XV

La revolución no empezó el veinte de noviembre a las seis de la tarde, pero empezó. Siempre a distintas horas y durante todos los días que siguieron a la mañana del día dieciocho en la ciudad de Puebla. Esa madrugada el gobierno mandó allanar las casas de algunos antirreleccionistas sobre los que desde siempre tenía sospechas. Sabiéndolo, Aquiles, Máximo y Carmen Serdán, conocidos como los más radicales líderes de los rebeldes poblanos, esperaron la llegada de la policía dispuestos a iniciar la revuelta dos días antes.

Eran las ocho de la mañana cuando llamaron a la puerta. Como si les gustara la visita los Serdán abrieron sin dudarlo. Un hombre con ojos de cuervo, reconocido por todos como el jefe de la policía, entró al patio de la casa en la calle de Santa Clara con una pistola en la mano. Se detuvo al encontrarse con Aquiles empuñando una carabina, y sin cruzar una palabra, hizo un disparo. La bala no tocó a nadie y Serdán no esperó una segunda. Apretó su gatillo y mató al policía. Algunos de los subordinados corrieron hacia el interior de la casa y otros salieron huyendo. Uno de los que entraron, empezó a subir las escaleras tras Aquiles. Entonces, su hermana Carmen, vestida de blanco y con el cabello atado a la nuca, se atravesó en su camino apuntándole al pecho. El hombre le pidió que no disparara.


– Pues déme su pistola -le respondió Carmen sin dejar de apuntarle.

Obediente, el soldado bajó los pocos peldaños que había subido y soltó su arma. Su jefe quedó tirado en medio del patio, como un espanto, con los brazos abiertos y los ojos fuera de sus órbitas.

Quienes estaban en la casa entendieron que en muy poco tiempo les llegaría un ataque feroz. Dieciséis amigos de los Serdán se parapetaron junto con ellos en las alturas de la finca, detrás de los tinacos o cubriéndose con las cornisas de las azoteas. Al poco rato, un número abrumador de policías inició los primeros disparos contra la casa.

Milagros Veytia estaba tomando café en la cocina de Josefa su hermana, cuando el tiroteo rompió a lo lejos un silencio tenso. Llegaba desde la iglesia de Santa Clara, frente a casa de los Serdán, no había equívoco posible. Al oírlos, lo primero que se le ocurrió a Milagros fue correr a la calle y tratar de llegar hasta la casa de sus amigos. Pero la policía había cercado los alrededores y se apostaba en los techos de las iglesias, impidiendo el paso de cualquier ayuda. Cuando el ruido de una batalla dispar y cerrada cercó el aire como único informe de lo que pasaba, Milagros maldijo al poeta Rivadeneira por haberse negado a visitar a los Serdán la noche anterior y se hundió en una tristeza ingobernable.

Diego Sauri cerró la botica y subió a mesarse los cabellos en familia. No había qué decir que no se hubiera dicho, no había qué esperar que no fuera predecible y oscuro. Los Serdán y quienes estaban en su casa no tendrían cómo defenderse por mucho tiempo.

Unos rurales subieron al techo de la iglesia de San Cristóbal, a un costado de la casa crepitante de furia. Tras media hora de disparar consiguieron hacerle daño. Casi al mismo tiempo un batallón del ejército atacaba desde lo alto de un hotel en el otro costado de la casa, y otro escaló los muros del orfanatorio que quedaba a espaldas de las azoteas desde las que disparaban los rebeldes.

Milagros escuchaba el tiroteo sentada en el suelo, comiéndose las uñas y abominando al mundo. Junto a ella, Emilia le acariciaba la cabeza, en un afán inútil de sosegarla.

– Deberíamos estar ahí. Muriéndonos con ellos -dijo Milagros como parte de una deshilvanada conversación con su cuñado.

El boticario Sauri se negó a sentirse culpable de no tener un arma ni quererla.

– La prohibición absoluta de matar a un ser humano debe ser el principio de cualquier ética coherente. Nadie tiene derecho a matar a nadie -dijo como había dicho siempre que necesitaba un argumento para oponerse a la guerra.

