– ¿Conocías con anterioridad a Celia?

– Muy bien. Demasiado bien.

No escondía el retintín.

– ¿Problemas?

– Había sido amante de mi marido. Precisamente quise ir para ver qué tal era de cerca.

– ¿Qué tal era?

– Una putita que se hacía mayor.

Picoteaban las manos de la mujer en busca de sus ropas. Se vistió lo suficiente como para acompañar a Carvalho hasta la puerta de la escalera.

– Tengo la sensación de haber sido una tonta.

– ¿Por qué?

– Ha sido tan… tan animalesco…

Carvalho cerró los ojos espiritualmente y le tendió una mano. Ella miró la mano como si no entendiera el gesto y luego se alzó sobre la punta de sus pies para besar la mejilla de Carvalho.

– ¿Siempre lo haces así?

– ¿Cómo?

– Como si no te importara qué cara pone tu pareja.


Quería decir lo que iba a decir y quería decirlo precisamente en el momento de cerrar la puerta tras Carvalho.

– Todos los hombres sois iguales.


Tardó en darse cuenta de que la llamada era real, de que a pesar de ser las diez de la mañana y no llevar ni cuatro horas en la cama, alguien estaba llamando al timbre con voluntad de ser oído. saltó desnudo de la cama y se asomó a la ventana. Allí abajo estaba Ernesto decidido a no irse de balde, después de haber dormido tan poco como Carvalho. El detective abrió la ventana y lanzó un ya va indignado que levantó el vuelo de las golondrinas posadas sobre los árboles del jardín. Empezó a buscar un batín y se descubrió segundos después abriendo la nevera para tragar media jarra de agua fría. El batín. Entre el batín y él medió una extraña desorientación, como si de pronto hubiera olvidado el camino del batín y de la puerta de salida. O tal vez no tuviera batín. Recordó que en el cuarto de baño había algo parecido a un albornoz y fue a por él. Se lo puso y al ponérselo recuperó el sentido de lo que estaba ocurriendo. Alguien había llamado al timbre sin respetar la nube de aturdimiento que tenía en la cabeza y la sensación de sueño inconcluso. Salió descalzo al jardín, abrió la puerta a Ernesto sin decir nada, tal vez esperando disculpas, pero el muchacho pasó ante él mudo y a grandes zancadas se apoderó del jardín, de la puerta de la casa, de la casa. Carvalho le iba a la zaga y no recuperó el dominio de la situación hasta que Ernesto se dejó caer en el sofá y suspiró resignado.

– Tengo un sueño que no me veo.

– Pues yo tengo otro que no te veo. Pensaba que la juventud de hoy no madrugaba.

– Si no le importa quisiera acabar cuanto antes. Lo de Teresa, mi madre, no me ha dejado dormir. ¿Qué pasa?

Carvalho le hizo un resumen de la situación y Ernesto cabeceaba como si le estuvieran contando historias de una reincidente incorregible.

– Mamá es de las que se apuntan a todo sin saber cómo van a salir. Fui a verla y le dije: mi compañera está en estado. Y empezó a hablarme del control de natalidad. Era absurdo. Y luego otro rollo sobre que ella era una madre abierta y no se merecía esto. Y que no tenía ganas de ser abuela. Como si yo le hubiera pedido que fuera abuela. O como si ser abuelo o no serlo se note en algo físico. Ser abuelo no se nota. Ser padre sí. Le dije. Y se puso furiosa. Que se iba y que se iba y que ya hablaríamos cuando volviera. ¿Y yo qué? Que lo hubiera pensado antes. Y así estoy.

– Has tenido suerte al encontrar trabajo.

– Me explotan, pero me hago el tonto. Ni contrato, ni seguro, ni nada. Pero al menos estoy tranquilo y no he de pedir dinero a nadie. ¿Qué puedo hacer por Teresa?

– Dudo que puedas hacer gran cosa. En realidad quienes debieran movilizarse serían tus abuelos o tu padre. Localízame a tu padre, si puedes.

– Ya lo tengo localizado. Está trabajando de amaestrador de perros en una residencia canina de la costa. Hacia el sur. Cerca de Calafell. Por el momento. Como siempre habían tenido perros en su casa, pues sabe de qué va. No se sorprenda.

– No me sorprende.

– Es que mi padre había sido asesor financiero de Bankinter porque era el sobrino de no sé quién o porque era el yerno de mi abuelo, no recuerdo bien. Ahora acaba de volver de Ibiza y la chica que le mantenía se cansó de él. Ha engordado y está perdiendo pelo.

– ¿Qué edad tiene tu padre?

– Todos. Cuarenta y algo. Uno o dos más que Teresa, pero está más viejo. Es un golfo, el tío. Desde que se marchó de casa ha hecho de todo. Menos mal que no da consejos.

Se echó a reír.

– Está loco. Cuando le dije que esperaba un hijo me dijo: muy bien, Ernesto. Tú eres un "sigala" [Vulgarismo catalán sinónimo de pene] como tu padre. Volviendo a lo de Teresa. ¿Quiere que haga alguna gestión? Poco caso le harán a un chico de dieciocho años. Mi abuelo conoce gente y mi padre también, aunque los amigos que tenía los ha perdido a base de sablazos. El padre de Mercé, mi compañera, tiene una influencia impresionante y es diputado del Parlament de Catalunya, pero no me quiere ver ni en pintura. Es de esos demócratas de cintura para arriba.

– Tendríamos que ir a la agencia por si saben algo más y luego a ver a tu padre a ver si quiere echar una mano. ¿Quieres desayunar algo?

Dijo que no y se levantó con una agilidad exhibicionista, al tiempo que agitaba la melena para colocarla en su sitio. Se dedicó a revisar la discoteca de Carvalho y a cabecear negativamente mientras le dedicaba una sonrisa de buen chico.

– Se le paró el reloj. Ni uno de los Rolling siquiera. Lo más nuevo que tiene es el "Penny Lane" de los Beatles.

– Me debió tocar en una tómbola. De hecho me paré en Aznavour.

– No es tan malo como quiere parecer. Aquí veo un long-play de los Pink Floyd, pero póngase al día, hombre, dentro de poco se va a quedar sordo. Se puede ser sordo si no se sabe escuchar la música de nuestro tiempo.

– Profundo pensamiento.

– Cuando madrugo me salen así, a montones.

Carvalho se fue a la cocina. Hizo café y mientras culminaba el goteo de su transfusión de sangre mañanera se comió un cuarto de kilo de fresas recomendadas por Bromuro como el principal medicamento contra el ácido úrico.

– Y si pudieras estar una semana comiendo sólo fresas echabas fuera el ácido úrico para tiempo, Pepe.

Un cuarto de kilo de fresas por la mañana algo debía ayudar. Y con la satisfacción de haber tenido un acto de respeto para su maltratado cuerpo se fue a la ducha y se sometió a la alternancia del agua fría y del agua caliente porque Bromuro, que no se había duchado desde que cruzó el Oder o el Neisser con la División Azul, sostenía que iba bien para la circulación de la sangre.

– A tu edad, Pepiño, has de empezar a preocuparte por la circulación de la sangre. El estado de la sangre es el estado del cuerpo. Por eso yo estoy como estoy. Tengo la sangre tan espesa que parece frita, con cebolla.

Salió de la ducha y encontró la casa ocupada por las resonancias del "Romance de valentía" de Conchita Piquer. Ernesto le sonreía desde el sofá.

– De museo, oiga. Es demasié. Parece una de las chicas esas que cantan en el Capablanca. ¿A usted le gusta?

– Me recuerda la posguerra.

– Le gusta recordar.

– Cada uno recuerda lo que puede.

– Yo recuerdo una canción de Karina que se llamaba "No somos ni Romeo ni Julieta". Se cantaba cuando yo tenía seis años o así. Pero entonces también se cantaba a los Beatles y me he quedado con los Beatles.

– Veo que sigues pensando. Vamos.

Al salir al jardín, el espectáculo de las hiedras omnipotentes y de los setos desgarbados mereció la desaprobación de Ernesto.

– Parece un jardín abandonado.

– ¿Tampoco te gusta mi jardín?

– Hay que amar a las plantas. Hay que hablarles y quererlas, incluso ponerles música. Si quiere vengo un día a arreglárselo. Le cobraré barato.

– Tienes el mismo espíritu de Rockefeller. Camarero, jardinero, un día de éstos te voy a ver por las calles vendiendo periódicos.

– Si se pudieran vocear me gustaría. Le sigo en mi moto.

Su moto era un desvencijado vespino que se lanzó tras el coche de Carvalho y se convirtió desde aquel momento en un motivo de preocupación para el detective, vigilante a través del espejo retrovisor del constante seguimiento del muchacho. Le parecía imposible que aquel insecto con ruedas pudiera aguantar a Ernesto y seguir la marcha del coche. La voluntad de vigilar el comportamiento de la moto hizo que Carvalho descendiera a poca velocidad y que tras él se formara una airada caravana de conductores que luego, al rebasar a la moto y a Carvalho, dejaban sobre el detective airadas o despectivas miradas, que sólo suelen merecer las mujeres conductoras o los conductores que peinan canas. Molesto consigo mismo, Carvalho aceleró la marcha todo lo que le dejaban las caravanas de madres que acababan de entregar a sus hijos a la enseñanza general básica en la trama de colegios privados sembrada en la zona alta de la ciudad. Aparcó el coche en los subterráneos del paseo de Gracia y caminó con rapidez hacia la agencia de viajes. En la puerta le esperaba Ernesto.

– Vivirá muchos años. Conduce como si no se hubiera inventado la prisa.

La entrada de Carvalho en la agencia seguido del melenudo y desgarbado muchacho hizo que algunas cejas se enarcaran. Hubo quien pensó que se avecinaba un atraco y también quien vio en Carvalho al marica maduro que va a apalabrar un crucero por el Caribe con su joven ahijado. El resto de las caras era de trabajo e indiferencia, por lo que Carvalho dedujo que a nadie se le había ocurrido el pensamiento normal de que eran padre e hijo en demanda de informes para un viaje de estudios, por ejemplo. El director de la agencia les tenía preparado el rostro de las preocupaciones, y aunque le presentó a Ernesto como el hijo de Teresa, dirigió su resumen a Carvalho, con quien le unía un pacto de edad y de chaqueta. La expedición había llegado aquella mañana y Teresa no había vuelto con ella. Tenía un resumen muy precipitado del guía jefe, porque el viaje había sido muy duro, con turbulencias increíbles sobre la India y una escala técnica en Bombay de ocho horas, pero casi nada nuevo podría añadir en las próximas horas. Teresa Marsé había desaparecido en Chiang Mai después de un seguimiento irregular que constaba en el informe que le entregaba. Todo fue normal hasta Bangkok. A partir de ese momento se separa del grupo y traba relación con un thailandés de malísima reputación, según la policía, y al decir malísima reputación el director de la agencia miraba a los ojos de Carvalho, como si quisiera decir sin decir algo que el muchacho presente no debía saber. Pero fue Ernesto el que salió al paso del eufemismo.

– ¿Qué quiere decir malísima reputación?

– Exactamente eso.

– Exactamente eso no quiere decir nada.

– Hable claro. Es un chico muy curtido. Se ha hecho a sí mismo.

El director respiró hondamente.

– Para ser claro, y perdonen que emplee palabras de este tipo, pero ha sido exactamente lo que me ha dicho el guía: era un profesional sexual.

– ¿Un puto?

– Sí, es decir, en Bangkok y en todas partes hay putas y putos, pero cada vez más aparecen los putos a medida que las mujeres se emancipan. Por ejemplo, las casas de masajes antes eran para hombres exclusivamente y ahora han empezado a salir casas de masajes para mujeres en las que los masajistas son hombres. Para extranjeras, claro. Todo el vicio en Bangkok es para extranjeros.

– Es decir, que mi madre se ha fugado con un puto.

– Por lo que dice el informe la historia no está clara y la policía de Bangkok no quiere aclararla. Mi guía me ha dicho: me huele mal. La embajada española ha intervenido, pero el jefe de policía de Thailandia, en persona, le ha dicho que el asunto no estaba bajo su control, que "…esa pareja se ha metido donde no la llamaban". Bangkok, no sé si han estado, es una ciudad falsa. Aparentemente es una ciudad festiva y turística donde todo está pensado para el turista. Pero rascas un poco y aparece una ciudad terrible, donde quien no trafica con droga del norte trafica con rubíes birmanos o con chicas, y cada cual tiene su territorio. El guía me ha dicho: me huele mal. Y es un guía veterano, con más de veinte viajes a Oriente.

– ¿Podemos hablar con él?

– Déjenle dormir unas horas y a partir de esta tarde estará a su disposición.


"Residencia canina Pluto." "Otro hogar para los perros con hogar". Y en primer término una alambrada verde tras la que actúa un domador de perros que más pareciera domar leones. Botas altas, pantalón ecuestre, camisa azul holgada, un palo en una mano y el otro brazo enguantado hasta el codo, todo el cuerpo una posturita para citar al perro, recibirlo y secundar sus movimientos de captura con la elegancia con que sólo puede ser capturado un señor.

– Mi padre.

Musita Ernest con resignación y precede a Carvalho en la entrada. Se acerca el chico a la alambrada y grita el nombre de su padre por encima de la tozudez de los ladridos.

– ¡Señor Planas Riutort!

Se vuelve el domador y al hacerlo le acompaña un compacto flequillo que le cubre la frente. Sonríe como si le estuviera recogiendo la sonrisa una cámara de spot y corre atléticamente al encuentro de su hijo. Abre la puertecilla metálica que encierra el espacio destinado a la doma, se quita el guante de protección y utiliza la mano libre para dar un cariñoso cachete al muchacho.

– ¿Qué tal, Tito?

– Muy bien, papá. Déjame hablar antes de que nos sorprendas con alguna de las tuyas. Este señor se llama Carvalho, ha recibido una llamada de mamá desde Bangkok en la que dice estar en peligro y necesita ayuda. Ahora. Ya. Si es preciso irá a Bangkok a ayudarla.

– Tu madre. No me extraña nada. En cuanto sale de la tienda la arma.

Ofrece la mano a Carvalho y sustituye la sonrisa de padre enternecido por la de anfitrión condescendiente.

– Me chiflan los detectives privados. No leo otra cosa que novelas policíacas. Lo de Tere es una contrariedad.

Y se pone serio para repetirle a su hijo:

– Es una contrariedad.

– No hemos venido en busca de lamentaciones, papá. Hay que movilizar a gente para que se interese por lo que le pasa a mamá y hay que ir a Bangkok a buscarla.

– A mí no me mires. Yo puedo llamar a amigos míos para que se movilicen. Por ejemplo, al actual ministro de Exteriores… cómo se llama el chico ese que era tan amigo del tío Fernando… ¡ah, sí! Pérez Llorca… Le queda poco como ministro, pero algo podrá hacer. Supongo que se acordará de mí. ¡Hombre! Cómo no se me había ocurrido antes. Al Seni. El Seni y yo éramos de los círculos monárquicos hace… en fin… hace la tira. Llamaré al Senillosa… Y en cuanto lo de ir a Bangkok, chico, qué lata y qué caro. Yo en mi situación no puedo ayudarle a nadie. Ni a ti, Tito, y no es por falta de ganas. Este trabajo es provisional y el dueño, que es un íntimo amigo mío, me paga a un precio excepcional por ser quien soy y porque, verdaderamente, entiendo de perros. En casa siempre habíamos tenido perros de raza y caballos. Ya lo sabes, Tito. Pero no estoy en condiciones de ayudar a nadie que no sea yo mismo. Tú ya sabes, Tito, que escogí la libertad.

– Pero, al menos, muévete. Telefonea a esos señores.

– ¿Aquí? ¿Ahora?

– Aquí y ahora.

– Pero, Tito. Es impropio. No es lugar, ni es hora.

– Mamá está en peligro.

Ernesto ha cogido a su padre por un brazo y el caballero domador inclina la cabeza vencido por la obstinación de su hijo. Inicia la marcha hacia un chalet sobre el que campea otra vez el rótulo "Residencia canina Pluto". La marcha cansina del hombre se trueca en ágiles zancadas en cuanto han cruzado la puerta de entrada y se mete en un despacho donde un hombrón moreno, con el rostro agitanado por el sol, escudriña unos papeles.

– Alfonso, mira, chico, mi hijo Tito y un amigo. Mi mujer está en líos y he de llamar a unos amigos.

El hombrón ha levantado el cabezón y ofrece una cara hosca y llena de pliegues a los que acaban de entrar.

– Te he dicho cien veces que no quiero llamadas en horas de trabajo.

– Pero, chico, mira, es un caso de emergencia. Me olvidaba de presentaros a Alfonso, el alma de este negocio.

Alfonso no ha mejorado de talante por el hecho de ser presentado como el alma de todo aquello.

– ¿Cuántos perros has hecho esta mañana?

– Tres.

– ¿Y el de la señora Carola?

– También.

– ¿Adónde has de llamar?

– A Madrid primero para hablar con Pérez Llorca.

– ¿Con Pérez qué?

– Pérez Llorca, el ministro de Asuntos Exteriores.

Alfonso sigue sumido en la tormenta que le ha estallado en los sesos y abre los ojos con asombro cuando Ernesto coge el teléfono y lo pone en manos de su padre.

– Le pagaremos las llamadas y el tiempo de trabajo que pierda mi padre.

Los ojos y la boca de Alfonso se han abierto para absorber la cantidad de imagen necesaria para justificar la dura condena que van a emitir los labios. Mientras el domador solicita el teléfono del Ministerio de Asuntos Exteriores, Alfonso se pone en pie y dirige un dedo acusador al muchacho.

– En esta oficina las decisiones aún las tomo yo y no tolero que un par de pijos metan sus narices en mis asuntos. ¡Si no te ganas el dinero que te pago, aún te ganas menos el derecho a llamar por teléfono en horas de trabajo!

Y una manaza se apodera del teléfono en el momento en que el domador ha conseguido el número del Ministerio de Asuntos Exteriores. El domador cierra los ojos y se pone rígido.

– Mira, Alfonso, basta. Métete el teléfono donde te quepa y búscate a otro para que amaestre a tus perros.

Alfonso tarda en darse cuenta de que su protegido ha abandonado su protección.

– Así que te vas. ¿Y adónde te vas a ir?

– No me faltarán ocasiones.

– ¿A ti? Estás más desacreditado que…

Carvalho empuja a Ernesto para evitar que se soliviante con el hombrón que les va siguiendo, a pasos cortos compensados por la longitud de sus gritos.

– ¡Aún encima que te di este trabajo por caridad! ¿Para qué sirves tú, eh?

Como si la puerta del recinto fuera el límite de su autoridad, allí se queda el hombre contemplando la marcha de los otros tres.

– ¿Y este tío es amigo tuyo?

– Fuimos compañeros de colegio, de universidad… en fin. Pero le van mal las cosas y está que trina. Es un mal educado.

– ¿No te cambias de ropa?

– Así vengo cada día.

– ¿Y cómo vienes?

– O en tren o, cuando se me escapa, en autostop. Acompañadme a Barcelona y telefonearé desde casa de la abuelita, pobre, hace más de medio año que no la veo.

– ¿No tienes teléfono en tu casa?

– Vivo con unos chicos en un piso viejo del centro y no, no hay teléfono. Se está mejor sin teléfono. ¿No es verdad? Y tú, Tito, ¿tienes teléfono?

– No.

– ¿Lo ves?

Una sonrisa revela la trama de arrugas finas como cortadas por la punta de un agudo estilete y hay una cierta petición de disculpa en sus ojos risueños y un resto de recomposición de imagen en la mano que pone en su sitio el flequillo encanecido. Ernesto permanece ensimismado en el asiento de atrás, Carvalho conduce el coche, el ex domador de perros monologa en voz alta, fingiendo que dirige una comunicación a su hijo.

– La verdad es que ya estaba harto. De hecho acepté este trabajo, Tito, porque era al aire libre y ya sabes que en los últimos años no soporto los espacios cerrados. Voy a telefonear a esta gente y luego me parece que me vuelvo a Ibiza. No está la temporada alta, pero para mí siempre hay alguna plaza de camarero o de chófer de coches de alquiler. Allí, con un par de idiomas te defiendes y no sabes lo que les agradezco a papá y a mamá que me hicieran aprender alemán de pequeñito, chico, los alemanes son los americanos de Europa. Tito, chico, lo siento porque es tu madre, pero lo de tu madre no tiene arreglo. Es muy buena chica, eh, no lo niego, pero no tiene nada aquí dentro.

Y se señalaba el flequillo.

– Ahora me esperáis y yo subiré solo a casa de la abuelita.

– Yo voy contigo.

Dijo Ernesto sin dejar la posibilidad de ser rechazado.

– Como quieras, pero ya sabes que la abuelita no te ha perdonado lo de la chica esa.

– Yo subo contigo.

Sonríe condescendiente el ex domador de perros y pone cariñosamente una mano sobre un brazo de Carvalho.

– ¡Ay, amigo mío, estos hijos! ¿Tiene usted hijos? No. Le felicito. Ya ve. Ya ve las complicaciones que traen.


Ernesto le pide con gestos que baje el cristal de la portezuela y se asoma por la ventanilla.

– No hay que confiar mucho. Con Pérez Llorca no ha podido hablar, pero le ha dejado el recado a una secretaria. Con Senillosa sí que ha hablado y le ha prometido que moverá lo que pueda, pero le ha advertido que no es el primer caso de españoles liados en asuntos de droga en Asia, y las cosas son complicadas.

Carvalho no quiere enfrentarse a la expresión de tristeza del muchacho.

– Si yo tuviera dinero cogería el primer avión. A ver si mi abuelo ha hecho algo. ¿Quedamos esta tarde para ver al de la agencia? Yo ahora tengo que hacer.

Concuerdan la cita y Carvalho retiene al muchacho.

– Oye, le has dicho a tu padre que yo iba a ir a Bangkok a buscar a tu madre…

– Sí.

– Ni se me ha pasado por la cabeza.

– Comprendo.

Pero no lo comprendía y Carvalho tampoco lo comprendía segundos después, cuando decidía irse a comer al hostal d.en Binu, el mejor restaurante más próximo a la casa del viejo Marsé, más próximo al viejo Marsé. Aunque el horizonte inmediato lo ocupaba en su totalidad una lubina a la papillot de excelente factura que había probado en el Binu hacía algún tiempo, fue en el momento de reponer gasolina cuando se dio cuenta de que la estaba gastando a cuenta de Teresa Marsé sin que nadie le hubiera encargado el caso. Se había pasado los últimos días en busca del fantasma de una mujer muerta y tras los pasos de Teresa, la loca fugitiva, gratuitamente, como si él, Pepe Carvalho, viviera del amor al arte y no tuviera ya cuarenta años gravemente adjetivados por los nueve que le acercaban a la cincuentena y a lo que los locos por el eufemismo llamaban tercera edad y sin reservas suficientes como para esperar tranquilamente una vejez pesimista pero digna. Esta angustia condicionó el que se mostrara moderado en el Binu y, sin abdicar de la lubina a la papillot, pidió un entrante modesto aunque excelente que no estaba a la altura de las sugerencias de la carta: sopa Maresme. También eliminó el postre y salió del establecimiento con la sensación de haberse asegurado la alimentación durante una semana de su próxima vejez. Mentalizado para ser viejo, Carvalho además se encontraba en mejores condiciones de afrontar al viejo Marsé sin complacencias, para hablarle de tú a tú, de condenado a morir a condenado a morir, y lo demás son puñetas, gritó Carvalho al paisaje que le abría el parabrisas de su coche, agrisada la luz blanca del Maresme por un cielo plomizo sobre el que garabateaban falsas huidas bandadas de pájaros con presentimiento de invierno. El misterioso vocerío de los pájaros de Bangkok. Aquellos cables convertidos en un asidero desesperado e insuficiente para miles y miles de pájaros. Tal vez fuera una época excepcional o pájaros excepcionales o la excepción era su estado de ánimo. Pero los estados de ánimo jamás se recuerdan exactamente, siempre se modifican por el estado de ánimo del momento de la remembranza y él estaba en Bangkok para ayudar a preparar la retaguardia de la presumiblemente perdida batalla del sudeste asiático, perplejo ante el sin sentido de millones de seres exactamente iguales a Fu-Manchú y ante el paisaje de una ciudad muda para él, con los rótulos en un idioma dibujado. De la embajada americana al Dusit Thani y alguna salida nocturna con los otros agentes capaces de hacer con la lengua el ruido del descorche en el momento en que la nativa sacaba la pelota de ping pong del coño, sin otra ayuda que sus músculos vaginales. En el ánimo de Carvalho una intuición de despedida, de último servicio, que no quería clarificarse a sí mismo. La casa de los Marsé se sobrepuso a una doble conciencia de pájaros thailandeses y carretera catalana que le había acompañado desde la salida del restaurante. La criada filipina inició un no sé si el señor está en casa al que Carvalho respondió con una sonrisa abriendo la marcha hacia el "hall". La filipina trató de adelantársele y el inicio de carrera fue interrumpido por la aparición de la señora a través de una puerta lateral. Encajó la presencia de Carvalho sin alteración, se limitó a mirar escalera arriba, como si aquel gesto advirtiera de o presumiera la presencia de su marido. Se acercó a Carvalho y le puso una mano sobre el brazo.

