SEGUNDA PARTE

Capítulo 23

Fue un poco como cuando mataron al presidente Kennedy, dijeron los mayores implicados. Y como cuando murió la princesa Diana, dijeron los jóvenes. Sabías exactamente qué estabas haciendo cuando te enteraste: o cuando lo leíste. Y sabías que nunca olvidarías el momento mientras vivieras.


– Oh, no, oh, no, por favor, no -susurró Helen al leer el artículo, palideciendo bajo el bronceado.

Jim, sin poder hablar de la rabia contenida, paseaba arriba y abajo de la cocina, parándose de vez en cuando para pegar un puñetazo a la puerta. Y Jilly, la más responsable de aquel horror, estaba sentada en el comedor, demasiado apabullada para pensar, enfrentada al peor de los escenarios que había imaginado desde la llamada de Carla, veinticuatro horas antes.


Cuando Gideon encontró a Jocasta, estaba sentada en la hierba, junto al lago, inmóvil y atontada, apretando el periódico contra el cuerpo, maldiciendo a Carla con una ira que la sorprendió incluso a sí misma.


A Clio, que tenía guardia en la consulta ese sábado por la mañana, le mostró el artículo la recepcionista, excitada por la continuación de la historia de una de sus pacientes.

– Habla de la señora Bradford y menciona su tienda -dijo emocionadísima.

Clio lo leyó y releyó, esperando con todas sus fuerzas que no tuviera nada que ver con Jocasta. Y pensó en cómo se sentiría la madre de Kate, la de verdad, cuando lo viera, porque sin duda lo vería.


Nat Tucker lo leyó sentado en la cocina de su madre, ignorando las exhortaciones de su padre para que se levantara de una vez y fuera al taller, y se preguntó si debía llamar a Kate o ir a verla, y se preguntó como no se había dado cuenta de que era una preciosidad, y disfrutó al mismo tiempo de la clara descripción que hacía de él y de su coche. Con una sensibilidad que habría asombrado a sus compañeros, y a toda su familia, pensó que no debía de ser muy agradable que publicaran en un periódico que te habían abandonado en un armario de la limpieza.


Carla, que había visto las pruebas la noche anterior y se había sentido extremadamente satisfecha consigo misma, tenía ciertos problemas para afrontar la realidad. Sin duda se había limitado a hacer su trabajo; sin duda, Jilly, angustiada e incluso asustada, había confirmado (Carla había conectado la función de «grabar» del teléfono mientras hablaba con ella, como le habían recomendado los abogados) que sí, era correcto que la pequeña Bianca abandonada era Kate, y sin duda nada había cambiado y Kate seguía teniendo un futuro deslumbrante como modelo. Sin embargo, de algún modo, al verla en el periódico, con toda su joven vulnerabilidad, y su triste historia descrita en letras de cuerpo catorce, para que los casi dos millones de lectores del Sketch se distrajeran durante el desayuno, Carla ya no se sentía tan satisfecha consigo misma.


Martha vio el artículo anunciado en la primera página del Sketch, a primera hora, mientras estaba fuera corriendo: «El bebé abandonado: ahora podría ser la cara de moda. Bianca Kate posa por primera vez para el Sketch». Leyó el artículo, dejó el periódico, doblado pulcramente, lo tiró en una papelera, volvió corriendo a su piso, se duchó, se vistió con uno de sus trajes de política y fue a Binsmow. Llegó a la vicaría a la hora prometida, a las once y media, pasó una breve consultoría legal y se encontró con Geraldine Curtis a la una y media en la escuela Summer Fayre. Aquella noche ella y sus padres asistieron a un concierto de beneficencia en Binsmow Town Hall, donde ella compró cinco tacos de billetes para la rifa y ganó una botella de burbujas de aspecto mugriento para el baño. Se fue de Binsmow por la mañana a primera hora después de tomar la comunión y desayunar con su madre, que estaba fascinada con la historia de Bianca Kate, el bebé abandonado, que había salido también en el Sunday Times y el Mail on Sunday. Estuvo de acuerdo con ella en que abandonar a un bebé era una cosa horrible y que no podía imaginarse que nadie pudiera hacer algo así, y después se fue a su piso de Londres, donde pasó el día trabajando y haciendo gestiones personales. Por la tarde acudió al gimnasio, fue a una clase de spinning y nadó treinta largos en la piscina.

Ed Forrest, que le había dejado cuatro mensajes en el teléfono fijo, varios más en el móvil y un par de mensajes de texto, pidiéndole que le llamara para hablar, entre otras cosas, de un viaje a Venecia que había organizado, se sintió primero dolido, después molesto y finalmente muy preocupado, en vista de que ella no le contestaba.


Y Kate, cuyo día dorado y deslumbrante se había convertido en oscuro y feo, estaba en su dormitorio, con la puerta cerrada, llorando con desconsuelo en silencio, sintiéndose más desgraciada y avergonzada de lo que habría creído posible.


Clio decidió que debía llamar a Jilly Bradford. Le salió un contestador, dejó un mensaje diciendo que lo sentía mucho y después hizo pasar al siguiente paciente. Qué desastre. Pobrecilla Kate. Pobre criatura.

Una vez en casa, decidió llamar a Jocasta. Le salió el contestador. Clio dejó su número, le pidió que la llamara, y estaba pensando si cocinaría algo o se haría un bocadillo cuando llamó Jocasta.

– Hola, Clio. Soy Jocasta. ¿Cómo estás?

– Bien. Acabo de ver el artículo sobre Kate y…

– No tuve nada que ver, Clio. Te lo juro. Bueno, sólo de una forma muy indirecta. Además he dejado el Sketch.

– ¿Lo has dejado? ¿Por qué?

– Es una historia muy larga. Mira, ahora estoy en Irlanda, a punto de volver a Londres. Intentaré ir a ver a Kate, porque me siento responsable, en cierto modo.

– Jocasta, estás hablando en clave.

– Lo sé y lo siento. ¿Quieres que quedemos esta noche? Podría ir a tu casa, si quieres. Estaría bien poder hablar de esto con alguien que conoce a Kate. ¿Te importa?

– Claro que no. No seas tonta. Pásate.


– ¿Es la señora Tarrant?

– ¿Sí?

Era una voz amable, con un ligero acento del norte.

– Señora Tarrant, usted no me conoce, pero creo que podría ser la madre de Kate. Dejé a una niña en el aeropuerto hace diecisiete años…

Helen creyó que iba a vomitar.

– Dieciséis años -dijo secamente.

– ¿Qué? Oh, perdone. Creí que ponía diecisiete.

Helen colgó el teléfono y se echó a llorar. Sintiendo que estaba a punto de ahogarse, llamó a Carla Giannini.


Carla había llamado a primera hora, encantada y segura de sí misma. ¿No eran preciosas las fotos? ¿No estaba Kate magnífica? Seguro que estaban muy orgullosos de ella. Helen se había quedado tan asombrada que había murmurado algo totalmente idiota.

– ¿Le gustaría a Kate hablar conmigo?

– No -dijo Helen-, no, estoy segura de que no.

– Bueno, quizá más tarde. Dígale que ya he recibido varias ofertas.

– ¿Qué clase de ofertas?

– De agencias de modelos. Aunque ustedes tienen la última palabra.

– Me alegro de saber que la tenemos en algo -dijo Helen gélida. Empezaba a recuperar la seguridad.

Carla no hizo caso del comentario.

– Una cosa, señora Tarrant. Es posible que reciba llamadas. De mujeres que afirmarán ser la madre de Kate. Nosotros ya hemos recibido un par. Le recomiendo que nos deje gestionar esas llamadas, que nos las derive. Es…

– No quiero que gestione nada para nosotros -dijo Helen, y ella misma sintió el odio en su tono de voz-. Ya ha hecho bastante daño; por favor, déjenos en paz.

Y colgó el teléfono con sumo cuidado.

Muy a su pesar, tras dos llamadas de mujeres, se dio cuenta de que no podrían afrontarlo solos.

Carla fue rápida y directa.

– Derívenoslas todas.

– Supongamos que alguna de ellas es la de verdad. -Las palabras le dolieron al pronunciarlas-. ¿Cómo lo sabrían?

– Le pediríamos alguna prueba.

– ¿Qué clase de prueba? -le preguntó Helen, desesperada.

– Veamos, ¿hay algo que ustedes sepan, sobre la forma en que Kate fue abandonada, que no saliera en el periódico? Como la hora o lo que llevaba encima.

– Me temo que no -dijo Helen con amargura-. Todos los malditos detalles se han publicado.

– Piénselo, y si se le ocurre algo, llámeme.

Por el momento a Helen no se le había ocurrido nada.

Salió y entró en el comedor sin llamar. Miró a Jilly con frialdad y disgusto.

– Creo que te acompañaré a casa. Jim y yo preferiríamos estar a solas con las chicas.

– Por supuesto -dijo Jilly humildemente-. No hace falta que me acompañes. Llamaré a un taxi. ¿Ha telefoneado alguien preguntando por mí?

– He dejado de contestar al teléfono, porque había demasiadas llamadas. Jim ha salido a comprar un contestador.

– Dios mío, qué horror. ¿De quién eran?

– Más periodistas. Otros periódicos. Si queremos añadir algún comentario, si pueden entrevistar a Kate, esas cosas.

No le dijo nada de las mujeres, de las supuestas madres. No era capaz.

– Helen, tengo que decirte otra vez que lo siento mucho. Pero yo no le dije nada a esa mujer, ella ya tenía la información.

– Mamá, por enésima vez, si no le hubieras permitido a Kate hacerse esas asquerosas fotos, nada de esto hubiera pasado.

Media hora más tarde, cuando Jilly ya se había ido, llamaron a la puerta. Helen fue a abrir. Era Nat Tucker. El Sax Bomb estaba frente a la verja, con el motor en marcha y la música a todo volumen.

– Oh -dijo Helen-. Hola, Nat.

– Buenos días -dijo él-. ¿Está Kate en casa?

– Sí, sí está -dijo Helen-, pero no se encuentra muy bien.

– Ah, bueno, pues dígale que he venido. Y que he visto sus fotos en el periódico.

– Bien. Sí, claro.

– Son preciosas -dijo el chico-. Está guapísima. Ya nos veremos.

Y se fue, sacando un paquete de tabaco del bolsillo de unos pantalones exageradamente largos. Helen y Juliet, que había oído su voz, se quedaron mirándole.

– Qué encanto -dijo Juliet-, qué encanto, de verdad. Se lo diré a Kate. Es la única persona en todo el mundo, creo, que puede hacer que Kate se sienta mejor ahora mismo.

– No digas tonterías -dijo Helen.

– ¡Es verdad! Lo ha hecho sólo para que él se fije en ella. Le encantará saber que ha venido. ¿No entiendes que la mitad de lo que la hace sentir tan desgraciada es pensar que todos sabrán lo que le ocurrió, que su madre la dejó tirada, como dice ella, y que para ella es como una humillación pública? Si a Nat Tucker le importa un rábano, se sentirá mucho mejor.

– Juliet, Nat Tucker no es la clase de chico con el que quiero que Kate se relacione -dijo Helen.

– Eres igual que la abuela -dijo Juliet en un tono de profundo desprecio-. O peor. Al menos, a ella le parece guapo. De todos modos, voy a decírselo a Kate, te guste o no.

Kate se preguntaba si algún día podría volver a salir de su habitación: enfrentarse a un mundo que sabía lo que le había sucedido, que en ese momento debía despreciarla o sentir lástima por ella o incluso reírse de ella, cuando Juliet llamó a la puerta con la noticia de que Nat había pasado para verla, y había dicho que estaba guapísima. Era como…, bueno, no sabía cómo era. Como si le dieran un regalo. No, mejor aún. Como si la fresa del dentista se detuviera. Abrió la puerta y dejó entrar a Juliet, y se sentó en la cama, mirándola como si fuera la primera vez que la veía.

– ¿De verdad? ¿Ha venido?

– Sí, claro. Es tan encantador, Kate. En serio. Está claro que le gustas un montón. ¿Por qué no le llamas?

– Sí. Sí, a lo mejor. Más tarde. Cuando me encuentre mejor. No puedo creerlo. De verdad, es increíble.

– Pues ha venido. -Juliet la miró fijamente-. Pero no le digas que venga ahora. Estás espantosa, con los ojos medio cerrados. Y tienes la cara hinchada y roja.

– Sí, vale, vale -dijo Kate irritable-. Caramba, Jools, no me lo creo. Ha venido a casa. Aquí. Es una pasada. Dime otra vez qué ha dicho exactamente. Exactamente…


– Ha sido horrible -dijo Jocasta a Clio más tarde, tomando una copa de vino. Había llegado a la puerta de Clio pálida y muy angustiada-. Ninguno de ellos me ha creído. Kate no ha querido verme. Sólo ha dicho que creía que podía confiar en mí. Que creía que éramos amigas. Gritándome a través de la puerta. Oh, Dios mío, Clio, que desastre es terrible. ¿Qué he hecho?

– Nada, creo yo -dijo Clio.

– Bueno, sí hice algo -dijo Jocasta, encendiendo un cigarrillo-. Busqué a Kate en el archivo. Estaba…, en fin, estaba intrigada. Su abuela me dijo que la habían abandonado, y Kate me había dicho cuándo era su cumpleaños. Lo imprimí. Salió en todos los periódicos en aquella época. Lo del bebé que encontraron.

– ¿Y entonces qué?

– Entonces un día la misma Kate me lo contó todo. Es evidente que tiene dificultades para asumirlo, pero creía que si yo lo escribía su madre podría verlo y encontrarla. Yo no pensaba hacer nada sin permiso de sus padres, pero dejé las páginas impresas en un cajón de mi mesa. Entonces no pensaba marcharme. No pensaba que esa foca de Carla iba a hurgar en mi escritorio. Esto me pone enferma, Clio. ¿Qué voy a hacer?

– No lo sé -dijo Clio-, pero estoy segura de que Kate se calmará. He hablado con su abuela. Estaba muy deprimida… Resulta que fue ella la que dio permiso para la sesión de fotos, mientras los padres estaban fuera. Por lo visto, esa tal Carla la llamó para confirmar la historia. En fin, dijo que todo había sido culpa suya. Dijo que Kate estaba enfadada con ella, que le había dicho que la odiaba. Me parece que no toda la culpa es tuya -añadió, llenando la copa de Jocasta.

Sonó el móvil de Jocasta.

– Diga -dijo-. Ah, hola, Gideon. Cuánto me alegro de oír tu voz. No, no va bien, no. Es horrible. Oye, te llamaré más tarde. Estoy con una amiga. Una vieja amiga. -Sonrió a Clio-. Sí, te caería bien. Muy bien. Es muy muy normal. Fuimos de viaje juntas. Con aquella bruja de Martha de quien te hablé. ¿Qué? ¡Oh, Gideon! Ya lo sé, pero… Está bien, quizá me quede en Londres hasta que vuelvas. No creo que pueda aguantar a la señora Mitchell yo sola. Sí, te lo prometo. Yo también te quiero.

– ¿Quién era ése? -preguntó Clio.

– Gideon Keeble. Es irlandés y muy famoso. Tiene docenas de centros comerciales en todo el mundo y quién sabe cuántas cosas más. Por supuesto varias casas. Ha tenido muchas mujeres y tiene una hija adolescente que es una pesadilla, a la que se va a visitar a Barbados, por eso me ha llamado, porque va a comprarle unos ponies para jugar al polo.

– ¿Unos? -exclamó Clio, incrédula.

– Sí. Por lo visto, uno no es suficiente. En fin, es mayor que yo, adicto al trabajo, y no me conviene en absoluto. Pero estoy enamorada de él completamente, como una tonta. He dejado a Nick, he dejado mi trabajo, he dejado toda mi vida. Sólo por estar con Gideon.

– Vaya -dijo Clio-, tiene que ser muy especial.

– Lo es. No sé cómo pude pensar que era feliz antes de ahora. Me siento…, ay, no lo sé. Como si mi vida de verdad acabara de empezar. Es muy raro.


Sasha Berkeley era la ayudante del director del News on Sunday, el hermano del Daily News. Era bonita, descarada y una fiera, y estaba empujando al News hacia el siglo XXI.

– Los políticos son lo que se lleva ahora -dijo a su director-. Sería mucho más interesante que Tony Blair engañara a su mujer que David Beckham, para que me entiendas. Piénsatelo.

En consecuencia, a Sasha le intrigó mucho cuando Euan Gregory, el cronista político del News, llamó con un tema que podía interesarle. Se había visto a Eliot Griers, uno de los fundadores del nuevo Partido Progresista de Centro, que libraba una cruzada moral en todos los frentes, entrando en la cripta de la Cámara de los Comunes hacía un par de noches, acompañado de una chica muy atractiva, y habían tardado bastante en salir.

– Por lo visto, la temperatura subió de una manera muy agradable.

– ¿Quieres decir que se estaban sobando?

– Qué bruta eres, Sasha. Habría preferido algo como «abrazando».

– Pero no echando un polvo.

– ¡Por supuesto que no!

– Vaya por Dios -exclamó Sasha-, gracias, Euan. ¿Estás seguro de que era Eliot Griers?

– Parece ser que sí. Una fuente impecable.

Eliot estaba zampándose un sándwich gigante en la habitación, regado con una cerveza bien fría, y trabajando en el discurso del día siguiente, cuando sonó el teléfono. Suspiró. Seguro que era Caroline.

No era Caroline. Era Sasha Berkeley. Quería saber si deseaba hacer algún comentario sobre la historia de que se le había visto con una mujer entrando en la capilla subterránea de la Cámara de los Comunes el martes anterior por la noche. Y que se les había observado además…

– Según me han dicho, en contacto bastante directo.

El sándwich se quedó a medio acabar.


Clio se despertó al oír sollozos en la sala, donde Jocasta estaba durmiendo en el futón. Fue a verla.

– ¡Jocasta! ¿Qué te pasa? ¿Es por Kate? Porque…

– No -dijo Jocasta, secándose los ojos-. He tenido una pesadilla y entonces…

– ¿Tienes pesadillas a menudo?

– Sí, muy a menudo.

– ¿De qué? ¿Sobre qué? Venga, Jocasta, parece grave. Confía en mí, soy médico -añadió sonriendo. Jocasta le sonrió a su pesar-. Además no hay nada por qué avergonzarse de tener pesadillas.

– Está bien, te lo contaré. Es penoso, la verdad. Nick es la única persona que lo sabe. Se portaba muy bien conmigo -añadió, con cierta renuencia.

– ¿Con qué sueñas? -preguntó Clio.

– Con… -respiró hondo-… de partos.

– ¡Partos! -Clio la miró sorprendida-. ¿Por qué partos, Jocasta, por Dios?

– Supongo que es por todo lo de Kate -dijo Jocasta-. Me lo ha hecho revivir.

Capítulo 24

Nick estaba hojeando los periódicos del domingo, sin dejar de pensar en Jocasta y en cuánto la echaba de menos. Abrió el News on Sunday, y pasó páginas buscando la sección de política, y entonces lo vio.

– Oh, no -exclamó en voz alta-. Será idiota. Esto no hará ningún bien a su causa.

Sacó el móvil y buscó el número de teléfono de Eliot. Le llamó y, como era de esperar, salió el contestador.

Caroline Griers estaba exprimiendo naranjas para el desayuno cuando la llamó Eliot.

– Hola, Eliot. ¿Qué tal?

– Bien, bien. ¿Y tú?

– Todo bien. ¿Vas a venir temprano esta noche? Me dijiste que podrías.

– La verdad, Caroline, es que llegaré mucho antes. Seguramente a la hora del almuerzo.

– Oh, qué bien. Pondré más patatas para ti.

– Estupendo. Hasta luego.

– Sí. Adiós, Eliot.

Eliot apagó el teléfono sudando ligeramente. Bien, por el momento no lo había visto. Pero sin duda alguien la llamaría… Dios mío, qué idiota era. Era un idiota sin remedio. Justo en ese momento, cuando uno de los principios del Partido Progresista de Centro era su cruzada contra cualquier clase de inmoralidad. Aunque aquel asunto no había tenido nada que ver con eso. Él sólo quería consolarla por su divorcio, que al parecer la había dejado muy deprimida. El hecho de estar en la Cripta le había hecho revivirlo todo. Le había parecido oír la puerta, pero cuando miró no vio a nadie.

Su refutación era patética. Él y Chad le habían dado vueltas toda la noche, y era lo mejor que habían podido elaborar. Que era un diputado, que había ido a reunirse con Janet Frean y que se había ofrecido a acompañar en una visita guiada por la Cámara a la chica. Sí, claro, como dirían sus hijas: muy convincente.

Había sido mala suerte: ¿cuánta gente bajaba a la Cripta cada día? Mejor, ¿cada semana? Y que hubiera alguien que se la tuviera jurada. Pero… ¿quién? ¿Quién le odiaba tanto? ¿Ese cerdo conservador? ¿O una de las feministas complacientes de Blair, que parecían creer que los hombres sólo estaban en el Parlamento para una cosa, echar un polvo? ¿O habría sido el policía de guardia? No, ésos eran de una pieza, nunca hablaban.