– Hablas como si quedara otro remedio -le contestó Milagros.

– Ha de quedar alguno. Yo no quiero ser héroe. El heroísmo es un culto al asesinato -sentenció.

Durante más de dos horas el ruido de un combate encarnizado lastimó sus oídos. Hasta que poco a poco, los disparos fueron dándose tregua y el silencio como un vaticinio tomó el aire de la ciudad.

Máximo Serdán y casi todos los defensores de las azoteas estaban muertos. Carmen se lo avisó a su hermano Aquiles. Él hizo una mueca que su hermana cargaría en el recuerdo el resto de su vida y dejó de disparar. Un grupo de rurales se acercó al zaguán de la casa. Fuera de sí por la muerte de su hermano Máximo, Carmen le dijo a Aquiles:

– Mira, acabaremos con todos esos.

Aquiles la miró desconsolado.

– No hay ningún jefe con ellos. Si yo supiera que con su muerte triunfaríamos los mataría a todos, pero estamos perdidos de todas maneras. Me esconderé -dijo quitándose el abrigo.


Mientras Aquiles buscaba un refugio, Carmen siguió disparando desde la ventana, hasta que Filomena, la esposa de Aquiles, la jaló por la falda y la obligó a suspender el fuego. Hablándole suave, la fue llevando hasta el cuarto en el que habían estado durante todo el combate ella, que estaba embarazada, y la madre de los Serdán.

Tras romper la puerta a tiros, los federales entraron a la casa. Buscando a Aquiles, uno de los jefes llegó hasta el cuarto en que estaban las mujeres y las tomó presas.

Escondido en un sótano frío y sudando tras el combate, Aquiles sufrió un enfriamiento que en pocas horas se volvió pulmonía. Pasada la media noche, no pudo contener la tos. Los hombres que estaban de guardia en el comedor, bajo cuyo piso quedaba el sótano cubierto por una alfombra, lo escucharon. Un oficial de gendarmes se acercó, levantó la tapa del sótano, lo encontró y disparó a quemarropa. El resultado del levantamiento: veinte muertos, cuatro heridos, siete prisioneros y una derrota.

Doscientos soldados llegaron de México en los siguientes días. Más de trescientos milicianos bajaron a la ciudad traídos desde varios pueblos en la sierra, el jefe de la zona militar compró todas las existencias de las armerías para evitar que cayeran en manos de sus enemigos, el sueldo del Batallón Zaragoza ascendió a 37 centavos por día para los soldados rasos. El gobierno ordenó a los jefes políticos que entregaran dos reportes diarios detallando cualquier actividad extraña que ocurriera en sus distritos.

Como si hiciera falta intimidar más, las autoridades exhibieron el cadáver de Aquiles Serdán. Milagros se empeñó en ir a verlo. Rivadeneira fue con ella como una sombra. Volvieron a su casa mirando las piedras de las banquetas, apoyados uno en el otro.

– Eligió la mejor parte -dijo Milagros cuando cruzaban el umbral del mundo que los cobijaría.


La revuelta en Puebla fue un fracaso, pero corrió como el fuego por el país. Para el cumpleaños de Emilia, en febrero de 1911, los rebeldes de Chihuahua habían logrado echar de su territorio al ejército federal y extendían su movimiento a la región de las minas en el oriente de Sonora. Había levantados por todas partes. Muchos fracasaban, pero otros emprendían la revuelta y muchos más celebraban en privado el éxito de sus victorias.

La primera carta de Daniel desde que se inició la guerra, llegó por correo normal, sucia y remota, a finales de abril. La había puesto en la oficina de correos de un poblado en el norte de Zacatecas. Estaba firmada con un Yo en letra grande y era una lista de te quieros y te extraños sin más detalles ni más destinatario que el corazón de la doctora Sauri.

