II BAROJA Y LAS MUJERES

Como él mismo dejó escrito en reiteradas ocasiones, unas veces llanamente y otras con reticencia, a Baroja le habría gustado mucho tener éxito con las mujeres. Hay que reconocer, sin embargo, que no hizo gran cosa por conseguirlo. Tal vez su vida sentimental o erótica habría podido ser menos árida de como él y sus biógrafos la pintan, porque no era un hombre desagradable en su aspecto físico, debía de ser un buen conversador, y la proverbial aspereza de su carácter se desvanecía en compañía femenina. Seguramente el principal obstáculo residía en su empeño por huir de todo compromiso. Si lo hacía para poderse consagrar íntegramente a su obra literaria o si se consagró íntegramente a esa obra de resultas de su magra vida galante es algo que nunca podremos determinar con certeza. Lo más probable es que los dos factores se potenciaran el uno al otro sin que ningún suceso externo alterase esta mecánica ni Baroja tomara en ningún momento la decisión de romper el círculo vicioso, bien por cálculo, bien por cobardía, bien por otra u otras causas. En la práctica, los caracteres son más importantes que la voluntad. El terreno afectivo de las personas siempre es un misterio: por recato no hablan de él, y si lo hacen, no se debe dar crédito a sus confesiones sin más ni más, porque incluso los más sinceros se equivocan o mienten, queriendo y sin querer. En vista de lo cual hay que hacer conjeturas que suelen revelar más sobre la personalidad de quien las hace que sobre la persona a la que se refieren. Pero tampoco es un asunto que se pueda obviar, sobre todo en el caso de Baroja, cuyas opiniones al respecto son variadas, contundentes y, como es habitual, contradictorias, y cuya trayectoria vital en este aspecto es formidable por omisión. Lo único que nos consta es que en los numerosos escritos autobiográficos de Baroja hay algunos episodios que podrían interpretarse en clave sentimental, episodios que luego él mismo había de evocar con la amargura con que se evocan las ocasiones perdidas, cuando ya es demasiado tarde, incluso para sacar provecho de la experiencia. Ya he dicho que Baroja se consideraba el menos agraciado de sus hermanos, y desde el principio de su vida pública adoptó un porte externo encaminado a corroborar esta opinión. En su forma de vestir y en su actitud siempre hubo un punto de apocamiento, como si ya de joven hubiera tenido prisa por convertirse en el anciano friolero que parecía más tarde, incluso en los meses más rigurosos del verano. Siempre fue vestido de pesimista. En sus años estudiantiles, Baroja parece haber estado más interesado en discutir y filosofar que en perseguir a las chicas. El ambiente universitario de la época era estrictamente masculino y en los ambientes femeninos que frecuentaban los jóvenes de la burguesía, los bailes y verbenas de modistillas, vendedoras y criadas, se sentía desplazado. Para tener un cierto éxito en aquellos lugares, donde imperaba una alegría desgarrada, había que hacer gala de todo lo que no era Baroja, muchacho provinciano de aspecto vulgar, meditabundo y perpetuamente preocupado. Es probable que la marginación ahondara estas características innatas de su temperamento. También es probable que sus experiencias como estudiante de medicina le hubieran mostrado los peligros de la lujuria y que este temor lo mantuviera alejado de las mujeres en general y de los burdeles en particular. No sabemos si los frecuentó o no, pero en sus escritos siempre se refiere a esta institución omnipresente en la vida española con distancia y aversión, como si viera una relación directa entre las sórdidas salas de hospital y “el triste proletariado de la vida sexual”:


Al comenzar el cuarto año de carrera se le ocurrió a Venero que asistiéramos a un curso de enfermedades sifilíticas o de la piel, que daba el doctor Cerezo en el Hospital de San Juan de Dios…

Para un hombre excitado e inquieto, como yo, el espectáculo tenía que ser deprimente. Las mujeres eran de lo más caído y miserable. Ver tanta desdichada sin hogar, abandonada en una sala negra, en un estercolero humano, comprobar y evidenciar la podredumbre que acompaña la vida sexual, hizo en mí una angustiosa impresión.


Y más adelante:


Yo creo que a la mayoría de los hombres sensibles… esos primeros contactos no le dejan más que una impresión de tristeza y de repugnancia. El cuarto de una casa miserable, la habitación sucia, la frase cínica, el perfume barato, el miedo al contagio, todo es un horror.


