TERCERA PARTE

Capítulo 31

– Qué tía más rara -dijo Kate, recostándose en el asiento de la limusina-, rara de verdad. ¿No te ha parecido rara, Nat?

– No lo sé -dijo Nat-, no he hablado con ella. Estaba ocupado con el pobre Cal. Estaba fatal.

– ¿Ya se encuentra bien?

– Se ha dormido -dijo Bernie desde el asiento de atrás.

– ¿Quién es rara? -preguntó Kevin.

– La mujer -contestó Kate-. La que se ha desmayado.

– Sí, te puso la vista encima y se desmayó -dijo Bernie, riéndose-. En serio, hasta entonces estaba bien, se lo dije a la doctora. ¿Cómo se llama?

– Clio -dijo Kate-. Es la doctora de mi abuela.

– Ella sí es simpática -dijo Nat en tono aprobador-. Bueno, ha sido un buen fiestorro. Con todos esos fotógrafos, Kate, gritando tu nombre cuando nos marchábamos. Ahora eres famosa, te guste o no.

Parecía muy satisfecho, como si el mérito fuera todo suyo. Y no de Fergus, que había filtrado a un par de periódicos que Bianca asistiría a la celebración del año.

– A lo mejor yo también salgo en alguna de las fotos -añadió esperanzado.


Jack Kirkland estaba enfrascado en una conversación con Gideon Keeble cuando Janet se unió a ellos.

– Has tardado mucho -dijo-. ¿Está bien?

– Está muy bien. Dormida. Dios sabe qué le ha pasado, pobrecilla.

– Yo no describiría así a Martha -dijo Gideon con ligereza-. A mí me parece una mujer de piedra.

– Creo que estoy de acuerdo con Gideon -comentó Jack Kirkland-. El derecho al nivel que trabaja ella no es una opción fácil. Y encima meterse en política… es muy notable.

– Eso es lo que tienen las mujeres, Jack: pueden hacer muchas cosas al mismo tiempo -dijo Janet-. Todas.

– ¿Como criar cinco hijos y dirigir un partido político? -preguntó Gideon.

– Bueno, no es que lo dirija sola. Sólo aparezco de vez en cuando por la Cámara.

– Venga ya, Janet, podrías dirigirlo si yo no estuviera. Tal vez deberías -dijo Kirkland.

– ¿Ah, sí? ¿Qué me dices de Eliot y Chad?

– Por lo que a mí respecta, después de lo que ha pasado, eres mejor contendiente que ellos -dijo Jack.

– Bueno, por suerte para mí, sigues aquí -dijo Janet-. No me apetece nada. Lo juro.

Gideon Keeble, que había logrado salir de los arrabales de Dublín por su capacidad de oler una mentira a la legua, los miró a los dos con interés. Estaba claro que Jack la creía y, lo que era más importante, Janet lo sabía.


Antes de irse a la cama, Clio pasó a ver a Martha. Estaba profundamente dormida.

Pobre Martha. Debía de haberle sucedido algo muy traumático para sufrir un ataque de pánico tan grave.


– ¡Oh, mira esta foto de Kate! -Clio pasó el People por encima de la mesa-. Chica traviesa asomándose por la ventana de la limusina y saludando a las cámaras. Creía que la idea era quedarse bien quietecita dentro. ¿A que está mona? El chico parece guapo.

– Es bastante guapo -dijo Jocasta-. Es muy simpático. ¿A quién más han sacado? Oh, mira, ahí están Jamie Oliver y Jules. Espero que les gustara la comida. Y Jonathan Ross. Qué detalle que todos se tomaran tantas molestias.

Eran las diez y media. Gideon ya había nadado y llevaba horas haciendo café. No paraba de entrar gente en la cocina, entre ellos varios hermanos y hermanas de Gideon. Jocasta los saludó a todos con afecto, aunque ya había dejado de intentar saber quién era quién. Beatrice, que era la más desmejorada, se escondía detrás de los periódicos. Josh, injustamente rebosante de vitalidad, había dado un paseo y estaba proponiendo que dieran otro.

– Voy a ver a Martha -dijo Clio-. Me sorprende que no haya bajado.

Volvió al cabo de cinco minutos.

– Se ha largado -dijo-. Se ha ido. Qué comportamiento más raro.

– Muy raro -dijo Jocasta, mirándola-. ¿Por dónde ha salido?

– Dice que ha llamado a un taxi. Ha dejado una nota -dijo Clio, blandiendo un papel-. Es muy cortés: «Siento haberos causado tantas molestias, gracias por vuestras atenciones, pero tenía que volver a casa».

– Qué chica más rara -dijo Jocasta-. Creo que no le gustó que la viéramos tan descontrolada.


Martha había pasado todo el día haciendo un esfuerzo titánico para calmarse. Intentó convencerse de que estaba comportándose como una tonta, de que no corría ningún peligro. Janet Frean era la mujer más amable y más digna de confianza que conocía y, lo más importante, absolutamente discreta. Era imposible que hablara con nadie sobre lo que Martha le había contado. Por supuesto que no. ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Qué sacaría con ello?

Estuvo así todo el día, dándole vueltas en su cabeza dolorida, en círculos concéntricos inútiles, hasta que pensó que estaba volviéndose loca. Por primera vez desde que…, bueno, desde ese día, no dominaba la situación, estaba a merced de otra persona.

Sonó el teléfono. Era Ed.

– Hola, soy yo. Llamaba para saber si lo habías pasado bien en la fiesta. He visto las fotos. ¿Por qué no hay ninguna tuya? Volveré a llamar…

Sin pensar con claridad lo que hacía, desesperada por hablar con alguien, por salir de la cárcel de su cabeza, Martha descolgó el teléfono.

– Hola, Ed, soy yo.

– Hola. ¿Estás bien?

– Sí, sí, estoy bien. Gracias.

– Estupendo. Sólo es una llamada de rutina. Para saber si estabas bien. No querrás salir a tomar algo, ¿verdad?

– No -dijo Martha rápidamente-, no, Ed, no puedo. Gracias. Hoy no, al menos.

– ¿Mañana entonces? -preguntó con voz ilusionada.

Otra cosa que Martha no debería haber dicho.

– No. No, mañana no -se apresuró a decir-. Quería decir que no.

– Martha, estás rara. ¿Te encuentras bien?

– Sí. Sí, estoy bien. Gracias.

– Pues no parece.

– Pues lo estoy. Todo perfecto. Sí.

– De acuerdo. -Martha casi le oyó encogerse de hombros-. Volveré a llamar. Seguramente mañana.

Aquello no la había ayudado mucho. Tal vez debería habérselo contado a Ed. Al menos sabía que él la amaba, y le deseaba lo mejor.

Volvió a sonar el teléfono. Ella descolgó con rapidez.

– Ed, por favor…

Pero no era Ed. Era Janet.

– Hola, Martha, soy yo. Quería saber cómo estabas.

Su tono era amable, cariñoso, de genuino interés. Martha se sintió mejor de repente. Qué absurdo había sido pensar que esa mujer tan amable quisiera hacerle algún daño.

– Hola, Janet -comentó, y ella misma notó el alivio que delataba su voz-. Qué amable eres. Estoy bien, en serio. Mucho mejor. Gracias de nuevo por lo de anoche, estuviste maravillosa.

– Cielo, no fue nada. Puse mi hombro para que lloraras, nada más.

– ¡No! Creo que me salvaste de volverme loca.

– A mí me pareces muy cuerda. Oye…, he pensado…

– Janet -dijo Martha-. Janet, no se lo dirás a nadie, ¿verdad?

– ¡Martha! Martha, por supuesto que no se lo diré a nadie. ¿Por quién me has tomado?

Vaya, la había ofendido. ¿Qué podía hacer ahora?

– No, claro que no. Es que… no sé lo que digo. Es sólo que…

– Martha… -La voz era infinitamente cariñosa-. Martha, escúchame. Necesitabas hablar. No podías guardártelo para ti sola siempre. Aunque… aunque ella no hubiera estado en la fiesta. Es una carga intolerable. No sé cómo lo has aguantado tantos años. Te está matando, eso está claro. Me gustaría pensar que hablar conmigo te ha ayudado… aunque sea un poco.

– Me ha ayudado, Janet, me ha ayudado mucho.

Mentirosa, Martha, no te ha ayudado, te ha aterrorizado.

– Es normal que te inquiete pensar que yo pueda contárselo a alguien. Lo comprendo, en serio. Pero no hablaré. Te lo juro. Sería imperdonable. Me siento muy honrada porque confiaras en mí. Porque me demostraras tanta confianza. No te traicionaré. Te lo juro, Martha. De modo que deja de preocuparte. Por favor.

– Gracias, Janet, te lo agradezco mucho. No me preocuparé más.

No se preocuparía. No se preocuparía más.


Clio llegó a casa y encontró una carta del Royal Bayswater. ¿Estaría disponible para una entrevista con la junta el miércoles 3 de julio, para hablar del puesto de especialista en geriatría?

Se sintió feliz y triunfante. Aún no tenía el empleo, aquello sólo era el principio. Pero era mucho. Para ella, en aquel momento, era mucho.

Quería contarle a alguien lo de la entrevista. Era una de las peores cosas de vivir sola: la rutina diana podía sobrellevarse, incluso los días malos, pero por pequeñas que fueran, necesitaba compartir con alguien las alegrías.

Decidió llamar a Jocasta; tenía el teléfono apagado.

No podía decírselo a Mark, ni a nadie de la consulta, y ya empezaba a sentir que su placer disminuía, cuando, como si lo hubiera adivinado, llamó Fergus.

– Sólo quería darte las gracias por hacerme compañía anoche. Y saber si habías llegado a casa sana y salva.

Clio le dijo que había llegado sana y salva y que la habían convocado a una entrevista para el puesto de especialista.

– No sé por qué, pero no me sorprende -dijo él, y fue como si le viera sonreír.


– ¡Oh, no! -Chad estaba escandalizado-. Dios santo, no me lo puedo creer. ¿Cómo puede haberse filtrado eso, por el amor de Dios?

– ¿Qué? -Abigail se inclinó por encima de su hombro para leer-. ¿Qué pasa? Ah, sí. Ya veo. Oh, vaya.

– ¿Cómo cojones ha pasado? -preguntó Chad-. Nadie lo había visto excepto algunos de nosotros. Nadie. Y la empresa de investigación, claro. Pero ellos no lo harían. ¡Es imposible!

– ¿No harían qué?

– Filtrarlo.

– ¿Tiene que ser una filtración deliberada a la fuerza? -preguntó Abigail.

– Totalmente deliberada. Pero ¿quién? -Sonó el teléfono-. Mierda. Cógelo tú, Abigail, por favor.

Ella contestó.

– Abigail Lawrence. Oh. Sí, Jack, está aquí. ¿Qué? Sí, lo ha…

Y leyó el artículo de la primera página del News, con la voz de fondo de Chad, al principio en un tono comedido, después levantando la voz con indignación.

– ¡No, no he sido yo! Por supuesto que no. A nadie. Por el amor de Dios, Jack…

«La racha de pérdidas del Partido Progresista de Centro continúa -escribía Martin Buckley, editor de política-. El nuevo partido político de centro izquierda, el Partido Progresista de Centro, que hizo su debut hace apenas unos meses, está soportando duros reveses. Tras ser lanzado con una plataforma de anticorrupción y antiamiguismo, se ha visto perseguido por los escándalos. El famoso diputado conservador Eliot Griers se vio envuelto en el denominado escándalo del «Abrazo en la Cripta», cuando se le descubrió en St. Mary's Undercroft, la capilla en el sótano de la Cámara de los Comunes, con una divorciada. Hace pocas semanas se descubrió que Chad Lawrence, el carismático diputado por Ullswater North (votado el hombre más sexy de Westminster el año pasado por la revista Cosmopolitan), aceptó dinero para la fundación del nuevo partido de una empresa china, con sede en Hong Kong.

A pesar de su fulgurante ascenso en las encuestas, el partido empieza a decaer, afectado por los escándalos. Un estudio encargado por el líder del partido, Jack Kirkland, mostraba una pérdida del diez por ciento de votantes potenciales. Al principio, el Partido Progresista de Centro captó la imaginación del público, pero parece que el cinismo del electorado hacia todo el sistema político del país se ha extendido al nuevo partido.

A menos que el Partido Progresista de Centro consiga algún golpe espectacular en las próximas semanas, puede estar destinado a ser recordado como el partido de menor duración de la historia. Teniendo en cuenta la cantidad de personajes valiosos que tiene en sus filas, eso sería una tragedia de considerable magnitud.»


Mientras leía el informe del News con el corazón encogido, Martha Hartley no pudo dejar de pensar que otro escándalo -y además tan escabroso- dentro de sus filas de personajes valiosos podría resultar fatal.

Nick Marshall estaba esperando en el comedor de prensa de la Cámara de los Comunes a un ejemplar bastante soso de chica Blair, cuando vio que Martin Buckley salía solo.

– Hola. Un buen artículo el de hoy. Interesante.

– Gracias.

– Me entristece un poco. Habría apostado a que al menos seguirían dando un poco de guerra.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Un observador cualquiera podría pensar que ahora alguien les está haciendo la cama a ellos.

– Tu observador no tendría que ser un genio. La lista de sospechosos sería muy larga.

– Me lo imagino. Ah, ahí está la persona que esperaba. Ya nos veremos.

La chica Blair echó una miradita a Buckley.

– El artículo de esta mañana sobre el Partido Progresista de Centro era interesante. Aunque no me sorprende, era demasiado bonito para ser verdad.

– Tienes razón. Estoy de acuerdo.

– Me gusta Martin. Siempre es justo con ambos bandos.

– Creo que eso no es del todo preciso. Se pone más a menudo de vuestro bando, en mi opinión.

– No necesariamente. Le vi el lunes, almorzando con Michael Fitzroy.

– No me digas -comentó Nick-. Tal vez me equivoque.

Qué interesante. Michael Fitzroy almorzando con Buckley. Michael Fitzroy almorzando con Janet Frean. No tenía por qué significar nada. Pero… era interesante. Muy interesante. Tal vez una pequeña charla con Teddy Buchanan lo sería aún más…


– Clio, soy Fergus. Otra vez.

– Ah, hola, Fergus.

Mierda, estaba sin aliento, nerviosa. Ni compuesta, ni en control de la situación.

– Quería saber si estabas libre el sábado para cenar.

– Sería estupendo. Gracias.

Colgó e intentó recuperarse antes de que entrara el siguiente paciente. Venga ya, Clio, no te hagas ilusiones. Fergus sólo quiere pasar el rato. Seguramente, su novia está de viaje o algo así. Calma. A ver si empiezas a tomarte las cosas tal como vienen. Es sólo una cena, no una proposición de matrimonio. Compórtate.

Apretó el intercomunicador.

– Haz entrar a mi cita para cenar, por favor, Margaret.

– Disculpa, Clio -dijo Margaret, divertida-. ¿Cómo dices?


– Tengo que irme. -Gideon se inclinó sobre Jocasta y la besó en la cabeza. Ella estaba enterrada en almohadas en la inmensa cama de su habitación de Cruxbury, y estaba medio dormida-. Volveré en cuarenta y ocho horas.

– ¡Cuarenta y ocho! -Le miró parpadeando e intentando despertarse-. Me dijiste que estarías fuera una noche.

– Era una noche. Que se ha convertido en dos. En cierto modo es mejor, ya pensaba quedarme de todas maneras.

– ¿Ah, sí?

– Sí, señora. Me ilusionaba la idea de estar lejos de ti dos noches y no una. A lo mejor me estoy aburriendo de ti.

– ¡Gideon, no tiene gracia!

– Lo siento.

– Sabías que quería ir contigo si estabas fuera más de una noche. Te lo dije.

– ¿Ah, sí? Lo siento, lo olvidé.

– Es una cosa muy importante para olvidarla. Habría ido. No quiero que te vayas.

– Bueno, querida, puedes venir, si quieres.

– Ya no puedo. Para qué, además, si es evidente que te da lo mismo.

– Jocasta, qué tontería -dijo Gideon, sonriendo-. No te inventes cosas. No me da lo mismo.

– Entonces ¿cómo puedes olvidar decirme que vas a estar fuera otra noche?

Él empezó a impacientarse.

– Jocasta, esto es absurdo. Oye, llego tarde, ¿quieres venir o no? Si vienes, tienes cinco minutos para hacer la maleta.

– No, no quiero ir, gracias. -Le dio la espalda y sintió unas absurdas ganas de llorar. ¿Qué le pasaba? ¿Qué había sido de la independiente Jocasta Forbes? ¿Cuándo había comenzando a ser esa persona dependiente y pegajosa que lloraba porque su marido se marchaba dos días? Era penoso.

– Jocasta…

– Gideon, está bien. Vete. Nos veremos dentro de un par de días.

– Pensaba volver a Londres. ¿Puedes ir?

– No… no estoy segura -dijo.

– ¿Tienes cosas que hacer aquí?

Los ojos azules ya empezaban a brillar de irritación.

– Podría ser.

– Jocasta, te estás portando como una niña. Me voy… -Sonó su móvil-. ¿Diga? ¿Cómo estás, cariño? No, claro que no, nunca estoy ocupado para ti. -Su voz había cambiado por completo. Debía de ser Fionnuala.

Jocasta se quedó echada con los ojos cerrados, fingiendo que no escuchaba.

– Sí, de hecho sí. Voy a Los Angeles y después a Miami. Es perfecto. Puedo ir a veros veinticuatro horas. Dile a tu madre que me llame. ¿Qué? Ahora salgo de Cruxbury, para coger el vuelo del mediodía. Adiós, cielo.

Miró a Jocasta, y le sonrió, de nuevo afable.

– Era Fionnuala. Quiere que vaya a ver otro poni con ella.

– ¡Otro! Gideon, ya le has comprado tres.

– Sí, pero parece que éste es especial. En fin, lo siento, cariño, pero eso significa otro día, así que estaré en Londres el viernes. Por favor, vete, hazlo por mí. Podemos pasar el fin de semana en Londres. Te gustaría, ¿no?

– Sí, sería muy emocionante -dijo Jocasta, esforzándose por parecer sarcástica.

– Estupendo. -Evidentemente el sarcasmo había fracasado-. Piensa en cosas que te gustaría ver, o sitios donde te gustaría ir, y dile a Marissa que lo reserve. Te quiero.

– Adiós -dijo Jocasta, y se enterró bajo las almohadas.

En cuanto estuvo fuera, se sintió fatal. ¿Cómo podía comportarse así, como una niña mimada? Ni siquiera le había despedido como es debido, ni le había dicho que le quería. Y si su vuelo se estrellaba, y si… Cogió el móvil e intentó llamarle. Estaba puesto el contestador. Y si lo había hecho a propósito, y si estaba tan enfadado con ella que no quería hablar… Volvió a intentarlo y le dejó un mensaje: «Siento no haberme despedido como es debido. Yo también te quiero. Llámame cuando escuches el mensaje».

Se levantó y miró el jardín. Hacía un día precioso. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? ¿Pasear? ¿Trabajar en el jardín? ¿Bañarse en la piscina? ¿Sola? ¿Todo el día? Mierda, qué penoso.

Y la vida de Gideon era puro trabajo, tensiones, fechas límite y pasar al asunto siguiente. Dios mío, ella le iba a parecer muy aburrida, muy pronto.

Jocasta sintió que se le encogía el corazón. ¿Había sido una buena idea dejar su trabajo? ¿Debería haber seguido un tiempo? Hasta… ¿hasta qué? Hasta que tuviera hijos, diría la gente. Pero ella no quería tener hijos. No quería.

El viejo dicho de que «quien se casa sin pensar, tiene tiempo para arrepentirse» le daba vueltas en la cabeza. Se lo quitó de encima a base de fuerza de voluntad.

Pero todo el día, mientras se bañaba en la piscina y después hacía la maleta, iba a Londres y se instalaba en la enorme casa de Kensington Palace Gardens, no paraba de asaltarla. Y con él la idea de que había permitido que entrara en su conciencia tan poco tiempo después de casarse. Hacía poco más de un mes que era la señora Keeble y ya no estaba tan contenta de serlo.

Esa tarde, a las cinco, en posesión de una chaqueta de Chanel, después de inscribirse en la primera de una docena de clases de vuelo para el día siguiente, y con un BMW Z3 plateado encargado, seguía deprimida. Deprimida y casi asustada.

Capítulo 32

– Martha, tenemos que hablar. -La voz de Janet era enérgica y decidida.

No te asustes, Martha, tranquila.

– ¿Qué? ¿Qué ocurre? ¿Es importante?

– Depende del punto de vista, diría yo. Pensaba que podríamos vernos después del trabajo.

– Lo siento, Janet, pero hoy acabaré a las tantas. Podríamos quedar mañana.

– Oye. -La voz de Janet era casi impaciente-. Oye, yo también estoy hasta arriba, pero tenemos que hacer esto y…

– Janet, ¿hacer qué? No te entiendo…

– Ay, Dios. ¿Chad no te ha llamado? Veamos, ha organizado lo que él llama una entrevista a las tropas femeninas. Con una chica del Times, para el periódico del sábado. Cree que podemos salvar al partido.

Las tropas femeninas consistían en Janet, Martha y Mary Norton, una de las pocas desertoras del Partido Laborista hacia el Partido Progresista de Centro. Cuarenta y tantos, sensata, expresiva, con un marcado acento del norte. Era muy buena con los medios y una invitada frecuente en Any Questions y Question Time. Martha sólo había coincidido con ella una vez y aún le había inspirado más respeto que Janet Frean.

– Jack cree que formaremos un buen equipo.

– Tú y Mary seguro -dijo Martha cautelosamente.

– Sí, pero Jack te considera nuestro futuro -dijo Janet. Lo dijo con frialdad-. Además -añadió más amable-, tú eres la más guapa de las tres.

No había problema entonces: la utilizarían como niña mona del grupo. Bien. En otra situación le habría hecho gracia, pero dadas las circunstancias, era tranquilizador.


– Tienes un cutis, como absolutamente perfecto. -El maquillador sonrió a Kate. Era negro, con el pelo rubio platino, y los labios muy rojos.

Ella le devolvió la sonrisa, más bien nerviosa. Era difícil mantener una conversación con Crew, como se llamaba el chico. Era de Nueva York, y eso descartaba los comentarios sobre tiendas y bares, y cuando Kate alabó su camisa, él dijo que se compraba toda la ropa en tiendas de segunda mano.

Trabajaba en exclusiva para Smith Cosmetics, de modo que no podía preguntarle por otros trabajos, ni qué personas famosas conocía. De todos modos, cada vez que intentaba decir algo, él levantaba una mano y decía:

– No hables como durante un minutito.

Y el minutito parecía extenderse a toda la duración de la sesión.

De vez en cuando se abría la puerta y entraban dos mujeres: eran la directora creativa y la directora de publicidad de Smith, y ninguna de ellas le dirigió más la palabra después de las presentaciones, cuando le dijeron:

– Hola, Kate, nos hace mucha ilusión tenerte aquí.

Desde entonces, se limitaban a observarla, cada vez que entraban, como si fuera un maniquí en un escaparate, y no una mujer; entornaban los ojos ante su reflejo en el espejo, y después se marchaban, hablando en voz baja, y de vez en cuando decían: «Una frente difícil» o «Demasiado pelo», y le insinuaban a Crew que intentara agrandarle los ojos. O darle un tono más claro a la piel. O que los labios parecieran más gruesos.

Al cabo de una hora, Kate estaba convencida de que habían decidido que habían cometido un error sólo con las fotos de prueba, y estaban a punto de decirles a todos que se fueran a casa, y la idea le hacía gracia.

El fotógrafo todavía no había aparecido, pero por la manera como hablaban todos de él, estaba claro que era importante para la empresa. Decían cosas como «Oh, a Rufus no le gustan las mangas» o «A Rufus no le va el pelo rizado», mientras discutían qué iba a ponerse o cómo iban a peinarla. Se imaginó a un hombretón con una voz atronadora y traje, pero cuando apareció Rufus, resultó ser bajito, como mucho medía metro sesenta, y llevaba pantalones blancos y una camiseta beige. Hablaba en voz muy baja y, de hecho, todos tenían problemas para oír lo que decía y eso le irritaba. Pero sonrió a Kate en el espejo y la saludó. Se llamaba Rufus Corelli. Giró la silla de Kate hasta tenerla de frente, le apartó los cabellos y la observó durante tanto tiempo que a ella le pareció una eternidad y dijo:

– Tiene dieciséis años, por Dios. Quitadle toda esa mierda.

Todos asintieron sumisamente y Crew dijo:

– Pero su piel tendrá que descansar, ya está como absorbiendo demasiado.

Le limpió el maquillaje y le dijo que esperara en la recepción del estudio, donde el aire era como más fresco.

Eran las dos cuando empezaron a hacer fotos, y eso también se torció, porque Rufus dijo que quería que vaciaran el estudio.

– No quiero a nadie aquí, excepto a la modelo -dijo.

A Kate le daba un poco de miedo estar a solas con él, pero entonces él se volvió más simpático y dijo que todavía llevaba demasiado maquillaje, que esa gente no entendía cómo eran los jóvenes, y le ofreció un chicle y le preguntó dónde se había comprado los vaqueros.

– ¿Sabes qué pasa? -susurró-, que soy tan pequeñajo que puedo ponerme ropa de chica. Es una ventaja.

Kate no acababa de entender qué ventaja tenía aquello, pero le dijo que eran de Paper Denim & Cloth, de Harvey Nichols. De hecho, era lo único caro que se había comprado con el dinero del Sketch, pero eso no pensaba decírselo.

– Bien -susurró sacando una Polaroid de la cámara y apretándola bajo el brazo-, no vamos a hacer chapuzas obscenas. Jed, ¿has visto esas chapuzas? ¿A que eran obscenas?

Su ayudante, Jed, había entrado después de que todos salieran del estudio. Era el doble de alto que Rufus, pero no más ancho, y también hablaba muy bajito.

– Muy obscenas -dijo.

– Mira, Kate, esto está bien -comentó Rufus, mirando la Polaroid -, pero te esfuerzas demasiado. Quiero que no pienses en nada. Vacía tu cabeza. Lo que no quiero es nada sexy. Ni afectado. Sé tú misma. Antes de que sucediera todo esto.

Ella asintió. Era muy difícil no pensar en nada. Después de tres intentos, se empezó a angustiar, y de repente Rufus salió del estudio y desapareció.

Seguro que estaba quejándose de ella, quería otra modelo, pensó Kate. Pero él volvió con muchas revistas, Seventeen, Glamour y Company.

Le dio una.

– Venga. Lee. Lee, busca algo que te interese, ¿vale?

Ella asintió y abrió Glamour, que era su favorita. La hojeó y encontró un artículo sobre cómo saber si estabas enamorada. Siempre estaba preguntándose si estaría enamorada de Nat. Creía que más bien no.

– Ya lo tengo.

– Bien. Siéntate allí, en el taburete, donde estabas antes, así, y lee. Léelo de verdad.

Fue más fácil de lo que esperaba. Iba por la segunda pregunta, pensando en lo que sentía cuando Nat la besaba, si era excitante, muy excitante o totalmente salvaje, cuando Rufus dijo:

– ¡Kate!

Alzó la cabeza sin saber lo que quería de ella. La cámara se disparó.

– Bien -dijo él-. Sigue.

Después de tres disparos, se acercó a ella con algunas Polaroids.

– Mira, ¿qué te parece? -preguntó.

Kate miró. Podría haber sido su hermana pequeña, sin apenas maquillaje, los cabellos cayéndole sobre un hombro. Parecía sorprendida, conmovedoramente distraída, con los ojos abiertos e interrogadores, los labios pálidos un poco separados.

– Es una maravilla -dijo Rufus-. ¿Puedes hacer eso una y otra vez?

– Sí -contestó Kate, satisfecha ahora que ya sabía lo que él quería-, sí, seguro que puedo.

Al día siguiente, Smith hizo su oferta: un contrato de tres años para que Kate fuera el rostro de su nueva línea juvenil, Smith's Club, por un millón de dólares al año. Las condiciones del contrato incluirían una gira de publicidad tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido, así como apariciones públicas en Ascot y en el campo de polo de Smith y varios estrenos de cine, y disponibilidad para acudir a sesiones de prensa de Smith. Fergus les dijo que tendría que hablar con Kate y sus padres y que les diría algo después del fin de semana.

Pasó las siguientes veinticuatro horas pensando cuál sería la mejor forma de presentar las noticias a los Tarrant, para obtener su aprobación, al tiempo que fantaseaba sobre lo que podría hacer con el veinte por ciento de tres millones de dólares. Y sólo de vez en cuando pensaba en lo que podía representar para una adolescente vulnerable de apenas dieciséis años, con unos antecedentes tristes y difíciles…


Nick estaba en el vestíbulo de los diputados el jueves por la mañana, escuchando a medias una historia que había oído demasiadas veces, cuando vio que Teddy Buchanan se dirigía a la Cámara.

Nick lo interceptó y lo invitó a cenar el lunes, en el hotel Stafford, no sólo un gran proveedor de la clase de comida y vino que le gustaba a Teddy, sino un lugar más discreto que el Connaught o el Savoy. Teddy aceptó de inmediato.


Antes de que dieran las siete de la mañana del sábado, Jack Kirkland ya estaba hablando por teléfono.

– Sé que es temprano, pero no quería que te me escaparas. Sé que te vas a Suffolk a primera hora. ¿Has visto el Times?

– Sí, lo he visto.

– Estoy muy contento -dijo Jack-, muchísimo. Realmente transmite un nuevo mensaje. Nos hace humanos, sensatos, conscientes de la vida real. Todas, cada una a su manera, habéis hecho un trabajo estupendo. Bien hecho, Martha. Sé que no te gusta lo de la publicidad, pero tendrás que acostumbrarte. Lo haces de maravilla.

– Oh, no tanto -dijo-. Pero me alegro de haber ayudado. ¿Ya has hablado con Janet?

– No. Bob me ha dicho que estaba durmiendo. Es raro en ella; Janet es como tú, Martha: en pie como las gallinas y a punto para enfrentarse a todos los avatares de la vida. ¿Has hablado tú con ella?

– No, tampoco… tampoco se ha puesto.

– Bueno, se merece un descanso. Igual que tú. No debes agotarte, Martha, pero sé que esas consultorías significan mucho para ti, y para tus votantes. Es un gran gesto. Una gran idea.

La chica del Times también lo había dicho y lo había puesto en su artículo. Era un buen artículo, pensó Martha, echándole otro vistazo. Pero… era muy halagador con ella.

«La directora, la prefecta y la chica nueva», rezaba el titular. Janet, por supuesto, era la directora, y se la describía como una de las líderes del nuevo partido «apasionada con la necesidad de alimentar, educar y mejorar la salud, tanto física como moral». Sonaba un poco… a institutriz. Y Janet parecía la institutriz en la foto, con su «uniforme», y los cabellos cepillados hacia atrás muy tirantes. Por su parte, Mary Norton hablaba del papel de las mujeres en la política, la necesidad de expandir su base de poder, de la discriminación positiva, de las mujeres como una fuerza dentro de los sindicatos, que debían aspirar a doblar el número de guarderías en el lugar de trabajo, conseguir el permiso de paternidad, alargar el permiso de maternidad. Sonaba muy feminista, muy de izquierdas: a Martha le sorprendía que Jack estuviera complacido con su contribución. Mary, con los cabellos rizados y elegantes mechas grises, jersey y chaqueta conjuntados y la cara poco maquillada, estaba imponente. Y después estaba Martha: Martha mirando a la cámara, con los ojos castaños muy abiertos y los cabellos lisos y con mechas, con una camiseta de escote oblicuo y una chaqueta de corte perfecto, diciendo que se preocupaba por los desfavorecidos, hombres o mujeres, mencionando a Lina y el horror de su sala mixta, su escuela pública, destruida por el «ideal de inclusión», hablando de sus asesorías jurídicas en su ciudad natal, y cómo veía la política desde «mi punto de vista de chica».

Se la presentaba encantadora, considerada y modesta. Estaba preciosa. La periodista la había destacado como «Quizá la más humana de las tres, la que todavía vive en el mundo real, la más consciente de lo que quiere de la política y con el carisma a su favor para conseguir su escaño y poner en práctica sus ideas. Jack Kirkland, el líder del Partido Progresista de Centro, la apoya sin tapujos: dice que representa el futuro del partido».

Eso era lo que la había preocupado más -desde el momento en que lo leyó, a última hora de la noche anterior en la estación de Waterloo, y la había tenido despierta toda la noche-, que la destacaran y saliera tan favorecida, y desde que Janet se había negado a ponerse al teléfono, estaba aún más preocupada.

Si fuera Janet, no le habría gustado que la retrataran como la vieja estadista, no le habrían gustado las implicaciones de su papel de niñera, ni las poco halagadoras fotografías. Por mucho que se esforzara en decir que le daba igual su aspecto, sí le importaba. Se cortaba el pelo en Nicky Clarke y se lo peinaban dos veces a la semana, y sus trajes de uniforme eran todos de Jaeger y MaxMara. A Mary Norton le daba igual. Ella tenía integridad política de verdad, y estaba dedicada a sus ideales. La cuestión era que Janet quedaba como la menos carismática de las tres, y el carisma lo era todo en política. Era lo que mantenía a Tony Blair tan firmemente en su puesto.

Martha intentó llamar a Janet por segunda vez, y dejó otro mensaje en el contestador. Por lo visto, Bob se había cansado de hacerle de secretario. Comprobó sus correos una vez más por si Janet le había escrito. No había ninguna noticia.


– Martha, cariño, perdona que no te haya contestado las llamadas antes. He tenido una mañana feroz. El artículo ha salido perfecto, ¿no te parece? Creo que las tres hemos quedado de maravilla. Me gustó mucho, sobre todo que se mencionaran casi todos mis puntos. Y Jack también está complacido. Tú sales preciosa en la foto. Mary y yo no tanto, pero ésa no es la cuestión, ¿verdad? Gracias por haber encontrado tiempo.

Martha conducía por la Mu y sintió que el coche podía despegar y salir volando. Debería dejar de preocuparse por Janet. No había ninguna necesidad.


Clio miró a Fergus, frente a ella en la mesa, y se preguntó si debería decirle que no necesitaba coger el último tren de vuelta, porque una vez más estaba instalada en casa de Jocasta.

Sin embargo, podría parecer un poco atrevido. Como una invitación. Él había dicho un par de veces, muy cortésmente, que tenían que estar atentos al reloj porque ella tenía que irse, y había añadido que no le hacía gracia que tuviera que ir en transporte público a esas horas un sábado por la noche. ¿No le daba miedo? Clio había dicho que no. Y que tenía el coche en la estación. Eso era cierto.

Pero estaba pasándolo de maravilla. Estaban en el Mon Plaisir, en Covent Garden, y su calidez, su encanto lujoso, su exquisita comida, sus jóvenes y guapos camareros, la habían relajado del todo. Se había puesto muy nerviosa, por supuesto. Ya no tenía ni idea de lo que se llevaba para ir a un restaurante de Londres, y a las seis, cuando debería estar duchándose, estaba planchando frenéticamente una blusa de seda color crema, que tenía cinco años. Fergus le dijo que estaba guapísima y ella intentó creérselo. Él sin duda estaba muy apuesto con un traje de hilo color crema y una camisa de seda negra, que la hicieron sentir más patosa que nunca.

Dejó de preocuparse por su ropa a los tres minutos. Fergus había estado encantador toda la cena, halagador y divertido. ¿Por qué le gustaba? ¿Por qué? La hacía reír y hacía que ella le hiciera reír. ¿Cómo lo hacía? Le preguntaba su opinión muy en serio sobre si debía comprarse un piso que había visto en Putney.

– A mí no me preguntes -dijo Clio, riendo-. No sé nada de propiedades en Londres. Aunque si me dan el empleo, tendré que buscar.

– Ah -dijo él, sonriéndole-, pero a ti te sobra sentido común, y no puedo permitirme ese piso. La verdad es que por ahora, al menos, no.

– Pues no te lo compres.

– Sabía que dirías eso -dijo él.

– Entonces ¿por qué me lo preguntas?

– Creía que te convencería y de paso me convencería a mí mismo. Es una preciosidad, junto al río, con un pequeño jardín en la azotea, bueno, es una terracita en realidad. Te encantaría, Clio.

Clio había sopesado la relevancia de que a ella le gustara y había decidido, más bien con tristeza, que era una forma de hablar.

Después Fergus le habló de todos los espectáculos del West End: qué había visto Clio, qué le gustaría ver.

My Fair Lady -dijo ella inmediatamente, y entonces se dio cuenta de lo pueblerino que debía de parecerle y se ruborizó.

– A mí también -dijo él, sin embargo-, ¿por qué no vamos juntos? También me gustaría ver Les miserables -añadió-. Ya ves lo atrasado que estoy.

Clio se había temido que lo hubiera dicho sólo para hacerla sentir mejor, pero de todos modos dijo que sí.

– Y Chicago.

– Pues tenemos un montón de trabajo por delante -dijo él, y echó un vistazo al reloj.

Ahora estaba aburrido, pensó ella, pero él sólo dijo:

– Se te hace tarde.

Entonces fue cuando dijo que no le hacía gracia dejarla sola en un tren.

¿Debía decirlo o no? Que no tenía por qué coger el tren, pero ¿cómo exactamente? ¿Qué diría? Suspiró sin quererlo, y cuando él la miró, dijo:

– Tengo que ir al servicio. Discúlpame.

Tardó un rato en arreglarse el maquillaje, en perfumarse y contemplarse con su traje de mujer de mediana edad. Cuando salió, vio que había una chica en la mesa, sentada en su sitio, una chica preciosa, con una media melena perfecta y un vestido de seda ajustado. Seguramente le había dicho que fuera a salvarle: «La mujer con la que he quedado se marcha a las once -le habría dicho-, tiene que volver al pueblo. Tú y yo podemos salir por ahí».

Respiró hondo y se acercó a la mesa.

– ¡Clio! Clio, te presento a Joy, Joy Mattingly. Somos viejos compañeros de trabajo, ¿verdad, querida?

– Ya lo creo -dijo ella sonriéndole. Después sonrió a Clio-. Lo hemos pasado bien, ¿eh, Fergus? -Cogió un terrón de azúcar del azucarero, lo mojó en el café de Fergus y lo lamió lentamente. Clio la miró traspuesta-. Bueno, me voy -dijo, levantándose despacio. Era muy alta-. Ya nos veremos, Fergus, cariño. Que te diviertas.

Él se levantó, le dio un beso y volvió a sentarse, señalando la silla de Clio con un gesto de disculpa.

– Perdona.

– No, no -dijo-, no seas tonto. Pero tengo que irme, Fergus, se hace tarde y…

– Y perderás el tren -dijo, y su voz era inexpresiva-. Claro, te buscaré un taxi. ¿Seguro que no te da miedo?

– Seguro -dijo Clio.

– Bien -dijo Fergus, y Clio vio que mandaba un beso a Joy al otro extremo del restaurante y se sintió peor que nunca-, vamos a buscarte un taxi.

Y cuando uno paró casi de inmediato, dijo bastante enérgicamente:

– Bien, que tengas buen viaje, Clio. Lo he pasado muy bien. Tenemos que quedar otro día.

Volvió a entrar en el restaurante. Clio miró las calles concurridas desde el taxi, y todas las parejas felices, cogidas de la mano, abrazadas, y le costó trabajo no echarse a llorar.

Dentro del restaurante, Fergus, muy deprimido, le contaba a Joy Mattingly, muy aburrida, que temía que Clio, que era tan inteligente y tenía tanto éxito en su profesión, le considerara frívolo y poco interesante.

– Normalmente no me gustan las mujeres inteligentes, pero ésta es diferente -dijo-. Es la combinación de cerebro y belleza; es algo muy raro. Bueno, está claro que no va a resultar. Tenía esperanzas, pero…

Suspiró y se acabó la copa. Rechazó la invitación de Joy de ir con ella y un grupo a Annabel's. Ella le miró un buen rato, nunca le había visto rechazar una oportunidad de ampliar sus contactos.

Debía de estar enamorado.

Capítulo 33

– No, jovencito, no puedo decírtelo. Honor entre ladrones, se llama.

Teddy Buchanan había terminado su segunda copa de oporto y estaba colocado. Vaya, le había salido carísimo por nada, pensó Nick.

– Teddy, sólo quiero un nombre.

– ¡Sólo un nombre! Vosotros nunca reveláis vuestras fuentes, ¿no? No empecéis a pedirnos que lo hagamos nosotros.

«A menos que te convenga», pensó Nick.

– No -dijo-, no, claro que no.

– De todos modos, ha sido una cena muy agradable. Gracias. Y mira, yo en tu lugar tendría una charla con Griers. Es un buen hombre. Una gran pérdida para el partido. En fin, fue la primera víctima de todos estos tejemanejes. Si fuera tú, le sonsacaría más detalles.


– El lugar estaba casi desierto -dijo Eliot. Estaba pálido y parecía angustiado. Y había adelgazado-. Todos se habían ido a casa temprano. Era una de esas noches.

– ¿Alguien sabía que ibas a dar una vuelta por la cámara con esa mujer?

– Sí. Chad lo sabía. Pero él se marchó enseguida. Ah, y Janet. Pero ella también se iba a casa. No había nadie más. Ya te he dicho que estaba desierto.

– Ya -dijo Nick-. Aún llamarías más la atención si alguien te veía.

– Pero no me vio nadie, podría jurarlo. El guardia, pero ellos no…

– No -dijo Nick-, no lo dirían. ¿Y dices que Janet se había marchado?

– Sí, se había ido.

– ¿Estás seguro?

– Nick, claro que estoy seguro. ¿No me estarás diciendo que Janet nos la está jugando? ¿A su propio partido? Es absurdo.

– Sí, es absurdo -dijo Nick.


– No podemos aceptarlo -dijo Helen-. De ninguna manera. -Tenía la cara roja y estaba al borde de las lágrimas-. De ninguna manera. ¿Verdad, Jim?

