Primera parte
OCTUBRE-NOVIEMBRE 1965

1

Miércoles 6 de octubre de 1965

Jimmy despertó poco a poco. Al principio, tan sólo fue consciente de una cosa: hacía un frío de mil demonios. Le castañeteaban los dientes, tenía la carne dolorida, no sentía los dedos de las manos y los pies. ¿Y por qué no veía nada? ¿Por qué no veía? A su alrededor no había sino oscuridad cerrada, una negrura tan densa como nunca había conocido. A medida que despertaba, comprendió asimismo que estaba apresado en algo estrecho, apestoso, desconocido. ¡Envuelto de pies a cabeza! Tuvo un acceso de pánico y empezó a chillar, a clavar frenéticamente las uñas en aquello que le constreñía, fuera lo que fuese. Lo rasgó e hizo trizas, pero como la gelidez persistía tras conseguir liberarse, el terror le volvió loco. Había otras cosas alrededor de él, el mismo tipo de ataduras apestosas, pero por más que chillara, desgarrara, destrozara, no hallaba forma de salir, no alcanzaba a ver una partícula de luz o sentir un soplo de calor. De modo que chilló, rasgó, destrozó, con el corazón rugiéndole en los oídos y sin oír otra cosa que sus propios sonidos.

Otis Green y Cecil Potter entraron juntos a trabajar, tras encontrarse en la calle Once y saludarse con una amplia sonrisa. A las siete en punto de la mañana, pero ¿no era fantástico no tener que fichar? Su lugar de trabajo era un sitio civilizado, eso saltaba a la vista. Colocaron sus fiambreras en el pequeño armario de acero inoxidable que habían reservado para su uso particular; no hacía falta candado, allí no había ladrones. Luego se pusieron con la faena del día.

Cecil oyó a sus criaturas llamándole; fue directo a su puerta y la abrió.

– ¡Hola, chicos! -los saludó con ternura-. ¿Cómo estamos, eh? ¿Hemos dormido todos bien?

La puerta silbaba todavía al cerrarse tras Cecil cuando Otis fue a ocuparse de la tarea menos apetecible del día: vaciar la nevera. Su cubo de basura de plástico con ruedas olía a limpio y fresco; colocó en él una bolsa nueva y lo empujó hasta la puerta de la cámara frigorífica, que era de acero, pesada, de las de tirador con cierre hermético. Lo que ocurrió a continuación fue bastante confuso: en cuanto abrió la puerta algo cruzó a toda velocidad por delante de él, aullando desenfrenadamente.

– ¡Cecil, ven aquí fuera! -gritó-. ¡Jimmy aún está vivo, tenemos que atraparlo!

El gran mono se encontraba en un estado de excitación descontrolado, pero cuando Cecil le tendió los brazos después de hablarle unos instantes, Jimmy se lanzó a ellos, tiritando, ahogando sus chillidos en un gimoteo.

– Por Dios, Otis -dijo Cecil, acunando al animal como un padre a su hijo-, ¿cómo ha cometido semejante distracción el doctor Chandra? El pobre animal ha pasado toda la noche encerrado en la nevera. Tranquilo, Jimmy, tranquilo. Ha llegado papá, pequeño, ¡ya estás a salvo!

Los dos hombres estaban horrorizados, y a Otis le latía el corazón como si fuera un flan de gelatina, pero no había pasado nada serio. El doctor Chandra se pondría loco de contento cuando supiera que Jimmy no había muerto a pesar de todo, pensó Otis, volviendo hacia la cámara frigorífica. Jimmy valía cien de los grandes.

Ni siquiera un fanático de la limpieza como Otis podía desterrar el olor de la muerte del frigorífico, por más que lo restregara con desinfectantes y desodorantes. El hedor, no a descomposición sino a algo más sutil, envolvió a Otis mientras accionaba el interruptor de la luz para alumbrar el interior de acero inoxidable de la cámara. Ay, tío, ¡Jimmy lo había dejado todo hecho un Cristo! Por todas partes había bolsas de papel hechas jirones desparramadas, ratas decapitadas, pelos blancos y tiesos, colas obscenamente desnudas. Y, tras la docena de bolsas de ratas, un par de bolsas mucho más grandes, también hechas trizas. Con un suspiro, Otis fue a coger más bolsas de un armario y empezó a poner orden en el caos que Jimmy había dejado. Una vez debidamente devueltas a sus bolsas las ratas muertas, metió el brazo en la cámara helada y tiró hacia sí de la primera de las bolsas grandes. La habían rasgado de arriba abajo, dejando totalmente al descubierto la mayor parte de su contenido.

Otis abrió la boca y emitió un chillido tan agudo como el de Jimmy, y seguía chillando cuando Cecil asomó desde el cuarto de los monos. Entonces, aparentemente sin reparar en Cecil, dio media vuelta y salió a la carrera del animalario, pasillo abajo, hasta llegar al vestíbulo y salir por la puerta, abriendo y cerrando las piernas en una carrera agotadora por la calle Once hasta su casa, en el segundo piso de un destartalado edificio de tres viviendas.

Celeste Green estaba tomando café con su sobrino cuando Otis irrumpió en la cocina; ambos se pusieron en pie, sobresaltados, Wesley olvidando de golpe su apasionada diatriba sobre los crímenes de Whitey. Celeste fue a buscar sus sales mientras Wesley hacía sentar a Otis. Al volver con la botella, apartó a Wesley con malos modos de su camino.

– ¿Sabes cuál es tu problema, Wes? ¡Que siempre estás en medio! ¡Si no estuvieras siempre cruzándote con Otis, él no iría diciendo que no vales para nada! ¡Otis! ¡Otis, cariño, despierta!

A Otis se le había decolorado la piel de un marrón intenso a un gris pálido que no mejoró nada cuando le encasquetaron los vapores de amoniaco bajo la nariz, pero al menos volvió en sí, y apartó la cabeza.

– ¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Wesley.

– Un trozo de mujer -musitó Otis.

– ¿Un qué? -terció, cortante, Celeste.

– Un trozo de mujer. En la nevera, en el trabajo…, donde las ratas muertas. Un cono y un vientre. -Se echó a temblar.

Wesley hizo la única pregunta que para él contaba.

– ¿Era blanca o negra?

– ¡No le importunes con eso, Wes! -exclamó Celeste.

– Negra no era -dijo Otis, llevándose las manos al pecho-. Pero tampoco blanca. De color -añadió; se deslizó por la silla y cayó al suelo.

– ¡Llama a una ambulancia! Venga, Wes, ¡llama a una ambulancia!

Ésta llegó muy deprisa, debido a dos hechos felices: uno, que el Hospital Holloman estaba justo a la vuelta de la esquina; y el otro, que a esa hora de la mañana el trabajo escaseaba. Bastante vivo todavía, Otis Green fue introducido en la ambulancia con su esposa acurrucada a su lado. El apartamento quedó en manos de Wesley le Clerc.

No permaneció allí mucho rato, no con semejante noticia. Mohammed el Nesr vivía en el 18 de la calle Quince, y había que contárselo. ¡Un trozo de mujer! No negra, pero tampoco blanca. De color. Eso para Wesley era tanto como negra, al igual que para todos los miembros de la Brigada Negra de Mohammed. Ya era tiempo de ajustar cuentas con los blanquitos por los doscientos y pico años de opresión, tratando a las personas negras como a ciudadanos de segunda, o incluso como a bestias sin alma inmortal.

Tras salir de la cárcel en Louisiana, había decidido marchar al norte, a Connecticut, con la tía Celeste. Deseaba labrarse una reputación de hombre negro que se hace valer, y eso resultaba más fácil en una parte del país menos dada que Louisiana a enchironar a los negros por nada. En Connecticut era donde campaban Mohammed el Nesr y su Brigada Negra. Mohammed era un hombre culto, tenía un doctorado en Derecho -¡conocía sus derechos!-. Pero, por razones que Wesley comprendía cada día al mirarse en el espejo, Mohammed el Nesr había despreciado a Wesley por insignificante. Era un negro de plantación, un perfecto don nadie. Pero nada de eso había amilanado a Wesley; ¡estaba decidido a demostrar quién era en Holloman, Connecticut! Y lo haría hasta el punto de que, algún día, Mohammed tendría que alzar la cabeza para mirarle a él, Wesley le Clerc, negro de plantación.

Cecil Potter no tardó en descubrir qué había hecho salir a Otis por piernas del animalario, pero no era un hombre que cediera al pánico. No tocó el contenido de la cámara frigorífica. Tampoco llamó a la policía. Cogió el teléfono y marcó la extensión del Profe, sabiendo a ciencia cierta que éste se encontraría en su despacho, incluso a esas horas. Su único momento de paz tenía lugar a primera hora de la mañana, solía decir. Pero no esta mañana, pensó Cecil.

– Es un caso triste -dijo el teniente Carmine Delmonico a su colega uniformado y superior en rango, el capitán Danny Marciano-. Puesto que no hemos podido encontrar a otros parientes, los críos tendrán que ir a una institución.

– ¿Estás seguro de que fue él?

– No me cabe duda. El pobre tío intentó simular que un desconocido había entrado en la casa, pero en la cama están la mujer y su amante, y el amante lleva unos cuantos cortes, pero ella está hecha picadillo: lo hizo él. Apuesto a que confesará voluntariamente hoy mismo, dentro de un rato.

Marciano se incorporó.

– Vamos a desayunar algo, entonces.

Sonó su teléfono; Marciano miró a Carmine enarcando las cejas y lo cogió. En cuestión de segundos el capitán de policía estaba rígido y toda su satisfacción se había disipado. Con los labios, silabeó «¡Silvestri!» a Carmine antes de empezar a asentir repetidamente.

– Claro, John. Ahora mismo envío a Carmine, y a Patsy en cuanto pueda.

– ¿Problemas?

– Y gordos. Silvestri acaba de recibir una llamada del director del Hug… del profesor Robert Smith. Han encontrado restos de un cuerpo de mujer en la nevera donde guardan los animales muertos.

– ¡Cristo!

Los sargentos Corey Marshall y Abe Goldberg estaban desayunando en el Malvolio's, la cafetería a la que iban los polis, porque quedaba puerta con puerta con el cuartel general, en el edificio de la Administración del condado de la calle Cedar. Carmine ni siquiera se molestó en entrar; repiqueteó con los nudillos en el cristal ante el compartimento en el que Abe y Corey daban buena cuenta de unos bizcochos calientes con jarabe de arce entre tazones de café. «Qué suerte, los condenados -pensó-. A ellos les toca comer, a mí me toca informar a Danny, y ahora me quedaré sin comer. La veteranía es un coñazo.»

El coche que Carmine consideraba el suyo (en realidad pertenecía al Departamento de Policía de Holloman, aunque no tenía señas identificativas) era un Ford Fairlane con un motor trucado de ocho cilindros en V que marchaba a trancas y barrancas. Cuando iban los tres dentro, siempre conducía Abe, Corey iba de escolta y Carmine se desmadejaba junto con sus papeles en el asiento de atrás. Las explicaciones a Corey y Abe le llevaron medio minuto; el trayecto de la calle Cedar al Hug menos de cinco.

Holloman se extendía en mitad de la costa de Connecticut, con su amplio puerto mirando a Long Island al otro lado del Estrecho. Fundada por puritanos disidentes en 1632, había sido siempre una ciudad próspera, y no sólo a causa de las numerosas fábricas diseminadas por su periferia y a lo largo del cauce del río Pequot. Buena parte de sus ciento cincuenta mil habitantes estaban ligados de algún modo a la Universidad Chubb, una institución de élite que no se reconocía inferior a ninguna, ya fuera Harvard o Princeton. La ciudad estaba inextricablemente vinculada al mundo académico.

El campus principal de la Chubb se extendía por tres lados de la Explanada, una gran extensión verde, con sus edificios de estilos colonial primitivo y gótico del siglo XIX, a los que se habían sumado algunas construcciones pasmosamente modernas, toleradas tan sólo por las augustas firmas arquitectónicas asociadas a cada una; pero también estaba la llamada colina de la Ciencia, al este, donde se ubicaba el campus de ciencias, entre cuadradas torres de ladrillo oscuro y vidrio laminado, y al oeste, pasada la ciudad un buen trecho, la Facultad de Medicina Chubb.

Dado que las facultades de medicina habían surgido en las proximidades de los hospitales, hacia 1965 tendían a estar ubicadas en el peor barrio de cualquier ciudad; Holloman no se diferenciaba del resto a este respecto. La Facultad de Medicina Chubb y el hospital de Holloman se estrechaban a lo largo de la calle Oak, en la vertiente sur del mayor de los dos guetos negros de Holloman, llamado «la Hondonada» porque en él se extendía una que había sido un lago en su día. Para acabar de agravar los males de la salud pública, los depósitos de combustible de Holloman este fueron trasladados en 1960 al final de la calle Oak, a un yermo entre la I-95 y el puerto.

El Centro Hughlings Jackson para la investigación neurológica se alzaba en la calle Oak, justo enfrente de los apartamentos de los estudiantes de Medicina del Shane-Driver, cien para cien estudiantes. Junto al Shane-Driver se encontraba el Pabellón Parkinson para la investigación médica. Estaba enfrente del vecino del Hug, el hospital de Holloman, un mamotreto de doce plantas que había sido reconstruido en 1950, el mismo año que vio elevarse al Hug.

– ¿Por qué lo llaman el Hug? -preguntó Corey al tomar el Ford la carretera provisional que dividía en dos un aparcamiento gigantesco.

– Porque son las tres primeras letras de Hughlings, supongo -dijo Carmine.

– ¿Hug? Carece de dignidad. ¿Por qué no las cuatro primeras letras? Así sería el Hugh.

– Pregúntale al profesor Smith -dijo Carmine, avistando su destino.

El Hug era el gemelo, más bajo y más pequeño, de las torres Burke de Biología y Susskind de Ciencia, situadas al otro lado del campus de la colina de la Ciencia; un montón achaparrado y toscamente cuadrado de ladrillo oscuro, plagado de grandes ventanas de vidrio laminado. Se alzaba sobre tres acres de lo que solían ser viviendas marginales, derribadas para dejar paso a este monumento que perpetuaba el nombre de un hombre misterioso que no tenía nada que ver con su génesis. ¿Quién diablos era ese Hughlings Jackson? Una pregunta que todo Holloman se hacía. Por derecho, el Hug debió ser bautizado con el nombre de su benefactor, el inmensamente rico, y difunto, señor William Parson.

Al no disponer de la llave maestra del aparcamiento, Abe dejó el Ford en la calle Oak, justo a la salida del edificio, que no tenía entrada por la calle Oak. Los tres hombres recorrieron a pie un camino de gravilla que bordeaba el edificio por el norte hasta una única puerta de cristal, donde les esperaba una mujer muy alta.

«Es como un bloque de construcción infantil en medio de una habitación inmensa -pensó Carmine-. Tres acres son mucha tierra para algo que sólo mide treinta metros por lado. Y, mierda, ella sostiene un portapapeles. Es personal administrativo, no médico.» Su mente registraba de forma automática los detalles físicos de cada persona que nadaba en su trocito del mar de la humanidad, de forma que se encontró muy ocupada conforme iba teniéndola más cerca: un metro noventa descalza, treinta y pocos años, traje pantalón azul marino más bien holgado, zapatos planos de cordones, pelo castaño tono ratón, un rostro de nariz excesiva y barbilla prominente. Diez años atrás, jamás hubiera podido convertirse en Miss Holloman, no digamos ya en Miss Connecticut. Cuando se detuvo delante de ella, no obstante, advirtió que tenía unos ojos estupendos, interesantes, del color del hielo espeso, que él siempre había encontrado hermoso.

– Sargentos Marshall y Goldberg. Yo soy el teniente Carmine Delmonico -dijo en tono seco.

– Desdemona Dupre, directora gerente -dijo ella mientras les conducía a un pequeño vestíbulo, cuyo único sentido parecía ser acomodar dos ascensores. Pero en vez de apretar el botón para subir, ella abrió una puerta en la pared de enfrente y les guió por un amplio pasillo.

»Ésta es nuestra primera planta, que alberga las instalaciones del animalario y los talleres -dijo, y su acento la delataba como alguien del otro lado del Atlántico. Al torcer una esquina se encontraron en otro distribuidor. Ella señaló un par de puertas que había algo más adelante.

»Allí lo tienen: el animalario.

– Gracias -dijo Carmine-. A partir de aquí ya nos encargamos nosotros. Por favor, espéreme junto a los ascensores.

Ella enarcó las cejas, pero dio media vuelta y se marchó sin pronunciar palabra.

Carmine se encontró en el interior de una amplia habitación llena de armarios y cubos. Altas hileras de jaulas limpias, lo bastante grandes para alojar un perro o un gato, se acumulaban ordenadamente en una zona situada ante un ascensor de servicio mucho más grande que los del vestíbulo. En otros estantes se guardaban cajas de plástico rematadas con tela metálica. La habitación despedía un olor agradable, penetrante como el de un pinar, con apenas una insinuación de algo no tan agradable por debajo.

Cecil Potter era un hombre apuesto, alto, esbelto, de aspecto muy cuidado con su planchado mono blanco y sus botines de lona. Carmine imaginó que sonreía mucho con los ojos, aunque no los tenía sonrientes en aquel momento.

Una de las políticas más importantes de Carmine en aquel año de agitación racial, con traslados de escolares en autobús para favorecer la integración, era dispensar un trato educado a las personas negras que conociera en el curso de su trabajo o en su vida social; tendió la mano al frente, estrechó enérgicamente la de Cecil y procedió a hacer las presentaciones sin resultar apremiante. Corey y Abe eran sus hombres a las duras y a las maduras, y le seguían el juego con idéntica cortesía.

– Está aquí -dijo Cecil, dirigiéndose hacia una puerta cerrada de acero inoxidable con tirador de cierre automático-. No he tocado nada, me limité a cerrar la puerta. -Vaciló un instante y decidió probar suerte-. Esto… Teniente, ¿le importa si vuelvo con mis pequeños?

– ¿Pequeños?

– Los monos. Macacos. ¿Le suena el término «Rhesus»? Pues eso es lo que son. Están ahí dentro, y muy alterados. Jimmy no para de contarles dónde ha estado, y están muy alterados.

– ¿Jimmy?

– El mono que el doctor Chandra creyó muerto y metió en la nevera en una bolsa, anoche. Fue Jimmy el que la encontró, en realidad; lo hizo todo trizas cuando despertó a oscuras y medio congelado. Cuando Otis, que es mi ayudante además de encargado de mantenimiento, fue a vaciar la nevera, Jimmy salió chillando y berreando. Entonces Otis se encontró con eso, y se puso a chillar aún más fuerte que Jimmy. Yo eché un vistazo y llamé al Profe. Supongo que el Profe les llamó a ustedes.

– ¿Dónde está Otis ahora? -preguntó Carmine.

– Conociendo a Otis, saldría pitando para casa, con Celeste. Es como su madre, además de su esposa.

Ya se habían puesto guantes; Abe apartó el cubo de la puerta y Carmine la abrió mientras Cecil pasaba al cuarto de los monos canturreando y chasqueando la lengua.

De las dos bolsas grandes, una yacía aún al fondo de la cámara. La otra, rasgada desde el punto en que la parte superior se plegaba hasta abajo, dejaba ver la mitad inferior de un torso femenino.

Cuando Carmine observó su tamaño y la ausencia de vello pubiano, se le cayó el alma a los pies: ¿una muchacha impúber? ¡No, por favor, eso no! No hizo ademán de tocar nada, sino que se limitó a apoyar la espalda contra la pared.

– Vamos a esperar a Patrick -dijo.

– Nunca había sentido un olor así: a muerto, pero no a descomposición -comentó Abe, que se moría de ganas de fumar.

– Abe, ve a buscar a la señora Dupre y dile que puede subir en cuanto lleguen los de uniforme -ordenó Carmine, que conocía bien a Abe y sabía que se moría por un pitillo-. Distribúyelos por todas las entradas y las salidas de emergencia. -Luego, a solas con Corey, puso los ojos en blanco y preguntó-: ¿Por qué ahí?

Patrick O'Donnell se lo aclaró.

Patrick, que lucía el muy moderno título de investigador médico en una ciudad que siempre había tenido un instructor criminal sin formación forense, se había decantado por la patología porque no le gustaba tener pacientes que le replicaran, y por llevar la vida de un patólogo público porque suponía encargarse de un montón de casos criminales, aparte de todos los demás tipos de muerte súbita o misteriosa. Gracias a su campaña implacable por llevar a Holloman a la segunda mitad del siglo XX, Patrick había conseguido que traspasaran la mayoría de las obligaciones procesales del instructor criminal a un ayudante de instrucción y levantar un pequeño imperio que incluía mucho más que simples autopsias. Creía en la nueva ciencia forense, y se involucraba activamente en cualquier caso que le interesara, aunque no hubiera un cadáver de por medio.

Su aspecto era tan irlandés como su nombre, desde el pelo rojizo hasta sus ojos azul claro, pero, de hecho, Carmine y él eran primos carnales, hijos de dos hermanas de origen italiano. Una se había casado con un Delmonico, la otra con un O'Donnell. Aunque le llevaba diez años a Carmine y era un hombre felizmente casado y padre de seis hijos, Patrick no permitió que ninguno de esos impedimentos arruinara su profunda amistad.

– No sé gran cosa, pero esto es lo que sé -dijo Carmine, y le puso al corriente-. ¿Por qué ahí? -repitió al acabar.

– Porque si Jimmy, el mono, no hubiera despertado aún con vida y sufrido un ataque de pánico, estas dos bolsas marrones, intactas y sin identificar, habrían sido arrojadas a algún tipo de receptáculo y llevadas al incinerador del animalario -repuso Patrick, con una mueca de disgusto-. Es la forma ideal de deshacerse de restos humanos: convertirlos en humo.

Abe volvió a tiempo de oír aquello, y palideció.

– ¡Dios mío! -exclamó, horrorizado.

Una vez hechas las fotos, Patrick levantó la primera bolsa y la depositó en una camilla, dentro de una bolsa de cadáveres abierta. Luego examinó lo que alcanzaba a ver sin manipular el rasgado papel marrón.

– No hay vello pubiano -dijo Carmine-. Patsy, si me quieres dime que no se trata de una niña.

– El pelo ha sido afeitado…, no, ha sido depilado con pinzas, así que era ya púber. Una chica menuda, no obstante. Como si lo que nuestro asesino realmente ansiaba fuese una niña pero no hubiera tenido la entereza de realizar sus asquerosos deseos. -Levantó la segunda bolsa, que no estaba tan destrozada, y la depositó junto a la primera-. Me vuelvo a la morgue; imagino que querrás tener mi informe lo antes posible. -Su auxiliar en jefe, Paul, se disponía ya a pasar la aspiradora por el interior de la cámara; después pondría los polvos para sacar huellas-. Préstame a Abe y Corey, Carmine, y podemos dejar a Cecil que siga con su trabajo. Excepto por lo que se refiere a los monos, tendrán que meter sus animales de experimentación en otro sitio; esto son las jaulas limpias del día listas para que se las lleven.

– Mirad hasta debajo de las piedras, chicos -dijo Carmine, siguiendo a su primo y a la camilla, con su truculenta carga, fuera de la habitación.

Desdemona Dupre -¡qué nombre tan extraño!- esperaba en el vestíbulo, repasando el contenido de un grueso taco de hojas que sostenía en su portapapeles.

– Señora Dupre, éste es el doctor Patrick O'Donnell -dijo Carmine.

La mujer reaccionó con irritación.

– ¡No soy señora, soy señorita! -repuso en tono cortante, reforzado por su peculiar acento-. ¿Subirá usted conmigo, teniente, o puedo irme? Tengo trabajo que hacer.

– Te alcanzo más tarde, Patsy -dijo Carmine, siguiendo a la señorita Dupre al interior de uno de los ascensores.

– ¿Es usted de… eh… Inglaterra? -preguntó mientras subían.

– Correcto.

– ¿Cuánto tiempo lleva en el Hug?

– Cinco años.

Dejaron el ascensor en la cuarta planta, que era la más alta, aunque el último botón rezaba AZOTEA. Allí, la decoración de interiores del Hug ofrecía mejor aspecto, ligeramente distinta a la de la primera planta: paredes pintadas de un tono crema institucional, oscura carpintería de roble, filas de lámparas fluorescentes en el techo cubiertas por difusores de plástico. Recorrieron de nuevo un pasillo, gemelo al de la primera planta, hasta una puerta situada de cara a su extremo más lejano, en que confluía con otro vestíbulo en ángulo recto.

La señorita Dupre llamó a la puerta, recibió permiso para entrar e hizo pasar a Carmine a los dominios particulares del profesor Smith, pero se abstuvo de seguirle.

Carmine se encontró mirando pasmado a uno de los hombres más llamativamente guapos que había visto jamás. Robert Mordent Smith, profesor de la cátedra William Parson en el Centro Hughlings Jackson para la investigación neurológica, medía más de un metro ochenta, era más bien delgado y poseía un rostro inolvidable: con una estructura ósea maravillosa, cejas y pestañas negras, vividos ojos azules y una mata de pelo ondulado y entreverado de blanco. Tratándose de alguien que era lo bastante joven para no mostrar líneas o arrugas, el pelo le hacía rozar la perfección. Su sonrisa revelaba unos dientes regulares y blancos, si bien esa mañana no alcanzaba a aquellos ojos maravillosos. Lo que no era de sorprender.

– ¿Café? -preguntó, al tiempo que indicaba a Carmine que ocupara la silla, aparatosa y cara, del otro lado de su aparatoso y caro escritorio.

– Sí, gracias. Sin leche ni azúcar.

Mientras el Profe encargaba dos de lo mismo por su intercomunicador, su huésped examinó la habitación, de unos generosos seis metros por siete y medio, con enormes cristaleras en dos de sus paredes. El despacho del profesor ocupaba la esquina nororiental de la planta, de modo que tenía vistas a la Hondonada, el colegio mayor del Shane-Driver y el aparcamiento. La decoración era costosa, los muebles de nogal, de chintz las telas, la alfombra de Aubusson. Un imponente mosaico de títulos, diplomas y honores descansaba sobre una pared a rayas verdes, y tras el escritorio del profesor colgaba lo que parecía una copia soberbia de un paisaje de Watteau.

– No es una copia -dijo el Profe, siguiendo la mirada de Carmine-. Me lo ha dejado en préstamo la colección William Parson, la mayor y mejor de arte europeo que hay en América.

– Caramba -dijo Carmine, pensando en la reproducción barata de los lirios de Van Gogh que colgaba tras su propio despacho.

Una mujer de entre treinta y cuarenta años hizo su entrada llevando una bandeja de plata en la que portaba un termo, dos delicadas tazas en sus platos, dos copas de cristal y una redoma de vidrio llena de agua helada. «¡Sí que se esmeran, en el Hug!»

Una belleza severamente vestida, pensó Carmine al examinarla: pelo negro recogido en un moño sobre la cabeza, un rostro ancho, suave y más bien chato, con ojos de avellana, y una figura espectacular. Vestía chaqueta y falda, de corte ajustado, y calzaba zapatos Ferragamo sin tacón. Que Carmine supiera, tales cosas podían atribuirse a una larga carrera en una profesión que exigía un conocimiento íntimo de todos los aspectos del ser humano y su comportamiento. Esa mujer era lo que su madre llamaba una devoradora de hombres, aunque no parecía albergar ni pizca de apetito por el Profe.

– La señorita Tamara Vilich, mi secretaria -dijo el Profe.

¡Ni pizca de apetito por Carmine Delmonico, tampoco! Le sonrió, hizo una inclinación de cabeza y se fue sin demorarse.

– Dos solteras maduras entre su personal -dijo Carmine.

– Son una maravilla, si da uno con ellas -dijo el Profe, que parecía ansioso por posponer el motivo de aquella entrevista-. Una mujer casada tiene responsabilidades familiares que tienden a veces a recortar su jornada laboral. Mientras que las solteras lo dan todo en el trabajo; no les importa quedarse hasta tarde sin previo aviso, por ejemplo.

– Tienen más que ofrecer, ya lo veo -dijo Carmine. Dio un sorbo al café, que estaba malísimo. Tampoco esperaba él que estuviese bueno. El Profe, observó, bebía agua de la preciosa redoma, aunque le había servido el café a Carmine personalmente.

– Profesor, ¿ha bajado usted a la sala del animalario a ver lo que han encontrado?

El profesor palideció y sacudió enfáticamente la cabeza.

– ¡No, no, por supuesto que no! Cecil me llamó para contarme lo que había encontrado Otis, y llamé inmediatamente al comisario Silvestri. Tuve presente advertir a Cecil que no dejara entrar a nadie en el animalario hasta que llegara la policía.

– ¿Y ya han dado con Otis… Otis qué?

– Green. Otis Green. Parece que ha sufrido un infarto leve. Ahora mismo está en el hospital. Su cardiólogo dice, no obstante, que no es un caso severo de ictus, así que deberían darle el alta en dos o tres días.

Carmine dejó su taza en la mesa y se reclinó sobre su silla de chintz, con las manos cruzadas en el regazo.

– Hábleme del frigorífico de animales muertos, profesor.

Smith parecía algo confuso, era evidente que precisaba recurrir a reservas interiores de coraje; tal vez, pensó Carmine, su tipo de coraje no servía para hacer frente a una crisis por asesinato, sólo a comités de evaluación o investigadores estrafalarios. ¿Cuántas recepciones de la Chubb había aguantado escuchando a esos tipos?

– Bueno, todo instituto de investigación tiene uno. O, si no se trata de una gran unidad, comparte uno con otros laboratorios cercanos. Somos investigadores, y dado que la ética nos impide utilizar seres humanos como objeto de experimentación, empleamos animales que se hallan por debajo de nosotros en la escala evolutiva. El tipo de animal depende del tipo de investigación: cobayas para la piel, conejos para los pulmones, etcétera. Puesto que a nosotros nos interesan la epilepsia y los retrasos mentales, que se sitúan en el cerebro, nuestros animales de experimentación incluyen ratas, gatos y primates; aquí en el Hug, macacos. Cuando finaliza un proyecto experimental, las bestias son sacrificadas; me apresuraré a añadir que con extremo cuidado y delicadeza. Los cadáveres se meten en bolsas especiales y se llevan a la cámara frigorífica, donde permanecen hasta más o menos las siete de la mañana de cada día laborable. A esa hora, Otis vacía el contenido de la nevera en un cubo y lo conduce a través del túnel hasta el Pabellón Parkinson, donde se encuentran las instalaciones principales del animalario de la Facultad de Medicina. El incinerador en que se destruyen todos los cadáveres de animales forma parte del área del animalario del P.P., pero también tiene acceso a él el hospital, que manda allí miembros amputados y cosas por el estilo.