– ¿Novedades?

– Algunas.

– ¿Malas?

– Las cosas se han complicado. He hablado con su nieto y su yerno. Su yerno ha dicho que había llamado a ministros y diputados.

– Es un cantamañanas. ¿Qué quiere de él?

Y aquel Él merecía una mayúscula. ¿Qué quieres de Él, Pepe Carvalho? ¿Qué quieres de ese viejo tronante que de un momento a otro puede aparecer sobre la cumbre de la escalera y arrojaros de su Xanadú?

– Quiero que haga todo lo que no va a hacer su yerno y lo que no puede hacer su nieto.

– Ernest es un buen chico, pero tiene tantos problemas, tantos, ay Señor, no salimos de desgracias. Le avisaré de que está usted aquí. No sé cómo se lo va a tomar.

Subió la escalera de puntillas y al rato llegaron las atronadoras voces del viejo Marsé.

– ¿Otra vez Arsenio Lupin? ¿Dónde se ha metido Arsenio Lupin?

El viejo avanzaba asido a la baranda y volvió a ocupar el lugar que le correspondía en el cenit de la escalera.

– ¡Es usted tozudo como una mula!

Carvalho no le contestó. Ni le miró. Daba la impresión de estar esperando el autobús.

– ¿Me oye? ¡Es usted tozudo como una mula! ¿Qué pueden hacer dos viejos como nosotros en un caso como éste?

– Sería conveniente que viniera usted a Barcelona. Va a haber una reunión en la agencia de viajes y habrá que tomar decisiones.

– Estoy jubilado.

– Pero, Higinio…

Intercedió la mujer.

– Tú, cállate. Tú también estás jubilada. Tiene marido y un hijo. Que se espabilen como yo tuve que espabilarme. Y no estamos hablando de niños. Tu hija tiene los cuarenta cumplidos y tu yerno va para los cincuenta.

– Pero ya sabes que en él no se puede confiar y la nena… pobre…

– Ni nena, ni pobre, ni nada.

– Piense que puede haberse metido en un lío y las consecuencias puede pagarlas usted.

El viejo Marsé aumentó su tamaño, como si las palabras de Carvalho le hubieran provocado una explosión interior.

– ¿Pagar yo? ¿Pagar qué? Por mí, que se la queden los chinos si quieren.

– Dentro de una hora hay una reunión en la agencia de viajes y sería conveniente que usted bajara conmigo.

El viejo se revolvió furioso dentro del calabozo de su indignación.

– ¡Pues muy bien! ¡Voy a ir y me van a oír! Así sabrán a qué atenerse.

La mujer corrió escalera arriba y volvió segundos después con un bolso de mano.

– ¿Qué haces?

– Yo voy también.

– Tú te quedas.

– Te quedas tú si quieres. Yo voy.

La mujer baja los escalones casi sin tocarlos, seguida de la mirada más perpleja que airada de su marido.

– Además, tú no puedes conducir.

Dice desde la puerta, y sale al jardín donde toma posesión del asiento del conductor de un Seat 132. Carvalho va a por su coche mientras el viejo Marsé se acerca renqueante al que comanda su mujer.

– "Crieu fills, pares porcs"¡ [¡Criad hijos, padres cerdos! (expresión popular catalana)]

Gritaba a los setos, a las montañas, al mar, con los puños cerrados y el cuerpo tembloroso por la cólera. Dentro del coche su figura se redujo, y aunque Carvalho le veía gesticular, la impasibilidad de la conductora restaba importancia a las gesticulaciones. Carvalho los dejó pasar delante y los siguió. Ahora el viejo parecía pendiente del recorrido porque avisaba a su mujer de los coches que los adelantaban y de las prevenciones del tráfico. No dudó en bajar la ventanilla para enzarzarse en una disputa con un camionero.

– ¡Tiene usted suerte de que peina canas!

Decía el camionero desde las alturas al hombre que mantenía la cabeza y un brazo apuñado fuera del coche.

– ¡Ni canas, ni hostias! ¡Conduces como un guarro! ¿Dónde te han enseñado a conducir, en la cárcel?

El camionero ponía por testigos a su compañero de cabina, a los conductores que esperaban el cambio de luz del semáforo.

– Le pegas dos hostias y tienes el lío armado porque es un viejo.

– ¡Un viejo, pero con dos cojones así!

Gritó el señor Marsé sacando los dos puños por la ventanilla, mientras su mujer aprovechaba la aparición del verde para arrancar y poner carretera por medio entre el coche y el camión.


Carvalho se esforzó en llegar antes que los Marsé para poder advertir a los de la agencia de lo que se les venía encima. Ya estaban en el despacho Ernesto, el dueño de la agencia y el que parecía ser el guía de la expedición. El guía era una guía. Una mujer de belleza madura que hablaba con la neutralidad fonética de los políglotas.

– Vienen los padres de la señora Marsé. Le advierto que el señor Marsé es de difícil trato.

Ernesto resopló y cabeceó respaldando lo dicho por Carvalho. La puerta se abrió de par en par y los dos viejos entraron en la habitación. Sorprendentemente el señor Marsé saludó al dueño de la agencia con la cortesía que podría merecerse un banquero y a la guía con malicia sexual. En cambio enarcó una ceja para acoger a su nieto al tiempo que le decía.

– ¿Tú por aquí? Te suponía dando el biberón a tu hijo.

– Todo llegará.

– A veces llega lo que no tiene que llegar.

La mujer le tiraba de la manga de la chaqueta y el viejo optó por dejarse caer en un sofá y apoyar el peso de los brazos en el bastón establecido entre sus dos piernas abiertas. El dueño de la agencia le hizo un resumen de lo que había hablado con Carvalho y Ernesto y cedió la palabra a la guía.

– Poco puedo añadir. Tal vez cuestiones de detalle, aunque, la verdad, en una expedición de más de cien personas no puedes estar pendiente de lo que les ocurre de una en una y a cada momento. Además la señora Marsé se juntó a nuestro grupo en Bangkok porque ella había hecho primero otro recorrido. Exactamente: Singapur, Penang, Sumatra, Java, Bali…

– Es decir, el crucero holandés…

Interrumpió el dueño de la agencia.

– Eso es, el crucero holandés. Ese crucero hace escala en Bangkok de regreso a Europa, y la señora Marsé había concertado con la agencia unirse allí a nuestro grupo, visitar Thailandia según nuestro programa de viaje y volver con nosotros. Todo fue así en Bangkok. Normal, dentro de lo que cabe.

– ¿Qué es lo que no cabe?

Cortó el viejo Marsé. La guía miraba a su jefe como si temiera ser imprudente con lo que iba a decir.

– Hable con toda sinceridad. Es un caso grave y hay que tratarlo como personas maduras que somos.

Dijo el dueño.

– Bien. La señora Marsé en seguida entabló amistad con un nativo. Un chico muy joven que la acompañaba a todas partes. A veces hay historias sentimentales entre individuos de distintos sexos de la misma expedición, historias que suelen terminar con el viaje, y a veces también algunos hombres han buscado compañía femenina en el país al que vamos y dura lo que dura el viaje. Eso suele ser normal. Pero lo de la señora Marsé no era normal, aunque aún entonces no sabíamos a qué se dedicaba aquel muchacho.

– A chulo putas.

Interrumpió el viejo, y sus palabras fueron pisoteadas por la reconvención de su mujer.

– Calla ya, Higini.

– Bien, no era exactamente eso, pero… por ahí iba. En fin. Durante las visitas programadas por Bangkok, la señora Marsé siguió los recorridos a medias. Ya tenía su guía particular, pensé, y no hay nada que objetar. Luego me vino con la petición de conseguir otra plaza para el muchacho en el vuelo y la estancia que teníamos programada en Chiang Mai. Yo le dije que en lo del vuelo no tenía ningún inconveniente, pero que de cara al resto de la expedición le rogaba que aceptara que les buscase habitación en otro hotel.

El dueño de la agencia asintió respaldando la prudente decisión de su guía.

– Vinieron a Chiang Mai. Por la noche asistieron al tradicional festival folclórico mheo y al día siguiente teníamos programada la excursión hacia el poblado mheo para ver sus costumbres, en los límites de la zona del opio. Ellos no se presentaron a la hora de subir al autocar y no me preocupé. Pero al día siguiente tampoco se presentaron en el aeropuerto en el momento de volver a Bangkok y entonces me alarmé. Yo no podía abandonar a la expedición en aquel momento, pero dejé a uno de los intérpretes nativos para que fuera a ver qué había pasado.

Nuevo voto de confianza del patrón.

– Al día siguiente el guía voló a Bangkok y me dijo que no estaban en su hotel, que lo habían abandonado precipitadamente, que no habían pagado la factura de extras y que además se habían presentado tres o cuatro tipos preguntando por ellos con caras de pocos amigos. Dejé pasar unas horas, de hecho el tiempo que faltaba para el próximo vuelo regular desde Chiang Mai. Yo estaba entre la espada y la pared, porque debía acompañar a los viajeros a la excursión a Pattaya y al mismo tiempo quería resolver el asunto. Así es que me puse en contacto con la embajada española y les dije lo que había ocurrido. Me tranquilizaron y me dijeron que ellos estarían al tanto de la probable reaparición de la pareja y que yo me fuera tranquilamente a Pattaya. Cuando volví la cara del secretario de embajada era un poema. No sólo no habían aparecido sino que cuando, alarmado, se puso en contacto con la policía le dijeron a qué se dedicaba el chico y que en los bajos fondos habían detectado un rumor sobre una pareja a la que estaba buscando un gang de Bangkok. El chico trabajaba en uno de los establecimientos esos donde las chicas hacen lo de la pelota de ping pong y lo del cigarrillo… ya me entienden.

– Yo no entiendo nada.

Cortó el viejo Marsé adelantando la cabeza hasta estrellarla contra el barrote de su propio bastón.

– En fin. Es como el living sex europeo, pero a la manera de allí. El chico trabajaba en esos establecimientos por si había una emergencia. Al lado hay un gran caserón donde se pueden encontrar chicas casi blancas del norte para los turistas, son chicas de una raza especial, muy cotizadas, o sus padres las venden muy jovencitas o provienen de auténtica trata de mujeres. Pero a veces se pide un hombre y no una mujer, y Archit estaba allí para eso. Archit es el nombre del chico.

– Es decir, que mi hija lo contrató para tirárselo.

– No necesariamente. Lo más probable es que se conocieran en una de las salidas nocturnas del grupo para ver el espectáculo de ping pong y que establecieran una relación, pero no diría yo que económica. No sé si me explico. Parecían enamorados.

– ¡Enamorados!

Explotó el viejo Marsé golpeándose las rodillas con los puños.

– Siga, por favor.

– Bien. Yo misma, entonces, con el secretario de embajada, fuimos al Ministerio del Interior a ver qué se sabía del asunto, y allí topamos con Asia. Sonrisas, insinuaciones, súbitas indignaciones, vaguedades y finalmente nada de nada. Algo de tráfico de no sé qué hay por medio, y eso es como un túnel que no sabes dónde empieza y dónde acaba, porque allí, bajo el aparente desorden, todo está controlado y se sabe lo que se puede y no se puede traficar, cuándo, dónde, quién, y se sabe qué personaje concreto del poder se beneficia de cada tráfico, sea prostitución, droga, diamantes. fueron pasando los días y no sacábamos nada en limpio. Fue por entonces cuando ella, la señora Marsé, le envió a usted el telegrama del que me ha hablado el señor Tobías y a continuación la llamada… Tuvimos que volver y dejé toda clase de recomendaciones a la embajada. Harán lo que puedan. Sobre todo para impedir que vaya a parar a la cárcel, porque en Thailandia la cárcel es horrorosa, como sólo puede serlo en un país subdesarrollado. No quiero preocuparles, pero más de un español metido en asuntos de droga se ha suicidado en una cárcel de Thailandia.

Todos se miraban entre sí para finalmente quedar pendientes del viejo Marsé. La nuez de Adán de Ernesto subía y bajaba en un desesperado esfuerzo de contener la emoción y la angustia que estaba a punto de estallarle en el pecho. Finalmente las miradas se concentran en el viejo Marsé, impresionado por las últimas palabras de la guía. El viejo es consciente de pronto de que todos están pendientes de él y se complace recibiendo las miradas una por una. Su voz sale extrañamente suave, casi dulce, cuando se dirige a la guía para preguntarle:

– Usted que conoce aquello, ¿qué opina? ¿No puede ser una falsa alarma?

– Lo dudo. Además está la llamada telefónica.

– De eso no haga caso. Mi hija tiene la cabeza de chorlito.

– La verdad, señor Marsé, y no lo digo por angustiarle, la historia tiene muy mal, pero que muy mal aspecto.

– ¿Y en consecuencia?

– Alguien tendría que ir allí para remover la cosa. Nuestro corresponsal ya está advertido, pero tendría que ser alguien de la familia o un abogado o alguien por el estilo.

El viejo Marsé es ahora quien mira a todos los presentes de hito en hito.

– Pagando yo, claro.

Carvalho retiene la furia de Ernesto casi abrazándolo y clavándolo en el asiento.

– Bien. Para empezar. ¿Cuánto cuesta un viaje a Thailandia y qué descuento me haría la agencia por la responsabilidad que le pertoca?

La propuesta era directa y la perplejidad se convirtió en la inicial tartamudez con que el director de la agencia empezó a elaborar una respuesta.


– Ante todo, comprendo su dolor por lo ocurrido con su hija…

– A mí no me duele nada. Me preocupa. Simplemente eso.

– Pero he de añadir, y déjeme acabar, que no hay responsabilidad alguna de la agencia en lo ocurrido. Su hija es mayor de edad y en las circunstancias de su desaparición no ha intervenido para nada la agencia. Declinamos toda responsabilidad y, por lo tanto, no hemos de hacernos cargo de ningún coste.

– Cuando en una excursión a un maestro se le pierde un niño, el responsable es el maestro, no los padres del niño.

El director abría los brazos y miraba a todos los presentes en busca de comprensión.

– Por favor, señor Marsé… Por favor… seamos serios… seamos serios… por favor, señor Marsé… seamos serios…

– ¡No me repita que sea serio! Soy muy serio. Pregunte a mis proveedores y a mis clientes. No había en el ramo nadie más serio que Higini Marsé.

– Si no lo dudo, señor Marsé. Si no lo dudo.

– Ustedes me dicen que hay que ir a buscar a mi hija. Un viaje a Bangkok no es un viaje a Las Planas.

– Tampoco es un viaje a la Luna, señor Marsé.

– ¿Por cuánto puede salir?

– Un viaje así, rápido, unas doscientas mil pesetas.

– Vámonos.

El señor Marsé se había puesto en pie e instaba a su mujer a que le secundara. Semiincorporado blandió el bastón en dirección a los de la agencia.

– ¡Doscientas mil de viajes, comidas, gastos… Cuatrocientas mil, al menos.

– Pero ¿qué regateas?, ¿la vida de una persona?

La exclamación de Ernesto no varió el propósito del viejo, que seguía incorporado reclamando la solidaridad de su mujer.

– Señor Marsé, siéntese, por favor, podemos hablar…

– Claro que podremos hablar, porque a usted tampoco le interesa que esto se haga público y se sepa que en los viajes de su agencia desaparece gente…

– Pero ¿qué dice este hombre?

Menos Carvalho, todos estaban tratando de traducir a un lenguaje racional lo que estaba diciendo el viejo.

– Si no nos tranquilizamos, no saldremos adelante.

El director de la agencia había adelantado las manos y con las palmas trataba de achicar el aire o de bajar el sonido de la orquesta.

– Señor Marsé, siéntese y hablemos con tranquilidad. Es posible rebajar esa cantidad sustancialmente.

– ¿Sustancialmente?

– Sustancialmente.

– Bien. Si usted lo dice.

El director había recuperado el aplomo e incluso se había permitido recostarse en el respaldo de su sillón y llevarse un dedo a la sien.

– Según la fecha de partida y según los días de duración del viaje, se podría ir en un viaje organizado y entonces la tarifa aérea baja sensiblemente. Les puede salir un viaje de unos diez días por un precio que oscila entre las noventa mil y pico y las ciento diez mil.

– Eso es otra cosa.

Comentó el viejo a su mujer.

– ¿Y de qué depende esa diferencia?

– Pues, por ejemplo, de que el que vaya quiera una habitación individual o se preste a compartirla.

– ¿Para qué va a querer una habitación individual?

– Puede roncar.

Terció Carvalho.

– ¿Quién?

– El que vaya o el compañero de habitación del que vaya.

Chasqueó el viejo la lengua contra el paladar.

– Se hace así y se despierta y deja de roncar. Éstas ya son cantidades decentes y a partir de ahí podemos hablar. Además usted nos hará un descuento por pronto pago.

– ¿Un qué?

– Un descuento por pronto pago, porque yo no quiero letras ni mandangas, bastantes letras tuve que pagar mientras permanecí en activo. Yo pago trinco trinco y quiero un descuento.

– Pero bueno, ¿usted se cree que va a comprar un burro, o qué?

– Bien. Si partimos de esas noventa mil yo creo que con ciento cincuenta mil se pueden redondear los gastos. A eso juego. Yo pongo ciento cincuenta mil pesetas y no se hable más. ¿Quién va?

La pregunta se convirtió en una bombilla cenital que de pronto iluminó a los reunidos y los dejó en suspenso. Ernesto miraba a Carvalho de hurtadillas, pero no se atrevía a expresar su propósito. Carvalho contemplaba la punta de uno de sus zapatos. El director insinuó:

– Tal vez el abogado de la familia.

– Mi familia no tiene abogados. Ya terminé los tratos con esos mangantes. Lo último que hice fue el testamento y más de uno se va a morir del susto cuando se haga público. Ya sólo tengo notario.

– El esposo de su hija.

– Ése cogería los cuartos y se lo gastaría todo en vicio.

El director reparó en Ernesto. Dijo, casi sin voz:

– Su hijo.

– Si no va nadie iré yo. Tengo dieciocho años. Espero un hijo. Tengo un trabajo cogido por los pelos. Pero si no va nadie, iré yo.

– ¿Y usted?

El usted pronunciado por el director sonó como un pistoletazo dirigido contra Carvalho. Declinó la invitación con un gesto, pero añadió:

– Nadie me ha dado vela en este entierro. Conozco menos a la señora Marsé que su padre, su marido o su hijo. Yo soy un profesional. No voy por el mundo buscando a la gente que conozco.

El viejo Marsé se encogió de hombros.

– Entre todos la mataron y ella sola se murió.

– Sólo usted puede ir.

Dijo por fin Ernesto. Había una imploración en su voz y en su mirada.

– Que alguien me encargue el caso e iré. Cinco mil pesetas diarias, gastos aparte, y doscientas mil si sale todo bien. No se preocupe. Si hay pronto pago le hago un diez por ciento de descuento, señor Marsé.

– No me sacará ni un céntimo, Arsenio Lupin. Sé ir por el mundo y a todos los mangantes que he conocido ya sólo me faltaba añadir un detective privado.

Guiñó el ojo el viejo y se arrellanó en el sillón. Las miradas no se habían retirado de Carvalho. Dudó entre contestar de palabra o marcharse y optó por lo segundo. Salió a la oficina general de la agencia y fue alcanzado en la puerta de la calle por Ernesto.

– Lo del dinero podría arreglarse.

– ¿Quién lo va a arreglar, tú?

– Si me da tiempo.

Se volvió y le miró fijamente a los ojos.

– Mira, muchacho. Yo no tengo ninguna obligación sentimental con tu madre. Ha tenido cuarenta y cinco años para madurar y saber dónde se metía. Y si no lo ha aprendido es porque pertenece al sector social que más detesto, la pijería. A los pobres los aplastan las inundaciones o se les descarrilan los trenes, pero no van a buscar las inundaciones, ni juegan con los trenes. A veces se tiran a ellos, si están locos o desesperados…

– No es el momento de juzgarla. Es el momento de buscarla.

Carvalho se tragó las palabras que tenía en la boca, dio la espalda al chico y salió de la agencia. Tenía la sensación de haber atropellado a un pájaro o quizá a un conejo. A aquel conejillo blanco y gris, deslumbrado, que una noche se alzó sobre las patas traseras y le hizo un gesto con las delanteras que no le salvó la vida. El pequeño ruido del cuerpo contra el parachoques le dolió en el pecho durante kilómetros y kilómetros, a él, a un hombre que sabía lo que era matar y morir. ¿Quién era el conejo? No, no era Teresa. Eran Ernesto o su abuela, en los que había visto capacidad de amar a una mujer de cristal, a la vez transparente y quebradiza.

– ¡Que se vayan a tomar por culo!

Cruzó la calle. Se metió en una tienda de confección y se compró una chaqueta de tweed.


La prensa anunciaba la desarticulación de un golpe de Estado preparado para la víspera de las elecciones del 28 de octubre. De momento se había detenido a tres jefes militares, dos coroneles y un teniente coronel, y se conocía el plan general del golpe. A juzgar por el plan, los dos coroneles y el teniente coronel debían ser los encargados de llevar los bocadillos a los golpistas, pero el gobierno se mantenía en la prudente reserva que le había caracterizado desde el día en que nació y que, sin duda, podía acompañarle hasta el día en que muriera víctima de un golpe de Estado. El milagro de haber sobrevivido a la explosión de la primera materia existente en el universo se relativizaba en el Chad por la carencia de agua y en España por la generación espontánea de salvadores de la patria. En caso de golpe de Estado, Carvalho consideraba que su negocio iría mejor. La democracia liberaliza a las gentes y cada vez eran menos los maridos que buscaban o seguían a sus mujeres y los padres que le ponían tras la pista de adolescentes fugitivos de las oligarquías familiares. Sin duda las dictaduras dan una mayor clientela a los confesionarios, a los detectives privados y a los abogados laboralistas. Las contraindicaciones estéticas y éticas no iban con él. Ni siquiera le alcanzarían las salpicaduras de sangre ni los gemidos provocados por la represión. Estaba al margen del juego, como un tendero, exactamente igual que un tendero. Anduvo hasta el portal de la casa donde tenía el despacho, levantó la cabeza para ver a través de las ventanas la luz encendida por Biscuter y dio media vuelta. Mañana sería otro día. Pero fue media vuelta tardía o insuficiente porque allí, cortándole el paso, estaba Marta Miguel, con una expresión de sorpresa desigualmente repartida por el rostro. La boca decía oh, pero los ojos estudiaban a Carvalho como si hiciera ya tiempo que le estuvieran observando.

– ¡Caramba! ¡Ya es casualidad!

Carvalho asintió y quedó a la expectativa de lo que decidiera la mujer. Ni se justificó ni se despidió.

– ¿Sigue husmeando lo de Celia?

– No.

– Bien. Así me gusta, hombre. Parece que ha entrado en razón. ¿Sabe que la policía ha vuelto a llamarme? Claro, no puede saberlo. Era para preguntarme sobre posibles amistades de Celia. Parece que sospechan de un medio ligue que tuvo hace unos meses. ¿Qué iba a decirles yo? Yo apenas la conocía.

Carvalho asumió con un gesto lo poco que conocía Marta a Celia.

