una mueca solícita que devolvió cierta tranquilidad a la disposición de Marta. Ahora caminaba adelantando las cortas piernas en sentido circular, como si al pensar y al hablar fuera tomando posesión de un ámbito tan real como invisible y al mismo tiempo se lo estuviera ofreciendo a Carvalho.

– Usted no puede imaginarse lo que era yo cuando llegué a esta ciudad recién terminado el bachillerato en una academia de mi ciudad. Dos profesores para cuatrocientos alumnos y en una clase todos los que queríamos hacer bachillerato o comercio o profesorado mercantil, fueran del curso que fueran. Y venga machacar, machacar. Todo de memoria. Aún me sé la definición de Historia que estudié en la academia. "Historia es la ciencia que trata de los hechos que forman la vida de la humanidad a través de su desarrollo, explicando también las causas que los han motivado". Y venga romper codos de jerseys estudiando y venga mi madre remendar codos.

Carvalho le miró de reojo los codos del polo. Impecables. Marta caminaba a bandazos, y de vez en cuando chocaba con Carvalho para dejarle un mensaje de perfume intenso. Tendrá los sobacos peludos y con propensión al sudor, pensó Carvalho, y se la imaginó desnuda como un caballito percherón o bailando, con esa voluntad de fingir elasticidad que tienen las musculaturas cúbicas.

– Y cuando llegué a Barcelona ¡ay Dios!

Y de nuevo se sopló el flequillo que no llevaba.

– Y cuando entré en la universidad ¡ay Dios! Con decirle que fue el curso de lo del Paraninfo. ¿No recuerda? El año de las algaradas estudiantiles, de las primeras importantes. El curso 1956-1957. Cuando yo veía a aquellos burguesitos tranquilos y ricos jugándose el curso corriendo delante de la policía me sublevaba. Yo tenía que presentar cada año de notable para arriba para que me mantuvieran la beca. ¿Y sabe usted que yo no entendía nada de nada?

Había retenido a Carvalho con una mano corta y fuerte sobre el brazo del hombre.

– Pero es que nada.

– ¿Así de pronto?

– No. Del lenguaje. De asignaturas teóricas, por ejemplo. Filosofía. Yo había estudiado de memoria y sabía decir lo que es una mónada según Leibnitz, pero no entendía a Leibnitz. ¿Comprende? En clase me iba haciendo pequeñita, pequeñita, cuando hablaban de Filosofía, y en casa lloraba porque no entendía nada. Y de Literatura. Aquel año le dieron el Nobel a Juan Ramón Jiménez. El profesor de Literatura nos puso un poema de Juan Ramón para que lo comentáramos. Yo me sabía la vida de Juan Ramón y los nombres de todos sus libros y fragmentos enteros de "Platero y yo". Pero no sabía comentar un poema. Tuve que tomar apuntes al pie de la letra, estudiármelos. Trabajaba veinte horas al día y aun entre la chacota de los que pasaban por ser los más listos de la clase, los más brillantes, que se iban a hacer la revolución gritando ¡asesinos! a los guardias. La policía por la mañana y por la tarde el guateque, y yo con las pestañas quemadas de tanto estudiar con mala luz en un cuartucho, el más barato de una pensión de la calle Aribau. Y el Arte. Yo no había visto un cuadro en mi vida, como no fueran los de los calendarios. Me sabía la Arqueología clásica de Melida y la Historia del Arte de Angulo de memoria, eso sí. Pero los profesores empeñados en que yo comentara las reproducciones y el estilo. Me costó tanto entrar en la cultura abstracta de la burguesía, tanto.

– La cultura burguesa es abstracta y la proletaria concreta, según usted.

– Mi cultura era una mezcla de moral religiosa convencional, la experiencia colectiva de mi gente y lo que mi portentosa memoria había tenido tiempo de registrar. Y yo veía a los otros, "dilettantes", haciendo bromas sobre lo divino y lo humano, cachondeándose de Ortega y Gasset, por ejemplo, con una total impunidad, porque eran los dueños de la tierra y eso les permitía ser irónicos, amables consigo mismos. Y yo, Marta Miguel, hasta las tantas empollando y mal vista por todos menos por las monjas. Como una monja. Eso fui yo en la universidad.

– ¿Conoció allí a Rosa Donato?

– Ella estaba acabando cuando yo entré. Era de la Sección Femenina y estaba muy metida en el SEU. Ahora no. Ahora es tan de extrema izquierda que no encuentra partido que la satisfaga. Yo también me metí un poco en el SEU. Los comedores eran los más baratos que había. Me hinché de pan con aceite, sal y vinagre. Cuando llegaba el primer plato yo ya tenía medio estómago lleno de pan con aceite, sal y vinagre.

– ¿Y a Celia?

– La veía en el patio. Ella entonces no era de Letras, o sí. Pero siempre estaba con la gente de Derecho o de Arquitectura. Había más chicos en esas facultades. Cuando ella entraba en el claustro de la parte de Letras todas las miradas se le echaban encima. Era alta, rubia, delicada pero con un cuerpo espléndido, sano, y siempre llevaba un libro y una flor. Una rosa, generalmente.

– ¿Fueron amigas?

