Miércoles, 1 de diciembre de 1965
Los estudiantes salían en tropel, por centenares, del instituto Travis, algunos para caminar cortas distancias hasta sus casas de la Hondonada, otros para montarse en docenas de autobuses escolares aparcados en fila a lo largo de la calle Veinte y por las esquinas de la parte de Paine. En los viejos tiempos, se habrían subido sin más a cualquier autobús que les acercara a sus respectivos destinos, pero desde el advenimiento del Monstruo de Connecticut, a cada estudiante se le había asignado un autobús en particular, que llevaba su número en lugar visible. Al conductor se le facilitaba una lista con los nombres, y tenía orden de no arrancar hasta que todos los estudiantes estuvieran a bordo. Tan cuidadosa se había vuelto la administración del Travis, que si un estudiante faltaba a clase se borraba su nombre de la lista del día del conductor. Ir a clase no era tanto problema; lo que todo el mundo temía era volver a casa.
Travis era el instituto público más grande de Holloman, cubría desde la Hondonada a los barrios del extrarradio de la parte norte de la ciudad por el distrito oeste. La mayoría de los estudiantes eran negros, pero no por mucho, y aunque ocasionalmente se dieran allí problemas raciales, lo normal era que los muchachos se mezclaran entre sí por afinidades personales. De modo que, pese a que la Brigada Negra tenía sus seguidores en el instituto Travis, también los tenían las diversas iglesias y sociedades, y estaban además los que tiraban por la calle del medio, la gente razonable que no quería líos.
Cualquier profesor de la plantilla afirmaría que las hormonas causaban más problemas que la cuestión racial.
Aunque eran los institutos católicos los que estaban sometidos a medidas más estrictas de vigilancia policial, no se había descuidado al Travis. El día que Francine Murray, una alumna nueva de dieciséis años que vivía en el Valle, en las afueras, faltó a su autobús, el conductor salió corriendo hasta el coche patrulla de la policía de Holloman que había aparcado en la acera, junto a la verja de entrada. En cuestión de un instante, reinaba en el lugar un caos controlado; hombres uniformados detenían los autobuses junto a la acera y preguntaban si estaba Francine Murray entre los pasajeros; otros pedían que se identificaran los amigos de Francine, y Carmine Delmonico salía a toda prisa hacia el instituto Travis con Corey y Abe.
No es que se olvidara del Hug. Antes de arrancar su Ford, dio instrucciones a Marciano para que se asegurara de que en el Hug pasaban lista y no faltaba nadie.
– Sé que no podemos permitirnos mandar un coche allí, así que llama a la señorita Dupre y dile de mi parte que quiero que esté todo el mundo controlado, hasta para ir a mear. Puedes fiarte de ella, Danny, pero no le digas más de lo necesario.
Tras registrar el vasto y laberíntico edificio del instituto desde la azotea a los gimnasios, se congregó a los profesores en corrillos en el patio, mientras Derek Daiman, el muy respetado director negro, caminaba inquieto arriba y abajo. Seguían llegando coches patrulla a medida que se comprobaba que no faltaba ningún estudiante en otros institutos, y los nuevos contingentes de policías se dispersaban para interrogar a cualquiera que veían, registrar Travis a fondo de nuevo o recoger a los estudiantes que aún pululaban por el lugar, muertos de curiosidad.
– Se llama Francine Murray -dijo el señor Daiman a Carmine-. Debería haber subido a ese autobús de ahí -lo señaló-, pero no se presentó. Sí asistió a su última clase, química, y por lo que he podido averiguar, abandonó el edificio con un grupo de amigas. Se disgregan en cuanto salen al patio, según vayan a coger un autobús u otro, o se vayan andando… Teniente Delmonico, ¡esto es terrible! ¡Terrible!
– Ofuscarnos no nos servirá de nada, ni a nosotros ni a ella, señor Daiman -dijo Carmine-. Lo más importante es ¿qué aspecto tiene Francine?
– El mismo que las chicas desaparecidas -dijo Daiman, y rompió a llorar-. ¡Tan guapa…! ¡Tan popular…! Sobresalientes, nunca da problemas, un gran ejemplo para sus compañeros.
– ¿Es de origen caribeño, señor?
– No que yo sepa -dijo el director, enjugándose las lágrimas-. Supongo que por eso no nos dimos cuenta… Las noticias hablaban siempre de chicas con sangre hispana, y no es su caso. Es de una de esas familias negras de Connecticut de toda la vida, muy arraigada, fruto de un matrimonio interracial, con blancos. Es algo que ocurre, teniente, por más que la gente lo vea con malos ojos. Ay, Dios santo, Dios santo, ¿qué voy a hacer?
– Señor Daiman, ¿intenta usted decirme que uno de los padres de Francine es blanco y el otro negro? -preguntó Carmine.
– Eso creo, sí, eso creo.
Abe y Corey habían ido a hablar con los agentes, a decirles que registraran hasta el último autobús y los fueran despachando, pero que mantuvieran agrupados a los amigos de Francine hasta que pudieran entrevistarles.
– ¿Está seguro de que no está aún en el instituto, por alguna parte? -preguntó Carmine al sargento O'Brien cuando éste salió del enorme edificio con sus policías y los profesores que les habían servido de guías.
– Teniente, dentro no está, se lo juro. Hemos abierto hasta el último armario, buscado debajo de cada pupitre, en todos los lavabos, en la cafetería, los gimnasios, las aulas, la sala de asambleas, los almacenes, el cuarto de la caldera, los áticos, los laboratorios de ciencias, la habitación del conserje… hasta el último puñetero rincón -dijo O'Brien sudando.
– ¿Quién la vio por última vez? -preguntó Carmine a los profesores, llorosos algunos, todos temblorosos por la conmoción.
– Salió de mi clase con sus amigas -dijo la señorita Corwyn, la profesora de química-. Yo me quedé atrás para recoger mis cosas, no las seguí. ¡Ay, ojalá lo hubiera hecho!
– No se torture, señora, ¿cómo iba usted a saber? -dijo Carmine, evaluando a los demás-. ¿Alguno más la ha visto?
No, no la había visto nadie más. Y no, nadie había visto a ningún desconocido.
«Ha vuelto a hacerlo -pensó Carmine, mientras se aproximaba al corrillo de jóvenes que se habían declarado amigos de Francine Murray-. Se la ha llevado sin que le viera un alma. Han pasado sesenta y dos días desde la desaparición de Mercedes Álvarez, hemos estado alerta, prevenido a la gente, mostrado fotos del tipo de chicas que elige, reforzado la seguridad escolar, dedicado a esto todos nuestros recursos… ¡Deberíamos haberle cazado! ¿Y qué hace él? Nos lleva a creer que el factor caribeño es un componente imprescindible de sus obsesiones, y luego va y cambia de grupo étnico. Y yo que desautoricé a Danny Marciano por sugerirlo. ¡Y tenía que actuar en el Travis, precisamente! ¡Un hormiguero! ¡Mil quinientos estudiantes! Media ciudad considera el Travis un campo de entrenamiento para chorizos, vándalos y barriobajeros, y se olvidan de que también es un lugar donde puñados de chicos decentes, negros y blancos, consiguen una educación bastante buena.» La mejor amiga de Francine era una chica negra llamada Kimmy Wilson.
– Venía con nosotras cuando salimos de química, señor -dijo Kimmy entre sollozos.
– ¿Vais todas a química?
– Sí, señor, todas pensamos matricularnos en primer ciclo de Medicina.
– Continúa, Kimmy.
– Pensé que había ido al servicio. Francine tiene la vejiga floja, siempre está yendo al servicio. No le di más importancia porque ya sé cómo es. ¡No lo pensé! -Sus lágrimas corrían a mares-. Ay, ¿por qué no la acompañaría?
– ¿Viajáis en el mismo autobús, Kimmy?
– Sí, señor. -Kimmy hizo un esfuerzo heroico por dominar sus sentimientos-. Vivimos las dos en Whitney, allá en el Valle. -Señaló a dos compungidas muchachas blancas-. Igual que Charlene y Roxanne. Ninguna de nosotras se acordó de Francine hasta que el conductor pasó lista y ella no respondió.
– ¿Conoces al conductor de tu autobús?
– Conductora. No sé cómo se llama, la de hoy no. La conozco de cara.
Para las cinco de la tarde, el Travis estaba desierto. Tras peinar el instituto y el barrio, el cordón policial se desplegó hacia el exterior, mientras el rumor de que el Monstruo de Connecticut había atacado de nuevo se extendía por la Hondonada. No a una hispana. A una chica negra de verdad. Mientras Carmine iba de camino a casa de los Murray, Mohammed el Nesr, informado por Wesley le Clerc, congregaba a sus tropas.
A mitad de camino del Valle, el Ford se detuvo junto a una cabina telefónica y Carmine habló con Danny Marciano, al fin libre de la molesta radio del coche, que podía ser interceptada por alguien de la prensa y encima hacía un ruido de mil demonios.
– ¿No ha faltado nadie en el Hug, Danny?
– Sólo Cecil Potter y Otis Green, que habían completado la jornada. Estaban los dos en casa cuando llamó la señorita Dupre. Dice que todos los demás estaban presentes y controlados.
– ¿Qué puedes decirme de los Murray? Lo único que he conseguido averiguar es que uno de los padres es negro y el otro blanco.
– Son como todos los demás, Carmine: la sal de la Tierra -dijo Marciano, suspirando-. La única diferencia es que no hay conexión caribeña, que sepamos. Acuden habitualmente a la iglesia baptista local, así que me tomé la libertad de llamar a su ministro, un tal Leon Williams, para pedirle que se acercara a la casa y les anunciara la noticia. Se está extendiendo a la velocidad de la luz, y quería evitar que llegara antes algún vecino con los ojos desorbitados.
– Gracias por eso, Danny. ¿Qué más?
– El negro es el padre. Trabaja de auxiliar de investigación en el departamento de ingeniería eléctrica en la torre Susskind de la Ciencia, lo que le da rango de profesor subalterno, con un sueldo razonable. La madre es blanca. Trabaja de refuerzo en la cafetería de la Susskind a la hora de comer, de modo que está en casa para enviar a los críos al colegio y de vuelta antes de que vuelvan ellos. Tienen dos chicos, ambos más jóvenes que Francine, que van al colegio de grado medio Higgins. El reverendo Williams me dijo que los Murray provocaron bastantes rumores cuando se mudaron a Whitney, hace nueve años, pero la novedad fue disipándose y ahora son como parte del paisaje por aquí. Muy apreciados, tienen amigos de ambas razas.
– Gracias, Danny. Te veo luego.
El Valle era una zona de población bastante mixta, no próspera, pero tampoco degradada. De cuando en cuando brotaban allí tensiones raciales, normalmente por la llegada de una nueva familia blanca, pero la tasa de propietarios no era tan alta que hiciera de la negritud un verdadero condicionante económico. No era una zona conocida por ser frecuentes los anónimos hostiles, la muerte violenta de mascotas, el vertido de basuras en los portales o las pintadas.
Al entrar el Ford en Whitney, todo bloques de media hectárea de casas modestas, Carmine notó que Abe y Corey se ponían rígidos.
– Jesús, Carmine, ¿cómo hemos dejado que pasara esto? -estalló Abe.
– Porque ha cambiado el paso, Abe. Ha sido más listo que nosotros.
Cuando se acercaban a una casa pintada de amarillo, Carmine le puso la mano en el hombro a Corey.
– Vosotros quedaos aquí -dijo-. Si os necesito daré una voz, ¿vale?
El reverendo Leon Williams le recibió en casa de los Murray. «Esto se está convirtiendo en una costumbre, Carmine.» Los dos chicos no estaban en casa; llegaba débilmente el sonido de un televisor. Los padres, sentados uno al lado del otro en un sofá, intentaban valientemente mantener la entereza; ella le sostenía la mano a él como si fuera una cuerda de salvamento.
– ¿Es usted caribeño, señor Murray? -preguntó Carmine.
– No, seguro que no. Los Murray llevan en Connecticut desde antes de la Guerra Civil, combatieron con el Norte. Y mi mujer es de Wilkes-Barre.
– ¿Tiene usted una fotografía reciente de Francine?
Clavada a las otras once.
Y otra vez lo mismo, desde el principio, las mismas preguntas que había hecho a otras once familias: a quién veía Francine, qué buenas obras hacía, si había mencionado a algún nuevo amigo o conocido, si había notado que alguien la observaba, o la seguía. Como siempre, no a todo.
Carmine no se demoró un instante más de lo necesario. «Su ministro les brindará más consuelo del que yo pudiera llegar a ofrecerles. Yo soy el enviado de la muerte, tal vez la mano del castigo, y así es como me ven. Están ahí dentro rezando por que su niña esté bien, pero aterrados de que no lo esté. Esperando que vuelva yo, el enviado de la muerte, a decirles que no lo está.»
El comisario John Silvestri apareció en la televisión local al acabar las noticias de las seis, convocando a la población de Holloman y Connecticut a colaborar en la búsqueda de Francine e informar de si habían visto algo inusual. Un policía de despacho tenía su utilidad, y una de las más destacadas de Silvestri era su imagen pública: aquella cabeza leonina, su soberbio perfil, su tranquila dignidad, su aire sincero. No intentó eludir las preguntas de la presentadora como lo habría hecho un político, pues era el más sagaz de los políticos. Las irritantes observaciones de la periodista en torno al hecho de que el Monstruo de Connecticut seguía suelto y raptando a jóvenes inocentes no hicieron mella en su compostura en lo más mínimo; consiguió, de algún modo, hacerla aparecer a ella como un lobo de rostro atractivo.
– Es inteligente -dijo simplemente Silvestri-. Muy inteligente.
– Debe de serlo -dijo Surina Chandra a su marido, sentada junto a él ante la gigantesca pantalla de su televisor. Se habían gastado una fortuna en hacerse traer una línea ex profeso desde Nueva York para poder hacer zapping por la programación por cable hasta las ocho, hora a la que se sentaban a cenar. Lo que esperaban era ver algún programa sobre la India, pero lo cierto es que eso ocurría muy rara vez. En Estados Unidos, según habían descubierto, no tenían ni pizca de interés por la India; vivían inmersos en sus propios problemas.
– Sí, debe de serlo -dijo Nur Chandra, distraídamente, con la mente puesta en un triunfo tan enorme que quería proclamárselo al mundo entero. Sólo que no se atrevía a correr el riesgo, no se atrevía. Tenía que seguir siendo su secreto-. Dormiré en mi pabellón los próximos días -añadió. Sus perfectos labios se curvaron en una sonrisa-. Tengo trabajo importante que hacer.
– ¿Cómo puede decir nadie que el Monstruo es inteligente? -preguntó Robin-. ¡Matar niñas no es inteligente, es… es estúpido e inhumano!