– Pero ya se sabe cómo es esa gente. Tienen ideas fijas.

– Si tuvieran ideas sueltas se dedicarían a otra cosa.

– ¿Ya se le ha quitado la perra?

– Soy un profesional. Y sólo acepto casos por encargo.

– Le invito a un café.

Era una propuesta pistoletazo para la que la mujer había reunido oscuras fuerzas internas.

– ¿Un café a estas horas? Podemos tomar un gimlet o un mojito en el Boadas. Basta subir Rambla arriba. Como es un capricho mío, invito yo.

– Ni hablar. Yo invito a lo que sea.

Marta Miguel caminaba a su lado como si fuera la primera vez que se veía obligada a compartir un paseo con un hombre. Ni se adecuaba a los pasos de Carvalho ni imponía su propio ritmo andarín, y en sus bandazos a veces daba con un hombro en Carvalho o se quedaba adelantada y entorpeciendo el paso a su acompañante.

– ¿A quién va a votar?

Preguntó la mujer después de ojear los titulares de los periódicos y revistas colgados en los quioscos de las Ramblas.

– En efecto, la temperatura es excelente, incluso impropia de la estación, lástima de la humedad.

La respuesta de Carvalho desconcertó a Marta y la hizo detenerse y coger a Carvalho por un brazo para que él no continuara avanzando.

– Le he preguntado a quién va a votar.

– A mí me ha parecido que decía: hace un tiempo excelente.

– Pues no se parece en nada.

– Por el tono de su voz se parecía en todo.

– ¿Insinúa que sólo puedo hablar del tiempo?

Carvalho consiguió reemprender la marcha sin preocuparse de si Marta salía de su voluntario atasco. Oyó su taconeo pesado y sintió la desocupación de aire provocada por su volumen al situarse de nuevo a su lado.

– Estoy hasta las narices de este país.

Dijo ella.

– Te pasas toda la juventud rompiéndote los codos para tener una carrera. Luego nada es como lo esperabas y además unos cuantos pueden dar el golpe de Estado cuando quieran y te meten en la cárcel o te queman los libros. ¿Sabe cuántos libros tengo?

– Todos.

– Eso es imposible. Pero tengo casi siete mil volúmenes. En mi casa apenas si hay sitio para mi madre y para mí. Todo lo demás lo ocupan los libros.

– ¿Por qué van a quemarle los libros los golpistas? ¿Se ha significado políticamente?

– No. Menos mal. No tuve tiempo para eso. Pero soy profesora de universidad y eso es sospechosísimo.

– Tranquilícese, al menos cuente con treinta mil cadáveres por delante del suyo.

Marta masticaba en el cerebro las palabras de Carvalho y reaccionó con indignación veinticinco metros después.

– ¡Oiga! El hecho de que no me haya metido en política no me impide tener mis ideas y mis sentimientos. Yo no toleraría una matanza de treinta mil personas, ni de las que sean.

– Matar sólo es un problema cualitativo. Si se viola el tabú una vez, la acción puede repetirse todas las veces que haga falta.

– Se puede matar por un impulso, por un arrebato, pero liquidar fríamente a gente y por ideas políticas…

– Matar es fácil.

– ¿Y usted qué sabe?

Carvalho jugueteó con las manos ante los ojos de Marta.

– Estas manos son manos asesinas. He sido agente de la CIA y he matado todo lo que he podido. Deje de pensar en los libros. Haga como yo. Quémelos. Ha llegado la hora del mojito.

Pero no pidió un mojito. Nada más acodarse en la barra del Boadas pidió un Singapur Sling a la dama blanca lunar con sonrisa de "cocktail" que estaba tras el mostrador. Marta Miguel dejó un mohín de asco como quien deja una mirada.

– Y eso ¿qué es?

– Un "cocktail" asiático inventado seguramente por un inglés.

– O sea que de asiático, nada.

– El nombre. Singapur está en Asia, creo.

– En efecto. Es un Estado libre situado en la punta de la península de Malasia.

– En los libros de geografía de mi infancia se llamaba península de Malaca. No sé por qué.

Marta quería algo suave y Carvalho solicitó un Alexandra. Él repitió el Singapur.

– ¿Siempre bebe tanto? Va a acabar con el hígado hecho polvo.

– Ya lo tengo.

– ¿Y le gusta tenerlo hecho polvo?

– No siento el menor afecto por mi hígado. Ni siquiera lo conozco. No nos han presentado.

– El hígado no es como el riñón, sólo se tiene uno.

– ¿Está usted segura?

El tercer Singapur puso luces portuarias en los ojos de Carvalho, lo que no le impidió comprobar que Marta consultaba la hora en el reloj.

– Tiene prisa.

– Es que mi madre está sola y a estas horas se va la señora que la cuida. Casi no puede moverse. Le invito a cenar. Tengo buenas cosas. Sé cocinar. No mucho, pero lo que sé hacer lo hago bien. Además tengo embutido del pueblo. Chorizos.

– ¿De qué pueblo?

– De Salamanca.

– Chorizos de Salamanca. Excelentes.

– Y vino del Bierzo que me trajo un tío mío que es guardia civil en Astorga.

– ¿Qué otras maravillas gastronómicas me promete?

– Tengo hecha una tortilla de patatas en un escabeche que me sobró.

No necesitó oír más Carvalho. Levantó el brazo armado con un billete de cinco mil pesetas y casi empujó a Marta Miguel hacia la salida.

– Vamos a vivir una gran aventura.

La mujer caminaba a su lado y de vez en cuando adelantaba un paso para comprobar en su cara la verdad o la mentira de tan rápido convencimiento. Seguía el brillo en los ojos, pero la tensión interna ponía una fina media de nylon sobre el rostro de Carvalho, como si fuera un crispado atracador de bancos.

– Mamá, soy yo.

Marta Miguel retiró la llave de la cerradura y dejó espacio libre para que Carvalho entrara en la casa. Un recibidor de estilo nórdico y luces indirectas, con espejo por el que Carvalho pasó furtivo camino del comedor living. Allí estaba la vieja. Veintinueve kilos de anciana metidos en una silla de ruedas gigantesca, una cabecita morada en la que se movían dos ojos inmensos fijos en carvalho y luego dirigidos a su hija en busca de explicación.

– Un amigo. Un compañero de universidad.

Luego Marta justificó su mentira cuando Carvalho la siguió hasta la cocina para evitar la compañía de aquella anciana que no dejaba de mirarle y de cabecear, como si quisiera gastarse los últimos esfuerzos en separar la cabecita del cuerpo incrustado en un trono fúnebre.

– Explicárselo todo era muy largo. Pero no se crea, ella lo entiende todo. Se da cuenta de todo. Pobrecita. Está así desde hace ocho años. Por las tardes viene una chica a estar con ella, pero se va a las ocho. Luego yo la limpio, le doy de cenar, la pongo delante de la televisión un ratito y la acuesto.

Marta untó un papel de barba con aceite y fue envolviendo chorizos para meterlos luego en el horno. Sacó de la nevera una fuente en la que una tortilla de patatas se empapaba en un escabeche sólido.

– Si quiere algo más tengo un tarro de lomo en adobo.

Carvalho se sentó a la mesa de la cocina. Se sirvió de la botella de vino que la mujer había abierto. Olió el vino, lo chasqueó contra el paladar y no pudo reprimir un ¡coño! que hizo sonreír a Marta Miguel, que estaba convirtiendo en puré la comida de su madre.

– Yo no entiendo, pero parece bueno.

– Es un Palacio de Arganza, gran reserva. Algún día se hará justicia a los vinos del Bierzo y el que se la haga empezará a estropearlos.

– Yo no vivo para comer. Como para vivir.

– Me lo imaginaba.

Carvalho hizo honor a la botella y Marta también bebía de vez en cuando, sorbos cortos, un instante de meditación para decidir si le gustaba o no le gustaba el sorbo y luego cabeceos aprobatorios.

– Sí, señor. Un buen vino. De este vino por aquí no hay.

– Bien poco hay.

– Y los de allí no saben apreciarlo. Se creen que no tienen nada. Eso pasa en los pueblos.

Marta Miguel se había instalado en su ponencia sobre la falta de conciencia de los pueblos sobre sus propias excelencias y exigía que Carvalho le diera la razón.

– ¿Tiene más botellas?

– Tres más.

– La noche es larga.

– Beba lo que quiera. Imagínese nosotras. Mi madre no puede probarlo y no me voy a empipiripar yo sola. Voy a darle la cena. Por favor, no salga. No es un espectáculo agradable. Traga mal. Escupe. En fin.

Carvalho estudió la etiqueta de aquel vino palaciego gran reserva, se acabó la botella, empezó otra, le llegaban desde el comedor los ahogos y atragantamientos de la vieja y la voz persuasiva de la hija.

– Coma, madre, poquito a poquito, despacito, no se atragante, mujer, tragona, que es una tragona.

El televisor se puso en marcha y Marta Miguel volvió a la cocina entre suspiros. Señor, Señor, hay que tener una paciencia. Le lagrimeaban los ojos y se dio cuenta de que Carvalho lo había percibido.

– No lloro, no. Ya he llorado todo lo que tenía que llorar. Pobrecita. ¿Usted cree que hay derecho?

Era una pregunta dostoyevskiana y Carvalho prefirió beber otro vaso de vino y dedicar una mirada esperanzada al horno. Marta sacó los chorizos. El papel estaba casi quemado y de sus adentros salieron hasta seis chorizos perfectos, céreos, entusiasmados con su propio calor, con su pujanza roja. Carvalho se sirvió tortilla y cuchareó escabeche sobre el adoquín de patata, huevo y cebolla.

– Este escabeche había estado con pescado.

– Con caballa. El de la caballa lo aprovecho. El de la sardina no, porque queda demasiado fuerte.

Carvalho se entregó a tan ibérica cena secundado a poquitos por la mujer en dura pugna entre sus ojos hambrientos y el sentido de la báscula.

– Mi madre me llama.

Se había puesto en pie de un salto.

– No he oído nada.

– Es que apenas se la oye.

Salió corriendo y por la puerta abierta penetró un fragmento de la serie "Ramón y Cajal". Marta volvió y se dejó caer en una silla, donde quedó sentada con las piernas cortas abiertas. Se pasó una mano por los ojos.

– Madre mía, lo que he bebido.

Carvalho comía un chorizo cogido con los dedos.

– Quién le iba a decir a usted esta mañana que esta noche estaría cenando en casa de Marta Miguel. ¿Eh?

– Cierto.

– ¿Quiere que le diga la verdad?

– Depende de la cantidad. Toda la verdad es demasiado para una noche.

– La verdad es que me he hecho la encontradiza. Tenía ganas de hablar con usted.

Carvalho terminó el chorizo y fue a por otro, con los mismos dedos, con los mismos ojos posesivos, con el mismo olfato dispuesto a regalarse con el aroma de aquella momia de cerdo y pimentón, probablemente extremeño.

– Decía que tenía ganas de hablar con usted.

– Ya la he oído.

– Estoy pasando muy malos momentos. Lo de Celia me ha afectado mucho. Aunque parezca una mujer fuerte, no lo soy. Una es fuerte a la fuerza. Luego está mi madre. Cada día me cansa más, pero no quiero separarme de ella, ya sé que es una tontería, pero si un día la sacara de casa, si no viviera conmigo no duraría ni una semana. Es muy sensible, me estudia, tiene miedo, depende de mí. Si un día me pasara algo, no sé. ¿Usted qué piensa?

– ¿De qué?

– De todo esto, de lo de Celia.

Carvalho buscó un rincón del universo y estaba allí, en una esquina de la cocina, junto a una cacerola, exactamente entre la cacerola y una panera de metal pintada de blanco, y allí metió la mirada, la conciencia, como si tuviera miedo de sacarla y enfrentarla a Marta Miguel. No quería sacar los ojos de aquel pozo. No quería oírla. No quería provocar sus confidencias.

– Usted la conocía, ¿verdad?

– ¿A quién?

– A Celia.

– Creo haberla visto una vez. En un supermercado.

– Era difícil de olvidar. Era como una muchacha dorada.

– Pat Savage.

– ¿Quién es Pat Savage?

– La prima de Doc Savage, un héroe de una colección de novelas de aventuras titulada "Hombres Audaces". Doc Savage. Pete Rice. Bill Barnes.

– Celia era una muchacha dorada. Por dentro y por fuera. Se nace así.

– ¿Le queda más vino?

Carvalho había sacado los ojos del pozo de ausencia y contemplaba ahora a una Marta Miguel pendiente de sus palabras, con la boca entreabierta y los ojos desparramados sobre Carvalho, unos ojos que ahora recordaban a los de su madre. Sin decir nada la mujer se levantó para buscar en un armario y volvió con otra botella de vino. Una oreja de Carvalho escuchaba el fragmento de la serie televisiva que se metía en la cocina a través de la puerta entornada, pero con la conversación dramática llegaba un suave ronquido que podía ser de la tele o de los pulmones de pajarito de la anciana. Los ojos de Carvalho veían acercarse a Marta Miguel como una montaña oscura, doliente, obscena en su dolor y en su angustia, y temía la boca de la mujer, temía lo que querían decirle aquellos labios poco a poco, temía el peso de la confesión que la mujer quería vomitarle, y una mano de Carvalho salió a su encuentro, rebasó el borde de las faldas y subió por entre los muslos ajamonados y se convirtió en un puño ceñido sobre un sexo peludo y caliente. Marta Miguel dio un salto hacia atrás y puso un ceño de desconcierto y asco para respaldar la contundencia de los labios al escupir la palabra:

– ¡Asqueroso!

Carvalho se levantó, abandonó la cocina, saludó con la cabeza a la vieja que le perseguía con sus ojos totales, pasó furtivo ante el espejo del recibidor y salió a la escalera cerrando la puerta tras de sí, en la seguridad de que Marta Miguel se había quedado en la cocina, llorando.


Biscuter tenía la mañana melancólica de los mejores huérfanos. Ni siquiera ofreció su último guiso a Carvalho y el detective no tuvo más remedio que pensar, imaginar, recordar, revisar, actividades todas que le ponían de mal humor. A las once sonó el teléfono y por el tono de voz y la cautela de las palabras Carvalho descubrió a su antagonista telefónico. El viejo Daurella.

– ¿El señor Carvalho?

– Sí.

– Oiga, ¿es aquí una agencia de detectives, un señor que se llama Carvalho?

– Sí.

– ¿Está el señor Carvalho?

– Soy yo.

– Ya me lo parecía, ya. Soy Daurella. Daurella. ¿Se acuerda? El de los toldos. ¿Qué tal, señor Carvalho?

– Bien. ¿Y usted?

– Mire. Vamos tirando.

– Usted dirá.

– Mire usted, dirá que soy tonto o un pesado, pero el otro día me quedó una cosa aquí que no sé, si no le llamo reviento, señor Carvalho.

Hablaba en un tono de voz bajo, como si temiera ser escuchado.

– Ellos se creen que soy tonto, pero de tonto no tengo un pelo, se lo aseguro.

– No lo dudo.

– Pero están por medio los nietos, la hija, la mujer, ¿comprende?, ¿verdad que me comprende, señor Carvalho?

– Le comprendo.

– ¿Ya cobró el cheque?

– Lo cobré.

– Sin problemas, ¿verdad?

– Sin problemas.

– Yo le estoy muy agradecido, señor Carvalho, porque usted me abrió los ojos, pero qué le voy a hacer. Los cierro y me hago el tonto. La hija, los nietos, la mujer… no lo hago por él, no, porque es un "pocavergonya", un degenerado, pero los nietos, la hija, la mujer. No le entretengo más, señor Carvalho. Es que tenía que llamarle, no sé si me comprende.

– A mandar. Ya sabe dónde me tiene cuando le hagan el próximo desfalco.

– No me lo hará, no. Ahora le vigilo.

Pero por el tono de voz parecía ser él el vigilado.

– Nada, pues, a cuidarse, señor Carvalho. Mucha salud y mucha suerte, que corren malos tiempos.

Mierda, pensó Carvalho y razonó su exabrupto mental ante el espectáculo imaginativo del pobre Daurella, incapacitado a su vejez para pegarle una patada en el culo al chulo putas de su yerno.

– Cuando cumpla cincuenta y cinco años, Biscuter, me metes cianuro en un guiso de bacalao al pil pil.

– Se notaría mucho, jefe. El sabor del bacalao al pil pil es inconfundible.

Y continuó reprochándose en silencio lo mal hijo que había sido. Sonó el teléfono y cuando reconoció la voz de Charo en la otra orilla apretó los dientes y se predispuso al chaparrón. Después del hola Pepe, silencio, y tras una travesía del desierto sonoro un estallido de lágrimas y de sollozos desesperados.

– Hemos terminado, ¿verdad, Pepe?

– Tengo mucho trabajo, eso es todo. Pero en cuanto lo termine cogemos una maleta y nos vamos a Meranges, a pisar nieve y a comer bien en Can Borrell.

– ¿Lo dices en serio?

– Lo digo en serio.

La puerta del despacho se había abierto y poco a poco la señora Marsé se metió en la estancia como un caracol.

– Y ahora cuelgo porque estoy con un cliente.

La rotundidad del beso telefónico prolongó su eco hasta que el auricular estuvo en posición de descanso. La señora Marsé avanzaba tímidamente y se decidió a sentarse ante la oferta de Carvalho.

– Aquí trabaja, un sitio muy bonito. Muy típico. Las Ramblas son lo más bonito de Barcelona.

La mujer se sentó y dejó las manos sobre el bolso y el bolso sobre el regazo y la mirada sobre la cara inexpresiva de Carvalho.

– He venido por lo de ayer. Hemos de hablar, usted y yo. Pero, por favor, no le diga nada a mi marido. ¿Por cuánto dinero iría usted a buscar a mi hija?

– Ya lo dije ayer. Tengo tarifas fijas.

– He hecho mis cálculos y no puedo llegar a la cantidad que usted pide. Yo tengo un rinconcito que Higinio no conoce, pero como mucho llegaría a las cien o ciento veinte mil pesetas, más los gastos de viaje, desde luego, que pagaría mi marido. Puedo empeñar alguna joya, es cierto, pero tengo pocas y mi marido se daría cuenta. Si tiene paciencia, con el tiempo le daría más.

Carvalho sopló contra el aire.

– No hay nada más deprimente que ricos sin dinero.

– Le ofrezco lo que tengo. Y lo hago tanto por Teresa como por Ernesto, el pobre está desesperado, quiere mucho a su madre. Es un sufridor, como yo. En cambio su madre es como mi marido, no sufren por nada ni por nadie.

– Usted me propone trabajar a un precio de beneficencia y no tengo ningún motivo para hacerlo.

La vieja se quedó quietecita y con aspecto de tener lástima de sí misma. Biscuter asistía silencioso a la conversación, pero Carvalho notaba que iba tomando partido por la mujer. Biscuter estaba dispuesto a adoptar y ser adoptado.

– Además es un viaje pesadísimo y azaroso. El precio del viaje incluye un tour turístico, pero vaya usted a saber dónde se ha metido esa chica.

– Poco a poco podré pagarle lo que me pida.

– Estamos en plena época de las lluvias en el sudeste asiático.

– Aquí también llueve.

– Me tendría que vacunar, necesito un visado.

– No. No necesita vacuna ahora y tampoco visado si va a estar menos de quince días. Me he enterado y le traigo el dinero.

Había abierto el bolso, sacó de él un fajo de billetes ligados por una goma y se lo tendía a Carvalho.

– Ciento veintisiete mil pesetas. Mi marido le pagará el viaje y los gastos hasta ciento cincuenta mil. Lo demás quedará pendiente.

– Aborrezco viajar. No hay nada peor que buscar a alguien que no quiere ser encontrado.

– Mi hija quiere ser encontrada. Le telefoneó. ¿No es verdad?

– En qué cabeza cabe que un profesional deje su trabajo, su oficina, sus obligaciones, para coger un avión y plantarse en las antípodas. Estamos en un período difícil. Va a haber elecciones. Quisiera votar.

– Vote por correo. Yo estoy empadronada en Barcelona y vivo en el Maresme. Votaré por correo. Es muy fácil. Hay que ir a Estadística y hablar con un señor que se lo arreglará todo.

– Imagínese que ganan los socialistas, que hay un golpe de Estado y que todo eso me pilla en Thailandia.

– Mucho mejor que le pille en Thailandia que no que le pille aquí, jefe.

Era Biscuter quien terciaba y aguantaba con resolución la mirada indignada que le dirigía Carvalho. La vieja se había levantado. Dejó el dinero sobre la mesa y dio media vuelta. Desde la puerta dijo:

– Piénselo y llámenos. No hay otra solución.

Carvalho recogió el dinero y se levantó para ir en pos de la mujer, pero ella había aligerado bruscamente el paso, en un cambio de ritmo de excelente centrocampista que a Carvalho le recordó las galopadas de un Bobby Charlton, y cuando llegó a la puerta la señora Marsé era una cabecita canosa situada a la altura del segundo piso.

– Ciento veinticinco mil pesetas son ciento veinticinco mil pesetas, jefe.

Carvalho tiró el dinero contra la pared por encima de la cabeza de Biscuter y se fue al retrete donde meó contra el mundo y contra sí mismo. Luego pasó ante Biscuter sin decirle nada y salió del despacho para bajar a la calle, sin otra intención que dejar atrás el ámbito donde había ocurrido lo que había ocurrido. Y ya en las Ramblas se sorprendió a sí mismo callejeando, dejándose llevar por estelas subconscientes que le movían entre los peatones mañaneros y las evidencias de los reclamos electorales florecidos durante la noche, llena la ciudad de imágenes de pago de Felipe González y de imágenes militantes de los líderes comunistas, uno de ellos, Gutiérrez Díaz, en el trance de bendecir a los electores, le votasen o no le votasen. Y la primera conciencia de objetivo la tuvo cuando se encontró ante los escalones del edificio de Estadística y luego ante un bedel al que preguntó:

– Lo del voto por correo, ¿dónde es? Pasó la palma de la mano por la espalda desnuda de Charo como si recogiera una parte de la mujer y se la quedara luego en el cuenco de la mano semicerrada para mirarla muy cerca de los ojos. Entre sueños Charo preguntó:

– ¿A qué hora sale el avión?

– A la una.

El sonido de la voz de Charo le relevaba de la obligación de respetar su sueño. Sacó las piernas desnudas fuera de las sábanas y se las quedó mirando como si las redescubriera tras una larga ausencia. El viaje le esperaba allí en la pared o más allá de la puerta entreabierta del cuarto de baño de Charo. El viaje era su proyecto, su futuro. Una mezcla de hastío y cansancio se le mezcló con el deseo de marcharse a donde fuera. Charo hacía esfuerzos por despertarse.

– Te prepararé un café.

– Pasaré por el despacho y Biscuter me lo hará.

– Quiero que el último café sea el mío.

Charo se sentó en el lado opuesto de la cama. Se cubrió los senos con las manos y se levantó para ir hacia el lavabo. Carvalho aprovechó su ausencia para vestirse, y cuando la mujer salió con el camisón puesto, Carvalho acertaba a introducir el último pie que le quedaba sin calzar en la abertura malformada del zapato acostumbrado a su desidia.

– Espérate.

– Déjalo. Prepárame el café para dentro de unos días. No tardaré.

– Un viaje tan bonito. Ya me gustaría ir a mí.

Carvalho besó y se dejó besar y cuando el ascensor le separó de Charo se reprochó no haber dicho algo importante en el último minuto. Hacía más de veinte años que no le decía a nadie te quiero y tal vez era sincero al no decirlo. Biscuter también estaba impresionado por el viaje.

– Thailandia está muy cerca de China, jefe.

– Muy cerca.

– Y del Vietnam. ¿Quiere que le prepare algo para el viaje?

– En los aviones dan comida.

– ¿Muy cara?

– Va incluida con el precio del pasaje.

– Pues no será muy buena.

– Sobrevives. Si me pasa algo, ya sabes. El gestor Fuster tiene mi testamento. Te dejo algo y a cambio quiero que escuches el pasodoble "Suspiros de España" cada aniversario de mi muerte.

Biscuter estaba al borde de las lágrimas.

– Es un pasodoble muy bonito.

– Es un rebuzno armonioso.

