XXIX

Antonio Zavalza lo supo siempre. Con ese conocimiento estuvo hilado desde el principio el fino enlace de su complicidad con Emilia Sauri. Era un hombre extraño entre los hombres, querible como ningún otro, porque como ningún otro fue capaz de comprender la riqueza de alguien que sin remedio y sin pausa tiene fuerzas para dos amores al mismo tiempo.

Terminó la guerra. Diego Sauri lo celebraba con el recelo de quien ya no espera que el mundo cambie para hacer el intento de vivir en paz. Josefa lo convenció de que ése era el camino, sin más argumento que el de transitarlo un día tras otro como cantan los pájaros después de la tormenta.

– Vamos a ver tu mar -le pidió una tarde.

Dos días después emprendieron el viaje. Desde entonces no hubo para Josefa una idea de paraíso que no estuviera teñida por el azul del Caribe.

– Aquí tendríamos que quedamos a bien morir -dijo tocada por su incorregible romanticismo.

– Yo extrañaría el aire de los volcanes -contestó Diego.

Tuvieron tres nietos, vivieron para verlos crecer bajo las alas incansables de su hija.

Terca como la lluvia, Milagros los llevó a las pirámides, al mar, a los panteones, al reino de los astros y al de lo imprevisto. Los domingos comían frente al agua plateada de una presa, en la cabaña que Rivadeneira construyó para jugar ajedrez y tener un velero.


Nadie supo nunca cuántas veces volvió Daniel. La casa que Milagros dejó para sus andanzas frente a la Plazuela de La Pajarita fue el albergue anónimo en que él y Emilia encontraron treguas para su interminable guerra. Ahí se veían a veces una tarde y a veces a media mañana, ahí aclaraban su tormenta, sus imposibles, su acuerdo, sus recuerdos.

Una vez, presos del azar se encontraron en el panteón de San Fernando. Otra, Emilia fue a buscarlo embarazada y risueña, con su eterno gesto de pájaro en alerta.

– Pareces una matrioska -dijo Daniel. -¿Será que si uno te abre, adentro encuentra otra y otra y otra?

¿Cuántas Emilias iban por la vida viviéndola como si les urgiera devorarla? Daniel estaba seguro de que nunca las conocería a todas. Algunas, incluso, prefería no imaginarlas.

– ¿Este hijo es mío? -preguntó.

– Aquí todos los hijos son del doctor Zavalza.

– ¿Cuántas Emilias? La Emilia que todos los días despertaba en la misma cama junto a un hombre más entendido que él, la que se hundía en los terrores de un hospital como quien bebe un vaso de leche, la que desde temprano se perdía en elucubraciones sobre el cerebro y sus enigmáticas respuestas, la Emilia que iluminaba la rutina de otros.

– ¿Octavio es hijo mío?

– Ya te dije. Los hijos son de Zavalza.

– Pero a Octavio le gusta la música.

– A los tres les gusta la música.

Todas eran Emilias que le robaban a la suya. A la Emilia encendida sólo para él, a la que nunca se cansó de aventurarse en el universo inasible de su corazón.

– Cásate conmigo.

– Ya me casé contigo.

– Pero me engañas con el médico.

– No entiendes nada.

– Entiendo que me engañas con el médico.

¿Cuántas Emilias? La de Zavalza, la de sus hijos, la de la piedra bajo la almohada, la del árbol, la del tren, la médica, la boticaria, la viajera, la suya.

¿Cuántas Emilias? Mil y ninguna, mil y la suya.


En 1963 la llave de la casa de Milagros seguía siendo la misma. Daniel había vuelto a usarla colgando de su cuello. Se ponía el sol contra los volcanes hospitalarios e impredecibles, cuando Emilia entró a la sala con sus deseos intactos, pese al montón de años que llevaba cargándolos. Daniel había abierto el balcón y miraba hacia la calle.

– ¿Es mi nieta la niña que te trajo hasta la puerta?

– Ya sabes -contestó Emilia-. Aquí todos los hijos y todos los nietos son del doctor Zavalza.

– Pero ésta se quita el pelo de la cara con un gesto mío -dijo Daniel.

– ¿A qué horas llegaste? -le preguntó Emilia besándolo como cuando todo era terso en sus bocas. Un hueco invariable latió bajo su pecho.

– Nunca me voy -dijo Daniel acariciando su cabeza con olor a misterios.

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