PRIMERA PARTE

El jardinero mexicano

1

Vida en el campo

La quietud en el aire de la mañana de septiembre era como el silencio en el corazón de un submarino a la deriva, con los motores apagados para eludir el sónar del enemigo. Todo el paisaje permanecía inmóvil en las garras invisibles de una inmensa calma, la calma que precede a una tormenta, una calma tan profunda e impredecible como el océano.

Había sido un verano extrañamente suave; un clima que rayaba en la sequía poco a poco iba extinguiendo la vida de pastos y árboles. Las hojas ya habían pasado del verde al marrón y comenzaban a caer en silencio desde las ramas de arces y hayas, lo que dejaba escasas perspectivas de un otoño colorido.

Dave Gurney estaba junto a la puerta cristalera de su cocina de estilo rústico, mirando al jardín y al césped recién cortado que separaba la casa de labranza del prado, demasiado alto, que descendía hasta el estanque y el viejo granero rojo. Se sentía vagamente incómodo y distraído; su atención iba pasando de las esparragueras de un extremo del jardín a la pequeña excavadora amarilla aparcada junto al granero. Tomó un sorbo de su café de la mañana, que ya se estaba enfriando por el aire seco.

Abonar o no abonar, esa era la cuestión con los espárragos. O por lo menos fue lo primero que se preguntó. En caso de respuesta afirmativa, se plantearía un segundo interrogante: ¿directamente desde el camión o en sacos? La clave del éxito con los espárragos, según se había informado en varias páginas web a las que lo había dirigido Madeleine, estaba en el fertilizante. Ahora bien, no le quedaba del todo claro si tenía que complementar el abono de la última primavera con más estiércol.

En sus dos años en los Catskills había tratado de enfrascarse, aunque con cierta desgana, en estas cuestiones de casa y jardín en las que Madeleine se había implicado con un entusiasmo instantáneo. Sin embargo, las inquietantes termitas del arrepentimiento del comprador no dejaban de carcomer sus esfuerzos. No era tanto la compra de esa casa en concreto, con sus veinte hectáreas de terreno, pues seguía considerándola una buena inversión, sino la decisión que había cambiado su vida: abandonar el Departamento de Policía de Nueva York y retirarse a los cuarenta y seis años. La pregunta recurrente era si había cambiado demasiado pronto su placa de detective de primera clase por las tareas de horticultura de un aspirante a hacendado.

Ciertos sucesos de mal agüero sugerían que sí. Desde su traslado al paraíso bucólico le había aparecido un tic esporádico en el párpado izquierdo. Para su desgracia y la angustia de Madeleine, había empezado a fumar de nuevo de manera ocasional después de quince años de abstinencia. Y, por supuesto, estaba el problema imposible de ocultar: haber tomado la decisión de zambullirse en el dantesco caso del asesinato de Mellery, que le había ocupado el otoño anterior, un año después de su jubilación.

Había sobrevivido por poco a aquello. Al implicarse, incluso había puesto en peligro a Madeleine. Gracias a ese momento de clarividencia que sigue a enfrentarse cara a cara con la muerte, durante un tiempo se había consagrado de lleno a los placeres sencillos de su nueva vida campestre. Pero hay algo curioso en la imagen cristalina que te dice cómo debes vivir. Si no te aferras a ella todos los días, la visión pronto se desvanece. Un momento de gracia es solo un momento de gracia. Si no se aprovecha, enseguida se convierte en una especie de fantasma, en una imagen pálida e inasible que retrocede como el recuerdo de un sueño hasta quedar reducido a una simple nota discordante en el trasfondo de tu vida.

Gurney había descubierto que comprender aquello no proporcionaba una clave mágica para revertirlo; así pues, su actitud hacia esa vida bucólica era una especie de tibieza. Y esa actitud le hacía perder el paso con su esposa. También le llevaba a preguntarse si alguien podía cambiar de verdad alguna vez o, más concretamente, si alguna vez podría cambiar él. En sus momentos más sombríos le desalentaba la rigidez artrítica de su propia manera de pensar; o en un sentido más profundo, de su manera de ser.

La cuestión de la excavadora era un buen ejemplo. Seis meses antes había comprado una pequeña y usada; se la había descrito a Madeleine como la máquina adecuada para unos propietarios de veinte hectáreas de bosques y prados, así como de un camino de tierra de cuatrocientos metros de largo. La veía como un medio para llevar a cabo las reparaciones de jardinería necesarias y hacer mejoras objetivas: algo bueno y útil. En cambio, al parecer Madeleine la vio desde el principio no como un vehículo que prometía una mayor participación de su marido en su nueva vida, sino como el símbolo ruidoso y con olor a gasóleo de su descontento, de su insatisfacción con el entorno, de su fastidio con el traslado de la ciudad a las montañas, de la enfermiza obsesión por el control que lo empujaba a demoler un mundo nuevo e inaceptable para adaptarlo a la forma de su propio cerebro. Solo se lo había dicho una vez, lacónica: «¿Por qué no puedes aceptar todo esto que nos rodea como un don, como un regalo fastuoso, en lugar de tratar de arreglarlo?».

Mientras permanecía de pie tras la puerta cristalera, recordando con incomodidad el comentario de su mujer, percibiendo el tono de suave exasperación en su mente, la voz real de Madeleine sonó a sus espaldas como una intrusión.

– ¿Hay alguna posibilidad de que revises los frenos de mi bicicleta antes de mañana?

– Ya te dije que lo haría.

Dave tomó otro sorbo de café y esbozó una mueca. Estaba desagradablemente frío. Miró el viejo reloj de péndulo que colgaba sobre la encimera de pino. Disponía de casi una hora libre antes de salir a impartir una de sus ocasionales clases en la Academia de Policía estatal de Albany.

– Deberías venir conmigo un día de estos -comentó Madeleine, como si la idea se le acabara de ocurrir.

– Lo haré-dijo él.

Solía responder así cuando su mujer le pedía que la acompañara a pasear en bicicleta a través de las onduladas tierras de labranza y los bosques que ocupaban la mayor parte de los Catskills occidentales. Se volvió hacia Madeleine, que estaba de pie junto a la puerta del comedor con unas mallas gastadas, una sudadera holgada y una gorra de béisbol manchada de pintura. De repente, Dave no pudo evitar sonreír.

– ¿Qué?-dijo ella, ladeando la cabeza.

– Nada.

En ocasiones, la presencia de su mujer era tan encantadora que inmediatamente dejaba de lado cualquier pensamiento negativo. Madeleine era esa criatura excepcional: una mujer hermosa a la que parecía importarle muy poco su aspecto. Se le acercó y se puso a su lado, examinando el paisaje.

– El ciervo le ha estado dando al alpiste-dijo en tono más divertido que molesto.

Al otro lado del césped se veían los tres comederos para pinzones, que colgaban completamente torcidos. Al mirarlos, Gurney se dio cuenta de que compartía, al menos hasta cierto punto, los sentimientos bondadosos de Madeleine por el ciervo, pese a los daños, menores, que este había causado; y no dejaba de ser curioso, porque lo que sentían respecto a los estragos que causaban las ardillas, que en ese mismo momento consumían las semillas que el ciervo no había logrado extraer del fondo de los comederos, era muy distinto. Nerviosas, rápidas, agresivas en sus movimientos, parecían movidas por un hambre obsesiva propia de roedores, un deseo avaricioso por consumir hasta la última partícula de alimento disponible.

La sonrisa de Gurney se fue desvaneciendo mientras las observaba con una pizca de tensión nerviosa. Sospechaba que esa tensión se estaba convirtiendo en su reacción refleja a demasiadas cosas: un nerviosismo que surgía de las grietas de su matrimonio y que contribuía a ensancharlas. Madeleine describiría las ardillas como fascinantes, inteligentes, ingeniosas, imponentes en su energía y determinación. Parecía amarlas igual que amaba la mayoría de las cosas de la vida. Él, en cambio, deseaba pegarles un tiro.

Bueno, no exactamente pegarles un tiro. En realidad, no quería matarlas ni lisiarlas, pero tal vez sí dispararles con una pistola de aire comprimido para hacerlas caer de los comederos y que se fueran volando hacia el bosque al que pertenecían. Matar no era una solución que le hubiera atraído nunca. En todos sus años en la Policía de Nueva York, en todos sus años como detective de Homicidios, en veinticinco años de trato con hombres violentos en una ciudad violenta, nunca había sacado su pistola; apenas la había tocado fuera de una galería de tiro y no sentía ningún deseo de empezar a hacerlo. Fuera lo que fuese lo que le había atraído a la labor policial, lo que lo había casado con el trabajo durante tantos años, desde luego no era el atractivo de una pistola o la solución engañosamente simple que esta ofrecía.

Se dio cuenta de que Madeleine lo estaba mirando con esa expresión suya entre curiosa y evaluadora adivinando quizá, por la rigidez de su mandíbula, lo que estaba pensando de aquellas ardillas. Dave quería decir algo que pudiera justificar su hostilidad hacia las ratas de cola esponjosa. En ese momento sonó el teléfono; de hecho, sonaron simultáneamente dos teléfonos: el del estudio y su móvil, que estaba en la cocina. Madeleine se dirigió al estudio. Gurney cogió el móvil.

2

La novia decapitada

Jack Hardwick era un cínico desagradable, mordaz y de ojos llorosos que bebía demasiado y casi todo en la vida lo veía como una broma amarga. Tenía pocos admiradores entusiastas y no inspiraba confianza con facilidad. Gurney estaba convencido de que si se le arrebataran los motivos cuestionables, a Hardwick no le quedarían motivos.

No obstante, también lo consideraba uno de los detectives más inteligentes y perspicaces con los que había trabajado. Así que cuando se llevó el teléfono a la oreja, oír esa voz inconfundible de papel de lija le generó sentimientos encontrados.

– Davey, Davey.

Gurney hizo una mueca. Nunca le había gustado que le llamaran Davey, y suponía que por ese mismo motivo Hardwick había elegido llamarlo así.

– ¿Qué puedo hacer por ti, Jack?

La risotada del hombre sonó tan molesta e irrelevante como siempre.

– Cuando estábamos trabajando en el caso Mellery, te jactabas de que te levantabas con las gallinas. Solo he pensado en llamar para ver si era verdad.

Siempre había que soportar unas cuantas bromitas antes de que se dignara a llegar al asunto en cuestión.

– ¿Qué quieres, Jack?

– ¿Tienes gallinas vivas, corriendo cacareando y cagando en esa granja tuya? ¿O era solo una forma de hablar campechana?

– ¿Qué quieres, Jack?

– ¿Por qué diablos iba a querer yo algo? ¿No puede un viejo amigo llamar a otro viejo amigo por los viejos tiempos?

– Déjate del rollo del «viejo amigo», Jack, y dime por qué me has llamado.

Otra risotada.

– Eso es muy frío, Gurney, muy frío.

– Mira. Todavía no me he tomado mi segunda taza de café. Si no vas al grano en los próximos cinco segundos, cuelgo. Cinco…, cuatro…, tres…, dos…, uno…

– Novia de clase alta liquidada en su propia boda. Pensaba que podrías estar interesado.

– ¿Por qué iba yo a estar interesado en eso?

– Mierda, ¿cómo no iba a estar interesado un detective estrella de Homicidios? ¿He dicho que el arma del crimen era un machete?

– La estrella está retirada.

Hubo una ruidosa y prolongada carcajada.

– No es broma, Jack. Estoy retirado.

– ¿Igual que lo estabas cuando apareciste para resolver el caso Mellery?

– Eso fue un paréntesis.

– ¿Es un hecho?

– Mira, Jack…-Gurney estaba perdiendo la paciencia.

– Está bien. Estás retirado. Ya lo entiendo. Ahora dame dos minutos para explicarte esta oportunidad.

– Jack, por el amor de Dios…

– Dos minutos de nada. Dos. Joder, ¿estás tan ocupado masajeándote las bolas de golf que no puedes concederle dos minutos a tu antiguo compañero?

La imagen disparó el pequeño tic en el párpado de Gurney.

– Nunca fuimos compañeros.

– ¿Cómo diablos puedes decir eso?

– Trabajamos juntos en un par de casos. No éramos compañeros.

Para ser sincero, Gurney debía admitir que él y Hardwick tenían, en cierto sentido, una relación única. Diez años antes, trabajando en diferentes aspectos del mismo caso de homicidio, desde jurisdicciones situadas a más de ciento cincuenta kilómetros de distancia, habían encontrado cada uno una mitad del cuerpo mutilado de la misma víctima. Ese tipo de casualidad en una investigación podía forjar un vínculo tan fuerte como singular.

Hardwick bajó la voz hasta un tono de penosa sinceridad. -¿Me das dos minutos o no?

Gurney se rindió.

– Adelante.

Hardwick volvió a su estilo característico de oratoria de charlatán de feria con cáncer de garganta.

– Está claro que eres un tipo muy ocupado, así que voy a ir al grano. Quiero hacerte un favor enorme. -Hizo una pausa-. ¿Sigues ahí?

– Habla más rápido.

– ¡Menudo cabrón ingrato! Muy bien, esto es lo que tengo para ti. Sensacional asesinato cometido hace cuatro meses. Niña rica y mimada se casa con un famoso psiquiatra. Una hora más tarde, en la recepción de la boda en la lujosa finca del psiquiatra, el jardinero demente la decapita con un machete y se escapa.

Gurney tenía el vago recuerdo de haber leído un par de titulares de los periódicos sensacionalistas que posiblemente estaban relacionados con el caso: «Baño de sangre nupcial» y «Novia decapitada». Esperó a que Hardwick continuara, pero el hombre tosió de un modo tan desagradable que Gurney tuvo que apartarse el teléfono de la oreja.

Al final, Hardwick volvió a preguntar:

– ¿Todavía estás ahí?

– Sí.

– Callado como un cadáver. Deberías hacer sonar un pitido cada diez segundos para que la gente sepa que aún estás vivo.

– Jack, ¿por qué diablos me estás llamando?

– Te estoy entregando el caso de tu vida.

– Yo ya no soy policía. No tiene ningún sentido.

– Puede que te falle el oído en tu vejez. ¿Qué edad tienes? ¿Cuarenta y ocho u ochenta y ocho? Escucha. Este es el meollo del asunto. La hija de uno de los neurocirujanos más ricos del mundo se casa con un famoso y polémico psiquiatra, un psiquiatra que apareció en el programa de Oprah Winfrey, por el amor de Dios. Una hora más tarde, entre doscientos invitados, la novia entra en la cabaña del jardinero. Había tomado varias copas y quería que el tipo se uniera al brindis nupcial. Cuando ella no sale, su nuevo esposo envía a alguien a buscarla, pero la puerta de la cabaña está cerrada y ella no contesta. Entonces el marido, el afamado doctor Scott Ashton, va, golpea la puerta y la llama. No hay respuesta. Consigue una llave, abre la puerta y la encuentra sentada con su vestido de novia y la cabeza cortada; ventana trasera de la cabaña abierta y sin jardinero a la vista. Muy pronto todos los policías del condado están en la escena. Por si acaso no has captado el mensaje todavía: se trata de gente muy importante. El asunto termina en nuestro regazo en el DIC, en concreto en mi regazo. Comienzo simple: encontrar al jardinero loco. Luego se va complicando. No se trata de un jardinero normal y corriente. El famoso doctor Ashton más o menos lo ha apadrinado. Héctor Flores (ese es el jardinero) era un trabajador mexicano indocumentado. Ashton lo contrata, enseguida se da cuenta de que el hombre es inteligente, muy inteligente, así que comienza a ponerlo a prueba, a ayudarlo, a educarlo. En un periodo de dos o tres años, Héctor se convierte en el protegido del médico más que en la persona que barre las hojas. Casi un miembro de la familia. Parece que con este nuevo estatus incluso tuvo una aventura con la esposa de uno de los vecinos de Ashton. Un personaje interesante, el señor Flores. Tras el asesinato, desaparece de la faz de la Tierra, junto con la esposa del vecino. La última pista concreta de Héctor es el machete ensangrentado que dejó en el bosque a unos ciento cincuenta metros.

– ¿Y cómo acabó el asunto?

– De ningún modo.

– ¿Qué quieres decir?

– Mi brillante capitán tenía cierto punto de vista del caso. ¿Te acuerdas de Rod Rodriguez?

Gurney sintió cierto estremecimiento. Hacía un año, aproximadamente-seis meses antes del asesinato que Hardwick estaba describiendo-, había participado de manera semioficial en una investigación controlada por una unidad del Departamento de Investigación Criminal de la Policía del estado que dirigía el rígido y ambicioso Rodriguez.

– Su opinión era que deberíamos interrogar a todos los mexicanos en treinta kilómetros a la redonda del lugar del crimen y amenazarlos con toda clase de mentiras hasta que uno de ellos nos llevara a Héctor Flores; si eso no funcionaba, ampliar el radio a ochenta kilómetros. Ahí era donde quería todos los recursos: el cien por cien.

– ¿No estuviste de acuerdo con eso?

– Había otras vías que merecía la pena explorar. Era posible que Héctor no fuera lo que aparentaba ser. Todo esto me daba mala espina.

– ¿Y qué pasó?

– Le dije a Rodriguez que no tenía ni puñetera idea.

– ¿En serio?-Gurney sonrió por primera vez.

– Sí, en serio. Así que me retiró del caso. Y se lo dio a Blatt.

– ¿¡Blatt!?

Aquel nombre sabía a comida podrida. Gurney lo recordaba como el único detective del DIC más irritante que Rodriguez. Blatt encarnaba lo que el profesor preferido de Gurney en la universidad había descrito hacía mucho tiempo como «ignorancia armada y lista para la batalla».

Hardwick continuó.

– Así que Blatt hizo exactamente lo que Rodriguez le pidió que hiciera y no llegó a ninguna parte. Han pasado cuatro meses y hoy sabemos menos que el día que empezamos. Pero sé que te estás preguntando: ¿qué tiene que ver todo esto con el detective más condecorado en la historia de la Policía de Nueva York?

– Se me ha ocurrido esa pregunta, sí, aunque no con esas palabras.

– La madre de la novia no está satisfecha. Sospecha que la investigación ha sido una chapuza. No tiene confianza en Rodriguez y opina que Blatt es idiota. En cambio, piensa que tú eres un genio.

– ¿Que piensa qué?

– Vino a verme la semana pasada (justo cuatro meses después del día del asesinato) para preguntarme si podría volver al caso, o si podría trabajar en él sin que nadie se enterara. Le dije que eso no sería un enfoque práctico, porque tenía las manos atadas; tengo que ir con pies de plomo en el departamento. Sin embargo, resultaba que tenía acceso personal al detective más condecorado en la historia de la Policía de Nueva York, que hace poco que se ha retirado, todavía rebosante de fuerza y vigor, un hombre que estaría encantado de ofrecerle una alternativa a Rodriguez-Blatt. Para poner la guinda al pastel, casualmente tenía una copia de ese artículo de la revista del New York en el que te encumbran después de que resolvieras el caso de Satanic Santa. ¿Cómo te llamaban? ¿Superpoli? La señora estaba impresionada.

Gurney hizo una mueca. Varias respuestas posibles colisionaron en su cabeza y todas ellas se anularon entre sí.

Hardwick parecía animado por su silencio.

– A ella le encantaría conocerte. Ah, ¿lo he mencionado? Es una preciosidad. Tiene cuarenta y pocos, pero aparenta treinta y dos. Y dejó claro que el dinero no era problema. Tú mismo puedes poner el precio. En serio: doscientos dólares por hora no sería inconveniente. Aunque no es que a ti vaya a motivarte algo tan trivial como el dinero.

– Hablando de motivos, ¿cuál es el tuyo?

El esfuerzo de Hardwick por aparentar inocencia resultó cómico.

– ¿Que se haga justicia? ¿Ayudar a una familia que ha pasado un infierno? Me refiero a que perder un hijo tiene que ser lo peor del mundo, ¿no?

Gurney se quedó petrificado. Que alguien hablara de perder un hijo aún le provocaba un temblor en el corazón. Habían pasado más de tres lustros desde que Danny, de apenas cuatro años en ese momento, salió a la calle cuando Gurney no estaba mirando; había descubierto que ese dolor no se «superaba» (como se decía habitualmente). La verdad era que te arrollaba en oleadas sucesivas: olas separadas por periodos de adormecimiento, periodos de olvido, periodos de vida cotidiana.

– ¿Sigues ahí?

Gurney asintió.

– Quiero hacer lo que pueda por estas personas-continuó Hardwick-. Además…

– Además-intervino Gurney, hablando deprisa, imponiéndose a su emoción debilitante-, si participara, que no tengo intención de hacerlo, Rodriguez se subiría por las paredes, ¿no? Y si me las arreglara para descubrir algo nuevo, algo importante, él y Blatt quedarían fatal, ¿no es así? ¿Esa podría ser una de tus bondadosas razones?

Hardwick se aclaró la garganta.

– Esa es una manera jodida de mirarlo. La cuestión es que tenemos a una madre afligida por una tragedia y que no está satisfecha con los progresos de la investigación policial, lo cual puedo entender, ya que los incompetentes de Arlo Blatt y de su equipo han acosado a todos los mexicanos del condado y no les han sacado ni un pedo con olor a frijoles. Está desesperada por encontrar un detective de verdad. Así que te estoy entregando este huevo de oro.

– Eso está muy bien, Jack, pero yo no soy detective privado.

– Por el amor de Dios, Davey, solo habla con ella. Eso es todo lo que te estoy pidiendo que hagas. Solo has de hablar con ella. Está sola, es vulnerable, preciosa, con mucho dinero para quemar. Y en el fondo, Davey, en el fondo hay algo salvaje en esa mujer. Te lo garantizo. ¡Que me parta un rayo si no es verdad!

– Jack, lo último que necesito ahora…

– Sí, sí, sí, estás felizmente casado, enamorado de tu esposa, bla, bla, bla. Muy bien. Perfecto. Y tal vez no te preocupa la posibilidad de desenmascarar a Rod Rodriguez de una vez por todas como el capullo redomado que es en realidad. Muy bien. Pero este caso es complejo. -Dio a la palabra una profundidad de significado, haciendo que sonara como la más preciada de todas las características-. Tiene capas y capas, Davey. Es una puta cebolla.

– ¿Y?

– Y tú eres un pelador de cebollas nato. El mejor que ha habido nunca.

3

Órbitas elípticas

Cuando finalmente reparó en Madeleine, Dave no estaba seguro de cuánto tiempo llevaba ella de pie junto a la puerta del estudio, ni siquiera de cuánto tiempo había estado él junto a la ventana, mirando al prado que ascendía hacia la cumbre boscosa por la parte posterior de la casa. No podría haber descrito el patrón de prados de solidago brillante, hierba marrón y ásteres silvestres azules a los cuales parecía estar mirando ni aunque le hubiera ido la vida en ello. Sin embargo, podría haber repetido su conversación telefónica con Hardwick casi palabra por palabra.

– ¿Y?-dijo Madeleine.

– ¿Y?-repitió él, haciendo como si no hubiera entendido muy bien la pregunta.

Ella sonrió con impaciencia.

– Era Jack Hardwick.

Gurney estaba a punto de preguntarle a su mujer si recordaba a Jack Hardwick, investigador jefe en el caso Mellery, pero al ver la expresión de su mirada no necesitó preguntar. Era la expresión que adoptaba cada vez que surgía un nombre relacionado con esa terrible cadena de asesinatos.

Ella lo miró, esperando, sin pestañear.

– Quiere que le aconseje.

Madeleine siguió esperando.

– Quiere que hable con la madre de una chica a la que mataron. El día de su boda. -Estaba a punto de decir cómo la asesinaron, de describir los peculiares detalles, pero comprendió que sería un error.

Madeleine asintió de manera casi imperceptible.

– ¿Estás bien?-preguntó él.

– Me estaba preguntando cuánto tardarías.

– ¿Cuánto…?

– En encontrar otra… situación que requiriera tu atención.

– Lo único que voy a hacer es hablar con ella.

– Exacto. Y luego, después de una larga y agradable charla, concluirás que no hay nada especialmente interesante en que maten a una mujer en el día de su boda, bostezarás y te irás. ¿Es así como lo ves?

La voz de Gurney se tensó como en un acto reflejo:

– Todavía no sé lo suficiente para verlo de ninguna manera en particular.

Madeleine le ofreció su clásica sonrisa de escepticismo.

– He de irme-dijo. Luego, al parecer reparando en la pregunta que aparecía reflejada en la mirada de su marido, añadió-: A la clínica, ¿recuerdas? Te veré esta noche. -Y se marchó.

Al principio, Dave solo se quedó mirando el umbral vacío. Luego pensó que debería ir tras ella, empezó a hacerlo, llegó hasta la mitad de la cocina, se detuvo y se preguntó qué iba a decirle, no tenía ni idea; pensó que debería ir tras ella de todos modos y salió al jardín por la puerta lateral. Sin embargo, cuando llegó a la parte delantera de la casa, el coche de Madeleine ya estaba en la mitad del bacheado sendero que dividía el prado en dos. Se preguntó si su mujer lo había visto por el espejo retrovisor y si cambiaba algo el hecho de que hubiera ido tras ella.

Los últimos meses había imaginado que las cosas estaban yendo muy bien. La emoción descarnada al final de la pesadilla del caso Mellery los había llevado a una paz imperfecta. Ambos se habían deslizado con suavidad, de una manera gradual y casi inconsciente, hacia patrones de conducta cariñosos, o al menos tolerantes, que semejaban órbitas elípticas separadas. Mientras él daba sus conferencias ocasionales en la Academia de Policía estatal, Madeleine había aceptado un puesto a tiempo parcial en la clínica de salud mental de la localidad, donde se ocupaba de realizar las evaluaciones de ingreso. Era una función para la cual estaba mucho más que cualificada, gracias a su título de trabajadora social clínica y su experiencia, pero parecía proporcionar un sentido de equilibrio a su matrimonio, un alivio de la presión de las expectativas poco realistas que tenían el uno del otro. ¿O eran meras ilusiones?

Ilusiones. El calmante universal.

Gurney se quedó de pie en la hierba mustia, observando el coche de su mujer, que desaparecía por detrás del granero hacia la carretera. Tenía los pies fríos. Bajó la mirada y descubrió que había salido en calcetines y que estos ya estaban absorbiendo el rocío de la mañana. Al volverse para entrar otra vez en la casa, un movimiento junto al granero captó su atención.

Un coyote solitario había salido de entre los árboles y estaba trotando por el calvero, entre el granero y el estanque. A mitad de camino, el animal se detuvo, volvió la cabeza hacia Gurney y lo estudió durante diez largos segundos. Era una mirada inteligente, pensó él. Una expresión de cálculo puro y objetivo.

4

El arte del engaño

– ¿ Cuál es el objetivo común en todas las misiones secretas? La pregunta de Gurney fue recibida con diversas expresiones de interés y confusión en las treinta y nueve caras del aula de la academia. La mayoría de los profesores invitados empezaban sus conferencias presentándose y mostrando los elementos más destacados de su currículo. Luego exponían con brevedad los temas que iban a tratar, el contenido, los objetivos, bla, bla, bla: una visión general a la cual nadie prestaba mucha atención. Gurney prefería ir directo al grano, sobre todo tratándose de un grupo de alumnos como ese, formado por agentes experimentados. Y de todos modos, ellos ya sabían quién era. Tenía una gran reputación en los círculos de los distintos cuerpos policiales. Profesionalmente, su reputación era insuperable, y desde su retiro del Departamento de Policía de Nueva York dos años antes, no había hecho sino mejorar; si el hecho de que lo trataran cada vez con más respeto reverencial, envidia y resentimiento podía considerarse «mejor». Desde un punto de vista personal, habría preferido no tener ninguna reputación, ninguna imagen con la cual estar a la altura o que desmerecer.

– Piensen en ello-dijo con calmada intensidad, estableciendo contacto visual con el máximo número posible de personas de la sala-. ¿Qué es lo que hay que lograr cuando se trabaja infiltrado? Es una pregunta importante. Me gustaría recibir una respuesta de cada uno de ustedes.

Se levantó una mano en la primera fila. El rostro, sobre un enorme cuerpo de jugador de fútbol americano, era joven y de aspecto desconcertado.

– ¿El objetivo no sería diferente en cada caso?

– La situación sería diferente-dijo Gurney, asintiendo en señal de acuerdo-. Las personas serían diferentes. Los riesgos y las recompensas serían diferentes. La profundidad y la duración de su inmersión en el entorno serían diferentes. El personaje que proyecte, la historia de su tapadera, podría ser muy diferente. La naturaleza de la información o de las pruebas que hay que adquirir variarán de caso en caso. Hay sin duda infinidad de diferencias. Pero…-hizo una pausa, estableciendo de nuevo el máximo contacto visual antes de continuar con creciente énfasis-hay un objetivo común en cada misión. Es su objetivo principal como agente camuflado. Alcanzar cualquier otro objetivo en una operación depende del éxito respecto a este objetivo principal. Su vida depende de ello. Díganme qué creen que es.

Durante casi medio minuto, reinó un silencio absoluto, no hubo más movimiento que el de la formación de ceños pensativos. Esperando las respuestas que sabía que llegarían por fin, Gurney miró a su alrededor: las paredes de bloques de hormigón con su pintura beis apagada; el suelo de baldosas de vinilo cuyos dibujos en marrón y color tabaco resultaban indistinguibles por las rozaduras que lo oscurecían; las filas de largas mesas de formica gris, deterioradas por el tiempo, que servían como escritorios compartidos; el brillo un tanto deprimente de las sillas de plástico naranja con patas tubulares cromadas, demasiado pequeñas para sus ocupantes grandes y musculosos. La sala, una cápsula del tiempo de espanto arquitectónico de mediados de los setenta, creaba un débil eco de la última comisaría de la ciudad en la que Gurney había trabajado.

– ¿Recopilar información precisa?-propuso un rostro inquisitivo en la segunda fila.

– Es una hipótesis razonable-dijo Gurney de manera alentadora-. ¿Alguien tiene otra idea?

Media docena de sugerencias se sucedieron con rapidez, sobre todo procedentes de la parte delantera de la sala; más que nada fueron variaciones sobre el tema de la información precisa.

– ¿Alguna idea más?-alentó Gurney.

– El objetivo es sacar de la calle a los delincuentes-dijo un comentario en forma de gruñido cansado desde la fila de atrás.

– Impedir el crimen-soltó otro.

– Conseguir la verdad, toda la verdad, los hechos, nombres, descubrir lo que está pasando, quién está haciendo qué y a quién, cuál es el plan, quién es el hombre que se sienta en lo alto de la cadena, sigue el dinero, todo ese rollo. Básicamente, quieres saber todo lo que hay que saber, es así de simple.

El hombre nervudo que devanó esta letanía de objetivos con los brazos cruzados sobre el pecho estaba sentado justo enfrente de donde se hallaba Gurney. Su mueca anunciaba que no había nada más que decir sobre el tema. El nombre en la tarjeta doblada junto a él en la larga mesa decía: «Det. Falcone».

– ¿Alguna idea más?-preguntó Gurney con escaso entusiasmo, examinando los rincones de la sala.

El hombre nervudo parecía contrariado.

Después de una larga pausa, una de las tres mujeres presentes habló en voz baja, pero con un tono de seguridad, con acento hispano.

– Establecer y mantener la confianza.

– ¿Qué ha dicho?-La pregunta llegó de tres direcciones al mismo tiempo.

– Establecer y mantener la confianza-repitió en voz un poco más alta.

– Interesante-dijo Gurney-. ¿Qué lo convierte en el objetivo primordial?

La agente se encogió un poco de hombros, como si la respuesta fuera más que obvia.

– Porque si no tienes su confianza, no tienes nada.

Gurney sonrió.

– Si no tienes su confianza, no tienes nada. Muy bien. ¿Alguien está en desacuerdo?

Nadie lo estuvo.

– Por supuesto, queremos la verdad-dijo Gurney-. Toda la verdad, con todos los detalles incriminadores, como ha dicho el detective Falcone.

El hombre lo miró con frialdad.

– Pero como ha dicho esta otra agente-continuó Gurney-, ¿qué tenemos sin confianza? No tenemos nada. Quizá peor que nada. Así que la confianza es lo primero: siempre. Si ponemos la confianza por delante, tendremos una buena oportunidad de conseguir la verdad. Si ponemos la verdad por delante, tendremos una buena oportunidad de terminar con una bala en la nuca.

Aquella reflexión provocó algunos asentimientos, además de un incremento de atención.

– Lo cual nos lleva a la segunda gran pregunta de hoy. ¿Cómo lo conseguimos? ¿Cómo logramos establecer el nivel de confianza que no solo nos mantendrá vivos, sino que hará que el trabajo secreto dé resultados?

Gurney se sintió entusiasmado con el tema. Cuando su energía se elevó, notó que esta empezaba a extenderse entre el auditorio.

– Recuerden que en este juego están tratando con gente que sospecha por naturaleza. Algunos de estos tipos son muy impulsivos. No solo podrían dispararles allí mismo, sino que estarían orgullos de ello. Les gusta tener mala pinta. Les encanta parecer listos, rápidos, contundentes. ¿Cómo logramos que tipos como esos confíen en nosotros? ¿Cómo sobrevivimos lo suficiente para que la operación merezca la pena?

Esta vez las respuestas llegaron más deprisa.

– Actuando y comportándonos como ellos.

– Actuando tal como la persona que se supone que eres.

– Consistencia. Ceñirte a tu identidad de camuflaje pase lo que pase.

– Creer tu identidad. Creer que eres realmente quien dices ser.

– Estar tranquilo, siempre tranquilo, sin sudar. No mostrar miedo.

– Valor.

– Cojones.

– Creer tu propia verdad, cielo. Soy el que soy. Soy invencible, intocable. No me jodas.

– Sí, hacerles creer que eres Al Pacino-dijo Falcone. Buscaba arrancar unas risas, pero solo logró provocar un tropiezo en el impulso del grupo.

Gurney no le hizo caso, miró inquisitivamente a la mujer hispana.

Ella dudó.

– Has de mostrarles algo de pasión.

Esto dio lugar a unas cuantas risitas burlonas en la sala y una sonrisa lasciva de Falcone.

– Creced, capullos-dijo la mujer con calma-. Lo que quiero decir es que has de dejarles ver algo real en ti. Algo que puedan sentir, que, en sus entrañas, sepan que es cierto. No puede ser todo mentira.

Gurney sintió una agradable oleada de excitación: su reacción cada vez que reconocía a un estudiante brillante en una de sus clases. Era una experiencia que reforzaba su decisión de participar como profesor invitado en esos seminarios.

– «No puede ser todo mentira»-repitió en voz lo bastante alta para que todos pudieran oírle-. Absolutamente cierto. La emoción auténtica, la pasión creíble, es esencial para que un engaño sea eficaz. Tu personaje encubierto ha de basarse en una parte emocional de ti mismo. De lo contrario, todo es una pose, todo imitación, todo falso, todo mentira. Y la mentira superficial rara vez funciona. La mentira superficial hace que maten a la gente.

Examinó con rapidez las treinta y nueve caras y descubrió que tenía la atención positiva de al menos treinta y cinco.

– Así que todo es cuestión de confianza. Credibilidad. Cuanto más cree en ti tu objetivo, más sacas de él. Y que crea en ti depende en gran medida de tu capacidad para canalizar tus emociones reales en tu papel, para emplear una parte verdadera de ti mismo al dar vida a tu personalidad encubierta: ira, rabia, avaricia, lujuria, asco reales, lo que exija el momento.

Les dio la espalda, con el pretexto de insertar una cinta de vídeo VHS en un reproductor situado bajo un monitor grande ubicado contra la pared frontal y comprobar que todo estaba enchufado. Sin embargo, cuando se volvió, su expresión-de hecho, todo su lenguaje corporal, la manera de moverse, la impresión que daba de un hombre luchando por sofocar un volcán de rabia-envió una onda expansiva de tensión a través del aula.

– Para que un loco hijo de puta se crea tu actuación, será mejor que encuentres un lugar enfermo en ti, y le hablas desde allí; ese loco hijo de puta ha de saber que en el fondo llevas a un hijo de puta aún más pirado que un día va a arrancarle el corazón a algún cabrón, lo masticará y se lo escupirá en su puta cara. Pero, por ahora, solo por ahora, mantienes ese perro rabioso que llevas dentro bajo control. Bajo control a duras penas.

Dio un paso brusco hacia la primera fila y reparó con satisfacción en que todos, incluido Falcone, especialmente él, se echaban hacia atrás a la defensiva.

– Está bien-dijo Gurney con una sonrisa tranquilizadora, reanudando su conducta normal-, esto es solo un ejemplo rápido de la parte emocional. Pasión creíble. La mayoría de ustedes han tenido una reacción visceral a esa ira, a esa locura. Su primer pensamiento ha sido que era real, que a este Gurney le falta un tornillo, ¿verdad?

Hubo algunos que asintieron con la cabeza, unas cuantas risas nerviosas, mientras el lenguaje corporal de la sala se iba relajando.

– Entonces, ¿qué está diciendo?-preguntó Falcone con nerviosismo-. ¿Que dentro llevamos un loco de mierda?

– Voy a dejar esta cuestión abierta, por ahora.

Hubo algunas risas más, más amistosas.

– Pero el hecho es que hay más vileza dentro de cada uno de nosotros (de todos nosotros) de lo que nos damos cuenta. No la desperdicien. Búsquenla y úsenla. En una operación secreta, lo que normalmente no quieren ver en ustedes mismos podría ser su mayor activo. El tesoro enterrado que salva su vida.

Podría haberles puesto ejemplos personales, situaciones en las que había tomado un azulejo oscuro del mosaico de su infancia y lo había magnificado en un mural infernal que engañó a algunos de sus antagonistas más perceptivos. De hecho, el ejemplo más convincente se había producido al final del caso Mellery, menos de un año antes. Pero no iba a entrar en eso. Estaba relacionado con algunas cuestiones sin resolver de su vida que no tenía ganas de agitar en ese momento, y menos para un seminario. Además, no era necesario. Tenía la sensación de que sus alumnos ya estaban con él. Sus mentes estaban más abiertas. Habían dejado de discutir. Estaban pensando, reflexionando, eran receptivos.

– Bueno, como he dicho, eso era la parte emocional. Ahora quiero llevarles al siguiente nivel: el nivel en que el cerebro y las emociones se unen y te convierten en el mejor operativo encubierto que puedas ser, no solo un tipo con un sombrero estúpido y pantalones anchos caídos que enseña el culo y trata de parecer un adicto al crac.

Algunos sonrieron, otros se encogieron de hombros, tal vez hubo algún que otro gesto defensivo.

– Ahora quiero que se planteen una pregunta extraña. Quiero que se pregunten por qué creen las cosas que creen. ¿Por qué creo algo?

Antes de que tuvieran tiempo de perderse o sentirse intimidados por aquella pregunta y lo que podía conllevar, Gurney pulsó el botón de play en el reproductor de vídeo. Cuando apareció la primera imagen, dijo:

– Mientras ven este vídeo, mantengan esta cuestión en su mente: ¿por qué creo algo?

5

La falacia del eureka

Están sentados ante una mesita de metal en una habitación corriente: un hombre joven, probablemente de veintipocos, cuya cara es una imagen de bravuconería nerviosa, con las manos apretadas en el regazo; enfrente, un hombre de más edad, de cincuenta al menos, con un profundo poso de tristeza y prudencia en sus ojos cansados y una frente arrugada; un tercer hombre, quizá de cuarenta, pelo oscuro y músculos fuertes, permanecía sentado más apartado de la mesa, con la mirada fría fija en el hombre joven y ansioso.

Es evidente que se trata de un interrogatorio.

La cinta de vídeo está gastada, la calidad de la imagen y del sonido son pobres, pero lo que está ocurriendo queda bastante claro. También está claro que es una escena de una película vieja.

El hombre joven de la escena está ansioso por trabajar para el Irgún, una organización radical que lucha para establecer una patria judía en Palestina acabada la Segunda Guerra Mundial. Se presenta con orgullo como experto en demoliciones, curtido en combate, que adquirió experiencia con la dinamita luchando contra los nazis en el gueto de Varsovia. Afirma que después de matar a muchos nazis fue capturado y enviado al campo de concentración de Auschwitz, donde le fue asignado un trabajo rutinario de limpieza.

