16

Su reloj marcaba las 21.20 cuando sus manos se agarraron a uno de los postes metálicos que sostenían el tanque del agua. Ya no había transportistas inoportunos ni vecinos fisgones que pudieran estropear su momento. Tal vez lo viera algún inquilino de los edificios de enfrente. A esa hora casi todo el mundo estaba despierto. Pero después de todo lo que había ocurrido, ese riesgo no podía considerarse un problema.

La tarde había transcurrido lenta y sin eventos trascendentales. Se obligó a ser fiel a su pacto. Había llegado la hora de la cena y su mente no había parido ninguna estrategia creíble. Se había sobrevivido a sí mismo hasta entonces; cada mañana había burlado la muerte con honestidad. Siempre había respetado las normas de la ruleta rusa.

Por pura coherencia vital, debía seguir siendo fiel a sus reglas. De hecho, así se lo reclamaba su organismo.

Poco antes de las siete había sufrido una crisis de ansiedad. Algo bastante inusual en ese momento del día. Estaba dando un paseo supuestamente inspirador por Lexington cuando empezó a hiperventilar. Se dio cuenta de lo mal que estaba por las miradas de extrañeza de la gente con la que se cruzaba. Comenzó a tambalearse, le costaba mantener el equilibrio. Un chico que empujaba un carrito de comida rápida le ayudó a sentarse en la acera y le ofreció una bebida que Cillian no reconoció. Era muy dulce y sabía un poco a limón. La tragó con escepticismo, simplemente porque se notaba la boca muy seca. Pero algún beneficio tuvo que aportarle, porque al rato recuperó las energías suficientes para volver a casa.

Ya en el estudio, fue directo a mojarse la cabeza debajo del grifo y la recuperación fue total.


La ciudad aún estaba llena de ruidos. Abajo el tráfico era intenso aunque la hora punta ya había pasado. Curiosamente, el coche rojo estaba aparcando exactamente debajo de él; esta vez no necesitaría ajustar su posición.

«Razones para volver a la cama…» Fue una simple formalidad. No encontró ninguna; tampoco se devanó los sesos. Había tenido toda la tarde para pensar; se dijo que no iba a ver precisamente la luz durante ese puñado de segundos.

«Razones para saltar: Clara se ha ido; no he conseguido amargar ni un instante de su vida; no aguantaré sin ella; no tengo trabajo; hace frío; ya no veré nunca más a esa cabronceta de doce años… Clara se ha ido.»

El plato de la balanza se inclinó pesadamente y sin resistencia en el otro lado. Y esta vez no quedaba ninguna sorpresa en la recámara de su cerebro.

Cerró los ojos y respiró hondo un par de veces. Abrió los brazos y se despidió de sí mismo. Había perdido la batalla contra Clara, pero dentro de unos segundos ya nada importaría.

Volvió a abrir los ojos para afinar la puntería sobre el coche rojo. Y entonces un objeto pesado y amarillo cayó con estrépito sobre el plato vacío de la balanza.

De pronto, los dos platos estaban en equilibrio.

Sesenta metros más abajo, el vehículo amarillo se detuvo delante de la entrada del edificio. Clara y Mark salieron del coche, cada uno por un lado. Clara fue directamente hacia la acera. Mark se quedó esperando a que el taxista sacara las maletas.

«Ha pasado algo.»

Y el peso de las maletas empujó el segundo plato hacia abajo.

Instintivamente, Cillian echó el pie hacia atrás y regresó al suelo de la azotea. Clara estaba allí. No se había ido. No debería aguantar sin ella una semana entera. Corrió hacia el interior del edificio.

Devoró el tramo de escaleras hasta la última planta y llamó a los ascensores. Los dos. En la excitación, su mente recordó todas las veces que había estado a punto de morir, convencido de que nada podía impedir que su cráneo se estrellara contra el asfalto. La razón para seguir adelante siempre llegaba de forma inesperada, ofrecida en bandeja por eventos que quedaban fuera de su alcance. Volvió a pensar en aquella noche lejana… él subido a la barandilla de un puente… el hombre que hacía jogging… el coche que se daba a la fuga.

Llegó el primer ascensor; Cillian bloqueó el cierre de las puertas correderas con una maceta. Se metió entonces en el segundo.

Cruzó corriendo el pasillo desde el ascensor hasta la puerta del 8A. Abrió con sus llaves y tuvo la sensación de que esa vez no había ojos indiscretos que le estuvieran espiando.

No llevaba su mochila, no le había dado tiempo a organizarse. Fue al primer cajón de la cocina y cogió un cuchillo. No era tan manejable como su bisturí, pero por lo menos así se sentía más valiente.

El trabajo de la noche anterior de búsqueda y reconocimiento de todos los posibles escondites de la casa le llevó a ocultarse, sin inútiles demoras, en el cuarto de invitados. Se metió en la habitación oscura y dejó la puerta entreabierta.

Pocos minutos después, la luz de salón se encendía y el retumbar de los tacones de Clara y de los mocasines de Mark invadió el ambiente. Caminaban despacio. En silencio. Cillian confirmó su primera impresión: «Ha pasado algo».

Por fin Mark se detuvo. Poco después lo hizo Clara. No podía ver sus rostros, pero ese silencio era cuando menos sospechoso. Mark fue el primero en hablar.

– No te pongas así, joder. ¿Cómo quieres que reaccione?

La voz de Clara sonó seria, insólitamente oscura.

– ¿Cómo? Por ejemplo, sin dar por sentado que soy una mentirosa.

– Nunca he dicho que lo seas.

– Claro que sí. ¡No lo niegues!

El tono entre los dos era seco. Los ojos de Cillian se iluminaron en la oscuridad del cuarto.

– Clara, ponte en mi lugar. No te veo desde hace… siete semanas. Cada vez que lo hacemos, me pongo condón… y… -se detuvo unos segundos.

– ¿Y qué? -le atacó Clara, agresiva.

– Y… tengo motivos para estar como mínimo sorprendido. Sólo eso.

Cillian asomó ligeramente la cabeza al pasillo. Podía ver la sombra de Clara proyectada en el suelo. Parecía que estaba de pie, de espaldas a la ventana.

– ¡Y yo, joder! Pero no voy a aceptar que insinúes…

Un escalofrío recorrió entonces la espalda del portero. Le sorprendió esa reacción tan normal, tan común, tan humana. Nunca había imaginado que alguna vez viviría ese momento. «Voy a ser padre», se dijo, emocionado.

– No insinúo nada, sólo digo lo que hay.

– Lo que hay es que ha pasado algo perfectamente explicable. -Clara seguía rabiosa-. El condón falló y los espermatozoides se quedaron vivos en la vagina unos días. Lo has oído. Puede ocurrir.

– Lo he oído. Técnicamente puede ocurrir. -La manera como Mark había resaltado el «técnicamente» dejaba a las claras su recelo.

La mente de Cillian empezó a correr por libre. No sabía si Clara iba a tener o no ese niño. Pero, en ese presente, Cillian iba a ser padre, y eso no se lo quitaba nadie. Se sentía feliz y no sabía exactamente por qué. No era por amor hacia una criatura, que ni conocía ni tenía interés en conocer. No era por cariño hacia la madre, a la que odiaba con todo su ser. Pensó entonces que tal vez era por el hecho de vivir una experiencia humana a la que nunca creyó que podría acceder. Se sentía feliz porque iba a satisfacer una curiosidad personal.