De acuerdo. Sólo una cosa: tirarse un farol.


Helen estaba poniendo la mesa para el desayuno, sin saber muy bien por qué. No bajaría nadie. Kate seguía más o menos encerrada en su habitación, y desde la discusión con su madre por culpa de Nat, Juliet había cenado en la habitación de Kate y también había dormido allí. En los momentos de aflicción de Kate, se había convertido en su amiga más leal, en la única persona con quien Kate hablaba. Al menos algo bueno había salido de aquel desastre, pensó Helen hastiada. Seguro que Jim no quería desayunar. Seguía fuera de sí de rabia, tan enfadado y disgustado que se había pasado la mitad de la noche levantado con indigestión. En ese momento estaba dormido, tenía un sueño inquieto y ruidoso, pero dormía.

Al menos los periodistas se habían marchado. Jocasta había dicho que acabarían yéndose.

– No es una historia lo bastante importante para que se queden toda la noche. Fusilarán lo que tienen en el archivo.

Jocasta también les había preguntado por los chiflados; por lo visto era normal en esos casos. Se mostró aliviada al saber que Carla les echaría una mano.

– ¿Han recibido muchas llamadas?

– Cinco por ahora -dijo Helen-. Les he dicho que llamaran al periódico. Pero me da tanto miedo que…, bueno…

Se calló.

– Me lo imagino -había dicho Jocasta amablemente-. Que una de ellas sea de la madre de Kate.

– Sí. La tal Giannini me ha dicho que piense en algo que se pueda utilizar como pregunta de prueba, para descartarlas. Y sólo hay una cosa. No llevaba pañal. Eso nunca se publicó.

– Eso servirá -dijo Jocasta. De hecho era perfecto-. Dígaselo a Carla. Mejor aún, ya lo haré yo, ahora mismo. Y creo que debería cambiar el número de teléfono, señora Tarrant, y que no figure en la guía. Si no…, bueno, digamos que con un contestador no es suficiente.

Poco después de eso, se marchó.

De repente, Helen oyó pasos precipitados en la escalera y miró hacia el vestíbulo. Kate salía por la puerta, con los cabellos flotando. Llevaba vaqueros, un top muy escueto y sus botas con más tacón.

– ¡Kate! -gritó, corriendo a abrir la puerta-. Kate, ¿adónde vas…?

Pero todo lo que quedaba de Kate era un rugido de tubo de escape y chirrido de neumáticos. El Sax Bomb acababa de doblar la esquina.

– Lo siento, mamá. -Era Juliet-. No tardará. Dice que quiere hablar con él. La ha vuelto a llamar esta mañana. No podíamos decírtelo, porque sabíamos que no la dejarías ir. Volverá a la hora de comer, prometido. ¿Quieres que lo coja? -preguntó cuando el teléfono empezó a sonar.

– No -comentó Helen rápidamente-. Deja que salte el contestador. Y… -mientras una voz de mujer hablaba-, no escuches, por favor, Juliet.

Pero era demasiado tarde.


Janet Frean estaba cocinando cuando llamó Jack Kirkland.

– Hola, Jack, ¿cómo estás?

– No especialmente bien. ¿Has visto el News?

– No. Los domingos intento no leer ningún periódico.

– Han sacado un feo comentario sobre Eliot, diciendo que le vieron en la cripta de la Cámara de los Comunes con una chica atractiva que no era su bonita y rubia esposa. Y una explicación bastante tonta del propio Eliot. Son unos buitres, los mataría.

Janet escuchaba en silencio mientras pensaba en que ningún hombre podía agitar la salsa con un niño en brazos y concentrarse en una conversación importante; todo al mismo tiempo.

– ¿Qué opinas? -preguntó Jack.

– ¿Qué? -Estaba persiguiendo un grumo de harina en la salsa-. Oh, Jack, no sé qué decirte. No creo que Eliot hiciera eso. Al menos en este momento. Todos conocemos su pasado, pero…

– Pero es verdad, ¿no? Lo de que fue a verte con esa mujer.

– Sí, es verdad. Me pareció simpática. Muy lista, es abogada…

– Sí, sí, Eliot me lo dijo.

– Me gustó. Y a Eliot por lo visto más. Perdona, no debería haber dicho eso. Sólo quería decir que se notaba que le caía bien.

– ¿Es guapa?

– Mucho.

– Eliot dice que está divorciada.

– ¿Ah, sí? Eso no ayuda mucho. Eso lo explica, me dijo que la había ayudado a colgar unas persianas. Me pareció un detalle por su parte.

– ¿Ah, sí? -dijo Kirkland con tristeza-. Yo lo diría de otra manera. ¿Había alguien más?

– Pues no, estaba bastante tranquilo. Jack, creo que la estaba paseando por obligación.

– Acabas de decir que le gustaba.

– ¿Ah, sí? Lo siento. Milly, para, no. Oye, Jack, tengo que dejarte. No creo que pueda aportar nada a esta conversación. Por fin tengo un rato para estar con mi familia y quiero aprovecharlo. Mañana estaré a punto para iniciar otra ofensiva de encanto con el partido. No te preocupes tanto, pasará.

– ¡Menos mal que tengo un miembro moralmente sólido en el partido! -exclamo Kirkland, y colgó.


Kate volvió a la una, sonrojada y casi contenta. Juliet la acompañó a su habitación.

– ¡Kate! Está llamando gente, bueno, mujeres, diciendo que son tu madre. ¿No es increíble?

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo he oído. En el contestador. Mamá les dice a todas que llamen al Sketch. Ellos se encargan.

– ¿Se encargan? -gritó Kate-. ¿Qué significa que se encargan?

– Que se deshacen de ellas, supongo.

Kate la miró fijamente.

– Pero, Juliet, ¡una de ellas podría ser mi madre! ¿Cómo pueden hacer eso? ¿Cómo pueden hacer eso, joder?

– Baja la voz -dijo Juliet.


Clio estaba atónita con el comportamiento de Jocasta.

La había mandado a dar un paseo. Ella tenía guardia el domingo por la mañana, pero por la tarde irían a Londres juntas y se quedarían en la casa de Jocasta en Clapham.

El día siguiente era importante para Clio. Almorzaría con su querido profesor Bryan. Piquito. Aunque le disgustara engañarle, le había dicho a Mark que tenía que ver al abogado por su divorcio, lo cual era cierto, también había quedado con él. No tenía muchas esperanzas puestas en el empleo de Bayswater, pero estaba decidida a intentarlo. Ser médico de familia en una ciudad pequeña estaba bien, si tenías una vida personal aparte. Pero ella no la tenía y ya empezaba a notar la soledad.

A los dieciocho años, los que tenía la irresponsable y alegre Jocasta que había conocido, era comprensible dar la espalda a la vida real y huir con un hombre rico, sí. Pero a los treinta y cinco, con una carrera en pleno auge y una relación sólida en marcha, ¡era increíble! A Clio, que comenzaba a recuperarse de su propia ruptura matrimonial, le parecía que Jocasta se encontraba al borde de un gran abismo, al cual estaba arrojando todos los tesoros que poseía.

Gideon Keeble podía ser muy carismático y encantador. Jocasta podía estar harta de esperar a que Nick se decidiera a casarse con ella, y la vida de periodista del corazón podía estar perdiendo su atractivo, pero ¿de verdad creía que iba a ser feliz con una forma de vida por completo desconocida para ella?

De todos modos Clio se daba cuenta de que para ella, sin conocer a Keeble, era difícil entenderlo. En fin, tarde o temprano le conocería, y entonces le sería más fácil comprenderlo. A lo mejor le caía bien. Aunque le parecía poco probable.


Jocasta aún se sentía muy culpable. No había podido hacer mucho por Kate, pero ¿acaso podía ayudarla alguien? Que Kate se negara a verla le había hecho mucho daño. Era evidente que le echaba la culpa. Era un alivio haberse alejado de todo aquello, de esa capacidad para arruinar la vida de los demás. Y Clio, qué sensible, buena y simpática era. Había sido un consuelo hablar con ella esa noche, enfrentarse a lo que había pasado hacía tantos años. Se lo había contado a Nick, pero siempre alejándose del recuerdo. Con Clio lo había revivido, y había sido curativo, en cierto modo.


Eran los gritos lo que nunca olvidaría, aquellos gritos terroríficos y descarnados, que no cesaron, como oleadas rítmicas, en toda la noche y parte del día siguiente. Ahora, cada vez que oía gritar, evocaba aquel momento, aquella habitación, el calor sofocante y el ruido de los ventiladores…

Jocasta y varios más habían llegado a la isla de Koh Pha Ngan y habían encontrado una cabaña bastante decente en Hat Rin Sunrise, la playa donde iba a celebrarse una fiesta rave. Fueron pasando los días y llegaron barcos llenos de gente al puerto, y la gente alquilaba cobertizos e incluso hamacas colgadas en un patio para dormir. Se esperaba que la noche de luna llena de la fiesta llegaran a la bahía flotas de barcos, que anclarían para pasar la noche. La playa estaba abarrotada de gente durmiendo.

La fiesta rave fue una experiencia increíble: Jocasta participó en todo momento, hasta la madrugada, cuando otro DJ se puso al mando, memorizándolo todo, mientras la multitud bailaba en la arena y en el agua, brillando con pinturas corporales luminosas, y en toda la playa, los chicos tailandeses, algunos de siete u ocho años, hacían malabarismos con anillos de fuego, y si ya habías bebido bastante podías rodar a través de ellos. Jocasta decidió que ella todavía no lo había hecho.

En la oscuridad de la noche conoció a centenares de personas a las que volvió a olvidar enseguida. Todos fumaban hierba y bebían, pero lo que colocaba, para Jocasta, era la sensación de formar parte de una gran tribu por el mero hecho de estar allí. Estaba completamente enamorada de cada una de esas personas.

La fiesta duró toda la noche y la mitad del día siguiente. Por la noche, los barcos extra habían partido de la bahía. Jocasta estaba cansada y un poco indispuesta. Ella y una chica llamada Jan, que se había hecho amiga suya en un viaje en un barco reggae, decidieron acostarse temprano. Se despertó por la noche porque oyó a Jan levantarse a buscar agua.

– Me duele mucho la cabeza -dijo-, y no es resaca. Es mucho peor. Y tengo fiebre. Estoy fría y sudorosa.

Al amanecer Jan se quejaba de dolor de piernas y brazos y no paraba de temblar. Jocasta le dijo que se quedara en la cama y se ofreció a refrescarla con una esponja. Mientras hacía compañía a Jan y le ofrecía agua, un poco preocupada viéndola tan mal, Jocasta se dio cuenta de que empezaba a tener los mismos síntomas que ella, pero cuatro horas después. Las extremidades doloridas, los escalofríos, la fiebre.

Era espantoso, verla y pensar en lo que le esperaba. Jan cada vez tenía más fiebre, un dolor terrible en las articulaciones, vómitos, alucinaciones; antes de empezar a alucinar ella también, Jocasta salió al camino al lado de las cabañas y pidió ayuda a gritos.

– Por favor, que alguien nos ayude -dijo-. Nos estamos muriendo.

El chico que las oyó creyó que era un mal viaje y fue a buscar a su amigo. Ellas le convencieron de que no estaban colocadas.

– Esperad. Vamos a buscar ayuda.

Volvieron con un joven tailandés, que las miró, suspiró y meneó la cabeza con tristeza.

– Fiebre del dengue -dijo-. Tienen que ir a un hospital. Las ayudaré.

Fue a buscar a su padre y un camión. Juntos levantaron a Jan, que estaba casi inconsciente, y la tumbaron detrás. Jocasta consiguió subir a su lado.

El ruido y el calor atacaron a Jocasta como un puñetazo. Gimió de dolor y apartó la cabeza de la luz. Cuando el camión se puso en marcha, el ruido le taladró la cabeza.

Y así comenzó un viaje de pesadilla por la isla, subiendo colinas, bajándolas, con curvas y giros violentos, que las sacudían con un dolor de huesos agónico. El sol les daba de lleno y las abrasaba, el camino era polvoriento, el ruido horrible. Si había infierno, Jocasta pensó que sería así. El dolor de las extremidades era indescriptible y no podía parar de vomitar.

Anochecía cuando llegaron al hospital y las enfermeras las ayudaron a entrar. Ya no podían caminar. Las colocaron en camillas en el ala de pacientes externos. Era un hospital sorprendentemente moderno, tranquilizador, limpio, ordenado. Las pusieron en una habitación con seis camas. Hacía calor, a pesar del ventilador en marcha.

En un rincón, detrás de un biombo, una mujer agonizaba, rodeada de parientes llorosos. Y en la cama junto a la de Jocasta, una chica estaba teniendo un bebé.

La chica pasó la noche gritando, se arrancaba los cabellos, la piel, tiraba de la sábana que su madre había atado a la cabecera de la cama para que se sujetara. Y rezaba para morirse.

Jocasta siguió toda su agonía: las subidas y bajadas de sus contracciones, el aumento de la frecuencia, el aumento de la potencia. La madre la refrescaba con una esponja, la tranquilizaba, intentaba hacerle beber algo. Al amanecer, se puso peor, y ya no dejó de gritar, morder y patear como un caballo aterrado, cada vez que la enfermera o el médico intentaban examinarla.

La madre hablaba poco inglés. Jocasta, que se sentía un poco mejor, se sintió obligada a echar una mano y preguntar si podía ayudar.

– No, bebé no viene todavía -dijo con una sonrisa dulce y paciente.

Al final, volvió la enfermera con un médico y, junto con la madre, consiguieron poner el cuerpo alterado de la pobre chica en una camilla.

Mientras la sacaban de la habitación, la chica miró a Jocasta. Parecía una anciana, con el pelo empapado de sudor, la cara retorcida y los enormes ojos oscuros; Jocasta vio en ellos agonía y un terror absoluto. De algún modo sintió que estaba absorbiendo ambas cosas.

El médico habló rápidamente a la madre. Ella asintió y le siguió.

– ¿Qué? -preguntó Jocasta-. ¿Qué pasa?

– Bebé nalgas -dijo-. Bebé no baja.

Jocasta llamó a la enfermera.

– ¿Pueden ayudarla?

– La ayudaremos -dijo ella-. Con fórceps.

Jocasta volvió la cabeza y escondió la cara en la almohada, pero siguió oyéndola, durante más de una hora, aquellos gritos animales, brutales y terroríficos, y de repente se hizo un silencio aterrador.

Entonces apareció la madre llorando, para recoger sus cosas. Miró a Jocasta y se esforzó por sonreír.

– Bebé muerto -dijo.

– Oh, no -exclamó Jocasta.

Le parecía espantoso pensar que, después de tanto sufrimiento, la causa hubiera muerto. Se echó a llorar, y en su estado de debilidad se sintió aún más deprimida.

– Lo siento. ¿Cómo está su hija?

– Tenemos esperanza -dijo la mujer, y dejó escapar una risita tailandesa, muy forzada.

Después volvió.

– Ella muerta también -dijo casi con animación-. Perdido demasiado sangre.

Jocasta no había podido olvidar nunca esas palabras.

Capítulo 25

Sólo debía mantener la calma. Si mantenía la calma, no pasaría nada. Nadie podría pensar que tenía la más mínima relación con esa historia sensacionalista aparecida en la prensa. No había ninguna relación. Ninguna en absoluto.

La única persona que podía pensar que algo la preocupaba era Ed, porque había llegado a estar muy cercano a ella. Pero tendría que alejarse. Tendría que alejarse de su vida. Así ella estaría a salvo. Siempre que mantuviera la calma. Una absoluta calma.

Y ni siquiera miraría los periódicos los próximos días. Sobre todo las fotos de esa chica.


Kate había llamado a Jocasta y parecía muy angustiada.

Le dijo que sentía haber sido tan grosera con ella y que estaba segura de que no había tenido nada que ver con el artículo.

– Estaba muy enfadada. Fue un golpe muy fuerte.

– Por supuesto. Me sentí muy mal por ti. Pero las fotos eran preciosas -añadió con cierta inseguridad.

– Sí, bueno. Lástima del artículo. Aunque no es para tanto, supongo. Por ahora no tengo que volver a la escuela, porque tengo permiso para estudiar en casa, de modo que puedo evitar a las chicas más metomentodo. Pero necesito que me ayudes, Jocasta. No paran de llamar mujeres diciendo que son mi madre, ya han llamado una docena, y tengo mucho miedo de que una sea ella de verdad, y que después de tanto rollo, no me entere. No sé qué hacer.

– Estoy segura de que el periódico anotará los teléfonos y todos los datos.

– Sí, pero necesito saberlo -dijo Kate con desesperación-. Ahora no puedo dejarla escapar. ¿Y qué debo hacer con las agencias? Mamá no sirve para nada y Juliet dijo que te lo preguntara a ti. ¿Crees que podrías ayudarme? Por favor, Jocasta, por favor.

Jocasta estaba tan conmovida que su primer impulso fue ir corriendo a Ealing, a ver a los Tarrant, pero llamó a Gideon y él la aconsejó mejor.

– No hagas eso, Jocasta, es una insensatez. Escucha, tengo al hombre que necesitas.


– Gideon es un ángel. No te lo imaginas -le comentó Jocasta a Clio-. Es muy amable y se preocupa mucho por mí. Qué suerte tengo. Ya verás cuando le conozcas, Clio, te va encantar, te lo prometo. Pero por ahora tendrás que conformarte con un amigo suyo. Va a echar una mano a Kate. Gideon le dirá que me llame. Se llama Fergus Trehearn.

Fergus Trehearn era el equivalente irlandés a Max Clifford, explicó Jocasta a Clio, que estaba desconcertada.

– Sólo que ahora trabaja aquí… ¿Sabes quién es Max Clifford? -añadió, viendo la cara despistada de Clio.

Clio dijo humildemente que no tenía ni idea, y cuando supo qué hacía Max Clifford («Se dedica a manipular a la gente, incluida la prensa»), dijo que no entendía para qué lo querían.

– Fergus es un encanto, por lo que me han dicho -dijo Jocasta-, y Kate le necesita, sin duda. Ella…, quiero decir, ellos no pueden con este asunto. Fergus se encargará de todo, se deshará de esas mujeres, conseguirá a Kate el mejor contrato con una agencia de modelos, gestionará las ofertas de los demás periódicos y revistas que quieren publicar la historia… En fin, le he dicho que Fergus podía venir a casa. No te importa, ¿verdad?

– Claro que no -dijo Clio echándole valor.

Lo último que deseaba era conocer a un hombre con una ostentosa cadena de oro y escuchar anécdotas de cómo manipulaba a la prensa.

Sin embargo, el hombre que se sentó en la desordenada sala de Jocasta y escuchó atentamente mientras ella hablaba no llevaba ninguna cadena de oro. Era un hombre encantador, cortés y muy elegante, vestido con un traje de lino. Tendría cuarenta y pocos años, era alto, delgado y muy atractivo, con los cabellos grisáceos muy cortos y unos ojos marrones muy oscuros. Era franco y divertido y a Clio no le costó mucho que le cayera bien. Jocasta la presentó como su brillante amiga doctora y él se mostró debidamente impresionado, a pesar de las protestas de Clio por los elogios inmerecidos.

Sus modales eran amables y conmovedoramente atentos. Contradecía por completo el despiadado oportunismo que lo movía. Nadie habría pensado que Fergus Trehearn, tan indignado con la perversa maniobra de Carla Giannini, incapaz de creer semejante traición, fuera el mismo que había gestionado una subasta telefónica entre dos grandes periódicos por la historia de una hermosa refugiada de Bosnia que se había hecho acompañante (con la tapadera de camarera de habitaciones en un hotel del West End) y después había posado con un grupo de futbolistas borrachos, o que había negociado un astuto trato con los medios para una joven pareja detenida, y debidamente sancionada, por mantener relaciones sexuales en la cuneta de la M 25.

– Será perfecto para Kate -dijo Jocasta a Clio, feliz, cuando Fergus se marchó-, no podría ser mejor. ¿No es un encanto?


Jocasta llamó a los Tarrant, les explicó lo que hacia Fergus y les suplicó que la recibieran. Helen, agotada y todavía muy angustiada, finalmente aceptó. Tenían que resolver el asunto de una vez y parecía que ese tal Fergus Trehearn sabría qué había que hacer. Quedaron a las seis el lunes.

– Sé que es un poco tarde -dijo él disculpándose-, pero no estoy libre antes. ¿Todavía tienen buitres de la prensa en la puerta?

Helen, que ya creía que no volvería a sonreír, soltó una carcajada.

– Se han ido -dijo-, pero siguen llamando sin parar.

– Yo les libraré de las llamadas -dijo-, si me lo permite. Nos veremos a las seis, señora Tarrant, su marido también, por supuesto. Después de que hablemos y si nos ponemos de acuerdo, conoceré a su bonita hija.

– Él hablará con la prensa -le dijo Helen a Jim-, y con las mujeres. Y de Kate. De todas esas ofertas que está recibiendo.