El hombre mayor le plantea varias preguntas específicas sobre su historia, el campo, sus deberes. La versión de los hechos del joven empieza a venirse abajo cuando el interrogador revela que no había dinamita disponible en el gueto de Varsovia. Cuando su heroico relato se derrumba, admite que ha aprendido lo que sabe de la dinamita de su verdadero trabajo en el campo, que consistía en abrir en el suelo agujeros lo bastante grandes para meter los miles de cadáveres de sus compañeros prisioneros a los que mataban cada día en las cámaras de gas. Más allá de eso, el hombre mayor le hace reconocer, de manera aún más degradante, que su otro trabajo consistía en recoger los implantes de oro de las bocas de los cadáveres. Y finalmente, derrumbándose con lágrimas de rabia y vergüenza, reconoce que sus captores lo violaron en repetidas ocasiones.

La verdad desnuda queda expuesta, junto con su desesperación por redimirse. La escena concluye con su reclutamiento en el Irgún.

Gurney apagó el reproductor de vídeo.

– Así pues-dijo, volviéndose a las treinta y nueve caras-, ¿de qué trataba eso?

– Todos los interrogatorios tendrían que ser así de sencillos-dijo Falcone con desdén.

– Y tan rápidos-añadió alguien desde la fila de atrás. Gurney asintió.

– En las películas las cosas siempre parecen más sencillas y más rápidas que en la vida real, pero en esa escena ocurre algo que es muy interesante. Cuando la recuerden dentro de una semana o un mes, ¿qué aspecto creen que recordarán?

– El chico violado-dijo un tipo de hombros anchos que estaba sentado al lado de Falcone.

Murmullos de conformidad se extendieron por la sala, animando a otras personas a hablar.

– Su derrumbe en el interrogatorio.

– Sí, toda la cuestión del macho que se evapora.

– Es gracioso-dijo la única mujer negra-. Empieza diciendo mentiras para conseguir lo que quiere, pero al final termina consiguiéndolo (entrar en el Irgún) diciendo la verdad. Por cierto, ¿qué demonios es el Irgún?

Eso provocó la carcajada más grande del día.

– Bien-dijo Gurney-. Paremos aquí y examinémoslo más detenidamente. El joven ingenuo quiere entrar en la organización. Explica un montón de mentiras para quedar bien. El viejo listo se da cuenta, detecta su mentira, le arranca la verdad. Y resulta que la espantosa verdad hace del chico un candidato psicológico ideal para el fanático Irgún. Así que lo admiten. ¿Es un resumen justo de lo que acabamos de ver?

Hubo varios asentimientos y gruñidos de acuerdo, algunos más cautos que otros.

– ¿Alguien cree que no es eso lo que hemos visto?

La estrella hispana de Gurney se mostraba inquieta, lo cual le hizo sonreír, y eso al parecer le dio el empujón que necesitaba.

– No estoy diciendo que no es lo que he visto. Es una película, lo sé, y en ella lo que ha dicho probablemente es cierto. Pero si fuera real (si fuera el vídeo de un interrogatorio real) podría no ser cierto.

– ¿Qué cojones se supone que significa eso?-susurró alguien no lo bastante bajo.

– Te diré qué cojones se supone que significa-dijo ella, vibrando con el desafío-. Significa que no hay ninguna prueba de que el viejo llegara realmente a la verdad. Así que el joven se derrumba y llora y dice que le han dado por el culo, perdón por mi lenguaje. «Bua, bua, al final no soy ningún héroe, solo un gatito patético que hacía mamadas a los nazis.» Entonces, ¿cómo sabemos que esa historia no es solo otra mentira? Quizás el gatito es más listo de lo que parece.

«Por el amor de Dios-pensó Gurney-, lo ha hecho otra vez.» Decidió interrumpir el especulativo silencio que siguió a la impresionante exposición de la agente.

– Lo cual nos lleva a la pregunta con la que empezamos-dijo-: ¿por qué creemos lo que creemos? Como tan bien acaba de señalar esta agente, el interrogador en esa escena podría no haber llegado a la verdad en absoluto. La cuestión es: ¿qué le hizo pensar eso?

Este nuevo giro produjo diversas reacciones.

– En ocasiones el instinto te dice qué es qué, ¿no?

– Quizás el desmoronamiento del chico le pareció legítimo. Tal vez hacía falta estar ahí, captar la actitud.

– En el mundo real, el interrogador habría sabido más cosas de las que puso sobre la mesa. Podría ser que la confesión del chico coincidiera con otras cosas, que las confirmara.

Algunos agentes ofrecieron variaciones sobre estos temas. Otros no dijeron nada, pero escucharon con atención cada palabra. A unos pocos, como Falcone, daba la impresión de que la pregunta les estaba dando dolor de cabeza.

Cuando el flujo de respuestas pareció detenerse, Gurney intervino con otra pregunta.

– ¿Creen que alguna vez se podría engañar a un interrogador duro con sus propias ilusiones?

Unos pocos asentimientos, algunos gruñidos afirmativos, unas cuantas expresiones de dolorida indecisión o quizá de simple indigestión.

Un tipo al final de la segunda fila, con un cuello como una boca de incendios que emergía de una camiseta negra, antebrazos de Popeye densamente tatuados, cabeza afeitada y ojos pequeños-ojos que parecían obligados a cerrarse por los músculos en los pómulos-levantó la mano. Los dedos estaban casi curvados en un puño. Habló con voz lenta, deliberada, pensativa.

– ¿Pregunta si en ocasiones creemos lo que queremos creer?

– Eso es más o menos lo que estoy preguntando-dijo Gurney-. ¿Qué opina?

Los ojos entrecerrados se abrieron un poco.

– Creo que es… correcto. Es la naturaleza humana. -Se aclaró la garganta-. Hablaré por mí mismo. He cometido errores por ese… factor. No porque quisiera creer cosas buenas de la gente. Llevo en el trabajo mucho tiempo y no me hago muchas ilusiones sobre los motivos de la gente para hacer lo que hace. -Enseñó los dientes en una aparente repulsión por una imagen pasajera-. He visto mi parte de vileza. Mucha gente en esta sala ha visto lo mismo. Pero lo que estoy diciendo es que en ocasiones tengo una idea formada sobre algo, y puede que ni siquiera sea consciente de lo mucho que quiero que esa idea sea correcta, como «sé lo que pasó», o «sé» exactamente cómo piensa un cabronazo. Sé por qué hizo lo que hizo. Salvo que en ocasiones (no con frecuencia, pero sin duda en ocasiones) no sé nada, solo creo que lo sé. De hecho, estoy convencido de ello. Es como un gaje del oficio. -Se quedó en silencio dando la impresión de que estaba considerando las lóbregas implicaciones de lo que había dicho.

Una vez más, quizá por enésima vez en su vida, Gurney recordó que sus primeras impresiones no eran especialmente fiables.

– Gracias, detective Beltzer-dijo al hombre grande, mirando su placa de identificación-. Eso ha estado muy bien.

– Examinó las caras a lo largo de filas de mesas y no vio señales de desacuerdo. Incluso Falcone parecía contenido.

Gurney tardó un minuto en sacar un caramelo de menta de una latita y echárselo en la boca. Por encima de todo, se estaba entreteniendo para que los comentarios de Beltzer resonaran antes de continuar.

– En la escena hemos visto-dijo Gurney con renovada animación-que ese interrogador podría querer creer en la validez del derrumbe del joven por diversas razones. Diga una. -Señaló al azar a un agente que todavía no había dicho nada.

El hombre parpadeó, parecía avergonzado. Gurney aguardó.

– Supongo… Supongo que podría gustarle la idea de desenmascarar la historia del chico…, eh, que ha tenido éxito en el interrogatorio.

– Por supuesto-dijo Gurney. Captó la atención de otro asistente silencioso-. Otra.

El rostro muy irlandés bajo un cabello pelirrojo cortado muy corto sonrió.

– Quizá pensó que había ganado unos puntos. Debía informar a alguien. Disfrutaría entrando en el despacho del jefe para decir: «Mire lo que he hecho». Ganarse respeto. Quizás un empujón para un ascenso.

– Seguro, eso puedo imaginarlo-dijo Gurney-. ¿Alguien puede nombrar otra razón por la que podría querer creer la historia del chico?

– Poder-dijo la joven hispana con desdén.

– ¿Cómo?

– Puede que le guste la idea de que ha arrancado la verdad al interrogado, que lo obligó a admitir cosas dolorosas, a renunciar a lo que estaba tratando de esconder, a exponer su vergüenza, que lo hizo arrastrarse, incluso llorar. -Ponía la misma cara que si estuviera oliendo basura-. Puede que le encantara hacerlo, sentirse como Superman, el detective genial y omnipotente. Como Dios.

– Un gran beneficio emocional-dijo Gurney-podría distorsionar la visión de un hombre.

– Ah, sí-coincidió ella-. A lo grande.

Gurney vio que se levantaba una mano en la parte de atrás de la sala: un hombre de cara morena con el pelo corto y rizado que todavía no había intervenido.

– Disculpe, señor, estoy confundido. Aquí en este edificio hay un seminario de técnicas de interrogatorio y un seminario de operaciones secretas. Dos seminarios separados, ¿sí? Yo me apunté al de operaciones secretas. ¿Estoy en el lugar adecuado? Esto que estoy escuchando es todo sobre interrogatorios.

– Está en el lugar adecuado-dijo Gurney-. Estamos aquí para hablar de operaciones secretas, pero hay un vínculo entre las dos actividades. Si comprende cómo un interrogador puede engañarse a sí mismo por lo que quiere creer, puede usar el mismo principio para lograr que el objetivo de su operación encubierta crea en usted. Se trata de manipular al objetivo para que «descubra» la información que queremos que crea. Se trata de darle un buen motivo para que se trague nuestra mentira. Se trata de conseguir que quiera creer en nosotros, igual que el tipo de la película desea creer la confesión. Hay una tremenda verosimilitud en los hechos que una persona cree que ha descubierto. Cuando su objetivo cree que sabe cosas sobre usted que usted no quiere que sepa, esas cosas le parecerán doblemente ciertas. Cuando piense que ha penetrado bajo su capa superficial, verá lo que descubra en esa capa más profunda como la verdad real. Eso es lo que llamo la «falacia del eureka». Es una peculiar ilusión que da total credibilidad a lo que cree que ha descubierto por sí mismo.

– ¿Qué falacia?-La pregunta provino de diferentes direcciones.

– La falacia del eureka. Es una palabra griega que, más o menos, se traduce como «lo encontré» o, en el contexto en el cual la estoy usando, «he descubierto la verdad». La cuestión es…-Gurney habló más despacio para enfatizar su siguiente afirmación-. Las historias que cuenta la gente sobre sí misma parecen retener la posibilidad de ser falsas. En cambio, lo que descubrimos por nosotros mismos nos parece la verdad. Así que lo que estoy diciendo es esto: dejemos que nuestro objetivo crea que está descubriendo algo sobre nosotros. Entonces sentirá que realmente nos conoce. Es el lugar en el que estableceremos la confianza con mayúsculas, la confianza que posibilita todo lo demás. Vamos a pasar el resto del día aprendiendo cómo conseguirlo, cómo hacer que la cosa que queremos que nuestro objetivo descubra de nosotros sea lo que piensa que está descubriendo por sí mismo. Pero ahora tomemos un descanso.

Al decirlo, Gurney se dio cuenta de que había crecido en una época en la que un descanso significaba una pausa para fumar un cigarrillo. Ahora, para casi todos, implicaba llamar por el móvil o mandar mensajes de texto. Como para ilustrar la idea, la mayoría de los agentes que se levantaron para dirigirse a la puerta estaban sacando sus BlackBerry.

Gurney respiró hondo, extendiendo los brazos por encima de la cabeza, y estiró lentamente la espalda de lado a lado. Su presentación le había creado más tensión muscular de la que había notado.

La agente hispana esperó a que pasara la marea de telefoneadores y se acercó a Gurney cuando este estaba sacando la cinta de vídeo del reproductor. La mujer tenía el cabello grueso y el rostro enmarcado por una masa de rizos sueltos. Su generosa figura estaba enfundada en unos tejanos negros ajustados y un suéter gris ceñido de escote abierto. Le brillaban los labios.

– Solo quería darle las gracias-dijo con un ceño de estudiante seria-. Ha estado muy bien.

– ¿Se refiere a la cinta?

– No, me refiero a usted. Me refiero… Lo que quiero decir es…-Estaba ruborizándose de manera inapropiada bajo su apariencia seria-. Toda su presentación, su explicación de por qué la gente cree cosas, de por qué creen cosas con más fuerza, todo eso. Me ha gustado eso de la falacia del eureka, me ha hecho pensar. Toda la presentación ha sido muy buena.

– Sus contribuciones han ayudado a hacerla buena.

Ella sonrió.

– Supongo que estamos en la misma longitud de onda.

6

En casa

Cuando Gurney se acercaba al final de su trayecto de dos horas desde la academia de Albany hasta su granja en Walnut Crossing, el atardecer se iba asentando sigilosamente en los valles serpenteantes de los Catskills occidentales.

Al desviarse de la carretera rural al camino de tierra y grava que conducía a su propiedad, situada en lo alto de la colina, la energía que le habían proporcionado las dos tazas grandes de café cargado que se había tomado durante la pausa de la tarde del seminario se diluían. La luz agonizante generaba una imagen alterada, quizá producto de la necesidad de cafeína: el verano saliendo furtivamente del escenario como un actor anciano mientras el otoño, el sepulturero, esperaba entre bambalinas.

«Cielo santo, mi cerebro se está haciendo puré.»

Aparcó el coche como de costumbre en el trozo de maleza aplastada en lo alto del prado, en paralelo a la casa, de cara a una franja de nubes crepusculares rosadas y violetas que flotaban más allá de la cima.

Entró en la casa por la puerta lateral, se sacudió los zapatos en la sala que servía de despensa y lavadero y continuó hasta la cocina. Madeleine estaba arrodillada delante de la isleta, barriendo trozos de una copa de vino rota con escoba y pala. Gurney se quedó de pie mirándola durante varios segundos antes de hablar.

– ¿Qué ha pasado?

– ¿A ti qué te parece?

Dejó que pasaran unos cuantos segundos más.

– ¿Cómo van las cosas en la clínica?

– Bien, supongo.

Madeleine se levantó, sonrió, entró en la despensa y vació la pala ruidosamente en el oscuro cubo de basura de plástico. Dave se acercó al ventanal y contempló el paisaje monocromático, los troncos junto a la leñera, que aguardaban a ser troceados y apilados, la hierba que precisaba la última siega de la temporada, los espárragos que había que cortar para el invierno; cortarlos y luego quemarlos para evitar el riesgo de que aparecieran escarabajos de espárrago.

Después Madeleine regresó a la cocina, encendió las luces empotradas del techo y volvió a guardar la pala bajo el fregadero. La creciente iluminación en la estancia pareció oscurecer más aún el mundo exterior, convirtiendo las paredes de cristal en espejos.

– He dejado un poco de salmón en el horno-dijo-, y un poco de arroz.

– Gracias.

Dave la observó en el reflejo del cristal. Madeleine parecía estar mirando en el interior del lavaplatos. Él recordó que su mujer había dicho algo de que salía esa noche y decidió arriesgarse.

– Noche de club de lectura.

Madeleine sonrió. Dave no estaba seguro de si era porque había acertado o por lo contrario.

– ¿Cómo ha ido en la academia?-preguntó ella.

– No ha ido mal. Un público variopinto: todos los tipos básicos. Siempre está el grupo cauto, los que esperan y observan, los que creen en decir lo menos posible. Los pragmáticos, que quieren saber exactamente cómo pueden usar toda la información que les das. Los minimalistas, que quieren saber lo menos posible, implicarse lo menos posible, hacer lo menos posible. Los cínicos, que quieren demostrar que cualquier idea que no se les ha ocurrido a ellos antes es una estupidez. Y, por supuesto, el grupo «positivo», que es probablemente el más numeroso, los que quieren aprender todo lo que puedan, ver más claramente, convertirse en mejores policías. -Se sentía a gusto hablando, quería continuar, pero ella estaba estudiando otra vez el lavaplatos-. Así que… sí-concluyó-, el día ha ido bien. El grupo positivo lo ha hecho interesante.

– ¿Hombres o mujeres?

– ¿Qué?

Madeleine sacó la espátula del agua, frunciendo el ceño como si se fijara por primera vez en lo rayada que estaba.

– ¿El grupo positivo era de hombres o de mujeres?

A Gurney le resultaba curioso lo culpable que podía sentirse cuando en realidad no había nada por lo que sentirse así.

– Hombres y mujeres-respondió.

Madeleine sostuvo la espátula más cerca de la luz, arrugó la nariz en un gesto de desaprobación y la tiró en el cubo de basura que había debajo del fregadero.

– Mira-dijo él-. Sobre esta mañana. Ese asunto con Jack Hardwick. Creo que hemos de volver a empezar esa discusión otra vez.

– Vas a ver a la madre de la víctima. ¿Qué hay que discutir?

– Hay buenas razones para verla-insistió Dave a ciegas-. Y podría haber buenas razones para no verla.

– Una forma muy inteligente de contemplarlo. -Madeleine parecía divertida. O, al menos, de un humor irónico-. Aunque ahora no puedo hablar de eso. No quiero llegar tarde. Al club de lectura.

Gurney percibió un sutil énfasis en la última frase, solo lo justo, quizá, para hacerle notar que sabía que él lo había mencionado sin estar seguro. Una mujer excepcional, pensó. Y a pesar de su ansiedad y su cansancio no pudo evitar sonreír.

7

Val Perry

Como de costumbre, Madeleine fue la primera en levantarse a la mañana siguiente.

Gurney se despertó con el silbido y el gorgoteo de la cafetera, y de repente cayó en la cuenta de que había olvidado arreglar los frenos de la bici de su mujer.

Justo después de esa punzada notó una sensación de inquietud respecto a su plan de reunirse esa mañana con Val Perry. Aunque en su conversación con Jack Hardwick había hecho hincapié en que su voluntad de hablar con ella no implicaba un compromiso posterior-que la reunión era sobre todo un gesto de cortesía y condolencia con alguien que había sufrido una pérdida terrible-, ya empezaba a formarse una nube de arrepentimiento sobre su cabeza. Dejándola de lado lo mejor que pudo, se duchó, se vistió y salió con paso firme a la despensa a través de la cocina, murmurando un buenos días a Madeleine, que estaba sentada en su posición habitual a la mesa del desayuno, con una rebanada de pan tostado en la mano y un libro abierto delante. Tras ponerse el chaquetón, que había descolgado del gancho de la despensa, Gurney salió por la puerta lateral y se dirigió al cobertizo del tractor, donde guardaba las bicicletas y kayaks. El sol todavía no había aparecido, y la mañana era fría, al menos para primeros de septiembre.

Sacó la bicicleta de Madeleine de detrás del tractor y la colocó a la luz, a la entrada del cobertizo abierto. El cuadro de aluminio estaba asombrosamente frío. Las dos llaves pequeñas que eligió del juego que tenía en la pared del cobertizo estaban igual de frías.

Maldiciendo, golpeándose dos veces los nudillos con los bordes afilados de la horquilla-la segunda vez se hizo sangre-, ajustó los cables que controlaban la posición de las zapatas defreno. Crear el espacio adecuado-permitiendo que la rueda se moviera con libertad cuando el freno estaba sin apretar y al mismo tiempo proporcionando una presión adecuada contra la llanta cuando se apretaba la manilla-era un proceso de ensayo y error que tuvo que repetir cuatro veces hasta que quedó bien. Por fin, con más alivio que satisfacción, declaró el trabajo finalizado, guardó las llaves y se dirigió de nuevo a la casa, con una mano entumecida y la otra dolorida.

Pasar junto a la leñera y la pila de troncos adyacentes le hizo preguntarse por décima vez en otros tantos días si debería alquilar o comprar una sierra cortaleña. Ambas decisiones comportaban desventajas. El sol todavía no estaba alto, pero las ardillas ya habían iniciado su actividad diaria de ataque a los comederos para pájaros, suscitando otra pregunta que parecía no tener una respuesta feliz. Y, por supuesto, estaba la cuestión del abono para los espárragos.

Entró en la cocina y puso las manos bajo el agua caliente.

Cuando el dolor remitió, anunció:

– Ya tienes los frenos arreglados.

– Gracias-dijo Madeleine, alborozada pero sin levantar la vista del libro.

Media hora más tarde-con sus pantalones de lana color lavanda, cortavientos rosa, guantes rojos y gorra de lana naranja bajada hasta las orejas-salió al cobertizo, se montó en su bici, bajó despacio y, dando botes por el sendero del prado, desapareció en el camino más allá del granero.

Gurney pasó la siguiente hora pensando sobre lo que sabía de aquel crimen, a partir de lo que le había contado Hardwick. Cada vez que repasaba el escenario, le inquietaba más su exceso teatral, casi operístico.

A las nueve en punto de la mañana, la hora señalada para su reunión con Val Perry, se acercó a la ventana para ver si ella estaba subiendo por el camino.

Hablando del rey de Roma, por la puerta asoma. En este caso, al volante de un Porsche Turbo del color verde de los coches de carreras británicos, un modelo que Gurney creía que costaba unos 160.000 dólares. El elegante vehículo, con su poderosísimo motor ronroneando con suavidad, pasó junto al granero y el estanque, y ascendió lentamente por el prado hasta la pequeña zona de aparcamiento contigua a la casa. Gurney, con una mezcla de curiosidad cauta y un poco más de excitación de la que habría querido reconocer, salió a recibir a su invitada.

La mujer que bajó del coche era alta y sinuosamente delgada; vestía con una blusa de raso de color crema y pantalones negros también de raso. Llevaba el cabello negro cortado en un flequillo recto sobre la frente, como Uma Thurman en Pulp Fiction. Era, como Hardwick había prometido, una preciosidad. Pero había algo más, una tensión tan atractiva como su aspecto.

Ella examinó su entorno con unas pocas miradas apreciativas que daban la sensación de absorberlo todo sin revelar nada. Un arraigado hábito de circunspección, pensó Gurney.

La mujer caminó hacia él con el atisbo de una mueca, ¿o era la expresión habitual de su boca?

– Señor Gurney, soy Val Perry. Le agradezco que haya encontrado tiempo para recibirme-dijo, extendiendo la mano-. ¿O debería llamarle detective Gurney?

– Dejé el cargo en la ciudad cuando me retiré. Llámeme Dave. -Se estrecharon las manos. La intensidad de la mirada y la fuerza del apretón de la mujer sorprendieron a Gurney-. ¿Quiere pasar?

Ella vaciló, examinando el jardín y el pequeño patio de piedras azules.

– ¿Podemos sentarnos aquí fuera?

La pregunta sorprendió a Gurney. Aunque el sol ya estaba muy por encima de la cumbre oriental en un cielo sin nubes, y pese a que el rocío prácticamente había desaparecido de la hierba, la mañana seguía siendo fría.

– Trastorno afectivo estacional-dijo ella con una sonrisa a modo de explicación-. ¿Sabe lo que es?

– Sí. -Le devolvió la sonrisa-. Creo que yo también padezco un caso leve.

– El mío es algo más que leve. A partir de esta época del año necesito el máximo de luz, a ser posible, solar. De lo contrario me dan ganas de suicidarme. Así que, si no le importa, Dave, ¿podríamos sentarnos aquí fuera?-En realidad no era una pregunta.

La parte de detective de su cerebro, dominante e integrada, no afectada por el tecnicismo de su retiro, se preguntó sobre el trastorno estacional y se preguntó si no habría otra razón. ¿Una necesidad de control excéntrica, un deseo de que los demás se plegaran a sus caprichos? ¿Un deseo, por la razón que fuere, de mantenerlo a contrapié? ¿Claustrofobia neurótica? ¿Un intento de reducir el riesgo de que la grabaran? Y si el hecho de que la grabaran constituía una preocupación, ¿tenía una base práctica o paranoica?

Dave la condujo al patio que separaba las puertas cristaleras del lecho de espárragos. Le indicó un par de sillas plegables a ambos lados de una mesita de café que Madeleine había comprado en una subasta.

– ¿Aquí está bien?

– Muy bien-dijo ella, apartando una de las sillas y sentándose sin molestarse en limpiar el asiento.

«No le preocupa estropear sus, obviamente, caros pantalones. Y lo mismo vale para el bolso de color crudo que ha dejado encima de la mesa todavía húmeda.»

La mujer estudió la cara de Gurney con interés.

– ¿Cuánta información le ha dado ya el investigador Hardwick?

«Tono duro en la voz, expresión fuerte en los ojos almendrados.»

– Me dio los datos básicos que rodearon los hechos que condujeron y siguieron al… asesinato de su hija. Señora Perry, si me permite parar un momento, lo primero que he de decirle es que la acompaño en el sentimiento.

Al principio, ella no reaccionó en absoluto. Luego asintió, pero el movimiento fue tan leve que podría haberse tratado de un simple temblor.

– Gracias-dijo abruptamente-, se lo agradezco.

Estaba claro que no lo hacía.

– Pero la cuestión no es lo que yo siento. La cuestión es Héctor Flores. -Articuló el nombre con labios apretados, como si mordiera a propósito con una muela cariada-. ¿Qué le contó Jack Hardwick de él?

– Dijo que había pruebas claras y convincentes de su culpabilidad…, que era un personaje extraño y controvertido…, que su historial sigue sin determinar y que su móvil es incierto. Se desconoce su paradero actual.

– ¡Se desconoce su paradero actual!-repitió la mujer con cierta furia, inclinándose hacia él sobre la pequeña mesa y apoyando las manos sobre la superficie de metal húmedo. Su anillo de boda era una simple alianza de platino, pero el de compromiso estaba coronado por el diamante más grande que Gurney había visto jamás-. Lo ha resumido a la perfección-continuó ella, con un brillo en los ojos tan desaforado como el de la joya-. «Se desconoce su paradero actual.» Eso es inaceptable. Intolerable. Voy a contratarle para que le ponga remedio.

Gurney suspiró suavemente.

– Creo que nos estamos adelantando un poco.

– ¿Qué se supone que significa eso?-La presión de sus manos en la mesa le había puesto los nudillos blancos.

Él respondió como si estuviera medio dormido, su reacción habitual a las muestras de emoción.

– Todavía no sé si tiene sentido que me involucre en una situación que es objeto de una investigación policial activa.

Los labios de ella se torcieron en una sonrisa fea.

– ¿Cuánto quiere?

Gurney negó lentamente con la cabeza.

– ¿No ha oído lo que le he dicho?

– ¿Cuánto quiere? Ponga un precio.

– No tengo ni idea de lo que quiero, señora Perry. Hay muchas cosas que no sé.

Ella separó las manos de la mesa y las situó en su regazo, entrelazando los dedos como si fuera una técnica para mantener el autocontrol.

– Lo diré de manera sencilla. Encuentre a Héctor Flores. Deténgalo o mátelo. Haga lo que haga, le daré lo que quiera. Lo que quiera.

Gurney se apartó de la mesa, dejando vagar su mirada por las matas de espárragos. Al fondo, había un comedero rojo para los colibríes colgado de un gancho. Él oía el tono que subía y bajaba, provocado por el batir de las alas de dos de los pequeños pájaros al volar con violencia el uno hacia el otro, ambos reclamando el derecho exclusivo al agua con azúcar, o eso parecía. Por otra parte, podría tratarse de un extraño resto de una danza primaveral de apareamiento y lo que parecía directamente un instinto asesino podía ser otro instinto.

Se esforzó por concentrar su atención en los ojos de aquella mujer, tratando de discernir lo que había detrás de esa belleza: el contenido real de ese envase perfecto. Había rabia en su interior, sin lugar a dudas. Desesperación. Un pasado difícil, apostaba a ello. Remordimientos. Soledad, aunque ella no admitiría la vulnerabilidad que implicaba esa palabra. Inteligencia. Impulsividad y terquedad: el impulso de coger algo sin pensar, el empeño terco de no soltarlo. Y algo más oscuro. ¿Un desprecio de su propia vida?

«Basta», se dijo. Era demasiado fácil confundir la especulación con perspicacia. Demasiado fácil enamorarse de una conjetura y seguirla al abismo.

– Hábleme de su hija-dijo.

Algo en la expresión de la mujer cambió, como si también ella estuviera dejando de lado cierta línea de pensamiento.

– Jillian era difícil-respondió con el tono dramático de la frase inicial de un cuento leído en voz alta.

Gurney sospechaba que lo que escucharía a continuación era algo que Val Perry había dicho muchas veces.

– Más que difícil-continuó ella-. Jillian dependía de la medicación para ser simplemente difícil y no absolutamente imposible. Era desenfrenada, narcisista, promiscua, maquinadora, viciosa. Adicta a oxicodona, oxicontina, éxtasis y cocaína, crac. Una mentirosa de campeonato. Peligrosamente precoz. Horriblemente sintonizada con la debilidad de otras personas e impredeciblemente violenta. Con una pasión malsana por los hombres desequilibrados. Y eso con los beneficios de la mejor terapia que el dinero podía pagar. -Era extraño, pero parecía excitada con esta letanía de injurias; sonó más como una sádica atacando a un desconocido con una cuchilla que como una madre describiendo los trastornos emocionales de su hija-. ¿Hardwick le contó lo que estoy diciendo de Jillian?-preguntó.

– No recuerdo esos detalles.

– ¿Qué le dijo?

– Mencionó que venía de una familia con mucho dinero.

Ella prorrumpió en un sonido alto y rasposo, un sonido que a él le sorprendió oír procedente de una boca tan delicada. Le sorprendió aún más darse cuenta de que era un estallido de risa.

– ¡Oh, sí!-gritó, con la dureza de la risa todavía presente en la voz-. Somos, sin lugar a dudas, una familia con mucho dinero. Podría decir que estamos podridos de dinero. -Articuló la vulgaridad con desdén-. ¿Le sorprende que no me exprese como debería una madre afligida?

El espectro desgarrador de su propia pérdida limitó la respuesta de Gurney, haciendo que le costara hablar. Por fin dijo:

– He visto reacciones a la muerte más extrañas que la suya, señora Perry. No estoy seguro de cómo hemos…, de cómo alguien en sus circunstancias… se supone que tiene que expresarse.

Ella pareció considerarlo.

– Ha dicho que ha visto reacciones más extrañas a la muerte, pero ¿alguna vez ha visto una muerte más extraña? ¿Una muerte más extraña que la de Jillian?

Gurney no respondió. La pregunta sonaba histriónica. Cuanto más miraba a esos ojos intensos, más difícil le resultaba reunir lo que veía en una personalidad. ¿Siempre había sido tan fragmentada, o algo en la muerte de su hija la había roto en esas piezas incompatibles?

– Cuénteme algo más de Jillian-dijo.

– ¿Como qué?

– Aparte de las características personales que ha mencionado, ¿sabe algo de la vida de su hija que pudiera haber dado a Flores un motivo para matarla?

– ¿Me está preguntando por qué Héctor Flores hizo lo que hizo? No tengo ni idea. Ni la Policía tampoco. Han pasado cuatro meses rebotando entre dos teorías igual de estúpidas. Según una, Héctor era homosexual y estaba secretamente enamorado de Scott Ashton, resentido por la relación de Jillian con él, y los celos lo impulsaron a matarla. Y la oportunidad de matarla con su vestido de novia sería irresistible para su sensibilidad de reina del drama. Es una bonita historia. Su otra teoría contradice la primera. Un ingeniero naval y su mujer vivían al lado de la casa de Scott. El ingeniero pasaba mucho tiempo fuera, de viaje, en barco. La mujer desapareció el mismo día que Héctor. Así que los genios de la Policía concluyeron que tenían una aventura, que Jillian lo descubrió y amenazó con revelarlo para recuperar a Héctor, con quien también tenía una aventura, y una cosa llevó a la otra y…

– ¿Y le cortó la cabeza en la fiesta de su boda para que no hablara?-intervino Gurney con incredulidad.

Al oírse a sí mismo, lamentó de inmediato la brutalidad del comentario. Estaba a punto de disculparse, pero la mujer no mostró ninguna reacción a ello.

– Le he dicho que son estúpidos. Según ellos, Héctor Flores era un homosexual en el armario enamorado hasta la desesperación de su jefe o un macho latino que se follaba a cualquier mujer a la vista y usaba su machete con cualquiera que protestara. Quizás echaran una moneda al aire para decidir qué cuento creerse.

– ¿Qué contacto tuvo personalmente con Flores?

– Ninguno. Nunca tuve el placer de conocerlo. Por desgracia, tengo una imagen muy vívida de él en mi mente. Vive en mi cabeza, sin ninguna otra dirección. Como ha dicho, se desconoce su paradero actual. Tengo la sensación de que vivirá en mí hasta que lo capturen o lo maten. Con su ayuda espero resolver ese problema.

– Señora Perry, ha hablado de matar en varias ocasiones, así que he de dejarle algo claro, para que no haya malentendidos. No soy un sicario. Si eso forma parte del encargo, explícito o tácito, ha de buscar en otra parte, desde ya.

Ella examinó su rostro.

– El encargo es encontrar a Héctor Flores… y llevarlo ante la justicia. Eso es. Ese es el encargo.

– Entonces he de preguntarle…-empezó Gurney, luego se detuvo cuando un movimiento de color marrón grisáceo en el prado captó su atención.

Un coyote, probablemente el mismo que había visto el día anterior, estaba cruzando el campo. Gurney siguió su progreso hasta que desapareció entre los arces, al otro lado del estanque.

– ¿Qué es?-preguntó ella volviéndose en la silla.

– Quizás un perro suelto. Perdón por la distracción. Lo que quiero saber es ¿por qué yo? Si el dinero es ilimitado, como ha dicho, podría contratar a un pequeño ejército. O podría contratar a gente que sería, digámoslo así, menos cuidadosa con la responsabilidad de que un fugitivo se presente a un juicio. La pregunta es: ¿por qué yo?

– Jack Hardwick me lo recomendó. Dijo que era usted el mejor. El mejor de todos. Dijo que si alguien podía resolverlo, ponerle fin, era usted.

– ¿Y lo creyó?

– ¿No debería?

– ¿Por qué lo hizo?

Se pensó la respuesta, como si hubiera mucho en juego en ella.

– Él era el agente oficial del caso. El investigador jefe. Me pareció rudo, obsceno, cínico, pinchaba a la gente siempre que podía. Horroroso. Pero casi siempre acertado. Puede que esto no tenga mucho sentido para usted, pero comprendo a personas tan espantosas como Jack Hardwick. Incluso confío en ellas. Así que aquí estamos, detective Gurney.

Él miró las matas de espárragos, calculando, por alguna razón de la que no era consciente, el punto magnético hacia el que se inclinaban en masa. Presumiblemente, estaría a 180 grados de los vientos preponderantes de la montaña, en el sotavento de la tormenta. Ella parecía satisfecha con el silencio. Gurney aún podía oír el modulado zumbido de las alas de los colibríes que continuaban su ritual de combate, si es que de eso se trataba. En ocasiones duraba una hora o más. Resultaba difícil comprender cómo una confrontación, o una seducción, tan prolongada constituía un uso eficiente de energía.

– Hace unos minutos ha mencionado que Jillian tenía un interés enfermizo en hombres desequilibrados. ¿Incluía a Scott Ashton en esa descripción?

– Dios mío, no, por supuesto que no. Scott fue lo mejor que le pasó nunca a Jillian.

– ¿Aprobaba su decisión de matrimonio?

– ¿Aprobarla? ¡Qué pintoresco!

– Lo expresaré de otra forma, ¿estaba complacida?

La mujer esbozó una sonrisa en los labios, pero sus ojos miraban con frialdad.

– Digamos que Jillian tenía ciertos… déficits significativos. Déficits que exigían la intervención profesional para el futuro inmediato. Estar casada con un psiquiatra, uno de los mejores en su campo, podía, sin duda, suponer una ventaja. Sé que suena… mal, en cierto modo. Explotador, quizá. Pero Jillian era única en muchos aspectos. Y única en su necesidad de ayuda.

Gurney levantó una ceja, confundido.

Ella suspiró.

– ¿Sabe que el doctor Ashton es el director de la escuela especial a la que asistía Jillian?

– ¿Eso no crearía un conflicto de…?

– No-lo interrumpió Perry, como si estuviera acostumbrada a discutir ese punto-. Era psiquiatra, pero cuando entró en la escuela, nunca fue su médico. Así que no había problemas éticos, ninguna cuestión médico-paciente. Por supuesto, la gente hablaba. Rumores, rumores, rumores. «Él es médico y ella paciente, bla, bla, bla.» Pero la realidad legal y ética se parecía más a la de una antigua estudiante que se casa con el director de su colegio. Jillian se fue de allí cuando tenía diecisiete años. Ella y Scott no se relacionaron personalmente hasta al cabo de un año y medio después. Fin de la historia. Por supuesto, no fue el final de las habladurías. -El desafío destelló en sus ojos.

– Es casi como pasearse al borde del precipicio-comentó Gurney, tanto para sí mismo como para ella.

Una vez más la mujer estalló en una risa asombrosa.

– Si Jillian pensaba que estaban paseando al borde del precipicio, para ella eso habría sido lo mejor. Siempre disfrutó de estar abocada al precipicio.

«Interesante», pensó Gurney. Igual de interesante que el destello en los ojos de Val Perry. Quizá Jillian no era la única enamorada del precipicio.

– ¿Y el doctor Ashton?-preguntó con voz suave.

– A Scott le da igual lo que piense la gente. -Ese era un rasgo que ella sin duda admiraba.

– Así que cuando Jillian tenía dieciocho, quizá diecinueve años, le propuso matrimonio.

– Diecinueve. Jillian lo propuso y él aceptó.

Gurney observó la extraña excitación que la mujer transmitía.

– Así que el doctor aceptó su propuesta. ¿Cómo se sintió al respecto?

Al principio pensó que no lo había oído. Luego en voz baja y ronca, apartando la mirada, ella dijo:

– Aliviada.

Miró las matas de espárragos de Gurney como si en algún sitio entre ellas pudiera localizar una explicación apropiada para sus sentimientos rápidamente cambiantes. Se había levantado una suave brisa mientras habían estado hablando y las partes superiores de las matas oscilaban con suavidad.

Gurney esperó, sin decir nada.

Ella pestañeó, apretando y relajando los músculos de la mandíbula. Cuando habló, lo hizo con visible esfuerzo, pronunciando las palabras como si cada una de ellas fuera pesada, como sucede en los sueños.

– Me sentí aliviada de que me quitaran la responsabilidad de las manos.

La mujer abrió la boca como si fuera a decir algo más, pero luego la cerró con un ligero movimiento de cabeza. Un gesto de desaprobación, pensó Gurney. Desaprobación por sí misma. ¿Era esa la raíz de su deseo de ver muerto a Héctor Flores? ¿Pagar una deuda de culpabilidad con su hija?

«Uf. Despacio. No pierdas contacto con los hechos.»

– No pretendía…-Dejó que su voz se fuera apagando, sin dejar claro lo que no pretendía.

– ¿Qué opina de Scott Ashton?-preguntó Gurney en un tono enérgico, lo más alejado posible del temperamento oscuro y complejo de ella.

Perry respondió al instante, como si la pregunta fuera una vía de escape.

– Scott Ashton es brillante, ambicioso, decidido…-Hizo una pausa.

– ¿Y?

– Y frío al tacto.

– ¿Por qué cree que quería casarse con una…?

– ¿Con una mujer tan loca como Jillian?-Se encogió de hombros de manera poco convincente-. ¿Tal vez porque era asombrosamente hermosa?

Gurney asintió, poco convencido.

– Sé que no puede resultar más trillado, pero Jillian era especial, muy especial. -Dio a la palabra un énfasis y un color casi morbosos-. ¿Sabe que su coeficiente intelectual era de ciento sesenta y ocho?

– Eso no está nada mal.

– Sí. Es la puntuación más alta que nadie obtuvo jamás en el test. Se lo hicieron tres veces para asegurarse.

– Así pues, además de todo lo que ha mencionado, ¿Jillian era un genio?

– Oh, sí, un genio-coincidió, recuperando un destello de animación en la voz-. Y, por supuesto, ninfómana. ¿He olvidado mencionar eso?

Buscó una reacción en la cara de Gurney.

Él miró a la distancia, más allá de las copas de los árboles y del granero.

– Y lo único que quiere que haga es buscar a Héctor Flores.

– No quiero que lo busque, quiero que lo encuentre.

A Gurney le encantaban los rompecabezas, pero este le parecía más bien una pesadilla. Además, Madeleine nunca…

«Cielos, pensar en su nombre y…»

Sorprendentemente allí estaba, vestida en una explosión de color rojo y naranja, acercándose poco a poco por el prado, empujando la bicicleta por el inclinado sendero lleno de surcos.

La mujer se volvió, ansiosa, en su silla para seguir la mirada de Gurney.

– ¿Está esperando a alguien?

– A mi esposa.

No dijeron nada más hasta que Madeleine llegó al borde del patio de camino al cobertizo. Las mujeres intercambiaron insulsas miradas educadas. Gurney las presentó, diciendo solo-para mantener la apariencia de confidencialidad-que Val era «una amiga de un amigo» que había pasado a pedir consejo profesional.

