– Después de cargarme al estúpido hijo de puta, veo que solo lleva un zapato. Pienso, ¿qué coño? Me fijo y resulta que no lleva calcetín en el pie que tiene calzado. En la suela del zapato, veo esa M pequeña inclinada, el logo de Marconi, así que es un zapato de dos mil dólares. En el otro pie, el que no tiene zapato, sí que lleva calcetín. De cachemira. Pienso, ¿quién coño hace eso? ¿Quién coño se pone un calcetín de cachemira y un zapato de dos mil dólares, en pies diferentes? Os diré quién lo hace: un cabrón colgado con mucha pasta, un borracho forrado.
De esta manera abrió Gurney su presentación de esa mañana. La idea de ir al grano llevada al extremo. Y funcionó. Había captado la atención de todos los presentes en la gris sala de conferencias con paredes de hormigón de la Academia de Policía.
– El otro día hablamos de la falacia del eureka, la tendencia de la gente a confiar más en cosas que han descubierto que en cosas que le cuenta otra persona. Tendemos a creer que la verdad oculta es la verdad real. Cuando trabajamos infiltrados, podemos aprovecharnos de esa tendencia al dejar que el objetivo descubra las cosas que más queremos que crea. No es una técnica fácil, pero es muy poderosa. Hoy veremos otro factor que genera credibilidad, otra forma de hacer que nuestra mentira suene sincera: capas de detalles inusuales, asombrosos e incongruentes.
Todos los asistentes parecían estar en los mismos asientos que habían ocupado dos días antes, con la excepción de la atractiva policía hispana de labios gruesos, que se había trasladado a la primera fila, desplazando al dispéptico detective Falcone, que ahora estaba en la segunda fila; un cambio agradable desde el punto de vista de Gurney.
– La historia que acabo de contarles sobre cómo maté al tipo con el logo de Marconi en la suela del zapato es una historia que conté realmente en una investigación encubierta. Todos los extraños detalles están ahí por razones específicas. ¿Alguien puede contarme cuáles podrían ser?
Se alzó una mano en medio de la sala.
– Le hace parecer frío y duro.
Se ofrecieron otras opiniones sin manos alzadas:
– Le hace parecer como si tuviera un problema con los borrachos.
– Como si estuviera un poco loco.
– Como Joe Pesci en Uno de los nuestros.
– Distracción-dijo una voz femenina débil y anodina desde la fila del fondo.
– Hábleme de eso-dijo Gurney.
– Tiene a alguien concentrado en un montón de detalles raros, tratando de adivinar por qué el tipo al que le disparó solo llevaba un zapato, no se concentran en lo principal, que para empezar es si le disparó a alguien.
– ¡Enterrarlos en la mentira!-intervino otra voz femenina.
– Esa es la idea-dijo Gurney-. Pero hay una cosa más…
La guapa policía con los labios brillantes intervino:
– ¿La pequeña M en la suela de su zapato?
Gurney no pudo evitar sonreír.
– Exacto, la pequeña M en la suela del zapato. ¿De qué se trata?
– ¿Hace más creíble el disparo?
Falcone, detrás de ella, puso los ojos en blanco. Gurney tenía ganas de echarlo de la clase, pero dudaba que tuviera autoridad para hacerlo y no quería liarse en una discusión de a ver quién era capaz de mear más lejos. Se concentró en su pupila estrella, una tarea mucho más fácil.
– ¿Cómo lo hace?
– Por la forma en que lo imaginamos. La víctima está caída en el suelo, le han disparado. Por eso la suela del zapato es visible. Así pues, cuando lo imagino, preguntándome por ese pequeño logo, ya creo que al tipo le han disparado. ¿Sabe a qué me refiero? Una vez que he visto este pie en esa posición, ya he superado la cuestión de si le disparó. Es un poco como el otro pequeño detalle, que el calcetín del otro pie era de cachemira. La única forma de saber si algo es de cachemira es tocarlo. Así que estoy visualizando a este asesino, con curiosidad por el calcetín, tocando el pie del muerto. Muy frío. Un tipo que da miedo. Creíble.
El restaurante donde Gurney había accedido a reunirse con Sonya Reynolds estaba en un pueblecito cercano a Bainbridge, a medio camino entre la Academia de Policía de Albany y su galería en Ithaca. Había terminado su conferencia a las once y había llegado al lugar que ella había elegido, el Pato corredor, a la una menos cuarto.
Había una curiosa discordancia entre el nombre rural cursi y el disparatado recortable de un pato gigante en el césped delantero y la decoración sobria, un poco rústica, del interior, como si representaran las desavenencias de un mal matrimonio.
Gurney fue el primero en llegar y lo acompañaron a una mesa para dos situada junto a una ventana que daba a un estanque: el posible hogar del pato que daba nombre al local, si es que alguna vez había existido. Una camarera adolescente, regordeta y alegre, con el pelo rosa de punta y una indescriptible combinación de ropa de colores chillones, trajo dos menús y dos vasos de agua helada.
Gurney contó un total de nueve mesas en el pequeño comedor. Solo dos de ellas estaban ocupadas y ambas de un modo silencioso: una por una pareja de jóvenes que miraban con intensidad las pantallas de sus BlackBerry, la otra por un hombre y una mujer de mediana edad de la era preelectrónica que contemplaban impasibles sus propios pensamientos.
La mirada de Gurney vagó al estanque. Tomó un trago de agua y pensó en Sonya. Al echar la vista atrás sobre su relación-no una «relación» en el sentido romántico, solo una relación profesional con una buena dosis de deseo reprimido por su parte-, la vio como uno de los interludios más extraños de su vida. Inspirado por un curso de educación artística que impartía Sonya, al que él y Madeleine asistieron poco después de trasladarse al norte del estado, Gurney había empezado a modificar artísticamente retratos de ficha policial de asesinos, iluminando sus personalidades violentas a través de la manipulación de las austeras fotografías oficiales tomadas en el momento de las detenciones. El gran entusiasmo de Sonya por el proyecto y su venta de ocho de las imágenes (a dos mil dólares cada una a través de su galería de Ithaca) mantuvieron a Gurney implicado durante varios meses, a pesar del malestar de Madeleine por lo morboso del tema y su propia ansiedad por complacer a Sonya. En ese momento rememoró la tensión de aquel conflicto, junto con un inquieto recuerdo del casi desastre en que terminó.
Además de que por poco le cuesta la vida, el caso de homicidio de Mellery lo había llevado a enfrentarse cara a cara con sus fracasos más flagrantes como marido y como padre. Con la clara lección de humildad bien aprendida de la experiencia, se le había ocurrido que el amor es lo único que cuenta en el mundo. Viendo el proyecto artístico con las fotos de archivo policial y su contacto con Sonya como elementos perturbadores de su relación con la única persona que realmente había amado, Gurney les dio la espalda para volverse hacia Madeleine.
No obstante, casi un año después, la luz blanca de la comprensión empezaba a perder brillo. Todavía reconocía la verdad que había en esa idea-que el amor, en cierto sentido, era lo más importante-, pero ya no veía esta como la única luz verdadera del universo. El gradual debilitamiento de su prioridad ocurrió de manera discreta y no se anunció como una pérdida. Lo sentía más como el desarrollo de una perspectiva más realista, y seguramente eso no era nada malo. Al fin y al cabo, uno no podía funcionar mucho tiempo en el estado de intensidad emocional creado por el asunto Mellery, no fuera a ser que olvidara de segar el césped y comprar comida, o de ganar el dinero necesario para comprar comida y cortacéspedes. ¿Acaso no era inherente a la naturaleza de todas las experiencias intensas, aposentarse, permitir que el ritmo ordinario de la vida se reanudara? Así que a Gurney ya no le preocupaba en especial el hecho de que, de vez en cuando, la idea de que «el amor es lo único que cuenta» parecía tener el timbre de un dogma sentimental, como el título de una canción country.
Aquello no significaba que hubiera bajado la guardia por completo. Había una electricidad en Sonya Reynolds que solo un hombre muy estúpido podría considerar inofensiva. Y cuando la chica de pelo rosa llevó a la esbelta y elegante Sonya al comedor, esa electricidad estaba irradiando como el zumbido de una planta eléctrica.
– David, mi amor, estás… ¡exactamente igual!-gritó, deslizándose hacia él como guiada por la música, ofreciéndole la mejilla para que él la besara-. Pero por supuesto que sí. ¿Cómo vas a estar? ¡Eres una roca! ¡Qué estabilidad!-Esta última palabra la pronunció con un placer exótico, como si fuera el término italiano perfecto para algo que el inglés era incapaz de expresar.
Iba vestida con unos pantalones de diseño muy ajustados y una camiseta de seda bajo una chaqueta de hilo tan informalmente desestructurada que no podía haber costado menos de mil dólares. No había ni joyería ni maquillaje que distrajera la contemplación de su perfecta tez aceitunada.
– ¿Qué estás mirando? -Su voz era juguetona, sus ojos destellaban.
– Tú, eh…, estás muy guapa.
– Debería estar enfadada contigo, ¿lo sabes?
– ¿Porque dejé de hacer fotos?
– Por supuesto, porque dejaste de hacer fotos. Fotos maravillosas. Fotos que me encantaban. Fotos que encantaban a mis clientes. Fotos que podía vender. Fotos que vendí. Pero así sin más, me llamas y me sueltas que no puedes seguir haciéndolas. Que tienes razones personales. No puedes hacer más fotos y no puedes hablar de eso. Fin de la historia. ¿Crees que no debería estar enfadada contigo?
Sonya no sonaba enfadada en absoluto, así que Dave no respondió. Se limitó a observarla, asombrado por la cantidad de energía electrizante que podía canalizar en cada palabra. Era lo primero que había captado su atención en su clase de Introducción al arte. Eso y aquellos grandes ojos verdes.
– Pero te perdono. Porque vas a volver a hacer fotos. No me niegues con la cabeza. Créeme, cuando te explique lo que está pasando, no negarás con la cabeza. -Sonya se detuvo, miró a su alrededor por primera vez-. Tengo sed. Tomemos algo.
Cuando la chica de pelo rosa volvió a aparecer, Sonya pidió un vodka con zumo de pomelo. Contra toda sensatez, Gurney pidió otro.
– Así pues, señor Policía Retirado-dijo ella después de que llegaran las copas y las probaran-, antes de que te diga cómo te va a cambiar la vida, cuéntame cómo es ahora.
– ¿Mi vida?
– Tienes una vida, ¿no?
Gurney tenía la desconcertante sensación de que ella ya lo sabía todo de su vida, incluidas sus reservas, dudas y conflictos. Aunque ella no tenía forma de saberlo. Él nunca le habló de esas cosas, ni siquiera cuando estuvo relacionado con su galería.
– Mi vida está bien.
– Ah, pero lo dices de manera que no suena cierto, como si fuera algo que se supone que has de decir.
– ¿Es así como suena?
Ella dio otro sorbo a su bebida.
– ¿No quieres decirme la verdad?
– ¿Cuál crees que es la verdad?
Sonya Reynolds ladeó un poco la cabeza, estudió el rostro de Gurney, se encogió de hombros.
– No es asunto mío, ¿no?-Miró al estanque.
Dave consumió la mitad de su copa en dos tragos.
– Supongo que es como la de cualquiera: un poco de esto y un poco de aquello.
– Haces que parezca una combinación bastante triste.
Dave se rio, sin alegría, y durante un rato ambos se quedaron en silencio. Él fue el primero en hablar.
– He descubierto que no soy tan amante de la naturaleza como creía ser.
– Pero ¿tu mujer sí lo es?
Dave asintió.
– No es que no me parezca hermoso esto, las montañas y todo, pero…
Ella le dedicó una mirada sagaz.
– Pero ¿te enredas en negaciones dobles cuando tratas de explicarlo?
– ¿Qué? Ah. Ya te entiendo. ¿Tan obvios son mis problemas?
– El descontento siempre es obvio, ¿no? ¿Qué pasa? ¿No te gusta esa palabra?
– ¿Descontento? Es más bien que… aquello en lo que soy bueno, la manera en que trabaja mi mente, no es muy útil aquí. Me refiero a que… analizo situaciones, desenredo los elementos de un problema, me concentro en discrepancias, resuelvo enigmas. Nada de eso…-Su voz se fue apagando.
– Y, por supuesto, tu mujer cree que deberías amar las margaritas, no analizarlas. Deberías decir: «¡Qué bonitas!», y no: «¿Qué están haciendo aquí?». ¿Me equivoco?
– Es una forma de expresarlo.
– Bueno-dijo ella, cambiando de tema con repentino entusiasmo-, hay un hombre al que has de conocer. Lo antes posible.
– ¿Cómo es eso?
– Quiere hacerte rico y famoso.
Gurney torció el gesto.
– Lo sé, lo sé, no estás muy interesado en hacerte rico, y la fama no te atrae en absoluto. Estoy seguro de que tienes objeciones teóricas. Pero supongamos que te digo algo muy concreto. -Sonya miró a su alrededor en el comedor.
La pareja mayor se estaba poniendo en pie muy despacio, como si levantarse de la mesa fuera un proyecto que debía emprenderse con cautela. La pareja de las BlackBerry todavía seguía a lo suyo, enviando rápidos mensajes de texto con los bordes de sus pulgares. A Gurney se le ocurrió la idea traviesa de que podrían estarse enviando mensajes de texto el uno al otro. La voz de Sonya bajó a un susurro dramático.
– Supongamos que te dijera que quiere comprar uno de tus retratos por cien mil dólares. ¿Qué dirías a eso?
– Diría que está loco.
– ¿Eso crees?
– ¿Cómo no iba a estarlo?
– El año pasado, en una subasta en la ciudad, la silla de oficina de Yves Saint Laurent se vendió por veintiocho millones de dólares. Eso es una locura. Pero ¿cien mil dólares por uno de tus asombrosos retratos de asesinos en serie? No lo considero loco en absoluto. Maravilloso sí. Loco no. De hecho, por lo que sé de este hombre y de la forma en que trabaja, el precio de tus retratos no va a dejar de subir.
– ¿Lo conoces?
– Acabo de verlo en persona por primera vez. Pero he oído hablar de él. Es un ermitaño, un excéntrico que aparece de cuando en cuando, agita el mundo del arte con alguna que otra compra y desaparece otra vez. Tiene un nombre que suena holandés, pero nadie sabe dónde vive. ¿En Suiza? ¿En Sudamérica? Parece que es un hombre al que le gusta el misterio. Muy reservado, pero con más dinero que Dios. Cuando Jykynstyl muestra interés en un artista, el impacto financiero es enorme. Enorme.
La chica del pelo rosa había añadido una bufanda de color del licor de Chartreuse a su ecléctica indumentaria y estaba llevándose los platos del postre y las tazas de café de la mesa contigua a la de ellos. Sonya captó su atención.
– Cielo, ¿me traerás otro vodka con pomelo? Y creo que otro también para mi amigo.
Gurney no sabía cómo interpretarlo. De camino a casa esa tarde, le estaba costando mucho mantenerse concentrado en algo.
El «mundo del arte» no era un lugar del que supiera nada, pero sospechaba que comparar a un policía con alguien de ese mundillo era como equiparar un loro con un rottweiler. El año anterior, con sus retratos de archivo policial, no había hecho más que meter un dedo del pie en el agua, lo cual no le había mostrado apenas nada de ese mundo más allá de la escena de la galería de la ciudad universitaria. Y ese no era exactamente el campo de acción de coleccionistas multimillonarios excéntricos. Desde luego, no era la clase de lugar donde la silla de un diseñador de moda podía venderse por veintiocho millones de dólares, o donde una celebridad misteriosa con el improbable nombre de Jay Jykynstyl ofrecería comprar la foto manipulada por ordenador de un asesino en serie por cien mil dólares.
Además de eso-la más que fantástica oferta que estaban poniendo sobre la mesa-, la sensual Sonya nunca le había parecido más disponible. Había insinuado que podría pedir una habitación en el Pato corredor, que también era un hotel, si terminaba bebiendo demasiado en la comida y no podía coger el coche. Rechazar esa invitación no tan sutil había exigido un nivel de integridad que al principio no estaba seguro de poseer. Aunque quizás «integridad» era una palabra demasiado ampulosa. La simple verdad era que nunca había engañado a Madeleine, y no se sentía cómodo con la idea de empezar a hacerlo.
Entonces se preguntó si estaba rechazando sinceramente la invitación de Sonya o si solo estaba posponiendo el momento de aceptarla. Había accedido a reunirse con el rico y extravagante señor Jykynstyl para cenar ese próximo sábado en Manhattan, para escuchar los detalles de su oferta-la cual, si era legítima, sería difícil de rechazar-, y Sonya actuaría como intermediaria entre ellos para cualquier venta que pudiera producirse. Así que no era que la estuviera apartando de su vida. Más bien al contrario.
Todo el conflicto rebotaba en su cabeza con una energía desagradable. Trató de concentrarse otra vez en el caso Perry, reconociendo al hacerlo la ironía de tratar de calmarse hurgando en ese monstruoso nido de víboras.
Su mente acelerada llegó a colapsarse de tal manera que, agotado, estuvo a punto de matarse al quedarse dormido al volante. Solo se salvó por una serie de baches en el arcén de la autopista que lo devolvieron a la plena conciencia. Unos pocos kilómetros más adelante se detuvo en una gasolinera y compró una taza de café malo, cuyo sabor amargo trató de suavizar con un exceso de leche y azúcar. Aun así, el sabor le hizo esbozar una mueca.
De nuevo en el coche, sacó una lista de nombres y números de teléfono que había reunido del expediente del caso y llamó primero a Scott Ashton y luego a Withrow Perry, y en ambas ocasiones le salió el buzón de voz. Su mensaje a Ashton consistió en una petición de que le devolviera la llamada para discutir una nueva línea de investigación. En su mensaje a Perry solicitó reunirse con el ocupado neurocirujano lo antes posible, con un pequeño gancho al final: «Recuérdeme que le pregunte por su rifle Weatherby».
En cuanto cortó la comunicación, sonó el teléfono. Era otra Perry.
– Dave, soy Val. Quiero que vaya a una reunión.
– ¿A qué reunión?
Explicó que había llamado a Sheridan Kline, el fiscal del condado, y le había dicho todo lo que Gurney le había contado.
– ¿Como qué, por ejemplo?
– Como el hecho de que toda la cuestión es mucho más profunda de lo que los policías creen, que tiene raíces, quizás alguna clase de venganza retorcida, que Héctor Flores probablemente no es Héctor Flores, y que si lo que están buscando es a un mexicano ilegal (cosa que están haciendo), no van a encontrarlo. Le he dicho que estaban perdiendo el tiempo de todos y que son una panda de inútiles.
– ¿Es el término que ha usado? ¿Panda de inútiles?
– En cuatro meses no han averiguado ni la mitad que usted en dos días. O sea, que sí, les he llamado «panda de inútiles», que es lo que son.
– Desde luego sabe cómo alborotar el gallinero.
– Si es lo que hace falta, que así sea.
– ¿Qué ha dicho Kline?
– ¿Kline? Kline es un político. Mi marido (corrijo: el dinero de mi marido) tiene cierta influencia en la política del estado de Nueva York. Así que el fiscal Kline ha expresado interés en conocer cualquier idea sobre una línea de investigación alternativa del caso. También parece que le conoce muy bien, y preguntó cómo es que usted se implicó. Le dije que era asesor. Una palabra estúpida, pero le satisfizo.
– Ha dicho algo de una reunión.
– En su oficina a las tres de la tarde. Usted, él y alguien de la Policía del estado, no ha dicho quién. Estará allí, ¿verdad?
– Estaré allí.
Bajó del coche para lanzar la taza de café en una papelera que había junto a los surtidores de gasolina. Pasó un antiguo tractor Farmall naranja tirando de un carro sobrecargado de heno. El olor de heno, estiércol y diésel con aceite se mezcló en el aire. Cuando volvió al coche, su teléfono estaba sonando otra vez.
Era Ashton.
– ¿Qué nueva línea de investigación?-dijo citando el mensaje de Gurney.
– Necesito que me proporcione algunos nombres: compañeras de clase de Jillian, desde que entró en Mapleshade; y también, sus psicólogos, terapeutas, cualquiera que tratara con ella de manera regular. Además sería útil contar con una lista de posibles enemigos: cualquiera que pudiera haber querido hacer daño a Jillian.
– Me temo que se está metiendo en un callejón sin salida. No puedo darle ninguna de las cosas que me está pidiendo.
– ¿Ni siquiera una lista de sus compañeras de clase? ¿Nombres de los miembros del personal con los que podría haber hablado?
– Quizá no le he explicado de un modo claro la política de absoluta confidencialidad del centro. Mantenemos solo el mínimo de registros académicos que exige el estado, y no los conservamos ni un día más de lo que estipulan las regulaciones. Por ejemplo, no estamos obligados por ley a retener los nombres y las direcciones del personal antiguo, y por eso no lo hacemos. No mantenemos registros de «diagnósticos» o «tratamientos», porque oficialmente no proporcionamos ni lo uno ni lo otro. Nuestra política consiste en no informar de nada a nadie, y preferimos que el estado cierre Mapleshade que infringir esa política. Contamos con la confianza de los estudiantes y de sus familias que pocos centros disfrutan, y consideramos que esa confianza única es inviolable.
– Elocuente discurso-dijo Gurney.
– Lo he dado antes-reconoció Ashton-, y es probable que lo vuelva a hacer.
– Así que incluso si una lista de estudiantes que Jillian conocía o de miembros del personal en los que podría haber confiado pudiera ayudarnos a encontrar al asesino, ¿eso no marcaría ninguna diferencia?
– Si quiere expresarlo así.
– Supongamos que darnos esas listas pudiera salvar su propia vida. ¿Cambiaría?
– No.
– ¿No le inquieta el incidente de la taza de té?
– No tanto como para dar un golpe letal a Mapleshade. ¿Responde eso a todas sus preguntas…?
– ¿Y enemigos fuera de la escuela?
– Supongo que Jillian tenía unos cuantos, pero no tengo nombres.
– ¿Y de usted?
– Competidores académicos, envidiosos profesionales, pacientes con el ego magullado, locos que no sufren en silencio…, quizás unas pocas almas en total.
– ¿Algunos nombres que quiera compartir?
– Me temo que no. Ahora he de pasar a mi siguiente reunión.
– Tiene un montón de reuniones.
– Adiós, detective.
El teléfono de Gurney no sonó otra vez hasta que estaba atravesando Dillweed, aparcando delante de Abelard’s. Pensaba que le vendría bien una taza de café decente que borrara el horrible gusto que el anterior le había dejado.
El nombre de la persona que llamaba le hizo sonreír.
– Detective Gurney, soy Agatha Smart, la secretaria del doctor Perry. Ha solicitado una cita así como información sobre el rifle de caza del doctor Perry, ¿es así?
– Sí. Me estaba preguntando cuándo podría…
Ella lo interrumpió.
– Puede presentar las preguntas por escrito. El doctor decidirá si le concede una cita.
– No sé si lo he dejado claro en el mensaje, pero esto forma parte de la investigación del asesinato de su hijastra.
– Somos conscientes de eso, detective. Como he dicho, puede presentar preguntas por escrito. ¿Quiere la dirección?
– No hará falta-dijo Gurney, pugnando por contener su irritación-. Todo se reduce a una pregunta muy simple. ¿Puede decir a ciencia cierta dónde estaba su rifle la tarde del 17 de mayo?
– Como he dicho antes, detective…
– Transmita la pregunta, señora Smart. Gracias.
Estuvo a punto de no verla.
Al acercarse al punto donde el estrecho camino de tierra y grava llegaba a su propiedad y se desdibujaba en la senda de hierba que subía por la pradera hasta la casa, un gavilán colirrojo alzó el vuelo desde un arbusto de cicuta a su izquierda y voló sobre el camino y más allá del estanque. Al observar el ave que desaparecía por encima de las copas de los árboles, atisbó a Madeleine sentada en el banco erosionado, al borde del estanque, medio oculta por unas matas de aneas. Gurney detuvo el coche junto al viejo granero rojo, bajó y saludó.
Su mujer respondió con una sonrisita. No podía estar seguro a esa distancia. Quería hablar con ella, sentía que lo necesitaba. Al seguir el sinuoso sendero de hierba que rodeaba el estanque hasta el banco, empezó a dejarse invadir por la calma del lugar.
– ¿Te importa que me siente un rato aquí contigo?
Madeleine asintió con la cabeza suavemente, como si una respuesta distinta pudiera interrumpir la paz.
Dave se sentó y miró más allá de la superficie en calma del estanque, viendo el reflejo invertido de los arces del Canadá en el lado opuesto, algunas de cuyas hojas estaban cambiando a las versiones apagadas de sus colores del otoño. Miró a su mujer y le sobrecogió la extraña idea de que la tranquilidad que ella transmitía en ese momento no era el producto de su entorno, sino que, en un reverso fantástico, su entorno estaba absorbiendo esa misma cualidad de una reserva que ella tenía en su interior. Ya se le había pasado ese pensamiento sobre Madeleine por la cabeza antes, pero esa parte de su mente que despreciaba lo sentimental siempre lo apartaba.
– Necesito tu ayuda-se oyó decir-para ordenar algunas cosas.
Cuando ella no respondió, continuó:
– He tenido un día confuso. Más que confuso.
Madeleine le dedicó una de esas miradas suyas que, o comunicaba mucho -en este caso que un día confuso sería el resultado predecible de implicarse en el caso Perry-, o que simplemente le presentaba una pizarra en blanco en la cual su inquietud podría escribir ese mensaje.
En cualquier caso, Dave continuó:
– Creo que nunca me había sentido tan sobrecargado. ¿Has encontrado la nota que te he dejado esta mañana?
– ¿Respecto a la reunión con tu amiga de Ithaca?
– No es lo que llamaría una amiga.
– ¿Tu consejera?
Dave resistió un impulso de discutir aquello, de defender su inocencia.
– Un rico coleccionista de arte interesado en los retratos de ficha policial que estaba haciendo el año pasado ha acudido a la galería Reynolds.
Madeleine levantó una ceja en expresión burlona por el hecho de que su marido sustituyera el nombre de la persona con el nombre del negocio.
Dave continuó y dejó caer su bomba con calma.
– Me dará cien mil dólares por copias únicas.
– Eso es ridículo.
– Sonya insiste en que este tipo es serio.
– ¿De qué manicomio se ha escapado?