– No. De hecho hemos hablado un par de veces en todos estos años y muy recientemente. Cuando yo empecé especialidad era más difícil hacer vida de claustro y la veía muy de tarde en tarde, siempre en su corte, siempre rodeada de tíos y tías pendientes de ella. La Donato sí la trataba y a veces me había invitado a actos o a fiestas en las que habíamos coincidido. Pero yo nunca tenía qué ponerme. No dominaba el lenguaje así, banal. Con el tiempo le he puesto nombre a lo que me pasaba: tenía estropeado el mecanismo comunicacional. Estuve un año y medio o dos sin verla. De pronto, un día, yo ya había acabado la carrera y estaba preparando las oposiciones para Instituto. Fernando Fernán Gómez dio un recital semiclandestino con motivo del aniversario de la muerte de Machado, lo dio en una facultad nueva entonces, la de Ingenieros, creo. Yo fui y allí estaba Celia, como siempre rodeada de gente, preciosa. La Donato me dijo que vivía con un chico, un pintor, y fue ella también la que me dijo que se había casado con un arquitecto. No la volví a ver hasta el día del estreno del "Evangelio según san Mateo" de Pasolini.

– ¿Seguía sin abordarla?

– Sí. ¿Para qué? Yo iba picoteando cultura aquí y allá. Entonces ya me sentía más segura económicamente. Me había comprado a plazos el apartamento que tengo. Mi madre se había quedado viuda y me la había traído del pueblo. Leía todo lo que no había tenido tiempo de leer. Volví a verla en un cine, una noche. Ella estaba preñada. De la niña, Muriel, supongo. Pero seguía tan preciosa como siempre. Con aquel aire de sonriente ausencia, pero siempre con la cabeza y la melena inclinadas hacia el lado oportuno.

La mala foto de prensa estaba ante las retinas secretas mentales de Carvalho y había mejorado a partir del retrato de Marta Miguel.

– Se hacía querer.

Musitaba Marta Miguel, y los dos se daban cuenta de que habían recorrido todo el parque y estaban ante la puerta que daba a la calle del Hospital, entre el ir y venir de centenares de personas atolondradas o cansadas o ensimismadas, más allá de las puertas del oasis gótico.

– Lástima.

– ¿Lástima de qué?

– De que nadie me encargue el caso. Yo soy profesional. Vivo de esto y no voy a investigar por amor al arte.

– No hay nada que investigar. Yo la dejé y ella esperaba a alguien. De hecho me utilizó como cebo para que los demás picasen y se fueran. Especialmente la Donato y el tonto de Dalmases.

– ¿De qué hablaron?

– De casi nada. Casi no dio tiempo. Me dijo que le dolía la cabeza y que los demás eran unos pesados y que… En fin, me invitó a marcharme.

– Qué lástima.

– ¿Otra vez qué lástima?

– Era la primera oportunidad que usted tenía de hablar con ella. Después de tantos años de ansiarlo.

– ¿De ansiarlo? ¿De dónde saca usted que yo ansiaba hablar con ella? Era como un cuadro o, mejor dicho, como la posible modelo de un cuadro jamás pintado. Hace unos años vi una película de Milos Forman, no recuerdo el título, o sí, "Taking off", se llamaba. De pronto aparece una mujer rubia desnuda tocando el cello. La rubia de Milos Forman era rubensiana, con mucha carne, muy holandesa o muy walkiria. Aquélla era una escena para Celia. Desnuda. Tocando el cello.

Marta Miguel había cerrado los ojos y sonreía. Cuando volvió de su éxtasis descubrió que Carvalho estaba consultando el reloj. Charo debería estar en la puerta del cine furiosa por lo que ya consideraría un plantón.

– ¿Tiene prisa?

– Sí.

– ¿No continuará en el caso?

– No.

– Mejor. Hubiera sido una tontería.

Le tendió la mano, se la estrechó activamente y le dio la espalda para desandar lo andado por el jardín. Carvalho la vio alejarse con su cuerpo de becaria hija de unas tierras y unos padres fronterizos. Carne de viaje organizado a Amsterdam o a Kyoto. Con una máquina de fotografiar y alguna amiga. Intima.


La película planteaba el cansancio de dos matrimonios y los juegos de sustitución a los que se dedican para superar el tedio. Charo parecía succionar la película más que verla y con los brazos rodeó uno de los de Carvalho. De vez en cuando el rostro de la muchacha escapaba a la hipnosis de la pantalla y se volvía hacia el de Carvalho, como estudiando el efecto que el argumento de la película le causaba. A Carvalho le gustaba Sally Kellerman, eso era todo, y las situaciones más retóricas le servían para construir su propio film y recordar con una cámara lenta la situación del encuentro con Celia en el supermercado. Ella llevaba un abrigo blando, como de pieles pero sin ser de pieles, y se le desprendía un calor perfumado, un calor de ámbito que sólo emana de los cuerpos que merecen el amor. Le gustó el vuelo de la melena, la melosidad de la melena, la musicalidad de las líneas del rostro, la doncellez profunda de los ojos y la sonrisa nacida por un secreto personal e intransferible. Y al alejarse el cuerpo hacia la cajera, por debajo del borde de la falda asomaban dos piernas esbeltas, con el tobillo delgado de una muchacha ingrávida, y al alejarse, definitivamente alejarse del Carvalho que aún ha de enseñar el contenido de su cesta, esperar la cuenta, pagar, salir, una sensación de adolescente urgencia le puso una bola de angustia en el pecho y un furor imposible de expresar ante el trámite lógico de pagar lo que has comprado en el supermercado. Luego la calle vacíamente llena, llenamente vacía, ni siquiera la sospecha de una cabeza rubia alejándose entre el tráfico y la gente, una vez más aliento nostálgico de lo que pudo haber sido y no fue.

– ¿Te ha gustado?

– Es entretenida.

– Pues yo encuentro que tenía su cosa, ¿no? A mucha gente le pasa lo mismo, ¿no?

– En Estados Unidos. Aquí las cosas son a otra escala.

– En estas cosas la gente es igual en todas partes.

Charo miró la hora en su reloj.

– He de irme.

Y lo decía como quien va hacia el degüello. Quería recordarle a Carvalho que era una "call girl" que empezaba a funcionar a partir de las ocho, a partir de la hora en que se cierran las oficinas y los ejecutivos sacan los instintos de la bragueta.