– Esto es muy apacible-dijo Perry, poniendo énfasis y haciendo que pareciera como una palabra extranjera cuya pronunciación estaba practicando-. Tiene que encantarle.

– Sí-dijo Madeleine. Dedicó una breve sonrisa a la mujer y empujó su bicicleta hacia el cobertizo.

– Bueno-intervino la otra con inquietud, después de que Madeleine se perdiera de vista detrás de los rododendros en la parte de atrás del jardín-, ¿hay algo más que pueda contarle?

– ¿No le molestaba en absoluto la diferencia de edad de diecinueve a treinta y ocho años?

– No-soltó, confirmando la sospecha de Gurney de que no era así.

– ¿Qué opina su marido de su decisión de contratar a un detective privado?

– Me apoya-dijo.

– ¿Y eso exactamente qué significa?

– Apoya lo que quiero hacer.

Gurney esperó.

– ¿Me está preguntando cuánto está dispuesto a pagar mi marido?-Una mueca de rabia eliminó parte de la belleza de su rostro.

Gurney negó con la cabeza.

– No es eso.

Ella parecía no escucharle.

– Le he dicho que el dinero no es un problema. Le he dicho que estamos podridos de dinero, podridos, señor Gurney, podridos, y gastaré lo que haga falta para que hagan lo que quiero.

Puntos de color cereza estaban apareciendo en la piel color vainilla de Val Perry y sus palabras sonaron con desprecio.

– Mi marido es el neurocirujano mejor pagado de este puto mundo. Gana más de cuarenta millones de dólares al año. Vivimos en una puta casa de doce millones de dólares. Mire esta puta piedra en mi dedo. -Fijó la mirada en el anillo como si fuera un tumor en su mano-. Esta mierda de brillante vale dos millones de dólares. Por el amor de Dios, no me hable de dinero.

Gurney estaba recostado con los dedos apoyados bajo la barbilla. Madeleine había vuelto y estaba de pie en silencio al borde del patio. Se acercó a la mesa.

– ¿Se encuentra bien?-preguntó, como si el arrebato al que acababa de asistir no tuviera más significado que una serie de estornudos.

– Lo siento-se disculpó la mujer con vaguedad.

– ¿Quiere un poco de agua?

– No, estoy bien, estoy perfectamente… Yo… No, en realidad, un poco de agua me vendría bien. Gracias.

Madeleine sonrió, asintió con afabilidad y entró en la casa por las puertas cristaleras.

– Me refería-dijo la mujer, estirándose la blusa con nerviosismo-, lo que quería decir, aunque lo he exagerado… Quería decir que el dinero no es un problema. Lo importante es el objetivo. Sean cuales sean los recursos necesarios para alcanzar el objetivo, están disponibles. Era lo que estaba intentando decir. -Apretó los labios como para asegurarse de que no iba a a perder de nuevo los estribos.

Madeleine volvió con un vaso de agua y lo dejó en la mesa. La mujer lo cogió, se bebió la mitad y lo dejó con cuidado.

– Gracias.

– Bueno-dijo Madeleine con un malicioso centelleo en la mirada al volver a entrar en la casa-, si necesita algo más, dé un grito. -Aquella indirecta era difícil de pasar por alto.

La mujer se sentó erguida y muy quieta. Parecía estar esforzándose por recuperar la compostura. Al cabo de un minuto respiró hondo.

– No estoy segura de qué decir a continuación. Quizá no hay nada que añadir, más que pedir su ayuda. -Tragó saliva-. ¿Me ayudará?

Interesante. Podría haber dicho: «¿Aceptará el caso?». ¿Había considerado esa forma de plantearlo y se había dado cuenta de que la manera que había usado era mejor, un planteamiento que sería más difícil de rechazar?

Al margen de cómo se lo hubieran pedido, Gurney sabía que sería una locura decir que sí.

– Lo siento-dijo-. Creo que no puedo.

Ella no reaccionó, se quedó sentada, agarrada al borde de la mesa, mirándolo a los ojos. Gurney se preguntó si lo había oído.

– ¿Por qué no?-preguntó con voz débil.

Gurney pensó en lo que iba a decir.

«¿Por qué no? Para empezar, señora Perry, se parece usted mucho a las descripciones que ha hecho de su hija. Mi inevitable colisión con los investigadores oficiales podría convertirse en un gran descarrilamiento de trenes. Y la potencial reacción de Madeleine al involucrarme en otro caso de asesinato podría redefinir nuestros problemas conyugales.»

Lo que en realidad dijo fue:

– Mi implicación podría entorpecer los esfuerzos policiales en marcha y eso sería perjudicial para todos los implicados.

– Ya veo.

Gurney no vio en la expresión de la mujer una comprensión real o una aceptación de su decisión. La observó, esperando su siguiente movimiento.

– Comprendo su reticencia-dijo-. En su lugar, sentiría lo mismo. Lo único que le pido es que no tome una decisión hasta que vea el vídeo.

– ¿El vídeo?

– ¿No lo mencionó Jack Hardwick?

– Me temo que no.

– Bueno, está todo ahí, todo el… suceso.

– ¿Se refiere a un vídeo de la recepción donde se produjo el asesinato?

– Eso es exactamente lo que quiero decir. Todo está grabado. Cada minuto. Todo está en un bonito DVD.

8

La película del crimen

En la espaciosa cocina de la casa de Gurney había dos mesas. Una larga de cerezo fabricada por los cuáqueros shakers, que usaban sobre todo para cenas con invitados, cuando Madeleine le sacaba el polvo y la engalanaba con velas y flores apropiadas que sacaba del jardín, y la llamada mesa del desayuno, con tablero de pino redondo sobre una base de piedra, donde, solos o juntos, comían la mayoría de las veces. Esta se encontraba en el interior de la casa, pero justo al lado de las puertas cristaleras, de cara al sur. En un día despejado, quedaba iluminada por la luz del sol desde primera hora de la mañana, lo que la convertía en uno de los lugares favoritos para leer de la pareja.

A las dos y media de esa tarde, estaban sentados en sus sillas habituales cuando Madeleine levantó la mirada de su libro, una biografía de John Adams. Adams era su presidente favorito, sobre todo porque su solución a la mayoría de los problemas emocionales y físicos consistía en dar largos paseos curativos por el bosque. Madeleine frunció el ceño en un ademán de atención.

– He oído un coche.

Gurney colocó la mano abierta junto a la oreja, pero aun así pasaron diez segundos antes de que pudiera oírlo él también.

– Es Jack Hardwick. Aparentemente hay una grabación completa en vídeo de la fiesta donde mataron a la chica de los Perry. Dijo que la traería. He dicho que echaría un vistazo.

Ella cerró el libro, dejando que su mirada se perdiera en la media distancia, más allá de las puertas de cristal.

– ¿Se te ha ocurrido pensar que tu futura cliente… no está del todo cuerda?

– Lo único que voy a hacer es ver el vídeo. Sin promesas a nadie. Por cierto, estás invitada a verlo conmigo.

Madeleine declinó la invitación con el rápido destello de una sonrisa. Continuó.

– Iría un poco más lejos y diría que es una psicótica destructiva que probablemente encaja con al menos media docena de códigos diagnósticos del DSM-IV. Y te haya dicho lo que te haya dicho, apuesto a que dista mucho de ser toda la verdad.

Mientras hablaba, Madeleine iba cortándose de manera inconsciente la cutícula de su pulgar con una de sus uñas, un nuevo hábito intermitente que Gurney contemplaba con alarma, como una especie de temblor en la constitución, por lo demás, estable de su mujer.

Esos momentos, por menores y de corta duración que fueran, lo agitaban, interrumpían su fantasía de la infinita resistencia de su esposa, lo dejaban temporalmente sin ese punto de referencia estable, sin esa luz nocturna que lo protegía de la oscuridad y los monstruos. De manera absurda, ese minúsculo gesto nervioso tenía el poder de suscitar la sensación de náusea y opresión que había experimentado de niño cuando su madre empezaba a fumar. Su madre chupando con ansiedad el cigarrillo, introduciéndose bocanadas de humo en los pulmones. «Contrólate, Gurney. Crece, por el amor de Dios.»

– Pero estoy seguro de que todo eso ya lo sabes, ¿no?

Él la miró un momento, tratando de recuperar el hilo de conversación que había perdido.

Madeleine negó con la cabeza en un ademán de fingida desesperación.

– Estaré un rato en la sala de costura. Luego he de ir a comprar a Oneonta. No nos queda casi de nada. Si quieres alguna cosa, añádela a la lista.

Hardwick llegó acompañado de un soplo de viento y un ruidoso tubo de escape. Aparcó su antiguo tragagasolina-un GTO rojo a medio restaurar, con remiendos de resina todavía por pintar-junto al Subaru Outback verde de Gurney. El viento encauzó un remolino de hojas caídas entre los dos vehículos. Lo primero que hizo Hardwick fue toser violentamente, sacar flema y escupir en el suelo.

– ¡Nunca he soportado el olor de las hojas muertas! Siempre me recuerdan la boñiga de caballo.

– Bien expresado, Jack-dijo Gurney cuando se estrecharon las manos-. Eres muy delicado con las palabras.

Se quedaron uno frente a otro como una pareja de sujetalibros que no encajan. Hardwick, con el pelo corto pero alborotado, tez rubicunda, nariz marcada por una telaraña de pequeñas venas y ojos azules llorosos como de malamut, tenía la apariencia de un hombre entrado en años con una resaca perpetua. Gurney, en cambio, con el pelo entrecano bien peinado-demasiado bien, solía decirle Madeleine-, todavía se conservaba delgado a los cuarenta y ocho años, con el abdomen firme gracias a una rutina de ejercicios antes de la ducha matinal, y aspecto de tener apenas cuarenta.

Cuando Gurney lo hizo pasar a la casa, Hardwick sonrió.

– Te ha enganchado, ¿eh?

– No estoy seguro de a qué te refieres, Jack.

– ¿Qué es lo que ha captado tu atención? ¿El amor por la verdad y la justicia? ¿La oportunidad de darle una patada en las pelotas a Rodriguez? ¿O su espléndido trasero?

– No es fácil saberlo, Jack. -Se descubrió articulando el nombre con peculiar énfasis, como si le asestara un gancho rápido a la mandíbula-. Ahora mismo tengo curiosidad por el vídeo.

– ¿En serio? ¿Aún no estás muerto de aburrimiento por la jubilación? ¿No estás desesperado por volver al juego? ¿No te mueres de ganas de ayudar a ese cañón de mujer?

– Solo quiero ver el vídeo. ¿Lo has traído?

– ¿El vídeo del asesinato? Nunca has visto nada igual, Davey. Un DVD de alta definición tomado en la escena del crimen mientras se comete el asesinato.

Hardwick estaba de pie en medio del gran ambiente que servía de cocina, comedor y sala de estar. Había una estufa Franklin en un extremo y una chimenea de piedra en el otro, separadas doce metros entre sí. La mirada del detective lo abarcó todo en unos pocos segundos.

– Joder, parece una foto a doble página de Mother Earth News.

– El reproductor de DVD está en el estudio-dijo Gurney, poniéndose en marcha.

El vídeo empezaba con una fascinante toma aérea del campo. Luego la cámara descendía en un ángulo abrupto hasta que empezaba a barrer las copas verdes de los árboles, el verde brillante de la primavera; después seguía el curso de una carretera estrecha y un arroyo agitado: cintas paralelas de asfalto negro y agua resplandeciente que unían una serie de casas bien cuidadas entre amplios jardines y pintorescas edificaciones anexas.

Apareció una propiedad aún más grande y lujosa que las demás y la velocidad de la cámara aerotransportada se redujo. Cuando alcanzó una posición situada justo encima de un vasto césped esmeralda con bordes de narcisos, el movimiento hacia delante cesó por completo y descendió con suavidad al nivel del suelo.

– Dios santo-exclamó Gurney-, ¿alquilaron un helicóptero para filmar la película de la boda?

– ¿No lo hacen todos?-soltó Hardwick con voz rasposa-. De hecho, el helicóptero era solo para la introducción. Desde este momento, el vídeo está grabado por cuatro cámaras fijas situadas en el césped, de modo que abarcaban toda la propiedad. Así que hay un archivo completo con imagen y sonido de todo lo que ocurrió en el exterior.

La casa de piedra de color crema rodeada por patios de piedra y arriates de forma libre daban la sensación de haber sido trasplantados desde la zona de los Cotswolds: primavera en un bucólico campo inglés.

– ¿Dónde está eso?-preguntó Gurney cuando él y Hardwick se sentaban en el sofá del estudio, delante del monitor del DVD.

Hardwick fingió sorpresa.

– ¿No reconoces el exclusivo pequeño poblado de Tambury?

– ¿Por qué tendría que hacerlo?

– Tambury es cuna de gente importante, y tú eres un tipo importante. Todos los que son alguien conocen a alguna persona que vive en Tambury.

– Supongo que no he llegado a ese nivel. ¿Vas a decirme dónde está?

– Una hora al noreste de aquí, a medio camino de Albany. Te explicaré cómo llegar.

– No lo necesitaré…-empezó Gurney, luego se detuvo con un ceño de incredulidad-. Espera un momento. No estará por casualidad en el condado de Sheridan Kline…

Hardwick lo cortó.

– ¿El condado de Kline? Por supuesto que sí. Así tendrás una oportunidad de trabajar con viejos amigos. El fiscal siente debilidad por ti.

– Dios mío-murmuró Gurney.

– Ese hombre cree que eres un puto genio. Por supuesto, se puso las medallas por tu éxito en el caso Mellery (normal siendo el político lameculos que es), pero en el fondo sabe que te lo debe.

Gurney negó con la cabeza y volvió a mirar a la pantalla mientras hablaba.

– Detrás de Sheridan Kline no hay nada más que un agujero negro.

– Davey, Davey, Davey, tienes opiniones muy crueles sobre los hijos de Dios.

Y a continuación, sin esperar respuesta, Hardwick se volvió hacia la pantalla y empezó a narrar el vídeo.

– El cáterin-dijo cuando un grupo de hombres jóvenes de pelo engominado y mujeres con pantalones negros y blusa blanca almidonada preparaban una barra de servir y media docena de mesas calientes-. El anfitrión-soltó, señalando a la pantalla cuando un hombre sonriente, vestido de traje azul marino con una flor roja en la solapa, emergió de una puerta en arco en la parte de atrás de la casa y salió al jardín-. Prometido, novio, marido, viudo… Todo cierto en un mismo día, así que llámalo como quieras.

– ¿Scott Ashton?

– El mismo que viste y calza.

El hombre avanzó con paso decidido por el borde de un arriate hacia el lado derecho de la pantalla, pero, justo antes de que desapareciera, el ángulo de la escena cambió, y lo mostró caminando hacia lo que parecía una pequeña cabaña situada al final del césped, donde este lindaba con el bosque, a unos treinta metros de la casa.

– ¿Con cuántas cámaras has dicho que lo grabaron?-preguntó Gurney.

– Cuatro en trípodes, además de la del helicóptero.

– ¿Quién hizo la edición?

– El equipo de vídeo del departamento.

Gurney vio a Ashton llamando a la puerta de la cabaña;observó y oyó, aunque el sonido no era tan bueno como la imagen. La puerta delantera y la espalda del hombre estaban a unos cuarenta y cinco grados de la cámara. Llamó otra vez: «Héctor».

Gurney luego oyó lo que le sonaba como una voz con acento español, demasiado débil para que las palabras fueran reconocibles. Miró inquisitivamente a Hardwick.

– Mejoramos el audio en el laboratorio. «Está abierta», le dice en español. Confirma lo que Ashton recordaba que le dijo Héctor.

Ashton abrió la puerta, entró y cerró tras de sí.

Hardwick cogió el mando a distancia, apretó el botón de avance rápido.

– Está ahí dentro cinco o seis minutos-explicó-. Después abre la puerta, y se oye a Ashton diciendo: «Si cambias de opinión…». Luego sale, vuelve a cerrar y se aleja. -Hardwick soltó el botón de avance rápido cuando Ashton estaba saliendo de la cabaña, con cara menos alegre que cuando había entrado.

– ¿Es así como hablaban entre ellos?-preguntó Gurney-. Ashton habla en inglés y Flores en español.

– Yo también me lo pregunté. Ashton me dijo que era un cambio reciente, que hasta un mes o dos antes ambos hablaban en inglés. Dijo que creía que era una forma de regresión hostil, que volver a su lengua materna era la forma de Héctor de rechazar a Ashton, al no emplear con él el idioma que le había enseñado. O algún rollo psicológico por el estilo.

En la pantalla, cuando Ashton estaba a punto de salir del encuadre, la imagen pasó a otra cámara que lo mostró caminando hacia un cenador de columnas griegas-la clase de estructura de Partenón en miniatura popularizada por la arquitectura paisajística victoriana-, donde cuatro hombres de esmoquin estaban colocando los puestos de música y sillas plegables. Ashton habló brevemente con los hombres de esmoquin, pero ninguna de las voces era audible.

– ¿Cuarteto de cuerda en lugar de un disc jockey corriente?-preguntó Gurney.

– Esto es Tambury: no hay nada corriente-respondió Hardwick.

Pasó a cámara rápida el resto de la conversación de Ashton con los músicos, tomas del exterior señorial y la casa principal, el personal de cáterin preparando platos y cubertería para la cena sobre manteles blancos, un par de camareras esbeltas colocando botellas y vasos, primeros planos de petunias rojas y blancas que se derramaban desde maceteros de piedra labrada.

– ¿Eso fue hace justo cuatro meses?-preguntó Gurney.

Hardwick asintió.

– Casi. El segundo domingo de mayo. La fecha perfecta para una boda. Esplendor primaveral, brisa balsámica, aves construyendo sus nidos, palomas zureando.

El tono implacablemente sarcástico estaba sacando de quicio a Gurney.

Cuando Hardwick detuvo el avance rápido y volvió a la reproducción normal del DVD, la cámara estaba enfocando una elaborada pérgola de hiedra que servía de entrada a la zona principal de césped. Invitados de la boda caminaban por allí en una fila dispersa. Había música de fondo, algo agradablemente barroco.

Cuando cada pareja pasaba por la pérgola, Hardwick los fue identificando, consultando una lista arrugada que había sacado del bolsillo del pantalón.

– El jefe de Policía de Tambury, Burt Luntz, y su esposa… Presidenta del Dartwell College y su marido… Agente literaria de Ashton y su marido… Presidente de la British Heritage Society de Tambury y su mujer… Congresista Liz Laughton y su marido… Filántropo Angus Boyd y el joven que lo acompaña, al que llama su «asistente»… Director del International Journal of Clinical Psychology y su esposa… Vicegobernador y su mujer… Decano de…

Gurney lo interrumpió.

– ¿Son todos así?

– ¿Todos apestan a dinero, poder y conexiones? Sí. Directores de empresas, políticos importantes, directores de periódicos, ¡hasta un obispo!

Durante los diez minutos siguientes, la marea de exitosos privilegiados fue entrando en el jardín botánico que Scott Ashton tenía detrás de su casa. Ninguno parecía fuera de lugar en el entorno enrarecido. Pero ninguno parecía particularmente entusiasmado por estar ahí.

– Estamos llegando al final de la fila-dijo Hardwick-. A continuación están los padres de la novia. El doctor Withrow Perry, neurocirujano famoso en todo el mundo, y Val Perry, su mujer trofeo.

El médico, con aspecto de tener poco más de sesenta años, tenía una boca carnosa de expresión despectiva, la papada de un gourmet y una mirada intensa. Se movía con una rapidez y una elegancia sorprendentes; como si hubiera sido instructor de esgrima, pensó Gurney, recordando las lecciones que él y Madeleine habían tomado juntos en el segundo o tercer año de su matrimonio, cuando todavía estaban buscando activamente cosas que podrían disfrutar haciendo juntos.

La Val Perry que se hallaba junto al médico en la pantalla como una fantasía cinematográfica de Cleopatra irradiaba una satisfacción que no estaba presente en la Val Perry que había visitado a Gurney esa mañana.

– Y ahora-dijo Hardwick-, el novio y la que pronto será su novia decapitada.

– Dios-murmuró Gurney.

Había veces en que la falta de sensibilidad de Hardwick parecía ir mucho más allá del cinismo de rutina del policía para elevarse a la categoría de sociópata marginal. Pero no era ni el momento ni el lugar para…, ¿para qué? Para decirle que era un capullo. ¿Para sugerirle que debería psicoanalizarse?

Gurney respiró hondo y puso toda su atención en el vídeo, en el doctor Scott Ashton y Jillian Perry Ashton caminando hacia la cámara, sonriendo; una salva de aplausos, unos pocos gritos de «¡Bravo!» y un gozoso crescendo barroco en el fondo.

Gurney estaba mirando a la novia, asombrado.

– ¿Cuál es el problema?

– No es como la imaginaba.

– ¿Qué demonios imaginabas?

– Por lo que me había contado su madre, no esperaba que pareciera una foto de portada de la revista Novias.

Hardwick estudió la imagen de radiante belleza de la joven: vestido de cola hasta el suelo, cuello modesto punteado de lentejuelas, guantes blancos en las manos sosteniendo un ramo de rosas de té, cabello dorado recogido en un moño y coronado por un brillante tiara, ojos almendrados acentuados con un toque de perfilador, boca perfecta animada con lápiz de labios que hacía juego con el rosa de las rosas de té.

Hardwick se encogió de hombros.

– ¿No quieren todas tener este aspecto?

Gurney torció el gesto, inquieto por la convencionalidad de la apariencia de Jillian.

– Joder, si lo tienen en los genes-insistió Hardwick.

– Sí, quizá-dijo Gurney, sin estar convencido.

Hardwick avanzó a cámara rápida las escenas en las que el novio y la novia pasaban entre la multitud, el cuarteto de cuerda atacando sus instrumentos con gran entusiasmo, el personal de cáterin deslizándose entre los invitados con el ruido de fondo de gente que comía y bebía.

– Vamos al tajo-dijo-, directamente al trozo donde pasa todo.

– ¿Te refieres al asesinato?

– Además de cierto material interesante justo antes y justo después.

Tras unos segundos de distorsiones digitales, la pantalla se llenó con un plano medio de tres personas conversando en un triángulo. Algunas palabras eran más audibles que otras, en parte enterradas en el zumbido de otras conversaciones, en parte aplastadas por la exuberancia de Vivaldi.

Hardwick sacó del bolsillo otra hoja doblada, la abrió y se la pasó a Gurney, quien reconoció un formato que le era familiar: la transcripción de una conversación grabada.

– Mira el vídeo y escucha la pista sonora-dijo Hardwick-. Te avisaré cuando puedas empezar a seguirlo en la transcripción, por si no entiendes algo del audio. Los tres que hablan son el jefe Luntz y su mujer, Carol, los dos de cara, y Ashton, que está de espaldas.

Los Luntz sostenían vasos altos con rodajas de lima. El jefe estaba equilibrando un par de canapés en la palma de su mano libre. Ashton sostenía su bebida delante de él, fuera del encuadre de la cámara fija. Los fragmentos audibles de diálogo parecían conscientemente trillados y todos ellos procedentes de la señora Luntz.

– Sí, sí […] es el día sí […] por fortuna el pronóstico del tiempo, que era muy […] flores […] la época del año que hace que vivir en los Catskills merezca la pena […] música, muy diferente, perfecta para la ocasión […] mosquito, no uno solo […] la altitud lo hace imposible, gracias a Dios […] la borrielosis, qué horrible […] error de diagnóstico […] tenía náuseas, dolor, estaba completamente desesperada, quería matarse, el suplicio…

Cuando Gurney miró de reojo a Hardwick en el sofá, levantando una ceja interrogadora para preguntar la pertinencia de todo aquello, oyó la voz más alta del jefe por primera vez.

– Carol, no es hora de hablar de garrapatas. Es un día feliz…, ¿verdad, doctor?

Hardwick señaló con el dedo índice la línea superior de la página de la transcripción que Gurney tenía en el regazo.

Gurney bajó la mirada y descubrió que resultaba útil, ante la confusa pista sonora.

SCOTT ASHTON. Muy feliz, sin duda, jefe.

CAROL LUNTZ. Solo estaba tratando de decir lo perfecto que ha sido todo hoy. Ni mosquitos ni lluvia ni ningún problema. Y qué encantadora historia, la música, hombres atractivos por todas partes…

JEFE LUNTZ. ¿Cómo le va con su genio mexicano?

SCOTT ASHTON. Ojalá lo supiera, jefe. A veces…

CAROL LUNTZ. He oído que hubo algunos… extraños… No lo sé, no me gusta repetirlo…

SCOTT ASHTON. Héctor está pasando alguna clase de dificultad emocional. Su conducta ha cambiado últimamente. Supongo que se ha notado. Estoy muy interesado en cualquier cosa que usted haya podido ver, cualquier cosa que captara su atención.

CAROL LUNTZ. Bueno, no he sido testigo directa, solo…, bueno, hay rumores, pero no me gusta escuchar rumores.

SCOTT ASHTON. Oh. Oh, un segundo. Discúlpeme un momento. Me parece que Jillian está haciéndome señas.

Hardwick pulsó el botón de pausa.

– ¿Lo ves?-dijo-. A la izquierda de la imagen, al fondo. Congelada en el fotograma estaba Jillian, mirando en dirección a Ashton, levantando el reloj de oro en la muñeca izquierda y señalándolo. Hardwick volvió a pulsar el play, y la acción se reanudó. Cuando Ashton avanzó por el césped entre los espectadores dispersos, los Luntz continuaron la conversación sin él. La mayor parte de ella estaba lo suficientemente clara para Gurney con solo una mirada ocasional a la transcripción.

JEFE LUNTZ. ¿Estás pensando en contarle ese asunto con Kiki Muller?

CAROL LUNTZ. ¿No crees que tiene derecho a saberlo?

JEFE LUNTZ. Ni siquiera sabes cómo ha empezado ese rumor.

CAROL LUNTZ. Creo que es más que un rumor.

JEFE LUNTZ. Sí, sí, tú crees. No lo sabes. Lo crees.

CAROL LUNTZ. Si tuvieras a alguien viviendo en tu casa, alimentándose con tu comida y tirándose en secreto a la mujer de tu vecino, ¿no te gustaría saberlo?

JEFE LUNTZ. Lo que estoy diciendo es que no lo sabes.

CAROL LUNTZ. ¿Qué necesito? ¿Fotos?

JEFE LUNTZ. Las fotos ayudarían.

CAROL LUNTZ. Burt, puedes ser muy ridículo cuando quieres, pero si un bicho raro mexicano estuviera viviendo en tu casa y tirándose a la mujer de Charley Maxon, ¿qué harías? ¿Esperar las fotos?

JEFE LUNTZ. Me cago en Dios, Carol…

CAROL LUNTZ. Burt, eso es blasfemia. Te tengo dicho que no hables así. Jefe Luntz. Entendido, sin blasfemar. Escucha, esta es la cuestión: has oído algo de alguien que ha oído algo de alguien que ha oído algo de alguien…

CAROL LUNTZ. Muy bien, Burt, ¡ahórrate el sarcasmo!

Se quedaron en silencio. Al cabo de aproximadamente un minuto, el jefe trató de coger uno de los canapés que sostenía en la mano izquierda y llevárselo a la boca. Por fin lo logró, utilizando la base de su copa como una palita. Su mujer puso mala cara, apartó la mirada, se acabó la copa y empezó a marcar con el pie los ritmos que procedían del mini-Partenón. Su expresión se tornó festiva, bordeando en lo maniaco, y su mirada vagó entre la multitud como buscando algún famoso. Cuando uno de los camareros se acercó con una bandeja de bebidas variadas, cambió la copa vacía por otra llena. El jefe de Policía ahora estaba observándola con labios apretados, en una expresión dura.

JEFE LUNTZ. ¿Qué tal si frenas un poco?

CAROL LUNTZ. ¿Perdón?

JEFE LUNTZ. Ya me has oído.

CAROL LUNTZ. Alguien tenía que decir la verdad.

JEFE LUNTZ. ¿Qué verdad?

CAROL LUNTZ. La verdad sobre el mexicano viscoso de Scott.

JEFE LUNTZ. ¿La verdad? Puede que sea solo un pequeño y estúpido rumor embellecido por una de tus amigas idiotas: una mentira absoluta, una calumnia digna de denunciarse.

Mientras los ánimos de los Luntz se caldeaban, al fondo se veía a Ashton y a Jillian, a la izquierda de la escena, a una distancia de la cámara que hacía que su conversación no se pudiera oír. Al final, Jillian se volvió y caminó en dirección a la cabaña, cuya fachada posterior lindaba con el bosque, y Ashton se dirigió de nuevo hacia los Luntz con expresión de inquietud.

Cuando Carol Luntz vio que Ashton se acercaba, apuró su margarita de un par de tragos rápidos. Su marido reaccionó con una palabra inaudible murmurada entre dientes. (Gurney bajó la mirada a la transcripción de audio, pero no había interpretación.)

El jefe de Policía, cambiando de expresión cuando Ashton se unió a ellos, preguntó:

– Bueno, Scott, ¿todo va bien? ¿Todo en orden?

– Eso espero-dijo Ashton-. Bueno, ojalá Jillian simplemente…-Negó con la cabeza y su voz se fue apagando.

– Oh, Dios-exclamó Carol Luntz, con bastante esperanza-. No pasa nada, ¿verdad?

Ashton negó con la cabeza.

– Jillian quiere que Héctor se una a nosotros para el brindis nupcial. Antes nos ha dicho que no quiere y…, en fin, eso es todo. -Sonrió de manera extraña, bajando la mirada a la hierba.

– ¿Y él qué problema tiene?-preguntó Carol, inclinándose hacia Ashton.

Hardwick pulsó el botón de pausa, congelando a Carol en una pose conspirativa. Se volvió hacia Gurney con la pasión de un hombre que comparte una revelación.

– Esta es la clásica zorra que disfruta con los problemas. Le gusta saborear cada detalle, simula que está rebosando empatía. Llora por tu dolor y espera que mueras para poder llorar más y mostrar al mundo lo mucho que le importa.

Gurney percibía la verdad en el diagnóstico, pero le costaba digerir el exceso de Hardwick.

– ¿Y luego?-preguntó, volviéndose de manera impaciente hacia la pantalla.

– Tranquilo. Mejora. -Hardwick pulsó el botón de play, reanimando la conversación entre Carol Luntz y Scott Ashton.

Ashton estaba diciendo:

– Es una estupidez, no quiero aburrirles con eso.

– Pero ¿qué pasa con ese hombre?

– insistió Carol, hablando como en un gemido.

Ashton se encogió de hombros, como si estuviera exhausto para poder mantener el secreto por más tiempo.

– Héctor tiene una actitud negativa hacia Jillian. Ella, por su parte, está decidida a resolver sea lo que sea que haya ocurrido entre ellos. Por esa razón insistió en que yo lo invitara a nuestra recepción, y he intentado hacerlo en dos ocasiones, hace una semana y de nuevo esta mañana. En ambas ocasiones rechazó la invitación. Ahora mismo Jillian me ha llamado para decirme que pretende sacarlo de su cabaña para el brindis nupcial. En mi opinión, es una pérdida de tiempo y ya se lo he dicho.

– ¿Por qué se molesta con… él?-Carol Luntz trastabilló al final, como si hubiera buscado un epíteto desagradable sin encontrarlo.

– Buena pregunta, Carol, pero no tengo respuesta.

Su comentario fue seguido por un cambio al encuadre de otra cámara, una cámara posicionada para cubrir un cuadrante de la propiedad que incluía la cabaña, el jardín de rosas y la mitad de la mansión. Jillian, la novia de álbum de fotos, estaba llamando a la puerta de la cabaña.

Una vez más, Hardwick paró el vídeo, por lo que la imagen se distorsionó en una especie de mosaico en la pantalla.

– Muy bien-dijo-. Aquí estamos. Ahora empiezan los catorce minutos críticos. Los catorce minutos en los que Héctor Flores mata a Jillian Perry Ashton. Los catorce minutos en los cuales le corta la cabeza con un machete, sale por la ventana de atrás y escapa sin dejar rastro. Esos catorce minutos empiezan cuando ella entra y cierra la puerta.

Hardwick soltó el botón de pausa y la acción se reanudó. Jillian abrió la puerta de la cabaña, entró y cerró la puerta tras de sí.

– Esta-dijo Hardwick, señalando la pantalla-es la última vez que la vieron viva.

La imagen permanecía en la cabaña mientras Gurney imaginaba el asesinato que estaba a punto de ocurrir detrás de las ventanas con cortinas de flores.

– Has dicho que Flores sale por la ventana de detrás y escapa sin dejar rastro después de matarla. ¿Estás hablando literalmente?

– Bueno-dijo Hardwick, haciendo una pausa teatral-, he de decir… sí y no.

Gurney suspiró y esperó.

– La cuestión es que la desaparición de Flores tiene un eco familiar. -Hardwick hizo otra pausa acentuada por una sonrisa artera-. Había un rastro desde la ventana de atrás de la cabaña que se adentraba en el bosque.

– ¿Qué quieres decirme, Jack?

– Ese rastro hacia el bosque se interrumpe a ciento cincuenta metros de la casa.

– ¿Qué estás diciendo?

– ¿No te recuerda nada?

Gurney lo miró con incredulidad.

– ¿Te refieres al caso Mellery?

– No conozco muchos más casos donde las huellas se interrumpan en medio del bosque sin ninguna explicación clara.

– Entonces, ¿qué estás diciendo?

– Nada en concreto. Solo me preguntaba si habías pasado por alto un cabo suelto cuando resolviste la locura del caso Mellery.

– ¿Qué clase de cabo suelto?

– ¿La posibilidad de un cómplice?

– ¿Un cómplice? ¿Estás loco? Sabes tan bien como yo que no había nada en el caso Mellery que sugiriera siquiera la posibilidad remota de más de un culpable.

– ¿No será que estás un poco susceptible con ese tema?

– ¿Susceptible? Me ponen susceptible las sugerencias que son una pérdida de tiempo y que no se basan en nada más que tu desquiciado sentido del humor.

– ¿Así que es todo una coincidencia?-Hardwick estaba haciendo sonar la nota precisa de desdén que Gurney sentía como unas uñas que rascaran una pizarra.

– ¿Qué es todo, Jack?

– Las similitudes del modus operandi.

– Será mejor que me digas enseguida de qué estamos hablando.

La boca de Hardwick se alargaba a ambos lados, quizás en una sonrisa, tal vez en una mueca.

– Mira la película-dijo-. Solo quedan unos minutos.

Pasaron unos pocos minutos. En la pantalla no estaba ocurriendo nada significativo. Varios invitados caminaron hacia el arriate que bordeaba la cabaña y una de las mujeres del grupo, la que antes Hardwick había identificado como la mujer del vicegobernador, parecía estar llevando a cabo una especie de visita botánica, hablando enérgicamente mientras señalaba distintas flores. El grupo salió poco a poco del encuadre como si estuviera unido por hilos invisibles a su guía. La cámara permaneció enfocada en la cabaña. Las ventanas con cortinas no dejaban ver nada.

Justo cuando Gurney estaba a punto de preguntar el propósito de esta parte del vídeo, la imagen cambió de nuevo para mostrar a Scott Ashton y a los Luntz en primer plano, y la cabaña en el fondo.

– Es la hora del brindis-estaba diciendo Ashton.

Los tres estaban mirando hacia la cabaña. Ashton echó un vistazo a su reloj, levantó la mano y llamó a una joven del personal de servicio. Esta se apresuró a acercarse con una sonrisa servil.

– ¿Sí, señor?

Ashton señaló hacia la cabaña.

– Dile a mi mujer que son más de las cuatro.

– ¿Está en esa cabaña junto a los árboles?

– Sí, por favor, dile que es hora del brindis nupcial.

Al salir para cumplir su encargo, Ashton se volvió hacia los Luntz.

– Jillian tiende a perder la noción del tiempo, sobre todo cuando está tratando de conseguir que alguien haga lo que ella quiere.

El vídeo mostró a aquella mujer joven cruzando el césped, llegando a la puerta de la cabaña y llamando. Al cabo de unos segundos, llamó otra vez, luego intentó hacer girar el pomo sin éxito. Se volvió a mirar hacia Ashton, poniendo las palmas hacia arriba en un ademán de desconcierto. Como respuesta, Ashton hizo gestos para que llamara de manera más enérgica. La joven frunció el ceño, pero obedeció de todos modos. (Esta vez el sonido fue lo bastante fuerte para que la cámara, que Gurney calculaba que estaría a unos quince metros de la cabaña, lo registrara en la pista de sonido.) Al no recibir respuesta a su intento final, la mujer volvió a poner las palmas hacia arriba y negó con la cabeza.

Ashton murmuró algo, en apariencia más para sus adentros que para los Luntz, y caminó hacia la cabaña. Fue directamente a la puerta, llamó con brío, luego tiró con fuerza y empujó el pomo al mismo tiempo que gritaba:

– ¡Jilli! ¡Jilli, la puerta está cerrada! ¡Jillian!

Se quedó mirando a la puerta, parecía frustrado y confuso. A continuación se volvió y caminó con determinación hacia la puerta de atrás de la casa principal.

Sentado en el brazo del sofá de Gurney, Hardwick explicó:

– Fue a buscar una llave. Nos dijo que siempre guardaba una copia en la despensa.

Al cabo de un momento, el vídeo mostraba a Ashton saliendo de la casa principal y volviendo a la puerta de la cabaña. Llamó de nuevo, al parecer no recibió respuesta; introdujo una llave y abrió la puerta hacia dentro. Desde la perspectiva de la cámara que lo grababa, a unos cuarenta y cinco grados de la cabaña, apenas se veía el interior del edificio y solo el perfil de la cara de Ashton, pero se apreció una inmediata tensión en su cuerpo. Al cabo de un momento de vacilación, entró. Varios segundos después se oyó un horrible sonido, un gruñido de asombro y angustia, la palabra «ayuda» gritada desesperadamente una, dos, tres veces, y luego, unos segundos más tarde, Scott Ashton salió por la puerta tambaleándose, tropezando con sus propios pies, cayendo de lado en un arriate, gritando «¡Ayuda!», de manera tan primigenia y repetida que dejó de ser una palabra.

9

La vista desde el umbral

Las cámaras fijas de la boda, situadas en los cuatro puntos de perspectiva claves del césped, continuaron grabando otros doce minutos después del derrumbe de Ashton, lo que creó un amplio registro en vídeo del consiguiente caos; hasta que el jefe Luntz ordenó apagarlas e incautarlas, pues tal vez podían ayudar a resolver el crimen.

Los doce minutos completos de hiperactividad formaban parte del DVD editado que Gurney estaba viendo con Hardwick: doce minutos de órdenes y preguntas gritadas, de chillidos horrorizados, de invitados corriendo hacia Ashton, a la cabaña, retrocediendo, una mujer desplomándose, otra tropezando con ella y cayéndole encima, invitados ayudando a Ashton a levantarse del arriate, guiándolo por la puerta de atrás hasta la casa principal, Luntz bloqueando la puerta de la cabaña y marcando frenéticamente en su teléfono móvil, invitados volviéndose a un lado y a otro y con aspecto enloquecido, los cuatro músicos entrando en la escena, un violinista todavía con el instrumento en la mano, otro solo con el arco, tres policías uniformados de Tambury subiendo a la carrera hacia Luntz, que custodiaba el umbral, el presidente de la British Heritage Society vomitando en la hierba.

Al final de la grabación, después de una última sacudida digital, Gurney apoyó la espalda en el sofá y miró a Hardwick.

– Cielo santo.

– Entonces, ¿qué opinas?

– Creo que me gustaría saber un poco más.

– ¿Por ejemplo?

– ¿Cuándo llegó el DIC a la escena, y qué encontraste en la cabaña?

– Agentes uniformados llegaron tres minutos después de que Luntz apagara las cámaras, es decir, quince minutos después de que Ashton descubriera el cadáver. Mientras Luntz llamaba a sus propios agentes, los invitados estaban llamando al 911. La llamada fue desviada al Departamento del Sheriff. En cuanto los agentes de uniforme echaron un vistazo a la cabaña llamaron al DIC, contactaron conmigo y yo llegué a la escena al cabo de unos veinticinco minutos. Así que el grupo de costumbre se puso en marcha enseguida.

– ¿Y?

– Y la prudencia imperante convino en que todo debería dejarse lo antes posible en el regazo del DIC, lo cual significaba en el regazo del investigador jefe Jack Hardwick. Allí permaneció durante aproximadamente una semana, hasta que tuve el impulso de informar a nuestro estimado capitán de que su hipótesis del caso (la que él insistía en que yo debía seguir) tenía ciertos defectos lógicos.