– No, no podemos. Es demasiado joven y demasiado vulnerable.

Fergus esperaba que se enfadaran. En cierto modo, le causó buena impresión que se enfadaran. No mucha gente rechazaría tres millones de dólares. En cierto modo estaba de acuerdo con ellos. Pero…

– Helen, Jim, se trata de mucho dinero -dijo con delicadeza.

– Lo sabemos -dijo Helen-. En parte es por lo que no queremos.

– Sí, pero pensadlo. Por favor. Sólo un momento. Cualquier cosa que hayáis querido para Kate, podría tenerlo. Viajes, universidades, cualquier cosa. ¿Qué le vais a decir?

– ¿No podemos decirle que no la han elegido?

– No. Pensadlo. ¿Qué diría ella, más adelante, si se enterara de que lo habíais rechazado sin consultárselo? Se pondría furiosa. Y tendría parte de razón.

– Sí, pero tenemos que pensar en lo que es mejor para ella ahora mismo -dijo Helen-. Es muy vulnerable. Es una niña, Fergus, no una adulta.

Cuando Fergus se marchó, Helen y Jim se quedaron mirando las fotos de Kate en silencio.

– Esto es muy difícil -dijo Helen.

– Lo sé -dijo Jim.


– ¿Martha? ¿Martha Hartley?

– ¿Sí?

Era Malcolm Farrow, jefe de prensa del Partido Progresista de Centro. Necesitaban hablar con ella urgentemente. Habían pedido que apareciera en Question Time esa misma semana. Clare Short se había retirado en el último momento y querían a Martha.

– Dios mío. -Sintió pánico-. Debería ir Janet Frean -le dijo-. Es evidente. Por favor, diles que se lo pidan a ella.

– Se lo propusimos, pero dijeron que te preferían a ti -explicó un poco incómodo Farrow.

– Pues yo no puedo -dijo Martha con firmeza-. Estoy ocupadísima y, de todos modos, ¿qué diría Janet?

Eso era lo peor, demasiado horrible para pensarlo. ¿Cómo se sentiría Janet?: rechazada por Question Time, el programa de televisión más deseado por los políticos, porque la preferían a ella. Querría matarla. Querría… Dios mío, ¿qué podría querer hacerle? ¿Qué podría hacer?

– No puedo -dijo-. Lo siento.


– Martha, soy Jack. ¿Qué tontería es esa de que no quieres ir a Question Time? Por supuesto que tienes que ir. Es una oportunidad única.

– Jack, no puedo.


– Martha, soy Chad. Oye, acabo de enterarme de que has rechazado ir a Question Time, No puedes. No puede ser. La gente mataría por salir en ese programa. Estarás fabulosa. Tienes que hacerlo.

– ¡Chad, no puedo!


– Martha, soy Mary Norton. Tienes que ir a Question Time. Tienes que ir. Sin excusas. No hay excusa posible.

– Mary, no pienso hacerlo.


– Martha, soy Nick Marshall del Sketch, hemos coincidido algunas veces. Oye, he oído que has rechazado ir a Question Time. ¿Podrías hacer un comentario?


– Martha, soy Paul Quenell. He oído el rumor de que te han invitado a participar en Question Time. Estoy alucinando. ¿Qué? Por supuesto que tienes que ir. Yo fardaré mucho de amiga. Sobre todo si le pegas un buen palo a Wesley.

– Paul, no creo que pueda.


– ¿Martha? Querida, soy Geraldine Curtis. Acabo de enterarme de lo de Question Time. Es una noticia maravillosa. Por supuesto que vas a ir. ¿Qué? ¿Por qué diablos no? Estamos todos emocionadísimos, nos daría un estupendo empujón.


– Martha, soy tu madre. ¿Es verdad que vas a salir en Question Time? ¿No? Ya me parecía que no podía ser. Es una lástima, cielo.


La única persona del mundo que no parecía querer hablar con ella era Janet. Martha la había llamado al menos cinco veces. No era de extrañar. ¿Qué iba a hacer?


– Martha, querida, soy Janet. Me han dicho que te han pedido que salieras en Question Time. Me parece maravilloso. Por supuesto que tienes que ir. Siempre que te sientas con ánimos. Es muy intimidante. Lo sé mejor que nadie. He ido varias veces. Pero estoy segura de que podrás. Una vez allí, no da tanto miedo. ¿Qué? No, claro que no me importa. De hecho, es un alivio no tener que ir. Me gustará verte. Oye, si quieres algún consejo, podríamos vernos, tal vez la noche antes o algo así.

¡No le importaba! ¡Le parecía bien. Dios mío, qué buena era. Qué generosa. Bien, en ese caso, tal vez…


– ¿Eres Kate? ¿Kate Tarrant?

– Sí, soy yo.

– Ah, hola, Kate, soy Jed. El ayudante del señor Corelli.

– Ah, hola.

– Quiere saber dónde te compraste los vaqueros. Se lo apuntó y perdió la nota.

– En Harvey Nichols -dijo Kate.

– ¡Harvey Nichols! Es estupendo. Iremos mañana mismo. ¿Te han gustado las fotos?

– Aún no las he visto.

– Pues le mandé algunas a tu agente.

– ¿Ah, sí? Es que hoy no le he visto. He salido de compras.

– Ah, vale. Bueno, he oído que estaban muy contentos. Los de Smith. Estarás muy emocionada.

Kate colgó y llamó inmediatamente a Fergus.


Kate estaba furiosa, colorada, con los ojos brillantes, los puños cerrados.

– ¡Gracias por decírmelo!

– ¿Decirte qué, Kate?

– Ya lo sabéis. Lo del contrato. Fergus me ha dicho que había hablado con vosotros, que tenía que preguntaros.

– Sí, es verdad.

– ¿Y cuándo fue eso?

– Fue ayer, cariño.

– ¿Y no pensabais decírmelo?

– Esperábamos el momento oportuno.

– Muy bien -dijo Kate-, éste es el momento.

– Tu padre no está.

– No me importa.

– Pero a mí sí -dijo Helen-. Es un asunto importante y no quiero discutirlo sin tu padre.

Kate salió de casa, dando un portazo tan fuerte que las ventanas vibraron.


El camarero colocó un filete de salmón en el plato, lo cubrió con la salsa de la cazuela, todo con suma precisión, y después se inclinó sobre Nick para dejar cuidadosamente las verduras sobre la mesa y dijo muy bajito:

– Señor Marshall, tiene algo en el bolsillo de la americana.

– Gracias. Muchas gracias.

Nick estaba almorzando en el comedor de prensa con uno de los chicos del Ministerio de Exteriores. Se disculpó en cuanto pudo con educación y salió despacio del comedor. Tenía la americana colgada en un perchero. La cogió como si nada, se metió en el servicio y se sentó en uno de los inodoros. No era la primera vez que le sucedía: era una forma discreta de pasar información. Pero siempre era emocionante, se sentía como si participara en una miniserie o algo así.

Había una nota cuidadosamente doblada en el bolsillo interior de la americana, con la palabra «Confidencial».

«Me gustaría hablar contigo algún día -dijo-, sobre el Partido Progresista de Centro y su futuro. Sé cosas que te parecerían muy interesantes. Quizá puedas llamarme al móvil.»

Estaba firmado Janet Frean.


Clio pensaba a menudo que si hubiera sido una persona más sincera, toda su vida podría haber sido diferente.

Si le hubiera dicho a Mark lo que estaba haciendo en realidad el día de la entrevista con la junta, en lugar de pretender que tenía hora con el ortodontista, que exigía que saliera de la consulta a la hora del almuerzo, entonces…, todo habría sido muy diferente. Se habría tomado todo el día libre para preparar la entrevista y habría ido a Londres por la mañana, para ir con tiempo de sobra. Pero la entrevista sería bastante tarde para que pudiera pasar consulta por la mañana y tener tiempo para ir a casa, cambiarse de ropa y coger el tren sobre las dos. Sólo tenía que encontrar un sustituto para las visitas a domicilio, que eran muy pocas aquel día.

Con ese plan en la cabeza, se puso una camisa que era… no exactamente vieja, pero sí pasada de moda y un poco descolorida, y una falda que también había vivido mejores días. Y sus zapatos más viejos y cómodos. Las visitas se habían alargado un poco y no había acabado hasta la una menos diez, pero no era grave. Podía estar en casa a la una, y entonces…

– ¿Clio? Llaman de The Laurels. -Margaret parecía preocupada-. La enfermera dice que es importante. Se trata de los Morris.

– Pásamela -dijo.

La señora Morris había muerto aquella mañana, dijo la enfermera.

– Ha sido una muerte tranquila. Y el señor Morris estaba con ella.

– Oh, qué triste… -A Clio se le llenaron los ojos de lágrimas-. Lo siento -dijo-, cuánto lo siento. ¿Cómo está el señor Morris?

– Por eso la he llamado -dijo la enfermera-. Está muy trastornado. Y pregunta por usted. Me preguntaba si…

– No puedo -dijo Clio-. Tengo que ir a Londres y…

Diez minutos después estaba en The Laurels.

El señor Morris estaba sentado con la señora Morris, cogiéndole la mano. A la señora Morris le habían puesto un camisón limpio y tenía en la cara una sonrisa pacífica de muerte. Clio cogió una silla y se sentó a su lado, cogiéndole la otra mano. Él la miró y dijo, con lágrimas resbalándole por las mejillas:

– Me ha dejado, doctora Scott. Me ha dejado.

– Lo sé -dijo amablemente-. Lo sé y lo siento mucho.

– Me prometió que no lo haría. Me prometió que me esperaría. ¿Qué voy a hacer sin ella?

Eran las dos cuando salió disparada por el camino de entrada, esquivando por los pelos a la camioneta de la carnicería. Se alegraba de haber ido. Aunque le costara el empleo.

¿Qué podía hacer ahora? Si iba derecho a la estación, quizá cogería el de las dos y media. Así llegaría justo a tiempo para arreglarse un poco y ordenar sus ideas, con su falda y su camisa viejas, y los zapatos gastados. Por otro lado, podía aparecer arreglada y decente, pero tarde.

Clio pensó en las personas que probablemente formarían la junta y sus intereses y decidió que no se fijarían tanto en su chaqueta de Paul Costelloe y sus pantalones de Jigsaw. Fue a la estación.


– ¡Qué puta mierda! -exclamó Eliot Griers.

Chad Lawrence le miró; pocas personas habían oído maldecir a Eliot. En general, sus modales no habrían ofendido a un claustro de monjas camino de maitines.

– Pensé que esto… te animaría -dijo.

– Es asombroso. ¿Por qué no me lo habías dicho, maldito inútil?

– ¡Eliot! -Pero sonreía-. Lo siento, lo siento mucho. Lo había olvidado. Ya sabes cómo se esconden las cosas en rincones del cerebro y… allí se quedan. Le he estado dando vueltas a esa noche una y otra vez, intentando recordar algún detalle, y anoche me acordé. Ella volvió, estoy seguro. Había olvidado el móvil. Tú ya te habías ido con tu ligue…

– No era mi ligue.

– No, está bien, tu viuda desconsolada, o divorciada, o lo que sea. Así que es posible, cabe dentro de lo posible, que os viera. Es posible. Y ella también vio las cifras de la encuesta, por cierto.


Clio cogió el tren de las dos y media, por los pelos. Se instaló en un compartimento, recuperó el aliento y buscó un peine en el bolso. No llevaba peine. Por suerte, sí tenía una bolsita de maquillaje y podría…

– ¡Mierda! -exclamó en voz alta.

Tampoco llevaba la bolsa de maquillaje.

Qué desastre…

Encendió el móvil, que había apagado mientras estaba con el señor Morris. Tenía un mensaje de texto de Fergus, que decía: «Suerte con la entrevista. Espero que lleves el vestido de la fiesta». Era un cielo. A lo mejor no la había encontrado tan aburrida, a lo mejor… Le contestó.

«Muchas gracias. Ojalá. Llevo ropa vieja. Estoy espantosa. Clio.»

Él le contestó inmediatamente.

«¿Por qué?»

«Muchos líos. No sé si llegaré.»

Ya llegaba tarde. ¡Mierda!

«Nos disculpamos con los clientes por el retraso. Debido a un fallo en los semáforos de Waterloo, este tren tendrá su final en Vauxhall. Se recomienda a los clientes…»

¡Clientes!

– ¡No somos putos clientes! -gritó a un desventurado revisor que pasaba por el vagón-. Somos pasajeros. Personas que quieren ir a algún sitio. Con sus trenes. ¿Se entera?

Él se encogió de hombros.

– No me culpe a mí, guapa -dijo, y se alejó.

¡Mierda, mierda, mierda! Estaba escrito que no conseguiría ese empleo. Lo estaba. No valía la pena…

Sonó el teléfono.

– ¿Clio? Soy Fergus. ¿Qué pasa?


Jocasta estaba preparando con bastantes nervios el regreso de Gideon el fin de semana. Se sentía como una esposa americana rica. Había llenado de flores la casa, se había cortado el pelo y se había hecho mechas, y se había comprado un salto de cama de Agent Provocateur. Seguramente lo llevaría puesto poco rato, pero seguía siendo muy bonito. Aunque bonito no era la palabra correcta. Sexy. De satén negro y encaje de color crema, y no mucho de cada. A Gideon le gustaría. Era un poco anticuado en cuestión de ropa íntima. Era bastante anticuado en todo.

También había reservado entradas para un concierto de Mozart en el Wigmore Hall, que sabía que él disfrutaría más que ella, y una mesa en el Caprice para cenar.

Estaba satisfecha consigo misma. Eso le gustaría a Gideon, le demostraría que era una mujer madura, una esposa adecuada para él, no una jovencita egoísta e inmadura. Como su dichosa hija. Miró el reloj y suspiró. Aún le faltaba media tarde del miércoles por pasar. ¿Qué podía hacer? Más compras, quizá. No, iría a correr por el parque.

De repente, tuvo una visión de Nick saliendo a correr de su casa un domingo por la mañana, su cuerpo largo y atlético moviéndose ágilmente y con seguridad por la calle, el cabello castaño al aire, saludándola sin darse la vuelta. Y luego volviendo a casa y preparando café, intentando descongelar el zumo de naranja que ella había dejado demasiado tiempo en el congelador y apartando las pilas de periódicos que tapaban la cama. A menudo hacían el amor los domingos por la mañana, con agradable lentitud, perezosamente. Ella nunca llegó a comprender cómo podía salir a correr después de eso.

¡Basta, Jocasta! Todo eso estuvo muy bien, os lo pasabais en grande y el sexo era fantástico, pero no te quería. Al menos, no lo suficiente. Gideon sí te quiere. Y es maravilloso.


Fergus había dicho que recogería a Clio en Vauxhall.

– Puedo cruzar Londres rápido, por Vauxhall Bridge, luego Park Lane, y estoy allí en un abrir y cerrar de ojos. No te preocupes.

Clio había protestado, le había dicho que seguro que tenía otras cosas que hacer, como trabajar, pero…

– Tonterías -dijo Fergus-. Esta tarde soy libre como un pájaro. Tenía una cita movida con una inspectora de Hacienda, pero se ha presentado esta mañana. ¿Necesitas algo más?

– Bueno… -Clio dudó-. La verdad, Fergus, no sé si podrás…

Tenía que gustarle. A la fuerza.

El tren entró en la estación de Vauxhall a las 3:35 y él estaba esperándola fuera, sonriendo y con una bolsa de productos de maquillaje en la mano.

– Detrás tienes una chaqueta. Creo que es de tu talla. No está mal, es bastante bonita. Una chica con quien salía se la dejó en casa. Es de Jigsaw, talla doce.

– ¡Oh, Fergus! -exclamó Clio, y sin pensar que podía avergonzarlo, le dio un beso-. Eres un ángel.

– No tanto, y ella seguro que no está de acuerdo, pero… sube, sube al coche. Puedes arreglarte por el camino.

Incluso le había traído pañuelos de papel.

A las cuatro menos cinco estaban en un extremo del aparcamiento de Park Lane.

– Clio, hola. -Era la secretaria de Donald-. ¿Estás en el hospital?

– No -gimió Clio-. Estoy en Park Lane. ¡En un atasco! ¿No van con retraso, por casualidad?

– Me temo que no. El doctor Sabelotodo, y no te lo he dicho yo, tu único rival de verdad, está dentro. Saldrá de un momento a otro. ¿Qué hago, Clio? ¿Les digo que llegarás tarde?

– Será lo mejor -respondió Clio.


A las cuatro y cuarto se acercaban a Sussex Gardens. El tráfico seguía avanzando a paso de tortuga.

– Creo que llegarías antes andando desde aquí -dijo Fergus-. Yo aparcaré e iré a buscarte. Buena suerte. Estaré esperándote.

Clio abrió la puerta de golpe y echó a correr. Al menos los zapatos viejos servirían para algo. Al llegar a la puerta del Royal Bayswater se dio cuenta de que se había dejado las notas en el coche.

Fergus estaba intentando entrar marcha atrás en un espacio demasiado pequeño, y con rayas amarillas dobles, cuando vio las notas para la presentación de la entrevista en el asiento de atrás. Todas las razones por las que quería el puesto, sobre presupuestos, cómo veía el departamento de geriatría en el marco de la administración del hospital y la política interna. Había estado estudiándolas para no ponerse más nerviosa, por el camino. Evidentemente eran importantes. Pero ya le llevaba cinco minutos de ventaja. Al menos. Y el hospital todavía estaba lejos.

Clio estaba en la recepción, intentaba hacer entender a la recepcionista que no tenía conocimiento de ninguna entrevista de la junta, la urgencia de su caso.

– Llame a la secretaria del profesor Bryan -dijo-. Ella sabrá dónde tengo que ir.

Dios mío. Si al menos tuviera las notas. Si… Estaba desorientada, no podía pensar con claridad.

– ¡Clio! Ven. Te han dejado de margen hasta las cuatro y media. Les he servido un té.

Era la secretaria de Donald. Tendría que mandarle unas flores.

– ¡Clio!

Era Fergus, blandiendo algo en la mano. Sus notas.

– Oh, Dios mío -gritó Clio-. ¿Cómo lo has hecho?

– Una vez gané una medalla en una carrera, el único premio que me dieron en la escuela -dijo-. Toma. Buena suerte. La chaqueta te sienta bien -añadió-. Te sienta mejor a ti que a ella.

– ¿Es tu novio? -preguntó la secretaria de Donald-. Qué cielo.


Todos la miraron con frialdad cuando entró en la sala. Incluido Donald. Eran cinco: algunos conocidos, otros no. El director administrativo del hospital, un asesor externo, el director clínico, uno de los especialistas y Donald.

– Lo siento mucho -dijo, sentándose en la silla que le indicaban-. Puedo explicarlo si lo desean…

– Ahora no -dijo el administrador-. Creo que ya estamos bastante retrasados. Si pudiéramos empezar…

Asombrosamente, una vez comenzó, se sintió cómoda de inmediato. Tenía todas las ideas y teorías ordenadas, la experiencia recuperada, todo en el sitio que le correspondía. Respondió a todas sus preguntas con claridad y sin dificultades, expresó su punto de vista de que para la geriatría era tan importante la medicina como el aspecto social, la importancia de permitir que los ancianos formaran parte de la sociedad, para lo cual debía supervisarse cuidadosamente el tratamiento farmacológico y el apoyo de los servicios sociales. Había investigado por su cuenta la diabetes de aparición tardía y los infartos cerebrales, estaba al día del tratamiento, tanto en el Remo Unido como en Estados Unidos. Se dio cuenta de que les había causado una muy buena impresión. Habló de los días que había pasado visitando los otros hospitales, dijo que le había impresionado favorablemente la atención domiciliaria del Highbury y su política de independencia de los pacientes. Y finalmente, expresó su punto de vista personal sobre las frustraciones de los cuidadores, que no podían administrar fármacos por culpa de regulaciones sin sentido.

– Sé que eso es más política que medicina -dijo-, pero es muy importante. Creo que podríamos tener consultas menos llenas, que se necesitarían menos camas, y habría menos presión en las residencias si pudiéramos superar estas dificultades.

Y entonces se horrorizó al darse cuenta de que le temblaba la voz, y los ojos le escocían, pensando con un terrible dolor que los Morris podrían estar tranquilamente en su casa, juntos, si hubiera podido asegurarse de que tomaban su dosis de medicación correcta y a las horas debidas todos los días.

– Discúlpenme -dijo, viendo que la miraban con curiosidad-, he tenido un día pésimo, por un paciente. Por eso he llegado tarde.

– Tal vez ahora, doctora Scott, sería un buen momento para que nos lo contara -intervino Donald amablemente, viendo la oportunidad de echarle una mano.


Clio esperó fuera con los otros tres candidatos. El que sin duda era el doctor Sabelotodo estaba sentado tamborileando con los dedos sobre la pierna, mirando el reloj. Los otros dos leían el periódico y tampoco eran muy comunicativos. Seguramente porque ella los había retrasado, banalmente, para romper la tensión, Clio habló.

– Siento haber llegado tarde -dijo-, es que…

Se abrió la puerta y, tras un silencio interminable, oyó:

– Doctora Scott, ¿puede volver a entrar, por favor?


Después nunca supo cuándo se había estropeado: cuándo se acabaron los abrazos y los besos frente al hospital, la sensación cálida de euforia y de triunfo compartido, y empezó la frialdad. Incluso le había comprado flores.

– Sabía que te los ganarías. -Insistió en llevarla a Covent Garden-. Es un lugar perfecto para celebrarlo.

Pensó en la cena del sábado y esperó que tuviera razón.

Fergus había pedido una botella de champán.

– A tu salud, doctora Scott. -Fergus levantó la copa-. Estoy muy orgulloso de conocerte.

– Gracias. ¡Toda una botella! Fergus. Tus ojos son más grandes que tu estómago. Como solía decir mi niñera.

– ¡Tu niñera! Eso suena fabuloso -dijo Fergus-. De donde yo vengo, la niñera es la abuela.

– Fergus, yo tenía niñera porque no tenía madre -dijo Clio. Se dio cuenta de que se ruborizaba. ¿Había sido entonces? De repente, sin duda se había sentido rara y menos feliz.

– ¿No tuviste madre?

– No. Murió cuando yo era un bebé.

– Eso es muy triste.

– No tanto. Sé que suena fatal, pero no la conocí. No conocí una vida diferente. Pero no es de eso de lo que quería hablar. ¡Oh, Fergus! Nunca lo habría conseguido sin ti. Nunca. No sé cómo agradecértelo.

– Ni falta que hace -dijo-. Me siento compensado con que lo hayas conseguido. Estuviste mucho rato dentro -añadió-. Empezaba a pensar que te habías escapado por la puerta trasera.

– ¡Fergus! Qué tontería. Hay mucho de que hablar en esas juntas, no se trata de una simple entrevista… -Se interrumpió, temiendo parecer condescendiente.

– Me lo imagino. La única entrevista que me han hecho fue para un puesto de administrativo. Duré un par de minutos y medio. Desde entonces siempre me he abierto camino con halagos.

– Me temo que los halagos no son una técnica de entrevista admitida para los médicos -dijo Clio. Mierda. Lo había hecho otra vez. Le sonrió, temerosa de parecer una institutriz severa.

– Sí, claro, nuestros mundos están bastante alejados -dijo él. Y esa vez no le devolvió la sonrisa.

Clio empezó a sentir pánico. No podía volver a estropearlo. Ahora no. Con todo lo que había hecho por ella.

– Has sido muy amable, Fergus -dijo de nuevo-. Muy amable.

– No te pases con los agradecimientos -dijo-. Es lo que habría hecho cualquier amigo.

Un amigo. Cualquier amigo. Así la veía él. Sólo había ayudado a una amiga.

– ¿Qué vas a hacer esta noche? -preguntó Fergus.

– Pues volver, supongo.

– Pero ¿tienes que volver?

– Oh, sí -dijo Clio rápidamente. No quería que pensara que tenía que entretenerla, seguir invitándola para celebrarlo. Ya se había tomado muchas molestias.

– Muy bien. Yo también debo volver a la oficina.

– Me lo creo. Ya te he robado bastantes horas de trabajo útil.

– Eso sería discutible. Dudo que el trabajo fuera útil.

– ¿Qué? ¿Tu trabajo? No seas tonto.

– No es exactamente un trabajo útil, ¿verdad? No es como ser médico. -Parecía tenso, casi a la defensiva-. De todos modos, ha sido un placer echarte una mano. En serio.

Un largo silencio y después:

– ¿Te acompaño a Waterloo?

– Oh, no. De ninguna manera. Ya has hecho demasiado. Ya me las arreglaré, cogeré un taxi. Es mejor así.

– Bien -dijo Fergus-, como quieras. -Su voz se había vuelto fría y distante.

Estaba saliendo todo mal. Clio echó un vistazo al bar, lleno de chicas guapas, con piernas largas y bronceadas y tops muy escotados. Se sintió por completo fuera de lugar otra vez, con su falda anticuada y los zapatos gastados. Y las medias de color carne, ¡por Dios! Y la chaqueta que le había dejado Fergus le quedaba un poco estrecha. Esa chica, quienquiera que fuera, estaba como un fideo. Tenía que salir de allí.

– Bueno, cogeré un taxi. No me siento capaz de dar un paso más. -Se levantó-. Gracias de nuevo por el champán, Fergus. Y por todo.

– Queda mucho champán -dijo él señalando la botella.

– Oh, seguro que te las arreglarás sin mí. -Vaya, ahora pensaría que le estaba llamando alcohólico.

– ¿No puedes quedarte a tomar otra copa? -preguntó Fergus.

Entonces debería haber dicho que sí, sabía que debería. Él debía de pensar que le había utilizado toda la tarde y ahora quería deshacerse de él, pero no podía impedir que todo lo que decía fuera de mal en peor.

– No, no, no puedo. Me gustaría, pero… tengo que volver. Volver a… a The Laurels…, ¿sabes?, a la residencia. He dicho que volvería.

– De acuerdo, lo entiendo. Eso es importante. Bueno, te pararé un taxi.

– No hace falta.

– Sé que no hace falta -dijo Fergus-, pero lo haré de todos modos. Me han educado como es debido, aunque no tuviera niñera.

– Fergus, eso es… es una tontería.

– Soy bastante tonto. Vamos.

¿Adónde había ido a parar tanta felicidad, el triunfo, la intimidad? Pensó en él comprándole rímel y una barra de labios, corriendo por Sussex Gardens, con el único objetivo de darle sus notas. ¿Cómo se las había arreglado para estropearlo, y tan deprisa? Dios mío, era un desastre. No tenía remedio. Era un caso perdido.

– Ahí viene un taxi -dijo él.

– Gracias. Gracias por todo. Fergus. Espero… -¿Qué esperaba? Nada que no sonara aburrido. O como si le obligara a salir con ella-. Espero que puedas hacer todo lo que tenías que hacer.

¿Cómo podía haber dicho aquella estupidez?

– Lo haré -dijo él.

Clio subió al taxi y se inclinó hacia el conductor.

– Waterloo -dijo, y se volvió a decir adiós a Fergus, pero él había abierto de nuevo la puerta y se sentó a su lado.

– El taxímetro corre -dijo el taxista poniéndolo en marcha.

– Está bien -dijo Fergus.

– Fergus, qué…

– Quiero hablar contigo -dijo-. Llegar al fondo de este… este cambio de personalidad que experimentas. Ya ha pasado varias veces. Tan pronto eres tú, espontánea y simpática, como te encierras y me mantienes a distancia. ¿Qué pasa? ¿Qué te he hecho?

– No eres tú -dijo ella rápidamente-. En serio, soy yo.

– ¿Qué quieres decir con tú?

– No lo sé explicar -dijo con un hilo de voz, y se horrorizó al darse cuenta de que los ojos se le llenaban de lágrimas. Buscó un pañuelo en el bolso y se sonó la nariz-. Es alergia al polen -dijo, a modo de explicación.

– No veo mucho polen -dijo él, quitándole el pañuelo para secarle los ojos cariñosamente-. Vamos, Clio, cuéntame lo que te pasa, por favor. Si no… -miró por la ventana y vio que cruzaban el puente de Waterloo- me tiraré al río.

Clio se rió sin ganas, y después sorbió por la nariz de forma muy poco romántica.

– No te lo puedo decir -dijo.

– Tonterías -dijo Fergus, e intentó abrir la puerta.

– No lo intente, señor, he puesto el seguro -dijo el taxista.

– ¡Clio! ¡Venga!

– Bueno, ¡oh, Dios mío! -Las lágrimas ya caían libremente-. Es que soy… soy tan aburrida, tan anticuada y…

– ¿Qué estás diciendo? -dijo él absolutamente atónito.

– Soy sosa, no soy divertida. De verdad. No soy como la gente que conoces. Como esa Joy de la otra noche. No sé por qué querías cenar conmigo, Fergus. Supongo que hoy sólo querías ser amable conmigo, y lo has sido, y mucho, pero…

– ¿Qué entrada? -preguntó el taxista.

– La del Eurostar nos va bien -contestó Fergus-. Clio, quería cenar contigo porque me encanta estar contigo. Me lo paso de maravilla contigo. Eres tan interesante y tan considerada…

– Ah, sí -dijo-, eso sí suena apasionante. Interesante y considerada…

– Para mí lo es, bruja lianta -dijo Fergus.

Ella le miró sorprendida.

– ¿Qué has dicho?

– He dicho que te encuentro apasionante. Que me pareces muy excitante. Y hoy estaba tan orgulloso de ti y…

– Sí, pero ¿qué más has dicho?

– He dicho que eres una bruja lianta. ¿De acuerdo? Lo siento.

– Siete libras -dijo el taxista.

Fergus buscó en la cartera, sacó un billete de diez y se lo tendió bruscamente.

– Quédese el cambio.

– Fergus, qué tontería -exclamó Clio, fastidiada con aquel dispendio gratuito-. No puedes dar tres libras…

– Puedo. Por supuesto que puedo. Vamos. ¡Fuera!

Clio bajó del taxi, le siguió sumisa a la terminal del Eurostar y subió la escalera mecánica. Arriba, él se volvió y la miró.

– Mira -dijo Fergus-, no sé lo que tengo que hacer para convencerte de que te encuentro muy atractiva. Me estás volviendo loco. ¿Qué quieres, chica? ¿Una declaración firmada? Toma… -sacó una hoja de papel de una pequeña agenda que llevaba en el bolsillo-, toma. Yo, Fergus Trehearn, te encuentro a ti, Clio Scott, no sé cuál es tu apellido de casada, pero si pillara a tu marido le cantaría las cuarenta por haberte hecho lo que te ha hecho, te encuentro increíblemente estimulante e interesante y deseable y me gustaría quitarte toda la ropa aquí mismo. -Arrancó el papel, y se lo dio-. Aquí tienes. ¿Servirá? Venga, vamos a ver si encontramos tu maldito tren.

Clio se quedó inmóvil mirándolo, primero a él, y después al papel, y finalmente dijo:

– Fergus, no quiero subir a ningún maldito tren. Ni tengo que irme. Quiero quedarme contigo. Y quiero que me quites toda la ropa. Cuanto antes, mejor. Pero aquí no, mejor.

– ¿Dónde, entonces? -dijo él, hablando lentamente. Alargó una mano y le levantó la cara hacia la suya.

Clio sintió un vuelco en lo que sólo podía describirse como sus entrañas. Una sacudida brutal y profunda. Despertó una parte de su anatomía que había estado dormida mucho tiempo. Ya no lo estaba. Parecía estar totalmente desbocada.

– Creo que tienes un piso -dijo bajito-. ¿Puedes repetirlo?

– ¿Qué?

– Lo de que soy una bruja lianta.

– ¿Por qué?

– Porque demuestra que no estabas siendo cortés. Es el mejor cumplido que me han hecho.

– Puedo hacerlos mejores -dijo Fergus-, bruja lianta.

Y la besó.

Capítulo 34

Martha se despertó el jueves y pensó que, pasara lo que pasara, era la última mañana que Question Time pendería sobre su cabeza, como un depredador al acecho. Al día siguiente se habría acabado. Quedaría como una idiota, a lo mejor la sacarían de antena, pero al menos ya no tendría que temerlo.

Estaba muy asustada. Se preguntó si alguien habría vomitado ante la cámara. Sería una primicia interesante.

Se levantó, se puso la ropa de correr, se ajustó la radio diminuta a los pantalones cortos y fue hacia el Tower Bridge, escuchando a John Humphrys despotricando sobre Tony Blair y el funeral de la reina madre, que todavía duraba. Y sobre el inacabable asunto Hinduja. Y el debate también inacabable sobre los carnés de identidad. Y Cherie y sus comentarios sobre los terroristas suicidas. Y quién podría ser arzobispo de Canterbury. Y por qué era eso importante. El problema era, como le había dicho Janet, que podías pensar que estabas en el candelero de las noticias, y esa misma noche el tema candente podía ser algo de lo que no sabías casi nada. Eso no la había ayudado a sentirse más segura.

Por alguna razón, la otra pesadilla, la realmente horrible, parecía haber cesado un poco. Imaginaba que era sólo porque no tenía más espacio. Volvería, pero estaba agradecida por el respiro.


Janet le había pedido a Nick que quedaran para cenar temprano en el Savoy.

– En el Grill no. En el Savoy Upstairs. Es un sitio tranquilo y podemos hablar cuanto queramos. Así llegaré a tiempo de ver Question Time. ¿Sabes que esta noche sale Martha Hartley?

Nick dijo que lo sabía. Y que también pensaba verlo.

– Es muy lista. Hemos coincidido un par de veces. Estuvo viajando con Jocasta, en los ochenta, ¿lo sabías?

Janet dijo que sí, que lo sabía.


A las dos menos cinco sonó el teléfono. Martha dejó que saltara el contestador. Era Ed.

– Hola, Martha. Acabo de saber que esta noche sales en la tele. Me lo ha dicho mi madre. Qué bien. Buena suerte. Y…

De repente, Martha quería hablar con él. Mucho.

Descolgó el teléfono.

– ¡Hola, Ed! Estoy aquí. A punto de salir.

– ¿Sí? ¿Cómo estás?

– Fatal. Muy mal. Estoy tan asustada, no te lo puedes imaginar.

– ¿Te gustaría que fuera?

– ¿Qué? ¿A Birmingham?

– ¿Se hace allí? Bien, me encanta Birmingham, tienen unos clubes estupendos. Luego podemos salir.

– Ed, no estaré en condiciones de salir.

– De acuerdo, nos sentaremos en el salón y veremos reposiciones. ¿Tienes pensado algo para después?

– Suicidarme -dijo Martha.

– Sería un desperdicio. Oye, lo digo en serio. Iré contigo si quieres. Me gustaría mucho.

Martha se quedó un rato en silencio, y después:

– Me encantaría -dijo sencillamente-. Sería muy importante para mí. Pero no creo que te dejen entrar.

– Ya pensaré algo. Si puedo entrar, esperaré en recepción y te veré en la pantalla.

– Oh, Ed. -Los ojos se le llenaron de lágrimas. Cuánto le había echado de menos. Sólo Dios sabía lo que estaba haciendo, permitiendo que volviera a su vida. Era muy peligroso, podría decir o hacer algo. Era de un egoísmo increíble. Pero ya se preocuparía de eso más tarde.


– Vaya -dijo Clio-. Martha sale esta noche en Question Time. Te acuerdas de Martha, ¿verdad, Fergus?

– ¿Cómo iba a olvidarla? La llevé en brazos al dormitorio, la puse en la cama. Soy afortunado. Es muy guapa.

– Mmm… -dijo Clio.

– No tanto como tú, claro, no te me pongas neurótica. Y seguro que sus pechos no son tan bonitos.

Tenía una fijación con sus pechos. Decía que eran los más bonitos que había visto en su vida.

– Son como tú -había dicho la noche anterior, mirándolos tiernamente, mientras ella estaba sentada en la cama, todavía un poco aturdida por el giro que habían tomado los acontecimientos-. Preciosos y adorables.

– Fergus, ¿cómo pueden ser adorables unos pechos? -le preguntó, riendo, más relajada.

– Los tuyos lo demuestran. ¿Puedo besarlos?

– Claro.

Se inclinó y los besó, lenta y pensativamente, uno después de otro. Su último recuerdo claro era de su lengua rodeando los pezones, rozando, acariciando, infinitamente cariñoso. Y después de eso el recuerdo se difuminaba, alegre, ávido, fundiéndose, asombroso. Y después de eso, paz, silencio, quietud. Y a continuación:

– Bruja lianta -dijo-. Eres preciosa, un amor, bruja lianta. Piensa en todo el tiempo que hemos perdido.

– Bueno, podemos recuperarlo ahora -dijo Clio.


– Creo que el rojo… -El regidor estudió los trajes de Martha-. Te sienta bien y tiene chispa. Bien. Si quieres cambiarte, la cena empieza dentro de media hora. Va a venir gente muy agradable, dignatarios locales y los otros contertulios del programa.

– Oh, genial -dijo Martha.

Bajó al comedor sobre las siete. Estaba lleno. En el centro de la sala había una larga mesa, dispuesta para una cena formal, con un grupo de personas en un extremo, al menos tres de ellos le resultaron aterradoramente reconocibles. Se los presentaron, le dieron el vaso de agua que había pedido, y la dejaron a su aire. Dos de los rostros le sonrieron amablemente, le preguntaron cómo estaba, le aseguraron que todo iría de maravilla y volvieron a sus conversaciones. Martha se moría de ganas de huir. Fue al lavabo y encendió el móvil sintiéndose culpable. No había noticias de Ed. Eran casi las siete.


Ed estaba atrapado en uno de los peores atascos de tráfico de su vida. Su móvil se había quedado sin batería de forma inexplicable y se moría de ganas de hacer pis. Aparte de esto, todo iba bien.


– ¡Oh, uau! -exclamó Jocasta-. Gideon, a que no adivinas…

– ¿Qué, cielo? ¿Podrías hacerme el nudo?

– Por supuesto. A Nick siempre tenía que hacérselo.

Gideon iba a una cena; sólo para hombres, había dicho con pesar. No había forma de que Jocasta pudiera acompañarle.

– No te preocupes. Cuando vuelvas a casa tu mujercita te estará esperando.

Se esforzaba mucho por ser una buena esposa.

– En la cama, espero, sin nada encima aparte del perfume, al estilo Marilyn.

– ¿Sin el salto de cama?

– Prefiero sin nada.

– Bueno, depende de a qué hora llegues… Ya está. -Le miró, el cuerpo, fuerte, con el esmoquin perfectamente cortado, la cara bronceada, los ojos azules brillantes, y sonrió-. Me gustas bastante con esta pinta. Creo que me gustas mucho. Ven aquí…

Se acercó a él y le besó apasionadamente en los labios.

– ¿Por qué no te lo quitas todo otra vez y te metes en la cama conmigo?

– Cariño, no puedo. Lo siento mucho.

– Está bien. De hecho, acabo de ver que Martha sale en Question Time esta noche. Martha Hartley, ¿sabes? Quiero verla.

– ¿Ah, sí? Seguro que lo hará muy bien. Se expresa bien y tiene buena presencia… Querida, tengo que irme. Que disfrutes del programa.

– Lo disfrutaré, gracias. Te quiero.

– Yo también te quiero. -Gideon desapareció, pero Jocasta enseguida oyó sus pasos que volvían. Abrió la puerta y la miró-. No me dejes nunca. -Su expresión era muy seria, intensa-. Nunca.

– No te dejaré nunca -dijo Jocasta-. Te lo prometo.


– Kate, ¿estás arriba?

Era la voz de Juliet.

– Sí, en mi habitación.

Juliet entró. Llevaba el estuche del violín.

– Deberías ver Question Time. Sale aquella mujer, Martha Hartley, la que salía en el periódico la semana antes que tú, en la sección de moda. ¿No te parece que será interesante ver a alguien que conoces?

– Tampoco es que la conozca exactamente.

– ¿No dijiste que estaba en la fiesta?

– Sí estaba, pero no llegamos a hablar. Estaba en la disco y la abuela tuvo que cuidarla porque se desmayó. No me gustó mucho, era un poco estirada. Pero podemos verlo.

– Yo lo vería si pudiera. Pero tengo que ensayar.

– Juliet -dijo Kate-, eres demasiado buena para ser verdad.


– Venga, por favor -dijo Ed a la recepcionista-, sólo quiero desearle buena suerte.

– Me jugaría el empleo. No se puede pasar sin un pase.

– Pues deme uno.

– No puedo. De verdad que no puedo -dijo la chica-, pero le daré su mensaje. Si le escribe una nota, haré que se la den. ¿De acuerdo?

– Bueno, mejor eso que nada -dijo Ed, y después, al ver su cara, añadió-: Es decir, gracias. Será perfecto.

Estaba escribiendo cuando oyó que le llamaban.

– ¡Ed! ¿Qué haces aquí?

Era un chico con el que había ido a la universidad. A juzgar por su uniforme -camiseta, vaqueros, carpeta y auriculares-, estaba claro que era un técnico.

Ed le explicó su problema y el chico sonrió.

– Puedo ayudarte -dijo-. Te conseguiré una hoja de papel más grande.

Ya estaban situados en la mesa. Martha estaba en un extremo, a dos asientos de distancia de David Dimbley, al lado de un conservador puro. Era muy simpático con ella, igual que Dimbley. Intentaban que se sintiera cómoda, pero ella se sentía descompuesta y todavía no había sabido nada de Ed. ¿Qué le había pasado, por el amor de Dios? Seguramente al final había decidido no ir: la verdad es que se lo merecía.

– Bien, vamos a haceros una pregunta falsa a cada uno, para comprobar el sonido -dijo el jefe de planta-. Martha, tú primera. ¿En cuánto valoras tus posibilidades esta noche?

– En una escala de uno a diez, cero -dijo ella, y todos se rieron. Se sintió mejor por un momento e inmediatamente después, peor.

¿Y si no se le ocurría nada que decir? Respiró hondo, intentando calmar el estómago revuelto.