– Está la cosa muy mal. Desde que han salido tantas casas de relax. Menos mal que conservo clientes. Pero nuevo, ni uno. Y eso que las casas de relax están a unos precios. ¿Cuánto crees tú que cuesta un masaje y luego todo lo demás?

– Ni idea.

– Pues como te den un vaso de whisky se te va en seguida a las diez mil pesetas. Y luego que si un francés, que si un griego.

– ¿Cambia el precio para los griegos y los franceses?

– Son nombres de masajes, es decir, de cochineo. El francés es el francés y el griego pues es "El último tango en París", para entendernos. Y el thai.

– Ya sé lo que es el thai.

– Pues eso.

Charo se alzó sobre las puntas de sus zapatos y besó una mejilla de Carvalho. Le apretó el brazo y correteó Ramblas abajo. Carvalho contuvo el deseo de llamarla, de reclamarla, de quedársela. No quería ser su propietario y nada los alejaría tan radicalmente como el oficio de ella, aquel cinturón sanitario contra el instinto de propiedad. Recuperó el coche en el parking de la Gardunya y recorrió el camino habitual para llegar hasta Vallvidrera, pero una vez en la encrucijada de caminos que iban hacia el Tibidabo o Las Planas, cogió el segundo y salió por la espalda de la sierra, con el coche apuntando hacia el Vallés, en un descenso majestuoso por la montaña umbría, casi selvática, con lianas y murmullos de jungla en las torrenteras despeñadas entre bosques atrapados por la maleza. Al terminar el descenso, la carretera se metía por un pequeño valle que de vez en cuando se abría a explanadas generosas donde las clases populares disfrutaban de comidas domingueras, con tortilla de patatas o paella y salto a la cuerda o mini partido de fútbol familiar y fascinación boquiabierta ante el milagro del crepúsculo sobre las montañas, un espectáculo gratuito y de "qualité", casi siempre en technicolor. Cambiado el horario de verano, la luz del día otoñizaba. Se desvió al llegar al indicador de La Floresta y entró en el reino del pequeño chalet enmohecido por la generosa humedad del valle, chalets de arquitectura de aluvión, reducción a escala del mal gusto de la burguesía estraperlista de la posguerra, compartido por el mal gusto de la pequeña burguesía pequeñamente estraperlista o ahorrativa que había hecho realidad el sueño de "la caseta i l.hortet" en las estribaciones de los lomos umbríos de la sierra que cerca a Barcelona y deja a su espalda la apertura aparentemente sin límites del Vallés Occidental. Chalets minimodernistas, minifuncionalistas o modernistas de cintura para arriba y racionalistas de cintura para abajo, o ni lo uno ni lo otro sino todo lo contrario, vejez, abandono y sobre todo obsolescencia del veraneo de medio pelo. Ex oficinistas viejos que cavan sus últimos tomates o nietos rockeros que han encontrado en la increíble casita vieja del abuelo refugio para sus ganas de huir pero no del todo y fumarse un porro sin que el padre les pegue con "La Vanguardia" enrollada o hacer el amor con la compañera de COU con la ilusión de que ya se tiene un hogar, también alguna comuna de traductores con poco que traducir y solistas de flauta de orquestas jóvenes que apenas tocan, parejas de homosexuales acuarentados desesperados ya de tener hijos y resignados a envejecer con dignidad y una fidelidad sin remedio y todavía alguna vieja casa de payés auténtica donde viejos colorados se doblan sobre la tierra en busca del caracol comecoles o forzados por el reuma. Estas urbanizaciones han perdido su oportunidad de ser una alternativa residencial a los barrios barceloneses, donde la piqueta ha diezmado viviendas unifamiliares con su acacia y su palmera, incluso su estanque con pez de color, uno más en la familia. Envueltas en las nieblas de la humedad y condenadas por la irresolución de su propio estilo, han visto cómo los nuevos profesionales liberales se iban más allá, a vivir a Sant Cugat, donde hay universidad y campo de golf, calefacción central y farmacias, incluso un restaurante argentino y una "fromagerie", elementos indispensables para considerar habitable cualquier pequeña ciudad catalana fin de milenio. Pero a Carvalho le gusta el carácter obsoleto de estas urbanizaciones, en otro tiempo sueño de retorno a la naturaleza de unas gentes que aún ignoraban que la ciudad iba a ser más monstruosa de lo que podían imaginar con una imaginación tan pequeña como sus deseos. Estas casitas les permitieron recuperar el caracol y el jilguero, el gusano y la garza, el renacuajo y la tempestad.

En la dirección que le había escrito la madre de Teresa figuraba incluso el dibujo del recorrido hacia "Can Torruella", la residencia de Ernest, Ernesto para la Historia, porque el muchacho había nacido en pleno orgasmo de la revolución permanente encarnada por el Che. Junto al roble gigante, decía la nota y el roble, no tan gigante, estaba allí como si quisiera adaptar su gigantismo a la escala de tanta casa quiero y no puedo. Una cancela de alambres historiados, un pequeño jardín introductor con las adelfas consumidas por el pulgón, una fachada de cuartelillo de la guardia civil en la que sólo destacaba una escalera que intentaba imitar el mosaico enloquecido gaudinesco y al final de la escalera una puerta abierta a un horizonte de mosaico bien conservado y más allá del horizonte una sala con chimenea neoclásica, enormes cojines con estampados indostánicos, sobre un cojín una muchacha pequeña, con el pelo recogido en un moño, la boca adherida a la flauta y los ojos pugnando con la cabeza ladeada para ver quién es el intruso. Pero no deja de tocar un arreglo que a Carvalho le suena a Mozart y que contrasta con el póster de la pared dedicado a Eric Burdon y una enorme foto de Mick Jagger sacándose la guitarra de la bragueta. Por una puerta lateral aparece una pareja de melena unisex delgados como gatos sin dueño, jóvenes como árboles recientes. La pareja no quiere romper el encanto de la música para preguntar la identidad de Carvalho y la flautista paraliza a Carvalho con los ojos abiertos, lo único realmente hermoso en un rostro de anodina hija menor, mientras sus labios siguen succionando la música de la flauta. La música anuncia su propia muerte y cuando se extingue las figuras recuperan lentamente el movimiento y la capacidad de sorprenderse ante el cuarentón vestido de padre que se ha metido en el desván del paraíso. Por la redondez de la tripa que estalla bajo la túnica tercermundista, Carvalho deduce que la flautista es la presunta nuera de Teresa Marsé. La pareja unisex se descompone y la voz masculina da un paso al frente.

