'¿Qué, cómo va la conducción?', me preguntó Victoria después del nuevo silencio. '¿Entrenándote para la Fórmula 1 o es que todavía te estás pensando hasta dónde quieres que vayamos? ¿Quieres que te mire el mapa? A lo mejor te has perdido.' Y abrió la guantera para subrayar con un gesto su comentario.

'No tengas prisa que todo este rato ya me lo debes', respondí yo malhumorado y cerrándole la guantera de un golpe. 'Y no te quejes, que mejor estás aquí que pasando frío ahí en la esquina. ¿Cuánto rato llevabas sin que te cogiera nadie?'

'Eso a ti no te importa, yo no hablo de mi trabajo. Si además de hacerlo tengo que hablar de él, ya me contarás tú el plan.' Masticaba su chicle con fuerza y abrí un poco mi ventanilla para disipar el olor a menta, que se había mezclado con el de su perfume agradable, no era el habitual de Celia.

'Ya, no quieres hablar de tu trabajo ni de tu familia ni de nada: lo que hace tener la pasta ya en el talego sin habérsela ganado.'

'No es eso, tío', contestó ella, 'si quieres te la devuelvo y me la das cuando terminemos. Lo que pasa es que no estoy aquí para ilustrarte, cada cosa en su sitio, ojo.'

'Tú estás aquí para lo que yo te diga.' Me sorprendí a mí mismo diciéndole eso, a Victoria o a Celia, tanto daba. Los hombres tenemos la capacidad de meter miedo a las mujeres con una mera inflexión de la voz o una frase amenazadora y fría, nuestras manos son más fuertes y aprietan desde hace siglos. Es todo chulería.

'Vale, vale, no te me pongas borde', dijo ella en tono conciliador; y sirvió para apaciguarme ese 'me', porque me hizo sentirme un poco suyo.

'La que está borde eres tú desde que te has montado en el coche. Tú sabrás lo que te ha pasado con tu anterior cliente.' Me pareció que nos estábamos deslizando hacia una discusión conyugal o adolescente absurda. Añadí en seguida: 'Pero perdona, no te gusta hablar de tu trabajo, la señorita guarda el secreto profesional'.

'¿A que a ti no te gusta hablar del tuyo?', contestó la puta Victoria. 'A ver, ¿a qué te dedicas?'

'No me importa hablar de ello. Soy productor de televisión', mentí de nuevo, aunque con precaución, ya que conozco a varios y podía representar perfectamente su papel ante una puta. Esperé que ella me preguntase qué programas había hecho o me pidiera una prueba, pero no me creyó, así que no hizo nada de eso (quizá no me creyó porque era Celia, y en ese caso sabía).

'A estas horas de la noche lo que tú digas', dijo, 'aquí estamos para complaceros, tú lo has dicho.'

Ahora sí decidí meterme por las calles tranquilas y diplomáticas que ella me había sugerido al principio, buscar un hueco para aparcar el coche. Lo encontré en Fortuny, no lejos de la embajada alemana, que parecía deshabitada a aquellas horas, la luz de la garita apagada, tal vez el vigilante veía así mejor en la noche y no era visto sobre todo. Dejamos atrás a dos travestidos inconfundibles en la esquina de Eduardo Dato, aguardaban sentados en un banco de madera aún húmeda bajo los árboles, rodeados de hojas amarillas caídas y amontonadas, como si hubieran ahuyentado a un barrendero en medio de su faena.

'¿Cómo os lleváis con esos?', le pregunté a Victoria tras apagar el motor y señalando con el pulgar hacia atrás. Ahora habíamos utilizado ambos un plural que nos despersonalizaba.

'Y dale', dijo ella. Pero esta vez contestó, había que borrar la acritud aunque fuera mínimamente, no se puede establecer un contacto físico con acritud, por muy convenido y codificado y pagado que esté ese contacto: 'Bien, aunque estemos en la misma zona no coincidimos. Para pescar esa esquina es suya, pero si una noche no viene ninguno nos podemos poner nosotras, y si aparecen nos vamos. No hay problemas, los problemas son siempre con los clientes'.

'Qué pasa, que nos ponemos bordes.'

'Algunos dais miedo', contestó Victoria. 'Algunos sois unos bestias.'

'¿Yo te doy miedo?', pregunté estúpidamente, pues al decirlo estuve seguro de que ninguna de las dos respuestas posibles me agradaría. No podía darle miedo si era Celia, pero ella actuaba como si no lo fuera. Yo me comportaba como yo mismo en cambio, dejando de lado las pequeñas mentiras, o ni siquiera hacía falta dejarlas de lado.

'De momento no, pero a ver por dónde me sales', respondió ella con una especie de término medio, como si me hubiera adivinado el fugaz pensamiento, o no llegaba a ser tanto. Y de nuevo me incluyó en su 'me', con el que me iba ganando. '¿Qué quieres, un francés?' Y a la vez que decía esto se sacó su chicle de la boca y lo sostuvo entre los dedos sin decidirse a tirarlo. En esa masa minúscula estarían las huellas de sus muelas, que es lo que sirve para reconocer a un cadáver sin lugar a dudas, si se encuentra al dentista del muerto.

'¿No te da miedo subirte al coche de un desconocido una vez y otra?', insistí yo, y ahora lo pregunté realmente preocupado por Celia y también por Victoria, pero por Victoria menos. 'Nunca sabrás lo que vas a encontrarte.'

'Claro que me da miedo, pero a ver, no lo pienso. ¿Por qué, tengo que tenerte miedo?' En su voz hubo un poco de alarma, vi que me miraba las manos, las tenía aún sobre el volante. De pronto le había desaparecido todo sarcasmo, la idea del miedo le había traído ese miedo, y mi insistencia. Qué fácil meter una posibilidad o una aprensión o una idea en la cabeza de otra persona, todo se contagia muy fácilmente, de todo podemos ser convencidos, a veces basta un gesto de asentimiento para lograr los propósitos, hacer como que uno sabe, o sospechar la sospecha del otro sobre nosotros para descubrirnos sin querer por miedo y revelar lo que íbamos a mantener secreto. Celia o Victoria tenía ahora miedo de mí y entendía a Victoria, pero cómo podía tenerlo Celia. O quizá sí podía, si sospechaba que yo sospechaba que se estaba vengando de mí con sus parentescos no consanguíneos que me imponía y me había impuesto sin mi consentimiento ni mi conocimiento. Pero cómo puede haber consentimiento. Quizá iba a emparentarme conmigo mismo, a Javier con Víctor, y ahí sí habría consentimiento.

'No, claro que no', dije riendo. Pero no sé si bastó, una vez introducido el temor en su mente; las mujeres saben que cuanto logran ante los hombres son sólo concesiones de éstos -una renuncia voluntaria a su fuerza, el pasajero descanso de su autoritarismo- y que éstos pueden retirarlas en cualquier instante.

'¿Entonces por qué me preguntas si no me da miedo subirme al coche de un desconocido cuando eso es lo que acabo de hacer contigo?' La había sobresaltado la intrusión de ese miedo, trataba de sacudírselo antes de que se aposentara. Se metió el chicle otra vez en la boca, había hecho bien en no tirarlo. 'Son ganas de joder, también tú eres un desconocido, qué te crees.'

Por qué afirmaba lo que era evidente si yo era yo y ella era Victoria, me pregunté. Ahora le veía la cara de frente, mal iluminada por un farol bajo de luz amarillenta que tapaban o tamizaban las ramas, el rostro de Celia pero no su nombre. Celia tenía entonces veinticinco años y Victoria aparentaba quizá algunos más, veintiocho o veintinueve, como si fuera una premonición a corto plazo de Celia que no se ha cumplido, el anuncio de sus primeras arrugas y del cansancio y el pánico instalados en su mirada, el vaticinio de su vida arruinada o tal vez sólo una mala racha, el maquillaje exagerado para una joven tan joven y la ropa que más que cubrir subrayaba, los pechos acentuados y alzados por aquel body blanco, las piernas al descubierto con la mínima falda hecha un guiñapo de tanto sentarse en los asientos de copiloto de los indiferenciables coches nocturnos, y tal vez luego arrodillarse y aun ponerse a cuatro patas; la expresión asustada o acida según los momentos, suprimida o disimulada deliberadamente su simpatía, aquella mujer me había hecho gracia durante mucho tiempo y en aquellos instantes volvía a hacérmela con su impermeable lustroso y su boca incesante y sus malos modos, en sus ojos pintada la noche oscura y también el miedo a mis manos y a mi deseo y a mis inminentes órdenes, qué desgracia saber tu nombre aunque ya no conozca hoy tu rostro y aún menos lo conozca mañana. Le puse en el muslo la mano temida, toqué la franja de piel entre la media y la falda, acaricié esa franja.

'¿Lo soy?', le dije, y con la otra mano le cogí la barbilla y le volví la cara, obligándola a mirarme muy de frente. Ella bajó los ojos instintivamente y yo le dije: 'Mírame, ¿no me conoces? Dime que no me conoces'. Se zafó de mi mano con un movimiento del mentón y dijo:

'Oye, qué te pasa, yo a ti no te he visto en mi vida. Así sí que me vas a dar miedo. Mira, no es fácil acordarse de todo el mundo, pero contigo estoy segura de que no he estado antes, y no sé si voy a estar a este paso. Pero qué te ha dado'.

'¿Cómo puedes estar segura? ¿Cómo sabes que no has estado conmigo? Tú misma lo has dicho, no es fácil acordarse de todo el mundo, para alguien como tú se mezclarán las caras, o a lo mejor haces lo posible por no mirarlas ni verlas y así poder imaginarte siempre que estás con el mismo hombre, con tu novio, o con tu marido, a lo mejor estás casada, o lo has estado.'

'Tú te crees que si estuviera casada estaría aquí, estás listo. Y además es al revés, a todos os miramos muy bien por delante y por detrás, para no repetir si os habéis puesto bestias o si hay mal rollo. La primera vez con un tío te puede ocurrir cualquier cosa, pero a la segunda es de pardillo. A los tíos se os ve a la primera por dónde vais. Así que venga, dime por dónde vas tú y acabemos.' El tono de la última frase fue conciliador de nuevo pese a la impaciencia de las palabras.

'Hay mal rollo conmigo', dije.

'Muy bueno no lo estás haciendo, hablando del miedo y de si me das miedo y de si te conozco.'

'Lo siento', dije.

Hubo un silencio. Ella lo aprovechó para quitarse el impermeable -fue otro gesto de conciliación-, no lo tiró al asiento de atrás de cualquier manera, sino que lo dobló y dejó cuidadosamente, como si estuviera en el cine. No llevaba sostén, Celia lo llevaba siempre.

'Mira', dijo, 'andamos todas un poco histéricas por esta zona. Hace cosa de un mes se cargaron a un chiquito que habían cogido en Hermanos Bécquer, ahí mismo donde tú me has cogido. Por eso ya no se ponen ahí los travestis, les da mal fario y nos han cedido la esquina. Hasta que nos pase algo a alguna, y entonces nos largaremos, hay mucha superstición con lo del territorio. Era un chiquito muy joven, muy delicado, muy niña, no como esos tiorros', y señaló con el pulgar hacia atrás como yo había hecho antes, 'parecía de verdad una chica. Llevaba poco tiempo, recién llegado de un pueblo de Málaga. Se montó en un Golf como este sólo que blanco, se vino a una de estas calles a mamársela al hijoputa, y a la mañana siguiente lo encontraron tirado en la acera con la cabeza aplastada y la boca llena. Apenas si todavía sabía andar con tacones, el pobre, tendría dieciocho años. ¿Y qué pasa? Que a la noche siguiente tenemos que salir otra vez y olvidarnos de eso, porque si no no salimos, ni nosotras ni ellos. Así que no están las cosas para que me vengas tú con el miedo y que si te conozco o no te conozco, no sé si me entiendes.'

No podía ser Celia, pensé; Ruibérriz o sus amigos habrían visto a esta puta Victoria idéntica a ella y habrían querido pensar que se trataba de ella, y quizá habrían creído acostarse con Celia pagándole, si lo habían hecho con Victoria. No podía haber cambiado tanto en los demás aspectos, no podía ser ella; a menos que estuviera fingiendo a las mil maravillas, inventando historias truculentas para asustarme y hacer que me preocupara aún más, hasta el punto de querer salvarla de aquella vida y aquellos peligros volviendo a su lado para que no tuviera que estar aquí ni en ningún local ni en Hermanos Bécquer de tan mala suerte (ella lo había dicho: 'Tú te crees que si estuviera casada estaría aquí, estás listo'). No había leído nada en los periódicos sobre aquel travestido niña con la cabeza aplastada contra la acera, suelo detenerme en este tipo de noticias por mi trabajo. Celia era algo novelera y algo mentirosa, pero no hasta esos extremos ni solía fabular desgracias, su carácter es optimista y ufano. Sin embargo, pensé, si ella era ella llevaría en efecto un tiempo ejerciendo de puta y ya lo sería por tanto, habría conocido el medio y no tendría por qué inventar nada, y eso explicaría su talante más agrio y su léxico más abrupto y su dicción más áspera, todo se contagia. En realidad no estaría fingiendo. Cómo era posible que tuviera dudas, cómo era posible que no estuviera seguro de si estaba con mi mujer o con una puta (con mi mujer hecha puta o con una puta sentida como mi antigua esposa), había vivido con ella durante tres años y la había tratado durante uno más antes, me había despertado y acostado con ella a diario, la había visto desde todos los ángulos y conocía todos sus gestos y la había oído hablar durante infinitas horas bajo todos los humores imaginables -la había mirado sobre la almohada a los ojos en otros tiempos-, hacía sólo cuatro o cinco meses que no la veía, aunque la gente puede cambiar mucho en ese tiempo si ese tiempo es anómalo y de enfermedad o sufrimiento o de negación de lo que hubo antes. Lamenté de pronto que no tuviera ninguna cicatriz o mella o lunar muy visible, de haber sido así me la habría llevado a casa para desnudarla entera, aun a riesgo de tener certeza con ello. O quizá es que no recordaba en su cuerpo esas señales que identifican, uno es olvidadizo y no se fija nunca mucho en nada, para qué hacerlo si nada es como es porque nada está quieto en su ser y perseverando, nada dura ni se repite ni se detiene ni insiste, y la única solución a eso es que todo acabe y no haya nada, lo cual no le parecía al Único mala solución a veces, según dijo con nihilismo; y en cambio todo viaja incesantemente y encadenado, unas cosas arrastrando a las otras e ignorándose todas, todo viaja hacia su difuminación lentamente nada más ocurrir y hasta mientras acontece, y hasta mientras se lo espera y aún no sucede, y se recuerda como pasado lo que aún es futuro y tal vez acabe por no cumplirse, se recuerda lo que no ha sido. Todo viaja menos los nombres, verdaderos o falsos, que se quedan para siempre grabados en la memoria como en las lápidas, León Suárez Alday o Marta Téllez Ángulo, habrán ya inscrito el nombre de Marta y no será distinto del de 1914. Yo habría sabido que Victoria era Celia si Victoria me hubiera respondido 'Celia' cuando le pregunté su nombre, y puede que entonces yo le hubiera contestado 'Víctor' al preguntarme ella el mío. Y en ese caso nos habríamos reconocido y quizá abrazado y no habríamos ido a la calle Fortuny bajo los árboles aún frondosos y un farol amarillo sino a nuestra antigua casa que ahora es sólo la suya o a la nueva mía, y nada de esto estaría ocurriendo en mi coche ni yo le daría miedo.

'Sí te entiendo. Disculpa', dije. '¿Conocías mucho a ese chico?'

'No, sólo de vista un poco, dos o tres veces por la zona, había cruzado con él algunas frases. Arrastraba sus tacones altos como si agarrara con los pies los zapatos, por la falta de costumbre o a lo mejor por enfermedad, parecía frágil y andaba muy despistado. Era muy mono, muy tímido, bastante educado, daba siempre las gracias cuando preguntaba algo.' Victoria se quedó pensativa un instante y se acarició con el índice el extremo de una ceja, como hacía Celia Ruiz Comendador cuando en medio de una discusión o un relato se paraba a reflexionar sus siguientes palabras, o las buscaba para bien elegirlas. La coincidencia, sin embargo, no me pareció decisoria en aquel momento. 'Era ese tipo de persona que, si bien se mira, es normal que no haya vivido mucho. Se las ve a la legua, parece que estén de sobra, como si el mundo no las soportara y tuviera prisa por expulsarlas. Pero entonces sería mejor que no nacieran. Porque la realidad es que nacen y están ahí, y es horrible que la gente que uno conoce se muera, aunque la conozca poco, no se comprende que ya no exista quien ha existido. Yo no lo comprendo al menos. Se hacía llamar Franny, supongo que se llamaría Francisco. Menuda muerte.' Ahora Victoria me mostró su nuca al volver el rostro hacia la calle, se quedó mirando hacia la acera de la calle Fortuny junto a la que estábamos aparcados, tal vez imaginaba el cráneo deshecho de aquel travestido niña sobre ese mismo suelo o sobre alguno cercano. 'La muerte horrible y la muerte ridicula', pensé, 'la cabeza entre los muslos en el penúltimo instante, y el desprecio del muerto hacia su propia muerte. Qué maldición, ahora tendré que recordar también ese nombre cuyo rostro ni siquiera conozco: Franny'; o así lo imaginé yo escrito, por mis lecturas. También me quedé callado mientras lo pensaba, apoyado en el volante un codo y frotándome con el pulgar bajo los labios. Pero fue poco tiempo. Quizá nos observaban de lejos, desde la garita de la embajada alemana a oscuras.

'Qué te parece si vamos un poco al asiento de atrás', le dije a Victoria para sacarla de la ensoñación e interrumpir aquel otro gesto de su dedo índice. Le puse la mano en el hombro, luego le acaricié la nuca. 'Aún te tienes que ganar tu dinero', y señalé su bolso.

Ella me miró y se sacó el chicle. Esta vez abrió la ventanilla y lo tiró a la acera.


Es cansado moverse en la sombra y espiar sin ser visto o procurando no ser descubierto, como es cansado guardar un secreto o tener un misterio, qué fatiga la clandestinidad y la permanente conciencia de que no todos nuestros allegados pueden saber lo mismo, a un amigo se le oculta una cosa y a otro otra distinta de la que el primero está al tanto, se inventan para una mujer historias complejas que luego hay que rememorar para siempre en detalle como si se hubieran vivido, a riesgo de delatarse más tarde, y a otra mujer más nueva se le cuenta la verdad de todo excepto aquellas cosas inocuas que nos dan vergüenza de nosotros mismos: que somos capaces de pasarnos horas viendo en la televisión partidos de fútbol o degradantes concursos, que leemos tebeos siendo ya adultos o nos echaríamos al suelo a jugar a las chapas si tuviéramos con quién hacerlo, que nos pierden las timbas o nos gusta una actriz que reconocemos odiosa y hasta ofensiva, que tenemos un humor de perros y fumamos al levantarnos o que fantaseamos con una práctica sexual que se considera aberrante y no nos atrevemos a proponerle. No siempre se oculta por el propio interés o por miedo o por haber cometido una verdadera falta, no siempre por la salvaguarda, tantas veces es por no dar un disgusto o no aguar la fiesta y por no hacer daño, otras es por mero civismo, no es de buena educación ni civilizado darse a conocer del todo, no digamos enseñar las manías y lacras; a veces son los orígenes lo que se calla o falsea porque casi todos habríamos preferido una ascendencia distinta por alguno de nuestros cuatro costados, la gente esconde a sus padres y abuelos y hermanos, a sus maridos o a sus mujeres y a veces hasta a sus hijos más parecidos o proclives al cónyuge, silencia alguna fase de su propia vida, abomina de su juventud o niñez o de su edad madura, en toda biografía hay un episodio ultrajante o desolado o siniestro, algo o mucho -o es todo- que para los demás es mejor que no exista, para uno mismo mejor fingirlo. Nos avergonzamos de demasiadas cosas, de nuestro aspecto y creencias pasadas, de nuestra ingenuidad e ignorancia, de la sumisión o el orgullo que una vez mostramos, de la transigencia y la intransigencia, de tantas cosas propuestas o dichas sin convencimiento, de habernos enamorado de quien nos enamoramos y haber sido amigo de quienes lo fuimos, las vidas son a menudo traición y negación continuas de lo que hubo antes, se tergiversa y deforma todo según va pasando el tiempo, y sin embargo seguimos teniendo conciencia, por mucho que nos engañemos, de que guardamos secretos y encerramos misterios, aunque la mayoría sean triviales. Qué cansado moverse siempre en la sombra o aún más difícil, en la penumbra nunca uniforme ni igual a sí misma, con cada persona son unas zonas las iluminadas y otras las tenebrosas, van variando según su conocimiento y los días y los interlocutores y las ambiciones, y nos decimos constantemente: 'Ya no soy lo que fui, he dado la espalda a mi antiguo yo'. Como si llegáramos a creernos que somos otros de los que creíamos ser porque el azar y el descabezado paso del tiempo van variando nuestra circunstancia externa y nuestros ropajes, según dijo el Solo aquella mañana cuando se puso a expresar sus ideas sin orden. Y añadió: 'O son los atajos y los retorcidos caminos de nuestro esfuerzo los que nos varían y acabamos creyendo que es el destino, acabamos viendo toda nuestra vida a la luz de lo último o de lo más reciente, como si el pasado hubiera sido sólo preparativos y lo fuéramos comprendiendo a medida que se nos aleja, y lo comprendiéramos del todo al término'. Pero también es cierto que a medida que pasa el tiempo y nos hacemos viejos es menos lo que se oculta y más lo que recuperamos de lo que fue una vez suprimido, y es sólo por la fatiga y la pérdida de la memoria o la vecindad de ese término, la clandestinidad y el secreto y la sombra exigen una memoria infalible, recordar quién sabe qué y quién no sabe, en qué hay que disimular ante cada uno, quién está enterado de cada revés y cada envenenado paso, de cada error y esfuerzo y escrúpulo y la negra espalda del tiempo. A veces leemos que alguien confiesa un crimen a los cuarenta años de cometerlo, personas que llevaban una vida decente se entregan a la justicia o revelan en privado un secreto que los destruye, y creen los candidos y los justicieros y los moralistas que a esas personas las ha vencido el arrepentimiento o el deseo de expiación o la torturadora conciencia, cuando lo único que los ha vencido y los mueve es el cansancio y el deseo de ser de una pieza, la incapacidad para seguir mintiendo o callando, para recordar lo que vivieron e hicieron y también lo imaginario, sus trocadas o inventadas vidas además de las que tuvieron efectivamente, para olvidar lo que sí sucedió y sustituirlo por lo ficticio. Es sólo la fatiga que trae la sombra lo que impele a veces a contar los hechos, como se deja ver de repente quien se escondía, el perseguidor como el fugitivo, simplemente para que acabe el juego y salir de lo que se ha convertido en una especie de encantamiento. Como yo me dejé ver por Luisa aquella tarde después de seguirla a la salida del restaurante, o no exactamente, sino después de que ambos acompañáramos a Téllez hasta el portal de su casa, nos llegamos los tres a pie por la cercanía, ella y yo flanqueando a la figura que se bamboleaba sobre sus pies pequeños de bailarín retirado como una baliza flotante, no tanto como en el cementerio por suerte, ese día no eran sólo la edad y el volumen lo que lo desequilibraba. Y allí nos despedimos todos, vimos cómo el padre abría la puerta del ascensor antiguo y tomaba asiento en el banco para ir descansado en el breve y vertical trayecto, desapareció en su caja de madera hacia arriba como una izada deidad sedente, y entonces Luisa Téllez me dijo 'Bueno, hasta la vista' y yo contesté 'Nos seguiremos viendo' o algo por el estilo, ambos dábamos por supuesto que aún nos encontraríamos durante el resto de la semana en que yo vendría a trabajar para Téllez a aquella casa.