– ¿Y cuánto nos costará? -preguntó Jim.

– Se lo preguntaré a Jocasta -dijo Helen, no muy segura. No se le había ocurrido.

– Ah, claro, qué buena idea -le comentó Jim, en tono sarcástico-. Seguro que tiene comisión. Puedes recibirle si quieres, Helen, pero yo no. Y no esperes que le pague ni un penique.

Helen suspiró y salió de la habitación para llamar a Jocasta.

Jocasta la tranquilizó respecto al asunto del dinero.

– No querrá cobrarle, a menos que Kate empiece a ganar dinero como modelo -dijo-, entonces probablemente querrá ser su agente y quedarse un porcentaje. Trabajan con el acuerdo de cobrar sólo si ganan, como hacen casi todos los abogados ahora.

Helen no debía saber que Gideon Keeble había aceptado pagar la factura de Fergus hasta que las cosas se calmaran para Kate.

– Y si no se calman, también -dijo Gideon a Jocasta-. Es un precio insignificante por verte tan feliz.

– Gideon, no sé cómo agradecértelo -dijo Jocasta.

– Yo te lo diré-dijo-, cuando vuelva de Barbados.


– Oye -dijo Martha-. Lo siento. Ya te lo he dicho al menos tres veces. No puedo ir a Venecia. Ahora no. No sé por qué no puedes aceptarlo.

Le había llevado todo el día armarse de valor para hacer esa llamada. Y cada palabra que decía le dolía más que la anterior.

Supongamos que leía algo en la prensa, que hacía algún comentario, que decía que no podía creer que alguien hubiera hecho algo así. O que la madre debía de ser una persona horrible.

No, estaba claro. De nuevo tenía la necesidad de asumir el control. Y para tener el control, había que ser independiente, y no tener que dar explicaciones a nadie. Ed la amaba. Y ella le amaba. Y el amor era muy poderoso cuando se trataba de secretos. Secretos enormes y peligrosos. Los veía, los desenterraba.

Volvió a respirar hondo.

– Ahora no puedo ir a Venecia. Compréndelo, por favor. Lo siento.

– Sí, claro, lo sientes tanto que no pudiste llamarme en todo el fin de semana, no pudiste devolverme las llamadas. ¿Por qué, Martha? ¿Puedes contestarme a eso?

– No encontré el momento…

– Ah, claro. En todo el fin de semana. No tuviste ni cinco minutos para coger el teléfono y decir: Ed, lo siento, ahora no puedo hablar, ya te llamaré. ¿No es así?

– Sí -dijo, y su voz era tan fría, tan serena, que la asombró-, así fue.

– Oh, a la mierda -dijo él de repente-. Ya estoy harto. ¿No te das cuenta de que estaba preocupadísimo? ¿No te das cuenta?

Su voz se quebraba por el dolor.

– Sí, claro que me doy cuenta, Ed, pero ya te lo he dicho. No…

– Estás hecha de piedra-dijo-, ¿lo sabías?

Ella calló un momento, y después dijo:

– Ed, no me gusta que me insulten. Si no puedes aguantar mi ritmo de vida y mi manera de ser, creo que sería mejor que acabáramos con todo esto.

– ¿Con todo esto?

– Nuestra relación, por supuesto.

– ¡Relación! -dijo-. ¿Llamas relación a lo que tenemos? Yo lo llamaría un montón de mierda, Martha, total y absoluta. Tú me dices qué debo hacer, decir y pensar, dónde debo estar y cuándo, y yo corro detrás de ti, lamiéndote el culo. Bien, ya encontrarás a otro que te lama, porque de repente todo esto me parece muy aburrido. ¿De acuerdo?

Y colgó el teléfono de golpe.

Martha se quedó sentada un rato, completamente inmóvil, mirando el teléfono, deseando más que nada en el mundo volver a cogerlo, luchando contra el instinto de decir que lo sentía, que no sabía lo que decía, que le quería y quería verle.

Pero no podía. Era demasiado peligroso.


Al final de la semana, Kate se sentía mejor. Tenía que reconocer que era bastante agradable que no sólo el Sketch, sino periódicos como The Sunday Times te describieran con palabras como hermosa y deslumbrante, y que también publicaran tus fotos.

Y que te llamaran agencias de modelos pidiendo que fueras a verles, e incluso revistas, para preguntar si podían entrevistarte: era una pasada.

Y además estaba Nat. Casi había valido la pena, por tener a Nat llamándola dos veces al día y paseándola en el Sax Bomb y preguntándole si creía que podría ir al Fridge el sábado. Ella dijo que sería una pasada y que por supuesto iría. Ya se preocuparía por lo que dirían sus padres cuando llegara el momento. Ellos no entendían, nadie parecía entenderlo, que Nat era una buena persona. Lo primero que había dicho cuando ella había subido al coche había sido «¿Estás bien?», y ella había contestado que sí, que estaba bien, gracias. Y él había dicho «Por lo del artículo en el periódico, lo de tu madre», y le había llegado al corazón que él comprendiera cómo debía de sentirse. Estaba claro que había leído el artículo, porque había dicho, con aquella sonrisa suya, que le había gustado lo que había dicho de su ropa y de su coche.

Después se había inclinado y la había empezado a besar; besaba muy bien. Lentamente, con cuidado, con la lengua moviéndose por todas partes, empujando la suya. Estaban aparcados en un rincón del parque, bajo unos árboles. Fue muy romántico.

– ¿Vas a hacer más fotos de ésas? -preguntó cuando terminó, y encendió un cigarrillo.

– Claro -dijo.

– Genial. No me importaría acompañarte, si algún día quieren un chico -añadió.

Kate dijo que lo preguntaría si se presentaba la ocasión.

– Sí, claro -dijo él, y la acompañó a casa en silencio. O lo más parecido al silencio que permiten los Red Hot Chili Peppers a todo trapo.


– Martha, ¿estás bien?

La voz de Paul Quenell parecía llegar de muy lejos. Hacía mucho tiempo que Martha no se sentía así: desorientada, sudorosa y como si fuera a vomitar. Se incorporó de golpe en la silla.

– Sí -dijo-, estoy bien. Gracias. No sé qué me pasa, lo siento, Paul.

¿Qué estaba haciendo allí, encima de su mesa, el Sunday Times, abierto por el artículo sobre… sobre…? ¿Se lo iba a enseñar? ¿Iba a preguntarle si sabía algo?

– Jane -gritó en dirección a la puerta abierta-, trae un vaso de agua, por favor. -Y después, amable, pero severo, dijo-: Has trabajado demasiado.

– Tal vez un poco, sí.

– Es todo ese trabajo extra -dijo, y le sonrió a modo de disculpa-. Gracias, Jane. Déjalo aquí. Llévate esto… -Dobló el periódico y se lo dio a su sufrida secretaria-. Ya he visto lo que quería.

¿Lo que quería? ¿Para qué iba a querer nada? ¿Qué tenía eso que ver con él?

– Jane ha visto el artículo sobre la nueva socia de Kindersleys. -Paul se sentó a la mesa otra vez-. Hannah Roberts, una de esas supermujeres. Tiene cinco hijos como mínimo. ¿La conoces?

– La he visto un par de veces -dijo Martha, sintiéndose aliviada, disfrutando del alivio.

– En fin, te mando de viaje. Nada largo, una semanita como mucho. Pero podrías aprovechar un par de días para descansar.

– ¿Un viaje? ¿Adónde?

Era lo último que deseaba. Sólo se sentía segura haciendo cosas habituales, en lugares conocidos. El mero hecho de haber ido a un restaurante nuevo el día anterior la había inquietado.

– A Sidney.

– ¡A Sidney!

No podía ser peor. Eso era donde… cuando…

Se esforzó por volver al presente.

– ¿Para qué?

– Por el asunto Mackenzie, claro.

– Claro. -Estaba recuperando el control. Mackenzie era una cadena de tiendas de ámbito mundial.

– Han hecho otra gran absorción en sus enclaves de la costa en esa zona, y necesitan asesoramiento.

– ¿No puede encargarse la oficina de Sidney?

– Sí, por supuesto, pero Donald quiere que vaya alguien de Londres. Me lo pidió a mí, y cuando le dije que era imposible, te mencionó a ti. Le diré a Jane que te reserve el vuelo y el hotel.

De camino a su despacho, Martha volvió a sentirse desorientada. Se metió en el servicio y se sentó en la taza, con la cabeza entre las rodillas.

Mantén la calma, Martha. Mantén la calma…


Clio estaba cansada cuando llegó a casa, y no estaba segura de si estaba contenta o no. El almuerzo con Piquito había ido de maravilla. Él le había dicho que la habían echado de menos y que esperaba que se presentara para el puesto vacante de especialista.

– Tengo un buen equipo -dijo-. Gente joven, con ganas de trabajar, muy listos. Te adaptarías de maravilla, Clio. Tenemos un par de proyectos de investigación en marcha, estamos haciendo ensayos con un nuevo fármaco para el Alzheimer y tenemos un psiquiatra nuevo estupendo.

– Suena muy bien -dijo Clio ilusionada-, pero ¿de verdad crees que estaré a la altura?

– ¡Clio! Eres la mejor especialista que hemos tenido en el departamento en años. Te subestimas, querida, y no deberías. No te habría invitado a presentarte si no creyera que estás a la altura, como dices tú. Para mí eres la candidata perfecta. Algo que sí deberías hacer, te lo recomiendo fervientemente, es visitar un par de hospitales de la periferia, para ver qué hacen. Antes de la entrevista con la junta, quiero decir.

Ella le sonrió.

– Pareces muy seguro de que me entrevistarán.

– Claro que te entrevistarán.

Se marchó, prometiendo presentar la solicitud, y fue al despacho de su abogado.

La habían advertido que sería desagradable, y lo fue. Una cosa era ponerse de acuerdo, por triste que fuera, en que el matrimonio se había acabado. Y otra cosa muy diferente era encontrarse en una situación de enfrentamiento, y evaluar el resultado de ese matrimonio. Había aceptado no negarse al divorcio y había esperado cierta generosidad a cambio, pero Jeremy estaba disputándole incluso su derecho a una parte de la casa, afirmando que le había abandonado y que se había casado con él con falsos pretextos.

– No te preocupes -dijo su abogado-. Recibirás lo que te corresponde.


– Te he echado de menos -dijo Gideon-. Mucho.

Estaban en la cama. Gideon había vuelto de Barbados, dejando muy complacida a Fionnuala con tres ponis de polo soberbios.

– Estaba muy contenta -dijo-, y se mostró muy cariñosa. Ha sido muy agradable.

– Ya lo supongo -dijo Jocasta intentando que su voz no sonara mordaz.

Era muy temprano. Estaban en la casa de él en Londres, en Kensington Palace Gardens. Aquella casa había dejado algo atónita a Jocasta, hasta el punto de intimidarla un poco. Sólo podía describirse como mansión, de estilo Palladio construida cinco años antes, con salón de baile, varios salones para recepciones, un piso para el servicio y diez dormitorios. ¿Necesitaba un hombre casi sin familia diez dormitorios?

– Yo también te he echado mucho de menos -dijo ella-. Una barbaridad.

– Me alegro de saberlo. Me habría gustado creer que eras muy desgraciada. Dios mío -apartó la sábana, se incorporó y la miró-, eres lo más hermoso del mundo. No sé qué haces con un viejo como yo.

– Te quiero -dijo Jocasta- como eres. Te lo creas o no. Te quiero y basta. No sé cómo he podido vivir una semana sin ti, por no hablar de treinta y cinco años. Me parece muy raro.


Martha pensaba salir del piso a las cinco y media de la mañana, para poder ir al gimnasio. La esperaban veintiuna horas en un avión y lo necesitaba. Ahora que había vuelto a recuperar el control incluso empezaba a apetecerle el viaje.

Marcharse ahora parecía, de repente y de forma sorprendente, lo que le hacía falta.

Se sirvió un vaso de agua mineral y se lo llevó al dormitorio, para acabar de hacer la maleta, cuando sonó el timbre. Serían los documentos que Paul le había prometido mandarle a casa.

No eran los documentos, era Ed.

– No puedes pasar -dijo Martha, mirándole, de pie en el rellano, pensando sin poder evitarlo que estaba guapísimo, con una camisa blanca con el cuello desabrochado y vaqueros, como salido de una película-. Estoy haciendo la maleta, voy a coger un avión.

– Me da igual que vayas a coger un cohete -dijo-. Quiero saber qué pasa. Ha pasado algo, Martha, ¿verdad? Me da igual, me da igual que estés enamorada de otro, me da igual si tienes una enfermedad terminal…, bueno, eso es una chorrada, por supuesto que me importaría, pero tengo que saberlo. No puedo soportarlo. Tienes que decírmelo.

– No ha pasado nada -dijo ella, apretando los puños y mirándole cara a cara con considerable valor, ¿podría adivinarlo en sus ojos?-. No ha pasado nada en absoluto. Estoy… estoy ocupadísima. Mañana me voy a Sidney.

– ¿A Sidney? ¿Cuánto tiempo?

– Sólo una semana. Tenemos un cliente allí. Un cliente muy importante -añadió con voz firme.

– Martha, por el amor de Dios, ¿de qué se trata? ¿Qué te ha pasado? Tienes que decírmelo, no pienso marcharme hasta que me lo digas.

– No ha pasado nada -dijo, y empezaba a asustarse porque él parecía muy desesperado.

– Martha -dijo Ed con calma-, te quiero. Conozco cada centímetro de ti. Literalmente. Sé cómo eres cuando eres feliz y cuando estás triste y cuando estás estresada y cuando quieres sexo, y sé cuándo quieres hablar y cuándo quieres estar callada y cuándo te sientes fatal y cansada y mezquina. Y sé que te ha pasado algo, lo sé. No tiene nada que ver con el trabajo. Sé que tienes miedo. ¿De qué tienes miedo, Martha? Tienes que decírmelo. ¿Qué has hecho? Nada de lo que hayas hecho puede escandalizarme, o enfadarme, a menos que te hayas enamorado de otro. Eso tendría que superarlo, pero al menos lo sabría. ¿Es eso? ¿Has encontrado a otro?

– No -dijo ella con calma-. No hay nadie más.

– Entonces ¿qué pasa?

Ella se quedó callada.

– Martha, mírame. Dime qué coño ha pasado.

Y por un momento Martha quiso contárselo, sólo para quitárselo de encima, para saber que otro lo sabía, que esa cosa horrible y aterradora que había negado tanto tiempo, que había podido contener, aquel monstruo obsceno y temible, ya no estaba encerrado, pugnando por escaparse.

Pero no pudo.

– No ha pasado nada -dijo al fin, y después-: Discúlpame, no me encuentro muy bien.

Se metió en el baño, cerró la puerta de un portazo y empezó a vomitar violentamente, sin poder parar. Después se sentó en la taza, temblando y angustiada, con un dolor terrible en el estómago, preguntándose si podría salir de allí algún día.

Oyó que llamaba a la puerta, suavemente, pronunciando su nombre. Hizo un esfuerzo supremo, se lavó la cara, se cepilló los dientes y salió. Se enfrentó a él, intentando sonreír para tranquilizarle.

– Lo siento -dijo-, lo siento mucho.

Y entonces él lo dijo: lo peor que podría haber dicho.

– Martha, ¿no estarás embarazada?

Martha se echó a reír, con una risa histérica que acabó convirtiéndose en lágrimas. Temblaba de pies a cabeza, evitaba su mirada. Él la llevó a la sala, la sentó en el sofá y la miró mientras lloraba y gemía, como una mujer primitiva y salvaje. Por fin se fue calmando, y entonces Ed se sentó a su lado, la rodeó con los brazos, y le hizo apoyar la cabeza en su hombro. Ella se quedó así, por un momento en paz, donde quería estar, y él le cogió la mano y la entrelazó con la suya, después se la acercó a los labios y la besó.

– Gracias -dijo-, muchas gracias. Lo siento.

– Oh, Martha -dijo él, besándole la mano-. Ojalá confiaras en mí. Sea lo que sea, lo comprenderé y te perdonaré. Acabaré por saberlo. No sé cómo, pero lo sabré. No te dejaré en paz hasta que lo sepa y después tampoco. Creo que me necesitas.

– No -dijo Martha haciendo acopio de toda la fuerza de voluntad que le quedaba. Le soltó la mano y se apartó un poco de él-. No. No te necesito, Ed. Y tú me necesitas menos aún a mí.

– En eso te equivocas -dijo Ed-. Yo sí te necesito. Nos necesitamos los dos. Ahora me iré. Pero cuando vuelvas… ¿Cuándo será? ¿La semana que viene?

Ella asintió débilmente.

– Te estaré esperando. No creas que no estaré. No creas que abandonaré. Te quiero demasiado. Vete a la cama y duerme un poco, por Dios. ¿Quieres que me quede? Aquí -añadió, con un tímido esbozo de sonrisa.

– No -dijo Martha-, de ninguna manera. Debes irte. Pero gracias por ofrecerte. Eres muy bueno, Ed. Muy bueno.

– No -dijo Ed-. No soy bueno. Ya te lo he dicho. Te quiero.

Y se marchó.

Martha pasó la noche en vela. Había puesto el despertador a las cinco, pero vio pasar las horas y los cuartos; sentía un miedo abrumador, el corazón le latía acelerado, le dolía el estómago. Volvió a vomitar, más de una vez. Nunca se había sentido tan sola, ni siquiera en aquella horrible habitación con azulejos, con aquel tremendo dolor, pariendo a su bebé con un terror abyecto, mirándolo.

No, Martha, no pienses en eso, nunca más pienses en eso. No pienses en esa carita arrugada y llorosa, tan pacífica cuando la dejaste profundamente dormida. No lo recuerdes, no, no.

Cuando al fin sonó el despertador, estaba sentada en la cama, con la cabeza apoyada en los brazos, intentando no recordar.

Era la primera vez que le fallaba la fuerza de voluntad. No podía ponerse de pie, no podía caminar, ni para cruzar la habitación. Temblaba, todo su cuerpo temblaba con violencia. Primero tenía frío, después calor. Le dolía la cabeza, no veía bien. Se echó en la cama, se tapó y cerró los ojos. Se quedaría en la cama una hora más. No tenía que ir al gimnasio, podía ir al despacho a las siete. O a las ocho. A las ocho estaba bien, todo estaba preparado.

Pero a las siete, y a las ocho, seguía igual, su cuerpo se negaba a obedecerla. No podía ni sentarse ni ponerse de pie, ni siquiera podía darse la vuelta en la cama. Logró sacar un brazo y poner la radio, y oyó la tranquilizadora y maravillosa voz de John Humphry, como una presencia consoladora en la habitación. De repente se adormeció; entraba y salía de sueños, de sueños horribles de criaturas monstruosas detrás de puertas entornadas, de ella que se escondía y caía, de oscuridad y sangre. Después se despertó y oyó la voz de su hija.

Capítulo 26

Bien, se había acabado. Lo había logrado. Era verdad lo que decían todos de que Jenni Murray te hacía sentir relajada, tanto que casi había olvidado que había millones de personas escuchándolas. Kate, por supuesto, lo había hecho de maravilla, había hablado con naturalidad, sin perder la compostura. De dónde habría sacado, pensó Helen, cansada, sentada en el coche que la BBC les había proporcionado amablemente, esa seguridad en sí misma, esa capacidad para afrontar situaciones desconocidas, y después pensó, qué pregunta más tonta, de uno de sus padres, por supuesto.

Lo peor de todo para ella era que se había visto relegada a una especie de segunda división, ya no era exactamente la madre de Kate, ya no era responsable de su vida. Kate ya no parecía su niña, en realidad no parecía una niña en absoluto, sino un ser nuevo, que tomaba sus propias decisiones, que construía su futuro.

Al día siguiente iba a ir con Nat Tucker a un club de Brixton: se lo había dicho de una forma educada, pero con firmeza; él se lo había pedido y a ella le gustaría ir. Con todo lo que le había sucedido, parecía un poco inútil intentar impedírselo. Habían negociado que volviera a las dos como muy tarde. Esperaba que Nat pusiera objeciones y la salida se anulara, pero por lo visto él había dicho que era una pasada.

Una pasada. Helen pensaba a menudo que gritaría si volvía a oír esa palabra.


El viernes por la mañana, mientras estaba echada con desgana en la cama intentando hacer acopio de fuerzas para levantarse e ir a trabajar -¿cuándo era la última vez que no iba a trabajar una mañana? Ni se acordaba-, Martha se despertó al oír una voz joven y simpática que decía: «Sí, claro que me gustaría conocer a mi madre biológica». Y después: «Sí, sí, mucho».

– ¿Cómo crees que te sentirías? -preguntó Jenni Murray como si le importara realmente.

– Pues, no lo sé. Rara, supongo. Puede que furiosa. Pero me interesaría mucho saber cómo es. Qué clase de persona es.

– ¿Y qué le dirías? ¿Lo has pensado?

– Le preguntaría por qué lo hizo. Eso es lo primero que quiero saber.

– Por supuesto. Bien, Kate, Helen, muchas gracias por hablar con nosotros. Espero que recibas noticias de tu madre biológica, si es lo que quieres.

