Capítulo II

La cena la ayudó a tranquilizarse. El salón era muy grande, con una chimenea enorme en un extremo y una vajilla antigua de peltre en el otro. Porcelana de Sévres y cubertería de Georgia adornaban la larga mesa.

– Link cocina de maravilla -dijo Pierce mientras el gigantón servía una gallina rellena. Ryan miró con disimulo sus enormes manos antes de que Link abandonara la pieza.

– Es muy callado -comentó después de agarrar el tenedor.

Pierce sonrió y le sirvió un vino blanco exquisito en la copa.

– Link sólo habla cuando tiene algo que decir. Dígame, señorita Swan, ¿le gusta vivir en Los Ángeles?

Ryan lo miró. Los ojos de Pierce resultaban cálidos de pronto, no inquisitivos y penetrantes como antes. Se permitió el lujo de relajarse.

– Sí, supongo. Es adecuado para mi trabajo.

– ¿Mucha gente? -Pierce cortó la gallina.

– Sí, claro; pero estoy acostumbrada.

– ¿Siempre ha vivido en Los Ángeles?

– Menos durante los estudios.

Pierce advirtió un ligero cambio en el tono de voz, un levísimo deje de resentimiento que nadie más habría captado. Siguió comiendo.

– ¿Dónde estudiaba?

– En Suiza.

– Bonito país -dijo él antes de dar un sorbo de vino-. ¿Fue entonces cuando empezó a trabajar para Producciones Swan?

Ryan miró hacia la chimenea con el ceño fruncido.

– Cuando mi padre se dio cuenta de que estaba decidida, accedió.

– Y usted es una mujer muy decidida -comentó Pierce.

– Sí. El primer año no hacía más que fotocopias y preparar café a los empleados. Nada que pudiera considerar un desafío -dijo ella. El ceño había desaparecido de su frente y, de pronto, un destello alegre le iluminaba los ojos-. Un día me encontré con un contrato en mi mesa; lo habían puesto ahí por error. Mi padre estaba intentando contratar a Mildred Chase para una miniserie, pero ella no cooperaba. Me documenté un poco y fui a verla… Eso sí que fue una experiencia. Vive en una casa fabulosa, con guardias de seguridad y un montón de perros. Como muy diva de Hollywood. Creo que me dejó entrar por curiosidad.

– ¿Qué impresión le causó? -preguntó Pierce, más que nada para que siguiera hablando, para que siguiera sonriendo.

– Me pareció maravillosa. Toda una dama de verdad. Si no me hubieran temblado tanto las rodillas, estoy segura de que le habría hecho una reverencia -bromeó ella-. Y cuando me fui dos horas después, tenía su firma en el contrato -añadió en tono triunfal.

– ¿Cómo reaccionó su padre?

– Se puso hecho una furia -Ryan tomó su copa. La llama de la chimenea proyectaba un juego de brillos y sombras sobre su piel. Se dijo que ya tendría tiempo de pensar más adelante en aquella conversación y en lo abierta y espontánea que estaba siendo-. Me echó una bronca de una hora. Y al día siguiente me había ascendido y tenía un despacho nuevo. A Bennett Swan le gusta la gente resolutiva -finalizó dejando la copa sobre la mesa.

– Y a usted no le faltan recursos -murmuró Pierce.

– Se me dan bien los negocios.

– ¿Y las personas?

Ryan dudó. Los ojos de Pierce volvían a resultar inquisitivos.

– La mayoría de las personas.

Él sonrió, pero siguió mirándola con intensidad.

– ¿Qué tal la cena?

– La… -Ryan giró la cabeza para romper el hechizo de su mirada y bajó la vista hacia el plato. La sorprendió descubrir que ya se había terminado buena parte de la suculenta ración de gallina que le habían servido-. Muy rica. Su… -dejó la frase en el aire y volvió a mirar a Pierce sin saber muy bien cómo llamar a Link. ¿Sería su criado?, ¿su esclavo?

– Mi amigo -dijo Pierce con suavidad para dar un sorbo de vino a continuación.

Ryan trató de olvidarse de la desagradable sensación de que Pierce era capaz de ver el interior de su cerebro.

– Su amigo cocina de maravilla.