Luego, ya adulto, jalonan su vida algunos encuentros que parecen tomar un sesgo amoroso. Son pocos, y en el recuento sucinto que nos ha dejado de ellos, Baroja siempre se zafa de un modo brusco, sin ofrecer una explicación satisfactoria de los abruptos finales. Estos breves interludios sentimentales aparecen descritos en sus novelas en forma muy similar a como él los relató luego en sus memorias, aunque embellecidos o alterados para adaptarlos a la trama argumental. Pero también en este caso, como en otros, cabe la duda de si la ficción proviene de una experiencia personal transmutada en materia literaria o a la inversa. Al fin y al cabo Baroja escribió sus memorias a una edad en la que fácilmente podía confundir, incluso voluntariamente, la realidad de una vida prosaica con los sucesos turbulentos engendrados por su fantasía. En sus novelas había vivido de un modo vicario aquellos lances de amor y de aventuras y no había razón para que no los incluyera en su autobiografía como parte de su vida. Sea como sea, creo que vale la pena examinar someramente algunos de estos episodios desdoblados, en la medida en que revelan poco sobre el hombre, pero mucho sobre el escritor, si es que se pueden separar ambos conceptos. He seleccionado algunos por su tipismo. Hasta el lector menos avisado podrá apreciar que corresponden sospechosamente a otros tantos arquetipos de la novela tradicional. El primero es juvenil y pertenece a su breve pero intensa etapa de médico rural. Según cuenta en sus memorias, estando destinado en Cestona acompañó a su padre por la provincia de Álava, donde Serafín Baroja debía realizar unos trabajos de demarcación de minas. En la casa de una mina encontraron “a un gallego ya viejo y con el pelo pintado” que vivía “con dos mujeres hermanas. Una, en la raya de la madurez, guapísima, y otra, bastante más joven, también muy bella”. Baroja se sintió atraído por la mayor hasta el punto de acariciar estos pensamientos:


Si las cosas de la vida fueran fáciles, yo le hubiese dicho a esta mujer:

– Deje usted a este viejo repulsivo y farsante y véngase usted conmigo, que, al menos, soy joven, y si no quiere usted mi compañía, tendrá usted libertad.

Pero pronto pensé:

– ¿Y cómo? ¿Dónde tiene uno dinero para eso? ¿Cómo abandona su plaza de médico? ¿Y de qué se vive después?


Este triste personaje femenino aparece luego en un relato incluido en el volumen titulado Vidas sombrías. Más interesante, sin embargo, es la versión del hecho introducida en la novela supuestamente autobiográfica El árbol de la ciencia, porque en este pasaje la figura central no es la mujer, sino el protagonista masculino. Aquí la mujer de la mina se ha convertido en la posadera que aloja al joven médico rural. Su marido es también un tipo despreciable. La última noche que el médico pasa en la pensión, antes de abandonar el pueblo definitivamente, la posadera y él están solos.


– ¿Se va usted de verdad mañana, don Andrés?

– Sí.

– Estamos solos; cuando usted quiera cenaremos.

– Voy a terminar en un momento.

– Me da pena verle a usted marchar. Ya le teníamos a usted como de la familia.

– ¡Qué se le va a hacer! Ya no me quieren en el pueblo.

– No lo dirá usted por nosotros.

– No, no lo digo por ustedes. Es decir, no lo digo por usted. Si siento dejar el pueblo es, más que nada, por usted.

– ¡Bah! Don Andrés.

– Créalo usted o no lo crea, tengo una gran opinión de usted. Me parece usted una mujer muy buena, muy inteligente…

– ¡Por Dios, don Andrés, que me va usted a confundir! dijo ella riendo.

– Confúndase usted todo lo que quiera, Dorotea. Eso no quita para que sea verdad. Lo malo que tiene usted…

– Vamos a ver lo malo… replicó ella con seriedad fingida.

– Lo malo que tiene usted -siguió diciendo Andres- es que está usted casada con un hombre que es un idiota, un imbécil petulante, que le hace sufrir a usted, y a quien yo, como usted, engañaría con cualquiera.

– ¡Jesús! ¡Dios mío! ¡Qué cosas me está usted diciendo!


Después de este rápido diálogo en el que se utiliza la palabra “usted” diecinueve veces, Dorotea cede a las requisiciones del huésped y a sus propios impulsos. A la mañana siguiente se produce la despedida sin que medie palabra. Nada hace pensar que ambos abrigaran dudas sobre lo efímero y coyuntural de su relación. No las tiene Andrés: apenas llega a Madrid, otros asuntos acaparan su atención y no dedica a Dorotea ni un recuerdo. De hecho, Dorotea no vuelve a aparecer en la novela, ni siquiera se la menciona. Sin embargo, aquella noche de amor había producido en Andrés un profundo trastorno.