– ¿Qué desea?

– Estaba abierto. Busco a Ernesto.

Se miran los tres jóvenes y no contestan.

– Es por un asunto relacionado con su madre, con Teresa.

– Está de viaje.

Ha dicho la nuera.

– Lo sé. De eso se trata. Quisiera hablar con Ernesto.

– Trabaja.

– ¿Volverá pronto?

– Trabaja de camarero y tiene el turno de noche. Acaba de marcharse.

Aquel niño ojeroso nacido para ser el Che o el heredero de "Can Marsé" trabaja de camarero.

– ¿Me pueden decir dónde?

Tal vez se lo puedan decir, pero no se lo quieren decir.

– Es que no lo sé. Es por Barcelona, pero no sé el sitio. ¿Cómo ha encontrado esta casa?

– Me dio la dirección la abuela de Ernesto.

– Ah, la "iaia" [Abuela].

La muchacha parecía aliviada y al decir la iaia había mirado hacia una puerta que comunicaba con el frente de azulejos desportillados de la cocina. Sin duda la iaia estaba contribuyendo a que aquella cocina funcionase.

– Perdone, pero es que mi padre me está buscando y no queremos líos. Estamos en casa de estos amigos.

La pareja unisex cabeceó afirmativamente.

– Ernest trabaja en el Capablanca, una boite de travestís, al final de las Ramblas. Trabaja de camarero.

Se apresuró a añadir para que ni por un instante Carvalho pudiera pensar que Ernesto trabajaba de travestí. Diecisiete años de flautista preñada contemplaban a Carvalho ya sin recelo, pero a la espera de una explicación.

– ¿Le ha pasado algo a Teresa?

– Eso es lo que trato de saber.

Por qué se viste de sea

la flo de lirio morá,

por qué se viste de sea,

ay campanera, por qué será.

Como una flor de sangre, estropajosa la rubia melena y todo lo demás rojo incendiado, el colorete, el traje de cola y lunares, blancos los lunares, de blanco enrojecido, "la Pipa", un metro ochenta sin tacones y con tacones estatura pivote, tórax de peso welter aumentado por dos tetas silicóticas que son la envidia de la competencia, pantorrillas de clase de anatomía y al revuelo de la falda muslos marmóreos para esconder el misterio de lo que respetó o no respetó un bisturí en Casablanca. Y en el rostro de chico moreno disfrazado de chica rubia, facciones de maricón descarado, la picardía del "por qué se viste de sea la flo de lirio morá" y un taconeo que levanta miasmas de polvo que se suman a la neblina excitada por los chorros de luz, con los que los reflectores tratan de acertar en el gimnástico subrayado de expresión corporal que "la Pipa" le echa a la tragedia de "La campanera", tragedia profunda entre las manos de un pianista breve, viejísimo, con gafitas de estudiante muerto en una carga de la policía zarista. A contraluz, gentes de barra, y en la profundidad de la sala no cabe una alma, todas las mesas ocupadas por matrimonios recién salidos de una cena de seis mil pesetas codo a codo con la progresía convocada por el tam tam oral de un ambiente irrepetible, "la Pelucas, Rosalinda, la Adefesio, la Toro", especialistas en imitaciones de Rocío Jurado, Amanda Lear, Astrud Gilberto, Rafaela Carrá, ex camionero "Rosalinda" padre de dos hijos, hijo pequeño de madre viuda "la Pelucas", mecánico tornero "la Adefesio", puto ambidextro "la toro", éxito asegurado con "Luigi el Amoroso".

– "Respetable público, a continuación el gran éxito de Rafaela Carrá en una versión libre de Juana" la Toro.

Y sustituye "la Toro" a "la Pelucas" embistiendo contra la entrada del pianista.

– "… acompañada al piano por el maestro Rosell".

Rosell, el pianista viejo, un Buster Keaton blanco de noche que corrige sobre la marcha los desastres de tiempo y entonación de las alegres y fuertes muchachas.

– ¡"Tengo un reglazo"!

Dice "la Pelucas" con los sudores del arte en la frente.

– ¡"Cuando me viene la regla tengo una desangría"!

Insiste "la Pelucas" rodeada por un grupo de habituales que sonríen o ríen según su control nervioso ante la giganta de entrepierna inquietante.

– "Estaba actuando una vez en Mallorca y me vino un reglazo de éstos, mira, chiquillo, cómo puse el escenario".

