Bebí de mi botella, fui a encender un cigarrillo pero se me había terminado el gas del mechero, busqué cerillas en mi dormitorio y desde allí oí de nuevo el teléfono, llegué a su lado a la vez que el contestador saltaba con mi voz, que dice: 'Esto es una voz grabada. Si quiere dejar un mensaje, hágalo por favor después de oír la señal. Muchas gracias'.

Eso es lo que oyó Deán antes de empezar a hablar, y dijo esto que quedó registrado: 'Soy Eduardo Deán. He hablado con Luisa y quiero hablar contigo ahora'. En seguida me di cuenta de que me tuteaba como cuando se siente superioridad de algún tipo o se es acreedor o se insulta, mentalmente sobre todo. 'Supongo que estás ahí agazapado, hace unos segundos estabas comunicando, tú verás si lo coges.' Hizo una pausa para darme tiempo a cogerlo y yo aproveché esa pausa, descolgué y dije ridiculamente:

– Sí, dígame, ¿quién es?

– Acabo de decírtelo -contestó la voz excepcionalmente grave y ya algo irritada, quizá se había irritado mientras yo comunicaba y él probaba a marcar varias veces, o llevaba más tiempo, sonó como si hubiera dicho 'Acabo de decírtelo, imbécil', no importaba que hubiera omitido lo último, sin duda no fue omitido por su pensamiento. Tal vez iba a seguir tratándome como a un asalariado, como a un subalterno, su voz al teléfono tenía más profundidad y peso que la de Vicente Mena su conyacente, era como los dedos sobre el contrabajo, conservaba el aplomo, su irritación muy controlada.

– Perdone, estaba en otra habitación y no he oído lo que haya podido decir hasta ahora a la máquina. ¿Quién es? -Quizá esta vez mentí mejor, se acercaba bastante la verdad a la mentira.

– Soy Eduardo Deán. He hablado con Luisa y quiero hablar contigo ahora. -Repitió lo mismo: quizá lo había estado ensayando un rato antes de marcar mi número-. ¿Podemos vernos mañana? -En realidad no fue una pregunta, más bien un comunicado: 'Podemos vernos mañana', como quien concede algo, no lo consulta ni pide.

– Ya. ¿A qué hora? Yo tengo un rato libre a última hora de la mañana, también después de comer, otro rato.

– Imposible -contestó él-, yo tengo trabajo todo el día. Mejor pásate por mi casa sobre las once de la noche, el niño ya estará acostado a esa hora. -Aquello eran órdenes sin el menor fingimiento, no me quedaba sino negarme u obedecerlas-. Ya conoces el piso -añadió.

– Está bien -dije obediente-. Hasta mañana.

Pero ya había colgado. Era todo lo contrario de lo que me había recomendado Luisa para el encuentro, estuve tentado de llamarla más tarde para informarla de nuestro fracaso y así hacerlo también suyo efectivamente, pero era mejor que yo no diera más pasos si no estaban del todo justificados (resulta ruin todo cortejo, sólo el disimulo de lo que no es más que instinto), prefería que los injustificados los diera ella.

Despedí el taxi en Conde de la Cimera, como la primera vez que me había desplazado hasta allí y a diferencia de la segunda, siempre de noche. Había llegado con un poco de antelación, las once menos diez, miré hacia arriba y vi encendidas las luces ya bien conocidas del salón y del dormitorio, la terraza iluminada desde el interior, preferí aguardar hasta la hora en punto no fuera a ser que Deán estuviera todavía acostando a Eugenio, aunque esa noche el niño no tenía por qué remolonear ni llevar a cabo su vigilancia, ya no tendría que volver a luchar contra el sueño por ninguna mujer hasta que fuese adulto, o adolescente al menos. Encendí un cigarrillo con mis cerillas y me acerqué hasta el portal, caminé ante el portal de un lado a otro con parsimonia, llevaba una semana preparándome para aquello, o llevaba más tiempo. Me había metido una raya de cocaína al salir de casa para estar más alerta, había dormido muy mal, no suelo tomar casi nunca pero le había pedido un cuarto de gramo a Ruibérriz en las carreras, casi siempre lleva ('¿Quieres un tirito?', me dice a veces), hay que hacer algo desusado cuando uno prevé una situación insólita o la ha previsto demasiado, justamente. No duraría el efecto, no estaría tan alerta al cabo de un rato, quizá cuando la conversación se hiciera más comprometida y más lo necesitara. Fumé entre la niebla, tiré la colilla al suelo de un papirotazo, me dispuse a llamar al portero automático y en ese momento vi llegar el ascensor, salieron de él dos figuras en la penumbra, encendieron la luz del portal y vinieron en mi dirección, no llamé, esperé a que la joven de los pasos graciosamente centrífugos y el guante beige me abriera tras apretar el timbre que a mí me había costado encontrar más entrada la noche muchas noches antes, la acompañaba el mismo hombre que ya no podía más y al que ella había mandado a la mierda, las palabras son casi siempre retóricas o excesivas o metafóricas y por lo tanto inexactas, él sí podía más y ella lo sostenía y lo consentía, seguían juntos, salían juntos mientras yo entraba, esta vez al revés, debía de ser la más móvil de los vecinos siempre arriba y abajo, a estas alturas ella me debía de tomar por un inquilino más del edificio, me reconoció y me dijo con naturalidad y su sonrisa 'Hola, buenas noches' y yo respondí 'Buenas noches', el hombre guapo no saludó hoy tampoco, un antipático o un distraído, quizá estaba todavía absorto en los besos que se habrían dado en la casa y aun a la espera del ascensor con la puerta abierta aunque ninguno de los dos se quedara esta vez y no se separaran y salieran juntos. Quizá pensaba en el lecho abusado del que salía y en el suyo intacto.

Subí y llamé al timbre y Deán me abrió rápidamente como si hubiera estado ansiando mi llegada y espiando los viajes del ascensor con el ojo en la mirilla. Estaba en mangas de camisa pero con corbata -un poco aflojada-, como el marido que ha vuelto del trabajo hace poco y sólo le ha dado tiempo a despojarse de la chaqueta. Si Marta hubiera vivido tal vez habría estado en la cocina con un delantal vaciando platos, pensé (yo la vi con uno), o trajinando sin cesar por la casa, él siguiéndola de una habitación a otra mientras le contaba o discutían o le preguntaba, no siempre he vivido solo. Me hizo pasar sin saludarme aunque me ofreció su mano izquierda y me dijo 'Siéntate' señalando el sofá en el que el niño como una hormiga había mirado sus vídeos de Tintín y Haddock y se había adormilado tras su largo combate por fin perdido, me preguntó qué quería tomar, le contesté que un whisky con hielo y agua si era posible. La casa no había cambiado, eso me pareció, los hombres nunca las cambian, no quise mirar con demasiada atención por pudor -para no recordarla o rememorarla allí mismo-, sobre la mesa en la que Marta y yo habíamos cenado tan lentamente había todavía un plato de postre vacío -la cucharilla atravesada y manchada- sobre un mantelito del tamaño de una servilleta grande: Deán aún tenía energía y ánimo para comer sentado lo que le dejaran listo la asistenta quejosa o sus cuñadas solícitas, yo casi nunca almuerzo ni ceno en casa, pero si alguna vez me hago algo me lo como de pie en la cocina y a toda prisa, un signo de debilidad y desánimo, es malo para el estómago. Retiró ese plato y el mantelito antes de servirme el whisky, yo no había comido más que un McPollo en un McDonald's, tengo menos carácter o mi asistenta es vaga y no tengo cuñadas, tampoco un niño que inspire lástima y me haga partícipe de lo que inspira. Deán regresó del office y me sirvió mi whisky, se arremangó la camisa -un gesto amenazador en principio, o lo era tradicionalmente-, se sirvió otro sin agua, no se sentó aún, se quedó de pie con el codo apoyado en un estante mirándome, hice por no rehuir sus ojos, todo esto había ocurrido en silencio, el silencio resulta admisible mientras alguno de los que lo guardan está haciendo cosas, aunque sea sacar una botella y unos vasos, sostenía el suyo en la mano. Desde la entrada mis ojos se habían ido involuntariamente hacia el pasillo, hacia la puerta abierta de la habitación del niño, estaría dormido soñando ahora el peso de su padre tan sólo y quizá el de sus tías jóvenes, el de la madre para siempre joven cada vez más tenue, su imagen más nebulosa. Deán me preguntó de pronto si quería quitarme la gabardina, aún la tenía puesta arrugando los faldones, eso me hizo abandonar toda esperanza -no sería cuestión de un momento-, se la entregué junto con la bufanda, salió y las colgó en el closet donde había estado ya esa bufanda y una vez mi abrigo, entonces hacía más frío, bastaba con la gabardina en estos días de niebla. Me acordé del salacot que reposaba en ese closet, Teobaldo Disegni de Túnez, estuve a punto de preguntarle de dónde lo había sacado, años treinta, me abstuve, un comentario así sería como tentar al diablo. Volvió al salón, se apoyó en el estante de nuevo, me miraba de la misma forma en que me había observado en el restaurante cuando yo aún no era nadie y los dos guardábamos también silencio, entonces era tolerable porque hablaban los otros, Luisa y Téllez. Me miró por tanto como si no tuviera para él secretos o acaso estaba midiéndome, seguramente trataba de verme ahora con los ojos vivos de Marta, trataba de averiguar dónde estaban mi atractivo o mi encanto, de comprender la busca y querencia de su mujer una noche. De momento no había desprecio ni furia ni burla, tampoco curiosidad exactamente, más bien penetración y aprehensión, como si estuviera captando o constatando algo y haciéndose cargo desde su gran altura, yo lo veía como un contrapicado en el cine, Orson Welles fue el maestro, los ojos tártaros de color cerveza expectantes e incrédulos que obligan a seguir hablando -pero yo todavía no había empezado- y alzado su mentón partido como aguardando respuesta, bien visibles las estrías o hilos o incisiones de su piel leñosa, futura corteza de árbol o ya iba siéndolo, o iba siendo un pupitre su rostro conminatorio.