– Las apariencias suelen engañar -comentó él con aire divertido-. Ambos trabajamos en profesiones que muestran al público cosas que no son reales. Producciones Swan hace series de ficción, yo hago magia -Pierce se inclinó hacia Ryan, la cual se echó hacia el respaldo de inmediato. En la mano de Pierce apareció una rosa roja de tallo largo.

– ¡Oh! -exclamó ella, sorprendida y halagada. La agarró por el tallo y se la llevó a la nariz. La rosa tenía un olor dulce y penetrante-. Supongo que es la clase de cosas que debe esperarse de una cena con un mago -añadió sonriendo por encima de los pétalos.

– Las mujeres bonitas y las flores hacen buena pareja -comentó Pierce y le bastó mirarla a los ojos para ver que Ryan se retraía. Una mujer muy precavida, se dijo de nuevo. Y a él le gustaban las personas precavidas. Las respetaba. También le gustaba observar las reacciones de los demás-. Es una mujer bonita, Ryan Swan.

– Gracias -respondió ella casi con pudor.

– ¿Más vino? -la invitó Pierce sonriente.

– No, gracias. Estoy bien -rehusó Ryan. Pero el pulso le latía un poco más rápido. Puso la flor junto al plato y volvió a concentrarse en la comida-. No suelo venir por esta parte de la costa. ¿Vive aquí hace mucho, señor Atkins? -preguntó para entablar una conversación.

– Desde hace unos años -Pierce se llevó la copa a los labios, pero Ryan notó que apenas bebió vino-. No me gustan las multitudes -explicó.

– Salvo en los espectáculos -apuntó ella con una sonrisa.

– Naturalmente.

De pronto, cuando Pierce se levantó y sugirió ir a sentarse a la salita de estar, Ryan cayó en la cuenta de que no habían hablado del contrato. Tendría que reconducir la conversación de vuelta al tema que la había llevado a visitarlo.

– Señor Atkins -arrancó justo mientras entraban en la salita-. ¡Qué habitación más bonita!

Era como retroceder al siglo XVIII. Pero no había telarañas, no había signos del paso del tiempo. Los muebles relucían y las flores estaban recién cortadas. Un pequeño piano, con un cuaderno de partituras abierto, adornaba una esquina. Sobre la repisa de la chimenea podían verse diversas figuritas de cristal. Todas de animales, advirtió Ryan tras un segundo vistazo con más detenimiento: unicornios, caballos alados, centauros, un perro de tres cabezas. La colección de Pierce Atkins no podía incluir animales convencionales. Y, sin embargo, el fuego de la chimenea crepitaba con sosiego y la lámpara que embellecía una de las mesitas era sin duda una Tiffany. Se trataba de la clase de habitación que Ryan habría esperado encontrar en una acogedora casa de campo inglesa.

– Me alegro de que le guste -dijo Pierce, de pie junto a ella-. Parece sorprendida.

– Sí, por fuera parece una casa de una película de terror de 1945, pero… -Ryan frenó, horrorizada-. Oh, lo siento. No pretendía…

Pero Pierce sonreía, obviamente encantado con el comentario.

– La usaron justo para eso en más de una ocasión. La compré por esa razón.

Ryan volvió a relajarse mientras paseaba por la salita.

– Había pensado que quizá la había elegido por el entorno -dijo ella y Pierce enarcó una ceja.

– Tengo cierta… inclinación por cosas que la mayoría no aprecia -comentó al tiempo que se acercaba a una mesa donde ya había un par de tazas-. Me temo que no puedo ofrecerle café. No tomo cafeína. El té es más sano -añadió al tiempo que llenaba la taza de Ryan, mientras ésta se dirigía al piano.

– Un té está bien -dijo en tono distraído. El cuaderno no tenía las partituras impresas, sino que estaban escritas a mano. Automáticamente, empezó a descifrar las notas. Era una melodía muy romántica-. Preciosa. Es preciosa. No sabía que compusiera música -añadió tras girarse hacia Pierce.

– No soy yo. Es Link -contestó después de poner la tetera en la mesa. Miró los ojos asombrados de Ryan-. Ya digo que valoro lo que otros no logran apreciar. Si uno se queda en la apariencia, corre el riesgo de perderse muchos tesoros ocultos.

– Hace que me sienta avergonzada -dijo ella bajando la mirada.

– Nada más lejos de mi intención -Pierce se acercó a Ryan y le agarró una mano de nuevo-. La mayoría de las personas nos sentimos atraídos por la belleza.

– ¿Y usted no?