– Sí -dijo Kate con sencillez-. Me gustaría.

Para Martha, eso fue aún más conmovedor y angustioso que ver su fotografía en los periódicos.


Beatrice también oyó La hora de las mujeres aquella mañana por primera vez en muchos años. Y también desde una cama que nunca la había visto pasadas las siete de la mañana, ni siquiera los domingos. Suerte que no tenía que ir al juzgado. Sin embargo, tenía que ir a trabajar, se habían tomado muy mal su llamada para decir que estaba enferma. No estaba exactamente enferma: tenía una jaqueca espantosa, de las que sólo la atacaban cuando la vida estaba a punto de derrotarla de forma clamorosa. No la derrotaba a menudo, pero la noche anterior su niñera se había despedido y, a pesar de que le había asegurado que trabajaría los tres meses acordados, Beatrice se había tomado la noticia muy mal.

Mientras Beatrice se agitaba y daba vueltas sin parar en la cama, sonó su móvil. Vio que era su madre. Decidió contarle sus problemas; su madre fue algo brusca y poco comprensiva.

– Cariño, tienes tres meses. Es suficiente para encontrar a otra. Y ya no son bebés.

– No es sólo eso -dijo Beatrice-. Es que, ahora que Josh no está, no tengo a nadie que me ayude en casa.

– Ya sabes lo que pienso de eso. Le echaste. Fue decisión tuya.

– ¡Mamá! Tenía una aventura.

– Beatrice, ninguno de los líos de Josh merece ser llamado aventura. Todos han sido ligues de una noche. No significaban nada. Te entiendo perfectamente, pero los sentimientos no tenían nada que ver. Josh te adora y tú lo sabes.

– Tiene una forma curiosa de demostrarlo -comentó Beatrice con amargura.

– Beatrice, es un hombre. No pueden resistirse al sexo, si se les ofrece. Es más fuerte que ellos, que cualquiera de ellos. Hay cosas peores que ésa, en mi opinión. Josh es un buen marido, en muchos sentidos. Es fantástico con las niñas, paga las facturas, incluida la niñera, cuando muchos hombres lo considerarían tu responsabilidad. Tiene buen carácter. Y conmigo siempre se ha portado bien -añadió.

– Sí, ya lo sé, pero no creo que eso sea relevante.

Su madre no hizo caso del comentario.

– ¿Quiere volver?

– Creo que sí -dijo Beatrice, pensando en las súplicas incesantes de perdón de Josh, su presunto remordimiento y sus quejas de que se sentía solo.

– Creo que deberías pensártelo -dijo su madre-. En serio. Necesitas un marido. ¿Crees que les va a hacer algún bien a esas niñas crecer sin su padre? Piénsatelo, Beatrice.

Beatrice se pasó una hora pensando en lo que le había dicho su madre. Y decidió que hasta cierto punto tenía razón. Necesitaba un marido. Con desesperación.


De algún modo Martha logró levantarse y ducharse.

Era la una. Su vuelo salía a las siete y media. Llamó a un taxi, y pidió que subiera a recogerle las maletas. No estaba segura de poder siquiera arrastrarlas hasta el ascensor. Cerrar las maletas ya le había costado bastante.

Empezó a sentirse mejor en cuanto el coche empezó a alejarse de la casa. Fue como si estuviera dejando atrás parte de su traumatizado ser.

Cuando subió al avión, se sentía casi humana. Se acomodó en su asiento, sonrió agradecida a la azafata y aceptó un vaso de zumo de naranja.

– Éste es el menú, señorita Hartley.

– No cenaré -dijo Martha-, estoy agotada. ¿A qué hora llegamos a Singapur?

– A las tres, hora local. ¿Va a desembarcar o continúa el viaje?

– Continúo en cuanto llegue -dijo Martha.

Se echó y, como si viera una película, dejó que pensamientos más felices ocuparan su mente. Ed y lo mucho que la quería, su hija y su bonita cara, que con su voz juvenil había dicho que quería conocerla, y por primera vez, por primerísima vez, se preguntó si en lugar de representar una tortura, le gustaría. Se sentía cambiada en cuanto a Kate. Ya no era algo oscuro y temible, que había que negar a toda costa, más bien al contrario, una fuente de felicidad e incluso orgullo. Aunque nunca se conocieran, aunque no se encontraran, aunque nunca pudiera explicarse y Kate nunca pudiera comprender. Aquel día horrible, alguien la había encontrado, la habían cuidado y educado, y habían hecho de ella una persona segura de sí misma y feliz y por eso Martha estaba muy agradecida.

No había nada que ella pudiera hacer por ninguno de los dos, Kate y Ed, y ninguno de los dos podía compartir su vida, pero por un breve instante se situaron en un lugar más cómodo para ella.


Helen miró nerviosa a Nat. Le había invitado a almorzar el domingo. Kate quería marcharse para verle justo después de desayunar y Helen no podía soportarlo. Kate se había puesto muy contenta, la había abrazado y besado.

– ¡Eres un sol, mami!

– A lo mejor no quiere venir -dijo Helen esperanzada, mirando nerviosa a Jim, que había salido al jardín dando un portazo.

– Vendrá -dijo Kate-. Pero no le hables de política o de las noticias, ¿vale, mami? Es un poco tímido.

Y por supuesto Jim se puso a hablar de política mientras trinchaba la carne, dijo que eran todos unos inmorales y que no pensaba votar por ninguno.

– Esa señora Thatcher estaba bien -dijo Nat.

Toda la familia se quedó mirándole como si acabara de anunciar su intención de aprender ballet.

– ¿La señora Thatcher? -exclamó Kate con incredulidad-. Pero si era una mala bestia.

– Ni hablar. Tenía buenas ideas, mi padre dice que se quitó de encima a los sindicatos y todo eso. Dice que había que estar mal de la cabeza para echarla. Ella no habría dejado entrar a toda esa gente.

– ¿Qué gente? -preguntó Juliet.

– Esos extranjeros. Los refugiados esos. Que nos quitan las casas y los hospitales, todo. Y el parque de Alton Towers -añadió como si ése fuera el delito definitivo, metiéndose un buen pedazo de rosbif en la boca.

– ¿Alton Towers? -exclamaron Helen y Kate al unísono.

– Sí. La semana pasada mandaron a un cargamento de ellos gratis. Lo ponía el periódico.

– Dios del cielo -dijo Helen-. No tenía ni idea.


Martha salió del lujo mas bien inglés del Observatory Hotel al sol de Sidney. Todo estaba precioso, era un día soleado y fresco. Sonrió al cielo azul y pidió un taxi al portero.

Iría a las Rocks, de compras, a pasear por Darling Harbour, volvería a cenar temprano y se prepararía para las reuniones del día siguiente. Qué tontería que le hubiera preocupado ir, por los fantasmas. Aquel sitio tan bonito no tenía nada que ver con el otro Sidney, el Sidney donde la preocupación se había vuelto miedo y el miedo, pánico. Este Sidney era elegante y lujoso, ajetreado y hermoso. Dio la espalda al otro, a la habitación lúgubre, al olor a fritanga, al calor insoportable. También era otra Martha la que había vivido allí, una Martha insegura, asustada y sola; la de ese momento, vestida con pantalones de hilo, suéter de seda y tres personas esperándola para cenar, no tenía nada que ver con aquélla, ya no existía. Nadie la conocía; estaba a salvo de ella, se había escapado.

– ¿Adónde le gustaría ir en un día tan hermoso?

El taxista era amable, simpático, deseoso de ayudar, y por supuesto Martha quería ir al puerto, a comprar camisetas en Ken Done, y después sentarse al sol en la bahía. No pensó en la posibilidad de visitar las playas del norte de Collaroy, Mona Vale y Avalon, eso sería volver atrás, no ir hacia delante, y hacia delante era a donde tenía que ir, el único lugar y…

– ¿Tiene tiempo? -le preguntó.

– Todo el tiempo del mundo -dijo él con una sonrisa deslumbrante.

– ¿Podríamos ir a Avalon, por favor? -preguntó.


Bajó del autobús en Barenjoey Road, pestañeando bajo el feroz resplandor del sol. Había visto las playas, camino hacia Sidney, acalorada en su asiento, deseosa de probar la frescura del agua. Los dos chicos que la acompañaban eran surfistas, y se jactaban de las olas que cogerían, de las tablas a las que se subirían. Martha les escuchaba dudando de que sus lecciones inglesas de natación les ayudaran a sobrevivir en la realidad de las olas y las corrientes.

Les había recomendado Avalon un chico que habían conocido en el aeropuerto, que había hecho el viaje en el otro sentido:

– Es el único albergue para surfistas cerca de Sidney, y es un sitio brutal.

Así que habían subido las mochilas al autobús y habían hecho un trayecto de dos horas cruzando los suburbios de la ciudad hasta el otro extremo, atravesando los grandes puentes, contemplando atónitos el deslumbrante puerto, los elegantes barrios de Northern Sydney, de Mossman y Clontarf, y después la interminable y aburrida autopista, repleta de concesionarios de coches y restaurantes baratos y tiendas de surf, muchas tiendas de surf.

Se paró en lo alto de los precipicios vertiginosos de Avalon, a contemplar la playa. Ahí estaba, no sólo la vista, sino también el sonido del mar, rugiendo, subiendo y bajando, y el olor también, fresco, salado y hermoso. Se quedó un buen rato mirando, y entonces cogió otra vez la mochila y bajó la pronunciada pendiente hacia Avalon, pensando en lo inapropiado del nombre, una parte tan importante del mito inglés de Camelot en un lugar tan infinitamente australiano.

Avalon estaba situado en un cruce de caminos, y era poco más que un pueblo, y el Avalon Beach Hostel estaba en una de las carreteras que formaban el cruce. Era bastante grande, tenía capacidad para noventa y seis personas y era el primero de su clase en la zona de Sidney, según el portero.

– Se hizo a imagen de los de Cape Tribulation, un emplazamiento de surfistas de verdad.

Martha lo miró un poco nerviosa mientras cruzaba las grandes verjas y el patio asfaltado. En aquella época se dejaba intimidar con facilidad, y los chicos bronceados sentados en el largo porche que daba al patio parecían estar en su casa.

Se registró y le dieron una habitación: o más bien una sexta parte de una habitación, una litera dura fijada a la pared con cuerdas y una taquilla. Era muy primitivo, el suelo era de cemento pintado, pero estaba limpio, y el baño de chicas, igual de espartano y limpio, estaba frente a su puerta.

– La cocina está aquí -dijo el portero, que parecía tener la misma edad que ella, guiándola hacia una sala grande, detrás del porche, medio llena de mesas largas y bancos, y las paredes cubiertas de carteles de surfistas-. Las neveras están allí, sólo tienes que coger uno de los compartimentos vacíos y poner tu nombre hasta que te marches. Todo el mundo come aquí.

Martha sonrió insegura a los chicos del porche. Ellos le sonrieron y le preguntaron de dónde era y adónde iba. De repente se sintió muy feliz; le gustaría el sitio.

Le gustó, era estupendo. Le encantó Avalon, el ambiente de pueblo, las tiendecitas y el restaurante francés, con manteles de cuadros rojos y blancos, donde comían muy de vez en cuando. Había una librería llamada Boocaccino, una charcutería, donde no podían permitirse comprar (pero también un excelente supermercado, donde sí podían hacerlo), y asombrosamente, un cine, que por lo visto pertenecía a alguien que tenía un programa de mediodía en la tele. Fuera quien fuera, se tomaba en serio la vida cultural de Avalon y pasaba películas extranjeras los domingos.

Hizo dos buenos amigos, un chico llamado Stuart y una chica llamada Dinah. Dinah era de Yorkshire, y su padre también era vicario.

– Lo peor de todo es ser tan pobre y tener que ser tan fina -dijo un día Dinah, pasándole un porro a Martha-. Y que toda la parroquia te controle, claro. ¿Te imaginas quedarte embarazada o algo así? ¿Te imaginas lo que harían?

Martha se estremeció y se rió al devolverle el porro.

Los tres se hicieron inseparables. Stuart se contentaba con bañarse en lugares seguros entre las rocas con las chicas, en piscinas naturales que el mar llenaba todos los días. Juntos paseaban por las hermosas playas blancas; fueron a Palm Beach, a la exclusiva costa arbolada de Whale Beach, y a Newport, a Mona Vale y a Bilgola. Por la noche se sentaban en la playa de Avalon y fumaban y charlaban con los demás, cocinaban en las barbacoas de la playa y se bañaban en el mar negro y plateado. Martha prefería esa vida a la de los estudiantes mimados en Tailandia. Además le gustaban los australianos, tan cordiales, tan alegres, tan poco pretenciosos. Desde la perspectiva de aquel lugar dorado, recordaba el invierno oscuro y lluvioso de Inglaterra y por un momento pensó en quedarse.

Se lo dijo a Dinah, una noche, en la playa, en la cálida oscuridad. Ella se horrorizó.

– Martha, no puedes quedarte. Esto es todo tan poco… sutil. Y los hombres son muy machistas.

– Puede que sean machistas, pero son muy simpáticos -dijo Martha-. Les prefiero a ellos que a todos esos esnobs de escuela privada, la verdad.

– De ésos habrá muchos en la carrera que has elegido -dijo Dinah-. ¿Estás segura de haber elegido bien?

– Oh, sí -dijo Martha-. Pero tienes razón. Sobre todo los abogados de juzgado.

– Que es lo que no piensas hacer.

– No, yo no. Primero, porque no me lo puedo permitir. Para eso necesitas tener padres ricos. Y no quiero más cerveza. Estoy un poco mareada. Anoche me pasó lo mismo.

Dinah se echó a reír.

– No me digas que la pesadilla se ha hecho realidad. Te llevas un bebé a la vicaría.

– No digas tonterías -comentó Martha, casi irritada. Pero entonces, a pesar de que no estaba en absoluto preocupada, se dijo que al volver al albergue echaría un vistazo a su diario. El período había sido caótico desde que llegó a Tailandia. Pero no, todo era correcto; había tenido la regla en Singapur, poca, pero era la regla, y eso había sido después de Koh Taoi. Y desde entonces no había tenido relaciones.

A principios de febrero, Stuart y su harén (como lo llamaban los otros chicos) se fueron al norte. Cogieron un autobús en Sidney, con destino a Ayers Rock. Dos días y medio de dar tumbos por carreteras largas, rectas e interminables.

Se pararon en Alice Springs a pasar la noche, y por la mañana cogieron otro autobús a Ayers Rock. Juntos contemplaron alucinados el gran estereotipo, vieron cómo se teñía de púrpura al atardecer, subieron en el frío de la noche del desierto, se cogieron de la mano en la cima, con las caras vueltas al sol, y a pesar de los demás turistas, se sintieron solos en el mundo, con el desierto extendiéndose a lo lejos, un vacío absoluto en todas direcciones.

Cuando bajaron, Martha se sentía rara. Se sentó un rato a la sombra, y vomitó. En el autobús volvió a vomitar, varias veces, en el trayecto al norte, en dirección a Cape Tribulation.

– Martha -dijo Dinah cariñosamente, mientras secaba el sudor de la frente de su amiga junto al autobús, que había parado para ella-. Martha, ¿no tienes nada que decirme?

Martha dijo que no con irritación, no tenía nada que decirle. En cuanto llegaron a Cape Tribulation, dejó de vomitar y le vino la regla.

– Ya lo ves -dijo, blandiendo un támpax en un gesto triunfal ante Dinah, camino del baño-, todo va bien.

Dos días después, ya no tenía regla, pero ¿era importante eso?

Se quedaron un mes en Cabo Tribulation, donde el bosque húmedo se une al mar. Se hicieron amigos de alguien que tenía un barco y les llevó al arrecife varias veces. Bucearon y exploraron el mundo submarino, las colinas y los valles de coral, los peces de colores brillantes y sonrisas tiernas, los graciosos bebés tiburón, que se les acercaban con curiosidad. Martha y Dinah encontraron trabajo en uno de los chiringuitos de la playa, y ganaron dinero para volver a Sidney en tren. Para entonces era marzo y la temperatura empezaba a descender. El harén se disolvió. Dinah volvió a California y Stuart pensaba ir a Nueva Zelanda. Martha decidió coger un avión a Nueva York. Pero se quedaron unos días más en Avalon, juntos, redescubriendo el sitio, sintiendo que habían vuelto a casa.

La segunda noche refrescó bastante.

– Voy a ponerme unos pantalones largos -dijo Martha, y buscó unos en la taquilla. Hacía meses que no se los ponía. Y no le entraban. No es que le fueran estrechos; sencillamente no le entraban.

Se dijo que era culpa de lo mucho que había comido en Cape Tribulation y de la cerveza. Era un hecho conocido de los viajeros que lo que adelgazabas en Tailandia lo recuperabas en Australia. Sin embargo aquello era diferente, sus brazos seguían siendo delgados, y con un esfuerzo supremo de voluntad, se obligó a mirarse de perfil en el espejo del baño. Y distinguió una protuberancia en su vientre plano. Volvió a sentirse mareada, pero de otra manera, esta vez de pánico. Entonces se dijo que estaba poniéndose histérica, que había tenido dos reglas, al fin y al cabo. De todos modos, fue a la farmacia de Avalon, compró un test de embarazo y a la mañana siguiente se encerró en el baño para hacerse la prueba. Una anilla inconfundiblemente azul le dijo que estaba embarazada.

Aterrada, hizo acopio de valor y fue al médico de Avalon.

Era joven y tenía unos ojos azules brillantes. Era el típico australiano alegre y resolutivo.

– Esas pruebas de farmacia no siempre son de fiar -le dijo-. Pero te examinaré y después ya hablaremos.

Tardó un buen rato. Le palpó con suavidad el vientre, y le examinó los pechos y la vagina.

– Está bien, Martha -dijo por fin-, vístete y hablaremos.

Le dijo que estaba embarazada de cinco meses.

– Pero si no puede ser -exclamó Martha, pensando aterrada en Koh Tao, hacía cinco meses-. He tenido varias reglas, la última hace sólo un mes.

– Es posible. ¿Fue una hemorragia ligera?

– Sí, bastante.

– ¿Cuánto duró?

– Unos… unos dos días.

– Martha, lo siento, eso es bastante normal. ¿Has tenido náuseas?

– Un poco. Pero no todos los días, sólo alguna vez. No puedo estar embarazada, no puedo.

– ¿Me estás diciendo que no has hecho nada para estar embarazada? -dijo el médico con los ojos azules brillando.

Ella intentó sonreír.

– Bueno, sí. Pero sólo una vez.

Dos veces en realidad, pensó recordando la mañana siguiente, y el inconmensurable placer.

– Una vez es suficiente. Lo siento, Martha. No hay ninguna duda. ¿Cuándo fue esa vez?

– A finales de octubre.

– Me temo que salen las cuentas. Exactamente.

Era amabilísimo. ¿Quería volver a Inglaterra? ¿Había alguien que pudiera ayudarla?

– Quiero abortar -dijo Martha de inmediato, sin hacer caso de sus preguntas-. Es lo único que puedo hacer.

– Martha, lo siento -dijo él, con una voz muy amable-. Pero es demasiado tarde para abortar.

Capítulo 27

Las intrigas entre los políticos y la prensa, su dependencia mutua, su despiadada interacción pragmática, es uno de los ingredientes más cruciales de la vida política.

– No tenemos ningún poder sin los políticos -había explicado Nicholas Marshall en una cena a los fascinados invitados-, pero tenemos mucha influencia sobre los sucesos políticos. Y a ellos les asusta esa influencia. Sobre todo porque no saben de dónde puede llegar la siguiente.

A menudo decía que nadie que no fuera del gremio podía entender su vida. Las llamadas misteriosas con pistas anónimas, las invitaciones para encontrarse con políticos en bares de Londres, las ofertas de filtraciones de documentos, las esperas al acecho en rincones y pasillos de la Cámara de los Comunes para conseguir un chismorreo sobre un tema muy delicado susurrado al oído.

La llamada que recibió a primera hora del lunes, mientras corría por Hampstead Heath, no parecía especialmente intrigante. Theodore Buchanan (diputado conservador por South Cirencester, Tedd para los amigos) le había invitado a almorzar al Ritz y le había dicho que podía tener un buen reportaje para él. Nick conocía a Teddy Buchanan bastante bien, era un carca, un conservador tradicional, que tenía debilidad por Nick porque había nacido en el campo.

Nick estaba en el Ritz, en el restaurante decorado de forma exagerada, diez minutos antes de la hora. Pidió un gin tonic, porque le pareció en consonancia con el local, y pensó con tristeza que últimamente no encontraba nada divertido. Echaba de menos a Jocasta.

La idea del compromiso, del matrimonio incluso, ya no le parecía tan aterradora. De hecho una larga vida de continua soltería le parecía mucho peor. Se preguntaba cuánto duraría su lío con el maldito Keeble, y si después volvería con él. ¡Mierda! ¿Por qué la había dejado marchar? Tenía treinta y seis años, ya era lo bastante mayor para sentar la cabeza. Pero era un idiota que iba por la vida de adolescente penoso.