«Sus pautas de expresión son tan formales -pensó Carmine-. Habla como si estuviera dictando una carta importante.» -¿Le contó Cecil cómo se descubrieron los restos humanos? -preguntó.

– Sí. -La cara del Profe empezaba a parecer contrariada.

– ¿Quién tiene acceso al frigorífico?

– Cualquiera que se halle en el Hug, aunque dudo que nadie del exterior fuera capaz de usarlo. Las entradas son pocas, y están atrancadas.

– ¿Y eso por qué?

– ¡Mi querido teniente, estamos al final de la línea Facultad de Medicina/hospital de la calle Oak! Más allá de nosotros están la calle Once y la Hondonada. Un barrio nada recomendable, como sin duda usted sabe.

– He observado que usted también lo llama «el Hug», profesor. ¿Por qué?

Torció la levemente trágica boca.

– Yo culpo a Frank Watson -dijo entre dientes.

– ¿Quién es?

– Profesor de neurología en la Facultad de Medicina. Cuando se inauguró el Hug en 1950, él pretendía dirigirlo, pero nuestro benefactor, el difunto William Parson, fue inflexible en cuanto a que su cátedra recayera en un hombre con experiencia en el campo de la epilepsia y los retrasos mentales. Como la especialidad de Watson son las enfermedades desmielinizantes, quedó excluido, naturalmente. Yo le dije al señor Parson que debía elegir un nombre más fácil que Hughlings Jackson, pero estaba empeñado. ¡Oh, era un hombre muy obstinado para todo! Claro que uno siempre espera que la gente abrevie el nombre, y yo esperaba que se quedara en «el Hughlings», o «el Hugh». El caso es que Frank Watson se cobró su pequeña venganza. Le pareció ingeniosísimo llamarlo «el Hug», y el nombre cuajó. ¡Cuajó!

– ¿Quién era, o es, exactamente Hughlings Jackson, señor?

– Un británico, pionero de la neurología, teniente. Su mujer tenía un tumor de crecimiento lento en la vía motora, el gyrus anterior a la fisura de Rolando que representa el extremo cortical de la función motriz voluntaria del cuerpo, es decir, los músculos.

«No entiendo una palabra de todo esto -pensó Carmine mientras la monótona perorata continuaba-. Pero ¿le importa eso a él? No.»

– Los ataques epilépticos de la señora Jackson eran de una naturaleza muy peculiar -proseguía el profesor-. Afectaban exclusivamente a un lado del cuerpo, empezaban en una mitad de la cara, bajaban por el brazo y la mano del mismo lado, y finalmente le daban en la pierna. Todavía se los conoce como marcha jacksoniana. A partir de ellos, Jackson elaboró la primera hipótesis sobre la función motriz, que cada parte del cuerpo ocupa un espacio invariable en el córtex cerebral. No obstante, lo que fascinó a la gente fue el modo infatigable en que se sentaba junto a su esposa moribunda hora tras hora, tomando notas sobre sus ataques con la más minuciosa atención a los detalles. El investigador por excelencia.

– Bastante despiadado, si quiere mi opinión -dijo Carmine.

– Yo prefiero llamarlo dedicación -replicó Smith en tono gélido.

Carmine se puso en pie.

– Nadie puede abandonar este edificio salvo que yo lo autorice. Eso va también por usted, señor. Hay policías en todas las entradas, incluido el túnel. Le sugiero que no le cuente a nadie nada de lo ocurrido.

– ¡Pero no tenemos cafetería! -dijo el profesor, perplejo-. ¿Qué va a hacer el personal para comer, si no se han traído nada de casa?

– Uno de los policías puede tomar el pedido y traer la comida. -Se detuvo en el umbral para mirar atrás-. Me temo que habremos de tomar las huellas dactilares a todo el mundo. Un inconveniente mayor que la comida, pero estoy seguro de que lo entiende.

Las oficinas, los laboratorios y la morgue del investigador médico del condado de Holloman estaban igualmente ubicadas en el edificio de la Administración del condado.

Cuando Carmine entró en la morgue, se encontró con dos piezas de un torso femenino encajadas y tendidas sobre una mesa de acero para autopsias.

– Bien alimentada, una mujer mestiza de unos dieciséis años de edad -dijo Patrick-. Depiló el monte de Venus antes de introducir diversos instrumentos; puede que fueran consoladores, puede que fundas de pene. Es difícil de afirmar. La violaron muchas veces, con objetos progresivamente más grandes, pero dudo que muriera por esa causa. Hay tan poca sangre en lo que tenemos del cuerpo que sospecho que fue desangrada como desangran a los animales en un matadero o una granja. No hay brazos ni manos, no hay piernas ni pies y no hay cabeza. Estas dos piezas han sido lavadas escrupulosamente. Hasta el momento, no he encontrado rastros de semen, pero hay tantas contusiones e hinchazón (también la violaron analmente) que voy a necesitar un microscopio. Personalmente, apuesto a que no habrá semen. Él lleva guantes y probablemente usa sus fundas como condones. Si es que llega a correrse.

La chica tenía la piel de ese hermoso color que llaman café con leche, pese a la palidez producida por la falta de sangre. Tenía las caderas abombadas, la cintura pequeña, los pechos preciosos. Por lo que Carmine podía ver, no mostraba signos de agresión fuera de la zona púbica: ni moratones, ni cuchilladas, ni cortes, mordiscos o quemaduras. Pero sin brazos y sin piernas no había forma de determinar si la habían atado, o cómo.

– A mí me parece una niña -dijo-. No una chica crecida.

– Yo diría que treinta y cinco kilos, como mucho. La segunda cosa más interesante -prosiguió Patrick- es que el desmembramiento lo ha llevado a cabo un verdadero profesional. De un solo corte con algo como un cuchillo de carnicero o un escalpelo para autopsias, y fíjate en las articulaciones de muslos y hombros: desencajadas sin fuerza ni trauma. -Separó las dos secciones del torso-. La sección transversal fue practicada justo por debajo del diafragma. El cardias del estómago fue ligado para impedir que se filtrara el contenido, y también le ligaron el esófago. La desarticulación de la columna vertebral es tan profesional como la de las articulaciones. No hay sangre en la aorta ni en la vena cava. Sin embargo -dijo, señalando el cuello-, le cortó la garganta varias horas antes de decapitarla. Con incisión en las yugulares, pero no en las carótidas. Se desangraría despacio, sin chorro. Colgada boca abajo, por supuesto. Cuando le cortó la cabeza, la separó por la articulación de las vértebras C-4 y C-5, lo que le dejó un poco del cuello además del cráneo completo.

– Quisiera que tuviéramos al menos los brazos y las piernas, Patsy.

– Y yo, pero sospecho que irían a la nevera ayer, junto con la cabeza.

Carmine habló con tal seguridad que Patrick dio un respingo:

– ¡Ah, no! Aún tiene la cabeza. No se va a desprender de eso.

– ¡Carmine! ¡Esa clase de cosas no ocurre! O, si es que ocurre, es cosa de maníacos del otro lado de las Rocosas. ¡Esto es Connecticut!

– Venga de donde venga, aún tiene la cabeza.

– Yo diría que trabaja en el Hug, o si no en el Hug, en otra parte de la Facultad de Medicina -dijo Patrick.

– ¿Un carnicero? ¿Un matarife?

– Es posible.

– Has hablado de la segunda cosa más interesante, Patsy. ¿Cuál es la primera?

– Observa. -Patrick dio la vuelta a la sección inferior del torso y señaló el glúteo derecho, donde una costra en forma de corazón, de unos dos centímetros y medio, destacaba, oscura y rugosa, sobre la piel impecable-. Al principio pensé que se la había hecho así deliberadamente: corazón, amor, esas cosas. Pero no hizo una incisión como quien sigue una plantilla a lo largo del borde. Es una simple rebanada limpia, como las he visto hacer con el bisturí para cortarle el pezón a una mujer. Así que me pregunté si es que ella tenía allí un nevus, una marca de nacimiento, que sobresaliera mucho de la superficie de la piel.

– Algo que a él le ofendía, que destruía su perfección -dijo Carmine, pensativo-. Quién sabe. Tal vez no descubrió que lo tenía hasta que la llevó al lugar donde le hizo esas cosas espantosas. Depende de si la recogió por ahí o la conocía previamente. ¿Sabrías decir cuál es su procedencia racial?

– Ni idea, aparte de que es más caucásica que otra cosa. Con algo de sangre negroide o mongoloide, o de ambas.

– ¿Supones que es una prostituta?

– Sin brazos en que buscar marcas de aguja, Carmine, es difícil, pero tiene aspecto… no sé, de chica sana. Yo comprobaría las listas de personas desaparecidas.

– Ah, sí, pienso hacerlo -dijo Carmine, y se fue de vuelta al Hug.

¿Por dónde empezar, teniendo en cuenta que no se podía interrogar a Otis Green hasta la mañana siguiente, como pronto? Por Cecil Potter, entonces.

– Éste es un trabajo estupendo -dijo Cecil, sentado en una silla metálica con Jimmy subido a la rodilla, y aparentemente indiferente al hecho de que el macaco estaba muy atareado cepillándole el pelo, introduciendo delicadamente los dedos entre sus tupidos mechones en una especie de absorto éxtasis. Jimmy, según le había explicado, estaba todavía muy alterado a causa del trance por el que había pasado. A Carmine le habría resultado más fácil hacer frente a la extraña escena si el gran mono no hubiera tenido media pelota de tenis plantada en la cabeza; eso, le dijo Cecil, era para proteger el conjunto de electrodos que llevaba implantados en el cerebro y el conector hembra verde brillante encastrado en su cráneo con cemento dental rosa. Tampoco parecía que aquella media pelota de tenis preocupara a Jimmy; la ignoraba.

– ¿Qué tiene de estupendo? -preguntó Carmine, consciente de que empezaban a rugirle las tripas. Habían dado de comer a todo el personal del Hug, pero Carmine se había saltado de momento el desayuno y la comida.

– Que yo soy el jefe -dijo Cecil-. Antes, cuando trabajaba allí en el P.P., sólo era uno más de los que recogen la mierda. En el Hug, el animalario es mío. Me gusta, sobre todo porque tenemos a los monos. El doctor Chandra (que es de quien son, en realidad) sabe que soy el mejor con los monos de toda la costa Oeste, así que los deja a mi cargo. Hasta los coloco en la silla para sus sesiones. Les vuelven locos, sus sesiones.

– ¿No les gusta el doctor Chandra? -preguntó Carmine.

– Oh, sí, sí que les gusta. Pero a mí me adoran.

– ¿Vacía usted alguna vez el frigorífico, Cecil?

– A veces, no muy a menudo. Si Otis se va de vacaciones, contratamos a alguien del personal de mantenimiento de la planta del P.P. Otis no trabaja demasiado conmigo en esta planta; él es el hombre de arriba. Lo más que hace es cambiar las bombillas y deshacerse de los residuos de riesgo biológico. Yo casi puedo encargarme solo de lo que es el animalario en esta planta, excepto de subir y bajar las jaulas de las demás plantas. Nuestros animales tienen jaulas limpias diariamente, de lunes a viernes.

– Deben de odiar los fines de semana -dijo Carmine muy serio-. Si Otis no trabaja demasiado con usted, ¿cómo limpia las jaulas?

– ¿Ve aquella puerta, teniente? Va a nuestra lavadora de jaulas. Todo automatizado, como un tren de lavado de coches, pero mejor. En el Hug no se privan de nada, ya le digo, de nada.

– Volviendo al frigorífico. Cuando lo vacía usted, Cecil, ¿de qué tamaño son las bolsas? ¿Es raro ver bolsas tan grandes como las de… en fin…?

Cecil se lo pensó, con su hermosa cabeza ladeada y el mono aprovechando la ocasión de explorar detrás de sus orejas.

– Raro no es, teniente, señor, pero mejor le pregunta a Otis, que es el experto.

– ¿Vio ayer meter bolsas en la nevera a alguien que habitualmente no lo haga?

– No. Los investigadores acostumbran a traer las bolsas ellos mismos después de que Otis y yo hayamos plegado. Los auxiliares también bajan bolsas, pero pequeñas. Bolsas para ratas. La única auxiliar que baja bolsas grandes es la señora Liebman, de cirugía, pero ayer no vino.

– Gracias, Cecil, ha sido usted de gran ayuda. -Carmine le ofreció la mano al mono-. Hasta pronto, Jimmy.

Jimmy le tendió la mano y estrechó la suya con solemnidad, con aquellos ojos redondos y enormes tan fijamente atentos que Carmine sintió un cosquilleo en la piel. Parecían tan humanos…

– Menos mal que es usted un hombre -dijo Cecil entre risas cuando acompañaba a Carmine a la puerta con Jimmy en la cadera.

– ¿Por qué lo dice?

– Mis pequeños son machos los seis, ¡y no vea qué manía tienen a las mujeres! No soportan estar con una en la misma habitación.

Don Hunter y Billy Ho trabajaban juntos en una especie de invento de tebeo que montaban a partir de componentes electrónicos, extrusiones de plexiglás y una bomba diseñada para alojar una pequeña jeringa de cristal. Tenían a mano un par de tazones de café frío y con una capita como de mugre.

Que ambos habían recibido entrenamiento en el ejército se puso de manifiesto en el momento en que Carmine pronunció la palabra «teniente». Se apartaron del artefacto como accionados por un resorte, adoptando una actitud de tensa atención. Los antepasados de Billy eran chinos; se había hecho ingeniero electrónico en las fuerzas aéreas estadounidenses. Don era inglés «del norte», según decía, y había servido en el Royal Armoured Corps.

– ¿Qué es ese cacharro? -preguntó Carmine.

– Una bomba a la que estamos incorporando algunos circuitos para que sólo bombee una décima de mililitro cada media hora -dijo Billy.

Carmine recogió los tazones.

– Les traigo unos cafés calientes del recipiente que he visto en el vestíbulo si dejan que me sirva un tazón y ponerle un montón de azúcar.

– Caramba, gracias, teniente. Puede ponerse el azucarero entero.

Carmine sabía que si no se administraba un poco de azúcar su atención empezaría a flaquear. Detestaba el café demasiado dulce, pero al menos haría que dejara de rugirle el estómago. Y al calor del café podría entablar una charla amigable. Eran hombres locuaces, ansiosos por hablar de su trabajo y empeñados en asegurarle a Carmine que el Hug era fantástico. Billy era el ingeniero electrónico, Don el mecánico. Entre los dos le trazaron el retrato fascinante de una vida dedicada en gran medida a diseñar y construir cosas que no concebiría nadie en su sano juicio. Porque los investigadores, según supo Carmine, no eran personas en su sano juicio. Eran en su mayoría maníacos bastante irritantes.

– Un investigador puede joder un cargamento entero de bolas de acero -dijo Billy-. Puede que tengan un cerebro del tamaño del Madison Square Carden y ganen los premios Nobel que les dé la gana, ¡pero no se figura lo tontos que llegan a ser! ¿Sabe cuál es su mayor problema?

– Me encantaría saberlo -dijo Carmine.

– El sentido común. No tienen ni puta pizca de sentido común.

– El joven Billy lleva razón en eso -dijo Don. O al menos a eso sonó lo que dijo, con su extraño acento.

Para cuando les dejó, Carmine estaba convencido de que ni Billy Ho ni Don Hunter habían dejado dos trozos de mujer en el refrigerador de los animales muertos. Aunque quienquiera que fuese no andaba falto de sentido común.

El Departamento de Neurofisiología estaba ubicado en la planta inmediatamente superior, la segunda. Lo dirigía el doctor Addison Forbes, que tenía dos colegas, el doctor Nur Chandra y el doctor Maurice Finch. Cada uno de ellos disponía de un laboratorio espacioso y un amplio despacho; pasada la suite de Chandra, se hallaban el quirófano y su antesala.

El animalario era enorme, y las jaulas que contenía encerraban un par de docenas de grandes gatos macho, así como varios centenares de ratas. Empezó por allí. Cada gato, observó, ocupaba una jaula inmaculadamente limpia, se alimentaba de comida enlatada, no sólo deshidratada, y hacía sus cosas en una bandeja honda llena de aromáticas virutas de cedro. Eran bestias amistosas, ni asustadas ni deprimidas, y parecían bastante ajenas a la presencia de media pelota de tenis en sus cabezas. Las ratas vivían en profundos cubos de plástico llenos de virutas más finas por las cuales nadaban como delfines en el mar. Emergían y se sumergían y daban vueltas por todas partes, agarrándose con sus patitas, que semejaban manos, a las rejillas de acero que cubrían sus cubos con bastante más alegría que los presos humanos que se aferran a los barrotes de sus celdas. Las ratas, le pareció a Carmine, estaban contentas.

Le guiaba el doctor Addison Forbes, que no estaba nada contento.

– Los gatos son del doctor Finch y el doctor Chandra. Las ratas pertenecen al doctor Finch. Yo no tengo animales, soy investigador clínico -dijo-. Nuestras instalaciones son excelentes -prosiguió, con voz monótona, mientras conducía a su invitado a través del vestíbulo que separaba el cuarto de los animales de los ascensores-. Hay servicios separados para hombres y mujeres en todas las plantas -señaló- y un recipiente de café del que se ocupa la mujer que friega los vasos, Allodice. Las bombonas de gases se guardan en este armario, pero el oxígeno llega por tuberías, al igual que el gas carbón y el aire comprimido. El cuarto conducto es para la succión por vacío. Se prestó especial atención a las tomas de tierra y los revestimientos de cobre: trabajamos con millonésimas de voltio, y eso implica unos factores de amplificación que hacen de las interferencias una pesadilla. El edificio dispone de aire acondicionado y el aire se filtra escrupulosamente, de ahí la prohibición de fumar.

Forbes interrumpió su sonsonete para poner cara de sorpresa.

– Los termostatos funcionan de verdad. -Abrió una puerta-. Nuestra sala de lectura y conferencias. Que completa la planta. ¿Vamos a mi despacho?

Addison Forbes, había decidido Carmine en cuestión de segundos, era un completo neurótico. Exhibía una delgadez fibrosa y adusta que hablaba de un obseso del ejercicio de inclinaciones vegetarianas, tenía unos cuarenta y cinco años de edad -la misma que el Profe- y más bien poco que ofrecer si uno era un director de cine a la caza de una nueva estrella. Salpicaba su conversación con tics faciales y ademanes bruscos y carentes de significado.

– Sufrí un infarto grave hace exactamente tres años -dijo-, y es un milagro que sobreviviera. -Estaba claro que le obsesionaba, cosa frecuente entre los médicos, que, según le había dicho Patrick, nunca pensaban en que ellos también podían morir, y se convertían en pacientes atroces cuando la mortalidad se abatía sobre ellos-. Ahora hago corriendo los ocho kilómetros que hay entre el Hug y mi casa todas las tardes. Mi mujer me trae en coche por la mañana y recoge mi traje del día anterior. Ya no necesitamos dos coches, un ahorro que se agradece. Como verduras, fruta, frutos secos y ocasionalmente una pieza de pescado al vapor, si mi mujer da con alguna que esté verdaderamente fresca. Y debo decir que me siento de maravilla. -Se dio unas palmadas en la barriga, tan plana que se ahuecaba-. ¡Esta aguanta otros cincuenta años, ja, ja!

«Jesús -pensó Carmine-. Creo que preferiría estar muerto que renunciar a los platos grasientos del Malvolio's. De todas formas, hay gente para todo.» -¿Con qué frecuencia bajan usted y su auxiliar animales muertos al frigorífico de la planta baja? -preguntó.

Forbes pestañeó y puso cara de perplejidad.

– ¡Teniente, ya le he dicho que yo soy un clínico! Mi investigación es clínica, no experimento con animales. -Sus cejas hicieron amago de lanzarse en direcciones opuestas-. Aunque esté mal decirlo, tengo el talento de dar a cada paciente en particular exactamente el anticonvulsivo que le conviene. Es un campo en el que se dan muchos abusos; ¿puede creer que cualquier médico de familia ignorante tiene el atrevimiento de asumir la responsabilidad de prescribir anticonvulsivos? ¡Diagnostica idiopatía a algún pobre paciente y le atiborra de fenitoína y fenobarbital, cuando lo que tiene el pobre paciente de entrada es un pico en el lóbulo temporal en el que podría empalarse a un hombre! ¡Pff! Dirijo las clínicas epilépticas del hospital de Holloman y algunos otros, y estoy a cargo de la unidad de EEG del hospital de Holloman anexa a su clínica epiléptica. No me preocupan los electroencefalogramas comunes, entiéndame. Hay otra unidad para Frank Watson y sus subalternos de neurología y neurocirugía. Lo que me interesa a mí son los picos, no las ondas delta.

– Sí, sí -dijo Carmine, a quien se le habían empezado a vidriar los ojos durante esta semidiatriba-. ¿Así que, con toda seguridad, no ha de deshacerse nunca de animales muertos?

– ¡Nunca!

La técnica de Forbes, una chica muy amable llamada Betty, lo confirmó.

– Su trabajo aquí se centra en los niveles de anticonvulsivos en el torrente sanguíneo -explicó en términos que Carmine tenía alguna esperanza de entender-. La mayor parte de los médicos sobremedican, porque no llevan registro de los niveles de medicación en sangre en enfermedades de larga duración como la epilepsia. Además, es a él a quien las compañías farmacéuticas le piden que pruebe nuevos medicamentos. Y tiene un instinto asombroso para acertar con lo que necesita cada paciente en particular. -Betty sonrió-. La verdad es que es un tipo raro. Lo suyo es arte, no ciencia.

«¿Y cómo -se preguntó Carmine mientras iba en busca del doctor Maurice Finch- me libro de que me entierren en su jerigonza médica?»

Pero el doctor Finch no era de los que entierran a nadie en jerigonza médica. Su investigación, explicó concisamente, se centraba en el movimiento de algo llamado iones de sodio y potasio a través de la pared de la célula nerviosa durante un ataque epiléptico.

– Yo trabajo con gatos -dijo- a lo largo de periodos dilatados. Una vez que las cánulas de electrodos y de perfusión les han sido implantadas en el cerebro, con anestesia general, no sufren ningún trauma en absoluto. De hecho, esperan con ansiedad sus sesiones de experimentación.

Un alma caritativa, fue el veredicto de Carmine. Eso no excluía a Finch de la lista de los sospechosos de asesinato, por supuesto; algunos asesinos brutales parecían la más caritativa de las almas cuando se los conocía. A sus cincuenta y un años, era mayor que casi todos los demás investigadores, según le había dicho el Profe; la investigación era un asunto de jóvenes, al parecer. Judío devoto, vivía con su mujer, Catherine, en una granja de pollos; Catherine los criaba para surtir la mesa kosher. Sus pollos la mantenían ocupada, explicó Finch, ya que nunca habían conseguido tener hijos.

– ¿Así pues, no vive usted en Holloman? -preguntó Carmine.

– Justo al borde del condado. Tenemos veinte acres. ¡No sólo para los pollos! Soy un apasionado cultivador de flores y verduras. Tengo un huerto de manzanos y también varios invernaderos.

– ¿Lleva usted sus animales muertos al piso de abajo, doctor Finch, o es su técnica, Patricia, quien se encarga de eso?

– A veces lo hago yo, a veces Patty -dijo Finch, mirando a Carmine sin sombra de culpa o intranquilidad en sus grandes ojos grises-. Aunque la clase de trabajo que yo hago no conlleva muchos sacrificios. Cuando acabo con un gato, le saco los electrodos y las cánulas, lo castro y trato de regalárselo a alguien como mascota. Ya ve que no les hago daño. No obstante, alguno puede desarrollar una infección cerebral y morir, o sencillamente morir por causas naturales. Entonces van abajo, al frigorífico. Suelo llevarlos yo: pesan lo suyo.

– ¿Cada cuánto se da el caso de que muera un gato, doctor?

– Es difícil decirlo. Una vez al mes, o a lo mejor sólo cada seis meses.

– Veo que los cuida usted bien.

– Un gato -dijo el doctor Finch en tono paciente- representa una inversión de al menos veinte mil dólares. Debe venir con una serie de papeles para satisfacer las exigencias de varias autoridades, incluidas la Sociedad Protectora de Animales y la Asociación Humanista. Luego está el coste de su manutención, que ha de ser de primera o el animal no sobrevive. Necesito gatos sanos. Por tanto, una muerte supone un contratiempo, a menudo exasperante, para nosotros.

Carmine pasó al tercer investigador, el doctor Nur Chandra.

Que le dejó sin habla. Las facciones de Chandra estaban cinceladas según un canon patricio, tenía las pestañas tan largas y espesas que parecían falsas, sus cejas dibujaban un elegante arco y su piel era del color del marfil viejo. Llevaba el pelo corto, negro y ondulado, en sintonía con su atuendo europeo, sólo que el corte se lo había hecho un maestro, y la ropa era de cachemir, vicuña y seda. Afloró un recuerdo soterrado: ese hombre y su mujer pasaban por ser la pareja más atractiva de toda la Chubb. ¡Ah, ya sabía quién era Chandra! Hijo de algún maharajá, criado entre riquezas, casado con la hija de otro potentado hindú. Vivían en una finca de diez acres, en los mismos lindes del condado de Holloman, con un ejército de sirvientes y varios niños que eran educados en casa por profesores particulares. Al parecer, la encopetada escuela Dormer Day no era lo bastante encopetada. ¿O acaso podía infundir ideas demasiado norteamericanas en los niños? Gozaban de inmunidad diplomática, aunque Carmine no sabía muy bien por qué. Eso significaba que tenía que ir con guante de seda, ¡y rezar por que no fuera él!

– Mi pobre Jimmy -dijo el doctor Chandra, con una voz compasiva, pero que no rezumaba la misma ternura que la de Cecil al hablar de Jimmy.

– Cuénteme la historia de Jimmy, por favor, doctor -dijo Carmine, con los ojos clavados en otro mono que estaba sentado, con las piernas cruzadas despreocupadamente, en una complicada silla de plexiglás, dentro de una caja enorme con la puerta abierta. El animal no llevaba su pelota de tenis por sombrero, y exhibía una masa de cemento dental rosa en la que se había incrustado un conector hembra verde brillante. En éste habían insertado un conector macho del mismo verde, y un grueso manojo de cables enmarañados de todos los colores que llevaba a un panel colocado en la pared de la caja. Era presumible que el panel conectaba al mono al aparatoso equipo electrónico que daba la vuelta a la caja en raíles de casi medio metro de ancho.

– Cecil me llamó ayer para decirme que se había encontrado a Jimmy muerto cuando fue a ver los monos después de comer -dijo el investigador, con el acento más sonoramente inglés que Carmine hubiera oído jamás. Nada que ver con los acentos de la señorita Dupre o Don Hunter, que ya se parecían poco entre sí. Era asombroso que en un lugar tan pequeño hubiera tantos acentos-. Bajé a comprobarlo personalmente y le juro, teniente, que di a Jimmy por muerto. No tenía pulso, ni respiración, no se oían latidos, no tenía reflejos y ambas pupilas estaban dilatadas. Cecil me preguntó si quería que el doctor Schiller le practicara una autopsia, pero no lo estimé necesario. Jimmy no ha tenido los electrodos implantados el tiempo suficiente para que tenga valor experimental alguno para mí. Pero le dije a Cecil que lo dejara allí, que volvería a examinarlo a las cinco y que si no presentaba cambios en su estado, yo mismo lo depositaría en el frigorífico. Y fue lo que hice.

– ¿Qué hay de este elemento? -preguntó Carmine, señalando al mono, que tenía la misma expresión que Abe cuando se moría de ganas de fumar un cigarrillo.

¿Eustace? ¡Ah, tiene un valor inmenso para nosotros! ¿Verdad que sí, Eustace? El mono desvió la mirada de Carmine al doctor Chandra y entonces sonrió de manera siniestra. «Menudo hijo de puta arrogante que estás hecho, Eustace», pensó Carmine.

El técnico de Chandra, un joven llamado Hank, condujo a Carmine al quirófano.

Sonia Liebman lo recibió en la antesala, y se describió como técnica de quirófano. La antesala estaba repleta de estanterías que almacenaban útiles de cirugía; contenía asimismo dos autoclaves y una caja fuerte de aspecto formidable.

– Para mis drogas de uso restringido -dijo la señora Liebman, señalando la caja fuerte-. Opiáceos, pentotal, cianuro de potasio, todo de lo más nocivo. -Tendió a Carmine un par de botitas de tela.

– ¿Quién conoce la combinación? -preguntó mientras se las ponía.

– Sólo yo, y no está apuntada en ninguna parte -dijo con rotundidad-. Si me tienen que sacar de aquí con los pies por delante, tendrán que traer a un reventador de cajas fuertes. Un secreto compartido no es un secreto.

El quirófano mismo era como cualquier otro quirófano.

– No opero en condiciones de esterilización completa -dijo, apoyando la cadera en la mesa de operaciones, que era una extensión de lienzos de hilo limpios y tenía un curioso aparato montado sobre un extremo, lleno de varillas de aluminio, bastidores y mandos ajustados a calibres Vernier. Ella misma vestía un mono limpio, planchado, y botitas de tela. Era una mujer atractiva de unos cuarenta años, decidió Carmine, esbelta y formal. Tenía el pelo oscuro, estirado hacia atrás y recogido en un austero moño, los ojos oscuros e inteligentes, y unas manos preciosas afeadas por unas uñas cortas en exceso.

– Creía que un quirófano debía estar esterilizado -dijo él.

– Es infinitamente más importante una limpieza escrupulosa, teniente. He visto quirófanos más esterilizados que una mosca de la fruta aplastada, pero nadie hacía nunca una buena limpieza.

– ¿Así que es usted neurocirujana?

– No, soy una técnica con un máster. La neurocirugía es un campo dominado por los hombres, y las neurocirujanas lo pasan fatal. Pero en el Hug puedo hacer lo que más me gusta sin esa clase de traumas. Dado el tamaño de mis pacientes, hablamos de neurocirugía de altos vuelos. ¿Ve aquello? Mi microscopio Zeiss para operar. En los quirófanos de neurocirugía de la Chubb no hay ni uno como ése -dijo la dama, muy satisfecha.

– ¿Qué opera usted?

– Monos para el doctor Chandra. Gatos para él y para el doctor Finch. Ratas para los neuroquímicos del piso de arriba, y gatos también.

– ¿Es frecuente que mueran en la mesa?

Sonia Liebman pareció indignarse.

– ¿Qué cree, que soy torpe? ¡No! Sacrifico animales para los neuroquímicos, que no suelen trabajar con cerebros vivos. Con cerebros vivos trabajan los neurofisiólogos. Ésa es la principal diferencia entre ambas disciplinas, en mi opinión.

– Eh… ¿Qué sacrifica usted, señora Liebman? -«Ve con tiento, Carmine, ve con tiento.»