– La belleza externa me atrae, señorita Swan -aseguró él al tiempo que estudiaba el rostro de Ryan con detalle-. Luego sigo buscando.

Algo en el contacto de sus manos la hizo sentirse rara. La voz no le salió con la fuerza que hubiera debido.

– ¿Y si no encuentra nada más?

– Lo descarto -contestó con sencillez-. Vamos, el té se enfría.

– Señor Atkins -Ryan dejó que Pierce la llevara hasta una silla-. No quisiera ofenderlo. No puedo permitirme ofenderlo, pero… creo que es un hombre muy extraño -finalizó tras exhalar un suspiro de frustración.

Sonrió. A Ryan le encantó que los ojos de Pierce sonrieran un instante antes de que lo hiciera su boca.

– Me ofendería si no creyera que soy extraño, señorita Swan. No deseo que me consideren una persona corriente.

Empezaba a fascinarla. Ryan siempre había tenido cuidado de mantener la objetividad en las negociaciones con clientes de talento. Era importante no dejarse impresionar. Si se dejaba impresionar, podía acabar añadiendo cláusulas en los contratos y haciendo promesas precipitadas.

– Señor Atkins, respecto a nuestra oferta…

– Lo he estado pensando mucho -interrumpió él. Un trueno hizo retemblar las ventanas. Ryan levantó la vista mientras Pierce se llevaba la taza de té a los labios-. La carretera estará muy traicionera esta noche… ¿La asustan las tormentas, señorita Swan? -añadió mirándola a los ojos tras observar que Ryan había apretado los puños después del trueno.

– No, la verdad es que no. Aunque le agradezco su hospitalidad. No me gusta conducir con mal tiempo contestó ella. Muy despacio, relajó los dedos. Agarró su taza y trató de no prestar atención a los relámpagos-. Si tiene alguna pregunta sobre las condiciones, estaré encantada de repasarlas con usted.

– Creo que está todo muy claro -Pierce dio un sorbo le té-. Mi agente está ansioso por que acepte el contrato.

– Ah -Ryan tuvo que contener el impulso de hacer algún gesto triunfal. Sería un error precipitarse. -Nunca firmo nada hasta estar seguro de que me conviene. Mañana le diré mi decisión.

Ella aceptó asintiendo con la cabeza. Tenía la sensación de que Pierce no estaba jugando. Hablaba totalmente en serio y ningún agente o representante influiría hasta más allá de cierto punto en sus decisiones. Él era su propio dueño y tenía la primera y la última palabra.

– ¿Sabe jugar al ajedrez, señorita Swan?

– ¿Qué? -preguntó Ryan distraída-. ¿Cómo ha dicho?

– ¿Sabe jugar al ajedrez? -repitió.

– Pues sí. Sé jugar, sí.

– Eso pensaba. Sabe cuándo hay que mover y cuándo hay que esperar. ¿Le gustaría echar una partida?

– Sí -contestó Ryan sin dudarlo-. Encantada.

Pierce se puso de pie, le tendió una mano y la condujo hasta una mesa pegada a las ventanas. Afuera, la lluvia golpeteaba contra el cristal. Pero cuando Ryan vio el tablero de ajedrez ya preparado, se olvidó de la tormenta.

– ¡Qué maravilla! -exclamó. Levantó el rey blanco. Era una pieza grande, esculpida en mármol, del rey Arturo. A su lado estaba la reina Ginebra, el caballo Lancelot, Merlín de alfil y, cómo no, Camelot. Ryan acarició la torre en la palma de la mano-. Es el ajedrez más bonito que he visto en mi vida.

– Le dejo las blancas -Pierce la invitó a tomar asiento al tiempo que se situaba tras las negras-. ¿Juega usted a ganar, señorita Swan?

– Sí, como todo el mundo, ¿no? -respondió ella mientras se sentaba.

– No -dijo Pierce después de lanzarle una mirada prolongada e indescifrable-. Hay quien juega por jugar.

Diez minutos después, Ryan ya no oía la lluvia al otro lado de las ventanas. Pierce era un jugador sagaz y silencioso. Se sorprendió mirándole las manos mientras deslizaban las piezas sobre el tablero. Eran grandes, anchas y de dedos ágiles. De violinista, pensó Ryan al tiempo que tomaba nota de un anillo de oro con un símbolo que no identificaba. Cuando levantó la vista, lo encontró mirándola con una sonrisa segura y divertida. Centró su atención en su estrategia.