– ¡Vete a la mierda! -la voz de Clara devolvió a Cillian a la realidad.

Clara caminó colérica hacia el dormitorio. Cillian dio un paso atrás para ocultarse mejor en la oscuridad del cuarto. Durante una fracción de segundo la vio, con la cabeza baja, pasar como una exhalación. Demasiado rápido para estudiar su rostro.

Siguió un violento portazo.

«La fístula empieza a doler», pensó Cillian.

La casa permaneció en silencio. Ninguno de los tres ocupantes daba señales de ningún conato de movimiento.

A las 23.40, después de más de dos horas de una quietud sepulcral, Cillian tuvo la prueba de que Clara aún no se había dormido. Fue un sonido sutil, apenas perceptible, intermitente. La chica estaba llorando en su dormitorio. Un llanto sofocado pero incontrolable.

Cillian no fue el único que lo oyó. Mark, en el salón, se atrevió a dar unos pasos hacia el pasillo. Se paró y aguzó el oído. Entonces se acercó despacio a la puerta cerrada del dormitorio.

– ¿Clara? -susurró.

Pero la única reacción al otro lado fue el cese del llanto. Desde su posición, Cillian vio que el chico hacía un amago de abrir la puerta pero se retenía de inmediato. «Aún está molesto», celebró Cillian. Mark regresó, abatido, hacia el salón. Probablemente se tumbó en el sofá y el silencio más absoluto volvió a envolver la casa.

Saboreó su victoria. A pesar de no poder verlo con sus propios ojos, había conseguido su objetivo: Clara había perdido esa maldita sonrisa. Clara estaba destrozada, llorando sobre su cama. Se sentía satisfecho, pero no saciado. Percibía que podía llevar esa situación un poco más lejos y sentir ulterior e intensa felicidad. Y recibiría todo lo bonito que viniera como un regalo del cielo.

Tuvieron que pasar otras tres horas hasta la siguiente novedad. La luz del salón se apagó. Mark se disponía a dormir. Era de suponer que en el sofá.

Cillian se mostró paciente y dueño de la situación. Esperó una hora más. A las 3.40 de la madrugada se aventuró por el pasillo. Descalzo, con sigilo. Se asomó al salón y vio la silueta de Mark tumbado en el sofá y tapado con una de sus americanas como manta.

Al otro lado, el dormitorio seguía cerrado. Cillian fue hasta allí apoyó la oreja en la puerta; no oyó ningún sonido.

Se dispuso a entrar en acción. Abrió su lugar secreto en el armario del cuarto de invitados. El frasco de cloroformo casero y concentrado estaba allí, al lado de sus desodorantes.

Se ató un fular de Clara al cuello, se tapó con él la boca y se aproximó al hombre tumbado en el sofá. Mark estaba girado hacia el televisor, por lo que Cillian no podía ver si tenía los ojos cerrados o abiertos. Su respiración era ligera, nasal, apenas audible. Cabía la posibilidad de que estuviera despierto. La intensa discusión del día justificaba una noche insomne.

El portero, sin detenerse, aferró el cuchillo en su mano derecha. Lo importante era no hacer ruido para, por lo menos, contar con la baza del efecto sorpresa tanto si el novio de Clara estaba despierto como dormido.

Llegó a la altura del respaldo del sofá. Mark yacía de lado. Cillian acercó despacio su mano derecha al cuello del hombre. La punta del cuchillo a poca distancia de su piel. Si se levantaba o se daba la vuelta de repente, se encontraría con la hoja en sus carnes. A continuación acercó la mano izquierda con el trapo empapado en anestésico.

Mark reaccionó como Cillian esperaba: siguió en su sueño profundo pero pasó a respirar por la boca; no movió ningún músculo.

«Éste ya está.»

Cillian volvió a empapar el trapo con nuevo cloroformo y se dirigió hacia el dormitorio.

Aguantó el trapo y el cuchillo con la misma mano y abrió la puerta despacio. Pensó que si Clara estaba despierta, en la penumbra le confundiría con Mark, lo que le daría tiempo de abalanzarse sobre ella. Pero no fue necesario. Después de la intensa tormenta emocional, Clara, como Mark, había entrado en un estado de sueño profundo. Presionó el cloroformo contra su nariz y acto seguido encendió la luz de la mesilla de noche.

– Has llorado mucho, ¿verdad?

El rostro de la chica aún estaba mojado, como la manta de la cama, cerca de su mejilla.

Le acarició el vientre; en su interior estaba su hijo. Y esta vez no sintió ninguna emoción. Había satisfecho su curiosidad. Se dio cuenta de que ese principio de feto ya no representaba nada para él.

– Todo este cloroformo no le sentará demasiado bien al niño…

Pero estaba contento. Contento como nunca. Por fin su mejor antagonista había dado señales de derrota. Un logro que parecía imposible hacía sólo una horas.

– Las cosas cambian rápidamente, Clara.

Se sentía tan feliz que deseó que ese momento no acabara nunca. Estaba disfrutando de su vida y no quería perder esa sensación. Decidió concederse un placer terrenal.

Se tumbó al lado de la chica. Le bajó la falda y las medias, procurando no romperlas. En el baño no había leche corporal ni ningún otro producto para lubricarla, como había hecho las noches anteriores. Así que procedió con más delicadeza.

Se movió suave detrás de ella.

La penetró presionando su abdomen contra la espalda de ella, abrazándola con las manos cruzadas sobre sus pechos. Despacio. Feliz. Vivo.


Abandonó el piso a las cinco de la madrugada. Clara, vestida de nuevo y aseada, seguía tumbada transversalmente en la cama, como el portero la había encontrado. Mark yacía de lado en el sofá.

Después de la larga ducha matinal, se enfrentó a un pequeño pero inusual problema. Ahora que le habían despedido, debía decidir cómo ocupar el tiempo a lo largo del día. Se conocía bien y sabía que no hacer nada no era una alternativa conveniente. Su cabeza daría mil vueltas a lo que había ocurrido la noche anterior y transformaría en fracaso lo que hasta ese momento era un éxito indudable. Su mente necesitaba estar ocupada en cosas cotidianas.

Dejó el uniforme colgado en el perchero del armario. Salió del estudio con un ligero retraso respecto a su rutina de trabajo; no había dormido ni un minuto. La excitación le mantenía despierto.

La cancela exterior estaba abierta; nadie se había preocupado de cerrarla la noche anterior. El suelo delante de la entrada estaba tapizado por una sutilísima capa de hielo que se resquebrajó sin resistencia bajo sus zapatos. Observó unas huellas y dedujo que algunos vecinos ya habían salido, sin percances. Pensó entonces que por la noche podría echar agua allí para que al día siguiente el hielo estuviese más grueso y resbaladizo. Su agenda empezaba a llenarse de tareas.

Se encaminó a una cafetería, como hacía los fines de semana, para desayunar sentado a una mesa, leyendo el periódico.

Después de doblar la esquina entre la calle Sesenta y cinco y la Quinta Avenida, oyó una voz al otro lado de la calle:

– ¡Cillian, Cillian! ¡Estamos aquí!