– Ratas, sobre todo, pero hago alguna descerebración sherringtoniana a gatos también.

– ¿Eso qué es? -preguntó él, disponiéndose a tomar notas en su libreta, pero sin desear verdaderamente saberlo: ¡en marcha otra de detalles abstrusos!

– La extracción de un cerebro del tentorio bajo anestesia de éter. En el instante en que he sacado el cerebro de su cavidad, inyecto pentotal en el corazón del animal y ¡zas!, está muerto. En el acto.

– ¿De modo que mete usted animales de un cierto tamaño en bolsas que lleva al frigorífico para que se deshagan de ellas?

– Sí, los días que hay descerebración.

– ¿Con qué frecuencia se dan esos días de descerebración?

– Depende. Si son el doctor Ponsonby o el doctor Polonowski los que piden prosencéfalos de gato, más o menos cada dos semanas a lo largo de un par de meses, a razón de tres o cuatro gatos por día. El doctor Satsuma los pide más raramente: quizás una vez al año, seis gatos.

– ¿Cómo son de grandes esos gatos descerebrados?

– Son monstruos. Machos de entre cinco y siete kilos.

«Vale, van dos plantas, quedan dos más. Mantenimiento, talleres y neurofisiología, vistos. Ahora toca ver al personal administrativo de la cuarta planta, y luego bajar a la tercera y a neuroquímica.» Había tres mecanógrafas, todas tituladas en ciencias, y una encargada de archivo que no tenía nada más imponente que un diploma de instituto; ¡qué sola debía de sentirse! Vonnie, Dora y Margaret utilizaban grandes máquinas de escribir IBM de esfera, y podían mecanografiar «electroencefalograma» más rápido que un policía «DNI». Allí no había nada que rascar; las dejó con sus cosas: a Denise, la encargada de archivo, sorbiéndose la nariz y enjugándose los ojos mientras inspeccionaba cajones abiertos, y a las mecanógrafas repiqueteando como ametralladoras.

El doctor Charles Ponsonby le esperaba en el ascensor. Él era, contó a Carmine mientras escoltaba al visitante a su despacho, de la misma edad que el Profe, cuarenta y cinco, y lo sustituía cuando él no estaba. Habían ido juntos a la escuela Dormer Day, estudiado juntos el primer ciclo de estudios médicos en la Chubb, y en la Chubb se habían licenciado en Medicina. Los dos, explicó Ponsonby con gravedad, eran yanquis de Connecticut de pura cepa. Pero después de la Facultad de Medicina, sus caminos se habían separado. Ponsonby prefirió quedarse en la Chubb como residente de neurología, mientras que Smith se fue a Johns Hopkins. Tampoco había sido una separación larga: Bob Smith volvió para ponerse al frente del Hug e invitó a Ponsonby a unírsele allí. Aquello había sido en 1950, cuando ambos tenían treinta años.

«¿Y tú, por qué te quedaste aquí?», se preguntó Carmine mientras estudiaba al jefe de neuroquímica. Hombre de complexión y estatura medias, Charles Ponsonby tenía el pelo castaño entreverado de gris, los ojos azules, por encima siempre de un par de gafas de media montura que llevaba encaramadas a su nariz larga y afilada, y aire de profesor despistado. Llevaba ropa como de tweed, muy gastada, el pelo a mechones desordenados y los calcetines, observó Carmine, desparejados: azul marino el del pie derecho, gris el del izquierdo. Todo ello podría confirmar que Ponsonby era un hombre poco inclinado a la aventura, que no veía virtud alguna en ir más allá de Holloman, y, sin embargo, algo en aquellos ojos legañosos decía que podría haberse convertido en un hombre diferente de haberse ido también él a algún otro sitio al acabar su carrera de medicina. Una hipótesis basada en el instinto más visceral; algo había retenido a Ponsonby en casa, algo concreto e imperioso. No una esposa, porque él mismo había dicho, con notable indiferencia, que había sido soltero toda la vida.

También fue interesante descubrir los contrastes entre sus diversos despachos. El de Forbes lo había encontrado limpio como una patena, sin lugar para el mobiliario lujoso ni nada colgando en las paredes; libros y papeles por todas partes, hasta por el suelo. A Finch le iban las plantas en maceta, y tenía, de hecho, una orquídea en flor asombrosa; cascadas de helechos vestían sus paredes. Chandra prefería el cuero al estilo de Chesterfield, con librerías de vitrinas de vidrio-emplomado y unas pocas obras de arte de la India exquisitas. Y el doctor Charles Ponsonby vivía aseadamente entre cachivaches repulsivos como cabezas reducidas y máscaras mortuorias de gente como Beethoven y Wagner; tenía, asimismo, cuatro reproducciones de cuadros famosos en las paredes: el Saturno devorando a un hijo, de Goya, dos secciones del infierno del Bosco y la cara que grita de Munch.

– ¿Le gusta el arte surrealista? -preguntó animadamente Ponsonby.

– Personalmente, prefiero el arte oriental, doctor.

– He pensado a menudo, teniente, que elegí mal mi vocación. La psiquiatría me fascina, en particular la psicopatología. Mire esa cabeza reducida: ¿qué creencias pueden provocar eso? ¿O qué visiones, mis cuadros?

Carmine sonrió.

– A mí no me pregunte. Sólo soy un poli.

«Y tú -remató para sí- no eres mi hombre. Demasiado obvio.»

Allí arriba, observó mientras Ponsonby le conducía por los laboratorios, el equipamiento era más familiar: una unidad de absorción atómica, un espectrómetro de masas, un cromatógrafo de gas, centrifugadores grandes y pequeños… la clase de aparatos que tenía Patrick en su laboratorio forense, sólo que más nuevos e imponentes. Patrick tenía que mirar el céntimo; aquí, gastaban y gastaban.

De Ponsonby aprendió más sobre los cerebros de gato que acababan convertidos en lo que Ponsonby llamaba «sopa de sesos» con tal naturalidad que no movía en absoluto a hilaridad. También usaban sopa de sesos de rata.

Y el doctor Polonowski estaba efectuando algunos experimentos con el axón gigante de la pata de langosta; no de las pinzas grandes, de las patitas. ¡Aquellos axones eran enormes! La técnica de Polonowski, Marian, tenía que pasarse a menudo por la pescadería de camino al trabajo para comprar las cuatro langostas más grandes del acuario.

– ¿Qué pasa luego con las langostas?

– Se reparten por turno entre aquellos a quienes les gusta la langosta -dijo Ponsonby, como si la pregunta careciera totalmente de interés dada la palmaria evidencia de la respuesta-. El doctor Polonowski no hace nada con el resto del bicho. Es un detalle por su parte que las reparta por turno, de hecho. Son sus animales de experimentación, podría comérselas todas él si quisiera. Pero espera a que le toque, como el resto de nosotros. Excepto el doctor Forbes, que se ha hecho vegetariano, y el doctor Finch, que es demasiado ortodoxo para comer crustáceos.

– Dígame, doctor Ponsoby, ¿se fija la gente en las bolsas de animales muertos? Si usted viera una bolsa grande para animales muertos llena a reventar y se fijara, ¿qué pensaría al respecto?

La expresión de Ponsonby reflejó moderada sorpresa.

– Dudo que pensara nada, teniente, porque dudo que reparara en ella.

Milagrosamente, no estaba ansioso por entrar en los detalles de su trabajo, del que dijo simplemente que tenía que ver con la química de las células del cerebro implicadas en el proceso epiléptico.

– Por ahora, parece que todo el mundo se centra en la epilepsia -dijo Carmine-. ¿No se dedica nadie a los retrasos mentales? Pensaba que el Hug se dedicaba a ambas cosas.

– Desgraciadamente, perdimos a nuestro genetista hace algunos años, y el profesor Smith no ha encontrado al hombre idóneo para sustituirlo. Ahora les atrae el tema del ADN, ¿sabe? Es más excitante. -Soltó una risita-. Su sopa está hecha de E. coli.

Y con eso al doctor Walter Polonowski, que se resentía de un agravio que no tenía nada que ver con sus orígenes polacos; eso, como los cuadros de Ponsonby, habría sido demasiado sencillo.

– No es justo -le dijo a Carmine.

– ¿Qué es lo que no es justo, doctor?

– La división del trabajo que tenemos aquí. Si uno tiene el título de Medicina, como Ponsonby, Finch, Forbes y yo mismo, tiene que visitar pacientes en el hospital de Holloman, y visitar pacientes reduce el tiempo que podemos dedicar a la investigación. Mientras que doctores en Filosofía como Chandra y Satsuma se dedican exclusivamente a la investigación. ¿Es de extrañar que nos lleven mucha ventaja a los demás? Cuando acepté venir aquí, convinimos en que pasaría consulta a los pacientes con retraso idiopático, ¿y qué es lo que ocurre? Que heredo pacientes con síndrome de déficit de absorción -dijo Polonowski, malhumorado.

«¡Ay, Señor, ya empezamos!» -¿No padecen retraso, doctor?

– ¡Sí, por supuesto, pero derivado de su déficit de absorción! ¡No son idiópatas!

– ¿Qué significa idiópata, señor?

– Es un desorden de etiología desconocida: se ignoran sus causas.

– Ya.

Walter Polonowski era un hombre de muy buena presencia, alto, bien formado, cuyo pelo y ojos color oro viejo se fundían con una piel del mismo tono. La clase de hombre, dictaminó Carmine, que no se dolía en realidad de su carga de pacientes porque fuera eso lo que le molestaba; lo que le molestaba eran las emociones primarias, como el amor y el odio. El hombre era infeliz a tiempo completo, se le veía en la cara.

Pero, al igual que todos los demás, nunca reparaba en algo tan mundano como una bolsa de animales muertos, y mucho menos en si era grande o pequeña. «¿Y por qué tengo esta fijación con las bolsas de animales muertos, de todas formas?», se preguntó Carmine. Porque alguien muy listo había aprovechado el frigorífico de animales muertos consciente de que el personal del Hug nunca se fijaba en aquellas bolsas. «Por eso, y, sin embargo, me da en la nariz que por aquí hay algo turbio. No se ha acabado. Sí, estoy seguro, ¡estoy seguro!» La técnica de Polonowski, Marian, era una guapa muchacha que dijo a Carmine que ella misma se ocupaba de llevar las bolsas del doctor Polonowski a la planta baja. Su actitud era desconfiada y a la defensiva, pero no por las bolsas de animales muertos, intuyó el teniente. Era una chica desgraciada, y las chicas desgraciadas acostumbran a serlo por problemas personales, no por el lugar donde trabajan. Para estos jóvenes, todos licenciados en ciencias, alguno con pequeños proyectos del tipo que se valora de cara a un máster o un doctorado en Filosofía, era fácil encontrar empleo. Carmine apostaría a que Marian llegaba a veces al Hug con gafas de sol para disimular que se había pasado media noche llorando.

Después de los demás, el doctor Hideki Satsuma resultó fantástico. Su inglés era impecable, y norteamericano; su padre, según explicó, había trabajado en la embajada de Japón en Washington D.C. desde que se restablecieron las relaciones diplomáticas tras la guerra. Satsuma había completado su escolarización en Estados Unidos, y había obtenido sus títulos en Georgetown.

– Estoy estudiando la neuroquímica del rinoencéfalo -dijo; advirtió la expresión perpleja del rostro de Carmine y se echó a reír-. Lo que se denomina a veces «cerebro olfativo»: la parte más primitiva de la materia gris humana. Está muy relacionado con el proceso epiléptico.

Satsuma era otro figurín; ¡estaba claro que el Hug contaba con un puñado de ellos entre el personal masculino! Sus rasgos eran patricios también, y había pasado por el quirófano para recortarse los pliegues del epicanto de los párpados superiores, liberando así un par de ojos negros centelleantes. Bastante alto para ser japonés. Se movía con la gracia de Rudolf Nureyev y tenía su mismo aspecto vagamente tártaro. Carmine le conceptuó como una de esas personas infalibles, a quien nunca se le escaparía la pelota al recibir un pase ni se le caería al suelo una probeta. Agradable, además, lo que incomodaba a Carmine, que había pasado sus años de guerra en el Pacífico y no sentía aprecio por los japos.

– Debe usted entender, teniente -dijo Satsuma con aire franco- que quienes trabajamos en sitios como el Hug no somos de los que se fijan en las cosas, a menos que tengan que ver con el trabajo que nos ocupa, en cuyo caso estamos dotados de una visión de rayos X que ya quisiera Superman para sí. Encontrarnos una bolsa de papel marrón para animales muertos podría fastidiarnos como una falta de consideración, pero aparte de eso no supone un fastidio en absoluto. Como sucede que los técnicos del Hug son muy buenos, no ve uno bolsas de animales muertos tiradas por ahí, fastidiando. Yo no las llevo nunca al piso de abajo. Eso lo hace mi técnico.

– Que es japonés también, por lo que veo.

– Eido es mi asistente en todos los sentidos. Su mujer y él viven en el décimo piso del edificio de seguros Nutmeg, en el que yo tengo el ático. Como usted sabe perfectamente, puesto que vive también en el edificio Nutmeg.

– En realidad, lo ignoraba. El ático tiene un ascensor privado. A Eido y a su mujer sí los tengo vistos. ¿Está usted casado, doctor?

– ¡Ni hablar! Hay demasiados peces hermosos en el mar para quedarme sólo con uno. Soy soltero.

– ¿Tiene usted alguna novia, aquí en el Hug?

Un relámpago cruzó sus ojos negros: diversión, no ira.

– ¡Oh, no, Dios me libre! Como me dijo mi padre hace muchos años, sólo un soltero necio mezcla el trabajo y el placer.

– Una buena norma de vida.

– ¿Quiere que le presente al doctor Schiller? -preguntó Satsuma, intuyendo que la entrevista tocaba a su fin.

– Muy amable, se lo agradecería.

¡Vaya, vaya, otro figurín para el Hug! Un vikingo. Kurt Schiller era el patólogo del Hug. Su inglés tenía una levísima inflexión alemana, que sin duda explicaba la actitud de visceral antipatía que había mostrado el doctor Finch cuando le mencionó el nombre de Schiller.

Ahí no había amor ninguno. Schiller era alto, más bien delgado, de pelo rubísimo y ojos azul claro. Había algo en él que irritaba a Carmine, aunque no tenía nada que ver con su nacionalidad; su sensible olfato de poli olía a homosexualidad. «Si Schiller no es de esa cuerda, es que me falla mi olfato de poli, y no es el caso», pensó Carmine.

El laboratorio de patología ocupaba el mismo espacio que el quirófano en la planta de abajo, sólo que era algo más amplio, debido a que no tenían gatos que meter en el animalario. Schiller trabajaba con dos técnicos, Hal Jones, que se ocupaba de la histología del Hug, y Tom Skinks, que trabajaba exclusivamente en los proyectos de Schiller.

– A veces me envían muestras de cerebro del hospital -dijo el patólogo-, debido a mi experiencia con la atrofia cortical y las cicatrices del tejido cerebral. Mi propio trabajo exige la búsqueda de tejido cicatrizado en el hipocampo y el uncus.

Y bla, bla, bla, bla. A esas alturas, Carmine ya había aprendido a desconectar en cuanto empezaba a oír palabras largas. Aunque no era tanto por lo largas como por lo incomprensibles. Como cuando Billy Ho, el ingeniero electrónico, le hablaba de un «mu» magnético inferior a uno como si Carmine comprendiera inmediatamente lo que quería decir. «Todos hablamos nuestra propia jerga especializada, hasta los polis», pensó con un suspiro.

Ya se habían hecho las seis de la tarde, y Carmine tenía un hambre canina. De todas formas, más valía acabar de ver a todo el mundo para que pudiesen irse a casa, y luego podría comer a gusto. Sólo le faltaban cuatro personas, en la cuarta planta.

Empezó por Hilda Silverman, la bibliotecaria de investigación, que reinaba sobre una habitación inmensa repleta de estanterías de acero e hileras de cajones que guardaban libros, fichas, publicaciones, compendios, reediciones de publicaciones, artículos, extractos selectos de tomos.

– Actualmente, llevo el registro en nuestro ordenador -dijo la mujer, agitando una mano, que no había pasado por la manicura, para señalar una cosa del tamaño del frigorífico de un restaurante, equipada con dos bobinas de casi dos palmos de ancho, y un teclado mecanográfico que descansaba en una consola que había delante-. ¡Esto sí que es una ayuda! ¡Se acabaron las fichas perforadas! He tenido mucha más suerte que la biblioteca de la Facultad de Medicina, ¿sabe? Ellos aún tienen que hacer las cosas a la antigua. Ahora mismo están construyendo un centro en Tejas al que podremos conectarnos nosotros. Bastará con introducir palabras clave como «iones de potasio» o «ataques» para que recibamos los epítomes de todos los escritos jamás publicados tan rápido como los pueda recibir el teletipo. Es sólo una más de las razones por las que dejé la biblioteca central para venirme aquí, a mis dominios particulares. ¡Teniente, el Hug nada en dinero! Aunque se me hace duro estar tan lejos de Keith -finalizó, con un suspiro.

– ¿Keith?

– Mi marido, Keith Kyneton. Está de interino en neurocirugía, en la otra punta de la calle Oak. Solíamos comer juntos al mediodía, ahora no podemos.

– ¿Así que Silverman es su nombre de soltera?

– Así es. Tuve que conservarlo: era lo más sencillo, ya que figuro como Silverman en todos los papeles.

Carmine calculó que tendría treinta y tantos años, pero podía ser más joven; por su expresión, la agobiaban un poco las preocupaciones. Vestía falda y chaqueta, mal entalladas, que habían conocido días mejores, zapatos rozados y su alianza por única joya. El pelo, ondulado y de color caoba, lo llevaba cortado de cualquier manera y recogido atrás con horquillas vulgares; sus ojos, que no eran nada feos, perdían mucho tras un par de gafas de culo de vaso, y lucía el rostro limpio de maquillaje, agradable y neutro.

«Me pregunto -se dijo Carmine- qué es lo que da a las bibliotecarias ese aspecto de bibliotecarias. ¿Los ácaros del papel? ¿Las bolas de pelusa? ¿La tinta de impresora?» -Desearía serle de más utilidad -dijo ella al cabo de un rato-, pero la verdad es que ni siquiera recuerdo haber visto una de esas bolsas. Ni tampoco he visitado nunca la planta baja, aparte del vestíbulo de los ascensores.

– ¿Con quién tiene usted amistad? -preguntó él.

– Con Sonia Liebman, del quirófano. Con nadie más, en realidad.

– ¿Ni con la señorita Dupre o la señorita Vilich, que están en su misma planta?

– ¿Esas dos? -preguntó ella con displicencia-. Están demasiado entretenidas tirándose los trastos a la cabeza para reparar en mi existencia.

«¡Vaya, vaya, por fin un poco de información útil!» ¿Por quién seguir? Dupre, decidió, y llamó a su puerta. Tenía el despacho situado en la esquina sudoriental, lo que suponía ventanas en dos paredes: una desde la que se dominaba la ciudad y otra con vistas al sur, al brumoso puerto. ¿Cómo era que no se lo había quedado el Profe? ¿O es que no se fiaba de que él mismo no fuera a perder tiempo disfrutando de las espectaculares vistas? La señorita Dupre, que no era ciertamente espectacular, tenía, por otra parte, disciplina suficiente, juzgó Carmine, para resistirse a cuanto le ofrecían sus ventanas.

Se puso en pie tras su escritorio para mirarle desde más altura, algo que a todas luces disfrutaba haciendo. «Una afición peligrosa, señora mía. A usted también se le puede poner en su sitio. Pero es muy lista, y muy eficiente, y muy perspicaz (me lo dicen todo sus preciosos ojos).»

– ¿Qué la trajo al Hug? -le preguntó, tomando asiento.

– Una carta verde. Antes fui viceadministradora del área de salud pública de una región inglesa. Era responsable de todas las instalaciones destinadas a la investigación en los diversos hospitales y universidades «de ladrillo rojo» de la zona.

– ¿Universidades de ladrillo rojo, dice?

– Aquellas a las que mandan a los estudiantes de clase trabajadora, como yo. Nosotros no entramos en Oxford o en Cambridge, que no son «de ladrillo rojo», aunque sus edificios más recientes, de hecho, lo sean.

– ¿Qué ignora usted de este lugar? -preguntó él.

– Muy pocas cosas.

– ¿Qué me dice de las bolsas de papel marrón de animales muertos?

– Su inexplicable fijación con las bolsas de animales muertos ya ha llamado la atención de muchos otros, aparte de la mía, pero ninguno de nosotros tiene la menor idea de qué importancia puedan tener, aunque creo que me lo puedo imaginar. ¿Por qué no me cuenta toda la verdad, teniente?

– Limítese a responder a mis preguntas, señorita Dupre.

– Pues hágame alguna.

– ¿Ve usted alguna vez las bolsas de animales muertos?

– Por supuesto. Como directora gerente, lo veo todo. La remesa anterior a esta última era de un género de inferior calidad, lo que me obligó a ocuparme exhaustivamente del tema -dijo la señorita Dupre-. Sin embargo, por norma general no las veo en absoluto, sobre todo si su contenido es un cadáver.

– ¿A qué hora acaban de trabajar Cecil Potter y Otis Green?

– A las tres de la tarde.

– ¿Eso lo sabe todo el personal?

– Naturalmente. De cuando en cuando eso provoca la queja de algún investigador; a veces dan por sentado que el mundo entero existe para atender sus necesidades. -Sus pálidas cejas se dispararon hacia arriba-. Yo les respondo que el señor Potter y el señor Green trabajan en el horario del animalario. Los ritmos circadianos de los animales precisan atención durante las tres o cuatro horas que siguen al amanecer. Las tardes importan menos, siempre que se los haya provisto adecuadamente de comida y de un habitáculo limpio.

– ¿Qué otras labores desempeña Otis, aparte de cuidar de los animales?

– El señor Green pasa la mayor parte del día ocupado con sus obligaciones en los animalarios de las plantas superiores; el resto de sus obligaciones no son demasiado exigentes. Carga pesos, lleva el mantenimiento de la instalación eléctrica y se deshace de los residuos de riesgo. Puede que le sorprenda saber que las técnicas le piden al señor Green que les traiga las bombonas de gas. Antes dejábamos que cada chica cargara con las suyas, hasta que una bombona llena cayó accidentalmente al suelo y su contenido presurizado se salió. No hubo que lamentar daños, pero de no haberse tratado de un gas inerte… -Parecía atribulada-. También se dan ocasiones en que alguno de los investigadores trabaja con sustancias que emiten radiación gamma. Eso exige que se levanten barreras hechas de ladrillos de plomo… que pesan mucho.

– Me sorprende que en este lugar, que es como el Hilton, no llegue todo por tuberías o algo así.

Ella se puso en pie para mirarle desde arriba.

– ¿Tiene algo más que preguntarme, señor?

– No. Gracias por su tiempo.

«¿Qué puedo hacer para ganármela? -se preguntó Carmine más tarde, mientras recorría el pasillo camino del despacho de Tamara Vilich-. Es una fuente de información que me hace mucha falta.»

El despacho de la secretaria del Profe tenía una puerta que comunicaba directamente con la de él, según observó Carmine al entrar.

– ¿Es usted consciente de las considerables molestias que nos ha causado al dejarnos para el final? Llego tarde a una cita.

– Son las servidumbres del poder -dijo Carmine, sin tomar asiento-. ¿Sabe? He oído hoy más lenguaje afectado y jerigonza técnica de lo que oigo habitualmente en seis meses. Yo también he sufrido molestias, señorita Vilich. No he desayunado ni comido, y de momento tampoco he cenado.

– ¡Pues adelante, y acabe de una vez! ¡Tengo que irme!

«¿Desesperación en su voz? Qué interesante.» -¿Ve usted alguna vez las bolsas de los animales muertos, señora?

– No, señor. -Miró su reloj con un gesto de fastidio-. ¡Maldita sea!

– ¿Nunca?

– ¡No, nunca!

– Entonces puede usted acudir a su cita, señorita Vilich. Gracias.

– ¡Llego tarde! -exclamó desesperada-. ¡No llego!

Pero se fue, a la carrera, antes de que Carmine pudiera llamar a la puerta del despacho contiguo.

El Profe parecía más preocupado que por la mañana, quizá, pensó Carmine, porque desde entonces no había ocurrido nada que calmara su ansiedad o satisficiera su curiosidad.

– Voy a tener que informar al consejo de administración -dijo Smith, sin que Carmine tuviera ocasión de abrir la boca.

– ¿Consejo de administración?

– Esta institución se financia con fondos privados, teniente, y hay un consejo que la supervisa. Podría usted decir que todos tenemos que bailar para ganarnos el pan. La generosidad del consejo de administración es directamente proporcional a la cantidad de trabajos verdaderamente originales y trascendentes que producimos. Nuestra reputación no tiene nada que envidiar a la de ninguna otra institución, el Hug se ha ganado sin duda un lugar destacado. ¡Y ahora se produce esta… esta… esta singularidad! Un hecho fortuito que tiene el poder de afectar a la calidad de nuestro trabajo de manera drástica.

– ¿Un hecho fortuito, profesor? Yo no considero fortuito el asesinato. Pero dejemos eso a un lado por un momento. ¿Quién forma parte de ese consejo?

– William Parson mismo murió en 1952. Dejó a dos sobrinos, Roger Junior y Henry Parson, al mando de su imperio. Roger Junior es el presidente del consejo. Henry es su vicepresidente. Sus hijos, Roger tercero y Henry Junior son vocales también. El quinto vocal Parson es Richard Spaight, director del Banco Parson e hijo de la hermana de William Parson. Mawson Macintosh, el presidente de la Chubb, es vocal, al igual que el decano de la Facultad de Medicina, el doctor Wilbur Dowling. Yo, como titular de la cátedra, soy el último -dijo Smith.

– Eso otorga al contingente de los Parson una mayoría holgada. Deben de darle al látigo a base de bien.

Smith reaccionó con asombro.

– ¡No, por cierto! ¡Ni mucho menos! Mientras sigamos realizando un trabajo tan brillante como el que venimos desarrollando desde hace quince años, tenemos prácticamente carta blanca. El testamento de William Parson era muy claro. «Si pagas en cacahuetes lo que consigues son monos» era una de sus máximas favoritas. Por eso en el Hug pagamos bien, y nuestros investigadores son infinitamente más brillantes que los macacos de abajo. De ahí mi preocupación por esta singularidad, teniente. Una parte de mí se empeña en que todo es un sueño.

– Profesor, el cadáver es real y la situación es real. Pero permítame divagar un rato. -El rostro de Carmine adoptó una expresión que solía desarmar a quienes la veían-. ¿Qué problema hay entre la señorita Dupre y la señorita Vilich?

Un puchero asomó a la alargada cara de Smith.

– ¿Tan evidente es?

– Para mí, sí. -Para qué mencionar a Hilda Silverman.

– Durante los primeros nueve años de existencia del Hug, Tamara era, además de mi secretaria, la directora gerente. Entonces se caso. Le aseguro que no sé nada del marido, excepto que la abandonó al cabo de pocos meses. Durante el tiempo que estuvieron juntos, su trabajo se resintió enormemente. A resultas de lo cual, el consejo de administración decidió que necesitábamos una persona cualificada para dirigir nuestros asuntos de negocios.

– ¿El marido de la señorita Vilich era un huguita?

– El término es hugger, teniente -dijo Smith como si masticara lana-. Frank Watson hincó la pulla hasta el hueso. Si hay chubbers, decía, también tendría que haber huggers. Y no, el marido no era ni un hugger ni un chubber. -Inspiró profundamente-. Para serle del todo sincero, arrastró a la pobre chica a un desfalco. Lo arreglamos y no emprendimos acciones legales.

– Me sorprende que el consejo no insistiera en que usted la despidiera.

– ¡No podía hacerle eso, teniente! Vino a mí recién salida de la escuela de secretariado Kirk, aquí en Holloman, y nunca ha tenido más trabajo que éste. -Tremendo suspiro-. El caso es que, cuando llegó la señorita Dupre, resultó inevitable que Tamara la recibiera de uñas. Una lástima. La señorita Dupre hace un trabajo excelente; ¡mucho mejor que el que hacía Tamara, en honor a la verdad! Está diplomada en administración médica y contabilidad.

– Es una mujer muy dura. ¿No se habrían llevado mejor, tal vez, si la señorita Dupre fuera un poco más encantadora, eh?

El profesor no mordió ese anzuelo; prefirió decir:

– La señorita Dupre es muy apreciada en los demás departamentos.

Carmine echó un vistazo a su reloj.

– Ya es hora de que le deje irse a casa, señor. Gracias por su cooperación.

– ¿No creerá usted de verdad que el cadáver tiene algo que ver con el Hug y mi personal? -preguntó el Profe cuando salía con Carmine por el pasillo.

– Creo que el cadáver tiene todo que ver con el Hug y su personal. Y, profesor, posponga la reunión de su consejo hasta el lunes que viene, por favor. Es usted libre de explicar la situación al señor Roger Parson Junior y al presidente Macintosh, de momento, pero la cadena informativa termina ahí. Sin excepciones: ni esposas ni colegas.

Situado justo al lado del edificio de la Administración del condado de Holloman, al Malvolio's le salía muy a cuenta permanecer abierto veinticuatro horas al día. Acaso porque gran parte de su clientela trabajaba de uniforme azul marino, la decoración seguía el estilo de la cerámica de Wedgwood, en azul pastel, roto por blancas molduras de arabescos, guirnaldas y doncellas de escayola. Hacía rato que Corey y Abe se habían ido a casa cuando Carmine aparcó el Ford a la puerta y entró a pedir pastel de carne en su salsa con puré de patatas, guarnición de ensalada con aliño Diosa Verde y dos porciones de tarta de manzana à la mode.

Al fin con el estómago lleno, fue paseando hasta su casa y tomó una larga ducha, para luego caer rendido y desnudo en la cama y no recordar al día siguiente el momento en que había dado con la cabeza en la almohada.

Al llegar a su casa, Hilda Silverman se encontró con que Ruth ya había preparado la cena: una fuente de costillas de cerdo a las que no se molestó en quitar la grasa, una ensalada de lechuga iceberg, mustia y transparente al haberla aliñado con vinagreta italiana con demasiada antelación, y tarta helada de chocolate Sara Lee de postre. «Al menos yo no tengo problemas para mantener la línea -pensó Hilda-; lo que es un milagro es que Keith consiga mantener la suya, porque adora la comida de su madre. Lo que es casi lo único que delata aún su baja extracción social. ¡No, Hilda, sé justa! Adora a su madre tanto como a su comida.»

Aunque él no estaba presente, su plato reposaba, cubierto con papel de aluminio, sobre una cazuela de agua que Ruth mantenía hirviendo a fuego bajo hasta que llegaba su hijo, aunque fuera a las dos o las tres de la noche.