Ella echó a andar en una dirección y yo hice amago de tomar la contraria, pero a los dos o tres pasos me quedé parado y me di la vuelta, y al verla alejarse de espaldas con sus piernas tan parecidas a las de su hermana Marta -o acaso eran los andares más que las pantorrillas- decidí seguirla un rato, hasta que me aburriera o cansara. Recorrió a buen paso un par de manzanas, como si supiera hacia dónde se dirigía sin prisa, y sólo al coger Velázquez aminoró el paso y empezó a desviarse mínimamente hacia escaparates, primero unos segundos -el tacón ladeado, el suelo mojado-, como quien localiza sitios y piensa que ya los mirará con detenimiento otro día, luego se fue parando más -los tacones rectos, el suelo mojado- hasta que por fin entró en una tienda de ropa, y entonces recordé que había quedado encargada de comprarle un regalo de cumpleaños a su cuñada María Fernández Vera en nombre de Téllez. Con mucho cuidado me detuve ante esa tienda, y desde una esquina de la vidriera me atreví a atisbar el interior, sobre todo cuando vi que Luisa daba la espalda a la calle mientras hablaba con una dependienta. Luego se dirigió hacia las faldas y estuvo mirándolas y tocándolas, siempre acompañada de la dependienta -una de esas jóvenes que no dejan pensar al cliente anticipándose a su ojo, le sacaba prendas a las que Luisa decía que no con un gesto de la cabeza-, hasta que por fin cogió una y desapareció en un probador. Era descuidada o bien confiada, dejó el bolso fuera, sobre lo que era una mesa más que un mostrador de cristal. Al cabo de un par de minutos reapareció con la falda puesta, remetiéndose todavía la blusa. No le quedaba muy bien, demasiado larga, y el color era insulso, le sentaba mejor la suya. Dio pasos adelante y atrás mientras se miraba al espejo -la etiqueta colgando-, se miró de lado, se miró de espaldas, por el gesto vi que la desechaba y me retiré de mi puesto de espía, me alejé y me puse a examinar un quiosco, mientras salía Luisa hube de comprar un periódico extranjero que no me interesaba nada. Miró el reloj una vez en la calle, quizá estaba haciendo tiempo para alguna otra cosa, una falda no me parecía regalo adecuado por parte de Téllez para su nuera, sería demasiado evidente que él no la había comprado, aunque tal vez eso no importara. Luisa siguió avanzando por Velázquez, y al llegar a la esquina de Lista o bien Ortega y Gasset (esta calle cambió de nombre hace mucho, pero aún impera el antiguo y por él se la conoce, mala suerte para el filósofo), entró en un establecimiento Vips, lo suficientemente amplio y diversificado para que yo pudiera entrar también tras ella y observarla desde la distancia sin que me viera, si me movía prudentemente. La vi mirar por encima la sección de libros, cogía alguno, leía al sesgo la solapa o la contracubierta y lo volvía a dejar en su pila, no llegaba a hojearlo (casi sólo tienen novedades en estos lugares y muchos están envueltos en celofán, una lata), por fin se quedó con uno en la mano, al principio no pude ver lo que era, y pasó a la sección de discos, yo me quedé alejado y de espaldas a ella, fingiendo mirar la de vídeos y volviendo la cabeza de vez en cuando para que no saliera del local sin yo advertirlo. En un momento de alarma (ella levantó de pronto la vista hacia donde yo estaba) cogí una película al azar como si fuera a comprarla, para no parecer muy inactivo: un gesto absurdo, daba lo mismo lo que estuviera haciendo mientras no me descubriera, o si me descubría. Pero Luisa no tenía prisa o seguía buscando un regalo, y al cabo de unos minutos pasó con su libro y ningún disco en la mano a la sección de alimentación, yo me desplacé con mi vídeo hasta la de revistas y me puse a curiosearlas, mirándola de reojo, siempre situado más bien a su espalda, es la única regla invariable para quien sigue a alguien. Y entonces pensé que ya no podía tardar en regresar a casa o a la de Deán (en ir a una casa, cualquiera que fuese), porque sacó dos grandes tarros de helados Haagen-Dazs de la nevera en que estaban expuestos, al abrir la portezuela de cristal transparente vi su figura envuelta en el humo frío durante unos instantes, los que tardó en elegir los sabores, una nube de vaho que la hizo parecer ruborizada. Si tardaba mucho en volver a su casa se le derretirían, esos helados eran los mismos que me había ofrecido Marta en su cena casera y también los compraba Luisa, o quizá era al niño Eugenio a quien gustaban y ambas hermanas se los llevaban -Marta habría echado mano de ellos como postre improvisado, no había sabido que iba a tener un invitado hasta por la tarde-. Helados en invierno para un niño tan pequeño, no era probable, corregí mi pensamiento en seguida, aunque no tengo mucha idea de lo que comen los niños de esa edad ni de ninguna otra, Luisa tendría que irlo sabiendo si se había ofrecido a hacerse cargo. Fue entonces cuando me pregunté por ese niño, con quién estaría todo aquel rato, a esas edades -eso lo sé- no pueden estar solos ni un minuto excepto si están dormidos, como aquella noche en Conde de la Cimera cuando me fui y lo dejé en verdad solo, no le había pasado nada. Tal vez lo tendrían momentáneamente sus otros tíos, María Fernández Vera y el hermano Guillermo, mientras Deán y Luisa almorzaban con Téllez para ventilar su futuro, yo se lo había impedido en parte con mi presencia. Luisa también cogió un bote de buenas salchichas y unas cervezas Coronita, mexicanas, quizá iba a improvisar asimismo una cena con tan parcos elementos, pero no conmigo. Fue hasta la caja para pagar, yo seguí buscando su espalda, pasé a la sección que ella dejaba, cogí también un tarro de helado de la nevera, me vi envuelto en el humo y luego me puse en seguida en la cola de caja para que no me separaran muchos clientes de ella -por fortuna sólo se coló uno en medio-, de otro modo podría perderla de vista a la salida. El tipo no era alto, no me la tapaba. Quedé muy cerca de ella, veía muy bien su nuca (por suerte no se volvió de pronto). Vi entonces el título del libro que había escogido, Lolita, excelente, pero a estas alturas me pareció un poco extraño y no buen regalo para su cuñada. Sólo cuando ya estaba pagando con prisa mi helado y mi vídeo me di cuenta de qué película estaba adquiriendo sin haberla elegido, era 101 dálmatas de dibujos animados, no me interesaba lo más mínimo pero ya no podía permitirme correr a cambiarla. Una vez en la calle, Luisa Téllez bajó por Lista en dirección a la Castellana, y antes de llegar a Serrano se metió por una bocacalle y entró en otra tienda de ropa con grandes vidrieras, si quería espiarla quedaba demasiado expuesto. Podía esperar en un bar cercano, pero prefería observarla, así que decidí pasar una vez y otra por delante de la tienda echando vistazos sin detenerme, como si en una película fuera alguien que entra y sale de campo atravesando la pantalla de un extremo a otro, así es como me vería ella si por azar se fijaba, la primera vez que me viera sería para ella la primera vez que yo estaría pasando casualmente por aquella calle céntrica, hay más raras coincidencias. El pavimento estaba un poco hundido en aquel tramo y se había formado un charco, cada vez que pasaba tenía que sortearlo, y cada vez que lo hacía aprovechaba el pequeño alto para mirar brevemente hacia el interior, Luisa hablaba con las dependientas ociosas y lo tocaba y examinaba todo, estaría indecisa. Cogió otra falda y una especie de camiseta elegante (que era elegante lo vi más tarde) y se fue al probador dejando de nuevo su bolso y su bolsa con compras, las mujeres esperaron bostezando a que saliera, de pie y cruzadas de brazos, no tenían más clientes aquella tarde inestable, iban vestidas con ropa de su propio negocio, de pronto me di cuenta de que era el famoso Armani, un emporio. Empezaba a cansarme de pasar por allí de un lado a otro (iba haciendo alguna pausa) cuando Luisa salió con la camiseta y la falda puestas, la falda era lo bastante corta y de color granate y le sentaba perfectamente, aún mejor que la suya. Salí rápidamente de campo y ahora esperé más de un minuto antes de pasar de nuevo, y al pasar por fin vi que Luisa hacía un doble movimiento: iniciaba el giro para volver al probador tras haberse mirado en un espejo y empezaba a quitarse, ya de camino, la camiseta elegante de color crudo. Llegué a verle el sostén, los brazos en alto con las mangas vueltas, vi sus axilas lisas y limpias. No pude evitar detenerme a mirarla y pisé de lleno el charco con el pie derecho, se me empapó el zapato, noté el agua en el calcetín y en la piel, una verdadera pena, de lo más desagradable. Cuando levanté la vista había desaparecido en el probador, pero ahora ya sabía seguro que la mujer que se había quitado una prenda y había mirado por la ventana de la alcoba de Marta la noche siguiente a la de mi visita era ella, la hermana, Luisa Téllez, quien tal vez me había visto desde arriba por tanto, mientras yo esperaba junto a mi taxi fingiendo que esperaba la bajada de alguien y pensando durante un segundo que aquella silueta podía ser Marta viva. Lo había pensado sabiendo que era imposible. La una tenía helados en casa y la otra los compraba ahora; la una tenía una camiseta acanalada de Armani que yo la ayudé a quitarse y la otra se la probaba ahora ante mis propios ojos. Seguía bajo el encantamiento, pensé, o el encantamiento iba en progreso. Pero quizá esta camiseta nueva era para la cuñada de parte de Téllez, suegro de dinero, lo habría acumulado durante el franquismo. Vi a Luisa pagar con una tarjeta de crédito (cada artículo en una bolsa) y me alejé unos pasos para seguirla en cuanto salió de la tienda: volvió a Ortega y Gasset o Lista y llegó hasta la Castellana, ese paseo que es como el río de la ciudad, larga franja divisoria con arbolados muelles pero demasiado recta, sin meandros ni agua, sólo asfalto, y los andenes o muelles no se elevan. Uno de esos árboles había sido derribado por la tormenta, truncado en su base y el suelo salpicado de astillas, la tormenta entrevista desde el restaurante tenía que haber sido en verdad violenta y con vientos huracanados, a menos que el árbol estuviera caído desde hacía días y aún no lo hubieran retirado, en Madrid nadie arregla los desperfectos inmediatamente, las ramas todavía no estaban podadas. Fuera como fuese, se había vencido hacia el paseo, no hacia la calzada siempre llena de coches -el río-, podía haber matado a algún transeúnte. No estábamos lejos de Hermanos Bécquer, esto es, de la esquina con la Castellana en que hacía más de dos años había recogido a Victoria y había vuelto a depositarla luego, bien entrada la noche, eso había pedido ella, que la dejara en el mismo sitio y así lo hice. Cuando ya habíamos vuelto a ocupar los asientos delanteros de mi coche en la calle Fortuny y antes de ponerlo en marcha dudé si proponerle ganarse unos billetes más e invitarla a mi casa hasta la mañana: si era Celia le daría apuro o melancolía, si era Victoria tendría que aceptar encantada, una noche entera de martes con el taxímetro funcionando, no debía de ser corriente sino una gran suerte. No se lo propuse, sin embargo, quizá una vez más para no tener certeza, quizá para no tener que recordar su figura en mi dormitorio, son más difíciles de ahuyentar los fantasmas que han estado en nuestras habitaciones.

'¿Algo más?', me dijo mientras yo dudaba. Era la pregunta que le hacen a uno en las tiendas.

'¿Quieres tú algo más?', le respondí yo, tentando la suerte.

'Ah', contestó ella con ligera sorpresa y revancha, 'acuérdate de que yo estoy aquí para lo que tú me digas, eres tú quien manda.' Había cogido el impermeable del asiento de atrás pero no se lo había puesto, lo tenía cuidadosamente doblado sobre los muslos, como quien ya se prepara para marcharse. Yo no dije nada, y entonces ella sacó otro chicle del bolso y mientras lo desenvolvía añadió con un poco de guasa, mirando el diminuto rectángulo: 'Acuérdate de que hasta podrías matarme'. Se permitía este comentario ahora porque estaba tranquila y no tenía ya ningún miedo, ella misma lo había dicho, 'A los tíos se os ve a la primera por dónde vais', a mí ya me había visto.

'Qué mala sombra tienes', contesté yo, y fue entonces cuando puse el motor en marcha como continuación de esa frase o quizá como punto. El ruido hizo que se encendiera de pronto la garita de la embajada alemana, pero fue un segundo, volvió a quedar en seguida a oscuras. Tal vez el vigilante ni había reparado en nuestra presencia, quizá dormitaba y la llave de contacto lo había despertado de algún mal sueño. '¿Dónde quieres que te deje?'

'Donde me encontraste', contestó. 'Para mí todavía no ha acabado la noche', y se metió el chicle en la boca: fue esta vez fresa lo que se mezcló con los demás olores del coche, ahora los había nuevos y fuertes.

No contaba con lo último que había dicho, quiero decir que no se me había ocurrido pensar en tal cosa, y fue eso lo que me decidió a seguirla también a ella, o más bien a no irme del todo tras dejarla en su esquina que no le había traído mala suerte por el momento. Estábamos tan cerca que di un pequeño rodeo hasta volver a Hermanos Bécquer, para encajar ese pensamiento imprevisto y ganar tiempo. Antes de que se bajara le di otro billete, se lo puse en la mano, el dinero de mano a mano, algo infrecuente.

'¿Esto por qué?', me dijo.

'Por el miedo que te di antes', contesté.

'Qué empeño, tampoco llegaste a dármelo', dijo ella. 'Pero vale de todas formas, gracias.' Abrió la portezuela y salió del coche y empezó a ponerse su impermeable antes de pisar la acera, su falda mínima estaba más arrugada, pero no manchada ni maltratada, no por mí al menos. Yo arranqué de prisa, cuando sólo tenía una manga puesta. Torcí a la derecha, ya sólo quedaba una de las otras dos putas en el portal de la Castellana, el suelo seguía húmedo y estaría helada.

Pero no regresé todavía a casa, sino que di la vuelta por la primera calle y aparqué en ella, junto al Dresdner Bank con su amplio jardín de césped y su pilón detrás de la verja, para mí el edificio sigue siendo el Colegio Alamán que estaba cerca del mío, ese jardín era el patio de tierra y en él vi jugar a veces a los chicos de mi edad durante su recreo con una mezcla de envidia y alivio por no ser ellos, así es como ven los niños siempre a los otros niños que desconocen. Enfrente de ese banco o colegio hay tres o cuatro locales arcaicamente frivolos donde repostan sin duda las putas de toda la zona cuando necesitan un trago o se les calan los huesos. Me acerqué a pie hasta la esquina siguiente a la que había vuelto a ocupar Celia o Victoria, la de más arriba, allí donde terminaba el primer tramo de cuesta de que hablé antes -el falso puente- y se iniciaba el segundo perpendicular a éste, la verdadera continuación de Hermanos Bécquer según la placa, en ese tramo del tramo había árboles con enredadera, los troncos cubiertos de hojas perennes e historiadas ramas a la altura de mi cabeza. Y desde allí miré escondido, la vi apoyar con cansancio y paciencia la espalda contra los muros de la compañía aseguradora, justo enfrente había otra, una construcción de vagas reminiscencias bíblicas, con una pretenciosa rampa que recordaba a las murallas de Jericó según las estampas y el cine, aunque yo no la veía desde mi puesto, tampoco veía bien a la puta, de una esquina a otra hay bastante distancia, de modo que descendí unos pasos por la misma calle en que aguardaba ella, ya General Oraa y no Hermanos Bécquer según la placa, arriesgándome a que me viera si volvía demasiado la vista a su izquierda, el lado del que venían los coches que como el mío podrían pararse y abrirle sus puertas para tragársela. Me quedé delante de un bar cerrado, Sunset Bar su nombre, mi gabardina era de color crudo y sería una mancha visible en la noche iluminada por faroles amarillentos. Estuve allí quieto durante bastantes minutos, pegado a la pared como Peter Lorre en la película M, el vampiro de Dusseldorf, también la he visto. El tráfico era aún más escaso que cuando yo había pasado, y me descubrí de pronto con la esperanza de que ya no pasara nadie, con el deseo de que no la recogiera nadie y así resultara que había acabado su noche en contra de lo que ella pensaba y me había anunciado. Era normal desearlo si no estaba seguro del todo de que no fuera Celia, pero pegado a la pared me di cuenta de que también deseaba eso aunque fuera Victoria y acabara de conocerla y ya no fuera a volver a verla, nunca más volver a verla. Qué extraño contacto ese contacto íntimo, qué fuertes vínculos inexistentes crea al instante, aunque luego se difuminen y desaten y olviden, a veces cuesta recordar que los hubo una noche, o dos, o más, cuesta al cabo del tiempo. Pero no inmediatamente después de establecerlos por vez primera, parecen marcas a fuego entonces, cuando todo está fresco y aún se lleva pintada en los ojos la cara del otro y se respira su olor, del que se convierte uno durante un rato en depositario, es lo que queda después de las despedidas, adiós ardor y adiós agravios. Adiós recuerdos. Yo aún olía al olor de Victoria o Celia que no era el mismo que el de Celia cuando sólo podía ser ella sola y vivía conmigo, de pronto pensé que era absurdo que no fuera a volver a verla o que ella se subiera a otro coche, aunque su trabajo consistiera en eso y yo no quisiera mantener en realidad más trato, si era Celia ya había dejado de mantenerlo por mi propia voluntad y a duras penas, la había rehuido hasta que se había resignado o cansado, o quizá buscaba sólo recuperar energías y permitirme echar su insistencia en falta, un aplazamiento. Dio tres o cuatro pasos hacia la calzada arrastrando los tacones, por suerte para mí más hacia la Castellana que hacia General Oraa o Hermanos Bécquer donde yo acechaba, de otro modo me habría visto -yo creo-, ahora pasaba más tráfico por el lateral de la Castellana y era posible que la última puta del portal hubiera encontrado cliente mientras yo aparcaba y daba la vuelta y por tanto Victoria no le estuviera pisando el terreno a nadie si se asomaba a ese lado. Pasaron por el andén o paseo arbolado dos tipos con aspecto patibulario que le dijeron algo, no oí bien, una salvajada, oí que ella les contestaba con arrestos y ellos aminoraron el paso como para encararse, pensé que tal vez tendría que intervenir y a la postre ser útil y defenderla -el vampiro benéfico-, volver a tener trato con ella a pesar de todo y en contra de lo previsto, tenerlo al menos aquella noche, uno no puede dejar de tomar parte a veces en lo que sucede ante sus propios ojos, intentar parar una navaja empuñada que va a clavarse en un vientre si la ve venir, por ejemplo, o empujar a alguien para que no le siegue la cabeza un árbol tronchado por el vendaval si lo ve abatirse, por ejemplo. '¡Chocho flojo, chocho pringoso!', le gritaron ellos a ella. '¡Anda, iros a mamarla!', les gritó ella a ellos, y todo quedó en eso, los tipos no llegaron a detenerse, siguieron su vacilante camino esgrimiendo dedos y ahuecándose las cazadoras de cuero, salieron de campo.

Y fue sólo dos minutos después cuando se paró aquel coche junto a Celia o Victoria, se arrimó como yo había arrimado el mío, sólo que no venía de Hermanos Bécquer sino de la Castellana, también era un Golf, de color rojo, al parecer somos sus dueños los más solitarios y trasnochadores. Ella me daba la espalda ahora, de modo que me atreví a acercarme unos pasos más, dejé atrás los toldos del Sunset Bar y quedé más expuesto aunque siempre adherido al muro como una lagartija, quería ver y quería oír, se me ocurrió que con suerte podrían no llegar a un acuerdo, aquel tipo podía ser un tacaño o bien darle mala espina a Victoria por algún motivo. Ella se aproximó hasta el borde de la acera, pensé que él le abriría la puerta derecha y yo no lo vería nunca por tanto, sin embargo lo vi, porque la que abrió fue la suya y salió del coche para hablar con ella desde allí, por encima del techo, la mano izquierda apoyada en la portezuela entornada. Aunque a ella la veía de espaldas reconocí el mortecino gesto de la tentación retirando el impermeable con las manos en los bolsillos para mostrar más el cuerpo con el que yo acababa de tener ese extraño contacto íntimo que crea la inmediata ilusión de un vínculo, aun a través de una goma. Me quité la gabardina para resultar menos visible si al hombre se le ocurría mirar hacia donde yo estaba y me individualizaba en la noche; me la eché al brazo, noté el fresco. '¿Qué me cobras por un cuartito de hora? Llevo prisa', oí que le decía a Victoria con el coche por medio. No oí la respuesta de ella, pero fue razonable, porque lo siguiente que vi fue el gesto de él con la cabeza, un gesto que le decía 'Adentro' sin titubeo ni miramiento. El hombre se metió de nuevo en el coche y también Celia, abrió la puerta derecha ella misma y salieron zumbando, salieron de campo, el tipo tenía prisa. Era un hombre de mi edad de ahora, rubio y con considerables entradas, me pareció que no tenía mala pinta, más o menos bien vestido y sin signos de ebriedad o desesperación o malevolencia, se me antojó que podía ser un médico, quizá sabía que conciliaria antes y mejor el sueño si se iba a la cama tras echar un polvo o tras una mamada rápida con el volante a mano, algo higiénico tras ocho horas de guardia en una clínica llena de enfermeras cansadas con blanquecinas medias y grumos en las costuras. Y entonces sentí una punzada al quedarme allí solo como el asesino y fugitivo M, todas las putas se habían ido y una de ellas me iba a hacer sujeto del abolido verbo ge·licgan aunque yo no quisiera, o partícipe del olvidado sustantivo ge·for·liger mientras estaba solo, o me iba a convertir para siempre en ficticio ge·brÿd·guma de aquel individuo sin mi consentimiento -pero cómo puede haber consentimiento-, me haría conyacer e incurrir en cofornicación y ser connovio de aquel imaginado médico que había visto un momento de lejos y que a diferencia de mí llevaba prisa -con él tampoco tendría trato-. En aquel instante o durante el próximo cuarto de hora se me estaría creando un parentesco anglosajón no deseado y postumo por su carácter, cuyos alcance y sentido exactos ignoraría puesto que no lo contiene ni denomina mi lengua y contra el que no podía hacer nada; y una cosa es saberlo y otra es verlo con los propios ojos o ver los preparativos, una cosa es imaginar el tiempo en que ocurren los hechos que nos desagradan o duelen o desesperan y otra poder decirnos con certidumbre: 'listo está teniendo lugar ahora, mientras yo estoy aquí solo y parado y pegado al muro sin saber reaccionar en mitad de la noche llena de hojas aplastadas y húmedas, mientras vuelvo pisándolas a mi coche aparcado junto al Dresdner Bank o Colegio Alamán de mi infancia y me monto en él y lo pongo en marcha, hace unos minutos estaba también dentro de él en la calle Fortuny acompañado de Victoria o Celia, manteniendo ese extraño contacto íntimo en el asiento de atrás o hablando antes con ella en los delanteros sin atreverme a tener la certeza que ahora creo tener por celos, intentando no reconocer a quien reconocía y a la vez no queriendo tomar por mi propia mujer dejada a una puta desconocida. Ahora en cambio tengo una certeza a la que no afectan la identidad ni el nombre, sé que esa mujer está en otro coche y que su cuerpo está en otras manos, las manos que van a todas partes sin titubeo ni escrúpulo, las manos que aprietan o acarician o indagan y también golpean (oh, fue sin querer, involuntariamente, no se me debe tener en cuenta), gestos maquinales a veces de la mano experta y tibia del médico que va tanteando todo un cuerpo que aún no sabe si le complace.' Y mientras conducía por las mismas calles que había recorrido antes con ella intentando ver el Golf rojo aparcado -la propia Fortuny y Marqués de Riscal y Monte Esquinza y Jenner y Fernando el Santo, en todas ni rastro-, pensé también con horror y amortiguada esperanza que ni siquiera de esto podía tener certeza puesto que a esto no asistía: tal vez no llegaran a tener lugar aquel polvo ni aquella mamada con el volante a mano si aquel hombre o médico tenía dedos torpes y duros igual que teclas y decidía emplearlos antes de ningún contacto contra el cuello o los pómulos o las sienes de Victoria o Celia, sus pobres sienes, para acabar arrojándola inerte contra el asfalto y la hojarasca húmeda. Y mientras me daba por vencido y volvía ya por fin a mi casa -ya transcurrido el cuarto de hora, aunque ese cuarto de hora fuera una manera de hablar tan sólo y quizá todavía siguieran los dos en el Golf color rojo o el médico hubiera decidido invitarla a su casa hasta la mañana, yo no había querido posibilitar ese recuerdo o fantasma en mi alcoba y ahora estaba sufriendo por ello-, pensé que en los días siguientes tendría que leer los periódicos con atención y con el alma en un hilo, buscando y temiendo encontrar una noticia que acaso me dejaría viudo si Victoria era Celia y me haría lamentarme de mis temores hasta el fin de mis días si Victoria era Victoria. El coche olía a ella y yo olía a ella.