– ¡Doctora, yo! Nada más esa mentira me faltaba en su lista -dijo Emilia. Llevaba meses maldiciendo contra la incertidumbre que le impedía ir a la universidad a estudiar para convertirse en una doctora de verdad. Su padre vivía repitiéndole que los médicos no se hacen con diplomas y que si ella sabía curar enfermos sería médico, lo quisieran o no las autoridades de la universidad. En cambio, él podía dar fe, había varios dueños de un título que no eran capaces de curar ni un raspón.

Para no discutir con su padre ni con los rigores de la vida en la república, Emilia había vuelto a trabajar en la botica todas las mañanas. Por las tardes, acudía como el agua a su nuevo maestro. El recién llegado doctor Zavalza puso a sus pequeños pies su persona y sus conocimientos y le pidió que lo acompañara durante las consultas.

A cambio del Daniel que centelleaba de vez en cuando, y que estaba perdido desde el año anterior, Emilia encontró en esa presencia menos drástica pero más generosa, a un hombre inteligente y bueno de esos que, como decía Josefa, no abundan en el mundo.

Además no hubiera podido dar con mejor maestro. Zavalza sabía un montón de cosas y las compartía sin ostentación. Le gustaban las enseñanzas que Emilia traía del doctor Cuenca y se divertía escuchando los argumentos éticos que ella le aprendió de memoria al viejo maestro. Entre enfermo y enfermo, Emilia regaba el consultorio de aforismos y Zavalza la oía como quien oye una sonata de Bach. Su voz lo había encantado desde la primera vez, tanto que en las noches, cuando su muda recámara de soltero no lo dejaba dormir en paz, él cerraba los ojos y la oía como al eco de un deseo. Tenía voz de cristales y de ruina, canturreaba el final de las palabras como sólo hace la gente que ha vivido cada hora de su vida entre campanarios. Para colmo, vivía fascinada por la misma ciencia furiosa que había llevado a Zavalza a olvidarse de las finanzas y el comercio, de los viajes y las tierras, el poder y la herencia que estaban para él. Su padre le había concedido el capricho de convertirse en médico, pero siempre creyó que al terminar la carrera su hijo preferiría la comodidad de administrar una herencia al purgatorio de sobrevivir entre la podredumbre y el desánimo que puede ser la vida de un médico. La verdadera fortuna de aquel padre fue morirse antes de que la batalla con la contundencia profesional de su hijo resultara necesaria. Dejó encargado de darla a su hermano el obispo de Puebla, clérigo al que Zavalza ni respetaba del todo, ni hubiera obedecido jamás. Prefería dedicar su talento y sus horas a llevarle la contra y aprender todo lo que aún no sabía del vicio que era en él la medicina. Además, en los últimos meses podía disfrutar el tono en que Emilia le contaba cosas viejas con la fiebre de quien las descubre como la más preciada novedad.

Mirando a Zavalza, Emilia afianzaba las convicciones que había obtenido de Cuenca. Descubría cada tarde que no hay un ser humano igual a otro y le daba sorpresas a su amigo aconsejándole remedios para curar lo que su ciencia no curaba. Era intuitiva y contundente, sencilla y alerta. Hablaba de Maimónides, el antiguo médico que escribió los libros venerados por su padre, como de un viejo conocido, y de las yerbas curativas que vendía doña Nastasia en el suelo del mercado, con el mismo fervor con que escuchaba de Zavalza los más recientes descubrimientos de médicos austriacos y norteamericanos.

