Capítulo I

Había elegido la casa por el entorno. Ryan lo supo nada más verla sobre el acantilado. Era una casa de piedra gris, solitaria. Daba la espalda al océano Pacífico. No tenía una estructura simétrica, sino irregular, con diversas alturas que subían aquí y allá confiriéndole cierta elegancia salvaje. Situada en lo alto de una carretera sinuosa, y con un cielo enfurecido de fondo, la casa resultaba majestuosa y tétrica al mismo tiempo.

“Como salida de una película antigua”, decidió Ryan mientras ponía primera para iniciar el ascenso. Tenía entendido que Pierce Atkins era excéntrico. Y la casa parecía confirmarlo.

Ryan pensó que sólo le faltaban un trueno, un poco de niebla y el aullido de un lobo: nada más que un par de efectos especiales sencillos. Permaneció entretenida con tal idea hasta que paró el coche y miró la casa de nuevo. No sería sencillo encontrar muchas casas así a tan sólo doscientos kilómetros al norte de Los Ángeles. De hecho, se corrigió en silencio, no sería sencillo encontrar muchas casas así en ningún lado.

Al salir del coche, un golpe de viento tiró de ella y le sacudió el cabello, levantándoselo alrededor de la cara. Tuvo ganas de acercarse al dique y mirar el mar, pero echó a andar hacia las escaleras que subían. No había ido allí a contemplar el paisaje.

El llamador era viejo y pesado. Cuando lo golpeó contra la puerta, hizo un sonido sobrecogedor. Ryan se dijo que no estaba nerviosa en absoluto, pero se cambió el maletín de una mano a otra mientras esperaba. Su padre se pondría furioso si volvía sin que Pierce Atkins le hubiese firmado el contrato que llevaba. Aunque no, no se pondría furioso, matizó. Se quedaría en silencio. Nadie utilizaba el silencio con tanta eficacia como Bennett Swan.

“No pienso marcharme con las manos vacías”, se aseguró. Sabía manejarse con artistas temperamentales. Se había pasado años viendo cómo tratarlos y…

El pensamiento quedó interrumpido al abrirse la puerta. Los ojos de Ryan se agrandaron. Ante ella apareció el hombre más grande que jamás había visto. Medía cerca de dos metros y sus hombros cubrían la puerta de un extremo a otro. Y la cara. Ryan decidió que era, sin la menor duda, la persona más fea que había visto en toda su vida. Tenía una cara tan ancha como pálida. Era evidente que se había roto la nariz. Los ojos, pequeños, eran de un color marrón apagado como su densa mata de pelo. “Para dar ambiente”, pensó Ryan. Atkins debía de haber elegido a aquel hombre para remarcar el ambiente tétrico que envolvía la casa.

– Buenas tardes -acertó a saludar-. Ryan Swan. Tengo cita con el señor Atkins.

– Señorita Swan -respondió con una voz ronca y profunda, perfectamente a juego con él. Cuando el hombre se retiró para invitarla a pasar, Ryan descubrió que se sentía algo inquieta. Nubes tormentosas, un mayordomo gigante y una casa oscura en un acantilado. Desde luego, decidió Ryan, Atkins sabía cómo crear un ambiente tenebroso.

Entró. Mientras la puerta se cerraba a sus espaldas, Ryan echó un vistazo fugaz alrededor.

– Espere aquí -le ordenó el lacónico mayordomo justo antes de echar a andar pasillo abajo, a paso ligero para un hombre tan grande.

– Por supuesto, muchas gracias -murmuró ella, hablando ya a la espalda del mayordomo.

Las paredes eran blancas y estaban cubiertas de tapices. El más cercano ilustraba una escena medieval en la que podía verse al joven Arturo sacando la espada de la piedra y al mago Merlín destacado en segundo plano. Ryan asintió con la cabeza. Era una obra de arte exquisita, propia de un hombre como Atkins. Se dio la vuelta y se encontró con su propio reflejo en un espejo ornado.

Le disgustó ver que tenía el pelo enredado. Representaba a Producciones Swan. Ryan se apartó un par de cabellos rubios que le caían sobre la cara. El verde de sus ojos se había oscurecido debido a una mezcla de ansiedad y emoción. Tenía las mejillas encendidas. Respiró profundamente y se obligó a relajarse. Se estiró la chaqueta.

Al oír unas pisadas, se apartó corriendo del espejo. No quería que la sorprendieran mirándose ni con retoques de último momento. Era el mayordomo de nuevo, solo. Ryan contuvo su fastidio.

– La verá abajo.

– Ah -Ryan abrió la boca para añadir algo, pero él ya estaba yéndose. Tuvo que acelerar para darle alcance. El pasillo doblaba hacia la derecha. Los tacones de Ryan resonaban a toda velocidad mientras trataba de seguir el paso del mayordomo. De pronto, éste se detuvo con tal brusquedad que Ryan estuvo a punto de chocar contra su espalda.