Ryan atacó, Pierce se defendió. Cuando él avanzó, ella contraatacó. A Pierce le gustó comprobar que se hallaba ante una rival que estaba a su altura. Ryan era una litigadora cautelosa, aunque a veces cedía a algún arrebato impulsivo. Pierce pensó que su forma de jugar reflejaba su carácter. No era una adversaria a la que pudiera ganar o engañar con facilidad. Admiraba tanto el ingenio como la fortaleza que intuía en ella. Hacía que su belleza resultase mucho más atractiva.

Tenía manos suaves. Cuando le comió el alfil, se preguntó vagamente si también lo sería su boca, y cuánto tardaría en descubrirlo. Porque ya había decidido que iba a descubrirlo. Sólo era cuestión de tiempo. Pierce era consciente de la incalculable importancia de saber elegir el momento adecuado.

– Jaque mate -dijo él con suavidad y oyó cómo Ryan contenía el aliento, sorprendida.

Estudió el tablero un momento y luego sonrió a Pierce.

– No había visto ese ataque. ¿Está seguro de que no esconde un par de piezas debajo de la manga?

– Nada debajo de la manga -repitió Merlín desde el otro lado de la salita. Ryan se giró a mirarlo y se preguntó en qué momento se habría unido a ellos.

– No recurro a la magia si puedo arreglármelas pensando -dijo Pierce, sin hacer caso al papagayo-. Ha jugado una buena partida, señorita Swan.

– La suya ha sido mejor, señor Atkins.

– Esta vez -concedió él-. Es una mujer interesante.

– ¿En qué sentido? -contestó Ryan manteniéndole la mirada.

– En muchos -Pierce acarició la figura de la reina negra-. Juega para ganar, pero tiene buen perder. ¿Siempre es así?

– No -Ryan rió, pero se levantó de la mesa. La estaba poniendo nerviosa otra vez-. ¿Y usted?, ¿tiene buen perder, señor Atkins?

– No suelo perder.

Cuando volvió a mirarlo, Pierce estaba de pie frente a otra mesa, con una baraja de cartas. Ryan no lo había oído moverse y eso la ponía nerviosa.

– ¿Conoces las cartas del Tarot?

– No. O sea -se corrigió Ryan-, sé que son para decir la buenaventura o algo así, ¿no?

– O algo así -Pierce soltó una risilla y barajó el mazo con suavidad.

– Pero usted no cree en eso -dijo ella acercándose a Ryan-. Sabe que no puede adivinar el futuro con unos cartones de colores y unas figuras bonitas.

– Creer, no creer -Pierce se encogió de hombros-. Me distraen. Considérelo un juego, si quiere. Los juegos me relajan -añadió al tiempo que barajaba y extendía las cartas sobre la mesa con un movimiento diestro.

– Lo hace muy bien -murmuró Ryan. Volvía a sentirse nerviosa, aunque no estaba segura de por qué.

– ¿Manejar las cartas? No es difícil. Podría enseñarle con facilidad. Tiene usted buenas manos -Pierce le agarró una, pero fue la cara de Ryan lo que examinó, en vez de la palma-. ¿Saco una carta?

Ryan retiró la mano. El pulso empezaba a acelerársele.

– Es su baraja.

Pierce dio la vuelta a una carta con la punta de un dedo y la puso hacia arriba. Era el mago.

– Seguridad en uno mismo y creatividad -murmuró.

– ¿Se refiere a usted? -preguntó ella con fingida indiferencia, para ocultar una tensión que iba en aumento por segundos.

– Eso parece -Pierce puso un dedo en otra carta y le la vuelta. La Sacerdotisa -. Serenidad, fortaleza. ¿Se refiere a usted? -preguntó él y Ryan se encogió de hombros.

– Tampoco tiene misterio: no es difícil sacar la carta que se quiera habiendo barajado usted mismo.

Pierce sonrió sin ofenderse.

– Turno para que la escéptica saque una carta para ver pino acaban estas dos personas. Elija una carta, señorita Swan -la invitó él-. Cualquiera.

Irritada, Ryan agarró una y la puso boca arriba sobre la mesa. Tras un suspiro estrangulado, la miró en silencio absoluto. Los amantes. El corazón le martilleó contra la garganta.

