I BIÓGRAFO DE SÍ MISMO

Cuando Juan Benet lo visitó en su casa de la calle de Alarcón, hacia finales de 1946, Pío Baroja ya era un viejo, o al menos así lo vio Juan Benet, que por entonces contaba veinte años de edad. Por supuesto, la impresión del joven Benet no era desacertada. A partir de su regreso a Madrid después de la guerra civil, Pío Baroja había renunciado a todo cuanto no fuera sobrevivir material y espiritualmente sin demasiados sobresaltos. A todos los efectos, su imagen pública, incluido su aspecto físico, se había achicado y, de resultas de ello, también se había encogido su propia biografía. A finales de la década de los cuarenta, Pío Baroja era un vejete menudo, descorazonado, friolero y cascarrabias. Había nacido en San Sebastián el 28 de diciembre de 1872, había ejercido brevemente la medicina, había regentado largos años una panadería, había pasado algunas temporadas en París y había publicado la mayor parte de su ingente obra. Ahora vivía sumido en un confortable pesimismo. A Juan Benet le sorprendía la actitud tozudamente negativa en que Baroja parecía haberse refugiado, una actitud que Benet ejemplifica con esta anécdota: en cierta ocasión acudió un periodista a la casa de la calle de Alarcón a entrevistar a don Pío, y éste, en lugar de responder a sus preguntas con las respuestas al uso, lo abrumaba con sus quejas.


A medida que se sucedían las preguntas -cuenta Benet-, las respuestas no podían ser más desconsoladoras. Don Pío se quejaba de su mucha edad, de su falta de interés por las cosas, del precio del carbón, del frío que pasaba, del insomnio que padecía, del poco entusiasmo que le inspiraba la calle, de lo dura que era una existencia que a su edad le obligaba a seguir escribiendo para ganarse el sustento. Finalmente, buscando siquiera un rayo de luz en medio de aquella oscuridad, al periodista se le ocurrió decir: “Pero a fin de cuentas… en general se encuentra usted bien, ¿no es así?”. “No, señor fue la terrible respuesta del viejo, en general me encuentro mal, bastante mal. Pero me da lo mismo encontrarme bien que encontrarme mal.”


Es curioso cómo Baroja había asumido su propio personaje, por no decir su propia caricatura, con efectos retroactivos, hasta el extremo de parecer que durante toda su vida se había mantenido al margen de las terribles convulsiones de su tiempo y había evitado las no menos terribles peripecias personales de sus contemporáneos. Muchos años más tarde, al redactar sus recuerdos de aquel tiempo, Benet rememoraba, subyugado y repelido, aquella “tertulia anacrónica, envuelta en una luz tibia y opalescente, en la que -maldición de todos los inmortales que por no tener a nadie por encima ni misterios que resolver ni ciencia que hacer progresar ni cuentas que saldar, la mayor parte del tiempo sólo hablando de asuntos del barrio- todo había sido dicho más de una vez”. A esta figura compacta, remota, arriscada, el mismo Baroja iba a echarle el cerrojo definitivo de su descomunal autobiografía que, en forma de memorias, empezó a publicar en 1944 y que se extiende a lo largo de siete entregas o volúmenes. El que alguien dedique siete volúmenes a cimentar su propia insignificancia es una de las contradicciones del personaje, pero no la única.


La autobiografía de Baroja es un documento esencial para conocer a su autor y también para malinterpretarlo, en primer lugar porque todo lo que en ella nos cuenta Baroja está filtrado por la visión del viejo quejumbroso que pasa revista a los hechos con la perspectiva de los años y la lente deformante de quien, a la vista de un resultado aciago, no puede por menos de ver en todos los sucesos precedentes un mal augurio cuando no un mal paso. Y, en segundo lugar, porque las memorias de Baroja, con todos sus defectos de estructura y de forma, sus digresiones, reiteraciones, imprecisiones y silencios, resultan en extremo convincentes, no tanto por la veracidad de lo que narran como por el implacable estilo barojiano, a cuya influencia es imposible sustraerse. De resultas de ello, y por regla general, los biógrafos de Baroja no sólo dan por válido todo lo que él dice sobre su persona y sus andanzas, sino que tienden a reproducir, esos mismos datos en el inconfundible estilo de Baroja. Esto no tendría, ni en el fondo tiene, nada de malo si no fuera porque Baroja era un manipulador nato de la realidad, y muy particularmente de su propia imagen. El que lo hiciera en forma consciente o no, es difícil de saber y, a los efectos de este libro, del todo irrelevante.

INFANCIA, JUVENTUD, VEJEZ

En sus escritos autobiográficos, el propio Baroja nos ofrece algunas claves de su artificio. Las memorias relatan con cierto detalle su infancia y lo que podríamos llamar sus años de aprendizaje, para sumergirse luego en un magma de anécdotas y opiniones dispersas que bien poco tienen que ver con el devenir de la existencia de Baroja, como si considerase que del largo período de la madurez sólo tiene importancia su producción literaria, y de ella nada hubiera que decir, puesto que son los textos los que han de hablar por sí mismos y no su autor quien debe explicarlos, un razonamiento, a mi modo de ver, que sólo es correcto a medias. En efecto, esta actitud y el tópico colateral según el cual un novelista vive la vida de sus personajes antes que la propia, carecen de fundamento y sólo inducen a error. Un error doble, pues en general un narrador no vive en el mundo ficticio de sus criaturas precisamente su oficio le permite distinguir mejor que al común de las personas la diferencia que media entre lo real y lo imaginario, y aun cuando extraiga de sus propias vivencias los elementos que componen sus relatos, dichas vivencias pierden, en el proceso de transformación, su sentido original, por lo que no hay forma más absurda de leer que rastrear en los sucesos narrados o en los personajes descritos, trasuntos de la vida del autor. Si alguna pista ofrece un texto de ficción acerca de la persona que lo inventó es en el proceso de transformación de una anécdota propia o ajena en material literario. En este sentido, la clave de la personalidad de Baroja habría que buscarla en su más patente contradicción: la de ofrecer al mundo la imagen de un individuo casi inexistente, dedicado únicamente a la tarea de escribir libro tras libro en una mesa camilla y, al mismo tiempo, pretender ser confundido con los hombres de acción cuyas trepidantes aventuras nos relata, o con los caballeros filosóficos y mundanos que pasean su desencanto por todas las capitales lluviosas de la Europa de entreguerras. Probablemente Baroja soñó con ser ambas cosas, pero algo se lo impidió. Quizá su temperamento; quizá las circunstancias; quizá la ingente tarea que él mismo se había impuesto.