Llegué a casa en un estado de excitación extrema, nada me haría ahora conciliar el sueño, también podía haberme marchado tras dejar a la puta en su esquina y así sólo habría conjeturado, una distracción, un pasatiempo, conjeturar es sólo un juego mientras que haber visto es serio y a veces un drama, no hay la consolación de la incertidumbre en ello hasta que no pasa el tiempo. Pero me había visto a mí mismo con la mujer en mi coche y eso me bastaba para verla también ahora con el médico conyacente, o cofollador es más propio, quizá él sí tuviera que darle miedo. Puse la televisión como la puse dos años y medio después en Conde de la Cimera sin saber qué hacer mientras una mujer agonizaba a mi lado y yo no daba mucho crédito ni me preocupaba excesivamente, bien es verdad que tampoco ella podía dar crédito; y como la puso Solus en su palacio esa misma noche en que padeció de insomnio y se salió de su dormitorio para no molestar y llamar así al sueño ante una pantalla, en mi caso es un gesto normal cuando llego a casa por la noche tarde, supongo que es un gesto normal de los que vivimos solos y además somos nadie, miramos qué ha ocurrido en el mundo durante nuestra ausencia, como si no estuviéramos siempre nosotros ausentes del mundo. Ya era muy tarde y sólo un par de canales seguían emitiendo, y lo primero que vi en uno de ellos fue a un caballero con armadura que encomendaba su alma a Dios de rodillas ante una tienda de campaña, se trataba indudablemente de una película y era en color y desde luego no nueva, los mejores programas siempre de madrugada, cuando casi nadie puede verlos. Inmediatamente cambió la escena, y entonces se vio a otro hombre acostado y vestido, un rey, pensé al ver las mangas de su camisa con muchos volantes, un rey que padecía insomnio o acaso dormía con los ojos abiertos, estaba asimismo en una tienda de campaña, aunque echado boca arriba en una verdadera cama con su almohada y sus sábanas, no recuerdo mucho pero recuerdo eso. Y entonces se le fueron apareciendo uno tras otro fantasmas sobreimpresionados en un paisaje, tal vez el campo de una futura o inminente batalla: un hombre, dos niños, otro hombre, una mujer y otro hombre por último que agitaba los puños en alto y sólo gritaba como quien clama venganza, todos los demás en cambio con rostros dolientes y desolados, los cabellos emblanquecidos y palabras amargas pronunciadas por sus pálidos labios que parecían estar leyendo en voz baja más que diciendo, no siempre pueden hablarnos sin dificultades los que ya son fantasmas. Aquel rey estaba haunted o bajo encantamiento, o más exactamente estaba siendo kaunted o hanté aquella noche por sus allegados que le reprochaban sus propias muertes y le deseaban desgracias para la batalla del día siguiente, le decían cosas horribles con las voces tristes de quienes han sido traicionados o muertos por aquel que amaban: 'Mañana en la batalla piensa en mí', le decían los hombres y la mujer y los niños, uno tras otro, 'y caiga tu espada sin filo: desespera y muere'. 'Pese yo mañana sobre tu alma, sea yo plomo en el interior de tu pecho y acaben tus días en sangrienta batalla: caiga tu lanza.' 'Piensa en mí cuando fui mortal: desespera y muere', le repetían uno tras otro, los niños y la mujer y los hombres. Recuerdo bien todas esas palabras, y sobre todo las que le decía la mujer, la última en dirigírsele, su mujer fantasma por cuyas mejillas corrían lágrimas: 'Esa desdichada Ana, tu mujer', le decía, 'que nunca durmió una hora tranquila contigo, llena ahora tu sueño de perturbaciones. Mañana en la batalla piensa en mí, y caiga tu espada sin filo: desespera y muere.' Y ese rey se incorporaba o despertaba aterrado chillando tras estas visiones de la noche horrenda y yo también me espanté al verlas y al oír su aullido desde la pantalla; sentí un escalofrío -es la fuerza de la representación, supongo- y cambié de canal con el mando a distancia, me fui al segundo que aún emitía y en él había otra película antigua, esta era en blanco y negro y de aviones, Spitfires supermarinos y Stukas y Hurricanes y Messerschmitts 109 y también algún Lancaster, el nombre de la dinastía de los dos Enriques; la Batalla de Inglaterra tal vez, de eso trataba, la que permitió a Winston Churchill una de sus frases más célebres: 'Nunca en el campo del conflicto humano tantos debieron tanto a tan pocos', se cita siempre abreviada, como también aquella de 'sangre, sudor y lágrimas', de la que se omite la palabra 'esfuerzo'. Stukas y Junkers bombardearon Madrid durante nuestra guerra, sobre todo estos últimos, la población los llamaba 'pavas' por lo lento que se acercaban con sus cargas devastadoras por este mismo cielo que veía desde mi ventana, los cazas republicanos eran 'ratas' en cambio, veloces Migs rusos y viejos Curtiss americanos. Me sentí más cómodo en ese mundo no sobrenatural de combates aéreos y más cercano en el tiempo, aquellos otros personajes con armadura y volantes del canal primero tendrían sin duda más próxima la utilización del verbo ge-licgan o los sustantivos ge-for-liger y ge-bryd-guma en los que me había obligado a pensar esa noche y que quizá me hubiera inventado, no más próximo lo que significaban: no quería verlos, quienes quiera que fuesen, prefería permanecer en mi siglo y en una muerte bélica, aunque quizá en el otro canal se estuviera ya librando otra batalla y las nuevas muertes también fuesen bélicas y no asesinatos de hombres y una mujer y niños. Estuve viendo los aviones mientras dudaba, pero mientras los veía se me quedaron en la cabeza resonando y flotando las maldiciones de los fantasmas de aquella escena de insomnio o turbulento sueño, y por eso pensé o más bien me acordé de ellas mucho tiempo más tarde, cuando en la habitación del niño de Marta Téllez choqué en la oscuridad con algo y vi colgando del techo los aviones de miniatura que seguramente habían pertenecido a su padre, más y mejores que los que yo tuve nunca en mi infancia, los aviones pendientes de hilos que cada noche se preparaban perezosamente para un cansino combate nocturno, diminuto, fantasmal e imposible que nunca tenía lugar o lo tenía siempre en mi insomnio y mis turbulentos sueños.

Lo que ocurrió esas dos noches lo tengo grabado, todo ha dejado rastro.

Dudaba si llamar a Celia, eran altas horas y si estaba en casa lo más probable era que durmiera, hacía cuatro o cinco meses que no sabía de ella más que indirectamente y ojalá no hubiera sabido nada, yo no la llamaba y ella a mí ya tampoco, no podría explicar la quiebra de mi actitud y el repentino impulso sin contarle cuanto me había ocurrido, sin decirle que la razón de mi intempestiva llamada era que creía haber estado con ella hasta poco antes, haberle abierto la puerta del coche y haberle dado dinero en la calle, habérmela llevado a un rincón solitario para que se lo ganase: decirle que creía haber follado con ella, me tomaría por loco si respondía. Y sin embargo es difícil resistirse a llamar por teléfono cuando se ha considerado hacerlo, como conseguir un número siempre tienta a hacer uso de él al instante, aquel había sido el mío no hacía tanto. Eran más de las tres y los Spitfires encañonados y perseguidos por Messerschmitts volaban por la pantalla cuando descolgué y marqué, sin permitirme ya más vacilaciones. Si respondía Celia sabría al menos que ella no era Victoria y que no estaba en peligro, no le habría dado tiempo a zafarse de la mano del médico y regresar a casa, y además su noche aún podía no haber acabado; pero si no respondía sería peor, mi inquietud crecería y lo haría por dos motivos o dos temores: que en verdad fuese Celia Victoria y que le hubiese ocurrido algo malo, algo tan malo que un día tuviera que aparecerse en mi insomnio o mis sueños para decirme lo que ya sólo en ellos podría decirme: 'Esa desdichada Celia, tu mujer, que nunca durmió una hora tranquila contigo, llena ahora tu sueño de perturbaciones'. O lo llena de encantamientos y maldiciones por haberla dejado marchar de mi vida y también de aquella noche, esta noche en que pude traérmela a casa bajo otro nombre y así salvarla. Llamar era un error, por tanto, y aun así lo hice: sonó el primer timbrazo, un segundo y también un tercero, aún no era demasiado tarde para colgar y quedarme en la duda. Saltó el contestador y oí su voz grabada: 'Hola, este es el 5496001. Ahora no estoy en casa, pero si quieres dejar un mensaje hazlo después de oír la señal. Gracias.' Tuteaba a quien llamase, cosa propia de jóvenes, ella lo era, como Victoria. Oí dos o tres pitidos breves de llamadas previas acumuladas y luego la señal larga, y decidí hablar por miedo, a diferencia de aquella otra vez en que había marcado mi antiguo número mientras me desvestía sentado a los pies de la cama, una noche melancólica o abatida. 'Celia', dije, '¿estás ahí?', los contestadores mienten muy a menudo. 'Soy yo, Víctor, ¿no estás ahí? Quizá estás dormida y con el sonido del teléfono bajo, no sé', estaba diciendo lo que deseaba que fuera el caso cuando se cumplió ese deseo y la voz no grabada de Celia me interrumpió, estaba en casa y había descolgado al oírme, luego no era Victoria y aún no, aún no, pensé en seguida, aún no porque estaba viva. 'Víctor, ¿pero tú tienes idea de qué hora es?', dijo. 'Aún no', pensé, como aún no había llegado la hora del piloto de aquel Spitfire supermarino MK XII que aún veía el mundo desde lo alto y huía.

Su voz sonaba despierta, yo conozco su voz dormida como recuerdo su rostro sin maquillaje y dormido, la pregunta parecía más un reproche formal que verdadero, no la había arrancado del sueño, era seguro. '¿Qué pasa?', añadió. Yo no había preparado un pretexto verosímil, cómo podía prepararlo si no lo había, y el estado de excitación me tenía aturdido, así que dije para ganar tiempo: 'Hay una cosa de la que quiero hablar contigo. ¿Puedo ir a verte un momento?' '¿Ahora?', contestó ella. '¿Estás loco? ¿Pero tú sabes la hora que es?' 'Sí, lo sé', dije, 'pero es urgente. No estabas dormida, ¿verdad? No suenas dormida.' Hubo un breve silencio, y antes de contestar dijo: 'Espera un segundo', podía ser el segundo necesario para alcanzar un cenicero si había encendido un cigarrillo, aunque no oí el mechero, que suele oírse a través del teléfono, a veces se oyen hasta las caladas de los que fumamos. 'No, no estaba dormida, pero no puedes venir ahora.' '¿Por qué? No será mucho rato, te lo aseguro.' Celia volvió a callar un instante, le oí un suspiro de exasperación. 'Víctor', dijo, y ya supe entonces, pues nunca nos conceden lo que pedimos cuando nos llaman por nuestro nombre, 'pero tú te das cuenta. Hace meses que no quieres saber de mí, hace meses que no nos vemos ni hablamos, y de pronto me llamas a las tres y media de la madrugada y pretendes que te reciba. Pero tú qué te crees.' Ese tipo de frase siempre desarma, 'pero tú qué te crees', tenía razón, no dije nada, aunque aún no eran y media, miré el reloj y entonces ella añadió gratuitamente, lo hizo por joder sin duda porque yo ya no iba a insistir, no hacía falta decírmelo: 'Además, no puedes venir ahora porque no estoy sola'. 'Ah, no', dije yo como un bobo. Celia dejó que la frase surtiera su efecto, no es lo mismo imaginar lo que antes o después ocurre que saberlo cuando está ocurriendo; luego habló de nuevo, con más simpatía: 'Llámame mañana a última hora de la mañana y hablamos de lo que sea. Si quieres quedamos a comer. ¿Eh? ¿De acuerdo? Me llamas mañana'. Ahora fui yo quien dijo por joder lo que dije: 'Mañana seguramente será demasiado tarde'. Y colgué sin despedirme. Me quedé apaciguado un momento, vi a un piloto con bigotito que elevaba la mirada al cielo y decía: '¡Mitch! ¡No pueden con los Spitfires, Mitch! No pueden con ellos', me pareció David Niven y le hablaba a algún muerto; luego los aviones se encaminaron hacia un sol atravesado de nubes y apareció escrita la sentencia de Churchill, la batalla terminaba y cambié de canal de nuevo, con curiosidad repentina o prisa por saber ahora qué batalla y película era la otra, en color y de época y con fantasmas y reyes, pero me encontré con que también había acabado, no podría saberlo. En su lugar unas niñas raquíticas hacían gimnasia enrolladas a unas cintas danzantes, los comentarios corrían a cargo de unas exigentes lesbianas a las que todo parecía malo. Las miré y escuché unos minutos (miré a las niñas y escuché a las lesbianas) y volví al canal de los combates aéreos, me quedé horrorizado: allí había dado comienzo una retransmisión religiosa (no me sé el santoral, ignoro el motivo) y unos fieles feísimos cantaban a voz en cuello en una iglesia El Señor es mi pastor y otras baladas pontificias. Apagué el aparato y busqué el periódico para mirar en la programación de qué dos películas había visto fragmentos, pero la asistenta me lo había tirado, había venido ese día en mi ausencia y me lo tira todo antes de tiempo como le hacen al Solitario en Palacio y así lo malquistan, según descubrí mucho más tarde. Y fue entonces cuando mi breve apaciguamiento tocó a su fin, no duró nada porque mi cabeza casi nunca descansa y sin cesar concibe y maquina: 'Si Victoria no era Celia y Celia está acompañada', pensé, 'también Celia y no sólo Victoria me está haciendo sujeto del verbo y objeto del parentesco antiguo, y yo a mi vez la he hecho a ella conyacente esta noche de la puta Victoria que tanto se le parece, lo mismo regirán el verbo o los sustantivos para las mujeres'. Y supongo que fue la sensación de estar siendo doble sujeto o doble ge-bryd-guma al mismo tiempo -una sensación desasosegante- lo que me hizo pensar más lejos, y este pensamiento nuevo fue peor todavía y barrió de golpe el efecto parcialmente tranquilizador de mi llamada, tranquilizador tan sólo respecto a mis dos temores: Celia había cogido el teléfono y estaba en casa, pero antes de que yo empezara a dejar mi mensaje en el contestador habían sonado dos o tres pitidos que indicaban llamadas previas acumuladas, luego era probable que cuando me lo cogió Celia acabara de entrar por la puerta con su acompañante y aún no le hubiera dado ni siquiera tiempo a escuchar esos recados previos. Volvía a ser posible por tanto que Celia fuera Victoria y que ella y el médico hubieran decidido ir a casa de ella -un hombre casado- y hubieran llegado en ese mismo instante, poco después que yo a la mía, quizá tras dar una vuelta por la ciudad sin tráfico o tras el rápido alto en una calle recogida, abandonadas las prisas del hombre. Y si eso era así, si el acompañante o médico estaba ahora con ella, en ese caso no había pasado el peligro y era aún no para Celia y para Victoria, aún no, aún no, pero quién sabía mañana o dentro de un rato, 'los que me conocen callan, y al callar no me defienden'. Ya no podía volver a llamarla porque todo era posible y ese es el precio de la incertidumbre, habría sido ridículo y me habría ganado su enfurecimiento y sus improperios. Estaba en un estado en que no tenía sentido intentar dormir, tenía que dejar pasar tiempo, al menos el tiempo de un polvo o eran dos simultáneos, más o menos el mismo tiempo, en realidad no duran tanto, media hora, una hora con los preámbulos, con una puta menos, no hay preámbulos, tal vez más con una amada, más aún con alguien nuevo o la vez primera, todo se prolongó demasiado con Marta Téllez, por eso no llegué a establecer el parentesco o vínculo con Deán ni con aquel Vicente grosero y despótico, con ellos en realidad no lo tengo, yo creo, aunque sí la sensación explicable de haberlo adquirido esa noche, no fue por nuestra voluntad si no lo adquirí ni lo tengo ni lo tendré ya nunca por suerte, no por la voluntad de Marta ni por la mía.

Decidí salir de nuevo a la calle y dar un paseo andando, caminar un rato para distraer la mente y cansar el cuerpo y por lo menos no estar yo en una alcoba mientras los demás lo estaban, dos o cuatro. La ciudad no está nunca vacía, pero ya a aquellas horas de la noche húmeda eran contados los que pasaban, dos o tres individuos que parecían recién salidos de la penitenciaría, los tipos de la manga riega que se hablan a voces como si nadie durmiera y malgastan el agua, todo seguía mojado y podía volver a descargar tormenta, según el cielo; alguna anciana andrajosa e itinerante, un grupito de mujeres y hombres alborotados que vendrían de alguna celebración en una sala de fiestas o discoteca, una despedida de soltero, un premio de la lotería, un aniversario. Me alejé bastante, fui hacia el oeste, no me gusta esa zona, en la calle de la Princesa y luego en Quintana oí unos pasos tras de mí, los oí durante tres manzanas de dos calles distintas, demasiado tiempo y espacio para no preguntarme, quienquiera que fuese estaría viendo mi nuca y quizá me seguía para asaltarme en la sombra, aquella era una noche de aprensiones y miedos, pero nada sucedería mientras siguiera oyéndolos sin apresurarse, no quería correr, así que al comienzo de la cuarta manzana les di la oportunidad de que me adelantaran si eran de alguien inofensivo que no podía ir más de prisa, me paré a mirar el escaparate de una librería, saqué las gafas y me las puse y aproveché para espiar con el rabillo del ojo y esperar su llegada en guardia, oí los envenenados pasos que se acercaban y era aún no, aún no y siguió siéndolo: pasaron de largo, y ya sin disimulo -era yo ahora quien veía su nuca- contemplé la figura que se alejaba, un hombre de mediana edad, según los andares y el tipo de abrigo de piel de camello, no supe ver más en la noche, me alisé la gabardina, guardé mis gafas. Continué por el sudoeste, Rosales, Bailen, me gusta más eso, en Rosales estuvo el Cuartel de la Montaña donde se combatió ferozmente al tercer día de nuestra guerra, hace ya tantos años, ahora hay allí un templo egipcio. Y fue a la altura de la Plaza de Oriente donde vi dos caballos que avanzaban en la dirección contraria a la mía, pegados a la acera lo más posible para no incomodar a los pocos coches que aparecieran. Eran dos caballos y un solo jinete, o caballo y yegua, el hombre con sus botas altas montaba al de color canela, la otra jaspeada iba a su misma altura también ensillada, si acaso se retrasaba medio cuerpo en algunos momentos, iban al paso y se los veía flemáticos, caballos andaluces de silla, resonaban los ocho cascos sobre el pavimento brillante, un sonido antiguo, cascos en la ciudad, algo insólito en estos tiempos soberbios que han expulsado a los acompañantes del hombre a lo largo de su historia entera, todavía durante mi infancia no era raro oírlos, tirando de las carretas de los traperos o de los carromatos de algunos repartidores artesanales, con policías montados con sus largos abrigos siniestros que parecían rusos y sus alargadas porras flexibles, o llevando a algún jinete adinerado que volvía de su picadero. Los animales eran algo corriente, también para las gentes de la ciudad, y hasta recuerdo haber visto vacas hacinadas en sótanos, las veía desde mi altura de niño a través de las enrejadas ventanas pegadas al suelo de las vaquerías, llamadas así propiamente entonces, despidiendo su olor penetrante, olor a vaca y olor a caballo y a mula y a burro, un olor familiar el olor de sus excrementos. Por eso sentí tanta extrañeza a la altura de la Plaza de Oriente frente al Palacio Real en el que no vive nadie cuando vi a los caballos enormes, sentí una especie de sensación maravillada pese a que algunos domingos yo voy al hipódromo, pero no es lo mismo ver a los caballos desfilar por el paddock y luego correr por la pista como espectáculo que encontrárselos en medio de la ciudad y sobre el asfalto, junto a la acera por la que uno pasa, unos animales gigantes, lustrosos y ya incomprensibles, de cuellos anchísimos y musculosos troncos y extremidades, son bestias de memoria larga que desarrollan hábitos de erradicación difícil, saben encontrar el camino de vuelta a casa cuando se han extraviado sus amos y poseen un instinto infalible para discernir al amigo del enemigo, sea cercano o esté en la distancia, ellos nunca confundirían los pasos inofensivos con los envenenados pasos, detectan el peligro cuando no ha aparecido y nosotros aún ni lo imaginamos. Era demasiado tarde para que aquellos caballos estuvieran en la calle junto a la Plaza de Oriente, es cierto que alguna otra vez, hacía años, había visto pasar así alguno de noche o de día por aquella zona, pero no de madrugada -o tal vez era yo quien no estaba en la calle Bailen a altas horas-, quizá eran cabalgaduras del Palacio Real y pertenecientes al rey por tanto aunque él no viva en ese edificio, o podían ser del Palacio de Liria que está muy cerca, caballos aristocráticos en todo caso. Los vi pasar admirado, allí estaban tan altos e inmemoriales, un caballo montado y una yegua sin jinete en la noche, se oyó un trueno lejano y se alarmó la yegua, no así el caballo, ella hizo un amago de encabritarse, se puso casi de pie un instante como si fuera un monstruo, las dos patas delanteras alzadas como para caer sobre mí y golpearme la cabeza con sus cascos fantásticos y desplomar el peso de su cuerpo inmenso, una muerte horrible, una muerte ridicula. La amenaza no duró nada, el jinete la aplacó en seguida, con una sola voz y un solo movimiento. Una yegua en la noche, eso es lo que muchos creen, hasta los propios ingleses, que significa su palabra night-mare, cuya traducción correcta es 'pesadilla' pero que literalmente parece querer decir 'yegua de la noche o nocturna' y no es así sin embargo, también eso lo estudié de joven, y el nombre mare tiene dos orígenes según vaya solo o con la palabra 'noche', cuando se refiere a la yegua viene del anglosajón mere, que significaba eso mismo, y en la pesadilla la procedencia es en cambio mará si mal no recuerdo, que significaba 'íncubo', el espíritu maligno o demonio o duende que se sentaba o yacía sobre el durmiente aplastándole el pecho y causándole la opresión de la pesadilla, comerciando a veces carnalmente con él o ella aunque si es con él el espíritu es femenino y se llama súcubo y está debajo, y si es con ella es masculino y entonces sí es íncubo y se pone encima: pese yo mañana sobre tu alma, sea yo plomo en el interior de tu pecho que te lleve a la ruina, la vergüenza y la muerte, quizá la banshee que anunciaba con sus gemidos y gritos y cánticos la muerte en Irlanda había pertenecido a ese género, en mi caminata había visto a alguna vieja harapienta y errante, tal vez una banshee que aún no sabía a qué hogar dirigirse esa noche para entonar su lamento, tal vez se encaminaría hacia el que fue una vez mío, yo ya no vivía allí y estaba por tanto a salvo, pero no lo estaba Celia porque aquella seguía siendo su casa y ahora no estaba allí sola, me había dicho, sino que comerciaba allí carnalmente. Pensé todo esto muy rápido mientras ya se alejaban el caballo y la yegua dejando la estela de su olor penetrante y llevándose su ruido de infancia hasta quién sabe cuándo, la superstición es sólo una forma como otra cualquiera de pensamiento, una forma que acentúa y regula las asociaciones, una exacerbación, una enfermedad, pero en realidad todo pensamiento está enfermo, por eso nadie piensa nunca demasiado o casi todos procuran no hacerlo.