«Me pregunto -se interrogó Addison Forbes- cuál sería su definición de "inteligente" si la invitara a explicarlo.»
– Yo estoy de acuerdo con el comisario de policía -dijo, al tiempo que descubría un anacardo aplastado bajo un trozo de lechuga-. Un tipo muy inteligente. Lo que hace el Monstruo es repulsivo, pero no puedo sino admirar su eficiencia. Ha dejado a la policía como perfectos estúpidos. -El anacardo se fundió bajo su lengua como néctar-. ¡Han tenido -añadió con amargura- el atrevimiento de ordenar a Desdemona Dupre que nos acosara como animales para preguntarnos dónde habíamos estado! Tenemos un espía entre nosotros, y yo, al menos, no pienso olvidarlo. Lo que han supuesto sus tonterías es que yo voy atrasado con mis notas clínicas. No me esperes levantada. Y tira ya esos restos de helado que hay en la nevera, ¿me has oído?
– Sí que es inteligente -dijo Catherine Finch. Miró a Maurice con ansiedad; no había vuelto a ser el mismo desde que ese cerdo nazi trató de matarse. Como ella era de un carácter más inconmovible que Maurice, pensaba que era una lástima que el cerdo nazi no se hubiera salido con la suya, pero Maurice tenía una conciencia como una catedral, que le estaba diciendo que el cerdo era él. Nada de lo que Catherine pudiera decirle evitaría que se culpase a sí mismo, pobrecito.
Él no se molestó en responderle. Se limitó a dejar a un lado su plato de carne y levantarse de la mesa.
– Creo que voy a trabajar un poco con mis setas -dijo, y cogió una linterna que había colgada en el porche al pasar por ahí.
– ¡Maurice, no tienes por qué estar a oscuras esta noche! -exclamó ella.
– Yo siempre estoy a oscuras, Cathy. Todo el tiempo.
Los Ponsonby no vieron al comisario Silvestri por la tele, porque no tenían. Para Claire no tenía sentido, y Charles se refería a ella como «el narcótico de la masa inculta».
Esa noche, la música era el concierto para orquesta de Hindemith, una fanfarria de vientos y metales que ellos disfrutaban especialmente cuando Charles daba con una buena botella de pouilly fumé. La cena era ligera, una tortilla a las finas hierbas seguida de filetes de lenguado, ligeramente cocido en agua con una dosis generosa de vermú blanco muy seco; nada de fécula, tan sólo un poco de lechuga romana con vinagreta de aceite de nueces, y un sorbete de champán para rematar. No era una comida de café y cigarros.
– Cómo insultan a veces a mi inteligencia -le dijo Charles a Claire cuando Hindemith abordaba un fragmento más apacible-. Desdemona Dupre ha pasado a buscarnos a todos con no sé qué cuento de que necesitaba todas nuestras firmas en un documento del que Bob, ciertamente, no sabía nada, y al cabo de una hora ha llegado la policía en avalancha. Justo cuando yo estaba enfrascado en una deriva teórica que no precisaba del estampido de sus botas militares. ¿Dónde he estado toda la tarde? ¡Bah! Estuve tentado de enviarles al infierno, pero me contuve. Debo decir que Delmonico dirige la operación con suavidad, eso sí. No se ha dignado honrarnos con su presencia personal, pero la acción de sus esbirros le delata: lleva impreso el sello de su peculiar estilo.
– Señor, señor -dijo ella plácidamente, sosteniendo con desgana entre los dedos su copa de vino-. ¿Van a acosar al Hug cada vez que rapten a una niña?
– Supongo que sí. ¿Tú no?
– Ah, sí. Qué lugar tan triste llega a ser el mundo. A veces, Charles, me alegro mucho de caminar ciega por él.
– Has caminado ciega por él hoy mismo, lo haces constantemente. Aunque yo preferiría que no lo hicieras. Ahora circula el rumor de que alguien acecha a Desdemona Dupre. Aunque lo que pueda tener ella que ver con el otro asunto es más bien un misterio. -Rió quedamente-. ¡Habrase visto criatura más basta y falta de atractivo!
– Los hilos dibujan patrones predecibles, Charles.
– Eso -dijo él- depende de quién haga las predicciones.
Los Ponsonby prorrumpieron en risas, el perro ladró y Hindemith tronó con renovado ímpetu.
Para gran sorpresa de Carmine, encontró el coche de su madre aparcado delante del Malvolio's cuando detuvo allí el suyo, poco después de las siete de la tarde, tras entregar a Corey y a Abe a sus sufridas esposas.
– ¿Qué está haciendo usted aquí? -preguntó, ofreciendo caballerosamente su mano a Desdemona para ayudarla a salir-. ¿Algún otro incidente?
– Se me ocurrió que tal vez necesitara compañía. ¿Qué tal es la comida de aquí? ¿Hacen hamburguesas para llevar?
– Hamburguesas para llevar no hay, pero comamos dentro. Se está caliente.
– Esta tarde hice lo que pude por el capitán Marciano -dijo ella mordisqueando una patata frita («chip», la llamaba ella) que sostenía entre sus dedos-, pero me llevó media hora localizarlos a todos. No conseguía encontrar a uno solo de los investigadores, de entrada, hasta que caí en la cuenta de que, por más que estuviéramos a uno de diciembre, arriba en la azotea hace calor y se está al resguardo del viento. Allí estaban todos, manteniendo una mesa redonda en torno a Eustace. No faltaba ni uno, y daban la impresión de no haberse movido del sitio en siglos.
– En siglos.
– En mucho rato.
– Lamento haberla hecho pasar por ese trago, pero no podía prescindir de un solo hombre mientras había esperanzas de encontrar a Francine.
– No pasa nada, le eché la culpa a usted. Muy mordazmente. -Cogió otra patata-. Desde que se corrió la voz de que tengo protección policial, me miran de otra manera. Casi todos creen que estoy haciendo teatro.
– ¿Haciendo teatro?
– Inventándomelo. Tamara dice que intento pescarle a usted.
Él sonrió.
– Qué plan más retorcido, Desdemona.
– Es una lástima que mi labor hecha jirones no arrojara ninguna pista.
– Bueno, está claro que es demasiado listo para dejarlas después de la primera vez. Entonces sabía que usted no pondría una denuncia.
Ella se estremeció.
– ¿Por qué me da la impresión de que cree que se trata del Monstruo?
– Porque es una pista falsa, mujer.
– ¿Quiere decir que no corro peligro?
– No he dicho eso. Los polis se quedan.
– ¿Es posible que él piense que yo sé algo?
– Tal vez sí, tal vez no. No hacen falta razones particulares para dejar una pista falsa, se trata únicamente de desviar la atención.
– Vayamos a su apartamento a ver al comisario en las noticias de la noche -dijo ella.
Después de un momento sonrió.
– El comisario da la impresión de ser un trozo de pan -dijo-. ¿No le pareció que toreó admirablemente a la listilla de la presentadora?
Carmine elevó las cejas.
– La próxima vez que le vea le diré que le parece un trozo de pan. Bonita expresión, pero su trozo de pan, en cierta ocasión, tomó un nido de ametralladoras alemán de doce hombres él sólito y salvó a toda una compañía. Entre otras cosas.
– Sí, alcanzo a adivinar esa parte de su personalidad también. Pero usted no va a mencionarme. Cuando le vea será en una reunión muy seria, porque la situación es muy seria. El Monstruo es realmente listo, y tal vez decir eso sea subestimarle.
– Es un montón de cosas, Desdemona. Listo… inteligente… loco… tal vez un genio. Lo que sé es que la fachada que presenta al mundo es totalmente verosímil. Nunca baja la guardia. Si lo hubiera hecho alguna vez, alguien se habría dado cuenta. Creo que puede ser un hombre casado cuya mujer no sospeche nada. Es más listo que el hambre, sí señor.
– Usted también es bastante listo, Carmine, pero tiene algo más a su favor. Es usted un bulldog. Una vez le ha hincado el diente a su presa, ya no la suelta. Al final, el sobrepeso que supone cargar con usted por todas partes acabará por agotarle.
El calor le invadió, aunque no sabría decir si era por el coñac o por el piropo; Carmine se pavoneó un poco para sus adentros, con mucho cuidado de que el resto de su persona no moviera una pestaña.
Jueves, 2 de diciembre de 1965
Al día siguiente, Francine Murray seguía desaparecida, y nadie más que sus padres dudaba de que la había atrapado el Monstruo. Ah, los padres lo sabían también, pero ¿cómo puede el corazón humano vivir en ese océano de dolor devastador mientras le quede otra alternativa? Una vez había ido a una fiesta en casa de una amiga sin avisarles…
Simplemente se le olvidó, pero había ocurrido. De modo que aguardaban y rezaban, esperando contra toda esperanza que Francine entrara dando brincos por la puerta.
Cuando Carmine volvió a su despacho, a las cuatro de la tarde, no había sacado nada en limpio de una mañana hablando con gente, incluido el personal del Hug. Dos meses con el caso, y nada de nada. Sonó su teléfono.
– Delmonico.
– Teniente, soy Derek Daiman, del instituto Travis. ¿Podría usted venir aquí de inmediato?
– Estaré allí en cinco minutos.
Derek Daiman, pensó Carmine, sería probablemente el último profesor en marcharse del Travis cada día; ocuparse de su gigantesca y políglota criatura debía de darle muchos quebraderos de cabeza, pero se las arreglaba para dirigirla bien.
Estaba de pie tras las puertas del edificio principal del Travis, pero en el instante en que el Ford se detuvo en el patio, salió afuera, bajó corriendo las escaleras y fue hacia el coche.
– No le he dicho nada a nadie, teniente, tan sólo le pedí al estudiante que hizo el descubrimiento que se quedara donde estaba.
Carmine le siguió; doblaron la esquina izquierda del bloque principal y se acercaron a una estructura desangelada, semejante a un cobertizo, adosada a la pared lateral de ladrillo a través de un breve pasadizo que daba a sus ventanas casi tres metros de aire y luz, además de una vista del revestimiento metálico pintado de beige.
La educación era responsabilidad municipal; las ciudades como Holloman, lastradas por una población en rápida expansión en sus zonas más pobres, se esforzaban por proporcionar unas instalaciones adecuadas. Así fue como surgió el cobertizo, un hangar que contenía una pista de baloncesto y tribunas de espectadores, y en el extremo más alejado aparatos de gimnasia: potros, anillas colgadas del techo, barras paralelas y lo que parecían ser dos postes y un listón cruzado para saltos de altura o con pértiga. En el lado derecho, un segundo gimnasio parecía el reflejo de éste, aunque una piscina con sus tribunas ocupaba el lugar de la pista de baloncesto, y había además una zona en un extremo dedicada al boxeo, la lucha y la musculación. Las chicas allí, a ejecutar gráciles saltos, y los chicos allá, a zurrar la badana a sacos de boxeo.
Aunque entraron en el gimnasio por el patio, podían hacerlo igualmente por el edificio; el corto pasadizo facilitaba a los estudiantes un acceso directo, imprescindible los días de lluvia, pero que tenía también su puerta.
Derek Daiman condujo a Carmine más allá de la pista de baloncesto y sus tribunas, hacia el gimnasio del fondo, dotado a ambos lados de banquetas junto a lo que parecían grandes taquillas de madera. Él usaba el término que solían darle en el ejército; en el instituto, creía recordar, las llamaban simplemente cajas. Junto a la última taquilla del lado del pasillo se hallaba de pie un joven negro, alto, de aspecto atlético, con la cara surcada de lágrimas.
– Teniente, éste es Winslow Searle. Winslow, dile al teniente Delmonico lo que has encontrado.
– Esto -dijo el chico, alzando en la mano una chaqueta rosa como un caramelo de fresa-. Pertenece a Francine. Lleva su nombre, ¿lo ve?
Podía leerse FRANCINE MURRAY, bordado a máquina, en la recia tira que permitía colgar la chaqueta de un gancho.
– ¿Dónde estaba, Winslow?
– Ahí dentro, embutida dentro de una de las colchonetas, con un puño asomando.
Winslow levantó la tapa de la taquilla para mostrar que contenía aún dos colchonetas de gimnasia, enrollada una, plegada la otra de cualquier manera.
– ¿Cómo es que la has encontrado?
– Hago salto de altura, teniente, pero tengo la mandíbula de cristal. Si caigo con demasiada fuerza, puedo sufrir una pequeña conmoción -dijo Winslow con puro acento de Holloman; su sintaxis indicaba que sacaba buenas notas en lenguaje y que no andaba con pandilleros.
– Tiene madera de olímpico, las universidades se lo rifan -susurró Daiman a la oreja de Carmine-. Está a punto de optar por Howard.
– Sigue, Winslow, lo estás haciendo muy bien -dijo Carmine.
– Hay una colchoneta extragruesa, que uso yo siempre. El entrenador Martin la guarda siempre en la misma caja para mí, pero cuando vine esta tarde para saltar un poco después de clase, no estaba allí. La busqué y la encontré al fondo de ésta. Es raro, señor.
– ¿Por qué, raro?
– La taquilla debería estar llena, con las colchonetas empaquetadas como salchichas. En algunas cajas había demasiadas… estaban más bien como sardinas. Y mi colchoneta extragruesa ni siquiera estaba enrollada. Estaba doblada un par de veces, cruzada de lado a lado de la caja. La otra, de la que asomaba el puño de la chaqueta de Francine, estaba justo encima. Me pareció raro, así que tiré del puño y salió fácilmente.
En torno a la taquilla había desparramadas por el suelo cinco colchonetas medio desenrolladas; Carmine las observó sintiendo que se le caía el alma a los pies.
– Supongo que no recordarás en cuál de ellas estaba metida la chaqueta…
– Oh, sí, señor. En la que está aún dentro de la caja, encima de la mía.
– Winslow, muchacho -dijo Carmine, estrechándole calurosamente la mano al joven-. ¡Eres mi candidato para el oro olímpico en el sesenta y ocho! Gracias por tu cuidado y tu sentido común. Ahora, vete a casa, pero no hables de esto con nadie, ¿vale?
– Descuide -dijo Winslow, se secó las mejillas y salió caminando, con un andar que recordaba al de un enorme gato.
– El colegio entero está de duelo -dijo el director.
– Con razón. ¿Puedo usar ese teléfono? Gracias.
Preguntó por Patrick, que seguía allí.
– Ven tú mismo si te es posible, pero si no puedes, envíame a Paul, Abe, Corey y a toda tu tropa, Patsy. Puede que hayamos dado con algo útil.
Luego volvió junto a la taquilla, que tenía la tapa bajada y la chaqueta de Francine encima.
– ¿Le importa esperar conmigo, señor Daiman? -preguntó al profesor.