Toda la medicina, acordó con Zavalza, incluso la que funda sus doctrinas en abstracciones y sus razonamientos en inferencias, tiene algo que enseñar. Desde la metafísica hasta la observación, cualquier camino les parecía bueno. Emilia aprendió a no despreciar nada. Menos que nada el lenguaje de los hechos, el que mira en cada peripecia algo único, aunque derive su conocimiento de doctrinas generales. Para curar -pensaba- desde las manos del médico sobre la cabeza del enfermo hasta las pastillas de Tolú o los chiquiadores de papa. Para curar, desde una larga conversación hasta unas cápsulas de opio. Para curar, desde el agua y el jabón hasta el ácido tártrico. Para curar, desde el polvo de raíz de Altea hasta los trabajos y descubrimientos del doctor Liceaga, un amigo con quien Zavalza se carteaba cada semana, lo mismo desde la ciudad de México que desde Saint Nazaire, a donde hizo un viaje con la intención de estudiar todo lo que se sabía entonces sobre el virus de la rabia. Para curar, desde las infusiones de Ombligo de Venus recomendadas por doña Casilda la partera indígena que no hablaba castellano más que para decir insultos, hasta la imprescindible Pulsatilla de los homeópatas. Desde el xtabentún que Diego Sauri encargaba a sus islas cuando le aparecía un parroquiano con piedras en el riñón, hasta las pequeñas dosis de arsénico o los masajes chinos en los dedos de los pies.


A principios de mayo de 1911, Diego Sauri recibió una carta del doctor Cuenca, que leyó mientras sentía girar en torno suyo las paredes de la botica con todo y sus frascos de porcelana dibujada. Con su letra garigoleada y temblorosa, Cuenca le comunicaba su temor de que Daniel estuviera preso o muerto. Diego corrió a contárselo a Josefa y con ella acordó que de eso a Emilia no le dirían ni una palabra. Pasaron varias noches en vela hasta la tarde en que Milagros y el poeta Rivadeneira volvieron de un complicado viaje a San Antonio cargando con ellos las disculpas de Cuenca por haberlos alarmado en falso. Daniel estaba sano y los rebeldes ganaban una ciudad tras otra.

Esa noche durmieron nueve horas seguidas, pero Diego amaneció exhausto como si él mismo hubiera tenido que asaltar Ciudad Juárez, de cuya toma Milagros había dejado en sus oídos una descripción que hizo correr por sus sueños tanta sangre, como debía estar corriendo por el país sin remedio y sin freno.

– Defenderse también es asesinar -dijo al amanecer en el oído de Josefa-. Al monstruo le encantan las máscaras.

Josefa giró sobre sí misma y lo besó despacio en la frente húmeda y en la boca reseca. A ella también le aterraba la guerra, esa almohada rasgada en la que se habían convertido sus anhelos democráticos.


Milagros y Rivadeneira volvieron de San Antonio dueños de un aplomo que habían perdido durante la represión de noviembre. Pasaban los días ocupados en la escritura de un periódico clandestino. Josefa intuía que también trabajaban como mediadores entre los grupos revolucionarios y los atrevidos que les vendían armas y monturas.

Se sabía por rumores de los levantamientos en algunas fábricas textiles, de las huelgas en los molinos de algodón, de haciendas y pueblos cruzados por enfrentamientos y muertos. Emiliano Zapata, jefe de los insurrectos en Morelos, encontró en Puebla seguidores apasionados que en bandas de varios cientos de hombres cada una, luchaban por el control de los pueblos y por la línea del Ferrocarril Interoceánico. A diario el gobierno trataba de empequeñecer los disturbios diciendo que se trataba de asesinos y ladrones comunes, no de alzados.

La iglesia se colocó íntegra al lado del gobierno y no hubo púlpito desde el cual no se predicara contra la revuelta. Zavalza y su tío el arzobispo tuvieron un altercado que los Sauri celebraron invitando al doctor a una cena. Bebieron la última copa de oporto a las cuatro de la mañana, con Diego volviendo a sus discursos pacificadores, Josefa canturreando un corrido maderista y Emilia bailando con Zavalza, desmemoriada y feliz.

Una tarde a finales de mayo, Milagros entró con la noticia revoloteándole en la lengua. Porfirio Díaz había renunciado al gobierno. No se cansaba de repetirlo, como si repitiéndolo quisiera hacérselo creíble por fin.

Al día siguiente, el viejo dictador se embarcó en Veracruz rumbo a Europa.

– Han soltado un tigre -sentenció en público antes de subir al barco que lo llevaría al exilio.

– Sólo va a faltar que yo acabe coincidiendo


con él -se dijo Diego Sauri mientras trajinaba entre los frascos y los goteros de su trastienda.