Pío Baroja y Nessi nació en San Sebastián el 28 de diciembre de 1872. Era el menor de tres hermanos varones -su hermana Carmen nacería en 1883, cuando Pío contaba once años de edad- y, según su propia percepción, el menos agraciado. “En mi casa -contará luego- los tres hermanos éramos bastante diferentes física y moralmente. Mi hermano Darío era alto y rubio y aficionado ya a la literatura; mi hermano Ricardo, menos alto y con gustos artísticos, y yo, más bajo y un tanto selvático.” Como vemos, los dos mayores se llamaban respectivamente Darío y Ricardo, nombres que sugieren caracteres fuertes y empresas heroicas. Al menor le pusieron Pío Inocencio, dos nombres papales que sugieren mansedumbre. No creo que haya que dar mayor importancia a este hecho trivial y justificado por antecedentes familiares y por la fecha de nacimiento -festividad de los Santos Inocentes-, aunque no deja de ser raro un viraje onomástico tan brusco en un clan tan preocupado por las palabras y la genealogía. En cuanto a la festividad, el propio Baroja, en una entrevista concedida al Caballero Audaz hacia 1942, hacía esta curiosa mezcla de santoral y astrología:


Nací en San Sebastián el día de los Inocentes del año 72. Esto es lo que no me perdono: haber nacido en tal día. Porque no crea usted, a mí me parece que siempre hay cierta analogía entre el momento en que uno nace y el espíritu que se va a formar.


Darío, el primogénito, murió en plena juventud, lo que suele producir en las familias un vacío que la memoria colectiva llena con unos recuerdos no necesariamente rigurosos, pero siempre lisonjeros para el desaparecido. A la pena natural se une, en estos casos, un vago sentimiento de culpabilidad por parte de los supervivientes: siempre flota la idea mitológica de que los dioses reclamaron al mejor y perdonaron a quienes menos lo merecían. En cuanto a Ricardo, todo indica que era un individuo enérgico y extrovertido. En una foto juvenil aparece con cuello de pajarita, esmoquin, gabán y bombín. Su mirada es intensa, algo teatral. Parece un hombre de belleza antigua, un galán de película alemana de la época. En otra, ya de mayor, aparece en el jardín de la casa de Vera, vestido de vasco, con su sobrino Julio Caro Baroja en brazos, en actitud declamatoria. También hay fotos suyas en las que luce un flamante jipijapa. En 1931, a raíz de la proclamación de la República, en una trifulca por motivos políticos, recibió un golpe en la cabeza de resultas del cual perdió la visión del ojo derecho. Había querido ser ingeniero, como su padre, pero se amilanó ante la dificultad de estos estudios y se hizo bibliotecario, una carrera que nunca ejerció. Siempre fue aficionado a la pintura, que acabó practicando de modo inconstante. En conjunto, fue un artista de talento, costumbres bohemias, un tanto mujeriego y, en definitiva, superficial. Ya maduro se casó con una extranjera mucho más joven que él, poco agraciada físicamente, de buena posición económica. Con la imagen de estos dos tipos fuertes contrasta la de Pío. Su iconografía parece escasa. En realidad, no lo es: existen de él muchos retratos, pero tan semejantes entre sí que parecen hechos todos el mismo día. Ya de joven lucía una calva tremebunda; su bigote y su barba, “de color miel”, no experimentaron más variación que el encanecimiento, y su fisonomía (“socrática”, como la define, con bastante acierto, su sobrino Julio Caro) y su complexión cambiaron poco a lo largo de los años. Por eso resulta curioso el comentario del propio Baroja en sus memorias: “Los retratos que me han hecho a mí son muy diferentes unos de otros y parecen de distintas personas; yo no sabría decir cuál es el menos parecido”. Uno tiende a pensar que todos son idénticos y, comparados con las fotografías, irreprochables. A la hora de posar, a Baroja le sobraba la paciencia que luego le faltaba en las relaciones sociales. Juan de Echevarría, pintor famoso por su prolijidad, lo retrató varias veces. Debía de ser un modelo fácil, de rasgos poco acusados, mirada melancólica, y la paciencia ya mencionada a la hora de posar. Tal vez por esta causa, y a pesar del poco aliciente que ofrecía su imagen, en comparación con algunos de sus contemporáneos, como Valle-Inclán o Unamuno, Pío Baroja debe de ser el más retratado de su generación. Este hecho puede deberse también, además de las razones ya expuestas, a su fama temprana y persistente o a su mayor proximidad al mundo de los pintores a través de su hermano Ricardo, por cuyo taller pasaron figuras notorias.

Posiblemente el primer retrato de Pío Baroja que nos ha llegado sea el que Ramón Casas le hizo como parte de su dilatada colección de retratos al carboncillo. Es ésta la efigie más arrogante de Pío Baroja. Un retrato de cuerpo entero, las piernas ligeramente separadas, una mano en el bolsillo del pantalón y la otra, la izquierda, en la solapa de la americana. Aunque era hombre de aventajada estatura, la figura salida del carboncillo de Ramón Casas, sobre un fondo liso, sin referencias, sugiere la de un hombre bajo, seguramente porque tenía la cabeza grande, en forma de huevo. También es éste el único retrato en que Pío Baroja aparece con algo de pelo. Su aspecto es aplomado y su expresión, o el talante que transmite, es concentrado, seno, preocupado, aunque no atribulado ni inquieto. El retrato no está datado, pero probablemente es de 1901. Pío Baroja contaba veintinueve años de edad y estaba en los inicios de su actividad como novelista, pero ya debía de gozar de cierto renombre, puesto que Ramón Casas quiso retratarlo. Por aquellas mismas fechas lo retrató Picasso. En sus memorias, Baroja habla de este retrato y un poco de Picasso, en términos poco cálidos. En 1901 Picasso vivía en Madrid y acudía al taller de Ricardo Baroja a recibir de éste clases de grabado. Ricardo Baroja era entonces un profesional prestigioso. Si no hubiera sido tan diletante, tan inconstante y tan despreocupado -se negaba a cobrar por su trabajo-, tal vez habría podido hacerse rico y famoso. Dio clases a Picasso y también a Diego Rivera. El retrato de Picasso, que apareció en la revista Arte Joven, en la que también publicaba sus dibujos Ricardo, y escribía Pío, es casi idéntico al de Casas, a quien Picasso a la sazón imitaba, pero en el de éste la expresión es más oscura y más profunda, casi sombría, con un punto de ferocidad. Aunque se trata sin duda de un apunte, la de Picasso es la única representación del escritor donde éste no consigue imponer al retratista su trabajada imagen de hombre pacífico y desvalido.


La infancia y adolescencia de Baroja transcurrieron en San Sebastián primero, luego, enseguida, en Pamplona, más tarde, en Madrid. Los sucesivos destinos del cabeza de familia, Serafín Baroja, ingeniero de minas, eran el motivo de estos traslados. Serafín Baroja viajaba siempre con la familia a cuestas, incluida su suegra, la abuela materna de Pío. Sólo cuando esta mujer enfermó y murió, Serafín Baroja dejó a la familia instalada en Madrid y aceptó un traslado a Bilbao en solitario, tal vez para evitarse el luctuoso trance, o quizá, como explica su hija Carmen, porque “mi padre no tenía una mala opinión de las mujeres; únicamente creía o decía que las viejas eran todas malas”.