Y se corre la voz de que en la sala está un alcalde en funciones y Luis Doria, el viejo genio de la poesía y la pintura, conservado en formol y almidón. Luis Doria, desde la atalaya de una mesa dominante de la algarabía, punto de referencia para los entendidos, está Luis Doria, ¿aún vive? ¿Has visto su exposición en la Maeght? Una sana sensación de buena inversión en las parejas acomodadas que consumen su semanal noche de locura con un matrimonio amigo, socio en negocios y vacaciones en el mar. Por lo demás penenes, minieditores avanzados, ex editores, posteditores, escritores, pintores, ex cantantes de protesta, especialistas en ciencia ficción, números doce e incluso once en las listas electorales de los comunistas o los socialistas, prestigiosos nombres de relleno que guardan las espaldas cargadas de los políticos de verdad premiables con la silla parlamentaria y Juanito de Lucena recién llegado de una "turné" por América del Sur, solidario con el trasfondo de la fiesta, repasado por los ojos arácnidos de "la Pelucas".

– ¡Qué bueno está!

Juanito de Lucena, un lunar postizo junto a la boca besadora y un dibujo de cejas de muchacha en flor. Sobre Juanito de Lucena se inclina Ernesto con los cuatro gestos que le ha enseñado el "ma3tre", el cuerpo inclinado en señal de ofrecimiento, una mano doblada sobre la espalda y la otra manejando la bandeja mientras de los labios sale un qué desea tomar lo suficientemente alto para que el cliente lo oiga y no se corte la inspiración de "la Toro", una Rafaela Carrá de morenez tunecina y esqueleto de destripaterrones.

– Ernesto. Este señor te busca.

El hijo de Teresa Marsé lleva en la bandeja dos gintónics y un Alexandra. De los labios de Carvalho no sale el tono de voz adecuado y Ernesto no le entiende. Carvalho le hace señas de que se aparten del bullicio y el muchacho le dice que no puede. Le pide que espere. Lleva el encargo a una mesa y durante su viaje alguien golpea en un hombro de Carvalho. Cuando se vuelve recibe la sorpresa de la arrugada sonrisa de la Donato.

– Pero bueno, ¡usted es incansable!

– Le aseguro que es casualidad.

– ¿Cómo dice?

– Que es casualidad.

– Estoy sentada allí con unas amigas. Le espera una copa.

Allí es una mesa situada a los pies de Luis Doria donde cuchichean tres damas separadas del marido y de la fiesta. Ahora "la Toro" se ha puesto a recitar su nostalgia por Luigi el Amoroso, "latin lover" de exportación que se ha ido a Hollywood a hacer fortuna con la picha, mientras el maestro Rosell crea una cierta sensación de paisaje musical íntimo, triste a pesar de la parodia. Vuelve Ernesto con la bandeja vacía y le hace señas a Carvalho para que se dirija hacia los lavabos. Hasta allí llegan las estridencias canoras de "la Toro", pero no el hervor de las conversaciones y las carcajadas reprimidas.

– ¿Qué pasa? No puedo entretenerme. Estoy a prueba y me ha costado mucho encontrar este trabajo.

– Se trata de su madre. Está en apuros y en Thailandia.

– Mi madre siempre está en apuros.

– Parece serio. Su abuelo no quiere saber nada. ¿Hay manera de encontrar a su padre?

– ¿Mi padre? Ése aún menos. Lo difícil será encontrarle, y cuando le encuentre como si no. Está infantilizado. Es como mi hijo. Se pasa la mitad del año en Ibiza y la otra mitad pegando sablazos por Barcelona.

– Alguien tiene que interesarse por Teresa. Hay que ponerse al habla con el Ministerio de Asuntos Exteriores, por ejemplo.

– ¿No será el clásico embolado de mi madre?

El "ma3tre" asoma la cabeza desde una esquina.

– No puedo entretenerme. Aquí te juegas el puesto por cualquier tontería. Trataré de encontrar a mi padre. Deme su teléfono.

Carvalho le tiende una tarjeta y Ernesto se la guarda en el bolsillo de la chaquetilla "smoking" como si fuera una propina. Lleva los cabellos largos recogidos en una trenza y la sombra del bigote adolescente agrandada por la desesperanzada voluntad de no afeitárselo.

– ¿Pero viene o no viene?

Es la Donato. Coge a Carvalho por un brazo y le ayuda a abrirse camino entre la multitud braceante por los aplausos. Por un túnel de clientes desplazados abierto por la Donato, Carvalho llega a la mesa de las damas. Una concertista de piano, una traductora de novelas feministas y la ganadora del premio de novela breve más importante de la literatura murciana, informa la Donato y presenta a Carvalho como un detective privado en paro.

– Aprovechad la ocasión, chicas, el señor busca trabajo.

– ¡Si lo hubiera conocido antes! ¿Para qué sirve un detective privado?

– Para seguir a su marido, por ejemplo.

– Ya no tengo marido.

– Ni yo tampoco.

– Estas señoras tan monas son todas unas malcasadas y están a su disposición.

La concertista conserva el bronceado del verano y mira a Carvalho por encima del hombro. Es una rubia bien teñida bien vestida, bien formada, bien madurada, con las tetas apretadas bajo un corpiño de seda escotado.

– ¿Verdad que es mono? Es el detective privado más mono que conozco. Hoy me he enfadado con él porque es un machista.

La Donato aprieta con sus manos un brazo de Carvalho y guiña los ojos.

– ¡Qué noche tan bonita! ¡Cómo está esto! ¿Ha visto usted a Luis Doria?

– No tengo el gusto.

– El pintor, el poeta; pero, hombre, ¿no lee los diarios? Mire. Allí le tiene. Es un habitual de la sala y no viene por las chicas, viene por el pianista. Cada vez que viene se va de los últimos y antes de salir saluda ceremoniosamente al pianista y se marcha.

– El pianista.

Musita Carvalho y dirige sus ojos hacia el viejecillo que culmina el subrayado musical del retorno de Luigi el Amoroso a su pueblo natal, a sus amantes habituales, fracasado en la empresa de ser gigoló en Hollywood. El pianista es una figurilla agitada por la música, con los pantalones demasiado cortos dejando ver media pantorrilla anciana y blanca, los calcetines marrones viejos y arrugados, los zapatos embalsamados por los betunes, nerviosos como sus manos.