– Ahí -dijo él tras abrir una puerta, para marcharse acto seguido.

– Pero… -Ryan lo miró con el ceño fruncido y luego empezó a bajar una escalera tenuemente iluminada. Era absurdo, pensó. Una reunión de trabajo debía tener lugar en un despacho o, por lo menos, en un restaurante adecuado. Pero el mundo del espectáculo era especial, se dijo con sarcasmo.

El eco de sus pasos sonaba con cada escalón. De la habitación de abajo no se oía el menor ruido. Sí, era obvio que Atkins sabía cómo crear un ambiente tenebroso. Estaba empezando a caerle rematadamente mal. El corazón le martilleaba con nerviosismo mientras cubría la última curva de la escalera de caracol.

La planta de abajo era amplia, una pieza desordenada, llena de cajas, baúles y trastos por todas partes. Las paredes estaban empapeladas; el suelo, embaldosado. Pero nadie se había molestado en decorarla más. Ryan miró a su alrededor con el entrecejo arrugado al tiempo que bajaba el último escalón.

Él la observaba. Tenía la habilidad de permanecer totalmente callado, totalmente concentrado. Era crucial para su arte. También tenía la habilidad de formarse una idea muy aproximada de las personas enseguida. Era una mujer más joven de lo que había esperado, de aspecto frágil, baja de estatura, de constitución fina, cabello rubio y una carita delicada. De barbilla firme.

Estaba irritada, podía notarlo, y no poco inquieta. Esbozó una sonrisa. Ni siquiera cuando la mujer empezó a dar vueltas por la sala, salió a su encuentro. Muy profesional, se dijo, con aquel traje a medida bien planchado, zapatos sobrios, maletín caro y unas manos muy femeninas. Interesante.

– Señorita Swan.

Ryan dio un respingo y maldijo para sus adentros. Al girarse hacia el lugar de donde había procedido la voz, sólo vio sombras.

– Llega pronto -añadió él.

Entonces se movió. Ryan lo localizó. Estaba de pie sobre un pequeño escenario. Iba vestido de negro y su figura se fundía con las sombras.

– Señor Atkins -saludó ella con irritación contenida. Luego dio un paso al frente y esbozó una sonrisa ensayada-. Tiene usted toda una casa.

– Gracias.

En vez de bajar junto a ella, permaneció sobre el escenario. A Ryan no le quedó más remedio que levantar la cara para mirarlo. La sorprendió observar que resultaba más dramático en persona que por televisión. Por lo general, ocurría todo lo contrario. Había visto sus espectáculos. De hecho, tras ponerse enfermo su padre y, de mala gana, cederle a ella la negociación del contrato con Atkins, Ryan se había pasado dos tardes enteras viendo todos los vídeos disponibles de las actuaciones de Pierce Atkins.

Sí, tenía un aire dramático, decidió mientras contemplaba aquel rostro de facciones angulosas con una mata tupida de pelo negro. Una cicatriz pequeña le recorría la mandíbula y tenía una boca larga y fina. Sus cejas estaban arqueadas, formando un ligero ángulo hacia arriba en las puntas. Pero eran los ojos lo que le resultaba más llamativo. Nunca había visto unos ojos tan oscuros, una mirada tan profunda. ¿Eran grises?, ¿o negros? Aunque no era el color lo que la desconcertaba, sino la concentración absoluta con que la miraban. Ryan notó que se le secaba la garganta y trató de tragar saliva en una reacción instintiva de autodefensa. Tenía la sensación de que aquel hombre podía estar leyéndole el pensamiento.

Decían que era el mejor mago de la década; algunos llegaban a afirmar que era el mejor del último medio siglo. Sus espectáculos eran un desafío para el espectador, fascinantes e inexplicables. No era extraño oír referirse a él como si fuera un brujo. Y allí, mirándolo a los ojos, Ryan empezaba a entender por qué.

Se arrancó del trance en que se había sumido y comenzó de nuevo. Ella no creía en la magia.

– Señor Atkins, mi padre le pide disculpas por no haber venido en persona. Espero…

– Ya se encuentra mejor.

– Sí… -dijo Ryan confundida-. Ya está mejor -añadió al tiempo que volvía a fijarse en la mirada de Pierce. Éste sonrió mientras bajaba del escenario.

– Me ha llamado hace una hora, señorita Swan. Una simple conferencia, nada de telepatía -comentó en tono burlón. Ryan no pudo evitar lanzarle una mirada hostil, pero ésta no hizo sino agrandar la sonrisa de Pierce-. ¿Ha tenido un buen viaje?

– Sí, gracias.