Hubo un sonoro chapoteo al otro lado de las matas de aneas. Él sonrió y dijo:
– Uno grande.
– ¿Estás hablando de un sapo?
– Perdón.
Gurney cerró los ojos, más preocupado de lo que estaba dispuesto a reconocer por el aparente desinterés de Madeleine por ese dinero que les caía del cielo.
– Por lo que yo sé, el mundo del arte es más o menos un manicomio gigante, pero algunos de los pacientes tienen un montón de dinero. Aparentemente este tipo es uno de ellos.
– ¿Qué es lo que quiere por sus cien mil dólares?
– Una copia que solo tenga él. Tendría que coger las que imprimí el año pasado, mejorarlas de algún modo, introducir una variación en cada una que las haga diferentes de cualquier cosa que la galería haya vendido.
– ¿Va en serio?
– Eso me han dicho. También me han dicho que podría querer más de una obra. Sonya tiene en mente la posibilidad de una venta de siete cifras. -Se volvió para ver la reacción de Madeleine.
– ¿Una venta de siete cifras? ¿Te refieres a una cantidad superior al millón de dólares?
– Sí.
– Oh, Dios…, eso no es moco de pavo.
Dave la miró.
– ¿Estás tratando a propósito de mostrar la menor reacción posible a esto?
– ¿Qué reacción debería tener?
– ¿Más curiosidad? ¿Felicidad? ¿Algunas palabras sobre lo que podríamos hacer con una cantidad de dinero así?
Madeleine frunció el ceño en ademán reflexivo, luego sonrió.
– Podríamos pasar un mes en la Toscana.
– ¿Eso es lo que harías con un millón de dólares?
– ¿Qué millón de dólares?
– ¿Siete cifras, recuerdas?
– He oído esa parte. Lo que me estoy perdiendo es la parte en que se hace real.
– Según Sonya, es real ahora mismo. Tengo una cita para cenar el sábado en la ciudad con el coleccionista, Jay Jykynstyl.
– ¿En la ciudad?
– Haces que suene como si fuera a reunirme con él en una cloaca.
– ¿Qué es lo que colecciona?
– Ni idea. Aparentemente cosas por las que paga mucho.
– ¿Te parece creíble que quiera pagarte cientos de miles de dólares por fotos modificadas de ficha policial de los peores criminales? ¿Sabes siquiera quién es?
– Lo descubriré mañana.
– ¿Te estás escuchando?
Sí que lo hacía. No estaba completamente cómodo por cómo estaba dejando entrever sus emociones, pero no estaba dispuesto a admitirlo.
– ¿Qué quieres decir?
– Eres bueno excavando en la superficie de las cosas. Nadie es mejor que tú en eso.
– No lo entiendo.
– ¿No lo sabes? Puedes desentrañar cualquier embrollo; una vez lo llamaste «un ojo para la discrepancia». Bueno, esto es, probablemente, lo más disparatado con lo que te has topado en tu vida. ¿Cómo es que no lo estás haciendo?
– Quizás estoy esperando a averiguar más, a descubrir qué es real y qué no lo es, a formarme una idea de quién es este tal Jykynstyl.
– Parece lógico. -Madeleine lo dijo de una manera tan razonable que Dave comprendió que quería decir lo contrario-. Por cierto, ¿qué clase de nombre es ese?
– ¿Jykynstyl? Me suena holandés.
Ella sonrió.
– A mí me suena a monstruo de un cuento de hadas.
Mientras Madeleine estaba preparando un plato de pasta con langostinos para cenar, Gurney se encontraba en el sótano, revisando ejemplares viejos del dominical del Times que guardaban para un proyecto de jardinería. (Una de las amigas de Madeleine había conseguido que se interesara en un tipo de semillero en el cual se usaban periódicos para crear capas de mantillo.) Estaba hojeando las secciones de la revista del periódico en busca del anuncio a doble página-que recordaba haber visto-en el que salía la provocativa fotografía de Jillian. Lo que necesitaba era el nombre de la compañía o ver los créditos de la foto. Estaba a punto de rendirse y llamar a Ashton para pedirle esa información cuando encontró la publicación más reciente del anuncio. Se fijó en que, por una macabra coincidencia, había aparecido el día del asesinato.
En lugar de limitarse a tomar nota de la línea de crédito «Karmala Fashion, foto de Allessandro», decidió llevarse arriba aquella sección de la revista. La dejó abierta en la mesa donde Madeleine estaba poniendo los platos de la cena.
– ¿Qué es eso?-preguntó ella echando un vistazo.
– Un anuncio de pañuelos muy caros. Demencialmente caros. Es también una foto de la víctima.
– La víc… ¿No te referirás a…?
– Jillian Perry.
– ¿La novia?
– La novia.
Madeleine miró de cerca el anuncio.
– Las dos imágenes en la foto son de ella-explicó Gurney.
Madeleine asintió con rapidez, lo cual significaba que ya se había dado cuenta.
– ¿Eso es lo que hacía para ganarse la vida?
– Todavía no sé si era un trabajo o algo ocasional. Cuando vi la foto colgada en la casa de Scott Ashton, estaba demasiado asombrado para preguntar.
– ¿Tiene eso colgado en su casa? Es un viudo y esa es la imagen que…-Negó con la cabeza; su voz se fue apagando.
– Habla de ella de la misma manera que su madre: como si Jillian hubiera sido una especie de maniaca particularmente brillante, enferma y seductora. La cuestión es que todo el maldito caso es así. Todos los que están relacionados con el caso son geniales o lunáticos o… mentirosos patológicos o… no sé qué. Por dios, si el vecino de al lado de Ashton, cuya mujer presumiblemente huyó con el asesino, juega con un tren eléctrico bajo un árbol de Navidad en su sótano. Creo que nunca me he sentido tan a la deriva. Es como el rastro. Hay un rastro de olor que la Brigada Canina logró seguir y que conducía al arma del crimen en el bosque, pero no iba más allá, lo cual sugiere que el asesino volvió a la cabaña y se escondió allí, salvo que no hay lugar para esconderse en la cabaña. Durante un instante creo que sé lo que está pasando, pero al cabo de otro me doy cuenta de que no tengo ninguna prueba de todo eso que pienso. Tenemos montones de escenarios interesantes, pero, cuando miramos debajo, no hay nada.
– ¿Qué significa eso?
– Significa que necesitamos datos firmes, observaciones de primera mano de testigos creíbles. Hasta ahora ninguna de las hipótesis tiene datos verificables que la sustente. Es muy fácil dejarse llevar por una buena historia. Puedes implicarte emocionalmente con ciertas visiones del caso y no darte cuenta de que todo son imaginaciones. Vamos a comer. A lo mejor la comida ayuda a mi cerebro.
Madeleine puso un gran bol de pappardelle con langostinos y salsa de tomate y ajo en el centro de la mesa, junto con pequeños cuencos de queso de Asiago y albahaca picada. Empezaron a comer rodeados de un silencio reflexivo.
Gurney pronto tuvo que hacer un esfuerzo para contener una sonrisa. Se dio cuenta de que esa frustración con el caso, por incómoda que le resultara, estaba arrastrando a Madeleine a una discusión de los detalles, un resultado deseable que había sido incapaz de generar hasta entonces.
Después de unos pocos bocados, Madeleine empezó a jugar con un langostino.
– De tal palo, tal astilla.
– ¿Hum?
– Madre e hija tienen mucho en común.
– ¿Te refieres a que las dos son un poco erráticas?
– Es una forma de decirlo.
Hubo otro silencio mientras Madeleine tocaba ligeramente el langostino con las puntas de su tenedor.
– ¿Estás seguro de que no hay sitio para esconderse?
– ¿Esconderse?
– En la cabaña.
– ¿Por qué lo preguntas?
– Hace un tiempo vi una película de terror sobre un casero que tenía espacios secretos entre las paredes del apartamento y que vigilaba a sus inquilinos a través de pequeños agujeros.
Sonó el teléfono fijo.
– La cabaña es muy pequeña, tan solo tiene tres ambientes-dijo al levantarse para responder.
Madeleine se encogió de hombros.
– Solo era una idea. Todavía me da escalofríos.
El teléfono estaba en el escritorio del estudio. Dave llegó a él al cuarto tono.
– Aquí Gurney.
– ¿Detective Gurney?-La voz femenina era joven, insegura.
– Exacto. ¿Con quién estoy hablando?-Oyó la respiración inquieta de la persona que llamaba-. ¿Sigue ahí?
– Sí…, no debería llamar, pero… quería hablar con usted.
– ¿Quién es?
Quien llamaba respondió tras otra vacilación.
– Savannah Liston.
– ¿En qué puedo ayudarla?
– ¿Sabe quién soy?
– ¿Debería saberlo?
– Pensaba que podría haber mencionado mi nombre.
– ¿Quién podría haberlo mencionado?
– El doctor Ashton. Soy una de sus asistentes.
– Entiendo.
– Por eso lo llamo. O sea, quizá no debería estar llamando, pero… ¿Es verdad que es detective privado?
– Savannah, ha de decirme por qué me ha llamado.
– Lo sé. Pero no se lo dirá a nadie, ¿verdad? Perdería mi empleo.
– A menos que esté planeando hacer daño a alguien, no se me ocurre ninguna razón legal por la que debería divulgar nada.
Esa respuesta, que había usado centenares de veces en su carrera, no quería decir nada, pero pareció satisfacerla.
– Vale. Voy a decírselo. He oído al doctor Ashton hablando por teléfono con usted antes. Me ha parecido que usted quería nombres de chicas de la clase de Jillian con las que ella iba, pero que él no se los podía dar.
– Algo así.
– ¿Para qué los quiere?
– Lo siento, Savannah, no estoy autorizado a discutir eso. Pero me gustaría saber más sobre la razón por la que me llama.
– Puedo darle dos nombres.
– ¿De chicas con las que iba Jillian?
– Sí. Las conozco porque cuando era estudiante allí, de vez en cuando salíamos juntas, y por eso lo he llamado. Está pasando algo raro. -Su voz se estaba poniendo temblorosa, como si estuviera a punto de llorar.
– ¿Qué cosa rara, Savannah?
– Las dos chicas con las que salía Jillian, las dos han desaparecido desde que se graduaron.
– ¿Qué quiere decir que han desaparecido?
– Las dos se fueron de casa en verano, pero sus familias no las han vuelto a ver y nadie sabe dónde están. Y hay otra cosa horrible. -Su respiración era tan desigual ahora que parecía más un sollozo.
– ¿Qué es lo horrible, Savannah?
– Las dos hablaban de que les gustaba Héctor Flores.
Cuando colgó el teléfono tras hablar con Savannah Liston, había planteado una docena de preguntas que proporcionaron media docena de respuestas útiles, los nombres de las dos chicas y una petición ansiosa: que no le hablara a Ashton de la llamada.
¿Tenía alguna razón para tener miedo del doctor? No, por supuesto que no, Ashton era un santo, pero le hacía sentirse mal actuar a sus espaldas, y no quería que el doctor pensara que ella no confiaba completamente en su juicio.
¿Y Savannah confiaba por completo en su juicio? Por supuesto que sí, salvo que a ella le inquietaba que al doctor Ashton no le preocuparan las chicas desaparecidas.
Así pues, ¿ella le había hablado a Ashton de las desapariciones? Sí, por supuesto que sí, pero él había explicado que las graduadas de Mapleshade con frecuencia desaparecían por buenas razones, y no sería raro que una familia no tuviera contacto con una hija adulta que quería un poco de espacio para respirar.
¿Cómo era que las chicas desaparecidas conocían a Héctor? Porque el doctor Ashton lo había llevado a Mapleshade en ocasiones para que trabajara en los semilleros. Héctor era muy atractivo y algunas de las chicas estaban muy interesadas en él.
Cuando Jillian era estudiante, ¿había alguien del personal en particular en quien ella podría haber confiado? Había un tal doctor Kale, que se ocupaba de muchas cosas-Simon Kale-, pero se había retirado y vivía en Cooperstown. Savannah había encontrado el número de Gurney a través de Internet y él probablemente encontraría el de Kale de la misma manera. Kale era un viejo raro. Pero podría saber cosas de Jillian.
¿Por qué le estaba contando eso a Gurney? Porque él era detective, y en ocasiones se quedaba despierta toda la noche y se asustaba pensando en las chicas desaparecidas. A la luz del día veía que era probable que el doctor Ashton tuviera razón, que muchas de las estudiantes vinieran de familias enfermas-como la suya-y que tenía sentido alejarse de ellas. Alejarse y no dejar ninguna dirección. Quizás incluso cambiarse el nombre. Pero en la oscuridad se le ocurrían otras posibilidades, posibilidades que hacían que le costara dormir.
Y, oh, por cierto, las chicas desaparecidas tenían otra cosa en común, además de haber mostrado un gran interés en Héctor cuando este trabajaba sin camisa en los semilleros.
¿Qué era?
Después de graduarse en Mapleshade, ambas habían sido contratadas para posar, igual que Jillian, para esos «anuncios tan sensuales de pañuelos».
Cuando Gurney volvió a la cocina, a la mesa donde habían estado comiendo, el teléfono sonó otra vez. Madeleine estaba allí de pie con la revista del Times abierta sobre la mesa. Al unirse a ella, mirando esa inquietante descripción de voracidad y ensimismamiento, notó que se le erizaba el vello de la nuca.
Madeleine lo miró con curiosidad, que él interpretó como su forma de preguntar si quería contarle la llamada telefónica.
Agradecido por su interés, lo hizo con detalle.
La curiosidad de Madeleine se tornó en preocupación.
– Alguien ha de descubrir por qué no pueden encontrar a esas chicas.
– Estoy de acuerdo.
– ¿No habría que notificarlo a los departamentos de Policía locales?
– No es tan sencillo. Las chicas de las que Savannah está hablando eran como Jillian, presumiblemente de su edad, así que ahora tienen, por lo menos, diecinueve años; son todas, según la ley, adultas. Si sus familiares u otra personas que las ven regularmente no han denunciado de un modo oficial su desaparición, no hay mucho que la Policía pueda hacer. No obstante…
Sacó su teléfono móvil e introdujo el número de Scott Ashton. Sonó cuatro veces y ya iba a saltar el contestador cuando este lo cogió y respondió, después, aparentemente, de leer el visor del identificador de llamada.
– Buenas tardes, detective Gurney.
– Doctor Ashton, siento molestarle, pero ha surgido algo.
– ¿Progreso?
– No sé cómo llamarlo, pero es importante. Entiendo la política de confidencialidad de Mapleshade, que me ha explicado, pero tenemos aquí una situación que requiere una excepción, acceso a registros del pasado.
– Pensaba que había sido claro al respecto. Una política con excepciones no es política. En Mapleshade la confidencialidad lo es todo. No hay excepciones. Ninguna.
Gurney sintió que le subía la adrenalina.
– ¿Tiene algún interés en saber cuál es el problema?
– Cuénteme.
– Suponga que tenemos razones para creer que Jillian no fue la única víctima.
– ¿De qué está hablando?
– Supongamos que tenemos razones para creer que Jillian fue solo una de las graduadas de Mapleshade que fueron objetivo de Héctor Flores.
– No logro ver…
– Hay pruebas circunstanciales que sugieren que algunas de las graduadas que eran amigas de Héctor Flores no están localizables. Dadas las circunstancias, deberíamos averiguar cuántas compañeras de clase de Jillian están localizables en este momento y cuántas no.
– Dios, ¿se da cuenta de lo que está diciendo? ¿De dónde salen esas pruebas circunstanciales?
– La fuente no es la cuestión.
– Por supuesto que es la cuestión. Es una cuestión de credibilidad.
– También podría ser una cuestión de salvar vidas. Piense en ello.
– Lo haré.
– Le sugiero que lo haga ahora mismo.
– No me impresiona su tono, detective.
– ¿Cree que el problema es mi tono? Piense en esto: en la posibilidad de que algunas de sus graduadas podrían morir por su preciosa política de confidencialidad. Piense en explicarle eso a la Policía. Y a los medios. Y a los padres. Cuando lo haya pensado, vuelva a llamarme. Ahora tengo otras llamadas que hacer.
– Colgó y respiró hondo.
Madeleine estudió su rostro, sonrió de manera sesgada y dijo:
– Bueno, eso es un enfoque.
– ¿Tienes otro?
– En realidad, me gusta el tuyo. ¿Recaliento la cena?
– Claro. -Respiró hondo otra vez, como si la adrenalina pudiera exhalarse-. Savannah me dio los nombres y los números de teléfono de las familias de las chicas (las mujeres, debería decir) que ella asegura que han desaparecido. ¿Crees que debería llamar?
– ¿Es ese tu trabajo?-Recogió los platos de la pasta y los llevó al microondas.
– Bien pensado-concedió al sentarse a la mesa.
Algo en la actitud de Ashton lo había sacado de quicio y lo llevaba a responder de manera impulsiva. Sin embargo, cuando se obligó a pensar en ello con calma, comprendió que investigar el problema de las graduadas desaparecidas de Mapleshade era asunto de la Policía. Había ciertos requisitos para dar a alguien el estatus de «persona desaparecida», y para intentar averiguar con las bases de datos estatales y nacionales cuándo la habían visto por última vez. Más importante, había una cuestión de recursos humanos. Si, de hecho, resultaba que el caso implicaba a múltiples personas desaparecidas bajo la sospecha de secuestro o algo peor, un solo investigador no era la respuesta. La reunión del día siguiente con el fiscal del distrito y la prometida representación del DIC proporcionaría un foro ideal para discutir la llamada de Savannah y para trasladar la cuestión.
Entre tanto, no obstante, podría ser interesante hablar con Allessandro.
Gurney cogió el portátil del estudio y lo colocó donde había estado su plato.
Una búsqueda en las páginas blancas de Internet para Nueva York proporcionó treinta y dos individuos con ese apellido. Por supuesto, era más probable que Allessandro fuera un nombre profesional elegido para proyectar cierta imagen. No obstante, no había listados de negocio en los que apareciera el nombre de Allessandro en cualquiera de las categorías en que podría estar relacionado con el anuncio del Times: fotografía, publicidad, marketing, gráfico, diseño, moda.
Parecía extraño que un fotógrafo comercial fuera tan esquivo; a menos que tuviera tanto éxito que la gente que importaba ya supiera cómo contactar con él y su invisibilidad para las masas formara parte de ese atractivo, como un nightclub de moda sin cartel en la puerta.
Se le ocurrió que si Ashton había adquirido la foto de Jillian directamente de Allessandro, tendría el número de teléfono del hombre, pero no era el mejor momento para pedirlo. Cabía la posibilidad de que Val Perry supiera algo al respecto, podría incluso conocer el nombre completo de Allessandro. En cualquiera de los casos, el día siguiente sería el momento adecuado para investigarlo. Y, muy importante, necesitaba mantener la mente abierta. El hecho de que dos antiguas estudiantes de Mapleshade con las que la asistente de Ashton había tenido problemas para contactar hubieran posado para el mismo fotógrafo de moda que Jillian podría ser una coincidencia sin sentido, aunque a las dos les gustara Héctor. Gurney cerró el portátil y lo dejó en el suelo, junto a su silla.
Madeleine volvió a la mesa, con los platos de pasta y los langostinos humeando de nuevo, y se sentó frente a él.
Dave cogió el tenedor y lo volvió a dejar. Miró por las puertas cristaleras, pero la noche ya había caído y los paneles de cristal, en lugar de proporcionar una visión del patio y el jardín, solo ofrecían un reflejo de los dos a la mesa. Su atención se fijó en las líneas severas de su propio rostro, en la expresión seria de su boca, un recordatorio de su padre.
Madeleine lo estaba observando.
– ¿En qué estás pensando?
– En nada. No lo sé. En mi padre, supongo.
– ¿En qué?
Pestañeó y la miró.
– ¿Alguna vez te he contado la historia del conejo?
– Me parece que no.
Dave se aclaró la garganta.
– Cuando era pequeño (cinco, seis, siete años), le pedí a mi padre que me contara historias de las cosas que él hacía cuando era pequeño. Sabía que había crecido en Irlanda y tenía una idea de cómo era aquel país por un calendario que conseguimos de un vecino que fue allí de vacaciones: todo muy verde, rocoso, un poco salvaje. Para mí era un lugar extraño y maravilloso; fabuloso, supongo, porque no se parecía en nada al sitio donde vivíamos en el Bronx.
El desagrado de Gurney por el barrio de su infancia, o quizá por su infancia en sí, se reflejó en su rostro.
– Mi padre no hablaba mucho, al menos con mi madre y conmigo, y conseguir que contara algo de cómo creció era casi imposible. Por fin, un día, quizá para que dejara de molestarle, me contó esta historia. Dijo que había un campo detrás de la casa de su padre (así la llamaba, la casa de su padre, una extraña forma de expresarlo, porque él también vivía allí), un gran campo de hierba con un murete de piedra que lo separaba de otro campo aún más grande con un arroyo que lo atravesaba y una colina en la distancia. La casa era una cabaña beis con un techo de paja oscuro. Había patos y narcisos. Cada noche me acostaba imaginándolo (los patos, los narcisos, el campo, la colina), deseando estar allí, decidido a ir algún día. -Su expresión era una mezcla de amargura y añoranza.
– ¿Cuál es la historia?
– ¿Eh?
– Has dicho que te contó una historia.
– Dijo que él y su amigo Liam iban a cazar conejos. Tenían hondas e iban a los campos de detrás de su casa al alba, mientras la hierba estaba todavía cubierta de rocío, y cazaban conejos. Los conejos formaban estrechos caminos a través de la hierba alta, y él y Liam seguían los caminos. En ocasiones ponían trampas en los senderos o en sus madrigueras o en los agujeros que cavaban por debajo del muro de piedra.
– ¿Te dijo si alguna vez pillaron alguno?
– Dijo que sí, que luego los soltaban.
– ¿Y las hondas?
– Siempre fallaban por poco, decía. -Gurney se quedó en silencio.
– ¿Esa es la historia?
– Sí. La cuestión es que las imágenes que pintó en mi mente eran reales y pensé mucho en ellas, pasé mucho tiempo imaginándome allí, siguiendo esos pequeños y estrechos caminos en la hierba. Aquellas imágenes se convirtieron, por raro que parezca, en los recuerdos más vívidos de mi infancia.
Madeleine torció el gesto.
– ¿Todos lo hacemos, verdad? Tengo vívidos recuerdos de cosas que en realidad no vi, recuerdos de escenas que alguien describió. Recuerdo lo que he imaginado.
Dave asintió.
– Hay una parte que aún no te he contado. Años después, décadas después, cuando tenía unos treinta y cinco años y mi padre sesenta y pico, saqué el tema en una conversación telefónica con él. Le dije: «¿Recuerdas la historia que me contaste sobre ti y Liam, que salíais al campo al alba con las hondas?». No parecía saber de qué estaba hablando. Así que añadí todos los demás detalles: el muro, las zarzas, el arroyo, la colina, las sendas de los conejos. «Oh, eso. Eso era todo mentira. Nada de eso pasó nunca», me respondió. Y lo dijo en ese tono suyo que parecía dar a entender que yo había sido un idiota por creérmelo. -Había un extraño y apenas perceptible temblor en la voz de Gurney. Tosió ruidosamente como si tratara de expulsar la obstrucción que lo había causado.
– ¿Se lo inventó todo?
– Se lo inventó todo. Hasta el último detalle. Y lo más deplorable es que es lo único que jamás me contó sobre su infancia.
Gurney estaba recostado en la silla, examinando sus manos. Las vio más arrugadas y ajadas de lo que las habría imaginado si no estuviera mirándolas. Las manos de su padre.
Cuando Madeleine despejó la mesa, parecía sumida en profundos pensamientos. Una vez que todos los platos y las sartenes estuvieron en el fregadero y cubiertos con agua caliente jabonosa, cerró el grifo y habló sin alterarse.
– Así que supongo que tuvo una infancia horrible.
Gurney levantó la mirada.
– Es de suponer.
– ¿Te das cuenta de que durante los doce años de nuestro matrimonio en que estuvo vivo, solo lo vi tres veces?
– Así somos.
– ¿Te refieres a tu padre y a ti?
Él asintió de manera vaga, concentrándose en un recuerdo.
– El apartamento donde crecí en el Bronx tenía cuatro habitaciones: una pequeña cocina comedor, una pequeña sala de estar y dos dormitorios minúsculos. Éramos cuatro: mi madre, mi padre, mi abuela y yo. ¿Y sabes qué? Casi siempre había solo una persona en cada habitación, salvo cuando mi madre y mi abuela estaban juntas viendo la televisión en la sala. Incluso entonces mi padre se quedaba en la cocina y yo en uno de los dormitorios. -Rio, luego se detuvo con una sensación de vacío, pues había oído ese sonido sarcástico como un eco de su padre-. ¿Recuerdas esos imanes con forma de terrier escocés? Si los alineabas de una manera se atraían. Si los alineabas al revés se repelían. Así era nuestra familia, cuatro terriers escoceses alineados de manera que nos repelíamos a las cuatro esquinas del apartamento. Lo más lejos posible los unos de los otros.
Madeleine no dijo nada, solo volvió a abrir el grifo y se ocupó de lavar los platos de la cena. Los aclaró y los apiló en el escurridor, junto al fregadero. Cuando hubo terminado, apagó la luz del techo que quedaba sobre la isleta de la cocina y fue al otro lado de la gran sala. Se sentó en un sillón junto a la chimenea, encendió la lámpara que tenía al lado y sacó su labor de punto-un gorro de lana rojo-de una bolsa grande que había en el suelo. Miraba de cuando en cuando hacia la dirección de Gurney, pero se quedó en silencio.
Dos horas después se fue a acostar.
Gurney, entre tanto, había ido a buscar las carpetas del caso Perry del estudio, donde habían quedado apiladas desde que las quitó de la mesa grande el día que los Meeker habían ido a cenar. Había estado leyendo los resúmenes de las entrevistas realizadas sobre el terreno, así como las transcripciones de aquellas que se habían realizado y registrado en la comisaría del DIC. Le daba la sensación de que era un montón de material que dibujaba una imagen coherente.