Dio una palmada en la espalda de Biscuter y bajó hasta las Ramblas en busca de un taxi. En el aeropuerto distinguió a la guía de la agencia agrupando a los expedicionarios del grupo organizado.

– En Bangkok dispondrán de un guía, pero usted para cualquier problema recurra a nuestro corresponsal.

Carvalho se predispuso al control de pasaportes cuando vio venir hacia él una curiosa comitiva compuesta por un muchacho con cola de caballo, una flautista preñada y una anciana victoriana que caminaba ligera por delante de los jóvenes.

– Hemos venido a despedirle y a darle las gracias.

Carvalho temió que la flautista se sacara la flauta de alguna parte y se convirtiera en la atracción del aeropuerto o que la anciana le ofreciera un bocadillo de tortilla o veinte duros para un refresco. Todo era posible por parte de aquellos desquiciados sin sentido de la realidad.

– Cualquier cosa que sepa nos la comunica en seguida.

– No repare en gastos.

Aconsejó Ernesto y Carvalho no supo apreciar el menor matiz cínico en su oferta. Los despidió con un gesto y media sonrisa y se entregó al control de pasaportes para sacárselos de encima. Luego se pasó el primer vuelo hasta Frankfurt tratando de adivinar quiénes serían sus compañeros de viaje entre Frankfurt y Bangkok. Estaba rodeado de mallorquines por todas partes, con esa entonación vasca que tienen los mallorquines cuando hablan castellano y esa capacidad de sorpresa y sorna de los isleños. Los mallorquines estaban vertebrados en torno a una mujer treintañera, rubia, consciente de su encanto, con aspecto de joven divorciada de un fabricante de sobrasadas poco escrupulosas. Luego resultó ser una guía profesional y durante el vuelo Frankfurt-Bangkok secundó el río de whisky que los jóvenes matrimonios mallorquines pusieron en circulación fruto de sus compras en el Free Shop. Uno de los mallorquines había descubierto la existencia real de los orientales y estaba fascinado en especial con un chino al que hablaba en mallorquín, sin que el chino hiciera otra cosa que adaptar su sonrisa a las claves de un idioma insospechado.

– "Escolta, xinet, a Mallorca tens la teva casa" [Escucha chinito, en Mallorca tienes tu casa].

El chino sonreía y decía que sí. El mallorquín lo contemplaba como si el chino le faltara en su colección de insectos tropicales. Carvalho se puso el audífono que le ofreció la azafata y jugó con los distintos canales: de Ives Montand a Steve Wonder, pasando por Ella Fitzgerald y Von Karajan dirigiendo "El mar" de Debussy. El mapa de la Lufthansa le prometía los cielos de Yugoslavia, Rumania, Turquía, Irán, la India, y a la altura de Estambul Carvalho se durmió. Le despertó la brusca oscuridad decretada para dar paso a la película que los distraería durante hora y media de vuelo. Ya la había visto en España. "Georgia". Una cabeza de serie de cine dedicado a las culturas de los distintos sectores inmigrantes en los Estados Unidos. En esta ocasión el asunto iba de servocroatas y la protagonista tenía dos tetitas adolescentes y cuerpo de magreo, poca cosa más. En cambio despertaba grandes pasiones y los protagonistas tenían una inmensa capacidad de infelicidad y complejo de culpa. En Delhi los indios invadieron el avión. Unos cuantos para limpiarlo entre el escepticismo y la curiosidad de los mallorquines y los alemanes que componían la mayoría racial. Otros para actuar como viajeros mal aceptados hasta Bangkok o Manila. A los europeos les parecía tan inverosímil que aquellos seres oscuros sirvieran para limpiar como que sirvieran para viajar. El mallorquín trocó durante unos minutos su curiosidad por el chino por una cierta atención ante los indios parsimoniosos que iban buscando sus asientos para establecer islas de oscuridad en el luminoso océano de la Europa blanca. Carvalho no tenía ganas de dormir, pero tampoco de mirar. De vez en cuando pasaba por su campo visual la guía rubia que se iba adaptando poco a poco a la proximidad del trópico y lucía unos hermosos brazos dorados por el sol de viajes próximos.

Amanecía cuando terminó la escala técnica en Delhi y por la ventanilla Carvalho esperó la aparición del golfo de Bengala cuando el avión sobrevoló Calcuta. Luego las selvas de Birmania, el asalto de los colores excitados por la lluvia y el calor del trópico, y de pronto creyó oír algo que no esperaba oír. Los españoles cantaban y cantaban lo que cantarían en un autocar camino de cualquier romería: "Asturias, patria querida". Carvalho temió lo peor. Temió que a continuación entonaran "El vino que tiene Asunción ni es claro ni es tinto ni tiene color". Los españoles son capaces de convertir un DC-10 de trescientas plazas en un autocar de excursión escolar. Los chinos, los indios, los alemanes escuchaban "Asturias, patria querida" como si fuera el "Deutschland, Deutschland über alles". Al fin y al cabo cualquier inglés, francés, alemán, americano, chino, indio, árabe, cuando está en Asia está en su casa, y en cambio los españoles en cuanto salen de Calahorra están en el extranjero. El avión se asomaba a las selvas profundas y a las aguas transparentes de un mundo de geografía de tercer curso de bachillerato o de colección de cromos de razas y costumbres de chocolates Suchard. El mallorquín le decía al chino:

– "Quan vinguis a Mallorca et posarás morat de sobrassada i ens anirem tu i jo de putes" [Cuando vengas a Mallorca te pondrás morado de sobrasada y nos iremos tú y yo de putas].

– "Quines coses de dir-li" [¡Qué cosas de decirle!].

Oponía la mujer del mallorquín, pero él no le hacía caso. Estaba obsesionado con su chino y el chino se dejaba coleccionar con la sonrisa por delante y la posible reserva mental de que en la primera ocasión lanzaba a aquel pesado a los cocodrilos. Nubes sobre Bangkok, de pronto ciudad para el vuelo de los pájaros desparramada en torno al Chao Phraya. Una imagen atravesó la mente de Carvalho como un flash rescatado del baúl de los olvidos. Una muchacha thailandesa con un cigarrillo en la vagina, fumando por la vagina, desnuda, rodeada de soldados americanos de paisano y con permiso y de matrimonios del mundo entero comprobando, una vez más, que los asiáticos lo hacen todo al revés.


En el aeropuerto les esperaba un joven guía que se presentó como Jacinto, aunque aseguró que en thailandés su nombre era mucho más complicado. Los mallorquines iban en otro grupo y Carvalho se vio rodeado de viejas ricas mesetarias sorprendidas por la cantidad de mallorquines que había en el mundo y de algunos matrimonios jóvenes que se agarraron al primer salacot de paja que vieron. Jacinto aprovechó el trayecto entre el aeropuerto y el hotel para decirles que en Bangkok había cinco millones de personas, la mayoría pobres y dispuestas a robarles el bolso a las señoras. Qué gracioso, qué gracioso, repetía una y otra vez una señora que se llevó una mano previsora o defensiva a la peluca artificial. La comprobación de que Bangkok estaba lleno de asiáticos había sido una seria advertencia para los pobladores del autocar climatizado, conscientes ahora de que se habían convertido en una avanzadilla aventurera en el Extremo Oriente. El guía seguía informando. Estaban en una democracia vigilada, en una dictadura democrática, en una monarquía constitucionalista militarizada.

– ¿Quién ganal las elecciones en España?

Preguntó el guía en perfecto siux con el añadido de cambiar las erres por eles como en los doblajes de las más recalcitrantes películas coloniales.

– ¿Felipe González ganal, no?

– La madre que le parió.

Gritó un hombre gordo y oscuro con varices en las bolsas de los ojos.

– Yo prefiero que ganen los socialistas a que ganen los comunistas.

Opinó una señora andaluza.

– Aquí no habel comunistas. Comunistas en la selva. En Bangkok, no.

Informó el guía despertando perplejidades y expectativas.

– ¿Los tenéis en la selva, como si fueran monos?

– Como monos no, como gueliyelos. Plohibidos en Bangkok y entonces ellos ilse selva.

Jacinto era una mina. Advertía a los caballeros sobre los tipos de masaje que podían recibir. Desde el primer grado hasta el tercero y luego ya lo que Dios quisiera. Las veteranas mujeres escuchaban las instrucciones masajeras conscientes de que no estaban en su terreno y que debían demostrar su capacidad de adecuación moral al final del milenio.

– Vosotras a compraros zafiros y nosotros de masajes.

– Zafilos y lubíes, no olviden. Las otlas piedlas no sel de aquí. Aquí y en Bilmania, zafilos y lubíes.

Más allá de la isla climatizada, Bangkok era como México capital o como Villaverde alto o Bellvitge, una ciudad para inmigración salvaje y además un burdel para soldados americanos venido a menos. El clima del trópico ablandaba y ensuciaba las arquitecturas occidentalizadas y una lógica de locos desorientados dirigía las maneras de los conductores, empeñados en jugar a la ruleta rusa con sus coches japoneses. Lo normal en una calle de dos direcciones era que los coches formaran tres vías, y podía convertirse en un apasionante juego mental el calcular cuál de ellos y por qué se apartaría en el último instante, en el instante previo al choque. Los niños aprovechaban los semáforos para limpiar los parabrisas de los conductores o para ofrecer guirnaldas de flores frescas y olorosas a los turistas o pregonar el "Bangkok Post".

– ¡Qué monos! Parece mentira lo feos que se hacen luego de mayores.

– Ellas son muy monas.

– Mi problema es que a mí me parecen todos iguales.

– Es que son iguales, igualitos. En Europa somos más diferentes los unos a los otros.

Un pelotón de turistas solteros dejaba decir, dejaba pasar, en su obsesión de pistoleros nocturnos a la caza de las masajerías y sobre todo del "body body".

– Oye, Jacinto. ¿Dónde hacen mejor el "body body"?

– Muchos sitios. Mona Lisa, sel el mejol. Podel il señolas con malidos pala vel chicas en escapalate y cenal mientlas malido masaje.

– ¡Oggg! ¡Qué gracioso! ¿Has oído, tú?

– Eso, eso.

Palmoteaban contentos los maridos.

– Pelo si las señolas quelel masajes también podel. El masaje a señolas lo dan también chicas, pelo si las señolas quielen pueden dálselos hombles.

Un silencio de sepulcro climatizado siguió a las últimas revelaciones de Jacinto. Imperturbable, el muchacho insistió en las características del masaje femenino.

– Esos hombles que dal masajes a señolas aquí llamalse de una manela que en España sel muy fea.

– Anda Jacinto, macho, dinos cómo se llaman.

Instó uno de los solteros.

– Putos.

Dijo Jacinto sin inmutarse y pasó su atención a la lista de pasajeros y a la distribución en distintos hoteles. Cuando llegaron al Dusit Thani, Carvalho le tendió a Jacinto la tarjeta que le habían dado para él los responsables de la agencia. Jacinto cabeceaba haciéndose cargo de la situación y examinaba a Carvalho por si estaba o no a la altura de las circunstancias.

– Hoy no podel hacel nada. Domingo. Aquí domingo.

– Mañana quisiera ir a la embajada.

– Celca de aquí, muy celca.

Le señaló un parque situado más allá de una enjundiosa estatua que marcaba la encrucijada de varias avenidas.

– Palque Lumpini. La embajada allí detlás.

Entrar en el Dusit Thani fue para Carvalho como recuperar un viejo amigo. El mismo portero disfrazado de Peter Pan thai, el mismo marco de hotel asiático internacional en el que los indígenas se convertían en una hermosa excepción de fragilidad y gracia entre animales prepotentes y blancos. La fealdad anglosajona quedaba en evidencia en contraste con la pequeñez infantil y la delicadeza de los gestos de las jóvenes thailandesas que ofrecían al extranjero información o jazmines y orquídeas recién cortadas en las selvas que rodean a Bangkok, a la espera del menor descuido de la ciudad obscena. Carvalho dejó el equipaje en la habitación y preguntó si sobrevivía el Mercado Fin de Semana. Sobrevivía, pero ya no estaba junto al viejo palacio Real. Está muy lejos, le dijo el jefe de taxis del hotel para justificar los ciento ochenta baths que le pedía por el recorrido. El taxi blanco y climatizado atravesó Bangkok y durante el trayecto el conductor fue entregando a carvalho folletos de tiendas de piedras preciosas, seda thailandesa, artesanía, platerías.

En vano las manos y las palabras de Carvalho oponían un dique de negaciones a la catarata de folletos que salía de la guantera del Datsun. Endomingadas gentes empezaron a conformar la avanzadilla de las masas que presagiaban la llegada al mercado, como las aves presagian la cercanía de la costa, y por fin apareció una explanada que prolongaba hasta el horizonte más próximo un laberinto de tenderetes y puestecillos a cuerpo descubierto. Nada más descender del taxi y perder la atmósfera del aire acondicionado, Carvalho recibió en las narices y los pulmones una oleada de aire caliente y grasiento, perfumado por las frituras en aceite de coco y las aromatizaciones del perejil asiático, las cebolletas y el jengibre. No tenía bastantes ojos Carvalho, ni bastante vida para aprehender en su totalidad todo lo que le ofrecía el Mercado del Domingo. La selva en macetas, jaulas y peceras gigantes, o en las cajas de cartón donde las mariposas se habían convertido en extrañas flores del mal de córpore insepulto. Salazones bronceados, moscas, escupitajos de betel, granos verdes de arroz, salchichones dulces purulentos, animales momificados en su sequedad, guindillas amenazantes y nerviosas como ejércitos de langostas africanas, setas ingrávidas, alfarería sospechosamente valenciana, placas de césped natural, gallinas, colibríes, cálaos, lagartos, un pequeño tigre, cocinillas portátiles y rodantes ofrecidas a la filosofía del comer cuando se tiene hambre y al derecho natural de las moscas asiáticas a la supervivencia, jarabes de todos los colores de la jarabería, bosques de botellas de salsa de pescado, la sal de Thailandia, un perro lamprea largo, duro y pardo, cerditos negros, pantalones tejanos, cobras sin veneno, mangostas en su jaula manicomio, cassetes de Steve Wonder y los Supertramp, coco hilado, cocos domesticados por el machete hasta la condición de caja verde para el sorbedor de plástico, tejadillos prefabricados, un joven tigre sin un rugido que llevarse a los labios, pinchitos de cerdo cubiertos por una miel oscura, spaghetti de arroz sutiles cual comida de ángeles vírgenes, orquídeas alimentadas por cortezas de coco, cazadoras acolchadas de plástico para inviernos mentales, ropa de campaña para guerrilleros urbanos, machetes, llaveros, huevas en salazón a semejanza de cojones de mulato, una bañera de cemento pintada de verde, agitadores sociales con megáfono incitando a las masas mientras la policía parece no escuchar a una distancia tolerante y prudente. "Prosiguen las protestas estudiantiles contra la subida de los autobuses", anunciaba el "Bangkok Post" en su primera página y aparecía un viejo en cuclillas dialogando con jóvenes estudiantes también en cuclillas. Un diputado solidario con las reivindicaciones realmente existentes. Carvalho paseó ante la selva en sus macetas en la esperanza de descubrir macetas de comunistas.


El Dusit Thani le ofrecía un restaurante internacional y caro, otro thailandés, una tercera posibilidad de comida japonesa y un coffee shop más económico, donde se servía cocina asiática occidentalizada y cocina occidental asiatizada. Carvalho se había hecho el propósito de no probar nada occidental durara lo que durara su estancia en Thailandia y penetró en el restaurante japonés. Fue recibido por camareras supuestamente japonesas que compusieron el saludo típico de unir las dos manos sobre el pecho e inclinar suavemente el tórax y la cabeza. Pidió un "sashimi" y le trajeron una fuente con hielo y sobre el hielo filetes mínimos de pescado crudo, dorada, carpa, turbó, atún, una taza con salsa Sambai-Yo, palillos, otra taza vacía y una tetera. Le costó a Carvalho adquirir cierta solvencia en el uso de los palillos para apresar los trocitos de pescado crudo, sumergirlos en la salsa de mostaza, vinagre y soja y llevárselos a la boca. Al acabar el plato, le parecía haberse comido el mar y pidió de postre un arroz al sake que acompañó de dos tragos rápidos de sake helado. Deambuló por el hotel, entre escaparates de piedras preciosas, sederías y maderas de teka, malgastó un cierto tiempo en su habitación forcejeando en el televisor con el canal de video, hasta encontrar una película americana interpretada por Rod Steiger y una preciosidad rubia, violada por unos cazadores de bragueta atormentada. A cien metros del hotel tenía la posibilidad sin fondo de la Silom Road y los tres callejones sucesivos del Patpong, histórico barrio del vicio que, según el portero disfrazado de Peter Pan, ya no era lo que había sido.

– Hay otros sitios más interesantes en la ciudad.

Preparaba el portero una recomendación mercenaria, pero Carvalho insistió en el Patpong y el portero admitió:

– Ha perdido, pero sigue siendo lo que era.

A las puertas del hotel le esperaba una vaharada de calor tan nocturno como pegajoso. La luminosidad occidentalizada del Dusit Thani era una isla en un mar de oscuridad inmediata, rota en algunas manchas luminosas de poco voltaje que jalonaban el Silom Road. Los tenderos mantenían sus negocios abiertos a pesar del domingo y de la noche y Carvalho fue sorteando ofrecimientos de fotografías de muchachas desnudas que intermediarios profesionales mostraban a los extranjeros, con directas promesas de fornicación y delicias, posiblemente turcas. Los callejones del Patpong eran un muestrario de restaurantes chinos, vietnamitas, thais, japoneses, locales de "strip", hombres callejeantes, conductores de pus-pus o de tuc-tuc ofreciendo la distancia más corta hacia paraísos del sexo, paisanos sentados en torno de cocinas rodantes utilizando las manadas de extranjeros como espectáculo gratuito y excitante hasta la hilaridad mortificante. Carvalho se cruzó con el grupo de mallorquines comandado por la guía rubia de los hermosos brazos y con Jacinto, al frente de un pelotón de jóvenes matrimonios en busca de los espectáculos de las muchachas del ping pong, o de las que utilizan la vagina para fumarse un Marlboro con inequívoco sabor americano. Carvalho esquivó los grupos y el ofrecimiento de Jacinto de secundar su expedición, pero poco después le abrumó la sensación de depresiva soledad y de noche sin sentido e inconscientemente se descubrió a sí mismo buscando la estela de los españoles y fue entrando y saliendo de los night-clubs, hasta que encontró el grupo más propicio en una pequeña sala, donde las muchachas thailandesas desnudas y aniñadas ponían una lascivia mecánica y desinteresada al alcance de la doble conducta de los occidentales. Sonrisas de ironía y crispación sexual en los ojos y en el sur del cuerpo, los europeos contemplaban aquella gimnasia sexual como si fuera una parte importante de la compensación del viaje. Los intermediarios se mezclaban entre las parejas alienadas y ofrecían toda clase de combinaciones: hombre con hombre, mujer con mujer, tríos, cuartetos. ¿Dónde? Aquí, en el edificio de al lado. Carvalho se asomó y vio el rótulo "Apolo" sobre una casa oscurecida. De pronto recordó que allí había ejercido la prostitución Archit, el acompañante de Teresa, y encaminó sus pasos hacia aquella masajería masculina. dos parejas jóvenes de españoles le ofrecieron meterse en un caserón adlátere donde les habían ofrecido el espectáculo de un enculamiento entre varones indígenas.

– Por una vez en la vida no quiero perdérmelo.

Decía un hombre rubio y embigotado, con un hilo de voz que se le ablandaba por momentos.

– Yo tampoco.

Le respaldó su acompañante femenina.

Carvalho los siguió y vio como se metían en un caserón iluminado por el mínimo de watios indispensables para que no hubiera oscuridad. Las dos parejas seguían a dos muchachos thais y Carvalho los rebasó en el momento en que se introducían en una habitación con la misma promesa de sordidez que el resto del edificio. Prosiguió por el pasillo bañado por una penumbra amarilla y le costó descubrir cuerpos de hombres y mujeres sentados en el suelo, en su mayor parte silenciosos, sin apenas capacidad de atención hacia el intruso que los convertía en un espectáculo. Ropas sucias y viejas subrayaban la oscuridad de las pieles, la ambigua vejez de unos cuerpos aparentemente jóvenes, breves acercamientos de la mirada asomaban a Carvalho al fondo enrojecido a glauco de ojos enfermos. Cansancio de drogadictos "yonquis" en aquellos cuerpos mercenarios, que ofrecían la miseria de sus músculos al extranjero tolerante con la corrupción subdesarrollada. Un hombre salió de una habitación con un fardo de sábanas amarillentas sobre los brazos. Carvalho le preguntó por Archit.

– Trabajaba aquí al lado, en el Apolo.

La impenetrabilidad atribuida a los rostros orientales no impidió que el miedo se asomara a aquellos ojos que se negaron a aguantar la mirada de Carvalho y el hombre se marchó sin contestarle. carvalho repitió la pregunta a una vieja que daba órdenes a unas desganadas camareras con aspecto de estar a punto de morir de hambre. La vieja le contestó con el mismo miedo impenetrable y el mismo silencio, para finalmente proponerle que si Archit trabajaba en el Apolo preguntara en el Apolo. Le pareció una respuesta lógica y volvió sobre sus pasos. Al llegar ante la puerta de la habitación donde se habían metido los españoles vio que estaba entreabierta y que a través de la hendidura el hombre rubio embigotado espiaba sus pasos.

– Oiga, por favor, usted. Me parece que ya ha estado otras veces aquí y nos sucede algo extraño. Pase. Pase.

Carvalho entró en la habitación. Las dos mujeres ocupaban las dos únicas sillas, en su rostro había expectación y tensión. Los dos hombres permanecían en pie, pero movían el cuerpo nervioso en un palmo cuadrado de suelo. Sobre la cama, dos muchachos oscuros se acariciaban mutuamente el pene.

– No se les pone tiesa y nos dicen algo raro que no entendemos. Hablan un inglés rarísimo.

Los muchachos contemplaban a Carvalho desde la más total de las indiferencias y seguían acariciando sus penes muertos. Carvalho les preguntó qué pasaba. Se abrió una boca desdentada, cavernosa, negra, para decir que no se sentían con ganas, y que si alguna de las mujeres allí presentes se metía en la cama, la cosa cambiaría. Carvalho trasladó la petición.

– ¿Nosotras?

– ¿Con ellos?

Los dos españoles apretaron las mandíbulas y cerraron los puños para lanzar a continuación una risita contenida.

– Tiene cojones el asunto.

El más decidido se acercó a la cama, señaló el pene de un indígena y luego el culo del otro.

– Tú meter esto allí dentro.

El indígena penado le sonrió con una cierta tristeza.

– Ya me los conozco.

Aseguró el español intrépido.

– Les hemos pagado por adelantado y ahora no quieren currar.

– Vámonos, Eduardo.

Opinó la mujer más nerviosa.

– Yo he pagado por el espectáculo y o me devuelven los cuartos o se dan por culo, vaya si se dan por culo, bueno soy yo para que me tomen el pelo.

El indígena decía algo y Carvalho se acercó a la cama para escucharle.

– Dice que si las señoras no les quieren hacer el honor de meterse en la cama con ellos, que les permitan contratar a una mujer de las que están en el pasillo.

– Por el mismo dinero, desde luego.

El indígena opinó que un cuerpo más valía doscientos baths más.

– Ciento cincuenta.

Opuso el español decidido, obediente a la consigna turística de que hay que regatear en todo. El indígena se encogió de hombros, cogió los ciento cincuenta baths, se puso unos calzoncillos y salió al pasillo para volver con una vieja mujer joven, cubierta de harapos y perteneciente como él a la comunidad desdentada del sudeste asiático. La mujer se desnudó y a Carvalho le pareció un apetecible ejemplar para una lección sobre la composición del esqueleto humano en cualquier facultad de Medicina. La mujer no sólo no excitó a los muchachos, sino que puso una cierta mueca de asco en los rostros occidentales.

– Y ahora qué pasa.

– Que tampoco se les levanta.

– Pero bueno, esto es una estafa. ¡Una estafa!