– Conocía usted este lugar, supongo.

– Supone mal.

– Estuvo abierto ya durante la dictadura, pero lo cerraron por una denuncia. Ahora lo han vuelto a abrir. Casi todas las chicas son las mismas de antes. Con casi diez años más encima. ¿Se ha fijado en "la Toro"? Da miedo.

Y la risa de la Donato se contiene cuando advierte que la concertista y Carvalho se aguantan la mirada, que la concertista la aparta y se sonríe a sí misma. La Donato mete sus labios en la oreja de Carvalho.

– Hágale compañía, está muy sola. ¿Le gusta la música?

– Según.

– Háblele de música.

Carvalho apura el whisky doble sin agua ni hielo y se inclina hacia la pianista.

– ¿Qué tal Beethoven?

– ¿Qué le pasa a Beethoven?

– Me han dicho que es usted música.

– Lo mío es Bela Bartok.

Carvalho finge estar enfadado y cabecea negativamente.

– No me esperaba esto de usted.

La concertista ríe y enseña una dentadura carísima.


– Esto no puede quedar así.

Proclamó la Donato cuando ya era evidente que los echaban del local. Doria se había levantado, atezado, anguloso, con la melena blanca refulgente en la penumbra del local y su andar anciano pero decidido era secundado por dos acompañantes que no quitaban ojo de sus pasos descendiendo los escalones que le separaban de la pista central. Fue abordado por la concertista y el anciano la acogió con afabilidad, le besó una mano, se la retuvo, comentó con ella algo regocijante y la despidió con la misma ceremonia con que la había recibido. La retirada era general y Doria caminó con facilidad hacia la peana donde el pianista recogía las partituras con meticulosidad. Carvalho siguió a sus compañeras en el movimiento de recuperación de la concertista y juntos se encontraron siguiendo la estela de Luis Doria, entre miradas avisadas de los últimos clientes. Doria se detuvo al pie de la peana y dijo:

– Muy bien, Alberto, muy bien.

Pero el pianista apenas si se volvió. Asintió con la cabeza y siguió dando la espalda al prepotente Luis Doria.

– ¿Todo sigue bien?

Volvió a cabecear ambiguamente el pianista sin darle la cara a Doria.

– ¿Y Teresa?

El pianista se agitó y de espaldas igual podía deducirse que lloraba o reía. Había terminado de recoger las partituras y se encaminó hacia los escalones de la peana sin hacer el menor caso de Doria, quien ya había escogido el camino hacia la calle seguido de sus acompañantes. La Donato tomó a Carvalho por un brazo.

– Cada noche es igual. Siempre que he coincidido con Doria aquí termina la fiesta igual.

El pianista entregó las partituras a la encargada del guardarropía. La mujer, como cumpliendo un ritual, las guardó y reapareció con un cepillo que el viejo utilizó parsimoniosamente para desempolvarse de arriba abajo. Coincidieron en la salida los acompañantes de Carvalho, el pianista y Ernesto ya sin el "smoking", ahora con el uniforme de joven mil novecientos ochenta y dos y la melena suelta sobre la espalda. Ernesto le hizo un gesto de inteligencia y se subió a una pequeña motocicleta con la que se lanzó Ramblas arriba en busca de la madriguera donde le esperaba la flautista preñada. Carvalho pensó que el muchacho tendría frío en cuanto octubre empezara a vencerse y que no era una moto para subir las rampas del Tibidabo y luego bajar las carreteras húmedas que llevaban hacia el Vallés. Pero Ernesto era ya una lucecilla roja lejana y en cambio Alberto Rosell, el pianista, caminaba por el centro de la Rambla con agilidad de excursionista, tal vez propiciada por aquellos pantalones demasiado cortos que dejaban ver unos calcetines marrones de posguerra.

– Rosa, guapa, no me has dicho nada.

La Donato besaba y era besada por "Rosalinda", tan cubierta de pieles que parecía un explorador ártico afeminado.

– Me quieres mal, no me quieres nada. Ya te has olvidado de que hemos sido muy amiguitas.

– ¿Cómo te voy a olvidar, preciosidad? Pero es que eres demasiado hombre para mí.

– ¿Hombre yo? Ay, qué cosas dices. Andrés, anda, vente y escucha que groserías me dicen.

Se acercó al grupo un muchacho con patillas y la colilla de un puro entre los labios.

– Éste es mi Andrés, mi novio. Vamos a casarnos. Y ésta es Rosa. Mira qué dice, tú, que soy demasiado hombre para ella. ¿A ti te parezco un hombre, Andresico?

Andrés dijo que no, se metió las manos en los bolsillos y se empeñó en buscar la luna en los cielos. "Rosalinda" pellizcó a la Donato en un brazo.

– Pero qué mala eres, qué mala es esta mujer. Preséntame aquí al buen mozo ese. ¿Adónde me lo lleváis tantas mujeres?

– Es un detective privado.

– Un bofia.

Todo el asco del mundo provocó un terremoto siete en la escala de Richter en la costra de maquillaje de "Rosalinda".

– No. Un detective privado, como los de cine. Como Humphrey Bogart, por ejemplo.

– Ay, pues no se parece. Me recuerda más a… no sé… A otro. Pero a ese que has dicho no. Adiós, maja, y no me tengas tan olvidado. ¿Te he gustado?

– Has cantado muy bien.

– Es que voy a clases de canto, mira tú, con el mismo que enseñó a respirar con los ovarios a la Caballé. Enséñeme a mí también, le dije. Y me está enseñando.

– ¿A respirar con los ovarios?

– Pues sí, oye, y es verdad, se puede. Mira.