A Hilda le disgustaba su suegra porque a día de hoy seguía desafiantemente orgullosa de ser pobre basura blanca, pero estaban ambas unidas por la cadera -una cadera llamada Keith-, y entre ellas no había lugar para los celos. Keith lo era todo, sencillamente. Si Keith prefería que la gente no supiera de sus orígenes, su madre no se lo tomaba en cuenta: habría dado la vida por él con la misma alegría que Hilda.

Ruth facilitaba mucho la vida a Keith y Hilda, más que nada porque el hecho de que viviera con ellos permitía a Hilda conservar su muy bien remunerado trabajo. Y lo bueno era que a Ruth, de hecho, le encantaba vivir en una casa espantosa de un barrio espantoso; le recordaba (como a un achicado Keith) su vieja casa de Dayton, Ohio. Otro lugar en que la gente llenaba el patio trasero de lavadoras rotas y carrocerías de coche oxidadas. Tan húmedo, deprimente y frío como lo era Griswold Lane, en Holloman, Connecticut.

Keith y Hilda vivían en la peor casa de Griswold Lane, porque pagaban un alquiler de risa, lo que les permitía ahorrar la mayor parte de sus sueldos (ella ganaba el doble que él). Ahora que Keith había acabado su periodo de residente y estaba estancado como posgraduado, sus planes eran adquirir una participación en alguna lucrativa clínica de neurocirugía, a ser posible en Nueva York. ¡Keith Kyneton no estaba hecho para el muermo mal pagado de la medicina académica! Esposa y madre luchaban heroicamente por ayudarle a ver cumplidas sus ambiciones. Ruth era por naturaleza una agarrada que encontraba los almacenes J. C. Penney's escandalosamente caros, y en el mercado compraba productos de anteayer; Hilda ahorraba en cosas tan nimias como la peluquería, se resistía a comprarse un par de pasadores bonitos para el pelo y se aguantaba con sus gafas de culo de vaso. En tanto que el coche y la ropa de Keith habían de ser de lo mejor, y su trabajo hacía imprescindible el enorme gasto de unas lentillas. A Keith había que darle lo que quisiera.

En el preciso momento en que Ruth y Hilda se sentaban a la mesa, Keith asomó por la puerta, y con él llegaron el sol, la luna, las estrellas y todos los ángeles del cielo. Hilda se lanzó de un brinco a estrecharle entre sus brazos, restregando la cabeza bajo su barbilla; ¡ah, era tan alto, tan… fantástico!

– Hola, cariño -dijo él, rodeándola con un brazo y estirando el cuello por encima de su cabeza para besar a su madre en la mejilla-. Hola, mamá, ¿qué hay de cenar? ¿Son tus costillas de cerdo eso que huelo?

– Pues sí, hijo. Siéntate, que te traigo tu plato.

Así que se sentaron a tres bandas a la mesita cuadrada de la cocina, Keith y Ruth devorando con ganas la grasienta y algo artificial pitanza, Hilda picoteando.

– Hoy hemos tenido un asesinato -dijo Hilda, cortando una chuleta.

Keith alzó la vista, demasiado ocupado para hacer comentario alguno; Ruth dejó el tenedor en la mesa y se la quedó mirando.

– ¡Diantre! -dijo-. ¿Un asesinato, de verdad?

– Bueno, un cadáver en todo caso. Por eso he llegado tan tarde a casa. Teníamos a la policía por todas partes, y no nos han permitido salir ni para comer. Por alguna razón, dejaron la cuarta planta para el final, aunque ¿cómo iba a saber nadie de la cuarta planta de un cadáver aparecido en el animalario, que está en la primera? -Hilda resopló indignada y consiguió por fin separar la grasa de su chuleta.

– Corre el rumor por todo el hospital y la facultad -dijo Keith, e hizo una pausa para servirse dos chuletas más-. He pasado todo el día en el quirófano, pero incluso allí el anestesista y la enfermera no hablaban de otra cosa. ¡Como si no tuviéramos bastante con un aneurisma bifurcado en la arteria media del cerebro! Luego llegó el radiólogo anunciando que había otro aneurisma en la arteria basilar, así que lo más probable es que todo nuestro trabajo no sirva para nada.

– Pero ¿eso no lo visteis en la angiografía antes de empezar?

– La basilar no irrigaba bien, y Missingham no vio las placas hasta que casi habíamos terminado; había estado en Boston. Su sustituto es incapaz de encontrarse el culo con las dos manos por dentro del calzoncillo, así que un aneurisma en una arteria basilar falta de flujo, ¡ya ni te cuento! Perdona, mamá, es que ha sido un día muy frustrante. Todo ha salido mal.

Hilda le lanzó una mirada tierna de adoración. ¿Cómo era posible que hubiera podido llamar la atención de Keith Kyneton? Era un misterio, pero por el que estaría perpetuamente agradecida. El era la suma de todos sus sueños: desde su altura a su pelo rubio y rizado, sus hermosos ojos grises, la estructura ósea tallada a cincel de su rostro, su cuerpo musculoso. ¡Y era tan encantador, tan bien hablado, tan sumamente adorable…! Por no mencionar que era un neurocirujano de considerable destreza que había elegido bien su especialidad, el aneurisma cerebral. Hasta muy recientemente, eran inoperables, verdaderas sentencias de muerte, pero ahora que la neurocirugía contaba con técnicas de congelación corporal y podía detenerse el corazón durante unos minutos, escasos pero preciosos, para cortar y extraer un aneurisma, Keith tenía el futuro asegurado.

– Venga, danos los detalles -dijo Ruth, con ojos chispeantes.

– No puedo, Ruth, porque no los conozco. La policía no soltaba prenda, y el teniente que habló conmigo habría podido dar lecciones de discreción a un cura católico. Sonia me dijo que la había impresionado, que le pareció un hombre muy inteligente y bastante educado, y entiendo por qué lo decía.

– ¿Cómo se llamaba?

– Tenía un nombre italiano.

– Como todos ellos, ¿no? -dijo Keith, y se echó a reír.

El profesor Smith estaba en casa con su mujer, Eliza, después de cenar y mandar a los niños a hacer los deberes.

– Se nos va a complicar la vida.

– ¿Lo dices por el consejo? -le preguntó ella, sirviéndole más café.

– Sí, por el consejo, pero más por el trabajo, querida. ¡Ya sabes lo temperamentales que llegan a ser todos! El único que no me da la lata es Addison. Está agradecido por estar vivo, sus ideas sobre los anticonvulsivos son tan de su agrado como del mío, y mientras no se le rompa algún aparato, él ya está contento. Aunque no me explico cómo alguien puede estar contento corriendo ocho kilómetros al día. Será el complejo de Lázaro. -Sonrió, cosa que obraba maravillas en su rostro ya de por sí llamativo-. ¡Uf, cómo se enfadó cuando le dije que no podía permitir que viniera a trabajar corriendo de ninguna manera! Pero consiguió contener su rabia.

Ella soltó una risita, un sonido encantador.

– Supongo que el que sale a correr puede imaginarse que tener que aguantar después su olor corporal no hace de él un compañero de trabajo ideal. -Se serenó-. Es su pobre mujer la que me da pena.

– ¿Robin? ¿Esa mosquita muerta? ¿Por qué?

– Porque Addison Forbes la trata como si fuera su criada, Bob. ¡Sí, sí que lo hace! ¡Las distancias que recorre esa mujer para encontrar comida que él esté dispuesto a llevarse a la boca! Y lavar ropa que apesta… lo suyo no es vida.

– A mí eso me parecen más bien naderías, querida.

– Sí, supongo que sí, pero ella es… Bueno, no es la persona más brillante del mundo, y Addison se lo hace notar. Alguna vez le he pescado mirándola de reojo y me produjo escalofríos: ¡te juro que la odia, la odia de veras!

– Puede ocurrir, cuando un estudiante de Medicina ha de casarse con una enfermera para salir adelante -dijo Smith, con cierta sequedad-. No hay un equilibrio intelectual, y una vez que él ha conseguido sus objetivos ella se convierte en un estorbo.

– Eres un esnob.

– No, soy pragmático. Tengo razón.

– Muy bien, vale, puede que estés en lo cierto, pero es una actitud muy cruel, igualmente -dijo Eliza con osadía-. ¡Es que hasta dentro de su casa la tiene encerrada! ¡Tienen allí aquella torrecilla magnífica con una azotea que domina el puerto, y ni siquiera la deja subir ahí! ¿Qué es aquello, la cámara de Barbazul?

– Una prueba de lo desordenada que es ella y la obsesión por el orden que tiene él. Yo no te dejo a ti entrar en el sótano, no lo olvides.

– No seré yo quien se queje por eso, pero sí opino que eres demasiado estricto con los chicos. Ya hace tiempo que superaron la edad de romper cosas. ¿Por qué no les dejas bajar?

Él apretó las mandíbulas, endureciendo su expresión.

– Los chicos tienen prohibida la entrada en el sótano a perpetuidad, Eliza.

– Pues no es justo, porque tú pasas allí abajo cada segundo que tienes libre. Tendrías que pasar más tiempo con los chicos, así que déjales compartir tu locura.

– ¡Me gustaría que no te refirieras a eso con el término «locura»!

Eliza cambió de tema; a él se le había puesto aquella expresión empecinada suya, y así no la iba a escuchar.

– ¿Y de verdad supone este asesinato tantos problemas, Bob? Quiero decir… no es posible que tenga relación con el Hug.

– Estoy de acuerdo, querida, pero no es eso lo que piensa la policía -dijo Smith con voz lastimera-. ¿Puedes creer que nos han tomado las huellas dactilares? Es una suerte que seamos un laboratorio de investigación. La tinta se quita con xileno.

– ¿Has visto mi cazadora roja de cuadros? -dijo Walt Polonowski a su mujer, con un tono áspero.

Ella cesó por un momento de dar vueltas por la cocina, con Mikey a horcajadas en la cadera y Esther agarrada a su falda, y le miró con una mezcla de desdén y desesperación.

– ¡Por el amor de Dios, Walt -le espetó-, no es posible que haya empezado ya la temporada de caza!

– Está a la vuelta de la esquina. Voy a subir a la cabaña este fin de semana para dejarla preparada… y eso significa que necesito mi cazadora… y no la encuentro porque no está donde debería.

– Ni tú tampoco. -Sentó a Mikey en su trona y a Esther en una silla con un cojín grueso, y luego llamó a voces a Stanley y Bella-. ¡La cena está lista!

Un niño y una niña entraron al galope en la habitación, gritando que se morían de hambre. Mamá era una gran cocinera que nunca les hacía comer cosas que no les gustaran: nada de espinacas, m zanahorias, ni repollo, salvo preparados en ensalada, con mayonesa.

Walter se sentó a un extremo de la larga mesa y Paola al otro, desde donde podía volcar la cuchara en la boca de Mikey, abierta como la de un pajarito, y corregir los modales de Esther, que aún distaban mucho de ser perfectos.

– La otra cosa que no puedo soportar -dijo cuando todos estuvieron comiendo- es tu egoísmo. Sería estupendo tener un lugar al que llevar a los niños los fines de semana, ¡pero no! Es tu cabaña, y nosotros ya podemos cantar misa… ¡Stanley, no te he dado permiso para cantar!

– Tienes razón al decir que la cabaña es mía -dijo él fríamente, mientras cortaba su lasaña de primera con un tenedor-. La cabaña me la legó mi abuelo, Paola: a mí y a nadie más. ¡Es el único sitio en el que puedo escaparme de todo este guirigay!

– Tu mujer y tus cuatro hijos, quieres decir.

– Sí, precisamente.

– Si no querías cuatro hijos, Walt, ¿por qué no te hiciste un nudo en la maldita cosa? Hacen falta dos para bailar el tango.

– ¿Tango? ¿Qué es eso? -preguntó Stanley.

– Un baile sexy -dijo secamente su madre.

Una respuesta que, por alguna razón inexplicable para Stanley, hizo que papá rompiera a reír a carcajadas.

– ¡Cállate! -gruñó Paola-. ¡Cállate, Walt!

Él se enjugó los ojos, puso otro trozo de lasaña en el plato vacío de Stanley y luego rellenó su propio plato.

– Voy a subir a la cabaña el viernes por la noche, Paola, y no volveré a casa hasta la madrugada del lunes. ¡Tengo una montaña de cosas por leer, y pongo a Dios por testigo de que es imposible leer en esta casa!

– ¡Con sólo que dejaras esa estúpida investigación y te dedicaras a la práctica privada como es debido, Walt, podríamos vivir en una casa lo bastante grande para doce niños sin arruinar tu tranquilidad! -Sus grandes ojos castaños centellearon con lágrimas de rabia-. Te has ganado una reputación fantástica estudiando todas esas enfermedades extraordinarias y raras que tienen nombres de gente (¡Wilson, Huntington, no esperes que las recuerde todas!), y sé que recibes ofertas para pasarte al ejercicio privado en sitios mucho mejores que Holloman: Atlanta, Miami, Houston… lugares cálidos. Lugares donde el servicio doméstico es barato. Los niños podrían recibir clases de música, yo podría volver a la universidad…

Walter descargó la mano violentamente sobre la mesa; los niños se quedaron petrificados, temblando.

– ¿Y cómo sabes tú que he tenido esas ofertas, Paola? -preguntó en tono amenazador.

Ella palideció, pero le desafió.

– Dejas las cartas tiradas por todas partes, las encuentro por cualquier rincón.

– Y las lees. ¿Y aún te preguntas por qué tengo que escaparme? Mi correspondencia es privada, ¿me entiendes? ¡Privada!

Walt tiró el tenedor, apartó su silla de la mesa y salió hecho una furia de la cocina. Su mujer y los niños le siguieron con la vista, luego Paola pasó una servilleta por la cara pringosa de Mikey y se levantó para ir a buscar el helado y la gelatina.

Había un espejo viejo en la pared, a un lado de la nevera; Paola vio su propio reflejo de refilón y sintió que se le saltaban las lágrimas. Ocho años habían bastado para transformar a la joven vivaracha y guapísima con un cuerpo imponente que había sido en una mujer flaca y fea, sin paliativos, que parecía mucho mayor de lo que era.

¡Ah, la alegría de conocer a Walt, de cautivar a Walt, de atrapar a Walt! Un médico con todos los honores, tan brillante que pronto serían ricos. No había contado con que Walt no tenía la menor intención de abandonar la medicina académica… ¡Un fontanero ganaba más que él! Y no paraban de llegar niños y más niños. La única manera que tenía de evitar el quinto era pecando: Paola estaba tomando la píldora.

Las peleas, lo entendía, eran algo destructivo. Perturbaban a los niños, la perturbaban a ella y llevaban a Walt a refugiarse en su cabaña cada vez con más frecuencia. Su cabaña… ¡ella ni siquiera la había visto! Ni la vería. Walt se negaba a decirle dónde estaba.

– ¡Bien, viva, helado de dulce de leche! -exclamó Stanley.

– El helado de dulce de leche no pega con la gelatina de uva -dijo Bella, que era la tiquismiquis.

A su modo de ver, Paola se consideraba una buena madre.

– ¿Prefieres que te ponga la gelatina y el helado en boles separados, cariño?

Cuando el doctor Hideki Satsuma entró en su ático del edificio más alto de Holloman, sintió que las tensiones del día le resbalaban por los hombros.

Eido había pasado por su casa antes que él, había dejado todo dispuesto tal como a su amo le gustaba y luego bajó los diez pisos hasta el apartamento, mucho menos elegante, donde vivía con su mujer.

La decoración era engañosamente sencilla: paredes recubiertas de láminas de cobre batido; puertas a cuadros de madera negra y delicado papel; un biombo antiquísimo de tres hojas con mujeres inexpresivas de ojos rasgados, con peinados a lo Pompadour y sombrillas acanaladas; un sencillo pedestal de piedra negra pulida que sostenía una única y perfecta flor en un florero Steuben retorcido; suelos relucientes de madera negra.

Una cena a base de sushi frío estaba dispuesta en la mesa lacada negra, hundida en un rebaje del suelo, y cuando llegó hasta su habitación encontró su quimono extendido, su jacuzzi desprendiendo perezosas volutas de vapor y su futón desplegado.

Una vez bañado, alimentado y relajado, fue hasta el muro de cristal que delimitaba su jardín y se quedó allí de pie, empapándose de su perfección. Construirlo le había supuesto un desembolso considerable, pero el dinero no era algo que preocupase a Hideki. Qué hermoso, instalado en el interior del apartamento, en lo que tiempo antes había sido una zona descubierta y ajardinada del tejado. Por el lado del patio, sus paredes eran de espejo, pero las de la habitación que lo circundaba eran transparentes. Su contenido era escaso hasta la austeridad. Unas pocas coníferas bonsái, un alto ciprés de Hollywood que crecía en forma de doble hélice, un arce japonés bonsái increíblemente viejo, aproximadamente dos docenas de rocas de variadas formas y tamaños, y guijarros de mármol multicolores dispuestos en el suelo formando un dibujo complicado, que no estaba pensado para caminar por encima. Allí, las fuerzas de su universo privado se congregaban de la forma más propicia a su propio bienestar.

Pero esa noche, con los dedos desprendiendo aún un leve tufo a xileno, insufrible para su exquisitamente sensible nariz, Hideki Satsuma contempló su jardín con la certeza de que se había producido un corrimiento en los cimientos de su universo privado; de que debía reorganizar las macetas, las rocas, los guijarros, para neutralizar aquellos acontecimientos profundamente perturbadores. Unos acontecimientos que escapaban a su control, a él que no podía evitar el impulso de controlarlo todo. Allí… Allí, donde aquel arroyuelo rosa describía meandros a través de los relucientes guijarros de jade… Y allí, donde la afilada roca gris surgía como la hoja de una espada frente a la tierna redondez de vulva de la roca roja hendida… Y allí, donde la doble hélice del ciprés de Hollywood se estrechaba hacia el cielo… De repente todo estaba mal, iba a tener que empezar de nuevo.

Su mente voló con añoranza a su casa de la playa, en lo alto de la punta del cabo Cod, pero lo que había sucedido allí recientemente exigía un periodo de recuperación. Además, era un viaje demasiado largo, incluso en su Ferrari granate. No, esa casa tenía otro propósito, y aunque estaba relacionada con el corrimiento de su universo, el epicentro de la perturbación se hallaba en su jardín de Holloman.

¿Podía esperar al fin de semana? No, no podía. Hideki Satsuma apretó el timbre que convocaba a Eido al ático.

Desdemona entró en tromba en su apartamento del tercer piso de una casa de tres viviendas en la calle Sycamore, justo detrás de la Hondonada. Su primera parada fue el cuarto de baño, donde preparó un baño caliente y eliminó los persistentes rastros de los más de tres kilómetros de caminata de vuelta a casa. La siguiente, en la cocina, para abrir una lata de estofado irlandés y otra de pudín de arroz con leche; Desdemona no era cocinera. Los ojos que Carmine había encontrado, para su sorpresa, tan hermosos no reparaban en el linóleo picado o el papel pintado que se levantaba por los bordes; Desdemona no vivía para las comodidades materiales.

Por fin, ataviada con un batín de hombre de franela a cuadros, fue hasta el cuarto de estar, donde su preciado trabajo yacía en una gran canasta de mimbre, sobre un alto pedestal de cañas junto a su sillón favorito, del que ni siquiera notaba que se le clavaban sus muelles. Frunciendo el entrecejo, revolvió en la canasta en busca de la larga pieza de seda en que estaba bordando un tapete de aparador para Charles Ponsonby; ¿no lo había dejado encima de todo? ¡Sí, de eso estaba segura! El desorden no iba con Desdemona Dupre; cada cosa tenía su sitio, y allí permanecía. Pero el bordado no estaba allí. En su lugar encontró un mechoncito de pelos negros, cortos y muy encrespados, los cogió y los examinó. Fue entonces cuando vio el tapete, sus vetas de vivo rojo sangre hechas un ovillo en el suelo, detrás del sillón. Dejó caer los pelos; recogió el bordado y lo extendió para ver si había sufrido algún daño, pero estaba bien, aparte de algo arrugado. ¡Qué extraño!

Entonces, al ser consciente de la explicación, apretó los labios. El metomentodo de su casero, que vivía en el apartamento de abajo, había estado fisgando. Pero ¿qué podía hacer al respecto? Su mujer era muy agradable; incluso él lo era, a su manera. ¿Y dónde iba a encontrar un apartamento totalmente amueblado por setenta dólares al mes en un barrio seguro? Los pelos fueron a parar al cubo de la basura, en la cocina, y ella se acomodó en el viejo sillón, sentada sobre sus pies, para continuar con lo que consideraba para sus adentros el mejor bordado que había hecho jamás. Un dibujo complicado y sinuoso de diversos rojos, del rosado al negruzco, sobre un fondo de seda rosa pálido.

¡Pero el casero la iba a oír! Se merecía un escarmiento.

Cansada de pintar, Tamara se sintió demasiado agotada para seguir intentando visualizar un rostro lo bastante feo, lo bastante terrorífico. Ya le vendría, pero no sería esa noche. No, con el desastre de aquel día todavía reciente. Ese poli insolente, Delmonico, sus andares chulescos, esos hombros tan anchos que le hacían parecer más bajo de lo que era, el cuello desmesuradamente grueso que a cualquier otro le habría hecho enana la cabeza; pero no la suya. Enorme. Y sin embargo, por más que se esforzara, con los ojos cerrados, apretando los dientes, no conseguía darle a su rostro un aire porcino. Y después de llegar tarde a su cita por culpa de él, sentía verdaderas ganas de pintarle como el cerdo más feo de la Creación.

No podía dormir, y ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Leer por enésima vez una de sus novelas policiacas? Se dejó caer en una gran butaca de piel magenta y agarró el teléfono.

– ¿Cariño? -preguntó cuando le respondió una voz adormilada.

– ¡Te tengo dicho que no me llames aquí!

Clic. La línea volvió a dar el tono de marcado.

Cecil, tendido en la cama con la mejilla apoyada en el precioso pecho de Albertia, trataba de olvidar el terror de Jimmy.

Otis escuchaba el rítmico golpeteo de su corazón, con lágrimas surcándole el agrietado rostro. Se había acabado el mover ladrillos de plomo, el llevar bombonas a alguna muñeca, el cargar jaulas en el ascensor. ¿Qué iba a cobrar de pensión?

Wesley se sentía desvelado de pura felicidad y alborozo. ¡Qué tieso se había puesto Mohammed cuando le dio la noticia! De pronto, el postulante paleto, el chico de Louisiana, había sido enaltecido; a él, Wesley le Clerc, le había sido encomendada la labor de tener a Mohammed el Nesr informado acerca del asesinato en el Hug de una mujer negra. Había emprendido su camino.

Nur Chandra se hallaba en la casita retirada que sólo él y su devoto sirviente, Misrarthur, pisaban alguna vez. Estaba sentado con las piernas cruzadas y entrelazadas, las manos boca arriba sobre las rodillas y cada dedo en su posición exacta. No dormido, pero tampoco despierto. En otro lugar, en un plano distinto. Había monstruos que expulsar, monstruos terroríficos.

Maurice y Catherine Finch estaban sentados en la cocina, enfrascados en las cuentas.

– ¡Setas, menuda pifia! -decía Catherine-. Te van a costar más de lo que puedas sacarles, Maurie, y mis pollos no se las comerán.

– ¡Pero es algo distinto a lo que dedicarse, corazón! Tú misma dijiste que excavar el túnel era un buen ejercicio, y ya está excavado, ¿qué pierdo por probar? Variedades exóticas, para colocarlas en unas pocas tiendas selectas de Nueva York.

– Te costará un riñón -dijo ella, obstinada.

– ¡Cathy, nos sobra el dinero! No tenemos críos; ¿por qué tenemos que preocuparnos por el dinero? ¿Qué van a hacer tus sobrinas y mis sobrinos con este lugar, eh? ¡Venderlo, Cathy, venderlo! ¡Así que disfrutémoslo cuanto podamos primero!

– ¡Vale, vale, cultiva tus setas! ¡Pero no digas luego que no te lo advertí!

Él sonrió y extendió el brazo para estrechar su mano encallecida.

– Te prometo que no me lamentaré si sale mal, pero es que estoy convencido de que saldrá bien.

2

Jueves, 7 de octubre de 1965

Carmine empezó el día en el despacho del comisario John Silvestri, sentado en el centro de un semicírculo formado en torno a su escritorio. A su izquierda estaban el capitán Danny Marciano y el sargento Abe Goldberg; a su derecha el doctor Patrick O'Donnell y el sargento Corey Marshall.

Carmine bendijo su suerte, y no era ciertamente la primera vez, por los dos hombres que le precedían en la jerarquía.

John Silvestri, moreno y atractivo, era un poli de despacho, lo había sido siempre, y esperaba confiado poder decir, cuando se jubilara dentro de cinco años, que nunca había tenido que desenfundar el arma de su pistolera en un altercado, ni mucho menos disparar un rifle o una escopeta. Cosa bastante sorprendente, considerando que había ingresado en el ejército de Estados Unidos en 1941 como teniente y se había licenciado en 1945 cubierto de condecoraciones, incluida la medalla de honor del Congreso. Su hábito más irritante eran los puros que, más que fumar, chupeteaba, dejando tras de sí una estela de colillas viscosas que impregnaban el aire con un olor que Carmine imaginaba parecido al que despediría una escupidera en un saloon de Dodge City allá por 1890.

Siendo perfectamente consciente de que Danny Marciano era quien más detestaba las colillas de puro, Silvestri disfrutaba empujando el cenicero bajo sus agraviadas narices; sangre del norte de Italia había dotado a Marciano de una tez pálida y pecosa y unos ojos azules, y el permanecer sentado ante un escritorio le había dotado de algunos kilos de más. Era un buen segundón que carecía de la astuta paciencia necesaria para acabar de comisario.

Dejaban que Carmine y los otros dos tenientes siguieran adelante con el auténtico trabajo policial, ignorando las presiones del Ayuntamiento, de la universidad y de Hartford, y podía confiarse en que respaldarían a sus hombres. Que Carmine era su favorito era bien sabido; y este hecho no provocaba resquemor alguno, porque lo que en realidad significaba era que a Carmine le endosaban los casos más peliagudos, los que requerían más tacto o la colaboración con otras fuerzas del orden. Era, además, el primer espada del departamento en cuestión de homicidios.

Acababa de terminar su primer curso en la Chubb cuando se produjo el ataque a Pearl Harbour, de forma que pospuso su formación para alistarse. Por pura casualidad, fue destinado a la policía militar, y cuando hubo superado la fase de hacer guardias y arrestar a soldados borrachos, descubrió que el trabajo le encantaba; en el hervidero que era el ejército en tiempo de guerra, se producían tantos crímenes violentos o taimados como en las calles de cualquier ciudad. Al finalizar la guerra con Japón y el periodo de ocupación, ya era comandante, con opción a completar su licenciatura en la Chubb acogiéndose a un programa acelerado. Más adelante, con un diploma en la mano que le habría permitido enseñar literatura inglesa o matemáticas, decidió que lo que prefería era el trabajo policial. En 1949 se incorporó a la policía de Holloman. Silvestri, que por entonces era un teniente de despacho, no tardó en advertir su potencial, y le metió en el cuerpo de detectives, del que ahora era el teniente con mayor antigüedad. Holloman no era lo bastante grande para tener una brigada de homicidios o cualquiera de las subdivisiones que tenían los cuerpos policiales de otras ciudades, de modo que Carmine se las componía con todo tipo de delitos. No obstante, los homicidios eran su especialidad, y su tasa de casos resueltos era formidable: prácticamente del cien por cien; no siempre con condena, claro está.

Sentado en su silla, parecía ansioso y sin embargo tranquilo. Aquello prometía.

– Empieza tú, Patsy -dijo Silvestri, a quien ya le disgustaba el caso Hug, porque estaba cantado que iba a alcanzar notoriedad. Aquella mañana tan sólo había merecido un párralo en el HollomanPost, pero en cuanto se filtraran los detalles sería noticia de primera plana.

– Puedo deciros -dijo Patrick- que quienquiera que depositase el torso en la cámara de animales muertos del Hug no dejó huellas dactilares, ni fibras u otro rastro que pudiera identificarlo. La víctima tenía unos dieciséis años y parte de sangre de color. Es menuda y parece bien criada. -Se inclinó hacia delante, con los ojos brillándole-. En el glúteo izquierdo tiene una postilla en forma de corazón. Un nevus extirpado hace más o menos diez días. En cualquier caso, no era una marca de nacimiento pigmentada, sino un hemangioma: un tumor formado por vasos sanguíneos. El asesino utilizó un fórceps diatérmico para cortar todos los vasos que lo alimentaban y coagularlo. Debió de llevarle horas. Luego le aplicó gel en espuma para favorecer la coagulación, y después dejó que la costra se formara, se secara y cogiera buen aspecto. He encontrado restos de lo que creí que era alguna pomada a base de aceite, pero no. -Inspiró profundamente-. Era maquillaje de teatro, del color exacto de su piel.

En su propia piel, Carmine sintió un escalofrío; se estremeció.

– Seguía sin parecer perfecta después de quitarle la marca de nacimiento, de modo que la cubrió con maquillaje para hacerla perfecta. ¡Ay, Patsy, ese tío está muy pirado!

– Sí -dijo Patrick.

– ¿Así que es un cirujano? -preguntó Marciano, alejando de su nariz el cenicero de Silvestri, junto con su contenido.

– No necesariamente -terció Carmine-. Ayer hablé con una señora que practica microcirugía a los animales del Hug. No tiene el título de Medicina. Probablemente haya docenas de técnicos en cualquier gran centro de investigación, como la Facultad de Medicina de la Chubb, que puedan operar tan bien como cualquier cirujano. Aunque la verdad es que hasta que Patsy nos ha contado hace un momento cómo coaguló el tío el nevus sangrante, yo incluía entre los posibles sospechosos a carniceros y matarifes. Ahora creo que podemos excluirlos sin temor a equivocarnos.

– Pero sí que piensas que el Hug está implicado -dijo Silvestri, retomando el asqueroso cigarro y chupándolo.

– Sí.

– ¿Y ahora qué hacemos?

Carmine se puso en pie, haciendo un gesto a Corey y Abe.

– Personas desaparecidas. A nivel del Estado, probablemente. Del archivo de Holloman no sacaremos nada, a menos que el asesino la retuviera durante mucho más tiempo del que le llevó hacer lo que hizo. Dado que no sabemos qué aspecto tenía, nos concentraremos en la marca de nacimiento.

Patrick salió caminando con él.

– Este caso no lo resolverás rápido -dijo-. El hijo de puta no te ha dejado ningún hilo del que tirar.

– Qué me vas a contar. Si ese mono no llega a despertarse dentro de una nevera, ni siquiera nos habríamos enterado de que se había cometido un crimen.