Algo de aquello no tenía ningún tipo de sentido. Estaba, por ejemplo, el incidente del desnudo en el pabellón, contado por cinco residentes de Tambury. Decían que Flores había sido visto un mes antes del asesinato apoyado en un solo pie, con los ojos cerrados y las manos en posición de oración delante de él, en lo que se tomó por una especie de postura de yoga, completamente desnudo en el centro del pabellón ajardinado de Ashton. En todos los resúmenes de las entrevistas, el agente había anotado que el individuo que describía el incidente no había sido testigo directo, pero lo presentaba como algo que «sabía todo el mundo». Todos manifestaron haberlo oído de otras personas. Algunos podían recordar quién se lo había mencionado, otros no. Nadie recordaba cuándo. Otro incidente del que se informó con detalle hacía referencia a la discusión entre Ashton y Flores una tarde de verano en la calle principal del pueblo, pero una vez más ninguno de los «testigos», incluidos dos que lo describieron con detalle, lo habían visto con sus propios ojos.
Las anécdotas eran abundantes; los testigos, escasos.
Casi todos los interrogados veían el asesinato en sí a través de la lente de uno entre un puñado de paradigmas: el monstruo de Frankenstein, la venganza de un amante despechado, criminalidad mexicana inherente, inestabilidad homosexual, el envenenamiento de Estados Unidos por la violencia mediática.
Nadie había sugerido una conexión con las alumnas relacionadas con abusos sexuales de Mapleshade o la posibilidad de un móvil de venganza surgido de la anterior conducta de Jillian, áreas donde Gurney creía que finalmente se encontraría la clave del asesinato.
Mapleshade y el pasado de Jillian: dos aspectos que presentaban muchos más interrogantes que hechos. Quizás ese terapeuta retirado al que Savannah había mencionado podría ayudar con ambos. Simon Kale, un nombre fácil de recordar. Simon and Garfunkel. Simón dice. Simon Kale de Cooperstown… ¡Dios! Estaba demasiado agotado.
Fue al fregadero y se echó agua fría en la cara. El café le pareció una buena idea, luego lo contrario. Volvió a la mesa, encendió otra vez su portátil y encontró el número de teléfono y la dirección de Kale en menos de un minuto a través del directorio de Internet. El problema era que no se había dado cuenta de que los informes de entrevistas le habían absorbido durante mucho rato y ya eran las 23.02. ¿Llamar o no llamar? ¿En ese momento o por la mañana? Estaba ansioso por hablar con el hombre, por seguir una pista concreta, algo que le acercara a la verdad. Si Kale ya estaba en la cama, la llamada no sería bien recibida. Por otra parte, el hecho de que fuera tan tarde y la inconveniencia podrían servir para enfatizar que aquello era urgente. Llamó.
Después de tres o cuatro tonos, respondió una voz algo andrógina.
– ¿Sí?
– Simon Kale, por favor.
– ¿Quién es?-La voz, todavía de género incierto, aunque tendía a masculina, sonaba ansiosa e irritada.
– David Gurney.
– ¿Puedo decirle al doctor Kale el motivo de su llamada?
– ¿Con quién estoy hablando?
– Está hablando con la persona que ha contestado al teléfono. Y es un poco tarde. Ahora, ¿podría decirme por qué…?
Se oyó otra voz al fondo, una pausa, el sonido del teléfono cambiando de manos.
Una voz remilgada, seria, anunció:
– Soy el doctor Kale. ¿Quién es?
– David Gurney, doctor Kale. Lamento molestarle tan tarde, pero es un asunto urgente. Trabajo de asesor en el caso del asesinato de Jillian Perry y estoy tratando de formarme una idea sobre Mapleshade. Se me sugirió que usted podría ser una persona útil. -No hubo respuesta-. ¿Doctor Kale?
– ¿Asesor? ¿Qué significa eso?
– Me ha contratado la familia Perry para que les proporcione un punto de vista independiente de la investigación.
– ¿Ah, sí?
– Esperaba que pudiera ayudarme a hacerme una idea más exacta del alumnado y la filosofía general de Mapleshade.
– Yo diría que Scott Ashton es la fuente perfecta para esa clase de información. -Había acritud en su comentario, que suavizó añadiendo en un tono más desenfadado-: Yo ya no formo parte del personal de Mapleshade.
Gurney buscó un punto de apoyo en lo que sonaba como una grieta entre los dos hombres.
– Creo que su posición puede darle más objetividad que la de alguien todavía implicado con la escuela.
– No es un tema que quiera discutir por teléfono.
– Eso puedo entenderlo. La cuestión es que yo vivo en Walnut Crossing y no me molestaría ir a Cooperstown, si puede concederme media hora.
– Ya veo. Desafortunadamente, me iré un mes de vacaciones a partir de pasado mañana.
Lo dijo más como un impedimento legítimo que como una excusa. Gurney tenía la sensación de que Kale no solo estaba intrigado, sino que podría tener algo interesante que decir.
– Sería de enorme ayuda, doctor, si pudiera verle antes. Resulta que tengo una reunión con el fiscal del distrito mañana por la tarde. Si pudiera dedicarme un rato, quizá podría desviarme un poco del camino…
– ¿Tiene una reunión con Sheridan Kline?
– Sí, sería muy útil contar con su opinión antes de eso.
– Bueno…, supongo… Todavía, necesitaría saber más de usted antes…, antes de que considere apropiado discutir nada. Sus credenciales y demás.
Gurney respondió con lo más destacado de su currículo y el nombre de un subinspector con el que Kale podría hablar en el Departamento de Policía de Nueva York. Incluso mencionó, medio pidiendo perdón, la existencia de un artículo de la revista New York publicado hacía cinco años que glorificaba sus contribuciones a la solución de dos infames casos de asesinato. El artículo le hacía parecer como un cruce entre Sherlock Holmes y Harry el Sucio, lo cual le resultaba embarazoso. Pero también podía ser útil.
Kale accedió a reunirse con él a las 12.45 del día siguiente, viernes.
Cuando Gurney trató de organizar sus ideas para la reunión con Klein, y elaborar una lista en su cabeza de temas que quería abordar, descubrió por enésima vez que excitación y cansancio constituían unos cimientos muy débiles sobre los que organizar nada. Concluyó que dormir sería la manera más eficaz de emplear el tiempo. Sin embargo, en cuanto se quitó la ropa y se metió en la cama al lado de Madeleine, el sonido de su móvil lo devolvió a la encimera de la cocina, donde lo había dejado sin darse cuenta.
La voz al otro extremo había nacido y se había criado en un club de campo de Connecticut.
– Soy el doctor Withrow Perry. Ha llamado. Puedo darle justo tres minutos.
Gurney tardó un momento en centrarse.
– Gracias por llamar. Estoy investigando el asesinato de… Perry lo cortó.
– Sé lo que está haciendo. Sé quién es. ¿Qué quiere?
– Tengo algunas preguntas que podrían ayudarme a…
– Adelante, hágalas.
Gurney contuvo el impulso de hacer un comentario sobre la actitud del hombre.
– ¿Tiene alguna idea de por qué Héctor Flores mató a su hija?
– No. Y para que conste, Jillian era la hija de mi mujer, no mía.
– ¿Sabe de alguien más además de Flores que pudiera tenerle ojeriza, una razón para matarla o hacerle daño?
– No.
– ¿Nadie?
– Nadie, y supongo que todos.
– ¿Qué significa?
Perry rio: un sonido grave y desagradable.
– Jillian era una zorra mentirosa y manipuladora. No creo que sea el primero en decírselo.
– ¿Qué es lo peor que le hizo nunca?
– No voy a hablar de eso con usted.
– ¿Por qué cree que el doctor Ashton quería casarse con ella?
– Pregúnteselo.
– Se lo estoy preguntando a usted.
– Siguiente pregunta.
– ¿Jillian habló de Flores alguna vez?
– Conmigo, desde luego, no. No teníamos ninguna relación. Deje que sea claro, detective: estoy hablando con usted solo porque mi mujer ha decidido encargar esta investigación no oficial y me ha pedido que conteste su llamada. La verdad es que no tengo nada con lo que contribuir y, para ser sincero con usted, considero que su esfuerzo es una pérdida de tiempo y de dinero.
– ¿Cómo se siente respecto al doctor Ashton?
– ¿Que cómo me siento? ¿Qué quiere decir?
– ¿Le cae bien? ¿Lo admira? ¿Le da lástima? ¿Lo desprecia?
– Nada de eso.
– ¿Entonces qué?
Hubo una pausa, un suspiro.
– No tengo interés en él. Considero que su vida no es asunto mío.
– Pero hay algo en él que… ¿qué?
– Solo la pregunta obvia. La pregunta que ya ha planteado en cierto modo.
– ¿Cuál?
– ¿Por qué un profesional tan competente iba a casarse con una chica descarriada como Jillian?
– ¿Tanto la odiaba?
– No la odiaba, señor Gurney, no más de lo que odiaría a una cobra.
– ¿Mataría a una cobra?
– Una pregunta pueril.
– Hágame el favor.
– Mataría a una cobra que amenazara mi vida, igual que usted.
– ¿Alguna vez ha querido matar a Jillian?
Rio sin humor.
– ¿Es esto una suerte de juego infantil?
– Solo una pregunta.
– Me está haciendo perder el tiempo.
– ¿Todavía posee un rifle Weatherby 257?
– ¿Qué tiene que ver eso con nada?
– ¿Es consciente de que alguien con un rifle como ese disparó a Scott Ashton la semana después del asesinato de Jillian?
– ¿Con un Weatherby 257? Por el amor de Dios, ¿no estará insinuando…? ¿No se atreverá a insinuar que de alguna manera…? ¿Qué demonios está insinuando?
– Solo estoy haciendo una pregunta.
– Una pregunta con implicaciones ofensivas.
– ¿Debo asumir que todavía está en posesión del rifle?
– Asuma lo que quiera. Siguiente pregunta.
– ¿Sabe a ciencia cierta dónde estaba el rifle el 17 de mayo?
– Siguiente pregunta.
– ¿Alguna vez Jillian llevó a sus amigos a su casa?
– No, y le doy las gracias a Dios por esos pequeños favores. Me temo que su tiempo ha terminado, señor Gurney.
– Pregunta final: ¿conoce el nombre o la dirección del padre biológico de Jillian?
Por primera vez en la conversación, Perry vaciló.
– Algún nombre que parecía español. -Había cierta repulsión en su voz-. Mi mujer lo mencionó en una ocasión. Le dije que no quería volver a oírlo. ¿Cruz, quizá? ¿Ángel Cruz? No conozco su dirección. Podría no tener. Considerando la esperanza de vida media del adicto a la metanfetamina, probablemente estará muerto desde hace años.
Perry colgó sin decir una palabra más.
Conciliar el sueño le resultó difícil. Cuando la mente de Gurney estaba conectada después medianoche, no resultaba fácil apagarla. Podía tardar horas en desprenderse de su obsesión por los problemas del día.
Llevaba en la cama, calculó, al menos cuarenta y cinco minutos sin que le diera ningún respiro el caleidoscopio de imágenes y preguntas incorporadas al caso Perry cuando se fijó en que el ritmo de la respiración de Madeleine había cambiado. Estaba convencido de que ella estaba dormida cuando él se había metido en la cama, pero ahora tenía la clara sensación de que estaba despierta.
Quería hablar con ella. Bueno, en realidad, no estaba seguro de ello. Y si hablaba con Madeleine, no estaba seguro de sobre qué deseaba hablar. De repente, se dio cuenta de que quería su consejo, su orientación para salir del pantano en el cual se estaba enfangando: un pantano compuesto por demasiadas historias tambaleantes. Quería su consejo, pero no estaba seguro de cómo pedírselo.
Ella se aclaró la garganta suavemente.
– ¿Qué vas a hacer con todo tu dinero?-preguntó como si tal cosa, como si hubieran estado discutiendo alguna cuestión relacionada con ello durante la última hora. No era inusual que ella sacara a relucir cosas de esa manera.
– ¿Te refieres a los cien mil dólares?
Ella no respondió, lo cual significaba que consideraba la pregunta innecesaria.
– No es mi dinero-dijo él-. Es nuestro dinero. Aunque de momento es solo teórico.
– No, desde luego que es tu dinero.
Dave volvió la cabeza hacia su mujer en la almohada, pero era una noche sin luna, demasiado oscura para distinguir su expresión.
– ¿Por qué dices eso?
– Porque es verdad. Es tu afición, y ha resultado una afición muy lucrativa. Y es tu contacto en la galería, o tu representante, o tu agente, o lo que sea. Y ahora vas a reunirte con tu nuevo admirador, el coleccionista de arte, sea quien sea. Así que es tu dinero.
– No entiendo por qué estás diciendo esto.
– Lo estoy diciendo porque es cierto.
– No lo es. Lo que es mío es tuyo.
Ella profirió una risita compungida.
– No lo ves, ¿no?
– ¿Ver qué?
Ella bostezó y de repente sonó muy cansada.
– El proyecto de arte es tuyo. Todo lo que hice yo fue quejarme de que le dedicaras mucho tiempo, de cuántos días preciosos pasabas metido en tu estudio mirando la pantalla, mirando las caras de asesinos en serie.
– Eso no tiene nada que ver con lo que pensamos del dinero.
– Tiene todo que ver con eso. Tú te lo has ganado. Es tuyo. -Bostezó de nuevo-. Me voy a dormir otra vez.
Gurney salió a las 11.30 del día siguiente hacia su reunión con Simon Kale, lo que le dejaba poco más de una hora para el viaje a Cooperstown. Por el camino se tomó casi medio litro de café de la mezcla especial de la casa de Abelard’s y, cuando el lago Otsego apareció a la vista, ya se sentía lo bastante despierto para tomar nota del clima clásico de septiembre, el cielo azul, los arces enrojecidos.
Su GPS lo guio a través de la orilla oeste, a la sombra de las cicutas del lago, hasta una pequeña casa colonial con su propia península de dos mil metros cuadrados. Las puertas abiertas del garaje revelaron un Miata verde brillante y un Volvo negro. Había un Volkswagen escarabajo rojo, aparcado al borde del sendero, lejos del garaje. Gurney aparcó justo detrás cuando un elegante hombre de cabello gris salía del garaje sujetando un par de bolsas grandes de lona.
– ¿Detective Gurney, supongo?
– ¿Doctor Kale?
– Exacto.
Sonrió como por obligación y lo dirigió hacia un sendero de losas que conducía desde el garaje a la entrada lateral de la vivenda. La puerta estaba abierta. Dentro, la casa parecía muy vieja, pero meticulosamente cuidada, con los techos bajos para conservar el calor y vigas talladas a mano típicas del siglo XVIII. Estaban de pie en medio de la cocina donde destacaba una enorme chimenea, así como con un horno de gas de cromo y esmalte de la década de los treinta. Desde otra habitación llegaban los compases inconfundibles de Amazing Grace interpretada con una flauta.
Kale dejó las bolsas en la mesa. Tenían el logo de la Adirondack Symphony Orchestra impreso. En una de ellas sobresalían hojas de verduras y rebanadas de pan francés; en la otra, botellas de vino.
– Los ingredientes de la cena. Me han enviado de caza y recolecta-dijo con cierta arrogancia-. Yo no voy a cocinar. Mi compañero, Adrian, es chef y flautista.
– ¿Es eso…?-empezó Gurney, inclinando la cabeza en la dirección de la tenue melodía.
– No, no, Adrian toca mucho mejor. Ese debe de ser su estudiante de las doce, el del escarabajo.
– ¿El…?
– El coche de fuera, el aparcado delante del suyo, el rojo
– Ah-dijo Gurney-. Por supuesto. Lo cual deja el Volvo para usted y el Miata para su compañero.
– ¿Está seguro de que no es al revés?
– No creo.
– Interesante. ¿Qué es exactamente lo que hay en mí que le sugiere Volvo?
– Cuando ha salido del garaje, ha salido por el lado del Volvo. Kale emitió un agudo cacareo.
– ¿Así que no es clarividente?
– Lo dudo.
– ¿Quiere un té? ¿No? Entonces acompáñeme al salón.
El salón resultó ser una pequeña estancia contigua a la cocina. Dos sillones con tapicería floral, dos cojines acolchados también con motivos florales, una mesita de té, una librería y una pequeña estufa de leña esmaltada en rojo llenaban el espacio. Kale le indicó a Gurney uno de los sillones y se sentó en el otro.
– Muy bien, detective, ¿cuál es el motivo de su visita?
Gurney se fijó por primera vez en que los ojos de Simon Kale, en contraste con sus modales atolondrados, eran sobrios y calculadores. Ese hombre no sería fácil de engañar o halagar, aunque su desagrado por Ashton, que se había revelado al teléfono, podría ser útil si lo manejaba con cautela.
– No estoy del todo seguro de cuál es el propósito. -Gurney se encogió de hombros-. Quizá solo he venido a ver qué encuentro.
Kale lo estudió.
– No exagere su humildad.
Gurney estaba sorprendido por la pulla, pero respondió de manera anodina.
– Francamente, es más ignorancia que humildad. Hay muchas cosas de este caso que no sé, que nadie sabe.
– ¿Salvo quién es el asesino?-Kale miró su reloj-. ¿Tiene preguntas que hacerme?
– Me gustaría saber todo lo que pueda contarme de Mapleshade, quién va allí, quién trabaja allí, de cómo funciona, qué hacía usted allí, por qué se marchó.
– ¿Mapleshade antes o Mapleshade después de la llegada de Scott Ashton?
– Los dos, pero sobre todo del periodo en que Jillian Perry era estudiante.
Kale se humedeció los labios reflexivamente; pareció saborear la pregunta.
– Lo resumiré así: durante dieciocho de los veinte años que enseñé en Mapleshade, fue un entorno terapéutico efectivo para la mejora de un amplio rango de problemas emocionales y de conducta entre leves y moderados. Scott Ashton apareció en escena hace cinco años con gran fanfarria; era una celebridad de la psiquiatría, un teórico de vanguardia, justo lo que se necesitaba para colocar la escuela en la primera posición de su campo. No obstante, una vez que se afianzó, empezó a cambiar el foco de atención de Mapleshade a adolescentes cada vez más y más enfermas: depredadoras sexuales violentas, que abusaban y manipulaban a otros niños, chicas jóvenes con una alta carga sexual con largas historias de incesto de las que eran víctimas y perpetradoras. Scott Ashton convirtió nuestra escuela, con su amplia historia de éxito en el tratamiento de adolescentes con problemas, en un descorazonador depósito de adictas al sexo y sociópatas.
Gurney pensó que el tono de su discurso estaba cuidadosamente construido, pulido por la repetición; sin embargo, la emoción que transmitía parecía bastante real. El tono de superioridad y los manierismos de Kale habían sido sustituidos, al menos por el momento, por una indignación rígida y justificada.
Entonces, en el silencio abierto que siguió a la diatriba, se oyó desde la flauta de la otra sala la inquietante melodía de Danny Boy.
La música asaltó a Gurney lentamente, de manera debilitante, como si abrieran una tumba. Pensó que tendría que excusarse, encontrar un pretexto para abandonar la entrevista, huir de allí. Habían pasado quince años, y aun así la canción era insoportable. Pero luego la flauta se detuvo. Gurney se sentó, con dificultades para respirar, como un soldado traumatizado por la guerra esperando que se reanude la artillería distante.
– ¿Le ocurre algo?-Kale lo estaba mirando con curiosidad. El primer impulso de Gurney fue mentir, ocultar la herida. Pero entonces pensó: ¿por qué? La verdad era la verdad. Era lo que era. Dijo:
– Tenía un hijo con ese nombre.
Kale parecía desconcertado.
– ¿Qué nombre?
– Danny.
– No entiendo.
– La flauta… Eh… no importa. Un viejo recuerdo. Lamento la interrupción. Estaba describiendo la… transición de un tipo de centro a otro.
Kale frunció el ceño.
– Transición es un término benigno para un cambio radical.
– Pero ¿la escuela continúa siendo exitosa?
La sonrisa de Kale destelló como el hielo.
– Se puede ganar mucho dinero albergando a los retoños dementes de padres culpables. Cuanto más terroríficos son, más están dispuestos a pagar los padres.
– ¿Al margen de que mejoren?
La risa de Kale era tan fría como su sonrisa.
– Permítame que deje esto perfectamente claro, detective, para que no le quede ninguna duda de lo que estamos hablando. Si descubriera que su hija de doce años ha estado violando a niños de cinco, estaría dispuesto a pagar cualquier cosa para que esa hija demente desaparezca unos años.
– ¿Esas son las que se envían a Mapleshade?
– Exacto.
– ¿Como Jillian Perry?
La expresión de Kale pasó por una serie de tics y muecas.
– Mencionar nombres de estudiantes concretos en un contexto como este nos pone al borde de un campo minado desde el punto de vista legal. Lamento no poder darle un respuesta específica.
– Ya tengo descripciones fiables de la conducta de Jillian. Solo la menciono porque la cronología plantea una pregunta: ¿no la enviaron a Mapleshade antes de que el doctor Ashton alterara el foco de la escuela?
– Eso es verdad. No obstante, sin decir nada ni en un sentido ni en otro respecto a Jillian Perry, puedo decirle que Mapleshade tradicionalmente aceptaba estudiantes con un amplio abanico de problemas, y siempre había unas pocas que estaban mucho más enfermas que las demás. Lo que hizo Ashton fue concentrar la política de admisiones de Mapleshade en las más enfermas. Dele a cualquiera de ellas un gramo de coca y sería capaz de seducir a un caballo. ¿Eso responde a su pregunta?
La mirada de Gurney descansó, pensativa, sobre la pequeña estufa roja.
– Comprendo su reticencia a violar sus compromisos de confidencialidad. No obstante, a Jillian Perry ya no se le puede hacer daño, y encontrar a su asesino podría depender de descubrir más sobre sus pasados contactos. Si Jillian alguna vez le confió algo sobre…
– Alto ahí. Lo que se me confiara a mí sigue siendo confidencial.
– Hay mucho en juego, doctor.
– Sí, lo hay. La integridad está en juego. No revelaré nada de lo que se me contó con el sobreentendimiento de que no lo revelaría, ¿está claro?
– Por desgracia, sí.
– Si quiere saber cosas sobre Mapleshade y su transformación de escuela a zoo, podemos discutirlo en términos generales. Pero no hablaré sobre los detalles particulares. Vivimos en un mundo resbaladizo, detective, por si no lo ha notado. No tenemos ningún punto de apoyo más allá de nuestros principios.
– ¿Qué principio dictó su marcha de Mapleshade?
– Mapleshade se convirtió en un hogar de psicópatas sexuales. La mayoría de ellas no necesitaban terapeutas, sino más bien exorcistas.
– Cuando usted se fue, ¿Mapleshade contrató a alguien para reemplazarlo?
– Contrató a alguien para el mismo puesto. -Había acritud en aquella clara distinción y algo muy parecido a auténtico odio en los ojos de Kale.
– ¿A qué clase de persona?
– Se llama Lazarus. Eso lo dice todo.
– ¿Por qué?
– El doctor Lazarus tiene la misma calidez y vivacidad que un cadáver. -Había una irrevocabilidad amarga en la voz de Kale que le dijo a Gurney que la entrevista había terminado.
Como dándole la entrada, la flauta empezó a sonar otra vez y la melodía lastimera de Danny Boy lo propulsó lejos de la casa.
La fábula vital, el sueño fundamental, la visión que lo había cambiado todo, era ahora tan vívida para él como la primera vez que la experimentó.
Era como ver una película y estar en ella al mismo tiempo, olvidando luego que era una película, y viviéndola, sintiéndola como una experiencia más real que lo que había sido la vida llamada real.
Era siempre igual.
Juan el Bautista estaba descalzo y desnudo salvo por una tela que apenas le cubría los genitales. La sujetaba con un cinturón de piel vuelta del cual colgaba un cuchillo de caza primitivo. Estaba de pie junto a una cama revuelta, en un espacio que parecía ser al mismo tiempo una habitación y una mazmorra. No había ataduras visibles que lo sujetaran, sin embargo, no podía mover ni brazos ni piernas. La sensación era claustrofóbica y sentía que, si perdía el equilibrio y caía en la cama, se asfixiaría.
A la mazmorra, bajando por escalones de piedra oscuros, llegó Salomé. Fue hacia él envuelta en un remolino de perfume y seda transparente. Se quedó delante de él, contoneándose, bailando, moviéndose más como una serpiente que como un ser humano. La seda se deslizó, desapareciendo, revelando una piel marfileña, unos pechos sorprendentemente grandes para el cuerpo ligero, unas nalgas redondas, increíblemente perfectas y letales. El cuerpo contorsionándose en anticipación del placer.
El arquetipo de la degradación.
Eva el súcubo.
Encarnación de la serpiente.
Esencia del mal.
Encarnación de la lujuria.
Retorciéndose, bailando como una serpiente.
Danzando en torno a él, pegada a él. Un pegajoso sudor formándose en los pechos temblorosos, gotitas de sudor en la comisura de los labios. La descarga eléctrica de las piernas contra las suyas, las piernas separándose, el roce del vello púbico contra su muslo, un grito de horror creciendo en su pecho, el horror acelerado en su sangre. El grito pugnando por estallar en su corazón. Al principio un pequeño gemido contenido, construyéndose, tensándose a través de los dientes apretados. Los ojos de ella ardiendo, la entrepierna apretada contra la suya, ardiendo, su grito alzándose, estallando, ahora un rugido, un torrente de sonido, el rugido de un ciclón equilibrando el mundo, liberando los brazos y piernas de su parálisis, su cuchillo de caza transformado ahora en una espada, una cimitarra bendita. Con toda la fuerza del Cielo y la Tierra, blande su gran cimitarra-la mueve en un arco dulce y perfecto-sin apenas sentir que atraviesa el sudor del cuello de ella, la cabeza que cae, libre. Al caer, desapareciendo a través del suelo de piedra, el cuerpo húmedo se seca en un polvo gris y desaparece, barrido por un viento que a él le calienta el alma, que lo llena de luz y paz, que lo colma con el conocimiento de su identidad verdadera, con su misión y su método.
Dicen que Dios acude a algunos hombres lentamente y a otros en un destello de luz que lo ilumina todo. Y así era en su caso.
El poder y la claridad lo habían asombrado la primera vez, como lo hacía cada vez que lo recordaba, cada vez que volvía a experimentar la gran verdad que se le había revelado en el «sueño».
Como todas las grandes ideas, era asombrosamente simple: Salomé no logrará que Herodes decapite a Juan el Bautista si este ataca primero. Juan el Bautista, vivo en él. Juan el Bautista, destructor del mal de Eva. Juan el Bautista, receptor del bautismo de sangre. Juan el Bautista, azote de las serpientes viscosas de la Tierra. Cercenador de la cabeza de Salomé la serpiente.