Gurney sonrió.

– ¿Le dijiste que era un puto inepto?

– Con otras palabras.

– ¿Y reasignó el caso a Arno Blatt?

– Hizo exactamente eso, y allí ha permanecido encallado durante casi cuatro meses. Lo que han hecho es como acelerar en el desierto con las ruedas encalladas: han provocado una tormenta de arena, pero no han avanzado ni un centímetro. De ahí el interés de la preciosa madre de la preciosa novia en explorar otra vía de resolución.

Una exploración que probablemente sustituiría la tormenta de arena del girar de ruedas por otra tormenta de mierda relacionada con la defensa del propio territorio, pensó Gurney.

«Retrocede ahora, antes de que sea demasiado tarde», susurró la vocecita de su sensatez.

Luego otra voz habló con despreocupada seguridad: «Deberías, al menos, averiguar lo que descubrieron en la cabaña. Saber más siempre es bueno».

– ¿Así que llegaste a la escena y alguien te dirigió hacia donde estaba el cadáver?-preguntó Gurney.

Hardwick hizo una mueca al recordarlo.

– Sí. Me dirigieron hasta el cadáver. Era consciente de cómo los cabrones me estaban observando al llevarme al umbral. Recuerdo que pensé: «Están esperando una reacción fuerte, lo que significa que hay algo horrible ahí». -Hizo una pausa. Sus labios se estiraron en una mueca forzada durante un segundo o dos, y luego continuó-: Bueno, estaba en lo cierto. Al cien por cien. -Parecía agitado.

– ¿El cuerpo era visible desde el umbral?-preguntó Gurney.

– Ah, sí, era visible, sí.

10

La única forma en que pudo hacerse

Hardwick se levantó del sofá haciendo un esfuerzo, se frotó la cara con ambas manos como un hombre que trata de cobrar plena conciencia después de una noche de sueños inquietos.

– ¿Hay alguna posibilidad de que tengas una botella de cerveza fría en casa?

– No en este momento-dijo Gurney.

– ¿No en este momento? ¿Qué coño significa eso? No en este momento, pero quizá dentro de un minuto o dos una Heineken helada podría materializarse delante de mí.

Gurney reparó en que, aunque aquel hombre hubiera parecido vulnerable hacía unos instantes, al recordar lo que había visto hacía cuatro meses, esa debilidad ya había desaparecido, arrinconada de golpe.

– Así pues-continuó Gurney, sin hacer caso al comentario en relación con la cerveza-, ¿el cadáver se veía desde el umbral?

Hardwick se acercó a la ventana del estudio que daba al prado. El cielo era plomizo al norte. Al hablar miró en dirección a la cumbre que conducía a la cantera de piedra caliza.

– El cuerpo estaba sentado en una silla tras una mesita cuadrada, a menos de dos metros de la puerta de entrada. -Hizo una mueca, como si hubiera olido una mofeta-. Como he dicho, el cuerpo estaba sentado a la mesa. Pero la cabeza no estaba en el cuerpo. La cabeza estaba encima de la mesa en un charco de sangre. Encima de la mesa y de cara al cuerpo, todavía con la tiara que has visto en el vídeo.

Hizo una pausa, como para asegurarse del orden preciso de los detalles.

– La cabaña tenía tres ambientes (la sala delantera y, detrás de ella, una pequeña cocina y un pequeño dormitorio), además de un pequeño cuarto de baño con aseo, junto al dormitorio. Suelos de madera, sin alfombras, nada en las paredes. Además de la cantidad sustancial de sangre en el cuerpo y alrededor de este, había unas pocas gotas de sangre en la parte de atrás de la sala y otras pocas gotas cerca de la ventana del dormitorio, que estaba abierta de par en par.

– ¿Ruta de escape? -preguntó Gurney.

– No hay duda de ello. Huella parcial en el suelo al otro lado de la ventana. -Hardwick dejó de mirar por la ventana del estudio y le lanzó a Gurney una de sus repugnantes miradas maliciosas-. Aquí es donde se pone interesante.

– Los hechos, Jack, y solo los hechos. Ahórrame las chorradas.

– Luntz había llamado al Departamento del Sheriff porque eran los que disponían de la brigada canina más cercana, y llegaron a la propiedad de Ashton unos cinco minutos después que yo. El perro capta un rastro en las botas de Flores y sale corriendo hacia el bosque como si el rastro fuera rojo candente. Pero se detiene de repente a ciento cincuenta metros de la cabaña; husmea, husmea, husmea en torno a un círculo pequeño, y se para y ladra justo encima del arma, que resulta ser un machete muy afilado. Pero aquí está la cuestión: después de encontrar el machete, no es capaz de seguir ningún rastro desde allí. El agente que lo llevaba de la correa lo condujo por un pequeño círculo, luego en un círculo más amplio (insistió durante media hora), pero sin éxito. El único rastro que pudo encontrar el perro llevaba desde la ventana de atrás de la cabaña al machete, y a ninguna otra parte.

– ¿Ese machete estaba tirado en el suelo, sin más?-preguntó Gurney.

– Habían puesto algunas hojas y tierra suelta sobre el filo como en un intento burdo para esconderlo.

Gurney sopesó la información durante unos segundos.

– ¿No hay duda de que era el arma del crimen?

Hardwick pareció sorprendido por la pregunta.

– Ninguna duda. La sangre de la víctima seguía allí. Coincidencia perfecta de ADN. También lo apoya el informe del forense. -El tono de Hardwick pasó al de la repetición literal de algo que había dicho muchas veces antes-. Muerte causada por la sección de ambas arterias carótidas y la columna vertebral entre las cervicales C1 y C2 como resultado de un hachazo provocado por un fuerte golpe asestado con un objeto afilado y pesado. Las heridas en los tejidos del cuello y las vértebras podría haberlas producido el machete descubierto en la zona boscosa adyacente a la escena del crimen. Así que-dijo Hardwick, volviendo a su tono normal-, ninguna duda. El ADN es el ADN.

Gurney asintió lentamente, absorbiendo la información.

Hardwick continuó, añadiendo un familiar toque de provocación.

– La única cuestión abierta sobre este particular en el bosque es por qué la pista se detiene ahí, como la pista de la escena del crimen de Mellery que…

– Espera un momento, Jack. Hay una gran diferencia entre las huellas de botas visibles que encontramos en la casa de Mellery y una senda invisible de olor.

– La cuestión es que en ambos casos la pista terminaba sin explicación en medio de ninguna parte.

– No, Jack-soltó Gurney, mostrando su exasperación-, la cuestión es que había una explicación perfectamente válida para las huellas de las botas; igual que habrá una explicación diferente por completo para el problema del olor.

– Oh, Davey, Davey, eso es lo que siempre me ha impresionado de ti: tu omnisciencia.

– ¿Sabes?, siempre he creído que eras más listo de lo que aparentabas. Ahora no estoy tan seguro.

La mueca de Hardwick mostraba cierto tono satisfecho ante la irritación de Gurney. Pero cambió a un nuevo tono, todo inocencia y honrada curiosidad.

– Entonces, ¿qué crees que ocurrió? ¿Cómo podía terminar así el rastro de Flores?

Gurney se encogió de hombros.

– ¿Se cambió los zapatos? ¿Se puso bolsas de plástico encima de los pies?

– ¿Por qué demonios iba a hacer eso?

– Quizá para crear el problema que le ocasionó al perro. ¿Para impedir que lo siguieran al lugar al que fuera a esconderse a continuación?

– ¿Como la casa de Kiki Muller?

– Oí ese nombre en la cinta. ¿No es a la que…?

– A la que supuestamente se estaba tirando Flores. Exacto. Vivía en la casa de al lado de Ashton. La mujer de Carl Muller, ingeniero naval que estaba en un barco la mitad del tiempo. Nunca volvieron a ver a Kiki después del día en que Flores desapareció y presumiblemente no se trata de una coincidencia.

Gurney volvió a apoyar la espalda en el sofá, reflexionando. Tenía dificultades para comprender una cosa.

– Puedo entender por qué Flores podría tomar precauciones para impedir que lo siguieran a la casa de un vecino o al lugar al que fuera, pero ¿por qué no lo hizo antes de salir de la cabaña? ¿Por qué en el bosque? ¿Por qué después de salir y esconder el machete y no antes?

– ¿Quizá quería salir de la cabaña lo antes posible?

– Quizá, o quizá quería que encontráramos el machete.

– Entonces, ¿por qué enterrarlo?

– Querrás decir semienterrarlo. ¿No has dicho que solo la hoja estaba cubierta de tierra?

Hardwick sonrió.

– Son preguntas interesantes. Sin duda vale la pena investigarlas.

– Y otra cosa-dijo Gurney-: ¿alguien ha verificado dónde estaban los Muller en el momento del homicidio?

– Sabemos que Carl era ingeniero jefe en un pesquero comercial que estaba a cincuenta millas de Montauk toda la semana. Pero no pudimos encontrar a nadie que hubiera visto a Kiki el día del homicidio ni el día anterior.

– ¿Eso significa algo para ti?

– Nada en absoluto. Es una comunidad muy reservada, al menos en la parte donde vive Ashton. El tamaño mínimo de cada propiedad es de cuatro hectáreas. Es gente celosa de su intimidad, no son de esos a los que les gusta apoyarse en la cerca y charlar. Probablemente allí se considera grosero decir «hola» sin tener una invitación.

– ¿Sabemos si alguien la vio después de que su marido se fuera a Montauk?

– Parece ser que nadie, pero… -Hardwick se encogió de hombros, reiterando la idea de que no ser visto por los vecinos en Tambury era la regla, no la excepción.

– Y los invitados a la recepción, ¿su paradero está claro durante «los catorce minutos críticos» a los que te has referido?

– Sí. El día después del crimen, estudié el vídeo a conciencia, controlando personalmente la situación de cada invitado en cada minuto que la víctima estuvo en esa cabaña; con nuestro alentador capitán diciéndome que estaba perdiendo un tiempo que debería dedicar a buscar a Héctor Flores en el bosque. ¿Quién demonios lo sabe?, a lo mejor el capullo tenía razón por una vez. Por supuesto, si no hubiera hecho caso del vídeo y después hubiera resultado que…, bueno, ya sabes cómo es de cabrón. -Susurró aquello con los labios apretados-. ¿Por qué me estás mirando así?

– ¿Cómo?

– Como un loco.

– Estás loco -dijo Gurney con ligereza.

También estaba pensando que durante los diez meses transcurridos desde que habían participado en el caso Mellery, la actitud de Hardwick hacia el capitán Rod Rodriguez, por alguna razón, había progresado de despectiva a envenenada.

– Quizá lo estoy-dijo Hardwick, tanto para sus adentros como para Gurney-. Parece que es la opinión consensuada. -Se volvió y miró otra vez por la ventana del estudio. Ahora estaba más oscuro: la cumbre norte casi negra contra un cielo de pizarra.

Gurney se preguntó si Hardwick lo estaba invitando de una manera extraña a mantener una conversación más íntima. ¿Tenía un problema del que podría estar dispuesto a hablar?

Fuera cual fuese la puerta que había dejado entornada, enseguida la cerró. Pivotó sobre sus talones, de nuevo con una chispa de sarcasmo en la mirada.

– Hay una pregunta sobre los catorce minutos. Puede que no fueran exactamente catorce. Me gustaría contar con tu omnisciente perspectiva…-Se apartó de la ventana, se sentó en el brazo del sofá más alejado de Gurney y habló hacia la mesita de café como si esta fuera un canal de comunicaciones entre ellos-. No hay duda del momento en que el cronómetro se pone en marcha. Cuando Jillian entra en la cabaña, está viva. Diecinueve minutos más tarde, cuando Ashton abrió la puerta, estaba sentada a la mesa en dos piezas. -Arrugó la nariz y añadió-: Cada pieza con su propio charco de sangre.

– ¿Diecinueve? ¿No catorce?

– Catorce desde que la chica del cáterin llama y no obtiene respuesta. La hipótesis razonable sería que la víctima no respondió, porque ya estaba muerta.

– Pero no necesariamente.

– No necesariamente, porque en ese momento podría haber recibido órdenes de Flores con un machete en la mano, diciéndole que mantuviera la boca cerrada.

Gurney pensó en ello, lo imaginó.

– ¿Tienes alguna preferencia? -preguntó Hardwick.

– ¿Preferencia?

– ¿Crees que le dieron el gran tajo antes o después de la señal del minuto catorce?

«El gran tajo.» Gurney suspiró, porque conocía la rutina. Hardwick provocaba y su público esbozaba una mueca. Era probable que aquel humor ofensivo fuera algo de toda la vida, un estilo reforzado por el cinismo imperante en el mundo de los cuerpos policiales, que se había ido agudizando y agriando con la edad, que se hacía más concentrado por sus problemas profesionales y la mala relación con su jefe.

– ¿Y? -insistió Hardwick -. ¿Qué opinas? -

Casi con certeza antes de la primera llamada a la puerta. Probablemente mucho antes. Lo más probable es que un minuto o dos después de que entrara en la cabaña.

– ¿Por qué?

– Cuanto antes lo hiciera, más tiempo tendría para escapar después de que descubrieran el cadáver. Más tiempo tendría para deshacerse del machete, para hacer lo que hizo para que los perros siguieran la pista hasta allí, para llegar adonde iba a ir antes de que el barrio se inundara de policías.

Hardwick parecía escéptico, pero no más de lo habitual: se había convertido en su rasgo natural.

– ¿Estás suponiendo que todo fue parte de un plan, que todo fue premeditado?

– Esa sería mi interpretación. ¿Lo ves de manera diferente?

– Hay problemas de una manera u otra.

– ¿Por ejemplo?

Hardwick negó con la cabeza.

– Primero, dame tu argumento para la premeditación.

– La posición de la cabeza.

La boca de Hardwick se transformó en una mueca.

– ¿Qué pasa con eso?

– La forma en que lo describiste: de cara al cuerpo, con la tiara en su lugar. Suena como una disposición deliberada que significaba algo para el asesino o que pretendía que significara algo para alguien más. No hay nada de furia del momento.

Hardwick tenía aspecto de estar experimentando un reflujo ácido.

– El problema con la premeditación es que ir a la cabaña fue idea de la víctima. ¿Cómo iba a saber Flores que iba a hacer eso?

– ¿Cómo sabes que ella no lo había discutido con él antes?

– Le dijo a Ashton que solo quería pedirle a Flores que se uniera al brindis nupcial.

Gurney sonrió, esperó a que Hardwick pensara en lo que estaba diciendo.

Hardwick se aclaró la garganta con incomodidad.

– ¿Crees que es mentira? ¿Que tenía alguna otra razón para ir a la cabaña? ¿Que Flores la había engañado antes y ella estaba mintiendo a Ashton sobre la cuestión del brindis? Eso son grandes suposiciones basadas en nada.

– Si el asesinato fue premeditado, tuvo que ocurrir algo así.

– ¿Y si no fue premeditado?

– No tiene sentido, Jack. Eso no fue un impulso. Fue un mensaje. No sé cuál era el destinatario ni qué significaba. Pero no me cabe duda de que era un mensaje.

Hardwick puso cara de sentir otro reflujo ácido, pero no discutió.

– Hablando de mensajes, encontramos uno extraño en el teléfono móvil de la víctima: un SMS que le enviaron una hora antes de que la mataran. Decía: «Por todas las razones que he escrito». Según la compañía telefónica, el mensaje salió del teléfono de Flores, pero estaba firmado por «Edward Vallory». ¿Ese nombre significa algo para ti?

– Nada.

La habitación se había oscurecido y apenas podían verse el uno al otro en extremos opuestos del sofá. Gurney encendió la lámpara que estaba a su lado, a un lado de la mesa.

Hardwick se frotó otra vez la cara, con las palmas de ambas manos.

– Antes de que me olvide, quería mencionar una pequeña cosa que observé en la escena y que se recordó en el informe del forense y que me pareció extraña. Podría no significar nada, pero… la sangre en el cuerpo en sí, en el torso, estaba delante.

– ¿Delante?

– Sí, en el lado más alejado de donde Flores podría haber estado de pie cuando usó el machete.

– ¿Adónde quieres llegar?

– Bueno, ¿sabes…? ¿Sabes que, de alguna manera, absorbes todo lo que ves en la escena de un homicidio? Entonces empiezas a imaginar qué es lo que hizo alguien para que las cosas estén así.

Gurney se encogió de hombros.

– Claro. Es automático. Es lo que hacemos.

– Bueno, estoy mirando cómo la sangre de las carótidas brotaba por el otro lado de su cuerpo, a pesar de que el torso estaba sentado recto, como apoyado en los brazos de la silla, y me estoy preguntando por qué. O sea, hay una arteria en cada lado, entonces ¿cómo es que toda la sangre cayó para un lado?

– ¿Y cómo lo imaginas?

Hardwick mostró los dientes en una rápida mueca de desagrado.

– Imaginé a Flores cogiéndola por el pelo con una mano y con la otra pasando el machete con todas sus fuerzas por el cuello, lo cual coincide bastante con lo que el forense cree que ocurrió.

– ¿Y?

– Y entonces… Entonces sostiene la cabeza cercenada en ángulo contra el cuello pulsante. En otras palabras, usa la cabeza para desviar la sangre, para impedir que le caiga a él.

Gurney empezó a asentir lentamente.

– El momento definitorio del sociópata…

Hardwick ofreció una pequeña mueca de asentimiento.

– No es que cortarle la cabeza hubiera dejado muchas dudas sobre el estado mental del asesino. Pero… hay algo sobre el… sentido práctico del gesto que resulta en cierto modo inquietante. Hay que tener agua helada en las venas…

Gurney continuó asintiendo. Podía ver y sentir la tesis de Hardwick.

Los dos hombres se quedaron varios segundos en silencio, reflexionando.

– Hay otra pequeña curiosidad que me inquieta-dijo Gurney-. Nada macabro, solo un poco desconcertante.

– ¿Qué?

– La lista de invitados de la recepción de boda.

– ¿Te refieres a la puta crème de la crème del norte de Nueva York?

– Cuando estuviste en la escena, ¿recuerdas haber visto a alguien de menos de treinta y cinco años? Porque al ver ese vídeo ahora, no lo he visto.

Hardwick pestañeó, frunció el ceño, con aspecto de que estaba pasando ficheros en su cabeza.

– Probablemente no. ¿Y qué?

– ¿Seguro que nadie de veintitantos?

– Salvo el personal de cáterin, seguro que nada de veinteañeros. ¿Y qué?

– Solo me preguntaba por qué la novia no invitó a sus amigos a su propia boda.

11

Las pruebas sobre la mesa

Cuando Hardwick se fue justo después del atardecer, rechazando una invitación desganada para que se quedara a cenar, confió su duplicado del DVD a Gurney, junto con una copia del expediente del caso, que contenía los registros de los primeros días, en que él había dirigido la investigación, y la de los meses siguientes, en los que Arlo Blatt estuvo al mando. Era todo lo que Gurney podía haber pedido, lo cual le resultó inquietante. Hardwick estaba corriendo un gran riesgo al copiar material de archivos, sacarlo de las dependencias policiales y dárselo a una persona sin autorización.

¿Por qué lo hacía?

La respuesta simple-que cualquier progreso sustancial que lograra Gurney avergonzaría a un capitán del DIC, por el cual Hardwick no tenía ningún respeto-no justificaba del todo el riesgo que estaba asumiendo. Tal vez la respuesta se la daría el propio archivo de material. Gurney lo había extendido sobre la mesa del comedor principal, bajo la lámpara, porque, mientras se desvanecía la luz de las ventanas, sería el lugar más luminoso de la casa.

Había dividido los voluminosos informes y otros documentos en pilas según el tipo de información que contenían.

Dentro de cada pila colocó los elementos en orden cronológico, lo mejor que pudo.

En total, se trataba de una enorme acumulación de datos: informes de incidente, notas de campo, informes de progreso de la investigación, sesenta y dos resúmenes y transcripciones de interrogatorios-de entre una y catorce páginas cada uno-, registros de teléfonos fijos y móviles, fotos de la escena del crimen tomadas por personal del DIC, imágenes fijas adicionales extraídas de las cámaras de la boda, la descripción del crimen minuciosamente detallada en treinta y seis páginas de un formulario VICAP, un retrato robot de Héctor Flores, el informe de la autopsia, formularios de recogida de pruebas, informes de laboratorio, análisis de muestras de ADN de la sangre, el informe de la Brigada Canina, una lista de invitados a la boda con la información de contacto y la especificación de su relación con la víctima o con Scott Ashton, bocetos y fotos aéreas de la finca de los Ashton, bocetos interiores de la cabaña con mediciones de la sala, información biográfica y, por supuesto, el DVD que Gurney había visto.

Cuando terminó de clasificarlo todo en un orden que le fuera útil, eran casi las siete. Al principio le sorprendió que fuera tan tarde, pero luego no. El tiempo siempre se aceleraba cuando su mente trabajaba a todo tren y-se dio cuenta de ello con cierto arrepentimiento-eso solo ocurría cuando se enfrentaba a un enigma. Madeleine le había dicho en una ocasión que su vida se había reducido a una actividad obsesiva: desentrañar los misterios en torno a las muertes de otras personas. Nada más, nada menos, ninguna otra cosa.

Cogió el archivador que tenía más cerca. Era el conjunto de informes de la escena del crimen creados por los técnicos de pruebas. El formulario de encima describía los alrededores inmediatos de la cabaña. El siguiente formulario detallaba lo que habían visto dentro. Era asombroso por su brevedad. La cabaña no contenía ninguno de los objetos y materiales normales que un laboratorio de criminalística sometería a análisis en busca de pruebas. Ningún mueble, más allá de la mesa en la que se halló la cabeza de la víctima, la silla estrecha con brazos de madera en la cual se encontraba el cuerpo y una silla similar enfrente. No había sillones, sofás, camas, mantas ni alfombras. Igualmente extraño era que no había ropa en el armario, ni ropa ni calzado de ninguna clase en la cabaña, con una peculiar excepción: un par de botas de goma, de las que suelen colocarse encima de los zapatos. Las encontraron en el dormitorio de al lado de la ventana a través de la cual, evidentemente, había salido el asesino. Sin duda, eran las botas cuyo rastro había seguido el perro.

Se volvió en su silla hacia las puertas cristaleras y miró a la pradera, con los ojos chispeantes por sus cábalas. Las peculiaridades y las complicaciones del caso-lo que Sherlock Holmes habría llamado «sus rasgos diferenciales»-se multiplicaban, y generaban una suerte de campo magnético que atraía a Gurney a los problemas que de manera natural repelerían a la mayoría de los hombres.

Sus pensamientos se interrumpieron por el chirrido agudo de la puerta lateral al abrirse: un chirrido que durante el año anterior había tenido la intención de eliminar con una gota de aceite.

– ¿Madeleine?

– Hola.

Su mujer entró en la cocina con tres bolsas de plástico del supermercado llenas en cada mano, las subió las seis a la encimera y volvió a salir.

– ¿Puedo ayudar?-preguntó Dave.

No hubo respuesta, solo el sonido de la puerta lateral al abrirse y cerrarse. Al cabo de un minuto se repitió el sonido, seguido por el regreso a la cocina de Madeleine con una segunda tanda de bolsas, que también dejó en la encimera. Solo entonces se quitó el gorro peruano violeta, verde y rosa con orejeras que siempre parecían añadir una dimensión grotesca a su humor subyacente, fuera cual fuese este.

Dave sintió el fugaz tic en su párpado izquierdo, un movimiento en el nervio tan perceptible que había precisado varios viajes al espejo en los últimos meses para convencerse de que no era visible. Quería preguntarle a su esposa dónde había estado, además de en el supermercado, pero tenía la sensación de que ella podría haberlo mencionado antes, y el hecho de que no lo recordara no le reportaría nada bueno. Madeleine equiparaba olvidar, igual que el mal oído, con la falta de interés. Y quizá tenía razón. En veinticinco años en el Departamento de Policía de Nueva York, nunca olvidó presentarse para un interrogatorio a un testigo, no olvidó jamás la fecha de un juicio, no olvidó nunca lo que un sospechoso había dicho o cómo había sonado, no olvidó ni un solo detalle significativo para su trabajo.

¿Algo se había acercado alguna vez en importancia a su trabajo? ¿Aunque fuera remotamente? ¿Padres? ¿Esposas? ¿Hijos?

Cuando su madre murió, apenas sintió nada. No, fue peor que eso. Más frío y más egocéntrico que eso. Había sentido alivio, como quitarse un peso de encima: una simplificación de su vida. Cuando su primera mujer lo abandonó, se eliminó otra preocupación. Otro impedimento menos, un alivio de la presión de tener que responder a las necesidades de una persona difícil. Libertad.

Madeleine fue a la nevera, empezó a sacar tuppers de vidrio con comida dejados allí la noche anterior y la noche anterior a esa. Los puso en fila sobre la encimera al lado del microondas, cinco en total, quitó las tapas. Él la observó desde el otro lado de la isleta de la cocina.

– ¿Todavía no has cenado?-preguntó ella.

– No, estaba esperando a que llegaras-repuso Dave, no muy sinceramente.

Ella miró detrás de él, a los papeles esparcidos en la mesa. Levantó una ceja.

– Cosas de Jack Hardwick-dijo Gurney como si tal cosa-. Me ha pedido que le eche un vistazo. -Imaginó que la mirada plana de su mujer examinaba sus pensamientos. Añadió-: Es material del caso de Jillian Perry. -Hizo una pausa-. No estoy seguro de qué se supone que he de hacer ni por qué alguien cree que mis observaciones podrían ser útiles dadas las actuales circunstancias, pero… Echaré un vistazo a lo que hay aquí y le diré lo que pienso.

– ¿Y ella?

– ¿Ella?

– Val Perry. ¿También le dirás a ella lo que piensas?-La voz de Madeleine había adoptado un timbre ligero, aéreo, que más que ocultar su preocupación la comunicaba.

Gurney miró el cuenco de fruta en la encimera de granito de la isleta de la cocina, apoyando las manos en la superficie fría. Varias moscas de la fruta, inquietadas por su presencia, se alzaron desde un manojo de plátanos y volaron en zigzags asimétricos por encima del cuenco antes de volver a posarse, tornándose invisibles contra la piel moteada.

Trató de hablar con voz pausada, pero sonó condescendiente.

– Creo que estás inquieta por las suposiciones que estás haciendo, no por lo que está ocurriendo realmente.

– ¿Te refieres a mi suposición de que ya has decidido saltar de la montaña rusa?

– Maddie, ¿cuántas veces tengo que decírtelo? No me he comprometido con nadie a hacer nada. No he tomado ninguna decisión de involucrarme en modo alguno más allá de leer el expediente del caso.

Ella le echó una mirada que él no pudo entender, que llegaba a su interior, que era conocedora y amable y extrañamente triste.

Empezó a tapar otra vez los tuppers de vidrio. Él la observó sin hacer comentarios hasta que Madeleine se puso a guardarlos de nuevo en la nevera.

– ¿No vas a comer nada?-preguntó Dave.

– Ahora mismo no tengo hambre. Creo que me daré una ducha. Si me despierta, entonces comeré. Si me da sueño, me iré a dormir temprano. -Al pasar junto a la mesa llena de papeles, dijo-: Antes de que nuestros invitados lleguen mañana, guárdalo para que no tengamos que verlo. -Salió de la cocina. Al cabo de medio minuto, Dave oyó que se cerraba la puerta del cuarto de baño.

«¿Invitados? ¿Mañana? ¡Dios!»

Un recuerdo vago, algo que Madeleine había mencionado sobre alguien que venía a cenar, la sombra de un recuerdo almacenado en una caja inaccesible, una caja que contenía objetos de escasa importancia.

«¿Qué demonios está pasando contigo? ¿No queda sitio en tu cabeza para la vida ordinaria? Para una vida sencilla, compartida de manera buena y simple con personas comunes. O quizá nunca ha habido espacio para eso. Tal vez siempre has sido como eres ahora. Quizá la vida aquí, en una cima aislada-sin las exigencias del trabajo, privado de excusas convenientes para no estar nunca presente en las vidas de personas que afirmas amar-está haciendo que la verdad sea más difícil de esconder. ¿La simple verdad podría ser que, en realidad, no te importa nadie?»

Rodeó la isleta de la cocina y encendió la cafetera. Igual que Madeleine, había perdido el apetito. Pero la idea del café era seductora. Iba a ser una noche larga.

12

Hechos peculiares

Tenía sentido empezar por el principio, examinando el retrato robot de Héctor Flores.

Gurney tenía sentimientos encontrados sobre los retratos faciales generados por ordenador. Construidos a partir de las percepciones de testigos, eran reflejo de las fortalezas y debilidades de todo testimonio ocular.

En el caso de Héctor Flores, no obstante, había una buena razón para confiar en el parecido. Los detalles descriptivos los había proporcionado un hombre con la capacidad de observación de un psiquiatra y del que se decía que había estado en contacto diario con el sujeto durante más de tres años. Una reproducción por ordenador con información de esa calidad podía rivalizar con una buena fotografía.

La imagen era la de un varón de unos treinta y cinco años, bien parecido pero sin nada de particular. La estructura facial era regular, sin ningún rasgo predominante. Piel prácticamente sin arrugas; ojos oscuros y carentes de emoción. El pelo era negro, limpio, peinado de manera informal. Gurney solo logró apreciar una marca discernible, extrañamente asombrosa en medio de una apariencia por lo demás tan ordinaria: al hombre le faltaba el lóbulo de la oreja derecha.

Adjunto al retrato robot estaba el inventario de características físicas. (Gurney supuso que las había proporcionado sobre todo Ashton y, por lo tanto, que tenían un alto grado de precisión.) La altura de Héctor Flores constaba como de un metro setenta y cinco; peso: sesenta y cinco kilos; raza/nacionalidad: hispano; ojos: castaño oscuro; pelo negro, liso; tez morena, clara; dientes desiguales, con un incisivo de oro, superior izquierdo. En la sección de cicatrices y otras marcas identificativas, había dos entradas: el lóbulo de la oreja y una gran cicatriz en la rodilla derecha.

Gurney miró otra vez la foto, buscó alguna chispa de locura, un atisbo de la mente del hombre con hielo en las venas que decapitó a una mujer, usó la cabeza para desviar la sangre y que no le salpicara, y luego puso la cabeza en la mesa, de cara al cuerpo del que procedía. En los ojos de algunos asesinos-Charlie Manson, por ejemplo -había una intensidad demoniaca, urgente e indisimulada, pero la mayoría de los asesinos que Gurney había llevado ante la justicia durante su carrera como detective de Homicidios estaban impulsados por una locura menos obvia. La cara anodina, no comunicativa, de Héctor Flores-en la cual Gurney no podía ver ningún atisbo de la violencia gratuita del crimen-lo situaba en esta categoría.

Había una página grapada al formulario. Estaba escrita en ordenador, con el encabezamiento: «Declaración complementaria proporcionada por el doctor Ashton el 11 de mayo de 2009». Venía firmada por Ashton y corroborada por Hardwick en calidad de investigador jefe del caso. La declaración era breve, considerando el periodo y los sucesos que cubría.

Mi primer contacto con Héctor Flores fue a finales de abril de 2006, cuando vino a mi casa como jornalero en busca de empleo. A partir de entonces, empecé a darle trabajo en el jardín: para segar, rastrillar, echar mantillo, fertilizante, etcétera. Al principio, casi no hablaba inglés, pero aprendió deprisa y me impresionó con su energía e inteligencia. En las semanas siguientes, al ver que era un carpintero habilidoso, empecé a confiarle diversos proyectos de mantenimiento y reparación. A mediados de julio estaba trabajando en la casa y su entorno siete días por semana, añadiendo la limpieza del hogar a su lista de tareas. Se estaba convirtiendo en el empleado doméstico ideal, que mostraba gran iniciativa y sentido común. A finales de agosto preguntó si, en lugar de parte del dinero que le estaba pagando, le permitiría ocupar la pequeña cabaña sin amueblar de detrás de la casa en los días que estaba aquí. Pese a algunos recelos, acepté, y poco después empezó a vivir allí, aproximadamente cuatro días por semana. Se hizo con una mesita y dos sillas en una venta de segunda mano, y después con un ordenador barato. Dijo que era todo lo que quería. Dormía en un saco de dormir e insistía en que era la manera en que se sentía más cómodo. Con el paso del tiempo, empezó a explorar diversas oportunidades educativas en Internet. Entre tanto, su interés por el trabajo no dejó de crecer y empezó a evolucionar hacia una especie de asistente personal. Al final del año, le confiaba cantidades razonables de dinero en efectivo y él se ocupaba en ocasiones de comprar comida y otros encargos con gran eficiencia. Su inglés ya era impecable desde el punto de vista gramatical, aunque todavía con un acento muy marcado, y sus modales eran encantadores. Con frecuencia respondía mi teléfono, tomaba mensajes claros e incluso me proporcionaba sutiles informaciones sobre el tono o el humor de algunos de los que llamaban. (Visto en retrospectiva, parece extraño que confiara de esta manera en un hombre que poco antes estaba buscando trabajo para extender mantillo, pero la relación laboral funcionaba bien, sin un solo problema del que tuviera noticia durante casi dos años.) Las cosas empezaron a cambiar en otoño de 2008, cuando Jillian Perry entró en mi vida. Flores enseguida se puso de mal humor y se aisló, y siempre encontraba razones para estar lejos de la casa cuando ella estaba allí. Los cambios se volvieron más inquietantes a principios de 2009, cuando anunciamos nuestros planes de boda. Desapareció durante varios días. Cuando volvió, afirmaba que había descubierto cosas terribles sobre Jillian y que arriesgaría mi vida si me casaba con ella, pero se negó a proporcionar detalles. Dijo que no podía decirme nada más sin revelar su fuente de información, y eso no podía hacerlo. Me rogó que reconsiderara mi decisión de casarme. Cuando quedó claro que no iba a reconsiderar nada sin saber exactamente de qué estaba hablando y que no toleraría acusaciones infundadas, pareció aceptar la situación, aunque continuó evitando a Jillian. Ahora me doy cuenta de que, por supuesto, debería haberlo despedido por eso, por parecer una persona tan inestable, pero, con la arrogancia de mi profesión, supuse que podría descubrir la naturaleza del problema y resolverlo. Me vi a mí mismo conduciendo un fabuloso experimento educativo, sin aceptar nunca por completo el hecho de que estaba tratando con una personalidad peligrosamente compleja y que todo podría descontrolarse. También debo admitir que había hecho mi vida más fácil y más conveniente en muchos sentidos, y de ahí mi reticencia a prescindir de él. No exagero en hasta qué punto su inteligencia, su rápida educación y su número de talentos me habían impresionado, todo lo cual ahora suena delirante, a la luz de lo que ha ocurrido. Mi último encuentro con Héctor Flores fue en la mañana de la boda. Jillian, que era muy consciente de que Héctor la despreciaba, estaba obsesionada con conseguir que aceptara nuestro matrimonio y me convenció para que hiciera un último esfuerzo para persuadirlo de que asistiera a la ceremonia. Esa mañana fui a la cabaña y lo encontré sentado a la mesa como una estatua. Pasé por las formalidades de extenderle una invitación más, que rechazó. Vestía todo de negro: camiseta, tejanos, cinturón, zapatos. Quizás eso debería haber significado algo para mí. Esa fue la última vez que lo vi.

En ese punto de la transcripción, Hardwick había insertado unas notas manuscritas a los márgenes: «Después de la entrega y revisión de la declaración escrita de Scott Ashton, esta se complementó con las siguientes preguntas y respuestas».

J. H. Así pues, ¿no sabía nada o casi nada del pasado de este hombre?

S. A. Así es.

J. H. ¿No le proporcionó información sobre sí mismo?

S. A. Exacto.

J. H. Sin embargo, ¿confió en él lo suficiente para dejarle vivir en su propiedad, tener acceso a su casa, responder su teléfono?

S. A. Soy consciente de que suena estúpido, pero contemplaba su negación a hablar de su pasado como una forma de honradez. Me refiero a que si hubiera querido ocultar algo, habría sido más persuasivo construir un pasado ficticio. Pero no lo hizo. Desde una óptica inversa, eso me impresionó. De manera que sí, confiaba en él aunque se negara a hablar de su pasado.

Gurney leyó la declaración completa una segunda vez, más despacio, y luego una tercera. El relato le resultaba extraordinario tanto por lo que omitía como por lo que mencionaba. Entre los elementos que faltaban había una singular carencia de rabia. Y una ausencia asombrosa del horror visceral que en el día anterior a realizar esta declaración había hecho que el hombre saliera trastabillando de la cabaña segundos después de haber entrado en ella, gritando y derrumbándose.

¿El cambio era tan solo el resultado de una medicación? Un psiquiatra tenía fácil acceso a sedantes apropiados. ¿O se trataba de algo más que eso? Resultaba imposible saberlo por una declaración sobre el papel. Sería interesante reunirse con aquel tipo, mirarlo a los ojos, oír su voz.

Al menos el fragmento de la declaración que se refería a la ausencia de muebles en la cabaña y a la insistencia de Flores en mantenerla de esa manera respondía en parte al misterio de que no se mencionara nada de ello en el informe de pruebas; en parte, pero no del todo. No explicaba por qué no había ropa ni zapatos ni productos de higiene personal. No explicaba qué había ocurrido con el ordenador. O por qué, si había prescindido de todos sus objetos personales, Flores se había dejado un par de botas.

La mirada de Gurney vagó sobre las pilas de documentos dispuestos delante de él. Recordaba haber visto antes no solo un informe de incidente, el referido al asesinato, sino dos, y se preguntaba por qué. Estiró el brazo y sacó el segundo de debajo del primero.

Era del Departamento de Policía de Tambury Village en respuesta a una llamada recibida a las 16.45 del 17 de mayo de 2009; justo una semana después del crimen. El demandante constaba como doctor Scott Ashton del 42 de Badger Lane, Tambury, Nueva York. El informe fue presentado por el sargento Keith Garbelly. Se señalaba que se había enviado copia al Departamento de Investigación Criminal en la comisaría regional de la Policía del estado a la atención del investigador jefe J. Hardwick. Gurney supuso que lo que estaba leyendo era una copia de esa copia.

El denunciante estaba sentado a la mesa del patio en el lado sur de la residencia, de cara a la zona ajardinada, con una taza de té en la mesa, como era su costumbre cuando hacía buen tiempo. Oyó un único disparo de escopeta y al mismo tiempo vio que la taza de té se hacía añicos. Corrió a la casa a través de la puerta de atrás (patio) y llamó al Departamento de Policía de Tambury. Cuando llegué a la escena (con refuerzos detrás), el denunciante parecía tenso, ansioso. El interrogatorio inicial se llevó a cabo en la sala de estar. El denunciante no podía determinar el origen del disparo, suponía que se había producido desde «larga distancia, más o menos desde esa dirección» (hizo un gesto hacia la ventana de atrás que daba a la colina boscosa situada a, al menos, trescientos metros). El denunciante desconocía las posibles causas del suceso, salvo que estuviera «posiblemente relacionado con el asesinato de mi mujer». Afirmó que desconocía cuál podría ser esa relación. Especulaba que tal vez Héctor Flores también quería matarlo a él, pero no supo proporcionar ninguna razón o motivo.

La copia del formulario de seguimiento de la investigación, añadido al informe de incidente inicial, era obra del DIC, lo cual revelaba que se había producido una rápida derivación del caso, consecuente con la responsabilidad principal del DIC. Tenía tres entradas breves y una larga, todas ellas firmadas con las iniciales «J. H.».

Registro de la propiedad de Ashton, bosque, colinas: negativo. Interrogatorios en la zona: negativo.

La reconstrucción de la taza revela que el punto de impacto se produjo en el centro, de arriba abajo y de izquierda a derecha. Refuerza la hipótesis de que esa taza, y no Ashton, era el objetivo del que disparó.

Los fragmentos de bala recuperados en la zona del patio son demasiado pequeños para extraer conclusiones balísticas. Mejor hipótesis: calibre pequeño a medio de rifle de alta potencia, equipado con mira sofisticada en manos de alguien con buena puntería.

Hipótesis sobre el arma y conclusión de la taza como objetivo: se comunicaron a Scott Ashton para determinar si conocía a alguien con esa clase de equipamiento y habilidades de disparo. El sujeto parecía inquieto. Cuando se le presionó, nombró a dos personas con rifle y mira similar: el suyo y el del padre de Jillian, el doctor Withrow Perry. A Perry, dijo, le gustaba hacer salidas de caza exóticas y era un tirador experto. Ashton afirmaba que había comprado su propio rifle (un Weatherby del calibre 257) a sugerencia de Perry. Cuando le pedí verlo, descubrió que no estaba en el estuche de madera en el cual lo guardaba, escondido en el armario de su estudio. No podía asegurar la última vez que había visto el arma, pero dijo que podría haber sido dos o tres meses antes. Cuando se le preguntó si Héctor Flores conocía su existencia y dónde estaba, repuso que lo había acompañado a Kingston el día que lo compró y que el mismo Flores había construido la caja de roble en la que lo guardaba.