– Fascinante -murmuró Pierce. Había dejado de sonreír y estudiaba la carta como si no la hubiese visto nunca.

– No me gusta su juego, señor Atkins -dijo ella retrocediendo un paso.

– ¿No? -Pierce la miró a los ojos un segundo y recogió la baraja con indiferencia-. Bueno, entonces la acompañaré a su habitación.


Pierce se había sorprendido con la carta tanto como Ryan. Pero él sabía que, a menudo, la realidad era más increíble de lo que pudiera predecir cualquier baraja. Tenía mucho trabajo pendiente, un montón de cosas que terminar de planificar para el compromiso que tenía en Las Vegas dos semanas después. Pero cuando se sentó en su habitación, fue en Ryan en quien pensó, no en el espectáculo que debía preparar.

La mujer tenía algo especial cuando reía, algo radiante y vital. Le resultaba tan atractivo como la voz baja y profesional que utilizaba cuando le hablaba de cláusulas y contratos.

En realidad, se sabía el contrato de delante a atrás y viceversa. No era de los que descuidaban el aspecto lucrativo de su profesión. Pierce no firmaba nada a no ser que entendiera al detalle cada matiz. Si el público lo veía como un hombre misterioso, extravagante y raro, perfecto. Era una imagen en parte ficticia y en parte real. Y le gustaba que lo vieran así. Se había pasado la segunda mitad de su vida disponiendo las cosas tal como prefería.

Ryan Swan. Pierce se quitó la camisa y la tiró sobre una silla. Todavía no sabía qué pensar de ella. Su intención no había sido otra que firmar, el contrato, hasta que la había visto bajar por las escaleras. El instinto lo había hecho dudar. Y Pierce se fiaba mucho de su instinto. De modo que tenía que pensárselo un poco.

Las cartas no influían en sus decisiones. Sabía cómo hacer que las cartas se levantaran y bailaran para él si así lo quería. Pero las coincidencias sí que influían en él. Le extrañaba que Ryan hubiese dado la vuelta a la carta de los amantes cuando él estaba pensando en lo que sentiría estrechándola entre sus brazos.

Soltó una risilla, se sentó y empezó a hacer garabatos en un cuaderno. Tendría que desechar o cambiar los planes de su nueva fuga, pero siempre lo había relajado dar vueltas a sus proyectos, del mismo modo que no podía evitar que la imagen de Ryan estuviese dando vueltas en su cabeza.

Podía ser que lo más prudente fuese firmar el contrato por la mañana y mandarla de vuelta a casa. Pero a Pierce no le importaba que una mujer rondase sus pensamientos. Además, no siempre hacía lo más prudente. De ser así, todavía seguiría actuando en locales sin capacidad para grandes públicos, sacando conejos de su chistera y pañuelos de colores en competiciones de magia locales. Gracias a que no siempre había hecho lo más prudente, había conseguido presentar espectáculos en los que convertía a una mujer en pantera y en los que atravesaba una pared de ladrillos andando.

¡Puff!, resopló Pierce. Asumir riesgos lo había ayudado a triunfar. Nadie recordaba los años de esfuerzos, fracasos y frustraciones. Lo cual prefería que siguiese así. Eran muy pocos los que sabían de dónde venía o quién había sido antes de los veinticinco años.

Pierce soltó el lápiz y lo dejó rodar por el cuaderno. Estaba inquieto. Ryan Swan lo ponía nervioso. Bajaría a su despacho y trabajaría hasta conseguir despejar la mente un poco, decidió. Y justo entonces, fue cuando la oyó gritar.


Ryan se desvistió despreocupadamente. Siempre se despreocupaba de todo cuando estaba enfadada. Truquillos a ella, pensó enfurecida mientras se bajaba de un tirón la cremallera de la falda. El mundo del espectáculo. A esas alturas ya debería estar acostumbrada a los artistas.

Recordó una entrevista con un cómico famoso el mes anterior. El hombre había tratado de mostrarse ocurrente, soltando toda clase de chistes y gracias durante veinte minutos enteros, antes de que Ryan consiguiera que se centrara en discutir la oferta que le proponía para intervenir en un espectáculo de Producciones Swan. Y el rollo de las cartas de Tarot no había sido más que otro montaje para impresionarla, decidió mientras se quitaba los zapatos. Un recurso para darse un baño de autoestima y reforzar el ego de un artista inseguro.