La señora Norman, acompañada por su pequeña manada, le hacía señas desde el parque. Cualquier otro día habría fingido no verla. Pero esa mañana no le dio ninguna pereza cruzar la calle e intercambiar las frases habituales con la anciana. Esa mañana todo era positivo.

Elvis le saludó alegre, como siempre.

– ¡Cómo te quiere! -comentó, orgullosa, la anciana-. No creas que es así con todos… Los perros reconocen a las buenas personas.

Cillian acarició al animal.

– ¿Qué tal se encuentra hoy, señora Norman?

– ¿Qué tal te encuentras tú? -preguntó ella con aire grave.

– Bien.

– Me alegro, querido… me alegro de que te lo tomes así. ¿Sabes qué? Como pensábamos que tal vez estarías un poco abatido, las chicas, Elvis y yo te hemos preparado una tarta.

Cillian reaccionó como solía hacer en esos casos: abrió los brazos, se encogió de hombros y reclinó la cabeza hacia un lado, dando a entender que no tenía por qué haberse molestado.

– Y si vas a decirme que esta noche sales con tu chica, no pasa nada. Metes la tarta en la nevera y te la comes mañana o pasado mañana. Solo o con ella.

– Pues muchas gracias. Un verdadero detalle. -Cillian sonrió. Su rostro reflejaba la felicidad que estaba viviendo, y no le parecía necesario ocultarla.

– ¿Seguro que estás bien?

Se dio cuenta entonces de que la señora Norman deseaba que estuviera hecho polvo para poder levantarle el ánimo.

– No se preocupe, encontraré otro trabajo.

– Que sepas que yo no tengo absolutamente ninguna queja. Al contrario, me pareces un chico muy educado y simpático. Mejor que el de antes. Te voy a echar de menos. Y los chicos también.

Los ojos de la señora Norman se humedecieron. Cillian le puso una mano en el hombro y después le acarició la mejilla con ternura. Notó el escalofrío que recorrió la piel de la anciana, nada acostumbrada al contacto físico ajeno. La mujer se sonrojó. Incluso inclinó la cabeza hacia la mano de Cillian, atrapándola delicadamente entre su arrugada mejilla y el abrigo.

– Es usted muy buena, señora Norman. No entiendo cómo, siendo tan encantadora, continúa soltera… -La mujer esbozó una sonrisa; interpretó el comentario como un cumplido. Cillian retiró la mano. El rubor bañaba todavía las mejillas de la anciana-. Soltera… sin hijos… sin familiares… sin amigos que estén a su lado ahora y en los años difíciles que vendrán…

La señora Norman, con una sonrisa que pretendía quitar importancia al asunto, intentó intervenir:

– Hombre, Cillian, tengo muchos amigos.

Pero Cillian no le permitió que le interrumpiera.

– La veo todos los días, señora Norman. Todos los días me cuenta sus cosas, a mí o a la señorita King o al vecino al que pille… gente que sólo la escucha por pura educación.

La boca de la anciana se abrió y permaneció abierta, pero no profirió ninguna palabra.

– Me da mucha pena. Mucha. -Cillian la miraba a los ojos y mantenía un tono calmo y sonriente-. Me da pena porque no ha preparado esa tarta por mí sino por usted misma, para sentirse útil. Ahora consigue soportarlo, engañándose…

– Pero Cillian…

Cillian le puso el dedo índice delante de los labios y la mandó callar.

– … con sus falsos amigos, sus falsos compromisos, sus falsas fiestas… Pero todos los vecinos saben dónde se esconde cuando se arregla para sus inexistentes eventos mundanos… La única a la que consigue engañar es a usted misma… pero pronto ni eso podrá… Cada día que pase será peor que el anterior… Cuando los años y sus dolores no le permitan salir de casa, sus chuchos se cagarán en la alfombra de su salón, ya no habrá más que soledad…

La señora Norman se había quedado sin palabras. Miró al portero intentando ver en él la razón de tan brutal sinceridad.

– Y lo peor que puede pasarle no es que Elvis se pierda o que alguna de sus patéticas perras la palme… De suceder eso, al menos tendría una disculpa para llorar. Lo peor es que sus perros vivan con usted el máximo tiempo posible, porque cada vez que llora en su casa-museo no tiene ningún pretexto para hacerlo salvo la pena que se da usted misma. Estos perros viejos y decrépitos no son más que su reflejo. Cada día que los ve, se ve a sí misma…

La mujer consiguió cerrar la boca. Juntó ambas manos sobre el pecho, como si le hubieran despojado de su ropa.

– De verdad que no me lo explico -continuó Cillian-, con lo buena y dulce que es… -Y añadió en tono alegre-: Seguro que me gustará.

La señora Norman parecía confusa.

– ¿Có-cómo?

– Su tarta. Seguro que está deliciosa. -Cillian se agachó para acariciar con vigor a Elvis, que no paraba de apoyar las patas delanteras sobre su abrigo-. Qué tengan un buen día, los cuatro.

Cillian se irguió y se fue calle abajo; no se dio la vuelta para comprobar la reacción de la anciana. No era necesario.

Saboreó el café con gusto mientras hojeaba los anuncios de trabajo en el periódico. Después de su última experiencia en el edificio del Upper East, sabía que tendría problemas para conseguir un puesto parecido. No sólo no le darían una carta de recomendación, sino, casi con toda seguridad, todo lo contrario. Y tal como estaba el mercado laboral, sin buenas recomendaciones la cosa se ponía imposible. Una pena. Podía volver a las tareas de enfermero. Siempre había demanda de nuevos paramédicos infrapagados. Pero le apetecía afrontar otros retos. No tenía prisa. El futuro no le preocupaba. Porque su futuro no iba mucho más allá en el tiempo.

La alegría del éxito con Clara le permitiría superar media docena de ruletas rusas. Tal vez hasta diez. Su futuro no alcanzaba un arco mayor, así que le sobraba con tener pasta para sobrevivir durante las próximas dos semanas. Y a falta de liquidez, tiraría de su madre, que para eso estaba.

Sus ojos se posaron entonces en un artículo de la crónica ciudadana cuyo titular atrajo de inmediato su empatía. El gremio de los porteros estaba en pie de guerra contra los propietarios de los edificios. Se acordó de inmediato del vecino cascarrabias. Leyendo el artículo averiguó que su sindicato planeaba una huelga del sector, con el bloqueo de los aproximadamente treinta mil porteros que trabajaban en la Gran Manzana. La razón del conflicto era la actualización salarial en el nuevo convenio. Los propietarios rechazaban subidas debido a la crisis. Por supuesto, los porteros no estaban de acuerdo. Se anunciaba una huelga dura, como la de 1991, cuando la protesta duró dos semanas. A Cillian nunca le habían importado estas cosas. Su salario, de 45.000 dólares brutos anuales, le había parecido siempre más que suficiente. Pero se sentía tan positivo que pensó que tal vez ésa era una oportunidad para recuperar el trabajo perdido. Consideró la posibilidad de recurrir el despido, achacando a la amenaza de huelga y la situación global con el gremio, su razón de ser. En realidad, no le interesaba volver a trabajar allí, pero imaginar la cara del idiota del 10B al saber que tendría que aguantar de nuevo a Cillian y por tiempo indefinido le parecía un regalo que valía la pena. Apuntó en su agenda mental que pasaría por el sindicato y que se informaría sobre esa posibilidad.