El español gritaba y acompañaba de gesticulación y tacos su crispado intento de ser compensado por todo lo que había pagado. La puerta se abrió poco a poco y mostró el grupo de nativos que se habían acumulado al eco de los gritos. Las dos mujeres blancas se levantaron y se adhirieron a sus maridos, en busca de la protección prometida por la epístola de san Pablo. También los dos presuntos enculados se habían enfadado y contestaban cosas rotundas al español, antes airado y ahora demudado ante el coro que se había formado en la puerta.

– ¿Cuánto han pagado?

Preguntó Carvalho.

– En total unos quinientos baths.

– No llega a tres mil pesetas. ¿A ustedes nunca les han estafado tres mil pesetas?

– En España, sí.

– Pues denlas por perdidas y salgan de aquí sonrientes, porque esto se está poniendo feo.

Carvalho predicó con el ejemplo, sonrió a los dos muchachos y al esqueleto femenino y les dio la mano en una abierta despedida. Luego se abrió paso entre el runruneante coro agolpado en la puerta y fue seguido por las dos parejas, que recuperaron la respiración y el habla en cuanto salieron a la calle. El español percherón recobró las agallas y empezó a gritar que era la última vez que le tomaban el pelo esos monos. Pero se interrumpió ante el ataque de risa que afectaba a una de las mujeres. La mujer trataba de justificar su risa recordando lo pequeñita que tenía la cosa uno de los muchachos o el aspecto de flor muerta del ombligo de la mujer cadáver. Carvalho les dejó dándose justificaciones mutuamente y recuperó Silom Road de regreso al hotel. De pronto, alguien le cogió por un brazo y tiró de él. Tensó la musculatura y empujó a su aprehensor para ganar distancia. Entonces vio a un muchacho sonriente que, sin abandonar su brazo, le señalaba el cielo. Carvalho levantó la mirada y vio sobre los cables miles, millones de pequeños pájaros blancos y negros, como fichas de dominó. El thailandés indicaba por gestos que era peligroso caminar bajo los pájaros, porque se cagaban en los transeúntes y, para demostrarlo, le señalaba el reguero de mierda blanca sobre la acera. Carvalho se relajó, le dio las gracias, se apartó de la posible puntería de las aves y cuando el thai se alejaba le preguntó el nombre de los pájaros. El thai los volvió a contemplar, pensó, se encogió de hombros y contestó con una sonrisa:

– Son pájaros. Sólo pájaros.


Se despertó con la sensación de que había algo importante que hacer y no tardó mucho en descubrir que se trataba del "american breakfast" prometido por el ticket del hotel. Se asomó a la ventana de su habitación y no era una ventana, sino un balcón abierto y situado al mismo nivel que la piscina y una cascada iluminable. El sol aún era una promesa, amenazada por las nubes y por la estatura de los edificios del Dusit Thani, y Carvalho se prometió a sí mismo tomarlo y volver a España con el color del trópico en la piel. En el comedor le esperaba un buffet con huevos fritos, bacon, jamón, salchichas, huevos revueltos, tortitas de patatas, fiambres, pescados ahumados y macerados, frutas tropicales, piñas, bananas, pomelos, mandarinas, lichis, manzanas rosadas o chom-phoo, mangostas, mangos, jujubes, rambutanes, pomelos, zalacas, sandía, cocos, carambolas, tamarindos, panavas, guayabas, lam-yais, noinas, duriens. La papaya con zumo de lima y los lichis estaban deliciosos y Carvalho se sirvió dos veces. Luego se hizo un orden del día, condicionado por lo que le dijeran en la embajada, y decidió retrasar la visita ateniéndose más al horario laboral español que al thai. Ganduleó por el hotel y descubrió que un rayo de sol se había filtrado entre los bloques del edificio y calentaba un ángulo de la piscina. Se puso el traje de baño, se cubrió con un kimono y metió en un "nécessaire" una leche hidratante para protegerse la piel del traicionero sol del trópico. Nadó un rato y luego se embadurnó de crema, antes de tumbarse en el triángulo de sol que iba creciendo. Durante una hora las nubes y Carvalho mantuvieron una dura lucha por la propiedad del sol, pero al final Carvalho tenía la sensación tonificante del calor y se descubrió a sí mismo optimista y silbador bajo la ducha de su cuarto de baño.

El sudor le esperaba en la puerta del hotel y le acompañó en el cruce de la plaza del Lumpini y en la travesía del parque en busca del barrio de las embajadas. Pero el parque era una promesa del Asia umbría y vegetal y Carvalho se entretuvo entre jardines y reclamos de uno de los principales escenarios lúdicos de la ciudad. La Wireles Road era una calle tranquila y residencial, condicionada por la inmensidad aplastante de la omnipotente embajada americana, con canales y lagos interiores para una jardinería tropical privilegiada. Inmediatamente al lado yacía la embajada española, la casita de los porteros. Estaba instalada en un caserón donde coincidían las tradiciones arquitectónicas de Thailandia y el Tirol y, ya en el interior, Carvalho fue recibido por un par de thais que le comunicaron que debía esperar. La madera cubría casi todo lo visible, pintada de un blanco cremoso, y un ventilador de aspas juraba combatir el calor con todas sus pocas fuerzas. En las paredes, anuncios publicitarios de las rías gallegas, del concurso de canto Tenor Viñas y las efigies de los reyes de España en un mágico parecido con las de los reyes de Thailandia.

– ¿Usted quería ver al señor embajador?

Se lo preguntaba diplomáticamente una mujer rubia que hablaba español con acento latinoamericano.

– A cualquiera que pueda darme información sobre el caso de la señora Teresa Marsé.

– ¿Es usted el enviado de la familia?

– Exactamente.

– Si no le importa yo misma le daré toda la información que tenemos. El señor embajador está muy ocupado.

Al asentimiento de Carvalho siguió la marcha de la mujer rubia y de nuevo la soledad de la recepción, acompañada por un aborigen que pedía información sobre las becas para estudiar en España. volvió la funcionaria, se sentó junto a Carvalho y abrió una carpeta sobre las rodillas.

– Se saben más cosas, pero ninguna demasiado tranquilizadora, y lo peor es que la embajada no puede ir más allá de donde ha ido. El asunto está en manos de la policía y son muy celosos de su soberanía.

– ¿Se sabe dónde está Teresa Marsé?

– No. Pero lo más probable es que esté en algún punto del país tratando de salir de él.

– ¿Por qué no recurre a la embajada?

– La embajada está vigilada día y noche, señor Carvalho. El caso se ha complicado.

Era una mujer capaz de contener sus emociones. Había adoptado una línea comunicacional de gacetilla de agencia Efe y no estaba dispuesta a ir más allá. Prosiguió sin esperar la reacción de Carvalho.

– La pista de Teresa Marsé y Archit desaparece en Chiang Mai, según sabemos a través de la policía, y la misma fuente nos indica que tras la pareja anda un grupo de mercenarios dispuestos a que no salgan del país.

– ¿Por qué?

– La historia es larga y compleja y la hemos ido recomponiendo a través de cosas que aquí y allá, dispersamente, ha ido diciéndonos la policía. El señor embajador ha hablado personalmente de este caso con el primer ministro Prem Tinsulanonda, pero el caso está demasiado hecho, demasiado establecido. En otras ocasiones hemos podido intervenir en el primer momento y con dinero aquí se puede conseguir casi todo. Pero en este asunto las cosas han ido demasiado lejos. Por lo que parece, Archit estaba conectado con uno de los tráficos más lucrativos y menos perseguidos en esta zona: los diamantes. Especialmente los rubíes birmanos. En un momento determinado se lo contó a Teresa Marsé y le enseñó parte del cargamento que obraba en su poder. La mujer le convenció de que sustrajera una parte de la mercancía y de que se fueran a Europa. No sabemos si le costó mucho convencerle, pero lo cierto es que Archit fue entreteniendo el pase de su partida y que la pareja tenía preparado interrumpir su viaje por el país en Chiang Mai y coger desde allí un vuelo conectado Chiang Mai-Bangkok-Amsterdam-Barcelona. En Chiang Mai se frustraron las cosas. O fueron descubiertos o le pidieron a Archit que entregase la mercancía. El joven estaba metido en una sociedad secreta que controla el tráfico de rubíes birmanos y que se llama "Mañ pen rañ", es una frase hecha que aquí se usa mucho y que quiere decir más o menos: "No tiene importancia". Pues bien, los de la sociedad secreta los localizan en Chiang Mai y algo grave sucede porque al día siguiente la policía saca un cadáver de la suite del hotel que ocupaban Teresa y Archit y ellos han desaparecido, han desaparecido hasta la fecha.

– Un ajuste de cuentas como otros mil.

– En efecto. Pero el muerto no era un cualquiera. No era un miembro importante por sí mismo, pero al parecer, insisto en que yo le digo lo que me han contado a mí, era hijo de un personaje muy importante entre el hampa de Bangkok, un personaje casi legendario que es conocido por el apodo de "Jungle Kid". De él sólo sé que en el pasado fue guía de viajeros por el Triángulo del Opio, entre el país Shan, en Birmania, el norte de Thailandia y Laos. En teoría aún es guía, pero es una tapadera para los asuntos del tráfico de drogas. "Jungle Kid" es una institución y la muerte de su hijo ha movilizado por igual a la policía y al hampa.

– ¿La policía al lado de un mafioso?

– La policía le debe muchos favores a "Jungle Kid" y aquí nunca se sabe dónde acaba el orden y empieza el desorden o lo legal y lo ilegal.

La funcionaria sostuvo la mirada de Carvalho y el detective recibió la advertencia diplomática latente en la contención expresiva de la mujer.

– ¿Es posible hablar con la policía o con el mismo "Jungle Kid"?

La mujer se echó a reír.

– Lo extraño es que ni los unos ni el otro se hayan puesto ya en contacto con usted. Abra bien los ojos. A "Jungle Kid" podrá encontrarle en el hotel Malasya, un hotel que está no muy lejos de aquí, cerca de la Oficina de Inmigración. Es un hotel también legendario, donde puede pasar cualquier cosa y a donde van a parar los turistas que tienen mucha curiosidad y poco dinero. "Jungle Kid" utiliza el Malasya como oficina de contratación para sus expediciones. Es un hombre de cuidado. Es chino, formaba parte de la división del Kuomintang que se estableció en el norte de Thailandia después de la victoria de Mao Tse-tung. Hoy día las redes de tráfico de heroína, diamantes o mujeres están en manos de chinos, y en muchos casos de chinos vinculados con la División 93 de Chang Kai-shek.

La mujer parecía haberse aprendido bien los apuntes a los que recurría de vez en cuando para reponer combustible.

– ¿Con qué miembro de la policía he de ponerme en contacto?

– Sabían que usted iba a venir. Apúntese el nombre que voy a decirle. Uthain Charoen. Es el funcionario del Ministerio del Interior que lleva el caso.

En la mirada de la mujer había ironía o quizá era un intento de valoración de hasta qué punto Carvalho estaba en condiciones de enfrentarse a la situación, a "Jungle Kid", a Uthain Charoen.

– ¿Qué clase de tipo es?

– Yo he hablado dos o tres veces con él. Repito, abra bien los ojos. Es un hombre de colmillo retorcido.

Carvalho abrió los ojos para expresar todo el pavor que le había suscitado la recomendación.

– ¿Ustedes cómo pueden ayudarme?

– Moralmente, y si le meten en la cárcel le entraremos tabaco de vez en cuando. Pero le aconsejo que haga lo imposible para que no le metan en la cárcel. La cárcel aquí es horrible. En estos momentos hay siete españoles liados por lo de la droga y le aseguro que alguno de ellos preferiría colgarse antes de seguir ahí dentro.

Hablaba en serio. Diplomáticamente en serio.


El taxista trató de convencer a Carvalho de que antes de ir al Malasya debía pasar por un catálogo inacabable de tiendas de piedras preciosas y sederías. La tozudez del hombre le llevó a merodear la zona del Malasya una y otra vez por si mientras tanto tenía tiempo de convencer a su pasajero. A Carvalho le quedó la alternativa de tirarse del taxi en marcha o de esperar que su enemigo se diera cuenta de lo inútil de sus circunvalaciones y explicaciones. Optó por recostarse en el asiento y contemplar el paisaje urbano, consistente en una concentración de pus-pus, tuc-tucs envueltos en monóxido de carbono que se metía por las abiertas ventanillas de un taxi sin aire acondicionado. El taxista prosiguió quince minutos su disertación sobre los lugares a los que podría llevar a Carvalho y finalmente optó por insultarle en thailandés, porque prosiguió monologando en su idioma, mientras se decidía a tomar la ruta del Malasya. Dejó atrás las amplias avenidas que atraviesan la ciudad y se metió por callejas marginales, en las que la dignidad de la vegetación tropical compensaba el deterioro progresivo de las construcciones. Finalmente metió el taxi en el patio del Malasya y a su encuentro salieron cuatro o cinco receptores sin uniforme que consintieron de reojo la decisión de Carvalho de ir directamente desde el taxi hasta la puerta del hotel. Teca de segunda, bambú de río con poca agua, "boys" de trajes de segundo cuerpo, tapicería de marroncete skai, suelo de plástico verde, una decadente vejez en las cosas que impregnaba a los recepcionistas y a los camareros de un restaurante adosado a un "hall" de pensión para viajantes de provincias. Pantalones tejanos de todas las clases, extranjeros con pinta de profesores norteamericanos de universidades pobres, jóvenes franceses poscontraculturales, damas "faisandees" con sandalias para unas pantorrillas cúbicas y rosadas, ni un blanco de los ojos del personal del hotel era blanco, entre el rojo y el amarillo, pasando por un color pus de insatisfacción, predominaba en las miradas que acogían el aspecto convencional de Carvalho con una cierta indiferencia. Se acercó a la recepción y preguntó por Archit y Teresa.

– Son dos amigos míos que están en Bangkok y quizá se hayan hospedado en este hotel.

El que le atendía intercambió comentarios en thai con una mujer pequeña, mal peinada, que se rió en las narices de Carvalho y probablemente de Carvalho.

– No los conocemos.

– Estoy seguro de que han estado en este hotel.

– Por este hotel pasa mucha gente y no los conocemos a todos necesariamente.

– Miren el libro de registro.

Se encogieron de hombros y no manifestaron ni deseo ni intención de ir a por el libro de registro.

– Repase el mural, allí, a la izquierda, junto a la mesita. Quizá hayan dejado algún aviso.

Un mural sobre el que espontáneamente se habían ido clavando avisos particulares. Se ofrece profesor de francés, habitación setenta y seis. Karen y Leo te esperan en la habitación noventa y ocho. Vendo máquina de escribir Olympia, Mónica. Los ojos de Carvalho se detuvieron sobre un anuncio: "Jungle Kid, el mejor guía para el país shan", pero alguien había escrito debajo del anuncio: "No te fíes de Jungle Kid, te dejará abandonado en plena jungla". Carvalho decidió jugar a la ruleta rusa, volver al recepcionista y preguntarle por "Jungle Kid", pero alguien situado a sus espaldas retuvo su marcha hacia la recepción.

– ¿Es usted el español que acaba de llegar?

Se volvió y ante él tenía a un thailandés con traje de algodón amarillento, corbata mal hecha, el rostro joven traicionado por acusadas patas de gallo y las canas que se asomaban a la sien izquierda, los labios lilas entreabiertos para componer algo que se parecía a una sonrisa.

– ¿Se llama usted José Carvalho Tourón?

Leía dificultosamente el nombre de Carvalho, anotado en un papel que se había sacado del bolsillo.

– Sí.

– El pasaporte, por favor.

Le enseñó un carnet en el que aparecía su propia foto en un océano de escritura thai.

– No entiendo nada.

– Aquí se dice que me llamo Uthain Charoen y que soy oficial de policía.

– ¿Y he de creérmelo?

El hombre rió brevemente y tras la risa conservó una suave sonrisa.

– Le aconsejo que se lo crea.

Carvalho sacó el pasaporte del bolsillo y se lo tendió. Con el rabillo del ojo vio que los recepcionistas se habían acodado en el mostrador y contemplaban la escena.

– Muy bien, señor Carvalho. Estoy a su disposición. ¿Qué ha venido a buscar al Malasya?

– Me parece que soy yo el que está a su disposición. Es usted el que empieza a hacer preguntas.

– Disculpe. Es deformación profesional. Dela por no hecha. Pero me parece que usted está alojado en el Dusit Thani y no creo que vaya a cambiar aquel hotel por éste.

– Me parece que éste es más divertido.

– Depende de cómo se divierta usted.

Carvalho permaneció de pie, a la espera de que el otro tomara la iniciativa.

– Su amiga no está en este hotel.

– ¿Dónde está?

– No lo sé.

– De hecho no la buscaba a ella, sino a "Jungle Kid".

Charoen alzó las cejas valorando la respuesta de Carvalho.

– Nada más llegar a Bangkok y ya conoce usted a "Jungle Kid". Aprende usted rápido.

– Tal vez "Jungle Kid" sepa lo que ni usted ni yo sabemos. Dónde está Teresa.

– No. Por suerte para ella y para usted no lo sabe.

Charoen se inclinó con cierta cortesía ofreciéndole la puerta de salida. Carvalho creyó advertir que intercambiaba una mirada de aviso con un hombre poderoso sentado en uno de los sillones de plástico marrón. Era un hombre veterano pero musculado, con los párpados colgantes casi tapándole los ojos oblicuos y un bigotillo afilado sobre los labios carnosos, todo ello bajo un cenital cráneo totalmente rasurado. Desde la perspectiva de la puerta de salida del Malasya, a la izquierda se ofrecía un sastre rápido, delante estaban los cobertizos al aire libre para los coches del hotel y a la derecha la salida a la calle y el anuncio de un bar, el café Lisboa. Charoen se encaminó hacia el Lisboa abriendo paso a Carvalho y ofreciéndole continuar su marcha con gestos corteses de paje. Ya en el Lisboa, Charoen invitó a Carvalho a sentarse y pidió dos vasos de Mekong.

– Se trata del whisky de arroz; si no lo ha probado le resultará muy agradable. ¿Lo ha probado, o en su estancia anterior o en la actual?

– ¿Conocía usted mi estancia anterior?

– Disponemos de un archivo, no muy bueno pero suficiente para nuestras necesidades. Bangkok no es el centro del mundo, pero sí es uno de los centros más importantes de Asia.

Les trajeron dos vasos llenos de hielo picado y de un líquido que recordaba el color del whisky. Carvalho recuperó el sabor del Mekong, un whisky que sabía a arroz integral, ligero, incluso agradable.

– ¿Le gusta?

– Me gustaba y me gustará.

– Los extranjeros se aficionan en seguida al Mekong. Es barato y tan sano como el whisky escocés.

Charoen se pasó una mano por el pelo, luego la dejó planear suavemente en el aire y la posó sobre su vaso como tapándolo.

– Me gustaría saber qué piensa usted hacer en Bangkok.

– Ante todo saber cómo puedo encontrar a Teresa Marsé y llevármela a España.

– Encontrarla es posible. Lo de llevársela a España quíteselo de la cabeza. Hay un crimen por medio.

– Dudo que Teresa haya matado a ese chico.

– ¿También estaba enterado del crimen? ¿Entonces sabrá de quién se trata?

– No entiendo la importancia que le dan a un gángster hijo de otro gángster.

Charoen entornó los ojos y sonrió como disculpando las palabras que ya empezaba a pronunciar.

– Los gángsters no son iguales en todas partes. En algunos lugares de los Estados Unidos, por ejemplo, han llegado a alcaldes o a presidentes de sindicatos. "Jungle Kid" no es un gángster más y a la policía de Thailandia se le complicarían las cosas si "Jungle Kid" se enfadara con ella.

– ¿Dónde está "Jungle Kid"?

– Aquí.

– ¿Aquí? ¿En este bar?

– No. Pero ha estado muy cerca. Sentado en la recepción del hotel cuando he tenido el placer de saludarle.

La imagen del hombre del cráneo rasurado se sobrepuso sobre la cara de niño viejo de Charoen.

– Usted le ha saludado al salir.

– Me he limitado a reconocerle. "Jungle Kid" y yo nunca hemos hablado.

– Mantiene las distancias.

– Él las mantiene. Habla con mis jefes, no conmigo.

– Se trata de un guía de exploradores.

– Un guía que tiene siempre plazas reservadas en vuelos a Rangún, Bangkok, Taipeh, Hong Kong, París y antes del cierre de la frontera con Laos se pasaba media semana en Vientiane. No es un guía cualquiera, ni un gángster cualquiera.

– ¿Y sigue vinculado a la covacha del Malasya?

– Tiene una gran residencia en Kuomingtan, el pueblo formado por la 93 división de Chang Kai-shek, pero en Bangkok su ambiente es el Malasya. Igual nos pasa a todos. Yo nací en los canales marginales, en la orilla izquierda del Chao Phraya, cerca del klong Bangkok Yai. Hoy vivo en un piso del centro y tengo agua corriente y luz, agua del grifo, ¿comprende? Pero en realidad yo me siento del Bangkok Yai.

Carvalho jugueteó con el dedo con un reguero de whisky y agua helada y desde el río que iba distribuyendo sobre la mesa preguntó.

– ¿Hay que buscar a Teresa a pesar de "Jungle Kid"?

– Sí. Porque en esta ocasión "Jungle Kid" no le ayudará ni a usted ni a la policía. Quiere vengarse.

Mientras Charoen se dedicaba a repetir la historia que le habían contado en la embajada, Carvalho imaginaba la escena en que Teresa proponía a Archit quedarse con parte de los diamantes. Algo que no habría hecho jamás en Barcelona, Roma o París, porque allí era consciente del papel de la represión, del color y el idioma de la represión. Pero en Bangkok debió parecerle un cuento chino protagonizado entre chinos y con el final controlado por la Paramount o por la Metro Goldwyn Mayer, y la distancia Bangkok-Barcelona o Bangkok-Masnou demasiado larga para que la alcanzara la moral o la lógica. ¿Y Archit? ¿Qué clase de individuo era aquel muchacho aparentemente envilecido y, sin embargo, con la capacidad de amar a una extranjera hasta la violación de su código moral, el crimen y posiblemente la condena a muerte?

– ¿Qué tal es el chico?

– ¿De qué chico me habla?

– De Archit.

Charoen se encogió de hombros.

– Una historia desgraciada, como la de millones de niños de Asia. Desde pequeño tuvo que ganarse la vida por las calles. Su padre es un drogadicto que no ha sabido aprovechar las oportunidades que ha tenido. Incluso las oportunidades que Archit trató de darle cuando tuvo amistades poderosas. El padre es una basura. Se está muriendo. Le han dejado sin suministro de droga, es una orden de "Jungle Kid".

– ¿No pueden internarle en algún hospital?

– En Thailandia hay que hacer cola para entrar en un hospital y un viejo podrido ya no tiene oportunidad. Además, no puedo asegurarle qué haría "Jungle Kid" si el viejo entra en un hospital.

– "Jungle Kid".

– Va a oír hablar mucho de "Jungle Kid" durante su estancia entre nosotros, que ojalá sea breve. Thailandia es un hermoso país para los turistas, pero un feo país si has de recorrerlo por las cloacas.

– He de encontrar a Teresa. Alguien debe saber dónde están.

– Probablemente.

– Seguro que Archit ha recurrido a amigos o parientes.

– Hemos llegado a todos ellos.

La seriedad de Charoen puso en primer plano su musculatura moral de policía tenso y a la espera de que el propio Carvalho revelara su plan de actuación.

– ¿Qué me aconseja usted, Charoen?

– Que se vuelva a su país y nos deje hacer a nosotros.

– Eso no puedo hacerlo.

– Que siga nuestros pasos a ver si tiene más suerte. Le he traído una lista de lugares frecuentados por Archit y de amigos.

– Amigos que pueden ayudarlos a salir del país.

– De ésos no les quedan.

Era una seguridad brutal y expresada en un tono de toque de degüello.

– Será difícil que alguien pueda ayudarlos y voy a decirle algo que usted interpretará como quiera. Si los encuentra, cosa que no creo, pero si los encuentra no olvide lo que voy a decirle: no se empeñe en sacarlos del país por su cuenta y, sobre todo, no se empeñe en sacarlos a los dos. Uno de los dos debe pagar.