Era una visión maravillosa. Una fuente de determinación, serenidad y solaz. Se sentía excepcionalmente bendecido. Mucha gente en el mundo moderno no tenía ni idea de quién era en realidad.
Él sabía quién era. Y lo que tenía que hacer.
Cuando Gurney estaba entrando en el aparcamiento del edificio del condado que albergaba la oficina del fiscal, sonó su teléfono. Le sorprendió oír la voz de Scott Ashton y más todavía su nueva inseguridad e informalidad.
– David, después de su llamada de esta mañana… Sus comentarios sobre las chicas a las que no podían encontrar… Sé lo que le he dicho sobre la cuestión de la confidencialidad, pero… He pensado que podría hacer unas cuantas llamadas discretas por mi cuenta. De esa manera eliminaría el problema de dar nombres o números de teléfono a un tercero.
– ¿Y?
– Bueno, he hecho unas llamadas y…, el caso es… No quiero aventurar ninguna conclusión, pero… Es posible que algo extraño esté ocurriendo.
Gurney se metió en el primer espacio de aparcamiento que encontró.
– ¿Extraño en qué sentido?
– He hecho un total de catorce llamadas. En cuatro casos tenía el número de la estudiante, en los otros diez, el de un padre o tutor. A una de las estudiantes pude localizarla y hablar con ella. A la otra le dejé un mensaje en el contestador. El servicio telefónico de otras dos ya no funcionaba. De las diez llamadas que hice a familias, hablé con dos y dejé mensajes a las otras ocho, dos de las cuales me llamaron. Así que al final conseguí cuatro conversaciones con familiares.
Gurney se preguntó adónde iría a parar tanto número.
– En uno de los casos, no había problema. Sin embargo, en los otros tres…
– Perdone que le corte, pero ¿qué quiere decir con que no había problema?
– Quiero decir que conocían el paradero de su hija, dijeron que estaba en la facultad, que habían hablado con ella ese mismo día. El problema fue con las otras tres. Los padres no tienen ni idea de dónde están, lo cual en sí no significa demasiado. De hecho, recomiendo mucho a algunas de nuestras graduadas que se separen de sus padres cuando esas relaciones tienen una historia tóxica. La reintegración con la familia de origen en ocasiones no es aconsejable. Estoy seguro de que puede comprender por qué.
Gurney casi patinó y dijo que Savannah le había dicho eso mismo, pero se contuvo. Ashton continuó.
– El problema es lo que los padres me contaron que había ocurrido, cómo las chicas se fueron de casa.
– ¿Cómo?
– El primer padre me dijo que su hija estaba inusualmente calmada, que se había comportado bien durante cuatro semanas después de volver de Mapleshade. Luego, una tarde, durante la cena, la chica pidió dinero para comprarse un coche nuevo, en concreto un Miata descapotable de veintisiete mil dólares. Los padres, por supuesto, se negaron. Ella los acusó de no preocuparse por ella, y resucitaron todos los traumas de su infancia, y les planteó el absurdo ultimátum de que, o le daban el dinero o no volvería a hablarles nunca. Cuando ellos se negaron, ella hizo las maletas, tal como suena, llamó a un taxi y se fue. Después de eso, llamó una vez para decir que estaba compartiendo un apartamento con una amiga, que necesitaba tiempo para ordenar sus «asuntos» y que cualquier intento de localizarla o comunicarse con ella sería un asalto intolerable a su intimidad. Y no volvieron a saber nada más de ella.
– Está claro que usted sabe más sobre sus exestudiantes que yo, pero en la superficie esta historia no resulta tan increíble. Parece algo que una niña mimada e inestable podría hacer. -Cuando salieron las palabras, Gurney se preguntó si Ashton podría objetar algo a esa caracterización de las alumnas de Mapleshade.
– Suena exactamente así-replicó en cambio-. Una «niña mimada» montando un escándalo, largándose, castigando a sus padres por rechazarla. No es muy asombroso, ni siquiera inusual.
– Entonces no entiendo la clave de la historia. ¿Por qué está tan inquieto por eso?
– Porque las otras dos explicaron la misma historia a sus familias.
– ¿Lo mismo?
– La misma historia, salvo por la marca y el precio del coche. En lugar de un Miata de veintisiete mil dólares, la segunda chica pidió un BMW de treinta y nueve mil, y la tercera quería un Corvette de setenta mil dólares.
– Cielo santo.
– ¿Ve por qué estoy preocupado?
– Lo que veo es un misterio en la conexión de las tres historias. ¿Sus conversaciones con los padres le dieron alguna idea sobre eso?
– Bueno, no puede ser una coincidencia. Lo que lo convierte en alguna clase de conspiración.
Gurney veía dos posibilidades.
– O bien las chicas urdieron el plan entre ellas como una forma de irse de casa (aunque no me queda claro por qué tendrían que hacerlo), o cada una de ellas estaba siguiendo las instrucciones de otra persona sin ser necesariamente consciente de que otras chicas estaban siguiendo las mismas instrucciones. Pero, una vez más, la verdadera pregunta es por qué.
– ¿No cree que sea, sin más, un plan para ver si podían obligar a sus padres a que les compraran el coche de sus sueños?
– Lo dudo.
– Si era una historia que urdieron entre ellas, o bajo la dirección de una tercera parte misteriosa, por razones todavía desconocidas, ¿por qué cada chica dijo una marca de coche distinta?
A Gurney se le ocurrió una posible respuesta, pero quería más tiempo para pensar en ello.
– ¿Cómo eligió los nombres de las chicas a las que quería llamar?
– Nada sistemático. Eran solo chicas de la clase de graduación de Jillian.
– ¿Así que todas tenían aproximadamente la misma edad? ¿Todas alrededor de los diecinueve o veinte años?
– Eso creo.
– ¿Se da cuenta de que tendrá que entregar los registros de matriculación de Mapleshade a la Policía?
– Me temo que yo no lo veo de esa manera, al menos todavía no. Lo único que sé en este momento es que tres chicas, legalmente adultas, se fueron de casa después de mantener discusiones similares con sus padres. Le concedo que hay algo en ello que parece peculiar (que es el motivo por el que le he llamado), pero hasta ahora no hay pruebas de criminalidad, no hay pruebas de nada mal hecho en absoluto.
– Hay más de tres.
– ¿Cómo lo sabe?
– Como le he dicho antes, me contaron…
Ashton lo interrumpió.
– Sí, sí, lo sé, una persona anónima le dijo que no podían encontrar a algunas de nuestras antiguas estudiantes, también anónimas, lo cual en sí mismo no significa nada. No mezclemos churras con merinas, no saltemos a conclusiones horribles para usarlas como pretexto para destruir las garantías de confidencialidad de la escuela.
– Doctor, acaba de llamarme. Estaba preocupado. Ahora me está diciendo que no hay nada de que preocuparse. No tiene mucho sentido.
Podía oír la trémula respiración de Ashton. Después de cinco largos segundos, el hombre habló con voz más mesurada.
– Mire, esto es lo que le propongo: continuaré haciendo llamadas. Trataré de contactar con todos los números que tengo de graduadas recientes. De esa manera podremos averiguar si hay un patrón serio aquí, antes de causar un daño irreversible a Mapleshade. Créame, no pongo obstáculos porque sí. Si descubrimos algún otro ejemplo…
– Muy bien, doctor, haga las llamadas. Pero sepa que le pasaré al DIC la información que ya poseo.
– Haga lo que tenga que hacer pero, por favor, recuerde lo poco que sabe. No destruya un legado de confianza sobre la base de una hipótesis.
– Le entiendo. Lo ha expresado con elocuencia. -De hecho la fácil elocuencia de Ashton estaba desquiciando a Gurney-. Pero hablando del legado de la institución, o misión, o reputación, o como quiera llamarlo, entiendo que hizo algunos cambios drásticos en esa área hace unos años, algunos podrían decir que cambios arriesgados.
Ashton respondió con sencillez.
– Sí, lo hice. Dígame cómo le describieron esos cambios y le diré a qué se debieron.
– Parafrasearé: «Scott Ashton puso la misión de la institución patas arriba, transformó una organización que trataba lo tratable en una jaula de monstruos incurables». Creo que eso capta la esencia de la idea.
Ashton dejó escapar un pequeño suspiro.
– Supongo que es la forma en que «alguien» podría verlo, sobre todo si su carrera no se benefició de ese cambio.
Gurney no hizo caso de la aparente pulla a Simon Kale.
– ¿Cómo lo ve usted?
– Este país tiene una superabundancia de internados terapéuticos para neuróticos. De lo que carece es de entornos residenciales donde los problemas del abuso sexual y de las obsesiones sexuales destructivas puedan ser tratadas de manera creativa y eficaz. Estoy tratando de corregir ese desequilibrio.
– ¿Y está contento con la forma en que está funcionando?
Se oyó el sonido de un largo suspiro.
– El tratamiento de ciertos trastornos mentales es medieval. Con el listón tan bajo, hacer mejoras no es tan difícil como podría pensar. Cuando tenga una o dos horas libres, podemos hablar de ello con más detalle. Ahora mismo será mejor que haga esas llamadas.
Gurney miró la hora en el salpicadero del coche.
– Y yo tengo una reunión a la que ya llego cinco minutos tarde. Por favor, cuénteme lo que pueda lo antes posible. Ah, una última cosa, doctor. Supongo que tiene los números de teléfono de Allessandro y de Karmala Fashion.
– ¿Perdón?
Gurney no dijo nada.
– ¿Se refiere al anuncio? ¿Por qué iba a tener sus números?
– Supongo que la foto de la pared se la dio el fotógrafo o la compañía a la que encargó el anuncio.
– No. De hecho, fue Jillian quien la consiguió. Me la dio como regalo esa mañana. La mañana de la boda.
El edificio del condado tenía una historia inusual. Antes de 1935 había sido el manicomio Bumblebee, llamado así por el excéntrico expatriado británico sir George Bumblebee, quien para ello legó toda su herencia en 1899 y quien, según aseguraban sus parientes desheredados, estaba tan loco como los futuros residentes. Era una historia que proporcionaba una fuente interminable de chistes locales que comentaban el trabajo de las instituciones del Gobierno que habían estado situadas allí desde que el condado se hizo cargo del inmueble durante la Gran Depresión.
El edificio de ladrillo oscuro se alzaba como un opresivo pisapapeles en el lado norte de la plaza de la localidad. La más que necesaria limpieza para eliminar un siglo de mugre se posponía cada año para el siguiente, víctima de una perenne crisis presupuestaria. A mediados de los sesenta, el interior había sido demolido y reconstruido. Se instalaron luces fluorescentes y mamparas para sustituir las lámparas resquebrajadas y los paneles de madera combados. El elaborado aparato de seguridad del vestíbulo que recordaba de sus visitas al edificio durante el caso Mellery seguía en su lugar y continuaba siendo frustrantemente lento. No obstante, una vez que uno pasaba esa barrera, la distribución rectangular del edificio era simple, y al cabo de un minuto Gurney estaba abriendo una puerta de vidrio esmerilado en la que se leía FISCAL DEL DISTRITO en elegantes letras negras.
Reconoció a la mujer con el suéter de cachemira que se sentaba detrás del escritorio de recepción: Ellen Rackoff, la intensamente sensual, aunque lejos de ser joven, asistente del fiscal. La expresión de sus ojos era de frialdad deslumbrante y experimentada.
– Llega tarde-dijo con su voz aterciopelada. El hecho de que no le preguntara el nombre fue lo único que le indicó que lo recordaba del caso Mellery-. Acompáñeme.
Lo condujo a través de la puerta de cristal y por un pasillo hasta una puerta con un cartel de plástico negro en el que se leía SALA DE REUNIONES.
– Buena suerte.
Gurney abrió la puerta y pensó por un momento que se había equivocado de reunión. Había varias personas en la sala, pero la única a la que esperaba ver allí, Sheridan Kline, no estaba entre ellas. Se dio cuenta de que probablemente estaba en el lugar correcto cuando vio al capitán Rodriguez, de la Policía del estado, fulminándolo con la mirada desde el otro lado de una gran mesa redonda que ocupaba casi la mitad de la sala sin ventanas.
Rodriguez era un hombre bajo y rollizo, de rostro impenetrable y con una masa de grueso cabello negro cuidadosamente peinado y obviamente teñido. Su traje azul era impecable; su camisa, más blanca que la nieve; su corbata, rojo sangre. Unas gafas de montura metálica realzaban sus ojos oscuros y resentidos. Arlo Blatt, sentado a su izquierda, miraba a Gurney con ojos pequeños y poco amistosos. El hombre pálido a la derecha de Rodriguez no mostraba más emoción que una expresión un poco deprimida; Gurney suponía que era más inherente que coyuntural. Le dedicó a Gurney la mirada que los polis utilizan por defecto con los extraños, miró el reloj y bostezó. Enfrente de ese trío, con la silla separada un metro de la mesa, Jack Hardwick estaba sentado con los ojos cerrados y los brazos cruzados delante del pecho, como si el hecho de estar en la misma habitación con esa gente le hubiera dado sueño.
– Hola, Dave.
La voz era fuerte, clara, femenina y familiar. Su origen era una mujer alta, de cabello castaño, que estaba de pie junto a otra mesa situada en la otra punta de la sala, una mujer con un asombroso parecido con Sigourney Weaver.
– ¡Rebecca! No sabía que… iba…
– Yo tampoco. Sheridan me ha llamado esta mañana y me ha preguntado si podía hacer un hueco. Lo he podido arreglar, así que aquí estoy. ¿Quiere un café?
– Gracias.
– ¿Solo?
– Sí.
– Lo prefería con leche y azúcar, pero por alguna razón no quiso que ella pensara que se había equivocado en sus preferencias.
Rebecca Holdenfield era una famosa profiler de asesinos en serie a la que Gurney había aprendido a respetar, a pesar de su desconfianza respecto de los profilers en general, cuando ambos trabajaron en el caso Mellery. Se preguntó qué podría significar su presencia respecto a la visión que el fiscal tenía del caso.
Justo en ese momento se abrió la puerta y el fiscal entró en la sala con paso firme. Sheridan Kline, como de costumbre, irradiaba una especie de energía chispeante. Sus pupilas se movían con rapidez, como la linterna de un ladrón. Asimiló la sala en un par de segundos.
– ¡Becca! ¡Gracias! Aprecio que hayas sacado tiempo para estar aquí. ¡Dave! Detective Dave, el hombre que lo ha estado revolviendo todo. La razón de que estemos todos aquí. ¡Y Rod!
– Sonrió brillantemente a la cara agria de Rodriguez-. Qué bien que hayas podido venir con tan poca anticipación. Me alegro de que hayas podido traer a tu gente. -Miró sin interés a los hombres que flanqueaban al capitán, con una alegría transparentemente falsa.
A Kline le encantaba tener público, reflexionó Gurney, pero le gustaba que estuviera compuesto especialmente por la gente que contaba.
Holdenfield se acercó a la mesa con dos cafés solos, le dio uno de ellos a Gurney y se sentó a su lado.
– El investigador jefe Hardwick no está ahora en el caso-continuó Kline sin dirigirse a nadie en particular-, pero participó al principio y he pensado que sería útil tener todos nuestros recursos relevantes en la sala al mismo tiempo.
Otra mentira transparente, pensó Gurney. Lo que Kline consideraba útil era juntar gatos con perros y ver qué ocurría. Era un entusiasta de la confrontación como proceso para llegar a la verdad y motivar a la gente; cuanto más enfrentados estuvieran los adversarios, mejor. El clima en la sala era hostil, lo que Gurney suponía que daba cuenta del nivel de energía de Kline, que ya se acercaba al zumbido de un transformador de alto voltaje.
– Rod, mientras voy a buscar un café, por qué no resumes las hipótesis del DIC en el caso hasta el momento. Estamos aquí para escuchar y aprender.
A Gurney le pareció que había oído gemir a Hardwick, arrellanado en su silla al otro lado de Rebecca Holdenfield.
– Seré breve-dijo el capitán-. En el caso del asesinato de Jillian Perry, sabemos lo que se hizo, cuándo se hizo y cómo se hizo. Sabemos quién lo hizo y nuestros esfuerzos se han concentrado en encontrar a ese individuo y detenerlo. En la persecución de ese objetivo, hemos organizado una de las más grandes cacerías de la historia del departamento. Es masiva, meticulosa y continuada.
Otro sonido ahogado procedente de donde estaba Hardwick.
El capitán tenía los codos plantados en la mesa, el puño izquierdo enterrado en su mano derecha. Lanzó una mirada de advertencia a Hardwick.
– Hasta ahora hemos llevado a cabo más de trescientas entrevistas, y continuamos expandiendo el radio de nuestras investigaciones. Bill (el teniente Anderson) y Arlo son los responsables de guiar y monitorizar el progreso día a día.
Kline se acercó a la mesa con su café, pero permaneció de pie.
– Quizá Bill pueda darnos una impresión de la situación actual. ¿Qué sabemos hoy que no supiéramos, digamos, una semana después de la decapitación?
El teniente Anderson parpadeó y se aclaró la garganta.
– ¿Que no supiéramos…? Bueno, diría que hemos eliminado un montón de posibilidades.
Cuando quedó claro por las miradas fijas en él que esa no era una respuesta adecuada, se aclaró la garganta otra vez.
– Había muchas cosas que podían haber pasado que ahora sabemos que no ocurrieron. Hemos eliminado muchas posibilidades y hemos desarrollado una imagen más precisa del sospechoso. Un loco de atar.
– ¿Qué posibilidades se han eliminado?-preguntó Kline.
– Bueno, sabemos que nadie vio a Flores salir de la zona de Tambury. No hay constancia de que llamara a una empresa de taxis, ni consta un alquiler de coche, y ninguno de los conductores de autobuses que hacen recogidas recuerda a nadie como él. De hecho, no hemos podido encontrar a nadie que lo viera después del asesinato.
Kline parpadeó, perplejo.
– Muy bien, pero no acabo de entender…
Anderson continuó en tono anodino.
– En ocasiones lo que no encontramos es tan importante como lo que hallamos. Los análisis de laboratorio mostraron que Flores había limpiado la cabaña hasta el punto de que no había ningún rastro suyo ni de nadie más que la víctima. Tuvo el increíble cuidado de borrar todo lo que pudiera ser susceptible de contener ADN analizable. Incluso había limpiado los sifones de debajo del fregadero y la ducha. También hemos interrogado a todos los trabajadores latinos que hemos encontrado en un radio de ochenta kilómetros de Tambury, y ni uno solo ha podido o querido contarnos nada de Flores. Sin huellas ni ADN o una fecha de entrada en el país, Inmigración no puede ayudarnos. Y lo mismo ocurre con las autoridades de México. El retrato robot es demasiado genérico para servirnos. Todos los interrogados dijeron que se parecía a alguien al que conocían, pero no hubo dos consultados que identificaran a la misma persona. En cuanto a Kiki Muller, la vecina que desapareció con Flores, nadie la ha visto desde el asesinato.
Kline parecía exasperado.
– Me da la sensación de que está diciendo que la investigación no nos ha llevado a ninguna parte.
Anderson miró a Rodriguez. Este estudió su puño.
Blatt hizo su primer comentario en la reunión.
– Es una cuestión de tiempo.
Todos lo miraron.
– Tenemos gente en esa comunidad que mantiene los ojos y las orejas bien abiertas. Finalmente, Flores saldrá a la superficie, hablará con quien no deba. Entonces lo cogeremos.
Hardwick se estaba mirando las uñas como si fueran un tumor sospechoso.
– ¿Qué comunidad es esa, Arlo?
– Inmigrantes ilegales, ¿cuál si no?
– Supón que no es mexicano.
– Bueno, es guatemalteco, nicaragüense, lo que sea. Tenemos gente buscando en todas esas comunidades. Al final…-Se encogió de hombros.
La antena de Kline sintonizó el conflicto.
– ¿Adónde quiere llegar, Jack?
Rodriguez intervino con rudeza.
– Hardwick ha estado fuera del caso bastante tiempo. Bill y Arlo son nuestras mejores fuentes de información actualizada.
Kline actuó como si no lo hubiera oído.
– ¿Jack?
Hardwick sonrió.
– ¿Sabe qué? Mejor escuchemos a nuestro detective estrella Gurney, que en los últimos cuatro días ha descubierto mucho más que nosotros en cuatro meses.
El voltaje de Kline estaba subiendo.
– ¿Dave? ¿Qué es lo que tiene?
– Lo que he descubierto-empezó Gurney lentamente-son, sobre todo, preguntas, preguntas que sugieren nuevas direcciones para la investigación. -Apoyó los antebrazos en la mesa y se inclinó hacia delante-. Un elemento clave que merece atención es el trasfondo de la víctima. Jillian sufrió abusos de niña y ella misma abusó más tarde de otros niños. Era agresiva y manipuladora, y tenía rasgos sociopáticos. Con esa clase de conducta la posibilidad de que el móvil fuera la venganza no es desdeñable.
La expresión de Blatt era un poema.
– ¿Está diciendo que Jillian Perry abusó de Héctor Flores cuando era niño y que por eso él la mató? Parece una locura.
– Estoy de acuerdo. Sobre todo porque, probablemente, Héctor Flores era, al menos, diez años mayor que Jillian. Pero supongamos que se está vengando por algo que le hicieron a otro. O supongamos que también abusaron de él, de una manera tan traumática que desequilibró su mente y decidió descargar su ira contra todos los abusadores. Supongamos que Flores descubrió Mapleshade, la naturaleza de su alumnado, el trabajo del doctor Ashton. ¿Es posible que apareciera en la casa de Ashton, tratara de conseguir trabajos esporádicos, de congraciarse con él y esperar una oportunidad para vengarse?
Kline habló con excitación.
– ¿Qué opinas, Becca? ¿Es posible?
Holdenfield abrió más los ojos.
– Es posible, sí. Jillian podría haber sido escogida como objetivo específico para su venganza por sus acciones contra un individuo al que Flores conocía, o como un objetivo vicario que representaba a las víctimas de abuso en general. ¿Hay alguna prueba que señale en una u otra dirección?
Kline miró a Gurney.
– Las detalles dramáticos del asesinato (la decapitación, colocar la cabeza como se hizo, la elección del día de la boda) parecen relacionarse con un ritual. Eso encajaría con lo de la venganza. Pero sin duda todavía no sabemos lo suficiente para determinar si era un objetivo individual o secundario.
Kline terminó su café y se dirigió a rellenarlo, hablando a la sala en general por el camino.
– Si tomamos en serio la hipótesis de la venganza, ¿qué acciones de investigación se requieren? ¿Dave?
Lo que Gurney creía que se requería, para empezar, era conocer de manera mucho más detallada los problemas del pasado de Jillian y los contactos de su infancia, que hasta el momento su madre o Simon Kale no habían querido proporcionar, y para lo que necesitaba urdir una forma de lograrlo.
– Puedo dar una recomendación por escrito de eso dentro de un par de días.
Kline pareció satisfecho con la respuesta y continuó.
– Entonces, ¿qué más? El investigador Hardwick le atribuye un montón de descubrimientos.
– Puede que sea una exageración, pero hay una cosa que pondría en lo alto de la lista. Parece que varias chicas de Mapleshade han desaparecido.
Los tres detectives del DIC prestaron atención más o menos al mismo tiempo, como hombres despertados por un estruendo.
Gurney continuó.
– Scott Ashton y otra persona relacionada con la escuela han tratado de contactar con ciertas graduadas recientes y no han podido hacerlo.
– Eso no significa necesariamente…-empezó el teniente Anderson.
– En sí mismo no significa gran cosa-lo interrumpió Gurney-, pero hay una extraña similitud entre los casos individuales. Las chicas en cuestión empezaron la misma discusión con sus padres, exigiendo un coche caro y luego usando la negativa de sus padres como excusa para irse de casa.
– ¿De cuántas chicas estamos hablando?-preguntó Blatt.
– Una antigua estudiante que ha estado tratando de contactar con compañeras de curso me habló de dos casos en los que los padres no tenían ni idea de dónde estaba su hija. Luego Scott Ashton me habló de otras tres chicas que estaba tratando de localizar. Descubrió que se habían marchado de casa después de una discusión con sus padres, la misma clase de discusión en los tres casos.
Kline negó con la cabeza.
– No lo entiendo. ¿De qué se trata? ¿Y qué tiene que ver con encontrar al asesino de Jillian Perry?
– Las chicas desaparecidas tenían al menos una cosa en común, además de la discusión con sus padres. Todas conocían a Flores.
Anderson tenía un aspecto más congestionado a cada minuto que pasaba.
– ¿Cómo?
– Flores se presentó voluntario para hacer algún trabajo para Ashton en Mapleshade. Es un hombre bien parecido, aparentemente. Atrajo la atención de algunas chicas de Mapleshade. Resulta que las que mostraron interés, las que estaban hablando con él, son las que han desaparecido.
– ¿Las han puesto en la lista de personas desaparecidas del NCIC?-preguntó Anderson, con el tono esperanzado de un hombre que intenta deshacerse de una patata caliente.
– Ninguno de los casos-dijo Gurney-. El problema es que todas tienen más de dieciocho años y son libres de ir adonde quieran. Cada una anunció su plan de irse de casa, su intención de mantener en secreto su paradero, su deseo de que las dejaran en paz. Todo ello impide que entren en las bases de datos de personas desaparecidas.
Kline estaba paseando de un lado a otro.
– Esto da un nuevo giro al caso. ¿Qué te parece, Rod?
El capitán parecía triste.
– Me gustaría saber qué demonios nos está diciendo Gurney en realidad.
– Creo que nos está diciendo que podría haber más que Jillian Perry en el caso Jillian Perry-respondió Kline.
– Y que Héctor Flores podría ser más que un jardinero mexicano-añadió Hardwick, mirando fijamente a Rodriguez-. Una posibilidad que recuerdo haber mencionado hace algún tiempo.
Kline levantó las cejas.
– ¿Cuándo?
– Cuando yo todavía tenía asignado el caso. La hipótesis original de Flores no me cuadraba.
Si las mandíbulas de Rodriguez hubieran estado más apretadas, caviló Gurney, su cabeza habría empezado a desintegrarse.
– ¿Cómo que no cuadraba?
– preguntó Kline.
– No cuadraba en el sentido de que estaba demasiado bien.
Gurney sabía que Rodriguez estaría sintiendo el deleite de Hardwick como un picahielos en las costillas, por no mencionar la delicada cuestión de airear un desacuerdo interno delante del fiscal.