Salí a la calzada tratando de avistar un taxi en cualquiera de los dos sentidos, crucé la calle y volví a cruzarla, pasaron dos coches y luego un taxi libre que paré con apremio, tuve suerte, le dije mi antigua dirección al taxista, hacía mucho tiempo que no iba ni pedía que me llevaran allí, había sido algo consuetudinario durante tres años, y cuando me encontré ante el portal por el que entré tantas noches y salí tantos días durante esos años me di cuenta de que aún conservaba y tenía conmigo las llaves en mi llavero -eché mano a él, hay hábitos de erradicación difícil-. Podía entrar si no habían cambiado las cerraduras, podía abrir y subir en el ascensor conocido hasta el cuarto piso e incluso allí abrir la puerta de la derecha y comprobar con mis propios ojos que nada malo ocurría esa noche ni había rondado ninguna banshee, que Celia Ruiz Comendador seguía viva y estaba a salvo en su cama, acompañada o sola -quizá Deán no habría querido saber otra cosa, de haber sospechado desde su distancia en Londres-; había pasado hora y media desde que me había echado a la calle, el tiempo de un polvo y también de dos si había mucha impaciencia, aquello era lo que los autores clásicos llamaban el conticinio, un latinajo, la hora de la noche en que todo guarda silencio de mutuo acuerdo -el prefijo 'con-', allí estaba-, aunque esa hora en Madrid no exista, quizá había estado acompañada Celia y ahora estaba ya sola, tal vez el médico o quienquiera que fuese -el íncubo- se había ido ya tras el polvo, los espíritus masculinos no solemos quedarnos a ver nuestro efecto. Y si no se había ido yo saldría por fin de dudas respecto a Celia y Victoria, vería al hombre y vería si era un sujeto rubio con considerables entradas o bien no, si era otro, un novio y en todo caso un connovio, cualquiera de los dos se llevaría un susto de muerte: el que aún entonces era marido irrumpiendo con su propia llave en mitad de la noche, sorprendiéndolo en la cama con la que era aún su mujer burocráticamente, durante unos instantes temería el amante o cliente una escena de sainete o tragedia, tapándose con las sábanas miraría hacia el bolsillo de mi gabardina para ver si sacaba la mano armada, una muerte más ridicula que horrible. Era tentador intentarlo, por tantas razones, serias y frivolas. Miré desde la otra acera hacia arriba, hacia las que sabía que eran las ventanas del piso, mis propias ventanas hasta hacía no tanto, la del dormitorio, las del salón, una de las cuales era en realidad una puerta que se abría a la gran terraza, habíamos cenado en la terraza a menudo en verano, durante tres veranos de matrimonio. Estaba todo a oscuras, tal vez Celia había hecho cambios desde mi marcha y había trasladado la alcoba a la parte de atrás, que daba a patio. Nada indicaba que hubiera vida en la casa, era una casa de dormidos o muertos, todos quietos, no se veía ninguna figura quitándose ni poniéndose ninguna prenda. Dudé, oí no muy lejos ruido de cristales y voces acuciantes y ahogadas, se estaría cometiendo un robo en alguna tienda, a los pocos segundos sonó la alarma, lo cual no impidió que los cristales siguieran cayendo o los ladrones desvalijando, ya se sabe que en Madrid las alarmas se disparan solas y nadie les hace caso, son inútiles, debía de ocurrir a unas cuantas manzanas. La sirena calló y la sustituyó otro trueno, esta vez tan cercano que inmediatamente empezó a llover, gruesas gotas sobre la hojarasca y el suelo húmedos, sobre el barro como sangre a medio secar o cabello negro y pegado, no había nadie más que yo en la calle para buscar refugio, los ladrones más lejos y habrían acabado el trabajo, crucé y me cobijé bajo el portal de la casa, y al estar allí ya no pude evitar probar con mi antigua llave, que no encontró resistencia. Y entonces no hace falta pensar para dar los pasos que uno ha dado mil veces, se dan solos o los da uno mecánicamente, el ascensor, siempre estaba arriba, nunca en el bajo, alguien llegaba siempre después de que hubiera salido el último de los que salían, alguien noctámbulo o yo mismo y Celia, ella era tan joven y le gustaba salir de noche, entrábamos y salíamos juntos, un verdadero matrimonio. Ahora yo subía solo y con efervescencia, con el corazón en un puño y a la vez divertido, lo subrepticio divierte y angustia, y cuando introduje la llave en la cerradura de la puerta de entrada lo hice con mucho tiento para evitar cualquier ruido, como un burglar o ladrón de edificios que trepa y se cuela, es lo que era en aquel instante aunque no fuera a llevarme nada, o iba a llevarme conocimiento y a tranquilizar mi espíritu con ese conocimiento de que estaba viva y ella era sólo ella. Pero y si no lo estaba, y si no lo era. Si no lo estaba no tendría por qué moverme tan de puntillas, más bien al contrario, tendría que encender las luces y llevarme las manos a la cabeza y gritar de dolor y arrepentimiento, tratar de hacerla revivir con mis besos y desesperarme, avisar a un médico y a los vecinos, llamar a sus padres y a la policía, y explicar mi historia. No se oía nada, no oí nada cuando ya estaba dentro, cerré tras de mí la puerta con extremo cuidado, conocía bien esa puerta, había entrado otras veces estando Celia dormida, algunas noches en que no habíamos salido juntos y yo había regresado tarde. Podía caminar a oscuras por esa casa, había sido la mía y uno conoce las distancias y sabe dónde están los muebles, los obstáculos, las esquinas y los salientes, hasta sabe en qué punto del pasillo chirría la madera cuando se la pisa. Avancé por ese pasillo y entré en el salón, allí había más claridad que venía de fuera, las farolas, algún neón, el cielo que siempre da luz aunque esté cubierto y furioso, el ruido de la tormenta ahogaría mis pasos, sería difícil que los oyera u oyeran con aquellos truenos y aquella lluvia precipitándose sobre los tejados y las terrazas y los árboles y las hojas caídas y el suelo. También podía ser que el fragor la despertara o los despertara, independientemente de mis inaudibles pasos inofensivos y del presentimiento de las presencias que también se tiene dormido, no en cambio muerto. Yo era el íncubo y el fantasma que venía ahora a perturbar sus sueños o a descubrir su cadáver, era yo y no era nadie, quizá no tan inofensivo. Ya no estaban allí mis cosas, parte del salón lo utilizaba como despacho a veces, para no permanecer demasiadas horas en el mismo espacio cuando se me juntaba el trabajo, los guiones en mi estudio y los discursos de encargo en un rincón de la sala, era lo bastante amplia, la mesa que había instalado allí ya no estaba, ni tampoco por tanto la máquina ni mis papeles ni mi pluma ni mi cenicero ni mis libros de consulta, nada de eso era ya necesario en aquella casa. El resto me pareció idéntico en la penumbra, Celia no había hecho cambios, quizá no disponía de suficiente dinero para los que le habrían gustado. Cuando volvemos a un lugar muy conocido el tiempo intermedio se comprime o incluso se borra y queda anulado un instante como si nunca nos hubiéramos ido, es el espacio inmóvil lo que nos hace viajar en el tiempo. Me dieron ganas de sentarme en mi sillón a fumar, y a leer un libro. Pero no podía ser porque aún no sabía y mi estado de agitación iba en aumento, mi aprensión y mi miedo nocturno, la urgencia de averiguar y el temor a saber y el deseo de apaciguamiento, tenía que desvincular mis asociaciones e ideas, disipar mis supersticiones. Y entonces me atreví a llegarme hasta las puertas correderas de color blanco que daban paso del salón a la alcoba, al acostarnos las cerrábamos siempre aunque nunca hubiera nadie más que nosotros, un gesto de intimidad y pudor hacia el mundo que no nos veía, y así nos separábamos del resto de la casa para dormir o abrazarnos con los ojos abiertos. Así estaban también ahora, corridas, era normal que Celia hubiera conservado la costumbre, tanto si estaba sola como acompañada, sería más raro que el médico o el amante hubiera vuelto a cerrarlas tras de sí, después de salir de la alcoba dejando el despojo, su obra. Eso me hizo pensar que nada habría sucedido, eso me dio valor para poner mis manos sobre los tiradores y abrir una ranura muy lentamente, miré por ella pegando el ojo, no vi nada, la oscuridad era mayor en el dormitorio, Celia habría bajado las persianas del todo aprovechando que yo no estaba allí, a ella le gustaban bajadas y a mí subidas, llegamos al acuerdo de un término medio, echadas pero con resquicios para que a ella no la hiriera la luz matinal y yo pudiera saber si era ya de día o todavía no cuando me despertara, es frecuente que a lo largo de la noche me desvele varias veces, nunca duermo bien del todo o seguido. Tiré más hacia los extremos y seguí tirando hasta abrir esas puertas del todo, no estaba seguro de querer hacerlo pero lo hice, los movimientos van más rápidos que la voluntad, un sí y un no y un quizá y mientras tanto todo ha continuado o se ha ido, hay que darle un contenido al tiempo que apremia y sigue pasando sin esperarnos, vamos más lentos, y así llega la hora en que ya no podemos seguir diciendo: 'No sé, no me consta, ya veremos'. Deseé encontrar a Celia sola en la cama como si nunca nos hubiéramos separado ni dado la espalda, ver su rostro dormido que tan bien recuerdo, el brazo izquierdo bajo la almohada, así duerme ella con respiración apacible. No hubo reacción, no oí nada, esperé a que la débil luz del salón que era la del cielo revuelto y la calle azotada iluminara un poco el interior de la alcoba y a que mis ojos se acostumbraran a su tiniebla para discernir algo. Vi la mancha blanca de las sábanas, fue lo primero que logré distinguir, como ella o ellos habrían visto la mancha clara de mi gabardina si se hubieran despertado en aquel instante y hubieran escrutado ante sí el espacio. Mucho tiempo después me quedé así a la puerta de la habitación de un niño, pero él ya me había visto y había pasado de la vigilia al sueño, no al contrario. Y cuando mis ojos ya se hubieron hecho más a la oscuridad percibí dos figuras en la cama de matrimonio, dos bultos bajo las sábanas, en el lado derecho estaba Celia y en el mío no estaba yo sino otro hombre, los mismos lugares ocupados por diferentes personas, eso sucede todo el rato, no sólo en el tiempo que nos toca vivir y en las sustituciones conscientes o deliberadas o impuestas y en las usurpaciones, sino también a lo largo de siglos en el espacio inmóvil, las casas de los que se van o mueren son ocupadas por vivos o recién llegados, sus dormitorios, sus cuartos de baño, sus camas, gente que olvida o ignora lo que ocurrió en esos sitios cuando ellos acaso no habían nacido o eran sólo niños con su tiempo inútil. Tantas cosas suceden sin que nadie se entere ni las recuerde. De casi nada hay registro, los pensamientos y movimientos fugaces, los planes y los deseos, la duda secreta, las ensoñaciones, la crueldad y el insulto, las palabras dichas y oídas y luego negadas o malentendidas o tergiversadas, las promesas hechas y no tenidas en cuenta, ni siquiera por aquellos a quienes se hicieron, todo se olvida o prescribe, cuanto se hace a solas y no se anota y también casi todo lo que no es solitario sino en compañía, cuan poco va quedando de cada individuo, de qué poco hay constancia, y de ese poco que queda tanto se calla, y de lo que no se calla se recuerda después tan sólo una mínima parte, y durante poco tiempo, la memoria individual no se transmite ni interesa al que la recibe, que forja y tiene la suya propia. Todo el tiempo es inútil, no sólo el del niño, o todo es como el suyo, cuanto acontece, cuanto entusiasma o duele en el tiempo se acusa sólo un instante, luego se pierde y es todo resbaladizo como la nieve compacta y como lo es para Celia y el hombre que ocupa mi puesto su sueño de ahora, de este mismo instante. Ese sueño se difuminó para siempre ante mis propios ojos, aunque no fui yo quien lo hizo desvanecerse, pese a mi presencia: un rayo seguido de un trueno más fuerte que los anteriores encendió la casa de golpe, encendió el salón y la alcoba y mi espectro quieto de pie con la gabardina, los brazos abiertos sujetando las puertas blancas; y encendió la cama, en la que las dos figuras o bultos se incorporaron o despertaron simultánea y violentamente, arrancados los dos del sueño y Celia gritando como aquel rey aterrado por sus visiones, los ojos muy abiertos y las manos sobre los oídos para no soportar el trueno o su propio aullido. Y yo la miré sólo a ella, su torso desnudo como el de Marta Téllez, sus pechos blancos y firmes por los que yo había llegado a desinteresarme y había vuelto a interesarme esa noche si ella era también Victoria de los Hermanos Bécquer. El fogonazo pálido me dejó ver eso, también ropas amontonadas sobre una silla, mezcladas seguramente las de él y las de ella, quitadas al mismo tiempo, quizá el uno al otro. Y no vi al hombre, no vi su cara sino sólo su mancha blanca como las sábanas, no vi si era un médico rubio con considerables entradas u otro individuo nunca visto ni vislumbrado o alguien conocido o amigo, Ruibérriz de Torres por ejemplo. (O Deán o Vicente, aún tardaría dos años y medio en saber sus nombres y oír sus voces y conocer sus rostros.) Podía haber sido yo mismo. Desapareció el resplandor antes de que pudiera verlo y no sólo eso, yo debí de gritar también -quizá agitando los puños en alto como quien clama venganza aunque no me correspondiera venganza alguna- y cerré las puertas y di media vuelta espantado y salí corriendo por la oscuridad del salón y el pasillo -espantado de mí mismo y mi efecto-. Conocía el terreno y no tenía por qué tropezar con nada aunque estuviera huyendo como alma que lleva el diablo según se decía en mi lengua, podía llegar a la puerta de entrada antes de que ellos hubieran comprendido la materialidad del hombre con gabardina que los había espiado desde el umbral de su cuarto en medio de la tormenta y pudieran recuperarse del pánico de sus despertares, quizá pensaran que habían tenido una común pesadilla, el mismo marido o íncubo visitándolos y oprimiéndolos hasta arrebatarles el sueño aterrorizado. Estaban desnudos y no saldrían en mi persecución, lo estaban al menos de cintura para arriba, era lo que había visto con el relámpago. Estaban descalzos. Podía llegar y llegué al ascensor que seguía arriba en el piso, y bajar en él y atravesar el portal y apretar el botón y alcanzar la calle sobre la que caía con ira la tromba de agua que me empapó en un segundo, mientras corría y acertaba a pensar con alivio que Celia seguía viva pese a no estar sola y que yo nunca sabría si era también Victoria. Pero mientras huía y salía y bajaba y me empapaba y corría mi pensamiento principal era otro, sobre todo pensaba: 'Cuan poco queda de mí en esta casa, de qué poco hay constancia'. Las ramas de los árboles se agitaban como los brazos furiosos de una sublevación ciudadana.


Crucé la Castellana detrás de Luisa, ya llevaba un buen rato fijándome en sus piernas y ahora no me sentía como un miserable ni me avergonzaba mirarlas, quizá porque lo hacía a mis anchas y sin ojos hipócritas ni testigos posibles, quizá porque al seguirla no tenía más remedio ni podía desear otra cosa, qué más quería. Se metió por las calles de las embajadas, en las que no hay coches con personas dentro aparcados de día, ni tampoco travestidos esperando en bancos paciente y fatalistamente, recorrió cuatro manzanas zigzagueando, y en la quinta entró en el portal al que se dirigía, por la manera de caminar era claro que desde que salió de la tienda sabía bien a dónde iba, lo sabe siempre quien no traza dos líneas rectas y perpendiculares cuando puede hacerlo sino que zigzaguea, un modo de amenizar el trayecto ya conocido. Era el portal más modesto y descuidado de una calle buena, zona cara, no era muy modesto ni descuidado por tanto, sólo un poco envejecido, necesitado de remozamiento. No había bares cercanos en los que pudiera sentarme a esperar y vigilar su salida, cuánto tardaría, quizá era su propia casa y ya no saldría en lo que quedaba de día, aunque no me pareció que lo fuera por la forma en la que había entrado, uno suele ir ya buscando las llaves en el bolsillo, o en el bolso si uno es mujer, supongo, si uno es Luisa o Marta Téllez. Me acordé de las últimas palabras que Luisa le había dicho a Deán en el restaurante, 'Luego te veo en casa', yo había entendido que se referían a Conde de la Cimera, en realidad eran ambiguas, 'casa' también podía ser la de Luisa que tal vez era esta. Decidí esperar, me di un plazo de media hora que yo sabía que serían tres cuartos si hacía falta, me alejé unos pasos, me apoyé en una esquina para no resultar muy visible y poder desaparecer en un instante, encendí un cigarrillo, me entretuve con el periódico extranjero que había comprado, menos mal que podía entenderlo, era La Repubblica, lenguas próximas, me entretuve también con mis pensamientos. Y esperé. Esperé.

Estaba leyendo un artículo sobre la crisis de juego de la Juventus de Turín, debida quizá a la extendida y creciente afición satanista de la ciudad a la que pertenece, o me había distraído en exceso con las semejanzas entre los dos idiomas -más bien fue eso lo que me hizo descuidarme y no estar alerta, o quizá fue que tuve que esperar mucho menos de lo previsto, no llegó a un cuarto de hora y por eso no estaba en guardia- cuando volví la vista hacia el portal por enésima vez en esos once o trece minutos y en lugar del hueco -estaba abierto- o de algún vecino desconocido -habían salido dos durante aquel breve tiempo- me encontré con el rostro y con la mirada atónita de Luisa Téllez a poca distancia y con otro rostro y otra mirada que conocía y que me miraba desde una altura infinitamente más baja, la altura de los dos años: el niño Eugenio iba muy abrigado y llevaba un gorro de tela de gabardina acolchada con barboquejo abrochado bajo la barbilla, reminiscente de los de los pilotos antiguos aunque tenía una visera mínima y por lo tanto era gorra y no gorro. Iba cogido de la mano de Luisa y ella iba ahora mucho más descargada, en la otra mano llevaba tan sólo el bolso y una de las dos bolsas de Armani, había dejado la otra en aquella casa -el regalo de cumpleaños de Téllez, la camiseta o la falda- así como la del Vips, es decir, Lolita -quizá su propio regalo, poca cosa, un libro en rústica; o un raro encargo- y las cervezas y las salchichas y los helados, aquello era seguramente la cena sencilla y rápida que María Fernández Vera no había podido comprar si se había quedado parte de la mañana y también de la tarde al cuidado del niño, su cuñada se habría comprometido a llevarle unos víveres para ella y Guillermo cuando fuera a recoger al sobrino huérfano de todos ellos. Los tenía ya encima, a la tía y al niño, los tenía a dos pasos, debían de haber salido justo después de que yo mirara hacia el portal por penúltima vez y les había dado tiempo a caminar sin que yo lo advirtiera hacia donde yo leía sobre el satanismo y el fútbol en italiano: iban a doblar la esquina. O quizá era más simple y yo me había dejado ver, cansado de moverme en la sombra. Pensé si el niño iba a reconocerme, no sé cómo es la memoria de los niños pequeños o si varia según cada uno, había pasado más de un mes desde que me había visto, pero lo cierto era que me había visto durante mucho rato y en una noche para él catastrófica, el adiós a su mundo: durante toda una interminable cena en la que había ejercido de guardián de su madre y se había negado a acostarse justamente por mi presencia. El había oído varias veces mi nombre corno yo había oído el suyo ('Anda, Eugenio, amor mío', le había dicho Marta en algún momento, 'vamos a la cama o si no Víctor se va a enfadar', y no era verdad que yo fuera a enfadarme, pero estaba impacientándome), y me había vuelto a ver tras la interrupción de sus sueños simples, cuando había abierto la puerta entornada del dormitorio y se había apoyado en el quicio con su chupete y con su conejo sin que su madre se diera cuenta, me había puesto la mano en el antebrazo y yo me lo había llevado de allí ocultando el sostén o trofeo que todavía guardo e impidiendo su despedida cuando aún no sabía que sería eso, la condenación de su mundo y la última vez que él habría de verla viva. De otro modo lo habría dejado entrar, aunque ella estuviera medio desnuda.

– ítor -dijo el niño y me señaló con el dedo, lo dijo sonriendo, recordaba mi nombre. Creo que eso me conmovió un poco.

Luisa Téllez se quedó mirándome con curiosidad y fijeza, recuperada ahora de la sorpresa. Entonces me di cuenta de lo ridículo de mi presencia y mi aspecto, con un periódico extranjero en las manos y apoyada en el suelo una bolsa que contenía el vídeo de 101 Dálmatas que no me interesaba nada y un helado que se me derretiría, seguramente ya había empezado, comprendí que aún tardaría en volver a mi casa. También tenía un zapato encharcado, sonaba el agua cada vez que daba un paso, era un sonido como de cubierta de barco.

– Pero a qué estás jugando -me dijo con lástima, y ahora me tuteó sin vacilaciones como hacen los jóvenes y como hacemos todos cuando nos dirigimos mentalmente a alguien, aunque no sea para insultarlo ni para maldecirlo ni para desearle la ruina, la vergüenza y la muerte, ni para someterlo a un encantamiento.

Me azoré, debí de ruborizarme un poco como ella al quedar envuelta en el humo frío de la nevera, pero sé que también sentí contento y descanso, el término del disimulo y el fin del secreto, al menos ante ella, una zona tenebrosa menos para Luisa la hermana.

– Dime, ¿con qué te has quedado por fin, con la falda o con la camiseta? -le pregunté yo a la vez que hacía ademán de mirarle el interior de la bolsa que aún conservaba. La tuteé también, no tuve la menor duda.

Uno nota cuándo el enfado podría convertirse en risa, uno se pasa la vida buscando eso, hacer gracia a los otros no sólo en el sentido cómico sino en el más amplio de la palabra, el que tiene que ver con esa otra expresión misteriosa 'caer en gracia' (o es misterioso lo que denomina), lograr que no se le tengan en cuenta las faltas, las tropelías y los abusos, los fallos que uno comete y la decepción en que se constituye para quienes confiaron en uno, las pequeñas traiciones y los pequeños agravios. Uno sabe siempre quién va a perdonarle, al menos durante un tiempo, quién va a hacer caso omiso o la vista gorda según la expresión coloquial cada vez más en desuso, también los giros se difuminan y desaparecen de nuestras lenguas. Luisa sería así, benevolente y ligera y práctica e incluso frivola si hacía falta, lo vi en aquel momento, no lo había visto antes durante el almuerzo, pero entonces ella no me había prestado atención apenas y la tenían un poco irritada su cuñado y su padre, el primero con sus indecisiones que la afectaban directamente y el segundo con su visión fastidiosa y pretérita de la vida, un hombre de otro tiempo que no entendía mucho ni lo procuraba, ya no estaba en edad de hacer cambios ni esfuerzos, conforme con su personaje o ser último. Y sin embargo ya entonces yo debía haber percibido algo de ese carácter risueño y facilitativo, la defensa tácita de Deán, la compasión que sentía por él aunque quizá no le tuviera mucha simpatía ni aprecio, su sentido del deber para con el niño, su disposición a ayudar y a variar sus costumbres -su vida-, sus deseos de conciliación entre las personas que le eran próximas, su silencio ante la discusión de los hombres que tan mal se caían, su necesidad de claridad y probablemente también de armonía, su capacidad para imaginar lo peor de la muerte ajena desde su entendimiento liviano ('Lo angustioso debe de ser pensarlo', había dicho; 'y saberlo'). No me había hecho caso pero durante el almuerzo yo era sólo un asalariado, un intruso, una presencia indebida que había hecho posible la despreocupación de Téllez. Ahora era en cambio alguien, no sólo mi nombre había pasado a significar muchísimo en la boca torpe del niño, sino que de pronto adquiría otro interés y, por así decirlo, otra jerarquía. Ahora yo era un elegido de su hermana mayor, Luisa no tenía por qué saber que había sido plato de segunda o tercera mesa: alguien con quien Marta había compartido en contacto tan íntimo sus últimas horas que no podía suponerse que fueran a serlo pero lo habían sido, y ese momento postrero la definía para siempre en parte, acabamos viendo toda nuestra vida a la luz de lo último o de lo más reciente, cree la madre que hubo de ser madre y la solterona célibe, el asesino asesino y la víctima víctima, y la adúltera adúltera si sabe que muere en medio de su adulterio y si esa palabra no ha caído también en desuso. Marta no lo supo, pero yo sí y yo soy el que cuenta, el que está contando y el que permitirá que otros hablen, 'cuantos hablan de mí no me conocen, y al hablar me calumnian*. Y así era también posible que Luisa hubiera contado antes su versión parcial y subjetiva y errónea o falsa de la adolescencia de ambas, ese era ahora su privilegio como este es el mío, no habría nadie para desmentirla, en eso consiste la miserable superioridad de los vivos y nuestra provisional jactancia. De haber estado Marta presente, sin duda habría negado lo que decía Luisa y la habría vuelto a llamar copiona, habría sostenido que la indecisa era Luisa y que bastaba que ella se fijara en un chico para que de inmediato surgiera el ansia de la hermana menor y el mecanismo de la usurpación se pusiera en marcha. Cualquiera de las dos cosas podía ser cierta, como puede serlo decir 'Yo no lo busqué, yo no lo quise' o 'Yo lo busqué, yo lo quise', en realidad todo es a la vez de una forma y de su contraria, nadie hace nada convencido de su injusticia y por eso no hay justicia ni prevalece nunca, como dijo el Llanero en la retahila de sus ideas sin orden: el punto de vista de la sociedad no es el propio de nadie, es sólo del tiempo y el tiempo es resbaladizo como el sueño y la nieve compacta y siempre permite decir 'Ya no soy lo que fui', es bien fácil, mientras haya tiempo.

No hubo risa, no tanto, pero sí una media y reprimida sonrisa, supe que además de sorpresa e indignación también Luisa sentía halago, yo la había seguido y la había espiado, me había tomado interés y molestias por ella, la había observado y había opinado sobre su ropa y sus compras, un elegido de Marta que ahora le hacía a ella todo el caso, cómo me alegro de esa muerte, cómo la lamento, cómo la celebro. 'Qué fácil es seducir a cualquiera o ser seducido', pensé 'con qué poco nos conformamos', y me sentí seguro y a salvo, desapareció mi rubor y mi azoramiento, y aún pensé más, pensé lo que sólo unos segundos antes no se me habría ocurrido por nada del mundo: 'Si Deán renunciara a vivir con su hijo y se lo quedara Luisa en su casa este niño podría acabar siendo casi mío si yo quisiera, y entonces yo no sería para él lo que he creído que era desde el principio, una sombra, nadie, una figura casi desconocida que lo observó unos instantes desde el umbral de su puerta sin que él se enterara ni fuera a saberlo nunca ni fuera por tanto a poder acordarse, los dos viajando hacia nuestra difuminación lentamente. No sería ya eso, el revés de su tiempo, la negra espalda. O sí lo sería pero no sólo eso sino también más cosas, la parcial sustitución de su mundo condenado y perdido, la secreta y compensatoria herencia de una noche funesta, la figura vicariamente paterna -el usurpador en suma-, los dos viajando hacia nuestra difuminación lo mismo, pero todavía mucho más lentamente y con más tarea para el olvido que aguarda. Y así quizá podré hablarle un día del que él fue esa noche.' Y aún pensé más, pensé también en la propia Luisa: Tal vez sea yo el marido brumoso que aún no ha llegado y que la ayudará a seguir mucho tiempo entre los vivos tan inconstantes, en un mundo de nombres y por tebeos y cromos y cuentos configurado (y en lo alto aviones). Más de una cosa nos une, los dos hemos atado el mismo zapato'.