– ¿Archit?

– Archit.

– Pero aparte del crimen están los diamantes.

Charoen tardó en contestar, consciente del efecto que provocarían sus palabras si llegaban por un pasillo de expectación.

– Los diamantes ya no son problema. Archit y la mujer los hicieron llegar a sus destinatarios después del crimen. Trataban de aplacarlos. Se lo digo a usted confidencialmente, me parece que no lo saben ni los de la embajada.

– Y no los han aplacado.

– A "Jungle Kid" no.

Charoen sacó un montón de papeles del bolsillo, seleccionó uno de ellos y se lo tendió a Carvalho.

– Aquí están los nombres de lugares y personas. Yo de usted probaría con las personas. Los lugares no hablan, se lo aseguro. Algunas personas, es posible. Con mucho gusto le acompañaré durante esos contactos.

– Preferiría hacerlos por mi cuenta.

– Se equivoca. Le daremos protección.

– No creo necesitarla.

– La necesita.

Charoen se levantó, repitió el gesto maquinal de la mano sobre el cabello y se inclinó ligeramente. Carvalho se quedó durante unos segundos concentrado en la observación del papel, luego pensó que no había establecido un nuevo encuentro con el policía y salió en su busca. Charoen estaba con una pierna dentro de un coche blanco y se volvió ante la llamada de Carvalho.

– No hemos concertado una cita.

– A los extranjeros se los encuentra siempre en Bangkok.

Se inclinó nuevamente y acabó de meter el cuerpo en el coche que arrancó en cuanto hubo cerrado la portezuela. Carvalho estaba en mitad de la calle, contemplado por la oscura curiosidad de los destartalados "boys" del Malasya. Uno de ellos avanzó hacia él para ofrecerle chicas, chicas que al parecer estaban en el hotel. Ante la negativa de Carvalho le ofreció chicos. Carvalho echó a andar por toda respuesta y uno de los aparentes "boys" del hotel siguió sus pasos. Carvalho estaba empapado de su propio sudor y añoró la pequeña piscina del Dusit Thani, el canto de sirena del aire acondicionado y empezó a deprimirse por el seguimiento. Todas las ventajas eran de su perseguidor, seguro que el otro no sudaba y que su presencia le acompañaría durante toda su estancia en Bangkok, un asiático detrás de otro, toda Asia siguiendo a Carvalho, a través de un itinerario inútil. Volver al Dusit Thani significaba malgastar parte del dinero de la vieja Marsé y tiempo para encontrar a Teresa. Salió a una calle ancha y en el inmediato horizonte descubrió la Sathorn Road, una vía rápida que orientaba el tráfico hacia el río o hacia las encrucijadas del parque Lumpini. Las calles estaban llenas de thailandeses delante o detrás de cocinillas rodantes donde humeaban el arroz blanco y los caldos para cocer los pedacitos de verduras, pollo, magro de cerdo, un humo que servía para avisar a las moscas azules y como punto de referencia al infierno que se escapaba de los tubos de escape de los pus-pus individuales y de los tuc-tucs colectivos. A la aparente uniformidad de los rostros se sumaba el lenguaje cerrado de los rótulos en thai, salpicados aquí y allá por rótulos en inglés al servicio del enunciado de marcas conocidas. De pronto Carvalho tuvo la impresión de que jamás encontraría a Teresa, de que adquiría en Bangkok pleno sentido la advertencia de que era imposible encontrar una aguja en un pajar.

– ¡Señol, señol!

Se volvió y allí estaba Jacinto desde lo alto de la escalerilla de un autocar con aire acondicionado.

– Estamos visitando los templos. Hemos ido al del Buda de Oro y ahora vamos al del Buda Esmeralda.

Carvalho examinó el interior del autocar. Allí estaba España señalando con el dedo a los chinitos que iban por la calle en su amarillez. La perspectiva de huir de su seguidor, de acogerse a la atmósfera propicia del aire acondicionado, se contrarrestaba con la obligación del recorrido por los "wats" de Bangkok que a Carvalho la parecían fallas valencianas de marquetería en colores blanco, naranja, verde y rojo, entre comentarios de gentes dispuestas a tomarse en serio las interpretaciones teatrales del clero católico, pero a tomarse a chacota las interpretaciones teatrales de los monjes budistas, a caer de rodillas ante el brazo incorrupto de santa Teresa, pero a morirse de risa cuando Jacinto les dijera que bajo un colosal templo estaba enterrado un diente de Buda.

– Lo siento, Jacinto, pero estoy cansado y me iba al hotel.

– Suba. Pasalemos celca.

Carvalho fue recibido con una cierta curiosidad. Buscó el rincón de los solteros escépticos ante las toneladas de budismo que se les había caído encima.

– ¿Qué tal?

– Los templos, una lata.

– Nosotros somos animales de noche.

Se echaron a reír. Uno de los solteros se inclinó hacia Carvalho, le guiñó un ojo y le dijo:

– El Atami. No olvide este nombre.

Por un segundo, Carvalho asoció el misterio de la recomendación al caso Teresa Marsé. Afortunadamente la confidencia tenía una segunda parte.

– El Mona Lisa es más fino. Pero las mejores tías en el Atami.

Carvalho le agradeció la recomendación y apuntó el nombre del Atami en uno de los papeles que llevaba en el bolsillo. Luego repasó a los habitantes del autocar y su mirada tropezó con la de uno de los componentes de las dos parejas de la aventura de la noche anterior. El hombre se negó a reconocerle y desvió los ojos.


La iniciativa había sido de Bromuro. Biscuter caminaba melancólico por la placita del Arco del Teatro y el Bromuro le llamó desde su estatura de limpiabotas ante los mocasines del dueño de alp Sport, una tienda de artículos deportivos que acababan de abrir en la calle de Escudillers.

– Biscuter, qué color tienes, hijo.

– ¿Qué color voy a tener? Si no salgo de casa. Y cuando salgo no sé qué hacer. Ahora mismo, estoy solo y me paso el día subiendo y bajando la escalera. Cuando estoy en el despacho no sé qué hacer. Cuando estoy en la calle, tampoco.

Bromuro tenía una mañana creativa y hacía molinetes con el cepillo por delante y por detrás de su cuerpecillo, alzado como de milagro sobre unas piernas acuclilladas.

– Mira qué reflejos, Biscuter, mira.

Y de reojo comprobaba el efecto que sus habilidades provocaban en un cliente hierático, entregado a la lectura del periódico.

– Pues si te aburres, Biscuter, baja y pega la hebra conmigo. ¿Dónde está Pepe?

– En Thailandia.

– La madre que le parió. Sí que se ha ido lejos.

– ¿Y por qué no subes tú?

– Yo me debo a mi clientela.

Y ofreció una sonrisa entre el amarillo y la mella a un cliente que no se la aceptó.

– Tengo un ossobuco en el congelador y no sé quién se lo va a comer.

– ¿Ese animal se come?

– Si es la pantorrilla de la vaca, el jarrete, pero cortado de otra manera, a rodajas.

– ¿Y está bueno?

– Buenísimo.

– Usted, señor, habrá probado el ossobuco, ¿verdad?

El otro apartó el periódico, contempló perplejo a los dos residuos humanos que dialogaban y gruñó un sí para volver a meterse en su casita de papel.

– Pues sí que subiré, Biscuter, porque estoy malo de lo mal que como o de lo poco que como. En mi desconfianza a lo que se vende y a lo que se guisa ahora, me limito a comer vegetales crudos y sano lo estoy, pero tengo una hambre que pa qué.

– Voy a calentarlo y te espero.

Una pequeña alegría trascendió del cuerpecillo de Biscuter, que cruzó la Rambla con urgencia y subió los escalones del despacho de Carvalho de dos en dos. Sin cerrar la puerta tras de sí, fue directo a la pequeña nevera y del congelador sacó una fiambrera de aluminio en la que dormían un sueño de congelación dos rodajas de ossobuco con níscalos. En cuanto el fuego despertó a la bestia y el aroma de la salvia y el ajo aromatizó el despacho, Biscuter se fue hacia la puerta reclamado por la llegada de Bromuro. En la nariz del limpiabotas lo que no era nariz era espinilla.

– Coño, Biscuter, guisas como mi madre. Huele como olían las comidas de mi madre.

No le gustó a Biscuter el comentario, se le nubló la vista y necesitó correr hacia su cuartucho para sacarse de los ojos las lágrimas imprescindibles.

– ¿Qué te pasa?

– Es que se murió mi madre hace poco.

– Te acompaño en el sentimiento, Biscuter. Pepe no me dijo nada, de lo contrario habría ido al entierro.

Biscuter apartó cuidadosamente los papeles de Carvalho, dispuso dos mantelitos individuales de arpillera y un centro de paja sobre el que depositó la fiambrera con el ossobuco humeante. Luego trajo de la cocina dos platos con sendos montoncillos de arroz pilaf, dos vasos y una botella de Torres Santa Digna tinto que Carvalho había dejado recién abierta y de la que Biscuter iba bebiéndose un vasito en cada comida, sin atreverse a hacerlo en las cenas.

– Me cago en la mar ¡y vino de marca! Hace tiempo que Pepe no me da una botella de sus vinos. Cómo bebe el tío.

Y cómo come, añadiría instantes después cuando se llevó a la boca medio quilo de carne de una sola tacada.

– ¿Y esto lo has hecho tú, Biscuter? Pues tienes unas manos que no tienen precio. Si alguna vez pongo un restaurante cuento contigo.

Dijo que sí Biscuter, no sin dejar de lanzar una mirada valorativa de la ruina física en que estaba Bromuro, ya entre los cascotes de sus arrugas, varices, espinillas y manchas de roña rancia asomante en los calveros de su cabeza.

– Con permiso.

Biscuter y Bromuro llevaron automáticamente las manos sobre sus platos, como tratando de protegerlos o esconderlos, y se quedaron mirando a la intrusa.

– Me llamo Marta Miguel y busco a don José Carvalho.

Biscuter se limpió los aceitados labios, entornó los ojos y buscó plomo para la voz en el fondo de su garganta.

– El señor Carvalho no está. Está de viaje.

– ¿Muchos días?

– Imprevisible.

Dijo Biscuter e inició el gesto de ofrecer una silla a la esposa del coronel recién introducida en un club londinense.

– No. No quiero molestarlos. ¿Se ha ido muy lejos?

– A Bangkok. Reclamado por uno de nuestros asuntos. A veces tenemos que viajar. Porque, como dice el señor Carvalho, la corriente de aire que se produce en Calcuta provoca un constipado en Tarrasa.

– Cuánta razón tiene.

Apostilló Bromuro que había recuperado cuchillo y tenedor y los mantenía en posición de presentación de armas, dispuesto a lanzarse sobre lo que quedaba de comida en cuanto la situación se normalizara.

– Pero coman, por favor, la comida fría no vale nada. Que aproveche.

– ¿Gusta?

– Acabo de comer.

– Con su permiso, pues, señora.

Avisó Bromuro y acuchilló el resto del ossobuco hasta dejar la rodaja de hueso y tuétano en una radical soledad.

– Si no les importa vuelvo más tarde o me espero a que acaben de comer, porque me interesaría saber cuándo vuelve el señor Carvalho o si ha dejado algo para mí.

– Ya acabábamos.

– ¿No hay nada más?

La pregunta de Bromuro fue contestada por Biscuter yendo a la cocina y volviendo con lo que quedaba de carne, salsa y arroz blanco.

– Te juro, Biscuter, que no comía tan bien desde que Pepiño me invitó en el Agut d.Avignon, y aun entonces tenía en mi contra el ambiente, porque aunque me había puesto corbata, o quizá porque me la había puesto, no dejaba de tener el aspecto de un ahorcado. ¿Tienes algo de postre, Biscuter?

– Hay yemas de Ronda.

– La hostia, la rehostia, Biscuter, con lo que me gustan a mí las yemas.

– Pero están un poco resecas.

– Saben mejor. Aunque se piense lo contrario, la yema reseca tiene más sabor, te lo digo yo que estuve a punto de ser hijo de un pastelero, porque el primer novio de mi madre tenía una pastelería en Atienza.

A la vista de la velocidad con que Bromuro acarreaba las yemas hacia su estómago, Biscuter le regaló el resto de la caja y presenció cómo el limpiabotas se bebía la botella hasta el solaje, para limpiarse los labios con la manga de una chaqueta a cuadros príncipe gales que compartía con las manos del limpiabotas la solera de viejos, sólidos betunes, cuya implantación se remontaba hasta los tiempos en que Bromuro había rescatado la chaqueta de un contenedor.

– Y está como nueva.

Se miraba Bromuro la chaqueta.

– La cogí cuando estaba Fraga de ministro del Interior.

– Me queda algún traje de mi padre. Era de su talla. Se lo puedo ofrecer. ¿Dónde puedo dárselo?

– Me haría un gran favor, señora. Me encuentra por aquí abajo o pregunta por mí a cualquiera del sur de las Ramblas, porque soy el decano de los trabajadores por cuenta ajena de esta zona.

– ¿Cómo por cuenta ajena?

Se planteó Biscuter desconcertado.

– Siempre se trabaja por cuenta ajena, Biscuter, no olvides nunca lo que te digo, ni a quien te lo dijo.


Biscuter se esmeró en recoger la mesa como él creía que recogían la mesa los camareros de restaurantes distinguidos. La presencia de Marta Miguel, inmovilizada sobre la silla, con las manos sobre las rodillas unidas y el culo sin acabar de entregarse al culero, condicionaba la conducta de Biscuter, que se reprochó a sí mismo, nada más decirlo, el haber ofrecido a una señora primero un café, luego una copita y finalmente un carajillo. Lo que más le dolía era haber ofrecido el carajillo y se hubiera dado de bofetadas mientras apilaba los platos sucios en la fregadera y preparaba la estrategia a seguir con una dama en ausencia de su jefe. Se miró en el espejo oxidado que pendía sobre el pequeño lavabo de su habitación y se humedeció las palmas de las manos para a continuación tratar de domar los haces de pelos hirsutos y rubios que le subían desde los parietales hacia la estratosfera. Rebuscó en el armario de plástico cerrado con cremallera y sacó una corbata de punto que se anudó en torno a su cuello de pajarito. Luego se endilgó una ex chaqueta de pana de Carvalho que le habían acondicionado en una sastrería de arreglos, se cepilló los zapatos con el mismo cepillo que usaba para la ropa y fue al encuentro de Marta Miguel con la expresión a medio camino entre la atención y la preocupación.

– Usted dirá.

Dijo al tiempo que se entregaba con naturalidad al sillón giratorio de Carvalho.

– ¿Seguro que el señor Carvalho no le ha dejado nada para mí?

– Ha dicho usted que se llama…

– Marta Miguel.

– No me suena. La última vez que despachamos fueron tantas las cosas que me dijo, que es probable que me haya olvidado. Consultaré el cajón de las cosas urgentes.

Abrió un cajón y aparecieron tres botellas de orujo de cuerpo presente.

– No. No hay nada. Pero si usted me explica de qué se trata.

– En realidad, no hay nada concreto. Pero pensé que el señor Carvalho podría haber comentado mi caso con usted. No soy una cliente. Soy una amiga.

– Mi jefe trata a los clientes como amigos y…

Y a los amigos como clientes, iba a decir, pero pensó que iba a decir una tontería y se contuvo.

– La policía me está molestando porque fui testigo, bueno testigo, acompañé a una persona a la que luego asesinaron. Tal vez lo leyó en el periódico. Fue el asesinato de aquella chica rubia, Celia Mataix.

– Ondia, el crimen del champán. Recuerdo que el jefe estaba muy interesado y ahora me lo explico, usted es su amiga y era lógico que él estuviera preocupado. Parece un hombre frío que no piensa en los demás, pero, oiga, no se le escapa nada y siempre tiene un detalle. Conmigo, con su novia, la señorita Charo, con Bromuro. A mí me ha abierto una cartilla de ahorros en la Caixa y me ha nombrado su heredero, a mí, ¿qué le parece? No es que vaya a heredar mucho, pero es un detalle, y que se fija en lo que necesito. Esos zapatos no se los pone ni un mendigo, Biscuter, a cambiarlos, y no para hasta que me los cambio. Y como lo que él come. Yo me lo compro, yo me lo guiso, yo me lo como. No tengo pagas, eso no. Pero me ha metido en la seguridad social como si yo fuera del servicio doméstico y tengo el seguro. Y yo no le pedí nada. Todo fue cosa suya. Me lo arregló todo el señor Enric, el gestor amigo suyo de Vallvidrera, y así el día de mañana tendré un retiro. A veces me lo digo a mí mismo y no me lo creo. Qué suerte has tenido, Biscuter.

– La policía ha vuelto a ponerse pesada. Se agarran a lo que tienen.

– Dígamelo usted a mí, señora. Yo ahora soy un hombre honrado, pero en el pasado me gustaba llevarme el primer coche que veía, y cuanto más chachi mejor. Coche que desaparecía, a por Biscuter, y te hacían comer el consumao, lo hubieras hecho tú o no. Una vez me engancharon con un Gordini puesto y cuando voy a firmar la declaración veo que me atribuyen el robo de todos los coches que caben en la calle Pelayo. Que yo no firmo eso…

– Siento molestarle. Me voy.

– No me molesta. Voy a hacer algo por usted. Un segundo.

Dos deditos de Biscuter marcaban la exacta brevedad del segundo que necesitaba. Empuñó el teléfono y marcó un número.

– Señorita Charo, Biscuter al habla. Tengo ante mí a una señora íntima amiga del jefe. Se llama Miguel. No. Es el apellido. ¿Le dijo algo el jefe sobre ella antes de marcharse? Recuerde, Marta Miguel. Marta Miguel.

La ceja derecha de Biscuter se arqueó dispuesta a soportar el peso de las elucubraciones que le forzaran las revelaciones de Charo.

– Pero qué cachondeo es éste, Biscuter. ¿Desde cuándo Pepe me ha hablado a mí de sus ligues o de sus asuntos?

La ceja derecha de Biscuter recuperó la horizontalidad.

– Así que no le reveló nada.

– Corta ya, Biscuter, y no me vuelvas a llamar para hablarme de tu jefe. Lo tengo atragantado.

El sollozo cortó la comunicación antes que el cuelgue del teléfono. Biscuter fingió que continuaba la conversación, se despidió y con un suspiro de fastidio dejó el aparato en su sitio.

– Lo siento, pero no hay nada.

Marta Miguel estaba ensimismada y Biscuter tuvo que repetir su conclusión para ser escuchado.

– Gracias por todo. Tal vez si yo hablara con esa chica, ella podría recordar.

– Con mucho gusto le daré la dirección y el teléfono de la señorita Charo.

Biscuter escribió sobre uno de los papeles que Carvalho utilizaba para sus anotaciones y luego se lo tendió a Marta Miguel.

– Vive muy cerca de aquí. En un bloque de pisos nuevos que hay en la calle Peracamps. Bueno, nuevos… Parecen nuevos en relación con las demás casas, pero ya llevan en pie más de diez años.

Marta guardó el papel en el bolso que llevaba en bandolera. Correspondió con un apretón de manos a la oferta de la mano de Biscuter y bajó las escaleras sin la conciencia exacta de qué escaleras estaba bajando y para qué. Salió a las Ramblas y se dejó llevar por la tendencia de los peatones, hacia el sur, en busca del puerto. Sus pasos se desviaron hacia la derecha y al llegar a las Reales Atarazanas se quedó contemplando la perspectiva de la calle Peracamps, una apertura en el tejido gris del Barrio Chino. Sacó del bolsillo la nota que le había dado Biscuter y se aplicó a localizar el número de la casa de Charo, y cuando llegó ante ella se hizo cargo de la altura de la finca como si fuera un problema o como si la estatura de la casa tuviera algo que ver con algo importante que había olvidado. Atravesó la calle para contemplar la casa con mayor perspectiva. La muchacha debía vivir en aquel ático del que asomaban plantas, flores, incluso un arbolillo. Siguió calle arriba, atravesó Conde del Asalto y se introdujo en las entrañas grises de la Barcelona de la busca barata. Fue a parar a la calle Robadors y las miradas de los hombres merodeantes la expulsaron calle arriba, hacia la del Hospital y el escenario del primer encuentro con Carvalho en los jardines. Tenía el coche aparcado en el parking de la Gardunya, una isla cementerio de coches a la espera de la nueva animación del mercado de la Boquería al caer de la tarde. Ambiente de pestilencia de las basuras acumuladas en los contenedores y el poso de los desperdicios enganchados al asfalto y a las aceras como una historicidad podrida. Cuatro hombres viejos, rotos, sucios habían encendido una hoguera y hacían recuento de lo que habían obtenido en su meticulosa búsqueda por los grandes cubos de basura de los vendedores del mercado. Una barra de pan, hojas sucias y ajadas de lechuga, un tomate blando, algunas manzanas, un cuello de gallina, un frasco de perfume casi vacío que uno de los hombres olisqueaba y ofrecía a sus compañeros para que participaran en la breve, gratuita maravilla guardada en el último fondo de la botella. Uno de los hombres se dio cuenta de la presencia de Marta, de su paralizada mirada. Hizo un comentario y los cuatro rostros marrones, los cuatro pares de ojos rojos, las cuatro cabezas coronadas por una costra de pelo, frío, sueño, relente y nada se volvieron hacia ella para contemplarla como si fuera un cubo en el que tal vez algo podría aprovecharse, pero desde una previa declaración de animales vencidos que renunciaban a otra violencia que no fuera la de su mirada. Marta se acercó al que estaba más cerca del recinto del parking y le tendió veinte duros por encima de la barrera de separación. La boca se abrió para decir gracias princesa, pero los ojos decían claramente que no lo entendían.


"Thailandia ayer recibió un barco patrulla de los Estados Unidos como parte del apoyo ofrecido a los esfuerzos para acabar la piratería en el golfo de Siam". La piscina del Dusit Thani parecía confirmar las buenas relaciones entre los gobiernos de USA y Thailandia avanzada por la información del "Bangkok Post". Carvalho dejó el periódico para entregarse a la reflexión de qué podían buscar en Bangkok aquellos americanos atareados que se bañaban de mañana, dejaban a sus mujeres en la piscina del hotel y las reencontraban al atardecer antes de un último baño reparador de sus andanzas por la ciudad. La mayor parte de los turistas eran europeos o australianos, en cambio los norteamericanos parecían haber venido a jugar al tenis los más jóvenes y de negocios los veteranos fondones que entregaban sus carnes desorientadas al último resol infiltrado por una brecha permitida por dos construcciones del propio hotel. Carnes desorientadas por la cincuentena, un cierto fastidio sin pasión en las facciones, el ritual del bourbon con hielo, el beso de precena a la mujer bronceada y mejor conservada, algún comentario, la novela de McLean. Los jóvenes norteamericanos paseaban sus altos esqueletos bronceados y sus raquetas por el "hall" del hotel o se tumbaban en el suelo en ejercicios de relax que el personal del hotel toleraba sorteando los cuerpos tendidos entre equipajes, guías, manadas de viajeros veteranos que caminaban con cuidado para no pisotear a los jóvenes tenistas del Imperio. Carvalho valoró las carnes rehechas de una morenita de ojos verdes que recibió a su marido como si volviera de la guerra del Vietnam y le pidiera explicaciones por haberla perdido. A un lado un vaso lleno de Mekong con hielo, al otro el "Bangkok Post" y en la piel la caricia del frescor que le llegaba de la catarata que había empezado a precipitar sus aguas entre las rocallas. Carvalho no se molestó en comprobar si el hombre que se había situado al lado de su gandula de madera era Charoen, porque con toda seguridad era Charoen. Esperó a que el policía dijera algo.

– Entre la Thailandia turística y la otra, parece haber escogido la turística.

– Estaba deshidratado. El sudor me ha podrido la correa del reloj.

– No se ha movido del hotel.

No era una pregunta, era un balance y la expresión de una cierta frustración. Tanto personal dispuesto para seguir a Carvalho y Carvalho sin salir.

– La lista que usted me ha dado es poco explícita. Se citan más bares y comercios que personas, y en cuanto a las personas no sé por dónde empezar.

– Puedo ayudarle.

– No lo dudo.