Regresó al edificio a media mañana. El cartero había dejado el correo en la mesa de la garita. No sintió la llamada al deber de repartirlo, como había hecho en las últimas seis semanas. Pero sí se llevó una carta dirigida al señor Samuelson.

A pocos metros de la puerta de su estudio se percató de que habían colgado un papel. No se trataba de otra comunicación del administrador. Era una hoja arrancada de un cuaderno y estaba escrita a bolígrafo, con caligrafía infantil:


El hecho de que ya no seas nuestro portero no significa que vaya a dejarte en paz. No hace falta que cambies cada vez la hora de salida del piso de Clara. Esta mañana también te he visto. Procura estar a las cinco en tu estudio o lo cuento todo.


No iba firmado. Pero no había duda sobre la procedencia. No sólo no le preocupó, sino que incluso le alegró tener algo que hacer por la tarde. «A ver por dónde me sale ahora esta cabronceta.»

Una vez en el estudio, se sintió cansando. Su organismo recordó de pronto la noche insomne. Se tumbó en la cama con los cascos puestos. Las piernas y los brazos, doloridos probablemente por la tensión vivida, se relajaron. Un fluido cálido, placentero, envolvió sus extremidades. No lo controlaba con la mente. Procedía por su cuenta, atacando a la vez las piernas y los brazos. En pocos minutos estuvo en brazos de Morfeo.

Los golpes contra la puerta le despertaron cuando estaba en medio de un sueño complicado e imposible de recordar de tan absurdo que era. Tardó en despejarse. La cabronceta venía a visitarle. Se dijo que el tiempo había pasado volando. Pero cuando miró el reloj se percató de que eran poco más de las doce de la mañana. No había estado ni una hora en el mundo de los sueños. Los golpes en la puerta no cesaban.

– Oh… -se sorprendió Mark-, disculpa… estabas durmiendo. Si quieres vuelvo más tarde…

El novio de Clara estaba delante de él, solo. Cillian, aún adormilado, en calzoncillos y camiseta, sacudió la cabeza.

– No, no… ¿Qué puedo hacer?

– Mira, esta mañana, cuando nos hemos despertado, hemos visto algunas moscas por la casa… y me preguntaba si te molestaría volver a echar veneno.

Cillian escrutó el rostro del hombre. Pudo percibir la tristeza interior que estaba viviendo. Sus ojos se movían nerviosos, las palabras que salían de su boca pedían una fumigación extraordinaria, pero su mente estaba en otro sitio. Pensó que, de encontrárselo en la calle un fin de semana, le habría seguido.

– Bueno, ya no soy el portero de este edificio… No sé si se han enterado.

– Espero que no haya sido por lo de las llaves de esa señora…

– No, no. -Cillian sonrió-. En fin, debido a la buena relación que tengo con la señorita King y para zanjar nuestro malentendido, pasaré, no hay problema. -Le apetecía entrar como un triunfador en el apartamento 8A. Pisar el parquet sin necesidad de amortiguar el sonido de sus pasos, caminar a la luz del día, seguro, orgulloso, examinando el campo de batalla después de la victoria-. ¿Es necesario que vuelva a pedir prestada la fumigadora?

– No lo sé… tú eres el experto. Salen de detrás de la reja del aire acondicionado…

– Me visto y subo.

– He quedado con Clara en el centro. ¿Puedes hacerlo solo?

Cillian sacudió la cabeza y no pudo evitar un largo bostezo.

– Váyase tranquilo. -Pero en realidad no quería que Mark se fuera tranquilo-. Por cierto… ¿no tenían que estar de viaje?

Mark tardó en responder.

– Al final cambiamos de planes.

Mark se disponía a irse, cuando Cillian abrió un poco más la herida de la noche anterior.

– ¿Ha surgido algún imprevisto?

Mark le miró. Cillian tuvo la sensación de que intentaba leer algo más detrás de su pregunta. Pero Mark recobró de inmediato su expresión perdida y melancólica.

– No, no… sólo hemos decidido que era mejor quedarnos aquí. Tenemos algunos asuntos que arreglar.

– Me parece muy bien. Además en Adirondack hace mucho frío en esta temporada.

– Ya -suspiró Mark, alejándose.

«La invitas a comer en Max Brenner para arreglarlo todo, ¿verdad?», pensó Cillian, pero no llegó a verbalizar la pregunta.


Media hora después, Cillian entraba en el piso de Clara con un par de sprays insecticidas.

El salón estaba en orden. No había pruebas evidentes de que los dos chicos hubieran dormido en camas separadas. La bolsa de viaje de Mark, cerrada, se hallaba en la esquina donde antes estaba el ficus. En la mesita baja, entre el televisor y el sofá, los aparatos Apple de Mark y el sobrecito, abierto, con el que el chico había acompañado el regalo de Clara.

Cillian imaginó que Mark, por la noche, después de la discusión con Clara, había leído y releído el último mensaje de amor dirigido a la mujer que estaba embarazada de otro hombre.

Merodeó por la casa intentando percibir alguna pista de lo que había ocurrido por la mañana entre la pareja en crisis. En la cocina, abrió la nevera y averiguó que seguía vacía. Aún no habían ido de compras. Pero eso no era síntoma de nada.

Salió al pasillo y entró en el baño. Las dos toallas que había colgadas estaban mojadas, pero el tapón de la bañera parecía seco. Se habían dado una ducha. Tampoco eso significaba nada, pero por lo menos sabía que no se habían bañado juntos. Por las dimensiones de la bañera, una ducha de pareja resultaba logísticamente muy complicada. Además, por lo que había podido comprobar, habían salido de casa cada uno por su lado.

– Aún no habéis hecho las paces, ¿eh?

Era una hipótesis sin fundamentos, pero no importaba. Le gustaba. Abrió la taza del váter y orinó. Ya no necesitaba marcar territorio, pero las viejas costumbres son siempre difíciles de abandonar.

Se fijó entonces en los dos cepillos de dientes que había en el vaso de cristal, al lado del grifo. Mark había ocupado parte del espacio con su colonia, su aftershave y su estuche con las cosas para afeitarse.

En honor a los viejos tiempos, cogió el cepillo de Clara y probó la pasta de dientes de Mark. Se frotó la dentadura con energía.

A continuación fue al dormitorio. Y de inmediato se dio cuenta de que algo no encajaba. De la cama sólo quedaba la estructura de madera y el somier. No había rastro de las sábanas. Y el colchón estaba apoyado verticalmente contra la pared, con el agujero a la vista. De hecho, todo lo que contenía estaba a la vista, sobre la mesita de noche: el bisturí, el desodorante, la mascarilla, un frasco roto de cristal…

– Hijo de puta, ¿es así como lo haces siempre?

Mark estaba detrás de él, en el umbral de la puerta.

– ¿Ahora qué? ¿Vas a llamar a la policía?

Dio un paso hacia él, sin dejar de bloquearle la única vía de salida hacia el pasillo.

– ¡Habla, joder! ¿Qué coño es toda esta mierda?