– No, claro que no. -Daiman se aclaró la garganta, cambió las piernas de posición e inspiró profundamente-. Teniente, faltaría a mi deber si no le informara de que se avecinan disturbios.
– ¿Disturbios?
– Disturbios raciales. La Brigada Negra está haciendo una fuerte campaña para recabar apoyos utilizando la desaparición de Francine como banderín de enganche. No es hispana, y en los impresos que rellena se clasifica como negra. Nunca discuto con mis estudiantes de piel morena cómo se consideran a sí mismos desde un punto de vista racial, teniente; en mi opinión, eso sería una negación de sus derechos. Como los nuevos conceptos sobre la cualidad de autóctono, que sólo una persona autóctona puede decidir quién lo es y quién no. -Sacudió los hombros y torció el gesto-. Pero estoy divagando. El caso es que algunos de mis estudiantes más irascibles han ido diciendo que estamos ante un asesino blanco de chicas negras, y que la policía no se toma muchas molestias en atraparle porque es un poderoso miembro del Hug con influencias políticas de todo tipo. Dado que en mi instituto hay un cincuenta y dos por ciento de negros por un cuarenta y ocho de blancos, como no consiga mantener controlados a los chicos de la Brigada Negra, puede que tengamos enfrentamientos bastante problemáticos.
– ¡Jesús, eso es lo último que necesitamos! Señor Daiman, nos estamos dejando las uñas buscando a este asesino, de eso le doy mi palabra. Simplemente, no sabemos nada de él, y mucho menos que sea un miembro del Hug… ¡No hay nadie en el Hug que tenga algún poder político! Pero le agradezco la advertencia, y voy a asegurarme de que el Travis cuente con cierta protección. -Su mirada pasó de la taquilla a la puerta que cerraba el acceso al pasadizo que llevaba al cuerpo principal del colegio-. ¿Le importa que eche un vistazo por ahí? ¿Y cómo se llega desde aquí al aula de química? ¿Es un laboratorio, o un aula normal?
– Está justo al final del pasillo que sale del gimnasio, y es un aula. El laboratorio está en la zona general de laboratorios. Adelante, teniente, mire cuanto quiera -dijo Daiman; luego fue hasta una silla y se sentó con la cabeza entre las manos.
La puerta del pasadizo estaba cerrada sin vuelta de llave; ¿la cerrarían bien alguna vez? Por el lado del corredor, no podía abrirse sin la llave… o sin una tarjeta de crédito, si no aseguraban el cierre. Carmine penetró en aquel tubo de tres metros de largo y salió de él para encontrarse un lavabo de chicas directamente al otro lado del pasillo.
«¡Este asesino está al tanto de todo! -pensó, estupefacto-. La agarró cuando ella fue al servicio, algo por lo que era conocida, cruzó arrastrándola un pasillo de tres pasos de ancho y un túnel de otros tres, hasta un gimnasio desierto. Lo más probable es que abriera la puerta antes de agarrarla. ¡Y sabía que el gimnasio estaría desierto! Lo está todos los miércoles después de clase, porque es cuando vienen los de mantenimiento a tratar los suelos. Pero ayer no los trataron porque Francine desapareció y no les dejaron entrar. Una vez en el gimnasio, redistribuyó las colchonetas, la metió a ella al fondo de la taquilla más cercana y comprobó que la colchoneta gruesa de Winslow la tapara por completo. ¿La ató y amordazó, o le inyectó algo que la mantuviera inconsciente unas horas?
»Hemos registrado cada palmo de este instituto dos veces, pero no la encontramos. Y al no encontrarla, supimos que era la duodécima víctima, esfumada en el Travis antes de que el coche patrulla apostado en el exterior pudiera comunicarlo por radio a la central. En ambas ocasiones, alguno de los encargados de la búsqueda habrá abierto esa taquilla y visto lo mismo que en todas las demás: colchonetas de gimnasia enrolladas. Tal vez quien la registró tanteara el interior con la mano, pero sin que Francine se moviera o hiciera ruido. Luego, cuando nos habíamos convencido de que Francine se había ido -cuando el Travis ya no tenía interés para nosotros-, volvió por ella. Encargaré a Corey que investigue lo de la cerradura, es el mejor para estas cosas.
»Tal vez el error en que caemos una y otra vez es subestimar su trabajo de zapa, las molestias que se toma en la planificación. Es como si no tuviera otra cosa que hacer entre secuestro y secuestro que pasarse los días enteros maquinando cómo va a cazar a la siguiente. ¿Con cuánta antelación identifica a su próxima víctima? ¿Las eligió hace años, cuando estaban a las puertas de la pubertad? ¿Tiene una lista pegada en la pared con sus nombres, fechas de nacimiento, direcciones, colegios, religión, raza, hábitos, minuciosamente detallados en columnas? Tiene que espiarlas, tenía que saber que Francine iba suelta de vejiga. ¿Es un profesor sustituto, que va revoloteando de colegio en colegio con referencias brillantes y reputación impecable? Tendremos que investigar esto de inmediato.»
– ¿Se dejó allí la chaqueta para tensarnos las cuerdas, o fue Francine la que se las arregló para esconderla en la colchoneta? -le preguntó a Patrick mientras observaba a Paul introducir delicadamente la rígida prenda en una bolsa de plástico.
– Yo diría que la escondió Francine -respondió Patrick-. Es arrogante, pero al dejarnos la chaqueta nos estaría revelando uno de sus trucos más astutos. Hasta ahora, estábamos convencidos de que asalta a las chicas y se las lleva de inmediato. ¿Por qué decirnos que no actúa necesariamente así? Me inclino a creer que quiere que continuemos buscando con las orejeras puestas, siguiendo una única pista. Lo que significa, Carmine, que este nuevo giro de los acontecimientos no debe filtrarse a la prensa de ninguna manera. ¿Te fías del chico que encontró la chaqueta? ¿Del director?
– Sí. ¿Cómo consiguió tenerla callada en la taquilla, Patsy?
– La drogó. Alguien tan meticuloso como él no cometería el error de amordazarla antes de meterla en una taquilla apestosa sin apenas aire. No hay indicios de que vomitara, pero cada persona es distinta, y algunas son de las que vomitan con facilidad. Amordazada, se habría asfixiado con su propio vómito. No creo que él se arriesgara a eso. La chica es demasiado valiosa para él, lleva dos meses planeando su secuestro.
– Si encontramos el cuerpo…
– ¿No crees que vayamos a encontrarla con vida?
Carmine dirigió a su primo lo que Patrick llamaba su «severa mirada de desdén».
– No, no vamos a encontrarla con vida. No sabemos dónde buscar, y en los sitios donde nos gustaría buscar no podemos. Así que cuando encontremos su cuerpo -prosiguió-, más vale que examines la piel con un microscopio. Tiene un pinchazo en alguna parte, porque él no habrá tenido tiempo para ponerle la inyección donde un buen patólogo no pueda encontrar la marca. Lo más probable es que usara una aguja muy fina, y esta vez puede que los trozos del cuerpo no estén en tan buen estado.
– Tal vez -dijo Patrick torciendo el gesto- podría tomar prestado el microscopio quirúrgico Zeiss que tienen en el Hug. El mío es una mierda en comparación.
– Teniendo como tenemos presupuesto ilimitado, no veo por qué no puedes encargar uno. Puede que no llegue a tiempo para Francine, pero una vez que lo tengas seguro que tendrás ocasión de usarlo a menudo.
– Lo que más me gusta de ti, Carmine, es tu atrevimiento. Te van a crucificar, porque no seré yo quien firme la solicitud.
– Que les jodan -dijo Carmine-. Ellos no tienen que ir a ver a todas esas pobres familias. Tengo pesadillas con las cabezas.
Viernes, 10 de diciembre de 1965
Habían transcurrido diez días sin que apareciera el menor rastro de Francine Murray, aunque aquella mañana no era Francine Murray quien ocupaba los pensamientos de Ruth Kyneton.
Incluso en lo más crudo del invierno, Ruth Kyneton prefería usar el tendedero de fuera que meter las sábanas recién lavadas en una de esas secadoras. Nada como el olor de la ropa secada al aire fresco y limpio. Además, tenía serias sospechas de que los suavizantes con antiestáticos y aromas artificiales que anunciaban por la tele eran en realidad un complot gubernamental para impregnar la piel de los leales ciudadanos respetuosos con la ley con sustancias diseñadas para convertirlos en zombis. A la que te descuidabas, el Congreso ya estaba pisoteando los derechos de alguien a favor de los borrachos, la chusma o los vándalos, así que ¿por qué no manipular los suavizantes, los desinfectantes del baño o el flúor de la pasta de dientes?
Tendía la colada como está mandado: plegaba el extremo de una prenda solapándola con la previa para que tuvieran un cierto grosor, sujetaba ambas con una pinza, luego metía la esquina opuesta debajo del extremo de la prenda siguiente, ponía una pinza, y así sucesivamente, con la boca llena de pinzas y más pinzas en los bolsillos del delantal. Sí señor, haciéndolo a su manera usaba la mitad de pinzas y le quedaba el tendedero tan abarrotado que no se veía un trozo de cuerda; cuando acababa, encajaba un tronquito bifurcado bajo la cuerda para que no se hundiera demasiado. Lo bueno de aquel día era que no hacía tantísimo frío como para que la ropa se helara mientras estaba húmeda. Por más purista que fuera, a Ruth nunca le había entusiasmado tener que pelearse con una colada congelada.
Mientras hacía esto, reparó en que los tres chuchos del fondo de la calle estaban peleándose en la parte de abajo de su patio; al final acabarían subiendo, porque era lo que hacían siempre, y ella no tenía la menor intención de permitir que unos chuchos mancillaran la blancura cegadora de su colada, sus colores intensamente vistosos. De modo que entró en la casa para coger una escoba de paja y marchó decidida patio abajo, hacia el rincón del extremo donde fluía el hilillo de un arroyuelo. Ese arroyo era un incordio; cierto era que impedía que la tierra se congelase rápidamente, pero formaba barro. Los chuchos estarían rebozados en barro negro y viscoso.
– ¡Au! -gritó, cayendo sobre ellos como una bruja recién apeada de su escoba, agitándola con saña-. ¡Au, bichos sarnosos! ¡Vamos, au!
Los tres perros estaban enzarzados amigablemente, más que peleando, tirando de un mismo hueso, largo y lleno de carne, embadurnado de barro, y se resistieron a soltar el trofeo hasta que la escoba de Ruth les dio a dos de ellos con tal fuerza que salieron huyendo, gimoteando, para esperar a una distancia prudencial a que ella se cansara. El tercer perro, el jefe de la banda, se agazapó con las orejas hacia atrás, gruñéndole amenazador. Pero Ruth ya se había olvidado de los chuchos: el hueso era doble, y estaba unido a un pie humano.
No chilló ni se desmayó. Sin soltar la escoba, volvió a entrar en casa para llamar a la policía de Holloman. Hecho esto, se plantó al borde del barro para hacer guardia hasta que llegara la ayuda, mientras los perros, frustrados pero no vencidos, daban vueltas a su alrededor.
Patrick acordonó toda la zona del arroyuelo y se concentró en primer lugar en la sepultura, a diez metros escasos de donde los perros se habían disputado su hallazgo.
– Sospecho que los primeros en encontrarla fueron los mapaches -le dijo a Carmine-, pero estoy convencido de que la sepultaron (sí, tiene que ser Francine) a propósito para que fuera desenterrada al poco tiempo. A treinta centímetros bajo tierra nada más. De diez trozos, ocho siguen en el sitio. Paul encontró el húmero derecho entre unos arbustos… los mapaches. Lo que descubrió la señora Kyneton fueron la tibia, el peroné y el pie izquierdos. Tengo a gente competente buscando, pero no creo que la cabeza esté por aquí.
– Ni yo -dijo Carmine-. Y el Hug vuelve a estar por medio.
– Eso parece. Yo apuesto a que está resentido con ellos por algo.
Carmine dejó que Patrick siguiera con la faena y caminó pesadamente hacia la casa, donde le esperaba Ruth Kyneton, entera y dispuesta a hablar, aunque no fuera en absoluto insensible a la suerte de Francine Murray.
– ¡Pobre niña! -exclamó-. Él sí que debería ser pasto de los perros, aunque aún es menos de lo que se merece. ¿Le importa que me haga un poco de té, teniente? Para que me se asienten las tripas.
– A condición de que me sirva uno a mí, señora.
– ¿Por qué en nuestra casa? -preguntó-. Eso es lo que me gustaría saber.
– A mí también, señora Kyneton. Pero vayamos por partes: ¿vio u oyó algo anoche?
– ¿Está seguro de que fue anoche?
– Bastante seguro, pero cuénteme cualquier cosa desacostumbrada que haya ocurrido durante las nueve últimas noches.
– Nada -dijo ella, mientras metía un par de bolsitas de té en sendos tazones-. No he escuchado ningún ruido. Bueno, ladraban los perros, pero siempre están ladrando. Los Desmond tuvieron una pelotera, con gritos, alaridos, trastos rotos… anteanoche. Cosa de todos los días. Él es un borracho. -Reflexionó un instante-. Bueno, y ella también.
– ¿Habría oído usted algo estando dormida?
– Yo no duermo mucho, y nunca hasta que llega mi hijo a casa -dijo Ruth, henchida de orgullo-. Es cirujano especialista en operaciones de cerebro, se ocupa de las burbujitas que se forman en esas venas que revientan como un surtidor.
– Arterias -la corrigió Carmine automáticamente; empezaba a lucirle lo que aprendía en el Hug.
– Eso es, arterias. No tienen a nadie mejor que Keith para tratar las burbujitas. Yo siempre me imagino que es como poner un parche en el tubular de una bici vieja. Me harté de hacerlo cuando era niña. A lo mejor a Keith le viene de allí. Si no, no sé de dónde.
«Si no estuviera tan preocupado y enfadado -pensó Carmine-, puede que me enamorara de esta mujer. Es auténtica.» -Keith -dijo Carmine-. ¿El marido de la señora Silverman?
– Sí. Va para tres años que se casaron.
– He deducido que el doctor Kyneton acostumbra a llegar tarde a casa…
– Casi siempre. Las operaciones llevan horas y horas. Mi Keith es una fiera con el trabajo. No como su viejo. Él no trabajaba ni encadenado. Sí, yo siempre espero a Keith levantada, para asegurarme de que come. No puedo dormirme hasta que no llega.
– ¿Vino tarde anoche? ¿Y anteanoche?
– Anoche, a las dos y media, y a la una y media la noche anterior.
– ¿Hace mucho ruido al entrar?
– No. Es silencioso como un fiambre. Pero da lo mismo: yo le oigo igual. Apaga el motor de su coche y baja por la calle en punto muerto, pero yo le oigo -afirmó Ruth Kyneton con rotundidad-. Estoy atenta.