Pero cuando por fin dijo algo (y lo primero que dijo fue una pregunta) la irritación o tensión de la noche anterior al teléfono reapareció al instante, como si la hubiera mantenido encendida e intacta durante veinticuatro o más horas desde que había colgado, como si no se hubiera acostado ni hubiera ido al trabajo ni hubiera visto a nadie en el entretanto y se hubiera limitado a esperarme toda la noche y el día paseando de un lado a otro y mirando por la mirilla y dándose puñetazos contra la palma de la otra mano como un boxeador antes de su combate o como me contó un director de cine que hacía el actor Jack Palance entre toma y toma durante los rodajes para no perder la concentración y el brío, mientras otro actor famoso con el que trabajaba, George Sanders, se fumaba cigarrillos con la mano en la nuca reclinado sobre una hamaca, dos métodos muy distintos con resultados magníficos ambos, el nervioso y el indolente, Sanders acabó suicidándose en Barcelona tras dejar una nota en la que mandaba a la mierda al mundo (una muerte horrible, una muerte extranjera, 'Ahí os quedáis', decía), creo que Palance aún vive o ha vivido largos años.

– Entonces no murió sola, ¿murió sola? -dijo por fin Deán, e inmediatamente bebió un trago: fue un gesto como para taparse la boca en seguida y que pareciera que no había hablado sino que la frase venía de nadie o de la televisión, la cual sin embargo estaba apagada. La manera de hacer la pregunta no me permitió estar seguro de la respuesta que prefería.

– No, no, yo estaba con ella, ya se lo habrá dicho Luisa -contesté, y bebí a mi vez para taparme la boca sin duda y consumir mi turno muy rápidamente.

– ¿Qué fue lo último que dijo, te acuerdas?

'Ay Dios, y el niño', pensé.

– Se preocupó por el niño -dije.

Deán se pasó una mano por la mejilla, como si meditara falsamente.

– Ah, el niño -dijo-, es lógico. Y entonces tú no me llamaste ni avisaste a nadie. No se te ocurrió, se entiende, ¿no? Se entiende.

Ahí estaba su comprensión infinita, o quizá estaba fingiendo, había pasado el suficiente tiempo para que pudiera hacer uso de la ironía.

– Mire, la verdad es que sí lo llamé, no sé si se lo ha dicho Luisa. -Había decidido seguir tratándolo de usted, en aquellos momentos no preveía insultarlo de palabra ni de pensamiento, y siempre podría pasar al tuteo en que él se había instalado desde el principio, si me hacía falta. Era una ayuda poder hacer referencia a Luisa-. Encontré sus señas, eso lo sabe, hablé con su hotel en Londres aunque era muy tarde, me dijeron que allí no había ningún Deán alojado, tampoco había reserva a ese nombre. Sólo más tarde se me ocurrió que quizá lo hubieran inscrito por su segundo apellido, si uno da dos en Inglaterra el que cuenta es el último. Ya sabe, el carnet, la visa. Pero ya no me atreví a intentarlo esa noche. -Podía haber mentido, podía haber dicho que ignoraba ese segundo apellido (no tenía por qué saber ni el primero) y que por tanto me habría sido imposible intentarlo de nuevo en ningún caso, de ese modo habría quedado libre de responsabilidad y nadie la habría tenido, de hecho lo estaba y no la tenía nadie, quizá dije la verdad por eso-. Qué podía decirle -añadí-. Piénselo un momento. Qué podía decirle. -No parecía importarle tanto que yo hubiera estado con Marta (era yo quien aludía), o tal vez era que para encajar aquel hecho había tenido aún más tiempo que para la comprensión o ironía y se daba por descontada su cólera, esto es, no hacía falta contarla o mostrarla, ningún aspaviento.

– Qué podías decirme -repitió-. Eso. ¿Qué me habrías dicho si mi nombre hubiera sido mi nombre y te hubieran pasado con mi habitación esa noche? Yo estaba allí, te habría escuchado. -Guardé silencio-. Todavía no lo sabes.

'No nos has salvado', pensé. 'Ni a mí ni a ella.'

– Mi llamada habría sido anónima -dije-. A lo mejor me habría limitado a decirle: 'Llame usted a su casa.' Aquí no le habrían contestado y usted se habría alarmado, habría enviado a alguien. O puede que yo hubiera colgado antes de hablar, así lo hice a la noche siguiente, entonces pregunté por Ballesteros y alguien se puso. Colgué sin decir nada.

– Lo sé, alguien se puso -repitió Deán. Volvió a pasarse la mano por la mejilla, ahora como si comprobara que no se había afeitado; pero estaba muy bien afeitado, ni siquiera a medias-. Pero entonces no importó, ya era tarde. Todo había ocurrido y yo acababa de saberlo, dos desgracias en vez de una, o en vez de lo que hasta entonces no era solamente desgracia. No una desgracia pura.

– ¿Por qué no se sienta? -le dije. Me sentía disminuido ante aquel hombre de pie tan alto-. No le oigo bien. No le entiendo.

– Estoy bien así, me he pasado el día sentado -dijo. Tenía bastante vello en los brazos, se rascaba el derecho con los dedos rígidos de la mano izquierda, quizá se le estaba durmiendo, apoyado en el estante-. Claro que me oyes bien. Pero es verdad que no me entiendes, tu no sabes mi parte como yo no sabía la tuya, hasta ayer sólo hacía hipótesis. Tu parte y la mía no se complementan ni se completan, no se necesitan, sólo se cruzan involuntariamente, o más bien la tuya se cruza, no la mía, la mía sigue el curso de la ignorancia y la tuya la atraviesa, hay cosas que uno debe saber en seguida, si hubieras llamado a alguien aquella noche alguien me habría llamado a mí, te das cuenta.

'No soportamos que nuestros allegados no estén al corriente de nuestras penas', pensé, 'no soportamos que sigan creyendo lo que ya no es, ni un minuto más, que nos crean casados si nos quedamos viudos o con padres si nos quedamos huérfanos, en compañía si nos abandonan o con salud si nos ponemos enfermos. Que nos crean vivos si nos hemos muerto o nos crean muertos si seguimos vivos. Pero yo no soy un allegado.'

– No le entiendo -dije otra vez, y ahora ya no era tan cierto.

Esperó unos segundos, se pasó la mano por el pelo peinado con raya a la izquierda como el de un niño antiguo (quizá él mismo de niño), y cuando habló de nuevo su voz sonó todavía más grave, oxidada y ronca como si forcejeara con los restos del asma o saliera de un yelmo, dijo esto:

– Pero vas a entenderme. Vas a saber lo que me ha pasado mientras yo no supe de la muerte de Marta, lo que hice y no hice y estuve a punto de hacer y pasó de todas formas. No por tu culpa, ni siquiera por tu causa, no culpo a nadie. Por el entrecruzamiento. Las cosas pasan, eso es todo, lo sé, quizá es mala o es buena suerte, a veces nadie interviene y nadie busca ni quiere nada. Pero ocurre que siempre le pasan a alguien y siempre hay otro que se ha cruzado, muchas veces sin saberlo, la mayoría de las veces sin tener siquiera oportunidad de saberlo. Da lo mismo. Nadie cuenta con ello. Tú te has cruzado y no sabes cómo, no me conoces, yo te soy indiferente, ahora puedes saberlo y es mejor que lo sepas, vas a entenderme. No tardaré, descuida, no será largo, yo cuento rápido.

'Ah sí, lo fatiga mucho su sombra', pensé, 'también él quiere salir de su encantamiento, le han llegado las prisas. De qué habla, está diciendo lo que dijo Solus, nadie muere por sí solo, no solemos enterarnos de los que mueren porque nos crucemos nosotros de cerca o de lejos, normalmente seguimos todos el curso de la ignorancia, es el único, yo también he hecho hipótesis, de qué muerte habla, todo viaja incesantemente y encadenado, unas cosas arrastrando a las otras e ignorándose todas, de qué muerte habla.'

– Mejor así, no tengo demasiado tiempo -dije, y esta vez no era en absoluto cierto, al día siguiente sólo me aguardaba el actor insoportable, no podría dejar de llamarlo, me daría trabajo. Y quizá llamaría también a Luisa, un paso justificado, me lo había pedido.

Deán cogió un momento el mando a distancia de la televisión y la encendió a la vez que le suprimía el sonido. Recorrió a toda velocidad los canales y la apagó de nuevo, un gesto maquinal y nervioso, un gesto consuetudinario para el hombre solo, todos lo hacemos de vez en cuando para saber cómo va el mundo en nuestra ausencia perpetua.

– Yo no estuve solo en Londres -dijo entonces-, no es difícil imaginarlo, tampoco imaginar que sí lo estuve, pudo ser ambas cosas, nadie lo sabe. Yo he tenido una amante desde hace un año, una enfermera joven del hospital de aquí al lado, la Clínica de La Luz, ahí al lado. -Y señaló con la mano inquieta vagamente hacia el exterior, la terraza-. Nada de particular al principio, nadie, como tú lo serías para Marta esa noche primera, aún nadie y en eso quedaste por tu buena o tu mala suerte, de ahí no pasaste o ni siquiera llegaste, hasta ayer no lo supe, sólo sospechas e hipótesis. Así pues los uniformes, unas frases en un bar cercano, una cervecería, una copa pagada desde el otro extremo de la barra, unas risas comunes, las risas de sus compañeras y su gran influencia, caminar juntos un rato ('Los pasos inofensivos', pensé con el pensamiento del encantamiento, mi latido incesante), los pies que van juntos y se paran ante un semáforo y en el semáforo de pronto se juntan las caras y así otro día se la va a buscar al terminar su turno, se la lleva a cenar y se acaba en su casa ('Se le quitan las blanquecinas medias con grumos en las costuras'). Nada de particular, nada importante, escaramuzas contra la rutina diaria hasta que estúpidamente se van repitiendo esos pasos ya sin testigos ni alentados por risas e insensiblemente se crean costumbres, mínimas costumbres que no consisten en nada, en llamar hacia la misma hora cuando se llama, en beber siempre lo mismo en su compañía, en aprenderse sin querer sus horarios, hay alguien que toma esas cosas como signos siempre, como datos con significado, no hay intencionalidad ni significan nada para la otra parte, a veces nada. Pero cada uno entiende como quiere y se cuenta su propia historia, no hay dos iguales aunque sean la misma vivida por ambos ('Y además no pertenecen sólo al que asiste a ellas o al que las inventa, una vez contadas ya son de cualquiera, se repiten de boca en boca y se tergiversan y tuercen, y todos vamos contando las nuestras'). Así que uno acaba demasiadas veces en la casa de ella y las despedidas se hacen cada vez más largas, son la reiteración y la clandestinidad lo que carga las cosas de significado, no ningún gesto ni ninguna palabra, es la carne la que da confianza y entonces los hábitos se confunden con los derechos, se los llama adquiridos, ridículo, uno no ve la hora de volver a casa y al mismo tiempo regresa a los pocos días allí de donde quiso irse y lo retuvieron más de la cuenta con caricias y besos y protestas de amor y lamentaciones, supongo que gusta y alegra saberse querido ('En los ojos ya pintada la cara del otro: permanezco demasiado tiempo a tu lado, te canso').