Ryan frunció el ceño al tiempo que se desabotonaba la blusa. No podía estar de acuerdo con sus propias conclusiones. Pierce Atkins no le daba la impresión de ser un hombre inseguro… ni sobre el escenario ni fuera de él. Y habría jurado que se había sorprendido tanto como ella cuando había dado la vuelta a la carta de los amantes. Ryan se quitó la blusa y la dejó sobre una silla. Claro que, por otra parte, era un actor, se recordó. ¿Qué si no era un mago, sino un actor inteligente con manos diestras?

Recordó entonces la forma de sus manos mientras movía las piezas negras de mármol sobre el tablero de ajedrez, su finura, su delicadeza. Optó por no dedicar un segundo más a recordar nada de aquella extraña visita. Al día siguiente lo obligaría a firmar y se marcharía con el contrato en la mano. Pierce había conseguido ponerla nerviosa. Incluso antes del numerito con las cartas del Tarot la había puesto nerviosa. Esos ojos… pensó, y le entró un escalofrío. Aquellos ojos tenían algo especial.

Aunque, en el fondo, la cuestión era muy sencilla, decidió: lo único que pasaba era que se trataba de un hombre con mucha personalidad. Tenía un gran magnetismo y, sí, no cabía duda de que era muy atractivo. Seguro que había ensayado su atractivo, de la misma forma que, evidentemente, había ensayado aquel aire misterioso y esa sonrisa enigmática.

Un relámpago iluminó el cielo haciendo respingar a Ryan. No había sido cien por cien sincera con Pierce: pues, a decir verdad, las tormentas le destrozaban los nervios. Aunque era capaz de racionalizar sus temores y entender que no tenían el menor fundamento, los truenos y los relámpagos siempre le encogían el estómago. Odiaba esa debilidad, una debilidad propia de las mujeres sobre todo. Pierce había acertado: Bennett Swan había deseado un hijo. Y ella se había ido abriendo hueco en la vida, luchando constantemente para compensar el hecho de haber nacido mujer.

“A la cama”, se ordenó. Lo mejor que podía hacer era acostarse, cubrirse hasta la coronilla con la manta y cerrar fuerte los ojos. Así resuelta, caminó con decisión para correr las cortinas. Miró a la ventana. Algo le devolvió la mirada. Gritó.

Ryan cruzó la habitación como un cohete. Las palmas de las manos se le empaparon tanto que resbalaron al agarrar el manillar. Cuando Pierce abrió la puerta, ella cayó entre sus brazos y no dudó en apretarse contra su pecho.

– Ryan, ¿se puede saber qué te pasa?

La habría apartado, pero ella le había rodeado el cuello, con fuerza. Era muy bajita sin tacones. Podía sentir las formas de su cuerpo mientras se aplastaba con desesperación contra él. De pronto, preocupado e intrigado mismo tiempo, Pierce experimentó un fogonazo de deseo. Molesto por tal reacción, la separó con firmeza y la agarró los brazos.

– ¿Qué pasa? -insistió.

– La ventana -acertó a decir ella, que habría vuelto a refugiarse entre los brazos de Pierce encantada si éste no la hubiese mantenido a distancia-. En la ventana junto a la cama.

La echó a un lado, entró en la habitación y se dirigió a la ventana. Ryan se tapó la boca con las dos manos, retrocedió un paso y, al tocarla, con la espalda, la puerta se cerró de golpe.

Luego oyó a Pierce soltar una blasfemia en voz baja al tiempo que abría la ventana. Instantes después, rescató de la tormenta a una gata muy grande y muy mojada. Ryan soltó un gemido de vergüenza y dejó caer el peso de la espalda contra la puerta.

– Estupendo. Vaya ridículo -murmuró.

– Es Circe. No sabía que estuviese fuera con este tiempo -Pierce dejó la gata sobre el suelo. Ésta se sacudió una vez y saltó sobre la cama. Después, Pierce se giró hacia Ryan. Si se hubiera reído de ella, no se lo habría perdonado nunca. Pero en sus ojos había una mirada de disculpa, antes que de burla-. Perdona. Debe de haberte dado un buen susto. ¿Te pongo un coñac?

– No -Ryan exhaló un largo suspiro-. El coñac no alivia la sensación de ridículo absoluto.

– No hay por qué avergonzarse de tener miedo.

Las piernas seguían temblándole, de modo que continuó recostada contra la puerta.