Como el registro de personas desaparecidas no aportó nada, Carmine empezó a telefonear a otros departamentos de policía del Estado. La policía estatal había encontrado el cuerpo de una niña de diez años en un bosque muy cerca de la senda de los Apalaches; una criatura alta, con parte de sangre de color, cuya desaparición habían denunciado sus padres estando de camping. Pero había muerto de un paro cardíaco, y no se daban circunstancias sospechosas.

La policía de Norwalk comunicó la desaparición, diez días antes, de una chica de dieciséis años de origen dominicano llamada Mercedes Álvarez.

– Un metro cincuenta y dos, pelo oscuro, rizado pero no ensortijado, ojos castaño oscuro… una cara realmente bonita… físicamente desarrollada -dijo alguien que se había presentado como el teniente Joe Brown-. Ah, y con una gran marca de nacimiento en forma de corazón en el glúteo derecho.

– No te muevas de donde estás, Joe, estaré allí en media hora.

Puso la luz de alarma en la capota del Ford y salió zumbando por la I-95, con la sirena ululando; recorrió los casi setenta kilómetros en poco más de veinte minutos.

El teniente Joe Brown tendría su misma edad, cuarenta y pocos, y parecía más excitado de lo que Carmine esperaba. Brown estaba nervioso, al igual que los demás policías que había por allí. Carmine examinó la foto a color del expediente y buscó la referencia de la marca de nacimiento, que alguna mano poco diestra había intentado dibujar.

– Es nuestra chica, está claro -dijo-. ¡Tío, sí que es guapa! Cuéntamelo todo, Joe.

– Es estudiante de segundo curso en el instituto St. Martha; buenas notas, no se metía en líos, no ha tenido novios. Es de una familia dominicana que lleva veinte años aquí, en Norwalk; el padre cobra el peaje en la autopista, la madre es ama de casa. Seis críos: dos chicos, cuatro chicas. Mercedes es, o era, la mayor. El más pequeño tiene tres años, un chico. Viven en un barrio antiguo y tranquilo y no se meten con nadie.

– ¿Presenció alguien el secuestro de Mercedes? -preguntó Carmine.

– Nadie. Perdimos el culo buscándola, porque… -hizo una pausa, parecía azorado- era la segunda chica de ese estilo que desaparecía en cuestión de dos meses. Las dos, estudiantes de segundo curso en St. Martha; iban a la misma clase, eran amigas pero no íntimas, ya me entiendes. Mercedes iba a clases de piano al salir del colegio, la esperaban en casa a las cuatro y media. Cuando se hicieron las seis sin que apareciera y después de que las monjas le aseguraran que había salido a su hora, el señor Álvarez nos llamó. Ya estaban preocupados, por lo de Verina.

– ¿Verina era la primera chica?

– Sí. Verina Gascon. De familia criolla, de Guadalupe, también llevan aquí un montón de tiempo. Desapareció camino del colegio. Ambas familias viven a cuatro pasos de St. Martha, a una manzana de distancia respectivamente. Pusimos Norwalk patas arriba buscando a Verina, pero no hallamos el menor rastro de ella. Y ahora ésta, igual.

– ¿Existe la posibilidad de que alguna de las chicas se fugara con un novio secreto?

– No -dijo Brown, tajante-. Tal vez deberías visitar a las dos familias, lo entenderías mejor. Son latinos católicos chapados a la antigua, educan a sus hijos de forma estricta, pero dándoles todo el amor del mundo.

– Iré a verlos, pero no ahora -dijo Carmine, estremeciéndose-. ¿Puedes arreglarlo tú para que el señor Álvarez identifique a Mercedes a partir de la marca de nacimiento? No podemos enseñarle más que un trocito de piel, pero tendría que saber de antemano que…

– Ya, ya, me toca a mí la tarea de decirle al pobre diablo que alguien ha cortado en cachitos a su preciosa hijita -dijo Brown-. ¡Dios! A veces este trabajo es una puta mierda.

– ¿Estaría dispuesto su sacerdote a acompañarle cuando venga?

– Me aseguraré de que así sea. Y tal vez una monja o dos, como apoyo de refuerzo.

Alguien trajo café y donuts con gelatina; los dos hombres devoraron un par y bebieron con avidez. Mientras esperaba a que le hicieran copias de los expedientes de ambas chicas, Carmine llamó a Holloman.

Corey, le dijo Abe, estaba ya en el Hug, y él estaba a punto de ir a ver al decano Wilbur Dowling para averiguar cuántas cámaras frigoríficas para animales muertos había en el recinto de la Facultad de Medicina.

– ¿Nos han llegado noticias de alguna otra desaparecida que pudiera encajar con la descripción de nuestra chica? -preguntó Carmine, que gracias al tentempié se sentía un poco mejor.

– Sí, de tres. Una de Bridgeport, una de New Britain y una de Hartford. Pero como ninguna de ellas tenía la marca de nacimiento, no hemos seguido la pista. Todas desaparecieron hace meses -dijo Abe.

– Ha surgido algo, Abe. Vuelve a llamar a Bridgeport, a Hartford y a New Britain y diles que te manden copias de esos expedientes a la velocidad del rayo.

Cuando Carmine entró, Abe y Corey se levantaron de sus escritorios y le siguieron a su despacho, donde le esperaban tres expedientes. Carmine dejó caer junto a ellos los dos que traía; quitó los clips a las cinco fotografías, todas a color, y las dispuso en fila. Como hermanas.

Nina Gómez era una muchacha guatemalteca de dieciséis años, de Hartford, y había desaparecido hacía cuatro meses. Rachel Simpson era una chica de dieciséis años, negra de piel clara, de Bridgeport, desaparecida hacía seis meses. Vanessa Olivaro era una chica de dieciséis años de New Britain de sangre china, negra y blanca mezcladas, cuyos padres procedían de Jamaica; había desaparecido ocho meses antes.

– A nuestro asesino le gustan con el pelo rizado, pero no ensortijado; las caras, preciosas, de un determinado tipo (con labios carnosos pero bien dibujados, ojos oscuros, grandes y separados, sonrisa con hoyuelos); que no pasen mucho de metro y medio; físicamente desarrolladas; y de piel clara, pero no blanca -dijo Carmine, repasando las fotos.

– ¿De verdad piensas que a todas se las llevó el mismo tipo? -preguntó Abe, que se resistía a creerlo.

– Ah, seguro. Fíjate en su extracción y entorno. Familias respetables y temerosas de Dios, todas católicas menos la de Rachel Simpson, cuyo padre es pastor episcopaliano. Simpson y Olivaro fueron a los institutos de sus respectivas localidades, las otras tres a institutos católicos, y dos de ellas al mismo, el St. Martha de Norwalk. Además, está la pauta cronológica. Una cada dos meses. Corey, vuelve a agarrar el teléfono y pregunta por todas las personas que encajen con esta descripción desaparecidas a lo largo de los últimos… digamos, diez años. La extracción sociocultural tiene la misma importancia que los criterios físicos, así que apostaría a que todas estas chicas eran conocidas por su… bueno, si castidad resulta una palabra demasiado anticuada, por su bondad cuando menos. Probablemente eran voluntarias que repartían comida a domicilio a los ancianos, o ayudaban en algún hospital. Nunca faltaban a misa, hacían los deberes, no llevaban el dobladillo de la falda por encima de la rodilla, tal vez llevaran un toque de carmín en los labios, pero nunca iban muy maquilladas.

– Las chicas que describes no abundan precisamente, Carmine -dijo Corey, con una expresión seria en su rostro afilado y moreno-. Si rapta una cada dos meses, debe de pasar mucho tiempo buscándolas. Mira las distancias que ha tenido que recorrer. Norwalk, Bridgeport, Hartford, New Britain… ¿cómo es que no hay ninguna de Holloman? De Mercedes al menos se deshizo en Holloman.

– Se deshizo de todas en Holloman. Por ahora tenemos sólo cinco chicas. No conoceremos sus pautas de acción hasta que no le hayamos seguido el rastro tan lejos como haya llegado. Dentro de Connecticut, al menos.

Abe tragó saliva de forma audible, con su cara de boxeador demudada y pálida.

– Pero no vamos a encontrar ninguno de los cadáveres anteriores a Mercedes, ¿no? Los troceó y metió los pedazos en al menos una cámara frigorífica de animales muertos, y de allí fueron al incinerador de la Facultad de Medicina.

– Estoy convencido de que tienes razón, Abe -dijo Carmine, que parecía inusualmente decaído a los ojos de quienes tanto tiempo pasaban con él. Fuera cual fuese el caso de que se ocupaba, Carmine lidiaba con él y lo despachaba con la gracia pesada y lenta y la contundencia de un acorazado. Sentía las cosas, sangraba por dentro, se compadecía, comprendía… pero hasta ese caso nunca había dejado que nada le afectara tan profundamente.

– ¿Qué más deduces de todo esto, Carmine? -le preguntó Corey.

– Que el tío tiene en su cabeza una imagen de la perfección a la que estas niñas se acercan mucho, aunque a todas les falla algo. Como la marca de nacimiento de Mercedes. Puede que alguna le dijera «que te jodan»… a él le resultaría insufrible que ese tipo de lenguaje saliera de sus labios virginales. Pero lo que le da satisfacción es su sufrimiento, como a cualquier violador. Por eso no sé, en conciencia, si deberíamos catalogarlo como asesino o como violador. Vaya, es ambas cosas, pero ¿cómo funciona su mente? ¿Cuál es para él el propósito verdadero de lo que hace?

Carmine puso una mueca de disgusto.

– Sabemos qué tipo de víctima le atrae y que son relativamente raras -continuó Carmine-, pero un fantasma se deja ver más que él. En Norwalk, con dos secuestros en el morral, la policía se ha dejado las pestañas buscando merodeadores, mirones, forasteros que rondaran las calles cercanas al instituto, forasteros que hubieran tenido contacto con gente del instituto o con las familias. Han vigilado a todo dios, desde recaudadores de organizaciones benéficas a los que hurgan en la basura, a carteros, a vendedores de enciclopedias, a personas que decían ser mormones, testigos de Jehová y demás sectas proselitistas. A los que hacen la lectura de los contadores, a empleados municipales, a los que podan los árboles, a los encargados del mantenimiento de los tendidos eléctricos y telefónicos. Formaron incluso un gabinete estratégico para tratar de dilucidar cómo había podido acercarse a las chicas lo bastante como para secuestrarlas, pero hasta ahora no han sacado en limpio nada de nada. Nadie recuerda nada que pudiera ser de utilidad.

Corey se puso en pie.

– Voy a ponerme con esas llamadas -dijo.

– Vale, Abe, infórmame acerca del Hug.

Abe sacó al punto su libreta.

– Hay treinta personas en plantilla, contando desde el profesor Smith, por arriba, hasta Allodice Miller, la que lava las botellas, por abajo. -Extrajo un par de papeles de un archivador que llevaba bajo el brazo y se los pasó a Carmine-. Aquí tienes tu copia de la lista con sus nombres, edades, puestos, antigüedad y cualquier otra cosa que me ha parecido útil. La única persona que parece tener alguna experiencia quirúrgica es Sonia Liebman, la del quirófano. Los dos extranjeros ni siquiera tienen estudios de medicina, y el doctor Forbes dijo que se había desmayado presenciando una circuncisión.

Se aclaró la garganta y pasó una página.

– Hay un número indeterminado de gente que anda entrando y saliendo más o menos a su voluntad, pero son todos caras conocidas: los del animalario, viajantes, doctores de la facultad. La limpieza la tienen contratada con Mitey Brite, servicios de limpieza científicos, que la hacen entre las doce y las tres de la noche de lunes a viernes, pero no manipulan los residuos de riesgo. De eso se encarga Otis Green. Por lo visto, se requiere un adiestramiento específico, lo que supone unos pavos extra en el sobre de la paga de Otis. Dudo que Mitey Brite tenga nada que ver con el crimen, porque Cecil Potter vuelve al Hug a las nueve de la noche cada día y cierra el animalario como si fuera Fort Knox, no vaya a meter ahí la nariz un limpiador. Los monos son sus criaturas. Al mínimo ruido que oyen por la noche montan un escándalo de padre y muy señor nuestro.

– Gracias por la observación, Abe. No había pensado en Mitey Brite. -Carmine dirigió a Abe una mirada de afecto-. ¿Tienes alguna impresión del personal que merezca mencionarse?

– Hacen un café asqueroso -dijo Abe-, y algún listillo de Neuroquímica llena un vaso de precipitados con unos caramelos de aspecto delicioso, rosas, verdes y amarillos. Sólo que no son caramelos, es material de embalaje de poliestireno. -Picaste.

– Piqué.

– ¿Algo más?

– Sólo información negativa. Podemos excluir a Allodice, la que lava las botellas: es demasiado corta. Dudo que metieran las bolsas en la nevera durante el turno de Cecil y Otis. Yo apostaría a que lo hicieron más tarde.

– ¿En cuántos otros sitios pudo deshacerse de los cadáveres?

– Al final he localizado siete cámaras distintas para animales muertos, sin contar la del Hug. Al decano Dowling no le hizo gracia tener que hablarle a un poli sobre algo tan por debajo de las atribuciones de su cargo, y al parecer nadie tenía una lista. Acabé por encontrarlas, pero ninguna de ellas hubiera resultado tan fácil de utilizar como la del Hug; son todas más accesibles, hay más ajetreo. ¡Tío, deben de cepillarse millones de ratas! Vivas ya las odio, pero después de hoy todavía las odio más muertas. Yo apuesto por el Hug, decididamente.

– Y yo, Abe, y yo.

Carmine pasó el resto del día en su escritorio, estudiando los expediente relacionados con el caso hasta poder recitarlos de memoria. Eran todos bastante voluminosos, debido a las cualidades de las víctimas. Estaba claro que la policía de cada ciudad había hecho un esfuerzo mayor de lo habitual en sus investigaciones; lo más común era que una adolescente desaparecida tuviera una reputación (a veces, hasta antecedentes penales) que encajaba con su desaparición. Pero no era el caso de estas chicas. «Lo lamentable de todo esto -pensó Carmine- es que no hubiera más comunicación entre nosotros. De haberla habido, podríamos estar sobre la pista de ese tipo hace tiempo. De todas formas, no hay cadáveres, ni evidencias físicas de asesinato. Sea cual sea el número de cadáveres, y eso voy a tardar en saberlo, acabaron todos en la incineradora de la Facultad de Medicina. Mucho más seguro que enterrarlos en el bosque, pongamos por caso. Connecticut tiene bosques a espuertas, pero se usan, no son inmensos como los del estado de Washington.

»Mi instinto me dice que guarda las cabezas como recuerdo. O bien, si es que se deshace también de ellas, filma a las chicas. Súper-X en color, tal vez con varias cámaras para captar su sufrimiento, su propio poder, desde todos los ángulos. Estoy convencido de que es de los que coleccionan recuerdos. Esto es su fantasía particular, seguro que no puede resistirse al impulso de documentarla. Así que o las está filmando, o guarda las cabezas en un congelador, o en formol, dentro de tarros de cristal. ¿Cuántos casos he investigado en los que el criminal conservara souvenirs? Cinco. Pero ninguno de asesino múltiple. ¡Eso es tan poco frecuente! Y los otros me dejaban pistas. Este tipo no. Cuando contempla sus películas o sus cabezas, ¿qué siente? ¿Exaltación? ¿Decepción? ¿Excitación? ¿Remordimientos? Ojalá lo supiera, pero no lo sé.»

Cuando llegó al Malvolio's para cenar, se sentó en el compartimento de siempre, consciente de que no tenía apetito, aunque supiera que tenía que comer. La cosa acababa de empezar; tenía que conservar sus fuerzas para lidiar con eso.

La camarera era nueva, así que tuvo que dejarle que tomara nota de su pedido, desde el estofado yanqui al pudín de arroz. Una chica muy guapa, pero no de las que le tumbaban de espaldas; su forma de mirar a Carmine de arriba abajo era una invitación descarada. «Lo siento, nena -le decía él sin palabras-, para mí esos tiempos ya pasaron.» Aunque lo cierto era que le recordaba un poco a Sandra: una chica despampanante haciendo tiempo mientras encontraba un trabajo mejor, como actriz o modelo. Nueva York estaba a tiro de piedra. ¡Cuántas cosas habían pasado en 1950! Él acababa de ascender a detective; se había construido el Hug, así como el hospital de Holloman; y Sandra Tolley había entrado de camarera en el Malvolio's. Lo dejó muerto en el instante en que la vio. Alta, tan bien dotada como Jane Russell, con unas piernas kilométricas, una mata de pelo dorado y unos ojos enormes y miopes en mitad de un rostro espectacular. Pagada de sí misma y de la carrera que sabía que tendría como modelo; pensaba dejar su book en todas las agencias de Nueva York, pero no podía permitirse vivir allí. De modo que se había instalado a dos horas en tren, en Connecticut, donde podía alquilar algo por menos de treinta dólares al mes y comer gratis, si trabajaba de camarera.

Y entonces todas sus ambiciones se fueron a pique, porque la visión de Carmine Delmonico también la había tumbado de espaldas a ella. No es que fuera guapo, ni era más que pasablemente alto con su metro ochenta, pero tenía ese tipo de cara baqueteada que encantaba a las mujeres, y un cuerpo a punto de reventar de músculo natural. Se conocieron el día de Año Nuevo; se casaron al cabo de un mes; y ella se quedó embarazada a los tres. Sophia, su hija, nació justo a finales de 1950. Por aquella época había alquilado una bonita casa al este de Holloman, en el barrio italiano de la ciudad, pensando que si rodeaba a Sandra de hordas de sus parientes y amigos, ella no se sentiría tan sola cuando a él su trabajo le retuviera durante largas horas. Pero ella procedía de ganaderos de Montana, y ni entendía ni apreciaba el estilo de vida que se practicaba en el distrito este de Holloman. Cuando la madre de Carmine pasaba a visitarla, Sandra pensaba que la suegra iba a vigilarla, y, por extensión, veía cualquier amable visita por parte de su círculo familiar y amistades como una prueba de que no confiaban en su buena conducta.

Nunca hubo una verdadera pelea, ni siquiera mucho descontento. La pequeña era la viva imagen de su madre, cosa que tenía a todos muy satisfechos; nadie sabe mejor que los italianos que a los ángeles los pintan rubios.

Porque así estaba establecido, a Carmine le tocaban por turno invitaciones para asistir a obras que estaban en rodaje de cara a su estreno en Broadway y que se preestrenaban en el Teatro Schumann; a finales de 1951, cuando Sophia tenía un año, le llegó la vez. El espectáculo era una obra importante, que ya había cosechado críticas entusiastas tras estrenarse en Boston y Philadelphia, de modo que asistiría todo Nueva York. Sandra estaba muy emocionada, rescató el más glamuroso de sus vestidos sin tirantes, uno de seda color ciclamen que se le ajustaba como una segunda piel hasta las rodillas, ensanchándose a partir de allí, y una estola de visón que la abrigara, pues aquél era un invierno muy frío. Planchó el traje que se ponía Carmine para salir a cenar, su camisa de chorreras y su fajín, y le compró una gardenia para el ojal. ¡Ah, qué ilusionada estaba! Como un niño antes de ir a Disneylandia.

Surgió un caso y él no pudo ir. Cuando lo recordaba, se alegraba de no haberle visto a ella la cara cuando se enteró; se lo dijo por teléfono. «Lo siento, cariño, esta noche tengo trabajo.» Pero ella fue al teatro de todos modos, sola, con su vestido de seda de color ciclámen y envuelta en su estola de visón. Cuando después se lo contó a Carmine, aquella misma noche, a él no le importó. Pero lo que no le dijo fue que había conocido a Myron Mendel Mandelbaum, el productor de cine, en el vestíbulo del Schumann, y que Mandelbaum había usurpado la butaca de Carmine, pese a que tenía la suya en un palco mucho más cerca del escenario.

Una semana más tarde, Carmine llegó a casa y se encontró con que Sandra y Sophia se habían ido, así como una nota en la repisa de la chimenea que decía que Sandra se había enamorado de Myron y se iba en tren a Reno; Myron ya estaba divorciado y quería desesperadamente casarse con ella. Sophia fue la guinda de la tarta nupcial, ya que Myron no podía tener hijos.

Carmine no podía esperarse aquel mazazo, ni había imaginado ni por asomo lo infeliz que era su mujer. No hizo nada de lo que se supone que hacen los maridos agraviados. No trató de secuestrar a su hija, ni de darle una paliza a Myron Mendel Mandelbaum, ni se dio a la botella, ni dejó de entregarse por completo a su trabajo. Y no porque no le animaran a hacerlo; su indignada familia habría hecho por él las dos primeras cosas de mil amores, y no podían entender que no se lo permitiera. Sencillamente, reconoció para sí que su matrimonio había sido una equivocación, fruto de una profunda atracción física y de nada más. Sandra ansiaba el glamour, los oropeles, la vida nocturna, una vida que él nunca le daría. Su sueldo era bueno, pero no principesco, y amaba demasiado su trabajo para prodigarle atenciones a su mujer. En muchos sentidos, decidió, Sandra y Sophia estarían mejor en California. ¡Ah, pero fue doloroso! Aunque nunca confesó ese dolor a nadie, ni siquiera a Patrick (que lo intuía), sino que lo enterró más hondo que el recuerdo.

Cada año, iba a Los Ángeles en agosto a ver a Sophia, pues amaba a su hija tiernamente. Pero la visita del último año le había descubierto una copia floreciente de Sandra, transportada cada día en limusina a una lujosa escuela donde era más fácil comprar alcohol, hierba, cocaína y LSD que chucherías. La pobre Sandra se había convertido en una cocainómana rematada en el circuito de fiestas de Hollywood; fue Myron quien trató de darle a la niña una vida como Dios manda, por más que se sintiera perdido él mismo. Por fortuna, Sophia compartía el talante inquisitivo de su padre, era intelectualmente brillante y había alcanzado cierta sabiduría presenciando el deterioro de su madre. Entre los dos, Carmine y Myron, pasaron tres semanas persuadiendo a Sophia de que si se mantenía alejada del alcohol, la hierba, la cocaína y el LSD y trabajaba su educación, no acabaría como Sandra. Con el transcurso de los años, Carmine había llegado a apreciar al segundo marido de Sandra más y más; ese último viaje había consolidado un fuerte vínculo entre ambos, basado en Sophia.

– Deberías volver a casarte, Carmine -le dijo Myron-, y llevarte a nuestra niña a algún sitio menos desquiciado que éste. La echaré de menos una barbaridad, pero la quiero lo bastante para saber que sería mejor para ella.

Pero nunca más, había jurado Carmine después de Sandra, y seguía hoy tan fiel a ese juramento como siempre. Para su alivio sexual tenía a Antonia, una prima lejana de Lyme que había quedado viuda; ella se lo había propuesto con gran candor y nada de amor.

– Podemos desfogarnos sin volvernos locos el uno al otro -dijo-. A ti no te hacen ninguna falta los desvaríos de una Sandra, y yo nunca podré reemplazar a Conway. Así que, cuando tú lo necesites, o lo necesite yo, podemos llamarnos.

Un acuerdo admirable, que perduraba ya desde hacía seis años.

Patrick entró en el Malvolio's justo cuando él terminaba con su pudín de arroz, una papilla cremosa, dulce y suculenta, generosamente revestida de cintas de nuez moscada y canela.

– ¿Qué tal ha ido con el señor Álvarez? -preguntó Carmine.

Un escalofrío, una mueca desencajada.

– Espantoso. Ya sabía por qué no podíamos dejarle ver más que la marca de nacimiento, pero suplicaba y suplicaba, lloraba tanto que tuve que esconder mis propias lágrimas. Su cura y la pareja de monjas han sido una bendición. Se lo llevaron ellos, al borde del colapso.

– Te invito a un whisky.

– Confiaba en que lo dijeras.

Carmine pidió dos irlandeses dobles a la camarera que se lo comía con los ojos, y no dijo nada más hasta que Patrick hubo trasegado la mitad de su copa y el color empezó a volver a su lozano rostro.

– Sabes tan bien como yo que el nuestro es un trabajo que endurece a los hombres -dijo entonces Patrick, haciendo girar el vaso entre sus manos-, pero la mayoría de las veces, por lo menos, los crímenes son sórdidos y las víctimas, aunque dignas de lástima, no tienen el poder de perseguirnos en sueños. ¡Oh, pero éste…! Un asalto despiadado a una criatura inocente. La muerte de Mercedes va a destrozar a esa familia.

– Es peor de lo que supones, Patsy -dijo Carmine; echó un vistazo rápido a su alrededor para asegurarse de que nadie podía oírles y le contó lo de las otras cuatro chicas.

– ¿Un asesino múltiple?

– Me jugaría el cuello.

– Así que está llevando a cabo una carnicería entre quienes menos merecen semejante saña en nuestra sociedad. Gente que no se mete con nadie, ni cuesta dinero a los gobiernos, ni dan el coñazo llamando para quejarse de que hay un perro que ladra o de la fiesta de dos puertas más allá, o de algún hijoputa grosero de Hacienda. Gente a la que mi abuelo irlandés habría llamado la sal de la tierra -dijo Patrick, y apuró su copa de un trago.

– Te daría la razón, salvo por una cuestión. Hasta ahora son todas mestizas, y hay quien se tomaría eso como un atropello, como bien sabes. Aunque residían en Connecticut desde hace años, sus raíces son caribeñas. Hasta Rachel Simpson, de Bridgeport, ha resultado tener ascendientes de Barbados. De modo que empieza a parecer que hay algún tipo de venganza racial en todo esto.

El vaso cayó sobre la mesa con un golpe seco; Patrick se escurrió fuera del compartimento.

– Me voy a casa, Carmine. Si me quedo aquí, voy a seguir bebiendo.

Carmine no tardó en seguir los pasos de su primo; pagó la cuenta, dejó a la camarera una propina de dos dólares en honor a Sandra y recorrió la media manzana que le separaba de su apartamento, ocho pisos por debajo del ático del doctor Hideki Satsuma, en el edificio de Seguros Nutmeg.

3

Viernes, 8 de octubre de 1965

Para el viernes, el Holloman Post y otros periódicos de Connecticut no hablaban de otra cosa que del asesinato de Mercedes Álvarez y la desaparición de Verina Gascon, de quien también se temía que hubiera muerto, pero ningún perspicaz periodista había detectado aún las sospechas de la policía de que se las veían con un asesino/violador múltiple de muchachas adolescentes criadas con esmero y muy protegidas, o de que sus raíces caribeñas tuvieran alguna relevancia.

A Carmine le habían dejado una nota en su escritorio avisándole de que Otis Green había salido del hospital y estaba ya en su casa, ansioso por verle. Otra decía que Patrick quería verle también. Abe estaba en Bridgeport, haciendo averiguaciones sobre Rachel Simpson, y a Corey le habían encomendado la doble papeleta de Nina Gómez, en Hartford, y Vanessa Olivaro, en New Britain. Dado que Guatemala tenía costa en el Caribe, el nuevo enfoque enfatizaba definitivamente el origen caribeño.

Como de Patrick le separaba sólo un viaje en ascensor, fue a verle a él primero. Estaba en su despacho, con la mesa abarrotada de bolsas de papel marrón.

– Ya sé que has visto muchas de éstas, pero no sabes de ellas tanto como yo -dijo Patrick, mientras esperaba a que su primo se sirviera café recién hecho de una cafetera eléctrica.

– Cuéntame pues -dijo Carmine, tomando asiento.

– Como ves, es cierto que vienen en todas las formas y tamaños. -Patrick levantó un ejemplar de 17x34 centímetros-. En ésta cabe una rata de seiscientos gramos; en esta otra, que es algo más grande, caben cuatro de doscientos cincuenta gramos. Es raro que un investigador emplee ratas de más de doscientos cincuenta gramos, pero como las ratas no dejan de crecer hasta que se mueren, pueden alcanzar el tamaño de un gato o incluso de un terrier pequeño. No obstante, en el Hug nadie emplea ratas tan grandes. -Levantó una bolsa de 51x68 centímetros-. Por razones que se me escapan, los gatos del Hug son todos machos muy grandes, igual que las ratas, que son todas machos también. Y los monos. Ésta es una bolsa de gato. Esta mañana me acerqué al Hug a primera hora y conseguí tener unas palabras -una síntesis bastante acertada del encuentro, a Carmine no le cabía duda- con la señorita Dupre, que es la encargada de comprarlas y recibir la entrega. Las bolsas las fabrica por encargo una empresa de Oregon. Están formadas por dos capas de papel marrón muy resistente, separadas por un acolchado de tres milímetros de grueso de fibras hechas de pulpa residual de la caña de azúcar. Observarás que hay dos discos de plástico en el exterior de la bolsa. Si pliegas dos veces la parte superior de la bolsa, los dos discos quedan muy cerca el uno del otro. El disco de arriba lleva este alambre, del tipo que se usa para colgar cuadros, que se dobla en forma de ocho alrededor del de abajo, y la bolsa ya no se puede abrir. Igual que se cierran los sobres de los informes interdepartamentales, sólo que éstos se atan con hilo. Un animal muerto puede conservarse en una bolsa sin que se filtren sus fluidos corporales hasta setenta y dos horas, pero nunca llegan a dejarlos ni la mitad de ese tiempo. Los animales muertos durante el fin de semana no los encuentran hasta el lunes, a menos que el investigador se pase por el centro el sábado o el domingo. Ellos meten el cuerpo en la bolsa, pero luego la tiran en una de las neveras distribuidas por su planta. Luego son sus técnicos los que se las llevan abajo, al animalario, el lunes por la mañana, aunque no van a parar a la incineradora hasta la mañana del martes.

Carmine se acercó una bolsa a la nariz y la olfateó con mucha atención.

– Veo que están tratadas con un desodorante.

– Correcto, como diría la señorita Dupre. ¡Qué zorra más estirada!

– ¡Esto es demasiado! -le gritó el Profe a Carmine cuando se encontraron en el vestíbulo del Hug-. ¿Ha leído lo que ha escrito en el Holloman Post ese memo contrario a la vivisección? ¡Que los investigadores médicos somos unos sádicos, ya ve usted! ¡Es culpa suya, por andar aireando el asesinato!

Carmine tenía su genio habitualmente bajo control, pero esto era más de lo que estaba dispuesto a aguantar.

– Considerando -dijo en tono cortante- que si estoy aquí es sólo porque varias jóvenes inocentes han sufrido como estoy seguro de que ningún maldito animal lo ha hecho nunca entre estas paredes, haría usted mejor en centrar su atención en la violación y el asesinato que en la oposición a la vivisección, señor. ¿Dónde demonios están sus prioridades?

Smith sufrió una conmoción.

– ¿Varias? ¿Quiere decir más de una?