Deán se detuvo y se acercó a la mesita baja para servirse más whisky, iba bebiendo a medida que hablaba, ahora ya no hablaba con su lentitud, era verdad que contaba rápido.

– ¿Lo sabía su mujer? -me atreví a preguntarle aprovechando el ruido del hielo y el líquido. Pero no me atreví a llamarla 'Marta' en su presencia. Él volvió a su postura junto al estante.

– No -contestó-. No, no. -Siempre se contesta una pregunta intercalada-. Es decir, no lo creo, no lo sé, ella y yo nunca nos preguntábamos, esperábamos a que se nos contara lo que hubiera de contarse. Desde luego yo hice todo por que no supiera, en cuanto se instaló la costumbre no volví a andar por una calle con Eva ni la fui a buscar al terminar su turno, ni la saqué más a cenar como la primera noche, ya nada de nada, siempre en su casa, prohibido llamarme a la mía, un mismo espacio cerrado a todos, a cal y canto y sobre todo a sus compañeras, yo tenía mí vida y no podía correr riesgos, tampoco deseaba prolongar aquello, aunque se prolongaba ('Y ahora yo también tendré que recordar ese nombre' pensé. 'Eva'). No lo sé, no lo creo, en los últimos tiempos Marta lloró un par de noches contra la almohada creyendo que lloraba en silencio, yo no dije nada la primera vez, duró poco, la segunda le pregunté: '¿Qué te pasa?', y ella contestó: 'Nada, nada.' 'Pero estás llorando', dije yo. 'A veces tengo malos pensamientos por la noche, tengo miedos.' '¿Miedos de qué?', le dije. 'Miedos incontrolables', dijo, 'a que nos pase algo malo, a ti o a mí o al niño.' 'Pero que va a pasarnos', le dije. 'Ya lo sé, ya lo sé, llevo una temporada cansada, estoy débil, ya se me pasará, cuando uno está débil lo ve todo negro, no te preocupes, de día no me sucede.' No le di más importancia, pero quién sabe, a lo mejor sí lo supo de alguna forma y tú estás aquí por eso. -Y Deán se quedó mirándome con su barbilla erguida como si me hubiera hecho una pregunta. Pero no me la había hecho.

– No lo creo -me permití decir, y fue mucho decir, yo creo-. Ella habló de usted con naturalidad en todo momento, no creo que hubiera premeditación, cuando usted llamó desde Londres y habló con ella no pensábamos todavía en nada, estoy seguro. Ya lo ha dicho usted, luego las cosas pasan.

– No te estoy preguntando, ya escuché ayer a Luisa, no quiero detalles -dijo Deán con ira instantánea, cerrando más el puño sobre su vaso, sin llegar a mostrarla del todo-. No te estoy preguntando -repitió, y aflojó la mano-. Tenlo presente, sólo te estoy contando, sólo tienes que oírme. -Podía ser violento aquel hombre, como Jack Palance.

– Lo tengo bien presente. Continúe, le escucho.

Deán pareció avergonzarse un poco de su reacción. Dio cinco o seis pasos haciendo tintinear el vaso con sus uñas cortas y rígidas, sin duda para alejar su relato del exabrupto, no contaminarlo. Crujió la madera. Luego continuó y yo seguí escuchando, sus labios se hicieron más finos, casi desaparecieron desde mi perspectiva:

– Aún estaba todo en orden esa noche cuando la llamé, dentro de lo que cabe. Tres semanas antes la enfermera me dijo que estaba embarazada, figúrate, llevábamos buen cuidado pero nunca hay seguridad absoluta, pensé que había sido deliberado el descuido, yo quería dejar ya la costumbre, mis visitas estipuladas y las despedidas eternas, no tenía ganas de que Marta llorara más o tuviera motivos para tener miedo aunque ignorara cuáles, todo era cada vez más pegajoso con Eva, yo mismo no lograba apartarme, la carne tira mucho mientras sigue tirando, un año es poco para agotarla y que ceda, yo aún no me había desprendido, no había salido del todo y me encontré con ese embarazo, ella era además enfermera y no había duda al respecto. Las mujeres trafican con sus cuerpos y los manipulan, tienen esa espantosa capacidad para transformarlos, para hacer que les brote una excrecencia de su trato con cualquier hombre, cualquiera, hasta con el más inhumano o el más abyecto, la tienen sus cuerpos, te imaginas ('Ge·licgan', pensé: 'Fue abolido, si ese era el verbo; quizá no es fácil soportar lo que nombra, mejor no nombrarlo'), algo que no estaba ahí y que no sólo está ahora sino que se va metamorfoseando, luego acaban expulsándolo cuando ha cumplido su tarea de hacerlas madres y proporcionarles un vínculo que durará ya siempre bajo otra forma también cambiante pero visible, por tiempo indefinido al menos y que las sobrevivirá normalmente, siempre han tenido esto a mano, no es sólo su prolongación, es su agarradero al mundo, lo he visto, yo tengo un hijo y para mí no es lo mismo que para su madre ('Cree la madre que hubo de ser madre y la solterona célibe, el asesino asesino y la víctima víctima: lo creen todos desde su posición fantasma'). Le pedí que abortara y no quiso al principio, me amenazó con hablarle a Marta, yo le dije que lo negaría todo, hasta conocerla ('No te conozco, viejo, no sé quién eres ni te he visto en mi vida'), ella se rió porque hoy hay pruebas de paternidad infalibles, así que la amenacé con lo único que me quedaba, con no volverla a ver en mi vida y no quererla. No lo digo con jactancia pero ella me quería mucho, en realidad habría hecho cualquier cosa por mí, inexplicable, a veces se toman decisiones inamovibles respecto a una persona y no hay quien las cambie, habría hecho lo que fuera por mí, pero antes tenía que jugar una mano y ver lo que sacaba en el resto. -Deán se interrumpió un instante y me robó un cigarrillo con gesto precipitado, yo tenía el paquete sobre la mesa, los iba empalmando. Cogió mis cerillas y con una en la mano grande, antes de encenderla, siguió contando-: No sacó gran cosa, nos hacen débiles los sentimientos, ya sabes, nos perdemos por ellos ('O es la lealtad, las decisiones tomadas inexplicables"), así que cedió a cambio de unas cuantas promesas remotas y decidimos aprovechar un viaje mío de trabajo a Londres, siendo ella enfermera sabía bien que aún es Londres lo más seguro e higiénico para estas cosas, y así yo podría acompañarla. Suena ridículo, también pensé que allí podríamos volver a andar por las calles juntos y cenar en restaurantes, aunque me pareció prudente que nos alojáramos en hoteles distintos, le busqué uno cercano al mío, en Sloane Square nada menos, mejor que el mío de hecho, mi estancia iba a cuenta de la empresa y quizá tuviera que recibir en mi hotel a algún colega, cada uno por su lado era lo más sensato. Le di dinero para que pagara sus cuentas, la del hospital también, el viaje no le costaba un céntimo. Nadie supo que estábamos juntos, ni siquiera sus compañeras, se habrían preocupado mucho y le habrían encargado cosas. La primera noche la llevé a cenar a un restaurante indio muy divertido para distraerla lo más posible de lo que la aguardaba al día siguiente.

– La Bombay Brasserie, lo conozco -dije yo, no pude evitar decirlo.

– ¿Cómo lo sabes? -dijo Deán con su capacidad de sorpresa, las aletas de la nariz dilatadas sugiriendo vehemencia, o quizá inclemencia.

– Usted se lo dijo a su mujer cuando la llamó, ella lo comentó, me preguntó si conocía ese sitio.

– Ya entiendo. Ah, y lo conoces.

'He estado un par de veces en sus salas gigantes decoradas colonialmente', pensé, 'una pianista con vestido de noche rojo a la entrada y camareros y maítres reverenciosos, en el techo descomunales ventiladores de aspas en verano como en invierno, un lugar teatral, más bien caro para Inglaterra pero no prohibitivo, cenas de amistad o celebración o negocios más que íntimas o galantes, a no ser que se quiera impresionar a una joven inexperta o de clase baja o a la mujer o a la amante a las que casi nunca o nunca se saca fuera (la mujer en Conde de la Cimera como todas las noches aunque acompañada esta noche en su cena que sí es galante, la amante en su casa siempre pero hoy de viaje, el viaje pagado y obligada al viaje), alguien susceptible de aturdirse un poco con el escenario y emborracharse ridiculamente con cocktails y cerveza india, Bombay Sunset, Bombay Sky-line, Pink Camelia, Bombay Blues, alguien a quien no hace falta llevar a ningún otro sitio intermedio antes de coger un taxi con transpontines y llegarse al hotel o al apartamento, alguien con quien ya no hay que hablar más después de la cena de picantes especias, sólo coger su cabeza entre las manos y besar, desvestir, tocar, encuadrar con las manos grandes esa cabeza comprada y frágil en un gesto tan parecido al de la coronación y el estrangulamiento, todo esto lo pensé mientras miraba en sombra los aviones de la habitación del niño y Marta Téllez seguía enferma pero aún no muerta, ahí estarán todavía, ahí al lado estarán los aviones velando su sueño mientras se preparan para el cansino combate anacrónico de cada noche, la batalla diminuta, fantasmal, perezosa y pendiente de hilos, la oscilación inerte o quizá es hierática, desespera y muere mañana.'

– Sí, y me gusta mucho -le dije-. He estado allí dos o tres veces, hace ya tiempo.