Entonces oyó que uno de los cámaras la llamaba, bajito.

– Martha. Aquí.

Le miró, era el cámara 2 o lo que fuera: estaba sonriéndole y gesticulando hacia debajo de la cámara. Había un largo rótulo escrito a mano que decía:

«Hola, Martha. ¡A por ellos! Ed. Besos.»

Martha se echó a reír y, de repente, todo le pareció mucho mejor.


– ¡Nick! ¿Por qué me llamas a estas horas? Estoy en la cama. ¿Qué? No, estoy sola. Gideon ha salido. No, claro que no, me mandaría los papeles del divorcio… ¿Qué? ¿Qué? Dios mío, Nick. Sí, por supuesto. Ven enseguida. Te abriré. De acuerdo, adiós.


Clio estaba en la cocina cuando sonó su móvil. ¿Quién podría llamar a esas horas?

– ¿Diga? ¡Jocasta! No, me estaba preparando un chocolate. Oh, calla. No todos vivimos de champán y… No, te escucho. ¿Qué? ¿Qué? Dios mío, Jocasta. ¡Dios mío!


Una hora después, ella y Fergus llegaron a Kensington Palace Gardens. Gideon no había vuelto todavía.

– Me alegro de que estéis aquí -dijo Jocasta, abrazándolos-. Lo de estar sola en casa con Nick es un poco comprometedor. ¿Un chocolate? ¿O algo más estimulante? Vaya con vosotros dos, me alegro muchísimo.

– Un chocolate está bien -dijo Fergus, sonriéndole-, y nosotros también nos alegramos. Y todo gracias a ti.

– Tonterías -dijo Jocasta-. Pasad, Nick está en el salón. Iré a buscar el chocolate.

Volvió con una bandeja. Parecía absurdamente fuera de lugar en aquella inmensa habitación, pensó Clio, con las gruesas cortinas de brocado, el papel pintado en relieve, las lámparas, los muebles Antiguos (con A mayúscula), vestida sólo con una camiseta enorme, pisando la alfombra de origen indio (sin duda de incalculable valor) con los pies descalzos. Era como un resumen de su matrimonio. No tenía nada que ver con ese sitio, no iba con ella. Pero Gideon sí, se dijo con firmeza. Eso era lo importante…

– Lo único que puedo decir, Nick -dijo Jocasta, dejando la bandeja-, es que Martha ha tenido mucha suerte de que Janet te haya elegido a ti. No a alguien del Sun. O del Mirror. ¿Tú qué le has dicho, por cierto? ¿Lo tienes todo grabado, espero?

– Sí. En este bolsillo. -Se golpeó el pecho-. Sólo le he dado las gracias por la noticia, le he dicho que no estaba seguro de lo que pasaría y me he marchado lo más rápidamente posible. Estaba aterrado de que cambiara de opinión y me pidiera que le devolviera la cinta. Aunque tampoco habría cambiado mucho, porque es evidente que ha perdido el juicio.

– ¿Ah, sí? -preguntó Clio-. ¿Por qué lo dices?

– Lo que ha hecho es muy raro. Si lo que quiere es desacreditar su partido, lo está haciendo muy bien. Esto puede ser su final, con todos los escándalos que le han caído encima últimamente. De hecho, estoy bastante seguro de que ella está detrás de la filtración de las encuestas. En cambio, ella habla del partido como si fuera otro hijo al que adora. No lo comprendo. En fin, ¿qué podemos hacer ahora? Concretamente, ¿qué hago yo ahora? Chris me matará si se entera de que retengo esta información. Ella podría estar hablando con el Sun ahora mismo. Puede que yo sólo fuera un ensayo. Qué desastre, por Dios.

– Debemos decírselo a Martha -dijo Jocasta-, eso es lo que debemos hacer.

– ¿Y cómo lo hacemos? -preguntó Nick-. La llamamos y decimos: hola, Martha, has salido estupenda en la tele, y sabemos que eres la madre de Bianca Kate.

– Y hay otra cosa -dijo Jocasta-. ¿Quién va a decírselo a Kate?

– Debería hacerlo Martha -dijo Clio-. Dios mío, no me extraña que la pobre se desmayara.

– ¿Pobre? -exclamó Jocasta-. ¿Martha? No me digas que te da pena.

– Por supuesto que me da pena. Piensa en lo que habrá tenido que pasar estos dieciséis años. Creo que es una de las historias más tristes que he oído en mi vida.

– Yo también -dijo Fergus.

Jocasta lo miró sorprendida.

– La relación con Clio te está ablandando, Fergus Trehearn. Y ahora, ¿quién va a hacer esa llamada?


Martha estaba medio dormida en el coche cuando sonó su móvil.

– Oh, no contestes -dijo adormilada-. Seguro que no es nadie con quien quiera hablar. Seguro que es Jack, que tiene otro orgasmo.

Kirkland ya la había llamado dos veces, la primera para felicitarla en general; la segunda para decirle lo bien que había expuesto la filosofía del partido. Chad, Eliot, Geraldine Curtis y sus padres también habían llamado.

– De acuerdo. Hablando de orgasmos, espero que estés un poco más espabilada cuando lleguemos a casa.

Martha se volvió, tiró de él y le besó con mucha pasión.

– Esto a cuenta. Una especie de adelanto. Estoy muy espabilada para el asunto relevante.

Habían hablado de quedarse en Birmingham, pero Ed dijo que tenía que estar en Londres a primera hora.

– ¿Y qué te crees? -había protestado Martha indignada-. ¿Que yo no trabajo?

– El problema es que mi coche se ha calentado en el viaje de ida. No creo que aguante el de vuelta.

– Podemos ir en el mío y volvemos a recoger el tuyo el sábado. Oh, no, estaré en Binsmow. El domingo, entonces. No, tengo una fiesta. El domingo por la noche, quizá. No…

– ¿Qué te parece el miércoles de la semana que viene?

– Hecho.

– Has estado fantástica. De verdad, espectacular.

– No lo habría estado -dijo Martha- de no ser por tu mensaje de ánimo. Oh, Ed, ¿qué estaría pensando para mantenerte alejado de mí tanto tiempo?

– Si no lo sabes tú -dijo Ed-, ya me dirás lo que vamos a hacer. ¿Cuándo vas a explicarme por qué?

– Nunca.

Llegaron a Canary Wharf justo antes de las dos.

– Lo siento -dijo Martha al entrar en el piso-. Tengo que ducharme. He sudado como una cerda con esos focos.

Se ducharon juntos. Ed empezó a besarla, lenta, amorosamente. Martha empezó a encumbrarse, hacia un lugar oscuro y cómodo, perlado de felicidad y promesas. ¿Por qué se había negado aquello tanto tiempo? ¿Cómo había podido soportarlo? Las manos de Ed estaban en sus nalgas, apretándola contra él. Le sentía duro y fuerte, y su propia respuesta, líquida y lánguida. Él la levantó ligeramente, para entrar dentro de ella.

– Te quiero -decía a través de los besos, a través del agua, y casi antes de que estuviera lista, se corrió; de repente, muy rápido, se preparó y se tensó, y se liberó con una explosión que casi pudo visualizar, tan intensa y brillante fue.

– Yo también te quiero -dijo, sonriendo, y apoyándose suavemente en él-. Te quiero muchísimo.

– Bien -dijo-, has recuperado el juicio. Vamos a la cama.

La envolvió con ternura en una toalla y casi la llevó en volandas a la cama. Le retiró la toalla y se echó, mirándole la cara, embelesado por el cansancio y el sexo, el cuerpo, su esbelto y tenso cuerpo, su pubis perfectamente depilado.

En ese momento sonó el teléfono fijo y el contestador se puso en marcha.


– Por fin -dijo Jocasta-, me ha dicho que acababa de llegar. Es evidente que había alguien con ella.

Fergus se había marchado. Habían acordado que sería mejor que lo hicieran los tres solos. Gideon había vuelto a casa, y se había ido directamente a la cama. Si sentía curiosidad por la presencia del ex amante de su esposa y su mejor amiga en la casa, no lo demostró.

– Que os divirtáis -fue lo único que dijo.

– Lo siento, Gideon, mañana te lo explicaré todo.

– Perfecto. Buenas noches a todos.

Se marchó saludando con la mano y con su sonrisa curiosamente tierna.


Jocasta abrió la puerta. Se había puesto unos vaqueros debajo de la camiseta enorme y parecía que tuviera diecisiete años. Sonrió a Martha.

– Hola. Pasa. ¿Viene…? -Echó un vistazo al coche-. ¿Viene alguien contigo?

– Sí, pero esperará fuera -dijo Martha-. No quiero que esté mientras hablamos.

– Ah, bien.

La guió hasta el salón. Clio había preparado café.

– Hola, Martha. ¿Cómo estás? Esta noche has estado estupenda.

– Gracias. La primera vez y la última, supongo.

– Lo siento mucho, Martha -dijo Nick, estrechándole la mano con formalidad.

Ella se la estrechó.

– No es culpa tuya.

Se sentaron todos.

– Escuchad -dijo Martha, de repente-, esto es bastante difícil para mí. Preferiría no hablar con todos a la vez.

– Está bien -dijo Jocasta-. Sólo estamos aquí porque…, bueno, porque Nick sabía que yo podía contactar contigo. Y evidentemente era urgente. Quién sabe a quién más puede habérselo dicho.

– No está en los otros periódicos -dijo Clio enseguida-. Hemos ido a Waterloo a comprarlos, así que tenemos algunas horas de margen. Con suerte, unos días.

– Pero… sucederá, supongo. Tiene que publicarse.

Después de todo parecía vulnerable.

– Diría que sí, lo siento.

– No, no, es muy amable por tu parte intentar ayudar. No he sido precisamente simpática contigo.

– Ahora ya sabemos por qué -dijo Jocasta.

– En fin -dijo Clio-, pensamos que quizá te sería más fácil hablar conmigo. Soy médico, y he hecho el juramento hipocrático y todo eso.

– De hecho, tienes razón -admitió Martha-. Me gustaría empezar contigo, Clio.


Martha se quedó con Clio, en el silencioso salón, a la hora en que la luz del amanecer de verano comenzaba a filtrarse por las ventanas, y empezó.

Como lo había hecho hacía pocas semanas, fue más fácil, pero aun así tuvo que obligarse a pronunciar cada palabra. Fue como volver a dar a luz, pensó, dar a luz a Kate, y no podía creer que las estaba pronunciando: las palabras que había mantenido en su cabeza, enterradas en su conciencia, dieciséis años. Habló de los días horribles, semanas en Bangkok, en la habitación apestosa y mal ventilada, el aburrimiento, matando el tiempo dando paseos, caminando kilómetros y kilómetros por la maloliente, sucia y calurosa ciudad, y leyendo, leyendo…

– Compraba libros usados baratos de los viajeros.

– ¿Cuánto tiempo estuviste allí?

– Dos meses y medio más o menos. Al principio fue horroroso. Creía que me volvería loca. Pero me acostumbré. Iba mucho a los mercados, me quedaba en el centro, en la orilla izquierda del río, hay una especie de gueto de pensiones muy baratas, y comía en los puestos de la calle. Intentaba comer como es debido, era consciente de que era importante, pero debía gastarme una libra al día como máximo, y esperaba, esperaba a que naciera el bebé…, tenía la esperanza de tenerlo allí yo sola.

– ¡Tú sola! ¿Creías que podías tener el bebé tú sola?

– Pues sí, las mujeres lo hacen. Había comprado un libro de medicina en Australia, y sabía qué debía esperar. Sabía lo de cortar el cordón umbilical y todo eso. Me compré unas tijeras grandes y afiladas y un cordel fuerte…

– ¡Martha, eso es terrible! Eres la persona más valiente que conozco. Debías de sentirte muy mal, muy sola.

– Sí, es cierto. Pero tenía que hacerlo.

– Pero ¿qué tenías pensado hacer con el bebé, Martha? ¿Después? ¿Qué creías que sería de él? En un sitio como Bangkok.

Martha la miró a los ojos con gran dificultad.

– Decidí dejarlo en un hospital. Los investigué todos, y al final me decidí por el Bangkok Christian Hospital. Pensaba que podía dejarlo allí, junto a la puerta principal, y alguien lo encontraría, y cuidarían bien de él. Y seguramente lo adoptaría algún europeo. Lo siento, Clio, me doy cuenta de que crees que es algo horrible, pero tienes que entender que estaba desesperada. Para mí no era de verdad un bebé. Era algo malo que había hecho, que tenía que dejar atrás. Tenía que volver a casa para que todo volviera a estar bien y sentirme segura.

– Sí. Lo entiendo.

– Pero el bebé no nacía. Lo intenté todo, tomé aceite de castor y caminé kilómetros y salté sobre la cama, y me di baños calientes, pero no salía y yo tenía que volver a casa. No me quedaba ni un céntimo, estaba sin blanca. No habría conseguido otro billete, los vuelos baratos estaban llenos hasta muchos meses después. Sólo pensé que tenía que volver y que se me ocurriría algo cuando llegara. Tal vez ir a un hospital al norte de Inglaterra. Entonces me puse de parto en el avión. Cuando aterrizamos, fui al servicio y vi que había un cuarto con un cartel que decía: sólo personal autorizado. Dentro había artículos de limpieza, y un lavabo, y el espacio suficiente para echarme en el suelo, y la tuve allí. Lo hice y ya está. Fue…, bueno, fue horroroso. Pero no tenía más remedio. Si alguien se enteraba, me habría llevado al hospital y habría tenido que dar mi nombre y mis padres se habrían enterado…

– Martha, ¿no podrías habérselo dicho a tus padres? -Su voz era muy comprensiva-. Aunque dieras al bebé en adopción, pero al menos decírselo, para que te ayudaran.

– No, no podía. Clio, tú no sabes cómo era Binsmow, cómo es. No puedes estornudar sin que lo sepan todos y discutan dónde se te ha pegado el resfriado. Era la hija del vicario y había hecho lo peor que podía hacer una chica. Les habría avergonzado totalmente…

– Hablas como una novela victoriana -dijo Clio, y sonrió por primera vez-. ¿Avergonzarlos? Martha, por el amor de Dios, eran los ochenta.

– Pero toda la parroquia respetaba a mi padre muchísimo, él no se habría recuperado nunca, nunca. Creo que habríamos tenido que mudarnos, no lo habría superado…

– ¿Y cómo te sentiste? Cuando la dejaste.

– Bueno, descansé un rato, me lavé un poco, y después pensé: ya está, se acabó, lo he hecho, la tuve un rato en brazos y la envolví bien en una sábana y una manta que le había comprado en Bangkok, y la dejé en una especie de carrito que tenía toallas. Luego salí y me senté en un banco frente a la puerta, y esperé a que alguien la encontrara. Estaba muy preocupada porque había olvidado comprarle pañales, y pensé que se haría pipí en la manta. Después de todo aquello y estaba preocupada por un poco de pipí. En fin, alguien la encontró, una mujer de la limpieza asiática y salió pidiendo ayuda y se armó un gran jaleo, evidentemente, y entró y salió gente y por fin una policía se la llevó.

– ¿No te sentiste angustiada?

– No. Entonces no. Sólo sentí un gran alivio. Pensé «ya está a salvo, y se acabó», y eso fue lo que sentí. Sé que piensas que soy horrible, pero no sentí tristeza, ni esas cosas que se suponen. Más adelante, sí, pero entonces no.

– No creo que seas horrible -dijo Clio-. Sólo estoy triste por ti. Y te admiro muchísimo por ser tan valiente.

– Y entonces pensé: ahora puedo irme a casa. Aunque, claro, no podía, inmediatamente no. No me encontraba muy bien. Sangraba…, sangraba mucho. Fui al servicio y me duché, fue muy agradable, y después me senté arriba, en unos asientos, y dormí muchas horas. Me sentía bastante feliz, en realidad. Sabía que la niña estaba a salvo, y eso era lo más importante. Ya no tenía que preocuparme por ella. Y entonces empezó: sabía que tenía que quitármela de la cabeza y eso fue lo que hice.

– Y… ¿cuándo volviste a casa?

– Un par de días después, bueno cuatro, en realidad. Fui a un albergue en Hayes. Tenía el dinero justo y dormí mucho e intenté cuidarme…

– ¿Y tus padres no sospecharon nada?

– ¿Por qué tenían que sospechar? Cada día me sentía más segura. Sabía que ella estaba bien porque lo leí en los periódicos. Entonces lo enterré y lo enterré. Me esforcé mucho y lo conseguí. Y me convertí en la obsesa del control que tienes delante. Pero cuando estaba sola, en privado, de repente me acordaba de ella, me acordaba de cómo era, me acordaba de cuando la tuve en brazos, sobre todo en su cumpleaños, y eso era difícil, pero tampoco era del todo real. Era como si le hubiera pasado a otra, no a mí.

– ¿No deseabas contárselo a nadie?

– No, me daba un miedo terrible contarlo. Me aterraba intimar con nadie. Siempre he tenido pocas amigas. Con los hombres me sentía más segura. No era la clase de cosa que le contarías a un hombre.

– Supongo que sí. Oh, Martha, qué historia…

– Ya lo sé. Y después todas esas coincidencias extraordinarias que nos han juntado otra vez. Fue un día terrible, estaba corriendo y la vi en el periódico. El bebé abandonado, Bianca. Ese día me volví un poco… loca.

– ¿Y ahora?

– Ahora no lo sé -dijo Martha-. No tengo ni idea. Será el final de la vida que he llevado hasta ahora. Es un delito. Abandonar un bebé. Pueden caerte diez años en la cárcel. Y, peor que eso, soy candidata al Parlamento. Tienes que firmar un documento que dice que no hay nada en tu pasado que pueda causar problemas o vergüenza a tu partido.

– Sí -dijo Clio en voz baja-, sí, tienes razón. Martha, ¿el padre supo alguna vez algo?

– No -dijo ella enseguida-, absolutamente nada. No podía decírselo de ninguna manera. De ninguna manera. No quiero hablar de eso -dijo-. Lo siento.

– De acuerdo. Pero alguien tiene que hablar con Kate, Martha. Tiene que saberlo.

– Lo sé. Lo sé. ¿Cómo podemos hacerlo? ¿Quién va a decírselo?

– Yo creo que deberías decírselo tú -dijo Clio, con una extrema delicadeza.

Martha la miró.

– No creo que sea capaz -dijo.

Capítulo 35

– Pobrecilla, pobrecita mía.

La voz de Ed era muy cariñosa, y eso la ayudó a reunir el coraje para mirarlo a la cara. Su expresión era tierna, preocupada, no había juicio, ni asombro siquiera. Era como si acabara de decirle que había muerto una persona querida para ella. En cierto modo, Martha pensaba que era cierto: la fría, eficiente, hiperexitosa Martha había muerto, y en su lugar había una persona que nada tenía que ver con ella y muy asustada.

– Tendrás que decirme lo que debo hacer, Ed -dijo-. Por primera vez en mi vida no tengo ni idea. Ni idea.

– Lo intentaré -dijo-. Lo intentaré, te lo juro. Quiero conocer a tus amigos y hablar con ellos.

– Por supuesto. Se han portado muy bien conmigo. No me lo merezco, porque les he tratado fatal.

– Te diré lo primero que debes hacer -dijo Ed.

– ¿Qué?

– Dejar de crucificarte. No has cometido ningún crimen, moralmente no. Sabías que estaba a salvo, viste que se la llevaban, sabías que la cuidaban personas que estaban capacitadas para cuidarla. Y después de eso seguiste con tu vida. Llamarlo delito es sólo un tecnicismo.

– ¡Ed! Tienes una visión un poco sesgada. ¿Cómo crees que lo presentará la prensa? Me acusarán de bruja, de monstruo, de bruja despiadada. Eso es lo que llegará a la gente. Qué clase de mujer abandona a su bebé y no vuelve a interesarse por él. ¿Una buena y cariñosa? No lo creo.

– Creo que deberías verla -dijo Ed.

– ¿A Kate? No puedo, Ed. Cuando lo sepa, cuando se haya acostumbrado a la idea, puede, pero…

– No, a ella no. A esa mujer. A la tal Janet-como-se-lla-me. Descubrir qué piensa hacer si tu amigo no publica la noticia. Debe de ser un tipo estupendo -añadió-. Cualquier periodista ya lo habría sacado.

– Lo es. Es un encanto. Siempre me ha caído bien.

– Un encanto, ¿eh? No sé si me gusta eso.

– Oh, Ed. Nadie es tan encantador como tú.

Le miró y le sonrió con ternura.

– Te quiero -dijo simplemente-, de verdad, te quiero.


– Dios santo -exclamó Gideon-, pobrecilla, pobrecilla. Es una historia terrible, Jocasta. Hay que pensar lo que es mejor para Martha. Esta es una situación muy fea. Fea de verdad.

– Lo sé. No dejo de pensar en todas las personas a las que Martha debería decírselo, antes de que salga en la prensa amarilla.

– Nicholas no lo sacará en la prensa amarilla.

– No, él no. Pero los demás recogerán la noticia y se pondrán las botas. «La profesional despiadada que abandonó a su bebé» o «La madre sin corazón de la pequeña Bianca». No ayuda mucho que Kate se haya hecho tan famosa. Como noticia es un caramelo, no se puede negar.

– No lo niego, no. Pollock asesinará a Nick si se entera. ¿Alguien le ha preguntado a Martha si el padre lo sabe?

– No, supongo que no tiene la más remota idea de dónde está.

– O quién es.

– Creo que sí lo sabe, Gideon. Martha no es una ligona.

– Tampoco creías que abandonaría un bebé hasta hoy. Tú, más que nadie, Jocasta, sabes lo imprevisible que es la gente.

– Es verdad. Pero juraría que lo sabe. Me apostaría lo que fuera.

– No con mi dinero, por favor. Veamos, mi opinión es que debería enfrentarse a la señora Frean. Si tiene el valor necesario.

Sonó el teléfono de Jocasta. Lo miró.


– Hola, Martha, ¿cómo vas? ¿Qué? Es curioso; Gideon ha dicho lo mismo. Espera un momento… -Miró a Gideon-. Ed, el novio de Martha, dice lo mismo que tú.

– Entonces seguro que es un chico inteligente. ¿Piensa acompañarla?

– Seguramente. Martha, ¿va a ir Ed contigo?

– Dice que sí.

– Bien -dijo Jocasta-. A por ella.


– Hola, Martha, guapa. Qué alegría. Anoche quería llamarte, porque estuviste fabulosa. Absolutamente fabulosa. Felicidades.

Martha no se sorprendió demasiado. Empezaba a calar a Janet Frean.

– Muchas gracias, Janet. Oye, quería saber si podía pasar a verte.

– Hoy tengo muchas cosas que hacer y es fin de semana. ¿Qué te parece el lunes?

– Pero es que es muy urgente.

– ¿En serio? Pues tendrá que esperar. Lo siento.

– Pero, Janet, se trata…, ¿no sabes de qué se trata?

– No tengo ni idea. Pero este fin de semana no puedo verte. Ni hablar. Ni siquiera estaré en casa. Lo siento.

Martha miró a Ed.

– ¿Ahora qué hacemos?


Janet Frean colgó el teléfono y fue a buscar a su marido. Bob estaba sentado en el jardín, leyendo el Daily Telegraph.

– Bob, ¿te había dicho que el sábado por la noche estaría fuera?

– No lo sé. De todos modos, da igual, no tenemos ningún compromiso. ¿Cosas de trabajo, supongo?

– Por supuesto. La ofensiva para captar simpatizantes continúa. ¿Te las arreglarás con los niños? Kirsty tiene el fin de semana libre.

– Siempre me las arreglo -dijo él secamente.


Martha había roto una de sus leyes inquebrantables y había dicho que estaba enferma para no ir a trabajar. Habló con Paul Quenell, que estaba tan contento con su actuación en Question Time que Martha pensó que le habría dado toda la semana libre si se lo hubiera pedido.

– Por supuesto, Martha. Es espléndido que mencionaran a Wesley. Bien hecho. Eres una chica lista. Disfruta del fin de semana. Nos veremos el lunes.

Martha colgó el teléfono preguntándose si volvería a verle. Una vez más, supuso, cuando dimitiera.

Se sentía curiosamente tranquila. Eran las diez de la mañana. Ed estaba dormido; él también había llamado diciendo que estaba enfermo. Se duchó, puso un poco de orden en el piso y organizó la colada. Se quedó mirando en la ventana. Estuvo un rato mirando. Y pensó en Kate y en lo que podía decirle y cómo.


Clio también había llamado diciendo que estaba enferma. A las diez de la mañana estaba en la cocina esperando ver a Jocasta.

Gideon estaba allí, en albornoz. Le sonrió.

– Hola, querida. Disculpa mi vestuario informal. He estado en la piscina. Deberías probar mi piscina mecánica, es muy ingeniosa. Es aburrido, pero ingenioso. ¿Cómo estás? Cansada, supongo.

– No del todo mal -dijo Clio-. ¿Está Jocasta en casa?

– Estoy aquí. -Jocasta entró en la cocina. Estaba bastante pálida.

– Jocasta, he estado pensando -dijo Clio-. Si Martha está de acuerdo, creo que deberías decírselo tú a Kate. De entrada, me refiero. Quiero decir, que no conoce a Martha, sería un impacto muy fuerte. Y a ti te tiene cariño. A ti no te afectará su reacción y en cambio a Martha sí. Seguramente Kate se cabreará mucho y se lo tomará muy mal.

– Estoy de acuerdo -dijo Gideon-. ¿Tú qué crees, Jocasta?

– También lo creo. También podría decírselo a su madre y ella a Kate.

– Se lo tomará mejor viniendo de ti -dijo Clio-. Además, tú conoces a Martha. Aunque quizá su madre debería estar presente. Y su padre. No creo que sirvan de mucho, pero se lo tomarían mal si se lo dijeras a ella primero.

– Dios mío -dijo Jocasta-. No me apetece nada.


Nick estaba cruzando el vestíbulo central cuando vio a Janet Frean.

– Oye -dijo ella-, sobre nuestra conversación de ayer he visto que todavía no lo habías publicado.

– No, necesitaba comprobar algunos datos.

– Bien, pero no esperes mucho. No querría que se desperdiciara y estoy segura de que al Sun le encantaría.

– Estoy seguro de que sí.

– Entonces ¿qué? ¿Cuándo crees que lo vas a publicar?

– Janet, entiendo que es urgente, pero tengo que hablar con Martha, y Chris Pollock tiene la última palabra.

– Sí. Bueno, infórmame.

– Por supuesto.


– Kate, cielo, soy Jocasta.

– Hola, Jocasta, ¿Cómo estás?

– Bien, gracias. Kate, oye, ¿qué vas a hacer hoy?

– Nada, la verdad. Ir de compras con Bernie. Quedar con Nat más tarde. ¿Por qué?

– Pensaba pasar a verte.

– Genial. ¿No prefieres que vaya yo al centro?

– No, Kate, lo cierto es que querría que estuvieran tus padres.

– ¿Qué? Ah, es por lo del contrato. ¿Va a venir Fergus?

– Sí, creo que sí -dijo Jocasta-. Sí. Oye, estaré en tu casa dentro de una hora. ¿Te parece bien?

– Sí, pero papá no estará.

– ¿Está tu madre en casa?

– Sí. ¿Quieres que se ponga?

– Sí, por favor.

– Vale. Hasta luego.

Esa irritante frase nunca había sido tan amenazadora.


– ¿Por qué tardan tanto? -preguntó Martha. Estaba blanca, tenía los ojos hundidos-. ¿Qué hacen?

– Martha -dijo Ed-. Jocasta lleva sólo media hora en la casa y no es una conversación que pueda liquidarse en un minuto. Dos horas más y puedes empezar a preocuparte. Ahora mismo, creo que deberíamos dar un paseo.

– ¡Un paseo!

– Sí, un paseo. Sí, un paso detrás de otro, caminar por la calle, esas cosas. Puedes llevarte el móvil, no te perderás nada. Venga, vamos.


Helen fue a la tienda de la esquina a comprar galletas. Podían tomarlas con el café, pensó. Al salir, vio a Kate caminando hacia ella. Caminaba muy deprisa y gesticuló al ver a Helen. A lo mejor Jocasta ya había llegado, pensó Helen, tal vez la había traído a ella, tal vez Jocasta ya las había presentado, y Kate se acercaba a Helen para hablarle de ella, de esa maravillosa persona que por fin había entrado en su vida.

Pero dijo:

– Hola, mamá. ¿Te importa si le digo a Nat que venga? Es que estaba muy interesado en el contrato y tiene algunos comentarios muy interesantes que hacer.

– Bueno… -¿Le importaba? ¿Sí? Quizá no.

Nat había formado parte de la familia en las últimas semanas, y le había cogido afecto. Después de todo resultó ser agradable y considerado, podía contribuir a aliviar la tensión emocional.

– No, no me importa -dijo.

– Genial. ¿Te encuentras bien, mamá? Pareces nerviosa.

– No, estoy bien.

Kate rodeó a Helen con un brazo.

– Mamá, siento haberme puesto tan antipática con lo del contrato. Lo siento mucho. Nat me dijo que sólo querías lo mejor para mí, y tiene toda la razón. Es muy inteligente, ¿sabes?, aunque diga todas esas estupideces que dice su padre… Mamá, ¿por qué lloras? ¿Qué te pasa?

– Nada -dijo Helen, sonriéndole a través de las lágrimas-, nada de nada. Y no importa que te enfadaras, lo comprendo. Oh, mira, ahí está tu padre. Entra y pon el hervidor, Kate. Gracias, cariño.

La observó correr por el camino con sus largas piernas desnudas, los cabellos ondulados cayéndole por la espalda, apretando teclas en el móvil para llamar a Nat, y pensó que era la última vez, la última vez de verdad, que Kate era realmente suya…


– ¿Por qué no ha venido ella? -pregunto Kate.

Estaba pálida y muy trastornada, sentada muy cerca de su madre, con Nat al otro lado, cogiéndole la mano.

– Yo… Nosotros…

– ¿Quiénes son nosotros?

– Clio, Martha y yo pensamos que sería mejor que te lo dijera yo -dijo Jocasta-. Me conoces, puedes ponerte furiosa, no me importa. Pensamos que era más prudente.

Kate asintió.

– Entonces, ¿ella quiere verme?

– Kate, por supuesto que quiere -dijo Jocasta, rezando para que fuera cierto-. Pero prefiere que te acostumbres a la idea. Es una total desconocida para ti.

– Sí… Sí, lo es. -Se quedó un momento callada y después dijo-: ¿Cómo es, Jocasta? ¿Qué clase de persona es?

– Bueno, yo tampoco la conozco mucho. Cuando teníamos tu edad, bueno, un par de años más, coincidimos viajando, y creo que pasamos una semana juntas. Desde entonces han pasado dieciséis años y nos hemos encontrado dos veces. Muy brevemente.

– Pero ¿te gusta?

– Sí…, creo que sí.

– Y nunca se lo ha dicho a nadie.

– A nadie. Excepto a esa loca, y fue el día de la fiesta.

– Pero ¿me había visto en el periódico?

– Sí…, sí.

– ¿Y por qué coño no vino a verme entonces? -Estaba furiosa.

– Kate, no hay necesidad de hablar así -dijo Jim.

– ¡Sí la hay! Es una imbécil, una estúpida. ¡La odio! No me gustó en la fiesta, me pareció una estirada, y ahora me gusta mucho menos. A mí me parece que la única razón de que quiera verme es que no tiene más remedio, porque le aterroriza que salga en los periódicos, no porque yo le importe una mierda, no porque quiera verme. ¡Imbécil! -Se soltó de la mano de Nat y cruzó los brazos-. Ya puedes decirle que no quiero verla. Nunca. Que la odio.

– Kate -dijo Nat bajito, con expresión preocupada-. Kate, no puedes odiar a alguien que no conoces.

– No necesito conocerla. ¡La odio! Odio lo que me hizo… ¿Por qué tiene que ser ella?

Se echó a llorar. Nat la rodeó con el brazo, pero ella se soltó.

– Lo siento, Kate -dijo Jocasta suavemente-, lo siento mucho. Qué te parece si me voy ahora, y así podéis hablar. Tienes mi teléfono. Si cambias de opinión, Kate, si decides que quieres hablar con Martha, creo que te sentirás diferente.

– No quiero hablar con ella. No querré nunca. Estúpida. Estúpida de mierda. ¡Dios!

Se levantó y se puso a pasear arriba y abajo. Nat se puso de pie y le cogió una mano.

– Venga, Kate -dijo-, vamos a dar una vuelta con el coche. ¿Le parece bien, señora Tarrant? Creo que la ayudará a tranquilizarse.

Helen asintió y todos miraron cómo la sacaba de la habitación, sonriéndole para calmarla y diciendo:

– Venga, no pasa nada, todo se arreglará.

Como si fuera una niña pequeña en su primer día de escuela o en el dentista.

Finalmente Helen dijo:

– Ese chico es un tesoro.

– Sí lo es -dijo Jocasta-. ¿Estás bien, Helen?

– Sí, estoy bien, gracias. Estoy bien.


– Una cosa -comentó Ed, mientras paseaban por la calle-, ¿él… él lo sabe?

– No -contestó Martha-. No, no tiene ni idea. Nunca le he dicho… nada.

– Pero ¿sabes quién es?

– Ed…

– Oye -dijo Ed, y por primera vez mostró una actitud impaciente-, oye, hasta ahora me he portado bien. Te he apoyado en todo. Creo que tengo derecho a hacer algunas preguntas, ¿no?

– Por supuesto que sí. Pero esa pregunta no puedo contestártela. Lo siento.

– ¿Es que no sabes quién es?

– Sé quién es. Sí. Pero no pienso hablar de eso…, de él. Nunca.

Hubo un largo silencio, y después:

– A mí me parece que no confías en mí. A menos que sigas enamorada de él, claro.

– No estoy enamorada de él. Nunca estuve enamorada de él. Fue algo… algo que pasó. Cuando me enteré de que estaba embarazada, no tenía ni idea de dónde estaba.

– Pero ¿ahora lo sabes?

Martha no contestó.

– ¡Lo sabes! Por el amor de Dios, Martha, ¿no crees que deberías decírselo? ¿No crees que querría saberlo?

– ¿Quién?

– ¿Quién? Kate. Tu hija. ¡Por Dios! Esto está empezando a afectarme, Martha. ¿No crees que esa pobre niña tiene derecho a saber quién es su padre?

– No lo sé -dijo Martha-. ¿Tú crees?

– Por el amor de Dios -dijo él-. Oye, tengo que estar un rato a solas. De repente, todo esto me sobrepasa. Nos veremos más tarde. Te llamaré, ¿vale?

– Vale.

Martha le miró alejarse con los ojos empañados por las lágrimas.

Y deseó poder decírselo.


Había pasado el viaje medio dormida en el barco de regreso de Koh Tao a Koh Samui. El barco era raquítico, incluso para los criterios tailandeses, muy básico, sin servicios a bordo. Tiró su mochila en la pila con las demás, encontró un rincón tranquilo y se puso a leer.

El viaje era bastante largo, unas tres horas, y se levantó viento. Martha, que era buena marinera, se había adormilado. Se despertó y vio que su mochila caía sobre los sacos de correo, en la cubierta inferior. Se inclinó e intentó cogerla, pero no llegaba, y volvió a su rincón. Faltaba media hora para llegar al puerto de Hat Bophut, cuando oyó su voz.

– ¡Hola, Martha! Acabo de darme cuenta de que eres tú. Tienes el pelo diferente.

Martha se sentó y le vio, sonriéndole desde arriba.

– ¡Hola! Ah, las trenzas. Sí, me las hicieron en la playa. ¿Has estado en Koh Tao?

No le sorprendió en absoluto encontrarlo. Ésa era la gracia del viaje. La gente entraba en tu vida, te relacionabas con ellos, después te despedías, y volvías a encontrarlos unos meses después, en un lugar completamente diferente.

– Sí. Haciendo buceo. ¿Y tú?

– No, sólo bañándome. Nada del otro mundo. Pero ha sido estupendo.

– A que sí. ¿Adónde vas ahora?

– Vuelvo a Big Buddha unos días y después he quedado con una chica en que iríamos juntas a Phuket.

– Es muy bonito. Y Krabi. El mar es verde en lugar de azul. ¿Ya has ido al norte?

– Sí, fue alucinante.

– Sí, es increíble. ¿Puedo sentarme contigo?

Ella asintió. Él sonrió, tiró su mochila encima de la de Martha y las sacas de correo y le ofreció un cigarrillo. Martha negó con la cabeza.

– ¿Y tú adónde vas?

– A Bangkok, unos días. Oye, Martha, ¿no hueles a quemado?

– Sólo tu cigarrillo.

– No, no es eso. Estoy seguro de que… ¡Dios mío! ¡Mira, mira cuánto humo!

Ella miró. De la sala de motores salía una gruesa columna de humo gris. El chico que guiaba el barco sonreía con determinación y cualquier cosa que pudiera considerarse tripulación brillaba por su ausencia. El humo se hizo más espeso.

– ¡Mierda! -dijo él-. Esto no me gusta. ¡Dios mío, mira, ahora salen llamas!

De repente Martha se asustó mucho.

Miró hacia tierra, y la consoladora curva blanca de la playa y la imponente figura de Big Buddha, y se sintió mejor. Estaban lo bastante cerca para nadar hasta la costa si fuera necesario. Así lo dijo.

– No, Martha, no, al menos hay un kilómetro de distancia y esto está infestado de tiburones. ¡Mierda, mierda, mierda!

Todo el mundo estaba muy asustado, señalando las llamas y gritando al capitán, que seguía guiando el barco obstinadamente hacia tierra y sonriendo con determinación.

– ¿Qué hacemos? -preguntó alguien.

– Saltar -dijo otro.

– No, estamos demasiado lejos -se oyó.

– ¡Tiburones! -dijo alguien, con voz temblorosa.

Era evidente que el fuego ya estaba descontrolado.

Una chica se puso a gritar y después otra. Una anciana tailandesa empezó a murmurar una plegaria.

Y entonces…

– Dunquerque -dijo Martha señalando-. ¡Mira!

Una pequeña armada de barcas alargadas, con los ensordecedores motores diesel a todo trapo, se acercaba desde la costa. Un piloto por barca con dos niños colgados en la popa de cada una.

«Habrán visto el fuego -pensó Martha- en cuanto ha empezado y han salido a la mar.» Ningún rescate oficial podría haberlo hecho mejor.

Una tras otra, las barcas se pararon junto al barco incendiado y la gente comenzó a saltar por la borda. Las llamas eran cada vez más fuertes y empezaba a haber oleaje. Algunos estaban aterrados, gritaban y lloraban, pero los hombres de las barcas mantuvieron la calma e incluso la alegría, ayudándolos y acompañándolos.

Los mochileros fueron los últimos en abandonar el barco. Por su inherente cortesía (y por ser inglesa) Martha, ocultando su terror, fue la última. Su último pensamiento desesperado al bajar por la escalera fue que debía rescatar su mochila. Pero estaba en el otro extremo del barco, cerca de las llamas.

Mientras las barcas volvían en convoy a Bophut, el capitán y un chico se esforzaban por rescatar el equipaje. Las llamas empezaban a consumir el barco a toda velocidad. Martha les miró con confianza. Seguro que cogían su mochila, seguro que la cogían. Y entonces, consciente de que si hubiera durado cinco minutos más habrían corrido un grave peligro, se echó a llorar.

Todos se quedaron en la orilla viendo cómo el barco se encendía como una bola de fuego. Martha se sintió enferma, temblaba violentamente incluso bajo el fuerte sol.

– Eh -dijo él, acercándose y rodeándole los hombros-, estás helada. Toma, ponte mi jersey.

Se lo puso sobre los hombros.

– Creo que estoy un poco afectada -dijo-. Es que, si hubiera pasado media hora antes, estaríamos todos muertos. No podríamos haber llegado nadando, y sin duda había tiburones.

– Lo sé. Pero no ha pasado media hora antes y no estamos muertos. Piensa en ello como una aventura. Por fin, algo que vale la pena escribir en una postal. Aunque tal vez sea mejor no escribirlo. Mira, recogida de equipajes. Martha, ¿quiénes son los afortunados? Veo nuestras mochilas y las de nadie más. ¿Sabes por qué? Porque estaban en el furgón del correo. ¡Mira!

Era verdad. Cuatro sacas de correo y dos mochilas habían llegado sanas y salvas a tierra. El resto del equipaje estaba evidentemente en el fondo del mar.

Todos estaban muy angustiados. Los turistas se marcharon en taxis, los mochileros se metieron en un café del puerto donde también se vendían billetes, compraron coca-colas, se pasaron cigarrillos y se lamentaron por sus mochilas. La mayoría tenía la mochila pequeña, donde guardaban los objetos vitales, como billetes, pasaportes y dinero, pero algunos lo habían perdido todo. Varias chicas estaban histéricas.

Martha las vio y se sintió mal.

– ¿Qué podemos hacer para ayudar?

– Nada -dijo él-, nada de nada. ¿Qué quieres hacer? No les pasará nada. Irán a la ciudad, a correos, y mandarán un telegrama a su casa, o llamarán por teléfono, o acudirán a la policía turística que probablemente les buscará alojamiento para un par de días gratis hasta que solucionen sus asuntos.

– Me siento culpable. No es justo.

– No es injusto. Hemos tenido suerte. Bien. ¿Qué hacemos?

– No lo sé -dijo ella, y de repente volvió a encontrarse mal, temblorosa y triste-. Es todo bastante… horrible, ¿no?

– Mmm. La verdad es que estás un poco verdosa.

– Me siento verdosa -dijo ella-. ¡Oh, no, perdona!

Corrió al servicio y vomitó.

– Pobre -dijo él, cuando volvió-. Toma, te he pedido un poco de agua. Bebe un poco. Oye, resulta que tengo un montón de dinero encima, porque mi padre me lo mandó hace poco. ¿Por qué no nos regalamos una noche en un hotel? Si te he de ser sincero, yo tampoco me encuentro muy bien.