– Ah, ya -dijo pensativamente y con su sonrisa ocultada-, también estabas ahí.

– La falda te sentaba bien -le dije-. Bueno, ambas cosas, pero mejor la falda. -Y yo no oculté mi sonrisa, tenía que caerle en gracia, volvía a estar soltero desde hacía algún tiempo.

– Ya, ¿y ahora qué? ¿Ahora qué hacemos? -dijo ella, y había recuperado la seriedad enteramente o había hecho prevalecer su enfado, pero seguía delatándose al emplear el plural, 'qué hacemos', en medio de su exasperación y severidad sinceras e insinceras al mismo tiempo.

– Vamos a algún sitio a hablar con tranquilidad -le contesté yo.

Ella me miró con desconfianza, pero fue pasajero, el recelo duró muy poco, o fue vencido por las otras preguntas que se iba haciendo, me hizo a mí alguna sin poder contenerse.

– ¿Y el niño? Tengo que dejarlo en casa de Marta, iba a llevarlo allí ahora. Tú conoces bien esa casa, por dentro y por fuera, ¿verdad? Te vi junto a un taxi esperando una noche, eras tú, ¿verdad?, la noche siguiente. ¿Cómo pudiste dejar solo al niño?

Aún no era para ella la casa de Eduardo ni la de Eugenio, era aún la de Marta, uno tarda en desacostumbrarse a las frases que caerán en desuso, van cayendo muy lentamente. Fue en su última pregunta en la que hubo más acritud, más bien el tono de una regañina, los labios protuberantes, no tenía mucha capacidad para encolerizarse, más sin duda para lamentarse. El niño seguía mirándome con expresión amistosa, me había reconocido y no tenía más que decirme, no tenía por qué festejarme, son los adultos los que les hacen fiestas. Me agaché hasta su altura, le puse la mano en el hombro, él me mostró una chocolatina que tenía en la suya. Pensé que diría: 'Ate'. Se estaba poniendo perdidos dedos y boca.

– El niño puede venir con nosotros, aún no es tarde, puedes decirle a él que te entretuviste en la casa. -Y señalé hacia el portal que había vigilado tan defectuosamente. Me estaba atreviendo a sugerirle a Luisa un ocultamiento, era inconcebible. No contesté a su última pregunta, sí a la penúltima. Añadí-: También puedes dejarlo en la otra casa y yo te espero abajo. Sí, fue a mí a quien viste, supongo, si eras tú quien estaba esa noche en la alcoba de Marta.

– ¿Murió sola? -preguntó rápidamente.

– No, yo estaba con ella. -Seguía agachado, contestaba sin levantar la vista.

– ¿Llegó a darse cuenta? ¿Supo que se moría?

– No, no se le pasó por la cabeza en ningún momento. A mí tampoco. Fue muy repentino. -Qué sabía yo lo que se le había pasado por la cabeza, pero lo dije, era yo quien contaba.

Luisa se quedó callada. Entonces yo saqué del bolsillo de mi chaqueta el pañuelo, le quité de las manos la chocolatina al niño con habilidad y cuidado para que no se enfadara, le limpié la boca y los dedos pringosos.

– Cómo se ha puesto -comenté.

– Ya. Se la acaba de dar mi cuñada -respondió Luisa-, para el camino. Vaya idea.

El niño inició una protesta, lo último que deseaba era provocar su llanto, tenía que caerle en gracia a su tía.

– Calla, no llores, mira lo que tengo para ti -le dije, y saqué de mi bolsa el vídeo de 101 dálmatas-. Sé que le gustan mucho los dibujos animados, tiene de Tintín, estuve con él mirándolos -le expliqué a Luisa. No podría suponer jamás que yo no había comprado intencionadamente ese vídeo, que no había pensado en modo alguno en el niño ni en nadie, un mero accidente. Me ayudaría a caerle en gracia, vería que no era un desalmado. Busqué una papelera cercana y tiré lo que quedaba de chocolatina con su envoltorio, también La Repubblica que me molestaba y mi bote de helado y la bolsa, empezaba a chorrearme todo, me manché un poco, aproveché aún el pañuelo para secarme, quedó hecho un asco. Lo tiré también a la papelera, ea; pensé: 'Qué suerte lo de 101 dálmatas.

– Se podía lavar -dijo Luisa.

– No importa.

No hablamos en el taxi que cogimos por iniciativa mía, yo volvía a tener las manos libres, abrí la puerta, el niño iba sentado en medio, un niño apacible, miraba la carátula de su vídeo una y otra vez, conocía las cintas, imaginaba lo que le aguardaba, señalaba a los dálmatas y decía:

– Erros. -Me alegró que no dijera 'guau-guaus' ni nada por el estilo, como tengo entendido que hace la mayoría de los muy niños.

Me comporté bien durante el trayecto hacia Conde de la Cimera, me di cuenta de que Luisa Téllez quería cavilar y ganar tiempo y acostumbrarse a aquella asociación inesperada, seguramente estaba reconstruyendo escenas en las que había tenido parte y en las que no había estado, mi noche con Marta y la noche siguiente, cuando Deán estaba aún en Londres y ella se quedó sola probablemente en la casa con Eugenio, en el dormitorio y la cama en que había tenido lugar la muerte y no en cambio el polvo -pero eso ella no podía saberlo-, aquella desgracia, habría cambiado las sábanas y habría aireado el cuarto, para ella habría sido una noche espantosa, de tristeza y pensamientos malos e imaginaciones. Sólo me atreví a mirarle de reojo los muslos cuando notaba que ella miraba de reojo mi rostro, lo había tenido bien a la vista durante el almuerzo pero entonces no lo había mirado apenas, ahora le estaba poniendo ese rostro mío a quien había carecido de él hasta aquel instante y no había sido nadie, un desconocido de quien tampoco habría sabido el nombre -y es Víctor Francés mi nombre, así me había presentado Téllez a Luisa y no es Ruibérriz de Torres, es Víctor Francés Sanz completo aunque nunca utilizo el segundo apellido: me han llamado Mr Sanz en Inglaterra-, ahora podía figurarse a Marta conmigo, hasta podía decidir si habíamos hecho buena pareja o si se comprendía que ella hubiera ido a morir en mis brazos. Yo también quería hacerle preguntas, no muchas, tuve paciencia, no abrí la boca más que para dirigirme al niño y confirmarle:

– Sí, perros, muchos perros con pintas. -Seguro que no conocía la palabra 'pintas'.

Me despedí de él a la puerta de su casa o de la de Marta, le acaricié la gorra, era de suponer que Deán no tardaría mucho en llegar si no había llegado ya, era más o menos la hora en que él y Luisa habían quedado en encontrarse en casa, ella le había llamado a la oficina desde el piso de la cuñada para saber hasta cuándo tenía que hacerse cargo del niño, según me dijo. Deán le habría respondido esto: 'Ve yendo ya para casa si quieres, yo voy en seguida, calculo que estaré ahí sobre las siete y media'.

– Si aún no ha llegado tendré que esperarle -me dijo Luisa ante el portal conocido de Conde de la Cimera-. No hay nadie más arriba.

– Yo te espero en la cafetería de ahí atrás, lo que haga falta -dije, y señalé vagamente hacia el establecimiento de nombre rusófilo que había a la espalda del edificio exento, en los bajos, un sitio que en verano tendría terraza. También había una tintorería, creo, o quizá era una papelería, o ambas.

– ¿Y si quiere que charlemos un rato? Puede que quiera desahogarse un poco conmigo después de lo de mi padre, ya has visto.

– Te esperaré lo que haga falta.

Iba a meterse ya en el portal con el niño cuando se dio media vuelta -el tacón ladeado, el suelo aún mojado- y añadió pensativa:

– Te das cuenta de que antes o después tendré que hablarle de ti.

– Pero no ahora, ¿verdad? -dije yo.

– No, no ahora. Podría querer bajar a buscarte -dijo ella-. Procuraré no tardar, le diré que tengo quehacer en casa.

– También puedes decirle la verdad, que tienes una cita a las ocho y media, pongamos. -Y miré el reloj.

Ella miró el suyo y contestó:

– Pongamos.

Esperé en aquella cafetería desde la cual no podía ver a Deán si llegaba ni él podría verme a mí esperando -estaba a la espalda- a menos que entrara a tomarse algo antes de subir o a comprar tabaco, era improbable. Esperé. Esperé, echando ahora en falta un buen artículo de demonología y fútbol que llevarme a los ojos, y a las nueve menos cuarto vi aparecer a Luisa Téllez aún con su bolsa que contenía la camiseta o la falda, la había esperado más de una hora, mucho habría charlado o Deán habría llegado tarde. En ningún momento se me había ocurrido que fuera a fallarme, tampoco que se presentara con Deán sin previo aviso: le hablaría de mí pero no ahora; yo la creía. Cuando la vi me sentí de repente cansado, la tensión perdida, dos cervezas, llevaba todo el día fuera, no había pasado por casa, no había oído mi contestador ni visto el correo, a la mañana siguiente me tendría que levantar temprano para ir a casa de Téllez y seguir escribiendo lo que Only You debería soltar pronto en público como si fuera su pensamiento en el que nadie cree. Deseé que aquella no fuera otra noche larga, para todo habría tiempo, no una noche como la de Marta Téllez ni como la de la puta Victoria y Celia, mi cabeza ha decidido retrospectivamente que no eran la misma: noches absurdas, siniestras, inacabables. Celia está a punto de casarse de nuevo y poner su vida en orden.

– Bien, ¿dónde vamos? -me preguntó Luisa. Ya era noche oscura. Me había quedado en la barra como si fuera Ruibérriz.

– ¿Te parece que vayamos a mi casa? -dije yo. En aquel momento me quería cambiar de zapatos y calcetines más que nada en el mundo.- Quisiera cambiarme de zapatos. -Lo dije, y se los mostré. Les habían salido manchas blanquecinas al secarse, sobre todo al derecho, como si fueran de polvo o más bien de cal. Los suyos estaban intactos, había caminado tanto como yo, y por las mismas calles. Ante la duda en su rostro añadí-: También tengo la cinta del contestador de Marta, no sé si sería buena idea que la escucharas.

– Te llevaste tú la cinta -dijo tocándose con dos dedos los labios-. No sabía si Marta se habría deshecho de ella, no quise rebuscar en la basura la primera noche, la verdad es que la cerré y la saqué para que tampoco tuviera la tentación Eduardo cuando llegara, además ya olía. ¿Y el teléfono y sus señas, también te los llevaste tú? ¿Por qué motivo?

– Vamos a alguna parte y te contestaré a todo eso. -Pero ya le contesté a algo, porque dije también en seguida-: Las señas me las llevé sin darme cuenta, iba a copiarlas y no las copié, pensé que quizá debía llamarlo a Londres, luego no me atreví y no lo hice. Mira, aquí las tengo todavía. -Saqué la cartera y le enseñé el papel amarillo que Marta no se había echado al bolso ni había perdido en la calle, tampoco se había volado con la ventana abierta ni lo habían barrido los barrenderos del suelo. Luisa no lo miró, ya no le interesaba verlo o lo dio por bueno, sabía lo que ponía-. Anda, vamos un momento a mi casa. Luego salimos a cenar un poco si quieres.

– No, vamos a cenar primero, no quiero meterme en la casa de alguien a quien no conozco.

– Como prefieras -dije yo-. Pero recuerda que es tu propio padre quien nos ha presentado. -Ella estuvo a punto de sonreír de nuevo, se contuvo, aún tenía que ser firme y severa.

Fuimos a Nicolás, un restaurante pequeño en el que me conocen, así vería que no siempre mi comportamiento era huidizo o clandestino, allí los dueños me llaman Víctor y las camareras señor Francés, allí tengo nombres además de rostro. Y allí pude contar por fin, contesté a sus preguntas y le conté otras cosas sobre las que no me las hizo ni podía hacérmelas, seguramente era sólo eso lo que yo perseguía, salir de la penumbra y dejar de guardar un secreto y encerrar un misterio, tal vez yo tenga asimismo a veces deseos de claridad y probablemente también de armonía. Conté. Conté. Y al contar no tuve la sensación de salir de mi encantamiento del que aún no he salido ni quizá nunca salga, pero sí de empezar a mezclarlo con otro menos tenaz y más benigno. El que cuenta suele saber explicar bien las cosas y sabe explicarse, contar es lo mismo que convencer o hacerse entender o hacer ver y así todo puede ser comprendido, hasta lo más infame, todo perdonado cuando hay algo que perdonar, todo pasado por alto o asimilado y aun compadecido, esto ocurrió y hay que convivir con ello una vez que sabemos que fue, buscarle un lugar en nuestra conciencia y en nuestra memoria que no nos impida seguir viviendo porque sucediera y porque lo sepamos. Lo acontecido es por eso mucho menos grave siempre que los temores y las hipótesis, las conjeturas y las figuraciones y los malos sueños, que en realidad no incorporamos a nuestro conocimiento sino que descartamos tras padecerlos o considerarlos momentáneamente y por eso siguen horrorizando a diferencia de los sucesos, que se hacen más leves por su propia naturaleza, es decir, justamente por ser hechos: puesto que esto ha ocurrido y lo sé y es irreversible, nos decimos respecto a ellos, debo explicármelo y hacerlo mío o hacer que me lo explique alguien, y lo mejor sería que me lo contase precisamente quien se encargó de hacerlo, porque es él quien sabe. Pero hasta puede uno caer en gracia si cuenta, ese es el peligro. La fuerza de la representación, supongo: por eso hay acusados, por eso hay enemigos a los que se asesina o ejecuta o lincha sin dejarlos decir palabra -por eso hay amigos a los que se destierra y se dice: 'No te conozco', o no se contesta a sus cartas-, para que no se expliquen y puedan de pronto caer en gracia, al hablar me calumnian y es mejor que no hablen, aunque al callar no me defiendan. Y luego pregunté yo a mi vez, no mucho, unas cuantas cosas, curiosidad tan sólo, quién y cuándo llegó a la casa y descubrió lo que yo había silenciado en la noche, cuánto rato estuvo a solas el niño, cuándo y cómo dieron con Deán en Londres y cuánto tiempo estuvo él sin saberlo desde que el hecho ocurrió y pudo haberlo sabido, cuántos minutos permaneció equivocado, cuánto de su tiempo quedó convertido en algo extraño, flotante o ficticio como una película empezada en la televisión o en los cines de antaño, cuánto pasó a pertenecer al limbo. Y Luisa me fue contestando sin mezquindad ni recelo -para entonces ya tenía pocos, yo me había explicado y le había hecho ver, me había hecho comprender e incluso tal vez perdonar si había algo que perdonarme (dejar solo al niño, pero peor habría sido llevármelo, eso le dije: como un secuestro); y me había hecho compadecer sin duda-. El niño sólo había pasado la mañana solo, desde la hora en que se despertara hasta la llegada de la asistenta con llave que solía limpiar y prepararles algo de comida a él y a Marta y al marido cuando éste almorzaba en casa, y luego se quedaba durante las horas en que la madre iba a la facultad a sus clases -la misma en que yo estudié, matutino o vespertino su turno, según los días-. No parecía haberse dado cuenta ese niño de la muerte de Marta porque no se puede reconocer lo que no se conoce antes y él no sabía lo que era la muerte, seguía sin saberlo de hecho y habría tenido que asociar al sueño el cuerpo inmóvil e indiferente a sus llamadas y peticiones, recurrir a esa imagen dormida para explicárselo aquella mañana. Debía de haber trepado a la cama de matrimonio, debía de haber destapado a su madre en la medida de sus fuerzas contra la pesada colcha y las sábanas, la habría tocado, habrían ido sus manos a todas partes, quizá la habría pegado porque los niños pequeños pegan cuando se enfadan (a ellos no debe tenérselo en cuenta) y Marta aún seguiría pareciéndose a Marta. No se sabe si lloró o gritó furioso durante largo rato sin que nadie lo oyera o prefiriera no oírlo, lo cierto es que debió de cansarse y debió entrarle hambre, comió del plato ecléctico que yo le había improvisado y bebió del zumo, luego se puso a ver la televisión, no la del salón que yo le había dejado encendida con Campanadas a medianoche en el momento de irme sino la del dormitorio que no apagué tampoco cuando aún vagaban por ella MacMurray y Stanwyck hablando en subtítulos o por escrito, es de suponer que prefería estar cerca de su madre dormida, aún no abandonada la esperanza de que despertase. Así lo encontró la asistenta más tarde del mediodía, echado a los pies de la cama junto a su madre inerte y zarandeada, mirando sin sonido el programa que el azar le hubiera brindado entonces, algo infantil si hubo suerte. Esa asistenta no supo qué hacer durante unos minutos -las manos en la cabeza cubierta por el sombrero con alfiler que aún no se había quitado tras llegar de la calle, el abrigo todavía puesto, como un relámpago en su pensamiento la maldición al desorden al que tendría que poner remedio-, ella no sabía que Deán estuviera en Londres como no había recordado Marta su viaje el día anterior hasta ya muy tarde, llamó a la oficina y no pudo hablar con Ferrán sino histéricamente con su secretaria que comprendió poco o nada, luego buscó el teléfono de la hermana, de Luisa, que fue quien primero llegó jadeante a Conde de la Cimera en un taxi, diez minutos después se presentó el compañero o socio de la oficina, había venido para aclararse algo tras el mensaje inconexo de la asistenta aciaga transmitido por su secretaria. Buscaron las señas y el número londinenses en vano, llamaron a un médico conocido y mientras éste examinaba el cadáver y avisaba para su levantamiento -no pregunté la causa porque eso sigue sin importarme y la vida es única y frágil, quién sabe, una embolia cerebral, un ictus, un infarto de miocardio, un aneurisma disecante de aorta, las cápsulas suprarrenales destruidas por meningococos, una sobredosis de algo, una hemorragia interna debida al topetazo de un coche unos días antes, cualquier mal que mata rápidamente sin paciencia y sin titubeos ni resistencia por parte de la muerta que muere en mis brazos como si fuera una niña dócil que no se opone-, Ferrán se quedó acompañándolo y Luisa se llevó al niño a la casa de su hermano Guillermo -sacarlo ya de allí cuanto antes, que empezara a olvidar y no preguntara- para luego ir a ver a su padre y comunicárselo personalmente, a la asistenta se le pidió que esperara pero que no tocara ni tirara aún nada, tenían que seguir buscando las señas de Deán en Londres -aceptó la asistenta, pero se quedó renegando del tiempo que perdía inactiva en la cocina, el traje de faena ya puesto, luego querrían que le diera al tajo con prisas cuando ya no fueran horas-. Luisa acompañó a Téllez a la casa de María Fernández Vera en cuanto el padre pudo levantarse del sillón sobre el que se desplomó o más bien se hundió puesto que ya estaba sentado -el rostro escondido en las moteadas manos buscando refugio- y en cuanto se hubo bebido el whisky que le sirvió su hija aunque aún era por la mañana como lo es en Madrid todo el tiempo hasta que se almuerza: probablemente al salir le anudó bien los cordones para que no tuviera más traspiés de los que ya presagiaban sus piernas debilitadas por la noticia, caminaría como sobre la nieve, emergiendo y hundiéndose a cada paso con sus pies tan pequeños de bailarín retirado. Mientras ella iba a casa del padre María Fernández Vera, que lagrimeaba y abrazaba sin cesar al niño desde que se lo habían traído, liberó un momento una mano para llamar a su marido al trabajo, y él y Luisa volvieron juntos a Conde de la Cimera (o Guillermo sólo fue y volvió Luisa), donde ya se había personado otro médico forense con patillas impropias que levantó acta de defunción -compensar la calvicie- y el compañero Ferrán había desaparecido: muy tocado según la asistenta, se había bajado a la cafetería rusófila a tomarse unos vermuts o unas cervezas. Luisa fue a recogerlo, y a partir de entonces se reanudó con ahínco la doble búsqueda, material del papel con el número y señas de Deán en Londres a cargo de Luisa y Guillermo y de la asistenta, telefónica a cargo del socio, que intentaba localizar a los negociantes ingleses con los que se suponía que iba a estar en contacto Deán durante su estancia. Pero Ferrán no hablaba apenas la lengua, era Deán quien se manejaba y por eso viajaba, con unos negociantes no logró dar y creyó entender que el único con el que sí pudo hablar no había recibido aún noticias de su compañero, ignoraba que se encontrara en Londres. También empezaron las otras llamadas a unas cuantas personas íntimas, había que ocultar la forma y las circunstancias al mayor número de gente posible -no la causa-, lo mejor era avisar a muy poca para limitar al máximo las preguntas. Aun así la casa se fue llenando de parientes y vecinos y amigos y algún aficionado a estas situaciones que va a abrazar a la familia, un buitre -sin duda también la joven del guante beige, pero no pregunté por ella-, apareció un juez con barba y por fin el cadáver fue trasladado hasta el tanatorio. Algunos se fueron con él, entre ellos Guillermo y luego María Fernández Vera cuando Luisa pudo volver a su casa a recoger al padre y al niño y librar a éste de los abrazos, dejó a Téllez de vuelta en la suya con un calmante, pasó por la suya propia a coger unas cuantas cosas y regresó, ya sola con Eugenio muerto de sueño, a Conde de la Cimera sobre las once de la noche por tercera vez en la jornada: fue ella a dormir allí en vez de trasladar al niño en la creencia de que es mejor que los que viven en la casa del muerto continúen durmiendo e instalados allí desde la primera noche, de lo contrario es frecuente que no quieran regresar más adelante, que no quieran volver ya nunca; y esa creencia la compartía su padre, más experimentado, al que consultó al respecto. La asistenta se había ido de muy mal humor según el portero, sin que nadie le hubiera dado ninguna orden ni le hubiera hecho caso -sólo Luisa le había pedido que le prestara su llave-, era de esperar que aun así se presentara al día siguiente a limpiar y arreglar el desbarajuste, se mostrara comprensiva. Luisa acostó al niño exhausto en su cuarto -lo único que permanecía intacto, nadie tocó los aviones aunque todos curiosearon al pasar por delante de la puerta abierta-, chupete y conejo como de costumbre, se tomó un calmante también ella. Cerró y sacó la basura o eso lo hizo más tarde, buscó ya sin esperanza y superficialmente las señas inencontrables mientras ponía un poco de orden, cambió las sábanas de la cama de Marta, nadie se había ocupado de ello, la asistenta carecía de iniciativa. Se echó y entonces se preguntó por mí cuando aún no sabía que yo era yo, recordó lo que Marta le había dicho en su contestador hacía algo más de veinticuatro horas ('He quedado con un tipo al que apenas conozco y que me resulta atractivo, lo conocí en un cocktail y quedé a tomar café otro día, está muy relacionado con todo tipo de gente, está divorciado, se dedica a escribir guiones entre otras cosas y va a venir a cenar a casa; Eduardo está en Londres, no estoy segura de lo que va a pasar pero puede que pase y estoy nerviosa'); no le había mencionado el nombre, ningún nombre, mi nombre. Pensó en su hermana, largo rato pensó en la hermana sobre la cama de ésta y en su dormitorio sin comprender lo ocurrido, su difuminación tan súbita, como si de pronto no pudiera diferenciar entre la vida y la muerte, no supiera la diferencia entre alguien a quien no se ve en el momento y alguien a quien ya no va a verse aunque se quiera (a nadie lo vemos a cada instante, sólo a nosotros mismos, y parcialmente, nuestros brazos y manos y también las piernas). 'No sé por qué yo estoy viva y ella está muerta, no sé en qué consiste lo uno y lo otro. Ahora no entiendo bien esos términos.' Eso pensó, o lo pensé yo por ella mientras me contaba. Encendió la televisión, no podría dormirse durante bastante tiempo aunque estaba agotada por el ajetreo y la calamidad y la pena, ni siquiera se molestó en intentarlo, aún era muy temprano para sus horarios, ni siquiera se molestó en desvestirse. Pasadas las doce sonó el teléfono y se alarmó al oírlo, fue entonces cuando reparó en que faltaba la cinta del contestador automático, o inmediatamente después al ver que estaba puesto y sin embargo no se activaba sino que seguía sonando; descolgó angustiada, deseando y temiendo que fuera Deán desde Londres que hacía una llamada rutinaria a su casa sin saber nada: era Ferrán, había logrado hablar con uno de sus negociantes y éste le había dicho por fin el nombre del hotel perdido, Wilbraham Hotel el nombre. El no quería llamar, no se atrevía, habían transcurrido demasiadas horas para comunicarle lo sucedido a su amigo en frío, él estaba ya frío. 'Yo lo haré', le dijo Luisa, 'pero seguro que luego querrá él llamarte, cuando sepa que tú llegaste después de mí y viste también a Marta como la viste.' 'Bien, eso es otra cosa, si quiere hablar conmigo', respondió Ferrán, 'de lo que no me siento capaz es de darle yo la noticia ahora, así, por teléfono. ¿Vas a contarle que no estuvo sola?' 'Si puedo, esperaré a que esté aquí para decírselo, pero no creo que pueda, me interrogará, querrá saber en seguida detalles, cómo ocurrió todo y por qué ella no le llamó en cuanto se sintió indispuesta. Ya se ha dado cuenta demasiada gente para ocultárselo, tendrá que saberlo, es mejor que lo sepa.' Y llamó entonces Luisa al hotel encontrado sin esperar ya más (no le pregunté si preguntó por Mr Deán o Diin o Mr Ballesteros), de modo que él ya sabía cuando yo marqué su número alrededor de la una de la madrugada en un teléfono público y colgué sin hablar tras oír en su voz el equivalente en inglés de '¿Diga?' Acababa de saberlo por Luisa y se lo había confirmado su socio, y unas veinte horas de su tiempo tenían que ser corregidas o anuladas o recontadas ahora, unas veinte horas de su estancia en Londres tuvieron que convertírsele en algo extraño, flotante o ficticio como lo serán para mí las imágenes que guardo de MacMurray y Stanwyck el día que vea entera su película con subtítulos, o para Only the Lonely lo será la parte que vio de Campanadas a medianoche en su insomnio cuando se la presten en vídeo, si la señorita Anita se ocupa de conseguírsela. O aquellas otras escenas de pilotos de Spitfires y de fantasmas y reyes que yo había visto otra noche hacía dos años y medio, aún no he vuelto a pillar ninguna de esas dos películas que se simultaneaban, aún no sé a qué pertenecen ni las comprendo, y no están por ello desmentidas ni canceladas. Esas veinte horas habrían pasado a ser para él una especie de encantamiento o sueño que debe ser suprimido de nuestro recuerdo, como si ese periodo no lo hubiéramos vivido del todo, como si tuviéramos que volver a contarnos la historia o a releer un libro; y habrían pasado a ser un tiempo intolerable que puede desesperarnos.