Unas semanas después, Emilia encontró a su padre abrazado a los periódicos del desayuno con más fervor que de costumbre. Habría tregua. La revolución había triunfado y se firmarían unos acuerdos de paz que preveían la formación de un gobierno provisional.

Emilia le pasó la mano por la cabeza y se acomodó cerca de él a beber café y oír sus pronósticos. No había nada como su padre a esas horas de la mañana, nada como el olor de su cuello recién enjabonado, como la luz entre sus ojos de presagio.

– Tendrás que decidirte -le dijo Diego para concluir una larga disertación sobre las posibilidades del gobierno que encabezaría Madero. No tuvo que aclarar nada más.

Daban un último trago de café cuando Josefa irrumpió con la noticia de que Madero entraría a la ciudad de México el día siete de junio. Milagros y Rivadeneira irían a ver el espectáculo que sería la recepción y querían permiso para llevarse a Emilia con ellos.

– Esta niña ya se manda sola -respondió Diego, con la certeza de que su hija iría lo mismo si ellos cometían la imprudencia de negarse.

Salieron el día cinco en un tren perseguido por sobresaltos. Cuando no lo detenían unos montados pretendiendo subirse con todo y caballos, lo detenían los dueños de una hacienda pretendiendo subirse con todo y hacienda.

– Acuérdate bien de este espectáculo porque no vas a volver a verlo en toda tu vida -le dijo Milagros a Emilia.

El poeta Rivadeneira estrenaba una máquina para tomar fotografías y oía las admoniciones de Milagros como la mejor música para acompañar las imágenes que iba guardando tras el ojo de su cámara.

Se alojaron en la pequeña casa que un inglés amigo del poeta dejó puesta en la colonia Roma antes de irse a Europa, el noviembre anterior, cuando había visto venir lo que le esperaba al régimen con el que tan buenos negocios había hecho. Al despedirse de Rivadeneira y Milagros, el inglés les prometió que regresaría en cuanto todo acabara y se fue de un día para otro como si se fuera de vacaciones.

Les dejó la casa para que la trataran como suya y como suya la cuidaban y vivían de vez en cuando. Era una pequeña belleza afrancesada como gran parte de las casas en esa zona. Para aumentar sus excesos decorativos, en los últimos meses Milagros había salpicado la sala de ídolos prehispánicos y artesanías.

Amaneciendo ahí, los despertó un temblor de tierra que estremeció a la ciudad a las cuatro de la mañana con veintiséis minutos del siete de junio.

Emilia dormía sola en una recámara cuyo candil de cristal color de rosa empezó a sonar como un diminuto campanario enloquecido. Milagros entró a pedirle que no tuviera miedo y la encontró aún metida bajo las sábanas, presa del regodeo extraño que era ver aquello columpiándose mientras su cama de latón se mecía como una cuna. Desde niña la sedujeron los temblores. No les temía. Había heredado su inconciencia de Milagros, quien durante los tres minutos que duró el temblor, anduvo por la casa dejándose sentirlo y riéndose de la furia con que Rivadeneira la regañaba por no bajar cuanto antes a la calle.

– ¿No entiendes que esta ciudad está sobre el agua? Es una aberración. Se puede caer de golpe y matarnos -le repitió diez veces Rivadeneira cuando la tierra y él dejaron de temblar. No volvieron a dormirse. La llegada de Madero estaba anunciada para las diez, pero salieron de la casa desde las siete. Compraron los periódicos y se instalaron a leerlos en un café de chinos cercano a la avenida Reforma. Frente a sus tazones de leche y una canasta con panes dulces, leyeron y platicaron más de dos horas. Luego trataron de acercarse a la estación, pero unos hombres a caballo, mezcla de rebeldes recientes y peones eternos, les impidieron el paso. Fueron a la Alameda Central y caminaron por sus alrededores hasta que cerca de las once, les llegó a la banca en que descansaban la noticia de que el tren del señor Madero ya estaba cerca de los andenes. Total, por ahí de las doce y media lograron acomodarse sobre Reforma cerca de la estatua de Colón.