– Pero son muchos kilómetros -dijo Pierce-. Siéntese -la invitó apuntando hacia una mesa. Retiró una silla y Ryan se sentó frente a él.

– Señor Atkins -arrancó, sintiéndose más cómoda toda vez que las negociaciones estaban en marcha-. Sé que mi padre les ha expuesto ampliamente a usted y a su representante la oferta de Producciones Swan; pero quizá quiera repasar los detalles de nuevo. Si tiene alguna duda, estaré encantada de resolvérsela -agregó tras poner el maletín sobre la mesa.

– ¿Hace mucho que trabaja para Producciones Swan, señorita Swan?

La pregunta interrumpió su línea de presentación, pero Ryan se adaptó a la situación. Sabía por experiencia que, a menudo, convenía seguirles un poco la corriente a los artistas.

– Cinco años, señor Atkins. Le aseguro que estoy capacitada para contestar sus preguntas y negociar las condiciones del contrato en caso necesario.

Aunque había hablado con suavidad, en el fondo estaba nerviosa. Pierce lo notaba por el cuidado con el que había entrelazado las manos sobre la mesa.

– Estoy seguro de que estará capacitada, señorita Swan -convino él-. Su padre no es un hombre fácil de complacer.

Una mezcla de sorpresa y recelo asomó a los ojos de Ryan.

– No lo es -contestó con calma-. Razón por la que puede estar seguro de que le ofreceremos la mejor promoción, el mejor equipo de producción y el mejor contrato posible. Tres especiales de televisión de una hora de duración tres años consecutivos, en horario de máxima audiencia, con un presupuesto generoso para garantizar la calidad del espectáculo. Un acuerdo beneficioso para usted y para Producciones Swan -finalizó después de hacer una pausa breve.

– Puede.

La estaba observando con demasiada intensidad. Ryan se obligó a mantenerle la mirada. Grises, concluyó. Sus ojos eran grises… lo más oscuros que era posible, sin llegar a ser negros.

– Por supuesto, somos conscientes de que se ha ganado su prestigio en actuaciones en vivo, en teatros y pubs. En Las Vegas, Tahoe o el London Palladium, entre otros.

– Mis espectáculos no tienen el mismo valor por televisión, señorita Swan. Las imágenes se pueden trucar.

– Sin duda. Pero que los trucos hay que hacerlos en directo para que tengan fuerza.

– Magia -corrigió Pierce-. Yo no hago trucos.

Ryan abrió la boca, pero no llegó a decir nada. Aquellos ojos tan grises la estaban penetrando.

– Magia -repitió ella asintiendo con la cabeza-. Pero el espectáculo sería en vivo. Aunque se emita por televisión, actuará en un escenario con público. Los…

– No cree en la magia, ¿verdad, señorita Swan? -dijo Pierce. Una leve sonrisa curvó sus labios. Un leve tono divertido tiñó su voz.

– Señor Atkins, tiene usted mucho talento -contestó Ryan con cautela-. Admiro su trabajo.

– Diplomática -comentó él al tiempo que se recostaba sobre el respaldo de la silla-. Y cínica. Me gusta. Ryan no se sintió halagada. Se estaba riendo de ella sin hacer el menor propósito por ocultarlo. El trabajo, se recordó apretando los dientes. Tenía que centrarse en el trabajo.

– Señor Atkins, si no le importa que repasemos los términos del contrato…

– Yo no hago negocios con nadie hasta saber cómo es.

– Mi padre…

– No estoy hablando con su padre -interrumpió él con suavidad.

– Pues lo siento, pero no he caído en que tenía que escribirle mi biografía -espetó Ryan. Enseguida se mordió la lengua. Maldita fuera. No podía permitirse aquellos arrebatos de genio. Pero Pierce sonrió, complacido.

– No creo que sea necesario -dijo y le agarró una mano antes de que ella pudiera darse cuenta de lo que estaba haciendo.

– Nunca más.

La voz que sonó a sus espaldas sobresaltó a Ryan.

– Es Merlín -explicó Pierce mientras ella giraba la cabeza.

A su derecha había un papagayo enorme dentro de una jaula. Ryan respiró hondo y trató de serenar los nervios. El papagayo estaba mirándola.

– ¿Le ha enseñado usted a hablar? -preguntó sin dejar de mirar al pájaro de reojo.

– Digamos…

– ¿Quieres una copa, muñeca?

Ryan contuvo una risotada al tiempo que se giraba hacia Pierce. Éste se limitó a lanzar una mirada indiferente hacia el papagayo.

– Lo que no le he enseñado son modales.

Ella se obligó a no dejarse distraer.

