15

Las puertas del ascensor se abrieron después de un recorrido más breve de lo esperado. Aún agachado en el suelo, con la cabeza entre las manos, percibió la silueta de un vecino que entraba decidido en el habitáculo pero, al darse cuenta de su presencia, se detenía de inmediato.

– ¡Eres un desgraciado!

Cillian levantó la cabeza y se encontró cara a cara con el padre de Alessandro. El hombre, con un gorro de lana que le llegaba casi hasta el cuello y abrigado como para afrontar un frío polar, le miraba disgustado, severo. Arrastraba un carrito de la compra vacío.

– ¿Cómo pudiste dejarlo solo de esa manera? ¿Cómo?

– ¿Le ha pasado algo a Ale? -preguntó el portero con un hilo de voz al tiempo que se ponía en pie.

– No, pero de puro milagro. -La voz del signor Giovanni era cada vez más aguda, como si fuera a echarse a llorar de un momento a otro-. ¿Y si se hubiera atragantado o… hubiera pasado Dios sabe qué? ¿Eh? ¿En qué estabas pensando? ¿Por qué no nos avisaste?

– Lo siento. -Cillian miró al hombre a la cara.

Estaba claro que esas palabras serían lo único que le daría. Por lo que a él respectaba, el tema quedaba zanjado.

El signor Giovanni se llevó la mano a la cara y se cubrió los ojos. Tal vez para esconder las lágrimas, tal vez como pretexto para evitar la mirada de Cillian.

– Dios mío, no sabes lo mal que lo hemos pasado… Mi mujer…, la pobre, no se merece esto. ¿Se puede saber por qué te fuiste?

– ¿Baja o sube?

El señor Lorenzo volvió a mirarle a los ojos. El rostro de Cillian permanecía impasible. El mensaje era claro: el asunto estaba cerrado. Nada de lo que pudiera decirle le provocaría más sentimiento de culpa o remordimiento.

El signor Giovanni dio un paso atrás, empujó su carrito y sacudió la cabeza. No quería compartir el ascensor con un individuo como Cillian.

– ¿Sabes qué? -dijo, envalentonado-, ahora somos nosotros los que no queremos que vuelvas a ver a Alessandro. Ya no eres bienvenido a nuestra casa.

Cillian asintió con la cabeza.

– Me parece bien. -Apretó el botón de la última planta, pero antes de que se cerraran las puertas puso la mano sobre la célula fotoeléctrica para bloquear el cierre-. Una cosa…

El hombre le miró intrigado; tenía el rostro colorado por el enfado.

– Me gustaría que le dijera algo a Alessandro. -El signor Giovanni seguía resentido, pero parecía dispuesto a escuchar-. Dígale que… he muerto.

El padre de Alessandro, aturdido por esa petición, arqueó las cejas e inclinó la cabeza hacia delante.

– Así entenderá por qué no vuelvo a verle, y no lo vivirá como una traición. -No era esa la verdadera razón, pero eso al padre no le importaba-. Si de verdad quiere a su hijo, dígale que he muerto… que me he tirado de la azotea esta madrugada.

Retiró la mano, las puertas del ascensor se cerraron sobre el rostro incrédulo del anciano, y una vez más el ascensor bajó en lugar de subir. Cillian resopló, impotente.

Las puertas se abrieron en el vestíbulo. Cuatro hombres robustos, con mono de trabajo aún limpio, se apartaron para cederle el paso. Dos de ellos eran rostros conocidos:

– ¿Qué tal, hombre?… Aquí nos tienes de nuevo -dijo el primero.

– A ver si esta vez las cervezas están frías -bromeó el segundo.

– A ver si esta vez tienen cuidado con el lavavajillas -repuso Cillian.

No le fastidiaba que las obras volvieran a comenzar. Era algo previsto. El daño provocado en el apartamento de la pija del 5B tenía fecha de caducidad. Lo que le turbó fue la imagen del camión de mudanzas estacionado en la calle, delante de la puerta de entrada. Durante toda la mañana utilizarían el brazo mecánico para sacar del piso los muebles y los objetos de peso. Eso significaba que durante toda la mañana estarían, en medio de su trayectoria ideal de vuelo, entre la azotea y la acera. La idea de que en su último acto vital no tuviese un mínimo de privacidad no le gustaba nada.