Luisa se echó otra vez en la cama cumplida su última obligación del día para la que prefirió incorporarse -es difícil comunicar una muerte tumbado, y consolar al viudo a distancia-, y miró la televisión largo rato hasta que le fue viniendo el inexplicable sueño, y entonces aún tuvo fuerzas para levantarse de nuevo y empezar a desnudarse sin mi ayuda ni la de nadie -cómo se puede dormir tras la muerte de un ser querido y sin embargo se acaba durmiendo siempre-: se acercó a la ventana y allí se quitó el jersey por encima de la cabeza, se llevó las manos a los costados cruzándolas y tiró de la camiseta hacia arriba hasta sacársela en un solo movimiento -dejando adivinar sus axilas durante un instante-, de tal manera que sólo las mangas vueltas le quedaron sobre los brazos o enganchadas a las muñecas. Su silueta permaneció así unos segundos como cansada por el esfuerzo o por la jornada -el gesto de desolación de quien no puede dejar de pensar y se desviste por partes para cavilar o abismarse entre prenda y prenda, y necesita pausas-, o como si sólo tras salir del jersey que había ido a quitarse tras los visillos hubiera mirado a través de ellos y hubiera visto algo o a alguien, tal vez a mí con mi taxi a mi espalda.

– Te está buscando -añadió cuando terminó de contarme los hechos que yo ignoraba o sólo había conjeturado-, y yo tendré que decirle que te he encontrado.

– Lo sé -dije, y entonces le mencioné las frases que había oído involuntariamente a la salida del cementerio, le confesé mi presencia allí aquella mañana en que la había visto a ella por primera vez y le hablé de las frases oídas a quienes para mí eran unos desconocidos según le dije: no me sentía capaz de darle yo la noticia si no estaba al tanto, prefería que se enterase como yo, por la cinta, aunque en realidad yo lo había escuchado en directo. '¿Se ha sabido algo del tío?', había preguntado un hombre que caminaba delante de mí, eso dije; y la mujer que iba a su lado había respondido: 'Nada. Pero no han hecho sino empezar, y por lo visto Eduardo está dispuesto a encontrarlo.' No eran enteramente desconocidos, Vicente e Inés sus nombres, de él había estado a punto de ser conyacente.

No quedaba nadie más en el restaurante, yo ya había pagado, los dueños fingían amablemente estar cerrando caja y echando cuentas. Habíamos comido cuanto nos habían puesto sin apenas reparar en ello, Luisa se llevó la servilleta a los labios una última vez maquinalmente, la había dejado sobre la mesa después del postre que ya quedaba lejano, no había querido café pero sí un licor de pera.

– Ya -dijo-, supongo que se enteró todo el mundo, menos mi padre, por suerte. Confío en que él no lo sepa nunca.

– Antes de que hables con tu cuñado quisiera que oyeras la cinta -le dije-. Hay algo en ella que quizá no sepas, y que él sin duda no sabe. De hecho me la llevé por eso. ¿Te importaría que pasáramos por mi casa un momento? Luego te acerco yo en un taxi. -Hice una pausa y añadí-: Ahora ya me conoces algo. -'Y mucho más vas quizá a conocerme', pensé.

Luisa me miró fijamente con el ceño fruncido como si hubiera oído mi pensamiento, parecían forcejear en ella la curiosidad y el cansancio y la desconfianza -contar cansa mucho-, las dos últimas cosas fueron más débiles. En verdad se parecía a Marta, también cuando no tenía el rostro distorsionado como en el entierro. Era más joven aunque será más vieja, quizá más guapa o menos inconforme con lo que le hubiera tocado en suerte. Dijo:

– Está bien, pero entonces vamonos ya, démonos prisa.

Yo me sabía y me sé de memoria esa cinta, para ella era la primera escucha. No quiso beber nada en casa, le pedí que aguardara en el salón un momento mientras yo me cambiaba por fin en mi alcoba de zapatos y calcetines, un alivio incomparable. Se sentó en el sillón que yo suelo ocupar para leer y para fumar cuando pienso, se sentó en el borde dejando el abrigo de cualquier manera sobre uno de sus brazos, como quien ya quiere irse nada más llegar a donde ha llegado. Estaba así sentada en el borde desde el principio, pero aún se irguió más hacia fuera -como si se erizara- cuando oyó la primera voz estable y apresurada y monótona que decía: '¿Marta? Marta, ¿estás ahí? Antes se ha cortado, ¿no? ¿Oye?' Hubo una pausa y un chasquido de contrariedad de la lengua. '¿Oye? ¿A qué juegas? ¿No estás? Pero si acabo de llamar y has descolgado, ¿no? Cógelo, mierda'; y cuando esa voz que afeitaba y martirizaba concluyó su mensaje yo interrumpí el avance de la grabación y ella dijo, informándome pero también para sus adentros:

– Ese es Vicente Mena, un amigo; bueno, y antiguo novio de mi hermana, estuvo con él una temporada antes de conocer a Eduardo, luego han seguido siendo amigos, se ven a menudo los cuatro, él y su mujer, Inés, y Eduardo y Marta. No tenía ni idea de esto, jamás me habló Marta de esto, de que hubieran vuelto a verse de este modo, qué hombre más desagradable. -Guardó silencio un momento. Se le había escapado un presente de indicativo, 'se ven a menudo los cuatro', tardamos en acostumbrarnos a utilizar los tiempos pretéritos con los muertos cercanos, no vemos pronto la diferencia. Se frotaba la sien con un dedo, añadió pensativa-: Quién sabe si no lo interrumpieron nunca del todo, qué disparate.

– ¿Qué guardia es esa, de su mujer? -le pregunté yo para satisfacer una curiosidad secundaria, quizá no podría hacerlo con las principales que me iban surgiendo-. ¿A qué se dedica ella?

– No estoy segura, yo no los conozco mucho, me parece que trabaja en un juzgado -contestó Luisa, y entonces hice avanzar la cinta con su segundo mensaje que se oía ya empezado, '… nada', decía la voz de mujer que ahora sí reconocí como la de Luisa porque ahora la había oído más, durante una velada entera y en diferentes tonos, 'mañana sin falta me llamas y me lo cuentas todo de arriba a abajo', y Luisa cerró los ojos para decir-: Esa soy yo, cuando le devolví el mensaje que me había dejado aquella tarde hablándome de su inminente encuentro contigo. Cuánto tiempo ha pasado.

Interrumpí la cinta.

– ¿Cómo es que en cambio te habló de eso?

– Ah, bueno, las cosas no le iban muy bien con Eduardo, tenía sus fantasías más que sus realidades, o eso creía yo hasta este momento: Vicente Mena, a estas alturas, qué disparate -repitió con incredulidad y desagrado- Por otra parte siempre nos lo hemos contado todo, o casi todo, a lo mejor sólo me contaba las fantasías y se callaba las realidades. -'Yo soy fantasía', pensé, 'o lo era antes de llegar a Conde de la Cimera. Y quizá luego también, quizá fui un íncubo y un fantasma, y lo sigo siendo'-. Aunque eso no tiene mucho sentido, no nos juzgábamos, ni siquiera nos aconsejábamos, sólo nos escuchábamos. Hay personas que a uno siempre le parece bien lo que hacen, se está de su parte, eso es todo. -Luisa se frotaba la sien sin darse cuenta. 'Marta, dile a Eduardo que es incorrecto decir "mensaje", hay que decir "recado"', la voz del viejo que terminaba compadeciéndose con coquetería, 'povero me', decía-. Ese es mi padre, pobre de él en verdad, pobre de él -dijo Luisa-. Se llevaba muy bien con Marta, ella le hacía más caso que yo, le escuchaba los relatos de sus riñas caducas con sus colegas y de sus pequeñas intrigas y privilegios de corte. Él le habría hablado de ti en seguida, varias veces al día, para él es un acontecimiento tener a alguien trabajando en la casa durante unos días; por eso habrá querido que te conociéramos, para que luego lo imagináramos mejor en tu compañía y pudiéramos opinar cuando nos contase. Bueno, a mí, no a Eduardo. -Pero ella no se daba cuenta de que eso habría sido imposible, que Téllez le hubiera hablado de mí a Marta, porque yo nunca habría querido conocer a Téllez si Marta no hubiera muerto. 'Marta, soy Ferrán', fue lo que vino a continuación, y de este recado Luisa no dijo nada, no contenía ninguna novedad para ella, lo oyó en silencio y yo no paré la cinta y llegó el siguiente o su final tan sólo, la voz que decía: '… Así que haremos lo que tú digas, lo que tú quieras. Decide tú.' Ahora ya estaba seguro de que no era la misma de antes y por tanto no la de Luisa, aunque las voces de las mujeres se parecen más que las de los hombres. Luisa me pidió que retrocediera para oírla otra vez, y después dijo-: No sé quién es, no reconozco esa voz, creo que ni siquiera la conozco. No la he oído nunca.

– Entonces no sabes a quién le habla, si a Deán o a Marta.

– No puedo saberlo.

– Ahora vengo yo, este soy yo -me apresuré a anunciar antes de que diera comienzo aquel mensaje o recado que me avergonzaba, también incompleto: '… si te va bien podemos quedar el lunes o el martes. Si no, habría ya que dejarlo para la otra semana, desde el miércoles estoy copado.' Cómo podía haber dicho 'estoy copado' igual que un farsante, volví a pensar con descontento, todo cortejo resulta ruin si se lo ve desde fuera o se lo recuerda, yo ahora lo veía desde fuera y lo recordaba, y lo que es peor, quizá estaba cortejando de nuevo, por lo que mis palabras y mi actitud de ahora no podía verlas desde fuera ni desde dentro ni recordarlas, a veces medimos cada vocablo según nuestras intenciones desconocidas. 'Cuánto tiempo ha pasado.' No detuve la cinta, Luisa dejó pasar mi voz deferente sin comentarios, y luego vino otra vez el zumbido eléctrico: 'Eduardo, hola, soy yo. Oye, que no me esperéis para empezar a cenar', hasta que pidió que le dejaran un poco de jamón y se despidió toscamente: 'Vale pues, hasta luego', dijo.

– Ese es también Vicente Mena -dijo Luisa-, salen a menudo los cuatro, o con más gente. Y volvió a emplear el presente de indicativo que desde hacía más de un mes era impropio. Paré la grabación y le dije:

– Queda uno más. Escucha.

Y entonces salió ese llanto estridente y continuo e indisimulable que está reñido con la palabra y aun con el pensamiento porque los impide o excluye más que sustituirlos -los traba-, la voz aflictiva que sólo acertaba a hacer inteligible esto: '… por favor… por favor… por favor…', y lo decía no tanto como imploración verdadera que confía en causar un efecto cuanto como conjuro, como palabras rituales y supersticiosas sin significado que salvan o hacen desaparecer la amenaza, un llanto impúdico y casi maligno, no tan distinto de aquel otro más sobrio de la mujer fantasma que maldecía con sus pálidos labios como si estuviera leyendo en voz baja y por cuyas mejillas corrían lágrimas: 'Esa desdichada Ana, tu mujer, que nunca durmió una hora tranquila contigo, llena ahora tu sueño de perturbaciones'. Y fue sólo al oírlo entonces por enésima vez pero por primera vez con alguien al lado que también lo oía cuando se me ocurrió que esa voz de niño o de mujer infantilizada podía ser la de la propia Marta, quién sabe, quizá había llamado a Deán hacía tiempo siendo ella la que estaba de viaje y le había suplicado en su ausencia -o tal vez él estaba en la casa junto al teléfono oyéndola llorar y sin descolgarlo-, le había dejado en el contestador su ruego en medio del llanto, o incorporado al llanto como si fuera tan sólo una más de sus tonalidades, le había grabado su pena que ahora escuchaban su hermana y un desconocido -quizá el marido inconstante y brumoso que aún no había llegado para esa hermana-, como Celia me dejó a mí una vez tres mensajes seguidos y al final del último no podía articular ni alentar apenas. Y no me atreví a devolvérselo entonces, era mejor que no hubiera nada.

– ¿Quién es? ¿Quién es esa? -me preguntó Luisa asustada. Era una pregunta absurda, producto del desconcierto y la desolación contagiada, yo no podía saberlo aunque fuera el dueño momentáneo y accidental de la cinta (ladrón o depositario), y la hubiera escuchado tantas veces.

– Yo no puedo saberlo -contesté-, pensé que quizá tú supieras. ¿A quién implorará esa mujer, a Deán o a Marta? -Y volví a expresar mi duda.

– No lo sé. A él, seguro. A él, espero -dijo Luisa. Estaba turbada, más incluso que al oír el primer mensaje de Vicente Mena con su revelación grosera. Se frotaba la sien con más fuerza, era un gesto para aparentar la calma que no tenía, o para controlarse. Recapacitó y añadió-: Pero lo pienso sólo porque es una voz de mujer la que implora. En realidad no sé nada.

Dudé si mencionar lo que acababa de ocurrírseme en aquel instante, y antes de decidirme a hacerlo ya lo había hecho, antes de saber si era conveniente o si quería meterle en la cabeza a Luisa el modo de pensar que para mí ya es costumbre, el modo del encantamiento que es un latido incesante en el pensamiento (el tiempo no nos espera):

– ¿No puede ser Marta?

– ¿Marta? -Luisa se sobresaltó, para los que vivimos solos no es fácil pensar en nosotros mismos llamando a nuestro teléfono ni en los otros llamando al suyo. Pero yo no siempre he vivido solo.

– Sí, ¿no puede ser la voz de Marta? Para Deán el mensaje o mejor dicho la llamada, la verdad es que no deja ningún mensaje.

– Ponlo otra vez, por favor -me dijo. Ahora se sentó mejor en mi sillón, ya no en el borde, ya no parecía tener tanta impaciencia ni querer marcharse inmediatamente, en sus ojos pintada la noche oscura, muy abiertos, era raro ver mi sillón ocupado por otra persona, una mujer, era grato. Hice retroceder la grabación y volvimos a oírlo, la voz suplicante y llorosa salía tan deformada que era imposible saber de quién era si era de alguien que conociéramos, yo o ella o ambos (sólo habíamos tenido en común a Marta y también al niño, ahora a Deán y a Téllez), yo no habría reconocido la mía propia tan desesperada-. No lo sé, podría ser ella, no lo creo, también podría ser cualquiera, podría ser la mujer de antes, la que dijo 'Decide tú'.

– ¿Qué vida lleva Deán, sabes algo? -pregunté, y la verdad es que preguntaba más por secundar las interrogaciones que Luisa se estaría haciendo que por curiosidad mía. Nunca la tuve, nunca quise saber más de Marta, estaba muerta y la curiosidad no afecta a los muertos, no se vierte hacia ellos pese a tantas películas y novelas y biografías que justamente indagan eso, las vidas de los que ya no viven, sólo es un pasatiempo, con los muertos no hay más trato y nada puede hacerse al respecto. Tampoco quería saber más de Deán (quizá sí más de Luisa, pero eso era bien posible y no presentaría ahora dificultades). En el fondo sabía que una vez averiguado lo que hubiera que averiguar (si algo había), tampoco podría reanudar sin más mis días y mis actividades, como si el vínculo establecido entre Marta Téllez y yo no fuera a romperse nunca, o fuera a tardar en hacerlo demasiado tiempo, todavía demasiado tiempo y yo quizá para siempre haunted. O tal vez sólo quería contar lo que ya había contado una vez, esa noche a Luisa durante la cena, contar una historia como pago de una deuda, aunque sea simbólica o no exigida ni reclamada por nadie, nadie puede exigir lo que no sabe que existe y a quien no conoce, lo que ignora que ha sucedido o está sucediendo y por tanto no puede exigir que se revele o que cese. Hacía tan sólo unas horas Luisa Téllez no sabía de mi existencia. Es el que cuenta quien decide hacerlo y aun imponerlo y quien se descubre o delata y decide cuándo, suele ser cuando ya es demasiado grande la fatiga que traen el silencio y la sombra, es lo único que impele a veces a contar los hechos sin que nadie lo pida ni lo espere nadie, nada tiene que ver con la culpa ni la mala conciencia ni el arrepentimiento, nadie hace nada creyéndose miserable en el momento de hacerlo si siente la necesidad de hacerlo, sólo luego vienen el malestar y el miedo y no vienen mucho, es más malestar o miedo que arrepentimiento, o es más cansancio.

Luisa cruzó las piernas, sus zapatos seguían perfectos como si no hubieran caminado sobre el suelo mojado durante mucho rato.

– ¿Me darías una copa ahora? -dijo- Tengo un poco de sed. -Ya no tenía tanta prisa, ya no estaba tan incómoda en mi casa, los dos estábamos unidos por lo que escuchábamos, una cinta que contenía su voz y la mía entre muchas otras que no entendíamos del todo. También nos aproximaba nuestra fatiga y el haber contado, habernos relatado algo el uno al otro como en un intercambio, cosas que se completaban inútilmente, ella el después y yo el antes de algo que no tenía remedio ni tal vez nos interesaba mucho: en todo caso era pasado, había sucedido pero no sucedía, podía revelarse pero ya había cesado. Yo me levanté y fui al office a prepararle un whisky, ella se levantó también y me acompañó hasta allí, se quedo apoyada en el quicio familiarmente, viendo cómo yo sacaba la botella y hielo y un vaso y agua. Así siguen hablando a veces los matrimonios, un cónyuge sigue los pasos del otro a través de la casa mientras éste pone orden o prepara la cena o plancha o recoge, es un territorio común en el que las citas no se conciertan, no hace falta sentarse para hablar o decirse o contarse cosas sino que la actividad continúa en medio de las palabras o de las cuentas pedidas y las cuentas zanjadas, lo sé porque no siempre he vivido solo-. Bueno, ya te he dicho que no les iba bien desde hacía algún tiempo -respondió Luisa así apoyada en el quicio-. Supongo que él tendría algunas realidades, los hombres no aguantan las fantasías solas mucho tiempo. Pero no sé nada concreto, la verdad es que tampoco tengo constancia de nada.

Me pregunté si ahora me decía la verdad, poco antes había comentado que ella y Marta se lo contaban casi todo, quizá era la propia Marta quien no tenía constancia de nada y por eso había callado ante su hermana, más vale callar mientras aún se puede decir lo que es siempre la mejor respuesta: 'No sé, no me consta, ya veremos', la consolación de la incertidumbre que también es retrospectiva. Le di su vaso de whisky, yo me serví una grappa. No parecía mentirosa, pero podía ser discreta.

– Salud -dije, y entonces tuve el valor para pedirle algo, para hacerla mi aliada aún más de lo que la había hecho, no hay nada como pedir favores para ganarse a la gente, a casi todo el mundo le agrada prestarlos. Era una petición sensata y justificable, pero no tenía por qué concedérmela, aún Luisa Téllez no tenía por qué concederme nada-. ¿Me harías el favor de no hablarle a Deán de mí hasta que haya terminado el trabajo para tu padre? Será sólo esta semana. ¿Podrías esperar a la próxima como si no me hubieras conocido hasta entonces? Por favor. Preferiría cumplir con lo que se me ha encargado, además voy a medias con un socio, y si Deán me descubre será difícil que cumpla. Tal vez querría impedirlo, sería capaz de contárselo a tu padre, para alejarme de él, de todos, de Marta.

Luisa bebió un poco, sonaron los hielos, dio un paso adelante, apoyó la mano izquierda en la mesa del office, sonó su pulsera, en la derecha sostenía el vaso, dijo:

– ¿Qué hora es?

Llevaba reloj en esa mano como una zurda, era una pregunta retórica para ganar tiempo, o quizá temía volcar el vaso si giraba la muñeca para mirarlo.

– La una, casi -contesté. Estuve a punto de derramar mi grappa.

– Es tarde. Voy a irme yendo. -'Tres veces el mismo verbo', pensé, 'cómo matizan también nuestras lenguas, como las antiguas. "Voy a irme yendo" indica que no se va todavía, va a esperar todavía un poco, por lo menos hasta que se beba la mitad de su whisky, aunque se lo beberá muy rápido, le ha vuelto a entrar prisa porque le he pedido algo y no querrá arriesgarse a que le pida más cosas. Dentro de un rato dirá "Voy a irme" y aún más tarde dirá "Me voy", y sólo entonces se irá de veras.' Volvimos al salón por iniciativa mía, yo di los pasos, ella me siguió como si fuera mi cónyuge y no una desconocida. Se quedó de pie, curioseando mis libros y vídeos mientras bebía a sorbos veloces. Se había ensombrecido, la cinta o yo mismo la habíamos ensombrecido. Me daba la espalda.

– ¿Esperarás?

Se volvió, me miró de frente, había rehuido mis ojos desde que me había preguntado la hora, ahora ya pintada en los suyos la cara del otro, la mía.

– Sí, claro, puedo esperar -contestó-. Pero no tengas una idea equivocada, no creo que Eduardo quiera partirte la cara o algo por el estilo. No a nuestra edad, no a estas alturas.

– ¿Ah, no? -pregunté yo ingenuamente, quizá con algo de decepción: la tensión rebajada, el recordatorio de que no éramos jóvenes-. ¿Y qué quiere entonces? ¿Por qué está tan dispuesto a encontrarme? ¿Qué quiere? ¿Saber? En ese caso podrías contárselo tú todo, lo que ya te he contado.

– Se lo contaré, se lo contaré, descuida -dijo Luisa pacientemente-, te ahorraré la repetición inicial si quieres, cuando le hable de ti el lunes si te parece, no quisiera ocultárselo durante más tiempo del imprescindible. Comprendo que para ti no es fácil. -Era comprensiva conmigo, me daba más de lo que le pedía.

– El lunes está bien. No puedo entregar mi trabajo más tarde de ese día, bueno, lo llevará tu padre, así que habré terminado seguro. Te lo agradezco mucho. ¿Pero qué quiere entonces? ¿Para qué me busca? -volví a preguntar-. Creo que más que saber quiere contarte algo. No sé lo que es porque a mí no me lo ha contado. Pero ha repetido más de una vez que quiere encontrar al hombre que estuvo esa noche con Marta para que se entere de algunas cosas. Quiere que sepas algunas cosas, no sé cuáles. Escucha, me voy a ir, estoy cansada. Ya te dirá él lo que quiere.

'Ah', pensé, 'también él quiere contar. También él está cansado, su sombra también lo fatiga.'

– Anota mi número -dije-. Puedes dárselo a partir del lunes si quieres, así no tendrá que buscarlo ni pedírselo a tu padre. -Se lo anoté yo mismo en un papelito adhesivo de color amarillo, también yo tengo ahora cuadernillos de esos junto al teléfono, los hay en casi todas las casas.

Luisa cogió el papel y se lo guardó en un bolsillo. Ahora sí parecía en verdad abatida, le había sobrevenido la pesadumbre del día entero, debía de estar muy harta de todo, de su padre, del niño, de Deán, de mí, de su propia hermana viva y muerta. Se sentó en mi sillón de nuevo con su vaso en la mano derecha, como si le faltaran fuerzas para seguir de pie. Con la otra mano se tapó la cara como en el cementerio, aunque ahora no lloraba: como a veces hacen quienes están horrorizados o sienten vergüenza y no quieren ver o ser vistos. No pude evitar fijarme en sus labios -esos labios-, que la mano no cubría. Aún no dijo 'Me voy', aún no lo dijo.