– ¿Qué significa?
– Significa que todo iba demasiado fino. El trabajador analfabeto que es educado demasiado deprisa por el doctor arrogante, demasiado progreso, demasiado pronto; la aventura con la mujer del vecino rico; quizás una aventura con Jillian Perry; sentimientos que no podía manejar, que se agrietaron por la tensión. Suena como un culebrón, como una mentira absoluta. -Mientras habló se centró en Rodriguez, para que quedara bien claro de dónde provenía esa teoría.
Por lo que Gurney sabía de Kline a partir del caso Mellery, estaba seguro de que el fiscal estaba disfrutando de la confrontación, aunque lo escondía bajo un ceño reflexivo.
– ¿Cuál era su teoría sobre Flores?-le instó Kline.
Hardwick se recostó en la silla como un viento que va amainando.
– Es más fácil decir lo que no es lógico que lo que sí lo es. Cuando combinas todos los hechos conocidos, es difícil que la conducta de Flores tenga sentido.
Kline se volvió hacia Gurney.
– ¿También es así como lo ve usted?
Gurney respiró hondo.
– Algunos hechos parecen contradictorios. Pero en realidad no es así, lo cual significa que hay una pieza que nos falta, la pieza que al final hará que todas las demás encajen. No espero que sea algo simple. Como Jack dijo en cierta ocasión: sin duda hay capas ocultas en este caso.
Por un momento le preocupó que su comentario pudiera revelar el papel de Hardwick en la decisión de Val de contratarlo, pero nadie pareció captarlo. Blatt parecía una rata olisqueando para identificar algo, pero es que siempre tenía ese aspecto.
Kline tomó un sorbo de café reflexivamente.
– ¿Qué hechos le inquietan?
– Para empezar, la rápida transición de Flores de recoger hojas a controlar la casa.
– ¿Cree que Ashton miente al respecto?
– Quizá se miente a sí mismo. Lo explica como una especie de ilusión, algo que sostiene el concepto de un libro que estaba escribiendo.
– Becca, ¿eso tiene sentido para ti?
Ella sonrió sin comprometerse, más un gesto facial que una sonrisa real.
– Nunca hay que subestimar el poder del autoengaño, sobre todo en un hombre que trata de demostrar algo.
Kline asintió con expresión sabia y se volvió hacia Gurney.
– Así que su idea básica es que Flores estaba engañando.
– Que estaba representando alguna clase de papel, sí.
– ¿Qué más le preocupa?
– Motivación. Si Flores fue a Tambury con la idea de matar a Jillian, ¿por qué esperar tanto para hacerlo? Pero si fue con otro propósito, ¿cuál era?
– Preguntas interesantes, continuemos.
– La decapitación en sí parece haber sido planeada de manera metódica, pero también espontánea y oportunista.
– Me he perdido.
– La situación del cadáver era precisa. La cabaña había sido limpiada muy recientemente, quizás esa misma mañana, para eliminar cualquier huella del hombre que había vivido allí. La ruta de escape había sido planificada, y en cierto modo concebida para crear el problema del rastro a la Brigada Canina. No sabemos cómo logró desaparecer Flores, pero sin duda fue algo bien pensado. Da la sensación de un plan de Misión imposible que se basa en una sincronización a la fracción de segundo. Sin embargo, las circunstancias reales parecen desafiar cualquier intento de planificación, y mucho menos de sincronización perfecta.
Kline ladeó la cabeza con curiosidad.
– ¿Cómo es eso?
– El vídeo indica que Jillian hizo su visita a la cabaña por una especie de capricho. Un poco antes del momento previsto para el brindis nupcial, le había dicho a Ashton que quería convencer a Héctor para que se uniera a ellos. Según lo recuerdo, Ashton le habló a los Luntz (el jefe de Policía y su mujer) de las intenciones de Jillian. Nadie más parecía entusiasmado por la idea, pero tengo la impresión de que ella hacía lo que le apetecía. Así que, por un lado, tenemos un asesinato meticulosamente premeditado que dependía de una sincronización perfecta, y, por el otro, un conjunto de circunstancias que escapaban por completo al control del asesino. Hay algo mal que chirría.
– No necesariamente-dijo Blatt, retorciendo su nariz de roedor-. Flores podría haberlo preparado todo de antemano, dejarlo todo listo para luego esperar su oportunidad, como una serpiente en un agujero. Esperó a que llegara la víctima y… ¡bam!
Gurney se mostró escéptico.
– El problema, Arlo, es que esa idea requiere que Flores mantuviera la cabaña perfectamente limpia, casi estéril, que se preparara él mismo y su ruta de escape, se pusiera la ropa que pretendía vestir, que tuviera a mano todo lo que iba a llevarse, que también tuviera a Kiki Muller preparada y luego…, ¿y luego qué? ¿Se sentó en la cabaña con un machete en la mano esperando que Jillian entrara para invitarlo a la recepción?
– Está haciendo que parezca estúpido, como si no pudiera ocurrir-dijo Blatt con odio en los ojos-. Pero creo que eso es exactamente lo que sucedió.
Anderson arrugó los labios. Rodriguez entrecerró los ojos. Ninguno de los dos parecía dispuesto a apoyar la tesis de su colega.
Kline rompió el extraño silencio.
– ¿Algo más?
– Bueno-dijo Gurney-, está la cuestión del nuevo problema a la vista: el de las graduadas que han desaparecido.
– Lo cual-dijo Blatt-podría no ser cierto. Quizás es que no las han encontrado, sin más. Estas chicas no son lo que puede llamarse «estables». Y aun suponiendo que hayan desaparecido, no hay ninguna prueba de que eso tenga relación con el caso Perry.
Hubo otro silencio, que esta vez rompió Hardwick.
– Arlo podría tener razón. Pero si han desaparecido y existe una relación, es muy probable que ahora estén todas muertas.
Nadie dijo nada. Era bien sabido que cuando mujeres jóvenes desaparecen bajo circunstancias sospechosas y sin que se vuelva a saber de ellas durante un buen tiempo, las posibilidades de que regresen sanas y salvas no son altas. Y el hecho de que todas las chicas en cuestión hubieran causado la misma peculiar discusión antes de desaparecer definitivamente era sospechoso.
Rodriguez parecía atormentado y enfadado. Daba la sensación de que estaba a punto de protestar, pero antes de que pronunciara ninguna palabra, sonó el teléfono de Gurney.
Era Scott Ashton.
– Desde la última vez que hablamos, he hecho seis llamadas más y he contactado con otras dos familias. Estoy aún en ello, pero… quería que supiera que las dos chicas de las familias que he localizado se fueron de casa después de tener la misma discusión escandalosa. Una pidió un Suzuki de veinte mil dólares, la otra un Mustang de treinta y cinco mil dólares. Los padres dijeron que no. Ambas chicas se negaron a decir adónde iban e insistieron en que nadie intentara contactar con ellas. No tengo ni idea de lo que significa, pero parece obvio que algo extraño está pasando. Y otra coincidencia angustiante: ambas habían posado para esos anuncios de Karmala Fashion.
– ¿Cuánto tiempo llevan desaparecidas?
– Una, seis meses; la otra, nueve.
– Dígame una cosa, doctor: ¿está listo para darnos nombres o pedimos de inmediato una orden judicial de sus registros?
Todos los ojos de la sala estaban clavados en Gurney. El café de Kline estaba a unos milímetros de sus labios, pero parecía haber olvidado que lo sostenía.
– ¿Qué nombres quiere?-dijo Ashton con una voz derrotada.
– Empecemos con los nombres de las chicas desaparecidas, además de los de las chicas que estaban en las mismas clases.
– Bien.
– Otra pregunta: ¿cómo consiguió Jillian su trabajo de modelo?
– No lo sé.
– ¿Nunca se lo dijo? ¿Aunque le diera la foto como regalo de boda?
– Nunca me lo dijo.
– ¿No lo preguntó?
– Lo hice, pero… a Jillian no le gustaban las preguntas.
Gurney sintió el impulso de gritar: «¿Qué demonios está pasando? ¿Todos los que están relacionados con el caso están locos de atar?».
En cambio, solo dijo:
– Gracias, doctor. Es todo por ahora. El DIC contactará con usted por los nombres y las direcciones relevantes.
Cuando Gurney volvió a guardarse el teléfono en su bolsillo, Kline espetó:
– ¿Qué demonios era eso?
– Otras dos chicas desaparecidas. Después de tener la misma discusión. Una chica le pidió a sus padres que le compraran un Suzuki; la otra, un Mustang. -Se volvió hacia Anderson-. Ashton está dispuesto a proporcionar al DIC los nombres de las chicas desaparecidas, además de los de sus compañeras de clase. Solo díganle en qué formato quieren la lista y cómo debe enviársela.
– Bien, pero estamos pasando por alto la cuestión de que ninguna está desaparecida legalmente, lo cual significa que no podemos consagrar recursos de la Policía a encontrarlas. Son mujeres de dieciocho años, adultas, que en apariencia tomaron libremente la decisión de irse de casa. La cuestión de que no les hayan dicho a sus familias cómo contactar con ellas no nos da base legal para buscarlas.
Gurney tenía la impresión de que el teniente Anderson apuntaba a una jubilación en Florida y sentía debilidad por la inacción. Era un estado de ánimo para el cual Gurney, un hombre más que activo en su carrera policial, tenía escasa paciencia.
– Entonces encuentre una base. Declárelas a todas testigos materiales del asesinato de Perry. Invente una base. Haga lo que tenga que hacer. Ese es el menor de nuestros problemas.
Anderson parecía lo bastante irritado para llevar la discusión a un terreno algo más desagradable. Pero antes de lanzar su respuesta, Kline lo interrumpió.
– Puede ser un pequeño detalle, Dave, pero si está dando a entender que estas chicas estaban siguiendo las instrucciones de un tercero, presumiblemente de Flores, que las instruyó en la disputa que tenían que empezar con sus padres, ¿por qué la marca del coche es diferente de un caso a otro?
– La respuesta más sencilla es que serían necesarias marcas de coche distintas para causar el mismo efecto en familias con diferentes circunstancias económicas. Suponiendo que el propósito de la discusión fuera proporcionar una excusa creíble para que la chica se largara, para que desapareciera sin que la desaparición se convirtiera en asunto policial, la petición del coche tendría que cumplir dos requisitos. Uno, tendría que solicitar suficiente dinero para garantizar que sería rechazada. Dos, los padres tenían que creer que su hija hablaba en serio. Las diferentes marcas no tendrían significado per se; el punto clave sería la diferencia en los precios. Serían necesarios precios distintos para lograr el mismo impacto en familias de diversa posición económica. En otras palabras, una petición de un coche de veinte mil dólares en una familia podría causar el mismo efecto que la de uno de cuarenta mil dólares en otra.
– Inteligente-dijo Kline, sonriendo de manera apreciativa-. Si tiene razón, Flores es inteligente. Maniaco, quizá, pero sin duda alguna inteligente.
– Pero también ha hecho cosas que no tienen sentido. -Gurney se levantó para servirse otro café-. La maldita bala en la taza de té, ¿cuál era el objetivo de eso? ¿Robó el arma de caza de Ashton para poder romperle la taza? ¿Por qué correr un riesgo así? Por cierto-dijo Gurney en un aparte a Blatt-, ¿sabe que Withrow Perry tiene un arma del mismo calibre?
– ¿De qué demonios está hablando?
– La bala que dispararon a la taza de té salió de un Weather-by calibre 257. Ashton tiene uno, que declaró robado, pero Perry también posee otro. Quizá debería estudiar eso.
Hubo un silencio incómodo mientras Rodriguez y Blatt tomaban notas de manera acelerada.
Kline miró acusadoramente a los dos, luego centró su atención en Gurney.
– Muy bien, ¿qué más sabe que no sepamos?
– Es difícil decirlo-dijo Gurney-. ¿Cuánto saben del loco Carl?
– ¿Quién?
– El marido de Kiki Muller.
– ¿Qué tiene que ver con esto?
– Quizá nada, salvo que tenía un motivo creíble para matar a Flores.
– A Flores no lo han matado.
– ¿Cómo lo sabemos? Desapareció sin dejar rastro. Podría estar enterrado en el patio de alguien.
– Uf, uf, ¿qué es todo esto?-Anderson estaba horrorizado, supuso Gurney, ante la perspectiva de más trabajo: cavar en patios-. ¿Qué estamos haciendo, inventarnos asesinatos?
Kline parecía perplejo.
– ¿Adónde quiere llegar con esto?
– Al parecer la hipótesis es que Flores huyó de la zona en compañía de Kiki Muller, quizás incluso se escondió en la casa de Muller durante unos días antes de irse de la zona. Supongamos que Flores todavía estaba por allí cuando Carl volvió a casa de su destino en ese barco en el que trabajaba. ¿Supongo que el equipo que hizo los interrogatorios se fijó en que Carl está chiflado?
Kline se apartó un paso de la mesa, como si el panorama del caso fuera demasiado amplio para verlo desde el lugar en el que estaba.
– Espere un segundo. Si Flores está muerto, no puede estar relacionado con las desapariciones de estas otras chicas. Ni con el disparo en el patio de Ashton. Ni con el mensaje de texto que Ashton recibió del teléfono móvil de Flores.
Gurney se encogió de hombros.
Kline negó con la cabeza, en un gesto de frustración.
– Me da la sensación de que coge todo lo que empieza a encajar y lo desecha.
– No estoy desechando nada. Personalmente, no creo que Carl esté implicado. Ni siquiera estoy seguro de que su mujer estuviera relacionada con este asunto. Solo estoy tratando de agitar un poco las cosas. No tenemos tantos hechos sólidos como cabría pensar. A lo que me refiero es a que necesitamos mantener una mentalidad abierta. -Sopesó el riesgo de la inquina inherente en lo que estaba a punto de añadir y decidió soltarlo de todos modos-. Comprometerse con hipótesis equivocadas desde muy pronto quizá sea el motivo de que la investigación no haya llegado a ninguna parte.
Kline observó a Rodriguez, que estaba mirando la superficie de la mesa como si fuera una pintura del Infierno.
– ¿Qué opinas, Rod? ¿Crees que tenemos que adoptar una nueva perspectiva? ¿Crees que a lo mejor hemos estado tratando de resolver el puzle con las piezas boca abajo?
Rodriguez se limitó a negar con la cabeza, poco a poco.
– No, no es eso lo que pienso-dijo, con voz grave, tensa, con emoción contenida.
A juzgar por las expresiones en torno a la mesa, Gurney no fue el único pillado por sorpresa cuando el capitán, un hombre obsesionado con proyectar un aura de control, se levantó torpemente de su silla y abandonó la sala como si no pudiera soportar estar allí ni un minuto más.
Después de que el capitán se marchara, la reunión perdió su interés. No es que tuviera mucho de por sí, pero la partida del capitán pareció dejar bien a las claras la incoherencia de la investigación. Poco a poco, la discusión se fue apagando. La profiler estrella, Rebecca Holdenfield, expresando confusión sobre su papel allí, fue la siguiente en abandonar la sala. Anderson y Blatt estaban inquietos, atrapados entre los campos gravitacionales de su jefe, que se había ido, y el fiscal, que todavía estaba presente.
Gurney preguntó si se había hecho algún progreso en la identificación y significado del nombre de Edward Vallory. Anderson pareció atónito ante la pregunta y Blatt la desechó con un movimiento de la mano que dejaba claro que consideraba que era una vía de investigación inútil.
El fiscal pronunció unas pocas frases sin sentido sobre lo provechosa que había sido la reunión, pues había logrado poner a todos en la misma longitud de onda. Gurney no creía que lo hubiera conseguido. Pero al menos podría haber hecho que todos se preguntaran qué clase de historia estaban leyendo. Y puso sobre la mesa la cuestión de la desaparición de las graduadas.
Finalmente, Gurney recomendó al equipo del DIC que buscara antecedentes e información de contacto de Allessandro y Karmala Fashion, puesto que constituían un factor común en las vidas de las chicas desaparecidas y un vínculo entre ellas y Jillian. Justo cuando Kline estaba apoyando esta propuesta, Ellen Rackoff se acercó a la puerta y señaló su reloj. El fiscal miró el suyo, pareció sorprendido y anunció con serio engreimiento que llegaba tarde a una conferencia con el gobernador. En el umbral, expresó su confianza en que todos encontraran la salida. Anderson y Blatt se marcharon juntos, seguidos por Gurney y Hardwick.
Hardwick tenía uno de los omnipresentes Ford negros de la Policía del estado de Nueva York. En el aparcamiento, se apoyó en el maletero, encendió un cigarrillo y, sin que se lo preguntaran, ofreció a Gurney su opinión sobre el capitán.
– El cabrón se está desmoronando. Ya sabes lo que dicen de los fanáticos del control, que quieren controlarlo todo en el exterior porque todo lo que tienen dentro es una mierda. Eso es lo que le pasa al capitán Rod, salvo que el cabrón ya no puede aguantar la locura escondida. -Dio una larga calada al cigarrillo e hizo una mueca al expulsar el humo-. Su hija es una cocainómana desquiciada. Ya lo sabías, ¿no?
Gurney asintió.
– Me lo dijiste durante el caso Mellery.
– ¿Te dije que estaba en el psiquiátrico de Greystone, en Jersey?
– Exacto.
Gurney recordó un día húmedo y amargo del mes de noviembre anterior en que Hardwick le había hablado del problema de adicciones de la hija de Rodriguez y de cómo torcía el juicio de su padre en casos donde pudieran estar implicadas las drogas.
– Bueno, la echaron de Greystone por pasar roxies y por follar con sus compañeros pacientes. La última noticia es que la detuvieron por pasar crac en una reunión de Drogadictos Anónimos.
Gurney se preguntó adónde quería ir a parar Hardwick. No parecía que sintiera compasión alguna por el capitán.
Hardwick dio la clase de calada que habría dado si hubiera tratado de batir algún récord de cantidad de humo que podía uno meterse en los pulmones en tres segundos.
– Veo que me miras con cara de ¿y esto qué tiene que ver con nada? ¿Tengo razón?
– La pregunta se me ha pasado por la cabeza, sí.
– La respuesta es que nada. No tiene nada que ver con nada. Salvo que las decisiones de Rodriguez no valen para una mierda últimamente. Tiene un vínculo con el caso. -Lanzó el cigarrillo a medio fumar al suelo, lo pisó y lo aplastó en el asfalto.
Gurney intentó cambiar de tema.
– Hazme un favor. Investiga a Allessandro y Karmala. Me da la impresión de que nadie más está particularmente interesado.
Hardwick no respondió. Se quedó de pie un rato más, mirando al suelo, la colilla aplastada junto a su pie.
– Hora de irse-dijo por fin. Abrió la puerta del coche y arrugó la cara como si lo asaltara un olor acre-. Ten cuidado, Davey. El cabrón es una bomba de relojería y va a explotar. Siempre explotan.
El trayecto a casa fue deprimente, en cierto sentido, aunque al principio Gurney no supo cómo identificar aquella sensación. Estaba al mismo tiempo distraído y buscando distracción, sin encontrarla. Cada emisora de radio era más intolerable que la anterior. La música que no lograba reflejar su estado de ánimo le resultaba idiota, mientras que aquella que lo conseguía solo lo hacía sentirse peor. Cada voz humana llevaba consigo una irritación, una revelación de estupidez o codicia, o ambas cosas. Cada anuncio le daba ganas de gritar: «¡Cabrones mentirosos!».
Apagar la radio hizo que se concentrara otra vez en la carretera, en los pueblos venidos a menos, en las granjas muertas y agonizantes, en las zanahorias económicas envenenadas que la industria de la extracción de gas natural agitaba delante de los pueblos pobres del norte del estado.
Estaba de un humor de perros.
¿Por qué?
Dejó que su mente vagara de nuevo a la reunión para tratar de entender algo más.
Ellen Rackoff, por supuesto, de cachemira. Ninguna pretensión de inocencia. Cálida y agradable como una serpiente. El peligro en sí constituía una parte perversa de su atractivo.
El informe de pruebas original del equipo de la escena del crimen, repetido por el teniente Anderson, que lograba que el asesinato sonara como un algo profesional: «Incluso había limpiado los sifones de debajo del fregadero y la ducha».
Lo que relacionaba a las chicas desaparecidas entre sí: sus discusiones comunes con sus padres, sus exigencias extravagantes inevitablemente rechazadas, los contactos previos con Héctor y Karmala Fashion y con el escurridizo fotógrafo, Allessandro.
El frío pronóstico de Jack Hardwick: «Es muy probable que ahora estén todas muertas».
El sufrimiento personal de Rodriguez, magnificado por el eco de los horrores potenciales del caso que tenía delante.
Gurney podía oír la voz ronca del hombre tan claramente como si estuviera sentado a su lado en el coche. Era el sonido de alguien al que estiraban hasta que se deformaba, al que tensaban como una goma elástica demasiado pequeña para abarcar todo lo que tenía que abarcar: un hombre cuya constitución carecía de flexibilidad para absorber los elementos accidentales de su propia vida.
Eso hizo que Gurney se preguntara: ¿de verdad existen los elementos accidentales? ¿Acaso no somos nosotros mismos quienes nos situamos, de una manera innegable, en las posiciones en las cuales nos encontramos? ¿Acaso nuestras elecciones y prioridades no influyen de manera decisiva? Tenía el estómago revuelto, y de repente supo la razón. Se estaba identificando con Rodriguez, el policía obsesionado con su carrera, el padre desorientado.
Y entonces-como si aquello no fuera suficiente, como si algún dios malvado hubiera ideado un plan perfecto para complementar su malestar-chocó con el ciervo.
Acababa de pasar el cartel que decía BIENVENIDOS A BROWNVILLE. No había pueblo, solo los restos cubiertos de maleza de una propiedad agraria abandonada hacía mucho tiempo a la izquierda y una pendiente boscosa a la derecha. Una hembra de tamaño medio había salido del bosque, había dudado y luego había cruzado la carretera a tanta distancia que Gurney ni siquiera tuvo necesidad de frenar. Pero entonces el cervato la siguió. Era demasiado tarde para frenar y, aunque dio un volantazo a la izquierda, oyó y sintió el terrible impacto.
Paró en el arcén. Miró por el espejo retrovisor, con la esperanza de no ver nada, con la esperanza de que se tratara de una de esas colisiones afortunadas de las cuales el notoriamente resistente ciervo corre hacia el bosque con solo una herida superficial. Pero no era el caso. Treinta metros detrás de él, un pequeño cuerpo marrón yacía al borde de la cuneta.
Gurney bajó del coche y se acercó caminando por el arcén, manteniendo una tenue esperanza de que el cervato solo estuviera aturdido y se pusiera en pie de un momento a otro. Al aproximarse, la posición girada de la cabeza y la mirada vacía de los ojos abiertos acabaron con toda esperanza. Se detuvo y miró a su alrededor, impotente. Vio a la hembra de pie en la granja arruinada, observando, esperando, inmóvil.
No había nada que Gurney pudiera hacer.
Estaba sentado en su coche sin recordar haber vuelto caminando a él, con la respiración interrumpida por pequeños sollozos. Ya se encontraba a medio camino de Walnut Crossing cuando se dio cuenta de que no había mirado si tenía algún desperfecto en la parte delantera del coche, pero incluso entonces continuó, atenazado por la pena, sin desear nada más que llegar a casa.
La casa tenía esa peculiar sensación de vacío que exudaba cuando Madeleine había salido. Los viernes cenaba con tres amigas, hablaban de punto y de costura, de las cosas que hacían y de las que iban a hacer, de la salud de todas ellas y de los libros que estaban leyendo.
Tuvo la idea, formada durante el trayecto entre Brownville y Walnut Crossing, de seguir el consejo de Madeleine y llamar a Kyle: de mantener una conversación real con su hijo en lugar de otro intercambio de aquellos mensajes de correo electrónico cuidadosamente esbozados, asépticos, que proporcionaban a ambos la ilusión de que mantenían el contacto. Leer las descripciones editadas de los acontecimientos de la vida en la pantalla de un portátil tenía escaso parecido con oírlas relatadas de viva voz, sin el proceso de suavizado de reescrituras y supresiones.
Se metió en el estudio con buenas intenciones, pero decidió revisar su buzón de voz y su correo electrónico antes de hacer la llamada. Tenía dos mensajes. Ambos eran de Peggy Meeker, la trabajadora social casada con el hombre araña.
En el mensaje de voz parecía excitada, casi alegre: «Dave, soy Peggy Meeker. Después de que mencionaras a Edward Vallory la otra noche, el nombre no ha dejado de incordiarme. Sabía que lo conocía de algún sitio. Bueno, lo he encontrado. Lo recordaba de un curso de literatura. Drama isabelino. Vallory era un dramaturgo, pero ninguna de sus obras sobrevivió y por eso casi nadie ha oído hablar de él. Lo único que existe es el prólogo de una obra. Pero mira esto: se cree que todo el texto era misógino. ¡Despreciaba a las mujeres! De hecho, se cree que la obra de la que este prólogo formaba parte era sobre un hombre que mataba a su propia madre. Te he enviado por mail el prólogo. ¿Tiene algo que ver con el caso Perry? Me lo estaba preguntando por lo que hablaste esa tarde. Pensé en eso cuando leí el prólogo de Vallory y me dio escalofríos. Mira el mensaje de correo. Dime si te ayuda. Y dime si puedo hacer algo más por ti. Hablamos pronto. Adiós. Ah, saludos a Madeleine».
Gurney abrió el mensaje de correo y lo examinó brevemente hasta que llegó a la cita de Vallory:
No hay en la Tierra una mujer casta. No hay pureza en ella. Su aspecto, su discurso y su corazón nunca cantan al mismo tiempo. Parece una cosa y parece la otra, y todo es apariencia. Con escurridizos aceites y polvos brillantes colorea sus oscuros dibujos y se pinta encima un retrato que podríamos amar. Pero ¿dónde está el corazón sincero que con una sola nota pulsa su verdadero contenido? ¡Qué vergüenza! No le pidas música pura, directa y sincera. La pureza no forma parte de ella. Su corazón de serpiente saca todas sus artimañas de la serpiente del Edén para poder escupir sobre todos los hombres una baba de mentiras y artimañas.
Gurney lo leyó varias veces, tratando de absorber el significado y el propósito.