– Sí, viene recomendado en las guías -dijo Deán con buena fe, como disculpándose-. Allí la llevé, bebimos y reímos bastante pese a lo que vendría a la mañana siguiente, beber no le venía mal para conciliar el sueño esa noche, a mí tampoco, yo la acompañaría hasta la entrada del hospital, la esperaría fuera por si había problemas o le entraba el pánico, un par de horas me había dicho, aunque era improbable que surgiera ningún imprevisto, ella era enfermera y había conocido de todo, se deprimen mucho las enfermeras, es lógico, claro que no es lo mismo que se lo hagan a uno. Me extrañó que no fueran a ingresarla ni después ni antes, una noche, unas horas, pero ella sabía mejor que yo, había hecho las gestiones desde su clínica de aquí, de hospital a hospital con algunas ventajas, me había dicho. En inglés se defendía, yo también me defiendo.

– Yo estudié Filología Inglesa -dije yo, y fue un comentario absurdo, pero Deán me lo pasó por alto. Me serví más whisky, él me dejó servirme, continuó como si no hubiera oído:

brían encargado cosas. La primera noche la llevé a cenar a un restaurante indio muy divertido para distraerla lo más posible de lo que la aguardaba al día siguiente.

– La Bombay Brasserie, lo conozco -dije yo, no pude evitar decirlo.

– ¿Cómo lo sabes? -dijo Deán con su capacidad de sorpresa, las aletas de la nariz dilatadas sugiriendo vehemencia, o quizá inclemencia.

– Usted se lo dijo a su mujer cuando la llamó, ella lo comentó, me preguntó si conocía ese sitio.

– Ya entiendo. Ah, y lo conoces.

'He estado un par de veces en sus salas gigantes decoradas colonialmente', pensé, 'una pianista con vestido de noche rojo a la entrada y camareros y maítres reverenciosos, en el techo descomunales ventiladores de aspas en verano como en invierno, un lugar teatral, más bien caro para Inglaterra pero no prohibitivo, cenas de amistad o celebración o negocios más que íntimas o galantes, a no ser que se quiera impresionar a una joven inexperta o de clase baja o a la mujer o a la amante a las que casi nunca o nunca se saca fuera (la mujer en Conde de la Cimera como todas las noches aunque acompañada esta noche en su cena que sí es galante, la amante en su casa siempre pero hoy de viaje, el viaje pagado y obligada al viaje), alguien susceptible de aturdirse un poco con el escenario y emborracharse ridiculamente con cock-tails y cerveza india, Bombay Sunset, Bombay Sky-line, Pink Camelia, Bombay Blues, alguien a quien no hace falta llevar a ningún otro sitio intermedio antes de coger un taxi con transpontines y llegarse al hotel o al apartamento, alguien con quien ya no hay que hablar más después de la cena de picantes especias, sólo coger su cabeza entre las manos y besar, desvestir, tocar, encuadrar con las manos grandes esa cabeza comprada y frágil en un gesto tan parecido al de la coronación y el estrangulamiento, todo esto lo pensé mientras miraba en sombra los aviones de la habitación del niño y Marta Téllez seguía enferma pero aún no muerta, ahí estarán todavía, ahí al lado estarán los aviones velando su sueño mientras se preparan para el cansino combate anacrónico de cada noche, la batalla diminuta, fantasmal, perezosa y pendiente de hilos, la oscilación inerte o quizá es hierática, desespera y muere mañana.'

– Sí, y me gusta mucho -le dije-. He estado allí dos o tres veces, hace ya tiempo.

– Sí, viene recomendado en las guías --dijo Deán con buena fe, como disculpándose-. Allí la llevé, bebimos y reímos bastante pese a lo que vendría a la mañana siguiente, beber no le venía mal para conciliar el sueño esa noche, a mí tampoco, yo la acompañaría hasta la entrada del hospital, la esperaría fuera por si había problemas o le entraba el pánico, un par de horas me había dicho, aunque era improbable que surgiera ningún imprevisto, ella era enfermera y había conocido de todo, se deprimen mucho las enfermeras, es lógico, claro que no es lo mismo que se lo hagan a uno. Me extrañó que no fueran a ingresarla ni después ni antes, una noche, unas horas, pero ella sabía mejor que yo, lubía hecho las gestiones desde su clínica de aquí, de hospital a hospital con algunas ventajas, me había dicho. En inglés se defendía, yo también me defiendo.

– Yo estudié Filología Inglesa -dije yo, y fué un comentario absurdo, pero Deán me lo pasó por alto. Me serví más whisky, él me dejó servirme, continuó como si no hubiera oído:

– Esa noche la acompañé a su hotel en un taxi después de la cena, preferimos que ninguno subiera a la habitación del otro, en su cuerpo había algo que ya no estaría al día siguiente y era mejor no prestarse a recordarlo en exceso. Ella no parecía muy afectada o disimulaba, la habrían ayudado los cocktails, incluso parecía contenta, cariñosa, quizá mis promesas la compensaban de todo el resto. Me besó a la puerta de su hotel con uno de esos besos que son de agradecer, cómo llamarlo, un beso entusiasta, me quedé convencido de que no iba a guardarme rencor por aquel mal trago. Yo me acerqué hasta mi hotel andando, cuatro pasos, y entonces llamé desde mi habitación a Marta para confirmarle que había llegado bien y saber cómo andaban las cosas, no me dijo que estuviera cenando contigo ni con nadie, la creí sola con el niño, y aun así tú crees que no hubo premeditación, tendrás cara. -Deán seguía de pie, se paró y se quedó mirándome, vi un asomo de crueldad en sus ojos rectos, rascó por fin la cerilla y encendió mi cigarrillo robado como si no quisiera desviarse por el otro camino posible de nuestra charla, lo había descartado en principio; entonces desapareció el destello-. La verdad es que no dormí bien esa noche, tuve el sueño agitado y quebrado, lo achaqué a mí mismo y a Eva, no a Marta aunque pensaba en ambas, lo que pasaba en Londres pasaba porque existía Marta, hay ciertos lugares que están ocupados en la vida de uno, por eso la gente trata como sea de hacerse un hueco o sustituye al instante a los que se marchan ('No dormiste tan mansamente en la isla, ninguna de tus dos noches en esa isla pudiste dormir mansamente', pensé. 'Pero tampoco te alcanzó el rumor de tus propias sábanas con las que no llegué a entrar en contacto, ni el ruido de tus propios platos con su solomillo irlandés y su helado ni el tintinear de tus copas con su vino tinto, tampoco las estridencias de la agonía ni el retumbar de la preocupación, los chirridos del malestar y la depresión ni el zumbido del miedo y el arrepentimiento, tampoco el canturreo de la fatigada y calumniada muerte, oías tan sólo el tráfico inverso y los autobuses rojos tan altos, la excitación nocturna y las conversaciones en varias lenguas del restaurante indio que resonaban, y el eco de otros canturreos que no sé si fueron también mortales: hablas de tu Eva en pasado'). Si yo hubiera sabido, si yo hubiera sabido esa noche lo que tú sabías ('Yo lo supe porque lo vi y lo sufrí y me quedé espantado y no pude impedirlo, imbécil, yo asistí a ello y la cogí entre mis brazos para que muriera lo mejor posible, no me tocaba estar a su lado', y volví a tutearlo como a la entrada del restaurante para insultarlo como es debido con el pensamiento, me irritó su queja que sonó a reproche, se había marchado con Eva a resolver sus asuntos sin conocimiento de Marta, qué más quería). -Deán se acercó al sillón que hacía juego con el sofá y se sentó en el brazo derecho como si hubiera perdido pie sobre la nieve resbaladiza, ya lo había visto flaquear así o más aparatosamente ante la tumba abierta, lo salpicó la tierra del sepulturero, salpicó su gabardina. Así sentado seguía estando muy alto, no cruzó las piernas, las mantuvo paralelas, lo vi más desprotegido en esa postura-. Si lo hubiera sabido todo habría sido distinto en Londres, ni siquiera la habría permitido ir al hospital a la mañana siguiente, no habría habido lugar, un hermano para Eugenio y una nueva madre, por qué no en ese caso, uno quiere las cosas y a las personas según lo que tiene o no tiene, según los huecos que van dejando, nuestras necesidades y deseos varían a medida que perdemos o nos abandonan o nos desposeen, también nuestros sentimientos, te lo he dicho, se pueden tomar decisiones inamovibles y en parte todo consiste en eso, dependen de las incompatibilidades y de lo que nos va haciendo falta. -Se estaba contradiciendo sobre los sentimientos, o era que antes hablaba por Eva y ahora hablaba por sí mismo.

– Ya le he dicho -dije-, no me atreví a llamar dos veces, se me acabó el valor tras hablar con el conserje. No había ningún Deán, tampoco nadie me aseguraba que fuera a haber un Ballesteros. En realidad no sé si ya hice mucho averiguando sus apellidos.

– ¿Cómo los averiguó? -preguntó Deán.

– Había cartas por aquí encima, busqué una del banco.

– Ya, tiene usted recursos, no a todo el mundo se le habría ocurrido. -De pronto me llamaba de usted, una repentina señal de respeto, una vacilación tardía, o yo lo había contagiado. Pero sólo le duró segundos, rectificó tras algunas frases-: Pero no lo estoy culpando de nada, sólo le estoy contando lo que me pasó por no haberme enterado a tiempo, cómo pasé yo esas horas en que me mantuve en una creencia falsa, no fueron pocas. Tampoco lo acuso de haber dejado solo al niño, por ejemplo, un viudo amargado y rencoroso podría hacerlo: no le sucedió nada y sería abusivo echarle en cara lo que pudo haber sucedido si no ha sucedido, todo depende de los efectos, ¿no?, todo lo que dura aunque sea un instante en el tiempo, la misma acción no es la misma según a qué dé lugar, la misma bala ya no es la misma si no da en el blanco, el navajazo si se falla el golpe, parece que no estuviera nada en nuestra mano y en cambio nos conducimos como si fuera al contrario, siempre llenos de intenciones, me pregunto si son lo que cuenta o justamente lo que no cuenta, también es verdad que a veces ni siquiera se tienen, puede que usted no las tuviera ('Un sí y un no y un quizá y mientras tanto todo ha continuado o se ha ido, la desdicha de no saber y tener que obrar porque hay que darle un contenido al tiempo que apremia y sigue pasando sin esperarnos, vamos más lentos: decidir sin saber, actuar sin saber y por tanto previendo, la mayor y más común desgracia, previendo lo que viene luego, percibida normalmente como desgracia menor, pero percibida por todos a diario. Algo a lo que se habitúa uno, no le hacemos mucho caso'). -Deán apagó el cigarrillo sin apurarlo y al hacerlo se deslizó hasta el asiento del sillón, ahora ya estaba casi a mi altura con las mangas de su camisa en los antebrazos y su corbata aún más floja, no perdía la compostura por ello-. Pero aquí sí sucedieron cosas -siguió, yo no estaba muy seguro de querer oír el relato de aquel episodio sórdido, no tenía que ver conmigo pero aquel hombre me lo estaba contando, me había elegido para escucharlo, quizá sí tenía que ver, en algún grado-, me pregunto si habrían sucedido igual de no haber estado tú en esa alcoba con Marta. -Y con la nuca hizo un gesto hacia el pasillo que conducía al dormitorio, yo sabía el camino-. No me refiero a su muerte, sino a si ella habría llamado a alguien cuando se sintió enferma. Tal vez no a mí para que no me alarmara estando tan lejos, pero sí a su hermana o a algún amigo o vecino, a un médico, pedir ayuda.