«¡Aplaca tu ira, Carmine, no dejes que este espécimen introvertido de espléndido aislamiento te altere los nervios!»

– ¡Sí, quiero decir varias! ¡Sí, quiero decir más de una… muchas más! A usted debo informarle, profesor, pero es información absolutamente confidencial. ¡Ya va siendo hora de que se tome esto en serio, porque su singularidad es todo menos singular! ¡Es múltiple! ¿Se entera? ¡Múltiple!

– ¡Tiene que estar usted en un error!

– No lo estoy -le gruñó Carmine-. ¡Madure! ¡El movimiento contra la vivisección es la menor de sus preocupaciones, así que no me venga lloriqueando!

En la Hondonada había casas de tres viviendas en mucho peor estado que la de Otis. En torno a la calle Quince, donde vivían Mohammed el Nesr y su Brigada Negra, las casas habían sido destrozadas por dentro, sus ventanas estaban cegadas con tablas de contrachapado, las paredes revestidas por dentro con colchones. En la calle Once se veía deterioro, la pintura se caía a trozos de las paredes, era evidente que los caseros no se acercaban jamás ni se preocupaban por el mantenimiento; pero cuando Carmine, aún rabioso, subió las escaleras hasta el apartamento de los Green, en el segundo piso, halló lo que esperaba hallar: un piso aseado, bonitas tapicerías y cubiertas hechas en casa, superficies de madera encerada, alfombras en el suelo.

Otis estaba tumbado en el sofá: un hombre de unos cuarenta y cinco años de edad, bastante esbelto, pero con pellejos caídos que sugerían que había cargado en su día con veinte kilos más que ahora. Su mujer, Celeste, acechaba con cara de pocos amigos. Era algo más joven que Otis y vestía con cierta elegancia vistosa que se explicó cuando supo que era de Louisiana. Afrancesada. Una tercera persona acababa de entrar en la habitación: un hombre joven, negrísimo, que tenía los mismos manierismos que Celeste, aunque carecía por completo de su atractivo o de su estilo vistiendo; fue presentado como Wesley le Clerc, sobrino de Celeste y huésped de los Green. Su forma de mirarle le dijo a Carmine que padecía un complejo de inferioridad racial como la copa de un pino.

Ni la mujer ni el sobrino parecían tener intención de marcharse, pero Carmine no tuvo necesidad de ejercer su autoridad: Otis ejerció la suya.

– Idos y dejadnos tranquilos -dijo secamente.

Ambos salieron de inmediato, Celeste soltando advertencias de lo que le ocurriría a Carmine si alteraba a Otis.

– Tiene una familia leal -dijo Carmine, al tiempo que se sentaba en el borde de una amplia otomana de plástico transparente rellena de rosas rojas, también de plástico.

– Tengo una esposa leal -fue la respuesta de Otis, seguida de un resoplido-. Ese chaval es una amenaza. Quiere hacerse un nombre en la Brigada Negra, dice que ha encontrado al profeta Mohammed y que va a llamarse Alí no sé qué porras. Es la cosa de las raíces, que es normal en una gente a la que se llevaron a millones, pero que yo sepa, en la parte de África de la que vienen los Le Clerc adoraban a King Kong, no a Alá. Soy un hombre chapado a la antigua, teniente, no me va lo de tratar de ser lo que no soy. Yo voy a la iglesia baptista y Celeste va a la iglesia católica. He sido un negro en el ejército del hombre blanco, pero si hubieran ganado los alemanes y los japos a mí me habría ido mucho peor, así lo veo yo. Tengo algún dinero en el banco, y cuando me jubile pienso irme a Georgia a criar animales. Estoy hasta aquí -se llevó la mano al cuello- de los inviernos de Connecticut. Pero bueno, no es por eso por lo que quería verle, señor.

– ¿Por qué quería verme, señor Green?

– Otis. Para quitarme un peso de encima. ¿Cuánta gente sabe qué encontré en ese frigorífico?

– Casi nadie, e intentamos que siga así.

– Era una niña pequeña, ¿verdad?

– No. Una chica. Sabemos que era de una familia de dominicanos, y sabemos que tenía dieciséis años.

– Era negra pues, no blanca.

– Yo diría más bien que ni lo uno ni lo otro, Otis. Una mezcla.

– ¡Teniente, eso es un pecado espantoso!

– Sí que lo es.

Carmine hizo una pausa mientras Otis mascullaba entre dientes, dejó que se calmase y luego abordó el tema de las bolsas.

– ¿Hay algún tipo de pauta habitual en el número y tamaño de las bolsas que van al frigorífico, Otis?

– Supongo que sí -dijo Otis después de pensárselo un poco-. O sea, yo sé cuándo ha estado descerebrando la señora Liebman porque me encuentro entre cuatro y seis bolsas de gatos. Si no, son casi todo bolsas de ratas. Si se muere un macaco, como pensábamos que había pasado con Jimmy, entonces hay una bolsa de las grandes, grandes, pero yo sabré siempre qué hay dentro porque Cecil estará llorando como una Magdalena.

– De modo que si en la nevera hay entre cuatro y seis bolsas de gatos, usted ya sabe que la señora Liebman ha estado descerebrando.

– Eso es, teniente.

– ¿Recuerda si alguna vez en el pasado hubiera de cuatro a seis bolsas en la nevera con las que la señora Liebman no tuviera nada que ver?

Otis pareció sorprendido y trató de incorporarse.

– ¿Es que quiere ver a su mujer en la cárcel por asesinarme? -dijo Carmine-. ¡Túmbese, hombre!

– Hará unos seis meses. Seis bolsas de gato cuando la señora Liebman estaba de vacaciones. Recuerdo que me pregunté quién estaría sustituyéndola, pero entonces me llamaron para otra cosa y tiré las bolsas al cubo y las conduje sin más hasta el incinerador.

Carmine se puso en pie. -Eso me es de gran ayuda. Gracias, Otis.

El visitante no había salido por el portal cuando Celeste y Wesley estuvieron de vuelta.

– ¿Estás bien? -inquirió Celeste.

– Mejor que antes de que viniera él -dijo Otis categóricamente.

– ¿De qué raza era el cadáver? -preguntó Wesley-. ¿Te lo ha dicho el poli?

– Blanco no, pero tampoco negro.

– ¿Un mulato?

– No ha dicho eso. Ésa es una palabra de Louisiana, Wes.

– Mulato es negro, no blanco -dijo Wesley muy satisfecho.

– ¡Ya estás haciendo una montaña de un grano de arena! -exclamó Otis.

– Tengo que ver a Mohammed -repuso Wesley. Se enfundó su cazadora de cuero negro de imitación con el puño blanco pintado en la espalda.

– ¡No irás a ver a Mohammed, muchacho, te vas a trabajar ahora mismo! -le espetó Celeste-. ¡No reúnes los requisitos para acogerte a la beneficencia, y yo no pienso hospedarte por tu cara bonita! ¡Hala, largo!

Wesley suspiró y se despojó de su pasaporte al cuartel general de Mohammed el Nesr, en el número 18 de la calle Quince, se puso en su lugar una chaqueta gastada y se encaminó en su abollado De Soto del 53 a Instrumental Quirúrgico Parson, donde, si se hubiera molestado en enterarse, cosa que no había hecho, habría descubierto que su habilidad para ensamblar fórceps de mosquito había supuesto para más de uno la diferencia entre un trabajo estable y una comunicación de despido.

Para Carmine, el día fue deprimente y amargo; los expedientes de personas desaparecidas que encajaban con la descripción de Mercedes empezaban a llegar a su mesa. Seis más, para ser exactos, fechados cada dos meses a lo largo de 1964: Waterbury, Holloman, Middletown, Danbury, Meriden y Torrington. El único lugar en que el asesino había repetido en dos años era Norwalk. Todas las chicas tenían dieciséis años y eran mestizas de procedencia caribeña, aunque nunca de familia de inmigrantes recientes. Puerto Rico, Jamaica, Bahamas, Trinidad, Martinica, Cuba. De metro y medio, asombrosamente guapas, desarrolladas de cuerpo, criadas con el máximo esmero. En todos los casos recién llegados a su escritorio, eran católicas, si bien no todas habían ido a escuelas católicas. Ninguna había tenido novio, todas eran formales y obedientes. Estudiantes de sobresaliente y populares entre sus compañeras. Y lo más importante: ninguna había confiado a una amiga ni a un miembro de su familia que tuviera un amigo nuevo, ni una nueva buena acción que practicar, ni tan sólo un nuevo conocido.

A las tres de la tarde, montó solo en el Ford y tomó la I-95 hasta Norwalk, donde el teniente Joe Brown le había concertado una visita a casa de la familia Álvarez. Él no podría acompañarle, se apresuró a añadir; Carmine sabía por qué. Joe no se veía con fuerzas para aguantar otra sesión con los Álvarez.

La casa era de tres viviendas, propiedad de José Álvarez; él vivía en el apartamento del piso de abajo con su mujer e hijos, y tenía alquilados el primer piso y el de arriba. Así era como aspiraba a vivir toda la gente de clase trabajadora: sin tener prácticamente que pagar un alquiler para vivir, con la hipoteca y el ajuar cubiertos gracias al apartamento del primer piso y sacando del de arriba un piquito para reparaciones además de unos ahorros para tiempos de vacas flacas. Como vivían en la planta baja, disponían del patio trasero, la mitad de un garaje de cuatro plazas y el sótano para su uso particular. Y un casero que vivía en la misma finca siempre podía controlar estrictamente a sus inquilinos.

La casa, al igual que todas las de alrededor, estaba pintada de un gris oscuro, tenía ventanas dobles cuyos paneles exteriores se cambiaban en verano por mosquiteras, y un porche delantero sobre la misma acera, aunque también un patio trasero grande, delimitado por un cerco de cadena; el garaje ocupaba la parte del fondo, y se accedía a él por un pasaje situado en un lateral de la casa. Mientras Carmine estaba mirando, de pie en la calle flanqueada de robles, oía el aullido de un perro grande; era poco probable que alguien pudiera entrar por el porche trasero con un sabueso patrullando.

El cura abrió la puerta de la calle, que no era la misma por la que se accedía a las dos plantas superiores. Carmine sonrió al clérigo y se sacó el abrigo con un movimiento de hombros.

– Lamento tener que hacer esto, padre -dijo-. Me llamo Carmine Delmonico. ¿Cómo cree que debería presentarme ahí dentro, como teniente o como Carmine?

Tras reflexionar un instante, el cura dijo:

– Teniente será lo mejor, me parece. Yo soy Bart Tesonero.

– ¿Ha de hablar español en su parroquia?

El padre Tesonero abrió la puerta de dentro.

– No, aunque sí tengo un número considerable de feligreses hispanos. Ésta es de las partes antiguas de la ciudad, todos llevan aquí mucho tiempo. Nada que ver con la Cocina del Infierno, desde luego.

El salón, que en el apartamento de la planta baja era bastante grande, estaba a reventar de gente en silencio. Carmine, que también era de origen latino, sabía que habrían venido parientes de todas partes para estar con los Álvarez en aquel momento de necesidad. Eso significaba que sabía cómo tratar con ellos, pero no tuvo que hacerlo. El cura condujo a todo el mundo, salvo a la familia cercana, a la cocina, con una mujer que parecía la abuela llevando de la mano a un pequeño que aún andaba torpemente.

Con eso quedaron en la habitación José Álvarez, su mujer, Conchita, su hijo mayor, Luis, y tres hijas: María, Dolores y Teresa. El padre Tesonero hizo sentar a Carmine en el mejor sillón, y él mismo tomó asiento entre marido y mujer.

Era un hogar de tapetes de encaje, cortinas de encaje bajo telas de seda sintética, muebles respetablemente gastados y suelos de baldosas de terracota cubiertos de abigarradas alfombras. En las paredes colgaban cuadros de la Ultima Cena, el Sagrado Corazón de Jesús, la Virgen con el Cristo niño en brazos, y multitud de fotos de familia enmarcadas. Había vasijas con flores por todas partes, cada una con una tarjeta; el perfume de las fresias y los junquillos era tan intenso que Carmine sintió que se ahogaba. ¿De dónde las sacaban los floristas en esa época del año? En el centro de la repisa de la chimenea había una foto de Mercedes en un marco de plata, y delante de ella una vela encendida en un cuenco de cristal rojo.

Lo primero que hacía Carmine cuando entraba en una casa en duelo era imaginar el aspecto que tendrían los deudos antes de que la tragedia se abatiera sobre ellos. Algo casi imposible en ese caso, pero nada podía alterar la estructura ósea. Llamativamente guapos todos ellos, y todos con ese color de piel café con leche. Un poco de sangre negra, un poco de indios caribeños y mucha española. Los padres frisaban probablemente en la cuarentena, pero parecían diez años mayores o más, sentados como dos muñecos de trapo en su particular mundo de pesadilla. Ninguno de los dos daba la impresión de verle.

– Luis, ¿no es así? -le preguntó al chico, que tenía los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto.

– Sí.

– ¿Cuántos años tienes?

– Catorce.

– ¿Y tus hermanas, qué edad tienen?

– María, doce años; Dolores, diez; y Teresa, ocho.

– ¿El chiquitín?

– Francisco ha cumplido tres.

Para entonces, el muchacho estaba llorando de nuevo, derramando esas lágrimas fúnebres y desesperanzadas que sólo brotan cuando ya se han derramado antes muchas, muchas más. Sus hermanas levantaron por un instante la cara de unos pañuelos empapados, con sus rodillitas huesudas pegadas bajo el dobladillo de sendas faldas plisadas de tela escocesa, como dos pares de calaveras de marfil. Se retorcían sentadas en sus sillas, sacudidas por un hipo violento, de puro dolor, de la terrible conmoción que había derivado en agotamiento tras días de angustia seguidos de la noticia de que Mercedes estaba muerta y cortada en pedazos. Evidentemente, no había sido la intención de nadie que se enteraran de esto último, pero se habían enterado.

– Luis, ¿puedes llevarte a tus hermanas a la cocina y volver luego un momento?

El padre, según vio, había reparado en él por fin y le miraba a la cara entre sorprendido y confuso.

– Señor Álvarez, ¿preferiría que pospusiéramos esto unos días más? -preguntó Carmine quedamente.

– No -musitó el padre, secos los ojos-. Podremos soportarlo.

«Sí, pero ¿podré yo?» Luis regresó, enjugadas ya las lágrimas.

– Serán las mismas preguntas de siempre, Luis. Sé que os las habían hecho ya un millón de veces, pero los recuerdos pueden quedar enterrados y resurgir de repente sin ningún motivo, y es por eso que voy a repetirlas. Tengo entendido que Mercedes y tú ibais a colegios distintos, pero me han dicho que estabais muy unidos. Chicas tan bonitas como Mercedes llaman la atención, eso es natural. ¿Se quejó ella alguna vez de llamar la atención? ¿De que la siguieran, o la observara alguien desde un coche o desde el otro lado de la calle?

– No, teniente, de verdad. Los chicos solían silbarle, pero ella los ignoraba.

– ¿Y cuando trabajó de voluntaria en el hospital, el verano pasado?

– Nunca me dijo nada que no fuera sobre los pacientes o lo bien que la trataban las monjas. Sólo le permitían estar en Maternidad. Le encantaba.

Estaba empezando a llorar de nuevo: era el momento de dejarlo. Carmine le sonrió y le indicó con un gesto que volviera a la cocina.

– Discúlpeme -dijo al señor Álvarez cuando el muchacho se hubo marchado.

– Comprendemos que tiene usted que preguntar y preguntar, teniente.

– ¿Era Mercedes de las que hablan de sus cosas, señor? ¿Se las comentaba a usted o a su madre?

– A los dos, constantemente. Estaba encantada con su vida, le gustaba comentarla. -Le sacudió un gran espasmo, y tuvo que agarrarse a los brazos del sillón para controlarlo. Los ojos que clavaba en los de Carmine estaban transidos de dolor, en tanto que los de la madre parecían contemplar absortos las profundidades del infierno-. Teniente, nos han dicho lo que le hicieron, pero nos es casi imposible creerlo. También nos dicen que es usted quien lleva el caso, que sabe más de lo ocurrido que la policía de Norwalk. -Su voz se convirtió en un hilo al apremiarle-: ¡Por favor, se lo suplico, dígame! ¿Ella… mi pequeña sufrió?

Carmine tragó saliva, ensartado en aquella mirada.

– Sólo Dios conoce realmente la respuesta, pero no creo que Dios pudiera ser tan cruel. Un asesinato de este tipo no se lleva necesariamente a cabo para ver sufrir a la víctima. Es muy posible que el hombre drogara a Mercedes para que estuviera dormida mientras lo hacía. De una cosa puede estar seguro: no fue el propósito de Dios hacerla sufrir. Si cree usted en Dios, crea entonces que no sufrió.

«Y que Dios me perdone por esta mentira, pero ¿cómo iba a decirle la verdad a este padre destrozado? Sentado ahí, muerto en espíritu; dieciséis años de amor, cuidados, preocupaciones, alegría y pequeños disgustos volatilizados en una nube de humo en una incineradora. ¿Por qué iba a compartir con él mis opiniones sobre Dios y hacer su pérdida más dolorosa? Ahora tiene que reunir sus pedazos y seguir adelante; hay otros cinco niños que le necesitan, y una esposa cuyo corazón no es que esté roto: está reducido a pulpa.»

– Gracias -dijo repentinamente el señor Álvarez.

– Gracias a ustedes por aguantarme -dijo Carmine.

– Les ha reconfortado usted lo indecible -dijo el padre Tesonero mientras le acompañaba a la puerta-. Pero Mercedes sufrió, ¿no es cierto?

– Sospecho que de forma inhumana. Es difícil ver las cosas que veo en mi trabajo y seguir creyendo en Dios, padre.

En la calle habían aparecido un par de periodistas, uno con un micrófono, otro con una libreta. Al salir Carmine corrieron hacia él, que los despachó sin contemplaciones.

– ¡Idos a tomar por el culo, buitres! -les gruñó; subió al Ford y arrancó a toda prisa.

Unas manzanas más allá, seguro ya de que no había periodistas pisándole los talones, detuvo el coche a un lado de la calle y dejó que sus sentimientos le abrumaran. «¿Sufrió? ¡Sí, sí, sí, sufrió! Sufrió atrozmente, y él se aseguró de que permaneciera consciente de principio a fin. Lo último que viera de la vida debió de ser su propia sangre colándose por un desagüe, pero su familia no debe saberlo nunca. Y en cuanto a Dios, he llegado mucho más allá del descreimiento. Creo que el mundo pertenece al Diablo. Creo que el Diablo es infinitamente más poderoso que Dios. Y que los soldados del Bien, si no ya de Dios, están perdiendo la guerra.»

4

Lunes, 11 de octubre de 1965

Como el día de Colón no era festivo, nada impidió que el consejo de administración del Centro Hughlings Jackson para la investigación neurológica se reuniera a las once de la mañana en la sala de juntas de la cuarta planta. Aunque era muy consciente de que no estaba invitado, Carmine tenía toda la intención de asistir. De forma que llegó temprano, llevó un tazón de fina porcelana al depósito de café del vestíbulo, se sirvió dos donuts con gelatina en un platito, también de porcelana, y tuvo la desfachatez de sentarse en la silla del extremo más alejado de la mesa, a la que dio la vuelta para quedar mirando a la ventana.

Al menos, de «desfachatez» lo calificó la señorita Desdemona Dupre cuando entró y lo encontró lamiendo sensualmente las delicias dispuestas sobre la mesa de juntas.

– Tiene usted suerte, ¿sabe? -replicó Carmine-. Si los arquitectos del hospital de Holloman no hubieran decidido poner el aparcamiento delante del edificio, no tendría usted vistas en absoluto. Como está, en cambio, alcanza usted a ver Long Island. ¿No hace un día precioso? Estamos como quien dice en lo mejor del otoño, y pese a que lamento el óbito de los olmos, no hay nada que iguale en colorido a los arces. Sus hojas han inventado matices nuevos por el lado cálido del espectro.

– ¡No podía imaginar que tuviera usted palabras ni conocimientos para expresarse! -le espetó ella, con una mirada gélida-. ¡Está sentado en la silla del presidente del consejo, y consumiendo unos aperitivos a los que no tiene derecho! ¡Tenga la amabilidad de recoger sus cepos y marcharse!

Justo en aquel momento hizo su entrada el Profe, se enderezó a la vista del teniente Delmonico y emitió un profundo suspiro.

– Ay, señor, no había pensado en usted -dijo a Carmine.

– Le guste o no, profesor, tengo que estar presente.

El presidente Mawson Macintosh, de la Universidad Chubb, llegó antes de que al Profe le diera tiempo a responder; sonrió a Carmine de oreja a oreja y le estrechó calurosamente la mano.

– ¡Carmine! Debí adivinar que Silvestri le encargaría esto -dijo M.M., como era universalmente conocido-. No sabe cuánto me alegro. Venga, siéntese aquí a mi lado. Y no malgaste -añadió en un susurro cómplice- sus papilas con los donuts. Pruebe las danesas de manzana.

La señorita Desdemona Dupre dejó escapar un sutil bufido de furia contenida y salió de la habitación a paso militar, chocando con el decano Dowling y su profesor de Neurología, Frank Watson. El mismo que había bautizado al Hug, y a su personal como los huggers.

M.M., a quien Carmine conocía bien a raíz de diversos casos internos peliagudamente delicados de la Chubb, tenía un aspecto mucho más imponente que otro presidente, el de los Estados Unidos de América. M.M. era alto, esbelto de cintura, vestía impecablemente, y su atractivo rostro estaba coronado por una exuberante cabellera cuyo caoba original había derivado en un maravilloso color albaricoque. Era un aristócrata americano hasta la médula. Lyndon B. Johnson, a pesar de su altura, palidecía hasta la insignificancia cada vez que ambos hombres se hallaban de pie uno junto al otro, cosa que ocurría de tanto en tanto. Pero las personas con el augusto linaje de M.M. preferían con mucho regir una gran universidad que el puñado de alborotadores que era el Congreso.

Por su parte, el decano Wilbur Dowling tenía el aspecto propio del psiquiatra que era: vestía con desaliño, una combinación de tweed, franela y una pajarita rosa con puntos rojos, gastaba una poblada barba castaña para compensar una cabeza calva como una bola de billar, y observaba el mundo tras unas bifocales con montura de concha.

Y en las contadas ocasiones en que Carmine había visto a Frank Watson, le había recordado siempre a Boris, el malo de Las aventuras de Rocky y Bullwinkle. Watson vestía de negro y tenía un rostro largo y afilado, con el labio superior adornado por un distinguido bigote negro; el pelo lacio e igualmente negro y una expresión permanentemente desdeñosa completaban el parecido con Boris. Sí, Frank Watson era, sin duda, una de esas personas que bebían regularmente de una copa de vitriolo. Lo que le extrañaba era que fuera miembro del consejo de administración del Hug.

Y no lo era. Watson acabó de conversar con el decano y se escabulló entre el vuelo metafórico de una capa negra que no portaba. «Un tipo interesante -pensó Carmine-. Tendré que ir a verle.»

Los cinco gobernadores Parson hicieron su entrada en grupo, y tuvieron el buen criterio de no cuestionar la presencia de Carmine, a la vista de la presentación, sutilmente efusiva, que de él hizo M.M.

– Si alguien puede llegar al fondo de esta atrocidad, es Carmine Delmonico -concluyó.

– Sugiero entonces -dijo Roger Parson Junior, al tiempo que tomaba asiento en el extremo de la mesa- que nos pongamos todos a disposición del teniente Delmonico. Esto es, una vez que nos haya dicho qué ha sucedido exactamente y qué piensa hacer en lo sucesivo.

Los miembros del contingente de los Parson eran tan parecidos entre sí que cualquiera hubiera podido adivinar que eran parientes cercanos; ni siquiera los treinta años de edad que separaban a los tres miembros mayores del clan de los dos jóvenes suponían mucha diferencia. Sobrepasaban ligeramente la estatura media, eran delgados y algo cargados de espaldas, y tenían el cuello largo, la nariz picuda, pómulos prominentes, caídas las comisuras de los labios y las cabezas ralas de pelo lacio, de un castaño indeterminado. Todos sin excepción tenían los ojos de un gris azulado. Así como M.M. parecía un potentado de sangre azul, los Parson parecían indigentes académicos.

Carmine había pasado parte del fin de semana haciendo averiguaciones sobre ellos y sobre el grupo de compañías Parson. William Parson, el fundador (y tío del actual presidente del consejo de administración) había empezado con piezas de maquinaria y jugado con sus empresas hasta que abarcaron desde motores a turbinas, y desde instrumental quirúrgico a artillería, pasando por máquinas de escribir. El Banco Parson había nacido en el momento justo para ir de éxito en éxito. William Parson lo dejó más bien tarde, para casarse. Su mujer le dio un hijo, William Junior, que resultó padecer un retraso mental y epilepsia. El hijo murió en 1945, a la edad de diecisiete años, y la madre le siguió en 1946, dejando solo a William Parson. Su hermana, Eugenia, se había casado y tenido también un único hijo, Richard Spaight, presidente ahora del Banco Parson y vocal del consejo de administración del Hug.

El hermano de William Parson, Roger, fue un borracho desde muy joven y se fugó a California en 1943 con una porción considerable de los beneficios de la compañía, abandonando a su mujer y sus dos hijos. El asunto fue silenciado, las pérdidas reabsorbidas, y los dos hijos de Roger dieron pruebas de ser unos herederos leales, abnegados y sumamente capaces para William; sus hijos, a su vez, salieron con la misma horma, a resultas de lo cual, en ese año de 1965, Productos Parson llevaba décadas estabilizada como compañía de primera fila. ¿Depresión? ¡Naderías! La gente seguía conduciendo coches que necesitaban motores, Turbinas Parson fabricaba turbinas y generadores diésel mucho antes de que volaran los aviones a reacción, seguía habiendo muchachas tecleando en sus máquinas de escribir, el número de operaciones quirúrgicas no dejaba de aumentar y las naciones no cesaban de acribillarse unas a otras con fusiles, obuses y morteros Parson de todos los calibres.

En un aparte interesante, Carmine había descubierto que la oveja negra de la familia, Roger, tras rehabilitarse en California, había fundado la cadena Costillas Roger, se había casado con una aspirante a actriz de cine, se las había arreglado bastante bien solo y había muerto encima de una prostituta en un sórdido motel.

El Hug se había creado por el deseo de William Parson de hacer algo en memoria de su hijo muerto, pero había sido un parto difícil, con su buena dosis de dolores. Naturalmente, la Universidad Chubb pretendió asumir su dirección y gestión, pero eso no estaba en las intenciones de Parson. Él quería una vinculación con la Chubb, pero se negó a cederle el mando a la universidad. Finalmente, la Chubb se doblegó, tras recibir un ultimátum de horrendas proporciones. Su centro de investigación, dijo William Parson, se adscribiría, si hacía falta, a alguna sórdida institución educativa de tres al cuarto, ajena al círculo de las universidades más prestigiosas del país, y de fuera del Estado. Si un chubber como Parson decía una cosa así, la Chubb se sabía derrotada. Tampoco es que la Chubb no acabara sacando tajada; el veinticinco por ciento del presupuesto anual se le pagaba a la universidad en concepto de derechos de adscripción.

Carmine sabía también que el consejo de administración se reunía cada tres meses. Los cuatro Parson y el primo Spaight acudían en limusina desde sus pisos de Nueva York y se quedaban en suites del Hotel Cleveland, frente al Teatro Schumann, la noche posterior a la reunión. Esto era necesario porque M.M. siempre les ofrecía una cena, en la esperanza de que conseguiría camelarse a los Parson para que financiaran un edificio que albergara un día la colección de arte William Parson. El testamento de William Parson había legado a la Chubb esta colección de arte, una de las más importantes que había en manos norteamericanas, pero la fecha de la transmisión quedaba a la discreción de sus herederos, que hasta el momento habían preferido aferrarse hasta al menor boceto de Leonardo.

Cuando el Profe alargó la mano para poner en marcha el magnetófono, Carmine alzó la suya en el aire.

– Lo siento, profesor, pero esta reunión es absolutamente confidencial.

– Pero… pero… ¿y las actas? Pensaba que si no se le permitía estar presente a la señorita Vilich, podría mecanografiar las actas a partir de las cintas.

– Nada de actas -dijo Carmine, tajante-. Tengo intención de serles franco y extenderme en detalles, lo que significa que nada de lo que diga debe salir de esta habitación.

– Comprendido -dijo abruptamente Roger Parson Junior-. Proceda, teniente Delmonico.

Cuando hubo terminado, el silencio fue tan absoluto que una repentina ráfaga de viento en el exterior sonó como un rugido; todos sin excepción estaban cenicientos, temblorosos, boquiabiertos. En todas las veces que había estado con M.M., Carmine no había visto nunca al hombre descolocado, pero por efecto de este informe hasta su pelo parecía haber perdido su lustre. Aunque tal vez sólo el decano Dowling, un psiquiatra famoso por su interés en las psicosis orgánicas, comprendiera del todo sus implicaciones.

– No puede ser nadie del Hug -dijo Roger Parson Junior, llevándose repetidamente una servilleta a los labios.

– Eso está aún por determinar -dijo Carmine-. No tenemos ningún sospechoso en particular, lo que implica que todo el personal del Hug está bajo sospecha. A este respecto, tampoco podemos excluir a nadie de la Facultad de Medicina.

– Carmine, ¿cree usted sinceramente que al menos diez de estas chicas desaparecidas han sido incineradas? -preguntó M.M.

– Sí, señor, eso creo.

– Pero no nos ha ofrecido ninguna prueba concreta.

– No, no lo he hecho. Es puramente circunstancial, pero encaja con lo que sí sabemos: que de no ser por un capricho del azar, Mercedes Álvarez habría sido reducida a cenizas el miércoles pasado.

– Es repulsivo -musitó Richard Spaight.

– ¡Es Schiller! -exclamó Roger Parson tercero-. Es lo bastante viejo para haber sido nazi. -Se volvió virulentamente hacia el profesor-. ¡Le advertí que no contratara a alemanes!

Roger Parson Junior dio un golpe seco en la mesa.

– ¡Joven Roger, ya es suficiente! El doctor Schiller no es lo bastante viejo para haber sido nazi, y no corresponde al consejo de administración especular. Insisto en que debemos apoyar al profesor Smith, no reconvenirle. -Con la irritación provocada por el arrebato de su hijo asomando todavía a sus ojos, miró a Carmine-. Teniente Delmonico, le agradezco mucho su franqueza, por más inconveniente que resulte, y les conmino a todos a guardar silencio sobre los particulares de esta tragedia. Aunque -añadió en tono algo patético- es de esperar, supongo, que el asunto se acabará filtrando a la prensa, al menos en parte…

– Eso es inevitable, señor Parson -dijo Carmine-, más tarde o más temprano. Esto se ha convertido en una investigación a nivel del Estado. El número de quienes están al tanto aumenta cada día.