– ¡Joder!

Enfiló la escalera que conducía al sótano sin saber muy bien cuál sería su agenda durante el resto del día. Y descubrió que los encuentros ocasionales no habían terminado. Dos hombres estaban de pie delante de la puerta de su estudio. Cillian se acercó despacio, sin que lo vieran, hasta que uno de los dos oyó el sonido de sus pasos.

– ¡Aquí está! -exclamó con una sonrisa el vecino del 10B. Y la sonrisa era irónica-. Tranquilo, tranquilo… no corras, hombre, que no hay ninguna prisa… -Desagradablemente irónica-. Sólo son las nueve y media. Llevas sólo dos horas y media de retraso, vago de mierda.

El otro hombre iba trajeado. Era la primera vez que Cillian le veía.

El vecino cascarrabias continuó provocándole, cada vez menos irónico y más agresivo.

– Me lo has puesto en bandeja… y mira con qué pinta vienes. Estamos en el Upper East, no en el Bronx. A ver si te enteras.

El segundo hombre arrancó un papel que acababa de enganchar en la puerta del estudio. Se lo entregó a Cillian.

– Buenos días. -La voz le resultó familiar-. Soy el administrador del edificio. Hemos hablado alguna vez por teléfono. Ésta es su comunicación de despido. Dentro de siete días tiene que haber abandonado el estudio. Ya hemos avisado a la agencia para que envíe a su sustituto. -Cillian cogió el papel pero no lo miró-. Puede recurrir, pero no se lo aconsejo: hay bastantes quejas documentadas por parte de este señor. Sé que tuvo problemas similares en su anterior trabajo y…, francamente, hoy he podido comprobar con mis propios ojos que lo que se le recrimina no es infundado.

– Y aún no ha visto lo que ocurrió en la azotea con las displadenias -resaltó el vecino del 10B.

Una mueca de hartura se dibujó en el rostro del portero. La privacidad que deseaba se complicaba aún más. Una visita a la azotea a corto plazo quedaba totalmente descartada.

– ¿Tiene alguna pregunta?

El vecino del 10B, desafiante, listo para contraatacar, esperó una respuesta de Cillian. Pero Cillian no tenía ganas de pelea.

– No. Lo entiendo.

– Entonces debería entregarme su llave de la garita y del candado de la caja que contiene las llaves del edificio. Puede quedarse con el juego de su estudio hasta que lo desaloje.

– Bien. -Sacó del llavero las llaves solicitadas y las restituyó, obediente. Eso no era un problema, llevaba sus copias personales colgadas del cuello.

Pasó entre los dos hombres y abrió la puerta de su estudio. El vecino del 10B echaba chispas por dentro por la falta de reacción de Cillian. Y una vez más el portero se dio la pequeña satisfacción de cerrarle la puerta en las narices.

De nuevo en su estudio. Un regreso que no debería haber tenido lugar. Sus cosas estaban guardadas ordenadamente en las maletas. El colchón estaba desnudo. Le daba una pereza tremenda deshacer las maletas. Además, en caso de sobrevivir, en no más de una semana tendría que volver a empaquetarlo todo.

Lo único que buscó fue el bote de aspirinas, guardado en un bolsillo lateral de una maleta. Tragó dos pastillas con la ayuda del agua del grifo. Y soportó el desagradable retrogusto de la cal.

Planeó el día. En los últimos tiempos apenas había conseguido cumplir ninguno de sus planes, pero necesitaba tener una hoja de ruta a corto plazo y bien definida. La indecisión le agobiaba. Prefería cargar con el remordimiento de tener una agenda y no respetarla, que con la incertidumbre de no tener agenda.