De testimonios diversos y a menudo contradictorios parece desprenderse que el padre de Pío, Serafín Baroja, era hombre de muy variados y difusos intereses, cuyo cultivo no redundaba en beneficio de su carrera de ingeniero ni de su patrimonio; un individuo, en suma, carente de sentido práctico, aunque no de talento y gracia. Había nacido en San Sebastián en 1840 y luchado en las guerras carlistas en el bando liberal. Aunque había estudiado ingeniería en Madrid, y la ejercía, siempre tuvo aficiones literarias. En su juventud había escrito una novela y durante toda su vida escribió poesía y cuentos; también había ejercido el periodismo y, llevado de su amor por las tradiciones y la lengua vasca, había traducido al euskera poesía castellana e incluso alguna zarzuela. Era melómano, tocaba el violoncelo y había escrito el libreto de una ópera. Era, en suma, un excéntrico, que es el nombre que se da a las personas un poco irresponsables cuando no llega la sangre al río. Su hija, Carmen Baroja, lo adoraba. En cambio, Pío Baroja no tuvo una buena relación afectiva con su padre, a quien juzgaba con una severidad probablemente injustificada. No obstante, en Las horas solitarias, diría de él: “Si yo no le hubiera visto escribir artículos y versos a mi padre, no se me hubiera ocurrido escribir”. La madre de Pío Baroja, Carmen Nessi, era de origen italiano -“Ya he dicho que soy un vasco lombardo, un hombre pirenaico, con un injerto alpino” y, según parece, mujer imbuida de moralidad “protestante”, estricta, austera, triste, con un profundo sentido del deber que sólo se satisfacía a base de renunciar a casi todo. Pío Baroja estuvo siempre muy unido a su madre, a la que, según testimonios próximos, “idolatraba”, y con la que, de mayor, convivió largos años, hasta que ella murió. Los recuerdos que Pío Baroja nos ha dejado de su niñez en San Sebastián son fragmentarios, a menudo de dudosa verosimilitud, levemente oníricos, como suelen ser los recuerdos de la primera infancia; los de Madrid, más cabales, aunque teñidos de un sospechoso costumbrismo. Los recuerdos de Pamplona tienen, en cambio, un aspecto más verídico. De ellos nos impresiona la descripción de una violencia soterrada y una brutalidad gratuita que chocan con el tedio de la vida provinciana y, en cierto modo, expresan la rebeldía de unos adolescentes sometidos a su implacable rigor. No obstante, aquella España decimonónica, inerte, áspera, frugal y aldeana, que hoy nos produce una sensación de gran tristeza, quizá no sea del todo verídica. No sabemos cómo la vivían entonces sus protagonistas. De hecho, la España de Baroja es sólo la España que Baroja nos muestra. Probablemente era un país cómodo y placentero para quien estuviera dispuesto a abrazar sus estrictas convenciones, y muy opresivo para quien tuviese otras aspiraciones o por cualquier causa se saliera del cauce de aquel manso río. Pero tampoco hay que dudar demasiado del testimonio de Baroja. Su descripción de la vida provinciana no difiere de la que nos han dejado sus contemporáneos y lo mismo cabe decir de sus imágenes madrileñas. Aquélla debía de ser ciertamente una nación miserable, brutal y sin rumbo.

En Pamplona, para combatir el aburrimiento y aislarse de sus compañeros y de sus bárbaras prácticas. Pío Baroja leía vorazmente las novelas propias de su edad: “Julio Verne, el capitán Marryat…, el Robinson, algunos folletines”. Lecturas de niñez y adolescencia que habían de marcar profundamente su estilo, de las que nunca luego se habría de separar.

Por contraste con Pamplona, Madrid, pese al pintoresquismo zarzuelero de sus gentes, le resultó una ciudad civilizada, la capital sui generis de un país desnortado.

De estos dos lugares de residencia, así como de otros muchos, visitados ocasionalmente, Baroja nos ha dejado un recuento pormenorizado hasta extremos increíbles.

El número incalculable (y algo pesado) de letras de canciones que transcribe de memoria (en vasco, en español, en francés, en italiano) y los nombres de pila de millares de personajes episódicos (un individuo que visitó una noche a su padre, un condiscípulo al que dejó de tratar a los once años, una funámbula que actuó una noche en Pamplona cuando Baroja era un niño) acaban resultando sospechosos. Pero aun cuando no todo sea fidedigno al cien por cien, no hay duda de la capacidad de Baroja para convocar detalles ínfimos y, por eso mismo, sumamente precisos y evocadores.


Poco después de nuestra llegada a Pamplona [en 1884, es decir, cincuenta y un años antes de la redacción de estos párrafos], a un andaluz llamado Justo se le ocurrió poner en el primer piso de la casa en que nosotros vivíamos, y que era muy amplio, una fonda, y recuerdo que durante el verano entre los huéspedes figuraron los toreros de las cuadrillas de Lagartijo y Mazantini. Entre los de Lagartijo estaba Guerrita de banderillero, y, sin duda, de sobresaliente, y en la de Mazantini, el picador Badila, que luego fue autor dramático, y Agujetas, otro picador…

También vivió en la fonda de Justo un sainetero de Pamplona, Pedro Górriz, que estuvo con su mujer y sus dos hijas, la Niní y la Chachón, a las que yo las veía jugar, muy empolvadas y rizadas, y hablar de los teatros de la Corte…

Cuando el fondista Justo dejó el piso y el negocio, le sustituyó como inquilino el médico don Nicasio de Landa, que estaba casado con una sobrina del general don Diego León. Landa era un hombre muy culto; había estado en las ambulancias, en la guerra francoprusiana, y había escrito sobre cuestiones de Antropología.


Es esta capacidad de ser minucioso sin motivo aparente lo que da verosimilitud a sus relatos, lo que hace sentir al lector que un dato tan superfluo por fuerza tiene que pertenecer al mundo de lo real y no al de lo inventado. La infancia de Baroja, según él mismo nos la cuenta, está llena de anécdotas curiosas y de personajes estrafalarios, de personas raras, enfermas, locas; una abigarrada fauna callejera formada por pedigüeños, trotamundos, tipos con oficios raros, entre la que no faltan los criminales, incluso un preso que llevan en procesión al cadalso. Suelen ser personas desgraciadas, tristes, fracasadas; incluso los crímenes más crueles, contados por Baroja, resultan más tristes que feroces. Muchas anécdotas y muchos de los tipos, si los analizamos bien, no son nada extraordinario, o no lo son más que otras anécdotas y otros personajes que pueblan los recuerdos infantiles de la mayoría de las personas. Pero contados por Baroja todo resulta más curioso y todo parece esconder un significado importante. Este incesante ejercicio de observación y las lecturas ya mencionadas constituyeron probablemente lo esencial de su formación. Desde luego, no careció de una educación escolar acorde con la tradición familiar y con los medios de que la familia disponía, pero las mudanzas, el nivel general de la instrucción en España y el carácter refractario del propio Baroja no le permitieron adquirir una base sólida de conocimientos ni una metodología seria y eficiente, dos carencias de las que a menudo se lamentaría luego, cuando se vio imposibilitado de satisfacer cumplidamente algunas de sus curiosidades intelectuales.