Lo acorraló contra el somier.

– ¿Desde cuándo entras sin permiso en el piso de Clara? -gritó.

Cillian optó por la sinceridad.

– Seis semanas.

Todo había ocurrido demasiado rápido. La situación se había complicado radicalmente pero lo único en lo que conseguía pensar era en cuál de sus escondites se había ocultado Mark para espiarle y en el extraño sabor sintético que se le había quedado en la boca después de lavarse los dientes con la nueva pasta.

Mark se abalanzó contra él y le propinó un puñetazo en la cara que le partió el labio. Cillian perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, sobre el somier. Un impacto duro, pero la estructura aguantó.

– ¡Maldito chalado!

Mark lo agarró por el cuello de la camiseta y lo levantó como si Cillian no pesara nada. Le arrastró hacia sí y pegó su cara a la de Cillian.

– ¿Qué le has hecho? -gritó.

Cillian contestó sin desviar la mirada.

– Nada que a Clara no le gustara.

Por fin su cabeza empezaba a centrarse. Dejaba las elucubraciones sobre la pasta de dientes y se aventuraba con lucidez a analizar las circunstancias. Pensó que, a pesar de todo, seguía siendo el vencedor moral de esa situación. La superioridad física de Mark no podía maquillar el horror que estaba viviendo éste en su interior en ese momento. Probablemente estaba sufriendo como nunca en su vida. Y eso era un logro.

– Nada que a Clara no le gustara -repitió con voz serena.

– ¡Clara no sabe nada, capullo! -le gritó el otro fuera de sí.

Agarró la cabeza de Cillian con las dos manos mientras alzaba con contundencia su rodilla derecha. El impacto en el abdomen de Cillian fue tremendo. Le faltó el aire. Vomitó saliva y los restos del café que aún tenía en el estómago. Se dobló sobre sí mismo.

– ¿Qué le has hecho? -Volvió a cogerle la cabeza y a pegar su cara a la de Cillian-. ¿Qué le has hecho todo este tiempo?

Cillian intuyó que no le golpearía de nuevo porque quería que contestara. Percibía la frustración de Mark. La necesidad y, al mismo tiempo, el miedo a saber lo que había ocurrido realmente en ese apartamento durante su ausencia. Le aterrorizaba lo que Cillian pudiera confesar.

– Lo que tú no has hecho nunca -soltó, dolorido aún por el golpe.

Mark lo sacudió por los hombros pero no le pegó. En su cara se reflejaba la confusión que estaba viviendo.

– ¿Qué quieres decir? -aulló.

– He estado a su lado… -Le miró a los ojos. No le importaba la lluvia de golpes que sus palabras desatarían, sino sólo las sensaciones que despertarían en Mark- todas las noches.

Mark lanzó un grito rabioso y arrojó a Cillian contra la pared. El golpe fue más espectacular que doloroso. Cillian pudo atenuar con los brazos la fuerza del impacto. Pero no consiguió mantenerse en pie; cayó al suelo.

Mark estaba perdiendo el control.

– ¿Qué le has hecho, pervertido? -gritaba.

«Mátame y pasarás una buena temporada en la cárcel», pensó Cillian. Pero no lo verbalizó. No quería que Mark se detuviera. Sabía que podía provocarle hasta desquiciarle. De hecho, probablemente no había llamado a la policía para poder tomarse la justicia por su mano.

– He estado con ella cuando regresaba del trabajo… miraba la tele… comía sentada en el sofá… hablaba contigo… Imitó la voz de Clara-: Hola, amor… te quiero, te quiero muchísimo…

Mark, aturdido, levantó el pie derecho para aplastarle la cabeza. Cillian se protegió instintivamente con las manos. Pero el pie de Mark seguía suspendido en el aire. Al portero no le quedó claro si ese pie pretendía hacerle daño o evitar que siguiera vomitando una verdad incómoda. Cillian apartó las manos, ofreció su rostro al impacto, y recuperó su tono de voz habitual.

– He estado siempre aquí -señaló la cama-, mientras Clara dormía.

Por alguna razón, Mark se contenía. Permaneció con la pierna levantada, como una guillotina sobre el cuello de un condenado. A la angustiosa espera de una nueva revelación por parte de Cillian.

– Con ella y… dentro de ella. -El portero cambió a una voz más grave-: Cada vez que lo hacemos, me pongo condón…

Mark se tambaleó. La verdad que temía pero que esperaba no escuchar nunca.

– ¿Estabas aquí anoche? -consiguió decir.

– Técnicamente es posible… -dijo Cillian imitando de nuevo la voz de Clara. Y añadió con su voz normal-: Pero tú y yo sabemos que no es así. Yo no he sido tan cuidadoso…

Vio cómo la verdad se aclaraba en la cabeza de Mark. Debajo de su pie, a su disposición, tenía la cabeza del padre del hijo de su mujer. Y desató su rabia, descontrolada y salvaje. Bajó con todas sus fuerzas el pie contra el suelo. Cillian giró la cabeza y el pie resbaló hacia un lado, pinzando la oreja izquierda del portero entre el suelo y el zapato.

Fue un dolor lancinante. Cillian creyó que su oreja se había separado del cuerpo, arrancada por el tremendo pisotón. Un silbido agudo e ininterrumpido retumbó en su cabeza.

No había acabado. Mark volvió a levantarle, lo sujetó delante de él, preparado para destrozar el cráneo del portero con un cabezazo.

Un instante. El subconsciente de Cillian envió a su mano una orden no procesada. Una reacción totalmente instintiva, no premeditada.

Mark iba a decir algo, pero lo único que salió de su boca fue un borbotón de sangre. Se llevó la mano a la garganta, atravesada, debajo de su oreja, por el bisturí que la mano de Cillian había agarrado de la mesita de noche. La sangre manaba con abundancia y teñía de rojo su camisa de marca.

Los dos hombres se miraron incrédulos. Mark por lo que tenía clavado en su cuerpo. Cillian por lo que acababa de hacer.

– A… a… ayú… dame…

Mark se desplomó en el suelo. La mirada fijada en Cillian, sus ojos suplicando piedad. El portero se sentó a su lado, en el borde del somier y lo observó.

– Por… por… favor…

Pensó que la desesperación llevaba a la gente a hacer cosas incoherentes e ilógicas. ¿Cómo podía pretender que le ayudara después de haber intentado matarle?

La sangre brotaba de la boca y de la herida y se derramaba por el suelo del dormitorio. Mark intentó agarrar el pie de Cillian, pero éste se apartó a tiempo.

Necesitaba pensar y definir una estrategia. Seguramente Clara no sabía nada de lo que Mark había descubierto. De saberlo, la chica, siendo la primera afectada, no habría dudado en llamar a la policía y al séptimo de caballería. Sin duda se había despertado temprano, se había duchado y había salido a la calle sin mediar palabra con Mark. La pelirroja aún no sabía nada.

Cillian se agachó sobre el hombre herido, tendido en el suelo, y se limpió las manos manchadas de sangre en la camisa de Hugo Boss. Mark seguía mirándole con utópica esperanza.

Le quedaban pequeños rastros de sangre en la piel, así que fue al baño a lavarse. Con agua fría. Sin escatimar jabón. Su labio se había hinchado pero había dejado de sangrar.