– ¿Hubo algún momento anoche en que creyera haberle oído pero luego no entrara? ¿O la noche anterior?
– No. Al único que oí fue a Keith.
Carmine se bebió su té, le dio las gracias y decidió marcharse.
– Le agradecería que no hablara de esto a nadie más que a su familia, señora Kyneton -le dijo cuando estaba ya en la puerta-. Volveré para verles a ellos tan pronto como me sea posible.
Patrick acababa de lavar los trozos de cuerpo y juntarlos sobre su mesa cuando entró Carmine.
– Estaban tan cubiertos de barro, humus y hojas que si sacamos algo en limpio, será de milagro -dijo Patrick-. He recogido todo el líquido del lavado, que es agua destilada, y también una muestra del agua del arroyuelo. Esta vez tengo más sobre lo que trabajar -prosiguió, aparentemente satisfecho-. Los indicios apuntan a una violación similar: una serie de vainas o consoladores de tamaño progresivamente mayor, penetración anal y vaginal. Pero ¿ves esa línea recta amoratada en el segmento superior del brazo, justo bajo los hombros, y esa otra debajo de los codos? La ataron con algo de unos cuatro centímetros de ancho, de tejido fuerte, tipo lienzo. Las contusiones se las produjo al forcejear y no poder liberarse. Esto nos dice también que al tipo no le interesan los pechos. La ató aplastándoselos bajo un corsé de tela que los ocultaba a la vista. Eso quiere decir que la tenía tumbada sobre una mesa. En cuanto a por qué no se limitó a atarla de manos o por las muñecas, lo ignoro. Que dejara libres las piernas tiene más lógica, necesitaba moverlas.
– ¿Cuánto tiempo sobrevivió al secuestro, Patsy?
– Una semana, más o menos, pero no creo que le diera de comer. El tracto digestivo estaba vacío. A Mercedes la alimentó a base de leche y copos de maíz. Aunque de Mercedes sólo teníamos el torso, creo que varió algunas de sus costumbres con Francine. O a lo mejor varía un poco con cada víctima. Sin los cuerpos, nunca lo sabremos.
– ¿Cuánto tiempo llevaba muerta? -inquirió Carmine.
– Como mucho, treinta horas. Menos, probablemente. La enterraron anoche, no anteanoche, pero yo diría que antes de medianoche. No conservó el cuerpo mucho tiempo después de que muriera, pero puedo decirte que murió desangrada. Mira sus tobillos. -Patrick se los señaló.
Carmine no había llegado tan abajo; se puso rígido.
– Marcas de ataduras -musitó.
– Pero que no son parte de su método de inmovilización. No las llevó más de una hora. ¡Ah, pero es listo, el condenado! No encontraremos fibras ni astillas de estas ataduras, me juego el cuello. Yo apostaría a que la ató con alambre de acero inoxidable de un solo filamento, que manipuló para asegurarse de que las junturas no estuvieran nunca en contacto con su carne. El alambre se le clavaba, pero sin rasgar la piel aserrándola o enganchándose. Estas crías son pequeñas y ligeras, pesan unos treinta y seis kilos. Como a Mercedes, primero la degolló para desangrarla, y más tarde la decapitó; aunque en el caso de Francine, dejó pasar menos tiempo entre una cosa y otra.
– Dime que hay semen.
– Lo dudo.
– ¿Examinarás el agua del lavado para ver si hay restos de semen también?
– ¡Carmine! ¿Es católico el Papa?
– Espero que sí -dijo Carmine, pellizcándole el brazo a su primo.
De allí fue al despacho de Silvestri, con Marciano caminando pausadamente tras él; Abe y Corey se habían quedado en Griswold Lane, preguntando a los vecinos si habían visto u oído algo fuera de lo normal.
Informó de las novedades a Silvestri y Marciano.
– ¿Es posible -preguntó Marciano después- que este tipo no pertenezca al Hug pero albergue algún resentimiento contra ellos, o contra alguien de allí?
– Eso empieza a parecer cada vez más probable, Danny. Aunque ojalá pudiera estar seguro de que todos los huggers estaban donde se supone que debían estar el miércoles de la semana pasada, cuando secuestraron a Francine. Se tardaría veinte minutos largos en ir desde el Hug al Travis y volver, y eso a paso ligero. Mientras que la señorita Dupre no localizó a los huggers de mayor rango hasta pasada media hora. No obstante, al parecer estuvieron todos juntos en la azotea, y dado que sólo son siete, estoy seguro de que una ausencia de veinte minutos seguida de una reaparición entre jadeos habría levantado algunos comentarios. Puede que el doctor Addison Forbes no hubiera vuelto jadeando, lo tengo en cuenta. Dejando eso al margen, está claro que el asesino quiere que creamos que sus crímenes tienen una conexión con el Hug. De no ser así, ¿por qué elegir la casa de los Kyneton como vertedero? Quería que la encontráramos pronto, y por eso escarbó en el barro lo justo para taparla. Debieron de acudir corriendo todas las alimañas en dos kilómetros a la redonda. Está intentando cubrir de mierda a alguien o a algo, pero no sé a quién o a qué.
– ¿No crees que los Kyneton tienen algo que ver con el asunto, no? -preguntó Silvestri.
– No he hablado aún con Hilda ni con Keith, pero Ruth Kyneton es trigo limpio.
– ¿Adónde vas al salir de aquí?
– Hablaré hoy mismo con Hilda y con Keith, pero voy a dejar a los demás huggers para el lunes. Quiero que se lo rumien un poco durante el fin de semana, viendo los boletines informativos y oyendo a los polis de sofá de la tele.
– Va a seguir matando, ¿verdad? -inquirió Marciano.
– No puede parar, Danny. Tenemos que pararle nosotros.
– ¿Qué hay de esa pandilla de nuevos psiquiatras a los que consultan el FBI y la policía de Nueva York? ¿No pueden echar una mano? -preguntó Silvestri.
– Es la misma canción de siempre, John. Nadie sabe gran cosa sobre el asesino múltiple. Los loqueros parlotean sobre rituales y obsesiones, pero son incapaces de aportar nada útil. No saben decirme qué aspecto tiene el tío, ni qué edad, ni qué tipo de profesión, o qué nivel de educación, o cómo pudo ser su infancia… Es un enigma, un puto y completo misterio… -Carmine se detuvo, tragó saliva y cerró los ojos-. Lo siento, señor. Me está afectando.
– Nos está afectando a todos. La cosa es que tal vez haya más de estos asesinos múltiples por ahí de los que no sabemos nada -dijo Silvestri-. Y como haya muchos como el nuestro, alguien tendrá que hacer algo para ayudarnos a cazarlos. Nuestro tipo ha salido de rositas de diez asesinatos antes de que supiéramos siquiera que existía. -Sacó otro cigarro que masticar-. Tú sigue dándole duro y ya está, Carmine.
– Esa es mi intención -dijo Carmine, poniéndose en pie-. Antes o después, ese cabrón va a patinar, y cuando lo haga yo estaré allí para recogerle al caer.
– ¡Oh, esto podría ser la ruina de Keith! -exclamó Hilda Silverman, palideciendo-. ¡Justo ahora que ha recibido una oferta excelente…! ¡No es justo!
– ¿Qué oferta es ésa? -preguntó Carmine.
– Para entrar de socio en una clínica privada. Tendría que comprar su participación, por supuesto, pero nos las hemos apañado para ahorrar lo suficiente para hacerlo.
«Lo que explica el enigma de por qué viven en este cuasiarrabal -pensó Carmine, desviando la mirada de Hilda a Ruth, que parecía igualmente preocupada por Keith-. Las Mujeres Unidas de Keith.»
– ¿A qué hora llegó usted a casa anoche, señora Silverman?
– Poco después de las seis.
– ¿A qué hora se acostó?
– A las diez. Como hago siempre.
– ¿No espera usted levantada a su marido, entonces?
– No hace falta, ya lo hace Ruth. Verá, por ahora soy yo la que aporta más ingresos.
El sonido de un coche doblando por la entrada galvanizó a ambas mujeres. Se pusieron en pie de un brinco, corrieron a la puerta principal y ahí se quedaron dando saltitos como dos jugadores de baloncesto disputándose la pelota.
«¡Caramba!», pensó Carmine cuando Keith Kyneton hizo su entrada. Decididamente, un príncipe, no más un sapo de Dayton, Ohio. ¿Cómo había tenido lugar semejante transformación, y cuándo? Su físico y su apariencia eran impecables, pero lo que fascinó a Carmine fue su atuendo. Todo de lo mejorcito, desde los pantalones de tela impermeable cortados a medida a su suave jersey de cachemira. El neurocirujano bien vestido tras un día duro en el quirófano, mientras que su madre y su esposa se surtían en las rebajas de Barato y Feo.
Tras quitarse a sus mujeres de encima, Keith escrutó a Carmine con severos ojos grises, contraídos los generosos labios.
– ¿Es usted quien me ha obligado a abandonar el quirófano? -preguntó.
– Ése soy yo. Teniente Carmine Delmonico. Lamento la molestia, pero ¿puedo suponer que la Chubb dispone de algún cirujano de reserva para emergencias?
– ¡Por supuesto que sí! -le espetó Keith-. ¿Por qué me ha hecho venir?
Cuando supo el motivo, Keith se derrumbó en un sillón.
– ¿En nuestro patio? -musitó-. ¿El nuestro?
– El suyo, doctor Kyneton. ¿A qué hora volvió usted anoche?
– Sobre las dos y media, creo.
– ¿Notó algo distinto en el lugar donde aparcó su coche? ¿Lo aparca siempre delante de la casa, o lo mete en el garaje?
– En lo más crudo del invierno, lo meto en el garaje, pero todavía lo vengo aparcando fuera -dijo, mirando no a Ruth, sino a Hilda-. Es un Cadillac con sólo un año, arranca que da gusto oírlo en una mañana helada. -Iba recobrando su elevado concepto de sí mismo-. La verdad es que me tiene hecho polvo volver a casa a esas horas, realmente hecho polvo.
«Un Caddy nuevo mientras tu mujer y tu madre conducen cafeteras con quince años. Vaya pedazo de mierda que estás hecho, doctor Kyneton.» -No ha respondido a mi pregunta, doctor. ¿Advirtió algo fuera de lo normal anoche al llegar a casa?
– No, nada.
– ¿Notó que hacía una noche más bien húmeda?
– La verdad es que no.
– El camino de entrada a su casa no tiene cierre. ¿Había huellas de neumático extrañas?
– ¡Ya se lo he dicho, no noté nada! -exclamó, quejoso.
– ¿Con qué frecuencia acaba tarde de trabajar, doctor Kyneton? Quiero decir: ¿acaso está Holloman saturada de pacientes que requieran de sus particulares habilidades?
– Dado que la nuestra es la única unidad de todo el Estado con el equipamiento necesario para practicar cirugía cerebrovascular, sí que tendemos a estar saturados.
– ¿De modo que para usted volver a casa a las dos o las tres de la madrugada es la norma?
Kyneton se mordió los labios, y bruscamente apartó la vista de su madre, de su mujer, de su interrogador. Ocultando algo.
– No siempre es el quirófano -dijo, malhumorado.
– Y cuando no es el quirófano, ¿qué es?
– Soy profesor no numerario, teniente. Doy charlas que debo preparar, tengo que redactar informes clínicos extremadamente detallados, he de dar clases prácticas en el hospital, y paso bastante tiempo formando a residentes de neurocirugía. -Seguía desviando la mirada.
– Me dice su mujer que va a comprar una participación en una clínica de neurocirugía privada.
– Así es. Un grupo de Nueva York.
– Señora Silverman, doctor Kyneton, muchas gracias. Puede que tenga más preguntas que hacerles más adelante, pero esto es todo por el momento.
– Le acompaño a la puerta -dijo Ruth Kyneton.
– En realidad no era necesario que me acompañara -dijo amablemente Carmine cuando llegaron al porche y hallaron cerrada la puerta principal.
– Me alegro de que seamos dos los que no somos idiotas.
– ¿Es eso lo que opina de ellos, señora Kyneton? ¿Que son idiotas?
Ella suspiró y dio una patada a una china que había en las tablas del suelo, lanzándola a la oscuridad de la noche.
– A veces creo que a Keith le trajeron las hadas; nunca encajó, con esos humos que se daba ya antes de ir al jardín de infancia. Pero algo he de reconocerle: se dejó las pestañas para conseguir una educación, para cultivarse. Y le adoraré por eso hasta que me muera. Y Hilda es buena pareja para él, ¿sabe usted? Supongo que no lo parece, pero lo es.
– Si sale adelante lo de la clínica privada, ¿qué pasará con usted? -preguntó, en tono áspero.
– ¡Ah, no pienso irme con ellos! -dijo ella, risueña-. Yo me quedo aquí, en Griswold Lane. Ellos cuidarán de mí.
Había muchas cosas que a Carmine le hubiera gustado decir, pero no lo hizo. Lo dejó en un:
– Buenas noches, señora Kyneton. Es usted toda una mujer.
Durante todo el camino de regreso a la calle Cedar, Carmine estuvo dándole vueltas al descubrimiento inesperado de que el asesino a veces escondía a las víctimas in situ para llevárselas más tarde. Le rondaba la cabeza más que el cambio de raza.
– No está suplicándonos que le atrapemos -le dijo a Silvestri-, ni está tirándonos de la barba sólo para demostrarnos lo listo que es. No me creo que su ego necesite esa clase de estímulos. Si nos tira de la barba es porque tiene que hacerlo, como parte de su plan más que de propina. Como lo de enterrar a Francine en el patio trasero de los Kyneton. Según yo lo entiendo, eso es un mecanismo de defensa. Y lo que me dice es que el asesino tiene relación con el Hug, que está resentido con alguien de allí… y que no le preocupa en absoluto que podamos descubrirle.
– Creo que tenemos que registrar el Hug -dijo Silvestri.
– Sí, señor, y más concretamente, tendríamos que hacerlo mañana, en sábado. Pero el juez Douglas Thwaites no va a expedirnos una orden.
– Dime algo que no sepa -gruñó Silvestri-. ¿Qué hora es?
– Las seis -dijo Carmine, mirando el vetusto reloj de estación de tren que colgaba tras la cabeza de Silvestri.
– Voy a llamar a M.M., a ver si puede persuadir al consejo de administración para que nos autorice a hacer el registro. Evidentemente, podrán designar a cuantos huggers quieran para que supervisen el registro, pero ¿a quién preferirías tú, Carmine?
– Al profesor Smith y a la señorita Dupre -dijo Carmine sin pensárselo.