En el período de estudiante, yo no conocía la manera de estudiar, ni siquiera la de leer con provecho. Hay una manera de estudiar para lucirse en un examen; hay otra forma de estudio que nutre el espíritu; yo no he llegado a poseer ninguna de las dos.


A lo largo de sus escritos autobiográficos aflora a veces esta frustración, teñida en ocasiones de un cierto desdén por los eruditos que se contradice con la satisfacción que experimenta cuando puede avasallar a un interlocutor con sus conocimientos. Por más que aparentara la máxima llaneza, Baroja no era inmune a los aguijonazos de la egolatría (por usar un término barojiano), y en el relato de sus encuentros se trasluce a veces la mortificación que le causaba no poder estar, al menos a su juicio, al nivel de brillantez que los demás esperaban de un escritor célebre.

MÉDICO EN CESTONA

En Madrid, y superada bien que mal la etapa escolar, Baroja hubo de enfrentarse al dilema de elegir una carrera universitaria.


Por entonces… se me presentó la cuestión de qué carrera iba a seguir. Yo sentía curiosidades; pero, en definitiva, vocación clara y determinada, ninguna. Fuera de que me hubiera gustado tener éxito con las mujeres y correrla por el mundo, ¿qué más había en mí? Nada; vacilación.


Esta frase, como suele ocurrir con la definiciones que las personas se aplican a sí mismas, tiene tanto de cierto como de falaz. Sin duda el desasosiego que trasluce es verdadero, pero sin duda Baroja sentía un vivo interés por el conocimiento y por lo que en términos actuales llamaríamos las “humanidades”. Otra cosa es que, en la práctica, los estudios de estas materias que impartía la universidad española y, sobre todo, las salidas que la sociedad ofrecía luego a quienes los siguieran debían de resultar muy poco atractivos para un espíritu inquieto. Y no deja de ser notable que en un momento de indecisión, Baroja no optara por la carrera de Derecho, que tradicionalmente seguían los diletantes, sino por la de Medicina.

Hay muchos médicos a quienes el ejercicio de su profesión despierta el deseo de escribir, pero es raro el caso inverso. No faltan, con todo, antecedentes ilustres, como el de Chejov, u otro aún más chocante: el de Freud, el cual afirma en uno de sus escritos autobiográficos no haber sentido una especial predilección por la profesión médica y haberla abrazado movido por la curiosidad hacia las preocupaciones humanas. Con todo, la decisión de estudiar Medicina y dedicar a ella el resto de su vida no deja de ser sorprendente en un hombre como Baroja, que no se caracterizaba por tomar decisiones impulsivas respecto de su persona. Tal vez ésta tampoco lo fuera, pero ciertamente fue errónea. Baroja no tenía la más mínima vocación de médico, pese a que su imagen concuerda con la del médico de cabecera a la antigua usanza, una imagen que, no obstante, resulta algo maltrecha por el desdén hacia la humanidad que Baroja no se cansa de manifestar. De su desapego por la enseñanza de la Medicina nos ha dejado constancia escrita tan abundante, rotunda e inequívoca que sería absurdo ponerla en entredicho. Sí hay que señalar que el paso por la facultad de Medicina le puso en contacto con el mundo estudiantil de Madrid y le permitió hacer amistades que conservó largo tiempo y que en su día le resultaron estimulantes desde el punto de vista intelectual y vital. Pero como todo le parecía mal, y los profesores le inspiraban una animadversión y un desprecio que no se esforzaba en ocultar, iba suspendiendo todas las asignaturas o aprobándolas malamente. Sus estudios parecían condenados al fracaso.


Así las cosas, en 1891, el padre de Baroja, que había regresado junto a su familia tras la muerte de su suegra, aceptó el cargo de Ingeniero Jefe de Minas en Valencia.

Según contaría luego Baroja, “la vida, más económica en nuestra ciudad [Valencia] que en Madrid, fue lo que les decidió a venir”.

El motivo del traslado, sin embargo, no es evidente. Para un hombre tan arraigado en su tierra y tan sociable como don Serafín, un traslado a Valencia, donde no conocía a nadie, no ofrecía aliciente alguno. Por otra parte, Valencia, en 1891, no debía de ser gran cosa (“Una capital de provincia es cosa insoportable”), salvo por una climatología y una luminosidad que a un vasco de pura cepa, que se sentía a gusto en Pamplona, le habían de producir más nostalgia que contento. La madre, como cabe esperar, “se declaraba indiferente a esta cuestión”.

En realidad, Valencia, para la familia Baroja, ofrecía una ventaja sobre Madrid que posiblemente pesara en la decisión de don Serafín: una facultad de Medicina más apta para encarrilar los estudios de su hijo Pío, a quien “en aquel mismo mes [septiembre], como estudiante de Medicina le habían suspendido en la Corte, y por segunda vez, en Patología General”.” Tanto si la Universidad de Valencia era más favorable por el talante liberal de sus profesores o por una mayor predisposición a la benevolencia, el hecho es que en esta ciudad Pío Baroja consiguió acabar la carrera con una rapidez que sus antecedentes académicos hacían impensable. Y si para conseguir este resultado don Serafín había aceptado exiliarse en Valencia, habrá que admitir que no era un padre tan despreocupado por su hijo ni tan carente de sentido práctico como luego se le ha pintado. La estancia en Valencia, por lo demás, resultó trágica para la familia Baroja. Darío, el hermano mayor de Pío, enfermó de tuberculosis y murió tras una breve enfermedad. Darío “había cumplido veintitrés años. Era un poco romántico, creyente en la amistad, galanteador y aficionado a la literatura”. Pío lo cuidó con solicitud durante todo el proceso: aquélla fue la primera práctica de medicina que le tocó hacer. La muerte de Darío afectó a su carácter, ya proclive a la tristeza. Luego regresó a Madrid y obtuvo el doctorado con una tesis titulada El dolor. Estudio psicofísico. Aprobada la tesis, volvió a Burjasot, localidad próxima a Valencia, adonde la familia Baroja se había trasladado, a “una casa muy pequeña, con un jardín de perales, albérchigos y granados. Pa sé allí una temporada muy agradable”.


Estando en Burjasot, Pío Baroja leyó, o leyó alguien de su familia, que estaba vacante la plaza de médico titular de Cestona. Este anuncio había salido en La Voz de Guipúzcoa; don Serafín colaboraba en este periódico y, por este motivo, se lo enviaban a Burjasot. Sin conocer el lugar ni las condiciones de trabajo Pío Baroja solicitó la plaza y la obtuvo. En sus memorias, Baroja atribuye este acto laboral a su fatalismo, como si el pedir un empleo anunciado en un periódico fuera supeditar la propia existencia a los caprichos del destino. Algo hay de azaroso, en efecto, en el hecho de encontrar un anuncio en La Voz de Guipúzcoa estando en Burjasot, pero, al margen de esto, y si bien se mira, para un joven médico recién doctorado, con un expediente académico poco lucido y sin conexiones en el medio profesional, conseguir una plaza de médico rural en su añorada tierra vasca no se puede considerar un suceso dramático, aun cuando eso supusiera separarse del núcleo familiar. Por entonces Pío Baroja contaba casi veintidós años de edad, si bien, al amparo del talante liberal de don Serafín, no había trabajado nunca.