En el otro extremo de la sala, alguien le sonrió de forma deslumbrante. Una figura alta y esbelta se acercó a él y le estrechó la mano. Era Fergus Trehearn.

– Hola, Nick. Qué sorpresa más agradable. ¿Qué haces aquí?

A Nick le caía bien Fergus. Le había conocido hacía seis meses, cuando trabajaba para una chica de dieciséis años a quien se le había insinuado un diputado conservador.

– Hola, Fergus. He quedado para comer.

– Con una chica guapísima, sin duda.

– Más bien con un político apuesto de mediana edad.

– Vaya, qué lástima. Yo tengo un plan un poco mejor. Ya lo verás. Llegará dentro de un minuto. Habrás oído hablar de la pequeña Bianca, ¿verdad? El bebé abandonado que encontraron en Heathrow.

– Claro que me acuerdo -dijo Nick-. Jocasta tenía tratos con ella. ¿No trabajarás para ella, verdad?

– Pues sí, señor. No hemos encontrado a su madre, pero tenemos un montón de editores de moda babeando por ella y periódicos que quieren entrevistarla.

– ¿Y vas a invitarla a almorzar al Ritz?

– Lo ha elegido ella. Hemos ido a ver al editor de moda de Style y éste es el premio, por aceptar volver a estudiar para los exámenes las próximas seis semanas. Después espero que vuelva al centro del huracán con ganas. Es un encanto; ah, ahí están. ¿Te la presento?

– No me importaría -dijo Nick, mirando transfigurado a Kate, que acababa de entrar en el restaurante.

Era impresionante. Una maravillosa mezcla de juventud tierna y desgarbada e inocencia, y una sexualidad ligeramente descarada. Vestía traje pantalón negro con un top blanco, botas de tacón alto y los cabellos rubios largos y ondulados recogidos en una cola de caballo.

Fergus se acercó a ellas, besó a Kate y a su madre y las llevó a la mesa de Nick.

– Nicholas Marshall, Kate y Helen Tarrant. He quedado con ellas para almorzar. ¿Soy afortunado o no, Nick?

Nick se levantó, les estrechó la mano a ambas, logró murmurar algo a Kate y después, mientras Fergus las acompañaba a la mesa en el otro extremo del comedor, se sentó sintiéndose raro y un poco tembloroso, no por la belleza de Kate, ni por el nerviosismo de Helen, sino por el increíble parecido de Kate con Jocasta.

Teddy Buchanan llegó casi a la una y media, deshaciéndose en excusas. Le habían retenido en una reunión de la comisión.

– Lo siento mucho, Nicholas. ¿Ya has pedido, verdad? ¿Eso es un gin tonic? Me apunto. Qué buena idea. Pidamos enseguida y luego iremos al grano.

– Bien -dijo Nicholas, pero hasta que Teddy no tuvo el segundo plato delante, un bistec con trufas y hojaldre, no soltó el tenedor y el cuchillo, cogió su copa de clarete y dijo-: Bueno, te estarás preguntando por qué te he traído aquí, Nick.

Nick dijo que sí, que se lo preguntaba, pero que de todos modos estaba disfrutando.

– Excelente -comentó Buchanan-. Bien, tengo una buena historia para ti.

Se inclinó y habló a Nick al oído. Tras unos minutos, Nick había olvidado a Kate Tarrant e incluso a Jocasta. Era una historia muy muy buena, sin duda.


– Chad, hola. Soy Nick Marshall.

– Hola, Nick. ¿Cómo va todo?

– Oh, muy bien.

– ¿Cómo está la encantadora Jocasta?

– No lo sé -dijo Nick secamente.

– Ah, bueno. ¿Qué puedo hacer por ti?

– ¿Podemos vernos? -preguntó Nick.

– Claro. ¿Dónde?

– Donde te vaya bien. ¿En el Red Lion?

– Está bien. ¿Vas a decirme de qué se trata? -La voz algo cortante de Chad era muy tranquila; estaba claro que no tenía esqueletos guardados en el armario, pensó Nick. Al menos que él supiera.

Chad miró a Nick con cara inexpresiva.

– ¿Te importaría decirme quién te ha transmitido esta información tan fascinante? -preguntó.

– Vamos, Chad, sabes que no puedo decírtelo. Es imposible.

– ¿Y piensas utilizarlo?

– Es una gran historia -dijo Nick.

– Sí, y eso es lo que es. Una historia. Una sarta de chorradas.

– Bien. De acuerdo. Entonces no te importará que lo compruebe.

– ¡Por supuesto que me importa que metas las narices en mis asuntos!

– Chad -dijo Nick casi con pesar-, ése es mi trabajo.


Chad y Jonny Farquarson habían ido a Eton juntos. Habían sido buenos amigos. Habían asistido a las respectivas bodas; los dos eran padrino de un hijo del otro. Después se habían ido alejando. Chad para dedicarse a su carrera política, Jonny para dirigir el negocio familiar, una empresa de tecnología llamada Farjon, muy próspera desde hace años. Cuando William Hague Chad promocionó al gabinete de la oposición, Jonny le llamó y le invitó a almorzar en el Reform. Charlaron, y Jonny dijo que en Farjon todo iba de maravilla.

– Bien -dijo Chad-, sé que algunos de vosotros habéis pasado épocas malas, se está volviendo más barato comprar en el extranjero.

– Eso es cierto -dijo Jonny-, pero no nos va mal. No hay tantos beneficios, claro, pero no podemos quejarnos.

– Estupendo -dijo Chad. Rechazó el brandy, comentó que tenía un debate por la tarde, le dijo a Jonny que se alegraba de saber que las cosas iban bien y se dijeron adiós hasta cinco años después.

Jonny llamó a Chad cuando se formó el Partido Progresista de Centro: ¿podía ayudar en algo?

– Me refiero a dinero. Ahora mismo.

– Podría ser. Lo pensaré.

Y así fue como Jonny Farquarson había suministrado a Chad Lawrence un millón de libras para financiar el Vivero de Ideas del Partido Progresista de Centro.

Dios mío, ¿por qué no lo había comprobado? ¿Por qué? Porque estaba tan ocupado, por eso. Además hacía mucho que conocía a Jonny, confiaba por completo en él. No concebía que pudiera engañarle.

De todos modos, al consultar la página web del Financial Times, sudando copiosamente, sintiéndose cada vez peor, Chad descubrió que Farjon se había declarado en bancarrota dieciocho meses antes, justo lo que le había dicho Nick Marshall.

Entonces ¿cómo coño había podido donar Jonny un millón de libras al Partido Progresista de Centro?


– ¿Que tú qué? -dijo Chad-. Por Dios, ¿cómo has podido hacerme eso? Jonny, no puedo creer que hayas sido tan estúpido.

– Venga, Chad. -El fanfarrón acento de Eton era casi lastimero-. Le regalé a tu partido un millón de libras. Entonces parecía que estabas encantado.

– Porque lo estaba, evidentemente. Lo que no sabía era que Farjon era una empresa que operaba desde Hong Kong. Con dinero chino. Podrías habérmelo comentado.

– Lo siento, Chad. No me lo preguntaste. Deberías haberlo hecho. Es importante, ¿no?

– ¡Pues claro que es importante! Es ilegal que una empresa del extranjero aporte fondos a un partido político inglés.

– ¡No me digas!

De repente la voz era maliciosa y Chad se dio cuenta, sintiendo un vuelco en el estómago, de que le habían tendido una trampa.


Clio había solicitado el empleo en el Royal Bayswater. Había tenido que armarse de valor. Sabía que se hundiría si no se lo daban. Su autoestima estaba por los suelos, y casi todos los días recibía alguna petición, llamada o carta deprimente de su abogado o del de Jeremy.

De todos modos sabía que quedarse en el remanso de la consulta de Guildford acabaría por ser aún más triste. Le gustaba mucho, pero ya no era lo que necesitaba, y le apetecía mucho volver a Londres.

Todavía no le había dicho nada a Mark, pero había seguido el consejo de Donald Bryan y visitaría un par de hospitales del grupo Bayswater, y para hacerlo se había tomado unos días de vacaciones. El primer hospital que visitaría estaba en Highbury, donde le habían prometido que podría presenciar una jornada con los pacientes externos.

– Si puede llegar antes de las ocho, tenemos una reunión de dirección. Podría interesarle.

La idea de tener que llegar a Highbury desde Guildford a las ocho de la mañana la hizo gemir.

– Quédate en mi casa -dijo Jocasta en cuanto se enteró-. De verdad, a mí me encantará que estés y me gustaría poder ayudarte a conseguir tu nuevo empleo. Los vecinos tienen la llave.

Clio llegó a última hora de la tarde, cuando las terrazas y los bares de Clapham y Battersea empezaban a llenarse de jóvenes guapos y animados. Al cabo de diez minutos ya se sentía en casa. La casa era muy bonita. Todas las habitaciones estaban repletas de libros, fotos y recuerdos de toda clase. Había varios collages, hechos con fotos de la infancia de Jocasta, la mayoría de ella y Josh con su madre, una mujer de aspecto más bien severo, y sólo una con su padre, tomada evidentemente con ocasión de los dieciocho años de Jocasta. Ésa era la Jocasta que había conocido, delgada, muy morena, con un vestido negro de tirantes y el pelo recogido. Ronald Forbes era lo que se suele llamar un hombre apuesto, alto y rubio, muy parecido a Jocasta, o a Josh. Estaba vestido con esmoquin, de pie al lado de Jocasta, pero ni la tocaba ni sonreía. Esa foto no estaba en un collage, sino en un marco de plata. Por mucho que dijera, para ella era muy importante.

Había otros collages, de sus días de escuela, de sus viajes y también, de una forma conmovedora, de su vida con Nick, un montón de fotos sacadas en bares y restaurantes, en fiestas y salidas con amigos. Pobre Nick; a Clio le había caído bien a pesar de conocerlo tan poco, y sentía lástima por él.

Había comprado algo para cenar y acababa de descorchar una botella de vino cuando sonó el teléfono.

– ¿Eres Jocasta?

– No, no está, lo siento. ¿De parte de quién?

– ¿Eres Clio? Qué alegría oírte.

Era Fergus Trehearn.

– Sí. ¿Ah, sí? -Por Dios, qué tonta era-. Jocasta me ha dejado su casa un par de días, tengo que estar en Londres y…

– Soy Fergus Trehearn.

– Sí, lo sé, he reconocido tu voz.

– Vaya, me alegro de haberte causado impresión. Al menos mi voz. Sé que es una tontería llamarla a su casa, pero me dijo que pasaba por allí de vez en cuando y no la localizo en ninguna parte. Tiene el móvil apagado. ¿Cómo estás, Clio?

– Estoy muy bien, Fergus. Si quieres hablar con Jocasta, se ha ido a Nueva York. Con Gideon. Están en el Carlyle.

– Ah, sí. Es uno de los favoritos de Gideon. La llamaré allí, pero no es urgente, se trata de Kate.

– Bien. Espero que la localices.

– Lo intentaré. Que te vaya bien a ti también. Seguro que se trata de algún congreso médico importantísimo.

– No, no exactamente -dijo Clio-. Tengo que ir a un hospital. Me presento a un empleo en mi antiguo hospital y voy a uno afiliado.

– ¿Estás buscando empleo? ¿Como especialista?

– Sí. Especialista en geriatría. Que era lo que hacía antes.

– Es un trabajo estupendo, a mí me lo parece. Me rompe el corazón pensar en la cantidad de personas mayores que viven sin nadie que las atienda. Después de todo lo que han hecho por nosotros. Seguro que son más educados que algunos de tus pacientes más jóvenes.

– En eso tienes razón -dijo Clio, sonriendo, y sorprendida al oír su opinión-. Oye, te estoy entreteniendo…

– En absoluto. Me encanta charlar contigo. Pero tengo que hablar con Jocasta. Lástima. Adiós, Clio, ha sido muy agradable hablar contigo.

– Adiós, Fergus.

Clio deseó que no le cayera bien, porque no le gustaba nada lo que hacía. Pero no podía. Le hacía el mismo efecto, pensó al colgar, que tomarse una copa de buen vino tinto. Apaciguador. Agradable. Lo opuesto a irritable.

En un impulso, e inspirada por una foto en la pared de ellas tres en Heathrow con las mochilas, decidió intentar localizar a Martha Hartley. Eran sólo las seis y media, y como en las entrevistas siempre decía que trabajaba hasta medianoche, tal vez la encontraría. Llamó a Sayers Wesley y le pusieron con una chica con un acento cortante y distante, que le dijo que la señorita Hartley estaba fuera pero que le daría su mensaje.

– Aunque le advierto que los próximos días estará muy ocupada. No puedo prometerle nada.


A la mañana siguiente, Nick Marshall estaba cruzando Westminster Bridge cuando sonó su teléfono. Era Theodore Buchanan.

– Hola, Nicholas, chico. Un buen artículo el de ayer. Bien hecho.

– Gracias -dijo Nick.

Había publicado un artículo sobre el desempleo rural, citando a varios diputados sobre el efecto devastador que tendría una prohibición de la caza en el paro en la zona. Era una compensación por el soplo que le había dado Buchanan sobre Chad Lawrence.

– Creí que debías saberlo -estaba diciendo Buchanan-. Esta tarde voy a plantear el otro asunto como un punto del orden del día. Seguramente será tarde, sobre las nueve, porque hay muchos asuntos sobre la reforma de los Lores. Mira, esto es lo que voy a decir…

Más tarde, Nick escribió su artículo y lo mandó, tras confirmar con Buchanan que lo había puesto en el orden del día.

Theodore Buchanan volvió a asegurarle que no tenía ninguna duda de que se tocaría el punto.

– En un par de horas, diría yo.

Capítulo 28

A veces los correos electrónicos la hacían sentir espantosamente acosada, la seguían fuera donde fuera. Esa mañana estaba mirándolos en su suite del Observatory. Una larga lista, como siempre. La mayoría cuestiones administrativas, y después una lista de las personas que habían llamado.

Le echó un vistazo y casi todas eran de personas no relacionadas con el trabajo, de comisiones y juntas de beneficencia en las que había aceptado participar, funciones a las que estaba invitada, y un nombre que le encogió el corazón: Clio Scott. Le gustaría que Martha la llamara para quedar.

Martha se quedó mirando la pantalla fijamente, sintiendo que su mente se dividía en dos; Mackenzie, Paul Quenell, Sayers Wesley, Jack Kirkland, el Partido Progresista de Centro estaban en una parte, un lugar controlado y bien gobernado, y Clio estaba en otra. ¿Qué quería? ¿Por qué la había llamado de repente? ¿Qué podía querer de ella? ¿Qué podía saber? ¿Qué podía hacer?

Frena, Martha, frena, te estás dejando llevar por el pánico. El pánico es peligroso. Es lo único peligroso. La calma lo es todo, la calma y el control: eso es lo que nos da seguridad. A lo mejor Clio sólo quería que quedaran las tres para salir. Jocasta ya había mencionado algo así. Sí, era lo más probable. Lo más probable.

Un resquicio de frescor estaba abriéndose paso entre el pánico feroz, apartándolo. No tenía por qué quedar con Clio, ni siquiera tenía que hablar con ella. Le diría a su secretaria que le dijera que estaba demasiado ocupada y que ya la llamaría cuando su agenda se despejara un poco. Era lo que decía siempre a las invitaciones no deseadas y siempre funcionaba. Después, no les llamaba nunca y normalmente ellos no insistían.

De modo que no pasaba nada. Podía alejar a Clio otra vez, no tenía por qué volver a aceptarla en su vida. Se desharía de ella limpiamente, y se acabó.

Iría al gimnasio media hora, antes de ir a la oficina de Wesley a aguantar otra reunión tediosa, pero infinitamente controlable, con Donald Mackenzie.


«Las sábanas limpias y la lavandería china…

El partido de Chad Lawrence, el carismático diputado, cuyo pelo rubio, aspecto atractivo y buenos modales de escuela privada le hacían destacar entre su viejo partido conservador, se ha comportado con increíble despreocupación con los fondos de la fundación de su nuevo partido. O eso ha afirmado Theodore Buchanan, en un punto del orden del día de esta tarde.

Preguntó a la Cámara si era apropiado «que el Partido Progresista de Centro recibiera fondos procedentes de la República Popular China. ¿No es cierto que los partidos políticos británicos, en esta Cámara, tienen prohibido recibir financiación procedente de intereses extranjeros? Señor portavoz, ¿no debería la Comisión de Normas y Privilegios investigar este asunto con urgencia?»

Entonces el señor Buchanan se ha sentado entre grandes ovaciones y abucheos.

Cuando un compañero de escuela (de Eton, ¿de dónde si no?), Jonathan Farquarson, ofreció al nuevo partido un millón de libras para sus fondos el otoño pasado, Lawrence (Ullswater North) no se molestó en asegurarse de que la empresa de tecnología del señor Farquarson, Farjon, tuviera su sede en el Reino Unido. Tras declararse en quiebra hace dos años, la adquirió una empresa china que opera desde el norte de Hong Kong. No sólo va contra la ley que un partido político británico reciba financiación de intereses extranjeros, también es posible que el señor Lawrence se vea sometido a presiones para que conceda tarifas de importación favorables para la empresa. El un día señalado como posible futuro primer ministro conservador, fue uno de los miembros fundadores del Partido Progresista de Centro, el grupo de centro izquierda escindido de los conservadores.

El partido afirma estar limpio, y que en él no hay corrupción ni amiguismo. Lamentablemente para el señor Lawrence, se encuentra en medio de una disputa que levanta sospechas de ambas cosas.

Es una desgracia para la reputación del nuevo partido que sólo hace dos semanas Eliot Griers, otro miembro prominente del nuevo partido (junto con Janet Frean, la única diputada destacada que se ha unido al partido por ahora), saliera en las noticias por el ya infame «Abrazo en el caso de la Cripta», en la que estuvieron implicados el señor Griers y una joven abogada de su jurisdicción.

Jack Kirkland, sentado junto a Chad Lawrence en los bancos de la oposición, se levantó para decir que el asunto estaba recibiendo toda su atención, pero que mientras tanto seguía teniendo toda la confianza en su honorable amigo, el diputado de Ullswater North.

Nadie se ha dejado engañar.»


– Lo que quiero saber -dijo Jack Kirkland, alcanzando una copa de vino a Janet Frean- es quién demonios le ha dado el soplo a Buchanan. No es precisamente una lumbrera, alguien ha tenido que echarle una mano. Oh, Dios, menudo desastre. En sólo seis semanas, caídos del reluciente pedestal, de narices al fango, junto con todos los demás. Supongo que fue una ingenuidad por mi parte pensar que nuestro grupito era único, que estaba por encima de ese tipo de cosas.

– No tanto. Yo también lo creía. Es una pena.

– Una pena, no, Janet, una estupidez. Una metedura de pata. -Suspiró-. Creo que no nos recuperaremos de esto.

– No digas tonterías, Jack -dijo ella, y la expresión de su cara atractiva, de mentón poderoso, era comprensiva-. Por supuesto que nos recuperaremos. Mañana habrá otra cosa, algo distinto. ¿Qué te parece un nuevo escándalo Mandelson? Yo apostaría por eso.

Él sonrió de mala gana.

– A lo mejor tienes razón. En fin, suerte que te tenemos a ti. Tú no me vas a hacer nada horrible, ¿verdad, Janet? ¿A ti no te pillarán besuqueándote en la sala de prensa con alguien o intercambiando casas por votos, como la señora Porter?

Janet se rió.

– A Bob no le haría ninguna gracia tu primera propuesta y para la segunda no tengo medios. A veces pienso que debería haberme seguido dedicando a mi profesión original, el derecho, y ganar dinero. Pero no te preocupes, Jack, no te fallaré. Te lo prometo.

Él la miró con gravedad.

– Sé que no me fallarás. Confío en ti plenamente. Siempre he pensado que las mujeres eran mejores para la política. Tienen menos ambición por el poder, son idealistas de un modo más sincero. Había olvidado que eras abogada. Como nuestra querida Margaret. Y como Martha, claro.

– Sí, señor.

Lo dijo en un tono que a él le pasó inadvertido.

– Ésa sí es una socialista. Creo que es estupenda de verdad.

– Estoy de acuerdo. Aunque le falta mucha experiencia.

– Aprenderá rápido.

– Esperemos que sí. La he invitado a una reunión con más gente, para hablar de esa nueva comisión donde me han pedido que participe.

– Bien hecho. Hazla participar en todo lo que puedas, Janet. Creo que valdrá la pena. La considero nuestro futuro. Es muy curioso.

– Muy curioso -dijo Janet, y esa vez Jack percibió el tono-, teniendo en cuenta que sólo tiene dos meses de experiencia.

– Janet, Janet -dijo él, acariciándole la mano-, no vayas a ponerte celosa, ¿eh? Ella puede ser nuestro futuro, pero tú eres nuestro presente. Por cierto, he oído rumores de que Iain Duncan Smith va a hacer presidenta del partido conservador a Theresa May.