Volvió al dormitorio. Agarró el colchón y lo colocó sobre el somier, con el agujero hacia abajo.

Mark agonizaba en un charco de sangre cada vez más grande mientras Cillian, al otro lado, hacía la cama. Puso el cubre colchón elástico y, después, las sábanas y la manta. Esponjó las almohadas entre sus manos, hasta dejar la cama como la de un buen hotel.

Mark le observaba, incapaz de moverse, cada vez más pálido.

Por costumbre, Cillian miró el reloj. Pero no procedía. No tenía ni idea de cuándo volvería Clara a casa. La hora no importaba. Decidió no demorarse inútilmente pero tampoco dejarse llevar por la prisa. Emplearía el tiempo necesario y, después, afrontaría cualquier situación que se le presentara, fuera cual fuese.

Procedió a recoger todas sus cosas de la mesita. Había subido sin su mochila, así que recurrió a una funda de almohada que él mismo había colocado en el armario un par de días atrás.

Sus pies pisaron el charco de sangre que se había formado en el suelo, pero no le afectó. Procedía paso a paso, como los samuráis que deben enfrentarse a muchos enemigos. Sólo ganaría si derrotaba a un adversario tras otro. El asunto de eliminar los rastros de su presencia llegaría más tarde.

– No me he dejado nada, ¿verdad?

No lo dijo con sadismo, sino por la costumbre de hablar en voz alta cuando Clara dormía profundamente. En el rostro del herido se reflejaba que Mark estaba tomando conciencia de que la añorada ayuda nunca llegaría.

Se acercó al moribundo. Consideró cuál era la mejor posición para trabajar y se agachó. Le quitó los zapatos, los calcetines, el pantalón, los calzoncillos. La camisa resultó más complicada. Mark intentó agarrarle y Cillian comprobó que al hombre ya no le quedaban fuerzas. El brazo de Mark volvió a caer al suelo al simple contacto con la mano de Cillian. Desabrochó con facilidad los botones. Intentó quitarle la camisa por las mangas, pero Mark, tendido de espaldas, se lo ponía difícil. Le agarró entonces por el hombro y la base de la espalda y le dio la vuelta. Mark rodó sobre sí mismo y quedó boca abajo.

El bisturí, presionado entre el suelo y la cabeza, penetró aún más en su cuello.

A Cillian le resultó fácil quitarle la camisa en esa posición Acto seguido, cogió por los pies al hombre desnudo y le arrastró fuera del dormitorio. El cuerpo de Mark dejaba un espeso rastro de sangre en el suelo.

Tiró de él hasta el baño. Una vez allí, lo levantó por las axilas y, con esfuerzo, lo sentó dentro de la bañera. Mark, sin fuerzas pero aún vivo, lo miraba impotente, rendido a lo que Cillian quisiera hacer con él.

La mente de Cillian volvió a todas las veces que había levantado y devuelto a la cama a Alessandro. Al placer que le proporcionaba el ser titiritero con otros seres humanos. Como ocurría con Alessandro, Mark se había quedado en la posición y en el lugar decididos por Cillian.

Puso el tapón de la bañera y abrió el grifo del agua caliente. Esa bañera que tan bien conocía, empezó a llenarse. El agua se mezclaba con la sangre. Aprovechó el agua para lavarse las manos, pues se le habían vuelto a manchar, y se quitó los zapatos.

Se secó con el pantalón de Mark y lo utilizó también para borrar grosso modo el rastro de sangre por el pasillo, sus huellas rojizas y el charco que se había formado en el dormitorio. Esta vez sí procuró no pisar la sangre.

Puso la ropa de Mark y sus zapatos manchados dentro de la funda de almohada, que cada vez iba engordando más.

Fue entonces al salón. Cogió un bloc de hojas que había al lado del teléfono, un bolígrafo y el sobrecito del último regalo de Mark a su novia.

Regresó al baño. El lecho blanco se llenaba. El agua había tenido un efecto reanimador sobre el moribundo. Mark giró la cabeza hacia él. Un hilo de voz salió de su boca:

– Aún… aún estás a tiempo de volver atrás…

Cillian se sentó en la tapa del váter y lo observó. Mark después de soltar su frase había perdido de nuevo todas las energías; tenía los ojos clavados en los suyos, pero Cillian no estaba seguro de que le estuviera viendo. Esa habitación se convirtió en una caja de recuerdos. En su cabeza se sucedieron la imagen del corredor nocturno, moribundo, cerca del puente. Esa misma mirada, intensa y a la vez vacía. El cuerpo inerte de Alessandro después de una caída y la sangre manando de su labio. Se vio a sí mismo en esa misma bañera, perdido y angustiado, pocas horas antes.

El cuerpo de Mark se deslizó hacia delante y se sumergió más en el agua.

Cillian salió de su ensimismamiento y se concentró en la hoja cuadriculada que tenía delante. Abrió el sobrecito y sacó la tarjeta que había dentro. «Para que sepas siempre a qué hora llamarme. Te quiero. Te quiero muchísimo. Mark.» Y en el sobre, simplemente, «Para Clara».

Empezó a escribir: «Lo siento». Comparó las caligrafías. Las curvas de la «s» y la «o» de Mark eran más limpias y perfectas. Arrancó la hoja y empezó de nuevo: «Lo siento, Clara». Comparó otra vez. La manera de Mark de cerrar los círculos seguía siendo más perfecta y plástica. La «C» de Clara debía ser más redonda. Arrancó la hoja y volvió s intentarlo: «Lo siento, Clara».

La bañera empezaba a rebosar. Cillian cerró el grifo y volvió a su tarea. Mark seguía vivo. Era incapaz de moverse, pero respiraba. La sangre, por efecto del agua caliente, salía profusamente de la herida.

No había manera de que esa «C» se pareciera. Otra hoja y otro intento: «Lo siento». Con eso bastaba. Claro y conciso. Comparó las caligrafías. A primera vista parecían similares. Pero analizándolas con detalle se detectaban pequeñas disconformidades, debidas más que nada a la diferente presión aplicada sobre el bolígrafo.

Cillian mojó la hoja en el agua, como si Mark la hubiera escrito cuando ya estaba en la bañera. Pretendía difuminar la tinta para que fuera imposible proceder a un minucioso análisis caligráfico, pero el agua borró el mensaje.

Su plan necesitaba un cambio. Además, la funda de la almohada cada vez se parecía más a la saca de Papá Noel. No sólo por el volumen sino por el color rojo que estaba tomando. La sangre que había empapado los pantalones y la camisa de Mark estaba traspasando la tela.

Fue a la cocina. No encontró bolsas de basura ni bolsas de plástico reciclables. Aprovechó el viaje para hacerse con un cuchillo de cocina. Lo cogió con la mano por debajo de su camiseta, para que no hubiera contacto directo entre sus yemas y el utensilio.

Regresó al baño. Extrajo el bisturí de la garganta de Mark. La carne, ablandada por el agua caliente, no opuso resistencia y el hierro salió sin esfuerzo. A continuación debía introducir el cuchillo en la misma herida. La hoja del cuchillo de cocina, al ser más grande, provocaría un corte más ancho y profundo, borrando así el rastro del bisturí. Resultó la tarea más complicada y difícil de esa intensa mañana.