– ¿El FBI? -preguntó Henry Parson Junior.

– Por ahora no, señor. La línea que separa a una persona desaparecida de una víctima de secuestro es fina, pero ninguna de las familias de estas chicas ha recibido nunca una petición de rescate, y hoy por hoy el asunto afecta sólo a Connecticut. Pero no le quepa duda de que consultaremos a cualquier agencia que pueda brindarnos alguna ayuda -dijo Carmine.

– ¿Quién está al frente de la investigación? -preguntó M.M.

– A falta de alguien mejor, señor, de momento lo estoy yo, pero eso podría cambiar. Verá, son muchos los departamentos de policía implicados.

– ¿Quiere usted el caso, Carmine?

– Sí, señor.

– Entonces, llamaré al gobernador -dijo M.M., seguro de su influencia; claro que ¿por qué no había de estarlo?

– ¿Serviría de algo que Productos Parson ofreciera una recompensa generosa? -preguntó Richard Spaight-. ¿Medio millón, un millón?

Carmine palideció.

– ¡No, señor Spaight, por nada del mundo! Por una parte, atraería la atención de la prensa sobre el Hug, y, por otra, las grandes recompensas tan sólo dificultan el trabajo de la policía. Hacen que salgan chiflados y fanáticos de debajo de las piedras, y aunque no puedo afirmar que una recompensa no fuera a proporcionarnos una buena pista, las probabilidades son tan remotas que, en definitiva, la verificación de miles y miles de informes hipotecaría los efectivos policiales hasta el límite de lo soportable, a cambio de un puñado de humo. Si seguimos sin llegar a ninguna parte, entonces tal vez podrían ofrecer una recompensa de veinticinco mil dólares. Eso es mucho, créame.

– En ese caso -dijo Roger Parson Junior, al tiempo que se levantaba para dirigirse hacia una cafetera eléctrica- sugiero que suspendamos la sesión hasta que el teniente Delmonico pueda ofrecernos nuevos datos. Profesor Smith, usted y su personal deben prestar su más completa colaboración al teniente. -Empezó a servirse una taza y de pronto se detuvo, horrorizado-. ¡El café no está hecho! ¡Necesito un café!

Mientras el Profe se deshacía en disculpas y explicaciones acerca de que era la señorita Vilich quien se encargaba habitualmente de preparar el café hacia el final de la reunión, Carmine encendió las diversas cafeteras y dio un bocado a una danesa de manzana. M.M. tenía razón: deliciosa.

Antes de que Carmine se marchara de su despacho aquella tarde, el comisario John Silvestri entró como un tornado para decirle que habían recibido comunicación de Hartford de que iba a constituirse un operativo policial especial en todo el Estado, con base en Holloman, dado que la policía de Holloman disponía del mejor laboratorio. Se asignaba la dirección del operativo especial al teniente Carmine Delmonico.

– Sin límite de fondos -dijo Silvestri, más parecido a un gran gato negro que nunca-. Y puedes reclamar los hombres que quieras de todo el Estado.

«Gracias, M.M. -se dijo Carmine-. Tengo prácticamente carta blanca, pero apostaría la placa a que la prensa se enterará de todo antes de que abandone este despacho. Cuando los servidores públicos entren en acción, alguien se irá de la lengua antes o después. En cuanto al gobernador… Los asesinatos múltiples, sobre todo los de ciudadanos admirables, generan rechazo político.» -Visitaré personalmente todos los departamentos de policía del Estado para informarles -dijo a Silvestri-, pero de momento me contentaré con que el operativo especial lo formemos Patrick, Abe, Corey y yo.

5

Miércoles, 20 de octubre de 1965

Habían transcurrido dos semanas desde el hallazgo del cuerpo de Mercedes Álvarez en el frigorífico de animales muertos del Hug, y la marea de noticias destiladas en periódicos, televisión y radio empezaba a generar una espiral informativa. No había trascendido el menor rumor en torno a la incineración, para asombro del operativo especial. Al parecer, presiones de arriba, de todo tipo de políticos y personas influyentes, habían silenciado este detalle por considerarlo excesivamente sensible, demasiado dantesco y perturbador. El factor caribeño, por descontado, había sido subrayado machaconamente. Se fijó el número de víctimas en once; no salió a la luz ningún caso anterior al de Rosita Esperanza, de enero de 1964, como tampoco en ningún otro Estado de la Unión. Por supuesto, la prensa había dado un apodo al asesino: era el Monstruo de Connecticut.

La existencia del Hug no dependía ya sólo de algún pequeño éxito relativo al comportamiento de los iones de potasio a través de la membrana de la célula neuronal, ni de un gran éxito si Eustace sufría un ataque localizado en el lóbulo temporal al recibir estimulación eléctrica suave en el nervio ulnar. Ahora, la existencia del Hug estaba erizada de tensiones que se manifestaban en miradas furtivas, afirmaciones que se interrumpían a medio formular, en la forma nerviosa con que se evitaba el tema presente para todo hugger. Un pequeño consuelo: la poli parecía haber renunciado a seguir visitándoles, incluido el teniente Delmonico, que se había pasado ocho días rondando por todas las plantas.

Las fisuras que aparecían en el tejido social del Hug irradiaban principalmente de la figura del doctor Kurt Schiller.

– ¡Aléjese de mí, miserable nazi! -le gritó el doctor Maurice Finch a Schiller cuando éste apareció preguntando por alguna muestra de tejido.

– ¡Claro, a usted le está permitido insultarme -replicó Schiller, anonadado-, pero yo no me atrevo a responderle, aquí, rodeado de judíos norteamericanos!

– ¡Si de mí dependiera ya le habrían deportado! -dijo Finch, con un gruñido.

– ¡No puede culpar a todo un país por los crímenes de unos pocos! -insistía Schiller, demudado el rostro, apretando los puños.

– ¿Quién lo dice? ¡Fueron todos culpables!

Charles Ponsonby puso fin a la refriega, tomando a Schiller por el brazo y acompañándole a sus propios dominios.

– ¡Yo no he hecho nada! ¡Nada! -exclamó Schiller-. ¿Cómo sabemos a ciencia cierta que cortaron el cadáver para que fuera incinerado! ¡Son cotilleos, cotilleos malintencionados! ¡Yo no he hecho nada!

– Mi querido Kurt, la reacción de Maurice es comprensible -dijo Charles-. Algunos de sus primos acabaron en los hornos crematorios de Auschwitz, y la sola idea de la incineración le… en fin, le descompone profundamente. Entiendo también que no es fácil ser el destinatario de sus emociones. Lo mejor que puede hacer usted es mantenerse alejado de él hasta que la cosa se enfríe. Que acabará enfriándose, no lo dude. Porque tiene usted razón: no son más que cotilleos. La policía no nos ha dicho nada de nada. Mantenga la cabeza alta, Kurt; ¡pórtese como un hombre! -Esto último lo dijo con un tono que hizo a Schiller hundir la cabeza entre las manos y llorar amargamente.

«El cotilleo -se dijo Ponsonby mientras regresaba a su laboratorio- es como el ajo. Buen sirviente, mal señor.»

Finch no era el único que hacía de Schiller el cabeza de turco de su frustración. Sonia Liebman se apartaba ostensiblemente de su lado siempre que lo encontraba; a Hilda Silverman se le traspapelaban de repente sus artículos y publicaciones; Marvin, Betty y Hank perdían sus muestras y dibujaban esvásticas en las ratas cuyos cerebros iban a Patología.

Al final, Schiller fue a presentar su dimisión al Profe, pero fue rechazada.

– No puedo aceptársela de ninguna manera, Kurt -dijo Smith, cuyo pelo parecía más blanco día a día-. Estamos bajo vigilancia policial, no podemos cambiar al personal. Además, si ahora se marchara se vería envuelto en una nube de sospechas. Apriete los dientes y aguante el tirón, como todos nosotros.

– Aunque yo estoy hasta aquí de apretar los dientes -dijo a Tamara cuando el desolado Schiller se marchó-. Ay, Tamara, ¿por qué ha tenido que ocurrimos esto a nosotros?

– Si lo supiera, Bob, trataría de arreglarlo -dijo ella, le acomodó mejor en su silla y le pasó un borrador de un informe del doctor Nur Chandra para que lo leyera, uno que descendía con clínica frialdad a los detalles del increíble ataque de Eustace.

Cuando volvió a su propio despacho, se encontró allí a Desdemona Dupre, pero no la estaba esperando donde cualquiera lo habría hecho. ¡Esa zorra inglesa estaba fisgando con todo descaro entre los papeles del abarrotado escritorio de Tamara!

– ¿Ha visto mi hoja con las nóminas, Vilich?

Bajo un fajo de hojas con el borrador de un dictado que le había tomado al Profe, asomaba la esquina de un comunicado escrito a mano sumamente confidencial; Tamara se acercó de un brinco para apartar a Desdemona.

– ¡No se le ocurra hurgar en mis papeles, Dupre!

– Es que estaba fascinada por el caos en el que trabaja, simplemente -dijo Desdemona arrastrando las palabras-. No es de extrañar que no pudiera administrar este lugar. Sería usted incapaz de organizar una juerga en una destilería.

– ¿Por qué no se va a joderse usted sola? ¡Porque una cosa está clara, es demasiado fea para encontrar un hombre que la joda!

Desdemona alzó sus apenas visibles cejas.

– Hay suertes peores que morirse con la duda -dijo, sonriendo-, pero, afortunadamente, a algunos hombres lo que les gusta es escalar el Everest. -Siguió con la mirada las uñas esmaltadas en rojo de Tamara, que recogía sus papeles y escondía el vital comunicado-. ¿Una carta de amor? -preguntó.

– ¡Lárguese! ¡Sus nóminas no están aquí!

Desdemona se retiró, sin dejar de sonreír; a través de la puerta abierta pudo oír el sonido distante de su teléfono.

– Señorita Dupre -contestó, al tiempo que se sentaba.

– Ah, estupendo, me alegra saber que está ahí trabajando -dijo la voz de su otra bestia negra.

– Yo siempre estoy aquí trabajando, teniente Delmonico -respondió muy secamente-. ¿A qué debo este honor?

– ¿Qué le parece si cenamos juntos un día de éstos?

La proposición pilló a Desdemona totalmente desprevenida, pero no cayó en el error de pensar que le estaban haciendo un cumplido. ¿Así que Su Excelencia el Alto Ejecutor estaba desesperado, eh?

– Eso depende -dijo con cautela.

– ¿De qué?

– De lo que diga la letra pequeña del acuerdo, teniente.

– Bueno, pues mientras se entretiene leyéndola, ¿qué tal si me llama usted Carmine y yo a usted Desdemona?

– Por el nombre se llaman los amigos, y considero que su invitación está más bien relacionada con el curso de la investigación.

– ¿Quiere eso decir que puedo llamarla Desdemona?

– Digamos que se lo permito.

– ¡Estupendo! Esto… ¿a cenar, entonces, Desdemona?

Ella se reclinó en su silla y cerró los ojos, recordando su aire imponente de serena autoridad.

– Muy bien, a cenar.

– ¿Cuándo?

– Esta noche, si está usted libre, Carmine.

– Estupendo. ¿Qué comida prefiere?

– La clásica china de Shanghái.

– Me parece bien. Pasaré a recogerla por su casa a las siete.

¡Por supuesto, el condenado sabía dónde vivía todo el mundo!

– No, gracias. Prefiero que quedemos en el restaurante. ¿Cuál será?

– El Faisán Azul, en la calle Cedar. ¿Lo conoce?

– Ah, sí. Le veré allí a las siete.

Carmine colgó sin más formalismos, dejando a Desdemona que atendiera los requerimientos del doctor Charles Ponsonby, que esperaba parado a la puerta de su despacho; sólo cuando se hubo desembarazado de él pudo ponerse a diseñar su estrategia, no para la seducción, sino para un combate de esgrima. ¡Oh, sí, por cierto, ya le apetecía medir sus armas con aquel violador verbal en una pequeña escaramuza! ¡Cuánto echaba de menos ese aspecto de la vida! Ella estaba en el exilio, aquí en Holloman, ahorrando cuanto podía de su espléndido sueldo para poder abandonar este país vasto y ajeno, volver a su patria y retomar el hilo de una vida social estimulante. El dinero no lo era todo, pero hasta que se había amasado un poco, la vida resultaba deprimente en todas sus formas. Desdemona ansiaba un piso pequeño en Strand-on-the-Green con vistas al Támesis, varias consultorías en clínicas privadas y tener todo Londres como patio trasero. Cierto era que Londres le resultaba tan desconocido como antes Holloman, pero Holloman era el destierro y Londres el centro del universo. Había pasado aquí cinco años, le quedaban cinco más; entonces diría adiós al Hug y a Norteamérica. Contaría con espléndidas referencias de cara a conseguir esas consultorías y con una nutrida cuenta bancaria. Eso era todo lo que quería o necesitaba de Norteamérica. Se puede sacar a un inglés de Inglaterra, pero no se puede sacar a Inglaterra de un inglés.

Siempre iba y volvía caminando del trabajo, era una forma de ejercicio que se adecuaba a su espíritu andariego. Aunque esta costumbre horrorizaba a algunos de sus colegas, Desdemona no se sentía amenazada porque el trayecto atravesara el corazón de la Hondonada. Su altura, su paso atlético, su aire de confianza y el hecho de que no llevara bolso hacían de ella una víctima improbable de cualquier asalto. Además, al cabo de cinco años conocía ya todas las caras con que se cruzaba, y no recibía sino saludos amistosos de pasada en correspondencia a los suyos.

Habían empezado a caer las hojas de los robles; para cuando giró por la calle Veinte para cruzar el bloque que la separaba de Sycamore, Desdemona iba apartándolas a montones con los pies, pues los camiones de la limpieza municipal no habían pasado todavía. ¡Ah, allí estaba! El siamés que siempre la esperaba encaramado a un poste para saludarla al pasar; se detuvo a hacerle los honores. A su espalda, oyó un rumor de pisadas una fracción de segundo después de que cesaran las suyas. Se volvió sorprendida y el vello se le erizó ligeramente. ¡No iba a ocurrirle ahora, después de cinco años! El caso es que no había nadie a la vista, a menos que la acechara detrás de alguno de los robles cercanos. Continuó andando, con el oído atento, y se detuvo de nuevo seis metros más adelante. El crujido de hojas muertas a su espalda cesó igualmente, con medio segundo de retraso. Sintió un leve brote de sudor en la frente, pero continuó como si no hubiera notado nada, dio la vuelta por Sycamore y se sorprendió a sí misma cruzando a la carrera por delante del último bloque que la separaba de su edificio de tres viviendas.

«¡Ridículo, Desdemona Dupre! Qué tontería por tu parte. Sería el viento, sería una rata, o un pájaro, o algún otro bicho pequeño que no has visto.» Mientras subía los treinta y dos escalones que conducían a su apartamento del segundo piso, respiraba más pesadamente de lo que cabía esperar por el paseo, la carrera o las propias escaleras. Su vista fue a posarse involuntariamente sobre su canastilla, pero estaba tal cual la había dejado. El bordado yacía exactamente donde debía.

Eliza Smith había preparado a Bob su cena favorita, chuletas con guarnición de ensalada y pan caliente. Estaba muy preocupada por su estado mental. Desde el asesinato, Bob iba de mal en peor; estaba de un humor irritable, se quejaba de cosas en las que antes ni siquiera reparaba, se le veía a veces tan ensimismado que ni veía ni oía nada. Ella siempre había sabido que su carácter tenía ese lado oscuro, pero con su brillante carrera y su capricho del sótano -además de un buen matrimonio, se apresuró a añadir-, estaba segura de que nunca le dejaría dominar sus pensamientos, su mundo. Después de todo, había superado lo de Nancy -en fin, tras un periodo de incertidumbre, pero se había recuperado-, y ¿qué podía ser peor que aquello?

Aunque los periódicos y las noticias de la tele habían dejado de machacar con el «Monstruo de Connecticut», Bobby y Sam no se dieron por aludidos. Cada día que iban a la escuela Dormer Day, se regodeaban en la gloria de tener un padre tan involucrado en el caso, y no acertaban a entender por qué no habían de insistir en el tema de los asesinatos. «¡O sea, cortado en pedazos!, ¿vale?»

– ¿Quién crees que ha sido, papá? -preguntó Bobby una vez más.

– Vale ya, Bobby -dijo su madre.

– Para mí que ha sido Schiller -dijo Sam, mordisqueando una chuleta-. Apuesto a que fue nazi. Tiene pinta de nazi.

– ¡Cállate, Sam! Deja estar el tema -dijo Eliza.

– Haced caso a vuestra madre, chicos. Ya estoy harto -dijo el Profe, que apenas había tocado su plato.

La conversación cesó mientras los chicos seguían comiendo, dando bocados al pan crujiente y lanzando especulativas miradas a su padre.

– Va, jo, papá, por favor, por favor, dinos quién crees que ha sido -dijo Bobby en tono zalamero.

– ¡Schiller es el asesino! ¡Schiller es el asesino! -canturreó Sam-. Achtung! Sieg Heil! Ich habe ein tiger in mein tank!

Robert Mordent Smith apoyó ambas manos en la mesa, se puso en pie y señaló a un rincón vacío de la espaciosa habitación. Sam soltó un gemido, pero ambos niños se levantaron, fueron a donde su padre había señalado y se remangaron los pantalones hasta las rodillas. Smith cogió una larga vara, abierta en tiras por un extremo, de su sitio acostumbrado del aparador, se llegó hasta los chicos y atizó a Bobby con el instrumento en una pantorrilla. Siempre pegaba a Bobby en primer lugar, porque Sam le tenía tal pánico a la vara que tener que ver a Bobby redoblaba su propio castigo. El primer golpe levantó una roncha roja, pero aún le siguieron cinco más, mientras Bobby permanecía inmóvil, en viril silencio; Sam ya estaba aullando. Seis golpes más a Bobby en la otra pantorrilla, y le llegó el turno a Sam de recibir sus seis en cada pierna, que le fueron administrados con la misma fuerza y saña que a su hermano pese a sus alaridos. En opinión de su padre, Sam era un cobarde. Una nena.

– Idos a la cama y pensad en los placeres de estar vivo. No todos tenemos tanta suerte, ¿recordáis? No voy a tolerar que sigáis dando la lata con esto, ¿entendido?

– A Sam, tal vez -dijo Eliza cuando los chicos se marcharon-, sólo tiene doce años. Pero no deberías pegarle con una vara a un muchacho de catorce, Bob. Ya es más grande que tú. Un día te va a responder.

Por toda réplica, Smith se dirigió a la puerta del sótano, con las llaves de su cierre de seguridad en la mano.

– ¡Y esa obsesión por encerrarte con llave está de más! -exclamó Eliza desde el comedor mientras él desaparecía-. ¿Y si pasara algo y necesitara que subieras deprisa?

– ¡Grita!

– Ah, claro -masculló ella, mientras empezaba a llevarse a la cocina los restos de la cena-. Como que ibas a oír algo con ese follón. Y escucha bien lo que te digo, Bob Smith: un día nuestros chicos se volverán contra ti.

Los acordes de un concierto para piano de Saint-Saëns brotaron del par de gigantescos altavoces que flanqueaban la entrada sin puertas a la cocina. Mientras Claire Ponsonby pelaba gambas crudas en el fregadero de piedra vieja y les sacaba las venas, su hermano abrió el compartimento «lento» del horno de leña Aga, con las manos enfundadas en guantes de cocina, y extrajo una fuente de terracota. Tenía la tapa pegada con una masa de harina y agua para retener hasta la última gota de preciado jugo; tras depositarla en el extremo de mármol de una mesa de trabajo de trescientos años de antigüedad, Charles acometió la tediosa tarea de descascarillar el sellado de masa para liberar la tapa de la fuente.

– Hoy he acuñado un aforismo excelente -dijo mientras se afanaba-. «El cotilleo es como el ajo: buen sirviente, pero mal señor.»

– Muy adecuado, considerando nuestro menú, pero ¿tanta habladuría hay por el Hug, Charles? Después de todo, nadie sabe nada.

– Estoy de acuerdo en que nadie sabe si fueron a parar al incinerador partes del cuerpo, pero las especulaciones están a la orden del día. -Soltó una risita ahogada-. El principal blanco de murmuraciones es Kurt Schiller, que estuvo llorándome en el hombro… ¡Bah! Un teutón ornamental, que no da más que palos de ciego… He tenido que morderme la lengua.

– Eso huele divinamente -dijo Claire, volviéndose a mirarle con una sonrisa-. No hemos comido ternera en adobo desde hace sabe Dios cuánto.

– Pero primero, gambas en mantequilla de ajo -dijo Charles-. ¿Has terminado?

– Estoy quitándole las venas a la última. Una música perfecta para una comida perfecta. Saint-Saëns es tan exuberante… ¿Fundo yo la mantequilla, o lo haces tú? El ajo está ya machacado y listo. En aquel platito.

– Ya lo hago yo, tú pon la mesa -dijo Charles, empujando un bloque de mantequilla a su sartén, con las gambas preparadas para su breve inmersión en cuanto hirviese la mantequilla y el ajo estuviese dorado-. ¡Limón! ¿Te has olvidado del zumo de limón?

– De verdad, Charles, ¿es que estás ciego? Lo tienes justo al lado.

Cada vez que Claire hablaba con su voz ronca, el perro grande que estaba tumbado en un rincón apartado de la habitación con el hocico apoyado en las patas levantaba la cabeza y martilleaba el suelo con la cola, y su abultado entrecejo dorado se elevaba y caía expresivamente sobre su cara dulce y negra, como haciendo el acompañamiento de la música de Claire al hablar.

Con las gambas en las diestras manos de Charles y la mesa puesta, Claire fue hasta la encimera de mármol cascada y llena de manchas y cogió un cuenco grande de comida para perros enlatada.

– Toma, Biddy, mi amor, también hay cena para ti -dijo, cruzando la habitación hacia donde yacía el perro y dejando el cuenco en el suelo justo delante de sus patas delanteras. En un periquete, Biddy se elevó sobre sus patas y se puso a devorar la comida ávidamente-. Es el labrador que hay en ti el que te hace tan glotón -dijo Claire-. Una pena que el pastor no te atempere un poco. Los placeres -prosiguió con un ronroneo en la voz- resultan infinitamente más dulces si se disfrutan despacio.

– No podría estar más de acuerdo -dijo Charles-. Tomémonos al menos una hora para disfrutar de esta comida.

Los dos Ponsonby se sentaron a lados opuestos de la tabla de madera que remataba la mesa para comer, un proceso parsimonioso que se interrumpía tan sólo cuando había que darle la vuelta al disco o cambiarlo. Esa noche era Saint-Saëns, pero al día siguiente podría ser Mozart o Satie, dependiendo del menú de la cena. Tan importante era elegir la música adecuada como el vino.

– Supongo que irás a la exposición del Bosco, Charles.

– No me la perdería por nada del mundo. ¡Estoy impaciente por ver los cuadros al natural! Por buenas que sean las reproducciones a color de un libro, no pueden compararse con los originales. Tan macabro, tan lleno de un humor que no sé si es deliberado o inconsciente. ¡Por alguna razón, nunca consigo entrar en la mente del Bosco! ¿Era esquizofrénico? ¿Tenía acceso a setas alucinógenas? ¿O era simplemente la forma en que lo habían educado para ver no sólo su mundo, sino el siguiente? Entonces entendían la vida y la muerte, el premio y el castigo de forma distinta a como lo hacemos hoy, de eso estoy seguro. Sus demonios rebosan alegría mientras someten a tortura a sus indefensas víctimas humanas. -Rió con regocijo-. Quiero decir: se supone que nadie ha de ser feliz en el infierno. ¡Ah, Claire, el Bosco es un auténtico genio! ¡Qué obra, qué obra…!

– Eso me dices siempre -dijo ella, con cierta sequedad.

Biddy, el perro, fue briosamente a poner la cabeza en el regazo de Claire. Ella le tiró rítmicamente de las orejas con sus manos largas y delgadas hasta hacerle cerrar los ojos y gruñir de felicidad.

– Prepararemos un menú Bosco para celebrarlo cuando vuelvas -dijo Claire con voz risueña-. Guacamole con mucho chile, pollo tandoori, pastel de chocolate… Shostakovich y Stravinsky, con un toque de Mussorgsky… Y un chambertin añejo…

– Hablando de música, el disco se ha rayado. Prepara la carne, ¿quieres? -dijo Charles-, se dirigió al comedor, que nunca utilizaban.

Claire se movía hábilmente por la cocina mientras Charles, sentado ya en su silla, la contemplaba. Primero sacó las diminutas patatas de la bandeja del Aga, las escurrió en el fregadero, las aderezó con un toque de mantequilla en un cuenco y por fin las llevó a la mesa. Cortó la ternera adobada en dos partes, las sirvió en dos viejos platos de porcelana y colocó éstos entre los dos servicios de cuchillo y tenedor. Por último, trajo un cuenco de judías verdes escaldadas. En ningún momento se oyó el tintineo de dos piezas de vajilla al chocar; Claire Ponsonby dispuso todo en la mesa con milimétrica exactitud. El perro, entretanto, sabiendo que no se le necesitaba en la cocina, volvió a su trozo de alfombra a tumbarse con el hocico sobre las patas.

– ¿Qué tienes pensado hacer mañana? -preguntó Charles cuando la ternera hubo dado paso a un café espresso negro y meloso y ambos disfrutaban de unos cigarros suaves.

– Por la mañana, llevaré a Biddy a dar un largo paseo. Más tarde iremos los dos a escuchar esa charla que dan sobre partículas subatómicas… Es en la sala de conferencias del Susskind. Ya he reservado taxis para ir y volver.

– ¡No debería hacer falta reservar un taxi! -soltó Charles de pronto, con sus ojos siempre acuosos secos de ira-. ¡Esos cretinos insensibles que conducen los taxis tendrían que conocer la diferencia entre un perro guía y cualquier otro perro! ¿Mearse en un taxi, un perro guía? ¡Pamplinas!

Ella alargó el brazo y le cogió de la mano certeramente, sin buscarla a tientas ni deslizaría.

– Reservarlos no es ningún problema -dijo, apaciguadora.

El menú de la cena en casa de los Forbes fue muy distinto.

Robin Forbes había intentado hacer un pan de nueces que no se derrumbara como una ruina al primer contacto con el cuchillo, y estaba regándolo con una salsa ligera de arándanos, como le explicaba a Addison.

– Le da un toque de alegría, cariño.

El cató el resultado con desconfianza y se echó atrás, horrorizado.

– ¡Es dulce! -chilló-. ¡Dulce!

– ¡Va, querido, un poquito de azúcar no va a provocarte otro ataque al corazón! -exclamó ella, juntando las manos, exasperada-. Tú eres el médico, yo sólo una humilde enfermera diplomada de la vieja escuela, sin titulación, ¡pero hasta las enfermeras saben que el azúcar es el combustible básico! Vaya, que todo lo que comes y no se transforma en tejido nuevo se convierte en glucosa para ahora o glucógeno para luego. ¡Te estás matando con tanta severidad, Addison! Una estrella de fútbol americano de veinticuatro años no se sacrifica entrenando tanto como tú.

– Gracias por el sermón -dijo él con mordacidad; rascó ostentosamente la salsa de arándanos de su pan de nueces y luego llenó a rebosar su gran plato de lechuga, tomate, pepino, apio y pimiento, todo sin aliñar.

– Tuve mi charla semanal con Roberta y Robina esta mañana -dijo ella en tono jovial, aterrada de que él se diera cuenta de que su hogaza era un pastel de carne de la charcutería y que bajo su ensalada se escondía un cremoso aliño italiano.

– ¿Han admitido a Roberta en neurocirugía? -preguntó él, sin demasiado interés.

Robin hizo un mohín.

– No, querido, la rechazaron, según ella por ser una mujer.

– Y con razón. Para la neurocirugía, se precisa la resistencia de un hombre.

Para qué entrar a ese trapo; Robin cambió de tema.

– Pero -dijo, risueña- al marido de Robina le han ascendido. Ahora podrán comprarse esa casa de Westchester que les encanta.

– Lo celebro por como-se-llame -repuso él distraídamente; su trabajo le llamaba desde lo alto de la torre.

– ¡Por Dios, Addison, es tu yerno! Se llama Callum Christie. -Suspiró y volvió a intentarlo-. Esta tarde he visto una reposición de Quo Vadis… ¡Jesús, sí que se lo hicieron pasar mal a los cristianos! Leones arrastrando por ahí brazos humanos… ¡Brr!

– Conozco a montones de cristianos a los que gustosamente arrojaría a los leones. Seis días por semana te roban a conciencia, luego van a misa el domingo y lo arreglan con Dios. ¡Bah! Yo me enorgullezco de no renegar de mis pecados, por atroces que sean -dijo entre dientes.

Ella rió discretamente.

– ¡Ay, Addison, de verdad! ¡Qué tonterías dices!

De la ensalada no quedaba nada; Addison Forbes dejó los cubiertos sobre la mesa y se preguntó por enésima vez por qué se habría casado a mitad de carrera con una enfermera con la cabeza hueca. Aunque sabía la respuesta, sencillamente, no le daba la gana admitirlo; no tenía dinero para acabar la carrera, ella estaba loca por él y los ingresos de una enfermera le bastarían. Él, naturalmente, había planeado completar su formación como residente antes de pensar en formar una familia, pero la muy estúpida se quedó embarazada antes de que se graduara. De modo que así estaba, peleándose con un puesto de interno y dos hijas gemelas que ella se empeñó en llamar Roberta y Robina. Pese a ser homozigóticas, Roberta había heredado sus inclinaciones médicas, mientras que Robina, la cabeza de chorlito, se había convertido en una modelo adolescente de éxito antes de casarse con un ambicioso y pujante corredor de Bolsa.

La repugnancia que le producía su esposa no se disipó con los años; más bien había aumentado hasta el punto de que apenas soportaba su mera presencia, y tenía fantasías íntimas en que la mataba muy despacio.

– Harías mejor, Robin -dijo al levantarse de la mesa-, en matricularte en algún curso que te dé un título en el colegio estatal de Holloman oeste, en vez de engullir palomitas en el cine. O podías jugar a la petanca, que es lo que tengo entendido que hacen las mujeres de mediana edad sin ningún talento. No puedes hacer un curso de reciclaje en enfermería, nunca aprobarías las matemáticas. Ahora que nuestras hijas han abandonado la seguridad de tu río maternal para vivir su vida en el océano, tu río se ha convertido en aguas estancadas.

El final de siempre para la cena de siempre; Addison salió disparado sin más, escalera de caracol arriba, hacia su guarida acolchada, mientras Robin chillaba a su espalda.