– ¿Qué? ¡No me lo puedo creer!

– Pues yo creo que es muy posible. Y diría que es un gesto muy inteligente dar a una mujer ese cargo. Piénsalo, Janet, podrías haber sido tú.

– Ya lo creo -dijo Janet con sequedad.

Él la miró fijamente.

– ¿No te habría gustado, verdad? ¿Con esa pandilla?

– Por supuesto que no -dijo Janet.

Poco después, se disculpo y se marchó. Cuando llegó a casa, se sirvió un buen vaso de whisky y subió a su estudio. Bob Frean la encontró paseando por la habitación, con los puños cerrados, furiosa y en silencio. Con tacto, le preguntó qué ocurría.

– Vete a la cama y déjame en paz -dijo ella-. No tengo ganas de hablar.

Bob pensó en los pocos que reconocerían a la tranquila e inteligente supermujer en aquel estado de frenesí.

No acababa de estar seguro de cuánto le desagradaba. Se había enamorado de ella en la universidad; era una chica inteligente, no hermosa, pero sí muy atractiva, estudiaba derecho, y se había sentido halagado por el interés que demostraba por él y aún más por su deseo de irse a vivir con él primero y después de casarse con él. Tardó un tiempo en darse cuenta de que el deseo estaba bastante inspirado en su dinero -era beneficiario de un gran fondo-, pero para entonces ya era demasiado tarde. Él era perfecto para ella, tanto en un sentido económico como práctico, para apoyarla en su ambición de convertirse en la segunda mujer primer ministro: pagaba las facturas, se encargaba de los hijos, se ocupaba de su educación y sonreía a su lado en actos y entrevistas.

Sin embargo, a medida que ella ascendía en el firmamento político, se volvía más despreciativa con él, lo ninguneaba siempre que era posible, comía sola, alegando que tenía documentos que revisar, trabajo que hacer, se alejaba de él siempre que intentaba hablar con ella. Fue entonces cuando empezó a desagradarle.

En el único lugar donde parecía aceptarlo era en el dormitorio: ella era sexualmente voraz, demasiado voraz, en realidad. Él tardó un tiempo en darse cuenta de que su papel era engendrar a sus hijos y satisfacerla físicamente. Era bueno para su carrera, su familia numerosa era una herramienta muy útil para hacerse publicidad, una especie de resumen de su imagen: Janet Frean, madre de cinco hijos, Janet Frean la supermujer, Janet Frean que demostraba a las mujeres que podían tenerlo todo.

Bob se había percatado pronto del lado fanático del carácter de su esposa, su despiadada destrucción de todo lo que se cruzaba en su camino, su capacidad para seguir adelante más allá del agotamiento.

Primero la había admirado, después se había hartado y, finalmente, se había angustiado, reconociendo una cierta vena de locura. A veces la miraba, pálida y agotada, tras largas sesiones en la Cámara, observaba su cara demacrada, los músculos tensos del cuello, los nudillos blancos mientras charlaba como si nada por teléfono, con los electores, con los trabajadores del partido. Su control era asombroso. A menudo se preguntaba cuándo se desmoronaría; era sólo cuestión de tiempo. Pero sabía que no había nada que él o nadie pudiera hacer, y que ella misma se hundiría.


Era miércoles por la noche.

Clio estaba haciendo las maletas, preparándose para dejar la casa de Jocasta, bastante a su pesar. Lo había pasado de maravilla aquellos tres días. La mañana en el Highbury Hospital había sido fascinante, y había presenciado todas las entrevistas. Hubo varios casos muy tristes, que le recordaron a los Morris. Había compartido su frustración con el médico por los problemas de organizar como es debido la administración de medicamentos para los ancianos, y por las prohibiciones que afectaban a los cuidadores. Le había contado como había empezado a visitar a sus pacientes personalmente, para ponerles las dosis precisas en las cajas dispensadoras, y él se había mostrado impresionado.

– Te preocupas mucho por tus pacientes, ¿no?

– Sí. Eso es lo que más me gusta de la medicina general, que te involucras de verdad, y puedes cambiar cosas.

Él le había dado la dirección de una de las residencias donde pasaban visita, y ella había ido. Estaba bastante mejor dirigida que Laurels, los pacientes estaban animados y ocupados, tenían sus propias parcelas en el jardín y podían cocinar por la tarde, cuando hacían pasteles para las visitas.

Llamo al médico al Highbury y le dio las gracias por organizar la visita.

– Ha sido un placer, Clio. Que tengas suerte. Espero poder trabajar contigo; sin duda puedes hacer mucho aquí si te dan el empleo.

Todo había sido fascinante y estimulante. Se dio cuenta de que deseaba muchísimo que le dieran el empleo.

Había hecho algunas compras en Londres, un traje nuevo y zapatos para la entrevista, por si acaso. Decidió probárselo y estaba abrochándose la chaqueta cuando oyó una llave en la cerradura. ¿Jocasta? No podía ser. Que no fuera Nick, por favor, se moriría de vergüenza.

– ¿Hola? -gritó un poco nerviosa.

– ¿Quién es? -contestó una voz desde el pie de la escalera.

Era Josh.


– ¿Quién ha llamado? -dijo Martha-. ¿Quién has dicho que era?

Había llamado a sus padres para saber si estaban bien y su madre le había dicho que había llamado Clio Scott.

– Es muy simpática -comentó-, dice que viajasteis juntas.

¿Cómo se atrevía? ¿Cómo se atrevía a inmiscuirse en su vida privada, a llamar a sus padres? Por el amor de Dios, ¿qué pretendía agobiándola así, casi como una acosadora? Era ofensivo, no tenía derecho a hacerlo.

– Sólo quería que la llamaras, cariño -dijo su madre, muy sorprendida por la reacción de Martha-. Dijo que le gustaría mucho verte. No sé por qué te pones así. A mí me pareció muy simpática. Estuvimos charlando de vuestro viaje.

– ¿Qué? -exclamó Martha, acalorada y temblorosa de repente-. ¿Por qué tenías que hablar con ella de eso? ¿Qué tiene que ver con ella? ¿Qué tienes tú que ver, ya puestos?

– Martha, cariño, ¿qué te pasa? No pareces la misma. Supongo que es el viaje. Debes de estar agotada.

– Estoy perfectamente -dijo Martha-. Es que no me gusta que la gente me agobie. Dame su teléfono, por favor, mamá, y le diré que lo deje. Ya está bien. ¿Qué? No, claro que no seré grosera con ella. ¿Por qué tendría que serlo? Sí, volveré a casa el viernes. Ya te llamaré antes.


Clio estaba preparando un café para Josh cuando sonó el móvil.

Bastante avergonzado, Josh le había explicado que había ido a buscar un cinturón que había perdido.

– Me quedé unos días hace poco y pensé que podía estar aquí. Es un regalo de cumpleaños de Beatrice, mi esposa, y no para de preguntarme dónde lo tengo. Pasaba por aquí y… perdona si he venido en mal momento.

Clio dijo que no era un mal momento, que Jocasta había sido muy amable dejándole la casa un par de días.

– Se ha portado tan bien conmigo. No sé qué habría hecho sin ella.

– ¿Está con el tal Keeble?

– Sí.

– Qué raro es eso -dijo él-. Ya sé que es encantador, pero Nick era… perfecto para ella. Y dejar su trabajo. Es lo último que me habría imaginado.

– Bueno, seguro que sabe lo que hace -dijo Clio prudente-. ¿Quieres azúcar?

Fue entonces cuando sonó el teléfono.

– Uf -dijo al apagarlo unos minutos después-. Me acaban de echar un rapapolvo.

– ¿Ah, sí? ¿Quién?

– Martha Hartley. ¿Te acuerdas de Martha?

– Sí -dijo Josh tras una pausa-, por supuesto. -Después la miró un poco avergonzado-. Oye… Clio…

– Josh, no digas nada. Eso fue en otra vida. Me alegro de que hayamos vuelto a vernos.

– Fueron días felices, ¿verdad? -dijo él sonriendo y tomando un poco de café.

– Muy felices. Una buena patada a la vida adulta.

– ¿Y a Martha qué demonios le pasaba?

– He intentado ponerme en contacto con ella. Sólo porque…, bueno, porque pensé que sería divertido. En fin, llamé a su oficina y llamé a sus padres, y por lo visto no debería haberlo hecho. Me ha dicho que no tenía ningún derecho a llamarles, y que no volviera a molestarles, y que ahora estaba muy ocupada para quedar conmigo. Y después ha colgado.

– Caray. Está claro que está como una cabra. Bueno, ella se lo pierde, Clio, no tú.

Era un encanto, pensó Clio, todavía. Era imposible que no te gustara.


Mientras se vestía para la cena, Beatrice pensaba que su madre tenía toda la razón. La vida ya le parecía mucho mejor. ¿Qué habría hecho ella esa noche, por ejemplo, que la niñera tenía que salir? ¿Contratar a una niñera desconocida que pusiera nerviosas a las niñas? Eran tan felices con Josh; él era muy indulgente con ellas, pero también era un buen padre, atento, cariñoso y siempre a mano. Desde el principio, había estado dispuesto a cambiar pañales y a fregar, tanto como a participar en las cosas buenas.

El ambiente en la casa había mejorado de forma evidente desde que Josh había vuelto a casa, oficialmente en período de prueba, para ambos, había añadido Beatrice, porque no quería parecer demasiado dominante. Y Josh estaba tan desesperado por complacerla, por demostrarle lo feliz que era de haber vuelto, que resultaba enternecedor. No había duda de que era un ligón, pero su madre también llevaba razón en eso, no había para tanto. O es lo que había decidido pensar. Josh también era extremadamente generoso, además de ser muy organizado, de forma sorprendente, respecto a las cuestiones económicas. Tenía buen carácter y era muy amable. La admiraba y estaba orgulloso de sus éxitos. De modo que se diría que la hoja de balance se inclinaba a favor de Josh por el momento.

Le oyó entrar, a la hora que había prometido. Subió las escaleras, entró en el dormitorio y le dio un beso.

– Hola. Tu canguro residente ha llegado. Estás fabulosa.

Beatrice sabía que no lo estaba, que no era del tipo fabuloso. Pero era agradable oírlo, a pesar de todo. Le devolvió el beso.

– Gracias -dijo; se puso de pie y le observó.

Seguía tan guapo como siempre. A ella aún le atraía, lo que era una suerte. Desde su regreso todavía no se habían acostado. Ella no se había sentido capaz. Pero por poco.

De repente parecía posible. Más que posible. Incluso una buena idea.

– Josh -dijo, mientras él se acercaba a la puerta-. Josh, no te duermas antes de que vuelva. Me gustaría contarte cómo ha ido.

Él la miró a los ojos y sonrió. Sabía exactamente lo que quería decir.

– No me dormiré -dijo.


– ¿Clio? Clio, soy yo, Jocasta. ¿Cómo estás?

– Estoy bien. Trabajando otra vez. Lo he pasado en grande en tu casa. ¿Qué tal Nueva York?

– Nueva York es maravillosa. Clio, tengo noticias. Grandes noticias. Nos hemos casado. Gideon y yo.

– ¡Casado! Pero…

– Nada de peros. Lo hemos hecho. Nos hemos ido a Las Vegas, en realidad. En fin, ahora soy la señora Gideon Keeble. ¿Qué te parece?

– Genial. Felicita a Gideon de mi parte, por favor. Dile que es un hombre con suerte.

– Se lo diré. De todos modos, dentro de una semana estaremos en casa, y vamos a dar una fiesta por todo lo alto. En la casa de Londres de Gideon, seguramente. Todavía no sé la fecha, pero será pronto. No quedes con nadie, ¿de acuerdo?

– No te preocupes -dijo Clio-. Y enhorabuena otra vez.

La señora Keeble. ¿Estaba loca o qué? Como habría dicho la propia Jocasta.


Se señaló el 22 de junio como fecha de la fiesta. Jocasta se lo había pensado y había decidido que la casa de Berkshire era un escenario mejor.

– Será un sueño de una noche de verano -dijo alegremente-. ¡Qué bonito! A lo mejor deberíamos ponerle un tema, y decirles a todos que vinieran vestidos de hada.

Gideon le dijo que podía hacer lo que quisiera, pero que no pensaba ir de Oberon.

– No tengo piernas para eso.

– Yo creo que tienes unas piernas preciosas -dijo Jocasta.

– Tienes una visión sesgada. Gracias a Dios.

La lista de invitados ya era de trescientas personas y no cesaba de aumentar. Jocasta no paraba de acordarse de gente a quien quería invitar. Gente con la que había ido a la escuela, a la universidad, con la que había trabajado. Había invitado a todos los empleados del Sketch, incluido Nick. Sabía que no querría ir, pero no podía dejarle sin invitación.

Le llamó y le dijo que le gustaría mucho que fuera y por qué. Él fue bastante lacónico, le dio las gracias, dijo que iba a su casa ese fin de semana pero que le deseaba que fuera muy feliz. Por primera vez desde que se había casado con Gideon, Jocasta se sintió fatal. Pensó en los años pasados con Nick, en lo felices que habían sido, la intimidad que habían alcanzado, lo mucho que le desagradaba hacerle daño. Colgó el teléfono y lloró un buen rato.

Las invitaciones formales a la Keeblefiesta, como se empeñaba en llamarla Gideon, salieron la última semana de mayo. Era un poco justo, pero Jocasta dijo que todo el mundo querría ir, de modo que anularían lo que fuera excepto su propia boda.

Cruxbury Manor era el escenario perfecto, una pieza de perfección georgiana, sobre una pequeña colina, diseñada según decían por Capability Brown.

Jocasta había contratado a una organizadora de fiestas, Angie Cassell, una rubia platino delgada como un palo, y a los pocos días tenía caterings, menús, marquesinas, grupos de música y DJ en fila. También convenció a un diseñador muy afectado llamado MM, que se negó a darle su nombre completo, para que elaborara su tema. Vestía de blanco, besaba mucho las manos y tenía un acento que podía rivalizar con el de Scarlett O'Hara. Le quitó de la cabeza la idea del sueño de una noche de verano.

– Ya está muy visto -comentó-. Creo que debemos decidirnos por Gatsby. Los trajes son muy favorecedores. No querrás que tus invitados se amarguen al ver sus fotos en Tatler.

Grupos de jazz, bares de contrabando de alcohol, carpas con bares clandestinos y gánsters con armas, polainas y sombreros de fieltro paseándose por el jardín sonaba bien, y tenía razón: los trajes blancos y los vestidos de charlestón con pedrería eran infinitamente más favorecedores que las gasas.

– ¿Y si tuviéramos todo el rato en marcha un cursillo de diez minutos de charlestón -dijo Jocasta- con un profesional, para que la gente se anime?

Angie dijo que la gente se lo pasaría en grande, y MM aplaudió encantado y gritó:

– ¡Perfecto!


Lo primero que sintió Clio al recibir la invitación fue pánico. Todas esas personas deslumbrantes, que se conocían entre ellas, todos esos trajes maravillosos, y encima bailaba fatal. ¿Y con quién iría? ¿Podía ponerse enferma? Tal vez sería lo mejor. Podía aceptar y llamar por la mañana diciendo que tenía un virus de estómago. Sí, ésa era una buena idea.

Mandó su aceptación por escrito, sintiéndose complacida consigo misma. Jocasta la llamó al día siguiente, diciendo que quería que fuera la noche anterior a la fiesta.

– Sé que para ti sería un lío venir y yo necesito a alguien que me coja la mano todo el día. ¿Qué te vas a poner?

Clio dijo, intentando parecer contenta, que pensaba alquilar un traje.

– Oye, yo tengo una chica muy simpática que me va a hacer algo. ¿Quieres que te haga uno?

– ¿No será muy caro? -preguntó Clio, pensando al mismo tiempo que sería la manera de no pensar más en ello.

– Qué va -dijo Jocasta con despreocupación-. Son imitaciones, cosas baratas. También le va a hacer el vestido a Beatrice, o sea que lo pondremos todo en la misma factura y pasaremos cuentas después.

Clio intentó creérselo.

Chad Lawrence iba a ir, por supuesto. Todo el Partido Progresista de Centro, o al menos sus miembros más importantes, estaban invitados. No le apetecía mucho precisamente. Parecía haber sobrevivido al escándalo Farjon disculpándose en la Cámara por su falta de atención, y asegurando que el dinero ya se había devuelto. Pero era consciente de que su imagen fulgurante se había apagado un poco.

Jack Kirkland, que no soportaba las fiestas, llamó a Martha Hartley para preguntarle si quería ir con él. Su irritación cuando ella le dijo que no estaría ese fin de semana fue notable.

– Martha -dijo-, no estarás fuera ese fin de semana. Irás a la fiesta. Gideon Keeble acaba de darnos un millón de libras para compensarnos por el desastre de Farjon. Esto es importante. Vas a ir a la fiesta. Todos vamos a ir. ¿Quieres ir conmigo o prefieres ir con otro?

Martha, bastante agitada, dijo que le encantaría ir con él.

A Bob Frean le daba terror la fiesta. Podía sobrellevar la carrera política de Janet, su ambición feroz y sus ausencias de casa, más o menos. Lo que no soportaba era que le incluyera a él. Lo hacía, de vez en cuando, si no tenía más remedio.

Pero eso era diferente, era un acto social. Era lo que más le desagradaba.

Janet estaba de un humor peligroso en ese momento: medio excitada, medio deprimida. Era un humor que Bob conocía bien y temía. Y había desarrollado una de sus obsesiones contra alguien. Siempre había alguien, normalmente un rival en el partido. Normalmente otra mujer. Ahora era la chica nueva, Martha Hartley, porque recibía demasiada atención de todo el mundo.

Fergus Trehearn se puso eufórico al recibir la invitación. Era la clase de ocasión que más le gustaba: glamurosa, divertida, con clase, y repleta de medios. También le encantaba bailar, disfrazarse y nada le hacía más feliz que contemplar a mujeres hermosas en una fiesta.

Fionnuala Keeble, sabia pese a su juventud, rechazó la invitación mediante un mensaje de texto a su padre, que le hizo sonreír.

Se esperaba un gran contingente irlandés, muchos de ellos familia de Gideon.

– Será estupendo que te conozcan por fin -dijo Gideon, sonriendo a Jocasta.

Ella le sonrió y pensó en lo tierno que era que el acento irlandés se le intensificara cada vez que hablaba de Irlanda.

A Josh le apetecía mucho la fiesta. Beatrice y ella habían decidido que, durante un tiempo, se quedarían en casa, resolviendo sus problemas, y dedicarían los fines de semana a las niñas. Rechazarían todas las invitaciones relacionadas con el trabajo. Valía la pena, sin duda, pero la idea de una noche de entretenimiento fue muy bien recibida.

Ronald Forbes, tras sopesar la invitación a la fiesta para celebrar la boda de su única hija, mandó una nota aceptando, y diciendo que esperaba que ella y Gideon fueran muy felices. Incluyó un generoso cheque a modo de regalo de boda.

Sabía que era un gesto sin sentido: con tan poco sentido como su confirmación, porque no tenía ninguna intención de ir. De todos modos, Jocasta estaba desproporcionadamente contenta.

– Estaba convencida de que no vendría.

– Pues ya ves -dijo Gideon, dándole un beso.

Varios días después de mandar la montaña de invitaciones, a Jocasta se le ocurrió la idea.

– Invitaré a Kate Tarrant -dijo a Gideon-. Le hará una ilusión bárbara. Y le compensará un poco todos los problemas que le he causado. Le diré que traiga a su novio, claro, y a un par de amigos. De hecho, invitaré a sus padres también, creo, para que estén tranquilos. Ah, y a su abuela.

– ¡A su abuela! Jocasta, ¿qué haces invitando a abuelas a tu fiesta? A menos que lo hagas para hacerme sentir más joven.

– Gideon, te juro que hasta te podría gustar la abuela de Kate. Es muy sofisticada. Seguro que te pasas la noche bailando con ella.

– Lo dudo. ¿Y qué pasa con Carla? ¿Crees que está bien que se encuentren?

– Carla no vendrá. Está con su madre en Milán. De verdad, Gideon, será divertido. Y quiero que conozcas a Kate.

Capítulo 29

Janet Frean le había conseguido a Martha una entrada para oír hablar a Chad.

– El jueves por la tarde. Sobre la caza del zorro. Para nosotros es un tema importante, porque el voto rural es indeciso. ¿Por qué no vienes a oírle, y después vamos a tomar algo?

– Oh, vale. -Se sintió halagada-. Me apetece. Gracias.

Le gustaba mucho Janet, siempre echaba una mano y estaba a su lado. Una noche en su casa en compañía de otros diputados, en la que no hablaron una palabra de política, la había hecho sentir más integrada en el grupo.

Chad habló desdeñosamente del «gobierno Islington» y su falta de comprensión de lo que significaba la caza del zorro para las sociedades rurales, los empleos que se perderían, y que sólo su partido parecía entenderlo. Hubo gritos y abucheos: «¡Llévate a las cacatúas a China, que cacen ellos!», gritó alguien ingenioso. Chad se mostró imperturbable.