Trabajé junto a Téllez el resto de la semana y el domingo me fui con Ruibérriz de Torres a las carreras, pensé que ahora ya podía premiarlo por sus gestiones, saldar mi deuda con él y contarle lo que me había ocurrido con una desconocida más de un mes antes, a él le divertiría la historia, meramente le divertiría, en cierto sentido la envidiaría: de ser suyo el relato lo habría proclamado a los cuatro vientos desde el principio y habría sido una narración a mitad de camino entre lo macabro y jocoso, lo bufo y lo tenebroso, la muerte horrible y la muerte ridicula, lo que al suceder no es grosero ni elevado ni gracioso ni triste puede ser cualquiera de estas cosas cuando se cuenta, el mundo depende de sus relatores y también de los que oyen el cuento y lo condicionan a veces, yo mismo no me habría atrevido a contarle el mío a Ruibérriz de manera distinta de la que empleé mientras transcurrían las dos primeras carreras de poca monta, es decir, en tono tenebroso y jocoso, interrumpiéndonos sin problemas para observar las rectas finales con nuestros prismáticos, yendo de las gradas al paddock y del paddock al bar y de allí a las apuestas y de nuevo a las gradas, nada se cuenta dos veces de la misma forma ni con las mismas palabras, ni siquiera el relator es único para todas las veces, aunque sea el mismo. Se lo conté distraídamente y también con aspaviento para que lo apreciara, se lo conté en dos patadas, a Ruibérriz no podía contarle un encantamiento. 'No jodas', decía de vez en cuando, '¿la tía se te quedó en el sitio?' Sí, para él era eso y no podía ser otra cosa, la tía se me había quedado en el sitio. 'Y encima no llegaste a mojar, hay que joderse', dijo un poco divertido por mi mala pata. Y era verdad que no había mojado, y quizá era mala pata. '¿Y era hija de Téllez Orati? No jodas', dijo también, recuerdo. Él me fue escuchando con una mezcla de hilaridad y estremecimiento, como cuando leemos en los periódicos sobre la desgracia inevitablemente risible de alguien desconocido que muere en calcetines o en la peluquería con un gran babero, en un prostíbulo o en el dentista, o comiendo pescado y atravesado por una espina como los niños cuya madre no está para meterles un dedo y salvarlos, la muerte como representación o como espectáculo del que se da noticia, así hablé yo de mi muerta caminando por el hipódromo al que tanto había acudido Téllez cuando no era tan viejo, ante las taquillas de apuestas y en el bar y en el paddock y de pie en las gradas con prismáticos ante los ojos, los caballos cada vez más envueltos en una niebla creciente, fue un mes de niebla en Madrid a casi todas horas como no había habido en el siglo, hubo más accidentes de tráfico y retrasos en el aeropuerto, los caballos corrían como si no tuvieran patas, veíamos pasar sus cuerpos y espectrales cabezas disputándose la llegada como si fueran piezas de los tiovivos de nuestra infancia, no tenían patas nuestros primeros caballos sino una barra longitudinal que los atravesaba, y a ella nos agarrábamos mientras cabalgábamos en círculo sin movernos del sitio, cada vez más de prisa como en una carrera sobre el turf o la hierba, cada vez con más vértigo hasta que se rayaba la música y nos desaceleraban. El mes recién comenzado traía nieblas, el anterior había traído tormentas. Ruibérriz llevaba una gabardina con el cinturón fuertemente anudado como las llevan los presumidos, yo llevaba la mía suelta, los dos con rígidos guantes de cuero, parecíamos dos guardaespaldas. En ningún momento él borraba el estallido de su dentadura, mostraba la parte interior de sus labios al volver el superior hacia arriba con su risa disoluta, miraba displicentemente las primeras pruebas sin importancia, oteaba a su alrededor en busca de presas o de conocidos a los que saludar o sacar algo, también mientras yo le contaba, se había echado mucha colonia. No le conté lo último, no le hablé de la hermana ni de lo que preveía, mi deuda quedaba saldada con la narración de la muerte y del polvo que no llegó a serlo. Luego le comuniqué que había terminado el discurso el día anterior, le entregué una copia, al fin y al cabo él participaría de la exigua ganancia, estaba por ver cuándo cobraríamos, yo había actuado en su nombre.

– ¿Qué, cómo te ha salido? -me preguntó al tiempo que lo doblaba de mala manera y se lo guardaba en un bolsillo de la gabardina sin echarle el menor vistazo.

– Bah, igual que los de los otros, igual de aburrido e inane, nadie le hará ningún caso esta vez tampoco, cuando Only You lo suelte. Téllez me ha obligado a comportarme y a ser muy convencional, me ha atado corto, y la verdad es que tampoco ha tenido que cambiarme gran cosa, yo no me había atrevido a mucho. Ya sabes, el usufructuario del trabajo se te acaba imponiendo, o la imagen que tienes de él cuando es pública, a la hora de escribir no hay quien la mueva.

Había trabajado hasta el sábado, toda la semana con Téllez cada vez más excitado y tomándose más confianzas, visitándome, corrigiéndome, inspeccionándome, aconsejándome, pavoneándose como conocedor de la psique noble del usufructuario. Estaba indudablemente distraído esos días, tenía un proyecto entre manos, responsabilidades de Estado, un hombre más joven que venía por las mañanas y se ponía a sus órdenes. A veces me interrumpía para hablar de otras cosas, de las noticias del periódico mortuorio que examinaba con detenimiento, de la catastrófica situación del país saqueado, de las ridiculeces y vanidades de sus colegas más célebres. Se fumaba una pipa en mi compañía o me robaba unos cuantos cigarrillos, los sostenía inexpertamente entre el pulgar y el índice como si fueran un pincel o una tiza, daba chupadas medrosas, se congestionaba un poco al tragarse el humo, pero lo encajaba. Se iba un rato a moler café a la cocina y a media mañana me obligaba a hacer un alto, se servía un oporto y me ponía a mí otro, con la copita en la mano releía en voz alta nuestras páginas ya concluidas y dadas por buenas, con el vino elocuente marcaba el ritmo, añadía una coma o bien la sustituía por un punto y coma, tenía preferencia por este signo, 'ayuda a respirar', decía, 'e impide perder el hilo'. El teléfono casi nunca sonaba, nadie lo requería, nadie lo buscaba, sólo de vez en cuando le oía hablar con su hija o su nuera, pero era más bien él quien las llamaba al trabajo con pretextos varios. Su existencia era precaria. El último día, el sábado, le hice llegar estando yo allí un buen centro de flores de Bourguignon, no se habría contentado con menos. Lo envié sin tarjeta ni mensaje de ninguna clase, sabía que eso lo intrigaría durante varios días -hasta que se le marchitaran-, le ayudaría a no echarme de menos cuando concluyera mi tarea y no volviera a aparecer por la casa, ni el domingo ni el lunes ni el martes ni ningún otro día. La criada arcaizante lo introdujo en el salón con su celofán y su tiesto, lo depositó en la alfombra y Téllez se levantó en seguida para mirarlo atónito como si fuera una bestia desconocida.

– Ábralo -le dijo a la criada en el mismo tono en que los emperadores romanos le dirían a un siervo 'Pruébalo' ante un manjar quizá envenenado. Y una vez retirados celofán y criada (desapareció ésta doblando el envoltorio cuidadosamente, para su aprovechamiento) dio dos o tres vueltas alrededor del centro mirándolo con tanta expectación como desconfianza-. Flores anónimas -decía-, ¿quién demonios me mandará a mí flores? Vuelva usted a mirar, Víctor, ¿seguro que no hay tarjeta por ningún lado? Mire bien entre los tallos. De lo más extraño, de lo más extraño. -Y se rascaba el mentón con la boquilla de la pipa apagada mientras yo buscaba tirado en el suelo lo que sabía que no hallaríamos. Las señaló con el índice como yo le había visto señalar su zapato en el cementerio, el pulgar de la otra mano colgado de la axila como si fuera una fusta. Iba a decir algo, pero estaba demasiado desconcertado, estaba entusiasmado. No se acercó a las flores en ningún momento, se sentó por fin muy pesadamente con su cuerpo bamboleante, las miraba sobre la alfombra como un prodigio, avanzando el tórax, su rostro como una gárgola-. No es mi cumpleaños, no es mi santo ni el aniversario de nada que yo recuerde -dijo-. Tampoco pueden ser de la Casa, aún no hemos entregado el discurso. A ver qué opinan Marta y Luisa, quizá se les ocurra algo, voy a llamar a Marta a contárselo, a veces no tiene clase hasta por la tarde y además hoy es sábado, seguramente estará en casa. -Llegó a hacer el ademán de levantarse para ir hasta el teléfono, pero lo interrumpió en el acto, volvió a dejarse caer sobre el sillón y reclinó la nuca sobre el respaldo como si una ola enorme lo hubiera aturdido o hubiera tenido una revelación que lo dejaba exhausto. O quizá es que se le nubló la vista y tuvo que alzarla para impedirlo. Se dio cuenta en seguida y se disculpó conmigo, no hacía falta-: No crea que estoy tan loco o desmemoriado -me dijo-, es sólo que cuesta acostumbrarse, ¿verdad? Cuesta comprender que ya no exista quien ha existido. -Se paró y añadió luego-: No sé por qué yo sigo existiendo cuando se han ido tantos. -No se permitió más. Se puso en pie de nuevo apoyándose mucho en los brazos del sillón para tomar impulso y dio una vuelta más en torno al centro de flores con pasos cautos. Siempre estaba vestido perfectamente en su casa, como si fuera a salir aunque no fuera a hacerlo, con corbata y chaleco y chaqueta y sin otro calzado que sus zapatos de calle, una mañana le había oído despotricar contra los pantalones de chándal tan repugnantes. 'No comprendo cómo los políticos se dejan retratar de esta guisa', había dicho. 'Más aún: no sé cómo se atreven a ponerse de esta guisa, aunque no fuera a verlos nadie. Y en verano van sin calcetines los muy groseros, es increíble el mal gusto.' Era pulcro y galano, tenía algo de mueble antiguo bien acabado y un poco ornado. Se llevó la pipa a la boca y añadió-: En fin, estas misteriosas flores, habrá que hacer investigaciones, tengo que agradecerlas. Volvamos al trabajo o no terminaremos hoy, amigo Víctor, y no me gusta incumplir promesas. -Y cogiéndome del brazo me condujo de vuelta al estudio contiguo lleno de libros y cuadros y abigarrado y aún vivo, donde yo estaba ya a punto de cerrar mi máquina portátil abierta durante una semana. No llamó a Luisa en aquel instante, lo haría más tarde, como a otras personas con un buen pretexto. Pensé que por lo menos tenía motivo para llegar hasta el lunes, iría a Palacio a entregar nuestra obra no perdurable, suya y mía y del Único y del nombre Ruibérriz, aunque probablemente allí no lo recibirían más que Seguróla y Segarra, el Solo no está disponible tan a menudo. Las existencias precarias dependen del día a día, o quizá son todas. Podría hacer conjeturas sobre las flores durante algunos más, la semana entera con suerte.

La tercera prueba tampoco tenía interés, hasta ahora no habíamos ganado nada, los boletos rasgados con saña y tirados con desdén al suelo, y eso que Ruibérriz nunca se va de vacío de ningún juego. Me estaba contando indecencias curiosas sobre la incauta donjuanizada que le satisfacía en la actualidad sus caprichos mientras mirábamos desfilar por el paddock a los caballos de esa nueva carrera -también en círculo, como en el tiovivo- cuando él se volvió al escuchar su nombre completo precedido de la palabra 'señor' (hasta entonces, de nuestros conocidos, sólo habíamos visto al almirante Almira con su apellido predestinado y a su mujer tan hermosa, ni siquiera al filósofo de barba y gafas que nunca falta, lo habría retenido la niebla o llegaría para la quinta). Se volvió, nos volvimos, él puso cara de no reconocer a la mujer de quien había partido el grito y que se acercó a mí sin vacilaciones con la mano extendida, llamándome por su nombre de manera absurda, 'señor Ruibérriz de Torres' resulta demasiado largo. Era la señorita Anita tan devota de Solus, acompañada de una amiga de su misma estatura y porte. Las dos se habían puesto sombrero como si estuvieran en Ascot, es raro ver hoy en día sombreros, quedaban un poco chuscas, noté que a Ruibérriz no le agradaba el detalle; pero le interesan todas las féminas en principio, como a mí más o menos, en eso no nos diferenciamos aunque sí en el tratamiento y los métodos. Yo me desintereso antes.

– Le presento a Víctor Francés -dije yo refiriéndome a Ruibérriz-. La señorita Anita.

– Anita Pérez-Antón -dijo ella-. Esta es Lali, una amiga. -A la amiga la privó de apellido, como había hecho el Solitario con ella, en realidad ni siquiera nos había presentado, además de tutear a todos no cuidaba sus modales.

– Espero que hoy no tenga contratiempos con sus medias -bromeé yo en seguida para ver qué tal lo tomaba, se la veía más risueña que en el trabajo. Se lo tomó estupendamente, dijo:

– Oy qué corte el otro día. -Y se llevó la mano a la boca mientras reía, y añadió explicándole a la amiga más que a Ruibérriz el verdadero-: Te puedes creer que me hice un carrerón tremendo y no tuve tiempo de cambiarme antes de ver a este señor que lo recibía el jefe. El señor le iba a supervisar un discurso. Bueno bueno bueno: la cosa fue a más durante la visita y casi acabo con las medias colgando. -E hizo un gesto con las manos indicando caída a la altura de la falda, que de nuevo era corta y estrecha. A Ruibérriz no le pasó inadvertido el gesto, debió de imaginarse algo sucio-. No veas qué apuro, las medias hechas tiras y allí todos sin decir nada, venga de flema.

'Flema' era una palabra anticuada, pero ella trabajaba en un lugar anticuado por naturaleza. Cada vez hay más vocablos que ya nadie usa, cada vez se desechan más rápido. La aparté un poco y le dije:

– Por cierto, ya lo tengo terminado, el señor Téllez se lo llevará mañana. -Ruibérriz me oyó y comprendió ya entonces, supongo que se interesó aún más por las jóvenes, aunque no precisaba incentivos, cuanto mayor va siendo más se afana tras todo lo que se mueve con un poco de gracia. Pero si seguíamos los cuatro juntos él tendría que emparejarse con Lali (quizá una expósita); de eso no había duda. Por lo demás no era probable que nos divirtiera la compañía durante más de una o dos carreras, hasta la quinta. Tampoco la nuestra a ellas. Mejor quedar una noche, los cuatro a la vez, dos o cuatro.

– ¿Cómo mañana? -dijo la señorita Anita recobrando el aire profesional un momento. Aquel sombrero granate le sentaba como un tiro-. ¿Pues no les han avisado de que se ha cancelado lo de Estrasburgo? Yo misma di órdenes de que llamaran al tenor Téllez para advertírselo. No me diga que no lo han hecho.

– Estuvimos trabajando hasta ayer mismo, no sabía nada -contesté al cabo de unos segundos-. Quizá al señor Téllez se le olvidó comunicármelo, es un poco mayor, claro. -Había sentido pena inicialmente por Téllez, por su lunes palaciego echado a perder ahora, luego se me ocurrió que tal vez sí estaba enterado y no me lo había dicho para retenerme unos días más haciéndole compañía en su casa. Aquel texto iría a un cajón para siempre, son textos ocasionales. La idea me sentó mal, aunque yo sólo fuera el negro o fantasma. Pensé: 'Pobre viejo, sabe apañárselas, sabe ir de día en día'.

Fuimos los cuatro juntos hacia las apuestas, yo rozaba con mi mano el codo de la señorita Anita, protectoramente, Ruibérriz iba un poco detrás, ya obligado a darle conversación a Lali, el sombrero de Lali era aún más imperdonable.

– Siento que haya trabajado en vano -dijo Anita-. Pero se le pagará, oiga, se le pagará lo mismo, usted no deje de presentar la factura. -Igual que mis guiones que no se hacen', pensé, 'más despilfarro. Al menos se me contrata, no estoy en el paro como tantos otros.' A la señorita Anita se le cayó el programa, me agaché a recogerlo y ella se agachó también, más lenta, aproveché el movimiento de subida para darle levemente en su cabeza aún inclinada (también más lenta al alzarse, su falda un poco en peligro) y así tirarle el sombrero. Volví a agacharme para recogérselo, lo froté contra el suelo un instante a escondidas para poder lamentar que se hubiera ensuciado tanto. Ella dijo-: Mierda. -No sé si se habría atrevido a decir lo mismo en Palacio.

– Cómo lo lamento, mire cómo se ha ensuciado, este suelo está hecho un asco. No se preocupe, yo se lo guardo hasta que podamos limpiarlo con algo, va a empezar la carrera. Además, está usted más guapa con el pelo al descubierto. -Era verdad que lo estaba, tenía una cara redondeada agradable y un bonito pelo negro, pero sobre todo yo no soportaba el sombrero, para algunas cosas soy maniático.

Apostamos los cuatro, ellas cantidades de aficionado, nosotros sumas más altas, debieron de pensar que éramos ricos, en cierto sentido lo somos para los tiempos que corren, seguramente yo más que Ruibérriz, holgazaneo menos, no vivo de nadie. Él aconsejó a la desheredada, yo le di un soplo a la cortesana. Volvimos a las gradas con nuestros boletos, ellas los llevaban en la mano como si fueran algo muy valioso y temieran perderlo, nosotros nos los metimos en el bolsillo de la chaqueta donde se lleva el pañuelo, asomando un poco como es lógico, yo no llevo nunca pañuelo, Ruibérriz siempre, de colores vivos, se había desabrochado la gabardina para dejar más libres sus pectorales. Empezaba a verlo en niki, nos habíamos quitado los guantes. Ellas no se habían traído prismáticos, tuvimos que prestarles los nuestros por galantería, estaba claro que no llegaríamos en su compañía a la quinta carrera, la más importante, no queríamos tener que desentrañarla. Con la niebla y sin los binoculares no vimos ni nos enteramos de nada, Lali se confundió y gritó que había ganado el caballo que no había ganado, quería a toda costa que venciera el suyo, por el que había apostado su gran penuria. Perdimos todos, en el acto rasgamos los boletos con la adecuada mezcla de desprecio y rabia, ellas se resistieron un poco confiando en una descalificación posterior improbable que las beneficiara. Ahora tocaba ir al bar junto al paddock, una vez y otra los mismos pasos a lo largo de seis carreras, en eso consiste el encanto, en la espera de media hora antes de cada prueba, luego duran tan poco pero se recuerdan a veces.

– ¿Cómo es que se ha cancelado lo de Estrasburgo? -le pregunté a Anita ya con una coca-cola en la mano. Seguía confiscándole el sombrero, era un verdadero incordio-. Tenía idea de que era importante, y supongo que el calendario de su jefe estará confeccionado desde hace tiempo y será poco menos que inamovible.

– Sí, lo es en principio, pero tiene tanto agobio el pobre que de vez en cuando no hay más remedio que suprimir algo de un puntazo. Más vale así que retrasarlo y descabalarlo todo o intentar hacer componendas, eso sí que sería un jaleo. -Supuse que había querido decir 'plumazo', aunque a lo mejor era taurina; o quizá 'puntapié', menos probable.

– Protestarán los perjudicados -dije-. Se sentirán muy damnificados, o discriminados. ¿No se producen incidentes diplomáticos por estas cosas?

Ella me miró con impaciencia y censura (frunció los labios pintados) y contestó con altanería:

– Mire, que se jodan, él ya hace más de lo que debería. Lo llaman de todas partes, en plan abuso. Que es que no hay más que uno, cojones, no se dan cuenta. -Era definitivamente malhablada, pero hoy en día lo es casi todo el mundo.

– Por eso lo llaman el Único, ¿no? -dije yo-. ¿Usted lo llama así, al referirse a él, quiero decir?

Ante esta pregunta se mostró quisquillosa, seguramente no le gustaba que los sobrenombres que empleaba el círculo de los más íntimos anduvieran de boca en boca.

– Eso, señor Ruibérriz de Torres, es mucho querer saber -dijo. El verdadero Ruibérriz, un poco más allá en la barra, no pudo evitar estirar el cuello al oír su apellido. No se estaba enterando de nada, la amiga Lali era verbosa, una máquina de soltar chachara.

– Pero no le ha ocurrido nada malo a su jefe, espero, para la cancelación del discurso.

La señorita Anita era más reservada respecto a sus sentimientos que en lo relativo a la vida y costumbres del Llanero. A esto respondió sin problemas:

– No, nada malo, calle, toque madera. -Y manoseó los palillos de dientes que había en un vasito de porcelana sobre la barra. -Lo que pasa es que está muy agotado, no mide sus fuerzas, no le dejan en paz, quiere dar gusto a todos y duerme mal últimamente. Nunca le había sucedido antes. Y se resiente, claro, anda por los suelos, un poco piltrafa. A ver si se le pasa la racha, ha sido cosa de la última semana sobre todo. Dice que se pone a pensar al dormirse y los pensamientos le impiden conciliar el sueño. O que los sigue teniendo dormido, y entonces van y le despiertan.

– Así suele ser el insomnio -contesté yo al cabo de la calle-, cuando pesa más el pensamiento que el cansancio y el sueño, y cuando más que soñar se piensa, si uno logra dormirse pese a todo.

– Pues a mí no me ha pasado nunca -dijo Anita. En verdad era sana, no me extrañaba que a Only the Lonely le gustara tenerla a su lado.

– Pero algo tomará su jefe, hay somníferos, tendrá un batallón de médicos para recetárselos.

– Intentó con Oasín, ¿lo conoce? Oasín Relajo, debe venir de oasis. -Conocía Oasil Relax, supuse que se refería a ese tranquilizante-. Pero es muy flojo y no le hacía nada. Ahora le han traído unas gotas de Italia que le van mejor, EN o NE se llaman, no sé lo que significa, le hacen dormirse pronto pero en cambio se despierta antes de su hora. Así que no se sabe lo que le va a durar esto-. 'Antes de su hora' me pareció una expresión demasiado maternal acaso.

– Ya comentó algo, creo, el día que estuve con él -dije-. ¿Y en qué piensa? ¿Se lo ha comentado? No es que le falten preocupaciones, pero las habrá tenido siempre.

– Dice que piensa en sí mismo. Que tiene dudas. Andamos todos un poco nerviosos con eso.

– ¿Dudas? ¿De qué?

La señorita Anita se impacientó de nuevo, tenía genio:

– Dudas, joder, dudas, ¿qué más dará de qué sean? ¿Le parece poco?

– No, me parece bastante, sobre todo en su caso. ¿Y qué hace durante el insomnio? ¿Aprovecha para trabajar más? Es mejor que se lo tome con calma, se lo digo porque yo lo padezco a veces, desde hace años.

– Sí hombre, encima va a trabajar a deshoras. -Esto lo dijo en el mismo tono que empleaba Only You con el pintor Seguróla, Anita era víctima del mimetismo, no era sino natural que lo fuese-. No, intenta descansar aunque no duerma, se está tumbado y así descansa las piernas, lee, ve la tele, aunque no todas las cadenas emiten de madrugada; tira los dados a ver si se aburre y le viene el sueño.

– ¿Los dados?

– Sí, los dados. -Y la señorita Anita hizo el gesto de agitarlos primero y soplarlos luego en la mano, como si estuviera en Las Vegas, debía de ver mucho cine, Las Vegas, Ascot-. Ande, déme el sombrero -añadió-. Voy a darle con un poco de agua, qué putada. -Si se permitió esta expresión fue seguramente porque ya había olvidado que la putada era mía.

Se lo devolví para deshacerme de él, pero no hubo lugar a que pidiera el agua:

– Se le estropeará si lo moja -dije.

– Eh, vamos ya al paddock, que los caballos han salido hace rato -dijo Ruibérriz interrumpiendo un momento la cascada incontinente de Lali.

No nos dio apenas tiempo a verlos desfilar, tuvimos que correr para hacer las apuestas, había cola en todas las ventanillas, el hipódromo ya muy lleno como todo en Madrid a todas horas, una ciudad de tumultos. Las dos mujeres miraban estupefactas las pantallas con las cotizaciones sin entender ni un número.

– Oye, Ani -le dijo su amiga-, ¿no era en la cuarta en la que tenías que hacerle la apuesta gorda?