Era el prólogo de una obra sobre un hombre que mató a su propia madre. Había sido escrito siglos antes por un dramaturgo famoso por su odio a las mujeres. Su nombre estaba adjunto al mensaje de texto enviado desde el móvil de Héctor a Jillian la mañana en que la mataron y en el que Ashton había recibido hacía solo dos días. Un mensaje de texto que simplemente decía: «Por todas las razones que he escrito».
Y las razones que daba en su único escrito conservado se resumían en esto: las mujeres son criaturas impuras, seductoras, arteras, satánicas, que escupen como monstruos una baba de mentiras y artimañas. Cuanto más leía las palabras, más sentía en ellas una pesadilla sexual retorcida.
Gurney se enorgullecía de su precaución, de su equilibrio, pero era difícil no concluir que la cita constituía una justificación demente del asesinato de Jillian Perry. Y posiblemente también de otros asesinatos, de asesinatos pasados… ¿y quizá de algunos por llegar?
Por supuesto, no había nada seguro en ello. Ninguna forma de probar que Edward Vallory, el misógino declarado del siglo XVII, era el Edward Vallory cuyo nombre era apropiado para Héctor Flores, aunque el hecho de que los mensajes procedieran del móvil de Flores lo convertía en una hipótesis justa.
Todo parecía encajar, tener un sentido terrible. El prólogo de Vallory ofrecía la primera hipótesis de un móvil que no se basaba por completo en la especulación. Para Gurney era un motivo que tenía el atractivo adicional de ser compatible con su propia sensación creciente de que el asesinato de Jillian estaba guiado por la venganza de ofensas sexuales pasadas, o suyas o de las estudiantes de Mapleshade en general. Además, que esa semana le hubieran mandado el mensaje a Scott Ashton apoyaba la idea de que aquel asesinato formaba parte de una empresa compleja, una empresa que, al parecer, continuaba.
Quizá Gurney estaba sacando demasiadas conclusiones, pero de repente se le ocurrió que el hecho de que el fragmento que había sobrevivido de la obra de Vallory fuera el prólogo podría tener un significado más que accidental. Además de ser el prólogo de un drama perdido, ¿podría ser el prólogo de sucesos futuros, una pista de asesinatos por llegar? Exactamente, ¿cuánto les estaba contando Héctor Flores?
Pulsó el botón de responder en el mensaje de correo de Peggy Meeker y le preguntó: «¿Qué más hay sobre la obra? ¿Argumento? ¿Personajes? ¿Ha sobrevivido algún comentario de coetáneos de Vallory?».
Por primera vez en el caso, Gurney sentía una excitación innegable, unas ganas irresistibles de llamar a Sheridan Kline con la esperanza de que aún estuviera en la oficina.
Hizo la llamada.
– Está en una conferencia.
– Ellen Rackoff habló con la confianza de una poderosa guardiana.
– Ha ocurrido algo en el caso Perry que querrá saber.
– Sea más específico.
– Puede que se esté convirtiendo en un caso de asesino en serie.
Al cabo de treinta segundos, Kline estaba al teléfono, ansioso, tenso e intrigado.
– ¿Asesino en serie? ¿De qué demonios está hablando?
Gurney describió el hallazgo de Vallory, señalando la rabia sexual en las palabras del prólogo, explicando cómo podría estar relacionado no solo con Jillian, sino también con las chicas desaparecidas.
– ¿No es todo muy incierto? No entiendo en qué ha cambiado la situación. O sea, esta tarde estaba diciendo que Héctor Flores podría ser el centro de todo, o que podría no serlo, que no teníamos hechos sólidos, que teníamos que mantener una mentalidad abierta. ¿Qué ha ocurrido con la mentalidad abierta? ¿Cómo se convierte esto de repente en un asesino en serie? Y por cierto, ¿por qué me llama a mí y no a la Policía?
– Quizá sea que cuando leía lo de Vallory y sentí su odio lo vi todo más claro. O tal vez sea solo esa palabra: prólogo. Una promesa de algo por venir. El hecho de que Flores enviara ese mensaje de texto a Jillian antes de que la mataran y lo mandase de nuevo a Ashton esta semana. Eso hace que el asesinato de hace cuatro meses parezca formar parte del algo más grande.
– ¿Sinceramente piensa que Flores estaba convenciendo a las chicas para que se fueran de casa bajo la cortina de humo de una discusión para poder matarlas sin que nadie se molestara en buscarlas?-La voz de Kline expresaba una mezcla de preocupación e incredulidad.
– Hasta que las encontremos vivas, creo que es una posibilidad que hemos de considerar.
Respondió el reflejo político defensivo de Kline.
– No podría ser de ninguna otra manera. -Luego añadió con seriedad, como si lo estuvieran grabando para emitirlo-. No se me ocurre nada más serio que la posibilidad de una conspiración para el secuestro y asesinato, si, Dios no lo quiera, es con eso con lo que estamos tratando aquí. -Hizo una pausa, su tono se tornó suspicaz-. Regresando a la cuestión del protocolo, ¿cómo es que esta llamada la recibo yo y no el DIC?
– Porque es la única persona que toma decisiones que tienen sentido para mí.
– ¿Por qué dice eso?-Por su voz, supo que le gustaban los halagos.
– El ambiente en la sala de conferencias era demencial. Sé que Rodriguez y Hardwick nunca se han llevado bien, lo cual era obvio en el caso Mellery, pero, sea lo que sea que esté pasando ahora, se está volviendo disfuncional. La objetividad es nula. Es como una guerra y tengo la impresión de que todo lo que está ocurriendo va a ser evaluado por esos tipos sobre la base de a qué lado ayuda. Usted no parece enredado en ese lío, así que prefiero hablar con usted.
Kline hizo una pausa.
– ¿No sabe qué ocurrió con su colega?
– ¿Colega?
– Rodriguez lo denunció por abusar del alcohol cuando estaba de servicio.
– ¿Qué?
– Lo suspendió por beber en el trabajo, lo coaccionó con denunciarlo por conducir bajo los efectos del alcohol, amenazó su pensión y lo obligó a ir a rehabilitación como condición sine qua non. Me sorprende que no lo sepa.
– ¿Cuándo ocurrió?
– ¿Hace un mes y medio? Veintiocho días de rehabilitación. Jack volvió al trabajo hace diez días.
– Dios.
Gurney había supuesto que Hardwick, en parte, lo había puesto en contacto con Val Perry para que algún nuevo descubrimiento comprometiera el trabajo de Rodriguez, pero esa noticia iba mucho más allá de lo que había imaginado.
– Me sorprende que no lo supiera-repitió Kline, con suficiente incredulidad en el tono para convertirlo en una acusación.
– Si lo hubiera sabido, no me habría implicado-dijo Gurney-. Pero es una razón más para querer hablar solo con mi cliente y con usted, si es que mantener un contacto directo conmigo no envenena su relación con el DIC.
Kline tardó tanto en reflexionar sobre ello que Gurney imaginó que su calculadora de riesgo-recompensa empezaba a echar humo.
– De acuerdo, pero una cosa ha de quedar más que clara: está trabajando para la familia Perry, de manera independiente respecto a esta oficina. Eso significa que bajo ninguna circunstancia puede dar a entender que está cubierto por nuestra autoridad investigadora ni por ninguna clase de inmunidad. Actúa como Dave Gurney, ciudadano privado, punto. Si eso queda claro, estaré encantado de oír lo que tenga que decir. Créame, no siento sino respeto por usted. Teniendo en cuenta su historial en el Departamento de Policía de Nueva York y su papel en la resolución del caso Mellery, no podría ser de otra manera. Solo hemos de dejar clara su posición no oficial. ¿Alguna pregunta?
Gurney sonrió ante la previsibilidad de Kline. Nunca se separaba del principio conductor de su vida: conseguir todo lo posible de otra persona al tiempo que se cubría las espaldas por completo.
– Una pregunta, Sheridan: ¿cómo me pongo en contacto con Rebecca Holdenfield?
La voz de Kline se tensó con un escepticismo de abogado.
– ¿Qué quiere de ella?
– Estoy empezando a formarme una impresión de nuestro asesino. Muy hipotética, nada firme todavía, pero podría ayudarme contar con alguien con su historial como caja de resonancia.
– ¿Por alguna razón no quiere llamar al asesino por su nombre?
– ¿Héctor Flores?
– ¿Tiene un problema con eso?
– Un par de problemas. Número uno, no sabemos si estaba solo en esa cabaña cuando Jillian entró, así que no sabemos si es el asesino. Ni siquiera sabemos si estaba en la cabaña. ¿Supongamos que hubiera alguien más esperándola? Me doy cuenta de que es improbable, lo único que estoy diciendo es que no lo sabemos. Todo es circunstancial, suposiciones, probabilidades. El segundo problema es el nombre en sí. Si el jardinero cenicienta es realmente un asesino frío y calculador, entonces Héctor Flores es sin duda un alias.
– ¿Por qué tengo la sensación de estar en una noria, de que todo lo que parece que está establecido vuelve volando hacia mí otra vez?
– Una noria no me suena mal. A mí me da más la sensación de estar siendo absorbido por un sumidero.
– ¿Y quiere que Becca le acompañe en la succión?
Gurney no quiso reaccionar a cualquiera que fuera la sugerencia obscena que Kline estuviera haciendo.
– Quiero que me ayude a ser realista, a proporcionar límites a la imagen que me estoy formando del hombre al que persigo.
Quizá sacudido por el compromiso de esas últimas palabras, tal vez por el recordatorio del historial de detenciones sin parangón de Gurney, el tono de Kline cambió.
– Le diré que le llame.
Al cabo de una hora, Gurney estaba sentado delante de la pantalla de su ordenador del estudio, mirando los ojos negros y carentes de emoción de Peter Piggert, un hombre que podría tener algo en común con el asesino de Jillian Perry y mucho en común con el villano de la obra perdida de Edward Vallory. Gurney no estaba seguro de si el retrato por ordenador que había hecho el año anterior lo había atraído por su posible relevancia en relación con su actual presa o por su nuevo potencial económico.
¿Cien mil dólares? ¿Por eso? El mundo del arte adinerado podía ser muy extraño. Cien mil dólares por un retrato de Peter Piggert. El precio era absurdo. Necesitaba hablar con Sonya. Se pondría en contacto con ella a primera hora de la mañana, pero por el momento quería concentrarse lo menos posible en el posible valor del retrato y lo más posible en el hombre al que describía.
A los quince años, Piggert había asesinado a su padre para eliminar trabas en mantener una relación profundamente enferma con su madre. La dejó embarazada dos veces y tuvo dos hijos con ella. Quince años después, a los treinta, la asesinó para poder mantener sin trabas una relación igual de enferma con sus hijas, entonces de trece y catorce años.
Para el observador medio, Piggert parecía el hombre más ordinario. Gurney, en cambio, había visto desde el principio algo que no estaba bien en sus ojos. Su oscura placidez daba la sensación de no tener fondo. Peter Piggert parecía ver el mundo de una manera que justificaba y alentaba cualquier acción que pudiera complacerle, sin tener en cuenta el efecto en nadie más. Gurney se preguntó si era un hombre como Piggert el que Scott Ashton tenía en mente cuando presentó su provocadora teoría de que un sociópata es una criatura con «fronteras perfectas».
Al mirar la desconcertante calma de aquellos ojos, estuvo más convencido que nunca de que el principal impulso de Piggert era la necesidad de controlar su entorno. Su visión del orden adecuado de las cosas era inviolable; sus caprichos, absolutos. Eso era lo que Gurney había deseado resaltar en su manipulación de la foto original de la ficha policial. El tirano rígido detrás de los rasgos anodinos. Satán en la piel de un hombre corriente.
¿Era eso lo que había fascinado a Jay Jykynstyl? ¿El mal velado? ¿Era eso lo que valoraba, por lo cual estaba dispuesto a pagar una pequeña fortuna?
Por supuesto, había una diferencia decisiva entre el asesino y su retrato. El objeto en la pantalla debía su seducción en parte a su evocación del monstruo y, en parte, curiosamente, a su esencial inocuidad. La serpiente sin colmillos. El diablo paralizado e impotente.
Gurney se retiró de su escritorio y se alejó de la pantalla del ordenador. Cruzó los brazos delante del pecho y miró por la ventana que daba al oeste. En principio sin prestar atención al paisaje. Cuando empezó a reparar en la puesta de sol carmesí, al inicio le pareció una mancha de sangre en el cielo acuoso. Luego se dio cuenta de que estaba recordando una pared de dormitorio en el sur del Bronx, una pared turquesa contra la cual reposaba la víctima de un disparo, resbalando lentamente hacia el suelo. Veinticuatro años antes, su primer caso de asesinato.
Moscas. Era agosto y el cuerpo llevaba allí una semana.
Durante veinticuatro años había estado sumergido hasta el cuello en asesinatos y caos. La mitad de su vida. Incluso entonces, en su jubilación… ¿Qué había dicho Madeleine durante la carnicería del caso Mellery? ¿Que incluso en ese momento la muerte parecía atraerle con más fuerza que la vida?
Gurney lo negó. Y argumentó la cuestión desde un punto de vista semántico: no era la muerte lo que captaba su atención y su energía, sino el desafío de desentrañar el misterio de un crimen. Se trataba de justicia.
Y por supuesto, ella lo había mirado con expresión irónica. Madeleine no estaba impresionada por sus supuestos principios, que tal vez invocaba para ganar discusiones.
Una vez que se desconectó del debate, la verdad reptó en su interior. La verdad era que los misterios criminales y el proceso de exponer a la gente que había detrás lo atraían de una manera casi física. Era una fuerza primigenia y mucho más poderosa que nada que lo empujara a quitar la maleza de entre las matas de espárragos. Las investigaciones de asesinato captaban su atención más que ninguna otra cosa en su vida.
Esa era la buena noticia. Y también la mala. Buena porque era real, y algunos hombres pasaban por la vida sin nada que los excitara, salvo sus fantasías. Mala porque tenía la fuerza de una marea que lo arrastraba lejos del resto de las cosas que contaban en su vida, incluida Madeleine.
Trató de recordar dónde estaba ella en ese mismo momento y descubrió que se le había olvidado, Dios sabe por qué. ¿Por Jay Jykynstyl y su zanahoria de cien mil dólares? ¿Por el rencor tóxico en el DIC y su efecto distorsionador de la investigación? ¿Por el significado provocador de la obra perdida de Edward Vallory? ¿Por la ansiedad de Peggy, la mujer del hombre de las arañas, por unirse a la caza? ¿Por el eco de la voz temblorosa de Savannah Liston denunciando la desaparición de sus antiguas compañeras de clase? Lo cierto es que eran muchas las cosas que podrían haber apartado de su memoria dónde estaba Madeleine.
Entonces oyó un coche que subía por el camino del prado y lo recordó: su reunión del viernes por la noche con sus amigas de labores y costura. Pero si ese era su coche, volvía a casa mucho antes de lo habitual. Al dirigirse a la ventana de la cocina para comprobarlo, el teléfono sonó en el escritorio del estudio, detrás de él, y fue a cogerlo.
– Dave, me alegro de pillarte al teléfono y que no me salte el contestador. Tengo un par de complicaciones, pero no te preocupes. -Era Sonya Reynolds con un destello de ansiedad coloreando su excitación característica.
– Iba a llamarte…-empezó Gurney. Había planeado hacer más preguntas para formarse una impresión más firme sobre la cena del día siguiente con Jykynstyl.
Sonya lo cortó.
– La cena ahora es un almuerzo. Jay ha de coger un avión a Roma. Espero que no te suponga un problema. Si lo es, tendrás que conseguir que no lo sea. Y la segunda complicación es que yo no voy a ir. -Esa era la parte que obviamente más preocupaba a Sonya-. ¿Has oído lo que he dicho?-preguntó al ver que Gurney no reaccionaba.
– El almuerzo no es problema para mí. ¿No puedes venir?
– Desde luego que puedo y desde luego que me gustaría, pero…, bueno, en lugar de tratar de explicarlo, mejor te cuento lo que me dijo él. Deja que te comente primero lo increíblemente impresionado que está con tu trabajo. Se refirió a él como «potencialmente muy fructífero». Está entusiasmado. Pero esto es lo que dijo: «Quiero ver por mí mismo quién es este David Gurney, este artista increíble que resulta que es detective. Quiero entender en quién estoy invirtiendo. Quiero estar expuesto a la mente e imaginación de este hombre sin la obstrucción de una tercera persona». Le dije que era la primera vez en mi vida que se referían a mí como «una obstrucción». Le dejé claro que no me gustaba nada que me pidieran que no fuera. Pero le dije que por él haría una excepción y me quedaría en casa. Estás muy callado, David. ¿En qué estás pensando?
– Me estaba preguntando si ese hombre es un chiflado.
– Es Jay Jykynstyl. Chiflado no es la palabra que utilizaría. Diría que es bastante inusual.
Gurney notó que la puerta lateral se abría y se cerraba; oyó unos ruidos en la antesala de la cocina.
– David, ¿por qué estás tan callado? ¿Estás pensando?
– No, solo… No lo sé, ¿qué quiere decir con «invertir» en mí?
– Ah, esa es la buena noticia de verdad. Es la principal razón por la que quería estar en la cena, el almuerzo o lo que sea. Escucha esto. Es información fundamental. Quiere poseer todas tus obras. No solo una o dos cosas. Todas. Y espera que incrementen su valor.
– ¿Cómo?
– Todo lo que compra Jykynstyl sube de valor.
Gurney captó un movimiento con el rabillo del ojo y vio a Madeleine en el umbral del estudio. Estaba frunciendo el ceño, preocupada.
– ¿Sigues ahí, David?-La voz de Sonya era al mismo tiempo efervescente e incrédula-. ¿Siempre estás tan callado cuando alguien te ofrece un millón de dólares para empezar y el cielo como límite?
– Me parece extraño.
Madeleine añadió un pequeña mueca de enfado al ceño de preocupación y volvió a la cocina.
– ¡Por supuesto que es raro!-exclamó Sonya-. El éxito en el mundo del arte siempre es raro. Lo raro es lo normal. ¿Sabes por cuánto se vendieron los cuadrados de colores de Mark Rothko? ¿Por qué lo raro tiene que ser un problema?
– Deja que asimile esto, ¿vale? ¿Puedo llamarte más tarde?
– Será mejor que me llames, David, mi chico del millón de dólares. Mañana será un gran día. Necesito prepararte para eso. Siento que estás pensando otra vez. Dios mío, David, ¿en qué estás pensando ahora?
– Es solo que me está costando mucho creer que esto sea real.
– David, David, David, ¿sabes lo que te dicen cuando vas a aprender a nadar? Deja de luchar contra el agua. Relájate y flota. Relájate, respira y deja que el agua te sostenga. Aquí es lo mismo. Basta de luchar con lo real, lo irreal, lo loco, lo no loco, todas estas palabras. Acepta la magia. La magia del señor Jykynstyl. Y sus mágicos millones. Ciao!
¿Magia? No había ningún concepto en la Tierra más ajeno a Gurney que la magia. Ningún concepto tan poco significativo, tan insoportablemente absurdo.
Se quedó de pie junto a su escritorio, mirando por la ventana oeste. El cielo por encima de la cumbre, que hacía tan poco era rojo sangre, se había desvaído en un manto oscuro de malva y granito, y la hierba del campo alto de detrás de la casa solo conservaba un vago recuerdo del verde.
Hubo un estruendo en la cocina, el sonido de ollas resbalando del escurreplatos sobrecargado en el fregadero y, luego, el sonido de Madeleine recolocándolas.
Gurney emergió del estudio oscuro a la cocina iluminada. Madeleine estaba secándose las manos con uno de los paños de cocina.
– ¿Qué ha pasado con el coche?-preguntó.
– ¿Qué? Oh. Un choque con un ciervo. -El recuerdo era claro, escalofriante.
Ella lo miró con alarma, dolor.
Dave continuó.
– Salió corriendo del bosque. Justo delante de mí. No hubo forma de… esquivarlo.
Madeleine tenía los ojos como platos, lanzó un pequeño grito de asombro.
– ¿Qué le ha pasado al ciervo?
– Muerto. Al instante. Lo comprobé. Ninguna señal de vida.
– ¿Qué hiciste?
– ¿Qué hice? ¿Qué podía…?
Su mente se inundó de repente con la imagen del animal junto a la cuneta de la carretera, con la cabeza torcida, los ojos abiertos con la mirada perdida, una imagen impregnada de emociones de hacía mucho tiempo, de otro accidente, emociones que le oprimían el corazón con dedos congelados y casi lo detenían.
Madeleine lo miró, parecía saber lo que estaba pensando, estiró el brazo y le acarició la mano. A medida que se recuperaba poco a poco, Dave miró a los ojos de su mujer y vio una tristeza que simplemente formaba parte de todas las cosas que ella sentía, incluso de la alegría. Sabía que ella había afrontado hacía mucho tiempo la muerte de su hijo de una manera a la que él nunca había estado dispuesto o no había sido capaz de estarlo. Sabía que algún día tendría que hacerlo. Pero todavía no, no en ese momento.
Tal vez eso era parte de lo que se interponía entre él y Kyle, el hijo adulto de su primer matrimonio. Pero esas ideas las sentía como teorías de terapeuta y no le servían de nada.
Se volvió hacia la cristalera y se quedó mirando el atardecer. Ya había oscurecido tanto que hasta el granero rojo había perdido su color.
Madeleine se volvió hacia el fregadero y empezó a secar la vajilla. Cuando habló por fin, su pregunta llegó desde una dirección inesperada.
– Así que esperas tenerlo todo listo la próxima semana; ¿el criminal entregado a los buenos en una caja con un lazo?
La percibió en su voz antes de mirarla: la sonrisa inquisitiva, carente de humor.
– Si es lo que dije, entonces ese es el plan.
Ella asintió con la cabeza, sin disimular su escepticismo.
Hubo un largo silencio mientras Madeleine continuaba secando la vajilla con más atención de la habitual, guardando los cacharros secos en el aparador de pino, alineándolos con una pulcritud que comenzó a crisparle los nervios.
– Por cierto-dijo cuando la pregunta saltó de nuevo en su mente, saliendo de manera más agresiva de lo que pretendía-, ¿por qué estás en casa?
– ¿Perdón?
– ¿No es noche de costura?
Madeleine asintió con la cabeza.
– Hemos decidido terminar un poco antes.
Dave pensó que había percibido algo extraño en su voz.
– ¿Cómo es eso?
– Hubo un pequeño problema.
– ¿Ah, sí?
– Bueno…, en realidad… Marjorie Ann vomitó.
Gurney parpadeó.
– ¿Qué?
– Vomitó.
– ¿Marjorie Ann Highsmith?
– Exacto.
Él volvió a parpadear.
– ¿Qué quieres decir con que vomitó?
– ¿Qué diablos crees que quiero decir?
– ¿Dónde? ¿Allí mismo en la mesa?
– No, en la mesa no. Se levantó de la mesa y corrió hacia el cuarto de baño y…
– ¿Y?
– Y no llegó a tiempo.
Gurney reparó en que cierta luz casi imperceptible había vuelto a las pupilas de Madeleine, un destello de humor sutil con el cual lo veía casi todo, un humor que equilibraba su tristeza, una luz que últimamente había estado ausente. En ese momento, Dave deseaba avivar la llama de esa luz, pero sabía que si lo intentaba con mucha fuerza, solo conseguiría apagarla.
– ¿Supongo que hubo un poco de lío?
– Oh, sí un poco de lío. Y no… eh… no se quedó en el mismo sitio.
– No… ¿qué?
– Bueno, no solo vomitó en el suelo. En realidad, vomitó en los gatos.
– ¿En los gatos?
– Esta noche nos tocaba reunirnos en la casa de Bonnie. ¿Te acuerdas de que Bonnie tiene dos gatos?
– Sí, más o menos.
– Los gatos estaban acostados juntos en una cama que Bonnie colocó para ellos en el pasillo, junto al cuarto de baño.
Gurney se echó a reír; una ligereza repentina se apoderó de él.
– Sí, bueno, Marjorie Ann llegó hasta los gatos.
– Oh, Dios…-Ya estaba doblado sobre sí mismo.
– Y vomitó bastante. Quiero decir que era… sustancial. Bueno, los gatos saltaron de la cama y entraron saltando en la sala de estar.
– Cubiertos de…
– Ah, sí, bien cubiertos. Corriendo por la sala, por encima de los sofás, sillas. Fue… una barbaridad.
– ¡Cielo santo!-Gurney no podía recordar la última vez que se había reído tanto.
– Y, por supuesto-concluyó Madeleine-, después de eso nadie podía comer. Y no podíamos quedarnos en la sala de estar. Naturalmente, queríamos ayudar a Bonnie a limpiar, pero no nos ha dejado.
Después de un breve silencio, él preguntó:
– ¿Te gustaría comer algo ahora?
– ¡No!-Ella se estremeció-. No menciones la comida.
La imagen de los gatos hizo reír otra vez a Dave.
Sin embargo, la sugerencia de comida al parecer provocó en la mente de Madeleine una asociación atrasada que apagó el brillo en sus ojos.
Cuando su marido por fin dejó de reír, ella preguntó:
– ¿Así es que estaréis solo tú, Sonya y el coleccionista loco en la cena de mañana por la noche?
– No-dijo Dave, contento por primera vez de que Sonya no fuera a estar presente-. Solo el coleccionista loco y yo.
Madeleine enarcó una ceja burlona.
– Pensaba que ella hubiera matado por asistir a esa cena.
– En realidad, la cena se ha cambiado por un almuerzo.
– ¿Un almuerzo? ¿Ya te han degradado?
Gurney no mostró ninguna reacción, pero, por absurdo que pareciera, el comentario le escoció.
Una vez que Madeleine hubo terminado con los cazos, las sartenes y los platos, se preparó una taza de infusión de hierbas y se instaló con la bolsa de hacer punto en uno de los mullidos sillones, al fondo de la sala. Gurney, con una de las carpetas del caso Perry en la mano, pronto la siguió al sillón del lado opuesto de la chimenea. Se sentaron en sociable aislamiento, cada uno bajo la luz de una lámpara distinta.
Dave abrió la carpeta y sacó el informe del VICAP. Eran unas siglas curiosas. En el FBI significaban Programa de Aprehensión de Criminales Violentos. En el Departamento de Investigación Criminal de Nueva York respondían a Programa de Análisis de Crímenes Violentos. Pero se trataba del mismo formulario, procesado por los mismos ordenadores y distribuidos a los mismos destinatarios. Le gustaba más la versión de Nueva York. Decía lo que era, sin hacer ninguna promesa.