– Le puso una inyección de Demerol -dijo Patrick cuando Carmine entró-. No podía buscar una vena con la chica forcejeando entre sus brazos, pero necesitaba que la droga hiciese efecto lo antes posible. Así que empecé por buscar en el abdomen, y allí estaba. A riesgo de perforar el intestino o el hígado, tuvo que usar una hipodérmica de buen calibre; una jeringuilla de tuberculina fina, de veinticinco G, habría penetrado hasta el fondo más que apartar los órganos. Y por ahí hemos tenido suerte. El pinchazo de una veinticinco G se habría cerrado por completo en la semana que mantuvo a la chica con vida. La de dieciocho G hizo un agujero.
– ¿Por qué actúa más rápido el pinchazo en el abdomen que en el músculo?
– Se llama inyección parenteral, mezcla la droga con los fluidos de la cavidad abdominal. Es lo mejor después de una vena. Supuse que había usado Demerol, un opiato de acción rápida. Su nombre genérico es meperidina, y es más adictivo aún que la heroína, por lo que no es nada fácil conseguir una prescripción para la versión oral. Sólo tendrían acceso a ampollas profesionales de la medicina. El caso es que acerté. Encontré rastros de meperidina.
– ¿Tienes idea de cuánta le metió?
– No. Encontré el rastro en las células dérmicas del punto en que penetró la aguja. Pero o bien calculó mal la dosis o Francine tenía una resistencia al fármaco mayor de lo normal. Si se las apañó para esconder su chaqueta, es que volvió en sí mucho antes de lo que él esperaba.
– No la amordazó, sino que la silenció metiéndola en una colchoneta extragruesa -dijo Carmine-. La ató tal vez con cinta industrial sobre las perneras de sus pantalones y sobre la blusa. Puede que le quitara él mismo la chaqueta para sujetarle con la cinta los puños de la blusa. Al despertarse, no podría moverse gran cosa, aunque es posible que consiguiera empezar a liberarse las manos. Creo que Francine era una joven formidable. De las que no podemos permitirnos perder.
– Todas son de ésas -dijo Patrick con ceño-. Así y todo, es extraño que no viera una manga rosa sobresaliendo de una colchoneta negra.
– El lugar estaba oscuro y él tenía prisa. Es posible que Francine se hubiera movido lo suficiente para ocultar lo que había hecho, o tal vez salió peleando en cuanto él abrió la taquilla.
– Una de las dos cosas -dijo Patrick.
– ¿No has cenado aún, Patsy?
– Nessie ha ido a un concierto en la Chubb, así que iré al Malvolio's.
– Yo también. Te veo allí en cuanto diga a Silvestri adónde voy. -Carmine sonrió-. Se va a pasar una hora como mínimo colgado de ese teléfono.
– Que los santos me guarden de los magnates -refunfuñó Silvestri al sentarse con ellos a su mesa-. Al menos ya no estoy en horario de servicio, así que puedo echar un trago. Café y un escocés doble con hielo -dijo a la camarera que a Carmine le recordaba a Sandra.
– Así que ha sido duro, ¿eh? -preguntó Patrick, compadeciéndole.
– Con M.M., como la seda. Entendía nuestra situación. Pero con Roger Parson Junior ha sido como sacarle sangre a una piedra. Se niega a admitir que haya ninguna conexión con su precioso Hug.
– ¿Qué has hecho para convencerle, John? -preguntó Carmine.
Llegó el whisky; Silvestri dio un trago y adoptó de pronto el aire de un demonio miembro de la junta directiva del infierno.
– Le dije que apostara por lo que defendía. Si no hay vinculación con el Hug, cuanto antes registremos el lugar, antes le daremos la razón. Aunque -añadió, todavía con aquel aire demoníaco- tuve que pagar un precio por su autorización.
– ¿Y por qué -preguntó Carmine en tono de hastío- tengo la impresión de que le va a tocar pagarlo a otro?
– Porque eres listo, Carmine. Tienes una cita con Parson en su oficina de Nueva York el próximo jueves a mediodía. Quiere saber todo cuanto sepamos.
– Me apetece tanto como tirarme de un quinto piso.
– Paga el precio, Carmine, paga el precio.
Sábado, 11 de diciembre de 1965
«Hasta los planes más elaborados pueden torcerse», pensó Carmine aquella mañana de domingo. Se había producido un atraco a mano armada en una gasolinera, que los ladrones redondearon con dos tiendas de licores, una joyería y otra gasolinera, lo que redujo tanto el número de hombres del que disponía que tuvo claro que el registro les llevaría todo el día. Corey y Abe y cuatro detectives más, todos ellos novatos a los que habría que supervisar. Muy bien. Dos partidas de tres, Abe al mando de una y Corey de la otra, mientras que él mismo iría de volante. Paul estaría disponible si aparecían pruebas que requirieran de su pericia.
Llegaron al Hug a las nueve de la mañana, siendo recibidos en el vestíbulo por el Profe y Desdemona, nada felices, pero con instrucciones del consejo de cooperar.
– Señorita Dupre -dijo Carmine-, acompañe al sargento Marshall y sus hombres por esta planta. Tiene usted las llaves de todo lo que pueda estar cerrado, supongo. Profesor, usted vaya a la primera planta con el sargento Goldberg. ¿Tiene llaves?
– Sí -musitó el Profe, que parecía a punto de desfallecer.
– Cecil está dentro -le dijo Desdemona a Carmine mientras recorrían el pasillo norte.
– ¿Debido a este registro?
– No, por sus criaturas. Siempre está por la mañana, los fines de semana. Yo esperaré fuera, por si tiene alguna en la sala principal. Detestan a las mujeres -dijo ella.
– Eso me contó. Usted puede ir con Corey a examinar el taller mecánico y el laboratorio de electrónica. Lo último que deseo es que Roger Parson Junior nos acuse de robar algo. Yo registraré el animalario personalmente.
– Se lo agradezco, teniente -dijo Cecil, que no parecía molesto por aquella invasión-. ¿Quiere ver dónde viven mis criaturas? Hoy están de buen humor.
«Yo también estaría de buen humor si viviera así», se dijo Carmine al entrar en un pequeño vestíbulo separado de la sala principal de los macacos por gruesos barrotes de hierro. Eran tan fuertes, le explicaba Cecil, que si se enfurecían eran capaces de romper los eslabones de las cadenas como si fueran barritas de caramelo. La zona, muy amplia en relación con su población, estaba ambientada como si fuera una sabana rocosa: una pared de rocas rugosas salpicada de agujeros; arbustos; matas de hierba; troncos; árboles de cemento con sus ramas; una luz cálida que recordaba el calor del sol. Unos reostatos conectados a temporizadores aseguraban que hubiera amaneceres y atardeceres.
– ¿No es una crueldad privarles de hembras? -preguntó Carmine.
Cecil rió entre dientes.
– Se buscan sus apaños, teniente, igual que hacen los hombres en la cárcel. Se cepillan unos a otros como descosidos. Pero hay un orden para pillar, y el que manda es Eustace. Cuando llega uno nuevo, Eustace lo trinca, se lo cepilla y luego se lo pasa a Clyde, y el viejo Clyde se lo pasa a otro, y así sigue la cosa. Jimmy es el último en pillar. Siempre acaba teniendo que hacerse una paja.
– Bueno, gracias por enseñarme esto, Cecil, pero dudo que aquí hayan escondido nunca a una chica.
– En eso lleva más razón que un santo, teniente.
– ¿Qué andan buscando exactamente? -preguntó Desdemona cuando se unió al grupo de Corey en un taller que era el sueño de cualquier mecánico.
– Un armario con un pelo humano dentro; una hebra de ropa; un trozo de uña; una tirilla de cinta industrial; una mancha de sangre. Cualquier cosa que no debiera estar allí.
– ¡Ah, y de ahí las lupas y los focos! Creía que todo eso se había acabado con Sherlock Holmes.
– Son las herramientas que proceden en un registro de este tipo. Todos estos hombres son expertos en buscar pruebas.
– El señor Roger Parson Junior no está nada contento.
– Eso me parecía, pero pregúnteme si me importa. La respuesta es: un pimiento.
Sala por sala, armario por armario, cajón por cajón, el registro continuó. Tras convencerse de que no había nada que rascar en la primera planta, Corey y su equipo subieron a la tercera, con Desdemona y Carmine en su estela.
Durante esa inspección más pausada de la tercera planta, Carmine comprendió que la vida en el Hug en circunstancias normales era bastante agradable; la mayoría de los técnicos habían intentado convertir la fría ciencia en cálida familiaridad. Paredes y puertas estaban empapeladas con chistes a los que sólo la gente del gremio les vería la gracia; había también fotografías de personas, y de paisajes, y pósteres de cosas de vivos colores cuya naturaleza Carmine no podía aventurar ni por asomo, aunque sí podía apreciar su belleza.
– Cristales bajo luz polarizada -explicó Desdemona-, o polen, ácaros del polvo, virus… vistos con el microscopio electrónico.
– Algunos de estos rincones parecen el lugar de trabajo de Mary Poppins.
– ¿Se refiere al de Marvin? -preguntó ella, señalando una zona en la que todo, desde los cajones a las cajas y los libros, se hallaba cubierto de post-its con mariposas rosas y amarillas-. Piénselo, Carmine. Las personas como Marvin se pasan prácticamente el día entero sin moverse del sitio. ¿Por qué habría ese sitio de ser anónimo y gris? Los empleadores no se paran a pensar que si los habitáculos en los que la gente trabaja fueran más armoniosos y personalizados, es posible que aumentara su rendimiento. Marvin es un poeta, eso es todo.
– El técnico de Ponsonby, ¿no?
– Correcto.
– ¿Y Ponsonby no le pone pegas? No tengo la impresión de que le vayan las mariposas rosas y amarillas, considerando que en sus paredes cuelga boscos y goyas.
– Si fuera por él, Chuck pondría pegas, pero el Profe no le respaldaría. La suya es una relación interesante, se remonta a la infancia, y sospecho que ya entonces era el Profe el que mandaba, igual que ahora. -Observó que Corey estaba a punto de mover un aparato de finas columnas de cristal sobre una base con palancas, y chilló-. ¡No se le ocurra tocar el Natelson! Como lo fastidie, amigo, ya le estoy viendo de soprano con los niños cantores de Viena.
– No creo -dijo Carmine muy serio- que eso sea lo bastante grande para esconder nada. Mira en aquel armario.
Miraron en todos los armarios, desde la planta baja a la azotea, sin dejarse uno, pero no encontraron nada. Paul vino a inspeccionar el quirófano, y pasó un algodón por toda superficie que pudiera albergar rastros de fluidos.
– Dudo que vaya a encontrar nada -dijo, no obstante-. Esta señorita Liebman es de lo más pulcra, no se olvida nunca de limpiar los cantos ni por debajo de todo.
– Mi impresión -dijo Abe para sumar su granito de arena al desánimo -general- es que han podido llegar al Hug trozos de cuerpos, pero que los metieron en bolsas antes de entrarlos, y fueron directamente del maletero de alguien a la nevera de los animales.
– Un ejercicio negativo, muchachos, del que podemos sacar una conclusión -dijo Carmine-. Sea cual sea el papel del Hug en este asunto, no es ni un zulo ni un matadero.
Lunes, 13 de diciembre de 1965
Con un caso como el del Monstruo, que se estaba dilatando tanto en el tiempo, el problema era que la cantidad de trabajo que podía efectuarse disminuía poco a poco; el domingo había sido un día dedicado a tratar de leer, cambiar de un canal de televisión a otro y un poco a dar vueltas nerviosamente entre cuatro paredes. De modo que para Carmine fue un alivio llegar a las nueve de la mañana del lunes al Hug. Donde se encontró con un grupo de hombres de raza negra apiñados en el exterior, enarbolando pancartas en que se leía ASESINOS DE NIÑAS y ENEMIGOS DE LOS NEGROS. La mayoría llevaba cazadoras de la Brigada Negra sobre ropa militar de faena. Había dos coches patrulla aparcados en las inmediaciones, pero los manifestantes se comportaban pacíficamente, contentándose con chillar y alzar sus puños en el gesto acuñado personalmente por Mohammed el Nesr. No había entre ellos ningún cabecilla de la Brigada Negra, observó Carmine; eran todos activistas de base que esperaban poder atrapar en sus redes a un reportero de televisión o dos. Al avanzar Carmine hacia la puerta de entrada, le ignoraron, salvo por unos cuantos gritos de «¡Cerdo!».
Claro que los noticiarios del fin de semana habían hablado mucho de Francine Murray. Carmine había trasladado en su momento a Silvestri la advertencia de Derek Daiman, pero aunque hasta el momento no había ocurrido nada, cualquier poli con un poco de olfato habría podido adivinar que se avecinaban problemas. Holloman no era la única población afectada, pero parecía haberse convertido en el foco de toda indignación, general o particular. El papel del Hug en el asunto lo había asegurado, y desde luego, los periódicos no estaban coronando las fotos de John Silvestri y Carmine Delmonico con laureles; los editoriales del fin de semana habían sido en general puras diatribas contra la incompetencia policial.
– ¿Les ha visto? -farfulló el Profe cuando Carmine entró en su despacho-. ¿Les ha visto? ¡Manifestantes, aquí!
– Es difícil no verlos, profesor -dijo Carmine secamente-. Cálmese y escúcheme. ¿Se le ocurre alguien que pudiera estar resentido con el Hug? ¿Un paciente, por ejemplo?
El Profe no se había lavado su magnífica cabellera, y al afeitarse había pasado por alto tantos pelos como los que había rasurado. Síntomas de una personalidad o un ego en colapso, o comoquiera que lo llamaran los psiquiatras.
– No lo sé -dijo, como si Carmine le hubiera salido con algo inconcebible, de puro ridículo.
– ¿Visita usted a algún paciente personalmente, señor?
– No, hace años que no, salvo por alguna consulta ocasional en relación con un caso que tenga a todos desconcertados. Desde que se inauguró el Hug, mi función ha sido estar por mis investigadores, discutir con ellos sus problemas si se encuentran ante un dilema o si las cosas no les salen como ellos esperaban. Yo les doy consejos, a veces les sugiero nuevas vías de investigación. Entre eso, mi programa de clases y conferencias y la lectura, estoy demasiado ocupado para ver pacientes.
– ¿Quién visita pacientes? Refrésqueme la memoria.
– Sobre todo, Addison Forbes, dado que su investigación es enteramente clínica. Los doctores Ponsonby y Finch ven algunos, mientras que el doctor Polonowsky tiene una clínica importante. Es muy bueno en síndromes de malabsorción.
«¿No pueden hablar en cristiano?», hubiera querido preguntar Carmine. Pero dijo:
– ¿Así que sugiere usted que debería hablar en primer lugar con el doctor Forbes?