No tenía muy buena cara; bajo el bronceado estaba pálido y sudaba.

– Suena de maravilla. Pero no tengo dinero. Tendrás que ir solo.

– No quiero ir solo. Quiero que vengas conmigo. No me mires así: dos habitaciones, no tengo malas intenciones, lo juro. Hay un complejo de lujo genial cerca de Chaweng, Coral Winds. Cogeremos un taxi, no estoy para autobuses.

Martha sabía que era rico y la aventura que habían compartido la había hecho sentir como si fuera un amigo muy íntimo, incluso un pariente. De repente tuvo una sensación de irrealidad total.

– Suena muy bien -dijo-. Gracias.

Martha, que había sido educada para considerar la frugalidad una virtud esencial, se encontró instalada junto a la piscina rodeada de flores del Coral Winds Hotel, apenas sesenta minutos después de deshacer la mochila (tras liquidar un cuenco lleno de melocotones y uvas cortesía del hotel y mandar sus pantalones cortos arrugados y sucios y las camisetas a la lavandería), llamando al camarero de la piscina y preguntando con cierta irritación si su segundo cóctel tardaría mucho.

Tras recibir una exagerada disculpa junto con el segundo cóctel, lo probó y se levantó, caminó hasta la piscina y se sumergió, nadó un par de largos, regresó caminando lánguidamente a su sitio y volvió a echarse, consciente de que era observada con interés por casi todos los hombres sentados alrededor de la piscina. Que fueran todos de mediana edad y casi todos estuvieran acompañados de chicas tailandesas, o chicos, aumentaba su placer. Era bastante agradable ser la única chica occidental del lugar y poseer el as de la novedad.

– Hola -dijo él saliendo del hotel-. ¿Te encuentras mejor?

– Estoy de maravilla -dijo Martha-, gracias.

– Excelente. Yo también. ¿Qué bebes?

– Un Bellini. -Lo dijo como si los tomara a todas horas, y sólo lo había pedido porque era el primer cóctel de la carta. Era muy bueno.

– Ah, es uno de mis preferidos. Me apunto. He pensado que podríamos comer aquí. ¿Te parece bien?

– Perfecto, pero… -la conciencia la asaltó a pesar de todo- podríamos ir a la playa si quieres.

– No, no tengo ganas de moverme. Hace un calor horroroso. Podemos ir por la noche.

– Vale -dijo Martha-, invito yo.

– Ah, de acuerdo.

Les sirvieron el almuerzo y comieron en amigable silencio. Por la noche pasearon por la playa en la apacible oscuridad. Cada cien metros había un restaurante, sobre la arena con velas en las mesas, un puesto de pescado fresco en hielo y una barbacoa encendida para cocinarlo. Se sentaron, pidieron barracuda, y mientras esperaban, bebieron cerveza bien fría y miraron cómo rompían las olas en la costa.

– Esto es vida -dijo Martha-. Ha acabado siendo un día estupendo. Me siento muy diferente.

– Pareces muy diferente -dijo él-, diferente de cómo te recordaba.

– ¿De verdad? Pues soy la misma.

La verdad es que no lo era. Al menos mientras durara el cuento de hadas se había vuelto despreocupada y segura de sí misma, otra chica completamente distinta, ya no una Cenicienta, sino una princesa y, hasta que sonara el reloj y se marcharan por la mañana, así sería.

Después de cenar volvieron paseando al hotel. Había una cantante de jazz en el bar, se sentaron a escucharla y tomaron más cócteles.

– Te lo juro -dijo Martha-, he bebido más hoy que en los últimos tres meses.

– Te sienta bien -dijo él-. Toma otro, otro Bellini, eso es lo que te has vuelto, una chica Bellini. Me encanta la transformación.

– Gracias.

– No, no, lo he pasado muy bien. ¡Gracias! Ha sido un interludio fantástico. Mañana cogeré un avión a Bangkok, venga, toma otro y después creo que podemos acostarnos.

Fue eso, aquella última copa. Un Bellini de más. La había puesto achispada, tonta, y más y más segura de sí misma.

Así que cuando fueron a sus habitaciones y él se inclinó para besarla, muy suavemente le dijo:

– Ha sido muy divertido.

Ella le respondió con más entusiasmo del que pretendía. Se dio cuenta de la sorpresa de él, y después, de su alegría. Le cogió la mano, la guió por los caminos bordeados de palmeras a sus bungalows y dijo:

– ¿Qué te parece si tomamos otra copa? Tengo media botella de champán en mi minibar y seguro que tú también. ¿Nos las tomamos juntos?

Eso hicieron y entonces, de alguna manera, parecía una buena idea sentarse en la cama y dejar que él la besara. Después de eso, el paso para seguir siendo una de esas chicas despreocupadas y seguras de sí mismas que se tomaban el sexo, como los demás placeres de la vida, sin mucha seriedad, era muy pequeño.

– Eres preciosa -dijo él-, de verdad. No tenía ni idea. No tenía ni idea…

Era muy agradable que le dijera eso un chico tan guapo. No quería volver a ser la aburrida y estirada Martha hasta que no tuviera más remedio.

Su último pensamiento, cuando estaba echada y lo miraba mientras le quitaba la ropa, fue de agradecimiento para un chico que la había librado de la virginidad en el norte, en el pueblo de elefantes llamado Chiang Mai. Tal vez no había sido una experiencia agradable, pero significaba que podía disfrutar de aquélla. Y lo hizo. Mucho. E incluso más a la mañana siguiente, justo al amanecer, antes de que él se fuera al aeropuerto en una de las limusinas del hotel, y ella volviera a convertirse en Cenicienta. Había sido bonito mientras había durado, y nada propio de ella. Pero se había acabado. Total y absolutamente. No se hacía ninguna ilusión sobre eso.

Capítulo 36

Se habían peleado otra vez.

Gideon había recibido una llamada de una cadena de tiendas de alimentación de las que era propietario en los estados del sur. Tenían un problema de despidos y dijo que debía ir a Seattle al día siguiente y resolverlo.

– ¿Te parece bien? -preguntó, colgando el teléfono-. Lo siento, mi vida. Puedes venir, si quieres, y después podemos pasar un par de días en San Francisco. Seguro que puedo arreglarlo.

Jocasta dudó, pero después dijo:

– No puedo. En este momento Kate depende bastante de mí. No deja de llamarme. Y soy su enlace con Martha. Siento que no puedo dejarla tirada. Sobre todo si la historia se hace pública.

– Creo que exageras un poco, Jocasta. No es tu hija, no es tu responsabilidad…

– Pero estoy muy involucrada, Gideon, tú no lo entiendes.

– No -dijo-, por lo visto no. Sólo llevamos casados unas semanas y ya empiezo a sentirme marginado.

– Mira quién habla -dijo Jocasta-. Desde que nos casamos apenas hemos pasado tiempo juntos. Siempre estás fuera, y yo siempre estoy sola.

– No seas tonta. No hay ningún motivo para que no vengas conmigo siempre que quieras. Es evidente que no quieres. O no quieres lo bastante.

– ¡Eso es una estupidez!

– No es una estupidez. Es verdad. Mi vida es muy complicada, y tú lo sabes. Lo sabías cuando nos casamos. Tengo compromisos por todo el mundo.

– Sí, y son los que cuentan, ¿verdad? Tus compromisos. Los míos no tienen la menor importancia, parece…

– Te comportas como una niña -dijo. Era uno de sus sarcasmos favoritos.

Jocasta salió de la habitación dando un portazo.

Después hicieron las paces, a lo grande, en la cama.

Pero aun así se quedaría sola. Al menos una semana.

Decidió llamar a alguna de sus viejas amigas, a ver si podían quedar. Todas estuvieron encantadas de saber de ella. Organizó un almuerzo el sábado en Clapham, y un par de ellas la invitaron a salir de copas aquella noche. Pero aquello ya no le parecía bien, ahora que estaba casada con Gideon. Además estaba el otro asunto desagradable. A lo mejor podría hablar con Clio de ello.

Clio no podía quedar, ella y Fergus se iban a París a pasar el fin de semana.

– ¿A que es romántico? Me lo ha regalado por sorpresa. Podría anularlo, pero…

– ¡Clio! -dijo Jocasta-. Ni se te ocurra. Que te diviertas.

Después del almuerzo del sábado fue a Kensington Palace Gardens con su coche. Ni siquiera el almuerzo había sido del todo satisfactorio, ya empezaba a abrirse un abismo entre ella y sus amigas. Ya no pertenecía a su mundo, ya no era la profesional que se pateaba la ciudad con un novio divertido, sino una mujer rica con un marido de mediana edad.

Jocasta sabía la compañía que habría preferido.

Estaba aparcando cuando sonó su móvil.

– Jocasta, hola, soy Nick. ¿Estás ocupada?


– Voy a pedirle que nos veamos. ¿Vendrás conmigo?

Nat la miró; la cara de Kate estaba tensa.

– Sí, si quieres. Por supuesto que iré. Llámala, para ver si está en casa. Tienes su teléfono, ¿no?

– Sí. -Sacó su móvil-. Venga. Allá voy.


Martha estaba a punto de salir para Suffolk cuando sonó su móvil.

Sabía que tenía que hacerlo: decírselo a sus padres. No podía arriesgarse más. Sólo porque la historia no hubiera salido ese día en los periódicos, ni el anterior, no significaba que no saliera al siguiente. Nick se estaba portando de maravilla, pero había otros periódicos, y Janet no esperaría eternamente.

Se sentía fatal. Ed no había vuelto. La había llamado y le había dicho que necesitaba tiempo para pensar, que la quería, pero que necesitaba saber más.

– Si no, no es justo. Me exiges demasiada confianza. Esto es muy sencillo, Martha. Te he apoyado en todo el asunto. Creo que tengo derecho a saber quién es él. Te quiero, pero no puedo seguir. Llámame si cambias de idea. No iré a ninguna parte. Pero necesito que me ayudes en esto.

Martha había llamado a sus padres y les había dicho que iba a verles, que necesitaba hablar con ellos.

– Qué alegría -exclamó Grace-. ¿Cuándo vendrás?

– Oh, tarde, sobre las nueve o las diez.

– Perfecto.

No, no sería perfecto, pensó Martha, sería horrible. Pero no veía ninguna alternativa.

Y entonces llamó Kate.

– Soy Kate Tarrant. Me gustaría que nos viéramos. Dentro de una hora. ¿Estarás en casa?

– Sí -dijo Martha, bastante débilmente-, sí, estaré en casa.

Llamó a sus padres y les dijo que llegaría mucho más tarde, que se acostaran y ya se verían por la mañana. Sería mejor así, mejor que decírselo de madrugada.


– Acabo de recibir otra llamada de Frean -dijo Nick-. Dice que va a dar la historia al Sun si para el lunes no la he publicado. Sinceramente, Jocasta, esto es una pesadilla.

– ¿Has hablado con ella?

– No, tenía puesto el contestador.

– Dios, qué desastre. Bueno, ¿qué vas a hacer ahora?

– Nada. Ponerme de los nervios.

– Bien, ¿por qué no vienes y ponemos las ideas en común? Pediré algo de comer…

– Vaya, ¿vas a dar la noche libre al personal? Qué democrática eres. ¿Dónde está Gideon?

– Fuera -dijo ella.

– Entonces no creo que deba ir a tu casa.

Jocasta sabía que tenía razón, y la punzada de desilusión que sintió fue la prueba.

Pero ella ya no le quería. ¿Verdad? No, por supuesto que no. Tal vez no le había querido nunca. Le gustaba mucho estar con él y la vida que hacían juntos, pero ¿eso era amor? Lo que sentía por Gideon era abrumador y extraordinariamente intenso. Era un niño mimado, sí, podía ser difícil, podía tener mal genio, pero por encima de todo era un hombre generoso, considerado e inmensamente cariñoso. Y él la amaba como ella le amaba a él, sin ninguna clase de reservas.

Valía la pena estar sola por él. En cuanto ese desafortunado asunto con Martha y Kate se calmara, no permitiría que volviera a marcharse sin ella.


– Hola -dijo Kate.

Llevaba vaqueros y una camiseta y mostraba un buen palmo de su estómago plano. Llevaba el pelo recogido y no iba maquillada. Era mucho más alta que Martha. Martha intentó sentir algo, pero sólo experimentó malestar.

– Te presento a Nat Tucker -dijo Kate-. Es un amigo mío.

– Hola, Nat -dijo Martha-. Pasad, los dos. ¿Puedo ofreceros algo de beber?

– Nada, gracias -contestó Kate.

Entró y echó un vistazo alrededor. Nat la siguió.

Hubo un largo y gélido silencio. Nat lo rompió.

– Es un piso muy bonito -dijo-. Una vista preciosa.

– Gracias -dijo Martha-. ¿Queréis… sentaros?

Nat se dejó caer en uno de los sofás bajos de piel negra. Kate se quedó de pie, mirando a Martha.

– Quiero saber quién es mi padre -dijo-. Nada más. Sólo eso.

Martha no se lo esperaba.

– Me temo que no puedo decírtelo.

– ¿No? ¿Por qué no? ¿No lo sabes? -Los ojos oscuros eran muy duros-. ¿Fue un rollo de una noche?

«Es normal que esté enfadada -pensó Martha-, es normal que sea hostil.»

– No… no puedo decírtelo -dijo Martha.

– ¿No? ¿Sigues en contacto con él, entonces?

– No, no. Pero él no tiene ni idea. No creo que sea justo decírselo ahora. Después de tantos años.

– Ah, no crees que sea justo. Ya. Crees que fue justo dejarme a mí en cambio. Abandonarme en el cuarto de productos de limpieza…

– Kate…

– Y crees que fue justo no venir a verme, cuando salí en el periódico y todo eso, y podrías haberlo hecho. Eso estuvo bien, claro. Tienes una idea curiosa de lo que está bien y lo que está mal. Me dejaste, recién nacida, sola, podría haber muerto…

– Esperé -dijo Martha-, esperé hasta que supe que te habían encontrado, hasta que supe que estarías bien…

– ¿Ah, sí? Qué gran detalle por tu parte. Supongo que creíste que eso era suficiente, ¿no?

– Yo…

– No pensaste nunca en cómo me sentiría, sabiendo que a mi madre no le interesaba. ¿Cómo te crees que es eso? Que no te quieran. No ser importante. ¿No crees que debe de ser horrible? En fin, por suerte para mí, he tenido una madre de verdad, una madre como es debido. Ella sí me quería. Todavía me quiere. No tengo ninguna duda de que he estado mejor con ella. No sé qué clase de madre crees que habrías sido tú, pero te lo aseguro, habrías sido una mierda.

– Kate -dijo Nat suavemente.

– Habría sido una mierda -dijo Kate mirándole un momento, y después se volvió a mirar a Martha otra vez-. En realidad debería darte las gracias, por salir de mi vida. Pero quiero saber quién es mi padre. Así que si me dices su nombre, te dejaré en paz. Que es lo que siempre has querido, claro. Siento haberte molestado.

– Kate, lo siento mucho, pero no lo haré. No puedo.

La miró con firmeza, intentando reconocer en aquella hermosa criatura ya crecida al diminuto bebé que había dejado. No pudo.

– Lo siento -dijo Kate-, pero tendrás que decírmelo. ¿No crees que me debes algo?

– Por supuesto. Pero no eso.

– Estúpida. -Kate caminó hacia ella, y por un momento Martha pensó que iba a pegarle-. Idiota.

Nat se puso de pie.

– Kate, esto no sirve para nada. Si no quiere decírtelo, no te lo dirá. Tendrá sus razones, estoy seguro.

– Sí, como las tenía cuando me abandonó. Quiero conocer a mi padre. Quizás es mejor que tú. Imbécil -añadió.

– ¡Kate! -dijo Nat otra vez-. Lo siento -añadió, dirigiéndose a Martha-, no suele ser tan grosera.

Por algún motivo esto hizo gracia a Martha, hasta el punto de que sonrió. Seguramente fue una forma de aliviar la tensión.

Kate se acercó a ella y la abofeteó.

– No te rías de él -dijo-, vale un millón de veces más que tú.

– Kate, no me reía de él -dijo Martha, abrumada-. Me reía… En fin…, qué más da.

– Como yo -dijo Kate-. Como yo. No significo nada para ti. Nunca te he importado. Sólo quieres deshacerte de mí, ¿verdad? ¿Por qué no abortaste? Dímelo. ¿Por qué no me echaste por un retrete? Habría sido mucho mejor.

Y empezó a llorar, con sollozos ruidosos, cada vez más fuertes, que se convirtieron en gritos. Nat intentó calmarla, pero no paraba, se golpeaba los costados desesperadamente con los puños, hasta que se dejó caer en el sofá, escondió la cabeza en los brazos y los cabellos le cayeron por encima.

Martha la miró y, de repente, por primera vez, sintió algo por Kate. Sintió una sacudida, una punzada de pena, al verla así, tan apenada, sufriendo. La conmovió ese dolor, y fue algo más hondo, más punzante, más terrible de lo que había sentido nunca. Se preguntó si sería una especie de sentimiento maternal por Kate con efectos retardados, sin duda era un sentimiento hacia ella, de alguna clase, y de una forma curiosa, un alivio.

Se sentó a su lado e intentó rodearle los hombros. Kate se la sacudió con furia.

– ¡No! Apártate de mí.

Pero ese sentimiento, esa punzada había dado valor a Martha.

– ¿Podrías escucharme un momento, sólo un momento?

– ¿Para qué te expliques? No, gracias.

Pero al menos la había mirado, mientras sorbía por la nariz y se secaba los ojos con el dorso de la mano. Fue un contacto a pesar de todo. Martha fue a buscarle pañuelos de papel y ella los cogió.

– Es mejor que nos marchemos -dijo Kate a Nat-. No sé qué hacemos aquí.

– Kate, ¿no crees que sería buena idea escuchar lo que tiene que decir?

– No -dijo Kate secamente-, no. Lo único que quiero oír de ella es el nombre de mi padre. Vamos, Nat, larguémonos.

Fue hacia la puerta, pero se hizo un lío con el pestillo. Martha la siguió y abrió.

– Lo siento mucho -dijo, mirándola a los ojos-. Sé que eso no significa nada para ti, pero lo siento de verdad. Ojalá me dejaras hablar contigo.

– Podrías haberlo hecho hace meses -dijo Kate-. Es demasiado tarde.

Y ella y Nat se marcharon.


Janet Frean estaba impacientándose mucho. La historia perdería empuje si no se publicaba enseguida. Era absurdo. ¿Por qué no lo sacaban? Era una historia estupenda.

Nick era un periodista estupendo. El momento, su cálculo del momento, había sido perfecto. Se enfadaría mucho si no lo publicaban. ¿De repente Nick se había vuelto blando? No era posible.

Miró su reloj, tenía que marcharse dentro de una hora. Tenía que hablar en una cena en Bornemouth, un congreso médico, y no podía llegar tarde. Llamó a Nick: saltó el contestador. Dejó un mensaje y fue a cambiarse.

Mientras preparaba su maleta, decidió mandarle un correo electrónico. Podía tentarlo con algunos detalles más, hacerlo más picante; no había dicho, por ejemplo, que Martha sabía quién era el padre y podía insinuar que se lo había dicho. Eso le intrigaría. Eso haría que al menos se pusiera en contacto con ella. Si no lo hacía, es que pasaba algo.

Fue al estudio y encendió el portátil. Había varios mensajes para ella: uno de Kirkland, diciendo que no olvidara explicar su programa sobre salud esa noche. Como si hiciera falta que se lo recordaran. Era un congreso médico, por el amor de Dios. ¿Quién se creía que era?

Buscó en la libreta de direcciones hasta que encontró el nombre de Nick y empezó a escribir.


– Me ha mandado un correo electrónico -dijo Nick a Jocasta-. Espera. Te lo leeré: dice que no quiere que se pierda la historia, ah, sí: «Por favor, no lo retengas mucho tiempo. No quiero tener que dárselo a otro. Por cierto, tengo más cosas que decirte, detalles del árbol genealógico, ya me dirás si te interesa».

– ¿Qué crees que quiere decir? ¿Quién es el padre? Mierda, me encantaría saberlo.

– Dios sabe. Y después dice que no lo retrase demasiado, y que si no lo he publicado el lunes, se lo dará al Sun.

– ¡Mierda! ¡Mierda, mierda, Nick! ¿Qué le vas a decir?

– Yo qué sé. No tengo ni idea.


– ¡Mamá! No me encuentro bien.

Janet miró preocupada a Arthur. Era el penúltimo y sin duda tenía muy mal color. Miró el reloj, ya debería haberse marchado.

– ¿Dónde está papá?

– En su estudio. Hablando por teléfono. Me ha dicho que te lo dijera a ti.

– Venga, vamos abajo, a ver si viendo la tele un poco… ¡Oh, Arthur!

Todo lo que hacía Arthur, lo hacía hasta el final. Incluso vomitar. Los pantalones del traje de Janet ya no servirían para salir en público. Cuando Bob dejó de hablar por teléfono, cambió a Arthur y ella se puso otro traje; era tardísimo.

Cogió el maletín y la bolsa de fin de semana, corrió al coche y lo arrancó. Se dio cuenta de que había olvidado la agenda electrónica. Un ingenioso aparato con el que podía enviar y recibir correos electrónicos además de usarlo como móvil. Aquella noche era vital.

Volvió corriendo a la casa, Bob estaba en la entrada.

– Creía que te habías ido.

– Sí, pero he olvidado el BlackBerry.

– ¿Para qué diablos lo quieres?

– Tiene las notas del discurso.

Bob sabía que era mentira. Había visto el discurso impreso encima de su mesa. Volvió a la casa con Arthur, que estaba mirando vídeos de Starsky y Hutch y pidiendo helado.


Martha no se dio cuenta de lo cansada que estaba hasta que entró en la A 12. Al ver el trayecto que la esperaba, sintió que el cerebro se le velaba.

Tal vez sería mejor parar, pasar la noche en un motel y seguir por la mañana. Podía llamar a sus padres y decírselo, para que no se preocuparan. Marcó su número. Dios mío, ¿qué hacía la gente cuando no había teléfonos en los coches? Saltó el contestador. Sabía lo que significaba eso, que estaban mirando la tele. Urgencias, seguramente. Nunca oían el teléfono desde la salita. Maldita sea. Y rara vez miraban si había mensajes hasta el día siguiente. Dejó un mensaje de todos modos, diciendo que buscaría una pensión e iría por la mañana.

Se puso a hacer juegos mentales numéricos como hacía cuando quería mantenerse despierta. Contar hacia atrás de tres en tres, contar hacia delante de siete en siete, multiplicar números… le ayudó un rato. A lo mejor llegaría.

Se sentía fatal.

El encuentro con Kate la había trastornado espantosamente. Por algún motivo, no se había esperado tanta hostilidad. Muy ingenuo por su parte. Sondeó sus sentimientos hacia Kate como si fueran una muela picada. Lo principal parecía ser una absoluta falta de sentimientos. Eso en sí ya era angustioso. Sin duda debería haber sentido algo, alguna clase de reconocimiento de su relación. Era su madre, al fin y al cabo.

No amor, eso no, eso era cosa de los cuentos de hadas, pero sí preocupación, simpatía, tristeza por haberse perdido todo de ella. No existía. Sólo había una cosa y era culpabilidad. A toneladas.

Ni siquiera le había gustado; parecía una niña muy dura. Y sin mucho encanto. En cambio el chico era simpático, le había caído mucho mejor.

Era evidente que no tenía el más mínimo instinto maternal. Seguramente si hubiera tenido un poco, no habría abandonado a Kate. Estaba claro que era como la veía Kate, dura, poco cariñosa, egocéntrica. No era un panorama muy halagador. Suponía que la culpabilidad era algo a su favor: no la había sentido antes. Sobre todo porque no se lo había permitido. La culpabilidad habría significado reconocer lo que había hecho: no podía permitírselo.

Volvió a llamar a la vicaría y tampoco le contestaron. Quizá podría llegar. Se tomaría un café en el Little Chef y seguiría. Sería mucho más agradable dormir allí, en su propia cama.


Nick por fin había contestado al mensaje de Janet.

«Janet: hago lo que puedo, muchos cabos por atar. Por favor, no me dejes colgado. ¿Qué quieres decir exactamente con lo del árbol genealógico? Nick.»

Janet no se dejó impresionar.

De: janet@hotwest.com.

Para: nick@SketchWestminster.com.

«No puede haber tantos cabos por atar. ¿Qué te crees que significa árbol genealógico? ¿No tienes sentido común? Hablaré con Chris yo misma, él le dará un empujoncito. Será una pena, Nick, si no lo publica. Lo habría hecho el viernes pasado, estoy segura, con el programa en la tele todavía caliente. ¿Podrías enseñarme un borrador? Janet.»


Martha estaba otra vez en ruta. Se sentía totalmente despierta. Empezó a ensayar la conversación con sus padres, imaginando cómo orientarla. ¿Cómo puede soltarse una noticia así con tacto?

– Mierda -dijo Martha en voz alta.

Y eso era sólo el comienzo. Tenía que informar a Paul Quenell, y a Jack Kirkland. Sus amigos. ¿Qué amigos? De repente le parecía que tenía muy pocos. No obstante, tendría que decírselo a todos y durante los próximos días, posiblemente las próximas horas, si Janet acudía a otro periódico.


Mierda. ¿Y ahora qué? ¿Y si hablaba de verdad con Pollock? Nick empezó a sudar. Mejor si se lo decía él mismo, si lo avisaba. Pero entonces querría saber de qué iba. Mierda.

De: nick@SketchWestminster.com.

Para: janet@hotwest. com.

«Janet: ¡¡¿qué?!! Sabes que nunca enseñamos borradores. Habla con Chris si quieres, pero este fin de semana tiene invitados y no le gustan nada las interrupciones.»

Eso era cierto, tenía invitados. Él y la actual señora Pollock, una ejecutiva de televisión, daban fiestas famosas por lo concurridas y repletas de estrellas que solían estar, seguidas de desayunos aún más concurridos al día siguiente. Sólo la clase de titular que ocupa toda la primera página era excusa para interrumpirlas. Por muy famosa que fuera Kate Bianca, no justificaba el cuerpo setenta y dos de la primera página. Había sido una buena idea.

«Hago lo que puedo. Desde luego me interesa el árbol genealógico. Hablamos mañana quizá. Nick.»

Por favor, que eso la mantuviera callada.


Pero:

De: janet@hotwest.com.

Para: nick@SketchWestminster.com. com.

«De acuerdo. Hablemos. Llamaré mañana para almorzar, a ver cómo va. Confírmame si te va bien.»

La cosa estaba poniéndose muy fea. Quizá tendría que publicarlo al fin y al cabo, y así ahorrar a Martha y a Kate algo mucho peor.


Martha sabía que era una locura, pero llamó a Ed. Se sentía muy sola, perseguida por el destino. Perderle en ese momento, cuando acababa de recuperarle, se le hacía insoportable.

– Hola, Ed, soy yo. Quería saber cómo estabas. Llámame si puedes, estoy en el coche.

Era un horrible recordatorio de las incesantes y cariñosas llamadas de Ed a ella; él debía de saber, como ella, que seguramente no le contestaría: o que no le daría la respuesta que quería, al menos. La prueba de lo deprimida que estaba era que estuviera dispuesta a someterse a ese riesgo. Martha Hartley no se arriesgaba.

Le estaba entrando sueño otra vez, mucho sueño. Puso un cede de los Stones y subió el volumen. A menudo la ayudaba.

Entonces sonó el teléfono. Salió el nombre de Ed en la pantalla. El corazón le dio un vuelco.

– Hola, Ed.

– Hola. ¿Dónde estás?

– A una hora de Binsmow.

– ¿Ah, sí? -La voz era correcta, sin más-. ¿Vas a ver a tus padres?

– Sí. Voy a… a decírselo.

– ¿Sí?

Martha despachó la prudencia, no al aire, sino al espacio sideral.

– Estoy aterrorizada, Ed. Aterrorizada.

– ¿Por qué?

– Por hacerles daño. Esto es lo principal, ¿sabes? Por eso empezó todo.

– Sí, bueno, seguro que te las arreglarás.

– Ed…

– ¿Sí, Martha?

– Te echo de menos.

Era increíble que le hablara imponiendo de esa manera, suplicándole.

– Yo también te echo de menos. Pero no soporto más este rollo, ¿me entiendes? Lo del padre.

– Lo sé, pero…

– ¿Me lo vas a decir o no?

– No, Ed, no lo haré. Por ahora no, al menos. Ojalá lo comprendieras…

– Lo siento, pero no puedo, por ahora no. No cambiarás nunca, ¿verdad? Sólo me llamas cuando me necesitas, estás totalmente centrada en ti misma, sigues haciéndolo.

– No es verdad.

– Martha, sí lo haces. Deberías oírte. Eres como un disco rayado. Diciendo que no quieres hacer daño a tus padres, que así comenzó todo. Dando por supuesto que tengo tiempo para ti, que lo dejaré todo, que te escucharé. Pues no puedo. Ahora estoy ocupado, estoy en edición. Te llamaré dentro de un par de días.

Martha se despidió como pudo y se echó a llorar. Las lágrimas le empañaron los ojos. Tenía que parar. Junto con su cansancio era una combinación fatal. Pasó al carril del centro con la intención de parar en la cuneta.

No se dio cuenta de que a su izquierda tenía una carretera de acceso a la A 12; un gran camión, que iba un poco deprisa, estaba entrando, y su conductor se distrajo momentáneamente con una llamada de su novia. Se desvió para intentar esquivar el coche de Martha, pero le dio de todos modos, y se deslizó y se cruzó en la autovía llevándose con él al Mercedes.

Capítulo 37

– Martha se está retrasando mucho -dijo Grace, apagando la tele y empezando su ritual de antes de acostarse: colocar bien los cojines, hacer bajar al gato y recoger los periódicos-. Espero que no le haya pasado nada.

– Claro que no. Voy a apagar el ordenador, leeré otra vez el sermón y comprobaré si ha llamado.

Volvió sonriendo.

– Probablemente se ha parado por el camino. Dice que está muy cansada y puede que se quede en un hotel y venga para desayunar.

– Me alegro de que sea tan sensata. Sube, cariño, prepararé un té.


Como el accidente se había producido en una curva de la autovía, los demás coches no lo vieron venir y dos más chocaron en cadena hasta que un hombre, que conducía lo bastante despacio y prudentemente para verlo a tiempo, se paró, encendió las luces de peligro y llamó a la policía. Después sacó el extintor del coche y corrió hacia la chatarra que bloqueaba el paso. Estaba muy asustado.

Los vehículos de atrás no estaban demasiado afectados. Tenían los capós aplastados, y uno de ellos las ruedas delanteras totalmente torcidas. La bocina del otro parecía haberse quedado atascada, pero ambos conductores estaban conscientes y habían tenido la presencia de ánimo suficiente para apagar los motores.

El Mercedes estaba atrapado entre las ruedas del camión, con el techo aplastado y el parabrisas hecho añicos.

– Pobre infeliz -dijo el hombre del extintor a otro que había llegado-. No lo habrá visto.

– Ya. ¿Qué hacemos?

– No tengo ni idea.

Y entonces, a través de la oscuridad, justo antes de oír la esperada sirena de la policía, se oyó el inconfundible sonido de un móvil dentro del coche.


– Mierda -dijo Ed.

Ya habría llegado a la vicaría, y habría apagado el teléfono. Allí no podía llamarla de ninguna manera a esas horas. La llamaría a primera hora de la mañana. Era una de las cosas buenas que tenía Martha, que nunca era demasiado temprano para llamarla. Siempre estaba despierta a las seis, incluso los domingos. Bueno, a veces los domingos a las seis y media.

Apagó el teléfono. Se sentía mal. Había estado muy duro con ella. No quería echarle un rapapolvo. No se lo merecía. Estaba muy angustiada y debería haberse mostrado más… comprensivo. El problema era que realmente estaba harto de apoyarla y de que ella no se diera cuenta, o se mostrara tan poco agradecida por lo que hacía.

De todos modos había circunstancias atenuantes. Habían sido unas cuarenta y ocho horas que habrían destrozado a cualquiera. En cierto modo creía que debía admirarla por no decirle quién era el padre. Era evidente que quería protegerle. Debía de haberle querido mucho para que le preocupara tanto. Eso era lo que le fastidiaba, y era bastante infantil, en realidad, teniendo en cuenta que todo había pasado hacía dieciséis años. La llamaría por la mañana, le diría que lo sentía e intentaría hacer las paces con ella. Volvió a su trabajo de edición.


– ¿Sabes? -dijo Clio-. No puedo dejar de pensar en Martha.

– Bueno, eso está muy bien -dijo Fergus-, y admiro tu espíritu cristiano, pero lo que creo es que es en mí en quien deberías estar pensando. Te he traído aquí para que vieras lo mucho que me importas, y tú vas y me dices que estás pensando en tu mejor amiga. O lo que sea.

– No es mi mejor amiga -dijo Clio-, apenas la conozco. Pero no puedo dejar de pensar en la situación tan terrible en que se encuentra, sin nadie a su lado, nadie que le coja la mano…

– Creía que tenía un guaperas que le cogía la mano.

– Sí, y la verdad es que es guapísimo, pero no es lo mismo, ¿verdad? No, no es lo mismo. En Inglaterra sólo son las once y media. Seguro que está despierta, no duerme nunca y estará preocupada y sola.

– Y si no está sola, y si tiene al jovencito guaperas en la cama con ella, ¿qué?

– Entonces no cogerá el teléfono. Vamos a llamarla, Fergus, para decirle que pensamos en ella. Anda.

– Está bien. Coge mi teléfono. Te lo dejo con la condición de que vayamos directamente al hotel y sigamos con lo que hacíamos a la hora del almuerzo.

– Trato hecho -dijo Clio, inclinándose por encima de la mesa para darle un beso.

Llamó al teléfono fijo de Martha y la voz fría de Martha le dijo que estaba ocupada, pero que la llamaría en cuanto pudiera.

– No te preocupes, Martha. Espero que eso signifique que estás acompañada. O que estás durmiendo. Soy Clio. Fergus y yo estábamos pensando en ti, y esperamos que estés bien. Te mandamos un beso. Muchos besos. Ahora, Fergus, probaré en el móvil… Vaya por Dios, qué ruido. Escucha.

Fergus escuchó.

– Está fuera de cobertura, o apagado o algo. Hemos hecho lo que hemos podido. ¿Seguimos con el resto del trato?

– Lo estoy deseando. Volveremos a llamar por la mañana, ¿de acuerdo?

– ¿Quieres dejar de hablar de Martha Hartley de una vez -dijo Fergus-, y mover tu culito fuera de aquí? Está bien. Estoy seguro.


– ¿Es el reverendo Peter Hartley? Lamento llamar a estas horas de la noche. Es la policía. Ha habido un accidente…

Peter colgó el teléfono y miró a su esposa, que abría los ojos de par en par con miedo. No hizo falta que le dijera nada.

– ¿Está viva? -dijo-. ¿Dónde está?

– Está viva. Pero en cuidados intensivos. En Bury St. Edmunds Hospital.

– Vamos -dijo ella, con mucha calma, cogiendo la ropa que había preparado para el día siguiente, como hacía siempre-. Rápido, Peter. Nos necesita.

Mientras se vestía (añadiendo el collar de clérigo; sabía por experiencia que podía ser muy útil), Peter Hartley empezó a rezar en silencio. Podía rezar mientras hacía cualquier cosa, conducir, hacer la compra en el supermercado, arrancar las malas hierbas del jardín, poner orden en su estudio… No paró hasta que llegaron al hospital. Entonces rogó brevemente para que no llegaran demasiado tarde.


Janet Frean no podía dormir. Consultó su agenda electrónica. ¿Habría algo de Nick? Mejor que hubiera algo. Algo muy tangible. De otro modo no esperaría hasta el lunes.


Lo peor, les habían dicho, eran las lesiones abdominales: se le había roto el bazo.

– Eso ha provocado una gran pérdida de sangre -les dijo el médico de guardia, con profundas ojeras-. Le hemos hecho transfusiones, evidentemente, pero tendremos que extirparle el bazo. Tiene varias costillas rotas y el brazo izquierdo también. Pero eso no es grave.

– ¿El bazo sí?

– Me temo que sí. Eso y la pérdida de sangre. Ha tenido suerte de salir con vida.

– ¿Podemos verla?

El médico dudó.

– Pueden verla, pero puede que les impresione mucho.

– ¿Por qué? -dijo Grace, con voz temblorosa-. ¿Está desfigurada?

– No. Bueno, no permanentemente. Tiene cortes y moratones en la cara y la cabeza, es evidente. Pero tiene muchas sondas y está conectada a muchas máquinas. -Les sonrió fatigosamente-. Aunque ya habrán visto Urgencias, supongo; no les sorprenderá.

– No -dijo Grace-, de hecho esta noche lo estábamos viendo, iba de un accidente de coche… -Entonces se dio cuenta de lo absurdo que era su comentario, pero había sido precisamente porque estaban viendo Urgencias por lo que no habían oído el teléfono aquella noche y no habían hablado con Martha. Las palabras «por última vez» intentaron aflorar a la superficie de su cerebro en estado de shock, pero consiguió impedirlo.

– Y está inconsciente. Seguramente estará así muchas horas.

– De todos modos queremos verla, si podemos.

– Bien. Enfermera, ¿puede acompañar a los señores Hartley a la Unidad de Cuidados Intensivos, por favor?


Helen tampoco podía dormir. No era raro en ella; desde que había salido el primer artículo sobre Kate en el periódico, se había convertido más o menos en la norma.

A las cinco se levantó dejando a Jim roncando, y bajó a prepararse una taza de té. Ya era de día y hacía calor. Abrió la puerta de la cocina y salió al patio, y se sentó, entre los trinos de los pájaros, intentando pensar qué debía hacer. La rabia y la hostilidad de Kate contra Martha Hartley iban en aumento por momentos, y no era bueno para ella.

Había esperado, en un estado de gran agitación, a que Kate y Nat regresaran de su visita a Martha. Kate estaba pálida y llorosa y fue derecha a su habitación. Nat se sentó y les contó lo que había pasado.

– Estaba fuera de sí -dijo-, del todo fuera de sí. Ha sido horrible con esa mujer.

– Dios santo -exclamó Helen. De forma incongruente, se le ocurrió que Martha pensaría que había educado mal a Kate, que no le había enseñado modales.

– Pero creo que lo entendió. Me refiero a la señorita Hartley. Ha sido muy paciente con ella.

«Seguro que lo ha sido -pensó Helen-, nunca ha tenido que aguantarla así.»

– Me ha parecido buena persona -dijo Nat, aceptando una cerveza de Jim-. Salud. Muy educada y todo eso. Claro que eso es normal, con el trabajo que hace. Y tiene un piso fabuloso -añadió-. Debe de tener mucho dinero.

– Sí, seguro que sí -dijo Jim-. No ha tenido que gastarse nada en la familia.

Estaba casi tan enfadado con Martha como Kate. Helen se sentía sola en su intento de ser un poco conciliadora.

– Es verdad -dijo Nat-, en fin, los abogados siempre son ricos, ¿no? Mi padre dice que son parásitos, con todo eso de la cultura de las demandas y tal. Dice que pronto demandaremos a nuestros padres por no haber hecho suficiente por nosotros.

– Creo que tu padre tiene razón en eso -dijo Jim.

– Bueno, no creo que Kate les demande -dijo Nat-. Siempre le digo que ha tenido mucha suerte.

– Oh, Nat -dijo Helen-, gracias.

– Pero una cosa está clara -dijo, dejando la cerveza-, está muy angustiada con todo esto. Creo que se va a poner enferma. No quiere ni comer. He intentado invitarla a un curry, pero no ha querido.

– Oh, vaya… -se lamentó Helen.

¿Cómo podían ayudar a Kate?, se preguntaba. Estaba claro que no iba a lanzarse a los brazos de Martha gritando «mamá», e incluso con lo nerviosa que estaba, Helen tenía que admitir que la hostilidad era más fácil de sobrellevar que esa alternativa. Pero sería mucho mejor para Kate que la viera desde un punto de vista más positivo, que intentara comprender por qué había hecho lo que había hecho. Si no, estaría furiosa y amargada el resto de su vida. Tal vez, sólo tal vez, debería ir a verla ella misma, para intentar entre las dos encontrar la forma de explicárselo a Kate, de hacérselo menos difícil.

Cuanto más lo pensaba, mejor idea le parecía. Sería muy difícil y necesitaría reunir todo su valor, pero por Kate haría lo que fuera. Cualquier cosa.

Llamaría a Martha por la mañana y quedaría con ella. Esperaba que Martha accediera a verla.


Eran las ocho. Martha había sobrevivido a las horas de cirugía, pero seguía muy grave. Su tensión arterial había bajado de forma alarmante con la pérdida de sangre, y el cirujano había dicho a los Hartley que en cierto momento le había preocupado mucho. Tenía treinta y pocos años y era el prototipo del cirujano, seguro de sí mismo, arrogante y sin ningún tacto.

Sin embargo, también era simpático; salió del quirófano al pasillo donde le esperaban sentados, cogidos de la mano, y habló con ellos inmediatamente para no alargar el miedo ni un minuto más de lo necesario.

– Por ahora vamos bien. Lo que está claro es que si no estuviera tan en forma no habría sobrevivido. Es un ejemplo para todos. No tiene ni un gramo de grasa, y su corazón está como un roble. Por suerte.

Grace pensó en todas las veces que había intentado que Martha comiera más y se sintió avergonzada.

– ¿Está bien ahora?

– No puedo asegurarlo. Ha perdido mucha sangre y tiene el pulso muy errático. En estos casos siempre existe el peligro de las infecciones secundarias. Pero le estamos administrando sangre y antibióticos y otras cosas, y al menos no tiene lesiones cerebrales. Ha tenido mucha suerte. Podría haber sido mucho peor. Un accidente terrible. Es asombroso que no muriera nadie.