La vida de médico rural en una zona agreste, de clima riguroso, fue una experiencia dura. Inacabables trayectos nocturnos a lomos de un caballo remiso, por riscos nevados, para atender un parto o una urgencia; horribles heridas acaecidas en el curso de reyertas bestiales. Estas peripecias, reforzadas por su carácter huraño y agravadas por su mala relación con el otro médico de Cestona y por la sordidez general de aquel mundo primitivo, que lo recibía con desconfianza, le confirmaron en su desesperanzada visión de la Medicina y, de paso, del género humano. Inesperadamente, su padre, su madre, su hermano Ricardo y su hermana Carmen llegaron a Cestona para instalarse allí, hasta que, poco después, su padre fue nombrado Ingeniero Jefe de la provincia de Guipúzcoa y se fue con toda la familia a San Sebastián. Aprovechando esta circunstancia, Pío abandonó Cestona y se reunió con ellos. Había intentado sin éxito conseguir otra plaza de médico, en Zarauz o en Zumaya y también en San Sebastián, donde trató de ejercer su profesión contando con la ayuda de algunos amigos de su padre, que a la hora de la verdad y según el propio Baroja, no movieron un dedo por él; “por el contrario, dijeron que yo era un hombre de carácter insoportable”. Finalmente optó por abandonar de una vez por todas el ejercicio de la Medicina. Su experiencia como médico había durado poco más de un año.

PANADERO EN MADRID

Mientras la profesión médica de Baroja hacía agua en San Sebastián, en Madrid se producía un suceso trascendental en una rama colateral de la familia. Una tía de la madre de Baroja, doña Juana Nessi, había enviudado y heredado de su marido, un tal Matías Lacasa, un negocio situado en la esquina de la calle de Capellanes, cuyo rótulo rezaba así:


PANADERÍA DE VIENA 1

Única privilegiada en España

Proveedora de la Real Casa

Toda clase de pan de lujo


Tantos calificativos no cumplían una función publicitaria, sino descriptiva; la panadería gozaba de merecido prestigio en la capital por haber introducido en España el pan de Viena, una novedad que suponía una tecnología avanzada y, en consecuencia, un personal compuesto en parte por técnicos alemanes. Por todas estas razones debería de haber sido un negocio próspero, pero no lo era. Al fallecer su fundador y dueño, Matías Lacasa, Juana Nessi recurrió a la familia Baroja en busca de ayuda y ésta no tuvo mejor idea que enviarle a Ricardo, que, como ya se ha dicho, era pintor de vocación y bibliotecario de profesión. Cuando Pío andaba sin rumbo por San Sebastián, llegó noticia de que Ricardo se había cansado de dirigir la panadería. Pío pensó entonces que si los dos hermanos se repartían el trabajo, podrían vivir sin agobios y disponer de tiempo libre para sus respectivas aficiones. Escribió a Ricardo exponiéndole la idea y al recibir la conformidad de éste, se fue a Madrid y se hizo panadero. Esta decisión, como las anteriores, resulta más chocante en su enunciado de lo que era en la realidad. Por una parte, el propio Baroja, que ya había empezado a colaborar en algunos periódicos y quería ser escritor a toda costa, se manifestaba dispuesto a “desclasarse” a cambio de la seguridad económica y el tiempo libre que habían de permitirle escribir con regularidad. Por otra parte, una panadería de lujo en Madrid no era un negocio muy distinto de una fábrica. En este sentido, el caso de Baroja era el caso, nada infrecuente, del profesional que deja el ejercicio de su profesión liberal para hacerse cargo de la empresa familiar. Muchos años más tarde, Baroja, en sus memorias, se referiría a esta etapa de su vida como un intento de convertirse en “un industrial”. Al frente de la panadería, Baroja se veía a sí mismo y era visto por los demás como un auténtico capitalista.

Y así era, puesto que en una época en que la realidad y la nomenclatura coincidían, él era propietario de los medios de producción. Sus intereses y los de los trabajadores eran en muchos sentidos contrapuestos. Durante el tiempo en que Baroja estuvo al frente de la panadería, menudearon los conflictos sociales dentro de la empresa. Esta circunstancia y la situación precaria del negocio, en estado de crónica bancarrota, dieron al traste con su proyecto inicial: acabó trabajando día y noche como panadero, en un intento desesperado de sacar a flote el negocio, y conviviendo con los trabajadores, lo que le proporcionó material literario en abundancia y una considerable afición, al parecer insólita en la España de entonces, por la cerveza. En 1898 su madre y su hermana Carmen se fueron a vivir a Madrid, y al siguiente, don Serafín. El negocio iba cada vez peor, en parte debido a la crisis política, económica y social por la que atravesaba España y que los acontecimientos iban a poner de manifiesto en aquel año emblemático de 1898. “Mis hermanos -cuenta Carmen Baroja en sus memorias- trabajaron como fieras para sacar aquello adelante. La mayoría de los obreros se marcharon a poner otra fábrica [de pan].” Así y todo la panadería siguió en manos de la familia Baroja hasta que, en 1919, y sin atender a la oposición de su madre -don Serafín había muerto unos años atrás- y del propio Pío, Ricardo Baroja liquidó el negocio para poder casarse con una joven norteamericana. Mientras tanto, contra viento y marea, bien que mal, los hermanos Baroja habían conseguido sus propósitos: tener un medio de vida estable, poderse dedicar a sus respectivas vocaciones y viajar. Ya en 1899 Baroja hizo su primer viaje a París. En años sucesivos haría varios viajes a París. También viajó a otras ciudades y pasó en algunas largas temporadas, pero durante toda su vida París fue su principal término de referencia cultural. Formado en la cultura y la literatura francesa, por las que sentía una admiración sin reservas, Baroja vivió en Madrid como un parisino exiliado. En 1900 publicó su primer libro, Vidas sombrías, una recopilación de escritos diversos; y ese mismo año, la primera novela, La casa de Aizgorri, con la que iniciaba asimismo sus famosas trilogías, de las que a lo largo de su vida llegaría a publicar once. Estas trilogías, por lo demás, no aparecían por orden consecutivo. A La casa de Aizgorri, primer volumen de la trilogía “Tierra vasca”, le sigue Inventos, aventuras y mixtificaciones de Silvestre Paradox, primera entrega de la trilogía denominada “La vida fantástica”. A ésta le sigue el segundo volumen de “Tierra vasca”; pero el tercero de esta trilogía no saldrá hasta después de varios años y de varias trilogías interpuestas.