Gurney dio la vuelta al formulario, buscó la hoja de seguimiento del interrogatorio que debería haberse realizado posteriormente a Withrow Perry, pasando páginas de la pila de la que procedía, pero no logró encontrarla. O quizá no estaba. Tal vez se había perdido, como sucedía a veces durante la transferencia del caso de un investigador jefe a otro, en este caso del descabellado Hardwick al torpe Blatt. Era probable.

Fue a por una segunda taza de café.

13

Más raro y más retorcido

Podría haberse debido a varias cosas: la reciente inyección de cafeína, una inquietud que surgía de estar sentado en la misma silla demasiado tiempo, la opresiva perspectiva de abrirse camino en solitario en plena noche a través de ese paisaje de documentos sin orden de prioridad, las cosas aparentemente no investigadas referidas al paradero de Withrow Perry y su rifle en la tarde del 17 de mayo. Quizá fue todo eso lo que le llevó a coger el móvil y llamar a Jack Hardwick. Todo eso además de una idea que se le había ocurrido sobre la taza de té hecha añicos.

Respondieron la llamada después de cinco tonos, cuando Gurney ya estaba pensando en el mensaje que iba a dejar.

– ¿Sí?

– Mucho encanto en ese saludo, Jack.

– Si hubiera sabido que eras tú no me habría esforzado tanto. ¿Qué pasa?

– Me has dado un archivo muy grande.

– ¿Tienes alguna pregunta?

– Estoy revisando quinientas páginas. Solo me preguntaba si querías orientarme en alguna dirección en particular.

Hardwick prorrumpió en una de sus risas roncas; sonó más como una pistola de aire comprimido que como una emoción humana.

– Mierda, Gurney, se supone que Holmes no ha de preguntarle a Watson qué dirección seguir.

– Deja que lo plantee de otra manera-dijo él, recordando lo complicado que era conseguir una respuesta simple de Hardwick-. ¿Hay algunos documentos en esta montaña de basura que crees que me resultarán especialmente interesantes?

– ¿Como fotos de mujeres desnudas?

Estos juegos con Hardwick podían prolongarse mucho. Gurney decidió mudar las reglas, cambiar de tema, pillarlo desprevenido.

– Jillian Perry fue decapitada a las 16.13-anunció-. Treinta segundos más, treinta segundos menos.

Hubo un breve silencio.

– ¿Cómo coño…?

Gurney imaginó la mente de Hardwick como si fuera una pelota que rebotara sobre el terreno del caso-alrededor de la cabaña, el bosque, el césped-, tratando de encontrar la pista que se le había pasado. Después de dejar que se sintiera asombrado y frustrado, susurró:

– La respuesta está en las hojas de té. -Luego cortó la comunicación.

Hardwick llamó al cabo de diez minutos, más deprisa de lo que Gurney había esperado. Y es que, sorprendentemente, acechando dentro de esa personalidad exasperante, había una mente muy despierta. Gurney se preguntó hasta dónde podría haber llegado aquel hombre y cuánto más feliz podría ser si no se obstruyera tanto con su propia actitud. Por supuesto, esa era una pregunta que se podía hacer sobre mucha gente, y él no era una excepción.

Gurney no se molestó en decir hola.

– ¿Estás de acuerdo conmigo, Jack?

– No es seguro.

– Nada lo es. Pero entiendes la lógica, ¿verdad?

– Claro-dijo Hardwick, consiguiendo expresar que la entendía sin estar impresionado por ella-. La hora en que el Departamento de Policía de Tambury recibió la llamada de Ashton sobre la taza de té fue a las cuatro y cuarto. Y Ashton dijo que entró en la casa en cuanto se dio cuenta de lo que había ocurrido. Haciendo algunas suposiciones sobre el tiempo que tardó en llegar de la mesa del patio al teléfono más cercano dentro de la casa, quizá mirar por la ventana un par de veces en busca de algún rastro de quien había disparado, marcar el número del Departamento de la Policía en lugar del 911, dejando un par de tonos antes de que respondiera, todo eso situaba el disparo de escopeta alrededor de las cuatro y trece. Pero eso fue el disparo de escopeta. Para relacionarlo como lo estás haciendo con el momento exacto del asesinato de la semana anterior, has de dar tres enormes saltos. Uno, el tipo que disparó a la taza de té es el mismo que mató a la novia. Dos, sabía exactamente el momento en que la mató. Tres, quería enviar un mensaje al hacer añicos la taza de té en el mismo minuto de la misma hora del mismo día de la semana. ¿Es eso lo que estás diciendo?

– Se acerca bastante.

– No es imposible. -La voz de Hardwick conjuró la expresión habitualmente escéptica que había grabado líneas permanentes en su rostro-. Pero ¿y qué? ¿Qué diferencia hay entre si es verdad o no?

– Todavía no lo sé. Pero hay algo respecto al efecto del eco…

– Una cabeza cercenada y una taza de té destrozada, ambas en medio de una mesa, con una semana de distancia.

– Algo así-dijo Gurney, dubitativo de repente. El tono de Hardwick tenía la virtud de hacer que las ideas de otras personas parecieran absurdas-. Pero volviendo a la montaña de basura que me has echado encima, ¿hay algún sitio por donde empezar?

– Empieza por donde quieras, campeón. No te decepcionará. Cada hoja de papel tiene al menos un giro extraño. Nunca he visto un caso más raro y más retorcido. O una gente más rara y más retorcida. ¿Qué me dice el instinto? Sea lo que sea lo que esté pasando, no es lo que parece.

– Una pregunta más, Jack. ¿Cómo es que no hay constancia de interrogatorio de seguimiento con Withrow Perry en relación con el incidente de la taza de té?

Después de un momento de silencio, Hardwick emitió una risa que sonó casi como un rebuzno.

– Agudo, Davey, muy agudo. Has apuntado a eso muy deprisa. No hubo un interrogatorio oficial porque fui oficialmente relevado del caso el mismo día que descubrimos que el buen doctor era dueño del arma perfecta para meter una bala en una taza de té desde trescientos metros de distancia. Lo calificaría como una estúpida omisión del nuevo investigador jefe, ¿no?

– ¿Supongo que no te esforzaste mucho en recordárselo?

– No permiten que me acerque a la investigación. Me avisó de ello nada menos que nuestro estimado capitán.

– ¿Y te sacaron del caso porque…?

– Ya te lo he dicho. Hablé de manera inapropiada con mi superior. Le informé de lo limitado de su enfoque. También es posible que aludiera a lo limitado de su inteligencia y su falta de diligencia para el mando en general.

Pasaron diez largos segundos sin que ninguno de los hombres hablara.

– Lo dices como si lo odiaras, Jack.

– ¿Odiarlo? No. No lo odio. No odio a nadie. Amo a todo el puto mundo.

14

El mapa del terreno

Después de despejar justo el espacio suficiente para su portátil, entre un par de pilas de documentos en la mesa larga, Gurney introdujo en Google Earth la dirección de Ashton en Tambury. Centró la imagen en la cabaña y en el bosquecillo que se hallaba detrás, y aumentó la resolución al máximo disponible. Con la ayuda de los datos de escala anexos a la imagen y la información de dirección y distancia desde la parte de atrás de la cabaña que constaba en el expediente del caso, logró reducir la localización del hallazgo del arma del crimen a una zona bastante pequeña de la arboleda, a unos treinta metros de Badger Lane. Así que después de salir de la cabaña por la ventana, Flores caminó o corrió hacia allí, cubrió parcialmente la hoja del arma todavía ensangrentada con algo de tierra y hojas, y luego… ¿qué? ¿Logró llegar a la carretera sin dejar ningún otro olor que pudieran seguir los perros? ¿Se dirigió colina abajo a la casa de Kiki Muller? ¿O ella estaba en su coche, esperando en la carretera para ayudarlo a escapar, esperando para huir a una nueva vida que habían estado planeando juntos?

¿O simplemente Flores volvió caminando a la cabaña? ¿Era ese el motivo de que el rastro de olor no fuera más allá del machete? ¿Era concebible que se escondiera en la cabaña o en sus alrededores? ¿Se ocultó de una forma tan eficaz que un enjambre de agentes de patrulla, detectives y técnicos de la escena del crimen no lograron descubrirlo? Parecía poco probable.

Cuando Gurney levantó la mirada de su portátil, le sobresaltó ver a Madeleine sentada al extremo de la mesa, observándolo; le sorprendió tanto que saltó en su silla.

– ¡Dios! ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

Ella se encogió de hombros y no hizo ningún esfuerzo por responder.

– ¿Qué hora es?-preguntó Dave, y de inmediato reparó en lo absurdo de la pregunta.

Tenía a la vista el reloj colgado sobre la encimera, pero ella no. La hora, 22.55, también aparecía en la pantalla del ordenador que tenía delante.

– ¿Qué estás haciendo?-preguntó Madeleine. Sonó más a desafío que a pregunta.

Él vaciló.

– Solo estaba tratando de dar sentido a este material.

– Hum. -Fue como una risa sin humor, monosilábica.

Dave trató de devolverle la mirada fija, pero le costó.

– ¿Qué estás pensando tú?-preguntó.

– Estoy pensando que la vida es corta-dijo ella por fin, del modo en que lo haría alguien que se ha encontrado cara a cara con una verdad triste.

– Y por lo tanto…-le instó él, tratando de atravesar el extraño humor de su mujer.

Ella parecía estar sopesando su tono, sus palabras.

Justo cuando concluyó que Madeleine no iba a responderle, lo hizo.

– Por lo tanto nos estamos quedando sin tiempo. -Ladeó la cabeza, o quizá fue un pequeño espasmo involuntario, y lo miró con curiosidad.

«¿Tiempo para qué?», estuvo tentado de preguntar Gurney, sintiendo el impulso de convertir esa conversación deslavazada en una discusión más manejable, pero algo en los ojos de su mujer lo detuvo. En cambio, preguntó:

– ¿Quieres que hablemos de eso?

Ella negó con la cabeza.

– La vida es corta. Nada más. Es algo que se ha de considerar.

15

Blanco y negro

Varias veces durante la hora que siguió a la visita de Madeleine a la cocina, Gurney estuvo a punto de entrar en el dormitorio para averiguar qué había querido decir. Sin embargo, su atención regresó cada vez, como un reflejo, a los informes de interrogatorios que tenía delante.

De vez en cuando, durante breves periodos, Madeleine parecía ver las cosas a través de una lente oscura. Era como si el foco de su visión se desplazara a un lugar yermo y viera en ello un paradigma del paisaje completo. Pero al cabo de poco, su foco se ampliaba de nuevo, su alegría y su pragmatismo regresaban. Había ocurrido de la misma manera antes, así que sin duda volvería a suceder. Pero, por el momento, su actitud lo desconcertaba, lo cual le creaba un agujero en el estómago, una sensación de ansiedad de la que quería escapar. Fue a la despensa, se puso una chaqueta ligera y salió a través de la puerta lateral a la noche sin estrellas.

En algún lugar por encima del día nublado, un atisbo de luna impedía que la oscuridad fuera total. En cuanto logró discernir la silueta del sendero a través de las hierbas crecidas, lo siguió por una suave pendiente hasta el banco erosionado situado frente al estanque. Se sentó, observando y escuchando, y sus ojos distinguieron poco a poco unas siluetas oscuras, bordes de objetos, quizá partes de árboles, pero nada lo bastante claro para identificarlo con seguridad. Entonces, al otro lado del estanque, quizá veinte grados fuera de su campo de visión, notó un ligero movimiento. Cuando miró directamente a ese lugar, las formas oscuras, como mucho indistintas-grandes arbustos pinchudos, ramas que se combaban, aneas que crecían en terrones enredados al borde del agua y lo que pudiera haber allí-se mezclaron de manera informe. Sin embargo, cuando apartó la mirada, justo al lado de donde pensaba que se había producido el movimiento, lo vio otra vez: casi con certeza un animal de alguna clase, quizá del tamaño de un ciervo pequeño o de un perro grande. Volvió a mirar y desapareció una vez más.

Comprendía qué significa aquello. Era la razón de que uno pudiera ver una estrella tenue sin mirarla directamente, sino justo al lado. Y el animal, si era eso lo que había visto, si es que había visto algo, era, casi seguro, inofensivo. Aunque fuera un oso pequeño: los osos en los Catskills no representaban peligro para nadie, menos para alguien sentado en silencio a un centenar de metros. Y sin embargo, en un nivel de percepción primario, había algo siniestro en un movimiento no identificable en la oscuridad.

Era una noche sin viento, silente, con una calma absoluta, pero para Gurney distaba mucho de ser pacífica. Se daba cuenta de que era probable que este déficit residiese en su propia mente más que en la atmósfera que lo rodeaba, era más atribuible a la tensión que había en su matrimonio que a las sombras en el bosque.

La tensión en su matrimonio. No era perfecto. Habían estado dos veces a punto de separarse. Dieciséis años antes, cuando mataron a su hijo de cuatro años en un accidente del que él mismo se sentía responsable, Gurney se había convertido en un cubo de hielo emocional con quien resultaba casi imposible convivir. Y justo diez meses antes, su inmersión obsesiva en el caso Mellery no solo estuvo a punto de terminar con su matrimonio, sino también con su vida.

No obstante, le gustaba pensar que los problemas que Madeleine y él tenían eran simples, o al menos que la comprendía. Para empezar, ocupaban espacios radicalmente diferentes en el gráfico de personalidad de Myers-Briggs. Para comprender algo, él echaba mano de la reflexión; ella, de los sentimientos. Él estaba fascinado por conectar los puntos; ella, por los puntos en sí. A él le daba energía la soledad, le agotaba el compromiso social; y a ella le ocurría lo contrario. Para él, observar solo era una herramienta que permitía obtener un juicio más claro; para ella, juzgar era solo una herramienta para lograr una observación más precisa.

Desde el punto de vista de los test psicológicos tradicionales, ambos tenían muy poco en común. Sin embargo, compartían algo, algo en su forma de ver a la gente o lo que pasaba, una sensación de ironía compartida, una idea común de lo que era emotivo, de lo que era divertido, de lo que era bello, de lo que era honesto y de lo que era deshonesto. Una sensación de que el otro era único y más importante que ninguna otra persona. Una chispa que Gurney, en sus momentos más afectuosos y confusos, creía que era la esencia del amor.

Así que allí estaba: la contradicción que describía su relación. Eran grave, conflictiva y, en ocasiones, miserablemente diferentes, pero, sin embargo, estaban unidos por ciertos momentos de intuición y afecto compartidos. El problema era que…, desde su traslado a Walnut Crossing, aquellos momentos habían sido escasos y muy espaciados en el tiempo. Hacía mucho que no se daban un abrazo de verdad, de los que parecía que cada uno de ellos sostuviera el objeto más precioso del universo.

Perdido en tales pensamientos, Gurney había navegado a la deriva hacia su interior, alejándose de su entorno. Los aullidos de los coyotes lo hicieron volver en sí. Era difícil determinar de dónde procedían esos gritos agudos y feroces o el número de animales. Suponía que era una manada de tres, cuatro o cinco en la otra cumbre, a un kilómetro o dos al este del estanque. Cuando los aullidos cesaron de repente, el silencio se hizo más profundo. Gurney se subió la cremallera de la chaqueta unos centímetros más.

Su mente enseguida se llenó con más ideas sobre su matrimonio. Pero era consciente de que las generalizaciones, por más adicto a ellas que fuera, poco contribuían a resolver los problemas sobre el terreno. Y el verdadero problema en ese momento era la necesidad de tomar una decisión, una decisión sobre la cual él y Madeleine estaban obviamente enfrentados: aceptar el caso Perry o no.

Intuía cómo se sentía Madeleine al respecto, no solo por sus últimos comentarios, sino por el martilleo grave de preocupación que había estado expresando ante cualquier actividad relacionada con la Policía a la que se había acercado desde su jubilación dos años antes. Suponía que ella veía el caso Perry como una cuestión en blanco o negro. Que aceptara el caso probaría que su obsesión por resolver asesinatos, incluso en su jubilación, era incurable y que su futuro juntos estaba cubierto de nubes. Rechazarlo, por otro lado, señalaría un cambio, el primer paso en su transformación de un adicto al trabajo en un observador de pájaros, un entusiasta de disfrutar de la naturaleza remando en un kayak. No obstante, se dijo como si su mujer estuviera presente, las opciones de blanco o negro no son realistas y conducen a decisiones pésimas, porque por definición excluyen muchas soluciones. Había que buscar un punto medio entre el negro y el blanco.

Así, se dio cuenta de cómo podía definirse el compromiso ideal. Aceptaría el caso, pero con una limitación de tiempo estricta, por ejemplo, una semana. Dos semanas como máximo. En ese periodo, se zambulliría en los indicios, buscaría cabos sueltos, quizá volvería a interrogar a algunas personas clave, seguiría los hechos, descubriría lo que pudiera, ofrecería sus conclusiones y recomendaciones y…

En ese momento, el aullido de los coyotes empezó otra vez de manera abrupta, tan de repente como antes se había interrumpido. Ahora daba la sensación de que estaban más cerca, quizás a medio camino de la pendiente boscosa que descendía hacia el granero. Los sonidos eran recortados, estridentes, excitados. Gurney no estaba seguro de si los coyotes realmente se estaban acercando o solo aullaban más alto. Luego nada. Ni el sonido más pequeño. Un silencio penetrante. Pasaron diez segundos lentos. A continuación, uno por uno, empezaron a aullar. A Gurney se le erizó la piel y un escalofrío le recorrió la espalda y la parte exterior de los brazos hasta los dorsos de ambas manos. Una vez más tuvo la sensación de que percibía con el rabillo del ojo un atisbo de movimiento en la oscuridad.

Se oyó el sonido de la puerta de un coche al cerrarse. Luego vio unos faros bajando por el prado, con el haz de luz moviéndose erráticamente sobre la vegetación achaparrada, el coche avanzando demasiado deprisa por la superficie desigual, dando tumbos hasta detenerse al final y derrapar a unos tres metros del banco.

Desde la puerta abierta del conductor salió la voz de Madeleine, inusualmente alta, incluso cargada de pánico.

– ¡David!

Y otra vez, aun cuando él se levantó del banco y avanzó hacia el coche guiado por el brillo periférico de los faros, la voz de su mujer casi chillando:

– ¡David!

Hasta que él estuvo en el automóvil y ella empezó a cerrar la ventana no se fijó en que el coro de aullidos fantasmagóricos se había detenido. Madeleine pulsó el botón que bloqueaba las puertas y puso las manos en el volante. Las pupilas de Gurney ya se habían adaptado lo suficiente a la oscuridad para poder ver-quizás en parte ver y en parte imaginar-la rigidez de los brazos de su mujer agarrando el volante, la tirantez de la piel sobre los nudillos.

– ¿No…, no has oído que se acercaban?-dijo ella casi sin aliento.

– Los oí. Supuse que estaban cazando algo, un conejo, tal vez.

– ¿Un conejo?-La voz de su mujer era ronca, cargada de incredulidad.

Seguramente era imposible verlo con tanto detalle, pero la cara de Madeleine parecía temblar con una emoción apenas contenida. Al final, ella hizo una inspiración larga, temblorosa, luego otra, abrió las manos en el volante, flexionó los dedos.

– ¿Qué estabas haciendo aquí?-preguntó.

– No lo sé. Solo… pensando en cosas, tratando de…, pensando qué hacer.

Después de otra larga inspiración, más calmada, Madeleine giró la llave de contacto, sin ser consciente de que el motor todavía estaba en marcha, lo cual produjo un chirrido de protesta del motor de arranque y un estallido de irritación a modo de eco procedente de su propia garganta.

Dio media vuelta alrededor del granero y volvió a subir por el prado hasta la casa. Aparcó el coche más cerca de la puerta lateral que de costumbre.

– ¿Y qué es lo que has pensado?-preguntó ella cuando estaba a punto de salir.

– ¿Perdón?-Había oído la pregunta, pero quería posponer la respuesta.

Madeleine parecía consciente de ello; se limitó a girar la cabeza un poco hacia él y esperó.

– Estaba tratando de imaginar una manera…, una manera de afrontar las cosas razonablemente.

– Razonablemente-dijo ella con un tono que parecía arrancarle todo su significado.

– Quizá podríamos hablarlo dentro -dijo Dave, abriendo la puerta del coche, deseando escapar aunque solo fuera un minuto.

Cuando se disponía a salir, su pie pisó algo parecido a una barra o un palo en el suelo del coche. Bajó la mirada y vio a la luz amarillenta de la luz cenital el pesado mango de madera del hacha que normalmente guardaban en una caja al lado de la puerta lateral.

– ¿Qué es esto?-dijo.

– Un hacha.

– Me refiero a qué está haciendo en el coche.

– Fue lo primero que vi.

– Mira, en realidad, los coyotes no son…

– ¿Cómo demonios lo sabes? -lo interrumpió ella, furiosa-. ¿Cómo demonios lo sabes?-Se apartó como si él hubiera intentado cogerle el brazo. Salió del coche en una carrera torpe, cerró de un portazo y entró corriendo en la casa.

16

Un sentido del orden y el propósito

De madrugada, un frente frío de aire seco y otoñal que avanzaba con rapidez había barrido el cielo plomizo. Al amanecer, tenía una tonalidad azul claro; y a las nueve, azul profundo. El día prometía ser fresco y luminoso, tan brillante y tranquilizador como turbia y enervante había sido la noche anterior.

Gurney se sentó a la mesa del desayuno en un rectángulo inclinado de luz solar, mirando por las puertas cristaleras a las matas verde amarillentas de espárragos que se mecían por la brisa. Al llevarse a los labios la taza de café caliente, el mundo parecía ser un lugar de perfiles definidos, de problemas definibles y respuestas apropiadas: un mundo en el cual su propuesta de dedicar dos semanas al asunto de Perry tenía perfecto sentido.

El hecho de que una hora antes Madeleine hubiera recibido su idea con una expresión no del todo alegre no era sorprendente. Sabía que la idea no la entusiasmaría. Una mentalidad de blanco o negro se resiste de manera natural al compromiso, se dijo a sí mismo. Pero la realidad estaba de su lado y con el tiempo ella reconocería que su postura era razonable. Estaba convencido.

Entre tanto, no iba a permitir que sus dudas lo paralizaran.

Cuando Madeleine salió al jardín para coger la última cosecha de judías de la temporada, él se acercó al cajón central del aparador para sacar una libreta amarilla en la que empezar a redactar una lista de prioridades.

Llamar a Val Perry y discutir un compromiso de dos semanas.

Establecer una tarifa por horas. Otras tarifas, costes. Seguimiento por correo electrónico.

Informar a Hardwick.

Hablar con Scott Ashton, pedirle a VP que lo acelere.

Historial, colegas, amigos y enemigos de Ashton.

Historial, colegas, amigos y enemigos de Jillian.

Pensó que acordar con Val Perry los términos de su contrato era lo primero, antes de seguir con aquella lista. Posó el bolígrafo sobre la mesa y cogió su teléfono móvil. Lo desviaron directamente al buzón de voz. Dejó su número y un breve mensaje en el que se refirió a posibles próximos pasos.

Perry llamó al cabo de menos de dos minutos. Había una euforia infantil en su voz, además de la clase de intimidad que en ocasiones surge como consecuencia de quitarse un gran peso de encima.

– ¡Dave, es fantástico oír su voz ahora! Temía que no quisiera tener nada que ver conmigo después de la forma en que me comporté ayer. Lo siento. Espero no haberle asustado. No lo hice, ¿verdad?

– No se preocupe por eso. Solo quería llamar para decirle lo que estoy dispuesto a hacer.

– Ya veo. -El miedo había hecho bajar un peldaño la euforia.

– Todavía no estoy seguro de si puedo ser de gran ayuda.

– Estoy segura de que puede ser de gran ayuda.

– Aprecio su confianza, pero la cuestión es…

– Disculpe un momento-lo interrumpió Val Perry, luego habló lejos del teléfono-. ¿Puedes esperar un momento? Estoy al teléfono… ¿Qué?… Oh, mierda. Vale. Lo miraré. ¿Qué es? Enséñamelo… ¿Nada más…? Bien… Sí, está bien. ¡Sí!-Luego, de nuevo al teléfono, le dijo a Gurney-: ¡Dios!, contratas a alguien para que haga algo y se convierte en un trabajo a tiempo completo también para ti. ¿La gente no se da cuenta de que los contratas para que hagan ellos el trabajo?-Dejó escapar un suspiro de exasperación-. Lo siento. No debería hacerle perder el tiempo con esto. Es que estoy remodelando la cocina con baldosas especiales hechas a medida en la Provenza, y parece que los problemas entre el instalador y el diseñador de interiores no tienen fin, pero usted no me llama por eso. Lo siento, de verdad, lo siento mucho. Espere. Voy a cerrar la puerta. A lo mejor entienden lo que significa una puerta cerrada. Bueno, estaba empezando a decirme lo que estaba dispuesto a hacer. Por favor, continúe.

– Dos semanas-dijo-. Trabajaré en el caso dos semanas. Lo examinaré, haré lo que pueda, los progresos que pueda hacer en dos semanas.

– ¿Por qué solo dos semanas?-Su voz era tensa, como si estuviera tratando de manera consciente de practicar la virtud, ajena a ella, de la paciencia.

¿Por qué? Hasta que Val Perry le planteó esta pregunta obvia, Gurney no había reconocido la dificultad de articular una respuesta sensata. La respuesta real, por supuesto, estaba relacionada con su deseo de mitigar la reacción de Madeleine, no con la naturaleza del caso en sí.

– Porque… dentro de dos semanas, o habré hecho un avance significativo, o… habré demostrado que no soy la persona adecuada para el trabajo.

– Entiendo.

– Mantendré un diario y le facturaré semanalmente a cien dólares la hora, además de los gastos.

– Bien.

– Cualquier gasto importante lo hablaré con usted antes: viajes en avión, cualquier cosa que…

Ella lo interrumpió.

– ¿Qué necesita para empezar? ¿Un adelanto? ¿Quiere que firme algo?

– Haré un borrador de contrato y se lo enviaré por correo electrónico. Lo imprime, lo firma, lo escanea y me lo manda otra vez por mail. No tengo licencia de investigador privado, así que oficialmente no me contratará como detective, sino como asesor para revisar pruebas y evaluar el estado de la investigación. No necesito dinero por adelantado. Le enviaré una factura dentro de una semana.

– Bien. ¿Qué más?

– Una pregunta, quizá no viene a cuento, pero no me la he quitado de la cabeza desde que vi el vídeo.

– ¿Qué?-Había un punto de alarma en la voz de Perry.

– ¿Por qué no había ningún amigo de Jillian en la boda? Ella emitió una risita aguda.

– No había amigos de Jillian en la boda porque Jillian no tenía amigos.

– ¿Ninguno?

– Ayer le describí a mi hija. ¿Le asombra que no tuviera amigos? Permítame que le deje una cosa muy clara: mi hija, Jillian Perry, era una sociópata. Una sociópata. -Repitió el término como si estuviera dando clases a un estudiante extranjero-. El concepto de amistad no entraba en su cerebro.

Gurney vaciló antes de continuar.

– Señora Perry, tengo problemas para…

– Val.

– Muy bien. Val, tengo problemas para entender un par de cosas aquí. Me preguntaba…

Ella lo cortó otra vez.

– Se está preguntando por qué demonios estoy tan decidida a… llevar a la justicia… al asesino de una hija a la que obviamente no soportaba.

– Más o menos.

– Dos respuestas. Porque soy así y ¡no es asunto suyo!-Hizo una pausa-. Y quizás haya una tercera respuesta. Fui una mala madre, muy mala, cuando Jilli era una niña. Y ahora…, mierda…, no importa. Volvamos a que no es asunto suyo.

17

A la sombra de la zorra

En los últimos cuatro meses, apenas había pensado en la otra: la de justo antes de la zorra de Perry, la de poca importancia en comparación, la que quedó eclipsada, la que nadie había descubierto todavía, aquella cuya fama todavía estaba por llegar, aquella cuya eliminación había sido, en parte, una cuestión de conveniencia. Algunos podrían decir que fue únicamente una cuestión de conveniencia, pero se equivocarían. Su final fue bien merecido, por todas las razones que condenaban a las que eran como ella.


La mácula de Eva,

corazón podrido,

lleno de surcos,

corazón de zorra,

zorra de corazón,

sudor en el labio superior,

gruñidos de cerdo,

gritos espantosos,

labios separados,

labios lascivos,

labios que devoran,

lengua húmeda,

serpiente que se desliza,

piernas que envuelven,

piel resbaladiza,

fluidos repugnantes,

baba de caracol.

Limpiada por la muerte,

desvanecida por la muerte,

miembros húmedos secados por la muerte,

purificación por desecación,

seca como el polvo.

Inofensiva como una momia.

¡Vaya con Dios!


Sonrió. Debía pensar en ella más a menudo, para mantener viva su muerte.

18

Los vecinos de Ashton

A las diez de la mañana, Gurney había enviado a Val Perry una propuesta de contrato y había marcado los tres números de Scott Ashton que ella le había dado-el de su casa, el móvil personal y el de la Academia Residencial de Mapleshade-, para intentar concertar una reunión. Había dejado mensajes en el buzón de voz en los dos primeros, y un tercer mensaje a una asistente que se identificó solo como señora Liston.

A las 10.30, Ashton le devolvió la llamada, dijo que había recibido los tres mensajes más uno de Val Perry en el que le explicaba el papel de Gurney.

– Me ha dicho que quiere hablar conmigo.

Su voz, conocida por el vídeo, parecía más sonora y más suave por teléfono, con una calidez impersonal, como una voz de anuncio de producto caro; muy adecuada para un psiquiatra famoso, pensó Gurney.

– Así es, señor-dijo-. En cuanto a usted le venga bien.

– ¿Hoy?

– Hoy sería ideal.

– En la academia a mediodía o en mi casa a las dos. Usted decide.

Gurney eligió lo segundo. Si salía para Tambury inmediatamente, tendría tiempo para dar una vuelta, formarse una idea de la zona, de la calle de Ashton en particular, quizá para hablar con un vecino o dos. Se acercó a la mesa, cogió la lista de entrevistas del DIC que le había proporcionado Hardwick e hizo una marca con lápiz al lado de cada nombre con dirección en Badger Lane. De la misma pila, eligió la carpeta «Resúmenes de interrogatorios» y se dirigió a su coche.


El pueblo de Tambury debía en parte su carácter aletargado y recluido al hecho de haber crecido en torno a un cruce de dos carreteras del siglo xix que habían sido circunvaladas por carreteras más modernas, lo cual normalmente produce un declive económico. No obstante, la situación de Tambury en un valle elevado de la cara norte de las montañas y con vistas de postal en las cuatro direcciones la había salvado. La combinación de la paz de lugar apartado y una gran belleza lo convertía en una localidad atractiva para ricos jubilados y propietarios de segundas residencias.

Sin embargo, no toda la población encajaba en esa descripción. La antigua granja láctea de Calvin Harlen, ahora destartalada y rodeada de maleza, se hallaba en un rincón de Higgles Road y Badger Lane. Apenas pasaba de mediodía cuando la voz clara de bibliotecaria del GPS de Gurney leyó el tramo final de su trayecto de una hora y cuarto desde Walnut Crossing. Aparcó en el lado norte de Higgles Road y miró la propiedad derruida, cuyo rasgo más característico era una montaña de tres metros de estiércol, coronada por monstruosas malas hierbas, apilada junto a un granero que se inclinaba de manera imponente hacia ella. Al fondo, hundiéndose en un campo lleno de maleza, se extendía una línea irregular de coches oxidados puntuada por un autobús escolar amarillo sin ninguna rueda.

Gurney abrió su carpeta de resúmenes de interrogatorios y colocó uno encima. Leyó:

Calvin Harlen. Edad 39. Divorciado. Autónomo, trabajos esporádicos (reparaciones domésticas, segar el césped, barrer la nieve, despiece de ciervos en temporada, taxidermia). Trabajo de mantenimiento general para Scott Ashton hasta la llegada de Héctor Flores, que se hizo cargo de sus labores. Asegura que tenía un contrato verbal con Ashton que este rompió. Afirma (sin datos que lo apoyen) que Flores era un extranjero ilegal, gay, seropositivo, adicto al crac. Se refirió a él como «hispano repugnante», a Ashton como «mentiroso de mierda», a Jillian Perry como «zorra mocosa» y a Kiki Muller como «zorra de hispanos». Ningún conocimiento del homicidio, sucesos relacionados o localización del sospechoso. Asegura que la tarde del homicidio estaba trabajando en su granero, solo.

El sujeto tiene escasa credibilidad. Inestable. Antecedentes por detenciones múltiples en un periodo de veinte años por cheques sin fondos, violencia doméstica, alcoholismo y desorden público, acoso, amenazas, asalto. (Véase informe unificado de antecedentes adjunto.)

Gurney cerró la carpeta y la puso en el asiento del pasajero. Aparentemente la vida de Calvin Harlen había sido una audición prolongada para el papel de paleto blanco ideal.

Dave Gurney bajó del coche, lo cerró y cruzó la carretera sin tráfico hasta una extensión de tierra llena de surcos que servía como una especie de camino de entrada a la propiedad. Este se bifurcaba en dos sendas no muy bien definidas, separadas por un triángulo de hierba raquítica: una hacia la pila de estiércol y el granero a la derecha; la otra a la izquierda, hacia una casa maltrecha de dos plantas. Habían pasado tantas décadas desde la última vez que la habían pintado que los retazos de pintura en la madera podrida ya no tenían un color definido. El techo del porche se aguantaba sobre unos cuantos postes de cuatro por cuatro más recientes que la casa, pero que distaban mucho de ser nuevos. En uno de los postes había un letrero de contrachapado que anunciaba «Despiece de ciervos» en rojo, goteando, con letras pintadas a mano.

Desde dentro de la casa se oyó el estallido del ladrido frenético de al menos dos perros que parecían grandes. Gurney esperó para ver si el estruendo llevaba a alguien a la puerta.

Un hombre salió del granero, o al menos de algún lugar situado de detrás de la pila de estiércol: delgado, ajado, con la cabeza afeitada, que sostenía lo que parecía ser, o un destornillador muy fino, o un picahielos.

– ¿Has perdido algo?-Estaba sonriendo como si la pregunta fuera un chiste inteligente.

– ¿Que si he perdido algo?-dijo Gurney.

– ¿Dices que estás perdido?

Fuera cual fuese aquel juego, el hombre delgado parecía estar pasándoselo muy bien.

Gurney tenía ganas de tirarlo al suelo para que fuera él el que se preguntara cuál era el juego.

– Conozco a alguna gente con perros-dijo Gurney-. Si es la clase adecuada de perro, puedes ganar mucho dinero. Si no, tienes mala suerte.

– ¡Cierra el pico!

Gurney necesitó un segundo o dos-y el repentino final de los ladridos en la casa-para darse cuenta de a quién le había gritado el hombre flaco.

Sabía que aquello podía volverse peligroso, que todavía tenía la opción de alejarse, pero quería quedarse, sentía el lunático impulso de discutir con aquel lunático. Empezó a estudiar el suelo que le rodeaba y cogió una pequeña piedra oval del tamaño del huevo de un petirrojo. La masajeó lentamente entre las palmas como para calentarla, la hizo girar en el aire como si fuera una moneda, la cogió y cerró el puño en torno a ella.

– ¿Qué coño estás haciendo?-preguntó el hombre, dando una pasito para acercarse.

– Chis-dijo Gurney con suavidad. Dedo por dedo, fue abriendo poco a poco el puño, examinó la piedra de cerca, sonrió y la lanzó por encima del hombro.

– ¿Qué coño…?

– Lo siento, Calvin, no quería ofenderte. Es así como tomo las decisiones, y me hace falta concentración.

Los ojos del hombre se agrandaron.

– ¿Cómo sabes mi nombre?

– Todo el mundo te conoce, Calvin. ¿O prefieres que te llame señor Hard-On [1]?

– ¿Qué?

– Calvin, pues. Más sencillo. Más bonito.

– ¿Quién coño eres? ¿Qué quieres?

– Quiero saber dónde puedo encontrar a Héctor Flores.

– Héc… ¿Qué?

– Lo estoy buscando, Calvin. Voy a encontrarlo. Pensaba que podrías ayudarme.

– ¿Cómo coño…? ¿Quién…? No serás poli, ¿no?

Gurney no dijo nada, solo dejó que su expresión adquiriera su mejor imitación de un asesino despiadado. La expresión de hombre de hielo pareció fascinar a Harlen, e hizo que abriera un poco más los ojos.

– Flores, el hispano, ¿a ese estás buscando?

– ¿Puedes ayudarme, Calvin?

– No lo sé, ¿cómo?

– Quizá podrías simplemente contarme todo lo que sabes sobre nuestro amigo común. -Gurney hizo inflexión en las últimas tres palabras con una amenaza tan irónica que por un segundo temió que se había pasado. Pero la sonrisa inane de Harlen eliminó el miedo de que algo pudiera ser exagerado con ese tipo.

– Sí, claro, ¿por qué no? ¿Qué quieres saber?

– Para empezar, ¿sabes de dónde vino?

– De la parada de autobús en el pueblo donde venían esos hispanos, por ahí. Holgazanean-dijo, haciéndolo sonar como si fuera un término legal para referirse a masturbarse en público.

– ¿Y antes de eso? ¿Sabes de dónde vino originalmente?

– De algún estercolero mexicano, de donde coño salgan.

– ¿Nunca te lo dijo?

Harlen negó con la cabeza.

– ¿Alguna vez te dijo algo?

– ¿Como qué?

– Lo que sea. ¿Alguna vez hablaste con él?

– Una vez. Por teléfono. Y es otra razón por la que sé que es un mentiroso. El pasado…, no sé, octubre, noviembre. Llamé al doctor Ashton por lo de barrer la nieve, pero el hispano cogió el teléfono y quería saber qué deseaba yo. Le digo que quiero hablar con el doctor, ¿por qué coño tenía que hablar con él? Me suelta que tenía que decirle de qué quería hablar y que él se lo contaría al doctor. Le digo que no llamaba para hablar con él, que se fuera a tomar por culo. ¿Quién coño cree que es? Estos cabrones mexicanos han venido aquí con su puta gripe porcina, el sida y la lepra de mierda, se llevan los seguros, roban trabajos, no pagan impuestos, nada, putos enfermos estúpidos. Si vuelvo a ver ese cerdo cabrón, le meteré un tiro en la cabeza. No, primero le volaré los cojones.

En medio de la perorata de Harlen, uno de los perros de la casa empezó a ladrar otra vez. Harlen se volvió a un lado, escupió en el suelo, negó con la cabeza, gritó:

– Cierra la boca.

Los ladridos se detuvieron.

– ¿Has dicho que había otra razón por la que sabías que era un mentiroso?

– ¿Qué?

– Has dicho que hablar con Flores por teléfono era otra razón por la que sabías que era un mentiroso.

– Exacto.

– ¿Mentiroso por qué?

– Vino un capullo que no hablaba ni una puta palabra en inglés. Al año siguiente hablaba como un puto, como un puto, no sé…, pero lo sabe todo.

– Sí, ¿y qué supusiste, Calvin?

– Supuse que a lo mejor era todo mentira, ¿lo pillas?

– Cuéntame.

– Joder, nadie aprende inglés tan deprisa.

– ¿Crees que, en realidad, no era mexicano?

– Solo digo que era un peliculero, que buscaba alguna cosa.

– ¿Qué estás diciendo?

– Está clarísimo, tío. Si es tan listo ¿por qué coño vino a la casa del doctor a preguntar si podía barrer las hojas? Tenía un plan, joder.

– Es interesante, Calvin. Eres un tipo brillante. Me gusta tu forma de pensar.

Harlen asintió, luego volvió a escupir en el suelo como para hacer hincapié en que estaba de acuerdo con el cumplido.

– Y hay otra cosa. -Bajó la voz a un tono de conspiración-. Ese hispano nunca te dejaba que le vieras la cara. Siempre llevaba uno de esos sombreros de rodeo y gafas de sol. ¿Sabes lo que estoy pensando? Pienso que temía que lo vieran, siempre escondido en la casa grande o en esa puta casa de muñecas. Igual que la zorra.

– ¿De qué zorra hablas?