Se desabrochó el abrigo de pieles y quedó al descubierto un vestido violeta que se adaptaba como una funda a la voluminosa orografía de "Rosalinda".

– Mira, ahora respiro con el estómago.

Y el estómago de "Rosalinda" subía y bajaba según la dirección de entrada o salida del aire que ella aspiraba con la boquita cerrada y las narices dilatadas como si fueran de un sapo.

– Y ahora me meteré el aire en los ovarios.

Y se lo metió, porque ningún volumen externo dio señal de vida con lo que todos convinieron que el aire había ido a parar a un pozo profundo de las interioridades de "Rosalinda".

– Y claro, con el aire aquí abajo pues tarda más en salir y te da más tiempo a aguantar la voz. Por eso la Caballé, o quien dice la Caballé pues la Callas o Raphael, o un cantante de ésos, pues aguanta el aire y te hacen con la voz lo que te hacen. Te pueden cantar, qué sé yo, un kilómetro y con la cara como si se estuvieran cepillando el pelo.

Cerró los ojos para reponer ideas destinadas a una disertación que deseaba prolongada y la Donato le besó las mejillas mientras daba por terminada la audiencia.

– Mira, monina, estamos cansados y nos vamos a casa. Felicidades por lo bien que lo haces y te deseo muchos éxitos.

"Rosalinda" trató de decir que vivía para el arte, pero la Donato ya le había dado la espalda y Carvalho se encontró a sí mismo caminando y mirándose la punta de los zapatos, sintiendo al lado la presencia de la concertista. Rosa aprovechó la luz de un farol para concentrarlos bajo su luz y darles las instrucciones nocturnas.

– Yo he de madrugar y no puedo acompañarte, Joana. ¿Verdad que nuestro detective privado será tan amable que acompañará a Joana a su casa?

Joana relevó a Carvalho de la propuesta de la Donato y dijo que la noche estaba llena de taxis.

– Pero no de detectives privados.

La cosa estaba hecha, porque la Donato besuqueó las mejillas de la concertista, dio una mano a Carvalho y se colgó de los brazos de las otras dos emprendiendo el inevitable remonte de las Ramblas. Se volvió unos metros más arriba para decirle en voz alta a Carvalho.

– ¿Ha visto a Marta Miguel? ¿Sí, verdad? ¿Qué le ha parecido? ¿Una pesada, no? Yo apenas la conozco.

Había hablado sin necesitar ninguna respuesta de Carvalho y le volvió la espalda prosiguiendo su ruta. Joana miraba en todas direcciones por si aparecía un taxi.

– No se preocupe. La acompaño con mucho gusto.

– Es que me da rabia.

Y había rabia en el tono de su voz y en la mirada que dirigía a las tres mujeres que se alejaban.

– Siempre me hace el mismo numerito.

– ¿En qué consiste si puede saberse?

– Pues que en cuanto se acerca un hombre me lo endosa.

– Es una buena amiga y generosa.

– Lo hace para mortificarme. Para decirme, toma un semental, toma, tú, que no eres como nosotras.

– Ya entiendo. ¿Y por qué sigue saliendo con ellas?

– Hay algo en Rosa que me atrae. No sé qué es. La fuerza de carácter, quizá.

Cuando entraron en el coche de Carvalho se miraron a los ojos y de pronto los de la mujer descendieron para comprobar si Carvalho tenía boca, y cuando la encontraron fue toda la cabeza la que avanzó hacia la de Carvalho y unos labios pequeños, entreabiertos, jugosos, se apoderaron de los de Carvalho. Carvalho contestó el beso y luego echó el cuerpo contra el respaldo del asiento.

– Menos mal que no tendré que hacer esa pregunta tan estúpida.

– ¿Qué pregunta?

– ¿Me invita a tomar una copa en su apartamento?


– Mi marido me dejó.

Se dejó caer con la copa en una mano y el otro brazo equilibrando la caída del cuerpo, para quedar sentada con las piernas cruzadas y en la mano la copa, sin una gota de menos. Carvalho valoró la habilidad del gesto y desde su posición de hombre hundido en las arenas movedizas de diez mil cojines, sin manos suficientes para aguantar la copa, evitar ser engullido y mantener una disposición corporal que le permitiera futuros avances hacia Joana, maldijo el supuesto orientalismo que se estaba apoderando de la decoración de interiores. En cambio en las paredes pintura abstracta, nombres de postín, y al fondo del inmenso salón, en la que era la tercera zona de estar, el piano de cola, un trono.

– Así, por las buenas. Me lo había anunciado desde el primer día que nos casamos. Cuando tú cumplas cuarenta y cinco años yo ya tendré cincuenta. Entonces te dejaré. Yo me lo tomé a broma.

Bebió de la copa con la delicadeza de una ave.

– Fue en julio pasado. Yo cumplo los años en julio. El veintidós. Eduardo me entregó un estuche y un sobre. En el estuche un collar de esmeraldas que me tenía prometido desde… en fin… Y en el sobre una cita para un abogado y un cheque de diez millones de pesetas… ¿Me oyes? ¿Qué te parece?

– Que tu marido tiene mucho dinero.

– A veces. Pero sí, tiene dinero. No mucho. ¿Qué entiendes tú por mucho dinero?

– Cincuenta millones de pesetas.

– Eso es calderilla. Pero sí, ésos los tiene.

– ¿Por qué te dejó?

– Yo creo que porque me consideraba ya usada. Él me dijo que yo me merecía una segunda vida, junto a otro hombre, al margen de la vida doméstica. Y él también, claro. Tiene dos hijos con una enfermera de su clínica.

Asomaba los ojos por encima de la copa para comprobar el efecto que causaban sus revelaciones.

– Más joven que yo.