El plan fue simple. Se las arreglaría como fuera para aguantar todo el día; haría tiempo hasta que la muchedumbre entre acera y azotea se dispersara. Tenía el día entero para hallar una nueva estrategia, eficaz y segura, para acabar con Clara. Y si antes de la hora de cenar no la había encontrado, cortaría por lo sano. Y esta vez, sin consideraciones. No permitiría que su sexto sentido se saliera con la suya.

Su necesidad innata de dejar todo ordenado y recogido antes de partir le obligó a salir al patio interior para recuperar la ropa que había tirado por la ventana del baño de Clara. Las prendas estaban medio congeladas, rígidas.

El cuarto de las lavadoras era su lugar de meditación. Ese movimiento circular al otro lado del cristal ejercía en él un efecto hipnótico. Consiguió vaciar su mente mirando los calcetines azul oscuro, el chándal rojo y amarillo, y la toalla naranja que daban vueltas empapados de agua y entrelazados. ¿Qué podía hacer con Clara?

Intentó animarse considerando racionalmente la circunstancia de que sólo un elemento ocasional y, a priori, imprevisible -la llegada inesperada del novio- había frustrado su plan definitivo. No podía reprocharse nada. De no ser por Mark, en ese momento tal vez ni Clara ni Cillian estarían ya en la tierra. Se felicitó a sí mismo por cómo, a pesar de la migraña y el malestar, había conseguido recuperar su libreta y salir airoso de esa situación tan complicada.

Carecía de importancia que Mark sospechara de él. Daba por sentado que así era. Su estrategia con los vecinos consistía en ganarse su confianza primero y sólo después atacar. Con Mark eso no había sido posible. Un accidente lo había impedido. Después de ese primer y original encuentro, ese chico nunca confiaría al cien por cien en él. Era comprensible. Pero no importaba.

Lo que tenía que hacer era volver a actuar con rapidez, no dejar tiempo para que Mark volviera a pensar en lo ocurrido ni llegara a conocerle más. ¿Podía considerar la posibilidad de esconderse en el apartamento y narcotizarlos a los dos?

Un quejido agudo le distrajo de su meditación. El perro recién recuperado de la señora Norman le miraba alegre, agitando la cola, desde el umbral.

– ¿Qué pasa, Elvis? ¿Te has vuelto a escapar?

El pasillo del sótano estaba desierto y silencioso. Efectivamente, Elvis no había perdido las viejas costumbres y volvía a concederse un paseo en solitario por el edificio. El animal empezó a corretear a su alrededor sin dejar de mover la cola.

Cillian le acarició con efusividad. Y su mente retornó a una meditación muy reciente.

– Tú sí que confías en mí, ¿verdad?

En respuesta, el perrito levantó las patas delanteras y las apoyó en las rodillas de Cillian para que le rascara la cabeza. Era evidente que el cánido confiaba en él. ¡Incluso habían viajado juntos en metro! Y Cillian quiso comprobar hasta dónde llegaba esa confianza.

– Ven, perrito. – Cillian empezó a correr entre las lavadoras; Elvis le perseguía, feliz de que alguien hiciera ejercicio con él-. Salta, Elvis. -Y Elvis, invitado por un movimiento del brazo de Cillian, saltó-. Salta, Elvis. -Y Elvis, cada vez más alterado por ese juego frenético, volvió a saltar.

Entonces Cillian abrió la puerta de una lavadora que no estaba en funcionamiento.

– Salta, Elvis.

El perrito se detuvo y lo miró perplejo. El ritmo de los movimientos de su cola deceleró.

– Venga, Elvis, salta en el tambor.

El perro dio una vuelta sobre sí mismo, nervioso.

– Vamos, ¿no confías en mí?

En ese momento la cola de Elvis dejó de moverse. El perro ladeó la cabeza y le miró; dudaba. Su instinto le avisaba de que algo no encajaba. Pero por algo se dice que el perro es el mejor amigo del hombre: la confianza hacia el humano pudo sobre el instinto. El can saltó dentro de la lavadora.

– Buen perro -le felicitó Cillian con una caricia.