Al clavar el bisturí apenas había sentido ninguna emoción. Había sido un gesto inconsciente, fulminante, inesperado y, por lo tanto, inmune a complicaciones mentales. Pero introducir ese cuchillo, en frío, en la garganta de ese hombre aún moribundo… era otra cosa. En eso no había pensado.

Tuvo que utilizar las dos manos para internarse con precisión en la herida. La cabeza del moribundo se movía ligeramente por el pequeño oleaje del agua, complicando la misión. La bloqueó con su rodilla. No necesitaba mirarse en el espejo -algo imposible en ese momento, por otra parte- para saber que estaba en una postura totalmente esperpéntica. Una pierna fuera de la bañera, como punto de apoyo; la otra pierna, doblada encima de la cabeza de Mark, inmovilizándola; el cuerpo, curvado hacia delante, y agarrando el cuchillo con las dos manos. Se sentía una mezcla entre torero a punto de clavar el estoque en la cerviz del toro inmóvil, y una versión real y truculenta del juego de mesa Operación.

La punta del cuchillo se aproximó insegura a la herida. Despacio. Cillian, empapado en sudor, se concentró. La última estocada. Entró lentamente, como en una imagen ralentizada. En el juego de mesa se habría encendido la nariz roja del paciente. Pero entró. Al principio sin resistencia. Después tuvo que abrirse camino. Hasta que un obstáculo sólido le impidió el paso. Probablemente una vértebra.

Cillian soltó el aire de los pulmones; sólo en ese momento se dio cuenta de que llevaba un buen rato sin respirar. Acto seguido, abrió la tapa del váter y vomitó el resto del café de la mañana.

No era el asco por la sangre, sino ese rechazo hacia la violencia física. Mientras su estómago daba la vuelta sobre sí mismo, Cillian se recordó que él estaba hecho para pensar, no para actuar.

Tiró de la cadena y, sintiéndose mejor, volvió a la tarea interrumpida. Cogió la mano de Mark y apretó los dedos sobre el mango del cuchillo. Con fuerza, para que las huellas quedaran bien marcadas. No sabía si el chico era diestro o zurdo y no quería caer en el error de los criminales de pacotilla. Así que repitió la operación con la otra mano para que la alfombra de huellas sobre el mango fuera caótica.

No había seguido al pie de la letra la técnica del samurái. En lugar de matar a los enemigos uno tras otro, los había ido dejando moribundos. El mensaje de despedida y la saca manchada de sangre reclamaban una solución.

En realidad, podía prescindir del adiós del suicida. Pero, de tenerlo, el escenario funcionaría mejor. Se le ocurrió un experimento. Cogió el dedo índice de la mano derecha de Mark. En este caso se arriesgó a elegir una de las dos manos, pero, para lo que tenía pensado hacer, no era determinante. Introdujo el dedo en la herida del cuello y, acto seguido, como si el dedo fuera un lápiz, empezó a escribir sobre las baldosas de la pared un último mensaje de sangre.

«Lo siento, Clara. No es mío. No lo aguanto.»

Observó su obra. La pintada era clara y seguramente impactante. Había el riesgo de que la analizaran. Pero esas cosas, pensó, sólo salían en las series policíacas. En realidad, no le importaba que dieran con él; sólo pretendía que Clara se creyera durante el máximo tiempo posible que su chico se había quitado la vida por su culpa.

Volvió a mirar la pintada y se arriesgó a dejarla.

En cuanto a la saca, optó por buscar otras fundas de almohada y esperar que la dueña de la casa no se percatara de su ausencia. Estaba seguro de que su pelirroja tendría la mente ocupada en otras cosas.

Tiró el bisturí dentro de la saca reforzada y fue al cuarto de invitados.

Se subió a una silla y sacó todas sus cosas del escondite. No dejó nada. Su intención era borrar todo rastro de su presencia allí.

Le quedaban dos pequeños enemigos. Las manchas de sangre en el suelo, sólo parcialmente borradas. Y, después, la salida.

Fue por orden.

Regresó al baño. Mark, de una palidez azul, estaba rígido. Había muerto. Sus últimos minutos de vida habían sido intensos, tremendos, espantosos. Y Cillian no había tenido que recurrir a la tortura, a la violencia consciente. Aparte del dolor por la cuchillada, todo había sucedido en su cabeza. Cillian, aún bajo los efectos de la excitación, tenía sólo una intuición de lo hermosa que, según sus parámetros, había sido su actuación.

Abrió el grifo y el agua caliente volvió a caer en la bañera, ya llena. Se desbordó de inmediato y se derramó por el suelo.

Cillian, descalzo, sin dejar que el agua alcanzara sus pies, observó cómo esa solución rojiza se extendía por el suelo del baño, cubría y confundía las manchas anteriores de sangre.

El grifo seguía vomitando. El agua salió al pasillo y ramificó su recorrido: hacia el dormitorio por un lado, y hacia el salón por el otro. El portero controló, a través de la puerta abierta del dormitorio, que el desbordamiento cubriera el lugar donde antes había un charco de sangre.

Puso la mano en el picaporte y, antes de abrir, intentó prever lo que podía esperarle al otro lado. El escenario más embarazoso y grotesco sería que se encontrara cara a cara con Clara; una situación complicada, que se topara con algún vecino que le viera salir del apartamento; un contexto óptimo, llegar sin encuentros ni incidentes hasta su estudio. Había otras variantes intermedias.

Abrió la puerta, despacio. El pasillo estaba desierto. Salió rápido para no desperdiciar el momento. Empezaba a pensar que tal vez tenía una estrella de la suerte en algún lado.

Eso sí, tuvo la sensación de que algo se movía detrás de la mirilla del 8B. Fue sólo una sensación. Pensó que a esa hora la niña maléfica estaría en la escuela. Tocó el timbre. Una vez. Esperó y volvió a llamar. Nada ni nadie se movió al otro lado. Había sido su imaginación.

Se fue rápido hacia la escalera. Bajaría por allí, para evitar encuentros inoportunos.

Llegó sin problemas a la primera planta. Hasta su estudio le quedaban por sortear dos posibles peligros: cruzar el vestíbulo y, después, pasar delante del cuarto de lavadoras, donde a esa hora era probable que hubiese alguna asistenta haciendo la colada.

Y esta vez no fue tan afortunado. La realidad se quedó en una variante entre el segundo y el tercer escenario previsto.

El vestíbulo estaba en silencio. Lo cruzó veloz, no se dio cuenta de que había un hombre delante de los buzones.

– ¡A usted precisamente quería ver!

Un anciano muy alto, elegante, que caminaba con un bastón de paseo, se le acercó. El vecino del 2D era un hombre educado y parco en palabras. Cillian nunca había tenido ningún problema con él. Hasta entonces.

– No estoy seguro de que el correo me llegue correctamente.

Cillian sabía adónde quería ir a parar el hombre. Tarde o temprano tenía que ocurrir. Pero en ese momento no se sentía capacitado para afrontar la situación.

– Lo siento, pero ya no soy el portero de este edificio. Si tiene alguna queja, puede contactar con el administrador.