– Pero no más guapa. Seguro.

Las manos de Carvalho se movieron rápidas. Le deshicieron el peinado y una melena corta y suave enmarcó un rostro de portada de "Hola" sometido a un régimen de pocas calorías y a masajes faciales que combatían una inicial flaccidez de las mejillas y las anilladas arrugas del cuello. Y las manos del hombre volvieron a actuar para pasar los tirantes del corpiño por encima de los hombros y permitir la libertad de las tetas fuertes, exactas, tostadas por el sol y culminadas en dos pezones frambuesa. Ella contemplaba sus propias tetas y al mismo tiempo quería reemprender la confesión.

– No habíamos tenido hijos.

– Mucho mejor. ¿Quién se los habría quedado?

– Es cierto.

Ahora las manos iban a por la falda y la mujer tuvo que darle la espalda a Carvalho para que le bajase la cremallera, sin abandonar la copa, sin derramar ni una gota, incluso permitiéndose el alarde de sorber de ella mientras Carvalho le quitaba la falda. Con unas braguitas que cabían en el puño de un niño y una copa de oporto en una mano, el cuerpo de Joana parecía un montaje visual. El cuerpo traducía una angustiosa voluntad de lucha contra el tiempo, ni un gramo de grasa, ni un pliegue sin atender, ni un rincón sin barnizar por los soles más constantes del mundo y, sin embargo, tanto esfuerzo no había conseguido anular una cierta maceración en las formas que atraía a Carvalho y le hacía repasar las yemas de los dedos con delicadeza por todas las fronteras de aquel cuerpo en combate a muerte contra los calendarios.

– Rosa quisiera que yo fuera como ella. Que todas fuéramos como ella.

– Sería terrible.

Dijo Carvalho y trató de aguantarse sobre un codo mientras besaba un pezón después del otro con una soltura dificultada por la posición. Cuando los labios de Carvalho se posaron en el pezón izquierdo, Joana echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos dejándose caer sobre el mar de cojines. Al no ser avisado, Carvalho quedó despezonado y en un equilibrio imposible que se rompió. Cayó sobre Joana incontroladamente, acción que la mujer interpretó como un asalto precipitado y se escabulló entre los cojines mientras farfullaba varias veces un molesto: todavía no. Joana estaba allí, a media milla de cojines, con sus braguitas, dando la espalda a Carvalho y al mundo, meditabunda. Carvalho dudó entre marcharse o recomponer un clima adecuado. Se rindió a la ley de los cojines y se dejó engullir hasta tocar fondo. Desde allí pidió con una voz serena.

– Me gustaría que tocaras el piano.

– ¿Ahora?

– Ahora.

– ¿Así?

– Así.

La mujer se enderezó, se arregló los cabellos con una mano y se fue hacia el piano. Tenía un hermoso culo en forma de pera que se adaptó al sillón giratorio y unos codos puntiagudos que se cernían sobre las teclas como pajarillos de presa. El piano parecía esperar las manos de su dueña porque le entregó las notas con la inmediatez de un mayordomo. A Carvalho le sonó a Albéniz, poco después hubiera jurado que estaba escuchando Torre Bermeja, pero ella dejó de tocar y sin volver la cabeza se disculpó.

– Perdona, pero estoy ensayando un recital de Albéniz y ya me sale automáticamente.

De nuevo los codos se predispusieron para el asalto a las teclas, y esta vez una melodía triste, romántica, épica a la vez, con espesor de noche o de sentido, pero sin duda hecha para remover los posos del sentimiento.

– ¿Qué es eso?

– "O Perigal". Una canción de Theodorakis sobre un poema de Elitis. Cantado es hermosísimo. Sobre todo si lo canta Maria Farandouri.

– Así tampoco está mal.

– No. Tampoco está mal.

Carvalho se levantó y se desnudó. Avanzó hacia el piano y abrazó a la pianista apoderándose de sus pechos. La melodía se rompió en pedazos y Carvalho obligó a la mujer a poner las manos sobre la tapa del piano y mientras le besaba la nuca la penetró por detrás.

– ¿Por qué?

Tuvo tiempo de decir ella antes de la penetración. Pero Carvalho no quiso o no tuvo respuesta. Las piernas de ella flaquearon a medida que se acercaba el orgasmo y Carvalho tuvo que aguantarla con el brazo cruzado sobre sus ingles. Cuando terminó, la dejó formando un ángulo entre el piano y el suelo. Joana se levantó con vacilaciones de Margot Fontaine y sin dar la cara a Carvalho se fue hacia los cojines y se zambulló en ellos. Carvalho contuvo el impulso de ir en busca del lavabo y se tumbó junto a la mujer fingiendo con un dedo recorridos imaginativos sobre su espalda. Ella volvió la cabeza y por fin él le vio la cara, acalorada, como dilatada por una íntima satisfacción.

– ¿Por qué?

– Por qué ¿qué?

– ¿Por qué lo hemos hecho?

– Se me ocurren dos buenas razones. Porque lo hemos pasado bien y porque son las cinco de la madrugada y aún no han abierto el Corte Inglés.

– ¿Por qué me lo has hecho así, como si fuéramos perros?

– Tienes una hermosa espalda.

– Me lo has hecho así para humillarme.

Había fruncido el ceño para estimular su propio enfado. Carvalho se levantó y empezó a vestirse.

– ¿Y mañana qué?

– Mañana será otro día.

– Nos veremos.

– Mañana no. Otro día.

– Pronto saldré de gira si no tengo problemas con la policía y el juez.

– ¿Qué te pasa?

– Soy testigo del caso del asesinato de esa chica, de Celia Mataix.

– ¿Estabas allí la noche del crimen?

– Sí. Me llevó Rosa. Y me fui con ella.

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