– Entre todos los nombres que le he ofrecido destaca uno por su interés. Sería muy conveniente que usted fuera hoy.

Carvalho sacó el papel de una bolsa de mano y se lo tendió a Charoen.

– Señálelo usted mismo.

– ¿Le gusta la cocina vietnamita?

– No tengo el gusto.

– Cerca de aquí hay un restaurante vietnamita. Se llama Annam. Le aconsejo que vaya a cenar esta noche.

Le devolvió el papel y repartió una ojeada por el personal distribuido lánguidamente en torno a la piscina.

– A las ocho.

Concretó Charoen y cambió de tercio sin cambiar el tono de voz.

– Es una delicia este hotel.

– ¿Sabe usted decirme por qué hay tantos americanos?

Charoen se echó a reír.

– Están en todas partes.

– ¿Qué hacen?

– Asesoran, vigilan. Bangkok es su capital en esta parte de Asia. ¿Qué sería de nosotros sin los americanos?

– Los protegen de los piratas.

– Y de los comunistas. Vuelve a haber guerrillas en las junglas del sur. Nuestro primer ministro ha viajado a China y los comunistas de aquí son de obediencia soviética. Se infiltran desde Camboya y Laos y ahora vuelven a dar guerra para condicionar el viaje de nuestro primer ministro. ¿Hay comunistas en España?

– Quedan unos cuantos.

– ¿Armados?

– No. Muy desarmados.

– ¿Qué hacen?

– Pierden las elecciones.

– Los comunistas nunca pierden.

– ¿Todos estos americanos están aquí para luchar contra la nómina de comunistas?

– No. También vigilan el tráfico de drogas.

– ¿Luchan contra la droga?

– No. Luchan contra el tráfico de droga hacia los Estados Unidos. Que vaya a otras partes no les importa. A Europa, a Australia. ¿Ha oído hablar usted de la DEA? Es una agencia permanente de los americanos en Bangkok que negocia o combate para impedir que la heroína del triángulo del opio se meta en Estados Unidos. Es lo único que les importa. Y conocen los campos de cultivo y los laboratorios clandestinos mejor que nosotros. Mejor que casi todos nosotros.

Corrigió Charoen.

– Media Thailandia lucha contra la heroína y otra media la fomenta, media Thailandia lucha contra la trata de muchachas y la otra media la fomenta. Desde lo más alto del poder hasta el último intermediario. Un general mete en la cárcel a los traficantes y otro general los saca porque él dirige el tráfico. ¿Comprende? El resultado es un cierto equilibrio. Un prudente equilibrio. ¿Acaso el bien se notaría sin la existencia del mal?

No había sorna en las palabras de Charoen, había respeto a la verdad objetiva, el mismo respeto con el que Jacinto informaba a su clientela turística y la misma sinceridad que había empleado el guía aquella misma mañana al señalar el vientre de uno de sus clientes y decirle:

– Selpiente. Usted lleval selpiente dentlo.

– ¿Qué quiere usted decir?

– En Thailandia al vel un homble goldo decil: lleva selpiente en la baliga.

Charoen había dicho que el país llevaba una serpiente en la barriga y eso era todo.

– A las ocho, en el Annam.

– ¿Estará usted?

– No. Pero no se preocupe.

– ¿He de preguntar por alguien concreto?

– No.

Charoen se inclinó levemente y se marchó por los escalones situados junto a la cascada. Carvalho recogió sus cosas y se fue a su habitación. Después de ducharse se tumbó en la cama dejando que las sombras le sepultaran progresivamente, le dejaran en la vaciedad de lo oscuro, sin otro punto de referencia que el brillo mate de la pantalla del televisor. Encendió la lamparilla de la mesita de noche y repasó la lista: Bancha Soponpanich, boxeador, amigo de la infancia de Archit, gimnasio Lampun o vestuarios del Lumpini. Thida, ex novia de Archit, número 42 en la casa de masajes atami. Los padres de Archit, en Damnerm Saduak, a una hora en coche desde Bangkok. ¿Daba Carvalho los primeros pasos o esperaba a que Charoen se los insinuara? El policía le estaba utilizando como gancho por si Archit y Teresa estuvieran al acecho y trataran de ponerse en contacto con él o por si algunos de los allegados de Archit decía a Carvalho lo que no había dicho a la policía. El restaurante Annam estaba muy cerca del hotel, en el meollo del puterío de Bangkok, y Carvalho no lo encontró recomendado en ninguno de los folletos que estaban a su alcance, en los que se demostraba que en Bangkok se puede comer desde pata de elefante hasta paella en un restaurante hispano-francés. No podía situarse a la contra de Charoen y no le quedaba otra salida que esperar la primera oportunidad para tomar la iniciativa. Le convenía cultivar el número de europeo abrumado por la situación y en perpetua dialéctica entre el hedonismo y la obligación. Carvalho recordó a Charoen con respeto. Se asomó al balcón. La dama macerada morenita seguía junto a la piscina tomando la luna y su marido nadaba con la parsimonia de un cocodrilo. La dama macerada levantó la cabeza y vio a Carvalho situado tras la cortina. El detective creyó captar una sonrisa en su cara de muñeca de cera, pero estaba demasiado oscuro para asegurarlo y el marido nadador medía metro noventa al alcance de ciento veinte kilos de peso. Pesado.


Bangkok parecía estar a oscuras salvo en los callejones a donde los turistas iban atraídos como moscas en busca de miel de ingle. El callejón donde estaba el Annam no era uno de los más favorecidos por las luces y la anemia de watios se prolongaba en el interior del local, que parecía un restaurante de tercera para obreros con poco tiempo para comer y pocas ganas de ver lo que comían. En cambio el público se reducía a una monja gris y blanca, asiática, que reía como una santa alegre, en compañía de otros tres asiáticos, y a una vieja más pendiente del serial thai de la tele que de la comida que tenía en el plato. Había más servicio que clientes. Dos muchachas perezosas remoloneaban para no perderse el serial y su evidente madre ni siquiera fingía querer atender a la clientela. Se había instalado ante el televisor con la intención clara de no ser movida. La buena voluntad de un camarero anémico y con media cara quemada no era suficiente como para dar la sensación de que en el Annam, aunque mal, se pudiera comer. Por fin las muchachas concedieron a Carvalho el reconocimiento como cliente que transmitieron a la madre. La mujer se volvió hacia el detective y se preguntó de qué nacionalidad debía ser aquel occidental solitario. Decidió investigarlo por su cuenta y llevó la carta en persona.

– ¿Ha probado el "fondue" a la vietnamita?

– No.

– Hoy lo tenemos. Pero ha podido probarlo en cualquier restaurante vietnamita de Nueva York o San Francisco.

– No soy americano.

– ¿Francés?

No le dio tiempo a responder. De sus labios salió un do de francés, más recitado que hablado, y una inmensa nostalgia de Saigón. Había tenido un restaurante en Saigón hasta mil novecientos setenta. Luego previó lo que iba a suceder y se marchó con su familia. Suspiró resignada. Bangkok no era Saigón. Quien no ha vivido en Saigón antes de la revolución no sabe lo que era Asia, dijo madame Rony, que se presentó a sí misma como viuda de un sargento francés muerto de no sabía qué el año anterior. Carvalho no la quiso sacar de su error y pasó por francés tratando de conseguir aceptables niveles de pronunciación. La "fondue" vietnamita consistía en un equivalente a la "fondue bourgougnonne", pero en vez de freír carne en aceite, se cocían pedacitos de pollo, cerdo, gamba y calamar en un caldo suave al que también se arrojaban spaghetti de arroz y col. Cada pedacito de carne o pescado se sazonaba con poderosas salsas picantes y finalmente se comía el caldo con coles y spaghetti con la ayuda de una cucharilla. Podía haber sido un plato alegre y sugerente si el local hubiera estado más iluminado, si las chicas no hubieran lanzado grititos de expectación ante las hazañas del gomoso protagonista de la serie televisiva, si la escudilla eléctrica donde hervía el caldo no hubiera sido de aluminio mate, si la monja no se hubiera pasado toda la cena lanzando carcajadas, sin duda motivadas por chistes verdes y teológicos, y si las porciones de vianda hubieran sido más generosas y menos el agua que ayudaba a conformar el océano del caldo. Otro factor que estropeó la cena fue que cuando Carvalho sorbía los spaghetti chinos, vio su mesa rodeada de cuatro nativos disfrazados de mafiosos italianos.

– Venga con nosotros.

– No he terminado de cenar.

Uno de los hombres desenchufó el cable que conectaba la escudilla de aluminio con la red eléctrica. La cena había terminado. Carvalho recorrió el local con la mirada en busca del efecto que había provocado la irrupción de los matones en los demás pobladores del local. Habían bajado la voz y el volumen de la tele, pero era evidente que se desentendían de lo que pudiera ocurrirle al extranjero solitario.

– ¿Los envía Charoen?

Le cogieron por los hombros y le señalaron la distancia más corta hasta la puerta de la calle. Carvalho sacó un montón de billetes arrugados del bolsillo y trató de avanzar en dirección a la patrona para pagar la cena, pero le detuvieron, le quitaron el dinero de la mano y uno de los matones separó sesenta baths que dejó sobre la mesa. La cena estaba pagada. Le devolvieron el dinero y le empujaron hacia la puerta.

– Como sigan con estos modales se van a quedar sin turistas.

No lo hubiera dicho nunca. Nada más llegar a la semioscuridad del callejón sintió un duro golpe en la nuca y un hilo de voz cortante junto a la oreja. Que se callara y que no creara dificultades. La escena le recordó a Carvalho secuencias de películas bélicas norteamericanas en las que el sargento japonés les pega un par de humillantes bofetadas a los oficiales americanos y les dice impertinentemente, directamente a la oreja, "tanaka tanaka" o algo por el estilo. Los esperaba un Dodge que parecía una suite real venida a menos y Carvalho comprobó que además de los cuatro matones iba a gozar de la compañía de otros dos, el que conducía y un muchacho desagradable que por todo recibimiento le escupió a la cara. Durante el trayecto por un dédalo de calles oscurecidas que a Carvalho le pareció un merodeo voluntario por el mismo barrio, le dijeron varias veces "tanaka tanaka" o algo que sonaba muy parecido, perfectamente entendido por el instinto de muerte del detective. Por fin, el coche frenó ante una puerta de madera revelada por la fijación de los faros y que se abrió para que el auto entrara en un patio donde alguien se había entretenido reuniendo una colección completa de las basuras de Bangkok. Acuciado por los empujones, se vio obligado a subir por una escalera adosada a la fachada del edificio y luego a recorrer un pasillo tapizado en terciopelo rojo, suelo y paredes, para desembocar finalmente en una pequeña habitación donde una única silla situada en el centro geométrico presagiaba una sesión de preguntas y respuestas en la que Carvalho no tendría casi nada que decir y mucho que recibir. Pero no hubo preguntas. En cuanto le sentaron, uno de los hombres lanzó un grito, dio un salto en el aire y un patadón suave en el hombro de Carvalho dio por los suelos con detective y silla. Y en el suelo Carvalho recibió un marco de gritos y patadas que no le hacían daño, que sólo le asustaban. Alguien le ayudó a levantarse y Carvalho mismo colocó la silla donde había estado y se sentó mientras miraba a su alrededor y asumía una situación sin salida. Una cara asiática se colocó en la posición teórica de darle un beso, pero se limitó a gritarle en inglés que madame quería hablar con él y que hiciera caso a todo lo que le dijera madame o aquella noche iba a parar a las aguas de un canal.

– Ya me tiraron una vez a un canal en Amsterdam.

Comentó Carvalho, sonriente y festivo, y recibió un puñetazo en la oreja que le irritó por su inutilidad y por la ingratitud que demostraba ante su voluntad de ser amable. Se abrió en la pared una puerta que hasta entonces le había pasado inadvertida y por ella entró en la habitación una gorda mestiza con el cabello teñido de blanco, los labios enormes pintados de "rouge" y un traje chino con un corte que le llegaba desde el suelo hasta la cadera, por el que se asomaron dos piernas con celulitis y medias hasta las rodillas en cuanto alguien trajo un sillón con brazos para el reposo de la dama. Frente a frente, madame y Carvalho.

– No nos han presentado.

– Madame La Fleur.

– Otra madame francesa. ¿También procede usted de Saigón?

La mujer tenía las facciones gordezuelas de los espíritus torpes, pero unos ojos de cobra asesina que no concedían a Carvalho ni el estatuto mínimo de hombre. Carvalho protestó en francés por el trato que había recibido y amenazó con quejarse al inspector Charoen.

– ¡Cha-ro-en!

Escupió la mujer como si dijera Mier-da.

– Aquí Charoen no pinta nada. Aquí mando yo.

Alguien cogió a Carvalho por los cabellos y tiró de su cabeza hacia atrás.

– Dígale a sus monos que no es necesario que me asusten. Que ya lo estoy.

– Asústese ahora que aún puede y tenga en cuenta lo que voy a decirle. Busque a su amiga y al desgraciado ese, pero si quiere salir vivo de Bangkok entréguenoslos.

– Podemos llegar a un acuerdo.

Liberaron la cabeza de Carvalho y el detective se pasó una mano por el dolorido cuero cabelludo.

– Les doy al chico y dejan que me lleve a la chica.

Madame denegó con la cabeza, pero con los ojos estudiaba la oferta. Era una escena de regateo, como si estuvieran negociando la venta de un elefante de teka o de un rubí de dos quilates.

– Esa pequeña puta se merece un escarmiento. Usted búsquelos y luego hablaremos.

Madame daba la audiencia por terminada. Cuando se encaminaba hacia la puerta, Carvalho creyó oír sonido de muslos al frotarse entre sí.

– ¿Esto lo ha montado Charoen?

Preguntó Carvalho, y la mujer se volvió para escupir otra vez un silabeado Cha-ro-en que parecía un sinónimo de Mier-da.


El recorrido por las proximidades de los canales significó para Carvalho una doble tensión. La de la prevención ante la posibilidad de que realmente le tiraran a un canal de noche y la provocada por el tono de voz histérico y desagradable que empleaba uno de sus guardianes, entusiasmado ante la utilización de una oreja de Carvalho como micrófono para la retransmisión de un montón de horrores. Finalmente el coche se detuvo en una de las zonas más oscuras del mundo, una zona donde probablemente no llegaba la luz del sol desde la violenta separación de la Tierra del Sol, y en cuanto Carvalho estuvo fuera del coche tratando de orientarse en la oscuridad recibió un patadón en los riñones que le hizo perder el equilibrio y rodar por una pendiente blanda que olía a quemado. Durante la caída Carvalho se predispuso a terminar en las aguas, y cuando le detuvo un montículo de materia blanda que se desmoronó por el impacto, Carvalho se quedó quieto a la espera de acontecimientos, razonando el porqué de una sensación de desagrado que no procedía de dolor alguno. Era el olor que le rodeaba. Una peste podrida que salía de todas partes y el temor de que le hubieran arrojado en un vertedero de basuras se confirmó cuando encendió el mechero y se vio a sí mismo como un apestado Gulliver en el país de las basuras. Ante él tenía la pendiente por la que había rodado y al final de ella la promesa de un cielo estrellado. Era imposible salir de aquella situación sin asumirla hasta las últimas consecuencias, y las últimas consecuencias consistieron en subir a cuatro patas, apuñando la basura con las manos, buscando profundidades para que las piernas pudieran ir impulsando el cuerpo hacia arriba. Llegó a un camino de fango, a la espalda de un barrio bidonville, y en cuanto se metió en él tratando de orientarse, todos los flacos perros de la noche se pusieron de acuerdo para armar un concierto de protesta. Las barracas de lata, adosadas las unas a las otras, o estaban deshabitadas o había una conspiración de sueño y silencio. Vio a lo lejos el trazado de un tendido eléctrico y caminó hacia él buscando con la luz del mechero la posibilidad de un canal y lo encontró como obstáculo para llegar a la línea trazada por el tendido eléctrico, que era el del ferrocarril. Cincuenta metros más arriba descubrió un paso de tablas que se quejó cuanto pudo bajo las pisadas de Carvalho y luego subió por un breve talud de piedras hasta llegar a la vía del tren. El lucerío de Bangkok quedaba a su derecha y caminó por la vía en su busca, en la confianza de conseguir un taxi en alguno de los apeaderos. El primero que encontró parecía un apeadero tan abandonado como aquel arrabal o como él mismo. Lo único vivo era una anciana rapada que dormía sobre un montón de periódicos y alrededor la misma ciudad de lata, sin una luz, sin un ruido que indicara la presencia humana. Siguió caminando por la vía hasta encontrar un paso a nivel en una carretera asfaltada. Allí se quedó a la espera del primer coche que pasara. Fue una furgoneta llena de letreros ininteligibles para Carvalho y el conductor no atendió sus gestos de autostopista convencional. A la luz de una bombilla movida por un viento suave, Carvalho se sentó en el suelo, sacó una cigarrera del bolsillo de su chaqueta y se obsequió con un Condal seis. Te lo mereces. Se dijo. Lo encendió con mimo, y al hacer balance dedujo que lo peor que podía pasarle era estar allí hasta el amanecer, hasta que la luz del día le situara y le permitiera telefonear al hotel para que le enviaran un taxi. La ropa le olía a Mercado del Fin de Semana, como si todas las materias del mercado se le hubieran podrido encima. Se quitó la chaqueta y la dejó en el suelo a una cierta distancia, con lo que alivió el acoso de la peste. Se sentó al pie de un árbol, dispuesto a arriesgarse a que alguna cobra trasnochadora diera con él y le tratara críticamente. La espalda dolorida acogió el respaldo del árbol como si fuera el más suculento de los colchones y los párpados empezaron a mandarle el morse del sueño, pero de pronto un ruido de frenos a su lado le hizo dar un salto y quedar a la expectativa de un posible peligro. Le costó reconocer a Charoen a la luz indirecta de los faros del coche frenado.

– ¿Charoen?

– Sí. Soy yo. Hemos estado buscándole hace horas. Nos telefonearon diciendo que le habían dejado por aquí.

Carvalho recogió su chaqueta del suelo y fue hacia la portezuela del coche que Charoen mantenía abierta.

– Un detalle por su parte. Fue un acierto el que me recomendara el restaurante vietnamita. Probé un plato nuevo que pienso mejorar en cuanto llegue a Barcelona. El caldo era demasiado soso y las gambas demasiado pequeñas. Le advierto que echo un pestazo inaguantable. Me gusta revolcarme por la basura después de una buena cena.

Charoen mantuvo la puerta abierta y Carvalho se metió en el coche. El conductor se volvió hacia él sonriente y le preguntó si estaba bien. Carvalho le devolvió la sonrisa y le contestó que mejor que nunca. Charoen se sentó al lado del conductor y le dio instrucciones en thai. El coche arrancó, el silencio se mantuvo durante unos minutos mientras el vehículo se metía en la ciudad deshabitada. Eran las cuatro de la mañana y por un momento Carvalho tuvo la sensación de que Charoen dormitaba, pero fue el policía quien le sacó de dudas al volverse y preguntarle.

– ¿Le han maltratado?

– ¿En el restaurante?

Charoen sonrió e hizo un vago gesto con la mano, como invitando a Carvalho a que dejara de ser chistoso y fuera razonable.

– Tal vez sería más prudente esperar a que usted me llevara al hotel para decirle en la puerta que mañana pienso presentar una protesta en la embajada contra la encerrona de esta noche y contra usted. Porque supongo que me lleva al hotel.

– Sí. Le llevo al hotel. Yo no sabía qué iba a pasar y esperaba que su encuentro con madame La Fleur le sirviera para sus investigaciones. Si madame La Fleur quiere puede serle muy útil.

– ¿También pertenece al "Mañ pen rañ"?

– También.

– ¿Usted sabía el trato que yo iba a recibir?

– No.

La audiencia había terminado. Charoen recostó el cuello en el borde de su asiento y trató de adaptar el cuerpo a la anatomía del respaldo. Carvalho hizo lo propio en el asiento trasero. Se relajó contento por disponer de todo el espacio para él y se recostó hasta la casi horizontalidad y el sueño. Le despertó Charoen cogiéndole por un brazo.

– Hemos llegado.

Carvalho se incorporó de golpe. Estaban en la puerta del Dusit Thani. O por el Peter Pan portero no pasaba el tiempo o había una colección completa de porteros Peter Pan.

– ¿Tiene otra sugerencia que hacerme para mañana por la mañana?

Charoen se encogió de hombros.

– Después de lo ocurrido no me atrevo.

– Atrévase, hombre, atrévase. Igual me da por tomar el sol y bañarme en la piscina. En mi país nos acercamos al invierno y ya he cumplido viajando. Me basta con volver, presentar un informe y decir que el caso está en buenas manos.

Charoen escuchaba con doble atención lo que estaba diciendo Carvalho. Parecía concentrado en la masticación mental de las palabras del detective y de pronto preguntó:

– ¿Es usted amigo íntimo de Teresa Marsé?

– ¿Qué entiende usted por amigo íntimo?

Charoen utilizó un dedo de cada mano para unirlos varias veces en el aire, como si los dedos se entregaran a una copulación intermitente y alada, al tiempo que colocaba los dedos a la altura de los ojos de Carvalho lanzó una risita y una pregunta:

– ¿Han jodido?

"Usted tenel una selpiente en la baliga", recordó Carvalho y se echó a reír con ganas. Charoen interpretó la risa como un asentimiento y abrió los brazos y la sonrisa.

– Entonces es imposible que usted se limite a tomar el sol.

– Estoy muy enfadado porque Teresa me ha dejado por ese puto de mierda.

– Cuando la encuentre péguele una paliza y no volverá a hacerlo.

Carvalho entró en el hotel con ganas de sacarse cuanto antes la peste de encima. Se desnudó y metió el traje en la bolsa de plástico de la lavandería. A través del ventanal vio la promesa pasiva de la piscina suavemente insinuada por la primera penumbra del amanecer. Se puso el traje de baño, abrió la puerta al jardín y se metió en el agua por la escalerilla para no despertar a los durmientes con el ruido de una zambullida. Nadó para sacarse de encima el entumecimiento y el olor y luego se recostó contra el borde en la zona menos profunda. Tenía a su disposición el fragmento del cielo de Asia que le permitían ver los bloques de Dusit Thani, un pedacito de selva amaestrada entre la rocalla, sensación de verano aunque era invierno, madrugada, y tenía el cuerpo cubierto por el agua. Una extraña alegría de animal aceptado por la tierra le hizo suspirar satisfecho y comprender que sin duda alguna el Paraíso terrenal. estuvo situado entre el trópico de Cáncer y el de Capricornio.


Que el mundo se estaba quedando pequeño lo comprobó una vez más Carvalho al descubrir que el gimnasio Lampun era exactamente igual que cualquier otro gimnasio de cualquier otro lugar del mundo, aunque estuviera situado en Petchburi Road, una vía rápida equivalente a cualquier vía rápida de cualquier ciudad occidental reconstruida a la medida del automóvil. Las narices aplastadas de los gladiadores acentuaba la dificultad de distinguir a los unos de los otros y su jerga y maneras parecían educadas por el cine norteamericano más que por la tradición ritual del boxeo thai. Lo único que variaba con respecto a un gimnasio de boxeadores occidentales era que antes de empezar a entrenarse o a combatir, los muchachos se arrodillaban, unían sus manos y se inclinaban hacia un punto determinado de la sala. Olor a sudor, polvo, desinfectantes, humedad de las duchas y tal vez un olor a músculo, a energía y a violencia domesticada. La aparición de Carvalho en plena sesión de trabajo provocó expectación. Hasta pararon su combate simulado sobre un ring y un hombre veterano con chándal de felpa salió al encuentro de Carvalho. Cuando Carvalho preguntó por Bancha Soponpanich una mueca de disgusto y sarcasmo se apoderó del rostro del encargado del gimnasio. Bancha, dijo con desprecio, y rechazó la posible presencia física del nombre con las dos manos.

– Ése viene poco por aquí. Ahora es un artista.