– No había bebido ni nada de eso -dijo Grace-. Ha estado trabajando todo el día y había cogido el coche para venir a vernos, y descansar un poco. Oh, mi pequeña…

Se echó a llorar. El cirujano le acarició un hombro.

– No, no, no tenía alcohol en la sangre. No se preocupe por eso. Mire, el cansancio es una de las mayores causas de accidentes de tráfico, tanto como el alcohol. En fin, por ahora ha tenido suerte. Yo en su lugar iría a casa a descansar un poco.

Grace se preguntó si el médico tendría hijos y decidió que no. No habría sugerido una cosa tan absurda. Peter pensó en las horas de plegarias que había dedicado a Martha y supo que no sólo había sido la suerte lo que la había hecho sobrevivir.

– Nos quedamos -dijeron los dos a la vez.

– Bien. Como quieran. Hay una máquina de café en el pasillo. Intenten no preocuparse demasiado.

Y se marchó con otra sonrisa deslumbrante.

A las siete, Peter llamó a su ayudante y le dijo que se encargara de dar la comunión.

– Y del resto también, yo estaré aquí todo el día.

El cura dijo que lo haría encantado y que incluiría a Martha en las plegarias de todos los servicios.

Así fue como se enteró del accidente la señora Forrest, que había ido a comulgar. Se puso muy triste.

Grace estaba adormilada, apoyada en el hombro de Peter, cuando una enfermera pasó corriendo a su lado. Ella la miro medio dormida. Y entonces sintió una punzada de miedo en el corazón.

Había leído muchos libros de Sue Barton cuando era pequeña, la Sue Barton que pasó de estudiante de enfermería a enfermera jefe a velocidad de vértigo. A Sue Barton le dijeron el primer día en el hospital que las enfermeras sólo corrían por tres razones: inundación, incendio y hemorragia. Estaba claro que no había ni una inundación ni un incendio. Por lo tanto…


Nick estaba redactando de mala gana el artículo sobre Martha y Kate cuando Janet le llamó.

– Hola, Nick, ¿cómo te va?

– Bien. Sí. Estoy en ello.

– Sí, claro, qué ibas a decir.

– Janet, es verdad. Te lo juro.

– ¿Has hablado con Chris?

– ¡Por Dios, son las once del domingo! El desayuno dominical de los Pollock está empezando justo ahora. No pienso perder mi empleo por eso. ¿No querrás llamar tú?

– No lo sé. El Sun podría ser mucho más ágil que tú. En fin, ya hablaremos. Sigo en Bournemouth.

– ¿Qué estás haciendo en Bournemouth?

– Anoche di un discurso, en un congreso médico. Estoy trabajando un poco antes de volver al manicomio de mi casa. -Intentaba hacerse la graciosa-. Así que si quieres mandarme algún mensaje…

– Claro.

Era como un maldito hurón, pensó Nick.


Martha estaba de nuevo en el quirófano, tenía una hemorragia interna inexplicable, dijeron a los Hartley, y su tensión arterial había bajado otra vez. De momento no podían decirles nada más.


Ed estaba tomando su habitual desayuno del domingo, un donut y un café en Starbucks, cuando le llamó su madre.

– ¿Edward? ¿Estás ocupado, cariño?

– No, qué va. ¿Estás bien, mamá? -Tenía una voz rara.

– Estoy bien. Vengo de la iglesia.

– ¿Ah, sí? ¿Cómo está el reverendo?

– No estaba, cariño. Por eso te llamo. Andrew ha celebrado el servicio.

– ¿Ah, sí? Bien. -Dio un bocado al donut. Qué raro que llamara para contar eso, no debía de tener mucho que hacer.

– Sí. El pobre señor Hartley estaba en el hospital.

– ¿En el hospital? ¿Qué le ha pasado?

– Nada, cariño, pero pensé que querrías saberlo. Es su hija, la abogada, Martha, ya la conoces. -El donut se estaba volviendo muy amargo en la boca de Ed; escupió lo que le quedaba en una servilleta, y tomó un sorbo de café.

– ¿Qué le ha pasado?

– Ha tenido un accidente terrible. Un accidente de coche. Por ahora sigue viva. Pero parece que es muy grave. En fin, quería decírtelo, porque sabía que la conocías. Una vez te acompañó a la ciudad, un domingo por la tarde. Fue muy amable. Son una familia tan buena.

– Sí, lo sé. ¿Puedes decirme algo más, mamá?

– No mucho, cariño. Chocó con un camión grande. Anoche. Su coche quedó atrapado debajo, dicen. La han operado y está en estado crítico, ha dicho Andrew. Pobrecilla. Con todo lo que ha hecho por Binsmow, y la asesoría legal…

– Consultoría -dijo Ed automáticamente.

– ¿Qué, mi vida?

– Consultarías, las llaman consultorías. ¿En qué hospital está, mamá, lo sabes?

– En el Bury. Está en Cuidados Intensivos. Pareces angustiado, hijo. ¿La habías vuelto a ver?

– Un poco -dijo Ed, y colgó.

Un poco. Un poco bastante. Toda, de hecho. Todo su cuerpo precioso, delgado y sexy, su mente dura, extraña y feroz. Conocía todos sus estados de ánimo, la conocía cariñosa, la conocía risueña, la conocía enfadada, la conocía…, sólo de vez en cuando, tranquila. Casi siempre después de hacer el amor.

Y ahora estaba en Cuidados Intensivos, con el cuerpo destrozado y roto, peligrosa y críticamente enferma. Su coche debajo de un camión: anoche. Después de que hablara con ella, después de que fuera tan cruel con ella. Le había llamado para pedirle ayuda y él se la había negado. Podría ser culpa suya.

De repente Ed se sintió fatal.


– Lo siento, ahora no puede verla. -La enfermera jefa de la UCI fue bastante desdeñosa-. No serviría para nada. Está muy grave, e inconsciente.

– Me doy cuenta. Pero soy su padre.

– Me temo que eso no cambia nada.

– Además soy sacerdote -dijo él con mucha cortesía-, y querría estar con ella mientras rezo por ella.

La enfermera le miró, miró su cara, miró su collar de clérigo y dudó y él vio que había ganado. Sólo había una autoridad más alta que el especialista en la vida hospitalaria: y era Dios. A Dios se le permitía estar con los casos más desesperados, en las situaciones más horribles, a través de sus representantes terrenales, y Dios, ella lo había visto, de vez en cuando, hacía lo que parecían milagros. Los médicos no lo admitían, eso jamás, decían que eran coincidencias, pero la enfermera jefe tenía opinión propia. Había demasiadas coincidencias así.

Ella dudó y al final dijo, mirando un poco nerviosa arriba y abajo del pasillo:

– De acuerdo, pero sólo unos minutos.

Peter Hartley se llevó a Dios con él a ver a su hija.


– ¿Es Jocasta Forbes?

¿Quién era? La voz le sonaba un poco. Jocasta, emergiendo de un profundo sueño, dijo:

– Sí, bueno, Jocasta Keeble, si nos ponemos pedantes.

– Jocasta, soy Ed. Ed Forrest, el amigo de Martha.

Claro, el chico cañón. Nada les había sorprendido más que la elección de novio de Martha. Se esperaban a un abogado rico y estirado y se habían topado con un chico guapísimo e informal que además era mucho más joven que ella. Y que no disimulaba que la adoraba.

– Ah, hola, Ed. ¿Qué pasa?

– No sé -dijo Ed-, pero he pensado que querrías saberlo. Martha ha sufrido un accidente terrible. Un accidente de coche y está… está en Cuidados Intensivos. No sé más…

– ¡Oh, Ed, no! Lo siento.

– Ahora voy para allá -dijo- a verla. Pero he pensado que debías decírselo a Nick…, perdona, pero no me acuerdo de su apellido, el periodista…

– Sí, sí, claro.

– Para que se lo diga a esa mujer. Para quitárnosla de encima, digo. No hará nada ahora, ¿no?

– Diría que no -dijo Jocasta rápidamente-. Dios mío, qué horror. ¿Dónde está? ¿En qué hospital?

– En el Bury St. Edmunds. Está lejos, así que tengo que irme.

– Claro. Ed, dale recuerdos. Seguro que se pondrá bien. No te preocupes por Janet Frean. Ya lo arreglaremos. Llamaré a Nick enseguida.

– Gracias.


El corresponsal local en Colchester del Sun había recibido la noticia del accidente de Martha. Llamó a la redacción.


Chad Lawrence tenía uno de los números de móvil más conocidos de Westminster: también era una de las caras más conocidas.

A mediodía llamó un periodista del Sun.

– Supongo que ya se habrá enterado de lo de Martha Hartley, señor Lawrence.

– No -dijo Chad secamente-. No sé nada.

– ¿No? Está en el hospital. En estado crítico. Un accidente de coche terrible. Sacaremos un artículo corto en el periódico de mañana, ¿querría hacer un comentario sobre ella?

– Estoy abrumado -dijo Chad, y lo decía de corazón-. No tenía ni idea. ¿Está bien?

– Ya le he dicho que está en estado crítico. No está nada bien, por lo que me han dicho.

– ¡Dios mío!

– ¿Puede hacer algún comentario? Sé que es una de las estrellas de su partido.

– No, no puedo -dijo Chad, y colgó.

Llamó a Jack Kirkland.

– Martha ha tenido un accidente de coche. Un accidente grave. Me han dicho que está en Cuidados Intensivos. He pensado que debía decírtelo.

– ¡Dios santo, qué horror! ¿Cómo te has enterado?

– Me ha llamado alguien del Sun. Quería un comentario sobre ella. He dicho que no podía.

– ¿Por qué no?

– No lo sé. No me ha parecido apropiado.

– Qué tonterías Es muy apropiado. ¿Tienes su nombre?

– No.

– Les llamaré yo mismo.

A hacer puñetas, pensó Chad, colgando. Estaba sinceramente apenado. Le había cogido afecto a Martha.


Jack Kirkland habló obsequiosa y extensamente sobre Martha, sobre lo inteligente que era, lo mucho que prometía y hasta qué punto era el futuro del partido, y el periodista, que sólo tenía pensado escribir un párrafo, se impacientó.

– Muchas gracias, señor Kirkland -dijo, interrumpiéndole.

– Lo he hecho con mucho gusto. Tal vez debería hablar con Janet Frean. Es la cara femenina de nuestros dirigentes. Ha sido muy buena con Martha, la ha ayudado y ha mostrado por ella un interés maternal. Debería hablar con ella. Le diré que te llame.


– Es terrible -dijo Clio-. Cuánto lo siento. Anoche intentamos hablar con ella, pero no contestó. Ahora sabemos por qué. Dios mío. ¿Podemos mandarle flores o algo?

– No creo que esté para flores -dijo Jocasta con seriedad.

Le habría gustado hablar con Gideon. A él le caía bien Martha. Miró el reloj: no. Estaría dormido. Eran las cuatro de la mañana en Seattle. Se sintió muy sola y muy triste. Decidió volver a llamar a Nick.


– Bob, soy Jack Kirkland. Siento llamar el domingo.

– No te preocupes, Jack -dijo Bob Frean-. Estoy de niñera. Es agradable hablar con un ser humano. ¿Qué? Oh, Dios mío. Qué pena. Pobre Martha. ¿Está muy grave? Qué horror. Sí, por supuesto, se lo diré en cuanto vuelva. No tardará mucho.


– ¿Janet? Soy Nick Marshall.

– Ah, sí.

– Janet, Martha ha sufrido un accidente. Un accidente de coche. Está muy malherida. Creo que eso lo cambia todo, por ahora.

– Por supuesto. Qué horror. Sí, ya hablaremos.

Janet siguió conduciendo, reflexionando. De hecho, eso hacía aún más brillante la historia. Le daba un toque añadido. Un cierto patetismo. Lo veía muy claro. Sí. Funcionaría de maravilla. Siempre que Martha sobreviviera, claro. Y así sería, por supuesto. Nick estaba exagerando la gravedad del accidente para ganar tiempo. Ya no le veía escribiendo el artículo.


A ese paso, pensó Ed, haciendo chirriar los neumáticos entre los carriles de la A 12, se reuniría con Martha en Cuidados Intensivos. Eso no ayudaría mucho a ninguno de los dos. Intentó tranquilizarse, pero sólo podía acordarse, revivir una y otra vez su conversación con Martha, las últimas palabras que le había dicho: «¿Descansemos un poco, vale?». ¿Qué hombre decía eso a la mujer que se suponía que amaba? Uno bastante podrido.

– Cabrón -se dijo a sí mismo en voz alta-, eres un cabrón.


Helen telefoneó a Jocasta y se disculpó por llamar el domingo. Seguro que Jocasta y su marido tenían mucho que hacer, dar una gran fiesta o algo por el estilo. Pero no quería dejar pasar el tiempo.

– Helen, tranquila. En serio. Pero…

Helen la interrumpió.

– No tardaré nada. Sólo quería el teléfono de Martha Hartley. He pensado que podría ayudar a Kate si iba a verla, si intentaba…

– Helen, lo siento pero no puedes ir a verla. Al menos por ahora, aunque me parece una idea estupenda. Está en el hospital. Ha tenido un accidente y está muy malherida.

– Oh -exclamó Helen-. Oh, Dios mío.

– Está en Cuidados Intensivos.

– Entonces, ¿está muy grave?

– Muy grave, me temo -dijo Jocasta.

Helen colgó, preguntándose cómo reaccionaría Kate, y decidió que hasta que no supiera algo más no se lo diría.


– He pensado que deberíamos invitar a Jocasta a almorzar -dijo Beatrice-. Está sola y me apetece verla.

– Buena idea -dijo Josh.

Estaba absorto en el programa de Jeremy Clarkson, como todos los domingos por la mañana.

Beatrice volvió a la habitación pocos minutos después y parecía trastornada.

– No puede venir. Está con Nick.

– ¿Con Nick? ¿Y qué está haciendo con él?

– No estoy segura -dijo Beatrice-, ayudándole con un artículo, supongo.

– ¿Qué? ¿Estando Gideon fuera? Me parece raro.

Beatrice le miró como queriendo decir que no pensaba erigirse en árbitro del comportamiento de los demás y dijo:

– En fin, por lo visto Martha Hartley está en el hospital. ¿Te acuerdas?, es la chica que se desmayó en la fiesta, la que se fue sin despedirse.

– Sí, sí. ¿Por qué está en el hospital?

– Ha tenido un accidente. Un accidente de coche. Está en Cuidados Intensivos. Inconsciente. Pobrecilla.

– Dios mío. Qué horror.

– Sí, es terrible. La verdad es que no llegué a conocerla, pero tú sí la conocías, ¿verdad?

– Bueno, no mucho. No la había visto en diecisiete años. Pero charlamos un poco en la fiesta. Qué pena. ¿Jocasta nos mantendrá informados?

– Espero que sí. La verdad es que está muy afectada. Me ha sorprendido porque después de la fiesta dijo que apenas la conocía.

– Sí, bueno, siempre te afecta cuando le sucede algo así a alguien que conoces -dijo Josh-. Si te he de ser sincero, a mí también me ha impresionado.

– Sí que estás un poco pálido -dijo Beatrice rápidamente-. ¿Por qué no te llevas a las niñas al parque un rato, mientras preparo el almuerzo? Un poco de aire fresco te vendrá bien.


Jocasta también estaba sorprendida de estar tan afectada.

– No es como si fuéramos amigas -le dijo a Nick-. Hacía diecisiete años que no la veía, y fue bastante antipática conmigo cuando la entrevisté. Pero lo ha pasado muy mal, la pobre. Seguro que fue culpa de tantas preocupaciones, no podía concentrarse.

– Probablemente.

– Ed estaba muy afectado. Destrozado. Es evidente que la quiere mucho. Es una relación rara, ¿no te parece?

– No veo por qué.

– Bueno, es mucho más joven que ella, de entrada. ¿Qué pueden tener en común?

– Tú eres bastante más joven que Gideon -dijo Nick-, ¿qué tenéis vosotros dos en común?

Su tono fue bastante hostil y Jocasta le miró.

Habían quedado para tomar un café en el Starbucks de Hampstead. Nick estaba escribiendo un artículo breve sobre Peter Hain y Europa y dijo que no estaba haciendo nada importante, de modo que Jocasta dijo que iría a verle.

No estaba segura de saber por qué quería estar con él. Se dijo a sí misma que era porque los dos estaban involucrados en ese extraordinario drama. Hablar con alguien no relacionado con el asunto parecía una frivolidad esa mañana. Se sentaron al sol, tomando un café con leche. Era como en los viejos tiempos, pensó Jocasta, los viejos domingos, pero enseguida apartó el pensamiento, decidida.

– Sigo preocupado por Janet -dijo Nick-. No me fío de ella.

– ¡Nick! Nadie va a conspirar contra alguien que está en Cuidados Intensivos. No es posible.

– No estoy tan seguro. La verdad es que no sé si le dejé claro lo mal que está Martha. Creo que volveré a llamarla.

Pero el habitual irritante contestador les dijo que el número al que llamaban estaba apagado y podían dejar un mensaje, y añadía alegremente «o mandar un mensaje de texto».

Nick tiró el móvil en la mesa.

– Maldita mujer. Maldita sea. ¿Qué estará tramando?


– Dios -exclamó Ed.

Sabía que no podía arriesgarse, que la aguja del depósito estaba en reserva desde hacía kilómetros y tendría que parar en la siguiente estación de servicio.

Paró y pudo oler la goma quemada de sus neumáticos en cuanto bajó del coche. Puso veinte litros, decidió que con eso llegaría y fue a pagar.

– Son quince libras.

Ed buscó las tarjetas de crédito.

– Mierda -dijo, y repitió-: mierda.

– ¿Se ha dejado las tarjetas en casa?

La expresión de la cara del hombre no era atractiva.

– Sí, me las he dejado. Mire, le dejo mi reloj. No tardaré mucho.

– ¿Ah, sí? Si viera el montón de relojes que tengo aquí, se preguntaría por qué no he abierto una relojería. Es curioso, pero los dueños no vuelven nunca. Ni han pagado el combustible. Llamaré a la policía, lo siento.

– Pero mi novia está en Cuidados Intensivos, tengo que ir al hospital.

El hombre meneó la cabeza.

– De ésos también tenemos muchos. Espere aquí mientras llamo.

– Oh, maldita sea. ¡No puede hacerme esto!

– Sí puedo.

Ed le miró, paralizado. Después dijo:

– Puedo ir al coche a ver si encuentro dinero.

– Sólo si deja aquí las llaves.

– Sí, claro.

Se las tiró, fue al coche y se puso a buscar febrilmente. Nada. Ni en la guantera, ni en el asiento de atrás, ni en el maletero, ni en los bolsillos de las puertas…

Y de repente:

– Mierda -exclamó-. Qué suerte.

De la guía de Londres cayó un billete de veinte libras. ¿Qué estaría haciendo allí? ¿Cómo había ido a parar allí? Entonces se acordó. Había sido Martha. Había intentado pagar la gasolina, hacía meses, pero él no se lo había permitido y ella había metido el billete de veinte en la guía. Incluso había escrito «Con amor de Martha», con su pulcra letra, en una esquina. Era…, bueno, era…

– Es un milagro -dijo, mirándolo, y corrió a buscar al hombre que estaba ordenando un estante de tabaco-. Deme las llaves, por favor -pidió-. Rápido.

– Ah. Bien. ¿No quiere el cambio?

Pero Ed ya se había marchado.


Cuando Janet llegó a casa, reinaba un silencio insólito. La única que estaba era Lucy, de catorce años.

– Hola, mamá. ¿Fue todo bien anoche?

– Sí, muy bien. ¿Todo bien por aquí?

– Sí, creo que sí. No te esperábamos tan pronto. Papá se ha llevado a los niños a la tienda, y ha dicho que te dijera, si volvías, que quería hablar contigo. Ah, ha llamado Jack Kirkland. Quiere que le llames.

– De acuerdo, le llamaré. ¿Más mensajes?

– Creo que no. Voy a ver EastEnders, hasta luego.

– Bien.

Ni un terremoto en la calle de al lado impediría a Lucy ver EastEnders.


Janet subió a su estudio y llamó a Jack.

– Hola, Janet. ¿Te has enterado de lo de Martha?

– Sí. Qué cosa más triste. ¿Hay novedades?

– No. Sólo quería asegurarme de que Bob te había dicho lo del Sun.

– ¿Del Sun? No.

No era posible que tuvieran alguna pista de la historia.

– Sí, quieren que les llames para hacer un comentario. Sobre Martha. Yo ya he hecho uno, pero pensé que estaría bien que lo hicieras tú. Como compañera de fatigas. Llama a ese periodista, está esperando. Se llama…

Janet apuntó el nombre, con la cabeza hecha un torbellino. Si el azar la había favorecido alguna vez, era ésa.


Martha no estaba muy bien, dijo la enfermera jefa a Peter y a Grace. Su tensión arterial no paraba de bajar, y había avisado al médico. Sí, si querían pasar un momento a verla…

– Dios mío -susurró Grace.


Ed había llegado al hospital. Aparcó con brusquedad en el único espacio que pudo ver, que decía claramente que estaba reservado al personal médico, y entró corriendo en el hospital.

– He venido a ver a una paciente -dijo a la recepcionista-. Martha Hartley.

– Hartley, Hartley… Déjeme ver…

Un hombre con aspecto de mandar se puso detrás de él.

– ¿Es ése su coche? ¿El Golf viejo?

Puso el énfasis en la palabra viejo.

– Sí -dijo Ed, sin mirarle.

La mujer tecleaba sin parar en su ordenador.

– Tendré que pedirle que lo retire. Ese espacio está reservado para un médico.

– Sí, bueno, ahora no está, ¿no?

– Está en la segunda planta, ala B. Pero no le dejarán verla -dijo la recepcionista.

– ¡Tengo que verla!

– Me temo que no podrá.

– ¿Puedo subir?

– No vale la pena.

– Insisto en que retiré su coche. Si el doctor… -dijo el hombre.

La puerta de recepción se abrió de golpe.

– ¿Quién ha aparcado en mi espacio, Evans?

– Lo siento, doctor Thompson. Este caballero…

– Mire, tengo prisa. Tengo un paciente grave en cirugía y no puedo perder el tiempo con coches. Que lo retiren, ¿entendido? Tome mis llaves.

– Sí, doctor Thompson. Enseguida. -Se volvió hacia Ed y le puso una mano en el hombro-. Por favor, ¿quiere retirar su coche? Inmediatamente. Como ha podido comprobar, está obstaculizando el trabajo de los médicos.

– ¡A la mierda los coches! -exclamó Ed. Le tiró las llaves-. Retírelo usted mismo. Lo siento -añadió al ver la cara del hombre-, pero mi novia está muy enferma y tengo que verla.

– No podrá -repitió la mujer.

Pero Ed ya se había ido.


– ¿Puede ponerme con la redacción? Sí. Soy Janet Frean. Están esperando mi llamada. Se trata de Martha Hartley, la chica del accidente de coche. Sí, espero.


El ala F estaba muy silenciosa. Incluso los hospitales parecían adaptarse al ambiente dominical. Ed corrió por el pasillo, intentando encontrar a alguien, pero no vio a nadie.

Vio una puerta con las letras UCI. Intentó abrirla, pero estaba cerrada. Había un panel de números en la puerta. Malditas cerraduras de combinación. Mierda. Golpeó la puerta.

Apareció una cara irritada.

– Creo que mi novia está dentro. Martha Hartley.

– Aunque lo esté, no puede verla. Esto es la UCI. No hay visitas.

– Oh, Dios. ¡Por favor, por favor!

– Lo siento, no. Espere fuera, por favor, y le atenderán enseguida.

– Pero… Oh, señor Hartley. ¿Cómo está? Quiero decir, ¿cómo está Martha? Quiero decir…

La cara de Peter Hartley estaba desfigurada por la pena.

– No está muy bien, Ed -dijo. No demostró ninguna sorpresa al verle-. ¿No podría dejarle pasar, enfermera? ¿Sólo un momento? Ya no tiene mucha importancia…


Bob Frean estaba en el umbral del estudio de Janet. Tenía una expresión muy fría y determinada.

– Janet…

Ella se acercó un dedo a los labios, y tapó el receptor con la mano.

– Perdona, estoy hablando con el Sun. No tardaré…

Bob se acercó y colgó el teléfono.

– ¡Bob! ¿Qué haces? ¿Me has colgado?

– Bien -dijo él-, es lo que pretendía. Antes de que vuelvas a llamar, sólo tengo que decirte una cosa, Janet. Si dices al Sun algo desagradable sobre Martha Hartley, yo les diré muchas cosas desagradables sobre ti. Empezando por tu peculiar relación con Michael Fitzroy. -Le sonrió educadamente. Después se volvió y salió.

Janet se quedó mirando el teléfono y escuchando sus pasos por el pasillo.


Martha estaba en la cama, con los ojos cerrados. Parecía estar en paz, con la cara algo hinchada y amoratada. Le salían tubos de todas las partes del cuerpo, tenía sondas a ambos lados de la cama: una le administraba sangre y las demás, fármacos de toda clase. Un panel de pantallas a la derecha parpadeaba mensajes incomprensibles: el único consuelo que encontró Ed fue que ninguno de ellos era la temible línea recta, la que ven tan a menudo los adictos a series de hospital, señalando el final de una historia.

Pero aquello no era una serie ni una historia. Y la persona en la cama no era una actriz, sino Martha, su Martha, a quien amaba más de lo que habría podido imaginar. Y a la que parecía que estaba a punto de perder.

Miró a los Hartley, presa del pánico. Grace estaba muy calmada, sentada junto a la cama, con los ojos fijos en la cara de Martha. Peter le cogía una mano.

Ed rodeó la cama, y muy despacio le cogió la otra mano. Tenía unas manos muy pequeñas; de hecho, era pequeña, pensó Ed. Era como si se diera cuenta de eso por primera vez. La mano estaba bastante caliente. Eso tenía que significar algo bueno.

– ¿Puedo… puedo hablar con ella? -preguntó, bajito, recordando por la muerte de su padre que el oído era el último sentido que desaparecía.

– Sí, por supuesto -dijo Grace.

Ahora le miraba a él, cómo se inclinaba y espontáneamente decía con mucha ternura:

– Martha, soy yo. Ed. Estoy aquí. Estoy contigo.

Si eso fuera Urgencias, pensó Grace, ahora Martha parpadearía, movería la cabeza, le apretaría la mano. Pero no lo era, era la vida real, donde esas cosas no suceden. La vida real no es como Urgencias; la vida real es mucho más dura, mucho más cruel.

Y Peter pensaba: si se recupera ahora será un milagro. Pero en ese momento, por desesperado que estuviera, no creía en milagros.

Ed seguía hablando, en el mismo tono afectuoso.

– Martha, lo siento mucho. Lo que te dije anoche. Lo siento.

Era la vida real. Sin milagros.

– No me importa lo de Kate. No me importa. Te quiero, Martha. Te quiero mucho. Te quiero de verdad.

Y entonces sucedió, contra todo pronóstico, y Grace y Peter fueron testigos, fascinados, de que los ojos de Martha parpadeaban y que volvía la cabeza, aunque muy ligeramente. Apenas un suspiro, pero suficiente para verlo, en dirección a Ed, y una sombra de sonrisa le cruzó la cara, y dos grandes lágrimas, las lágrimas de Ed, cayeron sobre la mano que, casi de forma imperceptible, había apretado la suya.

Era sólo un pequeño milagro, pero en cierto modo era suficiente.


Luego, la vida real volvió a imponerse y la línea en la pantalla se volvió recta y la historia de Martha fue borrada poco a poco del guión. Pero Ed, que había obrado y experimentado el milagro, todo a la vez, se sintió, al despedirse de ella, un poquito consolado.

Después pensó, sentado fuera de la habitación, atontado por el impacto, mientras los padres de Martha se despedían de ella, que de hecho era el segundo milagro del día.

Capítulo 38

– No sé por qué estoy tan afectada -dijo Jocasta. Estaba en el piso de Nick, en Hampstead, llorando. Él la rodeaba con los brazos, y le acariciaba cariñosamente los cabellos-. No es que fuéramos íntimas, ni nada. Supongo que es por Kate, vino con Kate, en cierto modo. Dios mío, Nick, es tan triste.

– Es triste -dijo él-, muy triste. No lo puedo creer, es increíble.

– Al menos Ed llegó a tiempo. Algo es algo. Estaba destrozado, Nick, no te lo puedes ni imaginar. Dijo que se quedaría con su madre esta noche, en Binsmow, y nos veríamos mañana. Dijo… -tragó saliva y sorbió por la nariz-, dijo que creía que le gustaría que fuéramos al funeral. Dijo que habíamos hecho mucho por ella. Ojalá.

– Lo intentamos -dijo Nick-. Hemos hecho lo que hemos podido. Creo que Janet se estará sintiendo fatal.

– Espero que sí -dijo Jocasta.


– Es horrible -dijo Helen-, estoy atónita. No llegué a conocerla, pero evidentemente… No sé, ahora formaba parte de nosotros. Es una sensación muy extraña. Kate está de un humor muy raro.

– Es normal -dijo Jocasta-, pobrecilla.


– Me siento fatal -dijo Kate-. Fatal, fatal. Mi madre, toda la vida buscándola y, cuando la encuentro, no hago más que decirle cosas horribles. ¡Dios mío, Nat, soy una estúpida!

– No, no lo eres -dijo-. ¿Cómo ibas a saberlo? Y no le debes nada, no lo olvides. No es como si fuera tu madre de verdad.

– ¡Nat! -dijo Kate-. Era mi madre de verdad. Ésa es la cuestión, no seas idiota.

– No, no lo era. No te cuidó, ¿no?, no te ha educado, ¿no? Para mí tu madre está abajo, ella es tu madre de verdad. Piensa cómo te sentirías si fuera ella.

– ¡Oh, no! -gritó Kate-. Preferiría morirme yo.

– ¿Lo ves?

– Ya, pero ella…, Martha, debió de morirse pensando que la odiaba. Eso tampoco está bien.

– No, pero…

– Es que… por fin la había encontrado, por fin podía conocerla, y ahora la he perdido para siempre. No es justo. Nat, ¡no es justo!

Nat se fue poco después. Kate estaba llorando otra vez y él empezaba a pensar que se estaba hartando. Pero antes de marcharse, fue a ver a Helen, que estaba en la cocina, pelando patatas sin mucho ánimo, y le dijo lo que acababa de decir Kate, que de haber sido Helen la que hubiera muerto, habría preferido morirse ella. Pensó que le gustaría oírlo, pero se equivocaba. Helen se echó a llorar. El padre de Nat le había dicho a menudo que las mujeres eran un completo misterio y que era una pérdida de tiempo y energía intentar entenderlas. Nat decidió que estaba de acuerdo con él.


– Oh, es tan triste -dijo Clio.

Tenía los ojos rojos de tanto llorar. Como Jocasta, no era capaz de entender por qué estaba tan afectada. Fergus le dijo que era porque era muy buena persona, pero ella sabía que era más que eso. En pocas semanas Martha había vuelto a entrar en sus vidas, con la misma insistencia que si hubieran celebrado los encuentros anuales que habían prometido hacía tantos años. No dejaba de pensar en Martha como la había visto por última vez en la playa de Tailandia, morena, sonriendo, con el pelo aclarado por el sol, sin tensiones ni inhibiciones, sino feliz y espontánea, y pensó en el terrible final de esa felicidad, los largos días de calor en la sucia ciudad, esperando y esperando con terror a que naciera su hijo, y entonces lo que debió de ser la pesadilla del parto, sola, sin nada ni nadie que la ayudara a sobrellevar el dolor. Después pensó en cómo se había labrado una nueva vida, una vida perfecta de éxito, todo el tiempo soportando su terrible secreto, y pensó que Martha era, sin lugar a dudas, no sólo la persona más valiente que había conocido, sino la más valiente que conocería.


Beatrice había llamado a Jocasta para saber novedades de Martha. Esperaba oír que había mejorado, o al menos que seguía igual. Fue a decírselo a Josh, y él también se deprimió mucho. Era el impacto, se dijeron, mientras bebían más gin tonics de lo habitual antes de cenar esa noche. Ninguno de los dos la conocía mucho, dijeron; de hecho, Beatrice ni siquiera la había conocido, pero era la mera idea de que aquella chica encantadora y brillante, con tanto porvenir y tanta vida por delante, ya no vivía, que su luz se había apagado, y todo por un momento de distracción.

Estuvieron de acuerdo en que no había razón para que fueran al funeral, pero que mandarían flores.


Jack Kirkland llamó a Janet Frean.

– Se trata de Martha. Malas noticias. Ha muerto.

Hubo un interminable silencio hasta que Janet exclamó:

– ¡Muerto! -La palabra se le escapó como un grito.

– Sí, lo siento.

– Pero yo creía… Jack, ¿estás seguro?

– Estoy seguro. Nick Marshall acaba de llamarme.

– ¡Nick Marshall! ¿Qué tiene que ver él?

El tono de Janet fue áspero.

– Él y Jocasta eran novios, ya lo sabes. Y cuando eran jóvenes, ellas viajaron juntas. En fin, ha muerto. Hoy a mediodía. Janet, ¿estás bien?

La línea se interrumpió de golpe. Desconcertado, Jack colgó y esperó que ella volviera a llamar. Luego telefoneó a Eliot Griers y a Chad Lawrence.

Media hora después, la llamó otra vez. Bob Frean cogió el teléfono.

– Ah, hola, Bob. Estaba hablando con Janet hace media hora y se ha cortado. ¿Puede ponerse?

– Me temo que no. -La voz de Bob era rara-. Está echada. No se encuentra muy bien.

– Oh, lo siento. Trabaja demasiado. Ya me ha parecido que no estaba bien cuando le he dicho lo de Martha. Le tenía mucho afecto.

– Mucho.

– Llamaba por el funeral. Evidentemente deberíamos ir todos. Es en la iglesia de su padre, en Suffolk. Él mismo piensa oficiar el servicio, pobre hombre. El lunes. Chad y Eliot y muchos más piensan ir. Sé que Janet querrá ir.

– Sí, claro. Se lo diré. A mí también me gustaría, si te parece bien. Martha me caía muy bien.

– Por supuesto que sí. Dale recuerdos a Janet.

Bob fue al dormitorio que él y Janet compartían de vez en cuando. La mayoría de los días, él dormía en otra habitación, en el piso de arriba. Janet estaba en la cama, mirando al techo, con la cara pálida, y muy quieta. Parecía que estuviera muerta ella también.

– Era Kirkland.

Ella no dijo nada.

– Quería hablar del funeral. Del funeral de Martha.

Más silencio.

– Es el lunes. Jack dice que irán todos y por supuesto espera que tú vayas. He dicho que iríamos los dos.

– No puedo ir -dijo ella, con la voz tan inexpresiva como su cara.

– Janet -dijo Bob-, irás.


Martha no era muy diferente de Janet en muchos sentidos, pensó. Tenía la misma capacidad para el autocontrol. Rayaba también en el fanatismo para obtener el éxito en la vida. Pero era mucho mejor persona. Janet no era buena persona.

No tenía una idea clara de lo que Janet iba a decirle a Nicholas Marshall o al Sun sobre Martha, pero sabía que tramaba algo, por el simple sistema de leer sus correos electrónicos, y desde hacía poco, su BlackBerry. Hacía tiempo que lo hacía de vez en cuando. Así Bob se enteró de muchas cosas aburridas, comisiones especiales en las que le pedían que participara, leyes municipales por las que le pedían que luchara, reformas de la seguridad social, la reforma de los lores, las regulaciones europeas, departamentos importantes; y algunas más interesantes. Como la última, referente a Martha. Le asombraba que ella no pensara nunca que podía leerlos. Tal vez sí lo había pensado, pero le despreciaba tanto que nunca pensó que pudiera hacer nada con lo que averiguara.

– ¿Cómo lo has sabido? -le preguntó ella por la mañana, echada en la cama, con la cara pálida y los ojos hundidos.

– Oh, Janet -dijo él en tono cortés-, realmente me tomas por imbécil. Leyendo tus mensajes, está claro.

– Pero si no es posible. Los más recientes ni siquiera están abiertos.

– Me temo que sí lo están. Ese aparatito nuevo tuyo, el BlackBerry. Me he divertido mucho con él. Te asombraría ver lo que se puede hacer con una contraseña y un poco de práctica. No estaba bien lo que pensabas hacerle a Martha. Bueno, te dejo descansar.

Al volver al jardín, pensó con amargura que podría haber salvado a Martha de Janet, pero que eso ahora ya no le serviría de nada.


A Gideon Keeble se le humedecieron los ojos cuando Jocasta le contó la noticia.

– Soy un viejo imbécil -dijo-, pero era una chica encantadora, y muy inteligente. Es una lástima, una gran lástima.

Jocasta pensaba lo mismo.

– El funeral es el lunes, Gideon. ¿Podrás venir? ¿Estarás en casa? Me gustaría mucho ir contigo.

– Por supuesto que estaré. Si es lo que desean sus padres.

– Creo que cuanta más gente vaya, mejor. No hay nada peor que un funeral con cuatro gatos. Me han invitado, a través de Ed, que parece que lo está organizando todo, y si yo voy, quiero que tú también estés.

– Estaré.

– Gracias. Te quiero, Gideon.

– Yo también te quiero, Jocasta. ¿Dónde estás, por cierto? Te he llamado a casa.

– Estoy en casa de Nick -contestó ella sin pensar.


Antes de ir a casa, en Binsmow, Ed cogió la A 12 hasta la gasolinera donde había llenado el depósito. El mismo hombre estaba en la caja.

– Hola -dijo Ed con voz grave-, ¿se acuerda de mí?

El hombre lo miró, incómodo.

– Sí.

– Quería saber si sería tan amable de devolverme el billete de veinte libras que le he dado antes. A cambio de éste.

Había encontrado la cartera y las tarjetas. Estaban en el suelo del coche, debajo del asiento. De no haber estado tan nervioso, la habría encontrado.

– ¿Quiere que le devuelva el billete? No es tan fácil.

– Me doy cuenta, pero me gustaría que lo intentara. Estaba firmado. Por mi novia.

– ¿Ah, sí? ¿La que estaba en Cuidados Intensivos? ¿Está bien ahora?

– No -dijo Ed con tristeza-. Ha muerto.

Ed no había visto muchas veces una mandíbula a punto de desencajarse, pero la vio entonces. Y cómo la cara del hombre enrojecía desde el cuello hasta la frente.

– Lo siento, chico -dijo-. Lo siento mucho.

– Sí, bueno, tal vez podría tomarse la molestia de buscar el billete. Lo distinguirá si lo tiene, porque está firmado.

El hombre sacó la caja y miró los billetes. Minutos después, extrajo uno y se lo dio a Ed en silencio. Ed volvió al coche, mirando el billete, la letra, la pulcra inscripción «Con amor de Martha».

No era mucho para recordar a alguien, pero era algo. Tenía poco más, unas blusas, un par de libros, dedicados también, de la misma manera, nada efusivo, pero es que ella no era efusiva, y un par de cedes. Un par de fotos de los dos en la terraza de Martha y la que se habían hecho en la cama, la que había enmarcado, todas tomadas con el disparador automático. Y muchos recuerdos. De repente le asaltó la pérdida de Martha casi de una forma física. Se quedó sin respiración, sin fuerzas, totalmente desamparado. Apoyó la cabeza y los brazos sobre el volante y lloró como un chiquillo.


– Creo que quiero ir al funeral -dijo Kate.

Helen la miró; estaba pálida, pero parecía serena, en absoluto histérica.

– Kate, cariño, ¿estás segura?

– Sí, claro que estoy segura. Del todo segura. ¿Por qué no debería estarlo?

– Pero si no la conocías -dijo Helen, dándose cuenta de lo absurdo de la afirmación incluso mientras lo decía.

– ¡Mamá! Ya lo sé. Pero quiero despedirme de ella. Como es debido. No… no fui muy amable con ella cuando la conocía. Me siento mal por eso.

– Oh, vaya. -Helen suspiró. No estaba segura de que fuera lo más conveniente. Por muchas razones. Una de ellas era que…-. Kate, ¿qué crees que pensará la familia de Martha? No es un buen momento para angustiarlos más.

– No pienso angustiarlos. ¿Crees que soy idiota o qué?

– Pero ¿no se preguntarán quién eres?

– Les diré que soy amiga de Jocasta, y que conocía a Martha a través de ella. Es lo que he pensado.

– A ver lo que dice tu padre -dijo Helen.

– Me da igual lo que diga. No tiene nada que ver con él. Iré, ¿entendido?

– Oh, vaya -dijo Helen de nuevo-. Kate, no creo que yo pueda ir. Aunque tú vayas. Sería demasiado doloroso. No espero que lo entiendas, pero…

– ¡Oh, mamá! -La expresión de Kate se suavizó de golpe, y abrazó a su madre-. Por supuesto que lo entiendo. ¿Tú crees que soy idiota, no? Tú no tienes que venir, sería horrible para ti. Iré con Jocasta. Ella me acompañará. Fergus también estará. Estaré bien. En serio.


Jocasta pensaba que era una buena idea que Kate fuera al funeral.

– Sé que parece raro, pero creo que la ayudará. Puede ir conmigo. Con nosotros. Gideon también vendrá. Es una forma de concluir, de trazar una línea para ella, igual que para los demás.

– No es ella misma -dijo Helen-. Está muy callada, no sale para nada. Nat ha desaparecido.

– ¿Ese chico tan simpático? Pobre Kate. Para ella está siendo muy difícil. La ha vuelto a perder. Sin saber nada.

– Me temo que sí -dijo Helen suspirando.


– Beatrice, te parecerá extraño, pero creo que me gustaría ir al funeral de Martha Hartley.

– ¿De verdad? ¿Por qué?

– No lo sé explicar. Pero me gustaría. Siento que tengo que ir. Pero no hace falta que vengas, por supuesto.

– No, no sería apropiado. Bien, si quieres ir, Josh. A mí me parece fuera de lugar, pero…

– Lo sé, pero es que es la primera, la primera de nuestra generación que se va. Todavía estoy muy afectado. La conocí, y me gustaría asimilarlo.