El formulario de treinta y seis páginas era, como mínimo, amplio, pero solo resultaba útil en la medida en que el oficial que lo cumplimentaba lo hacía de manera concienzuda y precisa. Uno de los propósitos era descubrir modus operandi similares en otros delitos archivados, pero en este caso no había ninguna anotación de coincidencia en el programa de análisis comparado. Estudió detenidamente las treinta y seis páginas para asegurarse de que no había pasado por alto nada importante en la primera revisión.
Le estaba costando mucho concentrarse, seguía pensando que debería llamar a Kyle y seguía buscando excusas para posponerlo. La diferencia horaria entre Nueva York y Seattle había proporcionado un conveniente obstáculo durante los últimos tres años, pero Kyle estaba otra vez en Manhattan, se había matriculado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Columbia, y Gurney ya no tenía excusas. Aquello no significaba que hubiera dejado de posponerlo, ni siquiera que las causas se hubieran hecho transparentes para él.
En ocasiones lo desdeñaba como el producto natural de la frialdad de sus genes celtas. Esa era la forma más cómoda de ver las cosas, pues apenas implicaba ninguna responsabilidad personal. Otras veces se convencía de que estaba relacionado con una espiral de culpabilidad: la culpa que se originaba al no llamar creaba a su vez una resistencia mayor a llamar, y más culpa. Hasta donde alcanzaba a recordar, había experimentado en grandes dosis esa emoción lacerante: la sensación de responsabilidad de un hijo único por el matrimonio tenso y asombroso de su padres. Incluso en ocasiones pensaba que el problema era que veía demasiado de su primera esposa en Kyle, excesivos recuerdos de demasiados desacuerdos desagradables.
Y luego estaba el factor de la decepción. En medio de la crisis del mercado de valores, cuando Kyle anunció que cambiaba la banca de inversión por la Facultad de Derecho, Gurney había fantaseado por un momento con la delirante idea de que el joven podía tener cierto interés en seguir sus pasos en el mundo de la ley y el orden. Pero pronto quedó claro que Kyle simplemente estaba tomando una nueva ruta hacia su viejo objetivo de éxito material.
– ¿Por qué no lo llamas y listo?-Madeleine lo estaba mirando, con las agujas de tejer apoyadas en las rodillas, encima de una bufanda de color naranja a medio terminar.
Dave la miró un poco sorprendido, pero no tanto como antes, por esa sensibilidad extraordinaria de su mujer.
– Es la expresión que se te pone cuando estás pensando en él-dijo ella, como si estuviera explicando algo obvio-. No es una cara de felicidad.
– Lo haré. Llamaré.
Dave comenzó a examinar el formulario VICAP con renovada urgencia, como un hombre encerrado en una habitación que busca una salida oculta. No surgió nada que pareciera diferente de lo que ya recordaba. Hojeó el resto de informes de la carpeta.
Uno de los diversos análisis del material de la recepción de la boda en DVD concluía con este resumen: «Las ubicaciones de todas las personas presentes en la propiedad de Ashton durante el marco temporal del homicidio han sido verificadas a través del tiempo codificado en las imágenes de vídeo». Gurney sabía muy bien qué significaba aquello y recordaba lo que Hardwick le había dicho la noche que vieron el vídeo, pero quería estar seguro.
Cogió el teléfono móvil del aparador y llamó al número de Hardwick. Enseguida lo desviaron al buzón de voz: «Hardwick. Deje un mensaje».
– Soy Gurney. Tengo una pregunta sobre el vídeo.
Menos de un minuto después de dejar el mensaje, su teléfono sonó. No se molestó en comprobar el identificador de llamadas.
– ¿Jack?
– ¿Dave?-Era una voz de mujer, familiar, pero que no pudo situar de inmediato.
– Lo siento, esperaba otra llamada. Soy Dave.
– Soy Peggy Meeker. Tengo tu dirección de correo electrónico y acabo de mandarte un mensaje. Luego he pensado que debía llamar por si necesitabas saber esto de inmediato. -Tenía la voz acelerada por el entusiasmo.
– ¿De qué se trata?
– Querías información sobre la obra de Edward Vallory, la trama, personajes, todo lo que se conociera. Bueno, no vas a creerlo, pero he llamado al Departamento de Literatura de la Wesleyan y, ¿sabes quién sigue allí?, el profesor Barkless, el que impartía el curso.
– ¿El curso?
– El curso de literatura al que asistí. El curso de drama isabelino. Le dejé un mensaje y me ha llamado. ¿No es increíble?
– ¿Qué te ha dicho?
– Bueno, esa es la parte más increíble. ¿Estás listo para esto? Sonó un tono de llamada en espera en el teléfono de Gurney, pero no hizo caso.
– Adelante.
– Bueno, para empezar, el nombre de la obra era El jardinero español. -Hizo una pausa esperando una reacción.
– Continúa.
– El nombre del personaje protagonista era Héctor Flores.
– ¿Hablas en serio?
– Y hay más. La cosa se pone cada vez mejor. Un crítico coetáneo describió parcialmente la trama. Es una de esas obras complicadas donde la gente se disfraza y personas de sus propias familias no los reconocen y todas esas situaciones disparatadas, pero el argumento principal…-sonó otro pitido de la llamada en espera-, que es bastante descabellado, es que la madre de Héctor Flores lo echó de casa, y luego mató a su padre y sedujo a su hermano. Años más tarde, Héctor regresa, disfrazado de jardinero, y, para resumir, engaña a su hermano (utilizando más disfraces y confusión de identidades) para que le corte la cabeza a su madre. Todo era muy excesivo y tal vez por eso se destruyeron todos los ejemplares de la obra después de la primera representación. No está claro si la trama se basa en una variante antigua del mito de Edipo o si era solo una pieza grotesca inventada por Vallory. O tal vez estaba influida de alguna manera por La tragedia española, de Thomas Kyd, que también es un poco excesiva en lo emocional, así pues, ¿quién sabe? Pero esos son los hechos básicos, directamente del profesor Barkless.
El cerebro de Gurney iba aún más deprisa que la voz sin aliento de Peggy Meeker.
Después de un momento, ella preguntó:
– ¿Quieres que te lo explique otra vez?
Otra señal sonora.
– ¿Has dicho que está todo en un mensaje que me has enviado?
– Sí, todo explicado. Y he puesto el número de teléfono de mi profesor por si quieres llamarle. Es muy emocionante, ¿no? ¿No te da una perspectiva completamente nueva del caso?
– Más bien refuerza una de las perspectivas existentes. Ya veremos cómo funciona.
– Claro. Bueno, ya me contarás.
Bip.
– Peggy, me parece que tengo una llamada persistente. Deja que me despida por ahora. Y gracias. Esto podría ser muy útil.
– Por supuesto, encantada de ayudar. Genial. Dime qué más puedo hacer.
– Lo haré. Gracias otra vez.
Cambió a la otra llamada.
– Tardas bastante en contestar. La pregunta no debe de ser muy urgente.
– Ah, sí. Jack. Gracias por llamar.
– Y la pregunta es…
Gurney sonrió. Hardwick era un sibarita de la brusquedad, cuando no estaba demasiado ocupado siendo un sibarita de la vulgaridad.
– ¿Hasta qué punto estás seguro de la ubicación de cada uno de los presentes en la recepción durante el tiempo que Jillian estuvo en la cabaña?
– Del todo.
– ¿Cómo lo sabes?
– Por la forma en que estaban situadas las cámaras no había puntos ciegos. Todo el mundo (invitados, personal de cáterin, músicos) está en la grabación, todo el tiempo.
– Con excepción de Héctor.
– Con excepción de Héctor, que estaba en la cabaña.
– ¿Quién crees que estaba en la cabaña?
– ¿A qué te refieres?
– Estoy tratando de separar lo que sabemos de lo que pensamos que sabemos.
– ¿Quién coño más iba a estar allí?
– No lo sé, Jack. Y tú tampoco. Por cierto, gracias por avisarme de la movida de la rehabilitación.
Hubo un largo silencio.
– ¿Quién coño te ha contado eso?
– Tú desde luego no.
– ¿Qué coño tiene eso que ver con nada?
– Soy un gran fan de la transparencia, Jack.
– ¿La transparencia? Te voy a dar transparencia a tope. El capullo de Rodriguez me quitó el caso Perry porque le dije que perseguir a todos los mexicanos ilegales del estado de Nueva York era la pérdida de tiempo más grande que me habían asignado jamás. Para empezar, nadie va a admitir que trabaja aquí de manera ilegal, evadiendo impuestos. Y seguro que no iban a admitir que tenían contacto con alguien buscado por asesinato. Dos meses más tarde, en mi día libre, me llamaron por una situación de emergencia: la persecución de un par de idiotas que dispararon a un gasolinero en la autopista, y alguien en la escena va y le dice al capitán Marvel que yo olía a alcohol, así que me empapeló. El cabrón tuvo la oportunidad que había estado soñando para pillarme a contrapié. ¿Y qué hizo? El cabrón me metió en un puto centro de rehabilitación lleno de tarados. Veintiocho malditos días. ¡Con escoria, Davey! ¡Una puta pesadilla! ¡Escoria! Lo único en lo que pude pensar durante veintiocho días fue en matar a ese capitán capullo arrancándole la cabeza. ¿Es suficiente transparencia para ti?
– Claro, Jack. El problema es que la investigación descarriló y hay que empezar de nuevo desde cero. Y necesita tener asignadas personas que estén más interesadas en la solución de lo que lo están en joderse el uno al otro.
– ¿Eso es un hecho? Bueno, mucha suerte, señor Voz de la Puta Razón.
Había colgado.
Gurney dejó el teléfono encima de la carpeta. Cobró conciencia del sonido de las agujas de tejer de Madeleine al entrechocar y la miró.
Ella sonrió sin levantar la vista.
– ¿Problemas?
Dave rio sin humor.
– Solo que hay que reorganizar y reorientar por completo la investigación y no tengo poder para hacer que eso suceda.
– Piénsalo. Encontrarás una manera.
Pensó en ello.
– ¿Quieres decir a través de Kline?
Ella se encogió de hombros.
– Durante el caso Mellery me dijiste que tenía grandes ambiciones.
– No me sorprendería que se imagine siendo presidente algún día. O por lo menos gobernador.
– Bueno, ahí lo tienes.
– ¿Qué es lo que tengo?
Ella se concentró durante unos instantes en una alteración en su técnica de punto. Luego miró hacia arriba, aparentemente desconcertada por la incapacidad de su marido para comprender lo obvio.
– Ayúdale a ver cómo se relaciona esto con sus grandes ambiciones.
Cuanto más lo sopesaba Dave, más perspicaz le parecía el comentario de Madeleine. Como animal político, Kline era hipersensible a la dimensión mediática de cualquier investigación. Era la vía más segura para llegar a él.
Gurney cogió el teléfono y marcó al número del fiscal. El mensaje grabado ofrecía tres opciones: volver a llamar entre las 8 y las 18 horas de lunes a viernes, dejar un nombre y número de teléfono para recibir una llamada durante el horario de oficina, o llamar al número de emergencia de veinticuatro horas para cuestiones que requirieran asistencia inmediata.
Gurney anotó el número de emergencia en su lista de teléfonos, pero antes de hacer la llamada decidió dedicar un poco más de tiempo a estructurar lo que iba a decir-primero al que respondiera, y después a Kline si la llamada pasaba la criba-, porque se dio cuenta de que era fundamental lanzar la granada adecuada por encima de la pared.
El ruidoso cliqueo de las agujas se detuvo.
– ¿Has oído eso?-Madeleine inclinó ligeramente la cabeza en dirección a la ventana más cercana.
– ¿Qué?
– Escucha.
– ¿Qué he de escuchar?
– Chis…
Justo cuando estaba a punto de insistir en que no oía nada, lo oyó: los aullidos débiles de coyotes lejanos. Luego, otra vez nada. Solo la imagen persistente en su mente de animales como pequeños lobos flacos, corriendo en un grupo disperso, de manera salvaje y despiadada como el viento a través de un campo iluminado por la luna más allá de la cumbre norte.
Sonó el teléfono cuando todavía lo tenía en la mano. Miró el identificador: GALERÍA REYNOLDS. Echó un vistazo a Madeleine. Nada en su expresión sugería que imaginara quién era quien llamaba.
– Soy Dave.
– Quiero acostarme. Vamos a hablar.
Después de un silencio incómodo, Gurney respondió:
– Tú primero.
Ella musitó una risa suave e íntima que era más ronroneo que risa.
– Quiero decir que quiero acostarme temprano, irme a dormir, y por si ibas a llamarme más tarde para hablar de mañana, será mejor hablar ahora.
– Buena idea.
Otra vez la risa aterciopelada.
– Estoy pensando en una cosa muy simple. No puedo aconsejarte qué decirle a Jykynstyl, porque no sé qué te preguntará. Así que debes ser tú mismo: el prudente detective de Homicidios. El hombre tranquilo que lo ha visto todo. El hombre del lado de los ángeles que lucha contra el diablo y siempre gana.
– No siempre.
– Bueno, eres humano, ¿no? Ser humano es importante. Eso te hace real, no un héroe falso, ¿ves? Así que lo único que has de hacer es ser tú mismo. Eres un hombre mucho más impresionante de lo que piensas, David Gurney.
Él vaciló.
– ¿Eso es todo?
Esta vez la risa fue más musical, más divertida.
– Eso es todo para ti. Ahora para mí. ¿Has leído alguna vez el contrato, el que firmaste para la exposición del año pasado?
– Supongo que lo hice en su momento. No últimamente.
– Dice que la Galería Reynolds tiene derecho a un cuarenta por ciento de comisión sobre las obras expuestas, al treinta por ciento por las obras catalogadas y al veinte por ciento por todas las obras futuras creadas para clientes que han sido presentados al artista a través de la galería. ¿Te suena familiar?
– Vagamente.
– Vagamente. Muy bien. Pero te parece bien o ¿tienes algún problema con él a partir de ahora?
– Está bien.
– Perfecto. Porque lo hemos pasado bien trabajando juntos. Lo siento, ¿tú no?
Madeleine, inescrutable, parecía obsesionada con el borde ornamentado de su bufanda, que iba avanzando poco a poco. Puntada tras puntada tras puntada. Clic. Clic. Clic.
Era una mañana radiante, una imagen de calendario del otoño. El cielo era de un azul conmovedor, sin el menor atisbo de una nube. Madeleine ya había salido a dar uno de sus paseos en bicicleta por el valle del río que serpenteaba durante casi treinta kilómetros a este y oeste de Walnut Crossing.
– Un día perfecto-había dicho antes de irse, logrando sugerir por su tono que su decisión de pasar un día como ese en la ciudad hablando de grandes sumas de dinero a cambio de desagradables obras de arte lo convertía en alguien tan loco como Jykynstyl. O tal vez Gurney había llegado a esa conclusión por sí mismo y estaba culpándola a ella.
Estaba sentado a la mesa del desayuno, junto a las puertas cristaleras, mirando a través del prado al granero, de un sorprendente tono carmesí, a la luz límpida de la mañana. Tomó el primer sorbo de su café vigorizante, cogió el teléfono y llamó al número de veinticuatro horas de Sheridan Kline.
Respondió una voz adusta e incolora, que trajo a la mente de Gurney el vivo recuerdo del hombre que la poseía.
– Stimmel. Oficina del Fiscal.
– Soy Dave Gurney.
Hizo una pausa, sabiendo que Stimmel lo recordaba del caso Mellery, y no le sorprendió en absoluto que el hombre no lo saludara. Stimmel tenía la afabilidad y locuacidad, así como la fisonomía gruesa, de una rana.
– ¿Sí?
– Tengo que hablar con Kline lo antes posible.
– ¿Por qué?
– Es cuestión de vida o muerte.
– ¿De quién?
– Suya.
El tono adusto se endureció aún más.
– ¿Qué significa eso?
– ¿Conoce el caso Perry?-Gurney tomó el silencio que siguió por un sí-. Está a punto de estallar en un circo mediático, tal vez el mayor caso de asesinato múltiple de la historia del estado. Pensaba que Sheridan querría ser el primero en saberlo.
– ¿De qué está hablando?
– Ya me lo ha preguntado y ya se lo he dicho.
– Dígame hechos, listillo, y pasaré la información.
– No hay tiempo para pasar por todo dos veces. Tengo que hablar con él ahora, aunque tenga que sacarlo a rastras de la taza del váter. Dígale que esto va a hacer que el asesinato de Mellery parezca una infracción de tráfico.
– Será mejor que no sea mentira.
Gurney imaginó que era la forma de Stimmel de decirle: «Adiós, nos pondremos en contacto con usted». Soltó el teléfono, cogió su café y tomó otro sorbo. Aún estaba bueno y caliente. Miró las esparragueras que se inclinaban para alejarse de una suave brisa del oeste. Las preguntas sobre el fertilizante-si, cuándo, cuánto-, que habían llenado su cabeza una semana antes, ahora parecían infinitamente prorrogables. Confiaba en no haber exagerado la situación con Stimmel.
Dos minutos más tarde, Kline estaba al teléfono, excitado como una mosca sobre estiércol fresco.
– ¿Qué es esto? ¿Qué explosión mediática?
– Es una larga historia. ¿Tiene tiempo para hablar?
– ¿Qué tal si me da el resumen en una frase?
– Imagine un artículo de prensa que comienza así: «Policía y Fiscalía sin pistas de cómo un asesino en serie secuestra chicas de Mapleshade».
– ¿No hablamos de eso ayer?
– Hay información nueva.
– ¿Dónde está ahora?
– En casa, pero saldré hacia la ciudad dentro de una hora.
– ¿Esto es real o una teoría descabellada?
– Suficientemente real.
Hubo una pausa.
– ¿Su teléfono es seguro?
– No tengo ni idea.
– Puede tomar la autopista a la ciudad, ¿no?
– Supongo que sí.
– ¿Podría pasar por mi oficina de camino a la ciudad?
– Podría.
– ¿Puede salir ahora?
– Dentro de diez minutos.
– Nos vemos en mi oficina a las nueve y media. ¿Gurney?
– ¿Sí?
– Será mejor que esto sea real.
– ¿Sheridan?
– ¿Qué?
– Yo en su lugar, rezaría por que no lo fuera.
Diez minutos más tarde, Gurney estaba en camino, en dirección este, con el sol de cara. Su primera parada fue en Abelard’s para comprar un café que sustituyera la taza casi llena que había dejado sobre la mesa de la cocina con las prisas por salir.
Se paró un rato en la superficie de grava que había delante y pasaba por zona de aparcamiento, reclinó su asiento un tercio y trató de vaciar su cabeza de toda idea y concentrarse solo en el sabor del café. No es que fuera una técnica que le funcionara muy bien, y se preguntó por qué insistía en usarla. Sí tenía el efecto de cambiar lo que le preocupaba, pero en ocasiones lo sustituía por algo que le preocupaba igual o más. En este caso, trasladó su atención de la investigación al caos de su relación con Kyle y a la creciente necesidad que sentía de llamarlo.
Era ridículo, la verdad. Lo único que tenía que hacer era dejar de dilatarlo y hacer la llamada. Sabía muy bien que la dilación no era más que una escapatoria a corto plazo que crea un problema a la larga; que solo ocupa cada vez más espacio de almacenamiento en el cerebro, generando cada vez más malestar. Desde el punto de vista intelectual, no había discusión: sabía que la mayoría del sufrimiento de su vida surgía de evitar el malestar.
Tenía el nuevo número de Kyle en marcación rápida. «Joder, hazlo ya.»
Sacó el teléfono, marcó el número y le salió el buzón de voz: «Hola, soy Kyle. No puedo responder ahora mismo. Por favor, deja un mensaje».
– Hola, Kyle, soy papá. He pensado en llamar para ver cómo te iba en Columbia. ¿El piso compartido va bien?-Dudó, estuvo a punto de preguntar por Kate, la exmujer de Kyle, pero se lo pensó mejor-. No hay nada urgente, solo quería saber cómo te va. Llámame cuando puedas. Hasta pronto. -Pulsó el botón de finalizar la llamada.
Una experiencia curiosa. Un poco enredada, como el resto de la vida emocional de Gurney. Se sentía aliviado de haber llamado por fin. También se sentía aliviado, para ser sincero al respecto, de que le hubiera salido el contestador de su hijo en lugar de su hijo. Pero tal vez ahora podría dejar de pensar en ello, al menos por un tiempo. Dio un par de sorbos más a su café, miró la hora-las 8.52-y volvió a la carretera comarcal.
A excepción de un Audi negro brillante y unos cuantos Ford y Chevrolet no tan brillantes con placas oficiales, el aparcamiento del edificio de la Oficina del Condado estaba vacío, lo habitual en una mañana de sábado. El alto edificio de ladrillo sucio parecía frío y desierto, como la institución sórdida que había sido en el pasado.
Kline bajó del Audi cuando Gurney aparcó en un sitio cercano. Otro coche, un Crown Victoria, entró en el aparcamiento y estacionó al otro lado del Audi. Rodriguez salió de detrás del volante.
Gurney y Rodriguez se acercaron a Kline desde direcciones diferentes. Intercambiaron saludos con la cabeza con el fiscal, pero no entre sí. Kline encabezó la comitiva a través de una puerta lateral de la cual tenía su propia llave, y a continuación subió un tramo de escaleras. No se pronunció una sola palabra hasta que los tres se sentaron en los sillones de cuero alrededor de la mesa de café del despacho. Rodriguez cruzó los brazos con fuerza sobre su pecho. Sus ojos oscuros eran poco comunicativos detrás de sus gafas de montura de acero.
– Está bien-dijo Kline, inclinándose hacia delante-. Es hora de ir al grano.
Estaba lanzándole a Gurney la clase de mirada penetrante que podría dedicar a un testigo hostil en el estrado.
– Estamos aquí debido a la bomba que ha prometido, amigo. Déjela caer.
Gurney asintió con la cabeza.
– Exacto. La bomba. Será mejor que tomen notas.
Una contracción bajo uno de los ojos del capitán le dijo a Gurney que había interpretado la sugerencia como un insulto.
– Vaya al grano-dijo Kline.
– La bomba viene por partes. Voy a tirarlas sobre la mesa. Hay que hacerlas encajar. En primer lugar, resulta que Héctor Flores es el nombre de un personaje de una obra isabelina, un personaje que simula ser un jardinero español. Interesante coincidencia, ¿no?
Kline frunció el ceño y miró a Gurney con aire inquisitivo.
– ¿Qué clase de obra?
– Aquí es donde se pone interesante. La trama consiste en la violación de un gran tabú sexual, el incesto, que resulta que es un elemento común en la infancia de muchos delincuentes sexuales.
El ceño de Kline se arrugó aún más.
– Entonces, ¿qué está diciendo?
– Estoy diciendo que el hombre que vivía en casa de Ashton casi seguro que tomó el nombre de Héctor Flores de esa obra.
El capitán soltó un resoplido de incredulidad.
– Creo que necesitamos más detalles-dijo Kline.
– Esta obra trata sobre el incesto. El personaje de Héctor Flores en la obra aparece disfrazado de jardinero y…-Gurney no pudo resistirse a hacer una pausa dramática-. Resulta que mata al personaje femenino culpable de la obra: le corta la cabeza.
Kline puso los ojos como platos.
– ¿Qué?
Rodríguez dedicó a Gurney una mirada incrédula.
– ¿Dónde diablos está esa obra?
En lugar de empantanarse en la discusión que sin lugar a dudas se produciría si revelaba que el texto completo de la obra ya no existía, Gurney le dio al capitán el nombre y la información del antiguo profesor universitario de Peggy Meeker.
– Estoy seguro de que estará encantado de discutirlo con usted. Y, por cierto, no hay duda de que la obra se relaciona con el asesinato de Jillian Perry. El nombre del dramaturgo era Edward Vallory.
Kline tardó un par de segundos en comprenderlo.
– ¿La firma del mensaje de texto?
– Así es. De manera que ahora sabemos con certeza que la identidad del «trabajador mexicano» era un engaño desde el primer día, un engaño en el que cayó todo el mundo.
El capitán parecía lo bastante furioso como para estallar en llamas.
Gurney continuó.
– Este hombre vino a Tambury con un plan a largo plazo y mucha paciencia. La oscuridad de la referencia literaria significa que estamos tratando con un individuo bastante sofisticado. Y el contenido de la obra de Vallory deja claro que la historia sexual de Jillian Perry es casi con absoluta seguridad el motivo de su asesinato.
Kline daba la impresión de que estaba intentando no parecer anonadado.
– Bueno, así que tenemos… Tenemos un nuevo punto de vista…
– Desafortunadamente, es solo la punta del iceberg.
Kline abrió mucho los ojos.
– ¿Qué iceberg?
– Las chicas desaparecidas.
El capitán negó con la cabeza.
– Lo dije ayer y voy a decirlo de nuevo: no hay pruebas de que nadie haya desaparecido.
– Lo siento-dijo Gurney-. No quise utilizar mal un término legal. Tiene razón, todavía no se ha introducido ningún nombre en una base de datos oficial de personas desaparecidas. Así que vamos a llamarlas… ¿cómo? ¿«Graduadas de Mapleshade cuya ubicación actual no puede verificarse»? ¿Qué nombre prefiere?
Rodriguez se adelantó en su asiento y habló con voz ronca.
– ¡No tengo por qué aguantar toda esta arrogancia!
Kline levantó la mano como un policía de tráfico.
– Rod, Rod, tranquilízate. Estamos todos un poco…, bueno, calma. -Esperó hasta que el hombre comenzó a apoyar la espalda en la silla antes de volver su atención a Gurney-. Digamos, solo como hipótesis, que una o más de estas chicas realmente han desaparecido o están ilocalizables, como sea el término adecuado. Si ese fuera el caso, ¿cuál sería su conclusión?
– Si han sido secuestradas por el hombre que se hacía llamar Héctor Flores, mi conclusión es que, o bien están muertas o bien lo estarán pronto.
Rodriguez se echó de nuevo hacia delante en su silla.
– ¡No hay ninguna prueba! Si, si, si, si. Son solo hipótesis una encima de otra.
Kline inspiró lentamente.
– Me parece que hay que dar un gran salto para llegar a esa conclusión, Dave. ¿Quiere ayudarnos un poco con la lógica?