– Vaya a verlos en el orden que prefiera -dijo el Profe, mientras convocaba a Tamara apretando un timbre.
«He aquí otra hugger que parece no tener ninguna prisa -observó Carmine-. Me pregunto qué pretende. Una mujer atractiva y con buena presencia, pero sabe que no le quedan muchos años buenos.»
Addison Forbes pareció quedarse perplejo.
– ¿Que si veo pacientes? -preguntó-. ¡Pues más bien sí, teniente! Paso consulta con hasta treinta o treinta y pico a la semana. Nunca menos de veinte, desde luego. Soy tan conocido que mi bolsa de pacientes no es sólo nacional, sino internacional.
– ¿Es posible que alguno de ellos albergue algún resentimiento contra usted o el Hug, doctor?
– Mi querido amigo -dijo Forbes en tono altanero-, ¡raro es el paciente que comprende su enfermedad! En cuanto un tratamiento no obra los milagros que él pueda haberse inducido a creer que obraría, le echa la culpa a su médico. Pero yo pongo especial cuidado en advertir a todos mis pacientes que soy un médico corriente, no un médico brujo, y esta precaución ya constituye un avance en sí misma.
«Es quisquilloso, intolerante y condescendiente, aparte de un neurótico», fue la opinión de Carmine, que se cuidó mucho de expresarla. Optó mejor por preguntar amablemente:
– ¿Alguno de ellos le ha amenazado alguna vez?
Forbes reaccionó horrorizado.
– ¡No, nunca! Si lo que busca son pacientes que amenacen, debería interrogar a cirujanos.
– El Hug no tiene cirujanos.
– Ni recibe amenazas de pacientes -fue la seca respuesta de Forbes.
Por el doctor Walter Polonowsky, supo que un síndrome de malabsorción significaba que un paciente no toleraba algo que la naturaleza ha concebido como alimento para todo el mundo, o bien que había desarrollado una preferencia por sustancias que la naturaleza no ha concebido como alimento para nadie.
– Aminoácidos, frutas o verduras, plomo, cobre, gluten, todo tipo de grasas -le dijo Polonowski, compadeciéndose de su ignorancia-. Si uno ve muchos pacientes, la lista de sustancias es prácticamente interminable. La miel puede provocar un shock anafiláctico, por ejemplo. Pero por lo que yo me intereso principalmente es por el grupo de sustancias que causan lesiones cerebrales.
– ¿Tiene algún paciente que le guarde rencor?
– Supongo que cualquier médico los debe de tener, teniente, pero personalmente no recuerdo a ninguno. En el caso de mis pacientes, los daños se han producido antes de que lleguen a verme siquiera.
«Otro hugger que parece quemado», pensó Carmine.
Mucho peor aspecto ofrecía el doctor Maurice Finch.
– Me culpo por el intento de suicidio del doctor Schiller -dijo Finch, desolado.
– Lo hecho, hecho está, y no puede decir que fuera usted la causa, doctor Finch, de verdad que no puede. El doctor Schiller tiene muchos problemas, como sin duda usted ya sabe. Además, le salvó la vida -dijo Carmine-. Culpe a la persona que escondió aquí a Mercedes Álvarez. Ahora, olvídese por un momento del doctor Schiller y trate de recordar si alguna vez ha recibido amenazas de alguno de sus pacientes. O si en alguna ocasión ha escuchado a alguno proferirlas contra el Hug mismo.
– No -dijo Finch, con aire desconcertado-. Nunca.
La misma respuesta que recibió del doctor Charles Ponsonby, aunque la expresión de Finch fue de atención, de súbito interés.
– Es una idea a considerar, ciertamente -añadió Finch, frunciendo el entrecejo-. Uno olvida que esas cosas pasan, pero está claro que deben de pasar. Pensaré en ello, teniente, e intentaré hacer memoria, por lo que a mí se refiere y también por mis colegas. Aunque estoy seguro casi al cien por cien de que a mí nunca me ha ocurrido. Soy demasiado inofensivo.
Al salir del Hug, Carmine enfiló la calle Oak, fustigado por un viento inclemente, en dirección a la Facultad de Medicina de la Chubb, donde dio unas cuantas vueltas por el habitual laberinto de pasillos y túneles que estas instituciones se especializan en desplegar, hasta encontrar por fin el Departamento de Neurología. Allí pidió ver al profesor Frank Watson.
Quien le recibió de inmediato, obviamente deleitado por el infortunio del Hug, aunque no se olvidara de deplorar los asesinatos.
– Tengo entendido que fue usted quien dio su apodo al Centro Hughlings Jackson, profesor -dijo Carmine, con una ligera sonrisa.
Watson se infló como un sapo, se acarició el fino bigote negro y enarcó una ceja negra y móvil.
– Sí, fui yo. Lo odian, ¿verdad? Lo odian con todas sus fuerzas. Sobre todo Bob Smith.
«¡Cómo te gusta hacer de Mefistófeles!», pensó Carmine.
– ¿Y usted, odia al Hug?
– Con toda mi alma -dijo con suma franqueza el profesor de Neurología-. Aquí me tiene, con tanta gente brillante en mi equipo como ellos, teniendo que pelear por cada centavo de fondos para investigación que consigo. ¿Sabe cuántos galardonados con el premio Nobel hay en esta Facultad de Medicina, teniente? ¡Nueve! Figúrese: ¡nueve! Y ninguno es un hugger. Juegan en mi bando, subsistiendo a base de subvenciones paupérrimas. ¡Bob Smith puede darse el lujo de comprar material que luego utiliza de Pascuas a Ramos, si es que lo llega a usar, mientras que yo he de contar el número de gasas que gasto! Tanto dinero ha sido la ruina de Bob Smith, que de no ser por eso habría podido hacer algún descubrimiento de cierta trascendencia neurológica. Él no trabaja, languidece. Lo suyo es pura pose.
– Está usted dolido, ¿eh? -preguntó Carmine.
– Dolido es poco -dijo Frank Watson, rabioso-. ¡Es una verdadera, absoluta agonía!
El regreso a la calle Cedar reveló que de la chaqueta de Francine Murray no se había desprendido ninguna pista, más allá de su presencia en la taquilla, que tampoco había ayudado en nada. Carmine supo por Silvestri que el Travis había pasado el día sin incidentes, de momento; de hecho, había habido más problemas en el instituto Taft, que cubría una zona que incluía el gueto de la avenida Argyle. «Lo que necesitan todos -pensó- es un poco de liderazgo político sensato, pero al menos algo tienen de bueno Mohammed el Nesr y su Brigada Negra: al que se mete en drogas, aunque sea con algo tan inofensivo como la maría, le expulsan directamente de su organización. Él quiere a sus soldados con la cabeza despejada y firmes en sus propósitos. Y eso está bien, sean sus propósitos los que sean. Y ya pueden dar gracias Silvestri y el alcalde: mientras la Brigada Negra no haga nada más que desfilar arriba y abajo por la calle Quince con escobas sobre el hombro izquierdo, no van a crearles dificultades. Sólo que ¿cuántas armas, y de qué tipo, esconden tras esas paredes acolchadas? Algún día, alguno se irá de la lengua, y entonces obtendremos la orden de registro que necesitamos para echar un vistazo.
»Uno de diciembre… Nuestro hombre golpeará de nuevo hacia finales de enero o primeros de febrero, y nosotros estamos tan lejos de atraparle como Mohammed el Nesr de convencer al grueso de la población negra de Holloman de que la revolución es el camino.» Levantó el auricular de su teléfono y marcó.
– Ya sé que no es miércoles, pero ¿tengo alguna posibilidad de que me permita pasar a recogerla y llevarla a cenar a un chino, o a donde quiera? -preguntó a Desdemona.
Parecía, pensó ella, sumamente incómodo, por más que le sonriera cuando se deslizó en el interior de su Ford, y se esforzara por darle conversación hasta que salió disparado del coche y entró en El Faisán Azul, para volver a salir cargado de cajas de cartón bajo los brazos.
A partir de ahí permaneció en silencio, incluso después de completar su meticuloso trasvase de la comida a cuencos blancos con tapa e invitarla a sentarse a la mesa.
– Sí que se complica usted -dijo ella, mientras apilaba comida en su plato y aspiraba sus aromas con deleite-. Yo estaría encantada aunque hubiéramos comido directamente de las cajas, ¿sabe?
– Eso sería un insulto -contestó él, aunque distraídamente.
Como estaba hambrienta, Desdemona no dijo nada más hasta que hubieron terminado de cenar; entonces apartó su plato, y cuando Carmine alargó el brazo para retirarlo ella se lo agarró firmemente.
– Siéntese, Carmine, y cuénteme qué ocurre.
Él miró su mano como sorprendido por algo, luego suspiró y se sentó. Antes de que ella pudiera retirar la mano, Carmine puso la suya encima y la dejó allí.
– Me temo que voy a tener que retirarle la protección.
– ¿Eso es todo? Carmine, hace semanas que no ha ocurrido nada. Estoy segura de que quienquiera que fuese se aburrió hace siglos. ¿No se le ha pasado por la cabeza que quizá todo esto ha sido porque a veces hago bordados para la iglesia católica? Después de todo, lo único que rompieron fue una casulla de cura… Es posible que quien fuese pensara que la pieza de Chuck Ponsonby era sospechosa, pero no claramente eclesiástica; la verdad es que tenía ese aspecto como de altar, alargada y estrecha como era. Los tapetes de aparador lo tienen, por lo general.
– Lo pensé -admitió él.
– ¿Lo ve? Ahora sólo hago encargos de ropa doméstica: manteles y servilletas.
– ¿Encargos?
– Sí, cobro por mi trabajo. De hecho, un pico. La gente con posibles se aburre de ver siempre los mismos artículos de punto de cruz o encaje de bolillos que producen como churros en las regiones con industria artesanal. Lo que yo hago es único. A la gente le encanta, y mi saldo bancario aumenta considerablemente. -Puso cara de remordimiento-. No lo declaro… ¿por qué había de hacerlo, si no puedo votar por más que pague los mismos impuestos que cualquiera?
Él llevaba un rato acariciándole el brazo con la punta de los dedos como si le gustara su tacto, pero de pronto se detuvo.
– A veces -dijo, circunspecto- me dan ataques de sordera. ¿Qué es lo que ha dicho? ¿Algo de que no vota?
– No importa. -Retiró la mano, aparentemente cohibida-. Hemos aclarado el tema principal, que es la retirada de mis escoltas. Es un alivio, se lo digo con toda sinceridad. Aunque hay puertas macizas entre ellos y yo, nunca me siento realmente en la intimidad. ¡Así que, lo que es por mí, que se vayan con viento fresco! -Vaciló antes de preguntar-: ¿Cuándo?
– No estoy seguro. El clima puede ser su mejor aliado. Por si no lo ha advertido, se está levantando viento, y a partir de mañana las temperaturas van a caer bastante por debajo de cero. Eso hace que se quede todo el mundo en casa. -Se levantó de la mesa-. Venga y siéntese aquí, póngase cómoda y a gusto, tómese un coñac, y hábleme.
– ¿Que le hable?
– Eso es, hábleme. Hay ciertas cosas que necesito saber, y usted es la única a quien puedo preguntar.
– ¿Preguntar qué?
– Acerca del Hug.
Ella torció el gesto, pero aceptó el coñac, lo que él interpretó como un gesto de aquiescencia.
– Muy bien, pregunte.
– Comprendo el estado de ánimo del Profe, igual que el del doctor Finch, pero ¿por qué está tan tenso Polonowski? Se lo pregunto, Desdemona, porque quiero que me dé respuestas que no tengan que ver con el asesinato. Si no sé por qué se comporta de modo sospechoso algún hugger, tiendo a relacionarlo con el asesinato, y puede que pierda así un tiempo precioso. Esperaba que Francine les exculpara a todos ustedes, pero no ha sido así. Ese tipo es astuto como una rata de cloaca, tanto como para encontrar la forma de estar en dos sitios a la vez. ¿Qué sabe de Polonowski?
– Walt está enamorado de su técnica, Marian, pero también está atado de pies y manos a un matrimonio del que creo que se arrepintió hace muchos años -dijo ella, haciendo girar el coñac en su copa-. Hay cuatro hijos por medio: son muy católicos, así que ni hablar de contracepción.
– «No aflojes el cierre de tu odre hasta que llegues a Atenas» -citó Carmine.
– ¡Bien traído! -exclamó ella, apreciando su agudeza-. Supongo que Walt es uno de esos tipos cuyo odre adquiere vida propia en cuanto se mete en la cama junto al cáliz de su mujer. Ella se llama Paola, y es una mujer agradable convertida en una arpía. Es mucho más joven que él, y le culpa de la pérdida de su juventud y su belleza.
– ¿Él está liado con Marian?
– Sí, desde hace meses.
– ¿Dónde se ven? ¿En el Mayor Menor, algunas tardes? -preguntó Carmine, refiriéndose a un motel de la carretera 133 con gran actividad en cuestión de fornicación ilícita.
– No. Él tiene una cabaña en algún sitio al norte del Estado.
«Mierda -pensó Carmine-. El tío tiene una cabaña de la que no sabíamos nada. Qué oportuno.» -¿Sabe dónde?
– Me temo que no. No se lo ha dicho ni siquiera a Paola.
– ¿Su aventura es del dominio público?
– No, son muy discretos.
– ¿Cómo se ha enterado usted, entonces?
– Porque encontré a Marian en los servicios de la cuarta planta hecha un mar de lágrimas. Creía que estaba embarazada. Cuando la consolé y le aconsejé que si tenía dudas sobre la píldora se hiciera poner un diafragma, se desahogó confesándome toda la historia.
– ¿Y estaba embarazada?
– No. Falsa alarma.
– Vale, pasemos a Ponsonby. Tiene reproducciones de arte un poco raras colgadas en las paredes de su despacho, por no mencionar las cabezas reducidas y las máscaras demoníacas. Torturas, monstruos que devoran a sus hijos de una pieza, gente chillando.
Desdemona estalló en carcajadas tan contagiosas que él se sintió reconfortado.
– ¡Ay, Carmine! ¡Es que Chuck es así! Su afición por el arte no es más que otra faceta de su insufrible esnobismo. A mí me da lástima.
– ¿Por qué?
– ¿Nadie le ha dicho que tiene una hermana ciega?
– Hago mis deberes, Desdemona, así que hasta ahí llego. Tengo entendido que ella es el motivo por el que se quedó en Holloman. Pero ¿por qué le inspira lástima él? Ella, aún.