– Bien. Ve. Seguro que a Jocasta le gustará.


Janet estaba de un humor muy raro, incluso para ella, pensó Bob. Apenas había salido del dormitorio en veinticuatro horas. El lunes no había salido de casa, y se había perdido el turno de preguntas de los diputados del miércoles. Aparecía en las comidas familiares, en silencio, escuchaba a los demás, pero no tomaba parte y en ningún momento instigaba las discusiones políticas que siempre conseguía provocar, como decía Lucy, a partir de cualquier tema, incluida la lista de discos más vendidos (la apatía política de la juventud) y lo que Betsy, la pequeña, había hecho en la guardería ese día (la falta de plazas de guardería).

Tampoco dormía, porque Bob la oía moverse por la casa en plena noche, cuando había silencio, y creía que trabajaba, pero cuando iba a verla a su estudio, nunca estaba, y la encontraba sentada en el salón a oscuras. Se negaba a hablar con él. A medida que avanzó la semana, fue alterándose más y más, les gritaba a los niños y se enfadaba con cualquiera que se cruzara en su camino. El único momento en que volvió a parecer ella misma fue el viernes por la noche, cuando salió para dar una charla en una cena de beneficencia en su distrito.

Salió con su traje pantalón preferido, bien peinada, con el maquillaje inmaculado, charlando alegremente con el chófer que la esperaba en el vestíbulo, y volvió, resplandeciente y triunfal, diciendo que había sido soberbio y que todos la habían felicitado por lo que ella y el resto del partido estaban consiguiendo.

Bob creía que el sábado la Janet de siempre estaría de vuelta. Sin embargo, parecía aún más deprimida. Se quedó en la cama hasta media mañana y después se fue con el coche, según ella, para dar una vuelta. Tardó horas en volver. Era un ejemplo de lo poco que dependía la familia de ella, pensó Bob, que nadie preguntara siquiera dónde podía estar. La niñera se había llevado a los pequeños a un parque de atracciones y Lucy había salido de compras con su mejor amiga. Así no era difícil ser una supermujer.


Era domingo por la noche. Haciendo un enorme esfuerzo, Peter Hartley había celebrado dos de los tres servicios del domingo, pero en ese momento estaba echado, exhausto. Grace, que apenas había dormido, fingía leer los periódicos, y se preguntaba cuándo remitiría un poco el dolor desbocado que experimentaba o si remitiría alguna vez.

Habían llevado a Martha a casa. El ataúd estaba en la iglesia y había pasado una gran cantidad de gente a presentar sus respetos: muchos de ellos se habían quedado un buen rato con ella, arrodillados y rezando. Si ella supiera, pensaba Grace, cuántos habían ido, cuánto la quería la gente, y entonces se sintió culpable, porque Peter habría dicho, evidentemente, que lo sabía. Su fe parecía inamovible, en cambio la de Grace estaba debilitándose.

La acobardaba pensar en el día siguiente y en lo que sin duda sería un gran funeral, pero también la consolaba. Siempre la había preocupado que Martha no tuviera muchos amigos, pero por lo visto mucha gente la quería y la admiraba. Su jefe, Paul Quenell, había llamado a Grace y había dicho que estaría en el funeral y que le acompañarían varios colegas de Martha, incluido su amigo Richard Ashcombe, que vendría de Nueva York.

La idea de que alguien cogiera un avión desde Estados Unidos para asistir al funeral de Martha fue lo que más impresionó a Grace.

– Siempre me pregunté si entre Martha y él habría algo -dijo Grace a Paul Quenell-, que cuajaría algún día. Siempre hablaba de él, parecían quererse mucho.

Después de unos segundos de vacilación, Paul Quenell dijo que él también había reparado en lo estrecho de su amistad.

– Pero nos equivocábamos, porque eligió a un chico del pueblo, a Ed Forrest. No sé si lo conoce.

– No lo conozco, pero me han dicho que es muy agradable. -Paul no tenía ni idea de la existencia de Ed hasta ese momento, pero sabía que eso era lo que la madre de Martha querría oír.

– Y a usted le tenía en un alto concepto. Siempre hablaba de usted. Será un placer conocerle por fin.

Ojalá, pensó Paul al despedirse de ella, conocerla pudiera ser un placer en lugar de un deber trágico y penoso.

Llamaron a la puerta; era Ed. Estaba pálido y no parecía que hubiera dormido mucho, pero parecía razonablemente sereno.

– Sólo he pasado a verles. Y a ver a Martha -añadió-. Mi madre quería saber si podía hacer algo más para los preparativos de mañana.

La señora Forrest ya había preparado noventa y siete volovanes. Grace dijo que ya había hecho suficiente.

– ¿Cómo estás, Ed, cariño?

– Como se imagina. Tengo ganas de que esto acabe. En parte.

– Te comprendo -dijo Grace-. Ahora es como si todavía la tuviéramos. No nos hemos despedido todavía.

Sonrió a Ed. Si hubiera sabido que él y Martha estaban…, bueno, que estaban enamorados, la habría hecho muy feliz. Siempre había sido su deseo más ferviente que Martha se mudara a Brinsmow, quizá para trabajar de abogada. Sus ambiciones políticas parecían un paso prometedor en ese sentido. Y con Ed, tan guapo, tan encantador, tan buen hijo, habría sido demasiado bonito para ser verdad. Tal como había sido: demasiado bonito para ser verdad. Le miró y los ojos se le llenaron de lágrimas. Él la abrazó y se quedaron así, los dos, recordando a Martha y pensando cuánto la habían amado.


Aquella noche llamó Gideon.

– Jocasta, querida, voy a fallarte. No llegaré a tiempo para mañana.

Ella sintió un disgusto y un enfado desproporcionados.

– ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

– Una avería en algún control de tráfico aéreo. Por eso no puedo alquilar un avión. Querida, no sabes cuánto lo siento. Hace rato que intento encontrar una solución. No he querido llamarte hasta que he visto que era inútil.

– Sí, pues ya lo has hecho -dijo Jocasta.

– Por favor, no te enfades.

– Estoy enfadada. Si hubieras salido un día antes, con tiempo para llegar, ahora estarías aquí.

– Jocasta, no he estado precisamente de vacaciones.

– Ya lo sé y sé que nunca lo estarás. Qué más da, déjalo. Me las arreglaré sin ti. Todos van a ir. Incluso Josh.

– ¿Josh? ¿Por qué va a ir él? No conocía a Martha.

– Sí la conoció. Por poco tiempo. Estuvo con nosotros los primeros días del viaje. Y volvió a encontrarla en la fiesta de nuestra boda. Quiere despedirse de ella. Presentar sus respetos, dijo. No te preocupes, Gideon, me las arreglaré.

– Jocasta…

Pero ya había colgado.


Fergus se preguntó si podía hablar con Kate sobre el contrato con Smith antes del funeral y decidió que no. Helen le había dicho que estaba muy afectada por todo lo sucedido. Fergus dijo que lo comprendía, pero que no podía retrasarlo mucho más tiempo.

– Creen que les damos largas y se están poniendo impacientes -había dicho a Kate a principios de semana.

– Que se impacienten. Me da lo mismo. En serio. Tengo el trabajo de la revista, ¿no?

Dos correos electrónicos de Smith más tarde pusieron a Fergus nervioso. No era sólo que Smith se desencantaría de Kate pronto, sino que se correría la voz de que era difícil, imprevisible, de poco fiar. No tenía suficiente éxito para poderse permitir jugar con la gente. Acababa de empezar.

Además, Fergus tenía sus propios intereses, aunque no le gustara reconocerlo: su comisión por el trabajo en la revista era calderilla comparada con el contrato de Smith. Por otro lado, Fergus sabía muy bien lo que significaba: mucha publicidad no deseada, cada vez más presión de los medios sobre Kate: «¿Cómo te hace sentir no saber quién es tu madre, Kate? ¿Crees que algún día sabrás quién es tu padre?». En el fondo sabía que Kate estaba mejor sin el contrato. Pero tres millones de dólares para comenzar en la vida significaban mucho. Siguió intentando apartar la idea de lo que podía significar para él su veinte por ciento.

Había intentado hablar de su dilema con Clio, pero ya habían tenido una fuerte discusión por eso.

– No sé ni cómo te atreves a presionarla en un momento como éste. Esos desgraciados pueden esperar.

Fergus dijo que intentaba no presionarla, pero que no era una decisión que pudiera tomar por ella, y que en Smith, por muy buena voluntad que tuvieran, no podían saber que Kate estaba pasando un mal momento y sencillamente necesitaban dejar el asunto resuelto.

– Es un asunto comercial, Clio, tienen fechas límite y tienen que cumplirlas.

– Pues diles tú que está pasando un mal momento, por el amor de Dios. Tienen que comprenderlo. Y si no, no se merecen tenerla.

Era en momentos como ése cuando Fergus se preocupaba por su relación, al ver lo diferentes que eran sus actitudes respecto a su profesión. Para Clio era algo claramente vergonzoso, para él era la única forma de ganarse la vida que conocía, y que en general disfrutaba.

Una cosa no casaba con la otra.


– Vosotros id por vuestra cuenta -dijo Jocasta a Clio-, y Nick puede llevar a Josh. Beatrice no va y no vale la pena que vaya solo en coche. No entiendo por qué quiere ir, pero es un detalle. Yo llevaré a Kate. Creo que es mejor que esté sola conmigo, podría estar muy disgustada. Casi mejor que Gideon no venga.

– ¿Josh conoce a Kate? -preguntó Clio-. ¿Sabe quién es?

– Sabe que es Kate Bianca, pero no tiene ni idea de que tenga algo que ver con Martha. Le he dicho que la conoce de la fiesta y que quiere venir. Es un poco duro de mollera, nunca les da vueltas a las cosas.

– Jocasta -dijo Clio-, ¡qué tonterías dices! Es muy inteligente, sacaba matrículas, ¿no? Desde niño.

– Sí, pero es muy tonto cuando se trata de la vida real -dijo Jocasta-, no se entera de nada.

– Ya -dijo Clio-. ¿Estás bien, Jocasta?

– Sí, claro. Estoy bien. ¿Por qué?

– No lo sé. No pareces la misma.

– Soy la misma de siempre.

Clio decidió dejarlo.


El funeral comenzaría a las dos. Poco después de la una, los coches empezaron a llenar St. Andrew's Road. A la una y media había gente de pie fuera. Se saludaban unos a otros y sonreían a los desconocidos. A las dos menos veinte, entraron todos en la iglesia.

El ataúd de Martha estaba en el porche de la vicaría. Como siempre, las mujeres del Instituto de Mujeres habían arreglado las flores de la iglesia: grandes ramos de lilas y lisianthus, y rosas blancas en el altar y en los grandes nichos a cada lado de la nave, jarrones de rosas en cada ventana y, junto a todos los bancos, un ramillete de guisantes de olor, las flores preferidas de Martha, atadas con cintas blancas.

Era un día casi perfecto de verano inglés. El cielo azul estaba salpicado de nubes blancas que se deslizaban rápidamente con la brisa. Grace, que estaba despierta desde antes del amanecer, escuchaba a los pájaros en su coro de despiadada alegría y esperaba que llorar tanto le ahorrara llorar después. No fue así.

St. Andrews no era una iglesia grande, pero tampoco pequeña. A las dos menos diez estaba llena. Los miembros más viejos de la parroquia habían acudido en masa, deseosos de despedirse de la niña que habían visto crecer, y los electores de Martha también, para mostrar su gratitud por la ayuda que les había prestado de forma gratuita, aunque fuera por tan breve tiempo. Geraldine Curtis estaba allí, con aspecto severo, y el señor Curtis, dócil, detrás. Colin Black, el agente político de Martha, también estaba, con expresión triste.

Había varias señoras de mediana edad, profesoras de Martha en la escuela.

– Era tan inteligente -decían a todo el que quisiera escucharlas-, la más lista de un año de alumnos muy brillantes. Fue un privilegio ser su profesora.

Después había la Otra Gente, como les llamaba Grace, la gente de Londres, coches llenos: un montón de empleados de Sayers Wesley, muchos de sus socios más jóvenes, los coetáneos de Martha, y también los mayores, todos encabezados por Paul Quenell, con expresión seria. El Partido Progresista de Centro había acudido casi al completo: Jack Kirkland, por supuesto, y Chad Lawrence y Eliot Griers y sus esposas, Janet Frean, terriblemente pálida y casi demacrada, acudió con su marido. Estaban Malcolm Farrow, el director de publicidad del equipo, y otra fila entera llena de miembros del partido, además de candidatos y secretarias. Una pequeña familia asiática, una bonita adolescente y un chico con aspecto avergonzado, y su padre, sonreían con torpeza: la familia de Lina, deseosa de presentar sus respetos a Martha por lo que había intentado hacer por Lina.

Finalmente sus amigos: Jocasta, Kate con aspecto afligido, Clio, Josh, Fergus, Nick, todos juntos. Ed los vio enseguida, cuando entró caminando detrás del ataúd, junto con los padres de Martha. Le dieron ánimos cuando se oyeron las horribles palabras, en la hermosa voz de Peter Hartley, «Yo soy la resurrección y la vida», y se preguntó sinceramente desconcertado cómo podía aplicarse eso a la persona que había amado tanto, la persona que era tan importante y una parte tan amorosa de su vida, que estaba en el ataúd rebosante de flores, con la pequeña guirnalda de Ed junto a la más grande de sus padres, un aro de rosas blancas con las palabras «Martha, mi amor para siempre, Ed» en la tarjeta, escrita con su letra, apresurada e ilegible.

Jocasta pensó que tenían razón al decir que una iglesia llena hacía más soportable un funeral. Toda aquella gente había decidido ir por Martha. Cogiendo a Kate de la mano cantó Lord of all Hopefulness, y pensó que tal vez diera un poco de consuelo a los Hartley. Los dos eran buena gente. Había abrazado a Grace y le había dicho que Martha había sido una gran amiga: esas cosas nunca se decían demasiado a menudo. Vio a Peter Hartley mirando a su congregación por encima del ataúd de su hija y se preguntó de dónde sacaba el valor. Sonrió a Kate para darle ánimos, pero ella no le devolvió la sonrisa.

El organista anciano, que había tocado en el bautizo y en la confirmación de Martha, estaba poniendo todo el sentimiento en el Nimrod de Elgar por ella, con los ojos empañados por las lágrimas. Nick, sentado con Clio y Fergus, miró hacia las filas de los políticos, los únicos a los que realmente conocía, aparte de Jocasta, y se preguntó qué podía haber visto Martha en esas personas, obsesionadas consigo mismas y con el poder, que la hubiera cautivado. ¿Qué tenía la política que la gente encontraba tan irresistible y merecedora de tantos sacrificios? Observar, dejar que te distrajeran, opinar, eso era una cosa; formar parte de ello era otra. De haberse resistido, probablemente ahora seguiría viva. Intentó no pensar en eso, porque era demasiado horrible.

Richard Ashcombe, de pie en ese momento, se dirigía al facistol, muy conmovido porque Grace y Peter le habían pedido que leyera san Pablo a los Corintios. Esperaba no fallarles. Estaba muy afectado. La última vez que había visto a Martha había sido en su fiesta de despedida; de hecho, ella había dado un pequeño discurso. Podía verla ahora, riéndose con él, apartándose el pelo, dándole su regalo (un tapón de botella de champán, de oro, con su nombre grabado), diciéndole que la oficina de Londres sería más sobria y más eficiente sin él «aunque no tan divertida», y dándole un beso. ¿Cómo era posible que hubiera muerto? Llegó al final por los pelos.

Fue con las palabras «la mayor de ellas es la caridad» cuando a Ed se le partió el corazón, como si le explotara de pena; se agarró a la barandilla del banco e inclinó la cabeza, luchando por contener las lágrimas. Jocasta, que estaba sentada detrás de él, alargó la mano y se la puso en el hombro para que supiera que estaba allí, y también lloró. Todos la querían, pensó Grace, ¿cómo podía haberse ido dejándolos solos?

Paula Ballantine, que cantaba en todos los funerales del distrito desde hacía cuarenta años, estaba dedicando un avemaria a Martha con toda la fuerza de su voz, aunque le temblara de vez en cuando. Fergus, que sentía un amor irlandés por la música, y que apenas conocía a Martha, se conmovió profundamente. Era la sensación de desperdicio, pensó, mirando el ataúd, el desperdicio de una vida brillante y plena, aunque también llena de una oscuridad oculta, y pensó que se había llevado con ella sus secretos y que ahora nadie tenía por qué conocerlos. Nadie que no tuviera derecho a conocerlos. Pensó en lo difícil que habría sido para sus padres y se preguntó si, de hecho, desearían saberlo. Era una pregunta difícil.

Entonces, rezando por tener la fortaleza suficiente para hacerlo, Peter Hartley hizo un breve elogio.

– Deben perdonarme -dijo-, si no puedo acabar. Pero con la ayuda de Dios acabaré. Sólo quiero decir unas palabras de despedida a Martha. No era una persona efusiva, y la mayoría sabéis que los ambientes floridos la irritaban. Sin embargo creo que le habría gustado esta iglesia. Era una persona notable, e incluso con mis prejuicios de padre, diría que era amable y buena además de ambiciosa y valiente, al mismo tiempo que tierna. Era una perfeccionista, como muchos de vosotros sabéis, y a veces era difícil estar a su altura. Siempre estuvimos inmensamente orgullosos de ella, y aunque fue duro perderla cuando se fue a la gran ciudad, para dedicarse a su carrera, comprendimos que era su lugar. Pero este año había vuelto a Binsmow, y trabajaba para la comunidad de una forma nueva, en su papel de política en ciernes. ¿Quién sabe adónde podría haber llegado? Tal vez una futura segunda primer ministro creció en esta parroquia y en la casa de al lado. Nunca lo sabremos. Pero lo que sí sabemos es que mientras estuvo -se le quebró la voz-, mientras estuvo con nosotros, por un tiempo demasiado breve, no le falló a nadie. Ni a su familia, ni a sus colegas, ni a sus amigos. Y todos la queríamos.

»No puede haber mejor epitafio que ése. Gracias por venir a despediros de ella. Mi esposa y yo os damos las gracias desde lo más profundo de nuestro corazón.

Kate era consciente de que le sucedía algo raro, algo que había comenzado cuando entraron en la iglesia, como si se le empezara a fundir el hielo que rodeaba su corazón. Esa madre suya, esa mujer que la había abandonado siendo un bebé y desde entonces había seguido con su vida, había empezado a cambiar… un poco. Esa mujer, de haber sido tan fría y egoísta como ella se había imaginado, no podría haberse merecido eso. Todas esas flores, todas esas personas, todo ese amor. No era posible. Tenía que haber habido una Martha diferente, una Martha buena y generosa, que significaba mucho para muchas personas. ¿Quiénes eran esos asiáticos, por ejemplo? ¿Y quién era ese chico tan guapo, que no paraba de llorar, delante de ellas? Era bastante joven, tal vez era un hermano. Martha no debía de ser en absoluto como Kate se había imaginado. Mejor. No estaba mal. Y su pobre madre parecía muy agradable, y su padre también, que había sido tan valiente hablando como lo había hecho. ¿Cómo podían haber tenido una hija que le había hecho a ella lo que le había hecho? ¿Qué dirían si ella decía: «Hola, soy Kate. Soy vuestra nieta, quería saludaros» Lo inapropiado que era aquello, la tensión de la ocasión, de repente ejerció un efecto perverso sobre Kate. Sintió un deseo abrumador de reír. Se mordió el labio, miró a Jocasta, y a Clio, a las amigas de Martha, a las amigas de verdad de su madre. Las dos lloraban y eso la serenó. Las dos eran tan buenas, tan simpáticas: ¿cómo podían haber querido tanto al monstruo que ella había creado en su cabeza?

Dios mío, si al menos la hubiera conocido, si hubiera sido más amable con ella aquel día.

La Tocata y fuga en re menor de Bach llenó la iglesia de música de órgano. Clio, que había estado cogiendo la mano a Fergus todo el rato, escuchando, observando y recordando como en un sueño, lo veía todo desde lejos, como si viera una película, una serie de imágenes raras y desconectadas. Los portadores levantaron el ataúd y se volvieron muy lentamente. Miró a Jocasta, que se secaba los ojos, y a Kate, que tenía la carita paralizada en una expresión de confusión, y pensó, por enésima vez, en lo mucho que se parecían.

Entonces el ataúd empezó a moverse despacio, muy despacio, pasillo abajo, las flores se desparramaron y la luz del sol entró con fuerza. Clio siempre recordaría a Martha a la luz del sol, no sólo allí, en la iglesia, sino en una playa blanca y soleada. Entonces miró a Ed, pálido, con los ojos rojos y llenos de lágrimas, caminando detrás del ataúd, y pensó que nunca había visto una cara joven tan afligida; era pronto, demasiado pronto, y después la madre de Martha, apoyada en el brazo de una mujer más joven, seguramente su hija, sollozando en escalofriante silencio.

Miró a Nick, el bueno y cariñoso Nick, que había intentado ahorrar a Martha tanto sufrimiento, y pensó que era muy especial, y luego miró a Josh, de pie junto a Jocasta, y lo raro que era que hubiera ido, que hubiera querido ir. A todos les había sorprendido, y parecía muy afectado, estaba pálido y tenía los ojos hinchados. ¿Por qué, si apenas conocía a Martha? Cómo se parecían, él y Jocasta, como gemelos, como había creído al verlos por primera vez, y entonces le tocó a ella caminar y empezó a andar lentamente por el pasillo, cogida de la mano de Fergus. Fuera había mucha confusión. El coche que llevaba a la familia ya había salido en dirección al cementerio, y otro coche iba detrás, con más parientes. Se encontró separada de los otros, mezclada con el grupo de políticos. Vio a Eliot Griers y a Chad Lawrence, totalmente hundidos, y a Jack Kirkland, sonándose la nariz sin parar, y a la odiosa Janet Frean. Qué cara tenía presentándose; Clio pensó que debía admirarla en cierto modo, porque habría sido más fácil fingirse enferma y, de hecho, lo parecía, parecía muy enferma, tenía los ojos hundidos en una cara grisácea y demacrada, la boca rígida. Se merecía estar enferma.

Tenía que volver con los demás, Jocasta podía necesitarla, Kate podía darle problemas. Los vio a los tres de pie, juntos: Kate entre ellos, y parecían una familia, por lo mucho que se parecían. Josh y Jocasta podrían haber sido los padres, unos padres muy jóvenes, y Kate la hija. Entonces todo comenzó a moverse a cámara lenta y los sonidos a su alrededor resonaron y la luz del sol la deslumbró y empezó a oír cosas, una y otra vez, resonando en su cabeza…: podrían ser gemelos… Kate se parece mucho a Jocasta… por qué habría venido Josh, qué raro… parecía muy afectado… Y Fergus dijo:

– Clio, ¿estás bien? Pareces mareada.

– Chsss -dijo Clio con cierta aspereza.

Las palabras y los pensamientos siguieron asaltándola, implacables, palabras y recuerdos. Martha diciéndole que no podía revelarle quién era el padre, estudiando las viejas fotografías de ellos de niños, tan asombrosamente parecidos, había pensado, y alguien en la fiesta diciendo cómo se parecían… Kate se parece mucho a Jocasta… Josh parecía muy afectado… No puedo decirte quién es el padre… Y entonces lo vio con claridad, había estado allí todo el tiempo, ante sus narices, y volvió a mirar a Jocasta y a Josh, de pie juntos, tan parecidos, tan fatal y extraordinariamente parecidos, y Kate tan parecida a los dos, a los dos, como una familia, igual que una familia. Clio supo en ese momento, con una sacudida de absoluta certeza, quién era el padre de Kate.

Capítulo 39

A Kate el hermano de Jocasta le pareció muy simpático. Simpático y divertido. Le cayó muy bien. Jocasta no tuvo tiempo de presentarlos hasta después de la ceremonia. Josh había llegado muy justo, con Nick, apenas cinco minutos antes del comienzo. Jocasta se había puesto furiosa y le había lanzado miradas furibundas mientras él se instalaba en un banco tres filas detrás de ellas.

A Kate no le parecía tan mal. Habían llegado, y eso era lo más importante, pero Jocasta no paraba de murmurarle cosas a Clio como «típico de él» o «Josh siempre hace lo mismo». Teniendo en cuenta que había sido culpa de Nick y no de él, pues habían tenido un pinchazo, era más bien injusto, pero Kate ya había empezado a darse cuenta de que Jocasta no era tan perfecta como creía y tenía de hecho algunos defectos, uno de ellos sacar conclusiones precipitadas, a menudo equivocadas, y reaccionar de forma exagerada.

Al salir a la luz del sol (Kate se sentía a la vez rara, disgustada y un poco más serena), él le había tendido la mano y había dicho:

– Hola, soy Josh, el hermano de Jocasta. Tú debes de ser Kate.

No parecía tan mayor, estaba un poco más gordo que Jocasta y era un poco más alto, pero tenía los mismos cabellos rubios y los mismos ojos azules. Llevaba ropa de mayor, por supuesto, un traje y todo el rollo, pero era elegante, de color gris oscuro. La ropa de funeral era una especie de uniforme. Su madre no sabía muy bien qué tenía que ponerse Kate para la ocasión y la había mandado a Guildford, a casa de su abuela, que le había comprado un vestido negro de algodón, una chaqueta larga de Jigsaw y unos zapatos planos negros. Kate se sentía como una mujer mayor, pero en cuanto llegó se dio cuenta de que Jilly había acertado y que se habría sentido idiota con el traje pantalón azul claro que ella quería llevar.

Kate había sonreído a Josh y le había dicho que estaba encantada de conocerle y él había dicho algo como que era muy amable por su parte haber ido al funeral cuando apenas conocía a Martha.

– En fin, por lo menos el día es precioso -dijo él, pasando a cosas de mayores, como preguntarle por sus estudios y por los exámenes que le habían dicho que tendría que pasar pronto.

– Oh, bien, gracias -dijo Kate.

Después Jocasta le dijo que fuera con ella a la casa, y que los Hartley le agradecerían que fuera sirviendo los platos de comida. A Kate le parecía raro que algo tan emocional y tan triste se hubiera convertido en una especie de fiesta, con gente que gritaba «me alegro de verte» y «¿cómo están los niños?», unos a otros, pero se alegraba de tener algo que hacer. Le preocupaba un poco que alguien se preguntara qué hacía allí y quién era, pero nadie lo hizo, sólo le sonreían cordialmente y cogían las pastas saladas o lo que fuera, que era lo que le había pedido Jocasta que hiciera. Todavía se sentía muy aturdida y esperaba que no tuvieran que quedarse mucho rato. Le daba mucho miedo que le presentaran a los señores Hartley.

La familia asiática estaba sola en un rincón, con aspecto perdido. Se acercó a ellos con los volovanes, pero los rechazaron.

– ¿Qué relación tienes tú con la familia? -preguntó el hombre.

Kate les dio la respuesta que tenía preparada, y como sentía curiosidad les preguntó de qué conocían a la señorita Hartley. La llamó así porque Martha le parecía demasiado familiar.

– Se portó muy bien con mi esposa -dijo el hombre-. Ha muerto, pero trabajaba para la señorita Hartley, limpiando la oficina, y siempre fue muy amable con ella y mostró un gran interés por Jasmin, mi hija, y por sus estudios. Le dio libros suyos para que pudiera estudiar. Además visitó a mi esposa cuando estaba en el hospital, y se peleó con las autoridades por ella, intentó que la trasladaran a otra ala; era muy amable.

Kate sonrió y se fue con la bandeja, sintiéndose más desorientada y disgustada que nunca. Jocasta apareció a su lado y dijo:

– Creo que podemos marcharnos dentro de diez minutos, Kate. Seguro que a ti no te importa y aquí ya no hacemos nada. Me despediré de los Hartley y nos vamos.

En ese momento oyó que alguien decía:

– Tú debes de ser Kate. ¡Hola, soy Ed!

Kate se volvió y tuvo la sensación de estar viendo una foto de una revista o algo así. Era el chico guapo de la iglesia; era rubio y alto, y tenía una sonrisa asombrosa, y aunque llevaba traje, no era un traje de mayor, sino un traje enrollado: azul marino muy oscuro, con una rayita verde oscuro, y una camisa azul claro, del color de sus ojos. A Kate le temblaron las piernas. Deseó no llevar puesta esa ropa de señora.

– Hola -dijo, sonriéndole. Le estrechó la mano preguntándose alocadamente quién sería y que tenía que ver con el funeral.

Entonces él dijo:

– Me alegro mucho de conocerte. Soy… el amigo de Martha. Bueno, lo era. Ha sido un detalle que hayas venido.

Claro, ahora se acordaba de que Jocasta le había hablado de él, como le había hablado de muchas personas por el camino, y por supuesto sabía que el novio de Martha estaría allí, pero no esperaba que fuera así, sino más bien como el tipo de Nueva York que había leído el evangelio. No tan guapo como un modelo de un anuncio de Eternity de Calvin Klein. ¿Cómo se las había arreglado Martha para tener un novio así? Por lo menos tendría diez años menos que ella. Qué raro.

También era raro estar hablando con él. Seguramente él sabía quién era Kate y ella empezaba a sentirse como si hubiera entrado en una película desconocida.

– Oh, hola, Ed. Me alegro de verte. -Era Jocasta. Le besó y le dio un abrazo-. Veo que has conocido a Kate.

– Sí. Gracias por venir, Jocasta, me he alegrado mucho de verte.

– Era lo menos que podía hacer -dijo Jocasta-, siento mucho que Gideon no haya llegado a tiempo. Está retenido en Canadá. No te preguntaré cómo estás, porque tiene que ser espantoso. Te llamaré dentro de unos días y saldremos a cenar con Clio. Aunque si no te ves con ánimos, lo comprenderemos, por supuesto.

– Me gustaría -dijo-, gracias, pero no sé cómo estaré dentro de unos días.

– Puedes decidirlo una hora antes -dijo Jocasta, dándole otro beso-, media hora si quieres, o cinco minutos. Nos vamos, Ed. Nick ha tenido un pinchazo al venir y tiene que volver a trabajar, y he prometido seguirle hasta Londres, por si pincha otra vez. He hablado con la pobre señora Hartley. Está muy ida, me parece que no tenía ni idea de quién era.

– No, está en un estado lamentable, pobrecilla. En fin, os dejo. Gracias de nuevo. Vosotras dos podríais ser hermanas -dijo de repente, y añadió-: Perdona, Kate. Supongo que eso no es un cumplido para ti.

– Pero para mí sí -dijo Jocasta-, así que gracias. Nos lo dicen continuamente. ¿A que sí, Kate? Es por el pelo.


Salieron en convoy. Clio dijo que no se encontraba bien y que se alegraba de poder marcharse. Parecía estar realmente mal, pensó Jocasta, agotada y muy pálida. Lo cierto es que llevaban un día infernal. Ella misma no se encontraba demasiado bien. Se preguntaba cuándo llegaría Gideon a casa. No le apetecía mucho hacerle un gran recibimiento.

Al llegar a Londres, Nick se alejó despidiéndose con la mano, y Josh subió al coche de Jocasta. Kate se sentó detrás. Había dormido y le dolía la cabeza.

– Pobrecilla. ¿No te encuentras bien?

– Sí, estoy bien. Sólo estoy un poco despistada. Pero no me apetece hablar. Aunque me alegro de haber ido.

– ¿Has decidido lo que vas a hacer con el contrato? -le preguntó Jocasta.

– No, no puedo. Todos piensan que estoy loca, tratándose de tanto dinero, pero en cierto modo estoy de acuerdo con mi madre. Es demasiado, da miedo.

– ¿De qué se trata? -preguntó Josh.

– Le han ofrecido una fortuna para hacer de modelo de una marca de cosméticos -contestó Jocasta.

– ¿Cuánta fortuna?

– Muchos ceros -dijo Jocasta brevemente, mirándolo de soslayo.

– ¿Por qué no quieres hacerlo, Kate?

– No estoy segura de no querer, pero me siento como si estuviera hipotecando mi vida.

– Hazme caso a mí, Kate -dijo Josh, volviéndose para mirarla-, si no estás segura, no lo hagas. No vale la pena hacer un trabajo que no te gusta sólo por el dinero. Yo lo sé. Me he pasado la vida haciendo eso exactamente. Pregúntate si lo harías gratis. O por poco dinero. Ésa es la prueba.

Kate se quedó un rato callada y luego dijo:

– Creo que no lo haría. En realidad es muy aburrido. Todo el mundo piensa que es muy glamuroso, pero no lo es. No soporto el rollo ese de dónde te han puesto el Botox, y estupideces así. Y comportarse como si los vaqueros fueran una religión.

– ¿Qué? -preguntó Josh riendo.

Kate le contó lo de Rufus y Jed, sus cuchicheos, y también le habló de Crew.

– Están todos como una cabra. No como Marc, que era encantador; el que hizo las fotos para el Sketch -añadió para Jocasta-. Él es muy normal. Aunque en este ramo lo raro es lo normal.

– Deberías ser escritora -dijo Josh-, como mi hermana. Tienes mucha gracia.

– Lo pensé una temporada -dijo Kate, como si tuviera cuarenta y cinco años- pero no creo que sirva. Lo que sí me gustaría es ser fotógrafa. Eso sí me parece divertido. Estás haciendo algo de verdad. Creando algo. No estás todo el día sentada.

– Es curioso -dijo Josh-. Es lo que yo he dicho siempre que me gustaría hacer si pudiera volver a empezar. ¿Te acuerdas de las fotos que traje de Tailandia, Jocasta? Algunas eran muy buenas. El otro día las estuve mirando.

– No me acuerdo -dijo Jocasta.

– En fin, Kate, creo que has elegido bien. Mejor que hacer de modelo. Mira, tengo un montón de cámaras muy buenas que no utilizo. Algunas son un poco antiguas, pero son las que usan los buenos, nada de tonterías automáticas.

«Compradas por tu padre -pensó Jocasta ásperamente- cuando era la moda del mes.»

– Te puedo dar una, si quieres, para que practiques -decía Josh-. Y puedo darte un par de lecciones.

– Josh -dijo Jocasta, en tono de advertencia.

Le lanzó una mirada gélida. Se daba cuenta de que se había encaprichado con Kate. No tenía remedio. No comprendía cómo Beatrice lo soportaba.


En el trayecto de vuelta a Londres, Janet Frean se puso mala varias veces. Al llegar a casa, se encerró en su habitación y se negó a salir. Bob hizo un esfuerzo para interesarse por ella. Había hecho lo que tenía que hacer, asistir al funeral de la mujer a la que probablemente se daba cuenta de que había ayudado a matar, y ahora tenía que enfrentarse a sus demonios. Le preparó un té, le dijo que se lo dejaba en la puerta y se fue con sus hijos.


Clio no sabía qué hacer. Podía equivocarse. Tal vez Josh no se había acostado con Martha y no era algo que se pudiera preguntar así como así. No tenía ninguna prueba. Jocasta siempre decía que el único parecido entre ella y Kate era el pelo. Sería espantoso si se equivocaba, si le acusaba de algo de lo que era totalmente inocente. Aunque fuera verdad, ¿a quién beneficiaría que se supiera ahora? Sólo le crearía problemas en su matrimonio y ya tenía bastantes. Tal vez debería callar. Pero sabía, con la seguridad que se saben algunas cosas, que no se equivocaba. Había algo más que el parecido del pelo: era la sonrisa, la forma de estar, y una sensación general. Todo encajaba. De haber sido un chico al que Martha hubiera conocido durante el viaje, lo habría dicho. Ella había dicho…, ¿cuáles habían sido sus palabras exactas?: «No podía habérselo dicho de ninguna manera. De ninguna manera».

Eso también encajaba: no podía, entonces no. Entonces era demasiado tarde, él podía estar en cualquier parte y ¿qué podría haber hecho? Y después… Clio entendía por qué no había podido después. La humillación, el reconocimiento de su incompetencia, perseguir al glamuroso Josh, que no la querría, que se quedaría horrorizado, diciendo: «Haz algo, voy a tener un hijo tuyo», o peor: «He tenido un hijo tuyo». Algunas chicas lo habrían hecho, no lo considerarían una humillación, sino un derecho, una petición de justicia. Martha, no.

Se adormeció enfebrecida, y se despertó cuando el coche se paró y vio que Fergus le sonreía.

– ¿Qué te da vueltas por la cabeza? No has parado de murmurar tonterías.

– He tenido una pesadilla -dijo, esforzándose por sonreír-. Lo siento. ¿Podemos parar y tomar un té? Tengo un dolor de cabeza horroroso.


Gideon Keeble llegó a la casa de Kensington Palace Gardens a las siete, agotado y de un humor de perros. Esperaba encontrar a Jocasta aguardando su llegada con la cena preparada. En cambio se encontró una casa vacía y una nota para la señora Hutching: «Señora Hutching, no se preocupe por la cena, salgo. Hasta mañana. JFK.»

Estaba encantada con sus nuevas iniciales, pensó él, momentáneamente menos irritado.

Fue al estudio, esperando encontrar una nota de Jocasta. No había ninguna. Ni en el dormitorio, ni en el vestidor. La llamó al móvil, le salió el contestador. Comprobó su contestador, no tenía mensajes.

Es virtualmente imposible que las personas muy -o incluso no tan- ricas no esperen obtener lo que quieren, cuando lo quieren. Pueden considerarse a sí mismas personas razonables, pacientes y de buen carácter, pero la realidad es que las personas que dependen de ellos trabajan para hacerles la vida tan agradable que no necesiten ponerse irracionales, impacientes o difíciles. El proceso es directamente proporcional a lo ricos que son, y Gideon Keeble era muy muy rico. Como aquella noche nadie estaba haciendo ningún esfuerzo para hacerle la vida agradable, perdió los nervios por completo.

No los perdió de inmediato. Hizo bajar a la señora Hutching de su apartamento y le pidió, de forma muy amable, una cena ligera. No le preguntó si sabía dónde estaba Jocasta, porque eso habría sido humillante. Después se fue al estudio a trabajar y la esperó. No tardaría; seguramente le llamaría.

Tardaba ya mucho y no había llamado. Su teléfono seguía teniendo el contestador puesto.

No le dejó ningún mensaje; eso también le parecía humillante.

A las diez, agotado, se fue a la cama. A las once y media oyó un taxi que paraba fuera. La oyó entrar, oyó que se paraba, seguramente mientras la señora Hutching le decía que él había vuelto, la oyó subir corriendo. Entró en la habitación, ruborizada; era evidente que había tomado más de una copa de vino. Le sonrió insegura.

– Hola.

Se agachó para darle un beso. Él olió el vino en su aliento. No era muy atractivo.

– Hola, Jocasta. ¿Dónde has estado?

Logró que sonara despreocupado. Vio que se relajaba.

– Nada…, cenando.

– ¿Con quién?

– Con amigos.

– Ah, claro. ¿Qué amigos? ¿Nicholas Marshall entre ellos?

– Sí, era uno de ellos.

– ¿Y había más?

– Claro que había más. Gideon, he tenido un día horrible. Tú no estabas, no quería estar sola en casa…

– ¿Qué amigos?

– Gente del periódico. No les conoces. ¿Qué pasa? ¿Eres de la Inquisición?

– Creo que tengo derecho a saber con quién has estado.

– No me digas. ¿Derecho? Suena muy anticuado.

– ¿De verdad? Resulta que yo creo que como marido tengo derechos. Anticuados, sí. Pero también razonables. Veo que tienes un punto de vista diferente.

– Oh, Gideon, para. -Parecía agotada; se sentó en la cama. Ya no estaba ruborizada y parecía muy cansada-. He tenido un día terrible. No te puedes imaginar lo triste que ha sido, el funeral y todo eso.

– Me lo imagino. Pero yo también he tenido un día terrible. Intentando encontrar un vuelo, cambiando en lugares absurdos como Múnich, y todo para llegar antes a casa. ¿Qué me encuentro? Una casa vacía, sin una nota, sin ningún preparativo para mi llegada y tú fuera con tu anterior amante…

– Gideon, no. Por favor, no.

– ¿No qué?

– No hagas eso. Es muy peligroso.

– ¿Qué?

– Insinuar que he vuelto con Nick.

– Pero no es peligroso, supongo, que estés con él. Como estuviste el otro día.

– ¿Que yo qué?

– Estuviste con él el domingo por la mañana. Te pregunté dónde estabas y dijiste que en su piso.

– Gideon, joder, no estaba en su piso.

– No me hables así.

– Es que me sacas de quicio. Estaba disgustadísima, necesitaba estar con alguien. Fuimos a tomar un café.

– Ah, claro. Y esta noche reconoces que has estado con él.

– Sí, he estado con él. Y con diez personas más. En un bar del Soho. Si quieres les llamamos para que hagan de testigos.

– Sal de aquí -dijo él de repente, apagando la luz y dándole la espalda-. Vete. Estoy muy cansado y necesito dormir.

Jocasta salió.


– No sé si podré soportarlo -dijo llorosa a Clio al día siguiente por teléfono-. Empiezo a pensar que he cometido un gran error.

Clio tenía la consulta llena y no podía dedicarle la atención que el asunto requería. De todos modos le parecía una tontería.

– Jocasta, no seas tonta. Me has dicho mil veces que le querías, que no supiste lo que era el amor hasta que…

– Sí y es cierto. Le quiero. Mucho. Pero no sé cómo puedo vivir con él, ser su esposa. Es una vida horrible, espantosa, inútil, y no la soporto.

– Pero, Jocasta, ¿no te parece un poco… infantil?

– Oh, no empieces tú también. Es lo mismo que dice Gideon.

Clio sintió una punzada de simpatía por Gideon.

– Oye, Jocasta, ahora no puedo hablar. Tengo pacientes esperando. Te llamaré más tarde. Tranquilízate. Te sentirás mejor más tarde.

– ¡Estoy muy tranquila! -dijo Jocasta alzando la voz-. Y no me voy a sentir mejor. Si llego a saber que vas a decir esas chorradas no te lo cuento.