Se echó a reír y comunicó a la totalidad del gimnasio que aquel extranjero buscaba a Bancha. Hubo otra risotada y uno de los dos pequeños muchachos que boxeaban en el ring empezó a agitarse, a dar saltos sin ton ni son, como si boxeara y al mismo tiempo bailara el vals. La cosa debía ser muy divertida, porque entre la risa generalizada a alguno hasta se le saltaron las lágrimas. Bancha. Bancha. Decían y se señalaban entre ellos con el dedo para a continuación partirse de risa. Carvalho dejó que se desahogaran y cuando captó una cierta disminución en la intensidad del espectáculo volvió a dirigirse al encargado.

– Tengo que hablar con él. ¿Sabe usted dónde vive? ¿Boxea en el Lumpini?

– ¿En el Lumpini, ése? Para esos payasos no están abiertos ni el Lumpini ni el Rajadamnern. Eso es para boxeadores serios, no para bailarines. A veces puede boxear en alguno de los primeros combates. Pero en los combates serios, nunca. Y menos ahora.

– ¿Por qué menos ahora?

– Porque está en el Garden Rose haciendo de payaso. Yo le enseñé todo lo que sabe y cuando hace el payaso me parece como si el payaso fuera yo.

Volvió a decir algo en thai a los restantes pobladores del gimnasio y a continuación empezó a moverse como una bailarina. Se repitió el estallido de risas. Gente alegre, pensó Carvalho, y de nuevo dejó que la hilaridad descendiera para normalizar su situación.

– ¿Qué hace en el Garden Rose?

– Dice que boxea, pero hace el payaso. Allí llevan a los turistas para que vean un poquito de baile, un elefante empujando un tronco y cuatro payasos que fingen boxear o que luchan con las espadas. Puro cuento. Bancha se ha metido en eso y nunca más volverá a ser un boxeador.

– ¿Sabe usted dónde vive o dónde podría encontrarle?

– Vaya al Garden Rose. Los que trabajan allí viven allí. Por la mañana le limpian los cojones al elefante y por la tarde hacen el payaso.

El viejo se divertía mucho consigo mismo y rompió a reír balanceando el tórax hacia adelante y hacia atrás y dándose golpes con las palmas de las manos en los muslos.

– ¿Cómo se llega al Garden Rose?

– Está a unas cuarenta millas, más o menos. En Bangkok no se va a otro sitio. No hay turista que no haya ido al Garden Rose. Seguro que en su hotel hay una excursión diaria. Si va en taxi le costará más caro y si va en autobús llegará molido. Ustedes los europeos no están hechos para nuestros autobuses, pero en cambio nosotros sí estamos hechos para sus metros. Yo he estado cuatro años en Nueva York, amigo.

Las excursiones al Garden Rose ya habían salido del Dusit Thani, entre otras la del grupo al que pertenecía Carvalho. A ciento ochenta baths la hora de taxi, la excursión le salía por unos quinientos baths, dos mil quinientas pesetas que en España le parecería una tarifa regalada, pero que en Bangkok le suscitó la fiebre del regateo a la que se negó el jefe del servicio de taxis del hotel.

– Aquí los precios son fijos.

Le dijo como si le reprochara el comer con los dedos.

– Búsqueme un taxista que no me ofrezca catálogos de piedras preciosas o de seda.

– Los taxistas dentro del taxi son libres de ofrecerle lo que quieran. Es un servicio al cliente.

Pero algo debió decirle al taxista porque permaneció en silencio durante buena parte del recorrido y durante la segunda se limitó a preguntarle de dónde era. Cuando Carvalho le comunicó que era de Barcelona, en la confianza de que al taxista le pareciera un lugar galáctico no identificable, comprobó que la palabra Barcelona despertaba un sonriente entusiasmo en el hombre.

– Barcelona. Maradona.

Casi gritó el taxista y repitió la asociación de nombres varias veces al tiempo que se volvía hacia Carvalho y dejaba el coche al libre albedrío del que quisiera embestirlo.

– Barcelona. Maradona.

– Sí. Barcelona. Maradona.

– Barcelona. Maradona.

Carvalho se cansó de sonreírle y de decir que sí, de ratificar la identidad entre Barcelona y Maradona, y se adosó al cristal de la ventanilla para ver cómo Bangkok iba quedando atrás y la jungla reaparecía agazapada, cómo los lotos aprovechaban cualquier charco maloliente para regalar el esplendor rosa y blanco de sus flores. Un tono oscuro de madera de teka daba sentido al color de las gentes, de las casas, establecido como un fondo sobre el que destacaba el esplendor de las orquídeas parásitas o los verdes primitivos de la naturaleza, verdes que nada tenían que ver con los del mundo donde existe el frío.

– ¿Quiere ver la lucha entre la mangosta y la cobra? Podemos pasar por allí antes de llegar al Garden Rose. El espectáculo del Garden Rose no empieza hasta más tarde.

– ¿Qué le pasa a la mangosta?

– La mangosta es el único animal que no teme a la cobra. En el campo todas las casas tienen una mangosta en una jaula, y cuando la cobra quiere entrar huele a la mangosta y se va.

Carvalho opuso alguna resistencia, pero el taxista continuó cantando las excelencias del espectáculo, hasta el punto de hacerlo en thai en un monólogo expresivo que Carvalho escuchaba sin oír. el taxi se detuvo ante una empalizada y el conductor fue a buscar dos entradas. Abrió la portezuela para que Carvalho no se cansara y le mostró las entradas sonriente. El espectáculo debía entusiasmarle y se había autoinvitado. Más allá de la empalizada se abría un patio y luego un corral con voladizo contra la lluvia y bancos de madera rodeando una peana. Presidía la ceremonia un pupitre desde el que un nativo actuaba de locutor deportivo armado con un micrófono. Tras el locutor aparecían fotografías ampliadas de partes del cuerpo humano afectadas por las picaduras de las cobras y al pie del pupitre varias bolsas blancas, algunas ensangrentadas, escondían a los gladiadores. En cuanto a la mangosta, se removía enloquecida dentro de la urna electoral situada en una esquina de la peana. Carvalho descubrió entre el público a los mallorquines del viaje de ida. La guía rubia tenía ojeras y las piernas delgadas. Al locutor le habían dicho que entre el público había españoles y se expresaba en inglés y en italiano, pero cuando llegó el momento de describir la curiosa anatomía de la serpiente, cuando el amaestrador se paseó ante el público enseñándole los genitales del reptil, el locutor dijo que la serpiente tiene dos "pichas", demostrando que algún español le había enseñado el nombre de las cosas. Para Carvalho el espectáculo real fue una maciza americana sentada en la hilera de bancos opuestos. A través de la expectación, la sorpresa, el horror, la piedad expresados por su rostro, vivió la brutalidad de un espectáculo en el que las cobras deseaban no haber nacido. Ridiculizadas primero por un amaestrador que les daba golpes con un "Bangkok Post" enrollado, con las fauces llenas de sangre por la extirpación del órgano segregador del veneno, obligadas las que lo conservaban a clavar los dientes en un cristal para que el veneno fuera mostrado a rostros pálidos morbosos y asqueados, luego entregadas desdentadas y malheridas por combates anteriores a la ferocidad de la mangosta en su cubil transparente, las cobras inicialmente trataban de no enterarse, de dar la espalda a la mangosta, pero finalmente tenían que asumir el rol de cobras y dejarse mordisquear por una bestia feroz que las ensangrentaba un poco más, para que cuando estuvieran a punto de sucumbir, la mano del hombre las sacara de la urna de los horrores y las devolviera a la bolsa donde esperaban el próximo combate, la próxima hornada de turistas que las contemplaban como si fueran a fumar Winston con una de las "pichas" y a sacarse de la otra una pelota de ping pong reluciente de flujo.


Reemprendieron la marcha y el taxista le comentó entusiasmado el espectáculo como si Carvalho necesitara una explicación complementaria.

– La cobra no quiere luchar porque sabe que va a perder. Pero no tiene más remedio. La cobra es mala. Cada año mueren doscientas personas en Thailandia por culpa de las picaduras de cobra.

En el Garden Rose hay veinte mil rosales, anunció el taxista. A Carvalho con uno le bastaba.

– Es de un general. Lo mandó hacer todo un general de la policía que fue alcalde de Bangkok. Aquí casi todo es de los generales.

El taxista le tendió un folleto de propaganda del Garden Rose: una Thailandia turística y rural sintetizada, veinte mil rosales, cinco hoteles, dos piscinas, barcos deportivos, esquí acuático, la exhibición de los elefantes trabajando, el gran teatro para el boxeo thai, las danzas… todo "… junto al bucólico río Kachin".

– ¿Qué tipo de gente trabaja en el Garden Rose?

– Trabajan y viven allí. Se necesitan buenos informes para trabajar allí, no puede entrar cualquiera. Y han de hacer de todo. Los que trabajan el jardín por la mañana, por la tarde luchan o bailan. Han de saber de todo.

"… junto al bucólico río Kachin". El adjetivo bucólico sólo podía ser grecolatino. Un río del trópico no puede ser bucólico y, sin embargo, el Kachin estaba a punto de serlo. Un río ancho, lento, dulce, en constante arrastre de guirnaldas de plantas arrancadas de los márgenes. Carvalho preguntó el nombre de aquellas plantas entregadas a la fatalidad del devenir del do. El taxista no lo sabía, pero lo preguntó a un grupo de colegas que sorbían con pajitas el contenido de unos botellines de aspecto farmacéutico.

– Son jacintos de agua. El río los arranca ya desde muy lejos y los va arrastrando.

– ¿Qué es lo que sorben ésos?

– Un tónico. Un reconstituyente. Muy bueno, muy dulce. Tiene miel. Da salud.

Carvalho dijo al taxista que le esperara y se adentró por el parque del Garden Rose. Pero el taxista corrió tras él y le sugirió que comiera allí mismo en un restaurante muy bueno, muy bueno, repitió. Los edificios, fueran dedicados al comercio de las baratijas turísticas y artesanía o a la evocación del pasado, tenían la dignidad de una supuesta arquitectura nacional y patricial. Carvalho se metió en el restaurante que le había indicado el taxista y se sintió insultado cuando el "ma3tre" le entregó un menú único del día: consomé, lubina a la romana y pollo con guarnición. Parecía un menú de banquete político de la pequeña burguesía catalana, pero el "ma3tre" le había sentado al lado de una baranda sobre el río y valía la pena asumir el menú a cambio de la maravilla repetida de las aguas, del manso suicidio de los jacintos que morían cantando. El consomé le demostró lo que ya presumía: la internacionalización del caldo en cubitos. En cuanto a la lubina se había refocilado como una loca en las mareas negras del golfo de Siam o del Indico y era puro petróleo rebozado, y el pollo había sido engordado con cajas de cartón y yeso sin refinar. Carvalho se limitó a probar cada atentado gastronómico y el "ma3tre" parecía preparado para más duras pruebas porque se llevó los platos casi intactos sin el menor comentario.

En la otra orilla del Kachin crecía la selva sin vallas y sin tickets de entrada. Palmeras, plataneras, hibiscus gigantes, los árboles del mango y del darién, cabañas de madera y lata. Las aguas del río llevándose la mierda del niño que caga, el cansancio del trabajador que se lava, la grasa enjabonada que han dejado los cabellos de las muchachas tratados con aceite de oliva comprado en las farmacias, las barcas que parecían vainas tenues y muertas de un fruto profundo del río.

– Qué bueno, qué bueno. El mundo es un pañuelo.

Era Jacinto el que lo comentaba mientras estudiaba la repetida situación de irse encontrando a Carvalho.

– ¿Cómo venil aquí?

– En taxi.

– Taxi más calo. Con nosotlos más balato. ¿Contento? Aquí comida buena. Eulopea.

– Todo esto es de un general. Aquí en Thailandia todo es de los generales. Jacinto sonrió.

– Cuando yo estaba en España, en Alicante, yo estudial en Alicante, también en España mandal un genelal. ¿Quelel venil con glupo? El espectáculo va a empezal.

Carvalho se sumó a su grupo natural. Uno de los solteros se dejaba fotografiar con una serpiente enrollada al cuello. De vez en cuando el soltero le daba un beso furtivo a la serpiente y las señoras veteranas lanzaban ohes nerviosos y admirativos. Españoles, japoneses, australianos, franceses, americanos iban ocupando posiciones en el hermoso anfiteatro cubierto que ampliaba a escala de masas la estructura de una casa típica thai. Comenzó el desfile en la pista encabezado por un elefante y a continuación bailarines, luchadores, espadachines, jugadores de "takraw", entrenadores de gallos de pelea, portadores del "attrezzo" que enmarcaría cada uno de los espectáculos. Delicadas muchachas thais que parecían muñecas de "souvenir" bailaban danzas populares cuando un gigantesco norteamericano borracho saltó a la pista para sumarse a sus movimientos. Fue amablemente reconducido a su asiento por personal subalterno, pero el norteamericano trató luego de intervenir en la lucha de espadas y cuando los porteadores instalaron un ring se dedicó a zarandear las cuerdas para comprobar el estado de la instalación. Cada vez que los mozos le devolvían a su asiento, el americano repartía unos dólares entre ellos y los artistas, con lo que consiguió que todos los figurantes en el espectáculo no le quitaran el ojo de encima y desearan su etílica participación. Carvalho abandonó su localidad y se situó en la primera fila cuando aparecieron los boxeadores envueltos en kimonos, se arrodillaron, rezaron, se quitaron el kimono y mostraron su musculatura breve y acerada, relativizada por un collar de jazmines y cordones de colores en torno a los brazos y la cabeza, amuletos para la buena suerte. Cuatro músicos, flauta de Java, cimbales y dos tambores profundos, inician con lentitud una música que respalda los primeros movimientos danzarines de los luchadores, y la música se encrespa a medida que el combate se acalora. Golpean los pies desnudos, los puños, las piernas, los codos, siempre que el golpe vaya por encima del ecuador de la cintura. Bajo la techumbre estilizada del anfiteatro del Garden Rose, el combate era más un muestrario para turistas que un combate real. Tres asaltos y los porteadores comenzaron a desmontar el ring mientras los boxeadores se retiraban hacia las profundidades del escenario dominante. Carvalho fue en su seguimiento, pero le salió al paso uno de los hombres que estaba marcando al americano borracho.

– Quisiera hablar con Bancha. Vengo de parte de un amigo suyo.

El hombre levantó la cabeza y subrayó la presión de su brazo sobre el pecho de Carvalho.

– Espere aquí.

Se fue hacia lo más hondo del escenario, donde habló con uno de los boxeadores. Desde allí miraron hacia Carvalho y el hombre volvió mientras el boxeador se quedaba de pie sin dejar de observar al extranjero.

– Pregunta que de parte de qué amigo.

– De Archit.

De nuevo una consulta y el amago de un paso atrás del boxeador, para luego volver a contemplar al extranjero con fijeza. El intermediario le hace a Carvalho una invitación de aproximación y le señala con un brazo el camino a seguir por un lateral del escenario. Carvalho pasa junto a las bailarinas de rostro blanqueado, sentadas en cuclillas, con la indefinición de la edad en sus cuerpos ingrávidos. Los dos hombres le esperan en un rincón del proscenio. En la pista un círculo de hombres aniñados juega al "takraw", pasándose los unos a los otros una pelota que impulsan con todas las partes del cuerpo menos con las manos. El americano borracho interrumpe el juego, quiere participar, paga por participar, pero sus vigilantes le devuelven a su condición de espectador, aunque acepten sus dólares y sus protestas de amistad.

– ¿Viene de parte de Archit? ¿Cuándo ha visto a Archit?

Desde las gradas parecía un muchacho. De cerca es un hombre maduro con la cara llena de cicatrices y el tatuaje de un dragón en el pecho.

– Quiero verle.

Bancha increpa en thai al intermediario. Le está diciendo que le ha engañado, que aquel hombre no viene de parte de Archit. Luego Bancha da media vuelta y se va hacia una puerta trasera de salida.

– Charoen me ha dado su nombre. El inspector Charoen.

El boxeador se vuelve. En sus ojos se percibe el terror de la cobra ante la mangosta y diríase que sus cicatrices señalan las mutilaciones de una cobra impotente.

– No he visto a Archit. No sé dónde está.

– He venido solo. Quiero ayudar a Archit.

– No he visto a Archit. No sé dónde está. Por favor.

– Puedo ayudarle a escapar.

El boxeador ladra más que habla y dos hombres se sitúan entre él y Carvalho. Dos palizas en veinticuatro horas son demasiadas palizas. Carvalho retrocede y Bancha hace lo propio en la otra orilla, para desaparecer por la puerta trasera. El intermediario coge a Carvalho por un brazo y le fuerza a retornar a la condición de espectador.

– El público no puede estar aquí.

Carvalho se sacude el brazo y acelera los pasos para recuperar su asiento. Los jugadores de "takraw" han sido sustituidos por los gallos de pelea. Carvalho desvía los ojos de la carnicería histérica a la que se entregan los dos pequeños asesinos y es entonces cuando ve a Charoen hablando con Bancha. Hablan entre ellos y miran hacia Carvalho. El policía parece querer convencer de algo al boxeador y Carvalho ve cómo le reclaman con ademanes, y cuando llega hasta ellos sale a su encuentro la mano de Bancha, su sonrisa y un voluntarioso:

– ¿Qué tal, amigo? No había entendido bien lo que me decía. ¿Por qué no me ha dicho que era amigo de Uthain Charoen? Los amigos de Uthain Charoen son mis amigos.

Charoen escuchaba y asentía. Carvalho hubiera jurado que repetía mudamente lo que estaba diciendo Bancha. Como un ventrílocuo.


Archit era muy bueno, pero hoy día ya no era bueno. Había sido un buen hijo, pero ahora ya sólo era un asesino. Bancha había adquirido soltura lingüística en pocos minutos y ponía a Charoen como testigo de su vehemencia en la condena de Archit.

– Ni le he visto, ni quiero verlo. Él sabe que yo cumplirla con mi deber.

Charoen asentía y sus cabeceos estaban dirigidos más a Carvalho que a las palabras del boxeador. ¿Lo ve usted? ¿Lo ves, extranjero de mierda?

– Desde que empezó a escapar, ¿en ningún momento se puso Archit en contacto con usted?

– No. Nunca. Nunca. Ni lo hará. Porque sabe que yo cumpliría con mi deber y llamaría al inspector Charoen. En seguida.

Bancha secundaba con gestos sus propias palabras y se ponía un invisible teléfono en la oreja y los labios para llamar a Charoen. El inspector se apartó de Carvalho y Bancha, en un expreso deseo de que se quedaran solos, sin la posible coacción de su presencia. Cuando se hubo alejado lo suficiente, Carvalho bajó el tono de voz.

– Dígame si sabe algo. Yo no le diré nada a Charoen.

Pero Bancha no bajó el tono de voz. Al contrario, lo subió para insistir:

– Si Archit me buscara, yo llamaría en seguida al inspector.

Carvalho miró con desprecio al boxeador e hizo con los labios el gesto y el ruido del salivazo. Pero no cambió la expresión del rostro de Bancha, ni el enérgico cabeceo de su cabeza.

– Tú no eres un amigo, eres peor que una mangosta.

Había querido decir cobra, pero había dicho mangosta. Tal vez el cambio de moralidad en la elección de animal desconcertó a Bancha o ya estaba harto de la situación. Se inclinó ceremoniosamente con las manos unidas sobre el pecho y se marchó. Su ausencia fue inmediatamente compensada por la presencia de Charoen.

– Lo ve? Archit está solo. Bancha es un hombre responsable que está al lado de la ley.

– ¿Desde cuándo trabaja aquí?

– Desde hace muy poco.

– ¿Quién le ofreció este empleo? ¿Usted?

– No recuerdo. Pero quizá sí. Quizá yo intervine.

– Me lo están poniendo muy difícil.

Charoen le dedicó una breve risita.

– Ya se lo decía yo. Las cosas no son sencillas.

Un general persigue a los traficantes de droga, otro trafica con droga. El equilibrio. También se daba en la conducta del propio Charoen. Por una parte ofrecía el nombre de Bancha y por otra impedía que Bancha hablase o pudiera ayudar realmente a Carvalho. El anfiteatro se estaba vaciando y el público se iba distribuyendo por las gradas de bambú protegidas por un cobertizo de paja donde habían instalado el rótulo: "Spectator Stand for Elephant at Work". Los elefantes metían y sacaban troncos de un estanque, estimulados por un piolet de hierro con el que los aguijoneaba su amaestrador. A Carvalho le parecieron demasiadas emociones thailandesas en un solo día y se fue en busca de su taxista. Charoen caminaba en su estela.

– ¿Le interesa ver a los padres de Archit? Si hay alguien en el mundo que pueda saber dónde están los fugitivos, son ellos. Nosotros ya los hemos interrogado, pero juran que no saben nada.

– Si le han jurado a usted que no saben nada, ¿qué me van a decir a mí?

– Un momento, un momento.

Charoen cogió a Carvalho por un brazo y movió la cabeza como tratando de aventar las suspicacias del extranjero.

– Yo le acompaño, los presento y luego me voy. Usted habla con ellos. El padre se está muriendo por falta de droga. Yo le he prometido droga si me dice dónde está su hijo y no me lo ha dicho. Es un miserable, lo ha sido toda su vida y si lo supiera me lo diría, porque es capaz de vender a su hijo y a cien hijos que tuviera. Pero quiero que usted se convenza, o a lo mejor es usted más persuasivo que yo.

– ¿Vamos ahora?

– No. Mañana. Están fuera de Bangkok, en Ratchaburi, junto al canal Damnerm Saduak. Le recogeré en el hotel. Temprano.

Carvalho sentía en la piel el deseo de volver cuanto antes a la piscina y al vaso de Mekong con hielo. El taxista estaba dispuesto a recuperar el tiempo perdido y le ofreció catálogos de pedrerías y sedas, con el añadido de un nuevo producto: reproducciones de las orquídeas de Siam en metal con baño de oro. Carvalho respondió con gruñidos a las ofertas. Estudiaba la posición del sol y la posibilidad de que en su ocaso pudiera infiltrarse por el desfiladero entre los bloques del hotel. Un resol de trópico bastaba para que la piel cambiara de color, y al analizar el porqué de aquel neurótico deseo de volver moreno, cuando era incapaz de tomar el sol ni cinco minutos durante el verano en España, Carvalho dedujo que era un elemento compensador más del gasto del viaje.

Las damas americanas estaban allí, como si no se hubieran movido de sus gandulas desde el día anterior. Allí estaba la morenita con su "maillot" negro que le contenía la grasa sobrante en los riñones, la percherona rubia con los tobillos inflamados, la obesa con túnica mexicana que se le adhería a la piel mojada resaltando todos los culos que cabían en su cuerpo, el "businessman" marica con su chulito dorado, matrimonios de la tercera edad beneficiándose de la temperatura del atardecer y del sicológico bálsamo del agua. Carvalho cruzó miradas furtivas con la morena del "maillot" y cuando se cansó del juego y del resol que se colaba por el desfiladero, cogió el ascensor en dirección a la azotea con pista de tenis, sauna y habitación de "squash". Dos jóvenes dorados jugaban al tenis y dentro cuatro drogadictos del ejercicio físico le daban a la pelota en una sala de "squash". Carvalho pidió otro Mekong con hielo en el bar y luego se metió en la sauna sin saber por qué. Y cuando trató de saberlo volvió a encontrar una respuesta utilitaria: para compensar los gastos del viaje, para utilizar un servicio más del hotel. Incapaz de relajarse, Carvalho se dedicó a dar vueltas por el reducido espacio de la sauna a la espera de cumplir el expediente del sudor, y cuando estuvo empapado consideró que ya había sacado el provecho requerido, abandonó la sauna, se duchó, se acabó el Mekong, dejó a los del "squash" peleándose con las paredes y a los filiformes tenistas ensayando un tuya mía de pelota a poca distancia de la red, un tuya mía estúpido como el intento de batir el récord mundial de comer huevos duros. A la piscina ya no llegaba el sol, pero sí habían llegado los maridos cocodrilos que nadaban perezosamente y gritaban su entusiasmo desde las aguas, bajo la mirada neutra de sus mujeres anfibias. Seguramente a algunos de ellos les olía el sobaco a pólvora y sabían distinguir una heroína del grado tres de otra del grado cuatro de una simple ojeada. Ahora parecían niños de Mark Twain regocijados por la liberación de las aguas, liberación de peso, de rol, del cansancio de sí mismos.

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