– Ay sí, es verdad, menos mal que me lo recuerdas, esta es ya la cuarta, ¿no? -respondió Anita. Abrió el bolso con súbito apuro (sus uñas pintadas), sacó un papel con unos pocos números anotados y también un fajo de billetes considerable. Parecían billetes nuevos, recién salidos de la Casa de la Moneda, aún llevaban su faja (antes de nuestra guerra se fabricaban en Inglaterra: Bradbury, Wilkinson de Londres eran los encargados, he visto billetes de la República y eran perfectos; antes de nuestra guerra el hipódromo estaba en la Castellana, no fuera de la ciudad como ahora y desde hace decenios, es ya antiguo y noble, el de La Zarzuela). Allí habría una suma enorme, es difícil calcular a ojo cuando los billetes no han sido ni siquiera doblados. Aquella no era ya una apuesta de aficionado, sino de alguien que ha recibido un soplo de muy buena tinta y quiere arreglarse un poco el año. Me sentí ridículo con mis dos billetes previstos para mi apuesta, ahora Ruibérriz y yo parecíamos los principiantes. La dejé pasar delante, como es costumbre, además me convenía hacerlo.

– Todo esto al nueve, ganador -le dijo Anita al de la taquilla-. Y esto también al nueve, lo mismo. -Y le entregó, aparte, un grande suelto, sin duda su propia apuesta.

Miré la cotización del caballo o más bien la yegua: Condesa de Montoro, no figuraba entre los favoritos y aún pagaba muy alto, pero a este paso la haríamos bajar nosotros. En todo caso Anita, inexperta, debía haber hecho primero su propia apuesta. Saqué un tercer billete y aposté una gemela en la que no estaba el nueve, para no ser muy flagrante. Pero con los que tenía listos imité a la señorita sin pensármelo dos veces.

– La voy a imitar -le dije.

A Ruibérriz no se le escapó nada de esto, pese al torrente continuo en su oído. Dejó que Lali la expósita continuara la tendencia y él siguió nuestro ejemplo, cuatro billetes, me dobló la suma, la cotización ya se resentía tras nuestras inyecciones de confianza.

Estos boletos los guardaron las jóvenes con mucho cuidado en el bolso, se miraron, se rieron de ilusión tapándose un poco la boca, Anita me dijo:

– Se fía usted de mí, por lo que veo.

– Desde luego, o me fío más bien de ese amigo por quien ha hecho la apuesta, cantidades así no se arriesgan a lo tonto. ¿Qué es, un entendido?

– Muy entendido -contestó ella.

– ¿Y cómo es que no viene al hipódromo?

– Es que no siempre puede. Pero a veces sí viene.

Dados solitarios, apuestas osadas, no quise poner en relación ambas cosas: si ganábamos, allí tenía que haber soplo, es decir, un gran amaño del que ni Ruibérriz estaba al tanto. Prefería no asociar al Único con prácticas fraudulentas. Pero qué billetes tan nuevos.

Volvimos a perder los prismáticos en favor de las jóvenes en cuanto pisamos las gradas. La niebla no había disminuido pero tampoco iba en aumento. La masa de espectadores se veía difuminada y parecía más masa, nadie tenía contornos, aún faltaban unos minutos para el inicio de la cuarta, los caballos iban entrando en los boxes, pude ver que el jinete de la Condesa era una mancha granate, también su gorra, eso me serviría para seguirle la pista, condenado como estaba a ojo limpio por la caballerosidad que no se acaba. Nos desharíamos de las mujeres para la quinta, ya estaba bien de no ver nada.

– ¿Le consiguió usted el vídeo? -le pregunté de pronto a la señorita Anita.

– ¿A quién? ¿Qué vídeo? -contestó ella, y su sorpresa o despiste parecieron sinceros.

– A su jefe. Aquella película de la que hablamos, ¿no se acuerda? Contó que había tenido insomnio ya una noche, un mes antes, había estado viendo en la televisión una película empezada, Campanadas a medianoche, fuí yo quien le dije el título. Había pillado sólo la segunda parte, dijo que le gustaría verla entera algún día, estaba muy impresionado por lo que había visto, se quedó hasta el final, nos la estuvo contando.

– Ah sí -cayó Anita en la cuenta-. Pues la verdad es que no me he ocupado, hemos estado inquietos con lo de su sueño, sin cabeza para caprichos, ya sabe lo que pasa, siempre hay mil cosas que atender, y si encima él anda alicaído, pues ya se imagina usted que nadie piensa en otra cosa. -De vez en cuando utilizaba un plural que no era mayestático, sino más bien modesto y en el que ella se diluía, debía de incluir a muchas personas, sin duda a la familia y a Seguróla y Segarra, quizá también a la mujer del plumero y la escoba que había atravesado el salón lentamente sobre sus paños canturreando, la vieja banshee-. Tampoco me la ha vuelto a reclamar, eso también es cierto -añadió como justificándose. Se quedó pensativa un momento y después dijo-: Aunque no se le debe haber olvidado, porque es curioso, ya me acuerdo: habló entonces del 'sueño parcial' por vez primera, y eso es algo que repite a menudo estos días, 'el sueño parcial tampoco me ha venido esta noche, Anita', me ha dicho un par de mañanas. ¿Cómo era la cosa en la película, usted se acuerda?

– Bueno, nada más que eso, creo. El viejo rey Enrique IV no puede dormir y recrimina al sueño que vaya a tantos lugares y no a su palacio, que se conceda a los humildes y a los malvados y hasta a los animales -yo no recordaba esto último, pero se me ocurrió incluirlos ya que estábamos en el hipódromo-, y que en cambio rehuse bendecir su cabeza coronada y enferma. Ese rey está agonizando y luego muere, atormentado por su pasado y por el futuro en el que no estará contenido. Y le dice eso al sueño: 'Oh tú, sueño parcial'. Eso es todo, si mal no recuerdo, en realidad recuerdo más lo que contó su jefe el otro día que la propia película, la vi hace muchos años.

Anita frunció de nuevo los labios, se mordisqueaba la parte interior, muy cavilosa.

– Sí, sí -dijo-, puede que por ahí vayan los tiros. A lo mejor es esa película la que tiene la culpa de su insomnio de ahora. Quizá sería bueno que le consiguiera el vídeo y la viera entera, así tendría la historia completa y dejaría de acordarse de ella, supongo.

– Puede ser, quién sabe. Pruebe usted. -Gracias en todo caso por habérmela recordado, se me había ido completamente de la cabeza. ¿Dijo que se titulaba? -Y sacó de su bolso rápidamente el mismo papel en que tenía anotados sus números para las apuestas-. Sosténgame el sombrero, haga el favor.

– Me parece que ya lo anotó el otro día -dije recibiendo de nuevo el sombrero infame.

– Huy, pero vaya usted a saber dónde andará esa nota. Dígame.

– Mire, es Campanadas a medianoche -repetí una vez más-. Se rodó aquí en España, en el mismo Madrid algunas partes. No será difícil, en Televisión tendrán copia, obviamente.

– Ahí van -gritó Lali, y empezó a animar en seguida-. Dale, Condesa de Montoro, dale. -Era un nombre demasiado largo para jalearlo, habría que llamarla Condesa a secas.

La señorita Anita guardó el papel apresuradamente antes de haber podido escribir el título, cerró el bolso y se llevó mis prismáticos a sus bonitos ojos pintados. También empezó a animar a la yegua, pero ella la llamó Montoro, un poco impropio.

– Dale, Montoro, pégale fuerte -dijo. Debía de ser espectadora de catch o boxeo.

No había manera de ver nada, aun así no pude desentenderme de la carrera, no tanto por lo que había apostado cuanto por curiosidad: quería saber si el soplo del amigo era bueno, tal vez fuese un novio poco recomendable quien se lo había dado a la señorita, esta clase de jóvenes sanas se entregan con frecuencia a los tarambanas, una forma de compensar sus caracteres muy rectos o candidos. Nos pusimos en pie los cuatro, miré de reojo a Ruibérriz y me hizo un gesto de que él tampoco se enteraba de cómo iba la cosa, sus prismáticos igualmente en manos blancas, así se las llamaba antes, cuando no ofendían, cuando ofendía algo. Al comienzo de la recta logré distinguir la mancha granate de nuestro jockey, todos los caballos iban todavía en grupo menos dos o tres que se habían descolgado, ya sin posibilidades, no era Condesa ninguno. Todos los espectadores exhalábamos vaho, miles de vahos, eso tampoco ayudaba a la visión tan dificultosa. De pronto hubo un enganche y una caída, dos jinetes rodaron por el suelo y se cubrieron la cabeza en cuanto pararon, las gorras de colorines salieron volando, uno de sus caballos siguió corriendo desmontado, el otro se deslizó sobre el turf con las patas delanteras estiradas y abiertas como si esquiara sobre la nieve resbaladiza y compacta, un tercero se asustó y dio dos o tres pasos vacilantes de artista antes de encabritarse y alzarse monstruoso girando sobre sí mismo, como aquella yegua de la calle Bailen dos años y medio antes, mientras yo paseaba de noche y meditaba sobre Victoria y Celia y sus comercios carnales, quizá los míos. Mere. Mará. Los demás aceleraron para dejar la colisión atrás cuanto antes y no verse involucrados en ella, en ese momento la carrera quedó rota, cada cabalgadura salió de allí como pudo, unas echándose hacia fuera, otras hacia dentro, la mayoría con el impulso perdido o frenado o cambiado. La que llevaba la mancha granate sobre sus lomos fue la única que se mantuvo recta sin dar bandazos, se le abrió un pasillo por el que avanzó sin obstáculos, su galope inalterado galopando galopando, el jockey ni siquiera tuvo que emplear la fusta. 'Venga, Condesa, vamos', me sorprendí pensando, no suelo chillar en los lugares públicos.

– Venga, Montoro, vamos -gritaba a voz en cuello la señorita Anita-. Ya está, ya está, ya está -repetía entusiasmada. Pensé que no habría descalificaciones, pese a las irregularidades posibles y la caída. Si aquello era un tongo, la manera de llevarlo a cabo había sido de lo más arriesgado.

Las jóvenes daban saltos de alegría, se abrazaron tres veces, vocearon '¡Viva el nueve!', a Lali se le cayeron los prismáticos de Ruibérriz, ni se dio cuenta, él los recogió compungido, un cristal roto. No dijo nada sin embargo, seguramente le podía más el contento, él nunca se va de vacío de ningún juego, hoy tampoco. Vi a lo lejos al almirante Almira que rasgaba sus boletos con patente fastidio, también el filósofo incrédulo que ya había llegado, los rasgaba casi todo el mundo. No nosotros, aquel mes se me arreglaba un poco, era probable que no cobrara el discurso.

– Bueno, adiós, nos vamos, que tenemos un poco de prisa. Encantada, ¿eh?, señor Ruibérriz de Torres, señor Francés. Y gracias por las atenciones -dijo la señorita Anita despidiéndose rápidamente de los dos a la vez. Tenían prisa por ir a cobrar, con esa cantidad le pedirían la documentación en taquilla, supongo, yo nunca he ganado tanto. Tal vez ni siquiera se quedarían ya para la quinta, el amigo o el tarambana esperándolas para celebrar la jugada. No les interesábamos. Me devolvió los prismáticos, yo le pasé el sombrero del mismo color que la vestimenta del jockey beneficioso. La vi alejarse con sus gratas piernas de muslos gordos, la falda corta permitía ver el arranque, sus medias no habían sufrido carreras en las carreras. Al final no había apuntado el título de la película, se le olvidaría de nuevo, el Solo seguiría sin verla entera y por lo tanto acordándose de ella, lo tendría muy malquistado el insomnio-. Vaya dos -dijo Ruibérriz alzándose el cinturón de los pantalones con ambas manos y sacando pecho mientras ellas desaparecían entre la masa móvil. Y eso fue todo lo que dijo para despedirlas.

Decidimos ir a cobrar más tarde, teníamos interés verdadero en la quinta, queríamos ir pronto al paddock a ver bien de cerca a los mejores caballos, podríamos presenciar la carrera sin preocuparnos ya del balance, saldríamos con ganancias en todo caso gracias a aquellas dos, a aquellas chicas. Cogimos buen sitio en el bar, desde allí veríamos cuándo salían los participantes. El hipódromo estaba ahora abarrotado, pasara lo que pasara no se atreverían a suspender la quinta, la visibilidad no importaba.

– Te fijaste en el fajo -le dije a Ruibérriz.

– Ya lo creo, un capital, de dónde lo habrá sacado. Billetes nuevos, ¿verdad?

– Billetes intactos.

– Hay que joderse -dijo.

No sé si iba a añadir algo más, pero no hubo ocasión porque de pronto vimos cómo un tío de cara bermeja y venas protuberantes rompía una botella justo enfrente de nosotros al otro lado de la barra y la agarraba bien por el cuello, esgrimiéndola, la espuma de la cerveza saltó como si fuera orina. Nos dio tiempo a ver a otro sujeto con abrigo de piel de camello que iba hacia él con una navaja empuñada en la mano, los pasos envenenados, no habíamos oído la parte verbal de la riña, en Madrid todo el mundo habla alto, el de la navaja intentó clavársela en el vientre al de la botella, de abajo a arriba el impulso, no llegó a su destino y nada se rasga, el cristal cortante hacia el cuello o la nuca no alcanzó tampoco, se frenaron el uno al otro las manos armadas con la que tenían libre, otros hombres aprovecharon el forcejeo para abalanzarse sobre sus espaldas y separarlos e inmovilizarlos (algún carterista sacaría tajada de aquel tumulto), intervinieron en seguida unos guardias, pedirían la documentación a todo bicho viviente de aquel lado de la barra, se llevaron a empellones a los rivales, les pegaron con las porras, les abrieron la cabeza, lo vimos, Ruibérriz y yo seguimos bebiendo tragos de nuestras cervezas, un trago, y otro, y otro, fue todo muy rápido y la niebla iba ahora en aumento.


Fue todo muy rápido también el lunes y el martes como lo parece todo cuando finalmente llega, entonces se tiene la sensación de que todo se ha precipitado y es corto y era escasa la espera, y de que podía haber venido aún más tarde; todo nos parece poco, todo se comprime y nos parece poco una vez que termina, entonces siempre resulta que nos faltó tiempo y no duró lo bastante (aún estábamos contemplándolo, aún dudábamos, qué pocas cartas y fotografías y recuerdos me quedan), cuando las cosas acaban ya son contables y tienen su número, aunque lo que a mí me ha pasado aún no esté concluido ni quizá vaya a estarlo hasta que yo mismo concluya y al encontrarla descanse y contribuya a salvarla como los otros siglos que ya pagaron su parte, aquella adivinanza infame del año 14. Y mientras tanto un día más, qué desventura, un día más, qué suerte. Sólo entonces dejaré de ser el hilo de la continuidad, el hilo de seda sin guía, cuantío mi voluntad se retire cansada y ya no quiera querer ni quiera nada, y no sea 'aún no, aún no' sino 'no puedo más' lo que prevalezca, cuando me interrumpa y transite sólo por el revés del tiempo, o por su negra espalda donde no habrá escrúpulo ni error ni esfuerzo.

Fue todo muy rápido porque no todo el mundo es consciente de que el presente recién transcurrido se aparece al instante como pasado lejano: Deán no lo era y consideró sin duda que llevaba demasiado tiempo esperando a saber lo que supo al fin por boca de su cuñada Luisa en el día acordado o pactado, ella tuvo el miramiento de llamarme el lunes al caer la tarde -o era ya noche, siguió la niebla difuminadora esos días- para confirmarme que había hablado, acababa de hacerlo, me había desenmascarado y ante Deán me había convertido en alguien a todos los efectos posibles, es decir, alguien con rostro y nombre y con hechos confesos, o para anunciarme esa otra llamada del marido o viudo que llegaría en seguida, creía ella, aquella misma noche en cuanto nosotros colgáramos y mi línea quedara libre, o al día siguiente como tarde si Deán decidía pasar las horas del sueño asumiendo o rumiando su conocimiento alcanzado. Entendí que Luisa había marcado mi número inmediatamente después de dárselo, quizá para protegerme aún durante unos minutos, quizá para impedirle hacer uso de él al instante una vez conseguido. Había estado en Conde de la Cimera hablándole, se habían visto como casi todos los días por una u otra cuestión del niño, ahora me llamaba desde el bar rusófilo que había abajo, nada más abandonar la casa, al menos Deán no se había precipitado al teléfono mientras ella descendía en el ascensor y daba la vuelta al edificio y buscaba su tarjeta o monedas para advertirme, si quería podía mantener el contestador puesto durante la noche, si aún no estaba en condiciones de hacer frente a aquella voz, a aquello, eso me dijo protectoramente. -¿Cómo lo ha tomado? -le pregunté.

– Creo que se ha sorprendido, pero ha disimulado bien la sorpresa. Debía de estar pensando en algún otro. Pero escucha -dijo-, no le he hablado de Vicente Mena, de pronto me pareció que era demasiado, demasiadas revelaciones inútiles, es amigo suyo, no sé, qué más da lo que hubiera si ya no puede haber nada. Te lo digo para que no se lo cuentes tú tampoco si no quieres. -Se quedó callada un segundo, luego añadió con desprendimiento-: Aunque a lo mejor te hace falta sacarlo, no sé, tú verás, tampoco importa mucho lo que ahora él piense de Marta. En realidad no sé si debería preocuparme por su buen nombre, no se sabe muy bien qué hacer con los muertos, estoy muy desconcertada.

'Antes se los veneraba o su memoria al menos, y se los iba a visitar a sus tumbas con flores y sus retratos presidían las casas', pensé; 'se guardaba luto por ellos y todo se interrumpía durante un tiempo o se disminuía, la muerte de alguien afectaba al conjunto de la vida, el muerto se llevaba en verdad algo de las otras vidas de sus seres queridos y no había por consiguiente tanta separación entre los dos estados, se relacionaban y no se daban tanto miedo. Hoy se los olvida como a apestados, si acaso se los utiliza como escudos o estercoleros para echarles las culpas y responsabilizarlos de la situación lamentable en que nos han dejado, se los execra a menudo y sólo reciben rencor y reproches de sus herederos, se fueron demasiado pronto o demasiado tarde sin prepararnos el sitio o sin dejárnoslo libre, siguen siendo nombres pero ya no son rostros, nombres a los que imputar vilezas y dejaciones y horrores, esa es más bien la tendencia, y no descansan ni siquiera en su olvido.'

– No te preocupes, no le hablaré de Vicente si así lo prefieres, confío en tu mejor criterio y no me cuesta callar eso -le dije-. Yo no sabía de su existencia cuando fui a cenar con tu hermana, podía no haber sabido tampoco al marcharme y todo habría sido lo mismo. Antes o después tiraré esa cinta, la tiraré hoy mismo, no ayuda ni beneficia a nadie. Y mira, no te preocupes por mí: la posible indignación de alguien no basta para que haya un culpable de ella, tampoco el dolor posible, nadie hace nada convencido de que esté mal hecho, es sólo que en muchos momentos uno no puede tener en cuenta a los otros, nos quedaríamos paralizados, a veces uno no puede pensar más que en sí mismo y en el momento, no en lo que viene luego. -En realidad estaba nervioso y un poco asustado. Quizá no sabía lo que estaba diciendo, hablamos sin saber muchas veces, solamente porque nos toca, impelidos por los silencios como en los diálogos del teatro, sólo que nosotros improvisamos siempre.

Hubo un silencio al otro lado del teléfono pero ya no seguí, tuve paciencia para esperar. 'Los otros', pensé. 'Los otros nunca se acaban', pensé mientras esperaba.

– Óyeme una cosa -dijo por fin Luisa-: si te propone que os veáis esta misma noche dile que no, yo creo. Mejor que os veáis de día, y a ser posible sin el niño en la casa, si quiere que os encontréis en su casa. Mi cuñada María se lo llevará por la mañana y no lo devolverá hasta por la tarde, mañana le toca a ella. Ya te dije que lo que quiere Eduardo es sobre todo contarte algo, pero aun así creo que es mejor que la situación sea lo menos parecida posible a la que tu viviste y ahora él conoce. Le he contado lo que me contaste con bastante fidelidad, le he dado tus explicaciones. Ha escuchado sin decir casi nada, pero creo que lo que peor entiende es que no le avisaras, que no avisaras a nadie. La verdad es que no sé cómo vas a encontrártelo. -Luisa hizo una pausa y añadió-: ¿Me contarás cómo ha ido? -Sonaba un poco atemorizada, nos atemoriza haber puesto algo en marcha. Me daba consejos y se preocupaba por mí, quizá sólo porque me veía en deuda, era yo quien tendría que oír reproches y aguantar la cólera y rendir cuentas. No estaba Marta para compartirlo.

– Lo sabrás por él, supongo.

– Así sabré cómo le ha ido a él, pero no a ti. Es distinto.

Aquello era una puerta abierta a volverse a ver, a volver a hablar, a volver a llamarse, qué desventura y qué suerte, un paso lleva a otro paso inocentemente y al final se envenenan, no siempre, quizá no los que diera hacia ella o Luisa diera hacia mí, quizá esta vez no, pensamos y seguimos pensando hasta el fin de los días en que concluimos. Colgué, colgamos y me dispuse a esperar la llamada. No me quedé quieto junto al teléfono, me levanté, me moví, fui a la nevera, abrí una botella, bebí un trago, volví al salón, cogí la cinta para tirarla como le había anunciado a Luisa, no lo hice, la dejé donde estaba, sobre un estante, no hay por qué cumplir siempre lo que se anuncia o hay siempre tiempo, más adelante, no es larga ninguna espera cuando termina. A los tres minutos sonó el teléfono, dejé que el contestador contestara primero, sería ya Deán, pensé convencido. Y sin embargo oí la voz de Celia que empezaba a dejarme un mensaje. Ahora ya nos hablamos, nos vemos de tarde en tarde pero nos hablamos con relativa frecuencia, una relación telefónica una vez olvidada la convivencia, así no hay más tentaciones que las verbales. Parece que va a volver a casarse pronto, entonces dejaré de pasarle cheques legales y dinero en mano cuando nos vemos, un marido acomodado de quien seré ya connovio sin duda, el dueño de un restaurante caro que no pisaré, eso creo, ninguna necesidad sin cubrir, eso espero. Lo cogí, hablé con ella, mi línea volvía a estar ocupada y yo a salvo durante unos minutos, pocos, ella estaba a punto de salir y sólo quería decirme algo que yo ya sabía: el actor insoportable para el que trabajo a veces me había dejado cinco recados en el contestador, me andaba buscando con mucha urgencia -a mí no me apetecía que me encontrara aquel día-, todavía hay gente que intenta localizarme a través de Celia como si ella fuera aún mi mujer cuando no hay manera de dar conmigo (como Ferrán lo intentó con Marta cuando Deán estaba en Londres y no había dejado sus señas, yo fui testigo auditivo tardío). Ahora seguimos sabiendo poco el uno del otro, Celia y yo, no nos preguntamos nada, esperamos a que se nos cuente, quizá la última vez que hubo preguntas concretas fue hace dos años y medio, cuando al día siguiente de mi visita nocturna y furtiva a su casa que fue la mía me llamó pese a haberme propuesto la noche anterior que fuera yo quien la llamara por la mañana para ver si almorzábamos juntos y hablar entonces de lo que fuera, no a las tres y media de la madrugada como yo pretendía. Eso había dicho, pero en su llamada ya no mencionó ese posible encuentro y quiso hablar de una cosa tan sólo, me preguntó muy seria: 'Oye, Víctor, tú tienes aún las llaves de casa, ¿verdad?' 'No', mentí, 'las tiré a la basura hace tiempo en un arrebato, un día de enfado. ¿Por qué?' '¿Estás seguro?', dijo ella. '¿Estás seguro de que no entraste anoche en casa con ellas?' Lo normal habría sido que pusiera el grito en el cielo y le preguntara si se había vuelto loca, una cosa era que la hubiera llamado a horas intempestivas proponiendo ir a verla inmediatamente tras un silencio de meses y otra que me hubiera presentado allí pese a su negativa sin más aviso y sin llamar al timbre, podía haberle contestado ofendido: '¿Estás loca? No es mi estilo.' Sin embargo contesté sobriamente, demasiado sobriamente para no delatarme, creo: 'No, ¿qué pasó?, yo no fui.' A veces miento y no siempre bien, aún conservo esas llaves, aunque ella seguramente cambiaría la cerradura aquel mismo día sin más tardanza. También conservo la cinta, no la he tirado, y el sostén de Marta Téllez que me llevé involuntariamente, lo huelo de vez en cuando y no huele ya a nada, y el papel amarillo que dice 'Wilbraham Hotel', es posible que me aloje allí la próxima vez que me toque ir a Londres. No me queda en cambio ese olor de Marta que quedó después de ella, los olores no duran tanto y no se recuerdan, aunque se recuerdan intensamente otras cosas a través de ellos cuando reaparecen, es difícil que se repitan los de los muertos. Celia no insistió, sólo dijo 'Ya' y colgó, como yo dije 'Ya lo sé, si te vuelve a molestar dile que no sabes nada de mí' cuando me comunicó la impaciencia del actor insoportable y después no colgué sino que colgamos ambos, nos llevamos bien ahora a distancia. Normalmente no me gusta hablar de Celia.

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