– Porque él ha construido su vida entera en torno a ella. Nunca se casó ni tienen parientes cercanos, aunque conocen a los Smith desde la infancia. Viven solos en una casa de antes de la Revolución, en Ponsonby Lane. En otro tiempo fueron dueños de todas las tierras en unos dos kilómetros a la redonda, pero la educación de Claire costaba mucho dinero, como también la de Chuck, y deduzco que pasaron sus apuros en vida de sus padres. Las tierras las vendieron todas, eso desde luego. Chuck adora el arte surrealista y la música clásica. Claire no puede apreciar la pintura, pero también es melómana. Ambos son gourmets y muy entendidos en vino. Él me da pena porque cuando habla de su vida en común lo hace extasiado, ponderándola de una forma que se me hace… en fin, extraña. Es su hermana, no su mujer, aunque algunos de los miembros más crueles de la plantilla hacen bromas al respecto. Yo creo que en el fondo de su corazón Chuck debe de lamentarse de estar atado a Claire, pero es demasiado leal para admitirlo siquiera ante sí mismo. En cualquier caso, él no puede ser el Monstruo, no tendría tiempo ni libertad para eso.
– Los cuadros me parecieron raros, eso es todo -dijo él como disculpándose.
– A mí me gustan esos cuadros. Pueden gustarte o no gustarte.
– Vale, pasemos a otro. Sonia Liebman.
– Una mujer muy agradable, muy buena en su trabajo. Su marido, Benjamín Liebman, se dedica a las pompas fúnebres. Tienen una única hija, que va a la universidad cerca de Tucson, donde cursa el primer ciclo de Medicina. Quiere entrar en el Ministerio de Sanidad.
«Pompas fúnebres. Mierda, no he hecho bien los deberes.» -¿Benjamin trabaja para alguna funeraria, o está jubilado?
– ¡No, por Dios! Tiene su propio negocio, cerca de Bridgeport, no sé muy bien dónde. -Desdemona cerró los ojos, apretando los párpados-. Eh… funeraria El Consuelo, creo que se llama.
«Mierda y mierda. Un lugar ideal para un asesino aficionado a la disección. Tendré que hacer una visita mañana a la funeraria El Consuelo.»
– ¿Satsuma y Chandra?
– Están buscando trabajo en otro sitio. Corre el rumor de que Nur Chandra ya ha recibido una oferta de Harvard, que está ansiosa por igualar la clasificación por números de premios Nobel. Hideki todavía no lo tiene claro. Su decisión depende de algún modo de las armonías de su jardín.
Carmine suspiró.
– ¿Por quién apuesta usted, Desdemona?
Ella pestañeó.
– Del Hug, por nadie, se lo digo con toda sinceridad. Llevo allí cinco años, lo que me convierte en una recién llegada. La mayor parte de los investigadores están un poco chiflados, de una u otra manera, pero eso les viene de casta. Son de lo más… inofensivos. El doctor Finch habla con sus gatos como si pudieran responderle; el doctor Chandra trata a sus macacos como si fueran miembros de la realeza hindú… hasta el doctor Ponsonby, que tiene a sus ratas en menos estima que los demás, se interesa por lo que hacen. Ninguno de los investigadores es un psicótico, eso podría jurarlo.
– ¿Ponsonby no tiene simpatía a sus ratas?
– ¡Carmine, de verdad! ¡Al doctor Ponsonby no le gustan las ratas, simplemente! A mucha gente, yo incluida, no le gustan las ratas. La mayoría de los investigadores se acostumbran y llegan a desarrollar un gran afecto por ellas, pero no todos. Marvin agarra una rata con las manos desnudas para ponerle una inyección en la tripa y le da un beso en el bigote por su amabilidad. En cambio, el doctor Ponsonby usa guantes de protección si es que no le queda más remedio que agarrar una rata. Sus incisivos atravesarían sin problemas un guante más grueso… ¡vaya, pueden roer cemento!
– No está siéndome de mucha ayuda, Desdemona.
Un leve repiqueteo en la ventana hizo que Desdemona se pusiera en pie.
– ¡Aguanieve, qué puñeta! Ideal para conducir. Lléveme a casa, Carmine.
«Y con eso -pensó él, suspirando para sus adentros- me despido de intentar volver a cogerle la mano. No es que me ponga, más bien es que bajo toda esa eficiente independencia hay una mujer dulce hasta decir basta tratando de salir a la superficie.»
Jueves, 16 de diciembre de 1965
Puesto que no había nevado antes del día de Acción de Gracias y la primera quincena de diciembre no había sido más fría de lo habitual, casi toda la gente de Connecticut pensó que podrían pasar unas Navidades verdes. Entonces, la noche previa al día en que Carmine debía viajar a Nueva York para ver a los Parson, cayó una nevada de tomo y lomo. Como detestaba los trenes y no tenía intención de hacer el viaje apretujado en un vagón que apestaría a lana mojada, tabaco y mal aliento, Carmine salió temprano en el Ford, para encontrarse la I-95 reducida de tres a dos carriles, pero transitable. Cuando llegó a Manhattan, las quitanieves sólo habían pasado por las avenidas, básicamente porque era imposible sacar de las calles los coches necesarios para que pudieran pasar ellas. Recorrió la avenida Park a paso de tortuga hasta que pudo girar por Madison, sin tener idea de dónde iba a poder aparcar, pero Roger Parson Junior se había ocupado del asunto. En cuanto se detuvo frente a un edificio que no era ni el más alto ni el más bajo de la manzana, un portero uniformado se apresuró a pedirle las llaves y endosárselas a un subalterno. Él se encargó de conducir a Carmine a través de un vestíbulo de mármol de Lovanto decorado en púrpura principesco, pasando de largo ante la fila de ascensores hasta llegar a uno que estaba separado de los otros, en un extremo. El ascensor de ejecutivos: con llave en los mandos y una decoración a tono con su rango.
Roger Parson Junior le recibió al abrirse sus puertas en el piso cuarenta y tres, con Richard Spaight a su lado, aunque ligera y sutilmente retrasado.
– Teniente, celebro que haya desafiado al tiempo para venir. ¿Ha llegado en tren?
– No, en coche. Es más difícil manejarse por Manhattan que venir desde Connecticut -dijo Carmine, tendiéndole su abrigo, su bufanda y su gorra de cazador.
Parson observó la gorra, fascinado.
– Ah… ¿una referencia deliberada a Sherlock Holmes?
– Si quiere bromear, señor, supongo que sí. Lo compré en Londres hace algunos años, cuando los gorros rusos no eran tan populares, con Joe McCarthy dando guerra. Calienta las orejas.
Una secretaria de mediana edad se fue a pasos enérgicos llevándose sus prendas, mientras Parson invitaba a Carmine a pasar a una sala de reuniones más bien pequeña, equipada con seis butacas en torno a una mesa baja, y seis sillas alrededor de otra más alta. El suelo era de parqué cubierto de alfombras persas de seda; los muebles de arce tallado, con profusión de nudos; las librerías lucían frontales de cristal emplomado en forma de rombos. Lujoso pero sobrio, a excepción de los cuadros que colgaban de las paredes.
– Es parte de la colección de arte del tío William -dijo Spaight, mientras indicaba a Carmine que debía sentarse en una de las butacas-. Rubens, Velázquez, Poussin, Vermeer, Canaletto, Tiziano. Para ser precisos, la colección pertenece a la Universidad Chubb, pero somos libres de posponer la transmisión del legado, y francamente, nos agrada contemplarlos.
– No se lo reprocho -dijo Carmine, preguntándose al sentar sus posaderas en el cuero granate de su butaca si alguna vez lo habrían mancillado tejidos tan baratos como el de sus pantalones.
– Tengo entendido -dijo Roger Parson Junior cruzando una de sus delgadas y elegantemente vestidas piernas sobre la otra- que el Hug congrega ahora manifestaciones raciales.
– Sí, señor, siempre que el tiempo no lo impide.
– ¿Cómo es que no están haciendo ustedes nada al respecto?
– La última vez que eché un vistazo a la Constitución, señor Parson, permitía las manifestaciones pacíficas de todo tipo, incluidas las raciales -dijo Carmine en tono neutro-. Si se producen disturbios, podemos actuar, en otro caso no. Tampoco nos parece prudente recurrir a medios coactivos que pudieran provocar disturbios. Resulta embarazoso para el Hug, pero no se está importunando a su personal al entrar o salir.
– Debe usted admitir, teniente, que al menos desde nuestro punto de vista la policía de Holloman no ha estado precisamente brillante en ningún momento durante los últimos dos meses y medio -dijo Spaight, con los labios contraídos-. Ese asesino parece estar dándoles sopas con honda a todos ustedes. Quizás haya llegado el momento de llamar al FBI.
– Consultamos al FBI regularmente, señor, se lo aseguro, pero el FBI está tan huérfano de pistas como nosotros. Hemos preguntado en todos los estados del país por detalles de crímenes de la misma naturaleza, sin resultados positivos. Durante las últimas dos semanas, por ejemplo, hemos revisado las credenciales y los destinos de varios cientos de profesores sustitutos, sin resultados positivos. No hemos pasado por alto nada que pudiera brindarnos una solución.
– ¡Pues no entiendo -dijo Parson, malhumorado- por qué sigue en libertad! ¡Tienen ustedes que tener alguna idea de quién es el responsable!
– La metodología policial depende de una red de conexiones -repuso Carmine, que había pensado en lo que iba a decir durante el largo trayecto-. En circunstancias normales, contamos con una bolsa de posibles sospechosos, ya se trate de asesinato, atraco a mano armada o tráfico de drogas. Los criminales y los polis nos conocemos todos. Nosotros, el término policial de la ecuación, conducimos las investigaciones por derroteros bien trillados, porque es lo que mejor funciona. Los de mi rango llevamos en esto tiempo suficiente para haber desarrollado un instinto bastante certero en lo que se refiere a determinar quién está en el término criminal de la ecuación. Los asesinatos siguen un patrón, llevan una firma. Los robos siguen un patrón, llevan una firma. Firmas que nos conducen hasta los autores.
– Este asesino sigue un patrón y deja una firma -dijo Spaight.
– No es eso de lo que estoy hablando, señor Spaight. Este asesino es un fantasma. Secuestra a chicas, pero no deja el menor rastro de su persona tras de sí. Nadie le ha visto ni oído nunca. No parece que ninguna de las chicas le conociera. En cuanto comprendimos que buscaba víctimas de origen caribeño y pudimos en consecuencia dar protección a todas las chicas de ese perfil, él cambió a una chica mestiza de negro de Connecticut y blanca de Pennsylvania. El mismo tipo físico, pero de distinto origen étnico. Secuestrada en un instituto situado en plena ciudad, con mil quinientos estudiantes. Introdujo variaciones en sus métodos que no estoy autorizado a revelarle. Lo que puedo decirles, señores, es que no hemos avanzado un milímetro, estamos donde estábamos hace dos meses y medio. Porque la red de conexiones no existe. No es un criminal profesional, es una entelequia anónima. Un fantasma.
– ¿No podría tener antecedentes por otro delito? ¿Violación? -preguntó Parson.
– También lo hemos investigado, y con peine de púas finas. Mi propia impresión es que responde tanto al tipo de violador como al de asesino, que incluso la violación es más importante para él que el asesinato, y mata sólo para asegurarse de que la víctima no pueda hablar. He revisado personalmente cientos de expedientes buscando cualquier cosa que pudiera apuntar a un violador que ha subido la apuesta. Tras comprobar que ninguno de los convictos o acusados de violación cuadraba con el perfil, pasé a examinar los casos en que la chica o la mujer retiró los cargos, cosa que sucede a menudo. Vi fotos de las chicas, descripciones de su violación, pero mi instinto de poli no me dio la alerta en ningún momento. Si él hubiera estado allí, estoy seguro de que me la habría dado.
– Entonces debe de ser joven -dijo Spaight.
– ¿Por qué lo dice, señor?
– Su actividad criminal se remonta a dos años. Alguien capaz de crímenes tan horrendos habría debido de manifestar sin duda síntomas de tipo maníaco antes de la madurez.
– Buen argumento, pero no creo que este asesino sea muy joven, no señor. Es frío, calculador, ingenioso, sin conciencia ni la sombra de una duda. Todo eso sugiere madurez, no juventud.
– ¿Es posible que sea del mismo origen étnico que sus víctimas?
– Todos habíamos considerado esa posibilidad, señor Parson, hasta que cruzó la frontera étnica. Uno de los psiquiatras del FBI pensaba que podría parecerse a sus víctimas, tener el mismo color, por ejemplo, pero si ese hombre existe, no le hemos localizado, y no tiene antecedentes.
– O sea que lo que nos está usted diciendo en realidad, teniente, es que si atrapan, o cuando atrapen, a este asesino, no será mediante sus métodos más tradicionales.
– Sí -dijo Carmine cansinamente-, eso es lo que estoy diciendo. Como tantos otros, se estrellará por casualidad o accidente.
– No es una opinión muy tranquilizadora -dijo Parson en tono adusto.
– Ah, le atraparemos, señor. Le hemos forzado a introducir cambios, y seguiremos apretándole. No creo que su estado mental sea tan sereno como antes.
– ¿Sereno? -preguntó Spaight, asombrado-. ¿Cómo que sereno?
– ¿Por qué no? -replicó Carmine-. Carece de sentimientos, señor Spaight, al menos de lo que usted y yo entendemos por sentimientos. Está loco, pero cuerdo.
– ¿Cuántas chicas más van a morir tras una agonía indescriptible? -inquirió Parson, con toda mordacidad.
Carmine torció el gesto.
– Si pudiera responderle a esa pregunta, conocería la identidad del asesino.
Entró una camarera uniformada empujando un carrito y procedió a preparar la mesa alta.
– ¿Nos hará el honor de quedarse a comer, teniente? -preguntó Roger Parson Junior, poniéndose en pie.
– Gracias, señor.
– Tome asiento, se lo ruego.
Carmine se sentó y observó la cubertería, de Lenox.
– Nosotros somos patriotas -dijo Spaight, sentándose a la derecha de Carmine en tanto que Parson se situaba a su izquierda. Rodeado.
– ¿En qué sentido, señor Spaight?
– Cubertería norteamericana, mantelería norteamericana. Todo norteamericano, en realidad. Era al tío William a quien gustaban los productos extranjeros.
«Productos extranjeros. No es la expresión que yo usaría para describir la alfombra -pensó Carmine-. O el Velázquez.»
Un mayordomo y la camarera les atendieron en la mesa: salmón ahumado de Nueva Escocia con finas tostadas con mantequilla; ternera asada en su jugo con pomme Lyonnaise y espinacas al vapor; un surtido de quesos y café de calidad suprema. Nada de alcohol.
– La comida con Martini -dijo Richard Spaight- es una maldición. Si me entero de que un cliente se ha permitido tomar uno, me niego a verle. Los negocios exigen tener la cabeza despejada.