Me pregunto si no llamó porque estaba contigo, quizá confiaba en que se le pasara para reanudar la fiesta ('Estás loco, cómo voy a llamarle, me mataría', pensé, 'eso dijo Marta Téllez cuando le propuse avisar a este hombre a Londres, es posible que Deán esté en lo cierto, puede que ella hubiera llamado a alguien de no haber estado conmigo. Pero eso no la habría salvado, sólo a él de su encantamiento o su sombra, por lo que viene diciendo'). Las cosas pasan, es verdad, pero siempre le pasan a alguno y no a otros, y se lamentan los que las padecen ('Y aunque no haya nada algo nos mueve, no es posible estar quietos, no en nuestro sitio, lo único seguro sería no decir ni hacer nunca nada, y aun así: puede que la inactividad y el silencio tuvieran los mismos efectos, idénticos resultados, o quién sabe si todavía peores, como si de nuestra mera respiración emanasen rencores y deseos vacuos, tormentos que nos podríamos haber ahorrado. La única solución es que todo acabara y no hubiera nada'). Da lo mismo, nos ha tocado a ti y a mí, y sobre todo a ellas. A la mañana siguiente fui hasta el hospital con Eva, un buen hospital, todo en orden, no muy lejos de nuestros hoteles, Sloane Square, Sloane Street, más allá hacia el río, seguro que conoces la zona, todo bastante bonito y limpio. No entré con ella, no hacía falta y ella lo prefería, le dije que la esperaría en un café que había enfrente leyendo periódicos, no me movería de allí por si necesitaba algo de pronto, un par de horas a lo sumo, no es tanto, qué menos, había dejado un encuentro de trabajo para después de comer, para los otros aún tendría tiempo al día siguiente, íbamos a estar tres noches, no volvíamos hasta el viernes, cada uno con su billete, los sacamos por separado aunque para los mismos vuelos, preferimos no hacer nada juntos. Al despedirme de ella la vi pálida, la noté asustada por vez primera, quizá arrepentida pero ya era tarde. Le di un abrazo, le di un beso en la mejilla. 'Ya pasará todo esto', le dije, 'yo estaré pensando en ti todo el rato, estaré aquí, bien cerca.' La vi desaparecer con su abrigo largo y un pañuelo en la cabeza entre la multitud del vestíbulo, los hospitales mucho más llenos que los hoteles, llevaba unos zapatos bajos un poco infantiles. Compré varios periódicos españoles e ingleses y me senté en el café, hacía una mañana agradable, fría pero despejada por el momento, no duraría en Londres. Intenté no pensar en ella y en lo que estaría pasando en contra de lo que le había anunciado, pero acabé cumpliendo mi promesa a pesar mío, aquello se me imponía en el pensamiento aunque no con imágenes, no tengo una idea clara de lo que ocurre en estos casos, tampoco quisiera tenerla. La verdad es que pensaba en los parecidos, bueno, dejémoslo estar. -Deán se llevó una mano a la frente, se frotó con los dedos rígidos como si le picara, luego se los llevó a los ojos, se tocó el puente de la nariz como si se hubiera quitado unas gafas; pero no usaba gafas-. Al cabo de una hora larga no pude más, no aguantaba estar allí intentando leer una prensa que no me importaba nada. Me levanté, pagué mi consumición, crucé lentamente hasta el hospital, entré dudando en aquel vestíbulo abarrotado de gente que aguardaba o lo atravesaba y entraba y salía, un hormiguero, una clínica enorme, vi a las colegas de Eva, siempre van atareadas, ella se habría sentido como en casa con ellas. Me acerqué hasta la recepción y con mi inglés aceptable pregunté dónde podía esperar a Eva, Eva García, dije, lo deletreé, le estaban haciendo una intervención, yo no había podido llegar antes para acompañarla, mentí ('Y ahora yo también tendré que recordar ese apellido junto a ese nombre', pensé). Estaba inquieto y un poco angustiado, no quería hacer nada ni rectificar nada pero sí estar más cerca, que pudiera verme en cuanto saliera de donde saliera, era un edificio de muchas plantas. La enfermera me preguntó cuándo la habían ingresado, yo contesté que hacía una hora, ella me preguntó si era una emergencia, yo dije que no, era una intervención previamente acordada, le habían dado cita para aquella mañana. 'Eso es del todo imposible', me contestó ella mientras buscaba en un ordenador el apellido García, supongo. 'Si tenía cita para una operación hoy la habrían ingresado ayer en todo caso', dijo. 'No es una intervención de importancia', le expliqué. La enfermera alzó la vista y me preguntó lo que temía que me preguntara: '¿De qué clase de intervención se trata?' No quise mencionar la palabra, dije: 'Interrupción del embarazo', lo dije traduciendo literalmente, no sé si habrá en inglés un eufemismo más conveniente pero ella entendió, contestó: 'Eso es imposible, la habrían ingresado ayer, sin duda'. Miró más en el ordenador, pulsó sus teclas para ver la lista de ingresados el día anterior, supuse, se me ocurrió lo mismo que a ti, le dije que mirara también el apellido Valle, era su segundo. Eva García Valle. 'Ningún García y ningún Valle, ni ayer ni hoy', dijo sin asomo de duda tras consultar la pantalla, 'en el hospital no hay nadie con esos nombres.' '¿Está segura?', insistí. 'Completamente segura' me dijo, e hizo desaparecer de la pantalla las listas, no iba a comprobar, no había vuelta de hoja.

Se quedó mirándome. '¿Es usted su marido?', me preguntó. No sé si fue un rasgo de humanidad o cotilleo momentáneo; puesto que Eva no estaba allí le daba igual lo que yo fuera de ella. 'Sí', dije, 'gracias', y me retiré, ella me miró con mirada neutra. Me quedé en el vestíbulo sin saber qué hacer, viendo pasar a los médicos y a las enfermeras y a los pacientes y a las visitas, me pregunté si Eva no se habría inscrito con su nombre, no era posible, le habrían pedido documentación. Vi que algunas de estas visitas desaparecían por una puerta, las seguí, vi que había una sala grande que parecía de espera, también estaba muy llena, la gente sentada en butacas gastadas. Me asomé, eché un vistazo. Estaba desconcertado. Y entonces la vi de lejos, allí estaba Eva con el abrigo y el pañuelo quitados y la vista baja, según me acerqué vi que tenía las piernas cruzadas y estaba leyendo una revista, parecía tranquila, habría habido un retraso y por eso aún no estaba registrada, pensé. Pero pensé más cosas a medida que me aproximaba. Ella leía una revista en colores, un semanario, no levantó la vista hasta que estuve a su lado rozándola con mi abrigo y le puse una mano en el hombro. '¿Qué haces aquí?', le dije; dudé si añadir '¿Todavía no te han ingresado?', pero pensé que eso sería darle más fácil salida o tentarla a contar más mentiras. Ella se sobresaltó, había transcurrido una hora larga desde que nos habíamos separado, para mí era un siglo, se azoró, me puso su mano en el antebrazo, cerró la revista al instante, intentó ponerse en pie, yo no la dejé con la mano en el hombro, me senté a su lado, la cogí de la muñeca con fuerza, repetí ahora con furia: '¿Qué haces aquí? En recepción me han dicho que no figuras como ingresada, ¿qué es todo esto?' Ella miró hacia otro lado con la mirada de pronto vidriosa, no podía hablar, como si tragara mal, no dijo nada. '¿No hay intervención?', dije yo. Ella negó con la cabeza, se le humedecieron los ojos, las lágrimas no le saltaron. '¿No hay aborto, no hay embarazo, no hay nada?', dije yo. Cogió su pañuelo de la butaca de al lado y se echó a llorar tapándose con él la cara. Salimos de allí en seguida, atravesando el vestíbulo a toda prisa, yo la llevaba cogida de la muñeca, casi arrastrándola con mis zancadas. -Deán se interrumpió para beber un trago y taparse de nuevo un momento la boca, hacía rato que no bebía.

'Vivir en el engaño o ser engañado es fácil', pensé, 'y aún más, es nuestra condición natural: nadie está libre de ello y nadie es tonto por ello, no deberíamos oponernos mucho ni debería amargarnos.' Eso había dicho Deán, aunque había añadido: 'Sin embargo nos parece intolerable, cuando por fin sabemos'.

– El vínculo -dije.