– Seguro que les gustaría, por allí no han oído hablar de la envidia de clase -contestó.

Después se reunieron en el bar del Stranger a tomar una copa.

– No sé cómo lo aguantas -dijo Martha-. Todos esos insultos. Yo no podría.

– Querida mía, podrás y lo aguantarás -dijo Chad. Tenía un subidón de adrenalina-. Es divertido en cuanto te acostumbras. Aunque me temo que esto está perdido. No hay esperanza. La presión para apoyar a Tony será increíble.

– No acabo de entenderlo -dijo Martha-. ¿Cómo funciona?

– Se negocia. Los jefes de partido se ponen en marcha la noche antes de una gran votación, y se negocia. Conocen a todo el mundo personalmente, saben lo que quiere cada uno. Nos das tu voto, dicen, y procuraremos que tu proyecto de ley reciba un empujoncito. Nos das tu voto y tendrás fondos para tu carretera; nos das tu voto, y el título de tu madre se pondrá en marcha. Es vergonzoso.

– Es terrible -dijo Martha.

– Es la política. Ah, hola, Jack. ¿Vienes de la Cámara?

– No -dijo Kirkland. Parecía deprimido-. Estaba en la sede. Los resultados horribles de ese grupo de investigación han llegado. Hemos perdido un diez por ciento de votos potenciales. Sólo en los dos últimos meses. No tengo que deciros por qué. -Echó una mirada fulminante a Chad-. Por suerte, fue un encargo privado mío. Estamos en un buen cuarto puesto, incluso a pesar de Iain Duncan Smith. Esperaba poderlo publicar, si salía bien. Tal como ha salido, me lo guardaré para mí. Esto es un desastre imparable. Ya parecemos viejos y corruptos. Qué pena. Estas cosas son muy duras para los trabajadores del partido. Baja la moral, hace que su trabajo sea el doble de difícil.

– ¿Puedo ver la encuesta? A lo mejor no es tan mala -dijo Janet.

– Janet, es horrible. Pero te la dejaré, si quieres. Que no la vea nadie, por favor. Tú también puedes echarle un vistazo, Chad. Para ver lo que has hecho. Es deprimente.


– Creo que todo se arreglará -dijo Janet a Martha más tarder. Estaban comiendo en el Shepherds de Marsham Street-. Hemos tenido mala suerte, qué se le va a hacer. La gente tiene poca memoria. Otra idiotez de Iain Duncan Smith, otra metedura de pata de Mandy y estaremos de nuevo arriba, volando alto, prometiendo la luna a los votantes. Un buen congreso, que por cierto no podemos permitirnos, y estamos de vuelta.

– Estuve leyendo sobre el SDP -dijo Martha-. Celebraron su primer congreso en un tren. Llevaron el partido a los votantes. Me pareció una gran idea.

Janet la miró pensativa.

– Sí, pero no podemos copiarles. Dirían que no tenemos ideas originales.

– Sí, claro -dijo Martha humildemente.

– Perdona. No quería machacarte. Me preocupo por ti. Te ha caído mucho encima. Tu empleo, que es muy exigente y tus deberes con tu jurisdicción cada fin de semana. Esas asesorías que haces deben de ser muy pesadas. Y no tienes en quién confiar, con quién hablar. ¿O si lo tienes?

– No en el sentido al que tú te refieres -dijo Martha, prudente.

– Sé lo que es la presión. Y es muy complicado, sobre todo para las mujeres. Esto nos afecta mucho. Es un club masculino. De modo que, si tienes problemas, puedes acudir a mí. Yo ya estoy de vuelta. Ya verás cómo necesitas un confidente, alguien que sepa lo que es la presión.

– Vaya, gracias -dijo Martha, un poco incómoda.

– No me des las gracias. Es agradable tener un aliado, una aliada. En potencia, al menos. Tenemos que apoyarnos.


Al día siguiente a primera hora, Janet fue al despacho de Jack para ver la encuesta. Era muy deprimente. Entendía lo que pensaba Jack.

– Creo que la hemos fastidiado. Maldito Chad.

– No es todo culpa suya -dijo ella.

– ¿En serio? ¿De quién es la culpa entonces?

– De Eliot -dijo Janet, y después se rió-. Lo siento, Jack. No tiene gracia.

– Ni pizca. No, tienes razón, es de los dos. Dios mío. ¿Qué vamos a hacer?

– Seguir adelante -dijo-. Mira, he estado pensando. Deberíamos celebrar un congreso.

– Ya lo sé. Pero no tenemos dinero.

– Para uno normal, no. Pero ¿recuerdas lo que hizo el SDP?

– Sí, claro. Lo del tren.

– Fue una gran idea, un golpe de relaciones públicas. Creo que deberíamos hacer algo parecido.

– Fue genial -dijo él-, pero Janet, ya se burlan bastante de nosotros por copiarles.

– Soy consciente de ello. Pero podríamos volverlo a nuestro favor. Salir con las manos en alto, diciendo sí, sabemos que no ha sido idea nuestra, pero somos lo bastante mayores para reconocerlo. Sería barato, sería una gran publicidad, y es justo lo que podemos permitirnos. Por favor, piénsalo, al menos.

– Lo pensaré -dijo él, lentamente.

– O podemos adaptarlo. Llamémoslo un show en la carretera, mantenemos la idea del tren, pero bajamos de él en todas las ciudades importantes, conectamos con los personajes locales, la prensa, los trabajadores de la circunscripción y todo eso. Aunque eso no es muy diferente de los autobuses en las elecciones. Y tú sabes, Jack, que nosotros recordamos esas cosas, pero los votantes no. Estoy segura de que ni una de cada cien sabe lo que hizo el SDP.

– Me lo pensaré. Gracias. Y esta encuesta… nunca se ha hecho.

– Nunca.

Él le sonrió un poco cansado.

– Al menos puedo confiar en ti, Janet.

– Por supuesto que puedes confiar en mí -dijo Janet.


Nicholas Marshall caminaba a menudo de Hampstead hasta St. John's Wood antes de subir al metro. O bajaba del metro en Baker Street y caminaba el resto del trayecto hasta la Cámara. Era la mejor manera de ver Londres, y se veían cosas que no verías en un taxi, y mucho menos en el metro. Como aquel viernes, cuando en el camino a Carlos Place desde Grosvenor Square, sobre las tres, vio a Janet Frean saliendo del Connaught y subiendo a un taxi, y poco después, a Michael Fitzroy, diputado conservador de Birmingham oeste, subiendo a otro. Caramba. ¿Quién lo habría dicho? Janet Frean no era trigo limpio. Todo ese rollo de la importancia de la familia y su imagen de supermujer, y se lo montaba con alguien en un hotel caro a la hora del almuerzo. No era tan honesta como quería parecer. Si un día se aburría, le tomaría el pelo con eso. Últimamente se aburría mucho. Se aburría y se sentía solo.

Nick estaba en lo cierto al decir que Janet no era trigo limpio, pero se equivocaba con respecto a sus motivos. En cuanto a Michael Fitzroy, cuando volvió a la Cámara llamó al director de política del Daily News y le dijo que tenía una historia interesante. ¿Cuándo podían quedar? Se trataba del Partido Progresista de Centro y de una encuesta.


Ed sencillamente no desaparecía. La llamaba y le mandaba mensajes sin cesar. Estaba esperándola en Wesley el día que Martha llegó. Fue paciente, razonable, nada agresivo, nada difícil. Le dijo que no quería agobiarla, ni acosarla, que sólo quería saber que estaba bien.

La llamaba cada dos días al móvil y muchas veces más a su casa. Se mostraba sorprendentemente alegre, tranquilo, y le preguntaba cómo estaba. Y ella le decía que estaba perfectamente, que no pasaba nada, que tenía que olvidarse de ella, y él decía que eso era imposible, hasta que supiera la razón. Era todo muy cordial, en realidad, sólo que le dolía más de lo que podía haber imaginado.

Le echaba de menos, con desesperación.

Pero sobrevivía. Todo parecía ir bien. Y una vida monótona y sin sexo parecía un precio bajo a cambio.


– ¿Qué te parece?

Kate entró en el salón, donde Nat estaba esperándola. Llevaba un vestido muy corto de lentejuelas plateadas, casi sin espalda, con una banda de chiffon plateado en la cintura baja. Las medias eran blancas, y los zapatos también eran plateados, de tacón alto, con una tira en el tobillo. Se había recogido el pelo en una trenza suelta, caída sobre el hombro derecho. Llevaba una cinta plateada en la cabeza, unos pendientes brillantes y largos y un brazalete en forma de serpiente a la altura del antebrazo. Se había maquillado mucho los enormes ojos oscuros, llevaba pestañas postizas largas, y la boca pintada de un carmín muy intenso en contraste con la piel blanca. Llevaba una gran estola de piel blanca colgando de un brazo. Hubo un momento de silencio y después él dijo:

– Estás preciosa, una pasada de guapa.

– ¡Nat! Me ha llevado tres horas ponerme así. Tienes que hacerlo mejor.

– Ah, bueno. Estás fabulosa.

– Eso está mejor. Tú tampoco estás mal.

– ¿Estoy bien, no? -dijo Nat nervioso-. ¿No parezco un gilipollas?

– Ni mucho menos. ¿Ya tenías ese traje?

– Por supuesto que no. Lo he comprado. ¿Qué iba a hacer yo con un traje?

Kate pensó en la vida que llevaba Nat y entendió que no necesitaba un traje.

– Pues te queda bien. Estás muy sexy, de verdad.

– ¿Sí? -Nat se miró con atención en el pequeño espejo ovalado que había sobre la chimenea-. ¿De dónde has sacado este vestido, Kate? Es muy bonito.

– De un tienda de disfraces a la que me llevó Fergus.

– ¿Ah, sí? ¿Y el pelo qué? Eso no lo habrá hecho Fergus.

– No seas tonto, Nat. No es peluquero. No, me ha peinado la abuela.

– ¿Ah, sí? Tu abuela es enrollada. ¿Va a venir?

– Por supuesto. Irá en el otro coche con mis padres y un tipo viejo que ella dice que es su novio. Está encantada. Mis padres no lo están tanto -añadió-. Mi padre está amargado.

– Ya se le pasará -dijo Nat tan tranquilo-. Puede pegarse a mí.

Había que atribuir a los poderes de persuasión de Fergus que Kate fuera a la fiesta, por no hablar de sus padres. Se habían quedado petrificados al recibir las invitaciones, una para Kate y pareja, una para los señores Tarrant. Jim le había dicho a Helen que tirara la suya a la basura, que Kate sólo iría sobre su cadáver y que ni una cuadriga podría arrastrarlo hasta allí.

– Pues tendrás que morirte -dijo Kate con calma-, porque pienso ir. No me lo perdería por nada del mundo.

Finalmente, en vista de que Kate estaba decidida a ir, irían todos. No podía ir sola, con Nat, Sarah y Bernie, pensó Helen, y sería pedir demasiado que Fergus la vigilara. Jim no quería ni plantearse confiar en Jilly.

– La vendería a una red de tráfico de blancas antes de acabar la noche -dijo.

Con el tiempo, a Helen le empezó a apetecer ir a la fiesta. Fergus la había ayudado a alquilar un vestido, uno plateado muy bonito, y su madre había propuesto que se recogiera el pelo en un moño suelto, se pusiera pendientes largos brillantes y llevara una boquilla larga.


Jilly estaba fuera de sí de emoción, se probaba vestidos y los descartaba, discutía el peinado con Laura de Hair and Now, en Guildford, con ejemplares antiguos de Vogue, y practicaba el charlestón en su salón. La invitación decía, por supuesto, «Señora Jillian Bradford y pareja» y se había vuelto loca para decidir con quién ir. Al final se decidió por Martin Bruce, que había sido el padrino en su boda y acababa de enviudar.


Sarah y Bernie y dos de los chicos más de fiar con los que salían, todos invitados por Kate, fingieron al principio que estaban por encima de esas cosas, pero con el paso de los días y los comentarios de los periódicos sobre la fiesta, se rindieron y se emocionaron. El rumor de que Westlife actuaría los llevó al frenesí. Sin duda eran unos horteras, pero vaya, era Westlife. Allí. En carne y hueso. Para bailar. No estaba nada mal.


Clio todavía estaba batallando con su pelo cuando entraron los primeros coches en la avenida. Le invadió un deseo irrefrenable de salir huyendo. Jocasta ya no la echaría de menos, estaba en la escalera de la casa en un estado de gran excitación, saludando, besando, riendo, abrazando. Clio pensó que por lo menos había cumplido con su deber: se había dedicado todo el día a tranquilizarla, escapándose sólo de vez en cuando para pasear por el jardín, maravillándose con lo que podía lograr la imaginación combinada con el dinero. A Jay Gatsby le habría complacido el lugar.

En la parte trasera de la casa habían montado una gran marquesina, con farolillos colgados de los árboles. Había una banda de jazz en una tarima a un lado, y un gran piano blanco, con pianista con corbata blanca y frac, al otro. Una fuente, hecha de copas de champán enormes, adornaba la terraza, y detrás estaba el orgullo de Gideon, un Chevrolet negro y plateado de los años veinte. Había un fotógrafo cerca para los invitados que desearan posar. Varias barras de bar, con camareros, salpicaban el jardín. Un rótulo parpadeante sobre una estructura de estilo art déco en negro y plateado decía «Casino» y, al lado, algo que se anunciaba como un cine.

Chicas con vestidos largos de crepé blanco se paseaban lánguidamente con galgos atados con correa («De hecho, no son muy Gatsby, más bien años treinta, pero qué se le va a hacer», le dijo Jocasta a Clio), hombres con trajes de Al Capone y sombreros de fieltro transportaban bandejas de bebidas, y chicas de gánsters, con demasiado maquillaje y rizos de fulanas, ofrecían cigarrillos y mecheros. Después de cenar y antes de bailar, se celebraría una búsqueda del tesoro, una auténtica obsesión en los años veinte.

La noche era perfecta, cálida, pero no calurosa, el cielo estaba estrellado, y una media luna colgaba delicadamente entre las estrellas.

Y por supuesto había conocido a Gideon. Y por supuesto la había cautivado. Sintió que ella misma podría haberse enamorado de él. Pero al mismo tiempo, al observarlo durante veinticuatro horas, y ver cómo se paseaba por la casa, con el móvil pegado a la oreja, tecleando en su agenda electrónica, reclamado continuamente por el ayudante que había instalado en casa ese día, para afrontar una crisis u otra, contestar el teléfono, firmar faxes y leer correos, pensó si sería realmente el marido que Jocasta necesitaba.

Cuando pasaran los primeros meses, ella pasaría a formar parte del imperio, a ser una deslumbrante adquisición más para exhibir y admirar, pero ¿seguiría siendo su objeto de atención absoluto? Clio temía por Jocasta.


La fiesta estaba a punto de animarse y Clio se sentía más aterrada que nunca en su vida. La modista había hecho un buen trabajo, y le había confeccionado un vestido azul claro de chiffon hasta el tobillo, con una falda de vuelo atada con hilos de perlas, y por el momento los cabellos se mantenían en su sitio, obligados a ondularse a lo Marcel, apartados de la cara por un par de pasadores de diamantes.

Pero su ánimo no estaba a la altura. Se sentó en la cama, sintiéndose fatal. ¿Con quién podría hablar? ¿A quién conocería? Dios mío, no se veía capaz, no podía.

Entonces se le ocurrió una idea. Se iría disimuladamente, nadie la echaría de menos. Menos que nadie Jocasta. Era una idea perfecta. Llamaría a un taxi en cuanto llegara a la calle que conducía a la casa. Sería fácil.

Se sonrió a sí misma en el espejo, más contenta. Decidió dejarse el vestido puesto -podría tropezar con Jocasta en la escalera o algo así-, recogió su bolsa y la estola de zorro que había alquilado y abrió la puerta con cautela. El pasillo estaba vacío, y ya estaba llegando al pie de la escalera cuando alguien pronunció su nombre.

– ¡Clio, hola! ¡Qué alegría verte!

Era Fergus, que le sonreía, increíblemente guapo con su corbata blanca y su frac. Se le acercó, le cogió una mano y la besó.

– Estás maravillosa. ¡Una auténtica mujer fatal de los veinte! Qué suerte tengo, haberte encontrado sola.

Ella le sonrió con poco entusiasmo, preguntándose qué debía hacer a continuación.

– ¿Te apetece dar una vuelta conmigo? Cuando hayan llegado todos no veremos nada.

– Pues, yo… -Era muy tentador. Fergus era agradable, encantador y divertido. Podía pasar un rato con él, divertirse un poco, y cuando él encontrara a alguien mejor, que sin duda lo encontraría, Clio se marcharía.

– ¿O -dijo él- tienes un caballero aguardando en alguna parte? Era de esperar.

– Fergus, no tengo a ningún caballero esperando -dijo Clio riendo-, y me encantará pasear contigo. Hace rato que estaba en mi habitación, bastante intimidada.

– No seas ridícula -dijo Fergus-, ¿por qué vas a sentirte intimidada? Nos divertiremos, ya lo verás. ¿Sabes que estamos en la misma mesa para cenar? Con Johnny Hadley, uno de los periodistas del Sketch. Es el tipo más divertido del mundo y tiene muchas anécdotas escabrosas. Lo pasaremos de maravilla. Vamos, querida, paseemos. ¿Te han dado ya el empleo del hospital que solicitaste?


– Cielo santo -exclamó Jilly-, ¿es esto real? Mirad esas luces… Oh, muchas gracias -dijo cortésmente al chófer-. Martín, sostenme un momento la estola, por favor, y aquella fuente, qué maravilla. Ahí está Jocasta. ¡Dios mío, qué vestido!

Jocasta estaba en lo alto de la escalera que conducía a la casa, con Gideon, y llevaba un vestido que era una copia fiel de un Chanel de 1924. Era de gasa hasta el tobillo, de un gris muy pálido, con un dobladillo en forma de pétalos, y la tela estaba pintada con un estampado de telaraña en gris más oscuro. Cuando levantaba los brazos, se desplegaban unas alas del vestido en el mismo tejido volátil, resbalándole de los dedos. Parecía la estrella de una revista exótica: una estrella rutilante.

– ¡Jilly, qué alegría que hayas venido! Estás más joven que nunca. Te presento a mi marido, Gideon Keeble, le he hablado mucho de ti. Helen y Jim, me alegro mucho de veros, y Kate, querida, ven a darme un beso. Dios mío, estás guapísima, ¿quién es este joven tan guapo que te acompaña?

– Nat Tucker -dijo Nat, ofreciendo su mano-. Encantado de conocerte. Tienes una casa preciosa -añadió-, muy bonita.

– Nos gusta -dijo Jocasta-, gracias. Luego nos pondremos al día. Ahora estoy un poco liada. Id hacia allí y os atenderán.

– Es muy guapa -dijo Nat, que fue el primero en aceptar una copa de champán y abrir el camino a través del arco de flores que conducía hacia un lado de la casa y bajaba hacia el país de las maravillas de abajo.

– ¡A que sí! Y es muy simpática -dijo Kate, siguiendo su ejemplo, sorbiendo su copa, consciente de que mucha gente importante estaba mirándola-. Oh, Dios mío, Sarah, mira, una barra de cócteles, y allí otra. ¡Esto será una pasada! Vamos a explorar.

– Kate… -llamó Helen débilmente, mientras los seis desaparecían en el crepúsculo iluminado por farolillos.

– Creo que deberíamos hacer lo mismo -dijo Jilly-. Mirad allí, es…, cielo santo, es un casino y… No me lo puedo creer, ¡si hay un cine! Vamos a ver qué ponen.


– Han pensado en todo, ¿verdad? -dijo Jack Kirkland a Martha.

Ella sonrió.

– Ya lo creo. Es una maravilla.

Por el momento todo había ido bien. Jack había sido un acompañante maravilloso, cortés y atento, que le había presentado a todo el mundo como una de las estrellas más brillantes del Partido Progresista de Centro. Janet Frean, sorprendentemente vestida con frac y corbata y el pelo cobrizo engommado -«No me gustan los vestidos»-, había estado simpática y cordial.

A su lado se había sentado Chris Pollock, el director del Sketch, que ya le había caído muy bien cuando se lo habían presentado en la inauguración del partido.


Hacia el final de la cena, Gideon se puso de pie. Sonrió a todos, levantó las manos pidiendo silencio y cogió un micrófono.

– Está maravilloso, ¿eh? -susurró Beatrice a Josh-. La verdad es que es muy guapo.

Gideon se había negado a disfrazarse. Decía que las personas de su edad y su tamaño no podían permitirse avergonzar a los demás. Su única concesión al tema era un cuello de camisa de esmoquin.

– Le he prometido a Jocasta que no habría discursos. Sólo dos cosas: gracias a todos por venir. Ha sido una noche maravillosa, por el momento. Me han dicho que todavía es muy joven. Yo no lo soy tanto, pero espero durar un poco más. Sólo quería deciros a todos, amigos, nuestros queridos amigos, cuánto quiero a Jocasta y lo feliz que me ha hecho. -Se volvió para cogerle la mano: un ala de gasa se desplegó en el espacio entre los dos-. No sé lo que he hecho para merecerla, pero sólo espero poder hacerla igual de feliz a ella.