– El trabajo policial también -dijo Carmine-. A ese respecto, el comisario Silvestri capitanea una tripulación sobria. Nada de alcohol si no es fuera de las horas de servicio, y nada de borrachines en el cuerpo. -Estaba mirando el Poussin, de una belleza onírica-. Es precioso -dijo a su anfitrión.
– Sí, para esta sala elegimos obras de gran armonía. Los grabados de la guerra de Goya están en mi despacho. Cuando se vaya, de todas formas, no deje de fijarse en nuestro único Greco. Está al final del pasillo, protegido con cristal antibalas -dijo Roger Parson Junior.
– ¿Alguna vez les han robado obras de arte? -no pudo evitar preguntar el policía.
– No, es demasiado difícil entrar aquí. O tal vez es que hay muchos otros objetivos más accesibles. Esta ciudad está llena de arte magnífico. A menudo me entretengo en elucubrar cómo haría para robar un buen Rembrandt del Metropolitan, o un Picasso del marchante de la calle Cincuenta y tres. Si me lo propusiera en serio, creo que ninguno de los dos sería imposible.
– Tal vez su tío William también conociera los trucos.
Richard Spaight soltó una risita ahogada.
– ¡Y tanto que los conocía! En sus tiempos era bastante más fácil, por supuesto. Si estabas en Pompeya o en Florencia, lo único que tenías que hacer era darle al guía diez dólares de propina. Debería usted ver el suelo de mosaico del jardín de invierno de la casa vieja de Litchfield… espléndido.
«Feliz Navidad, ja, ja -pensaba Carmine mientras subía al Ford, al que ya le habían calentado el motor, para dirigirse de vuelta a casa-. Ninguno de ellos es el Monstruo, pero si desaparece un Rembrandt del Metropolitan, creo que le chivaré al departamento de policía de Nueva York dónde ha de buscar. M.M. estará criando malvas antes de que esa panda renuncie a la colección del tío William, aunque sean productos extranjeros.»
Sábado, 1 de enero de 1966
– ¡Por Dios, qué cruz! -dijo Desdemona, arrugando la nariz-. Esa maldita alcantarilla ya está haciendo de las suyas otra vez. -Por un momento, se debatió entre llamar o no a la puerta de su casero mientras bajaba las escaleras, pero finalmente optó por no hacerlo. Al hombre no le había hecho mucha gracia la presencia de policías en su propiedad, y le venía insinuando que tal vez fuera mejor que se buscara un nuevo alojamiento. De modo que se aguantaría con la alcantarilla para evitar otra confrontación.
Cuando abrió la puerta de su apartamento, el hedor a heces la golpeó inexorablemente, pero ni se dio cuenta. Lo único que vio fue el rostro ennegrecido y congestionado de Charlie, el poli que solía hacer el turno de noche los jueves. Estaba tumbado en actitud de haber peleado desesperadamente, con los brazos y las piernas abiertos y doblados, pero era la cara, la cara… Hinchada, con la lengua fuera, los ojos fuera de las órbitas. Una parte de Desdemona quería gritar, pero eso la habría señalado como la típica mujer, y Desdemona se había pasado media vida demostrando al mundo que era igual que cualquier hombre. Agarrándose a las jambas de la puerta, se obligó a permanecer inmóvil el tiempo necesario hasta que estuvo segura de que podía aguantarse en pie. Las lágrimas afloraron a sus ojos, y cayeron. ¡Oh, Charlie! «Se aburre uno mucho con este servicio», le había dicho una vez que le pidió un libro. Ya se había leído todo lo que le gustaba de la librería del condado, que no era mucho. «¿Algo de Raymond Chandler, o de Mickey Spillane?»
Pero lo mejor que había podido ofrecerle había sido uno de Agatha Christie, que no le gustó o no entendió.
Bien, ya estaba. Desdemona soltó las jambas y empezó a volverse para ir hasta el teléfono. Entonces reparó en el pliego de papel pegado sobre la ventana que filtraba luz al rellano superior. Escrito en negro rotundo sobre un blanco deslumbrante, impecablemente impreso.
¡PUTA CHIVATA,
ERES UNA RATA!
ESE DAGO LELO
NO ES NINGÚN OTELO,
¡MAS TE HE DE COGER!
¡YA PUEDES CORRER!
– Carmine -dijo con calma cuando él se puso al aparato-. Le necesito. Charlie está muerto. Asesinado. -Tragó saliva. Inspiró hondo-. A la misma entrada de mi casa. ¡Venga, por favor!
– ¿Todavía la tiene abierta? -preguntó él, con idéntica calma.
– Sí.
– Pues ciérrela, Desdemona, ahora mismo.
Casi ningún sargento de despacho había visto jamás pasar corriendo a Carmine Delmonico, pero ahora iba volando, con Abe y Corey tras sus pasos, llevando su abrigo, su gorro y su bufanda. Y no había pasado un minuto cuando Patrick O'Donnell salió tras sus pasos.
– ¡Caray! -dijo el sargento Larry D'Aglio a su auxiliar-. Debe de estar lloviendo mierda.
– En una mañana así, no creo -dijo el auxiliar-. Demasiado frío.
– Estrangulado a garrote, con una cuerda de piano -dijo Patrick-. ¡Pobre diablo! Opuso resistencia, pero refleja. Le pasaron el cable alrededor del cuello y por el lazo sin darle tiempo a enterarse de qué estaba sucediendo.
– ¿El lazo? -preguntó Carmine, volviéndose tras leer los ripios de la ventana.
– Nunca había visto algo así. Un lazo en un extremo de la cuerda, una manilla de madera en el otro. Deslizas la manilla por dentro del lazo, das un paso atrás y tiras con todas tus fuerzas. Charlie no tuvo manera de ponerle la mano encima.
– Y luego pegó la nota en la ventana, frío como un témpano… ¡Mírala, Patsy! Completamente recta, justo en mitad del cristal… ¿Cómo la ha pegado ahí?
Patrick levantó la vista y pareció asombrarse.
– ¡Jesús!
– Bueno, Paul sabrá decírnoslo cuando la baje. -Carmine echó los hombros atrás-. Va siendo hora de que llame a su puerta.
– ¿Cómo estaba cuando llamó por teléfono?
– En cualquier caso, no farfullaba. -Dio unos golpes en la puerta y la llamó en voz alta-. ¡Desdemona, soy Carmine! Déjeme entrar.
Tenía la cara transida y blanca, le temblaban las manos, pero conservaba el control de sí misma. No le daba pie a estrecharla entre sus brazos y reconfortarla.
– Menuda pista falsa -dijo ella.
– Sí, el tipo ha vuelto a subir la apuesta. ¿Qué tiene de beber?
– Té. Soy inglesa, no nos va mucho el coñac. Sólo té. Hecho como Dios manda, con hojas, no de bolsita. Holloman es un lugar bastante civilizado, ¿sabe? Hay una tienda de té y café donde puedo conseguir Darjeeling. -Le precedió hacia la cocina-. Me puse a prepararlo cuando oí las sirenas.
Nada de tazones; tazas y platitos, frágiles, pintados a mano. La tetera estaba tapada con algo parecido a una muñeca antigua, como un miriñaque de espeso acolchado rematado con volantes, del que asomaban por extremos opuestos el asa y el pitorro. Leche, azúcar, pastas incluso. «Bueno, tal vez la observancia escrupulosa de los rituales domésticos es su forma de ser fuerte. De aguantar.»
– Primero se sirve la leche -dijo, retirando la muñeca de la tetera.
A Carmine le faltó valor para decirle que él lo tomaba al estilo norteamericano, suave, sin leche y con una rodaja de limón. De modo que dio educadamente un sorbo al ardiente brebaje y esperó.
– ¿Ha visto la nota? -preguntó ella, con mejor cara gracias al té.
– Sí. Ya no puede seguir usted aquí, por supuesto.
– ¡Dudo que me dejaran! A mi casero ya le hizo poca gracia que me pusiera guardias. Ahora estará echando espuma por la boca. Pero ¿adónde puedo ir?
– Custodia de protección. En mi edificio tenemos un piso reservado para gente como usted.
– No puedo permitirme el alquiler.
– Custodia de protección quiere decir que no paga alquiler, Desdemona.
¿Por qué era tan tacaña?
– Entiendo. Entonces será mejor que vaya haciendo las maletas. No tengo gran cosa.
– Tome un poco más de té primero, y respóndame a unas preguntas. ¿Oyó algo inusual durante la noche? ¿Vio a Charlie?
– No, no oí nada. Tengo un sueño profundo. Charlie me saludó al empezar su turno… Le oí llegar, aunque era pasada la hora en que suelo acostarme. Acostumbra a gorronearme un libro, aunque no aprecie mucho mi selección de autores.
– ¿Le dio alguno anoche? -No había necesidad de explicarle que supuestamente Charlie no debía leer durante el servicio.
– Sí, uno de Ngaio Marsh. Le intrigó el nombre, no sabía cómo pronunciarlo. Pensé que le gustaría más que Agatha Christie… En las novelas de Marsh, las víctimas suelen morir en medio de un charco de excrementos. -Se estremeció-. Igual que Charlie.
– ¿Algún indicio de que llegara a entrar en el apartamento?
– No, y créame, he mirado. No hay un alfiler fuera de su sitio.
– Pero podría haberlo hecho. Esto es algo con lo que no había contado.
– No se eche la culpa, Carmine, por favor.
El se levantó.
– ¿Hay algo que le haga a usted chillar alguna vez, Desdemona?
– Oh, sí -dijo ella muy seria-. Las arañas y las cucarachas.
– Nada de nada, como de costumbre -dijo Patrick en el despacho de Silvestri-. Ni huellas dactilares, ni fibras, ni residuos de ningún tipo. Tuvo que usar algo para medir en la ventana. El cartel (porque es demasiado grande para llamarlo una nota) estaba colocado con extrema precisión. Equidistante al milímetro. Y lo pegó con cuatro pelotillas de plastilina, apretó las cuatro esquinas, y hasta ajustó el lado izquierdo para levantarlo un poquito. ¡Y es bastante original! Lo hizo con tipografía Times Bold de Letraset. Sobre un papel lo bastante fino como para poner una retícula pautada debajo: las letras están perfectamente niveladas. De un bloc de dibujo barato, de los que compran los chavales en cualquier gran almacén. Hizo presión sobre el Letraset con algo metálico y redondeado: el mango de un cuchillo, o la empuñadura de un escalpelo. No con un bolígrafo: algo mucho más romo.
– ¿Puedes hacerte una idea del tamaño de sus manos por la forma en que apretó el papel sobre la plastilina? -preguntó Marciano.
– No. Creo que puso un trapo entre sus dedos y el papel.
– ¿Por qué dijiste que el garrote era poco corriente, Patsy? -preguntó Carmine, suspirando-. Un lazo y una manilla no son algo tan extraordinario.
– Estos sí. La manilla no es de madera. Está tallada en un fémur humano. Pero no lo talló él. Parece increíblemente viejo, así que voy a datarlo con carbono catorce. La cuerda es una cuerda de piano.
– ¿Se clavó tanto como para cortar la piel? -preguntó Silvestri.
– No, lo justo para ocluir el conducto del aire y las carótidas.
– Ya había usado uno de éstos antes.
– Oh, sí, tiene mucha práctica.
– Pero se dejó el garrote. ¿Quiere eso decir que ha acabado de jugar con eso? -preguntó Abe.
– Yo diría que sí.
– ¿Todavía crees que Desdemona Dupre es una pista falsa? -preguntó Corey, que estaba más afectado que el resto; la mujer de Charlie era muy amiga de la suya.
– ¡No puedo creer que sea otra cosa! -exclamó Carmine, llevándose las manos al cabello-. No tiene un pelo de tonta… si supiera algo, me lo habría dicho.
– ¿Cuál es tu teoría sobre ella, Carmine? -preguntó Silvestri.
– Que la ha elegido por varias razones. Una, que está sola. Es más fácil de alcanzar. Otra, que es todo lo distinta de su tipo de víctimas que puede llegar a serlo una mujer. Y, quizá la más importante, que sabe que Desdemona es justamente la hugger a la que estoy recurriendo, desde un principio. En la nota, o el cartel, la llama chivata.
– ¿Qué me dices del cartel? -apretó Silvestri.
– ¡Ah, es toda una perla, señor! Quiero decir, la fraseología es más de inglés internacional que norteamericano. Usa signos de puntuación. Emplea el término dago, un despectivo para referirse a los italianos que usamos aquí, pero que está pasado de moda. Hoy en día, somos wops. Señala su nivel cultural al referirse a mí como «Otelo», cuya mujer se llamaba Desdemona. -Reparó en la expresión de Corey y la interpretó-. Un elemento de mucho cuidado llamado Yago se aprovechó de su carácter posesivo y su pasión por Desdemona. Hizo creer a Otelo que ella le era infiel. Y Otelo fue y la estranguló. Dadas las circunstancias, un garrote era probablemente lo más que podía acercarse a la estrangulación.
– ¿Te está tendiendo una trampa? -preguntó Patrick.
– Lo dudo. Le ha tendido una trampa a ella. Lo que quería, en realidad, era demostrarnos que no podemos hacer nada por protegerla si él decide actuar.
– ¡Un asesino de polis! -dijo Corey, lleno de furia.
– Un asesino de niñas -agregó Marciano-. ¡Tenemos que detenerle, Carmine!
– Lo haremos. No pienso aflojar, Danny, pase lo que pase.
La única forma de entrar en el apartamento de Desdemona, en el décimo piso del edificio de Seguros Nutmeg, era hablar por un intercomunicador y luego marcar un código de diez números en un cerrojo especial. El código lo cambiaban todos los días, y no se permitía a nadie ponerlo por escrito, ni siquiera a Desdemona.
Que no se quejó cuando Carmine se tomó la libertad de entrar aquella noche cargado con bolsas de papel marrón llenas de ultramarinos.
– Té Darjeeling del Scrivener's… café de Colombia, del mismo sitio… pan integral… mantequilla… jamón en lonchas… algunas cenas preparadas en bandejas… bagels de pasas frescas… mayonesa… pepinillos… galletas con trocitos de chocolate… todo lo que me ha parecido que podría gustarle -dijo, depositando las bolsas en la encimera de la cocina.
– ¿Estoy bajo asedio? -preguntó ella-. ¿No se me permite ir a trabajar o de excursión los fines de semana?
– Salir de excursión, desde luego que no, pero esta noche cenaremos en el Malvolio's, o donde usted quiera. No saldrá nunca sin dos policías de escolta, que no se dedicarán a leer -dijo él-. La puerta supone que no tengo que dedicar dos buenos agentes a vigilancia, pero en el momento en que la cruce se convierte en propiedad del Gobierno.
– Esto no va a gustarme nada -dijo ella, mientras cogía su abrigo de un perchero.
– Entonces, confiemos en que no dure mucho.