– La zorra a la que le cortaron la cabeza. Te adelantaba en la carretera y apartaba la vista como si fueras un mierda. Como si fueras un perro muerto, ¡la muy zorra! Así que me parece que a lo mejor tenía algo en la recámara, eso es, ella y el señor cerdo. Los dos eran demasiado culpables para mirar a nadie a los ojos. Así que estoy pensando, eh, un momento, a lo mejor era más que eso. Quizás el hispano no quiere que lo identifiquen. ¿Alguna vez has pensado en eso?

Cuando Gurney concluyó la entrevista, dándole las gracias a Harlen y diciéndole que estarían en contacto, no estaba seguro de qué había averiguado ni de si podría merecer la pena. Si Ashton había empezado a emplear a Flores en lugar de a Harlen para hacer trabajos en su propiedad, este sin duda tendría un gran resentimiento, y todo el resto, toda la bilis que Harlen había estado escupiendo, podría surgir directamente del golpe a su cartera y a su orgullo. O quizás había algo más. Tal vez, como había asegurado Hardwick, toda la situación tenía capas ocultas, no era lo que parecía en absoluto.

Gurney volvió a su coche en el arcén de Higgles Road y escribió tres notas breves para él en un pequeño bloc de espiral:

¿Flores no es quien dice ser? ¿No es mexicano?

¿Flores teme que Harlen lo reconozca del pasado? ¿O teme que Harlen pueda identificarlo en el futuro? ¿Por qué, si Ashton podría identificarlo?

¿Alguna prueba de una aventura entre Flores y Jillian? ¿Alguna relación anterior entre ellos? ¿Algún motivo para el asesinato anterior a Tambury?

Contempló con escepticismo sus propias preguntas, dudando de que alguna de ellas condujera a un hallazgo útil. Calvin Harlen, enfadado y paranoico, no era una fuente fiable.

Miró el reloj del salpicadero: la una del mediodía. Si se saltaba la comida, tendría tiempo para una entrevista más antes de su cita con Ashton.

La propiedad de los Muller era la penúltima de Badger Lane, justo antes del paraíso ajardinado de Ashton. Estaba a un mundo de distancia del antro de Harlen en la esquina de Higgles Road.

Gurney aparcó nada más pasar un buzón de correos en el que constaba la dirección de Carl Muller que había leído en su hoja maestra de entrevistas. La casa era muy grande, de estilo colonial, con los clásicos ribetes y contraventanas negras, apartada de la calle. A diferencia de las viviendas meticulosamente cuidadas que la precedían, tenía una sutil aura de desatención: una contraventana un poco torcida, una rama rota caída en el césped delantero, hierba descuidada, hojas caídas apelmazadas en el sendero, una silla plegable patas arriba que el viento había arrastrado hasta un sendero de ladrillos junto a la puerta lateral.

De pie junto a la puerta delantera de paneles, oyó música que sonaba apagada en algún lugar del interior. No había timbre, solo un antiguo llamador de cobre que Gurney usó varias veces con impactos crecientes antes de que la puerta se abriera por fin.

El hombre que apareció delante de él no tenía buen aspecto. Calculó que su edad estaría en algún lugar entre los cuarenta y cinco y los sesenta, en función de qué parte de su aspecto fuera atribuible a la enfermedad. Su cabello lacio hacía juego con el color beis grisáceo de su cárdigan.

– Hola-dijo sin el menor atisbo de saludo o curiosidad.

A Gurney le impactó la extraña manera en la que ese hombre hablaba con un desconocido.

– ¿Señor Muller?

El hombre pestañeó, parecía que estaba escuchando una reproducción grabada de la pregunta.

– Soy Carl Muller. -Su voz tenía el carácter pálido y atonal de su piel.

– Me llamo Dave Gurney, señor. Participo en la búsqueda de Héctor Flores. Me preguntaba si podría concederme un minuto o dos de su tiempo.

La reproducción de la cinta tardó más esta vez.

– ¿Ahora?

– Si es posible, señor. Sería muy útil.

Muller asintió lentamente. Retrocedió e hizo un gesto vago con la mano.

Gurney entró en el oscuro vestíbulo central de una casa del siglo xix, bien conservada con suelo de planchas anchas y con bastantes elementos de la carpintería original. Oyó de manera más identificable la música que había oído amortiguada antes de entrar. Era Adeste fideles, extrañamente fuera de estación, y parecía proceder del sótano.

Había también otro sonido, una especie de zumbido rítmico y bajo, también procedente de algún lugar situado debajo de ellos. A la izquierda de Gurney, una puerta de doble hoja conducía a un comedor formal con una chimenea enorme. Delante de él, el amplio pasillo se extendía hasta la parte de atrás de la casa, donde una puerta con paneles de cristal daba a lo que parecía un jardín sin fin. A un lado del pasillo, una amplia escalera con una elaborada balaustrada conducía al segundo piso. A su derecha había un salón anticuado amueblado con sofás mullidos y sillones y mesas antiguas y aparadores sobre los que colgaban paisajes marinos al estilo de Winslow. La impresión de Gurney era que el interior de la casa estaba mejor cuidado que el exterior. Muller sonrió completamente alelado, como si esperara que le dijeran qué hacer a continuación.

– Una casa encantadora-dijo Gurney con amabilidad-. Parece muy confortable. Quizá podamos sentarnos un momento y hablar.

Una vez más ese tono extraño:

– Muy bien.

Al ver que Muller no se movía, Gurney hizo un gesto inquisitivo hacia el salón.

– Por supuesto-dijo Muller, pestañeando como si acabara de despertarse-. ¿Cómo ha dicho que se llama?-Sin esperar una respuesta, caminó hacia un par de sillones enfrentados situados delante de la chimenea-. Así pues-dijo como si tal cosa cuando ambos se sentaron-, ¿de qué se trata?

El tono de la pregunta sonó rara, despistada, como todo lo demás en Carl Muller. A menos que el hombre tuviera alguna tendencia inherente a la confusión-poco probable en la rigurosa profesión de la ingeniería naval-, la explicación tenía que ser alguna forma de medicación, quizá comprensible en el periodo subsiguiente a que su esposa desapareciera con un asesino.

Quizá por la posición de los conductos de calefacción, Gurney notó que los compases del Adeste fideles y el tenue zumbido que subía y bajaba era más audible en esa sala que en el pasillo. Estuvo tentado de preguntar por ello, pero pensó que sería mejor permanecer concentrado en lo que verdaderamente quería saber.

– Es usted detective-dijo Muller; una afirmación, no una pregunta.

Gurney sonrió.

– No lo entretendré mucho, señor. Solo hay unas pocas cosas que quiero preguntarle.

– Carl.

– ¿Disculpe?

– Carl. -Estaba mirando a la chimenea, hablando como si las cenizas del último fuego hubieran nublado su memoria-. Me llamo Carl.

– Vale, Carl. Primera pregunta-dijo Gurney-: antes del día de su desaparición, ¿la señora Muller había tenido algún contacto con Héctor Flores del que tuviera constancia?

– Kiki-dijo, otra revelación desde las cenizas.

Gurney repitió su pregunta.

– ¿Lo tendría, no? ¿Dadas las circunstancias?

– Las circunstancias eran…

Muller cerró y abrió los ojos en un proceso demasiado letárgico para describirlo como un pestañeo.

– Sus sesiones de terapia.

– ¿Sesiones de terapia? ¿Con quién?

Muller miró a Gurney por primera vez desde que había entrado en la habitación, pestañeando más deprisa ahora.

– Con el doctor Ashton.

– ¿El doctor tiene una consulta en su casa? ¿En la puerta de al lado?

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo había estado viéndolo?

– Seis meses. Un año. ¿Menos? ¿Más? No me acuerdo.

– ¿Cuándo fue su última sesión?

– El martes. Eran siempre los martes.

Por un momento, Gurney estaba desconcertado.

– ¿Se refiere al martes antes de que desapareciera?

– Exacto, el martes.

– ¿Y cree que la señora Muller, Kiki, habría tenido contacto con Flores cuando se presentó en la consulta de Ashton?

Muller no respondió. Su mirada había regresado a la chimenea.

– ¿Alguna vez habló de él?

– ¿De quién?

– De Héctor Flores.

– No era la clase de persona de la que hubiéramos hablado.

– ¿Qué clase de persona era él?

Muller murmuró una sonrisita sin humor y negó con la cabeza.

– Sería obvio, ¿no?

– ¿Obvio?

– Por su nombre-dijo Muller con repentino e intenso desdén. Todavía estaba mirando a la chimenea.

– ¿Un nombre español?

– Son todos iguales. Salta a la vista, joder. Están apuñalando a nuestro país por la espalda.

– ¿Los mexicanos?

– Los mexicanos son solo la punta del cuchillo.

– ¿Esa es la clase de persona que era Héctor?

– ¿Ha estado alguna vez en esos países?

– ¿Países latinos?

– Los países con climas cálidos.

– No puedo decir que haya ido, Carl.

– Sitios sucios, todos y cada uno de ellos: México, Nicaragua, Colombia, Brasil… Todos y cada uno de ellos, sucios.

– ¿Como Héctor?

– ¡Sucios!

Muller miró la rejilla de hierro cubierta de cenizas como si estuviera mostrando imágenes exasperantes de esa suciedad.

Gurney se quedó sentado en silencio durante un minuto, esperando a que la tormenta amainara. Observó los hombros del hombre relajándose lentamente, aferrándose con menos fuerza a los brazos de la silla, cerrando los ojos.

– ¿Carl?

– ¿Sí?-Muller reabrió los ojos. Su expresión se había tornado asombrosamente anodina.

Gurney habló con voz suave.

– ¿Alguna vez ha tenido constancia de que algo inapropiado podría haber estado pasando entre su mujer y Héctor Flores?

Muller parecía perplejo.

– ¿Cómo ha dicho que se llama?

– ¿Mi nombre? Dave. Dave Gurney.

– ¿Dave? ¡Qué curiosa coincidencia! ¿Sabe cuál es mi segundo nombre?

– No, Carl, no lo sé.

– Carl David Muller. -Miró a media distancia -. «Carl David», me llamaba mi madre. «Carl David Muller, vete a tu habitación. Carl David Muller, será mejor que te portes bien o Santa Claus podría perder tu lista de Navidad. Has oído lo que te digo, Carl David.»

Se levantó de su silla, enderezó la espalda y entonó las palabras en la voz de una mujer-«Carl David Muller»-, como si el nombre y la voz tuvieran el poder de romper la barrera con otro mundo. Se fue de la sala.

Gurney oyó que se abría la puerta delantera.

Vio que Muller la sostenía entornada.

– Ha sido muy agradable-dijo Muller con voz anodina-. Ahora debe irse. A veces me olvido. Se supone que no he de dejar que la gente entre en casa.

– Gracias, Carl, le agradezco que me haya dedicado su tiempo.

Sorprendido por lo que parecía algún tipo de descomposición psicótica, Gurney pensó en irse para evitar crear una tensión adicional. Luego haría algunas llamadas desde su coche y esperaría a que llegara ayuda.

Cuando estaba a medio camino de su coche, se lo pensó mejor. Podría ser más conveniente mantener al hombre vigilado. Volvió a la puerta de la calle, confiando en que no tendría problemas en convencer a Muller de que lo dejara entrar una segunda vez, pero la puerta no estaba cerrada del todo. Llamó. No hubo respuesta. La abrió y miró al interior. Muller no estaba allí, pero vio entornada una puerta del pasillo que antes había estado cerrada. Al entrar en el recibidor, llamó con la voz más suave y agradable que pudo.

– ¿Señor Muller? ¿Carl? Soy Dave. ¿Está ahí, Carl?

No hubo respuesta, pero una cosa era segura: el sonido de zumbido, más un susurro metálico, ahora que podía oírlo con más claridad, así como el himno navideño de Adeste fideles, procedía de algún lugar situado tras la puerta entreabierta. Se acercó y la abrió del todo con el pie. Una escalera apenas iluminada conducía al sótano.

Con cautela, Gurney empezó a bajar. Después de unos pocos pasos, volvió a llamar.

– ¿Señor Muller? ¿Está ahí abajo?

Un coro de voces infantiles de soprano empezaron a repetir el himno en latín: «Adeste, fideles, laeti, triumphantes. Venite, venite in Bethlehem».

La caja de la escalera estaba encerrada por ambos lados hasta abajo, de manera que solo una pequeña rendija del sótano era visible para Gurney mientras bajaba poco a poco los peldaños. La parte que podía ver parecía «acabada», con las tradicionales baldosas de vinilo y paneles de pino de otros millones de sótanos americanos. Durante un breve momento, lo ordinario de ello le resultó extrañamente tranquilizador. Esa sensación desapareció cuando salió de la escalera y volvió a la fuente de luz.

En el extremo de la sala había un gran árbol de Navidad, cuya parte superior se combaba contra el techo de más dos metros setenta. Sus centenares de pequeñas luces eran la fuente de iluminación de la estancia. Había guirnaldas de colores, cintas metálicas y decenas de adornos de metal en las formas tradicionales de Navidad, desde los simples orbes a ángeles de cristal soplado: todos ellos colgados de ganchos plateados. La habitación estaba inundada de fragancia de pino.

Al lado del árbol, paralizado detrás de una enorme plataforma del tamaño de dos mesas de pimpón estaba Carl Muller. Tenía las manos en dos palancas de control fijadas a una caja metálica negra. Un tren eléctrico zumbaba alrededor del perímetro de la plataforma. Trazaba figuras de ochos en el centro, subía y bajaba suaves pendientes, rugía a través de túneles de montaña, cruzaba pequeños pueblos y granjas, franqueaba ríos, atravesaba bosques…, vueltas y vueltas…, una y otra vez…

Los ojos de Muller-puntos refulgentes en la tez pálida de su rostro-brillaban con todos los colores de las tres luces. Le recordó una persona afectada de progeria, la extraña enfermedad que aceleraba el envejecimiento y hacía que un niño pareciera un viejo.

Al cabo de un rato, Gurney volvió a subir. Decidió ir a la casa de Scott Ashton y ver qué sabía el doctor de la enfermedad de Muller. Los trenes y el árbol proporcionaban pruebas razonables de que era una situación continuada, no una crisis aguda que requería intervención.

Cerró de golpe la pesada puerta de la casa con un ruido sordo. Al volver por el camino de ladrillos hasta donde había aparcado el coche, vio que una mujer mayor estaba saliendo de un Land Rover antiguo aparcado justo detrás de su Outback.

La mujer abrió la puerta de detrás, pronunció unas pocas palabras severas y recortadas, y sacó un terrier muy grande, un Airedale.

La mujer, como su imponente perro, tenía algo en ella que era al mismo tiempo patricio y nervudo. Su tez era tan propia de estar al aire libre como enfermiza era la de Muller. Fue hacia Gurney con el paso decidido de un excursionista, llevando al perro sujeto con una correa corta y agarrando un bastón más como un garrote que como un bastón. A medio camino, se detuvo con los pies separados, con el bastón plantado con firmeza a un lado y el perro al otro, bloqueando su camino.

– Soy Marian Eliot-anunció, como alguien podría anunciar: «Soy tu juez y jurado».

A Gurney el nombre le resultaba conocido. Había aparecido en la lista de vecinos entrevistados por el equipo del DIC.

– ¿Quién es usted? -preguntó la mujer.

– Me llamo Gurney. ¿Por qué lo pregunta?

Eliot apretó con más fuerza su bastón largo y retorcido: cetro y arma potencial. Era una mujer acostumbrada a que le respondieran, no a que le preguntaran, pero sería un error dejarse engañar por ella. Eso impediría ganarse su respeto.

La mujer entrecerró los ojos.

– ¿Qué está haciendo aquí?

– Estaría tentado de decir que no es asunto suyo, si su preocupación por el señor Muller no fuera tan obvia.

No estaba seguro de si había tocado la nota adecuada de firmeza y sensibilidad hasta que, concluida la mirada penetrante, ella preguntó:

– ¿Está bien?

– Depende de lo que signifique bien.

Hubo un destello de algo en su expresión que sugería que ella comprendía su evasiva.

– Está en el sótano -añadió Gurney.

La mujer arrugó la cara, asintió y pareció imaginar algo.

– ¿Con los trenes?-Su voz imperiosa se había suavizado.

– Sí. ¿Es algo normal en él?

Marian Eliot estudió el extremo superior de su gran bastón como si fuera una fuente de información útil para los siguientes pasos que dar. No mostró ningún interés en responder a la pregunta de Gurney. Así pues, decidió dar un empujón a la conversación desde un ángulo diferente.

– Participo en la investigación del asesinato de Perry. Recuerdo su nombre de la lista de personas que fueron interrogadas en mayo.

Ella hizo un sonido de desdén.

– No fue un interrogatorio. Al principio contactó conmigo… Recordaré su nombre en un momento… Investigador jefe Hardpan, Hardscrabble, Hard algo… Un tipo agreste, pero nada estúpido. Fascinante en cierto modo, como un rinoceronte listo. Por desgracia, desapareció del caso y lo sustituyó alguien llamado Blatt, o Splatt, o algo así. Blatt-Splat era un poco menos rudo y mucho menos inteligente. Solo hablamos brevemente, pero la brevedad fue una bendición, créame. Cuando conozco a un hombre como ese, compadezco a los profesores que tuvieron que soportarlo de septiembre a junio.

El comentario provocó un recuerdo de las palabras que acompañaban al nombre de Marian Eliot en la hoja de cubierta del archivo de la entrevista: «Profesora de Filosofía, jubilada (Princeton)».

– En cierto modo, por eso estoy aquí-dijo Gurney-. Me han pedido que haga un seguimiento de algunas de las entrevistas, para poner más detalles en la imagen, quizá para poder comprender mejor qué ocurrió realmente.

Eliot alzó las cejas.

– ¿Qué ocurrió realmente? ¿Tiene dudas al respecto?

Gurney se encogió de hombros.

– Faltan algunas piezas de este puzle.

– Pensaba que las últimas cosas que faltaban eran el asesino mexicano del hacha y la mujer de Carl.

Parecía tanto intrigada como enfadada por el hecho de que la situación pudiera no ser como había supuesto. Los ojos agudos e interrogadores del Airedale parecían percibirlo todo.

– ¿Quizá podríamos hablar en otro sitio?-propuso Gurney.

19

Frankenstein

El lugar que propuso Marian Eliot para llevar a cabo su conversación fue su propia casa, que se hallaba al otro lado del camino, a cien metros de la de Carl Muller, colina abajo. La ubicación exacta resultó no ser tanto su casa como su sendero de entrada, donde la mujer reclutó la ayuda de Gurney para que sacara sacos de musgo de turba y mantillo de la parte de atrás del Land Rover.

Ella había cambiado el garrote por una azada y estaba de pie al borde de un jardín de rosas, a unos tres metros del vehículo. Mientras Gurney levantaba los sacos y los colocaba en una carretilla, Eliot le preguntó por su papel preciso en la investigación y su posición en la cadena de mando de la Policía del estado.

Su explicación de que era «asesor de pruebas» que había sido contratado por la madre de la víctima de manera externa al proceso oficial del DIC fue recibida con una mirada escéptica y los labios apretados.

– ¿Qué demonios se supone que significa eso?

Gurney decidió arriesgarse y respondió sin rodeos.

– Le diré lo que significa si no se lo cuenta a nadie. Me permite llevar a cabo una investigación sin esperar a que el estado emita una licencia oficial de investigador privado. Si quiere comprobar mi historial como detective de Homicidios del Departamento de Policía de Nueva York, llame al rinoceronte listo, cuyo nombre, por cierto, es Jack Hardwick.

– Ja. ¡Buena suerte con el estado! ¿Cree que podría empujar esta carretilla hasta allí?

Gurney lo interpretó como su forma de aceptar la situación tal como era. Hizo tres viajes más entre la parte de detrás del Land Rover y el jardín de rosas. Después del tercero, ella lo invitó a sentarse en un banco de hierro forjado pintado con esmalte blanco, bajo un manzano muy crecido cuya fruta aún estaba verde y fuera de su alcance.

Marian Eliot se volvió para poder verlo de frente.

– ¿Qué es todo eso de las piezas que faltan?

– Ya llegaremos a las piezas que faltan, pero antes necesito plantear unas cuantas preguntas que me ayuden a orientarme. -Estaba buscando a tientas un equilibrio entre firmeza y ligereza, observando el lenguaje corporal de la mujer en busca de signos que indicaran la necesidad de un cambio de ritmo-. Primera pregunta: ¿cómo describiría al doctor Ashton en una frase o dos?

– No lo intentaría. No es la clase de hombre que pueda definirse en una frase o dos.

– ¿Un hombre complejo?

– Mucho.

– ¿Algún rasgo predominante de personalidad?

– No sabría cómo responder a eso.

Gurney sospechaba que la forma más rápida de conseguir algo de Marian Eliot sería dejar de insistir. Se sentó otra vez y estudió las formas de las ramas del manzano, retorcidas por una serie de podas antiguas.

Había acertado. Al cabo de un momento, la mujer empezó a hablar.

– Le contaré algo de Scott, algo que hizo, pero tendrá que interpretar usted mismo lo que significa, si eso equivale a un rasgo de personalidad. -Articuló la frase con desagrado, como si le resultara un concepto demasiado simplista para aplicarlo a seres humanos.

– Cuando Scott todavía estaba en la Facultad de Medicina, escribió el libro que lo hizo famoso; bueno, famoso en ciertos círculos académicos. Se titulaba La trampa de la empatía. Argumentaba de manera contundente (con datos biológicos y psicológicos que respaldaban su hipótesis) que la empatía es, en esencia, un defecto de frontera, que los sentimientos de empatía que los seres humanos tienen unos con otros son en realidad efecto de la confusión. Su tesis era que nos ocupamos uno del otro, porque en alguna parte del cerebro no logramos distinguir entre el propio yo y el del otro. Llevó a cabo un experimento elegantemente simple en el cual los sujetos observaban a un hombre pelando una manzana. Mientras la estaba pelando, la mano del hombre parecía resbalar y el cuchillo le cortaba el dedo. Los sujetos eran grabados en vídeo para realizar un análisis posterior de sus reacciones al corte. Prácticamente, todos los sujetos se estremecieron de manera refleja. Solo dos de los cien no tuvieron ninguna reacción y, cuando se hicieron test psicológicos a esos dos, revelaron características mentales y emocionales comunes con los sociópatas. La opinión de Scott era que estremecerse durante una fracción de segundo cuando alguien se corta es porque durante ese tiempo no somos capaces de distinguir entre esa persona y nosotros mismos. En otras palabras: el límite del ser humano normal es imperfecto de la misma manera en que el del sociópata es perfecto. El sociópata nunca se confunde a sí mismo y sus necesidades con las de otra persona y, por consiguiente, no tiene sentimientos relacionados con el bienestar de los demás.

Gurney sonrió.

– Una idea que debió de suscitar reacciones.

– Oh, sí. Por supuesto, gran parte de la reacción tenía que ver con la elección de palabras de Scott: perfecto e imperfecto. Algunos de sus colegas interpretaron su lenguaje como una glorificación del sociópata. -Los ojos de Marian Eliot brillaban de excitación-. Pero todo eso formaba parte de su plan. En resumen: consiguió la atención que quería. A la edad de veintitrés años era el tema de conversación del mundillo.

– Así que es listo y sabe cómo…

– Espere-lo interrumpió ella-, ese no es el final de la historia. Unos meses después de que su libro armara una controversia, se publicó otro libro que en esencia era un ataque en toda regla a la teoría de la empatía de Scott. El título del libro con la tesis opuesta era Corazón y alma. Era riguroso y bien argumentado, pero su tono era completamente diferente. Su mensaje era que lo único que cuenta es el amor, y que la «porosidad de frontera», como Scott había descrito la empatía, era de hecho un salto evolutivo hacia delante y la esencia misma de las relaciones humanas. La gente de la profesión estaba dividida en grupos opuestos. Se generaron decenas de artículos periodísticos. Se escribieron cartas apasionadas. -Eliot se sentó contra el brazo del banco, observando la expresión de Gurney.

– Tengo la sensación de que hay más-dijo este.

– La verdad es que sí. Un año después se descubrió que Scott Ashton había escrito ambos libros. -Hizo una pausa-. ¿Qué opina de eso?

– No estoy seguro de qué pensar de ello. ¿Cómo se recibió en la profesión?

– Rabia total. Sensación de que les habían tomado el pelo a todos. Parte de verdad hay en eso. Pero los libros en sí eran intachables. Ambas contribuciones eran perfectamente legítimas.

– ¿Y cree que todo eso fue para atraer la atención sobre sí mismo?

– No-soltó-. ¡Por supuesto que no! El tono era para captar la atención. Hacerse pasar por dos autores en conflicto entre ellos era captar atención. Pero había un propósito más profundo, un mensaje más profundo destinado a cada lector: has de decidirte, encontrar tu propia verdad.

– ¿Diría que Ashton es un tipo listo?

– Brillante, en realidad. Nada convencional e impredecible. Sabe escuchar como nadie y aprende deprisa. Y es una figura extrañamente trágica.

Gurney tenía la impresión de que, a pesar de tener casi setenta años, Marion Eliot estaba afligida con algo que no podría reconocer: estaba locamente enamorada de un hombre que tenía casi tres décadas menos que ella.

– ¿Se refiere a «trágico» en el sentido de lo que ocurrió en el día de su boda?

– Va un poco más allá de eso. El asesinato, por supuesto, terminó formando parte de ello. Pero considere los arquetipos míticos incorporados en la historia desde el principio hasta el final. -Hizo una pausa, dándole tiempo a tal consideración.

– No estoy seguro de haberla entendido.

– Cenicienta… Pigmalión… Frankenstein.

– ¿Está hablando de la evolución de la relación de Scott Ashton con Héctor Flores?

– Exacto. -Le dedicó una sonrisa de aprobación, como si él fuera un buen estudiante-. La historia tiene un inicio clásico: un extraño entra en el pueblo, hambriento, buscando trabajo. Un terrateniente local, un hombre acaudalado, lo contrata, lo acoge en su casa, lo prueba en diversas tareas, ve potencial en él, le da cada vez más responsabilidad, le proporciona una nueva vida. El pobre trabajador doméstico, en efecto, es elevado mágicamente a una nueva vida rica. No es la historia de Cenicienta en sus detalles de género, pero desde luego sí en su esencia. Sin embargo, en la relación Ashton-Flores, la historia de Cenicienta es solo el primer acto. Luego se pone en marcha un nuevo paradigma, cuando el doctor Ashton queda cautivado por la oportunidad de moldear a su estudiante en algo más grande, cuando quiere llevarlo a su máximo potencial, esculpir la estatua en una especie de perfección, dar vida a Héctor Flores en el sentido más completo posible. Le compra libros, un ordenador, cursos en línea, pasa cada día horas supervisando su educación, empujándolo hacia una especie de perfección. No es exactamente como el mito de Pigmalión, pero se parece mucho. Ese fue el segundo acto. El tercero, por supuesto, se convirtió en la historia de Frankenstein. Concebido para ser la mejor de las criaturas humanas, resulta que Flores alberga los peores defectos y que llevó la desolación y el horror a la vida del genio que lo creó.

Asintiendo lenta y apreciativamente, Gurney asimiló todo ello, fascinado no solo por los paralelismos entre el cuento de hadas y los sucesos de la vida real, sino también por la insistencia de Marian Eliot en su enorme significado. Los ojos de la mujer ardían con convicción y algo de triunfalismo. La pregunta que Gurney se hacía era: ¿el triunfo estaba relacionado de algún modo con la tragedia, o simplemente reflejaba una satisfacción académica en relación con la profundidad de su propia comprensión?

Después de un breve silencio en el que su excitación remitió, la mujer preguntó:

– ¿Qué estaba esperando descubrir de Carl?

– No lo sé. Quizá por qué su casa está mucho más ordenada en el interior que fuera.

Gurney no lo dijo completamente serio, pero Marian Eliot respondió con un tono de mujer de negocios.

– Cuido de Carl regularmente. No ha sido él mismo desde que desapareció Kiki. Es comprensible. Mientras estoy ahí, dejo las cosas donde creo que deberían estar. En realidad no es nada. -Miró por encima del hombro de Gurney en dirección a la casa de Muller, escondida detrás de una hectárea de árboles-. Cuida mejor de sí mismo de lo que usted cree.

– ¿Ha oído su opinión sobre los latinos?

Ella emitió un suspiro breve y exasperado.

– La postura de Carl en esta cuestión no es muy diferente de los discursos de campaña de ciertas figuras públicas.

Gurney le dedicó una mirada de curiosidad.

– Sí, lo sé, es un poco intenso con eso, pero considerando…, bueno, considerando la situación con su esposa…-La voz de Eliot se fue apagando.

– ¿Y el árbol de Navidad en septiembre? ¿Y las felicitaciones navideñas?

– Le gustan. Lo alivian. -Se levantó, cogió con mano firme la azada que había apoyado en el tronco del manzano y saludó con la cabeza a Gurney en un gesto rápido que indicaba que daba la conversación por concluida. Desde luego, hablar sobre la locura de Carl no era su actividad favorita-. Tengo trabajo que hacer. Buena suerte con sus investigaciones, señor Gurney.

O bien lo había olvidado, o bien conscientemente había elegido no seguir su anterior interés por las piezas faltantes del rompecabezas. Gurney se preguntó de qué se trataba.

El gran Airedale al parecer notó un cambio en la atmósfera emocional, pues apareció de repente al lado de su dueña.

– Gracias por su tiempo. Y su percepción-dijo Gurney-. Espero que me dé la oportunidad de hablar otra vez con usted.

– Ya veremos. A pesar de mi jubilación, soy una mujer ocupada.

Eliot se volvió al jardín de rosas con su azada y empezó a cavar con fuerza en el duro suelo, como si estuviera combatiendo con un elemento díscolo de su propia naturaleza.

20

El feudo de Ashton

Muchas de las casas de Badger Lane, sobre todo las que estaban hacia el final de la calle de Ashton, eran viejas y grandes. Se podía observar que habían sido mantenidas o restauradas con una costosa atención por el detalle. El resultado era una elegancia informal por la cual Gurney sentía un resentimiento que se habría negado a identificar como envidia. Incluso medida por los elevados estándares de Badger Lane, la propiedad de Ashton llamaba la atención: una impecable casona de dos plantas de piedra amarillo pálido rodeada por rosas silvestres, enormes arriates de forma irregular y pérgolas cubiertas de hiedra que servían de pasillos entre distintas zonas de un césped en suave pendiente. Aparcó en un sendero de adoquines que conducía a la clase de garaje que un agente inmobiliario llamaría cochera clásica. Al otro lado del césped se alzaba el pabellón clásico donde habían tocado los músicos de la boda.

Gurney bajó de su coche y de inmediato notó un aroma en el aire. Mientras pugnaba por definirlo, un hombre salió rodeando la parte de atrás de la casa principal con una sierra de podar en la mano. Scott Ashton tenía un aspecto conocido pero diferente, con menos vitalidad en persona que en el vídeo. Iba vestido de campo, con ropa informal pero cara: pantalones de tweed de Donegal y camisa de franela hecha a medida. Reparó en la presencia de Gurney sin mostrar placer ni desagrado.

– Llega a tiempo-dijo. Su voz era calmada, sosegada, impersonal.

– Le agradezco su disposición para recibirme, doctor Ashton.

– ¿Quiere entrar?-Era simplemente una pregunta, no una invitación.

– Me sería útil ver antes la zona de detrás de la casa, la localización de la cabaña del jardín. También la mesa del patio donde estaba sentado usted cuando la bala destrozó la taza de té.

Ashton respondió haciendo un movimiento con la mano para que Gurney lo siguiera. Al pasar a través de la pérgola que conectaba el garaje y la zona del sendero lateral de la casa con el jardín principal que había detrás de esta-la pérgola a través de la cual los invitados de la boda habían entrado en la recepción-, Gurney experimentó una extraña mezcla de reconocimiento y desubicación. El pabellón, la cabaña, la parte de atrás de la casa principal, el patio de piedra, los arriates, los bosques de alrededor… Todo resultaba reconocible, pero alterado por el cambio de estación, la ausencia de gente, el silencio. El extraño aroma en el aire, exóticamente herbal, era más intenso allí. Gurney preguntó al respecto.

Ashton hizo un movimiento vago hacia los semilleros que bordeaban el patio.

– Manzanilla, anémona, malva, bergamota, tanaceto, boj. La intensidad relativa de cada componente cambia con la dirección de la brisa.

– ¿Tiene un nuevo jardinero?

Los rasgos de Ashton se tensaron.

– ¿En lugar de Héctor Flores?

– Tengo entendido que se ocupaba de la mayor parte del trabajo en torno a la casa.

– No, no lo he sustituido. -Ashton se fijó en la sierra de podar que llevaba y sonrió sin calidez-. Salvo por mí. -Se volvió hacia el patio-. Ahí tiene la mesa que quería ver.

Condujo a Gurney a través de un hueco en el murete de piedra hasta una mesa de hierro con un par de sillas a juego situada cerca de la puerta de atrás de la casa.

– ¿Quiere sentarse aquí?-Una vez más era una pregunta, no una invitación.

Gurney se había acomodado en la silla que le brindaba la mejor vista de las zonas que recordaba del vídeo cuando un ligero movimiento atrajo su atención hacia la otra punta del patio. Allí, en un pequeño banco situado junto a la soleada fachada posterior de la casa, había un hombre anciano sentado con una ramita en la mano. La movía de lado a lado, haciendo que la ramita pareciera un metrónomo. Tenía el cabello gris, la piel cetrina y una expresión de perplejidad.

– Es mi padre-dijo Ashton, sentado en la silla de enfrente de la de Gurney.

– ¿Ha venido de visita?

Ashton hizo una pausa.

– Sí, de visita.

Gurney respondió con expresión de curiosidad.

– Lleva dos años en una residencia privada como resultado de la demencia y de una afasia progresivas.

– ¿No puede hablar?

– Desde hace al menos un año.

– ¿Lo ha traído aquí de visita?

Los ojos de Ashton se entrecerraron como si pudiera estar a punto de decirle a Gurney que no era asunto suyo, pero entonces su expresión se suavizó.

– La muerte de Jillian… creó… una sensación de soledad. -Parecía confundido por la palabra y vaciló-. Creo que fue una semana o dos después de su muerte cuando decidí traer a mi padre a pasar una temporada aquí. Pensaba que estar con él, cuidando de él…-Una vez más se quedó en silencio.

– ¿Cómo se las arregla, yendo cada día a Mapleshade?

– Viene conmigo. Es sorprendente, pero no resulta un problema. Físicamente está bien. No tiene dificultades para caminar. Ni con las escaleras. Ni para comer. Puede cuidar de sus… necesidades de higiene. Aparte de la cuestión del habla, el déficit se da, sobre todo, en que no se orienta… Por lo general está confundido sobre dónde se encuentra, piensa que está de nuevo en el apartamento de Park Avenue, donde vivíamos cuando yo era niño.

– Bonito barrio. -Gurney miró a través del patio al banco donde estaba el viejo.

– Buen barrio, sí. Era una especie de genio de las finanzas. Hobart Ashton. Miembro leal de una clase social en la que todos los nombres de los hombres parecían colegios de secundaria privados.

Era un viejo chiste y sonaba rancio. Gurney sonrió con educación.

Ashton se aclaró la garganta.

– No ha venido para hablar de mi padre. No tengo mucho tiempo. Así pues, ¿qué puedo hacer por usted?

Gurney puso las manos en la mesa.

– ¿Es aquí donde estuvo sentado el día del disparo?

– Sí.

– ¿No le pone nervioso estar en el mismo sitio?

– Muchas cosas me ponen nervioso.

– No lo habría dicho nunca, mirándole.

Hubo un largo silencio que rompió Gurney.

– ¿Cree que el asesino acertó a lo que estaba apuntando?

– Sí.

– ¿Qué le hace pensar que no le apuntaba a usted y falló?

– ¿Ha visto La lista de Schindler? Hay una escena en la que Schindler trata de convencer al comandante del campo para que perdone la vida a judíos a los cuales normalmente ejecutaría por infracciones menores. Le explica que pudiendo matarlos, teniendo un perfecto derecho a hacerlo, elegir salvarlos como si fuera un dios sería la mayor prueba de su poder sobre ellos.

– ¿Es lo que piensa que hizo Flores? ¿Probar, al perdonarle y romper la taza de té, que tiene el poder de matarlo?

– Es una hipótesis razonable.

– Suponiendo que el que disparó fuese Flores.

Ashton sostuvo la mirada de Gurney.

– ¿En quién más piensa?

– Le dijo al agente de la investigación, al primero de ellos, que Withrow Perry poseía un rifle del mismo calibre que el de los fragmentos de bala recogidos de este patio.

– ¿Lo ha conocido o ha hablado con él?

– Todavía no.

– Cuando lo haga, creo que la noción del doctor Withrow Perry reptando por esos bosques con una mira telescópica le parecerá completamente ridícula.

– Pero ¿no es tan ridícula en el caso de Héctor Flores?

– Héctor ha demostrado que es capaz de cualquier cosa.

– Esa escena que ha mencionado de La lista de Schindler… Ahora que lo pienso, creo recordar que el comandante no hace caso del consejo durante mucho tiempo. No tiene la paciencia necesaria, y muy pronto vuelve a matar a los judíos que no se comportan como él quiere.

Ashton no respondió. Su mirada vagó hacia la colina boscosa que había detrás del pabellón y se quedó allí.

La mayoría de las decisiones de Gurney eran conscientes y bien calculadas, con una llamativa excepción: decidir cuándo era el momento de cambiar el tono de una entrevista. Eso era una cuestión visceral y ese le pareció el momento adecuado. Se echó hacia atrás en su silla de hierro y dijo:

– Marian Eliot es una gran admiradora suya.

Los signos fueron sutiles; quizá Gurney estaba imaginándoselos, pero tuvo la impresión, por la extraña mirada que Ashton le dedicó, que por primera vez en la conversación lo había pillado a contrapié. Ashton se recuperó enseguida.

– Marian es fácil de embelesar-dijo con su voz suave de psiquiatra-, siempre y cuando uno no trate de ser encantador.

Gurney se dio cuenta de que coincidía exactamente con su propia percepción.

– Cree que es usted un genio.

– Ella tiene sus intereses.

Gurney trató de dar otro giro.

– ¿Qué opinaba de usted Kiki Muller?

– No tengo ni idea.

– ¿Era su psiquiatra?

– Lo fui muy poco tiempo.

– Un año no me parece poco tiempo.

– ¿Un año? Más bien dos meses o ni siquiera dos meses.

– ¿Cuándo terminaron los dos meses?

– No puedo decírselo. Restricciones de confidencialidad. Ni siquiera debería haberle dicho lo de los dos meses.

– Su marido me dijo que tenía una cita con usted cada martes hasta la semana en que ella desapareció.

Ashton solo ofreció un fruncimiento de cejas de incredulidad y negó con la cabeza.

– Deje que le pregunte algo, doctor Ashton. Sin revelar nada que Kiki Muller pudiera haberle dicho durante el tiempo en que estuvo viéndole, ¿puede decirme por qué su tratamiento término tan deprisa?

Lo consideró, pareció incómodo al responder.

– Yo lo interrumpí. -Cerró los ojos un momento. Pareció tomar una decisión-. En mi opinión, ella no estaba interesada en la terapia. Solo estaba interesada en estar aquí.

– ¿Aquí? ¿En su propiedad?

– Se presentaba media hora antes a las sesiones, luego se entretenía al terminar, supuestamente fascinada con el paisaje, las flores o lo que fuera. La cuestión es que su atención siempre iba allí donde estaba Héctor. Pero ella no lo reconocía, lo cual hacía que sus palabras conmigo fueran falsas e inútiles. Así que dejé de verla después de seis o siete sesiones. Estoy corriendo un riesgo al decirle esto, pero parece un hecho importante si ella estaba mintiendo sobre la duración del tratamiento. La verdad es que ella dejó de ser mi paciente al menos nueve meses antes de su desaparición.

– ¿Podría haber estado viendo a Héctor en secreto todo ese tiempo, diciéndole a su marido que venía a sesiones con usted?

Ashton respiró hondo y soltó el aire lentamente.

– Detestaría reconocer que algo tan descarado estaba ocurriendo delante de mis narices, aquí mismo, en esa maldita cabaña. Pero es coherente con el hecho de que los dos huyeran juntos… después.

– Este Héctor Flores-dijo Gurney de repente-, ¿qué clase de persona imagina que era?

Ashton se estremeció.

– ¿Se refiere a cómo es posible que siendo psiquiatra pudiera estar equivocado hasta tal punto respecto a alguien al que estuve observando a diario durante tres años? La respuesta es embarazosamente simple: ceguera en la persecución de un objetivo que se había convertido en demasiado importante para mí.