– Sí, eso es, el vínculo -respondió Deán-, no hay menos vínculo porque deje de existir lo que pudo existir, al contrario, quizá hay más unión todavía, quizá une más la renuncia a lo que pudo ser y era común que su aceptación o su consumación o su desarrollo sin trabas, cualquier frustración, cualquier fracaso, cualquier separación o término es lo que más vincula, la pequeña cicatriz para siempre como un recordatorio del abandono o de la carencia ('O del destierro', pensé), y esa cicatriz nos va recordando: 'Yo hice esto por ti, estás en deuda'. También hay trato con lo que se pierde de vista, con lo imaginario y con lo que no acontece ('Y quizá también con los muertos'). Si yo no me hubiera inquietado, si yo no hubiera entrado en el hospital Eva habría venido al café a las dos horas con el rostro desencajado y andares débiles como una heroína que ha pasado su prueba y yo la habría consolado hasta el fin de mis días, podrás creer, podrás creer que tenía ya en el bolso un algodón con sangre para mostrármelo en algún descuido y hacerme sentir más en deuda, las mujeres sacan sangre de cualquier parte ('También yo lo vi en la basura aquí en casa de tu mujer Marta Téllez, un algodón con un poco de sangre cuando ya había muerto'). Volvimos a nuestros hoteles sin hablar una palabra, la dejé en el suyo, ni siquiera me bajé del taxi, tan sólo le abrí la puerta en silencio, echándola. Quería estar solo, salí a pasear, a comprar unos regalos para Marta y el niño ('La compensación por la espera o la embajada de una conquista o el apaciguamiento de una mala conciencia, quién sabe, llegaron demasiado tarde'), no quería volver a ver a Eva en mi vida, la vería en el avión de vuelta pero no teníamos por qué sentarnos juntos, no quería saber más de ella. Después de comer cualquier cosa regresé al hotel, hablé de negocios con el colega que tenía citado, fui incapaz de prestar atención a lo que me dijo, rumiaba lo mío, reconstruía las tres semanas en que había permanecido engañado, las discusiones, las amenazas, los preparativos, el viaje, qué tonto he sido, pensaba ('Y en realidad eso no debería dolemos tanto, es sólo un tiempo que se hace extraño, flotante o ficticio'). Eva me había llamado tres veces, no le devolví la llamada, no se me pasó por la cabeza llamar aquí, estaba demasiado alterado para hablar con Marta y prefería esperar, en mala hora, andaban ya todos buscándome, tú te habías llevado el papel con mis señas y nadie podía localizarme ('Oh, fue sin querer, involuntariamente, no se me debe tener en cuenta'). Salí de nuevo, mi agitación no cesaba o iba en aumento, me fui al centro en el metro, paseé más rato, compré más regalos, más tonterías, me metí en un cine de Leicester Square, no entiendo lo suficiente para seguir una película entera y mi cabeza estaba en otras cosas, rumiaba lo mío, me salí a la mitad, no regresé al hotel hasta las ocho y media, en el vestíbulo estaba esperándome Eva, cuánto tiempo llevaría, volvía a hojear una revista. Se puso en pie alzando un poco las manos a la altura de su pecho como para parar un golpe. 'Déjame hablar contigo', me dijo, 'por favor, por favor, déjame hablar contigo.' No había comido nada en todo el día, yo apenas tampoco, lo había pasado en su habitación encerrada, tenía los andares débiles y trazos de llanto, le dije que la escucharía pero que sería inútil, buscamos un sitio cercano en el que cenar, era algo tarde para Inglaterra, la Bombay Brasserie está abierta hasta tarde, cogimos un taxi y allá nos fuimos pero esta vez sin prosopopeya, como quien está desorientado en una ciudad nueva y regresa al único sitio que ya conoce. También hubo represalia, supongo, llevarla allí otra vez, repetir, la noche anterior yo me había desvivido, comprendes, había hecho el mayor esfuerzo. Esta vez no hicimos caso del piano ni de los camareros exóticos ni del escenario, pedimos por pedir, en realidad nos costaba probar bocado, pedimos cocktails, eso sí, bebimos, yo uno tras otro, bebí lo mío, me emborraché bien con ellos y con la cerveza india, entra rápida, no me iba a ser fácil dormir tampoco aquella noche. De haber sabido que Marta ya no vivía no habría detestado tanto a aquella enfermera, o es más, la habría perdonado seguramente. Me habría quedado tan sólo ella, comprendes, por el momento. Se tiene más comprensión con quien nos queda.

– ¿De qué hablaron? ¿Qué le dijo? Deán se levantó como movido por mis preguntas y volvió a su posición inicial, el codo apoyado en el estante, una postura decorativa, un hombre flaco, un hombre alto. Se le ensombreció aún más el gesto, el mentón enérgico pareció en fuga, se le endemoniaron los ojos de color cerveza como al irse del restaurante sin que Téllez le dejara pagar la cuenta, pero ahora no había la luz verdosa de ninguna tormenta, sólo luz eléctrica y fuera niebla, su luz es amarillenta o blanquecina o rojiza en la ciudad, depende.

– Nada, qué iba a decirme. Intentó aplacarme, me imploró, me explicó, trató de justificar lo que no era justificable, como si el amor que le tienen a uno lavara las cosas, hay quien cree que la intensidad de sus sentimientos es una garantía, los sentimientos exaltados se confunden con los procederes rectos. Tal vez yo lo habría visto así también si hubiera sabido lo que pasaba aquí, estaba atrasado de noticias.

– Ningún proceder es recto, nunca sabemos -me atreví a opinar yo, quizá impropiamente. Se me estaba pasando el efecto de la raya, no estaba ya tan alerta, al menos conmigo mismo.

– Sí, yo no puedo estar satisfecho del mío, ni tú del tuyo. -Deán me cogió otro cigarrillo y esta vez lo encendió sin demora, dio dos caladas seguidas, probablemente no era fumador y fumaba ahora por acompañar la actividad narrativa de algún gesto físico, el que cuenta no se mueve apenas. Eso pensé y así es como recuerdo su habla, tenía ideas y no sabía ordenarlas. Pero quién sabe hacerlo-. Se empeñó en explicar su proceso, el proceso de su pensamiento, no hacía falta, ya lo entendía. Veía que yo me alejaba o que lo iba intentando, no quería perderme, le entraba la desesperación sólo de imaginárselo, pensó en quedarse embarazada pero no era fácil, ya te he dicho que yo llevaba cuidado. No se fió de su propia carne para retenerme, un año es poco pero dos pueden ser suficiente para agotarla y que ceda. Dijo que se le partía el corazón cuando me veía impaciente por salir de su casa y volver a la mía, no había sido así al principio, cuando tenía que irme me lamentaba, es posible que fuera yo entonces el pegajoso, es verdad que me costaba despedirme de ella, eso era al poco de conocerla, apenas si lo recuerdo ahora ('Los besos del que se va a la puerta del que se queda, confundidos con los de anteayer y los de pasado mañana, la noche inaugural memorable fue sólo una y se perdió en seguida, engullida por las semanas y los repetitivos meses que la sustituyen'). Sé que fue así, pero no lo recuerdo. Ahora me veía distinto, irritado y seco, dijo, como si ella se hubiera convertido de pronto en una desconocida, causa perplejidad y desconsuelo que las cosas cambien tanto sin que uno cambie respecto a ellas ('No te conozco, no sé quién eres ni te he visto en mi vida, no vengas a pedirme nada ni a decirme dulzuras porque ya no soy el que fui, y tú tampoco lo eres; eso se dice siempre, después o antes'). Entonces se le ocurrió la comedia, pensó que también un aborto nos uniría, que yo admiraría su sacrificio y la tendría en mucho por su renuncia, y no era malo el razonamiento, seguramente así habría sido si yo hubiera tenido más aplomo y hubiera acabado de leer mis periódicos obedientemente sin moverme de aquel café, le había prometido que no me movería de allí por si me necesitaba y allí había estado durante más de una hora, haciendo como que leía pero pensando en ella y en la mano del médico en ella, y en los parecidos. Se me había hecho eterno y ella había estado leyendo revistas, no sé si lo entiendes. 'El que cuenta suele saber explicarse", pensé, 'contar es lo mismo que convencer o hacerse entender o hacer ver y así todo puede ser comprendido, hasta lo más infame, todo perdonado cuando hay algo que perdonar, todo pasado por alto o asimilado y aun compadecido, esto ocurrió y hay que convivir con ello una vez que sabemos que fue, buscarle un lugar en nuestra conciencia y en nuestra memoria que no nos impida seguir viviendo porque sucediera y porque lo sepamos.' También pensé: 'Hasta puede uno caer en gracia si cuenta'.

– Creo que entiendo lo que sintió, creo que puede entenderse -le dije.

– Cuando salimos del restaurante se desató una tormenta con viento, yo andaba vacilante por la bebida, ella por la desesperación de ver que sus explicaciones y ruegos no servían de nada ni me hacían mella, yo había contestado sólo con crueldad y sarcasmos. No me conmovieron, esa es la verdad, en aquel instante. Después… Pero no hubo tiempo. -Deán se quedó callado, no dije nada esta vez, en su pausa no había pregunta, ni siquiera implícita. Su cara fue entonces de ensimismamiento, podía esperarse de ella cualquier transformación o cualquier distorsión, sus ojos rasgados se dirigieron a mí pero no los sentí posados, era como si me bordearan o me pasaran por alto; abatió la barbilla insumisa, una espada sin filo-.