De esta forma iniciaba Pío Baroja una nueva existencia, que se iba a prolongar hasta su muerte sin más alteraciones que las impuestas por el devenir de la Historia. Como escritor tuvo contacto con la bohemia madrileña, sin llegar a pertenecer nunca a ella. Era hombre de costumbres ordenadas, poco amigo de francachelas, que le aburrían. Cuando dejó de trabajar en la panadería y vivió de sus escritos, la vida de Baroja se hizo metódica en grado sumo. Escribía todas las mañanas, paseaba por las tardes y leía por las noches hasta la madrugada. Sólo al final de su vida cambió ligeramente esta rutina: se levantaba al amanecer y daba un paseo por el parque del Retiro; luego, al caer la tarde, recibía a una nutrida representación de amigos y curiosos. Únicamente los viajes rompían esta monotonía. A Pío Baroja siempre le gustó viajar. Cuando le sobraba algún dinero, se iba de viaje. Recorrió toda España, estuvo varias veces en París, como ya queda dicho, y fue a Italia, Inglaterra, Suiza, Alemania y Dinamarca. En Madrid frecuentaba las tertulias. Leyendo sus recuerdos y los testimonios de sus contemporáneos, da la impresión de que conoció y trató a todo el mundo: escritores, pintores, músicos, periodistas, políticos, actores, toreros y delincuentes. En aquellos tiempos la capital de España debía de ser una ciudad de aluvión, adonde iba a parar gente inquieta de los cuatro puntos cardinales en busca, precisamente, del contacto con otras personas de su misma condición. Estas personas, una vez en Madrid, impecunes y desarraigadas, formaban una sociedad pequeña y comunicativa. Pío Baroja no parece haber tenido problemas para integrarse al principio de su carrera de escritor en este hervidero, ni su presunta misantropía parece haber sido un obstáculo para ello, del mismo modo que a pesar de su fama de hombre huraño y solitario, pocas veces viajó solo, y allí donde iba trababa pronto amistad con otros españoles o con gente del lugar. Con sus hermanos, Ricardo y Carmen, iba con frecuencia al teatro, a la ópera, a las exposiciones y a los espectáculos al aire libre. También hizo, con ellos o con otras personas, excursiones por los alrededores de Madrid y viajes por distintos lugares de España. No era ésta, sin duda, la vida que Pío Baroja había soñado, aquel “tener éxito con las mujeres y correrla por el mundo”, pero también es evidente que la que había escogido, si bien no constituía el paradigma de la felicidad, era la mejor de las alternativas.

EL MIRLO BLANCO

La familia Baroja parecía poseer una especie de magnetismo que impedía a sus miembros alejarse mucho de su núcleo. En cuanto uno se establecía en un lugar, los demás no tardaban en reunirse con él. A partir del invierno de 1902 y hasta que la guerra los dispersó, los Baroja vivieron casi siempre juntos, en Madrid, en una casa situada en el número 34 (luego 36) de la calle de Mendizábal, en el barrio de Arguelles, por aquel entonces algo alejado del centro. Era una casa grande, de dos plantas, a las que posteriormente los Baroja añadieron una tercera, un sótano y dos terrazas. Originariamente la casa había sido una vivienda unifamiliar, hasta que los Baroja la dividieron. De este modo cada miembro de la familia disponía de una vivienda propia y de una relativa independencia. Pío Baroja y su madre ocupaban la planta nueva; Ricardo, la planta baja, y Carmen, la de en medio. Allí vivían, trabajaban y hacían vida social. La casa de la calle de Mendizábal era en este sentido un mundo autosuficiente. En 1913, Carmen Baroja se casó con Rafael Caro Raggio, a quien había conocido a través de su hermano Ricardo. El matrimonio se fue a vivir a una casa de la calle del Marqués de Urquijo, pero al cabo de unos años Carmen regresó a la de Mendizábal con su marido y sus dos hijos. En la casa de Mendizábal, en un antiguo patio, instaló Rafael Caro Raggio la editorial que había creado. En esta editorial, que lleva el nombre de su fundador, se publicó la mayor parte de la obra de Pío Baroja, y también la de Azorín. Una viñeta con la efigie de Erasmo de Rotterdam, diseñada por Ricardo Baroja a partir de un cuadro de Holbein, fue y sigue siendo el sello editorial de esta empresa. De resultas de esta agregación, por la casa de la calle de Mendizábal, además de una familia cada vez más nutrida, circulaban cajistas, tipógrafos y encuadernadores. “Los primeros -cuenta Julio Caro Baroja, el mayor de los hijos de Rafael Caro y Carmen Baroja- se consideraban más cultos que los segundos. En su mayor parte eran socialistas, veneradores de Pablo Iglesias. Los más viejos iban por la calle con blusas largas, azules, y encima de éstas, en invierno, se ponían las capas. Algunos llevaban, además, gorra de visera, otros iban a pelo y no faltaban algunos con sombrero hongo. En general gustaban de los bigotes largos, lacios.” La convivencia diaria de estos trabajadores politizados con quienes, en definitiva, eran sus patronos, dio ocasión a frecuentes conflictos en aquellos años turbulentos. Más conflictiva, sin embargo, fue la boda de Ricardo, entre otras razones, por la ya dicha de la venta de la panadería. Pero el conflicto era endémico.

Ricardo y Pío Baroja, por más que siempre habían vivido y trabajado juntos, eran individuos diametralmente opuestos. De Ricardo, y también de Pío, nos ha dejado sendos retratos claros su hermana Carmen en sus memorias:

Mi madre, como mujer instintiva que era, tenía una gran opinión de los hombres sólo porque lo eran. De ahí, el creer que mis hermanos tenían derecho a vivir como les diera la gana… Así se dio el caso de [que] Ricardo, hombre de magnífico carácter, que se hubiera dejado llevar por la más pequeña indicación, abandonara la carrera de archivero con la que ya tenía categoría, luego tirara la panadería de Capellanes, luego los destinos y todo, y se pasara los mejores años de su vida trabajando en el grabado o la pintura cuando le daba la gana, pareciéndoles a todos muy bien lo que hacía; a lo mejor se pasaba años sin coger el pincel ni la cubeta del ácido, levantándose todos los días a la una del día, justamente para comer, y acostándose a las dos o las tres de la mañana, después de haber estado en el Café de Levante charlando con los amigos… Pío, siguiendo su enorme vocación literaria, trabajaba todos los días, se levantaba pronto y se acostaba también pronto. Alguna temporada tuvo que iba al café o al teatro con Alloza o con los literatos, pero siempre hizo una vida muy metódica.”