– El contenido de la obra, además de los mensajes de texto de Vallory, sugiere que el asesinato de Jillian Perry fue un acto de venganza por los abusos sexuales. Resulta que un factor común entre las estudiantes de Mapleshade es su historial de haber cometido abusos sexuales, lo cual las convierte a todas ellas en objetivos potenciales. Convertiría Mapleshade en el lugar perfecto para que un asesino motivado por esa cuestión encontrara a sus víctimas.
– «Objetivos potenciales», ¿has oído eso? «Potencial», lo acaba de decir. A eso voy. -Rodriguez negó con la cabeza-. Todo esto es…
– Espera, Rod, por favor-lo interrumpió Kline-. Ya te he entendido. Y créeme, estoy de tu lado, soy un hombre que se guía por las pruebas, igual que tú. Pero vamos a escucharle. Ya lo sabes, hay que estudiar todas las posibilidades. Vamos a escucharlo hasta el final. ¿De acuerdo?
Rodriguez dejó de hablar, pero siguió moviendo la cabeza como si no se diera cuenta de que lo estaba haciendo. Kline hizo una pequeña señal con la cabeza para invitar a Gurney a continuar.
– En cuanto a las chicas desaparecidas, la similitud en las discusiones que conducen a su partida es prueba prima facie de una conspiración. Es inconcebible que a todas se les ocurriera pedir un coche caro por pura coincidencia. Una explicación razonable es que se trataba de una conspiración urdida para facilitar sus secuestros.
Kline tenía cara de estar experimentando un reflujo de Tabasco.
– ¿Tiene algún otro dato fiable que apoye la hipótesis del secuestro?
– Héctor Flores había pedido a Ashton oportunidades para trabajar en Mapleshade, y las chicas actualmente ilocalizables fueron vistas conversando con él, allí.
Rodriguez aún seguía negando con la cabeza.
– Eso es una conexión pillada por los pelos.
– Tiene razón, capitán-dijo Gurney con voz cansada-. De hecho, la mayoría de lo que sabemos está pillado por los pelos. Todas las chicas desaparecidas o secuestradas habían aparecido en anuncios de alta carga sexual de Karmala Fashion, igual que Jillian Perry, pero no sabemos nada acerca de esa empresa. No se ha determinado cómo se establecieron esos encargos para trabajar de modelo, ni siquiera se ha investigado. A día de hoy el número total de chicas que pueden estar desaparecidas todavía se desconoce. No se sabe si las chicas con las que no podemos contactar están vivas o muertas. Se desconoce si se están produciendo secuestros mientras estamos aquí sentados. Lo único que estoy haciendo es decirles lo que pienso. Lo que temo. Tal vez esté completamente loco, capitán. Espero por Dios que lo esté, porque la alternativa es horrenda.
Kline tragó saliva.
– Así que admite que existe una buena cantidad de suposiciones en su… visión de esto.
– Soy policía de Homicidios, Sheridan. Sin unas pocas suposiciones…-Gurney se encogió de hombros; su voz se fue apagando.
Hubo un largo silencio.
Rodriguez parecía desinflado, empequeñecido, como si la mitad de su ira hubiera desaparecido, pero no hubiera sido reemplazada por ninguna otra cosa.
– Imaginemos, solo es un suponer-dijo Kline-, que tiene razón en todo. -Extendió ambas manos con las palmas hacia arriba, como si estuviera abierto incluso a la teoría más descabellada-. ¿Qué haría usted?
– La tarea fundamental consiste en ponerse al día con las desaparecidas. Lograr las listas de alumnas de Mapleshade con información de contacto de las familias. Consígalas de Ashton esta mañana, si es posible. Entrevistas con cada familia, con cada compañera de la clase de Jillian; a continuación, todas las del año anterior y el anterior. Respecto a cualquier familia con una hija cuya ubicación no sea verificable, se han de obtener todos los detalles descriptivos y circunstanciales que puedan introducirse en el VICAP, NamUs, bases de datos del NCIC; sobre todo si el último contacto con la familia fue la discusión de la que hemos oído hablar.
Kline miró a Rodriguez.
– Podríamos intentarlo de todos modos.
El capitán asintió con la cabeza.
– Muy bien, adelante.
– En los casos en que no pueda localizarse a la hija, se recoge una muestra de ADN a partir de un pariente biológico de primer grado: madre, padre, hermano, hermana. En cuanto el laboratorio del DIC tenga el perfil, se compara con el perfil de todas las mujeres de la edad adecuada fallecidas en el plazo de la desaparición y cuyos cadáveres no han sido identificados.
– ¿Ámbito?
– Nacional.
– ¡Dios mío! ¿Se da cuenta de lo que está pidiendo? Todo ese material va estado por estado, en ocasiones condado por condado. Algunas jurisdicciones no las guardan. Algunos ni siquiera las recogen.
– Tiene razón, es como un grano en el culo. Cuesta dinero, requiere tiempo, la cobertura es incompleta. Pero será mucho peor si más adelante tiene que explicar por qué no se hizo.
– Bien. -La palabra de Kline sonó como una exclamación de disgusto-. ¿Después?
– Después, investigar a Allessandro y Karmala Fashion. Ambos parecen demasiado difíciles de localizar para ser empresas comerciales normales. A continuación, hablar con todas las estudiantes actuales de Mapleshade con respecto a cualquier cosa que puedan saber sobre Héctor, Allessandro, Karmala o cualquiera de las chicas desaparecidas. Después, interrogar a todos los empleados de Mapleshade actuales y recientes.
– ¿Tiene alguna idea de la cantidad de horas y hombres de los que está hablando?
– Sheridan, esta es mi profesión. -Hizo una pausa por el significado de su lapsus-. Quiero decir que era mi profesión. El DIC ha de poner una docena de investigadores en esto lo antes posible, más si puede. Una vez que llegue a los medios, se lo comerán vivo si ha hecho menos que eso.
Kline entrecerró los ojos.
– Tal y como lo está describiendo, nos comerán vivos de todos modos.
– Los medios tomarán la ruta que atraiga más audiencia-dijo Gurney-. El llamado periodismo informativo es una película de buenos y malos. Deles una historia grande y candente de buenos y malos y la sacarán. Garantizado.
Kline lo miró con recelo.
– ¿Como qué?
– La historia aquí ha de ser que se han hecho todos los esfuerzos, que se ha sido totalmente «proactivo». En el instante en que usted y el equipo del DIC descubrieron la dificultad de algunos de los padres para ponerse en contacto con sus hijas, usted y Rod pusieron en marcha la mayor investigación de la historia por un caso de asesino en serie: alerta máxima, todos a cubierta, vacaciones canceladas.
El disco duro mental de Kline parecía estar analizando todos los resultados posibles.
– ¿Supongamos que se abalanzan sobre el coste?
– Fácil: «En una situación como esta, ser proactivo cuesta dinero. La falta de acción cuesta vidas». Es una respuesta estereotipada difícil de discutir. Deles la historia de la movilización gigante y tal vez se mantengan lejos de la historia de la investigación fallida.
Kline estaba abriendo y cerrando los puños, flexionando los dedos; sus ojos parecían delatar que la excitación daba paso a la incertidumbre.
– Está bien-dijo-. Será mejor que empecemos a pensar en la conferencia de prensa.
– En primer lugar-dijo Gurney-, es necesario poner las cosas en marcha. Si la prensa descubre que todo es mentira, la narración cambia, ipso facto: de los héroes del momento a los idiotas del año. A partir de ahora, han de tratar esto como el caso potencialmente enorme que es probable que sea, o despedirse de sus carreras.
Tal vez algo en la posición de la mandíbula de Gurney convenció a Kline o, quizás, una astilla de metralla del horror potencial del caso atravesó por fin su ensimismamiento. Por alguna razón, parpadeó, se frotó los ojos, se recostó en su silla y le lanzó a Gurney una mirada larga y funesta.
– Cree que nos enfrentamos a un gran psicópata, ¿no?
– Sí.
Rodriguez se espabiló y salió de la oscura preocupación en la que estuviera sumido.
– ¿Qué le hace estar tan seguro? ¿Una obra enferma escrita hace cuatrocientos años?
«¿Qué me hace estar tan seguro?» Gurney pensó en ello. ¿Una corazonada? Aunque era uno de los clichés más antiguos del oficio, no le faltaba verdad. Pero también había algo más.
– La cabeza.
Rodriguez lo miró fijamente.
Gurney respiró para calmarse.
– Algo en la cabeza… Dispuesta sobre la mesa de la forma en que estaba, frente al cuerpo.
Kline abrió la boca como si estuviera a punto de hablar, pero no lo hizo. Rodriguez solo se quedó mirando.
– Creo que el que hizo eso-continuó Gurney-, de esa manera particular, estaba anunciando que tiene una misión.
Kline torció el gesto.
– ¿Significa que pretende hacerlo de nuevo?
– O que ya lo ha hecho otra vez. Yo creo que ansía hacerlo.
El clima se mantuvo perfecto durante el viaje de Gurney desde los Catskills a Nueva York a media mañana. Al acelerar por la autopista, el aire fresco y el cielo despejado daban energía a sus pensamientos, le imbuían optimismo sobre el impacto que había causado en Kline y, en menor medida, en Rodriguez.
Quería consolidar su posición con Kline, encontrar una manera de asegurarse de que lo mantendrían en el caso. Y quería llamar a Val, ponerla al corriente. Pero también necesitaba, allí y en ese momento, reflexionar sobre la reunión a la cual se dirigía. El encuentro con el hombre del «mundo del arte». Un tipo que quería darle cien mil dólares por un retrato gráficamente mejorado de un chiflado. Alguien que bien podría ser él mismo un chiflado.
La dirección que Sonya le había dado correspondía a una residencia de arenisca en medio de una manzana silenciosa y arbolada, unas calles más arriba de la 60 Este. El barrio exudaba el aroma del dinero, un miasma elegante que lo aislaba del bullicio de las avenidas que lo rodeaban.
Dejó el coche en una zona de aparcamiento prohibido justo delante del edificio, como Sonya le había indicado trasmitiéndole la información de Jykynstyl. No habría ningún problema, cuidarían del automóvil.
Una puerta de entrada de gran tamaño esmaltada en negro conducía a un ornado vestíbulo de azulejos y espejos, que llevaba a una segunda puerta. Gurney estaba a punto de pulsar el timbre de la pared cuando abrió una mujer joven y atractiva. Mirándola mejor, se dio cuenta de que era una joven de aspecto corriente cuya apariencia se elevaba, o al menos quedaba dominada, por unos extraordinarios ojos, que en ese momento lo evaluaban como si apreciaran el corte de una chaqueta de sport o la frescura de un pastel en el escaparate de una panadería.
– ¿Es usted el artista?
Gurney captó algo voluble en el tono, algo que no podía identificar.
– Soy Dave Gurney.
– Acompáñeme.
Entraron en un gran vestíbulo. Había un perchero, un paragüero, varias puertas cerradas y una amplia escalera de caoba que conducía al siguiente piso. El brillo oscuro del cabello de la chica hacía juego con el tono de la madera. La joven lo condujo por la escalera hasta una puerta, que abrió para dejar a la vista un pequeño ascensor con su propia puerta corredera.
– Vamos-dijo con una leve sonrisa que a Gurney le resultó curiosamente desconcertante.
Entraron, la puerta se cerró sin el menor sonido, y el ascensor subió sin apenas provocar sensación de movimiento.
Gurney rompió el silencio.
– ¿Tú quién eres?
La chica se volvió hacia Gurney, con sus extraordinarios ojos iluminados por alguna broma privada.
– Soy su hija.
El ascensor se había detenido con tanta suavidad que Gurney ni lo había notado. La puerta se abrió. La chica salió.
– Venga.
La estancia estaba decorada al estilo de un salón victoriano opulento. Había plantas tropicales de grandes hojas en macetas a ambos lados de una gran chimenea y varias más junto a los sillones. Al fondo, al otro lado de un arco ancho se veía un comedor formal, con mesa, sillas y aparador, todo en madera tallada de caoba muy pulida. Cortinas de damasco verde oscuro cubrían las ventanas altas en las dos salas, oscureciendo la hora del día, la época del año, creando la ilusión de un mundo elegante, a la deriva, donde los cócteles podían estar siempre a punto de ser servidos.
– Bienvenido, David Gurney. ¡Qué bien que haya venido tan pronto!
Gurney siguió la voz de acento extraño hasta su origen: un hombre pequeño y pálido, empequeñecido aún más por el enorme sillón club de piel en el que estaba sentado, junto a una planta imponente de selva tropical. El hombre tenía en la mano una copita llena de un licor de color verde pálido.
– Disculpe que no me levante para darle la bienvenida. Tengo problemas de espalda. De manera perversa, empeora cuando hace buen tiempo. Un misterio molesto, ¿no? Por favor, siéntese. -Hizo un gesto hacia un sillón idéntico situado frente al suyo, al otro lado de una pequeña alfombra oriental.
El hombre llevaba vaqueros desgastados y una sudadera color vino. Tenía el pelo corto, fino, gris, peinado sin mucho esmero. Las bolsas en los ojos creaban una impresión superficial de somnolienta indiferencia.
– ¿Le apetece tomar una copa? Una de las chicas le traerá algo. -Su acento indefinido parecía tener múltiples orígenes europeos-. Yo he vuelto a cometer el error de elegir absenta.
Levantó su licor verdoso y lo miró como si fuera un amigo desleal. Continuó:
– No lo recomiendo. En mi opinión, ha perdido su alma desde que la legalizaron. -Se llevó la copita a los labios y vació la mitad del contenido-. ¿Por qué sigo tomándola? Es una pregunta interesante. Tal vez sea un sentimental. Pero, obviamente, usted no lo es. Usted es un gran detective, un hombre de claridad, sin apegos absurdos. Así que no tomará absenta. Pero puede beber otra cosa. Lo que desee.
– ¿Un vaso de agua?
– L’acqua minerale? Ein Mineralwasser? L’eau gazéifiée?
– Agua del grifo.
– Por supuesto. -Su sonrisa repentina era brillante como huesos blanqueados-. Tendría que haberlo adivinado. -Levantó la voz solo un poco, como alguien acostumbrado a tener sirvientes cerca-. Un vaso de agua fría del grifo para nuestro invitado.
La chica de extraña sonrisa que decía que era su hija salió del salón.
Gurney se sentó tranquilamente en el sillón que el hombre pequeño le había indicado.
– ¿Por qué tendría que haber adivinado que pediría agua del grifo?
– Por lo que la señorita Reynolds me contó de su personalidad. Veo que tuerce el gesto. Eso también debería haberlo previsto. Me mira con sus ojos de detective. Se pregunta: «¿Cuánto sabe de mí este Jykynstyl? ¿Cuánto le ha contado la señorita Reynolds?». ¿Estoy en lo cierto?
– Me lleva mucha ventaja. Solo me estaba preguntando sobre la relación entre el agua del grifo y mi carácter.
– Reynolds me dijo que usted es tan complicado en el interior que le gusta mantener la sencillez en el exterior. ¿Está de acuerdo con eso?
– Claro. ¿Por qué no?
– Eso está muy bien-dijo Jykynstyl, como un experto saboreando un vino interesante-. También me advirtió que siempre está pensando y que siempre sabe más de lo que dice.
Gurney se encogió de hombros.
– ¿Es eso un problema?
Empezó a sonar música de fondo, tan baja que sus notas apenas resultaban audibles. Era un melodía triste, lenta, bucólica, de un violonchelo. Su presencia susurrada en la sala le recordó los aromas de jardín inglés que penetraban con sutileza en el interior de la casa de Scott Ashton.
El hombrecillo de pelo ralo sonrió y tomó un sorbo de absenta. Otra mujer joven con una figura espectacular, que exhibía gracias a unos tejanos de corte bajo y una camiseta escueta, entró en la habitación a través del arco del fondo y se acercó a Gurney con un vaso de cristal lleno de agua en una bandeja de plata. La chica tenía los ojos y la boca de una mujer cínica que le doblaba la edad. Cuando Gurney cogió el vaso, Jykynstyl estaba respondiendo a su pregunta.
– Para mí no es ningún problema, desde luego. Me gusta un hombre de sustancia, un hombre cuya mente es más grande que su boca. Ese es el tipo de hombre que es usted, ¿no?
Cuando Gurney no respondió, Jykynstyl se echó a reír. Era un sonido seco, sin sentido del humor.
– Veo que también es un hombre al que le gusta ir al grano. Quiere saber exactamente por qué estamos aquí. Muy bien, David Gurney. Al grano: es probable que sea su mayor admirador. ¿Por qué? Por dos razones. En primer lugar, creo que usted es un gran artista del retrato. En segundo lugar, tengo la intención de ganar un montón de dinero con su trabajo. Tenga en cuenta cuál de las dos razones he citado en primer lugar. Puedo decir por el trabajo que ya ha realizado que posee un raro talento para mostrar la mente de un hombre en las líneas de su rostro, para dejar que el alma se muestre a través de los ojos. Se trata de un talento que se nutre de la pureza. No es el talento de un hombre que está loco por el dinero o la atención, de un hombre que se esfuerza por ser agradable, de un hombre que habla demasiado. Es el talento de alguien que valora la verdad en todos sus asuntos: de negocios, profesionales, artísticos. Sospechaba que era esa clase de hombre, pero quería estar seguro. -Sostuvo la mirada fija de Gurney durante lo que pareció mucho tiempo, antes de continuar-. ¿Qué le gustaría comer? Hay una lubina fría en salsa remoulade, ceviche de marisco a la lima, quenelles de ternera, un fabuloso steak tartare de Kobe, lo que prefiera, ¿o tal vez un poco de todo?
Mientras hablaba, comenzó poco a poco a levantarse del sillón. Hizo una pausa, buscando un lugar para apoyar su copita. Se encogió de hombros y la colocó con delicadeza en la maceta de la enorme planta que tenía al lado. Luego, sujetando los brazos del sillón con las dos manos, se puso en pie con un esfuerzo considerable y se encaminó hacia el comedor a través del arco.
La característica más llamativa de la estancia era un retrato de tamaño natural en un marco dorado que colgaba en el centro de la pared más grande, de cara al arco. Con su conocimiento limitado de la historia del arte, Gurney situó su origen en algún punto del Renacimiento holandés.
– Es fascinante, ¿no?
– dijo Jykynstyl.
Gurney mostró su conformidad.
– Me alegro de que le guste. Le hablaré de él mientras comemos.
Habían preparado dos lugares en la mesa, uno frente al otro. La comida a la que Jykynstyl había hecho referencia estaba dispuesta entre los dos en cuatro platos de porcelana, junto con botellas de Puligny-Montrachet y Château Latour, vinos que incluso alguien que no era un enófilo como Gurney sabía que eran tremendamente caros.
Gurney optó por el Montrachet y la lubina; Jykynstyl, por el Latour y el steak tartare.
– ¿Las dos chicas son hijas suyas?
– Así es, sí.
– ¿Y viven aquí juntos?
– De vez en cuando. No somos una familia con domicilio fijo. Yo voy y vengo. Es la naturaleza de mi vida. Mis hijas viven aquí cuando no están viviendo con otra persona. -Habló en un tono que a Gurney le pareció tan engañosamente informal como su mirada somnolienta.
– ¿Dónde pasan la mayor parte de su tiempo?
Jykynstyl puso el tenedor en el borde del plato, como si se deshiciera de un obstáculo para expresarse con claridad.
– Yo no lo veo de esa manera, no pienso que esté aquí durante una temporada o allá durante otra temporada. Estoy… en movimiento. ¿Entiende?
– Su respuesta es más filosófica que mi pregunta. Se lo preguntaré de otra manera. ¿Tiene casas como esta en algún otro sitio?
– Los familiares en otros países a veces me reciben, o me soportan. No es lo mismo, ¿verdad? Pero tal vez en mi caso ambas cosas son ciertas. -Exhibió su sonrisa de frío marfil-. Así que yo soy un hombre sin hogar y con muchos hogares. -El acento híbrido, de ninguna parte y de todas, pareció hacerse más marcado para reforzar su declaración de nomadismo-. Al igual que el maravilloso señor Wordsworth, vago solitario como una nube. En busca de narcisos dorados. Tengo buen ojo para los narcisos. Pero tener buen ojo no basta. También hay que mirar. Ese es mi doble secreto, David Gurney: tengo buen ojo y siempre estoy mirando. Esto para mí es mucho más importante que vivir en un lugar determinado. Yo no vivo aquí o allí. Vivo en la actividad, en el movimiento. No soy un residente. Soy un buscador. Tal vez sea un poco como su propia vida, como su propia profesión. ¿Estoy en lo cierto?
– Entiendo su tesis.
– Entiende mi tesis, pero en realidad no está de acuerdo con ella. -Parecía más divertido que ofendido-. Y al igual que todos los policías, cuando se trata de preguntas prefiere hacerlas que responderlas. Una de las características de su profesión, ¿no?
– En efecto.
Jykynstyl hizo un sonido que podría haber sido una risa o una tos. Sus ojos no proporcionaron ninguna pista al respecto.
– Entonces le ofreceré respuestas en lugar de preguntas. Pienso que quiere saber por qué este hombrecillo un poco loco de nombre extraño quiere pagar tanto dinero por estos retratos que tal vez usted hace deprisa y con facilidad.
Gurney sintió una chispa de irritación.
– No tan deprisa ni con tanta facilidad. -Y mostró, a continuación, una chispa de disgusto al expresar la objeción.
Jykynstyl parpadeó.
– No, por supuesto que no. Perdone mi lenguaje. Creo que hablo este idioma mejor de lo que lo hago, pero fallo con los matices. ¿Lo intento de nuevo o ya entiende lo que estoy tratando de decirle?
– Creo que lo entiendo.
– Entonces, la pregunta fundamental: ¿por qué le ofrezco tanto dinero por este arte suyo?-Hizo una pausa, destelló la sonrisa gélida-. Porque lo vale. Y porque lo quiero en exclusiva, sin competencia. Así que le hago lo que creo que es una oferta preferente, una oferta que puede aceptar sin más, sin subterfugios, sin negociación. ¿Lo entiende?
– Creo que sí.
– Bien. Creo que se ha fijado en la pintura de la pared de detrás de mí. El holbein.
– ¿Eso es un verdadero Hans Holbein?
– ¿Verdadero? Sí, por supuesto. No poseo reproducciones. ¿Qué piensa usted de él?
– No tengo las palabras adecuadas.
– Diga las primeras que se le ocurran.
– Sorprendente. Asombroso. Vivo. Desconcertante.
Jykynstyl lo estudió durante un largo momento antes de hablar otra vez.
– Deje que le diga dos cosas. En primer lugar, estas palabras que usted asegura que no son las adecuadas se acercan más a la verdad que las estupideces de los críticos de arte profesionales. En segundo lugar, son las mismas palabras que me vinieron a la cabeza cuando vi su retrato de Piggert, el asesino. Las mismas palabras. Miré a los ojos de su Peter Piggert y podía sentirlo en la habitación conmigo.
»Sorprendente. Asombroso. Vivo. Desconcertante. Todas esas cosas que ha dicho sobre el retrato de Holbein. Por el holbein pagué un poco más de ocho millones de dólares. La cantidad es un secreto, pero se la digo, de todos modos. Ocho millones ciento cincuenta mil dólares… por un narciso de oro. Tal vez un día lo venda por el triple de esa cantidad. Así que ahora pago cien mil dólares por cada uno de unos pocos narcisos de David Gurney, y un día, tal vez, los venderé por diez veces esa cantidad. ¿Quién sabe? ¿Me haría el favor de brindar conmigo por ese futuro? Brindemos por que los dos podamos obtener de la transacción lo que deseamos.
Jykynstyl parecía percibir el escepticismo de Gurney.
– Solo le parece mucho dinero porque no está acostumbrado a él. No es porque su trabajo no lo merezca. Recuérdelo. Usted está siendo recompensado por su extraordinaria perspicacia y su capacidad de transmitir ese conocimiento, lo mismo que Hans Holbein. Usted es un detective no solo de la mente criminal, sino también de la naturaleza humana. ¿Por qué no habrían de pagarle de un modo adecuado?
Jykynstyl levantó la copa de Latour. Gurney imitó el gesto con incertidumbre con su Montrachet.
– Por su perspicacia y su trabajo, por nuestro acuerdo comercial y por usted, detective David Gurney.
– Y por usted, señor Jykynstyl.
Bebieron. La experiencia sorprendió gratamente a Gurney. A pesar de que distaba mucho de ser un connaisseur, pensó que el Montrachet era el mejor vino que había probado en su vida, y uno de los pocos que recordaba capaz de encender el deseo instantáneo de una segunda copa. Cuando terminó la primera, la joven que lo había acompañado en el ascensor apareció a su lado con un brillo extraño en la mirada para llenársela de nuevo.
Durante los siguientes minutos, los dos hombres comieron en silencio. La lubina fría era exquisita y el Montrachet la hacía más deliciosa aún. Cuando Sonya había mencionado el interés de Jykynstyl dos días antes, había dejado volar su imaginación y se había entretenido con todo lo que el dinero podía comprar, fantasías de viajes que lo transportaron a la costa noroeste, a Seattle y al estrecho de Puget y a las islas San Juan con el sol del verano, el cielo claro y el agua azul, las montañas Olympic en el horizonte. Ahora esa imagen regresó, aparentemente impulsada por la confirmación de una promesa económica para el proyecto artístico de las fotografías de archivo policial; y también por la segunda, y aún más deliciosa, copa de Montrachet.
Jykynstyl estaba hablando otra vez, alabando la percepción de Gurney, su sutileza psicológica, su ojo para el detalle. Pero en ese momento era el ritmo de las palabras lo que cautivaba su atención, más que su significado, un ritmo que lo levantaba, que lo mecía con suavidad. Ahora las mujeres jóvenes estaban sonriendo serenamente y quitando la mesa, y Jykynstyl estaba describiendo postres exóticos. Algo cremoso con romero y cardamomo. Algo suave con azafrán, tomillo y canela. A Gurney le hizo sonreír imaginar el acento extraño y complejo del hombre como si fuera un plato en sí mismo, hecho con condimentos que normalmente no se combinan.
Sintió una emocionante e inusual inyección de libertad, optimismo y orgullo por sus éxitos. Era como siempre había deseado sentirse: lleno de claridad y fuerza. El sentimiento se mezcló con los gloriosos azules del agua y del cielo, un barco que navegaba con sus velas blancas completamente desplegadas, impulsadas por una brisa que nunca moriría.
Y después no sintió nada en absoluto.