– ¡Antes me moriría que pasar la aspiradora por tu estúpida guarida, así que deja la puerta abierta, por el amor de Dios!

– Eres fisgona, querida. No, gracias -descendió su voz flotando.

Enjugándose los ojos con un pañuelo, Robin mezcló el aliño italiano con su ensalada e inundó su pastel de carne de salsa de arándanos. Luego se levantó de un brinco, corrió a la nevera y desenterró un recipiente de ensalada de patata que había escondido detrás de las latas de Tab. No era justo que Addison le infligiera su despiadado régimen, pero ella sabía muy bien por qué lo hacía: tenía miedo de que si veía comida de verdad fuera incapaz de seguir con él.

Carmine Delmonico estaba de pie con los hombros apoyados en el florido faisán azul y dorado pintado en la ventana del restaurante, sosteniendo una gran bolsa marrón bajo el brazo. Miró distraídamente un reluciente Corvette rojo que pasaba y abrió los ojos de par en par cuando aparcó limpiamente junto a la acera y la señorita Desdemona Dupre salió de él desplegando ágilmente su imponente estatura.

– ¡Caramba! -dijo, enderezándose-. No es el tipo de coche con que la imaginaba.

– Aumentará de valor en vez de perderlo, de modo que cuando lo venda no habré perdido dinero con él -dijo ella-. ¿Entramos? Me muero de hambre.

– He pensado que podíamos comer en mi casa -dijo él, echando a caminar-. El local está atiborrado de estudiantes de la Chubb, y mi cara se ha hecho muy popular últimamente gracias al Holloman Post. Es una pena que los pobres tengan que ir al servicio para echar un trago de sus bolsas de papel.

– Las leyes sobre el alcohol de Connecticut son arcaicas -dijo ella, andando a su lado-. Se les puede matar en una guerra, pero no pueden beber.

– No seré yo quien se lo discuta, aunque esperaba que presentaría usted batalla en torno adonde comemos.

– Mi querido Carmine, a mis treinta y dos años soy un poco mayor para hacer remilgos por ir a comer al apartamento de un hombre… ¿o es una casa? ¿Tenemos que andar mucho?

– No, está a la vuelta de la esquina. Vivo en el piso doce del edificio de Seguros Nutmeg. Diez pisos de oficinas, diez pisos de apartamentos. El doctor Satsuma tiene el ático, pero yo no soy tan rico. Sólo acomodado, modestamente.

– La modestia -dijo ella, adelantándose a entrar en el vestíbulo de mármol- no es una cualidad que asocie a usted.

– Lo que más me gusta de usted, Desdemona -dijo él mientras subían en el ascensor-, es su forma de decir las cosas. Al principio pensé que se reía de mí, pero ahora comprendo que para usted es lo más natural ser algo… pomposa.

– Si evitar el argot es sonar pomposa, sí, soy pomposa.

Él le abrió la puerta del ascensor, sacó las llaves del bolsillo, abrió la puerta de entrada y accionó un interruptor.

La habitación a la que entró Desdemona la dejó sin aliento. Las paredes y el techo eran de un rojo chino apagado, una alfombra del mismo color cubría el suelo, y la iluminación estaba muy estudiada. Hileras de fluorescentes recorrían el perímetro ocultas tras un bastidor, iluminando algunas de las más hermosas piezas de arte oriental que ella hubiera visto: un biombo de tres hojas con tigres pintados sobre un fondo de cuadros dorados; un dibujo a tinta deliciosamente cómico y tierno de un viejo gordo durmiendo con la cabeza apoyada en un tigre a modo de almohada; un grupo de tigres jóvenes y viejos; una mamá tigre largando un sermón a un bebé tigre; y, para romper con tanto tigre, unas pocas tablas de etéreas montañas pintadas sobre piedra blanca inserta en marcos negros con intrincados diseños tallados. Había cuatro butacas chinas tapizadas en rojo en torno a una mesa modernista de plumas de avestruz escarchadas en la parte inferior de una pieza redonda de cristal transparente, de dos dedos de espesor; sobre ella centelleaba una pequeña lámpara de araña modernista a juego. En aquella mesa impecable se hallaban dispuestos dos servicios, de liso cristal fino y fina cerámica también lisa. Había cuatro poltronas chinas rojas formando un grupo en torno a un perro de cerámica, grande y achaparrado, con una plancha de cristal encima de la cabeza. Por las paredes, unos pocos armarios lacados en negro interrumpían el rojo dominante. Llamaba la atención que aquel tono de rojo no resultara discordante ni irritante. Tan sólo intensamente suntuoso.

– ¡Por todos los santos! -exclamó con un hilo de voz-. Ahora supongo que me sorprenderá diciéndome que escribe poesía muy intelectual y abriga mil dolores secretos.

Aquello hizo reír a Carmine, mientras llevaba la bolsa a una cocina que era tan blanca como homogéneamente rojo era el salón, inmaculada y limpia, tan pulcra que intimidaba. Este hombre era un perfeccionista.

– Ni mucho menos -dijo mientras vaciaba la comida humeante en cuencos con tapa-. Sólo soy un poli italiano de Holloman al que le complace encontrar un entorno hermoso al volver a casa. ¿El vino, tinto o blanco?

– Cerveza, si tiene. La comida china me gusta con cerveza. Este lugar no es en absoluto como lo imaginaba -dijo luego, llevando dos de los cuencos mientras él alojaba los demás en sus brazos como un camarero.

Ya en la mesa, le separó la silla, la invitó a sentarse y procedió a tomar asiento él mismo.

– Coma -dijo-. En el menú hay un poco de todo.

Como los dos estaban hambrientos, dieron buena cuenta de aquel considerable montón de comida, ambos manejando con destreza los palillos.

«Soy una esnob -pensó ella mientras comía-, pero los ingleses tendemos a serlo, salvo que nos hayan criado en la calle Coronation. ¿Por qué se nos olvida siempre que los italianos rigieron el mundo mucho antes que nosotros, durante más tiempo y con más éxito? Dieron luz al Renacimiento, han adornado el mundo con su arte, su literatura y su arquitectura. Y este poli italiano de Holloman tiene el aire de un emperador romano, así que ¿por qué no había de tener sentimientos ascéticos?»

– ¿Té verde, té negro o café? -preguntó él desde la cocina mientras llenaba el lavavajillas.

– Otra cerveza, por favor.

– ¿Qué imaginaba usted, Desdemona? -preguntó una vez reclinado en su poltrona, con su taza de té verde sobre la mesita del perro.

– Caso de que hubiera una señora Delmonico, que podía haberla después de todo, buen cuero italiano y un diseño de color conservador. Si era el nido de un poli soltero… tal vez una mezcolanza de muebles y objetos de ocasión, o regalados. ¿Está usted casado? Lo pregunto sólo por educación.

– Lo estuve, hace bastante tiempo. Tengo una hija de casi quince años.

– Con las pensiones alimenticias que se estilan aquí en Norteamérica, me sorprende que pueda comprar cristalería art nouveau y antigüedades chinas.

– No pago pensión -dijo él con una sonrisa-. Mi ex me dejó para casarse con un tipo que podría comprar y vender la Chubb. Ella y la niña viven en una mansión de Los Angeles que parece el palacio de Hampton Court.

– Ha viajado usted.

– Lo hago de cuando en cuando, incluso por trabajo. A mí me caen los casos más puñeteros, y dado que la Chubb es una comunidad internacional, algunos casos presentan ramificaciones por Europa, Medio Oriente o Asia. La mesa y la lámpara de araña las vi en el escaparate de un anticuario en París, y empeñé hasta la camisa para comprarlas. La parafernalia china la compré en Hong Kong y Macao cuando viví en Japón, justo después de la guerra. Con las fuerzas de ocupación. Los chinos eran tan pobres que lo conseguí por cuatro perras.

– No tuvo reparo en aprovecharse de su pobreza.

– Los tigres pintados no se comen, señorita. Las dos partes conseguimos lo que queríamos. -No lo dijo con acritud, aunque sí había una nota de reproche-. Habría ardido todo al primer invierno frío. Odio pensar en todo lo que se quemó durante los años en que los japos trataron a los chinos como ovejas para el matadero. El caso es que aprecio y cuido lo que tengo. No vale un comino comparado con lo que los ingleses sacaron de Grecia y los franceses de Italia -añadió, no sin malicia.

Touché. -Dejó la cerveza en la mesa-. Bien, ya es hora de que vayamos al grano, teniente. ¿Qué cree que puede sonsacarme a cambio de darme de comer?

– Probablemente nada, pero ¿quién sabe? No voy a empezar preguntándole nada que no pueda descubrir por mí mismo, aunque cualquier información que quiera suministrarme puede evitar que pongamos firmes a unos cuantos huggers. Usted siempre está en posición de firmes, probablemente por lo alta que es, así que con usted sé dónde piso: unos diez centímetros por debajo.

– Estoy orgullosa de ser tan alta -dijo ella, apretando los labios.

– Hace bien. Hay un montón de tíos deseosos de escalar el Everest.

Ella rompió a reír a carcajadas.

– ¡Eso es exactamente lo que le dije hoy a la señorita Tamara Vilich! -Recobró la compostura y le miró fríamente-. Pero no es usted uno de ellos, ¿verdad?

– No. Mi forma de ejercicio es hacer pesas en el gimnasio de la policía.

– Haga sus preguntas, pues.

– ¿Cuál es el presupuesto anual del Hug?

– Tres millones de dólares. Un millón en salarios y retribuciones, un millón en costes de gestión y suministros, tres cuartos de millón para la Universidad Chubb y un cuarto de millón para el fondo de reserva.

Él soltó un silbido.

– ¡Jesús! ¿Cómo demonios pueden financiarlo los Parson?

– Mediante una fundación con un capital de ciento cincuenta millones. Eso supone que no llegamos nunca a gastarnos lo que produce en intereses. Wilbur Dowling quiere que dupliquemos el tamaño del Hug para incorporar una división de psiquiatría dedicada a las psicosis orgánicas. Aunque esto no entra dentro de los parámetros del Hug, estos parámetros podrían modificarse sin forzar la legalidad para dar satisfacción a sus deseos.

– ¿Por qué demonios apartó William Parson semejante cantidad de dinero?

– Creo que porque era un hombre de negocios escéptico que pensaba que el dinero perdería inevitablemente su valor con el transcurso del tiempo. Estaba muy solo, ¿sabe?, y hacia el final de su vida el Hug se convirtió en su única razón para vivir.

– Duplicar el tamaño del Hug para satisfacer las ambiciones del decano ¿supone algún problema aparte del puramente pecuniario?

– Decididamente. Los Parson sienten una antipatía unánime por Dowling, y M.M. es un chubber hasta la médula que considera la ciencia y la medicina como asuntos ligeramente sórdidos que deberían estar reservados por derecho a las universidades públicas. Si las tolera es porque el gobierno federal vuelca dinero a espuertas en la investigación médica y científica, y la Chubb saca buena tajada de ello. El Hug no es la única institución que le paga un porcentaje.

– Así que los obstáculos son M.M. y los Parson. La cosa siempre acaba reduciéndose a una cuestión de personalidades, ¿verdad? -preguntó Carmine, mientras rellenaba su taza de una tetera mantenida caliente con una funda acolchada.

– Son personas, de modo que sí.

– ¿Cuánto se gasta el Hug en equipamiento importante?

– Este año, más de lo habitual. Al doctor Schiller le van a dotar de un microscopio electrónico que costará un millón.

– Ah, sí, el doctor Schiller -dijo él, estirando las piernas-. Tengo entendido que algunos huggers están haciéndole la vida imposible, hasta el punto de que esta tarde ha intentado presentar la dimisión.

– ¿Cómo sabe usted eso? -preguntó ella, poniéndose rígida.

– Un pajarito.

El vaso de cerveza golpeó la mesa con estrépito; Desdemona se puso en pie atropelladamente.

– ¡Entonces dele de comer a su pajarito, y no a mí! -le espetó.

Él no movió un músculo.

– Cálmese, Desdemona, y siéntese.

Ella permaneció erguida, haciendo su numerito habitual de mirarle desde arriba, con la mirada clavada en los ojos, que, por cierto, no eran castaño oscuro, sino más bien de un ámbar que esa habitación avivaba, según observó un rinconcito de la mente de Desdemona. El cerebro que había detrás de esos ojos sabía perfectamente lo que sentía ella en esos momentos, sin importarle sus reparos. Finalmente ella hubo de admitir que lo único que le importaba a él era encontrar al Monstruo de Connecticut. Desdemona Dupre era un peón del que podría prescindir fácilmente. Se sentó.

– Eso está mejor -dijo él, sonriendo-. ¿Qué opina usted del doctor Kurt Schiller?

– ¿Como persona o como investigador?

– Ambas cosas, supongo.

– Como investigador es una autoridad mundialmente reconocida en lo relativo a la estructura del sistema límbico, que es por lo que el Profe se lo trajo de Frankfurt. -Sonrió, cosa que no hacía con la frecuencia que sería de desear; su sonrisa transformaba una cara más bien anodina en otra decididamente atractiva-. El pobre hombre trabaja con algunas desventajas espantosas, aparte de su nacionalidad.

– ¿Como la homosexualidad?

– ¿Su pajarito otra vez?

– La mayoría de los hombres no necesitamos que un pajarito nos silbe eso, Desdemona.

– Cierto. A las mujeres se las engaña más fácilmente, porque tienden a considerar a los hombres dulces y amables como buenos maridos potenciales. Muchos de ellos prefieren a los de su mismo sexo, cosa que las esposas descubren al cabo de varios hijos. Les pasó a dos amigas mías. No obstante, Kurt es dulce y amable pero no persigue a las mujeres para poder reproducirse. Como todos los investigadores, vive para su trabajo, así que no creo que sus líos homosexuales duren mucho tiempo. O, si tiene un novio fijo, supongo que el novio no le ve mucho el pelo.

– Es usted muy desapasionada.

– Eso es porque en realidad no me afecta. Sinceramente, creo que Kurt vino a Estados Unidos para empezar de nuevo, y optó por una situación geográfica que le permitía viajar a Nueva York y a su ambiente homosexual siempre que quisiera. Lo que olvidó, o tal vez ignoraba, era la cantidad de personas de ascendencia judía que hay entre los profesionales de la medicina en este país. Hace ya veinte años que acabó la guerra, con todas aquellas revelaciones horripilantes sobre los campos de concentración, pero el recuerdo sigue bastante fresco.

– También en usted, supongo -dijo él.

– Bueno, para mí fue más el horror del racionamiento de comida y ropa… Naderías, si quiere usted. Bombas y V-2, pero no donde yo vivía, muy a las afueras de Lincoln. -Se encogió de hombros-. Así y todo, me gusta Kurt Schiller, y hasta que tuvo lugar este espantoso incidente, lo mismo le ocurría a todo el mundo, incluidos Maurice Finch, Sonia Liebman, Hilda Silverman y los técnicos. Recuerdo haber oído decir a Maurice, cuando se enteró de que habían concedido a Kurt la plaza de patología, que había librado una batalla con su conciencia y su conciencia le dictó que no debía ser él el primero en tirar la piedra a un alemán que era lo bastante joven para no haber participado en el Holocausto. -Echó un vistazo a su reloj, el Timex más barato que había podido encontrar-. Debo irme, pero gracias, Carmine. La comida ha sido justo lo que me apetecía, el decorado, verdaderamente de lujo, y la compañía… vaya, bastante soportable.

– ¿Lo bastante soportable como para repetir el miércoles que viene? -preguntó él, ayudándola a ponerse en pie como si ella pesara la mitad de sus setenta y dos kilos.

– Si usted quiere.

Carmine la acompañó en el ascensor e insistió en ir con ella hasta su Corvette.

«Una mujer interesante -pensó mientras veía alejarse el coche rugiendo-. Hay más en ella que un complejo de altura. Si consigues que arranque a hablar, se le olvida y baja de su torre. Viste barato, se corta el pelo ella misma, no lleva joyas de ningún tipo. ¿Es porque es tacaña o porque le da igual su aspecto? No creo que sea ninguna de las dos cosas. No me sorprende haber descubierto que es una excursionista entusiasta. Puedo imaginarla recorriendo a zancadas la ruta de los Apalaches con unas botas enormes… como una versión femenina de Tom Bombadil. No había ni una chispa de atracción entre nosotros, eso ha sido un alivio. Puesto que apostaría todo lo que cuelga de mis paredes a que ella no es el Monstruo de Connecticut, Desdemona Dupre es, en buena lógica, el hugger cuya compañía me conviene cultivar.

»¡Ah! Una noche bien aprovechada.»

6

Miércoles, 17 de noviembre de 1965

– Esto no nos lleva a ninguna parte -dijo Carmine a Silvestri, Marciano y Patrick-. Van a cumplirse dos meses desde que secuestraron a Mercedes y no hemos dejado una piedra sin levantar en todo Connecticut. No creo que quede en todo el Estado una casa desierta, un granero o un cobertizo que no hayamos puesto patas arriba, ni un bosque que no hayamos rastreado. Si se ajusta a sus patrones, ya tiene localizada a su próxima víctima, pero de su identidad o la de ella sabemos lo mismo que el primer día.

– Tal vez debiéramos buscar en casas, graneros y cobertizos que no estén deshabitados -dijo Marciano, que era siempre el primero en impacientarse con las restricciones oficiales.

– Claro, estamos de acuerdo -dijo Silvestri-, pero sabes muy bien, Danny, que ningún juez nos concederá una orden de registro tal como están las cosas ahora mismo. Necesitamos pruebas.

– Puede que hayamos espantado al asesino -dijo Patrick-. Podría no raptar a otra víctima. O, si lo hace, puede que sea en otro Estado. Connecticut no es tan grande. Podría vivir aquí y seguir secuestrando en Nueva York, Massachusetts o Rhode Island.

– Volverá a secuestrar, Patsy, y dentro de Connecticut. ¿Por qué dentro de Connecticut? Porque es su territorio. Siente que le pertenece. No es un forastero aquí, esto es su hogar, dulce hogar. Creo que lleva aquí tiempo suficiente para conocerse hasta el último pueblo.

– ¿Cuánto tiempo es eso? -preguntó Patrick, intrigado.

– Depende de que sea o no muy viajero, ¿verdad? Pero yo diría que cinco años, mínimo… si es que es viajero.

– Eso no elimina a muchos huggers de la carrera.

– No, Patsy, así es. Finch, Forbes, Ponsonby, Smith, la señora Liebman, Hilda Silverman y Tamara Vilich son todos nacidos y criados en Connecticut; Polonowski lleva aquí quince años, Chandra ocho, y Satsuma cinco. -Carmine hizo una mueca de disgusto-. Cambiemos de tema. John, ¿está cooperando la prensa?

– Realmente bien -respondió Silvestri-. Le va a ser mucho más difícil secuestrar a chicas de ese tipo. Dentro de una semana empezarán a circular los avisos: en periódicos, en la radio, en televisión… con buenas fotografías de las chicas y poniendo énfasis en su procedencia caribeña y católica.

– ¿Y si cambia de tipo de chica? -preguntó Marciano.

– Todos los putos psiquiatras que he consultado me aseguran que no lo hará, Danny. Sostienen que ha secuestrado a once chicas que podrían ser hermanas, y que tiene por tanto una fijación con un cuadro que incluye color de piel, cara, tamaño de cuerpo, edad, origen geográfico y religión -dijo Carmine-. El problema es que esos psiquiatras sólo trabajan con pacientes que no han llegado aún a asesinar, aunque algunos son violadores múltiples.

– Carmine, todos cuantos estamos en esta habitación sabemos que los asesinos suelen ser bastante tontos -dijo Patrick, en tono pensativo-, y que incluso cuando son listos no llegan a ser brillantes. Astutos, o afortunados, o quizá competentes. Pero este tío le da mil patadas a todos… incluidos nosotros. Lo que me pregunto es: ¿obedecerá las reglas establecidas por los psiquiatras? ¿Y si es psiquiatra él mismo? Como el profesor Smith, o Polonowsky, o Ponsonby, Finch o Forbes. He buscado sus nombres en los archivos de la Chubb y todos tienen DMP, diplomas en medicina psiquiátrica. No son sólo neurólogos, acaparan títulos.

– Mierda -dijo Carmine-. Sólo he visto un DMP. No merezco encabezar este grupo operativo.

– Los grupos operativos son cooperativos -dijo Silvestri quitándole hierro-. Ahora ya lo sabemos, ¿qué diferencia hay?

– ¿Podría ser una mujer? -preguntó Marciano con ceño.

– Según los psiquiatras, no, y por una vez estoy de acuerdo con ellos -dijo Carmine, muy seguro-. Esta clase de asesino se ceba en mujeres, pero no es una mujer. Quizá le gustaría serlo y parecerse a esas niñas… ¿Quién demonios lo sabe? Andamos buscando a tientas en la oscuridad.

Desdemona había dejado de ir al trabajo caminando, y se decía que era una estúpida, pero era incapaz de dominar la sensación que la acechaba a cada paso que daba sobre las hojas caídas… Alguien la seguía, alguien demasiado listo para ser descubierto. La sola idea de dejar su amado Corvette en un aparcamiento al aire libre en los límites de un gueto le producía urticaria, pero no tenía otra alternativa. Si se lo robaban, sólo podría rezar para que se lo devolvieran de una pieza. Así y todo, no acababa de decidirse a contarle a Carmine lo ocurrido, aunque sabía que no se reiría. Y dado que no era caribeña ni medía un triste metro cincuenta, no creía ni remotamente que quien la acechaba tuviera algo que ver con lo que a él le obsesionaba.

Mientras comían pizza en su apartamento, Carmine le había parecido tan tenso como un gato al que un perro le ha usurpado el territorio; no es que actuara con sequedad, sólo estaba… algo agitado e inquieto.

Bien, ella también estaba inquieta, y le espetó sus noticias:

– Kurt Schiller ha intentado suicidarse hoy.

– ¿Y nadie ha corrido a contármelo? -preguntó él.

– Estoy convencida de que el Profe lo hará mañana -dijo ella, limpiándose el tomate de la barbilla con dedos ligeramente temblorosos-. Ocurrió poco antes de marcharme.

– ¡Mierda! ¿Cómo?

– Es médico, Carmine. Se tomó un cóctel de morfina, fenotiacina y Seconal para provocarse el fallo cardiorrespiratorio, con Stemetil para asegurarse de que no lo vomitaba.

– ¿Quiere decir que está muerto?

– No. Maurice Finch le encontró poco después de tomárselo todo y le mantuvo con vida hasta que pudieron trasladarle a la sala de Urgencias del hospital de Holloman. Tras administrarle un montón de antídotos y practicarle un lavado de estómago, superó la crisis. El pobre Maurice se quedó hecho trizas, culpándose a sí mismo. -Dejó su pizza a medio comer-. Hablar de esto le quita a una el apetito.

– Yo estoy inmunizado -dijo él, cogiendo otra porción-. ¿Es Schiller la única baja?

– No, sólo la más dramática. Aunque pronostico que cuando se haya recuperado lo suficiente para volver al trabajo, los que le han hecho la vida imposible le dejarán en paz. Nada de pintarle esvásticas en las ratas… ¡aquello me pareció tan repulsivamente mezquino…! Las emociones pueden ser… en fin, terriblemente destructivas.

– Desde luego. Las emociones se interponen en el camino del sentido común.

– ¿Es emocional este asesino?

– Frío como el espacio exterior, caliente como el centro del Sol -dijo Carmine-. Es una marmita de emociones que él cree que controla.

– ¿Usted no piensa que las controle?

– No. Ellas le controlan a él. Lo que le convierte en un asesino tan eficiente es el contrapunto entre el espacio exterior y el centro del Sol. -Retiró del plato de Desdemona los restos de pizza y los reemplazó con una porción nueva-. Tenga, ésta estará más caliente.

Ella lo intentó, pero le vinieron arcadas; Carmine le tendió una copa de coñac X-0, frunciendo el entrecejo.

– Mi madre le daría grapa, pero el coñac va mucho mejor. Beba, Desdemona. Y luego cuénteme qué otras bajas ha habido en el Hug.

El calor se extendió por su cuerpo, seguido de una maravillosa sensación de bienestar.

– El Profe -dijo entonces-. Todos pensamos que está al borde de una crisis nerviosa. Imparte directrices, luego se olvida de que lo ha hecho, da contraórdenes que no debiera; dejaría a Tamara Vilich salir de rositas de un asesinato… -Se llevó la mano a la boca-. No quería decir eso, no en sentido literal. Tamara es una perfecta estúpida, pero sus crímenes son morales, no homicidas. Tiene un lío con alguien, y le da pánico que trascienda. Conociéndola, creo que no será sólo porque él sea fruto prohibido. Está enamorada, pero él ha puesto una condición: o en secreto o nada.

– Eso significa que o bien es importante o tiene miedo de su esposa. ¿Quién más hay, aparte del Profe?

A ella se le llenaron los ojos de lágrimas.

– ¡Ay, Carmine, de verdad! ¡Todos sufrimos la tensión! Esperamos y rezamos para que si ese… ese monstruo ataca de nuevo, no implique de nuevo al Hug. Los ánimos están tan bajos que la investigación está resintiéndose enormemente. Chandra y Satsuma van murmurando que se largan a otro sitio, y Chandra en particular es nuestra mayor y más brillante esperanza. Eustace ha tenido otro ataque focal… Hasta el profesor se animó. Es material de premio Nobel.

– Tres hurras por el Hug -dijo Carmine secamente. Su expresión cambió, cayó de rodillas ante ella y la tomó de las manos-. Me está ocultando algo, y es algo que le ocurre a usted. Dígamelo.

Ella se echó atrás.

– ¿Por qué habría de decirle nada? -preguntó.

– Porque está yendo y viniendo del trabajo en coche. Veo el Corvette en el aparcamiento del Hug… Paso a menudo por allí últimamente.

– ¡Ah, es eso! Empieza a hacer un poco de frío para ir andando.

– Eso no es lo que mi pajarito me cuenta de usted.

Ella se puso en pie y cruzó hasta la ventana.

– Es una tontería. Imaginitis.

– ¿Qué es lo que es imaginitis? -preguntó él, poniéndose a su lado.

Irradiaba calor; ella ya lo había advertido antes, y lo encontró curiosamente reconfortante.

– Bueno, en fin… -dijo, se detuvo y entonces se puso a hablar a toda prisa, como queriendo pronunciar las palabras antes de poder arrepentirse-. Han estado siguiéndome al volver a casa por las tardes.

Él no se rió, pero tampoco se puso tenso.

– ¿Cómo lo sabe? ¿Vio a alguien?

– No, no, a nadie. Eso es lo que me asusta. Oía ruido de pasos sobre las hojas muertas, y cesaba cuando yo me paraba, pero no lo bastante rápido. Y sin embargo… ¡nadie!

– Da miedo, ¿eh?

– Sí.

Él suspiró, la rodeó con el brazo, la condujo a una poltrona y le sirvió otro coñac.

– Usted no es de las que se asustan fácilmente, y dudo que sea imaginitis. De todas formas, no creo que sea el Monstruo. Encierre ese cerdo ronco que tiene por coche. Mi madre tiene un viejo Merc que no utiliza, puede usted usarlo. No será una tentación para los chorizos locales, y tal vez quien la acecha capte el mensaje.

– No quiero abusar de usted.

– No es ningún abuso. Vamos, la seguiré hasta su casa y esperaré hasta verla entrar. El Merc estará allí por la mañana.

– En Inglaterra -dijo ella mientras Carmine la acompañaba al Corvette- un Merc sería un Mercedes-Benz.

– Aquí -dijo él, abriéndole la puerta- es un Mercury. Se ha tomado usted dos copas de coñac y un teniente de policía le pisa los talones, así que conduzca con cuidado.

Era tan amable, tan generoso… Desdemona separó el reluciente deportivo rojo de la acera en el instante en que Carmine se metió en su Ford, y condujo hasta su casa consciente de que sus temores se habían desvanecido. ¿Bastaba con eso? ¿Con tener un hombre fuerte al lado?

El comprobó que había cerrado bien el Corvette y luego la escoltó hasta el portal.

– Ya estoy más tranquila, puede usted irse -dijo ella, y le tendió la mano.

– Ah, no, echaré un vistazo arriba también.

– Está todo hecho un desastre -dijo ella, al tiempo que empezaba a subir las escaleras.

Pero el desastre que se encontró no era el mismo al que se refería. Su canasta de labor estaba tirada en el suelo, su contenido desperdigado por todas partes, y su nuevo bordado, una casulla de sacerdote, yacía hecha jirones sobre su butaca.

Desdemona se tambaleó, pero recuperó el equilibrio.

– ¡Mi labor, mi hermosa labor! -musitó-. Nunca se había atrevido a tanto.

– ¿Quiere decir que ya había entrado aquí antes?

– Sí, al menos dos veces. Había cambiado la labor de sitio, pero no la había destrozado. ¡Oh, Carmine!

– Venga, siéntese. -Le ofreció tomar asiento en otra butaca y fue hasta el teléfono-. ¿Mike? -preguntó a alguien-. Delmonico. Necesito dos hombres para vigilar a un testigo. Para ayer, ¿entendido?

Su calma no tenía parangón, pero anduvo rondando alrededor de la butaca de bordar sin tocar nada, y luego se sentó en el brazo de la que ella ocupaba.

– Es un hobby poco frecuente -dijo entonces, en tono distendido.

– Me encanta.

– Así que se le partirá el corazón viendo esto. ¿Estaba trabajando en ello cuando él pasó por aquí las veces anteriores?

– No, estaba haciendo un mantelillo de aparador para Chuck Ponsonby. Muy elegante, pero nada del estilo de esto. Se lo di hace una semana. Quedó encantado.

Carmine no dijo nada más hasta que las luces de un coche patrulla se reflejaron en las ventanas de la fachada; entonces le dio unas palmaditas en el hombro y la dejó, al parecer para impartir instrucciones a los hombres.

– Dejo sólo a un hombre en este piso -dijo al regresar-, a la puerta de su casa, y a otro en el rellano de arriba de las escaleras traseras. Estará a salvo. Le traeré el Merc a primera hora, pero no podrá ir directamente a trabajar. Deje todo exactamente como está hasta que lleguen mis peritos por la mañana a ver si nuestro destructivo amigo nos ha dejado alguna pista.

– La primera vez lo hizo.

– ¿Qué? -preguntó él bruscamente, y ella supo que estaba preguntando por esa pista, que no era una simple exclamación. Carmine no era amigo de perder el tiempo cuando trabajaba.

– Un pequeño mechón de pelo negro, corto.

Carmine perdió de pronto toda expresión.

– Ya veo -dijo. Luego se fue, como si no se le ocurriera qué decir para despedirse.

Desdemona se acostó, aunque no se durmió.

Загрузка...