Así las cosas, la boda de Ricardo fue una tormenta en las plácidas aguas de la calle de Mendizábal. Carmen Monné, la mujer de Ricardo, una norteamericana de origen español, no cayó bien a la familia Baroja, ya de por sí mal predispuesta hacia los extraños. Incluso Carmen Baroja, que se llevaba bien con todo el mundo, y sentía una mayor afinidad con Ricardo y una comprensible predilección por este hermano, no oculta en sus memorias la hostilidad inicial hacia su cuñada. Carmen Monné, a juzgar por las fotos que de ella quedan, distaba mucho de ser una belleza. No carecía de talento, de sentido práctico ni de ambiciones sociales, intelectuales y de todo tipo: durante un tiempo, en los años de la República, simpatizó con el comunismo, al que arrastró a su marido, siempre dispuesto a apuntarse a cualquier cosa. Con todo, la vida familiar no debió de ser fácil ni grata para aquella joven extranjera, que se había casado con un señorito malcriado, sin oficio ni beneficio, que dependía en buena parte de la fortuna de ella, que le llevaba veinticinco años y la obligaba a compartir el hogar con el resto de aquel clan atrabiliario. Fue precisamente con este objetivo, el de imponer un poco de paz y sensatez, por lo que, a instancias de sus hermanos, Carmen Baroja regresó, con su propia familia a cuestas, a la casa de la calle de Mendizábal. Reunida de nuevo bajo el mismo techo la familia Baroja en pleno, y a pesar de las esporádicas disensiones que pudiera haber, la vida en la casa de la calle de Mendizábal volvió a la antigua efervescencia. Tanto Ricardo como Pío tenían sus respectivas tertulias, y los participantes en una y en otra se juntaban en ocasiones, sobre todo en El Mirlo Blanco. El Mirlo Blanco fue un grupo de teatro que se creó en torno a los Baroja y en la casa de la calle Mendizábal, de un modo espontáneo, en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera. Surgido a raíz de una improvisada representación del Tenorio, de la que ha pasado a la leyenda la interpretación de doña Brígida a cargo de don Ramón del Valle-Inclán, El Mirlo Blanco fue un teatro de cámara o experimental en el que colaboraron figuras destacadas de la vida intelectual española. En él participaron todos los miembros de la familia Baroja, salvo la madre y, significativamente, Rafael Caro Raggio. En cambio, Carmen Monné tuvo un papel muy activo y eficiente en la empresa. Para El Mirlo Blanco escribieron obras los tres hermanos Baroja, y Pío, que debía de ser un actor pésimo o, cuando menos, poco dúctil, intervino en varias representaciones. “La actuación de mi tío Pío como cómico no fue de las menos comentadas, ya que, en esencia, era la antítesis del hombre de tablas”, cuenta Julio Caro. Aunque siempre en la casa y con actores aficionados, las representaciones se hicieron con la seriedad propia de un teatro profesional, con decorados y vestuario muy elaborados. En El Mirlo Blanco estrenó Pío Baroja dos piezas teatrales no exentas de interés: Adiós a la bohemia y Arlequín, mancebo de botica, y Valle-Inclán, Los cuernos de don Friolera. Con todo, Pío Baroja participaba poco en las actividades comunes de la familia. Prefería su rutina. Cuando la salud de su madre empezó a declinar, Pío Baroja redobló sus cuidados. Esto, su trabajo y su tertulia absorbían sus horas.

VERA DE BIDASOA

En 1912 los Baroja adquirieron una propiedad en la localidad de Vera, en Navarra. Era un caserón grande, de muros de piedra cubiertos de hiedra, con jardín, “huerta, cercada por una tapia, y con un campo de maíz y un manzanal con su prado”. En esta casa, adquirida inicialmente como residencia veraniega, acabó pasando Baroja buena parte del año. Todos los años, cuando llegaba la primavera, Pío Baroja y su madre, en compañía de una criada, los gatos y las cajas con los libros que había comprado durante el invierno, se instalaban en Vera. Luego acudía el resto de la familia. Pío Baroja reunió en la casa de Vera su extensa biblioteca. “Allí leía, escribía, paseaba y dedicaba gran parte de su atención al cuidado de la huerta… Doña Carmen se encontraba mucho más a gusto en Vera que en ninguna otra parte.” La casa de Vera, conocida en la región con el nombre de Itzea, ha quedado indisolublemente ligada a la familia: en ella murió el patriarca, don Serafín Baroja, en 1912, el mismo año en que la casa fue comprada, y en 1935 la madre, Carmen Nessi, a cuyo cuidado había dedicado Pío Baroja tantos años; en ella sorprendió la guerra civil a la familia, que sobrevivió allí a la contienda; en ella murió Ricardo Baroja en 1953. También es probable que en ella Pío Baroja encontrara la escasa dicha de que disfrutó en la vida, salvo en París, donde siempre se sintió de paso. Pero este idílico transcurrir de los días sólo debía de ser aparente, como se desprende de una anécdota tan repetida como extraña: iba paseando don Pío por Vera y un niño, al verlo, se puso a gritar: “¡El hombre malo de Itzea!”. Es difícil imaginar qué habría hecho aquel señor ilustre y capitalino, que muy poco contacto debía de mantener con la gente del lugar, para ganarse este apodo tan preciso y sin paliativos. Esto, naturalmente, son conjeturas. Pío Baroja apenas si deja entrever en sus escritos la naturaleza de sus emociones. Describe con minuciosidad todo cuanto sucede a su alrededor y pinta con agudeza a los actores de esta trama incesante, pero a la hora de exteriorizar su propia personalidad todo se le va en opiniones generales sobre asuntos abstractos, como si los temas que le pudieran afectar personalmente no le interesaran o le dieran miedo o, simplemente, no los quisiera compartir con nadie. En realidad, la actitud general de Baroja era reflejo de todas sus contradicciones internas. Buscaba al mismo tiempo la estabilidad y la alternancia, tanto en el terreno intelectual como en el físico. Iba de Madrid a Vera y de Vera a Madrid, y en cuanto podía, a París, a Roma, a Londres. Los personajes de sus novelas siempre están viajando y si no pueden viajar, cambiando constantemente de domicilio. Es éste sin duda un símbolo de su desarraigo, pero también un reflejo directo de la inquietud de Baroja, esta permanente obsesión por la mudanza que tanto parece contradecir sus costumbres rutinarias, hasta que los años y el desánimo lo anclaron definitivamente en su butaca.

UN VIEJO MUERTO DE MIEDO

Cuando estalló la guerra civil, Pío Baroja se encontraba, como todos los años, veraneando en Vera con el resto de la familia, aunque sin su madre, muerta en 1935. Quiso ver en qué consistía aquel alboroto y de poco lo fusilan de la manera más absurda. En los primeros días de la rebelión, al saber que una columna carlista iba a pasar por una población próxima a Vera, tuvo la ocurrencia de acudir con un amigo a ver el espectáculo. No era un tonto, sino un novelista. Fue reconocido, obligado a bajar del coche. Así relata en sus memorias Carmen Baroja el incidente:


Al llegar cerca de Santesteban, se encontraron con las tropas de requetés que iban viniendo del interior de la provincia. Les hicieron bajar del coche y un capitán, casado en Pamplona con la hija de un fondista, se encaró pistola en mano con Pío y dirigiéndose a su gente dijo:

– Este viejo es Pío Baroja, el que ha querido siempre desacreditar nuestra tradición. ¡Miradle ahora, muerto de miedo!

Y parece que le llevaba apuntándole con la pistola hacia la cuneta de la carretera. Pío, lívido de ira, le contestó, según contó luego Ochoteco [el hombre que le acompañaba], que él no temblaba ante nadie y menos ante un cochino carlista como él.