– Si tienes alguna mascota más, no dejes de avisarme, por favor -Ryan hizo un esfuerzo y consiguió esbozar una sonrisa-. Así, si me despierto con un lobo en la cama, puedo darme media vuelta y seguir durmiendo.

No contestó. Ryan vio cómo sus ojos se deslizaban de arriba abajo por todo su cuerpo. Sólo entonces reparó en que no llevaba nada más encima que un fino camisón de seda. Se puso firme como un palo, pero cuando la mirada de Pierce se detuvo sobre su cara fue incapaz de moverse, incapaz de articular el más mínimo sonido. Apenas podía respirar y antes de que él diera el primer paso hacia Ryan, ésta ya estaba temblando.

“¡Dile que se vaya!”, le ordenó a gritos la cabeza; pero los labios se negaron a dar forma a las palabras. No podía desviar la mirada de sus ojos. Cuando Pierce se paró ante ella, Ryan echó la cabeza hacia atrás lo justo para poder seguir manteniéndole la mirada. Notaba el pulso martilleándole en las muñecas, en la garganta, en el pecho. El cuerpo entero le vibraba de pasión.

“Lo deseo”, descubrió atónita. Ella jamás había deseado a un hombre como estaba deseando a Pierce Atkins en aquel momento. Respiraba entrecortadamente, mientras que la respiración de él permanecía serena y regular. Muy despacio, Pierce posó un dedo sobre el hombro izquierdo de Ryan y echó a un lado el tirante. El camisón le resbaló con soltura por el brazo. Ryan no se movió. Él la observó con intensidad al tiempo que deslizaba el otro tirante. La parte superior del camisón descendió hasta las puntas de sus pechos, donde quedó colgando levemente. Bastaría un ligero movimiento de su mano para hacerlo caer del todo a los pies de Ryan. Ella seguía quieta, inmóvil, hipnotizada.

Pierce levantó las dos manos y le retiró su rubio cabello de la cara. Dejó que sus dedos se hundieran en él pelo. Se acercó. Entonces dudó. Los labios de Ryan se separaron temblorosos. Él la vio cerrar los ojos antes de posar la boca sobre la de ella.

Los labios de Pierce eran firmes y delicados. Al principio apenas hicieron presión, sólo la saborearon un segundo. Luego se entretuvo unos segundos con un roce constante pero ligero. Como una promesa o una amenaza de lo que podía llegar, Ryan no estaba segura. Las piernas le temblaban tanto que no lograría mantenerse en pie mucho más tiempo. A fin de sostenerse, se agarró a los brazos de Pierce. Brazos de músculos duros y firmes en los que no pensaría hasta mucho después. En esos momentos estaba demasiado ocupada con su boca. Apenas estaba besándola y, sin embargo, la sensación resultaba abrumadora.

Segundo a segundo, Pierce fue profundizando la intensidad del beso en una progresión lenta y agónica. Ryan le apretó los brazos con desesperación. Él le dio un mordisco suave en los labios, se retiró y volvió a apoderarse de su boca ejerciendo un poco más de presión. Su lengua paseó sobre la de ella como una caricia. Se limitó a tocarle el cabello, aunque su cuerpo lo tentaba casi irresistiblemente. Pierce extrajo el máximo de placer posible utilizando nada más que la boca.

Sabía lo que era sentir necesidad… de alimentos, de amor, de una mujer; pero hacía años que no experimentaba un impulso tan crudo y doloroso. Necesitaba saborearla, sólo saborearla. Su boca era dulce y adictiva. Mientras la besaba, sabía que llegaría un momento en que llegarían más lejos. Pero por el momento le bastaba con sus labios.

Cuando notó que había llegado a la frontera entre retirarse y poseerla del todo, Pierce separó la cabeza. Esperó a que Ryan abriese los ojos.

El verde de sus ojos se había oscurecido. Pierce comprendió que estaba asombrada y excitada a partes iguales. Supo que podría hacerla suya allí mismo, de pie, tal como estaban. Sólo tendría que besarla de nuevo, sólo tendría que despojarla de la delgada tela de seda que los separaba. Pero no hizo ninguna de las dos cosas. Ryan dejó de apretarle los brazos; luego apartó las manos. Sin decir nada, Pierce la sorteó y abrió la puerta. La gata saltó de la cama y se escapó por la rendija antes de que él llegara a cerrarla.

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