– ¿Qué objetivo era ese?

– La educación y el desarrollo de Héctor Flores. -Ashton puso cara de haber probado algo amargo-. Su notoria evolución de jardinero a erudito iba a ser el tema de mi siguiente libro, una exposición del poder de la educación sobre la naturaleza.

– Y después de eso-dijo Gurney con más sarcasmo del que pretendía-, ¿un segundo libro bajo otro nombre que demoliera el argumento de su primer libro?

Los labios de Ashton se alargaron en una fría sonrisa a cámara lenta.

– Ha tenido una conversación muy instructiva con Marian.

– Lo cual me recuerda otra cosa que quería preguntarle. Sobre Carl Muller. ¿Es consciente de su estado emocional?

– No como profesional.

– Como vecino, entonces.

– ¿Qué es lo que quiere saber?

– Dicho con sencillez: quiero saber lo loco que está.

Una vez más Ashton presentó su sonrisa carente de humor.

– Basándome en las cosas que he oído, supongo que está en plena evasión de la realidad. En concreto, de la realidad adulta. De la realidad sexual.

– ¿Todo eso lo deduce de que juega con trenes eléctricos?

– Hay una pregunta clave que uno debe hacerse sobre la conducta inapropiada: ¿hay una edad en la cual esa conducta sería apropiada?

– No sé si le entiendo.

– La conducta de Carl parece apropiada para un chico prepubescente. Eso sugiere que podría ser una forma de regresión en la cual el individuo vuelve al último momento seguro y feliz de su vida. Diría que Carl ha regresado a un tiempo de su vida antes de que las mujeres y el sexo entraran a formar parte de la ecuación, antes de que experimentara el dolor de que una mujer lo engañara.

– Está diciendo que, de alguna manera, descubrió la aventura de su mujer con Flores y eso lo llevó a caer al abismo.

– Es posible, si ya fuera frágil con antelación. Es coherente con su conducta actual.

Un banco de nubes, que se habían materializado como por ensalmo en el cielo azul, pasó gradualmente delante del sol, lo que hizo que la temperatura en el patio bajara al menos diez grados. Ashton no pareció notarlo. Gurney metió las manos en los bolsillos. Mala circulación en los dedos y consiguiente sensibilidad al frío: otro recordatorio de que los genes de su padre dominaban más su cuerpo con cada año que pasaba.

– ¿Un descubrimiento como ese podría bastar para que la matara? ¿O matara a Flores?

Ashton torció el gesto.

– ¿Tiene alguna razón para creer que Kiki y Héctor estén muertos?

– Ninguna, salvo por el hecho de que ninguno de los dos ha sido visto en los últimos cuatro meses. Pero tampoco tengo pruebas de que estén vivos.

Ashton miró su reloj, un antiguo Cartier bien bruñido.

– Está pintando una imagen complicada, detective.

Gurney se encogió de hombros.

– ¿Demasiado complicada?

– No me corresponde decirlo. No soy psicólogo forense.

– ¿Qué es?

Ashton pestañeó, quizá por lo abrupto de la pregunta.

– ¿Perdón?

– ¿Su campo de especialización…?

– Conducta sexual destructiva, sobre todo abuso sexual.

Era el turno de pestañear de Gurney.

– Tenía la impresión de que era director de una escuela para chicas con problemas.

– Sí. Mapleshade.

– ¿Mapleshade es para chicas de las que han abusado sexual-mente?

– Lo siento, detective. Está abriendo un tema del que no se puede hablar en poco tiempo sin el riesgo de que haya malentendidos, y ahora no tengo tiempo para tratarlo con detalle. Quizás otro día. -Miró otra vez su reloj-. La cuestión es que tengo dos citas esta tarde y he de prepararme. ¿Tiene preguntas más sencillas?

– Dos. ¿Es posible que estuviera equivocado con respecto a que Héctor Flores fuera mexicano?

– ¿Equivocado?

Gurney esperó.

Ashton pareció agitado, se movió hasta el borde de la silla.

– Sí, podría estar equivocado con eso, junto con todo lo demás que he pensado sobre él. ¿Segunda pregunta?

– ¿Significa algo para usted el nombre de Edward Vallory?

– ¿Se refiere al mensaje de texto en el teléfono de Jillian?

– Sí. «Por todas las razones que he escrito. Edward Vallory.»

– No. El primer investigador del caso me lo preguntó. Le dije entonces que no me era un nombre familiar y sigue siendo así. Me dijeron que la compañía de teléfonos rastreó el mensaje hasta llegar al teléfono móvil de Héctor.

– Pero ¿no tiene ni idea de por qué usaría el nombre de Edward Vallory?

– Ninguna. Lo siento, detective, pero he de prepararme para mis citas.

– ¿Puedo verle mañana?

– Estaré todo el día en Mapleshade, con la agenda llena.

– ¿A qué hora se va por la mañana?

– ¿De aquí? A las nueve y media.

– ¿Qué le parece a las ocho y media, pues?

La expresión de Ashton vagó entre la consternación y la preocupación.

– Muy bien. Entonces, a las ocho y media de la mañana.

De camino a su coche, Gurney miró al fondo del patio. El sol ya se había puesto, pero la ramita metrónomo de Hobart Ashton todavía se movía adelante y atrás con un ritmo lento y monótono.

21

Un consejo

Mientras Gurney conducía por Badger Lane bajo un cielo cada vez más nublado, las casas que le habían parecido pintorescas bañadas por la luz del sol ahora parecían lúgubres y cautelosas. Estaba ansioso de alcanzar el espacio abierto de Higgles Road y los valles bucólicos que se extendían entre Tambury y Walnut Crossing.

La decisión de Ashton de terminar la entrevista y obligarlo a un viaje más no le molestó en absoluto. Así le daría tiempo para digerir sus primeras impresiones en directo del hombre, junto con las opiniones ofrecidas por sus extraordinarios vecinos. Tener la oportunidad para organizarlo todo en su mente le ayudaría a empezar a trazar conexiones y reunir las preguntas adecuadas para el día siguiente. Decidió que se dirigiría directamente al Quick-Mart de la ruta 10, se tomaría la taza de café más grande que ofrecieran y tomaría algunas notas.

Al atisbar el cruce de la granja en ruinas de Calvin Harlen, vio que un coche negro estaba bloqueando la carretera, atravesado. Dos hombres jóvenes y musculosos con idéntico pelo rapado, gafas de sol, tejanos negros y cortavientos brillantes estaban apoyados contra el lateral del coche, observando como Gurney se aproximaba. Que el coche fuera un Ford Crown Victoria sin identificar, un vehículo policial tan obvio como un coche patrulla que hiciera atronar su sirena, hizo que las identificaciones de la Policía del estado que los hombres llevaban en las chaquetas no constituyeran ninguna sorpresa.

Se acercaron hasta Gurney, uno a cada lado de su coche.

– Carné y papeles-dijo el que estaba junto a la ventana de Gurney en un tono no demasiado amistoso.

Gurney ya había sacado su billetera, pero en ese momento dudó.

– ¿Blatt?

La boca del hombre se retorció como si una mosca hubiera aterrizado en ella. Lentamente se quitó las gafas, logrando inyectar amenaza a la acción. Sus ojos eran pequeños y desafiantes.

– ¿De dónde le conozco?

– Del caso Mellery.

Sonrió. Cuanto más amplia era la sonrisa, más desagradable se volvía.

– Gurney, ¿verdad? El genio de la ciudad de la mierda. ¿Qué coño está haciendo aquí?

– De visita.

– ¿A quién visita?

– Cuando sea apropiado compartir esa información con usted, lo haré.

– ¿Apropiado? ¿Apropiado? Salga del coche.

Gurney cumplió la orden sin perder la calma. El otro oficial había rodeado el coche por detrás.

– Ahora, como he dicho, carné y papeles.

Gurney abrió la cartera, entregó los dos documentos a Blatt, que los examinó con sumo cuidado. Blatt volvió al Crown Victoria, entró y empezó a marcar teclas en el ordenador del coche. El agente situado detrás del coche estaba vigilando a Gurney como si fuera a echar a correr por Higgles Road hacia las zarzas. Gurney sonrió con gesto cansado y trató de leer la identificación del hombre, pero el plástico estaba reflejando la luz. Renunció y decidió presentarse:

– Soy Dave Gurney, detective de Homicidios del Departamento de Policía de Nueva York retirado.

El agente asintió ligeramente. Pasaron varios minutos. Luego varios más. Gurney se apoyó en la puerta del coche, cruzó los brazos y cerró los ojos. No le gustaban los retrasos inútiles, y la complejidad del día lo estaba agotando. Su paciencia legendaria se estaba terminando. Blatt volvió y le entregó sus cosas como si le pusiera enfermo sostenerlas.

– ¿A qué ha venido aquí?

– Eso ya me lo ha preguntado.

– Muy bien, Gurney, voy a dejarle algo claro: hay una investigación de Homicidios en marcha. ¿Entiende lo que le estoy diciendo? Un caso de asesinato. Cometerá un gran error si se entromete. Obstrucción a la justicia. Entorpecimiento de la investigación de un crimen. ¿Capta el mensaje? Así que se lo preguntaré una vez más: ¿qué está haciendo en Badger Lane?

– Lo siento, Blatt, es un asunto privado.

– ¿Me está diciendo que no está aquí por el caso Perry?

– No estoy diciendo nada.

Blatt se volvió hacia el otro agente, escupió en el suelo y señaló con el pulgar hacia Gurney.

– Este es el tipo que casi logró que nos mataran a todos al final del caso Mellery.

La estúpida acusación estuvo peligrosamente cerca de pulsar un botón en Gurney que la mayoría de la gente no sabía que existía.

Quizás el otro agente sintió vibraciones peligrosas, tal vez ya conocía de antes la animadversión de Blatt o quizá, se le encendió por fin una lucecita.

– ¿Gurney?-preguntó-. ¿No es ese el tipo con las distinciones especiales del Departamento de Policía de Nueva York?

Blatt no respondió, pero algo en la pregunta cambió el camino por el que estaba yendo la conversación. Miró sin ánimo a Gurney.

– Un consejo: ¡largo de aquí! Lárguese de aquí ahora mismo. Si se le ocurre respirar cerca de este caso, le garantizo que lo acusaré de obstrucción a la justicia. -Levantó la mano y bajó el dedo índice como si fuera un martillo.

Gurney asintió.

– Le he oído, pero… tengo una pregunta. Supongamos que descubro que todas sus suposiciones sobre este asesinato son mentira. ¿A quién debería contárselo?

22

Spiderman

El café de camino a casa fue un error. El cigarrillo fue una equivocación aún mayor.

El café de la gasolinera se había concentrado con el tiempo y la evaporación en un líquido cargado de cafeína, de color alquitrán y sin el menor gusto a café. Gurney se lo tomó de todos modos: un ritual reconfortante. No tan reconfortante fue el impacto de la cafeína en sus nervios cuando la primera carga de estimulación dio paso a una vibrante ansiedad que exigía un cigarrillo. Pero eso, también, venía con sus pros y sus contras: una breve sensación de tranquilidad y libertad, seguida por pensamientos tan plomizos como las desesperantes nubes. El recuerdo de algo que un terapeuta le había dicho quince años antes: «David, te comportas como dos personas diferentes. En tu vida profesional, tienes impulso, determinación, dirección. En tu vida personal, eres un barco sin timón». En ocasiones tenía la ilusión de hacer progresos: dejar de fumar, vivir una mayor parte de su vida al aire libre, concentrarse en el aquí y ahora y en Madeleine. Pero sus expectativas de cambio fracasaban inevitablemente y volvía a caer en lo que siempre había sido.

Su nuevo Subaru no tenía cenicero, así que se las tenía que apañar con la lata de sardinas escurrida que tenía en el coche para ese propósito. Al aplastar la colilla en ella, recordó de repente otro claro ejemplo de fracaso en su vida personal, otro punzante recordatorio de una mente a la deriva: se había olvidado de la cena.

Su llamada a Madeleine-omitiendo su lapsus de memoria y el hecho de que no podía recordar quién iba a su casa a cenar, preguntando solo si quería que comprara algo de camino a casa-no le dejó una sensación mejor. Tenía la impresión de que ella sabía que se había olvidado, que estaba tratando de enmendarlo. Fue una llamada corta con largos silencios. Su conversación final:

– ¿Quitarás de la mesa del comedor los expedientes del asesinato cuando llegues a casa?

– Sí, ya te dije que lo haría.

– Bien.

Para el resto del viaje, la mente inquieta de Gurney patinó en torno a un conjunto de preguntas insidiosas: ¿por qué estaba esperándolo Arlo Blatt al pie de Badger Lane? Antes no había allí ningún coche de vigilancia. ¿Lo habían avisado de que alguien estaba haciendo preguntas? ¿De que era precisamente Gurney el que estaba haciendo preguntas? Pero ¿a quién le importaría tanto como para llamar a Blatt? ¿Por qué Blatt estaba tan ansioso por sacarlo del caso? Y aquello trajo consigo otra pregunta sin respuesta: ¿por qué Jack Hardwick estaba tan ansioso por que participara en aquel caso?

Justo a las 17.00, bajo un cielo plomizo, Gurney giró por el camino de tierra y grava que subía por la colina a su casa de campo. A más de un kilómetro del camino, atisbó un coche por delante de él, un Prius de color verde grisáceo. Al subir por aquella senda polvorienta, le fue quedando cada vez más claro que los ocupantes del coche eran los misteriosos invitados a la cena.

El Prius redujo cautelosamente la velocidad al entrar en el camino bacheado que atravesaba el prado hasta la zona de hierba apelmazada contigua a la casa que servía de aparcamiento informal. Un segundo antes de que salieran, Gurney lo recordó: George y Peggy Meeker. George, profesor de Entomología retirado, de sesenta y pocos años: una mantis religiosa larguirucha de hombre; y Peggy, una trabajadora social cargada de vitalidad de cincuenta y pocos que había convencido a Madeleine para que aceptara su actual trabajo a tiempo parcial. Cuando Gurney aparcó, los Meeker sacaron del asiento de atrás una fuente y un cuenco cubierto con papel de aluminio.

– ¡Ensalada y postre!-gritó Peggy-. Siento que lleguemos tarde. ¡George perdió las llaves del coche!-Al parecer le resultaba al mismo tiempo exasperante y entretenido.

El hombre levantó la mano en un gesto de saludo, acompañado por una mirada agria a su mujer. Gurney solo logró esbozar una pequeña sonrisa de bienvenida. La forma de comportarse de George y Perry, cómo se trataban, le incomodaba porque se parecía demasiado a lo que ocurría entre sus padres.

Madeleine salió a la puerta, dirigiendo su sonrisa a los Meeker.

– Ensalada y postre-explicó Peggy, entregándole los platos tapados a Madeleine, quien hizo sonidos apreciativos y marcó el camino hacia la gran cocina de la granja-. ¡Me encanta!-exclamó Peggy, mirando a su alrededor con los ojos bien abiertos en una expresión de aprecio, la misma reacción que había tenido en sus dos visitas anteriores, y añadió, como siempre hacía-: Es la casa perfecta para vosotros dos. ¿No crees que encaja perfectamente con sus personalidades, George?

Él asintió en señal de conformidad, mirando las carpetas del caso que había sobre la mesa, inclinando la cabeza para leer las descripciones del contenido abreviadas de las cubiertas.

– Pensaba que estabas retirado-le dijo a Gurney.

– Sí. Es solo un breve trabajo de asesoría.

– Una invitación a una decapitación-dijo Madeleine.

– ¿Qué clase de trabajo de asesoría?-preguntó Peggy con interés real.

– Me han pedido que revise las pruebas de un caso de asesinato y sugiera alternativas para la investigación, si parecen justificadas.

– Suena fascinante-dijo Peggy-. ¿Es un caso que ha salido en las noticias?

Vaciló un momento antes de responder.

– Sí, hace unos meses. Los periódicos sensacionalistas se refirieron a él como el caso de la novia masacrada.

– ¡No! Vaya, ¡es increíble! ¿Estás investigando ese asesinato horrible? La mujer joven que fue asesinada con su vestido de boda. ¿Qué pasó exactamente…?

Madeleine intervino, con un volumen demasiado alto dada la proximidad de sus invitados.

– ¿Qué puedo traeros de beber?

Peggy no apartó la mirada de Gurney.

Madeleine continuó, en voz alta y alegre.

– Tenemos un pinot gris de California, un Barolo italiano y un Finger Lakes no se cuántos con un nombre bonito.

– Barolo para mí-dijo George.

– Quiero oír los detalles de este asesinato-declaró Peggy, que añadió, como si fuera una ocurrencia de última hora-: cualquier vino está bien. Menos el del nombre bonito.

– Yo tomaré Barolo, como George-dijo Gurney.

– ¿Puedes despejar la mesa ahora?-preguntó Madeleine.

– Por supuesto-dijo Gurney. Se volvió y empezó a juntar las muchas pilas de papeles en unas pocas-. Debería haberlo hecho esta mañana antes de mis reuniones en Tambury. Ya no puedo recordar nada.

Madeleine sonrió amenazadoramente, cogió un par de botellas de la despensa y se dispuso a extraer los corchos.

– ¿Entonces…?-dijo Peggy, todavía mirando a Gurney con expectación.

– ¿Cuánto recuerdas de las noticias?-preguntó.

– Una mujer exuberante asesinada con un hacha por un jardinero mexicano loco unos diez minutos después de casarse nada menos que con Scott Ashton.

– O sea, que sabes quién es.

– ¿Saber quién es? Dios, todo el mundo… Espera, deja que lleve eso. En el mundo de las ciencias sociales todos conocen a Scott Ashton, o al menos su reputación, sus libros, sus artículos de periódico. Es el terapeuta más puesto en temas relacionados con los abusos sexuales.

– ¿El más apuesto?-bromeó Madeleine, acercándose con dos copas de vino tinto.

George se carcajeó, un extraño sonido de su cuerpo, que era como un palillo.

Peggy hizo una mueca.

– No he elegido bien las palabras. Debería haber dicho el más famoso. Muchas terapias de vanguardia. Estoy seguro de que Dave puede contarnos un montón de cosas más. -Aceptó la copa que Madeleine le ofreció, dio un sorbito y sonrió-. Buenísimo, gracias.

– Así que mañana es el gran día, ¿eh?-dijo Madeleine.

Peggy pestañeó, confundida por el cambio de tema.

– El gran día-repitió George.

– Un hijo no se va a Harvard todos los días ¿verdad?-dijo Madeleine-. ¿Y no nos has dicho que iba a especializarse en biología?

– Ese es el plan-dijo George, siempre un científico cauto. Ninguno de los dos mostró mucho interés por el tema, quizá porque era el tercero de sus hijos en seguir esa senda y todo lo que se podía decir ya se había dicho.

– ¿Todavía das clases?-Peggy dirigió la pregunta a Gurney.

– ¿Te refieres a la academia?

– Conferenciante invitado, ¿no?

– Sí, lo hago de vez en cuando. Un seminario especial sobre operaciones secretas.

– Da un curso sobre la mentira-dijo Madeleine.

Los Meeker rieron con incomodidad. George apuró su copa de Barolo.

– Enseño a los buenos cómo mentir a los malos para que los malos les digan a los buenos lo que necesitamos saber.

– Esa es una definición-comentó Madeleine.

– ¡Tendrás grandes historias que contar!-dijo Peggy.

– George-dijo Madeleine, colocándose entre Peggy y Gurney-, deja que te llene la copa. -Él se la pasó, y Madeleine retrocedió hacia la isleta de la cocina-. Tiene que ser agradable que tus hijos sigan tus pasos.

– Bueno…, no enteramente mis pasos. Biología, sí, en un sentido general, pero hasta el momento ninguno de ellos ha manifestado el menor interés por la entomología, y mucho menos por mi propia especialidad de aracnología. Por el contrario…

– Eh, si no recuerdo mal-lo interrumpió Peggy-, ¿vosotros tenéis un hijo?

– David tiene un hijo-dijo Madeleine, volviendo a la isleta y sirviéndose un pinot grigio.

– Ah, sí. Tengo el nombre en la punta de la lengua, algo con L…, ¿o era con K?

– Kyle-dijo Gurney, como si fuera una palabra que rara vez pronunciaba.

– Está en Wall Street, ¿no?

– Estaba en Wall Street; ahora está en la Facultad de Derecho.

– ¿Una víctima del estallido de la burbuja?-preguntó George.

– Más o menos.

– Un desastre clásico-entonó George desde la atalaya del intelectual-. Un castillo de naipes. Hipotecas de un millón de dólares repartidas como caramelos a niños de tres años. Millonarios y peces gordos saltando desde las torres de las altas finanzas. Grandes banqueros que cavan sus propias tumbas. Lo único malo es que nuestro Gobierno en su infinita sabiduría decidió resucitar a los cabrones idiotas, devolverles la vida con el dinero de nuestros impuestos. Debería haber dejado que la escoria de la Tierra de los directores generales se pudriera en el Infierno.

– ¡Bravo, George!-dijo Madeleine levantando la copa.

Peggy lo fulminó con una mirada gélida.

– Estoy segura de que no incluye a tu hijo entre los malvados.

Madeleine sonrió a George.

– ¿Estabas diciendo algo sobre las carreras de tus hijos en el campo de la biología?

– Ah, sí. Bueno, en realidad no. Estaba a punto de decir que el mayor no solo no está interesado en la aracnología, sino que afirma que sufre aracnofobia-dijo como si fuera el equivalente a la fobia a la tarta de manzanas-. Y eso no es todo, ni siquiera…

– Por el amor de Dios, no pongas a George a hablar de arañas-intervino Peggy, interrumpiéndolo por segunda vez-. Me doy cuenta de que son las criaturas más fascinantes de la Tierra, con beneficios sin fin, y etcétera, etcétera, pero ahora mismo preferiría oír algo más del caso de asesinato de Dave que de la araña peruana.

– Yo votaría por la araña peruana. Pero supongo que puede esperar-dijo Madeleine, que tomó un largo trago de vino-. ¿Por qué no os sentáis todos junto a la chimenea y acabáis el tema de las decapitaciones mientras doy los últimos toques a la cena? Solo serán unos minutos.

– ¿Puedo ayudar?-preguntó Peggy. Parecía que estaba tratando de sopesar el tono de Madeleine.

– No, todo está listo. Gracias de todos modos.

– ¿Estás segura?

– Sí.

Después de otra mirada inquisitiva, se retiró con los dos hombres hacia las tres sillas acolchadas del otro extremo de la sala.

– Muy bien-le dijo a Gurney en cuanto se acomodaron-, cuéntanos la historia.

Cuando Madeleine los llamó a la mesa para cenar, eran casi las seis y Gurney había relatado una historia razonablemente completa del caso hasta la fecha, incluidos sus giros y cabos sueltos. Su narración había sido dramática sin ser sangrienta; había insinuado posibles enredos sexuales sin asegurar que eran la esencia del caso, y había sido tan coherente como le permitían los hechos. Los Meeker habían escuchado con atención y sin decir nada.

Ya en la mesa-a medio camino de la ensalada de espinacas, nueces y queso Stilton-empezaron a llegar los comentarios y las preguntas, sobre todo por parte de Peggy.

– Así que si Flores fuera homosexual, el motivo de matar a la novia serían los celos. Pero el método suena psicótico. ¿Es creíble que uno de los psiquiatras más destacados del mundo no se haya fijado en que el hombre que vivía en su propiedad era un loco de remate capaz de cortarle la cabeza a alguien?

– Y si Flores no era homosexual-dijo Gurney-, ese motivo desaparecería, pero todavía tendríamos que tratar con la parte del «loco de remate» y el problema de que Ashton no se diera cuenta de ello.

Peggy se inclinó hacia delante en su silla, haciendo un gesto con el tenedor.

– Por supuesto, que no fuera homosexual encaja con que estuviera teniendo una aventura con la mujer de Muller, y que huyeran juntos, pero deja el hecho de que estuviera «loco de remate» como única explicación del asesinato de la novia.

– Además-dijo Gurney-, tenemos a Scott Ashton y a Kiki Muller sin darse cuenta de que Flores está chiflado. Y hay otro problema: ¿qué mujer iba a huir voluntariamente con un hombre que acaba de cortarle la cabeza a otra mujer?

Peggy se estremeció al pensarlo.

– No me lo imagino.

Madeleine habló con un suspiro de aburrimiento.

– No pareció molestarles a las mujeres de Enrique VIII.

Hubo un silencio momentáneo, roto por otro suspiro de George.

– Supongo que podría haber una diferencia-aventuró Peggy-entre el rey de Inglaterra y un jardinero mexicano.

Madeleine estudió una de las nueces de su ensalada y no contestó.

George intervino en la pausa de la conversación.

– ¿Qué hay del tipo con los trenes eléctricos, el Adeste fideles y demás? Supongamos que los mató a todos.

Peggy puso mala cara.

– ¿De qué estás hablando, George? ¿Quiénes son todos?

– Es una posibilidad, ¿no? Supongamos que su mujer es un poco zorra y se acostaba con el mexicano. Y quizá la novia era un poco zorra y también se había acostado con el mexicano. Quizás el señor Muller decidió matarlos a todos, deshacerse de la basura: dos zorras y su Romeo barato.

– ¡Dios mío, George!-gritó Peggy-. Parece como si te resultara bien lo que les ocurrió a las víctimas.

– Todas las víctimas no son necesariamente inocentes.

– George…

– ¿Por qué dejó el machete en el bosque?-intervino Madeleine.

Después de una pausa durante la cual todos la miraron, Gurney preguntó:

– ¿Es la pista lo que te preocupa? La senda de olor que va hasta un punto y luego se detiene.

– Me molesta que dejaran el machete en el bosque sin razón aparente. No tiene sentido.

– En realidad-dijo Gurney-, es una gran cuestión. Examinémosla más de cerca.

– Mejor que no. -La voz de Madeleine era controlada, pero iba subiendo de volumen-. Siento haberlo mencionado. De hecho, toda esta discusión me está revolviendo el estómago. ¿Podemos hablar de otra cosa?-Se hizo un silencio en torno a la mesa-. George, háblanos de tu araña favorita. Apuesto a que tienes una favorita.

– Oh…, no podría decirlo. -Parecía un poco desorientado, ausente.

– Vamos, George.

– Ya has oído que me han advertido de que no toque ese tema.

Peggy miró a Madeleine con nerviosismo.

– Adelante, George. No pasa nada.

Ahora todos lo estaban mirando. La atención parecía complacerle. Era fácil imaginar al hombre detrás de un atril: el profesor Meeker, respetado entomólogo, fuente de sabiduría y anécdotas pertinentes.

«Ten cuidado, Gurney, cualquier juicio de él puede aplicarse a ti. ¿Qué estás haciendo en la Academia de Policía, si no?»

George levantó la barbilla con orgullo.

– Las saltarinas-dijo.

Los ojos de Madeleine se ensancharon.

– ¿Arañas que saltan?

– Sí.

– ¿De verdad saltan?

– Sí, de verdad. Pueden saltar cincuenta veces la longitud de su cuerpo. Es como si un hombre de un metro ochenta saltara la longitud de un campo de fútbol y lo sorprendente es que prácticamente no tienen músculos en las piernas. Así que, podríais preguntar, ¿cómo logran hacer un salto tan prodigioso? ¡Con bombas hidráulicas! Las válvulas de sus patas sueltan chorros de sangre a presión, haciendo que las patas se extiendan y las propulsen en el aire. Imaginad un depredador letal que cae sin previo aviso sobre su presa. No hay esperanza de huida. -Los ojos de Meeker destellaron. De manera no muy distinta a la de un padre orgulloso.

La idea del padre intranquilizó a Gurney.

– Y luego, por supuesto-continuó Meeker con excitación-, está la viuda negra, una máquina de matar verdaderamente elegante. Una criatura letal para adversarios mil veces más grandes que ella.

– Una criatura-dijo Peggy, cobrando vida-que encaja con la definición de perfección de Scott Ashton.

Madeleine le dedicó una mirada de asombro.

– Me estoy refiriendo al infame libro de Scott Ashton que trata de la empatía (la preocupación por el bienestar y los sentimientos de los demás) como un defecto, como una imperfección en el sistema de límites humano. La viuda negra, con su repugnante costumbre de matar y comerse a su compañero después del apareamiento, sería probablemente su idea de perfección. La perfección del sociópata.

– Pero como escribió un segundo libro en el que atacaba su primer libro-dijo Gurney-, es difícil saber qué piensa en realidad de los sociópatas o de las arañas negras, o de cualquier otra cosa, para el caso.

La mirada socarrona de Madeleine a Peggy se agudizó.

– ¿Este es el hombre del que dijiste que es una gran autoridad en el tratamiento de víctimas de abuso sexual?

– Sí, pero… no exactamente. No trata a las víctimas. Trata a los abusadores.

La expresión de Madeleine cambió, como si aquello le pareciera más que revelador.

En el caso de Gurney lo único que provocó fue que lo sumara a la lista de preguntas que quería plantearle a Ashton por la mañana. Y eso le recordó otra cuestión abierta que quería plantear a sus invitados:

– ¿El nombre de Edward Vallory significa algo para alguno de vosotros?

A las 22.45, justo cuando Gurney se había adormilado, su teléfono móvil sonó en la mesilla de noche de Madeleine. Lo oyó sonar, oyó que ella contestaba, y después que decía:

– Veré si está despierto.

Su mujer le dio unos golpecitos en el brazo y le tendió el teléfono hasta que él se incorporó y lo cogió.

Era la suave voz de barítono de Ashton, ligeramente tensa por la ansiedad.

– Perdone que le moleste, pero esto podría ser importante. He recibido un mensaje de texto hace un rato. El identificador indica que viene del teléfono de Héctor. Creo que es, palabra por palabra, el mismo mensaje que recibió Jillian el día de nuestra boda: «Por todas las razones que he escrito. Edward Vallory». He llamado a la oficina del DIC y lo he denunciado y quería que usted también lo supiera. -Hizo una pausa, se aclaró la garganta con nerviosismo-. ¿Cree que significa que Héctor podría volver?

Gurney no era un hombre que se regocijara en la mística de la coincidencia. En este caso, no obstante, que alguien mencionara ese nombre tan poco tiempo después de sacarlo a relucir él mismo le provocó un desagradable escalofrío.

Tardó más de una hora en volver a dormirse.

23

Influencia

– Solo dos semanas-dijo Gurney al llevar su café a la mesa del desayuno.

– Hum.

Madeleine era muy expresiva con sus pequeños sonidos. Este mostraba que comprendía lo que estaba diciendo, pero que no tenía ningún deseo de discutir el tema en ese momento. A la luz de la primera hora de la mañana, ella se las arreglaba para leer Crimen y castigo para una inminente reunión de su club de lectura.

– Solo dos semanas. No voy a dedicarle más.

– ¿Es lo que has decidido?-preguntó Madeleine sin levantar la cabeza.

– No sé por qué ha de ser un problema tan enorme.

Madeleine cerró parcialmente el libro, dejando el dedo entre las páginas que estaba leyendo. Ladeó la cabeza y lo miró.

– ¿Cómo de enorme crees tú que es el problema?

– Joder, no sé leer la mente. Olvídalo, bórralo, ha sido un comentario estúpido. Lo que estoy diciendo es que estoy limitando mi implicación en este asunto de Perry a un margen de dos semanas. No importa lo que ocurra, de ahí no paso. -Dejó la taza de café en la mesa, se sentó enfrente de ella-. Mira, quizá no tenga mucho sentido lo que digo. Pero entiendo tu preocupación. Sé lo que pasaste el año pasado.

– ¿Sí?

Dave cerró los ojos.

– Creo que sí. De verdad. Y no volverá a ocurrir.

El hecho era que casi lo habían matado al final de la última investigación con la que había colaborado voluntariamente. Un año después de su jubilación, había estado más cerca de la muerte que en más de veinte años como detective de Homicidios del Departamento de Policía de Nueva York. Quizás era lo que había impactado más a Madeleine, no solo el peligro, sino el hecho de que este se había incrementado en el mismo momento de sus vidas en que ella imaginaba que desaparecería.

Se hizo un largo silencio entre ellos.

Finalmente, Madeleine suspiró, retiró el dedo que estaba usando como punto de libro y apartó la novela.

– Mira, Dave, lo que quiero no es tan complicado. O quizá sí. Pensaba que, cuando dejáramos atrás nuestras carreras, descubriríamos una clase de vida en común diferente.

Él sonrió débilmente.

– Todos esos malditos espárragos son algo muy diferente.

– Y tu excavadora es diferente. Y mi jardín de flores es diferente. Pero parece que tenemos problemas con la parte de la «vida en común».

– ¿No crees que ahora estamos más tiempo juntos que cuando vivíamos en la ciudad?

– Creo que estamos en la misma casa más tiempo los dos a la vez. Pero ahora es obvio que yo estaba más dispuesta que tú a dejar atrás nuestra vida anterior. Así que ese fue mi error, pensar que estábamos en la misma longitud de onda. Mi error-repitió ella, hablando suavemente con rabia y tristeza en los ojos.

Dave se recostó en la silla, mirando al techo.

– Un terapeuta me dijo una vez que una expectativa no es nada más que el embrión de un resentimiento.

En cuando lo dijo, lamentó haberlo hecho. Pensó que si hubiera sido tan torpe en su trabajo como lo era hablando con su propia esposa, lo habrían cortado y troceado una década antes.

– ¿Solo el embrión de un resentimiento? Muy bonito-saltó Madeleine-. Muy bien. ¿Y qué hay de la esperanza? ¿Decía algo que fuera a la par ingenioso y desdeñoso para hablar de la esperanza?-La rabia se estaba desplazando desde sus ojos a su voz-. ¿Qué hay del progreso? ¿Tenía algo que decir sobre el progreso? ¿O la intimidad? ¿Qué decía sobre eso?

– Lo siento-dijo Gurney-. Solo ha sido otro comentario estúpido por mi parte. Parece que tengo un montón. Deja que empiece otra vez. Lo único que quería decir es que…

Ella lo interrumpió.

– ¿Que has decidido comprometerte con «tu deber» durante dos semanas, que vas a trabajar para una mujer loca que busca a un asesino psicótico?-Madeleine lo miró, aparentemente retándolo a tratar de reevaluar la proposición en términos más suaves-. Vale, David. Está bien. Dos semanas. ¿Qué puedo decir? Lo vas a hacer de todas formas. Y por cierto, sé que lo que haces requiere mucha fuerza, gran coraje, gran honestidad y una mente soberbia. De verdad sé que eres un hombre muy especial. De verdad, eres uno entre un millón. Te respeto mucho, David. Pero ¿sabes qué? Me gustaría respetarte menos y estar un poco más contigo. ¿Crees que sería posible? Es lo único que quiero saber. ¿Crees que podríamos estar un poco más cerca?

La mente de Dave casi se puso en blanco.

Luego murmuró en voz baja:

– Dios mío, Maddie, eso espero.

Empezó a llover en el camino a Tambury. Una lluvia de las de limpiaparabrisas en posición intermitente, más bien una llovizna ligera. Gurney paró en Dillweed para comprar una segunda taza de café, no en una gasolinera, sino en el mercado de productos ecológicos Abelard’s, donde el café estaba recién molido y hecho, y muy bueno.

Se sentó con un café en su coche aparcado delante del mercado, hojeando las notas del caso y encontrando la página que quería: un informe suministrado por la compañía de teléfonos con las fechas y las horas de intercambios de mensajes de texto entre los móviles de Jillian Perry y Héctor Flores durante las tres semanas anteriores al homicidio: trece de Flores a Perry, doce de Perry a Flores. En un documento separado, grapado al informe, el laboratorio informático de la Policía del estado señalaba que todos los mensajes del teléfono de Jillian Perry habían sido borrados, con la excepción del mensaje final de «Edward Vallory», recibido aproximadamente una hora antes del margen de los catorce minutos en el cual se cometió el asesinato. El informe también señalaba que la compañía telefónica conservaba fecha, duración, número de origen y recepción, así como la torre de transmisión de datos en todas las llamadas de móviles, pero no datos de contenido. Así que una vez que todos esos mensajes habían sido borrados del teléfono de Jillian, no había forma de recuperarlos, a menos que Héctor hubiera guardado las cadenas de mensajes en su teléfono y se tuviera acceso a su memoria en el futuro; posibilidades sobre las que no cabía ser optimista.

Gurney volvió a poner las hojas en la carpeta, se terminó el café y, en esa mañana gris y lluviosa, reemprendió la marcha a su cita de las ocho y media con Scott Ashton.

La puerta se abrió antes de que Gurney tuviera ocasión de llamar. Ashton otra vez iba vestido con ropa informal muy cara, de la clase que podría esperarse en un catálogo con una casa de piedra de Cotswold en portada.

– Entre, vamos al grano-dijo con una sonrisa superficial-. No tenemos mucho tiempo.

Condujo a Gurney a través de un gran vestíbulo central a una sala de estar situada a la derecha que parecía haber sido amueblada un siglo antes. Las sillas tapizadas y los sofás eran casi todos de estilo reina Ana. Las mesas, la repisa de la chimenea, las patas de las sillas y otras superficies tenían una pátina antigua y suavemente lustrosa.

Entre las notas elegantes que cabía encontrar en una casa de campo de estilo de la clase alta inglesa había algo fuera de lugar por completo. En la pared de encima de la repisa de castaño oscuro colgaba una fotografía muy grande enmarcada. Era una imagen apaisada y del tamaño aproximado de una doble página en el dominical del Times.

Entonces Gurney se dio cuenta de por qué se le había ocurrido enseguida esa particular comparación de tamaño. Ya había visto esa fotografía en esa misma publicación. Encajaba en el género de anuncios caros en los cuales las modelos se miran entre sí o al mundo en general con una sensualidad arrogante y drogada. No obstante, incluso entre los anuncios de ese estilo, este sorprendía, pues tenía algo que era más que retorcido. Aparecían dos mujeres muy jóvenes, seguramente de menos de veinte años, tendidas en lo que parecía ser un suelo de dormitorio, cada una mirando el cuerpo de la otra con una combinación de cansancio e insaciable apetito sexual. Estaban desnudas salvo por un par de pañuelos de seda hábilmente colocados, se suponía que producto de la firma de moda que se anunciaba.

Cuando Gurney miró con más atención, vio que era una fotografía manipulada; de hecho, eran dos fotografías en las que la misma modelo posaba de manera diferente y que estaban retocadas para dar la impresión de que se miraban la una a la otra, lo que añadía una dimensión de narcisismo a la ya amplia patología de la escena. Era, en cierto modo, una obra de arte impresionante, una descripción de pura decadencia merecedora de ilustrar el infierno que retrató Dante. Gurney se volvió hacia Ashton, con curiosidad evidente en su expresión.

– Jillian-dijo Ashton con voz plana-. Mi difunta esposa.

Gurney se quedó sin habla.

La imagen planteaba tantas preguntas que no sabía por dónde empezar.

Tenía la sensación de que Ashton no solo lo estaba observando, sino que disfrutaba de su confusión. Y aquello planteaba más preguntas. Finalmente, Gurney pensó en algo que decir, algo que había olvidado por completo durante su primera reunión.

– Siento mucho su trágica pérdida. Y lamento no habérselo dicho ayer.

Una pesada nube de depresión y cansancio ensombreció los rasgos de Ashton.

– Gracias.

– Me sorprende que haya sido capaz de quedarse en esta casa; viendo esa cabaña allí atrás días tras día, sabiendo lo que ocurrió allí.

– Será demolida-dijo Ashton, casi con brutalidad-. Derruida, aplastada, quemada. En cuanto la Policía dé su permiso. Todavía tienen cierta jurisdicción sobre ella, como escena del crimen. Pero ese día llegará y, entonces, echaré la cabaña abajo.

En su rostro, una ola de aterradora determinación había reemplazado al cansancio.

Ashton respiró hondo y la muestra de emoción intensa se desvaneció poco a poco. Sonrió de manera adusta.

– Bueno, ¿por dónde empezamos?

Hizo un gesto hacia un par de sillones orejeros de terciopelo color borgoña entre los que se situaba una mesita cuadrada. El sobre de la mesa consistía en un tablero de taracea labrado a mano, pero no había piezas de ajedrez a la vista.

Gurney decidió lanzarse de cabeza a la cuestión más obvia: la foto de sensacional mal gusto de Jillian.

– Nunca habría adivinado que la chica de esa foto de la pared era la novia que vi en el vídeo.

– El ondulante vestido blanco, el maquillaje recatado, etcétera. -Ashton parecía casi divertido.

– Nada de eso parece encajar con esto-dijo Gurney, mirando la foto.