Andrés se sentó en la cama atónito, asombrado de sí mismo.

Se encontraba en un estado de irresolución completa; sentía en la espalda como si tuviera una plancha que le sujetara los nervios, y tenía temor de tocar con los pies el suelo.

Sentado, abatido, estuvo con la frente apoyada en las manos, hasta que oyó el ruido del coche que venía a buscarle…

¡Qué absurdo! ¡Qué absurdo es todo esto! -exclamó luego. Y se refería a su vida y a esta última noche tan inesperada, tan aniquiladora.


Por más que el personaje de Andrés Hurtado viva sumido en la desesperanza, no parece ésta la reacción previsible en un joven que acaba de tener su primera experiencia sexual, con una mujer casada, de la que no parece estar enamorado, y a la que nunca volverá a ver. Al menos, esta experiencia no debería producirle únicamente abatimiento, sino también una cierta exaltación. Ahora bien, si excluimos la posibilidad de que el episodio de Dorotea la patrona sea enteramente imaginario y la posibilidad de que provenga de un suceso real que desconocemos, es decir, si damos por buena la teoría de que el encuentro con las dos hermanas que vivían con el gallego del pelo teñido y la proposición imaginaria a la hermana mayor sirvieron a Baroja de fuente de inspiración para el fragmento de la posada en El árbol de la ciencia, como hace suponer el sesgado pero no infrecuente recurso de seducir a una mujer hablando mal de su marido (“Deje usted a este viejo repulsivo y farsante y véngase usted conmigo, que, al menos, soy joven”; “Está usted casada con un hombre que es un idiota, un imbécil petulante, que le hace sufrir a usted, y a quien yo, como usted, engañaría con cualquiera”), entonces la desesperanzada reacción de Andrés Hurtado es más comprensible, porque no corresponde a este personaje, sino al propio Baroja, es decir, no al joven que acaba de vivir una experiencia intensa, sino al que ha renunciado a una fantasía erótica, no tanto por virtud o convicción, sino por la falta de medios materiales y del valor necesario para lanzarse sin ellos a una aventura incierta.


El episodio siguiente tiene lugar unos cuantos años más tarde, en Roma, y figura en la antología de textos que forman la segunda parte de este libro. Al igual que el de la posadera, aparece, convenientemente transfigurado, en la novela César o nada, y en toda su aparente desnudez, en las memorias de Baroja. En síntesis, el episodio consiste en lo siguiente: Baroja viaja a Roma y se instala por dos o tres meses en un hotel donde se alojan algunas damas distinguidas. Tras varias vicisitudes banales, Baroja intima con “una señorita italiana” a la que “se le estaba pasando la edad de casarse”. Finalmente ella le propone que la acompañe a Nápoles, donde piensa pasar el resto del invierno. Pero una vez más Baroja está sin dinero. Por no confesárselo, abandona el hotel una mañana sin despedirse de nadie. La escena tendría algo de Dostoievski y de Chaplin si no la empañara un cierto aroma de mezquindad. Sin embargo, la explicación resulta poco convincente. Se mire como se mire, es menos penoso y más gentil confesar la verdad que dejar plantada a una mujer con la que se ha llegado a tal grado de intimidad sin mediar explicación, sobre todo cuando ha sido ella la que ha formulado la proposición. Si Baroja no quería revelar la escasez de sus recursos, podía haber inventado alguna excusa. Por lo demás, cabía la posibilidad de plantearle el problema a la dama en cuestión y aceptar su hospitalidad: Baroja tenía unos treinta y cinco años, era un hombre formal, de conducta intachable, y por añadidura un escritor célebre, reconocido y tratado como tal en el pequeño mundo del hotel de Roma. Ni siquiera las más estrictas convenciones de la época habrían censurado que una dama se lo llevara de invitado a Nápoles. La resolución del suceso, tan expeditiva como descortés, más bien hace pensar que a Baroja le asaltó el pánico. Sin duda la “señorita italiana” no le atraía en lo más mínimo, pero la consideraba demasiado inteligente para ofrecerle un pretexto al uso. La verdad era que no se quería comprometer y le faltó valor para decírselo a la cara, lo que puede estar mal, pero no deja de ser comprensible. En César o nada, el trasunto de esta historia introduce un elemento de cinismo que lo tergiversa y al mismo tiempo lo aclara. El protagonista de la novela rechaza las proposiciones de una mujer rica, en cuya actitud se mezclan, a su juicio, los instintos carnales y el afán de posesión. La transformación literaria de este incidente leve y triste parece más veraz que la aparente descripción escueta de los hechos.