Y colgó. Casi agradecida, Clio apretó el intercomunicador para que pasara el siguiente paciente.

Cinco minutos después, Jocasta intentó llamarla otra vez. La recepcionista le dijo que la doctora Scott estaba con un paciente y que le daría el recado de que la llamara. Jocasta se echó a llorar.

Gideon se había ido a trabajar a las siete, sin despedirse. Se sentía angustiosamente sola, y enfadada consigo misma por ser tan antipática con Clio, con lo buena que era. ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿En qué estaba convirtiéndose? En una niña mimada, que no tenía nada que hacer. Como las otras tres señoras Keeble, quizá. Qué difícil era estar casada, por Dios. De haberlo sabido…

Sonó el teléfono y se abalanzó a contestar. Clio. Gracias a Dios.

– Clio, lo siento…

Pero no era Clio, era Gideon.

– Lo siento, mi amor -dijo Gideon-. Perdóname. Me he comportado como un niño.

– Yo estaba pensando lo mismo -dijo Jocasta, riendo entre lágrimas-, de mí misma, quiero decir.

– No, no, no es verdad. Tuviste un mal día y yo debería haber sido más comprensivo. ¿Qué puedo hacer para que vuelvas a quererme?

– Pues…

– ¿Qué tal si almorzamos juntos?

– ¿Almorzar?

¿Eso era lo mejor que podía ofrecer?

– Sí. He pensado que podríamos ir al Crillon.

– ¿Al Crillon? Gideon, está en París.

– Ya lo sé.

– Pero… si son casi las diez.

– Eso también lo sé. Si puedes ir a City Airport, nos vemos allí dentro de una hora. Tenemos mesa reservada a la una. Por favor, dime que vendrás.

– Puede ser -dijo Jocasta.


Fue un gran almuerzo. Al final ella se incorporó por encima de la mesa y le besó.

– Gracias. Ha sido… fabuloso.

– Bien. ¿Estoy perdonado?

– Del todo. ¿Y yo?

– No hay nada que perdonar. ¿Qué, damos un paseo por la Place de la Concorde? ¿O nos echamos? Tú eliges.

– Lo de echarse suena mejor. Pero ¿dónde?

– Tengo una suite reservada -dijo Gideon-. Si no te parece demasiado cursi.

– Me encanta. -De repente le deseaba mucho. Se levantó y le cogió la mano-. Venga, vamos.

Más tarde, echada en la cama, sonriéndole y pensando en cuánto le amaba, se sorprendía de la rabia que había sentido hacía sólo unas horas. ¿Cómo podía ser que ese simple acto biológico, esa fusión de los cuerpos, curara la herida, apaciguara la ira, restaurara la ternura?

– Es lista la madre naturaleza, ¿verdad? -comentó Gideon.

– Es precisamente lo que estaba pensando. O algo parecido.

– ¿Lo ves? Somos mentes gemelas, como dirías tú. -Se inclinó para besarle los pechos y dijo-: ¿Empezamos de nuevo, señora Keeble?

– Empezamos de nuevo. Y yo intentaré hacerlo mejor.

– No creo que puedas hacerlo mejor, en un aspecto, al menos -dijo Gideon.

Y volvió a besarla.


A las once y media de la noche, una ambulancia paró frente a la casa de los Frean. Janet había tomado una sobredosis: no se sabía si era demasiado tarde para salvarla.

Bob paseaba por el pasillo del hospital una hora después, mientras le administraban fármacos y antídotos a Janet, y pensó que debería haber previsto la posibilidad. Sentía un remordimiento abrumador. A pesar de todo.

Capítulo 40

Grace estaba alimentando una terrible cólera. Estaba enfadada con todos: con su marido, que parecía sobrellevar la muerte de Martha mucho mejor que ella, enterrándose en su trabajo; con Anne, que seguía viva, mientras Martha estaba muerta, y que no dejaba de decirle que debía concentrarse en las cosas positivas de la vida; con su hijo, que no sólo seguía vivo, sino que también tenía una novia nueva, que además era terapeuta y no dejaba de ofrecer sus servicios a Grace, que tenía muy claro que no los quería.

También estaba muy enfadada con todos los parroquianos, que no dejaban de preguntarle con infinita amabilidad cómo estaba, cuando podían verlo perfectamente: en un estado de profunda desesperación. El médico de cabecera había ido a visitarla y le había dicho que quizá tenía que tomar pastillas contra el insomnio, cuando lo único bueno que podían aportarle, desde el punto de vista de Grace, era que si se las tomaba todas de golpe, acabaría con su dolor de una vez por todas. Se lo dijo al médico para que la comprendiera y él le acarició la mano y le dijo que era demasiado buena y sensata para pensar en algo así. Eso también la puso furiosa.

Estaba muy enfadada con Dios, por permitir que aquello hubiera sucedido, y también porque Él estaba negándole a ella todo el consuelo que evidentemente estaba concediendo a mares a su marido.

También estaba enfadada con Ed por no decirles que estaba enamorado de Martha y negarles la felicidad que eso les habría dado, por breve que hubiera sido.

Y por encima de todo, estaba enfadada con Martha: por haber sido tan descuidada, tan tonta, por conducir cuando estaba cansada, con ese absurdo coche que era demasiado rápido, intentando exprimir demasiado su vida, trabajando hasta el agotamiento. Y por no dejar nada tras ella, nada más que ese horrible y sangrante vacío.

Cada día estaba más furiosa.


– Querida, ¿podemos hablar un momento?

Jocasta estaba en la cama, mirando cómo Gideon se vestía. Empezaba a ser una costumbre: no tenía nada por lo que levantarse, de modo que esperaba hasta que Gideon se había marchado, y entonces se daba un baño de una hora, sin hacer planes para el día. Era bastante agradable mirarle: opinaba sobre su ropa, él le consultaba sobre la corbata que debía ponerse, y le decía lo que haría durante el día. Si tenía un buen día, proponía que hicieran algo por la noche, o (a veces) al mediodía; hacía una semana que estaba en Londres y decía que al menos se quedaría dos semanas más, antes del largo viaje a Estados Unidos en el que ella le acompañaría. La vida era más o menos como se la había imaginado.

– Vaya, Gideon -dijo Jocasta-, cuando mi padre me decía algo así, quería decir que me había metido en un buen lío.

Él le sonrió y fue a darle un beso.

– No es nada malo.

– ¿Problemas sin importancia?

– Ningún problema. Pero…

Jocasta empezaba a irritarse.

– Gideon, ve al grano.

– Lo siento. ¿Te encuentras bien, querida? Pareces cansada.

– No estoy cansada, gracias. Estoy, bien.

– Ayer decías que tenías dolor de cabeza.

– Sí, pero ya se me ha pasado.

– ¿Qué crees que fue? De hecho yo también tenía un poco, a lo mejor fue el vino. Tenía un gusto un poco raro.

Gideon se tomaba su salud muy en serio. Jocasta intentaba convencerse de que cualquiera que hubiera sufrido un infarto haría lo mismo, pero le irritaba de todos modos.

– Podría ser -dijo-. No me di cuenta. -Suspiró-. Gideon, ¿de qué querías hablar?

– Ya está -dijo con un tono irritante de triunfo en la voz-, estás premenstrual.

– ¡Oh, Gideon, por el amor de Dios! ¿Estamos en el tocador de señoras o qué? No estoy premenstrual, no tengo la regla, no me duele la cabeza y sólo quiero que sigamos con la conversación. ¿De acuerdo?

– De acuerdo. Lo siento. Mira, se trata de esto. Quiero dar un par de cenas el mes que viene. En Londres. Cosas de trabajo pero con algunos amigos. Podrías arreglarlo con Sarah, y después hablar con la señora Hutching del menú y todo eso. Ya te daré la lista de invitados, claro…

– ¿Qué?

– He dicho que te daría la lista de invitados.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? Acabo de decírtelo, porque son cosas de trabajo. Tengo que dar cenas de vez en cuando.

– Has dicho «con algunos amigos».

– Sí, lo he dicho, pero me refería a… -Se calló.

– ¿Te referías a tus amigos?

– Pues sí. Pero espero que lleguen a ser tus amigos.

– ¿Qué tienen de malo los míos?

– Jocasta, por favor. No tienen nada de malo, pero tus amigos no encajarían en una cena llena de gente de mediana edad y más bien seria.

– ¿Y yo qué?

Gideon la miró desconcertado.

– Bueno, tú eres diferente, ¿no? Tú eres mi mujer.

– De modo que no puedes librarte de mí para esa cena tan seria en la que no encajaré. ¡Gracias!

– Te estás pasando.

– No me estoy pasando. Y me atrevería a sugerir que si quieres dar una cena que no me va a gustar, puedes hacerlo en un restaurante. O en tu sala de juntas. O yo puedo irme.

– Por el amor de Dios -dijo, irritado ya-, mejor será que lo dejemos. Si no estás dispuesta ni a organizar una cena para mí…

– ¿Ni? ¿Qué significa ni?

– Digamos que por ahora no te has tomado muchas molestias en el ámbito doméstico, ¿no?

– ¿A qué viene eso?

– La señora Hutching dice que cuando intenta hablarte de los menús, o de las flores, o de la organización de la casa, o de dónde estaremos y cuándo, siempre le dices que haga lo que le parezca y adelante.

– Eso no es cierto. Dije que me encargaría de las flores.

– Sí, me lo dijo, pero también que últimamente lo habías olvidado.

– ¡Oh, por el amor de Dios! En fin, ¿por qué no puede hacerlo todo ella? Lo hace mejor que yo.

– Esa no es la cuestión. Quiero que lo hagas bien, que organices nuestra vida. A tu manera, claro.

– Gideon, es imposible que organice nuestra vida a mi manera. Vivimos tu vida. En tus casas, con tus empleados, a tu manera. Yo no pinto nada, aparte de intentar adaptarme.

– Pues, por lo que yo he visto, no lo has intentado mucho. La verdad. Oh, déjalo. Ya hablaré con la señora Hutching.

– Sí, y dame las fechas para asegurarme de no estar en casa.

Gideon la miró con inmenso disgusto y cerró la puerta del dormitorio de un portazo sin decir nada más.

Jocasta estaba en la bañera, pensando qué no planes podía hacer para ocupar el día, y sintiéndose fatal. ¿Qué se suponía que era, una especie de ama de llaves secundaria? No sabía nada de esas cosas, menús, listas de invitados, manteles, ni siquiera flores, la verdad. No tenían nada que ver con ella.

¿Qué tenía que ver con ella? Ya no lo sabía. Salió de la bañera, se envolvió en un albornoz y se echó a llorar, sorprendiéndose a sí misma. ¿Qué le ocurría? Tal vez sí estaba premenstrual. Era probable. Sí, debía de ser eso. No le sucedía a menudo, pero cuando le sucedía era espantoso. De todos modos, llevaba semanas sintiéndose así. No podía ser eso. No. Lo que pasaba era que se sentía inútil. Muy perdida.

Se vistió, bajó a la cocina, se preparó un café y se lo tomo rápidamente, antes de que apareciera la señora Hutching y se ofreciera a hacerle el desayuno y le preguntara si almorzaría en casa -Dios, era horrible no vivir en tu propia casa-, y casi salió corriendo por la puerta.

Mientras esperaba un taxi, la llamó Nick. Jocasta se alegró tanto de oír su voz que se echó a llorar otra vez.

– ¿Se puede saber qué te pasa?

– Oh, nada. No lo sé. Perdona. Rebobina, sí, Nick, me alegro de que me llames, ¿cómo estás?

– Estoy bien -dijo-, gracias. Te llamo porque este fin de semana he hecho limpieza y he encontrado unas cosas tuyas. No sabía qué hacer con ellas.

– ¿Qué cosas? -Jocasta se sentía débil de repente, pensando en el claro piso de Nick, con los techos altos, y vistas al parque, donde habían pasado tanto tiempo en los últimos años.

– Pues joyas, sobre todo. Uno de tus miles de relojes, un collar, un brazalete de oro, el que te regaló tu padre…

– Ah, sí. -Se acordaba de aquel episodio: su cumpleaños, su padre había anulado la cena con ella y le había mandado, a cambio, ese brazalete exageradamente caro; Jocasta lo había mirado y había llorado y Nick había intentado consolarla, y habían acabado en la cama.

– Y mucha ropa interior que parece cara…

Jocasta pensó que Nick tal vez querría quedársela como recuerdo. Se le llenaron los ojos de lágrimas otra vez.

– Tíralo todo a la basura, ¿vale? -dijo, y colgó bruscamente.

El teléfono volvió a sonar de inmediato.

– Jocasta, ¿qué te pasa? ¿Quieres que nos veamos? Estoy libre para comer.

– Bueno… -Era muy tentador. Si Gideon la consideraba poco más que un ama de llaves de lujo, ¿por qué no? ¿Por qué diablos no?

– Sí, de acuerdo -dijo al fin-, me encantaría.


Bob Frean llamó a Jack Kirkland.

– Jack, lo siento, pero tendrás que arreglártelas sin tu líder femenina por una temporada.

– ¿Ah, sí? ¿No está bien?

– Me temo que no está nada bien -dijo Bob-. Ha tenido una crisis nerviosa. Está en el Priory.

– ¿Qué? No me lo puedo creer. Es más fuerte, más resistente que cualquiera de nosotros. Es terrible, cuánto lo siento. ¿Qué lo ha provocado?

– La vida, supongo -dijo Bob, y colgó.


Helen estaba cada día más preocupada por Kate. Sencillamente no era la misma. Estaba callada, retraída, susceptible…, bueno, al menos, en eso era la de siempre. No quería salir, decía, no quería hacer nada.

– Me siento fatal -decía a su madre-. No sé explicar por qué. Supongo que es porque la tuve unos días y ahora la he perdido para siempre. Y no sé más de ella que antes. De por qué lo hizo, ni nada. Es peor que antes. Al menos antes podía buscarla.

Helen dijo que no era peor que antes, eso no, y que al menos ahora Kate sabía quién había sido su madre, y sabía algo de ella. Eso a Kate le pareció de lo más irritante.

– Tú no lo comprendes -dijo-, nadie lo comprende.

Le había dicho a Fergus que no podía decidirse en lo de Smith y que quizá no quería dedicarse a ser modelo, sino hacer un curso de fotografía. Jim lo estaba estudiando; pensaba que al menos eso era algo que podía hacer por ella. Aún se sentía más inútil que Helen. Kate no hablaba con él, se limitaba a ser educada.

Nat también había desaparecido.

– No tiene sentido continuar viéndole -dijo Kate a Sarah-, no le quiero, y él me quiere, así que no es justo para él.

Sarah dijo que si era así se lo diría a Bernie, y cuando Kate le preguntó por qué, Sarah dijo que a Bernie le seguía gustando Nat.

– Bueno, a él no le gusta ella -dijo Kate-, y no, no se lo digas.

– Eres como todas -dijo Sarah-. No le quieres, pero no quieres que lo tenga otra. ¡Qué típico!

– ¡Oh, vete a la porra! -gritó Kate.


– Me siento perdida -dijo Jocasta, paseando el tenedor por su plato de ensalada. Estaban en Rumours, en Covent Garden, un local poco frecuentado por millonarios con cadenas de tiendas-. De todos modos, me da igual -dijo, cuando Nick le propuso el restaurante-, me da igual que me vea contigo o no.

Nick no supo decidir si eso significaba que le veía a él como alguien de poca importancia, o si no tenía ninguna consideración por Gideon. Esperaba que fuera lo segundo.

– ¿Perdida en qué sentido?

– No lo sé. Me siento incompetente. Como si me hubieran dado un papel fabuloso en una película y estuviéramos rodando y no me supiera el texto. O no supiera qué hacer.

– Podrías probar a aprendértelo -dijo Nick.

– Nick, no puedo. Y no quiero.

– Eso es otra cosa, ¿no crees?

– No.

– Jocasta, sí lo es. Puedes hacerlo. Si no quieres, es otro problema.

– Pero yo no sé cómo ser una buena esposa. No sé llevar una casa ni dar grandes fiestas y decirles a los empleados lo que tienen que hacer. No soy así.

– Pero, cielo… -se le escapó el apelativo cariñoso-, tienes que serlo, ¿no te parece?

– ¿Por qué?

– Jocasta, te has casado con alguien que quiere esas cosas. Es un marido de alto mantenimiento, y necesita una esposa de alto mantenimiento.

– Pues tiene la esposa equivocada.

– Jocasta, te has casado con él, ¡por el amor de Dios!

Parecía enfadado. Jocasta le miró. Estaba enfadado.

– Oye -dijo-, esta conversación no es demasiado sana, ¿vale?

– ¿Por qué no?

– Jocasta, si tú no sabes por qué, es que eres tonta de verdad. No está bien y no es muy considerado.

– ¿Con quién?

– Conmigo, si necesitas que te lo digan -dijo Nick, y en su voz había un tono que ella no había oído nunca-. ¿No te das cuenta de lo triste que es para mí estar aquí escuchando cómo te lamentas de tu matrimonio y dices que te has equivocado, cuando yo todavía…? -Se interrumpió-. Cuando yo todavía te quiero. A ver si maduras, Jocasta, por el amor de Dios. Intenta pensar un rato en alguien que no seas tú.

Nick se levantó de la mesa, pagó la cuenta en la caja y salió del restaurante sin decir una palabra más.


Cuando Gideon llegó a casa aquella noche, con un ramo de flores inmenso en la mano, Jocasta estaba en la cocina con la señora Hutching y una serie de menús desplegados frente a ellas. Se levantó, fue a abrazarle y le besó apasionadamente.

– Siento mucho lo de esta mañana -dijo.

– Yo también. Mucho, mucho, mucho.

La señora Hutching recogió los menús y se marchó corriendo.


Kate no dejaba de pensar en los Hartley. Sus abuelos. Ellos no sabían que eran sus abuelos, pero lo eran. Parecían muy agradables y le daban mucha pena. Debía de ser espantoso que se muriera tu hija. Le habría gustado poder hacer algo para que se sintieran mejor. Sin duda no podía decirles quién era, pero podía escribirles una nota, decir que esperaba que se sintieran mejor, que la ceremonia había sido muy hermosa y cosas así.

Lo consultó con su madre y Helen dijo que era una idea estupenda.

– Una nota breve bastará, seguro que les agradará.

– Entonces lo haré. Te la enseñaré para ver si está bien.

Cuando terminara, llamaría a Fergus.


– Hola, Fergus, soy Kate.

– Hola, Kate, cielo. ¿Cómo estás?

Logró parecer mucho más animado de lo que estaba. Había tenido una mañana pésima. Un cliente a quien creía que tenía en el saco, un jugador de fútbol acusado de difamación, se había ido con Max Clifford finalmente. Se había quedado con esa cantante tan mona que se peleaba con su padre por sus ganancias, eso sí, pero con eso no pagaría muchas facturas. No le llegaba ni para el alquiler de su piso, y mucho menos para la hipoteca del piso de Putney a la orilla del río. Y se había gastado bastante dinero en Kate. Por ahora ella no tenía ganancias, y aunque Gideon se había ofrecido a pagar los gastos preliminares, el orgullo profesional de Fergus no le permitía aceptarlo hasta que hubiera conseguido algo para ella.

– Estoy bien. Pero ya me he decidido. No quiero el contrato.

– Bien. -Fergus intentó disimular la desilusión-. Bien. ¿Estás segura?

– Del todo. Sé que es mucho dinero y todo eso, pero no me veo con ánimos de aguantar todo ese rollo.

– ¿Cómo qué, Kate?

– Pues la publicidad. Volvería a empezar todo de nuevo, ahora que ya se había olvidado. Me preguntarían por mi madre y todo eso. Y ahora me siento menos capaz de afrontarlo. Lo siento.

– No te preocupes, lo comprendo.

– En fin, la verdad es que no me gustaba. De hecho, no lo soportaba.

– ¿Qué? ¿Hacer de modelo?

– Bueno…, sí. Al menos lo de los cosméticos. Es muy aburrido. Y la gente no me gusta, están todos locos. La moda es mejor, eso podría hacerlo.

– ¿Sí? -En fin, algo era algo, pensó. Una comisión de unos cientos, en lugar de unos miles, pero…

– Sí, creo que sí. Pero ahora mismo no.

– Kate, lo siento, pero tienes la primera sesión de portada con Style dentro de dos semanas. Tendrás que hacerla.

– No creo que pueda. Lo siento, Fergus, estoy muy deprimida.

Fergus contó hasta diez en silencio. Era una pesadilla. Una niña tonta y arrogante, que creía que podía jugar con la gente, echar a perder un contrato de tres millones de dólares como un pañuelo de papel usado, y decía que creía que no podía hacer una sesión de fotos para una de las revistas de más tirada porque estaba deprimida. ¿Quién se creía que era? ¿Naomi Campbell?

– Kate, cariño, tienes que hacerla. Está todo reservado, me lo han confirmado esta mañana, el maquillador, el peluquero, el fotógrafo, no puedes…

– Fergus, te digo que no puedo. ¡Déjame en paz! Ya encontrarán a otra. Lo siento -añadió de mala gana.

Fergus estaba mirando por la ventana, intentando animarse para llamar a Style y decírselo, cuando llamó Clio. Se sintió mejor inmediatamente.

– ¿Cómo estás?

– Bien -dijo ella-, muy bien. Te llamaba por lo de esta noche. ¿Sigue en pie lo de ir a cenar?

– Espero que sí. Por Dios, espero que sí. No sé qué más podría animarme un poco.

– ¿Qué ha pasado?

– Kate está imposible. Totalmente imposible. Se niega a firmar el contrato con la marca de cosméticos, y ahora no quiere hacer tampoco la sesión para la portada de Style. Está todo preparado, es una mala jugada por su parte, en serio. Muy poco profesional.

– Fergus, sólo tiene dieciséis años. No esperarás que…

– A los dieciséis, yo hacía un año que trabajaba, aprendiendo a no dejar colgada a la gente.

Clio pensó en eso, como hacía a menudo. En la difícil infancia de Fergus y en lo lejos que había llegado en la vida a pesar de todo. Había sido un ascenso increíble, por mucho que le desagradara la forma en que lo había obtenido.

– Lo siento -dijo con tacto-, de verdad que lo siento. A lo mejor Jocasta puede hablar con ella. Kate la tiene en un pedestal. Al menos puede hacer que piense bien lo que hace.

– Es una buena idea -dijo Fergus, animándose un poco-. Clio, eres un sol. Ojalá ya fuera hora de cenar. Te echo muchísimo de menos.

– Fergus, sólo hace dos días que no nos vemos.

– Tienes el corazón de piedra. Son cuarenta y ocho horas. ¿A qué hora podemos quedar?

– Si vienes tú aquí, a las seis.

– Ahora mismo salgo.

Clio estaba contentísima con él, dejando aparte su trabajo. Era cariñoso, bueno, considerado. Aquella tarde estaba esperándola frente a la consulta, con un plato semipreparado que había comprado por el camino. Clio se sentó en la cocina viendo cómo se afanaba con la comida, y pensó en la suerte que tenía de haberlo conocido.

Ella tampoco estaba muy animada. Mark se había disgustado mucho al saber que los dejaba, y aunque se había portado muy bien, Clio había notado que estaba molesto. Lo comprendía; la había readmitido una vez después de que ella se despidiera, y ahora le dejaba otra vez. Ella también se habría enfadado. El caso es que le había robado un poco el placer de conseguir el empleo. Después había visitado al señor Morris en The Laurels aquella mañana y se había preocupado mucho al verlo tan triste. Fergus la escuchó pacientemente mientras se quejaba de la enfermera jefe de The Laurels y su forma autoritaria de tratar a los pacientes, como insistía en llamarlos -«No son pacientes, Fergus, sólo son personas mayores que necesitan un poco de ayuda»-, y de la hija, que había estado demasiado ocupada y se había mostrado demasiado indiferente para buscar a alguien que los ayudara para que hubieran seguido viviendo en su casa. Fergus le dijo que los Morris habían tenido suerte de tenerla a ella de médico.

– No lo creo, Fergus, no lo creo, al fin y al cabo, ¿qué puedo hacer yo contra el maldito sistema? Es todo una puta mierda y…

– Eh -dijo Fergus-, no seas mal hablada.

Ella le sonrió entre lágrimas.

– Lo siento. Es que me cabrea mucho. ¿Qué puedo hacer yo?

– No estoy seguro. Presentar una petición; montar una campaña. Interesar a algunos políticos. A lo mejor alguno de esos tipos del Partido Progresista de Centro te echa una mano. Es la clase de cosa que les gusta a los políticos, una causa que les da una imagen noble y altruista, y oculta lo egocéntricos que son en realidad. Te ayudaré, si quieres, redactaré un borrador, mandaré un dossier a la prensa.

– Oh, Fergus… -Clio le miró con seriedad-. Eres un completo misterio para mí. Te pasas la vida ayudando a personas mimadas y codiciosas a manipular a los medios…

– Eh -dijo él-, eso no es del todo verdad. ¿Llamarías a Kate mimada y codiciosa?

– No. Claro que no. Pero ella es un caso raro entre tus clientes, tienes que reconocerlo. En fin, a pesar de todo, tienes un corazón de oro, ahí dentro.

– Puede que mi corazón de oro sólo necesite pulirse -dijo Fergus-. Puede que sólo necesite estar con la persona adecuada. Hablaré con Gideon, a ver si puede arreglar una entrevista con alguien. Bueno, ¿sería muy insensible pedirte otra copa de ese delicioso vino? ¿Y dejar que te abrace un momento?

– Mucho -dijo Clio-, pero ¿no fue muy insensible llamarme bruja lianta? Y ya ves adonde nos ha llevado.

Se moría de ganas de hablarle de Josh, pero no podía. Tal vez en un par de días. No había ninguna prisa. Y ya estaban ocurriendo suficientes dramas.


Jocasta estaba esforzándose de verdad por ser una buena esposa. Le daba demasiado miedo no serlo. Tenía que hacer que funcionara, no tenía más remedio.

El almuerzo con Nick le había revelado la apabullante verdad. Se había visto con horrible claridad tal como la veía él: mimada, egocéntrica y del todo inmadura. Él la había invitado a almorzar porque estaba muy preocupado por ella, porque creía que no era todo lo feliz que debía ser. Ella se había dedicado a quejarse de su suerte. Su más bien lujosa suerte.

Así que había planeado las cenas, veinte invitados a cada una, veinte personas a las que no conocía, y además de pensar en los menús, había decidido las flores con la señora Hutching e incluso había seleccionado la música con Gideon. A él le había hecho gracia la idea. Había dicho que normalmente prefería no tener música de fondo, pero que podía ser el emblema de la nueva era, la era Jocasta. Jocasta también había hecho insinuaciones sobre la decoración de la casa, empezando por la cocina.

– Es muy anticuada, Gideon, y recargada. No es una cocina actual. Yo pensaba en algo minimalista.

– En cualquier otra habitación, querida, pero no la cocina. Es el remo de la señora Hutching y no le gustan los cambios.

Jocasta abrió la boca para discutir, pero la cerró enseguida.

– Vale. ¿Y en la galería? Me gustaría poner un invernadero, y tener un suelo de baldosas bonitas…

– Suena de maravilla. Adelante.

Se sintió un poco decepcionada por la falta de interés de Gideon e incluso por lo poco que le emocionara que quisiera hacerlo, pero estaba decidida a madurar y se pasó tres días hojeando revistas de Interiores y Elle Decoracion. Después perdió totalmente el interés.

También le planteó el tema de comprar una casa.

– Nuestra, no sólo tuya. Sería muy bonito. He pensado en Francia, en la zona de Biarritz. O tal vez en Estados Unidos, en la Costa Este, en Maine o un sitio así.

– Cariño, creo que ya tenemos bastantes casas. Pero si crees que eso te hará feliz, puedes ponerte a mirar.

Jocasta llamó a la inmobiliaria y empezó a juntar una carpeta con la información para enseñarle a Gideon. Se sentía un poco sola haciéndolo, pero algunas de las casas eran preciosas y sería divertido ir a verlas. El único problema era encontrar un hueco en la agenda de Gideon.

– ¿Y en enero del año que viene? -dijo, exasperada, y él le sonrió.

– Lo siento, cariño. Ya te lo advertí, te has casado con un adicto al trabajo.

Jocasta pensó que no se lo había advertido, pero no lo dijo. Empezaba a aprender a morderse la lengua. Iba contra su forma de ser y la deprimía.

También asistió a un par de cenas, intentando trabar conversación con personas con las que no tenía nada en común. Los hombres no estaban mal, aunque era evidente que la consideraban una cabeza de chorlito, un trofeo que Gideon había sido lo bastante listo para ganar, pero las mujeres eran horrendas, aburridas y plomizas, obsesionadas con su aspecto, con sus casas, sus hijos, sus entrenadores personales y monitores de deporte, y la trataron como si fuera algo interesante pero de una especie claramente inferior. Incluso habían subido al piso de arriba sin los hombres durante una hora.

– Para hablar del Botox y las desintoxicaciones -explicó Jocasta a Clio al día siguiente.

Pensó en las cenas que habían dado Nick y ella, despreocupadas y acogedoras, con un ambiente alegre, de flirteo, todos bebiendo felices hasta ponerse alegres e incluso borrachos del todo. Pero se esforzó por decirle a Gideon que lo había pasado bien y le sorprendió que él pareciera creerle.

Había llamado a Nick para disculparse por llorarle durante el almuerzo aquel día; él estuvo amable pero expeditivo con ella, le dijo que no pasaba nada y le envió sus cosas, con una nota muy correcta y fría. Se sintió rechazada y apesadumbrada durante varios días.

De todos modos, comenzaba a pensar que podía aprender a ser la señora Keeble. Le costaría tiempo adaptarse, pero se acostumbraría. Sin duda.

Y entonces sucedió.

Había empezado de forma muy sutil: le pidió que fuera con él a un viaje de negocios al cabo de unas semanas. No sería lo más divertido del mundo, dijo, un fin de semana de tres días para magnates de la industria en Múnich, pero creía que Jocasta lo pasaría bien y a él le iría bien que le acompañara.

Jocasta intentó demostrar entusiasmo. Sonrió y dijo que sonaba muy bien y que nunca había estado en Munich, que seguro que lo pasaría bien, pero ella misma podía oír en su propia voz que estaba bastante segura de que no sería divertido, ni siquiera agradable. Le dijo a Gideon que no se encontraba muy bien, que tenía náuseas y le dolía la cabeza, para evitar que pensara que no quería ir con él de viaje.

– Querida, lo siento. Espero que no estés embarazada.

Lo decía a menudo, y que se tomara tan a la ligera su fobia disgustaba mucho a Jocasta. Nick siempre se había mostrado muy comprensivo: «No lo entiendo, pero veo cómo te afecta y lo siento mucho», había dicho cuando ella se lo había contado.

– Por supuesto que no estoy embarazada, Gideon -exclamó.

– ¿Estás segura?

– Estoy totalmente segura. No podría estar más segura, igual que hace seis horas. ¿Entendido?

– De acuerdo. Perdona, cielo, no quería molestarte.

Pero lo había hecho, y Jocasta se sintió vulnerable y herida cuando Gideon dijo:

– Pobrecilla. En fin, creo que te lo pasarás bien en ese viaje, tienen un buen programa para las mujeres, compras y visitas…

– ¿Un qué?

– Un programa para mujeres. Seguro que sabes lo que es.

– No, Gideon, la verdad es que no. Siento ser tan simple.

– Qué vida más protegida has llevado. Es lo que hacen las esposas mientras los maridos hacen negocios.

– ¿Cómo? ¿Todas juntas? ¿Yo y las demás esposas? ¿Un montón de arpías?

Gideon dijo que seguro que todas no serían arpías, que seguro que habría algunas esposas jóvenes para hacer amistad y…

– Por jóvenes léase cuarenta y cinco -dijo Jocasta-, como en la cena de la otra noche, con bronceados permanentes y hablando de liftings faciales. ¡Oh, Gideon, no me hagas eso, por favor!

– No te hago hacer nada -dijo él, poniendo la cara tensa que Jocasta sabía que era el prefacio de un ataque de genio-, sólo he dicho que sería muy agradable para mí, y que me ayudaría también.

Jocasta calló. Él suspiró y después dijo:

– Este matrimonio empieza a convertirse en una calle de una sola dirección, Jocasta.

– ¿Y eso qué significa?

– Significa que sólo va por el camino que tú quieres. Por el amor de Dios, no tienes que hacer mucho…

– ¿Ah, sí? No tengo que organizar tus comidas y a tus criados y esperar discretamente a que te dignes volver a casa y…

– No lo considero muy oneroso. De hecho, a cambio de…

– ¿A cambio de qué, Gideon? Dímelo.

El corazón le dio un vuelco y estaba cansada. Las palabras de Gideon le habían dolido mucho.

– A cambio de mucho. Como eso… -señaló un montón de bolsas sin abrir en un rincón, de Harvey Nichols, Chanel, Gucci; Jocasta empezaba a cogerles el gusto a las compras-, y lecciones de vuelo y coches…

– Así que nuestro matrimonio es un balance de debe y haber. No me había dado cuenta. Entonces tal vez deberíamos poner precio a algunas cosas. Cuánto por dos horas esperando a que vengas a casa a cenar, por toda una mañana ordenando tu ropero…

– ¡Jocasta, no seas niña!

– ¡No me digas eso! Es muy desagradable. Es insultante y horrible.

– Esta es una discusión desagradable.

– Lo siento, pero has empezado tú. Diciendo lo que hacía yo a cambio de tu dinero, joder. Y hablando de joder, ¿qué me dices del sexo, Gideon, eso también tiene precio? ¿En cuánto lo deberíamos valorar? ¿Cuánto cobra una puta de lujo hoy en día? Seguro que lo sabes.

– ¿Podemos dejar esta horrible conversación? -dijo él, y la línea blanca apareció alrededor de su boca.

– No, no lo creo. Quiero dejar las cosas claras. Cositas como los viajes a París para almorzar, ¿se restan de mi cuenta también?

Gideon se le acercó con la cara tensa de rabia. Ella pensó que iba a pegarle. Se levantó rápidamente y tropezó con su bolso, que se abrió. Cayeron un montón de recibos de tarjeta de crédito. Gideon los recogió y se puso a mirarlos.

– No hagas eso, Gideon, por favor. Son míos, no tienen nada que ver contigo.

– Por desgracia, sí tienen que ver. Mira esto, miles de libras en un montón de estupideces…

– Bueno, perdóname. Lo devolveré todo mañana.

– Y almuerzo para dos en el Caprice. Muy caro, incluso para sus precios. Champán, ochenta libras. ¿Con quién fuiste, Jocasta? ¿Con Nicholas Marshall?

– No -gritó Jocasta-, no, no, no. Fui con mi madre.

– ¿Llevaste a tu madre al Caprice y la invitaste a champán caro? No me lo puedo creer.

– Pregúntales -dijo Jocasta ofreciéndole el teléfono-. Ve a preguntárselo. ¿De verdad crees que llevaría a Nick al Caprice si tuviera una aventura con él? ¿Qué pasa, Gideon? ¿Te estás obsesionando con esa idea? ¿Por qué tendría que tener una aventura con nadie?

– Digamos que tu comportamiento no inspira confianza -dijo él.

Jocasta subió, preparó una bolsa con cuatro cosas, ninguna de ellas la ropa nueva que había comprado, y volvió a bajar al estudio de Gideon.

– Me voy -anunció-, y no pienso volver. No puedo. Hasta que no te disculpes.

Gideon dijo que a su modo de ver no tenía que disculparse por nada y añadió que reflexionara un poco y madurara. Por primera vez, Jocasta sintió una punzada de comprensión hacia Aisling Carlingford. Salió y llamó a un taxi, porque no podía llevarse su coche nuevo de ninguna manera, y se fue a Clapham.

Capítulo 42

Se pasó tres días encerrada en casa esperando a que la llamara. No la llamó. No recordaba haberse sentido nunca tan sola. En otras circunstancias habría llamado a algún amigo, pero le daba la sensación de que no podía hacerlo.

No podía enfrentarse a ellos. No dejaba de pensar en la fiesta, hacía sólo unas semanas, en aquel excesivo despliegue de lujos de la nueva Jocasta y su nueva vida, y en que todos se reirían de ella, o al menos la compadecerían, y dirían que había sido tonta e inmadura, que todos sabían que no podía funcionar, y que había dejado a Nick por resentimiento. No podía soportarlo.

Más que nada temía que Nicle se enterara: Nick, que la había regañado, que le había dicho que madurara, que estaba claro que la despreciaba. ¿Qué pensaría de esa última demostración de su infantilismo, como él lo vería, al romper un matrimonio después de tres meses, quejándose de que Gideon se portaba terriblemente con ella y que no era justo? Por algún motivo, esa idea era la que más le molestaba.

Al fin llamó a Gideon y le dijo que sentía su parte en la discusión y le pidió que quedaran para hablar. Fue un martirio; tuvo que tomarse varias copas antes de reunir suficiente valor, pero lo hizo. Si algo podía demostrar que había madurado, pensó, era eso.

Gideon dijo que estaba en una reunión y que la llamaría más tarde.

– ¿Una reunión? Gideon, son las ocho de la tarde.

– Lo sé. Ya te he dicho que te llamaré.

Eso fue todo. Ni el más mínimo gesto en su dirección, ni siquiera había dicho «gracias». Se tomó dos copas de vino, diciéndose que el orgullo de Gideon estaba herido, y que a ella le tocaba ser tolerante. Pasó otra hora antes de que la llamara.

Aún tenía trabajo por delante, preferiría quedar mañana. ¿Le iría bien por la noche? Esperaba que estuviera libre. Jocasta respiró hondo y dijo que sí, que estaba libre.

– Bien -dijo-, podemos cenar. Te llamaré. -Y después añadió-: Gracias por llamar.

Colgó y Jocasta, sin saber si reír o llorar, tuvo una revelación. Lo vio todo claro, como siempre que estaba bebida; de repente supo qué había pasado con su matrimonio. Lo había hecho todo mal. Se esforzaba demasiado. Estaba convirtiéndose en alguien diferente, ya no era la persona de la que Gideon se había enamorado. Era tan evidente que se echó a reír.

La persona en la que estaba convirtiéndose no habría escalado el muro de Dungarven House para penetrar en su santuario, ni habría caído al suelo bailando en el congreso, ni le habría dicho cómo tratar a su hija. Lo único que tenía que hacer era volver a ser Jocasta y todo iría bien. Gideon se enamoraría de ella de nuevo. Era fácil.

Y la vida volvería a ser divertida. Llenaría la casa con sus amigos, que a Gideon le caían muy bien, se lo había dicho, y los infiltraría en aquellas aburridas cenas, y todos se reirían mucho, y se emborracharían. Incluso le diría que quería trabajar otra vez.

Se duchó, se puso su top más escueto, unos vaqueros unos zapatos de tacón alto y llamó a un taxi para ir a Kensington Palace Gardens.


– Ha sido horrible -le dijo a Clio, con la voz rota por las lágrimas al día siguiente, por teléfono-, un desastre. Estaba frío y distante y no quiso hablar conmigo, me dijo que estaba borracha y no quiso acostarse conmigo. Yo había ido haciendo un esfuerzo, para ahorrárselo a él, y me he portado tan bien, Clio, no tienes ni idea. He organizado sus horribles cenas, e incluso aceptado participar en un programa para mujeres…, ¿habías oído hablar de algo tan absurdo en este siglo?, no puedo creer que un hombre tan bueno y tan cariñoso sea en realidad un monstruo. Es un dinosaurio, Clio, quiere una esposa del siglo pasado.

Clio no dijo que había participado en varios programas para mujeres por Jeremy, ni dijo que si te casabas con un hombre casi veinte años mayor que tú, era fácil que te pareciera anticuado. Sabía que era inútil.

Intentó calmar y consolar a Jocasta, le dijo que iría a verla si quería. Jocasta se aferró a eso y le pidió que fuera a pasar la noche.

– Iré -dijo Clio-, pero sólo si me prometes que hablaremos con sensatez.

– Clio, lo he intentado con Gideon, ¡y mira de lo que me ha servido! Te aseguro que ha perdido el juicio. Pero te lo prometo.

Clio pasó la velada con ella, intentando no tomar partido y diciendo que Gideon estaba siendo poco razonable, pero que sin duda Jocasta se daba cuenta de que él también estaba haciendo esfuerzos importantes para adaptarse a ella.

– No lo intenta, Clio, ése es el problema. No intenta adaptarse a mí para nada.

– Yo creo que sí lo intenta -dijo Clio-, aunque tú no lo veas. Como él no ve tus esfuerzos. Estabas muy enamorada de él, Jocasta, y eso no puede haber desaparecido así, sin más.

– ¡No ha desaparecido! Le adoro igual que antes. Por eso volví anoche, y se portó de una forma… horrible.

Clio podía imaginar la escena con bastante claridad: Gideon cansado y exasperado, y Jocasta sobreexcitada y emocional, un poco fuera de sí por la bebida, esperando que él se sintiera conmovido y agradecido por su regreso. No debió de ser un escenario ideal para que las cosas se arreglaran.

– Está bien. Llamaré otra vez por la mañana. No, llamaré ahora, sólo son las diez. A ver qué pasa. Así sabrás que lo he intentado al menos. Verás a lo que me enfrento. -Se echó a llorar.

– Jocasta, no llames ahora. Has bebido mucho vino y volverá a pasar lo mismo.

– Piensas que soy una borracha, ¿verdad? -dijo Jocasta con una sonrisa débil.

– Por supuesto que no. Pero ahora mismo, en el estado en que estás, no vas a llegar a ninguna parte. Vamos a acostarnos.

Más tarde, cuando Jocasta dormía, agotada por la emoción, Clio salió y llamó a Fergus.

– Lo siento. Creía que podría llamarte antes. Es horrible, Fergus, creo que ese matrimonio se está yendo a pique. Simplemente no pegan, ése es el problema, sus vidas son incompatibles. Puede que se quieran, pero no es suficiente.