La detestaba -dijo-. La detestaba y sin embargo no habría sido lo mismo de haber sabido, es posible que hasta me hubiera enternecido con su comedia, habría sido indulgente. Pobre Eva, pobre Marta. -La distorsión o transformación anunciada fue hacia la piedad, acompañó a sus palabras-. Nos empapamos en pocos segundos, salimos al borde de la acera para coger un taxi, no había, era algo tarde para Inglaterra y en cuanto llueve desaparecen como en todas partes, el metro parecía cerrado y no nos acercamos a comprobarlo, caminamos unos pasos sin mucho sentido, tal vez alejándonos de nuestra dirección, hubo uno libre que no quiso parar al vernos, quizá nuestros andares débiles inspiraban desconfianza, yo creo que me tambaleaba en cuanto me detenía, me sentía más equilibrado andando, me protegía como podía con el cuello de mi abrigo subido, ella se cubrió la cabeza con su pañuelo inútilmente, un regalo mío, se le quedó pegado al pelo, todo mojado, por lo menos así no la despeinaba el viento. Quiso guarecerse bajo una marquesina y esperar, volví a cogerla de la muñeca y a tirar de ella, no la dejé cobijarse. La lluvia no era tan fuerte como el viento, caía sesgada, en la calle no había nadie. Se paró ante el semáforo un autobús de dos pisos rojo, iría a cerrar tras el último trayecto, su entrada sin puerta era una invitación a subir, Eva se desasió un momento y se montó en él de un salto, yo la seguí y subí también agarrándome a la barra cuando ya se ponía en marcha, no importaba mucho hacia dónde fuera, ella lo había visto como un refugio. Pagué los billetes al cobrador, un indio o un pakistaní, 'Hasta el final de la línea', le dije, era lo más sencillo, subimos al piso de arriba donde no había nadie, abajo un par de viajeros tan sólo, me pareció de reojo mientras subía por la escalera de caracol, a Eva la subí a empellones. 'Eres imbécil o qué, estás loca', le dije, 'no sabemos a dónde va esto.' 'Qué más da', contestó, 'cualquier cosa mejor que estar ahí en la calle con el vendaval. Cuando veamos una zona con más tráfico nos bajamos y ya encontraremos un taxi. O cuando llueva menos, estoy calada, qué querías, que cogiéramos una pulmonía.' Se sentó a la vez que se quitaba el pañuelo y se ahuecaba y se escurría un poco el pelo mojado, sacó un kleenex del bolso y se secó como pudo la cara y las manos, me ofreció uno, no lo quise, yo no me senté a su lado sino detrás de ella, como un gamberro que va a incordiar a su víctima, el viento me había encrespado más, también a ella un poco, el viento enloquece, de pronto se había atrevido a contestarme con malos modos. Olíamos a lana mojada, los abrigos, un olor asqueroso. El autobús de dos pisos avanzaba rápido bajo la lluvia como se avanza de noche, había escaso tráfico, con sus ruidos mastodónticos en los frenazos de las paradas o los semáforos, de vez en cuando rozaba las ramas de los árboles a nuestra altura ('La fronda'), como un latigazo a veces, como un tamborileo otras, cuando eran varias las ramas seguidas agitándose como brazos furiosos por el viento a su paso ('Y yo siempre me preguntaba cómo esquivaría ella las ramas de los árboles que sobresalían desde las aceras y restallaban contra las ventanillas altas como si quisieran protestar por nuestra velocidad y penetrar y rasgarnos', pensé, 'y este pensamiento no sé si es mío o de Marta Téllez, o si es más bien un recuerdo'). Eva se escurría sus cabellos rizados delante de mí como si fueran de tela, se lo había visto hacer en albornoz muchas veces al salir de la ducha en su casa. No se volvía, me daba la espalda ('La nuca'), tuve la idea de que adoptaba una actitud ofendida, quizá un cambio de táctica, ya no imploraba, o quizá creía que lo que había hecho no era tan grave e intentaba jugar otra mano cuando lo cierto era que no quedaban. Quizá pensaba que yo me había pasado en mi represalia y que ahora le tocaría pedir cuentas a ella por mi crueldad y mis sarcasmos y mis malos tratos de todo aquel día ('Todo se arruga o se mancha o maltrata'), por eso se había permitido contestarme airada. No lo pude soportar, fue la idea, cómo se atrevía, yo había estado pensando en ella y en los parecidos ('Y lo más intolerable es que se convierta en pasado quien uno recuerda como futuro'). Estaba bebido pero no es excusa, se puede estar bebido de tantas formas como se puede estar sobrio. Fue impremeditado pero fue voluntario, algo de conciencia hubo de lo que iba a hacer porque pensé que nadie me vería desde la calle ni desde abajo, hay un espejo circular convexo en los autobuses desde el que el cobrador puede ver lo que pasa arriba, pero para ello tiene que estar mirándolo y aquel indio o pakistaní no estaría mirando nada en ese último trayecto de la jornada, estaría exhausto y no hay curiosidad en el cansancio. Ahora hay algunos que llevan instalada una cámara para vigilar ese piso de arriba en vez del espejo, pero no la tenía este autobús, el 16 o el 15, no lo sé, u otro, volví la vista para comprobarlo, no había, por eso sé que pensé en mí mismo y en el después y en las consecuencias posibles ('Pensaste en mañana'), por eso sé que sabía qué hacía cuando le puse mis manos en la cabeza y se la apreté por los lados con gran violencia ('Apretaste mis pómulos y mis sienes, mis pobres sienes'), se la sujeté y apreté impidiéndole darse la vuelta, sus rizos húmedos bajo mis manos ('Mis manos grandes con sus dedos torpes y duros, mis dedos que son como teclas'), porque ahora sí quiso volverse y ya no podía, aún creyó un instante que era exageración o broma, aún tuvo tiempo de decirme irritada: 'Ay qué haces, estate quieto', y luego tuvo que sentir que iba en serio, le hice daño, le debí hacer mucho daño con mis pulgares en un par de segundos tan sólo, podía hundirle las sienes si seguía apretando, pero para que no gritara bajé rápidamente las manos hasta su nuca y su cuello también mojados ('Su nuca decimonónica por la que corrían estrías o hilos de cabello negro y pegado, como sangre a medio secar o barro'), y apreté también sobre el cuello, la presión brusca en las sienes casi la había hecho perder el sentido, no tenía fuerzas, no noté oposición apenas de sus manos que intentaron abrir las mías sin convencimiento ('Como los niños que nunca se oponen a los males veloces y sin paciencia que se los llevan sin el menor forcejeo'), quedaría tirada sobre el asiento de un autobús de Londres que continuaría su marcha nocturna contra el viento y la lluvia y en cambio yo me bajaría, no hay puerta que me lo impida ('Una muerte extranjera, una muerte horrible, y en una isla'), no le veía la cara, no veía sus ojos, sólo su nuca y su pelo mientras se iba muriendo en muy poco tiempo ('No sólo desaparece quien soy sino quien he sido, no sólo yo sino mi memoria entera, cuanto conozco y he aprendido y también mis recuerdos y lo que he visto, las mil y una cosas que pasaron ante mis ojos y a nadie importan y a nadie sirven y se hacen inútiles si yo me muero'). No sé si fue que el autobús frenó chirriando y se paró con un resoplido y eso me hizo frenar mis dedos como si mi acción dependiera del avance y el viento que no bate tanto sobre lo que se queda quieto. O quizá fue el miedo o un arrepentimiento que apareció simultáneamente con el acto que lo provocaba ('Un sí y un no y un quizá y mientras tanto todo ha continuado o se ha ido'). Aflojé de inmediato, retiré las manos, la solté de golpe sin quitarle la vida ('Pero es aún no, aún no, y mientras sea aún no puedo seguir pensando en la batalla diaria y mirando este paisaje extranjero, y haciendo planes para el futuro, y uno se puede seguir despidiendo'), me las metí en los bolsillos del abrigo en seguida como si quisiera ocultar o borrar lo que habían estado a punto de hacer y no habían hecho, los actos no son los mismos si no duran lo bastante en el tiempo, dependen de sus efectos ('El hilo de la continuidad no interrumpido, mi hilo de seda aún intacto pero sin guía: un día más, qué desventura, un día más, qué suerte'), Eva estaba viva en vez de estar muerta ('Y no sé en qué consiste lo uno y lo otro, ahora no entiendo bien esos términos'), me levanté, di la vuelta para verla de frente, la miré desde mi estatura, el descuido le había entreabierto las piernas, alzó hacia mí su cabeza maltratada y dañada, me miró un momento y en sus ojos vi pintada mi cara y la noche oscura, la depresión y la lástima y el abatimiento más que el miedo o la resistencia ('Sin la consolación de la incertidumbre, que no puede ser retrospectiva a veces aunque el presente recién transcurrido se aparezca al instante como pasado lejano'), como si más que su posible muerte que había visto tan cerca lamentara que yo entre todos los vivos hubiera podido intentarla y quererla ('El desprecio del muerto hacia su propia muerte frente a la miserable superioridad de los vivos y nuestra provisional jactancia: permanezco demasiado tiempo a tu lado, mi dulce niño, te canso'). Y entonces salió corriendo escaleras abajo con sus tacones altos que se había puesto para ir a esperarme a mi hotel y rogarme, bajó la escalera de caracol corriendo para saltar antes de que el autobús reanudara su marcha, no sé dónde estábamos ni qué calle era, yo no la seguí, sólo abrí una ventanilla por la que entró una ráfaga con su lluvia sesgada y me asomé para verla saltar ('Y aún sigo viendo el mundo desde lo alto'), el autobús ya arrancaba y cogía impulso cuando desde la ventanilla trasera a la que me trasladé en seguida vi su abrigo y sus zapatos ya nada infantiles sobre el asfalto y la vi intentar atravesar la calle confundida y huyendo de mí que podía ir tras ella para seguir matándola, o tal vez de la pena de lo que había sentido y visto. Lo intentó sin mirar, aún tapada por mi autobús que se iba y no llegó a hacerlo, no cruzó a la otra acera porque la embistió un taxi negro con transpontines que venía lanzado del otro lado, el tráfico de Londres en sentido inverso, un taxi Austin como un rinoceronte o un elefante. Desde la ventanilla de atrás lo vi con mis propios ojos mientras me alejaba, vi el golpe tremendo, le dio tan de lleno que salió despedida no hacia arriba sino en sentido recto a la altura del morro que la atropellaba, y vi cómo el taxi no podía frenar ni siquiera después del choque y le pasaba por encima tras su inmediata caída sobre la calzada. Un golpe mortal, fulminante, del que no se enteró mi autobús o no quiso enterarse, hizo amago de frenar un instante tras el estrépito pero no se detuvo, continuó su marcha cogiendo velocidad a cada metro, quizá no lo oyeron el conductor ni el indio tan soñolientos, o quizá sí y pensaron que se les haría demasiado tarde para cerrar si se veían involucrados en un accidente que no habían visto y en el que su vehículo no había tenido parte. Lo último que vi antes de que el autobús tomara una curva y yo perdiera esa perspectiva fue al taxista y a sus pasajeros que por fin paraban y abrían sus puertas y corrían hacia el cadáver. La mujer y el hombre se protegían de la lluvia con un periódico, el taxista ya sabía que aquello era un cadáver, porque llevaba en las manos una especie de manta con la que iría a cubrirlo, también la cara, pensé que no se mojaría ya más por lo menos ('Pero empezaría en cambio el olor a metamorfosis')- Yo no hice nada, quiero decir que no me bajé en la siguiente parada o semáforo para retroceder y confirmar lo que ya sabía o acompañar a Eva muerta y ayudar en los trámites. Lo habría hecho de haber sabido, pero aún no sabía lo que había pasado aquí casi veinte horas antes. Pero no, no es verdad, tampoco me habría bajado en ese caso. Me había desentendido. Yo no la había matado en sentido estricto, había sido el taxi, pero lo había buscado y querido un minuto antes y ahora estaba ya hecho, por mi voluntad indecisa aunque no por mi mano ('No murió por sí sola', pensé, 'y el hecho de que alguien muera mientras sigue uno vivo le hace a uno sentirse como un criminal durante un instante o durante una vida, qué maldición, ahora tendré que recordar también ese nombre del que ni siquiera conozco el rostro: Eva García Valle'). O quizá fue su voluntad satisfaciendo a la mía para no estar de sobra ('La voluntad que se hace a un lado y se cansa y al retirarse nos trae la muerte, como si el mundo ya no nos soportara y tuviera prisa por expulsarnos'). En aquellos momentos mientras me alejaba y ya no vi más pensé sobre todo que nadie sabía que ella estaba conmigo. Los billetes comprados por separado, los hoteles distintos y en el hospital no la habían inscrito porque no hubo causa ('Y el asesinato o el homicidio simplemente sumado como si fuera un vínculo insignificante y superfluo -hay tantos otros- con los crímenes que ya se olvidaron y de los que no hay constancia, y con los que se preparan, de los que sí la habrá, pero sólo para dejar de haberla'). Su muerte era la de una turista del continente que una vez más no miró en la dirección adecuada en Londres tras bajar de un autobús por la izquierda e ir a cruzar una calle olvidándose del tráfico inverso ('La muerte ridicula, la muerte improbable de quien está en la ciudad solamente de paso, como a quien le aplasta o siega la cabeza el árbol que troncha un rayo en una gran avenida durante la tormenta, a veces ocurre y nos limitamos a leer sobre ello en los periódicos entre risas'). No tenía nada que ver conmigo, una desconocida, tiré su billete de autobús por la ventanilla, el pakistaní no recordaría que yo lo había pagado junto con el mío. Ni siquiera tendría por qué recordarla a ella. Y además yo no había hecho nada, nadie había hecho nada, un mero accidente, una desgracia. Allí estaba su pañuelo dejado sobre el asiento, aún empapado. Aún olía a ella, a su pelo negro ('Queda el olor de los muertos cuando nada más queda de ellos. Queda cuando aún quedan sus cuerpos y también después, una vez fuera de la vista y enterrados y desaparecidos: sea yo plomo en el interior de tu pecho, pese yo mañana sobre tu alma, sangrienta y culpable'). Me lo guardé en el bolsillo del abrigo, aún lo tengo. -Deán se quedó callado, añadió en seguida-: Eso fue lo que me pasó, no sé si me entiendes.