El tercer episodio, conocido como el de “la rusa”, también figura en la presente antología, y por partida doble. Es con mucho el más extenso, el más intenso y el que ha hecho correr más tinta a los biógrafos.

El episodio está fechado por el propio Baroja “a final de verano de 1913”. En una de sus repetidas estancias en París, Baroja frecuenta el salón de una dama rusa, joven, hermosa e inteligente, casada con un ingeniero de minas (como el padre de Baroja) a la sazón destinado en algún lugar del Cáucaso. La rusa no llega a los treinta años de edad; Baroja, que tiene cuarenta y uno, dice de sí mismo: “… es uno ya viejo, pobre y sin aspecto… Tiene uno que conformarse con estar en segundo término”. Y más adelante: “¿No se avergonzará usted de ir en compañía de un señor un poco viejo y un tanto raído?”. También frecuentan la casa dos amigas de la rusa: la mayor es “una muñeca sonrosada, como de nácar”; la otra tiene catorce años y toca muy bien el violín. Baroja coquetea con las dos hermanas bajo la mirada irónica de la rusa, a quien él, en el fondo, ama. A veces parece que en Les liaisons dangereuses y Lolita se ha colado don Hilarión. La historia, por supuesto, acaba en nada. Es un amor imposible, abocado a malentendidos, citas fallidas, desencuentros y, finalmente, a la separación. De nuevo el protagonista de los dos dramas queda hondamente afectado, confirmado en su desesperanzado balance de la vida. Curiosamente, el personaje real, Baroja, insinúa haber contemplado la idea del suicidio. No así el protagonista de la novela, que prosigue su melancólico deambular.

Ambos relatos, el de la novela y el de las memorias, coinciden hasta tales extresmos que no me parece ocioso reproducir aquí los fragmentos:


La Sensualidad Pervertida A la vuelta del camino

A los quince días de estar en París pensé que sería ocasión de visitar a la mujerona rusa que había conocido en San Sebastián. Miré su dirección y fui a su casa, en una calle del barrio de Passy; no estaba y dejé mi tarjeta. Pensé que la rusa no se acordaría ya de mí,, lo que no me preocupaba mucho; pero a los tres o cuatro días recibí esta carta, en francés: A los quince días de llegar a París pensé si sería ocasiónde visitar a la señora rusa que había conocido en San Sebastián. No sabía de quién eran las señas que tenía, si de la señora hombruna y pesada o de la otra. Una tarde que no tenía nada que hacer me dije: “Voy a ver dónde vive esa señora que he conocido en San Sebastián”. Siempre resultará que es la hombruna y la pesada, y no la otra, pero no me importa. Tomé un tranvía, llegué a un barrio lejano, a una especie de ciudad-jardín, pregunté al portero: la señora no estaba y le dejé mi tarjeta. Pensé que la rusa no se acordaría ya de mí, lo que no me preocupaba mucho. A los tres o cuatro días recibí esta carta en francés:

“Querido señor Murguía: he estado unos días en el campo; por eso no le he escrito a usted antes. ¿Quiere usted ve nir mañana, de cuatro a cinco de la tarde, a tomar el té? Tendré mucho gusto en verle. Leestrecha la mano, Ana de Lomonosof.” “Querido señor: he estado unos días en el campo; por eso no le he escrito a usted antes. ¿Quiere usted venir a casa mañana, de cuatro a cinco de la tarde, a tomar el té? Tendré mucho gusto en verle. Le estrecha la mano, Ana.” No sé si en una novela mía, titulada La sensualidad pervertida, la llamé a esta señora Ana; pero no se llamaba así.

Contemplé la carta: el papel azulado, la letra dibujada y modernista, un poco desigual, con cierto aire de languidez y fantasía. Contemplé la carta; la letra dibujada y modernista y un poco desigual, con cierto aire de languidez y fantasía.