Cerró la puerta. Elvis le miraba, aún feliz, desde el otro lado del cristal, a la espera de la evolución de ese extraño juego. Su cola golpeaba a un lado y a otro la cesta de aluminio; retumbaba.

Cillian programó el lavado. No necesitaba detergente. Bastaría con un simple centrifugado.

El perro rascó el cristal con la patita, sin dejar de mirar a Cillian. Seguía alegre, pero estar ahí encerrado empezaba a ponerle nervioso.

La confianza ciega que otro ser había puesto en él y el total control sobre la vida ajena devolvieron una tímida sonrisa al portero.

Clara era su prioridad, pero bien podía permitirse satisfacer pequeños caprichos. La sensación era placentera.

Pensó en cómo se presentaría en casa de la señora Norman, con el rostro compungido y ese montón de pelo mojado en las manos: «Lo siento mucho, señora Norman, lo he encontrado en una lavadora… No sé qué decirle».

La mera visualización de esa imagen -el rostro de la anciana desencajado en una vorágine de dolor- le aportó cierto alivio dentro de un cuadro depresivo general.

Entonces pensó que podía llegar un poco más lejos con esa pequeña satisfacción. Recordó su estrategia con los objetos perdidos que guardaba en la caja. Los tiraba al río sólo y cuando no había opción de utilizarlos de manera más perniciosa. Y matar a ese chucho no era la forma más eficaz de provocar dolor a su dueña.

Abrió la puerta de la lavadora e invitó a Elvis a salir.

– Ven conmigo, chucho. El recreo ha terminado. Volvemos con tu dueña.

Cillian enfiló el pasillo, y el perrito, con confianza y entusiasmo recuperados, le siguió al trote.

Perro y hombre llegaron al vestíbulo a la vez. Y allí estaban Clara y Mark, esperando tranquilamente, abrigados. Cada uno con una maleta. Elvis corrió hacia Clara.

– ¡No me digas que has vuelto! -La chica se agachó para acariciarle; se alegraba de verdad de verlo. Miró a Cillian como para pedir explicaciones.

– Sí, regresó él solito hace un par de días.

– No quiero imaginar la reacción de tu dueña. Se habrá vuelto loca la pobre… -Se dirigió a Mark-: Éste es el perro que te comenté que se había escapado… y ha regresado.

– Ya lo veo -dijo Mark, serio, sin quitar ojo a Cillian.

– ¿Van a algún sitio?

– Sí -sonrió emocionada Clara-. Mi chico me lleva a Adirondack. -Alrededor de su muñeca llevaba un reloj nuevo, negro, elegante y deportivo.

Entonces recordó la conversación que había escuchado a lo lejos mientras intentaba encontrar su libreta. Por lo visto la había apartado de su mente. Clara se marchaba, y de nuevo todos sus planes se iban al garete.

– ¿Estarán fuera mucho tiempo?

– Toda la semana. Volvemos el domingo por la noche.

La voz de Mark interrumpió la conversación.

– Clara, llegamos tarde a la visita…

Cillian, desesperado y sin grandes expectativas de éxito, hizo un intento.

– He oído por la radio que hay atascos en los puentes y en el túnel… Por lo visto ha caído una nevada increíble…

– Bueno, no tenemos prisa… -dijo ella.

Mark cogió las dos maletas y reclamó la atención de la chica.

– ¡Clara, por favor!

– Que tengas una buena semana, Cillian.

Mark y Clara desaparecieron en el taxi. Un triste déjà vu. Cillian permaneció al otro lado del cristal, con la mirada perdida. Elvis, emocionado aún por el juego del cuarto de las lavadoras, apoyaba las dos patas delanteras en sus piernas.

Era demasiado. Siete días sin Clara era demasiado. No aguantaría. Recordó lo que se había prometido. Se había dado hasta la hora de cenar para encontrar una estrategia viable. Y las cosas no pintaban bien.

El perro empezó a mover la pelvis, chocaba sus genitales contra el llamativo pantalón de Cillian con un movimiento coital cada vez más frenético.

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