Jocasta se echó a llorar de inmediato. Gideon se inclinó y le secó las lágrimas con ternura con los dedos.

– Ella es así -dijo-, terriblemente previsible.

Estalló un rugido de carcajadas. Cuando se apagó, Gideon dijo:

– El siguiente punto del programa es la búsqueda del tesoro. Cada mesa tiene una lista de pistas. El primero que vuelva aquí gana. Os esperaré pacientemente. Buena suerte.


– Voy a ver a los Tarrant a su mesa -susurró Fergus al oído de Clio-. Pero volveré, lo prometo. No te vayas a buscar tesoros sin mí.

– No me iré -dijo Clio riendo, y después se volvió a mirar a Johnny Hadley, que estaba contándole otra anécdota procaz sobre Carlos y Camilla. Él no podía creer en la suerte que había tenido encontrando a una mujer bonita que no había oído ninguno de sus trillados chismes, y en lugar de mofarse de él, como hacían las periodistas, abría mucho los ojos con cada historia.

Ahora a Clio le costaba creer que no hubiera querido ir a esa fiesta. Se lo había pasado en grande. Fergus no sólo era encantador y divertido, sino que hacía sentir así a los demás. Casi por primera vez en toda su vida, Clio estaba experimentando la embriagadora experiencia de hacer reír a alguien. Y aunque de vez en cuando desaparecía, al ver a alguna celebridad, siempre volvía con ella.

Ojalá se dedicara a otra cosa para ganarse la vida, pensó, y después se preguntó qué le importaba eso a ella.


– Martha, ¿verdad?

– Sí, soy yo. Hola, Josh.

– Hola. Me alegro de verte.

– Y yo a ti.

– ¿Quién habría pensado que nos encontraríamos de nuevo en una juerga como ésta?

– ¡Increíble!

– ¿A qué te dedicas ahora? Eres abogada, ¿verdad?

– Al derecho, sí. Y hago pinitos en política. ¿Y tú?

– Yo trabajo en la empresa de la familia. ¿Estás casada o algo?

– No, nada. ¿Y tú?

– Estoy casado. Sí. Muy casado. Tengo dos hijos. Dos niñas. Son un encanto.

– ¿Está aquí tu mujer?

– Sí, está por ahí. Bueno, parece que haya pasado mucho tiempo, ¿verdad?

– Mucho. Como en otra vida… En fin, debo volver a mi mesa. Me alegra verte, Josh.

– Lo mismo digo. Un vestido precioso -añadió.

– Gracias.

No había estado mal. Ninguna pregunta incómoda. Todavía estaba bien, un poco más gordo, quizá, y posiblemente con menos pelo, pero seguía siendo el mismo niño mimado.

Sí, había ido bien. No debería haberse preocupado tanto.

– ¿Quién era ese amigo tan guapo? -Era la voz de Bob Frean. Janet había resultado ser una entusiasta buscadora de tesoros y llevaba horas desaparecida.

– Es el hermano de Jocasta, Josh -dijo Martha con cautela.

– No sabía que les conocieras tan bien.

– La verdad es que no tanto. Nos conocimos de jóvenes.

Empezaba a sentir un poco de pánico. Respiro hondo y sonrió tímidamente.

– ¿Te apetece ir al casino? ¿O bailar?

– Me gustaría ir al casino -dijo Martha. Sabía por experiencia que cuando se sentía así el truco era no parar de moverse.

– Vamos, entonces.

Le cogió la mano y tiró de ella.

– ¿Quieres llevarte una copa?

– No, no, estoy bien. ¿Janet no se preguntará dónde te has metido?

– Me extrañaría mucho -dijo, y sonrió un brevísimo momento demasiado tarde.

Ah, pensó Martha, no son la pareja perfecta al fin y al cabo.

Se alejaron lentamente de la mesa y Martha se sintió mejor.


– ¡Clio! Aquí estás, querida. Te he estado buscando por todas partes. Ven, el club nocturno nos espera.

Clio volvía del servicio cuando le vio hablando animadamente con Jocasta. Probablemente ella le había pedido que cuidara de ella esa noche, pensó, menos segura de sí misma de repente.

– Fergus, seguro que tienes un montón de gente que saludar -dijo intentando parecer distante.

– Ni una. Vamos a bailar.

– No tienes por qué hacerlo.

– Escucha, Clio -dijo-, escucha, tienes que superar ese absurdo complejo de inferioridad. Eres una mujer muy sexy y atractiva. Y además muy simpática e interesante. Todos estarían encantados de bailar contigo, de hablar contigo. He visto cómo babeaba Johnny Hadley por ti durante la cena. Venga, te he visto en la escuela de Charleston. Eras la alumna estrella. Yo no puedo decir lo mismo. Podrías enseñarme algún truquillo.

– Pues…

– Oh, déjate de tanta indecisión -dijo-, o acabaré buscando a alguien a quien saludar. Pero no me da la gana. ¿Cómo puedo hacer que te entre eso en esa cabecita tan bonita, pero tan dura?

Le tendió la mano. Clio la cogió y le siguió sumisa al club nocturno.


– Ah, esto es una pasada.

Kate estaba sobreexcitada, ebria no sólo de champán, sino también de ruido, de música, de saber que grandes personas la observaban, la admiraban, la señalaban.

– ¿Lo estás pasando bien, Nat?

– Sí. Lástima de la música.

– Es una fiesta de mayores, ¿qué esperabas? Pero es divertido, vamos a bailar. ¿Vienes, Bernie?

– No, ahora mismo no. Cal no se encuentra bien.

– ¿Dónde está?

Bernie señaló los matorrales.

– Le he dicho que iría con él, le aguantaría la cabeza y eso, pero me ha dicho que le dejara en paz. Ah, ya vuelve. ¿Te encuentras mejor, Cal?

– Sí, mejor. -Tenía la cara verdosa. Se sentó, inseguro-. Me iría bien un poco de agua. Dentro de un rato.

Volvió a desaparecer entre los matorrales.


– Entonces, mi ex periodista estrella, ¿cómo te trata la vida de casada? ¿Seguro que es mejor que el Sketch?

Chris Pollock había invitado a Jocasta a bailar. Iban hacia la discoteca.

– Es estupendo -dijo Jocasta-. En serio.

– ¿No lo echas de menos?

– Ni pizca. Lo juro.

De repente se calló y le miró, y por un momento supo que sí lo echaba de menos, y mucho. Echaba de menos la emoción, la investigación, el pánico desatado, echaba de menos la charla informal de la reunión matinal, que derivaba con el ritmo imparable de la jornada en el periódico, hasta la tensión de la vespertina. Echaba de menos las habladurías, los rumores sin sentido, echaba de menos la rivalidad, echaba de menos las risas.

– Bueno, un poquito sí -dijo por fin.

– Me lo imaginaba. Nick te echa de menos. Eso seguro. Le has roto el corazón.

– Si no tuviera esa fobia al compromiso, a lo mejor no tendría que habérselo roto.

– ¿Me estás diciendo que te has casado con Gideon de rebote? -dijo Chris con malicia en los ojos.

– Por supuesto que no. No te inventes cosas.

– Lo siento, querida. Bromeaba. Sé reconocer el amor.

– ¿Tú? ¿Desde cuándo?

– Sí, señora. No hay nada más sentimental que un director de periódico. Ya deberías saberlo.


– ¡Martha! ¿Eres tú, verdad? ¡Qué ilusión! -Una chica se había parado frente a ella; una chica bajita y delgada, cogida de la mano de un hombre bastante guapo con los cabellos grises muy cortos-. Soy Clio. Esperaba encontrarte.

No la habría reconocido nunca: la rechoncha y tímida Clio transformada en aquella mujer bonita y chispeante con diamantes en el pelo. Logró sonreír.

– Sí, sí, soy yo. Hola, Clio, ya había pensado que estarías. Te presento a Bob Frean. Bob, Clio Scott. Nos conocimos cuando éramos más jóvenes.

– Viajamos juntas -dijo Clio, sonriendo-. Antes de empezar la universidad. Estoy muy impresionada con todo lo que he leído sobre ti, Martha. Sobre todo lo de la política. ¿Tú también te dedicas a la política, Bob?

– Por suerte, no. Pero mi esposa sí. -Miró a Fergus indeciso.

– Oh, perdona -dijo Clio-, os presento a Fergus Trehearn.

– Hola -dijo Fergus-. Es una fiesta magnífica, ¿no os parece? Y Jocasta está preciosa.

– Desde luego.

Hubo un silencio y después Clio dijo:

– ¿Adónde ibais? ¿Al cine? ¿A la disco?

– Al casino -contestó Bob Frean-. No soy muy bailarín.

– Pues vale la pena echar un vistazo a la disco -le dijo Clio-, en serio. Meted la cabeza un momento. Nosotros íbamos ahora, y después iremos al cine; ponen El cantante de jazz.

– Estupendo -dijo Bob Frean-. No creo que pueda resistirme. Martha, ¿te apetece una peli?

– No -respondió Martha enseguida.

Esa era su vía de escape. Podría desaparecer, llamar un taxi, decirle a Jack Kirkland que no se encontraba bien, que ya había hecho suficiente por el partido en horas bajas por esa noche, podría marcharse, antes de que…

– ¡Clio, querida! Estás guapísima. Y Fergus, tú también.

Una mujer muy elegante se les acercaba rápidamente.

– Qué sorpresa, señora Bradford -exclamó Clio-, cuánto me alegro de verla, su vestido es…

– ¿Me perdonan? -dijo Fergus-. Veo que Helen está sola.

– Qué amable eres, Fergus -dijo Jilly-. ¡Qué fiesta, Clio! Caramba, no sabía que todavía se celebraran fiestas así. Jocasta ha sido muy generosa invitándonos. Siento interrumpir su conversación…

– No, no se preocupe -dijo Clio-. Señora Bradford, le presento a Martha Hartley, una vieja amiga mía y de Jocasta. Martha, la señora Bradford.

– Oh, Jilly, por favor. Mucho gusto, Martha. Estaba arrastrando a Martin a la discoteca, para ver bailar a los chicos. Es divertido mirar.

– Yo he dicho lo mismo -dijo Clio-. Vamos.

– ¿Te importa, Martha? -preguntó Bob-. Parece divertido.

– Por supuesto que no.

Se quedaron a la entrada de la disco, observando las luces estroboscópicas, los globos giratorios. La música estaba muy alta, muy fuerte. De repente Martha se sintió mareada. Apoyó la mano en una mesa.

Bob Frean se fijó.

– ¿Quieres sentarte?

– No, no, es que tengo calor. Creo que será mejor que salga.

Se sentía muy mareada; se sentó de golpe.

Y entonces sucedió.

– ¡Abuela! Ven a bailar. Ven, te enseñaré.

– No, cielo. No puedo.

– Ah, hola, doctora Scott. No sabía que estaba aquí. Es una pasada, ¿a que sí? ¿Lo está pasando bien?

– Sí, mucho.

Tenía que salir. En ese instante.

Era alta, la chica del vestido plateado, alta y de piernas muy muy largas y los cabellos claros y ondulados. Se parecía… se parecía mucho a…

No era posible. Simplemente no era posible. ¿Cómo podía ser? Era sólo una chica, todas se parecen, todas son iguales. Quédate sentada, Martha, quieta, no mires, todas parecen iguales.

– Ah, ahí está Fergus. Tú sí vendrás a bailar conmigo, ¿verdad, Fergus? Me lo estoy pasando bomba. Vamos… -Le cogió de la mano, y tiró de él hacia la pista, caminando hacia atrás y riendo.

Martha oyó cómo decía:

– ¡Kate, Kate!

Kate. Kate.

– Deberíamos irnos -le dijo a Bob.

Pero había llegado otra chica; una chica muy joven. Cogió a Bob de la mano e hizo lo mismo con Martin, tirando de ellos. Todos se reían, los hombres se sentían halagados; hombres mayores invitados a bailar por chicas bonitas.

– ¡Qué divertido! -decía la señora Bradford-. Es divertidísimo.

La sala daba vueltas, la música parecía retumbar. Hacía calor, un calor espantoso, se desmayaría, todo se difuminaba, se difuminaba y alejaba.

Logró ponerse de pie.

– Lo siento. Tengo que salir.

Alejarse de ella. Alejarse para no tener que mirarla.

– Tienes muy mala cara, Martha. -Clio parecía preocupada-. Venga, siéntate, baja la cabeza hasta las rodillas. Jilly, ¿puedes traer un poco de agua?

Ya empezaba a encontrarse mejor, y volvió a ponerse de pie y a intentar salir.

– Abuela, venga. Por favor. Tu novio lo hace de maravilla. Es un tío enrollado.

– Un momento, cielo. Vamos a salir un momento.

– No hace falta que venga -dijo Martha-. Ya me encuentro mejor. En serio.

– Ya tienes mejor cara -dijo Clio-, mucho mejor. Salgamos fuera a tomar el aire.

Cogió a Martha del brazo y empezó a guiarla hacia fuera.

– Cielo, ve a buscar un vaso de agua, por favor -dijo Jilly a Kate-. La señorita Hartley no se encuentra bien.

– Sí, claro -dijo la chica.

Cogió un vaso y las siguió fuera.

– Gracias, cariño. Toma, Martha, bebe un poco. A sorbitos. Así, muy bien. Respira hondo.

– Ya estás mejor, Martha -dijo Clio-. Tienes mejor color. Bien. Ahí dentro hacía un calor espantoso.

– Espantoso -dijo Jilly Bradford-. Claro que tú ni te das cuenta -añadió hablando con la chica de los cabellos ondulados. La chica llamada Kate. Sentada tan cerca que podría tocarla-. Martha, bebe un poco más de agua. Así. No te he presentado a mi nieta. Es Kate. Kate Bianca Tarrant, como le gusta que la llamen últimamente. Kate, cielo, te presento a… ¡Dios mío, Clio, se ha desmayado!

Capítulo 30

¿Cómo había podido pasar? Estaba en una cama de la casa de Jocasta, sin ninguna posibilidad de irse a casa. A menos que caminara. Y no podía caminar. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía escapar?

Después de que Martha se desmayara, Bob la había llevado a una mesa, y ella les había convencido de que ya estaba mejor, de que podía marcharse en su coche; ya lo tenía allí, esperándola. Sólo estaba agotada, y había pasado un calor espantoso en la disco. Era temprano para que la gente empezara a marcharse, no quería estropear la fiesta. Estaba bien. Estaba perfectamente.

Se defendió con calma, pero le castañeteaban los dientes, a pesar del calor. Sabía lo que era: el shock. Era difícil disimularlo. Vio que Janet Frean la observaba con atención, con los ojos oscuros pensativos. Al cabo de un rato, se puso de pie y dijo:

– Martha, te acompañaremos a casa. Ven, cogeré tus cosas, a menos que prefieras quedarte un rato más y recuperarte.

– No -dijo ella-, no quiero quedarme.

Mantuvo los ojos fijos en la cara de Janet. Tenía miedo de que si apartaba los ojos y miraba a su alrededor vería a la chica otra vez. No podía permitírselo, de ninguna manera.

Se levantó como pudo, pero las piernas la obedecieron sólo hasta ese punto. No podía andar. A continuación, descubrió que no podía respirar con normalidad, que tenía que esforzarse para coger aire. De repente se sintió muy enferma: le dolía el pecho, y su corazón retumbaba, con un latido tan fuerte que no podía soportarlo. Estaba sufriendo un infarto, pensó, iba a morir, y su último pensamiento fue que no estaba tan mal, si se moría en ese momento, nadie se enteraría.

Empezó a temblar con violencia, todo su cuerpo se estremecía, y oyó que alguien decía:

– ¡Que venga la otra chica, la doctora, rápido!

Volvió a recuperarse, muy lentamente. Estaba sentada en una silla, y alguien, no sabía quién, sostenía una bolsa de papel sobre su cara.

– Intenta respirar con normalidad -dijo una voz, una voz femenina, vagamente familiar-. Estás bien. Estoy casi segura de que sólo sufres un ataque de pánico. Así está bien. Bien. Venga, respira hondo.

Martha había oído hablar de personas que sufrían ataques de pánico. Siempre los había visto con desprecio y los atribuía a la histeria.

Intentó apartar la bolsa de papel.

– Sólo un momentito más. Te irá bien -dijo la voz otra vez, y se dio cuenta de que era Clio, Clio, que la había atendido antes.

– Estás bien, Martha, en serio. ¿Te encuentras mejor?

Su voz era tranquila, y su sonrisa, cuando Martha la miró, muy amable. Era una buena chica, pensó Martha, no debería haber sido tan antipática con ella. Se disculparía, cuando se encontrara mejor.

– Sí, gracias. Creo que sí. Un poco.

– Fergus -dijo Clio-, podrías acompañarla a la casa, para que se eche y descanse un rato. Es lo que necesita.

– Por favor -dijo Martha en un débil susurro-, por favor, estoy bien. Sólo quiero irme a casa.

– No es una buena idea -dijo Clio-, al menos por ahora. Mira, este amable caballero va a llevarte…

– Vaya, no se puede decir que peses -dijo una voz con acento irlandés, levantándola con delicadeza-. ¿De qué vives tú? ¿O te permites un vaso de agua de vez en cuando? -Le sonrió, esmerándose por hacerla sentir cómoda, y la llevó sin esfuerzo por el jardín hasta la casa.

Allí Fergus y Clio la ayudaron a echarse en un sofá de una gran sala y Clio dijo:

– Voy a buscar un vaso de agua y una manta. Tú quédate aquí y no te preocupes por nada.

– Debería irme -dijo Martha-, unas personas se han ofrecido amablemente a acompañarme a casa. Me estarán esperando.

– No te están esperando. Les he dicho que pasarías esta noche aquí -dijo Clio con firmeza.

– No puedo quedarme aquí -dijo Martha-. Por favor, Clio, déjame ir a casa.

– No estás en condiciones -dijo Clio-, y no puedes quedarte sola porque podría volverte a pasar. Cálmate, Martha, podrás irte a casa por la mañana. Te acompañaré yo misma, si hace falta. Pero ahora mismo tienes que quedarte echada y descansar. Jocasta ha pedido que te arreglen una habitación. No tardará mucho.

Dios. Jocasta también; las dos, en la misma casa. Se sentía como si la retuvieran en una horrible trampa.

– Hola, Martha. -Era Jocasta, que le sonreía. ¿Por qué tenían que ser tan simpáticas las dos?-. Te han preparado una habitación. Fergus te ayudará a subir y nos veremos por la mañana.

Se rindió, dejó que Fergus la llevara arriba y que Clio la metiera en la cama. Y en ese momento se sentía más sola y más asustada de lo que se había sentido en toda su vida.

Se dio cuenta de que, de repente, todo había cambiado. Eso era lo más aterrador de todo. Ya no podía negarlo más tiempo. El bebé que había dejado atrás ya no era el bebé Bianca, totalmente anónimo, para siempre un bebé. Se había convertido en Kate, una preciosa chica de dieciséis años. Había estado en la misma habitación que ella, había respirado el mismo aire, la había visto, la había observado, casi la había tocado: se había convertido en una realidad.

Se sentó en la cama, derecha, sintiendo que el pánico volvía, la dificultad para respirar, el sudor.

– Dios mío -dijo en voz alta-. Dios mío, ¿qué voy a hacer?

Y entonces se abrió la puerta y entró Janet Frean.

Martha se sintió tan feliz de ver a una amiga, una persona cercana, que se echó a llorar. Janet se sentó en la cama, la abrazó como si fuera una niña y le dijo que llorara cuanto quisiera. Así lo hizo Martha, un buen rato. Janet estuvo a su lado, en completo silencio, excepto para tranquilizarla de vez en cuando, hasta que Martha dejó de llorar y se recostó otra vez en las almohadas.

– Lo siento -dijo-, lo siento mucho.

– Martha -dijo Janet, sonriéndole cariñosamente-. Martha, deja de disculparte. Por favor. No has hecho nada malo.

– Sí lo he hecho. Ése es el problema, Janet. No lo entiendes. He hecho algo terrible. ¡Oh, Dios mío!

– De acuerdo, de acuerdo -dijo Janet con calma-, has hecho algo terrible. ¿Por qué no me lo cuentas? Ya sabes que las cosas no parecen tan malas cuando se comparten con alguien. Además yo soy muy difícil de impresionar, tener cinco hijos y pasar gran parte de mi vida en Westminster me ha servido para eso, por lo menos. Ponme a prueba. Intenta hablar conmigo. Por favor, no soporto verte así. Cuéntame qué te pasa.

Y de repente, Martha se lo contó. Ya no podía más. Se sentía débil y hecha añicos, recostada en los almohadones, en aquella habitación en penumbra, con el ruido de la fiesta de fondo, la fiesta donde su hija bailaba despreocupadamente, y le contó a Janet lo que había hecho.

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