Sólo un fenómeno paranormal explicaría que Baroja hubiera escrito el segundo texto sin tener el primero ante los ojos. Sin embargo, es enternecedora la ingenuidad con que pretende negarlo mediante la astuta frase: “No sé si en una novela mía titulada La sensualidad pervertida, la llamé a esta señora Ana”. ¿Cómo no va a saberlo si la está copiando palabra por palabra? ¿Y cómo no reconocer en la supuesta carta de la rusa el estilo de Baroja? Ahora bien, si, como es evidente, Baroja tuvo el texto de la novela a la vista al redactar el de las memorias, y como la novela data de 1920 y el tomo IV de las memorias de 1947, hay que concluir, o bien que Baroja copió la novela en las memorias, o bien que escribió los dos relatos apoyándose en un diario o una notas tomadas en el momento en que se produjeron los hechos. Esto último es improbable: en sus viajes Baroja tomaba notas ambientales para utilizarlas luego en las novelas, pero no parece que anotara sus experiencias personales, al menos de un modo sistemático. Si lo hizo, como no lo publicó, el manuscrito se habría perdido antes de 1947 (tal vez en el bombardeo de la casa de Mendizábal) o habría aparecido en Vera de Bidasoa. Lo más probable, con todo, es que Baroja refiera su relación con la rusa en el texto autobiográfico desgranando sus recuerdos, pero utilizando, a la hora de escribirlos, el fragmento de la novela al que habían ido a parar en su día esos recuerdos convenientemente novelados. No se puede exigir a un novelista que sea riguroso cuando utiliza sucesos reales para construir su mundo de ficción. Como ya he dicho antes, no hay peor manera de leer una novela que buscar en ella claves de la realidad mejor o peor disimuladas. En realidad, el falseamiento de la realidad constituye la esencia de toda novela, en la medida en que transforma una experiencia particular en otra universal o paradigmática. Otra cosa es el texto autobiográfico, que tiende, en la medida de lo posible, a mantener el carácter singular, particular y veraz de lo narrado. Cabe preguntarse si Baroja tenía clara esta diferencia. En cualquier caso, y a pesar de estos encuentros breves con otras mujeres, Pío Baroja acabó viviendo con su madre hasta que ésta murió. Baroja adoraba a su madre, pero la convivencia no parece teñida de un fuerte componente de dependencia material o afectiva. Baroja y su madre compartían en la casa de la calle Mendizábal, como ya he dicho, una planta bastante amplia, donde los dos vivían con independencia, atendidos por dos criadas. La empedernida soltería de Baroja, al margen de las opiniones que cada uno pueda tener al respecto, no era tan extraña entonces como puede parecer hoy en día. La pervivencia de un sistema familiar tradicional, ejemplificado en el caso de los Baroja en la casa-hormiguero de la calle Mendizábal, permitía a un hombre soltero disfrutar de los cuidados y comodidades de una vida compartida, sin necesidad de hipotecar a cambio su libertad individual ni asumir las obligaciones y responsabilidades de la vida familiar en una sociedad más presidida que ahora por incertidumbres de toda índole. En estas familias amplias, casi tribales, las penas y alegrías de unos eran vividas como propias por todos los miembros. Esto colmaba también en buena parte la vida afectiva. En el caso de Baroja, según se desprende del testimonio de su sobrino Julio Caro Baroja, aquél siempre consideró a éste como un hijo, y este sentimiento fue recíproco. Pese a todo, el no haber convivido nunca con nadie ajeno a su propia familia no le forzó a limar las aristas de su carácter ni a dominar su egoísmo innato. En el terreno sentimental, como en otros, Pío Baroja fue muy infantil toda su vida. Su inexperiencia con las mujeres probablemente era total en el aspecto físico. Josep Pla dejó escrito: “Su obra -que es enorme- no se podría explicar si su autor no hubiera sido un hombre muy casto”. Tal vez si su castidad no hubiera sido tan grande su obra no habría sido tan enorme, pero seguramente se habría liberado de un cierto infantilismo, que el propio Pla le reprocha en el texto que acabo de citar. Hay quien opina que su inocencia no era tan grande. Nadie, que yo sepa, lo considera un sátiro. Sea como sea, las mujeres aparecen continuamente en sus escritos, y es ahí, y no en las intimidades de su cama, adonde debemos dirigir la atención. Por supuesto, también en este terreno Baroja fue contradictorio, si bien aquí sus ambivalencias resultan más comprensibles. Enjuiciar a las mujeres es enjuiciar a todo el género humano, y sólo un bruto rematado puede tener a este respecto ideas claras e invariables. Por otra parte, me parece pertinente distinguir entre las opiniones de Baroja y su actitud como creador. En lo primero, Baroja no escapó al influjo de su época y su ambiente, es decir, a los viejos tópicos de la mujer casquivana, voluble, codiciosa, voluptuosa, irracional y causa de perdición de hombres incautos. Estos estereotipos no eran privativos de los cenáculos madrileños o del casino de Vetusta. Todo el mundo occidental participaba de ellos. Pero en España la cosa seguramente era peor. A juzgar por las manifestaciones escritas y de otro tipo que han llegado hasta nosotros, y salvo contadas excepciones, los españoles de aquellos años trataban a las mujeres con una mezcla de galantería, desdén y condescendencia de la que se sentían perfectamente satisfechos. El cinismo era la respuesta general de un pueblo reprimido a su impotencia. Baroja, por su modo de ser, difícilmente podía sumarse a esta postura. Con Silverio Lanza, un escritor contemporáneo de Baroja, mantuvo (o al menos así lo cuenta en sus memorias) el siguiente diálogo:


– Amigo Baroja -me decía-, en sus novelas es usted muy galante y respetuoso con las damas. A las mujeres y a las leyes hay que violarlas para hacerlas fecundas.

[…]

– Mire usted, don Juán (se llamaba Juan Bautista Amorós), todo eso es literatura y literatura manida. Ni usted ni yo podemos violar las leyes y las mujeres a nuestro capricho. Eso queda para los César, para los Napoleón y para los Borgia. Usted es un buen burgués que vive en su casita de Getafe con su mujer, y yo soy otro pobre hombre que se las arregla como puede para vivir. Usted, como yo, tiembla si tiene que transgredir, no una ley, sino las ordenanzas municipales; y, respecto a las mujeres, tomaremos algo de ellas, si ellas nos quieren dar algo, que me temo que no nos darán gran cosa a usted ni a mí…


Puede ser que el diálogo sea apócrifo, pero aun así, es evidente que Baroja se atribuye a sí mismo esta posición, y que se siente ufano de ella. Por más que adoptara a veces las actitudes de gallito al uso, Baroja procedía de una cultura matriarcal, como es la vasca, y siempre vivió en un mundo construido y administrado por su madre y luego por su hermana Carmen. De los episodios sentimentales reseñados antes, se desprende que a Baroja las mujeres le producían un miedo cerval, pero no desprecio. Esto no quiere decir que no tuviera cosas malas que decir de las mujeres. A lo largo de sus escritos menudean las generalizaciones, los términos peyorativos y las censuras. Baroja era, sin duda, un misógino. También era un misántropo. A la hora de formular juicios negativos era muy igualitario. Las novelas de Baroja, que son un mosaico multitudinario, están abarrotadas de mujeres, aunque ninguna mujer desempeña en ellas un papel protagonista, con una salvedad notable, la de María Aracil, personaje central en la trilogía “La raza”, una de cuyas novelas, La ciudad de la niebla, está parcialmente escrita en primera persona femenina, un caso insólito en la obra de Baroja y en la literatura española de la época. De esto el propio Baroja era consciente.


Yo no he pretendido nunca hacer figuras de mujeres miradas como desde dentro de ellas, estilo Bourget, Houssaye, Prevost; esto me parece una mistificación, las he dibujado como desde fuera, desde esa orilla lejana que es un sexo para otro.


Es cierto. En su extensa narrativa, las mujeres sólo son personajes encontrados a lo largo del camino, seres humanos de muy distinta condición, social y humana; unas son inteligentes y otras estúpidas, unas buenas y otras malas, todas viajan en la nave de los locos que era para Baroja la Humanidad. A diferencia de las novelas decimonónicas, las heroínas de Baroja nunca tienen un secreto ni un pasado. Simplemente llevan a cuestas sus errores o los palos de la vida. Pero tanto por ellas como por los hombres que abarrotan sus novelas, y fueran cuales fuesen sus opiniones personales al respecto, Baroja siente, como autor, auténtica piedad por sus personajes. Sus defectos le irritan y no se reprime a la hora de lanzar denuestos contra ellos. Pero nunca es despectivo ni menos aún sarcástico, nunca pierde de vista que son sus iguales. Como Galdos, por quien decía no sentir ninguna admiración, y a diferencia de casi todos los escritores españoles de su tiempo, la mirada de Baroja sobre sus criaturas es compasiva.

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