La gente se había encaramado a los monumentos y ya no se sabía bien cuál héroe yacía bajo los cuerpos amontonados sobre sus hombros o sus rodillas, colgados de sus brazos o pisándole los pies. Los vivas a Madero corrían como un jolgorio y todo era un bullicio sin orden y sin tregua.

Dos horas después de estar ahí bajo un sol de escándalo, Rivadeneira tuvo la peregrina idea de que volvieran a la casa. En lugar de escucharlo Emilia trepó a la estatua de Colón. La mano felina de un muchacho la levantó del suelo y ella escaló la estatua levantándose la falda con la boca para que no le estorbara y enseñando las piernas en mitad de una rechifla.

Desde arriba, saludó a Milagros Veytia que se apoyaba con extraña ceremonia en el brazo de Rivadeneira. Se concentró luego en la cauda de sombreros y caballos que cruzaban bajo sus ojos. Polvosos y pardos daban la impresión de llevar un uniforme, por más que no hubiera uno vestido igual que el otro. Los sombreros de alas muy anchas y copas puntiagudas se intercalaban con las gorras de guerra o los cabellos alborotados y sudorosos contra el sol. De pronto, entre un hombre redondo con las cananas cruzadas sobre el pecho y uno alto vestido como por el mismo sastre del señor Madero, Emilia vio galopar el único cuerpo que le interesaba entre todos aquellos. Tenía la gracia sobre los hombros y un aire infantil regía el garbo de su figura.

– ¡Daniel! -le gritó ensordeciendo a los que con ella se apiñaban sobre la estatua. Y con ese grito herético en mitad del alboroto general, bastó para que el espíritu veleidoso que iba sonriendo bajo un gran sombrero de paja igual a tantos otros, volteara en dirección de su voz y la viera agitando el brazo y regalándose como si pudiera alcanzarlo.

Con la sorpresa entre los labios Daniel detuvo su caballo, se quitó el sombrero y buscó a la dueña de la voz que lo llamaba. Emilia volvió a prenderse la falda de la boca y bajó de la estatua como un pájaro. A empujones, sintiendo que se ahogaba un momento y volaba el otro, llegó hasta la orilla del gentío y extendió su brazo hasta Daniel, que al otro lado de la muralla de hombros y cabezas interpuesta entre sus cuerpos, le ofrecía su mano para ayudarla a sortear la salida. Se abrazaron en medio de un griterío. Besándose en el centro del camino, eran la mejor parte del espectáculo que había volcado a la ciudad sobre sus calles. Emilia hundió su lengua en la boca de Daniel.

Para acercarse al perfume de su cuerpo, Daniel apoyó una mano en la nuca que ella mostraba como un cetro. Él olía a mugre de muchos días y traía tierra en las orejas que Emilia le besó despacio. La marcha de hombres y caballos se abría al encontrarlos abrazándose. Con una mano, Emilia acarició la espalda de Daniel, como si fuera dueña del tiempo. Luego buscó su pecho y del pecho bajó al camino hacia adentro que abría un pantalón colgado al cuerpo enflaquecido de su dueño. Sintió su grupa fuerte y su piel. Sólo un respiro. Llamado a gritos por unas voces que se alejaban, Daniel soltó su nuca, dejó sus labios, se libró de la mano que hurgaba bajo su ropa.

– Me tengo que ir -murmuró.

– Siempre -dijo Emilia dándole la espalda.

Antes de subirse al caballo, Daniel prometió que la buscaría en la noche.

– Te odio -dijo Emilia.

– Mentirosa -contestó él.

Sin quitar su cuerpo del camino por el que seguían pasando caballos y hombres presos de otra pasión, Emilia lo vio unirse al desfile. Había una mezcla de alivio y orgullo en el gesto del Daniel que se iba.

Desde lejos, Milagros presenció toda la escena mientras intentaba abrirse paso hacia el borde de la acera. Oyéndola decir su nombre como si la vitoreara, Emilia salió de su pasmo y recuperó la realidad. Caminó hasta los brazos de Milagros con la letanía de improperios que no alcanzó a soltar sobre Daniel, y estuvo maldiciendo el resto del desfile.