Se disponía a seguir su camino, pero el viejo se lo impidió apoyándole el bastón en el costado.

– No quiero quejarme, quiero saber dónde están mis cartas.

Cillian resopló.

– Mire, cada día reparto el correo a todos los vecinos… no sé a qué cartas se refiere. Lo que llega, lo reparto. Si el cartero se ha equivocado, no…

– Acabo de hablar con el cartero. Él recuerda perfectamente esos sobres. Y recuerda habérselos entregado a usted.

No parecía que por ese camino fuera a llegar a buen fin, pero Cillian intentó acotar las posibilidades.

– ¿Y qué quería que le dijera? ¿Qué admitiera que el fallo era suyo?

Se dio cuenta entonces de que el hombre miraba perplejo sus pies desnudos. Cillian intentó recuperar su atención.

– Descargar las responsabilidades sobre otros es el deporte nacional.

El señor Samuelson esbozó una tibia sonrisa.

– Pero a usted lo han despedido porque no hace bien su trabajo… ergo, a menos que me demuestre lo contrario, tiene todas las papeletas para ser el responsable.

Cillian permaneció en silencio y le sostuvo la mirada. Ya le habían despedido. Una denuncia por sustracción de correo no le preocupaba lo más mínimo. Lo que le inquietaba era que ese encuentro estropeara la perfección de la aventura que acababa de vivir en la octava planta.

Podía largarse en ese instante y dejar abierta esa conversación, pero eso significaba admitir la culpa en un día en el que, por el contrario, debía pasar desapercibido lo máximo posible.

– Es cierto -dijo pasándose la saca de un hombro a otro-. He sido yo.

El señor Samuelson agudizó su mirada. No había rabia ni resentimiento en sus ojos, sino más bien curiosidad.

– ¿Conoce a la vecina del 3B, la señora Norman? -continuó Cillian.

– ¿La mujer de los perros?

– Exacto. Bueno… a pesar de las apariencias, se trata de una mujer muy sola y triste. No tiene amigos ni familiares. Sólo sus viejos perros.

– Lo siento mucho por ella, pero, la verdad, no entiendo qué tiene que ver esto con mi correo.

– No me pregunte el motivo, pero esa mujer me tiene especial confianza y cariño… -Cillian notaba que el señor Samuelson estaba cada vez más confundido-, y la cuestión es que me ha confiado que le gustaría mucho tener un amigo de su edad. Una persona que comparta sus mismos intereses y aficiones. No busca una relación complicada, créame. Sólo un amigo especial con quien ir al cine o al teatro una vez a la semana, o incluso dar un paseo por el parque.

El señor Samuelson había caído en la telaraña. El cuento de Cillian había capturado su atención.

– Bueno, el caso es que me preguntó si usted tenía alguna… novia, alguna amiga… y yo cometí el error de decirle que creía que sí, que recibía regularmente cartas de una mujer… -Mientras se escuchaba, él mismo alucinaba de que fuera capaz de soltar esa perorata pocos minutos después de haber cometido un asesinato, descalzo y con una saca llena de prendas ensangrentadas a la espalda-. Recuerdo la desesperación que mi inoportuno comentario provocó en la pobre… así que le prometí… -simuló embarazo- que haría lo posible por romper el vínculo entre su corresponsal epistolar y usted.

Cillian levantó la mirada. Parecía un niño que ha admitido haber hecho algo malo pero que, por su confesión, espera el perdón.

El señor Samuelson le miró muy serio. Después volvió a sonreír.

– No sé si creérmelo, francamente…

– Es lo que ocurrió. Y le agradecería que no mencionara nada de todo esto a la señora Norman o a la pobre le dará un infarto. Yo soy el único responsable.

– Sigo sin creer ni una palabra… pero por lo menos me ha hecho usted gracia.

En ese momento la saca de Cillian empezó a vibrar. Un curioso temblor intermitente.

– Prométame que un día me contará el motivo real, ¿le parece?

Cillian no contestó, tenía toda su atención puesta en lo que ocurría en la saca. Al instante empezó a sonar la melodía de un móvil. Cillian no se movió. El señor Samuelson tampoco. Se trataba de una versión de «Para Elisa» de Beethoven que, cada vez más alto, invadía el vestíbulo.

– Creo que le están llamando.

– Sí, pero sé quién es y… no me apetece hablar ahora. -Y sabía de verdad quién era. Al otro lado de la puerta de cristal, en la acera, vio a Clara con el móvil pegado al oído.

El señor Samuelson se dirigió hacia los ascensores.

– Es usted un tipo muy curioso… Por cierto, ¿hay alguna forma de que pueda recuperar mis cartas?

– Las tiré al río -respondió Cillian sin dejar de mirar a Clara.

El señor Samuelson sacudió la cabeza y se giró hacia los ascensores.

– Que tenga un buen día.

– Usted también -dijo Cillian.

Clara, en la calle, había colgado. Y al instante la pieza para piano había dejado de sonar en la saca.

Cillian se precipitó hacia la escalera del sótano antes de que Clara entrara en el vestíbulo. Detrás de él, oyó el sonido familiar de los tacones de la chica que cruzaban el espacio entre la puerta y los ascensores y cómo el señor Samuelson y Clara intercambiaban un saludo.

Una vez en su estudio se quitó a todo correr la ropa que llevaba puesta. Alguna gota de sangre podía haber impregnado su vestimenta. Volvió a vestirse, se calzó unos zapatos y se puso el abrigo. Metió la saca en una bolsa grande de la basura, junto con la ropa que acababa de quitarse.

Quería largarse antes de que explotara todo. Antes del tremendo alboroto que viviría el edificio en cuestión de minutos.

Cuando salió a la calle, en el inmueble reinaba aún el silencio. No se oían gritos ni nada fuera de lo normal.

Con su bolsa de basura, fue hacia el este. A pesar de la poesía y la melancolía que le inspiraba el lugar, no era momento de viajar hasta el puerto del Hudson con la Setenta y nueve. El East River, más cercano, satisfaría sus necesidades. Cruzó la Franklin D. Roosevelt East River Drive por un puente peatonal a la altura de la calle Sesenta y tres.

En el paseo que recorría la orilla sólo había unos pocos corredores incondicionales. El frío invitaba a cualquier cosa menos a un paseo por allí. Después de cerciorarse de que se hallaba lejos de ojos indiscretos y de las cámaras de vigilancia de la FDRER, recuperó el iPhone rebuscando en el pantalón con una mano enguantada. No estaba seguro de lo que debía hacer con el dispositivo. No haber revisado los bolsillos del pantalón había sido un error importante. La ausencia de ese aparato en la casa podía levantar sospechas. Decidió que se lo guardaría hasta que supiera qué hacer. A continuación, metió una piedra en la bolsa, para que se fuera al fondo sin sorpresas, y la tiró al agua.

Y entonces tomó conciencia de lo que había hecho. Por fin en su cabeza quedó claro que había matado a un hombre después de una tremenda tortura psicológica. Supo que acababa de dar otro horrible golpe a Clara. Nunca había ido tan lejos. Sólo la descarga de adrenalina le había permitido llegar hasta allí. Sabía que ahora era un asesino a todos los efectos.

Las piernas le flaquearon y tuvo que sentarse en el borde del río.

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