– ¿Tendría más sentido si supiera que su vestido de novia tradicional era la idea de Jillian de una broma?

– ¿Una broma?

– Esto puede parecerle crudo y sin sentimientos, detective, pero no tenemos mucho tiempo, así que deje que le hable deprisa de Jillian. Algunas cosas puede que las haya oído de su madre y otras no. Jillian era irritable, temperamental, inconstante, centrada en sí misma, intolerante, impaciente y voluble.

– Menudo perfil.

– Ese era su lado más brillante, la relativamente inofensiva Jillian, consentida y bipolar. Su lado más oscuro era algo distinto. -Ashton hizo una pausa, miró la imagen de la pared como para calibrar la precisión de sus palabras.

Gurney aguardó, se preguntó adónde iría a parar ese comentario extraordinario.

– Jillian…-empezó Ashton, todavía mirando la foto, hablando ahora con voz más suave y lenta-. Jillian fue en su infancia una depredadora sexual que abusaba de otros niños. Ese era el síntoma principal de la patología central que la llevó a Mapleshade a los trece años. Sus problemas afectivos y de conducta más obvios eran ondas en la superficie.

Se humedeció los labios con la punta de la lengua, luego se frotó con el pulgar y el índice como para secárselos otra vez. Su vista pasó de la foto a la cara de Gurney.

– Bueno, ahora quiere hacer preguntas ¿o prefiere que las formule por usted?

Gurney estaba satisfecho dejando que Ashton siguiera hablando. Lo alentó.

– ¿Cuál cree que sería mi primera pregunta?

– ¿Si no tuviera una docena de ellas dándole vueltas en la cabeza? Creo que su primera pregunta, al menos para sí mismo, sería: ¿Ashton está loco? Porque, si es así, eso explicaría muchas cosas. Pero, si no, entonces su segunda pregunta sería: ¿por qué demonios iba a querer casarse con una mujer con un historial tan conflictivo? Para la primera pregunta, no tengo respuesta creíble. Ningún hombre es garante fiable de su propia cordura. A la segunda pregunta, le diría que está sesgada injustamente, porque Jillian tenía otra cualidad que he olvidado mencionar: brillantez. Era brillante hasta el extremo. Tenía la mente más rápida, más ágil que haya encontrado nunca. Soy un hombre excepcionalmente inteligente, detective. No estoy siendo inmodesto, solo sincero. ¿Ha visto el tablero de ajedrez construido en esta mesa? No hay piezas. Juego sin ellas. Me resulta un estimulante desafío mental jugar al ajedrez en mi mente, imaginando y recordando las posiciones de las piezas. En ocasiones juego contra mí mismo, visualizando el tablero del lado blanco y del lado negro, adelante y atrás. A la mayoría de la gente esta habilidad le impresiona. Pero créame cuando le digo que la mente de Jillian era más formidable que la mía. Esa clase de inteligencia en una mujer me resulta muy atractiva, atractiva tanto en el sentido de compañerismo como en el erótico.

Cuanto más oía Gurney, más preguntas se le ocurrían.

– He oído que los abusadores son con frecuencia también víctimas de abusos sexuales. ¿Es cierto?

– Sí.

– ¿Cierto en el caso de Jillian?

– Sí.

– ¿Quién abusó de ella?

– No fue solo una persona.

– ¿Quiénes fueron, entonces?

– Según un recuento no verificado, fueron los amigos adictos al crac de Val Perry y el abuso ocurrió repetidamente cuando ella tenía entre tres y siete años.

– Dios. ¿Hay registros de intervención legal, expedientes de servicios sociales?

– Nada de eso se denunció en su momento.

– Pero ¿todo salió a la luz cuando finalmente la enviaron a Mapleshade? ¿Qué hay del registro del tratamiento que le dieron, afirmaciones que ella hizo a sus terapeutas?

– No hay nada. Debería explicarle algo sobre Mapleshade. Para empezar, es una escuela, no un centro médico. Una escuela privada para jóvenes con problemas especiales. Desde hace unos años he admitido un porcentaje creciente de estudiantes cuyos problemas se centran en cuestiones sexuales, en especial en el abuso.

– Me han dicho que trata a los abusadores, más que a los que han sufrido los abusos.

– Sí, aunque lo de «tratar» no es la palabra correcta, porque no se trata, como he dicho, de un centro médico. Y la línea entre abusador y el que ha sufrido los abusos, el abusado, no es siempre tan clara como podría pensar. Lo que quiero destacar es que Mapleshade es eficaz porque es discreto. No aceptamos derivaciones judiciales ni de servicios sociales ni de seguros médicos ni ayuda estatal, no proporcionamos ningún diagnóstico médico o psiquiátrico, y (esto es de suma importancia) no guardamos historiales de pacientes.

– Sin embargo, la escuela, aparentemente, tiene fama de ofrecer tratamientos de vanguardia, o como quiera llamarlo, dirigidos por el afamado doctor Scott Ashton. -La voz de Gurney adoptó un tono más cortante, al cual Ashton no mostró reacción.

– Estos trastornos llevan añadido un estigma mayor que ningún otro. Saber que todo aquí es absolutamente confidencial, que no hay expedientes de casos o formularios de aseguradoras o notas de terapia que puedan ser sustraídas o requeridas por un juez, es una ventaja inestimable para nuestra clientela. Desde un punto de vista legal solo somos una escuela de secundaria privada con un personal bien preparado que está disponible para mantener charlas informales sobre diversas cuestiones delicadas.

Gurney se recostó en el sillón, dándole vueltas a la inusual estructura de Mapleshade y a lo que aquello implicaba. Quizá percibiendo su inquietud, Ashton añadió:

– Tenga en cuenta esto: la sensación de seguridad que nuestro sistema ofrece permite que nuestros estudiantes y sus familias nos cuenten cosas que nunca soñarían con divulgar si la información fuera a ir a parar a un expediente. No hay fuente de culpa, vergüenza y miedo más profunda que los trastornos con los que tratamos aquí.

– ¿Por qué no le reveló el horrendo historial de Jillian al equipo de investigación?

– No había razón para hacerlo.

– ¿No había razón?

– A mi mujer la mató mi jardinero psicótico, que luego escapó. La obligación de la Policía es localizarlo. ¿Qué debería haber dicho? Oh, por cierto, cuando mi mujer tenía tres años, fue violada por los amigos enloquecidos de su madre adictos al crac. ¿Cómo ayudaría eso a detener a Héctor Flores?

– ¿Qué edad tenía cuando hizo la transición de víctima a abusadora?

– Cinco.

– ¿Cinco?

– Esta área de disfunción siempre asombra a la gente de fuera del campo. La conducta es muy inconsistente con lo que nos gusta considerar la inocencia de la infancia. Desafortunadamente, los abusadores de cinco años de niños aún más pequeños no son tan raros como podría pensar.

– Madre mía. -Gurney miró con creciente preocupación la foto de la pared-. ¿Quiénes fueron sus víctimas?

– No lo sé.

– ¿Val Perry sabe todo esto?

– Sí. Todavía no está preparada para hablar de ello con detalle, en caso de que se esté preguntando por qué no se lo contó. Pero por eso acudió a usted.

– No le sigo.

Ashton respiró hondo.

– Val actúa impulsada por la culpa. Para resumir una historia que es muy complicada, a los veintitantos años ella estaba metida en el mundo de la droga y no era una gran madre. Se rodeó de adictos aún más desquiciados que ella, lo cual llevó a la situación de abuso que he descrito, que a su vez llevó a Jillian a cometer agresiones sexuales y a sufrir otros trastornos de conducta con los que Val no podía tratar. La culpa la desgarraba; es un cliché manido pero preciso. Se sentía responsable por todos los problemas en la vida de su hija y ahora se siente culpable por su muerte. Está frustrada por la investigación policial oficial: sin pistas, sin progresos, sin cierre. Creo que acudió a usted en un intento final de hacer algo bien por Jillian. Ciertamente, demasiado poco y demasiado tarde, pero es lo único que se le ocurrió. Uno de los agentes del DIC le habló de usted, de su reputación como detective de Homicidios en la ciudad; ella leyó algunos artículos en la revista New York y decidió que representaba su mejor y última oportunidad para enmendar el haber sido una madre terrible. Es patético, pero ahí está.

– ¿Cómo sabe todo esto?

– Después del asesinato de Jillian, Val estuvo al borde de una crisis nerviosa y todavía lo está. Hablar de estas cosas era una forma de mantener la cordura.

– ¿Y usted?

– ¿Yo?

– ¿Cómo ha mantenido la cordura?

– ¿Es eso curiosidad o sarcasmo?

– Su relato del suceso más horrible de su vida, y cómo habla de la gente implicada en ello, parece desapegada. No sé cómo interpretarlo.

– ¿No? Cuesta de creer.

– ¿Y eso qué significa?

– Tengo la impresión, detective, de que respondería del mismo modo a la muerte de alguien cercano a usted. -Miró a Gurney con la neutralidad del terapeuta clásico-. Sugiero el paralelismo como una forma de ayudarle a comprender mi posición. Se está preguntando: «¿Está ocultando su emoción por la muerte de su mujer o no tiene ninguna emoción que ocultar?». Antes de que le dé la respuesta, piense en lo que vio en el vídeo.

– ¿Se refiere a su reacción a lo que vio en la cabaña?

La voz de Ashton se endureció y habló con una rigidez que parecía vibrar con el poder de una furia apenas contenida.

– Creo que parte de la motivación de Héctor era infligirme dolor. Lo consiguió. Mi dolor está registrado en ese vídeo. Es un hecho que no puedo cambiar. No obstante, tomé la resolución de no volver a mostrar nunca ese dolor. A nadie. Nunca.

Los ojos de Gurney descansaron en la delicada taracea del tablero de ajedrez.

– ¿No tiene ninguna duda sobre la identidad del asesino?

Ashton pestañeó, dando la impresión de que tenía problemas para entender la pregunta.

– ¿Perdón?

– ¿No tiene ninguna duda de que Héctor Flores fue la persona que mató a su mujer?

– Ninguna duda. He pensado en la insinuación que hizo ayer de que Carl Muller podría estar involucrado pero, la verdad, no lo veo.

– ¿Es posible que Héctor fuera homosexual y que el motivo del crimen…?

– Eso es absurdo.

– Es una teoría que la Policía estaba considerando.

– Sé algunas cosas sobre sexualidad. Confíe en mí. Héctor no era gay. -Miró deliberadamente su reloj.

Gurney se recostó en la silla; esperó a que Ashton estableciera contacto visual con él.

– Hace falta ser una persona especial para dedicarse al campo al que se dedica.

– ¿Y eso qué significa?

– Tiene que ser deprimente. He oído que los agresores sexuales son casi imposibles de curar.

Ashton se recostó como Gurney, le sostuvo la mirada y apoyó los dedos bajo la barbilla.

– Es una generalización de los medios. Mitad verdad, mitad absurdo.

– Aun así, tiene que ser un trabajo difícil.

– ¿Qué clase de dificultad está imaginando?

– Toda la tensión… Hay mucho en juego. Las consecuencias del fracaso.

– Como el trabajo policial. Como la vida en general. -Ashton miró otra vez su reloj.

– Así pues, ¿cuál es el pegamento? -preguntó Gurney.

– ¿El pegamento?

– Lo que lo vincula al campo del abuso sexual.

– ¿Esto es relevante para encontrar a Flores?

– Podría serlo.

Ashton cerró los ojos y osciló la cabeza de manera que los dedos que tenía bajo la barbilla adoptaron una posición de plegaria.

– Tiene razón respecto a que hay mucho en juego. La energía sexual en general tiene un poder tremendo, no hay nada que tenga tanto poder para concentrar la atención en uno mismo, para convertirse en la única realidad, para torcer el juicio, para eliminar el dolor y la percepción del riesgo. El poder de hacer que todas las demás decisiones sean irrelevantes. No hay fuerza en la Tierra que se acerque a la energía sexual en su poder de cegar e impulsar al individuo. Cuando esta energía interior de una persona se concentra en un objeto inapropiado (sobre todo, en otra persona con fuerza y conocimiento inferiores), el potencial de daño es verdaderamente infinito. Porque en la intensidad de su poder y excitación primitiva, la capacidad de retorcer la realidad de la conducta sexual inapropiada puede ser tan contagiosa como la mordedura de un vampiro. En la persecución del poder mágico del abusador, el abusado puede convertirse a su vez en abusador. Hay raíces evolutivas, neurológicas y psicológicas en la fuerza abrumadora del impulso sexual. Se pueden analizar, describir y representar gráficamente sus desviaciones en canales destructivos. Pero alterar esas desviaciones es algo muy distinto. Comprender la génesis de un maremoto es una cosa; cambiar su dirección es otra. -Abrió los ojos y bajó las manos.

– ¿Es ese reto lo que le atrae?

– Es la influencia.

– ¿Se refiere a la capacidad de cambiar algo?

– ¡Sí! -Algún reostato interno encendió la luz en los ojos de Ashton-. La capacidad de intervenir en lo que de otro modo sería una cadena sin fin de dolor que se extiende desde el abusador hasta cualquier persona que toque, y de estos a otros, y a futuras generaciones. Esto no es como extirpar un tumor que podría salvar una vida. El índice de éxito en el campo es debatible, pero incluso un solo éxito podría impedir la destrucción de cientos de vidas.

Gurney sonrió, parecía impresionado.

– ¿Así que esa es la misión de Mapleshade?

Ashton percibió su sonrisa.

– Exacto. -Otra mirada a su reloj-. Y ahora tengo que irme. Puede quedarse si lo desea, eche un vistazo al terreno, mire la cabaña. La llave está debajo de la roca negra, a la derecha del umbral. Si quiere ver el lugar donde se encontró el machete, vaya hasta la ventana de la parte de atrás de la cabaña. Desde allí camine recto unos cien metros hacia el bosque y encontrará una estaca alta en el suelo. Hubo originalmente una cinta amarilla atada en la parte de arriba, pero podría haber desaparecido. Buena suerte, detective.

Acompañó a Gurney a la puerta, lo dejó en el sendero pavimentado de ladrillo y salió conduciendo un Jaguar clásico, tan evocadoramente inglés como el aroma a manzanilla en el aire húmedo.

24

Una araña paciente

Gurney sentía una necesidad imperiosa de clasificar y revisar, de coger la masa de datos y posibilidades que se agolpaban en su mente y ordenarla de manera manejable. Aunque la llovizna había cesado por fin, fuera de la casa de Ashton no había un sitio lo bastante seco para sentarse, así que regresó a su coche. Sacó el bloc de espiral con sus notas sobre Calvin Harlen, pasó a una página nueva, cerró los ojos y empezó a reproducir la grabación mental de su reunión con Ashton.

Este proceso disciplinado enseguida le pareció inútil. Por más que trataba de repasar los detalles en un orden cronológico, de sopesarlos, de hacerlos encajar como piezas de un puzle con piezas similares, un hecho de enormes proporciones seguía abriéndose paso a codazos por delante de todos los demás: Jillian Perry había abusado sexualmente de otros niños. No era algo fuera de lo común que una víctima de abusos, o un miembro de la familia de la víctima, buscara venganza. No era inédito que esa venganza adoptara forma de asesinato.

El impacto de esta posibilidad ocupó su mente. Encajaba como ningún otro aspecto del caso lo había hecho hasta entonces. Por fin había un motivo que tenía sentido, que no conllevaba una inmediata oleada de dudas, que no creaba más problemas de los que resolvía. Y ello ocasionaba ciertas implicaciones. Por ejemplo: las preguntas clave sobre Héctor Flores podrían no ser dónde y cómo desapareció, sino de dónde vino y por qué. Había que mover el foco de lo que pudiera haber ocurrido en Tambury para llevar a Flores a cometer un asesinato, a lo que podría haber ocurrido en el pasado que lo llevó a él hasta aquel lugar.

Se sentía demasiado inquieto como para quedarse sentado. Salió del coche, miró alrededor de la casa, el garaje con tejado de pizarra, la pérgola que conducía al jardín de atrás. ¿Fue esa la primera visión que tuvo Héctor Flores de la enorme propiedad tres años y medio antes? ¿O había estado vigilándola durante cierto tiempo, observando a Ashton ir y venir? Cuando llamó a la puerta por primera vez, ¿a cuánta distancia veía sus planes? ¿Jillian había sido su objetivo desde el principio? ¿Ashton, el director de la escuela a la que ella había asistido, era una ruta hacia ella? ¿O sus planes eran más generales, quizás un asalto violento sobre una o más agresoras que Mapleshade había acogido? O para el caso, ¿podía ser que el objetivo original fuera el propio Ashton, el protector, el doctor que ayudaba a las abusadoras? ¿El asesinato de Jillian podría haber matado dos pájaros de un tiro: su muerte y el dolor de Ashton?

Fueran cuales fuesen los detalles, las preguntas eran las mismas: ¿quién era Héctor Flores en realidad? ¿Qué espantosa transgresión había llevado a un asesino tan decidido a la casa de Ashton? Un asesino con tal capacidad de engaño y previsión que había conseguido una invitación para vivir en una cabaña situada en el jardín trasero de la que sería su víctima. Una telaraña en la que había aguardado el momento ideal.

Héctor Flores. Una araña paciente.

Gurney fue a la cabaña y abrió la puerta.

El interior tenía el aspecto desnudo de un apartamento de alquiler. Sin muebles, sin posesiones, sin nada más que un tenue olor de detergente o desinfectante. Suponía que habían limpiado poco después del horror del día de la boda y que la cabaña no había vuelto a usarse desde entonces. El diseño de planta era el más simple: una gran sala para todo situada delante y dos estancias más pequeñas detrás: un dormitorio y una cocina; también había un pequeño cuarto de baño con aseo entre ellos. Gurney se quedó de pie en medio de la sala y dejó que su mirada viajara lentamente por el suelo, las paredes, el techo. Su cerebro no estaba preparado para aceptar que un lugar pudiera tener un aura, pero cada escena de homicidio que había visitado a lo largo de los años lo afectaba de una manera que era al mismo tiempo extraña y familiar.

Tras responder a una llamada recibida a través del servicio de emergencias, el hecho de entrar en la escena de un crimen violento con su sangre y sus cartílagos, huesos astillados y cerebros salpicados nunca dejaba de encender en él ciertos sentimientos: repulsión, pena, rabia. Sin embargo, visitar el lugar en una fecha posterior-después de la inevitable limpieza y una vez eliminados todos los indicios tangibles de la carnicería -lo afectaba igual de intensamente, aunque de otra manera. Una habitación empapada en sangre era como un bofetón en la cara. Después, vacía y limpia, la misma habitación era una mano fría en el corazón, una garra que le recordaba que en el centro del universo había un vacío ilimitado, cuya temperatura era de cero absoluto.

Se aclaró la garganta ruidosamente, como si confiara en que el ruido lo transportara de esas cavilaciones morbosas a un pensamiento más práctico. Entró en la pequeña cocina, examinó los cajones y armarios vacíos. Luego fue al dormitorio, directo a la ventana a través de la cual había salido el asesino. La abrió, miró al exterior y pasó a través del hueco. Fuera, el suelo estaba solo un palmo más bajo que el suelo del interior. Se quedó de pie de espaldas a la cabaña, mirando al bosquecillo aterrador. La atmósfera era húmeda, silente; la fragancia de hierbas de los jardines allí olía más a bosque. Avanzó con zancadas largas y decididas, contando los pasos. A los 140 atisbó una cinta amarilla encima de una estaca de plástico clavada como un delgado palo de escoba en el suelo.

Fue hasta ese lugar, mirando a su alrededor en todas direcciones. Su ruta se circunscribía a su derecha por un empinado barranco. La cabaña a su espalda quedaba escondida por el follaje, igual que la carretera que conocía por las fotos de satélite de Google que se extendía cincuenta metros más adelante. Examinó la zona de suelo cubierto de hojas donde habían escondido parcialmente el machete, buscando una explicación a la incapacidad de la Brigada Canina para seguir la pista a partir de allí. La idea de que Flores se hubiera cambiado los zapatos en ese punto, o que los hubiera cubierto con plástico y hubiera avanzado a través del bosque hasta la carretera, o a través del bosque a otra casa de Badger Lane (¿la de Kiki Muller?) parecía improbable. La cuestión que había inquietado a Gurney antes no tenía respuesta: ¿qué sentido tendría dejar medio rastro, un rastro que condujera hasta el arma? Y si el objetivo era que el arma se encontrara, ¿por qué semienterrarla? Y luego estaba el pequeño misterio de las botas, el único elemento personal que Flores había dejado tras de sí, en lo que se había centrado el perro que seguía el rastro. ¿Cómo encajaban con la huida de Flores?

Puesto que las botas se encontraron en la casa, ¿eso sugería que la senda que conducía al machete podía ser una parte de un camino circular? ¿Podría Flores haber salido de la cabaña, deshacerse del machete y regresar por el mismo camino, otra vez a través de la ventana? Eso resolvería parte del misterio del rastro de olor. Pero creaba una dificultad mayor: situaba a Flores de nuevo en la cabaña en el momento en que había sido hallado el cadáver, sin ninguna forma de volver a abandonarla sin que lo vieran antes de la llegada de la Policía. Además de eso, la hipótesis de la ida y vuelta no respondía la otra pregunta: ¿por qué había dejado una pista hasta el machete? A menos que la idea completa fuera crear la impresión de que había huido a través del bosque, escondiendo apresuradamente el machete en su huida, cuando en realidad había vuelto a la cabaña. Pero ¿en la cabaña, dónde? ¿Dónde podía esconderse un hombre en un edificio tan pequeño? ¿En una construcción que un equipo de técnicos de pruebas cuya experiencia se basaba en no pasar nada por alto había peinado durante seis horas?

Gurney regresó a través del bosque, trepó por la ventana de la cabaña y volvió a explorar las tres habitaciones, buscando puntos de acceso a lugares situados por encima del techo o debajo del suelo. La inclinación del techo era escasa, probablemente se trataba de una estructura apuntalada que tendría una zona limitada hacia el centro donde cabría un hombre sentado o agachado. No obstante, como ocurría con la mayoría de los espacios inútiles, no había ningún punto de entrada. El suelo también parecía carente de fisuras, sin ninguna forma de bajar al espacio que pudiera existir debajo. Fue de un ambiente a otro, comprobando la posición de cada pared desde cada lado para asegurarse de que no había espacios interiores desconocidos.

La idea de que Flores hubiera regresado del bosque con aquellas botas, se hubiera escondido y hubiera permanecido sin ser visto en su pequeña cabaña de siete por siete se estaba deshaciendo tan rápidamente como la había concebido. Gurney cerró la puerta, volvió a poner la llave bajo la roca negra y regresó a su coche. Hurgó en su carpeta del caso y localizó el teléfono móvil de Scott Ashton.

La grabación suave de barítono, la esencia de la tranquilidad, lo invitó a dejar un mensaje que sería respondido lo antes posible, comunicando a través de su tono dulzón la sensación de que todos los problemas en la vida de una persona en última instancia podían controlarse. Se identificó y dijo que tenía unas cuantas preguntas más sobre Flores.

Miró su reloj. Eran las 10.31. Podría ser una buena ocasión para contactar con Val Perry y compartir con ella sus opiniones iniciales sobre el caso, para ver si todavía estaba ansiosa por que lo investigara. Cuando estaba a punto de hacer la llamada, el teléfono sonó en su mano.

– Gurney. -Responder al teléfono de la manera en que lo había hecho durante muchos años en el Departamento de Policía de Nueva York era un hábito difícil de abandonar.

– Soy Scott Ashton. He recibido su mensaje.

– Me estaba preguntando…, ¿llevó a Flores en su coche alguna vez?

– Ocasionalmente. Cuando había que hacer compras. A semilleros, almacenes de madera, esa clase de lugares. ¿Por qué?

– ¿Alguna vez se fijó en que tratara de evitar que lo vieran sus vecinos? ¿Que escondiera la cara o algo así?

– Bueno…, no lo sé. Es difícil de decir. Tendía a agacharse en el asiento. Llevaba un sombrero con ala que se curvaba por delante. Gafas de sol. Supongo que eso podría haber sido una forma de esconderse. O no. ¿Cómo iba a saberlo? O sea, de vez en cuando he echado mano de otros trabajadores cuando Héctor tenía el día libre, y podrían haberse comportado de manera similar. No es algo en lo que me fijara.

– ¿Alguna vez llevó a Flores a Mapleshade?

– ¿A Mapleshade? Sí, varias veces. Se había ofrecido voluntario para instalar un pequeño jardín de flores detrás de mi oficina. Cuando surgieron otros proyectos, también se prestó a ayudar en ellos.

– ¿Estableció algún contacto con las estudiantes?

– ¿Adónde quiere llegar?

– No tengo ni idea-dijo Gurney.

– Podría haber hablado con alguna de las chicas, o podrían haber hablado ellas con él. Yo no lo vi, pero es posible.

– ¿Cuándo fue eso?

– Se presentó voluntario para ayudar en Mapleshade poco después de llegar aquí. Así que hace unos tres años, mes arriba, mes abajo.

– ¿Y durante cuánto tiempo?

– ¿Sus viajes a la escuela? Hasta… el final. ¿Tiene todo esto algún significado que me esté perdiendo?

Gurney no hizo caso de la pregunta y planteó otra.

– Hace tres años. En ese momento Jillian todavía estudiaba allí, ¿no?

– Sí, pero… ¿Adónde quiere ir a parar?

– Ojalá lo supiera, doctor. Solo una pregunta más. ¿Alguna vez Jillian le habló de personas a las que temiera?

Después de una pausa lo bastante larga para hacer que Gurney empezara a pensar que la conexión se había cortado, Ashton contestó:

– Jillian no tenía miedo de nadie. Tal vez esa fue la causa de su muerte.

Gurney se quedó sentado en el coche, mirando a través de la pérgola hacia el lugar de la trágica recepción de boda, tratando de dar sentido a la novia y al novio como pareja. Por más que fueran compañeros en su genialidad, al menos si había que creer a Ashton, tener coeficientes intelectuales equiparables no parecía un motivo suficiente para el matrimonio. Recordó que Val afirmaba que su hija tenía un interés malsano por los hombres desequilibrados. ¿Podía eso incluir a Ashton, en apariencia el paradigma de la estabilidad racional? Poco probable. ¿Tenía Ashton una personalidad tan protectora como para sentirse atraído por alguien tan patentemente enfermo como Jillian? No daba esa impresión. Cierto, su especialidad profesional se orientaba en esa dirección, pero nada indicaba que aquel hombre tuviera una personalidad protectora o paternal. O Jillian solo era una materialista más que vendía su cuerpo al mejor postor, en este caso Ashton. Nada hacía pensar eso.

Entonces, ¿cuál era el factor misterioso que hacía que ese matrimonio pareciera una buena idea? Gurney concluyó que no iba a averiguarlo sentado en el encantador sendero de entrada de la casa de Ashton.

Dio marcha atrás, se detuvo solo lo justo para marcar el número de Val Perry y avanzó poco a poco por la larga calle en sombra.

Le sorprendió y complació que Perry respondiera después del segundo tono. Su voz tenía una sensualidad sutil, pese a que lo único que dijo fue:

– ¿Hola?

– Soy Dave Gurney, señora Perry. Me gustaría explicarle dónde estoy y lo que he estado haciendo.

– Le he dicho que me llame Val.

– Val. Perdón. ¿Tiene un par de minutos?

– Si está haciendo progresos, tengo todo el tiempo que quiera.

– No sé si estoy haciendo muchos progresos, pero quiero que sepa en qué estoy pensando. No creo que la llegada de Héctor Flores a Tambury hace tres años fuera accidental y no creo que lo que le hizo a su hija fuera una decisión repentina. Me juego algo a que su nombre no es Flores y dudo que sea mexicano. Sea quien sea, creo que tenía un propósito y un plan. Creo que vino aquí por algo que ocurrió en el pasado, algo relacionado con su hija o con Scott Ashton.

– ¿Qué clase de cosa del pasado?-Sonó como si estuviera esforzándose por permanecer calmada.

– Podría tener que ver con el motivo por el cual mandó a Jillian a Mapleshade. ¿Sabe de alguna cosa que hiciera Jillian que pudiera provocar que alguien quisiera matarla?

– ¿Se refiere a si le jodió la vida a algunos niños pequeños? ¿Si les causó pesadillas y dudas que los acompañarían el resto de sus vidas? ¿Si los asustó y los hizo sentir culpables y locos? ¿Si quizá lo bastante locos para que hicieran a otros lo mismo que ella les hizo? ¿Si quizá lo bastante locos para suicidarse? ¿Si alguien podría querer que ella se pudriera en el Infierno por eso? ¿Se refiere a eso?

Gurney se quedó en silencio.

Cuando ella volvió a hablar, su tono era de cansancio.

– Sí, hizo cosas que podrían hacer que alguien quisiera matarla. Hubo veces en que yo misma podría haberla matado. Por supuesto, eso es…, eso es exactamente lo que terminé haciendo, ¿no?

A Gurney se le ocurrió un lugar común sobre el perdonarse a uno mismo, pero, en cambio, dijo:

– Si quiere fustigarse, tendrá que hacerlo en otro momento. Ahora mismo estoy trabajando en el caso que me ha asignado. La he llamado para decirle lo que estoy pensando, y es lo contrario de la posición oficial de la Policía. Esa colisión podría crear problemas. Necesito saber hasta dónde quiere llevar esto.

– Siga la pista adonde lleve, cueste lo que cueste. Quiero llegar al final de esto. Quiero llegar al final. ¿Está claro?

– Una última pregunta. Puede considerarla de mal gusto, pero tengo que hacerla. ¿Es concebible que Jillian tuviera una aventura con Flores?

– Si era un hombre, bien parecido y peligroso, diría que es mucho más que concebible.

El humor de Gurney, junto con su visión del caso, variaron más de una vez en su trayecto a casa.

La idea de que el asesino de Jillian estuviera relacionado con su caótico pasado, un pasado en común con Héctor Flores, le hacían sentir que pisaba suelo firme y que estaba siguiendo una dirección prometedora en la cual insistir con sus investigaciones. La presentación ritual del cadáver, con la cabeza cercenada situada en el centro de la mesa de cara al cuerpo, constituía una declaración retorcida que iba más allá del simple homicidio. Incluso se le ocurrió que la escena del asesinato creaba un eco irónico respecto de la fotografía erótica que Ashton tenía sobre la chimenea, las dos fotos de Jillian manipuladas en una escena: Jillian mirando a Jillian con avidez.

Dios mío. ¿Era una broma? ¿Era posible que la disposición del cuerpo en la cabaña fuera una parodia sutil de la pose de Jillian Perry en un anuncio de moda? La idea le dio arcadas, una rara reacción para un hombre cuyos años como policía de Homicidios lo habían expuesto a prácticamente todo lo que las personas podían hacerles a otras personas.

Aparcó en el arcén, delante de una tienda de material de granja, hurgó en los papeles que tenía en el asiento de al lado y encontró el número del móvil de Jack Hardwick. Al llamar, su mirada vagó a la colina situada detrás de las oficinas, punteada con tractores grandes y pequeños, empacadoras, cortacéspedes y rastrillos giratorios. Luego se fijó en que algo se movía. ¿Un perro? No, un coyote. Un coyote trotando por la colina, viajando en línea recta, casi con determinación, se le ocurrió a Gurney.

Hardwick respondió al quinto tono, justo cuando la llamada iba a ser desviada al buzón de voz.

– Davey, Davey, ¿qué pasa?

Gurney hizo una mueca: su reacción habitual al tono de voz sarcástico de Hardwick. Aquello le recordaba a su padre. No el sonido de lija en sí, sino el agudo cinismo que le daba forma.

– Tengo una pregunta para ti, Jack. Cuando me metiste en este asunto de Perry, ¿de qué creías que iba?

– Yo no te metí en esto, solo te ofrecí una oportunidad.

– Muy bien, como quieras. Así pues, ¿de qué creías que iba esta oportunidad?

– Nunca llegué lo bastante lejos para formarme una opinión.

– Ja.

– Cualquier cosa que dijera sería pura especulación, así que no voy a decirla.

– No me gustan los juegos, Jack. ¿Por qué quieres que me involucre? Mientras estás pensando en cómo no responder a esta pregunta, te haré otra: ¿por qué está cabreado Blatt? Me topé con él ayer y fue más que desagradable.

– No es relevante.

– ¿Qué?

– No es relevante. Mira, hemos sufrido una pequeña reorganización aquí. Como te he dicho, hubo tensión entre Rodriguez y yo en relación con el derrotero que estaba tomando la investigación. Así que yo estoy fuera y Blatt dentro. Es un capullo ambicioso, inepto, igual que el capitán Rod. Lo llamo Capullo Júnior. Esta es su oportunidad de reivindicarse, de mostrar que puede controlar un caso grande. Pero en lo más profundo sabe que es un zurullo inútil. Ahora entras tú, la gran estrella de la gran ciudad, el genio que resolvió el caso de asesinato de Mellery, etcétera. Por supuesto que te odia. ¿Qué coño esperabas? Pero eso no tiene relevancia. ¿Qué coño va a hacer? Sigue con lo que estás haciendo, Sherlock, y no pierdas el sueño por Blatt.

– ¿Para eso me llamaste? ¿Para hacer quedar mal a Capullo Júnior?

– Para ver que se hace justicia. Para que peles las capas de esta cebolla tan interesante.

– ¿Eso es lo que crees que es?

– ¿Tú no?

– Podría ser. Te sorprendería si descubriéramos que Flores fue a Tambury con un plan para matar a alguien.

– Me sorprendería que no fuera así.

– Vuélveme a contar por qué te echaron del caso.

– Te lo he dicho…-empezó Hardwick con exagerada impaciencia, pero Gurney lo cortó.

– Sí, sí, fuiste grosero con el capitán Rod. ¿Por qué me da la sensación de que hubo algo más que eso?

– Porque es lo que piensas de todo. No confías en nadie. No eres una persona confiada, Davey. Mira, he de echar un meo. Hablamos después.

Gurney pensó que a Hardwick nada le gustaba más que una salida de listillo. Colgó el teléfono y volvió a arrancar el coche. Todavía flotaban nubes finas sobre el valle, pero detrás brillaba el disco blanco del sol y los postes de teléfono estaban empezando a proyectar tenues sombras en la carretera desierta. La fila de tractores azules en venta, todavía húmedos a causa de la lluvia matinal, empezó a brillar en la verde colina.

Durante la segunda mitad del viaje a casa, su mente se ocupó de elementos y fragmentos extraños del caso: el comentario de Madeleine sobre que el lugar en el que había aparecido el machete no tenía sentido, la decisión por parte de un hombre sumamente racional de casarse con una mujer más que trastornada, el tren de Carl dando vueltas en torno al árbol, la interpretación de la La lista de Schindler de la bala que atravesó la taza de té, la ciénaga de desorden sexual en la cual todo parecía enfangado.

A la hora en que salió de la autopista del condado y estaba siguiendo el camino de tierra que zigzagueaba desde el valle del río hacia las colinas, sus pensamientos lo habían dejado exhausto. Había un CD que sobresalía del reproductor del salpicadero. Lo metió, buscando distracción. La voz que emergió de los altavoces, acompañada por unos acordes lúgubres en una guitarra acústica, tenía el ritmo del sonsonete lastimero de Leonard Cohen en su estado más lúgubre. El intérprete era un folkie de mediana edad con el improbable nombre de Leighton Lake, a quien él y Madeleine habían ido a ver a una sala de conciertos local para la cual ella había comprado una suscripción anual. Durante el descanso, ella había adquirido uno de los CD de Lake. De todas las canciones que contenía, Gurney descubrió que la que estaba escuchando en ese momento, Al final de mi tiempo, era, de lejos, la más deprimente.


Hubo una vez

que tenía todo el tiempo

del mundo. Qué tiempo

pasé entonces, cuando tenía

todo el tiempo del mundo.

Mentía a mis amantes,

perseguía a todas las demás.

Dejé atrás a todas mis amantes,

cuando tenía

todo el tiempo del mundo.

Cogía lo que quería.

Nunca lo pensaba dos veces.

Tenía una vida de tiempo

cuando tenía

todo el tiempo del mundo.

Mentía a mis amantes,

perseguía a todas las demás.

Dejé atrás a todas mis amantes,

cuando tenía

todo el tiempo del mundo.

No queda nadie a quien mentir,

nadie a quien dejar,

en este momento de mi vida,

al final de mi tiempo

en este mundo.

Mentía a mis amantes,

perseguía a todas las demás.

Dejé atrás a todas mis amantes,

cuando tenía

todo el tiempo del mundo.

Cuando tenía

todo el tiempo del mundo.

Todo el tiempo del mundo.


Mientras Lake canturreaba el estribillo sensiblero, Gurney estaba pasando entre su granero y el estanque, con la vieja casa ya visible detrás de las plantas de solidago, en lo alto del prado. Al pulsar el botón para apagar el reproductor, lamentando no haberlo hecho antes, sonó su teléfono móvil.

El identificador de llamada decía «Galería Reynolds».

«Dios mío. ¿Qué demonios querrá?»

– Gurney. -Su voz era profesional, con un ápice de sospecha.

– ¡Dave! Soy Sonya Reynolds. -Su voz, como de costumbre, irradiaba un nivel de magnetismo animal que podría haberle costado la lapidación en algunos países-. Tengo fabulosas noticias para ti-susurró-. Y no me refiero a nada un poco fabuloso. ¡Me refiero a fabuloso para cambiar tu vida para siempre! Hemos de vernos lo antes posible.

– Hola, Sonya.

– ¿Hola? Te llamo para darte el mayor regalo que te van a dar nunca y es lo único que sabes decir.

– Me alegro de oírte. ¿De qué estamos hablando?

Su respuesta fue una sonora risa musical, un sonido tan inquietantemente sensual como todo lo demás en ella.

– Oh, ¡ese es mi Dave! El detective Dave con penetrantes ojos azules. Dudando de todo. Como si yo fuera…, ¿cómo lo llamáis?, ¿un sospechoso, como en la tele? Como si yo fuera un sospechoso, así llamáis al malo, ¿eh? Como si yo fuera un sospechoso que te vende la moto. -Tenía un ligero acento que le recordaba el universo alternativo que había descubierto en películas francesas e italianas en sus años de estudiante.

– ¿Qué moto? De momento no me has vendido nada.

Otra vez la risa, que le recordó sus luminosos ojos verdes.

– Y no voy a hacerlo a menos que te vea. Mañana. Tendrá que ser mañana. Pero no has de venir a Ithaca. Puedo ir yo. A desayunar, a comer, a cenar, mañana, cuando quieras. Tú dime la hora y elegiremos el sitio. Te garantizo que no lo lamentarás.

25

Entra Salomé, bailando

Todavía no tenía un nombre definitivo para la experiencia. «Sueño» no reflejaba su poder. Es cierto que la primera vez que ocurrió estaba a punto de quedarse dormido, con los sentidos desconectados de todas las feas realidades de un mundo desagradable, con el ojo de su mente libre para ver lo que fuera, pero ahí terminaba el parecido con un sueño común.

«Visión» era una palabra más grande, mejor, pero tampoco lograba transmitir ni una fracción del impacto.

«Guiding Light» [2] capturaba cierta faceta de ello, un aspecto importante, pero la asociación con una serie de televisión contaminaba irremisiblemente el significado.

¿Una meditación guiada, pues? No. Eso sonaba trillado y poco excitante: todo lo contrario de la experiencia real.

¿Una fábula vital?

Ah, sí. Eso se acercaba. Era, al fin y al cabo, la historia de su salvación, el nuevo patrón del propósito de su vida. La alegoría fundamental de su cruzada.

Su inspiración.

Lo único que tenía que hacer era apagar las luces, cerrar los ojos, dejarse llevar por el potencial infinito de la oscuridad.

Y convocar a la bailarina.

En el abrazo de la experiencia, la fábula vital, él sabía quién era, mucho más claramente que cuando sus ojos y su corazón se distraían por la basura brillante y las zorras viscosas del mundo, por el ruido, por la seducción y la inmundicia.

En el abrazo de la experiencia, en su absoluta claridad y pureza, sabía con exactitud quién era. Aunque ahora fuera técnicamente un fugitivo, ese hecho-como su nombre en el mundo, el nombre por el cual la gente común lo conocía-era secundario respecto a su verdadera identidad.

Su verdadera identidad era Juan el Bautista.

Solo de pensarlo se le ponía carne de gallina.

Él era Juan el Bautista.

Y la bailarina era Salomé.

Desde la primera vez que la había experimentado, la historia había sido toda suya, suya para vivirla y cambiarla. No tenía que terminar de la manera estúpida en la que concluía en la Biblia. Ni hablar. En eso radicaba la belleza. Y la emoción.

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