Porque siempre era lo mismo, siempre el atisbo y la huida, siempre la sorpresa y la desaparición, siempre la espera como única vuelta de su destino.

– Si el destino es lo que todavía no te pasa -dijo Milagros abrazándola-. Nunca es lo mismo.

Madero cruzó el aire unos minutos. Después, hasta Rivadeneira y su cámara quedaron envueltos en la euforia de tanta gente celebrando una esperanza. Nada era cierto todavía, más que el futuro. De ahí para adelante estaban sólo los límites de un sueño, y por entonces pocos imaginaban que nada es tan limitado como un sueño que se cumple.

Volvieron a la casa pasadas las cinco de la tarde, exhaustos como si ellos también hubieran hecho la guerra de los hombres a los que vieron desfilar. Emilia había tenido tiempo de poner en el oído de Daniel la dirección en que dormiría, pero cuando la oscuridad entró por las ventanas y hubo que apretar los botones para encender la luz, dijo que ya no quería verlo. Ni esa noche ni ninguna otra. Recordaba como un agravio la vehemencia que lo arrebató de su lado en la mañana. Le había notado en el cuerpo un fuego que más que nunca sentía rivalizar con ella y que nada tenía que ver con ella.

La desalentaba sentirse celosa de algo tan etéreo y sin embargo tan implacable. Una parte del Daniel al que siempre creyó conocer de memoria y por completo, se le escapaba, se le iba a escapar siempre porque no lo entendía, porque se había hecho dentro de él con las cosas y la guerra de otros, pero era intenso y le invadía el cuerpo adueñándose de los rincones que sólo a ella le habían pertenecido.

Las primeras horas de la noche, esperaron a Daniel mientras Emilia hablaba de sus sentimientos encontrados y de sus clarísimas furias, ordenándolos y describiéndolos con una precisión casi científica. Rivadeneira y Milagros la oyeron elucubrar sus sensaciones sin aceptar frente al ímpetu de su sobrina el que fuera posible que de todo eso que hablaba se hubiera dado cuenta en un abrazo de dos minutos, pero sin demasiada convicción en las palabras con que intentaron sosegarla antes de perderse en un sueño remoto.

Emilia se quedó con la noche entera para esperar que Daniel llegara. De vez en cuando, Milagros o Rivadeneira despertaban para decir algo que entretuviera la vigilia de la sobrina, hasta que ella se compadeció de su cansancio y como si fueran un par de niños, los guió hasta las sábanas de su recámara. Les apagó la luz y volvió al salón. No tenía sueño. El arrebato es enemigo del sueño y Daniel no llegaba ni llegó.

A solas, bajo la fúnebre mirada de un santo pintado durante la colonia, añoró la paz de sus frascos y sus libros, la taciturna asiduidad de Antonio Zavalza, su boca como un bálsamo que le curaba el afán de tener a Daniel cerca.

Al despertarse con el sol del día siguiente, Milagros y Rivadeneira la encontraron todavía vestida, ojerosa y escéptica. Para aumentar su desaliento decidieron pasearla por la ciudad, consentirla y regalarle todo lo que ni siquiera se le ocurría desear. Haciendo todo eso consiguieron darle, mejor que de ningún otro modo, lo que necesita un corazón maltrecho para salir de su atolladero. Así que la noche alcanzó a Emilia llorando por fin toda su rabia en una sola sentada.

Tres mañanas después, sin haberle visto un pelo a Daniel, tomaron el tren de regreso a Puebla. Emilia iba vestida de nuevo hasta los calzones y llevaba puesta una sonrisa de lujo y altanería que sólo proporciona el desencanto, mezclado al trato con la Ciudad de los Palacios. Cuando Josefa la vio caminar por el andén para ir a su encuentro, le dijo al padre encandilado que era Diego:

– Dios libre a Zavalza de su nueva sonrisa.

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