Es curioso que el incidente no acabara peor en vista de una respuesta tan poco adecuada a las circunstancias, si es que efectivamente Baroja se mostró tan bizarro y tan inconsciente, cosa que parece dudosa. Pero la moderación verbal no era una característica de los Baroja. Sí lo era, en cambio, el gusto por los detalles nimios, que hacen tan vivida su forma de narrar, como este capitán “casado en Pamplona con la hija de un fondista” que alardea de asustar a un viejo a punta de pistola. Curiosamente, el relato que el propio Pío hace de este percance es bastante escueto y muy poco heroico, como puede leerse en la antología que figura en este libro. Aunque Pío Baroja no había participado en la vida pública durante los años de la República, salvo para expresar su desapego, la actitud anticlerical de sus escritos y la virulencia con que defendía sus argumentos y atacaba los ajenos le habían granjeado muchos odios entre los círculos conservadores. Desde el punto de vista ideológico estaba más próximo al bando antirrepublicano que su hermano Ricardo, que simpatizaba con los comunistas por influencia de su mujer, Carmen Monné. Pero en el vértigo de la violencia, por la notoriedad de su persona y por la elementalidad de los actores de aquel terrible drama, fue Pío quien estuvo a punto de ser ejecutado sumariamente, mientras que con Ricardo no se metió nadie ni durante el largo período de la guerra ni después.

Después del encuentro con los carlistas, salvado in extremis de una muerte cierta y posteriormente liberado de la prisión. Pío Baroja regresó a Vera, pero, persuadido, no sin motivo, de que su vida corría peligro, cruzó la frontera y pasó en París el resto de la contienda, alojado en el Colegio de España y sin más ingresos que el precario pago de unos artículos publicados en el diario La Nación, de Buenos Aires, mientras el resto de la familia sobrevivía en Vera con grandes penurias, de las que Carmen Baroja ha dejado un relato escalofriante en sus memorias. Pío Baroja trató de exiliarse a América, pero no lo consiguió. Se sentía viejo, enfermo y desalentado, y regresó a España en 1937. Para ser admitido tuvo que pagar un alto precio. Permitió que se publicara una selección de sus opiniones más virulentas contra los comunistas, los masones y los judíos, y juró fidelidad al nuevo régimen, cosa que, según cuentan, hizo con la mezcla de sorna y zafiedad que le eran propias. Preguntado por el conde de Jordana si juraba ser leal a España y la tradición cristiana representada por el Caudillo, respondió: “Lo que sea costumbre”. En otra ocasión, estando en Vera la familia Baroja, se presentó allí un brigada de la Guardia Civil para verificar la autorización con la que Pío Baroja había regresado a España. Una vez comprobados los documentos pertinentes, el guardia civil le preguntó: “¿Y cómo andamos de religión?”. A lo que Pío Baroja, un tanto inquieto, pero incapaz de resolver la papeleta mediante una mentira, respondió: “Pues bastante medianamente”. Al relatar esta anécdota, Julio Caro comenta: “Cuando un brigada de la Guardia Civil tiene autoridad para preguntar a un escritor famoso, de cerca de setenta años, cómo anda de religión, en el país que eso ocurre ha debido de ocurrir algo gravísimo”.

DECADENCIA Y MUERTE

A partir de la guerra, la trayectoria de la familia Baroja se convirtió en un continuo descenso por la espiral del hambre, la incertidumbre y la incomprensión. La casa de la calle de Mendizábal no había resistido la guerra civil. Un bombardeo la había destruido, y con ella buena parte de las pertenencias de la familia. Ricardo y Carmen Monné se quedaron a vivir en Vera. Carmen Baroja y sus dos hijos, Julio y Pío Caro, regresaron a Madrid, donde se reunieron con Rafael Caro Raggio, y se instalaron en un piso de la calle Ruiz de Alarcón. Caro Raggio pidió y obtuvo el reingreso en el cuerpo de Correos, al que había pertenecido antes de ser editor. Había vendido el solar de la calle de Mendizábal, había recuperado algunas máquinas y trató de levantar el negocio, pero no pudo. Murió al cabo de pocos años, en 1943. Para entonces Pío se había ido a vivir con los Caro Baroja a la casa de la calle Ruiz de Alarcón, de la que ya no habría de moverse hasta su muerte. Los últimos años de su vida los pasó Pío Baroja sumido en una atonía progresiva. Seguía escribiendo y paseando, recibía visitas en su casa todas las tardes y aceptaba bien que mal los homenajes que se le hacían casi a título postumo.

En este estado lo conoció Juan Benet, decrépito, quejumbroso, callado, rodeado de curiosos que acudían a tomar nota de sus rasgos seniles y de viejos y fieles amigos que desgranaban chismes y ocurrencias. Goloso, caprichoso, improvidente. Pío Baroja callaba y escuchaba, como hacen los individuos a quienes nada interesa y cualquier cosa entretiene. Mientras bandos opuestos trataban de ganar su figura para sus respectivas causas, él hacía como que no se enteraba, por despiste o por astucia, dispuesto a gozar ahora de aquella inocencia que, según él mismo, de niño no tuvo. Daba la razón a los unos y a los otros, y si decía algo era para apaciguar los ánimos de quienes podían hacerle daño. De estos años data su dilatada y confusa autobiografía. En ella se muestra, como siempre, polémico y combativo. Con todo se atreve, esgrime argumentos feroces y desacredita a unos contrincantes que él mismo se inventa. Pero ninguna opinión es tan precisa o tan coyuntural que pueda ponerle en apuros. Sus argumentaciones son fuegos de artificio y versan sobre asuntos que ya no importan a nadie. Es esta vaguedad, esta inconsistencia sistemática la que permitirá que el debate sobre Baroja siga vivo tantos años después de su muerte. Pío Baroja pasó los últimos tiempos de su vida con la cabeza totalmente perdida. Su estado general era muy débil, pero eran las pesadillas y los temores imaginarios lo que le hacían sufrir. De noche, según cuenta Julio Caro Baroja, se despertaba con tal ansiedad que hubo que poner a su disposición dos camas para que pudiera mudarse de la una a la otra y de este modo dejar atrás los terrores de un mal sueño, como una cruel caricatura de su aversión a permanecer mucho tiempo en un mismo lugar. Otras veces se despertaba con la angustia de llegar tarde a los exámenes de la Facultad de Medicina de San Carlos, donde había estudiado sesenta años atrás y de la que tan mal había hablado en sus memorias y en algunas novelas, sobre todo en El árbol de la ciencia. Otras veces se levantaba y trataba de huir del dormitorio, por lo que siempre había que dejarle la puerta abierta. En una de estas fugas precipitadas se cayó y se rompió el fémur. Sobrevivió a la operación varios meses, en estado comatoso, defendido por sus allegados de los intentos de hacerle volver al seno de la Iglesia católica. Murió irredento el 30 de octubre de 1956 y fue enterrado en el cementerio civil.

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