– Señor Atkins, si pudiéramos…

– Su padre quería un hijo -atajó Pierce. Ryan se olvidó de lo que había estado a punto de decir y lo miró. Él la observaba con atención al tiempo que le sujetaba la mano con delicadeza-. Y eso le ha hecho las cosas difíciles. No está casada, vive sola. Es una mujer realista que se considera muy práctica. Le cuesta controlar su genio, pero va consiguiéndolo. Es una mujer muy precavida, señorita Swan. No es fácil ganarse su confianza, tiene cuidado con sus relaciones. Está impaciente porque tiene algo que demostrar… a su padre y a usted misma.

La mirada perdió parte de su intensidad cuando le sonrió.

– ¿Capacidad adivinatoria?, ¿telepatía? -prosiguió Pierce. Cuando le soltó la mano, Ryan la retiró y la colocó sobre su regazo. Él continuó, satisfecho por la expresión de asombrada de Ryan. Luego explicó-: Conozco a su padre, entiendo el lenguaje corporal. Además, no son más que conjeturas. ¿He acertado?

Ryan entrelazó las manos con fuerza sobre el regazo. La palma derecha seguía caliente del contacto con la de Pierce.

– No he venido a jugar a las adivinanzas, señor Atkins.

– No -Pierce esbozó una sonrisa encantadora-. Ha venido a cerrar un trato, pero yo hago las cosas a mi manera, a mi ritmo. Los artistas tenemos fama de excéntricos, señorita Ryan. Complázcame.

– Lo intento -contestó Ryan. Luego tomó aire y se recostó sobre la silla-. Pero creo que no me equivoco si digo que los dos nos tomamos en serio nuestro trabajo.

– Cierto.

– Entonces entenderá que mi trabajo consiste en conseguir que firme para Swan, señor Atkins -dijo ella. Quizá funcionara un poco de adulación, pensó-. Queremos que firme con nosotros porque sabemos que es el mejor en su campo.

– Lo sé -contestó Pierce sin pestañear.

– ¿Sabe que queremos que firme con nosotros o que es el mejor en su campo? -se sorprendió replicando Ryan.

– Las dos cosas -dijo él sonriente.

Ryan respiró hondo y se recordó que los artistas podían ser imposibles.

– Señor Atkins -arrancó.

Tras estirar las alas, Merlín salió volando de la jaula y aterrizó sobre el hombro izquierdo de Ryan. Se quedó helada, sin respiración.

– Dios… -murmuró. Ya era demasiado, pensó nerviosa. Más que demasiado.

Pierce miró al papagayo con el ceño fruncido.

– Curioso: nunca había hecho algo así con nadie.

– Suerte que tengo -murmuró Ryan, sin moverse lo más mínimo de la silla. ¿Los papagayos mordían?, se preguntó. Decidió que no le importaba esperar a descubrirlo-. ¿Cree que podría… sugerirle que se posara en otro lado?

Pierce hizo un ligero movimiento con la mano y Merlín levantó el vuelo.

– Señor Atkins, por favor, entiendo que los magos se sientan cómodos en lugares… con ambiente -Ryan tomó aire para intentar calmarse, en vano-. Pero me resulta muy difícil hablar de negocios en… una mazmorra. Y con un papagayo revoloteando alrededor -añadió al tiempo que sacudía un brazo.

La risotada de Pierce la dejó sin palabras. Apoyado sobre su hombro izquierdo, el papagayo escudriñaba a Ryan con la mirada.

– Ryan Swan, creo que me va a caer muy bien. Yo trabajo en esta mazmorra -dijo él de buen humor-. Es un lugar retirado y tranquilo. La magia necesita algo más que destreza; requiere mucha preparación y concentración.

– Lo entiendo, señor Atkins, pero…

– Hablaremos de negocios más convencionalmente durante la cena -interrumpió Pierce.

Ryan se levantó con él. No había previsto quedarse allí más de una hora o dos. Había media hora larga de curvas por la carretera de la colina hasta el hotel.

– Pasará aquí la noche -añadió él como si, en efecto, le hubiese leído el pensamiento.

– Aprecio su hospitalidad, señor Atkins -dijo Ryan mientras seguía a Pierce, con el papagayo aún sobre el hombro, de vuelta hacia las escaleras-. Pero tengo una reserva en un hotel. Mañana…

– ¿Ha traído equipaje? -Pierce se paró a tomarla del brazo antes de subir las escaleras.

– Está en el coche, pero…

– Link cancelará su reserva, señorita Swan. Se avecina una tormenta -dijo él, girándose para mirarla a los ojos-. No me quedaría tranquilo pensando que puede ocurrirle algo en la carretera.

Como dando énfasis a sus palabras, un trueno estalló cuando llegaban al final de las escaleras. Ryan murmuró algo. No estaba segura de querer pensar en la perspectiva de pasar la noche en aquella casa.

– Nada debajo de la manga -dijo Merlín.

Ryan lo miró con cierta desconfianza.

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