'Todo se contagia muy fácilmente, de todo podemos ser convencidos, la razón puede dársenos siempre y todo puede contarse si se ve acompañado de su exaltación o su excusa o su atenuante o su mera representación, contar es una forma de generosidad, todo puede suceder y todo puede enunciarse y ser aceptado, de todo se puede salir impune, o aún es más, indemne. Nadie hace nada convencido de su injusticia, no al menos en el momento de hacerlo, contar tampoco, qué extraña misión o tarea es esa, lo que sucede no sucede del todo hasta que no se descubre, hasta que no se dice y se sabe, y mientras tanto es posible la conversión de los hechos en mero pensamiento y en mero recuerdo, en nada. Pero en realidad el que cuenta siempre cuenta más tarde, lo cual le permite añadir si quiere, para alejarse: "Pero he dado la espalda a mi antiguo yo, ya no soy lo que fui ni tampoco el que fui, no me conozco ni me reconozco. Y yo no lo busqué, yo no lo quise." Y a su vez el que escucha puede escuchar hasta el fin y aun así decir la que es siempre la mejor respuesta: "No sé, no me consta, ya veremos."'

– Creo que sí. ¿Qué pasó luego? -dije-. Debo irme yendo, voy a irme yendo.

Deán no se había movido desde hacía rato. Al preguntarle yo esto se ajustó el nudo de la corbata y empezó a bajarse con lentitud las mangas de la camisa, como si se preparara para ponerse una chaqueta y fuera a ser él quien se fuese. Era yo quien tenía que irme. 'Me voy a ir', pensé, `ya he oído y no voy a olvidarme.'

– Me bajé en un semáforo ya lejos del accidente, en una zona con más tráfico. No quedaba ningún viajero en el autobús, lo vi de reojo durante el segundo en que el piso de abajo apareció ante mi vista, entre los últimos peldaños de la escalera y mi salto a la calle. Me quedé en la acera, seguramente el cobrador no se dio ni cuenta de que todavía se apeaba alguien en lugar indebido. Encontré sin dificultad un taxi y me fui al hotel, dejó de llover durante el trayecto, también amainó el viento y a mí se me había pasado la borrachera de los cocktails indios. Subí a mi habitación, no había habido recados, encendí la televisión y la miré unos minutos alternando canales, no entendía apenas lo que decían, así que me levanté de la cama y subí la ventana y me acodé en el alféizar y miré largo rato por ella a pesar del frío, no sé cuánto rato ('Mira Deán por su ventana de guillotina invernal a través de la oscuridad ya veterana de la noche de Londres, hacia los edificios de enfrente o hacia otras habitaciones del mismo hotel, la mayoría a oscuras, hacia el cuarto abuhardillado y con luz de una criada negra que se desviste tras la jornada quitándose cofia y zapatos y medias y delantal y uniforme y luego se lava la cara y las axilas en un lavabo, también él ve a una mujer medio vestida y medio desnuda, pero a diferencia de mí él no la ha tocado ni la ha abrazado ni tiene nada que ver con ella, que antes de acostarse se lava un poco por partes británicamente en el mísero lavabo de los cuartos ingleses cuyos ocupantes deben salir al pasillo para compartir la bañera con los demás del piso. Deán no la huele desde su ventana alejada y alta pero puede conocer ya su olor, quizá se cruzó con ella por ese pasillo o en las escaleras con sus pasos ya envenenados, el día anterior o esa tarde. Oye los timbrazos del teléfono de su habitación que resuenan y sobresaltan a través de la noche a esa empleada medio vestida y medio desnuda y la hacen tomar conciencia de que puede ser vista, da unos pasos en sostén y bragas hasta su ventana y la abre y se asoma un momento como para comprobar que al menos nadie está trepando por ella, y entonces la cierra y corre las cortinas con mucho cuidado, nadie debe verla en medio de su desolación o fatiga o abatimiento, ni medio vestida ni medio desnuda ni tampoco sentada a los pies de la cama con las mangas del uniforme vueltas enganchadas en las muñecas, quizá ya fue vista así sin que ella se diera cuenta mientras se peinaba el cabello y canturreaba algo irreconocible o su lamento fúnebre como una banshee todavía joven, el canturreo de la fatigada y calumniada muerte haciendo un vaticinio sobre el pasado, el paso del tiempo es descabezado. Todo esto no lo sé, no me consta, ya veremos o más bien nunca sabremos, Marta muerta no sabrá nunca qué fue de su marido en Londres aquella noche mientras ella agonizaba a mi lado, cuando él regrese con sus regalos no estará ella para escucharlo ni para recibirlos, para escuchar el relato que él haya decidido contarle, tal vez ficticio y muy distinto del que yo he escuchado. La muerta que lo frecuenta y acecha y lo revisita es otra, su muerta que mora en su pensamiento como habita la mía en el mío igual que un latido incesante en la vigilia o el sueño, su desdichada mujer y su desdichada amante mezcladas y alojadas ambas en nuestras cabezas a falta de lugares más confortables, debatiéndose contra su disolución y queriendo encarnarse en lo único que les resta para conservar la vigencia y el trato, la repetición o reverberación infinita de lo que una vez hicieron o de lo que tuvo lugar un día:

Íinfinita, pero cada vez más cansada y tenue. Y su muerta, como la mía, no habita en el pasado desde hace mucho ni fue poderosa ni una enemiga, pero su grado de irrealidad va en aumento'). Hasta que sonó el teléfono -dijo Deán-, y me dio la noticia. Habían pasado unas veinte horas. Hay cosas que uno debe saber en seguida para no andar por el mundo ni un solo minuto en una idea tan equivocada que el mundo es otro por ellas ('Vivir en el engaño es fácil y nuestra condición natural', volví a pensar, 'y en realidad eso no debería dolemos tanto: seguirás oyendo la voz de Vicente que afeita, seguirás tratándolo').

– Me voy a ir. -Y ahora lo dije. Había dicho esos verbos otra vez en esa casa, pero nunca el último. Nunca dije a nadie 'Me voy', nunca lo dije.

Mientras me ponía la bufanda y la gabardina junto a la entrada miré disimuladamente hacia el pasillo y hacia la puerta abierta de la habitación a oscuras del niño, no creía que Deán fuera a quedárselo. Tendría que llamar mañana a la que ahora era hermana mayor y menor, miré el reloj, no era demasiado tarde, tal vez estaría justificado llamarla esta misma noche al regresar a casa y dar un paso todavía inocente, al fin y al cabo yo podía ser el marido brumoso que aún no había llegado y que formaría parte de su mundo de vivos tan inconstantes. Y ese niño podría venir con nosotros, no creía que Deán fuera a quedárselo. En ese caso los aviones vendrían con él aunque hubieran pertenecido a su padre en la remota infancia, yo nunca tuve tantos, qué envidia, cazas y bombarderos de la Primera y Segunda Guerra Mundial mezclados, alguno de la de Corea y también alguno de nuestra guerra que atacó o defendió Madrid hace ya siglos. Cuando las cosas acaban ya tienen su número y el mundo depende entonces de sus relatores, pero por poco tiempo y no enteramente, nunca se sale de la sombra del todo, los otros nunca se acaban y siempre hay alguien para quien se encierra un misterio. Ese niño no sabrá nunca lo que ha sucedido, se lo ocultarán su padre y su tía y se lo ocultaré yo mismo y no tiene importancia porque tantas cosas suceden sin que nadie se entere ni las recuerde, o todo se olvida y prescribe. Y cuan poco va quedando de cada individuo en el tiempo inútil como la nieve resbaladiza, de qué poco hay constancia, y de ese poco tanto se calla, y de lo que no se calla se recuerda después tan sólo una mínima parte, y durante poco tiempo: mientras viajamos hacia nuestra difuminación lentamente para transitar tan sólo por la espalda o revés de ese tiempo, donde uno no puede seguir pensando ni se puede seguir despidiendo: 'Adiós risas y adiós agravios. No os veré más, ni me veréis vosotros. Y adiós ardor, adiós recuerdos'.


Enero de 1994

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