Fergus dijo que esperaba que sí lo fuera en su caso, y Clio dijo que ellos pegaban de maravilla, en comparación con Jocasta y Gideon, y que se verían al día siguiente.


Por la mañana Jocasta llamó a Gideon a los tres números: el de casa, el móvil y el despacho, diciendo que quería hablar.

Una hora después no le había contestado. Una hora más tarde, durante la cual se puso furiosa y se desesperó, le dejó otro mensaje, diciendo que si no la llamaba, no volvería a saber de ella nunca más. Entonces Gideon la llamó y dijo que cómo se atrevía a amenazarlo. Jocasta le colgó. Varias horas después, Gideon volvió a llamarla. ¿No creía que le debía una disculpa? Ella dijo que le había dado varias y que si él no era capaz de reconocerlo, no podía haber ningún futuro para los dos. Gideon dijo que, por su parte, sería un alivio y que Jocasta podía volver con Nick, ya que era evidente que era lo que quería.

– Sólo he sido una herramienta, por lo que he podido ver, para hacer que él volviera al redil. Pues no me hace gracia, Jocasta. No estoy dispuesto a aguantarlo. No vuelvas a llamarme, por favor.

Jocasta llamó a Clio, le dijo lo que había sucedido y que todo había terminado, que habían acabado.

– Te juro que lo he intentado, Clio, lo he intentado. Pero ya está. Final del capítulo. Gracias por todo y, por favor, no se lo digas a nadie pero… ya no hará falta que intentes ayudar más. Lo siento.

Clio no se lo tomó demasiado en serio. De hecho apenas podía creer lo absurdo que era todo eso. Dos adultos comportándose como dos niños mimados. ¡Rompiendo un matrimonio después de tres meses! Era ridículo. Ya se les pasaría, volverían a estar juntos.

Cuando se lo dijo a Fergus, él manifestó sus dudas.

– He visto a Gideon divorciarse dos veces. En cuanto decide que se la han jugado y se le ha metido eso en la cabeza, se acabó. Intentar hacerle cambiar de idea es como intentar mover el peñón de Gibraltar.

– Fergus, nadie se la ha jugado, como dices tú, ella no ha hecho nada excepto… excepto ser Jocasta.

– Se ha ido de casa. Él lo considerará una mala jugada.

– ¿Quieres decir que piensa que le ha sido infiel? Porque no lo ha sido.

– No, no, en el sentido tradicional no. Estoy seguro de que todo ese rollo con Nick es sólo una cortina de humo. Lo que le molesta es que no se acomode a él, al cien por cien. Es lo que él espera. Es una cuestión territorial, Clio. Da las gracias de que yo no sea ni rico ni poderoso.

Clio dijo que no le importaría y se despidió, sintiéndose muy triste. Pensó en sus propios esfuerzos por mantener a flote su matrimonio, y después pensó que no le había hecho ningún bien y que tal vez era mejor para Jocasta que hubiera terminado. Quizá todo había sido una fantasía, un despliegue de emociones ilusorias y egoístas. ¿Cómo podían sobrevivir a más de unas semanas de vida real?


Habían pasado varios días sin que Grace comiera apenas. Peter observó que se estaba creando una pauta. Se quedaba en la cama hasta las once, se levantaba y hacía el mínimo de trabajo en la casa, tomaba un té mientras almorzaba lo que él le había preparado, se echaba un rato, servía una cena rutinaria, que sólo picoteaba, y después volvía a meterse en la cama. Apenas le dirigía la palabra. Se había retirado a un mundo solitario y silencioso.

Por mucho que rezara pidiendo orientación a Dios, Peter empezaba a resentirse.


– Ojalá me dijeras qué te pasa -dijo Nat-. No puedo ayudarte si no me lo cuentas.

Había llamado para preguntar a Kate si le apetecía salir. Ella le había dicho que mejor que no.

– Y no puedo decirte lo que me pasa porque no lo sé ni yo. Excepto que es peor que nunca…

– ¿Qué?

– No saber nada de mi madre. Al menos antes de encontrarla, tenía esperanzas.

– ¿Esperanzas de que?

– Bueno, de que sería la clase de persona que me gustaría. Y no lo era.

– Eso no lo sabes. Sólo la viste una vez.

– Sí, y fue un éxito, ¿no? Y ahora ha muerto, y nunca sabré nada de ella, ni por qué lo hizo, ni nada. No tengo respuestas, Nat, sólo más y más preguntas. ¡Estoy harta!

– ¿Y no te apetece ir al cine, al menos? Ponen Matrix, te gustaría.

– No -dijo Kate con un suspiro-, no, Nat. Vete tú. Ah, he rechazado el contrato, además. Eso me hace sentir mal.

– Pero no querías hacerlo.

– Ya lo sé, pero he rechazado tres millones de dólares. Da miedo.

– Prefiero no pensarlo -dijo Nat con un escalofrío.

Kate salió al jardín. Su madre estaba regando las rosas.

– Hola, mamá.

– Hola, mi vida. ¿Te encuentras mejor?

– No mucho. No sé qué me pasa.

– Yo sí -dijo Helen-, te han sucedido demasiadas cosas, eso es lo que te pasa. Descubrir quién era tu madre, y después lo que le sucedió, y toda esa preocupación con el contrato. Es demasiado para cualquiera, y más para alguien de tu edad.

– Sí, supongo que sí. También me siento mal por Nat. Se ha portado tan bien conmigo y yo no puedo…, no lo sé, no puedo ser buena con él. No me siento positiva con nada.

– Creo que eso mejorará -dijo Helen-, estoy segura. De verdad. -Sonrió a Kate-. Le echo de menos. A él y a su padre.

Kate sonrió y le rodeó los hombros con el brazo.

– Gracias, mamá. Eres un sol. No sé qué habría… Mierda, si es Nat otra vez, ¡dile que estoy durmiendo o algo! ¿Por qué llamará al fijo? A veces es un plasta.

– No hables así, cariño -dijo Helen débilmente.


Nick estaba haciendo la maleta. Había empezado el descanso parlamentario de verano y se iba a casa un par de semanas para estar con sus padres. Lo hacía todos los años y nunca se le había ocurrido que fuera raro: sus amigos iban a hacer submarinismo a las Maldivas o a navegar por la costa de Irlanda o a hacer excursiones por el Himalaya. A Nick, en cambio, le hacía feliz ayudar en el campo, descansar en el jardín, caminar por las colinas de Somerset, hacer picnics con los sobrinos que estuvieran en la casa, charlar con sus hermanos y desafiar a cualquiera al Monopoly o al backgammon después de cenar. Eso era lo que le gustaba hacer, decía, ¿por qué fingir que quería hacer otra cosa? Con sus vacaciones, como en todo el resto, todos estaban de acuerdo en que Nicholas Marshall era de piñón fijo.

Cogió la vieja bolsa Gladstone de piel que tenía en un estante de su dormitorio y vació su contenido sobre la cama. Ese era un momento interesante siempre. Nunca se molestaba en acabar de deshacer la maleta cuando volvía de los viajes a los que le mandaba el periódico -por lo general para seguir a algún político por el mundo- y la cosecha de esa noche, producto de un viaje a Washington a principios de primavera, no fue una excepción. Un par de libros a medio leer, tres periódicos estadounidenses, varios paquetes de chicle -que eran para Jocasta y su lucha bianual para dejar de fumar-, un par de calcetines -limpios, gracias a Dios- y unos gemelos de oro que le había regalado su padre. Qué suerte, creía que los había perdido.

Y una grabadora todavía dentro de la caja. Un regalo de Jocasta para el viaje.

– Es muy moderna. Ese trasto tuyo te dejará tirado cualquier día, seguramente cuando estés entrevistando a Bill Clinton -había dicho.

Nick no la había usado nunca, prefería la vieja, por destartalada que estuviera, y aunque se lo había agradecido mucho, nunca la había usado.

Era muy bonita, un cuarto del tamaño de la vieja, funcionaba con unas cintas diminutas. Una tenía escrito «Ponme» en la etiqueta. Sintiendo curiosidad, la metió en la grabadora y la puso en marcha. Oyó la voz de Jocasta.

«Hola, Nick, cariño. Ésta es tu enamorada, bueno, sí, bastante enamorada, novia, que te desea bon voyage y bonne chance y todo eso. Que te diviertas, pero no demasiado, y no te olvides de los bares de Hershey. [Evidentemente lo había olvidado.] Te quiero mucho mucho y gracias por lo bien que lo pasamos anoche. Una cena estupenda, y todo estupendo. Besitos.»

Nick lo escuchó una y otra vez. Pensando en ella, en que la grabación era como ella, dulce, simpática y cariñosa. Y pensando cuánto la había querido. Cuánto la quería todavía. Y que no se había portado muy bien con ella, la última vez que la había visto. Peor aún cuando le había devuelto sus cosas. Era terrible pensar en todo ese amor, evaporado en frialdad y distanciamiento. Para siempre.

Cogió el teléfono y la llamó.


Jocasta estaba en la cama, compadeciéndose de sí misma. Había pasado un fin de semana largo y solitario, y el sábado por la noche había pedido que le trajeran un curry. Era la primera comida que hacía en varios días, y se dio un buen atracón, que regó con una botella de vino tinto bastante áspero y terminó con helado, con el que había mezclado una barra de Mars, uno de sus postres favoritos. Ya fuera por el curry, por el atracón o por el vino, se encontró fatal toda la noche y buena parte del domingo. Empezaba a encontrarse un poco mejor. Pero igual de sola.

Así pues, la voz de Nick fue aún más irresistible de lo que habría imaginado.

– Hola -comentó Jocasta cautelosamente-, qué bien que hayas llamado.

– Hola, Jocasta. He pensado que debía llamarte. Para saber que estás bien.

– Estoy bien, sí. Gracias. Es un detalle por tu parte.

– Pareces… cansada.

– El sábado por la noche tomé curry y me sentó mal.

– Lo lamento. Nunca se me habría ocurrido que un curry pudiera estar en el menú de la señora Keeble.

– No, la verdad es que normalmente no lo estaría. Pero él… él no estaba. Me apetecía. Ya ves.

– Claro. En los viejos tiempos te habrías tomado un helado mezclado con una barra de Mars de postre.

– Lo hice -dijo ella sin pensar.

– ¡Jocasta! Eso quiere decir que los empleados tenían el día libre.

– ¿Qué? Ah, sí. Sí, lo tenían. ¿Dónde estás, Nick?

– Haciendo las maletas. Para ir a Somerset a pasar un par de semanas. Y he encontrado la grabadora que me regalaste. En la bolsa.

– Ah, sí. Creí que te sería útil. Evidentemente no, si aún sigue en tu bolsa.

– Sí lo ha sido. He puesto la cinta que grabaste. Otra vez, quiero decir. Fue un detalle, sólo quería darte las gracias.

Jocasta se acordaba de la cinta. Quería que Nick la tuviera, que tuviera algo de ella. Se acordaba de todo, de cuando grabó la cinta y se la mandó, porque había sido su último viaje al extranjero, justo antes de que empezara el drama. El Partido Progresista de Centro, Gideon, Kate, Martha. Dios, había pasado un año. Menos de un año. Parecía que fueran cinco. En fin, quería darle la cinta, y habían salido a cenar pero había bebido demasiado vino, como siempre, y se había puesto muy triste porque Nick se marchaba. Luego se habían ido a casa y habían hecho el amor como unos locos, y ella la había olvidado por completo hasta el día siguiente, cuando la había encontrado en su bolso y la había mandado por mensajero a la oficina de Nick. Después de grabar la cinta.

– De nada -dijo, sonriendo con el recuerdo.

– ¿Dónde estás?

– Oh, en casa -dijo sin pensar.

– ¿En la Casa Grande?

– Sí, claro.

– ¿Y de verdad estás bien?

– Por supuesto que estoy bien, Nick. ¿Por qué no habría de estarlo?

– La última vez que nos vimos no estabas muy bien.

– Ya. Pero me tomé lo que me dijiste al pie de la letra, fue lo mejor que me han dicho nunca, y soy una persona reformada, estoy aprendiendo a ser una buena esposa y…

– Me complace tener un efecto tan bueno sobre ti -comentó-. ¿Eres feliz?

– Muy feliz -dijo-. Sí, gracias. Oh, espera, Nick, están llamando a la puerta. No tardaré.

Nick esperó. Oyó el ruido del tráfico de fondo, una sirena de policía y que Jocasta decía:

– Sí, es para mí, gracias; ¿tengo que firmar? Bien, ya está.

Oyó que se cerraba la puerta, la oyó cruzar el suelo de madera…, ¿de madera? ¿Ruido de tráfico? ¿Abrir la puerta personalmente?

– Jocasta, ¿dónde estás?

– Ya te lo he dicho.

– Sé lo que me has dicho -dijo-, pero no recuerdo que pase mucho tráfico por Kensington Palace Gardens. Diría que los empleados te recogen los paquetes. Y recuerdo que había muchas alfombras, por todos lados, y una gran distancia entre la puerta y cualquier otra parte.

Hubo un silencio y después Jocasta dijo:

– Estoy en Clapham, Nick. He venido a recoger cuatro cosas.

– ¿Y por qué me has mentido?

– No sé. Era más fácil.

– Jocasta, ¿qué ha pasado? Por favor, cuéntamelo.

No le permitiría que fuera a Clapham; era demasiado peligroso. Dijo que podían quedar en Queen Mary's Rose Garden en Regent's Park. Era uno de sus lugares favoritos, en los viejos tiempos, a medio camino entre las dos casas. Jocasta le miró, sentado en un banco, con el cuerpo largo y desgarbado a pleno sol, los cabellos castaños despeinados cayéndole sobre los ojos, y pensó cuánto le echaba de menos todos los días, y que eso en sí ya era poco sensato.

Se sentó a su lado y él le dio un beso.

– ¿Me está permitido?

– Por supuesto.

Jocasta le sonrió y le contó por encima lo que había pasado, con mucho sentimiento.

– No me quejo, te juro que no me quejo, Nick -se apresuró a decir-. Me doy cuenta de que en gran parte ha sido culpa mía. Pero el caso es que no funciona, por ahora. Puede que acabe funcionando. Espero que funcione.

Era mentira, por supuesto. No lo pensaba en absoluto.

Pero no se podía permitir que él creyera que su matrimonio había terminado, que se le estaba insinuando, esperando que volviera a aceptarla.

Nick fue muy comprensivo, no le hizo ningún reproche.

Dijo que si era así él no quería ser la causa de que no funcionara. Dijo que siempre quería ser su amigo, su mejor amigo. Dijo que la echaba muchísimo de menos.

– Yo también te echo de menos -dijo Jocasta animadamente-, sí, seamos amigos. Buenos amigos.

Se levantó, le sonrió y consiguió decir: «Bueno, creo que debería volver», cuando se sintió muy mareada y débil. Se imaginó que serían los nervios, las lágrimas, las emociones contradictorias y también haber comido tan mal desde que había dejado a Gideon, aparte del curry que había vomitado. Se balanceó exageradamente y no era capaz de caminar derecha y tranquila hacia la entrada del parque, como había pensado, y tuvo que sentarse otra vez con la cabeza entre las rodillas.

Después de eso sólo tuvo que dar unos pocos pasos hasta su coche, y de allí a su piso. Nick compró comida por el camino, buena, suave, nutritiva, dijo con determinación, huevos y pan y agua de Vichy, «llena de minerales». Le preparó una tortilla, le hizo unas tostadas y un rato después Jocasta se dio cuenta de que estaban solos en su piso y por mucho que se esforzara no podía controlar sus sentimientos y dijo que tenía que irse. Él contestó de repente, con mucha ternura, que nunca debería haberle dejado, y eso le recordó a Jocasta por qué le había dejado y se enfadó y se lo dijo.

– Te quería -dijo Nick-. Mucho.

– ¿Y cómo iba a saberlo?

– No paraba de decírtelo.

– Pero no me lo demostrabas -dijo ella-. Nunca me lo demostraste.

– ¡Qué tontería! -exclamó Nick-. Entonces no podía demostrártelo como tú querías. No sabía… -Se calló.

– ¿No sabías qué? -preguntó Jocasta, pero él no quiso contestarle, se volvió y miró por la ventana, y entonces de repente estaban como al principio y no pudo soportarlo y dijo, muy cansada-: Tengo que irme.

– Sí, creo que sí. Te llamaré un taxi. Lo siento mucho, Jocasta. Todo. Espero que te vaya bien, de verdad.

– Gracias -dijo ella.

– ¿Puedo darte un beso de despedida? ¿Por los viejos tiempos?

– Por los viejos tiempos.

Nick se inclinó para besarla en la mejilla, pero ella se movió un poco y sus labios se encontraron. Y eso bastó.

Después se preguntó cómo había podido. Se sentía frágil, desorientada, totalmente confundida, y un minuto más tarde estaba llena de una energía en ebullición, poderosa y segura. Nick estaba frente a ella, y le deseaba, y tenía que tenerlo. Y él lo sintió, Jocasta vio que lo sentía, le vio sonreír, le vio reconocerlo, le vio seguro, también.

Estaban desnudos antes de llegar al dormitorio. Ella se echó de espaldas en la cama, alargando los brazos hacia él, repitiendo su nombre una y otra vez, oyendo cómo él decía el suyo, los dos hablando deprisa, febrilmente. «Te quiero, te echo de menos, te deseo.» La boca de Nick estaba en todas partes: su cuello, sus pechos, su vientre, sus muslos, y la de Jocasta en él, moviéndose por encima de él, frenética de deseo, un remolino de deseo creciendo y creciendo dentro de él, derritiéndose, ablandándose, endulzándose por él, gritando con el aumento de las sensaciones, sentada sobre él, montándolo, revolviéndose, guiándolo a través de un lugar oscuro y maravillosamente complejo, alcanzando la luz al final, sintiendo que crecía, se encogía, ascendía y se resistía, y entonces, sí, sí, ya está, la altura, la cima y ella estaba allí, gritando, aullando triunfal y entonces vio que él también llegaba y ella repitió, en círculos fabulosamente cálidos, fáciles, ensanchados, hasta que por fin se sumió en una paz profunda y dulce.

– ¿Ahora qué? -dijo él, y sus ojos marrones le sonreían y eran muy dulces y tiernos.

– Quién sabe -dijo ella, y se durmió sin más, feliz.


Clio finalmente le había hablado a Fergus de Josh. De Josh y de Kate, en realidad. Al acabar, él había dicho:

– Por supuesto. Qué lista eres. Era tan evidente. Lo hemos tenido delante de nuestras narices todo el tiempo.

– Tan evidente. Pero, Fergus, yo no sé qué hacer. No tengo ni idea. Haga lo que haga, será un lío para Josh.

– Yo no me preocuparía mucho por ese niño mimado de Josh.

– ¡Fergus, no digas eso! Será un niño mimado, pero es muy buen chico. Piensa en lo que representará para la pobre Beatrice. Su matrimonio ya se aguanta por los pelos.

– Ya.

– Sin embargo Kate necesita saberlo. Creo que a ella la ayudaría. Sigue estando muy perdida. La muerte de Martha no ha hecho más que empeorarlo. Tú mismo has dicho que estaba deprimida. ¿Qué hago? Me siento como si tuviera una bomba con temporizador. Y encima Jocasta a punto de…, bueno, no sé a punto de qué. Está en un estado de lo más extraordinario. Ya no está deprimida. Ahora está excitada, increíblemente sentimental. Tan pronto dice que se quiere divorciar, como que no, que todavía no, al menos.

– Nosotros no podemos hacer nada por ellos -dijo Fergus-, y con lo de Josh creo que deberías esperar. Hace muchos años que es un secreto y puede serlo unas semanas más. Aunque estoy de acuerdo contigo en lo de que podría ayudar a Kate. Ya llegará el momento. Siempre llega.

– Espero que sí -dijo Clio con tristeza-. Ya no puedo soportarlo más.


Jocasta se había despedido de Nick y se había ido a casa. Él no había discutido ni había intentado detenerla. Era todo muy desconcertante.

La tarde en el piso había adquirido la categoría de sueño, había momentos en los que Jocasta creía que se lo había imaginado. Nick se comportaba de forma esquiva, tan irritante como siempre: si se esperaba alguna demostración de compromiso, se había llevado una gran decepción.

Sólo le dijo que siempre la amaría, que siempre estaría a su lado, sería su mejor amigo como le había dicho: y después decidieron que lo mejor para los dos era que Nick fuera a casa de sus padres como tenía pensado y que ella volviera con Gideon.

– ¿A la Casa Grande?

– Por supuesto. Te mandaré una postal -dijo Nick-. Sé que te encanta recibir postales.

– Gracias -dijo Jocasta.

– Y no veo ninguna necesidad de hacer confesiones absurdas, ni nada por el estilo.

– Claro que no -dijo Jocasta, con todo el ánimo que pudo-. Sólo ha sido un poco de diversión, traviesa y maravillosa.

Pero cuando llegó a Clapham, digirió lo ocurrido, reflexionó sobre lo que Nick había dicho y sintió una decepción tan abrumadora que casi no pudo soportarlo.

Le habría consolado y asombrado sobremanera oír cómo, durante los días que siguieron, Nick no dejó de hablar con su hermano favorito, diciéndole lo mucho que aún adoraba a Jocasta, que la quería más que nunca, pero que ella le había dejado muy claro que todavía esperaba salvar su matrimonio y que él no quería de ninguna manera estropeárselo.


– Grace, cielo, deberías comer algo. -Peter Hartley miró una bandeja intacta más. Tenía que dejarla sola aquella mañana para hacer visitas por la parroquia, pero había preparado un desayuno tentador, con muesli, yogur, fruta, todo lo que le gustaba, en pequeñas porciones.

– No me entra nada. Has sido muy amable, pero no me apetece. Llévatelo, por favor.

Apartó el desayuno con impaciencia y volvió a echarse, tapándose la cabeza con la sábana. Peter se llevó la bandeja.


Janet Frean tampoco comía mucho, pero era suficiente, según el médico que informó a Bob aquella mañana.

– No necesita comer mucho, y no se preocupe, la vigilamos de cerca.

Estaba haciendo progresos, dijo, había tenido varias sesiones con el psiquiatra residente, que le había recetado un tratamiento farmacológico, sesiones con él u otro psiquiatra, y posiblemente, cuando empezara a mejorar, terapia de grupo.

– Suele ayudar oír a otras personas describir sus tormentos -dijo el psiquiatra a Bob.

Bob le dijo que no creía que nadie pudiera tener tormentos más angustiosos y complejos que Janet, pero el psiquiatra le desengañó.

– Se asombraría -dijo.

– ¿Ya ha hablado con ustedes?

– Un poco. Ahora no tengo tiempo de hablar con usted, lo siento, pero no se preocupe, no es un caso perdido, ni mucho menos. Créame e intente no pensar demasiado en ello.


Ellos no lo comprendían, pensaba Janet, apoyada en las almohadas tras un ataque de ira especialmente agotador con su terapeuta. No debería haberla atacado físicamente, se daba cuenta, pero la había sacado de quicio, con sus estupideces para calmarla. No entendían nada de nada.

Nadie podía entenderlo. Todos creían que Martha Hartley había provocado su crisis nerviosa. Y no era así en absoluto. Evidentemente lamentaba su muerte, y se sentía culpable hasta cierto punto, pero no tanto como los otros creían. El secreto de Martha habría salido a la luz. Era demasiado grande, demasiado peligroso. No podía esperar que los círculos concéntricos que había construido tan cuidadosamente alrededor de su vida para protegerse resistieran para siempre. Tarde o temprano otro suceso los habría hecho explotar, los habría unido, forzando una confesión. Y entonces, una vez se supiera, ¿qué final feliz podía esperarse para ella? Su carrera, su vida personal, sin duda su vida política quedarían fatalmente perjudicadas. Hasta se podría decir que le había hecho un favor.

No, la razón por la que había querido poner fin a su vida era que todo por lo que había trabajado, todo lo que había esperado, y por lo que había asumido tantos riesgos, se había esfumado para siempre. Sin remedio. Nunca podría recuperarlo. Y si el Partido Progresista de Centro sobrevivía, Jack sería su líder, y probablemente Chad su mano derecha.

Y si no sobrevivía, ¿cómo podía volver con los conservadores? Aunque hubiera otro líder mejor que la valorara como es debido, Theresa May era en ese momento la reina de la colmena. Ella tenía el puesto, o uno de los puestos que Janet había codiciado. Ahora sería para siempre uno de los soldados rasos, etiquetada como desleal, alguien de quien no podías fiarte.

Pensó en Chad y en Eliot Griers, también, y lo penosos que eran, en su arrogancia masculina. Convencidos de que podían caminar sobre el agua, cada uno a su manera. Ella había sido más lista una temporada, había conseguido empezar a corromper sus carreras, les había desacreditado a los ojos de Kirkland. Pero no había sido suficiente; ahora que ya no estaba la anularían del todo.

En cuanto a Kirkland, sentía cierto respeto por él. Lo mejor que podía esperar mientras él estuviera al mando era el puesto de segundo de a bordo. Eso podía satisfacerla. Casi podría considerarlo un triunfo: un puesto único dado que era una mujer. Se había deshecho de Martha. Sólo quedaba Mary Norton como obstáculo. Y sería fácil quitársela de encima. Un par de filtraciones sobre sus amigas lesbianas y el electorado empezaría a dudar. Después encontraría algo más. Quizá no estaba todo perdido. Quizá no. Todavía podía volver. Podía. Debía…

– La señora Frean se ha dormido -informó la enfermera al psiquiatra, diez minutos después-. El sedante ha hecho efecto. Le avisaré si se produce algún cambio.


Smith Cosmetics había dado las gracias a Fergus por su mensaje y había dicho que buscaría a otra chica. Decían que, en el caso improbable de que no encontraran a nadie, se pondrían en contacto con él por si Kate cambiaba de opinión. También decían que podía haber cierto margen para negociar la cuestión financiera, pero que no podían hacer nada respecto al tema publicidad del contrato, que según Fergus era lo que más preocupaba a Kate.

– Como sabe, la prensa decide por su cuenta lo que publica.

Era una respuesta cordial y elegante, pensó Fergus, teniendo en cuenta el dinero y el tiempo que habían invertido en Kate, un testimonio de lo mucho que deseaban contratarla. Aún la querían. Eso le consoló un poco. Las cosas podían cambiar. Fergus era un optimista sin remedio.


Clio se pasó el domingo haciendo compañía a Jocasta. La encontró de un humor extraño, en una montaña rusa emocional, tan pronto sobreexcitada como hecha un mar de lágrimas. Dijo que intentaba decidir lo que debía hacer, que tenía que volver a trabajar, hacer algo diferente, y cuando le preguntó qué, dijo vagamente que había pensado en inmobiliarias o tal vez interiorismo. Clio le había dicho que era una idea excelente, más que nada porque era inútil discutir. No se podía razonar con ella.

Había llegado con la esperanza de poder ayudarla a pensar en una reconciliación, porque creía que eso era lo que quería Jocasta. Intentó razonar, hacerla reír, apelar al sentido común. Pero parecían estar en un punto muerto. El día anterior habían tenido otra pelea horrorosa. Gideon le había pedido que se vieran para hablar con calma de lo que iban a hacer, y Jocasta había dicho que no era posible tener una charla razonable con una persona tan poco razonable que de hecho era inestable. Cada confrontación era peor que la anterior, que parecía casi agradable, un puro intercambio de puntos de vista.

Justo cuando le estaba contando eso a Clio, Jocasta se echó a llorar, y cuando Clio le preguntó si era por algo concreto, dijo que sí, pero que no podía hablar de ello. Seguía bebiendo y fumando demasiado, parecía incapaz de descansar o hacer algo más de cinco minutos seguidos. Lo único que quería hacer era hablar sin parar de Gideon y sus fallos.

Al final, Clio se rindió y dijo que tenía que volver a casa.

– Oh, por favor, no te vayas -dijo Jocasta. Acababa de hablar con alguien por teléfono, en un tono cada vez más hostil-. Era Josh. Amenaza con venir a verme. Dice que cree que puede hacerme entrar en razón, según él. El árbitro de las relaciones, un ejemplo para todos.

Clio suspiró.

– Bueno, yo he fracasado. Tal vez él pueda ayudarte.

– Clio, no puede. Y tú no has fracasado. Es el matrimonio el que ha fracasado.

– Jocasta, tengo que irme. Mañana es lunes y tengo consulta a primera hora. Me gustaría ver a Fergus esta noche antes de volver a casa.

– Tienes mucha suerte de tener una relación normal y estable -dijo Jocasta, envidiosa-. Oh, Clio, no te vayas. No puedes dejarme a solas con Josh. Me va a volver loca. Quédate y vuelve mañana, siempre dices que es muy fácil. Por favor, Clio, por favor.

Clio suspiró.

– No. No, Jocasta. Prefiero irme.

– No, no puedes fallarme, y eres un ángel, una buena amiga.

Clio se preguntó qué diría Jocasta si supiera la verdadera razón de su renuencia a ver a Josh.

Pero se quedó, por supuesto. Nunca llegaba a entender qué hacía Jocasta para conseguir que los demás hicieran lo que ella quería, cómo utilizaba su fuerte voluntad, una mezcla de encanto y determinación: imaginaba que Gideon habría sido sometido a esa mezcla en toda su plenitud. De no ser así, ¿habría querido de verdad casarse con Jocasta después de estar con ella sólo tres semanas? El hecho era que Jocasta era totalmente irresistible.

De modo que Clio seguía en el salón de Jocasta, intentando no mirar demasiado a menudo las fotos de Jocasta y Josh de niños que había encima de una mesa, mientras Jocasta pedía comida por teléfono a un restaurante tailandés.

– No he comido en todo el fin de semana y de repente me muero de hambre. Espero que no me siente mal, como el curry del otro día.

Por fin llegó Josh, casi con una hora de retraso, así que la comida estaba fría. Ni siquiera era muy buena. Clio la picoteaba con la moral por los suelos, deseando que Josh dejara de decirle a Jocasta que era inmadura y poco realista, y sin saber para qué la querían allí.

– Jocasta -decía Josh-, el matrimonio no tiene sentido cuando tienes que esforzarte mucho. De modo que si no te esfuerzas, ya puedes olvidarte.

– Eso es precisamente lo que hago -decía Jocasta-. O lo que hacía.

– Pero yo creía que querías a Gideon.

– Le quiero. Bueno, al menos, creía que le quería. Pero no puedo vivir con él, es un monstruo que lleva una vida monstruosa. Debería haberme dado cuenta hace tiempo.

– Pero si es muy buen hombre -dijo Josh-. Es simpático, generoso, y es evidente que te adora. Debes concentrarte en eso, Jocasta. Beatrice siempre lo dice.

– ¿Qué es lo que dice siempre Beatrice? -preguntó Jocasta, en un tono engañosamente suave.

– Que en un matrimonio tendemos a dar por hechas las cosas buenas y a fijarnos sólo en las malas. Y que eso es lo que destruye a la mayoría.

– Lo que casi destruye el vuestro -dijo Jocasta- es tu incapacidad para ser fiel a Beatrice. Y lo que lo ha salvado es su increíble facilidad para perdonar. No busques nunca trabajo de terapeuta, ¿vale?

– ¡Vete a la mierda! -exclamó Josh. Se había puesto rojo-. Sólo quiero ayudarte. No soporto veros a los dos tan desgraciados.

– Lo sé y te lo agradezco mucho -dijo Jocasta, arrepentida-, pero la verdad es que no me ayudas. Es mejor así. Hablemos de otra cosa. ¿Qué llevas en la bolsa?

– Encontré unas fotos de Tailandia. Estaban en el fondo de un armario, con mis cámaras. Pensé que te haría gracia.

– Así me gusta -dijo Jocasta-. Vamos a verlas. Ven, Clio, despejaremos la mesa.

Josh sacó las fotos, una pila tras otra, en completo desorden, imágenes de la jungla vaporosa del norte; elefantes, monos; aldeas en las montañas; los niños sonriendo, tan dulces; templos y palacios y mercados flotantes y los canales de Bangkok.

– Vaya, sólo con verlas lo estoy oliendo -dijo Clio.

El caos de Khao San Road, los lady boys en Pat Pong.

– Se nota que les gustabas, mira cómo posan para ti -comentó Jocasta.

Los tuk tuks, las barcazas en el río grande, y después las islas, fotos y fotos de playas de arena blanca con el fondo verde, las colmas, las cascadas, los lagos, las palmeras inclinándose con elegancia hacia el agua, las peñas escarpadas, las flores brillantes, los sepulcros, Big Buddha.

– Oh, mira, Big Buddha -dijo Clio-. A veces todavía me acuerdo, allí sentado, con esos ojos que te seguían a todas partes. Vaya, esto es un viaje en el tiempo. Me siento como si volviera a tener dieciocho años.

Después había fotos con gente, algunas ocasiones que recordaban.

– Mira, aquí estamos en el aeropuerto -dijo Josh-, todos, nos la hizo aquel viejo tan simpático, ¿os acordáis?

Congelados en el tiempo, sonriendo, arreglados, con toda la vida por delante.

– Pobre Martha -dijo Clio, mirándola-. Dios, ojalá hubiéramos sabido…

– Mejor no -dijo Jocasta con seriedad.

Después la vida en las islas, centenares de personas, la mayoría olvidadas, sonriendo, siempre sonriendo, fumando, bebiendo, saludando, abrazándose, tirados en las playas, sentados en barcas, balanceándose en cuerdas sobre lagos, bañándose bajo cascadas, montando elefantes, buceando. Había algunas fotos frenéticas y borrosas de fiestas de luna llena, gente bailando, la playa repleta de velas, y…

– Mirad, ¿os acordáis del barco de reggae? -preguntó Josh.

– Sí, ya lo creo -dijo Jocasta-, así es como pillé la fiebre del dengue, de un mosquito en uno de esos lagos, estaba demasiado colocada para enterarme.

– ¿Qué estás haciendo aquí, si se puede saber? -preguntó Clio, intrigada, mirando una foto de Josh echado en una alfombra, inhalando de una gran pipa.

– Fumando opio.

– ¡Josh! No me lo habías dicho. ¿Qué tal es?

– Nada de nada -dijo él riendo-. Creo que eran polvos de talco.

– Caramba, qué divertido fue -dijo Jocasta-, qué divertido. Eh, Josh, ¿qué es esto? ¿Un hotel de lujo o qué? ¿Y ésta quién es? ¿Es Martha? ¿En esta piscina increíble? ¿Y en esta terraza? Josh, no me lo habías dicho, ¿qué pasó?

– No tenía ni idea de que estuvieran aquí -dijo Josh, poniéndose rojo, y rápidamente se puso a explicar que había tropezado con Martha al marcharse de Koh Tao, que había habido un incendio en la barca y que habían estado a punto de ahogarse-. Lo juro, no me lo invento. -Los dos estaban muy nerviosos después y él tenía mucho dinero encima y habían ido a un hotel cerca de Chaweng, a pasar la noche…

– Mmm -dijo Jocasta, con los ojos maliciosos-, eres incorregible. Vaya con la parejita. No me lo habías dicho. ¿Cuándo fue? Está claro que lo pasasteis en grande. ¿Por eso querías ir al funeral?

– No. Bueno, en parte. Sí, la verdad es que sí.

– Eso está bien.

Clio estaba rezando por que en la cabeza de Jocasta sonara una campana, por pequeña que fuera. Pero no se percataba de nada. Tenía que hacerlo ella. Era ahora o nunca. Respiró hondo y dijo:

– Josh, ¿cuándo fue exactamente? ¿Te acuerdas?

– No lo sé -dijo-. ¿Es importante?

– Sí, podría serlo.

– ¿Por qué?

– Bueno…

– Clio -dijo Jocasta-. ¿De qué va esto?

– Es que… se me ha ocurrido una cosa. Estaba pensando en Martha. Sólo eso.

– ¿En qué? Aparte de que era más lanzada de lo que creíamos. ¡Vaya, con Josh! Y no nos lo había dicho. Y…, ¡oh, Dios mío! No pensarás que… No… Josh… Dios mío.

– ¿Qué? -dijo él irritado-. ¿Qué os pasa a las dos?

– Dinos exactamente cuando tuviste tu pequeño lio con Martha. -Jocasta hablaba muy despacio-. Es muy importante.

– Lo intentaré. Pero no entiendo…

– ¡Josh! ¡Piensa!

– Bueno, fue antes de Navidad, eso seguro, porque para entonces ya estaba en Malasia. En octubre o noviembre, supongo. Acordaos de lo poco que significaba el tiempo allí, las semanas parecían meses, y al revés.

– Josh, tienes que afinar un poco más. Lo siento.

– Ya lo intento. Qué pesadas. A ver, de hecho tuvo que ser en octubre, sí, seguro, porque iba en dirección a Bangkok, a ver a mi novia, bueno, no es que fuera mi novia, pero estábamos bastante enrollados, y ella estaba en el hospital, había tenido un accidente de moto en Koh Pha Ngan, y allí celebré mi cumpleaños, los dieciocho, de eso me acuerdo.

– Y por el camino llevaste a Martha a un hotel. Josh, Josh, lo tuyo no tiene nombre -exclamó Jocasta.

– Sí, ya lo pillo. Creía que querías saber cuándo estuve con Martha.

Jocasta miró a Clio.

– Su cumpleaños es el 26 de octubre. Y Kate nació a mediados de agosto, de modo que habría tenido que ser en noviembre, ¿no? -preguntó.

– Lo siento -dijo Clio-. Kate se retrasó casi tres semanas. Me lo dijo Martha. Esa fue la razón de que diera a luz aquí. Finales de octubre casa perfectamente.

– ¿De qué estáis hablando? -preguntó Josh-. No me entero de nada.

– Josh -dijo Jocasta, llenándole la copa hasta el borde-, bebe. Vas a necesitarlo. Tú eres…

Capítulo 42

Josh apenas había podido dormir. Tenía la sensación de que no volvería a dormir nunca más. Se había pasado la noche dando vueltas frenéticamente en la cama de la habitación de invitados. Le había dicho a Beatrice que tenía indigestión, que no quería molestarla.

Le parecía que era imposible hacer lo correcto. O se lo decía a Beatrice, que se llevaría un disgusto, por no hablar de que se sentiría muy ofendida y probablemente lo echaría de casa -¿y qué pensarían las niñas de tener de repente una hermana mayor?-, o podía no decir palabra y vivir el resto de su vida con aquella certeza terrible y opresiva.

Además no era una chica cualquiera: era famosa. Bueno, bastante famosa. ¿Qué decía siempre Jocasta? Una vez sales en los periódicos, está ahí para siempre. Sería como una bomba de relojería, esperando a explotar. Se imaginó que así debía de sentirse exactamente Martha, y no llegaba a comprender cómo lo había soportado. Había sido muy valiente, por Dios. Valiente y dura.

Y después estaba Kate. Kate, su hija. Tuvo su imagen en la cabeza toda la noche. La chica del funeral, tan bonita, tan divertida, tan lista, hablando con él de su futuro, era su hija. Tenía una hija adolescente. No parecía ni remotamente posible. Pensó en Charlie y Harry, todavía tan niñas, que se le subían a las rodillas, le tiraban del pelo, le retorcían la nariz, se reían, le hacían muecas, le salpicaban con el agua de la bañera, se dormían encima de él, se chupaban el pulgar mientras él les leía cuentos. Eran las hijas que quería. Las que podía afrontar. No una de dieciséis años peligrosamente atractiva. Se había sentido atraído por ella, pensó, y se le heló la sangre.

¿Cómo se puede empezar a ser padre de alguien a quien ves por primera vez a esa edad? Era mayor, educada, acabada. No tenía nada de ella, no tenía nada que ver con él, otro hombre había hecho todo eso, la había bañado, había jugado con ella, había elegido su escuela, le había marcado las normas, no había nada de él en ella.

Pero sí lo había, evidentemente, pensó, sentándose de golpe, había la mitad de él en ella. Una noche con alguien, una muy buena noche de hecho, por lo que podía recordar, a los diecisiete años, o casi dieciocho; sólo tenía dieciocho años, un año y poco más que la propia Kate. Estás despreocupado, feliz, disfrutando de la vida, divirtiéndote y…, vaya por dónde, de repente eres padre. Era un mal sistema, ése, muy peligroso. No tenía ni idea de cómo había podido ocurrir. Siempre había sido muy cuidadoso, siempre había usado preservativos, ya se sabe que pueden fallar, romperse. Seguramente era eso lo que había sucedido.

¿Por qué no había abortado, maldita sea? No era tan difícil, ¿por qué la había tenido? ¿Por qué no había intentado encontrarle, al menos? La habría ayudado, la habría ayudado a decidir qué hacer, le habría dado dinero. En ese momento, Josh se vio claramente a los diecisiete años, un egoísta redomado, del todo inmaduro, y pensó que entendía perfectamente por qué Martha no había intentado encontrarle. No debió de parecerle una buena alternativa.

También era posible que no estuviera segura de que era él el padre. Podía haber sido promiscua, podía haberse acostado con todos los tíos que se cruzaban en su camino. Con él había estado muy dispuesta, no había hecho falta mucha persuasión. Pero estaba claro que era él. Kate era su hija. Era clavada a él. O para ser más exactos, a Jocasta.

¿Qué querría ella? Esa nueva hija problemática. Jocasta y Clio habían dicho que estaba muy dolida por lo que le había ocurrido, que había buscado a su madre toda su vida, cada vez más confusa y angustiada.

– Sólo quiere encontrar su lugar -había dicho Clio-, saber de dónde viene, se podría decir. Tienes que entender que todo esto es muy desconcertante para ella. Quiere a sus padres muchísimo, pero ellos no pueden darle respuestas. La muerte de Martha no ha sido más que otro golpe. Ella tampoco le proporcionó ninguna.

Decidieron que, hicieran lo que hicieran, debían proteger a Beatrice.

– Es tan maravillosa, seguro que se porta de maravilla -dijo Josh tristemente-, seguro que le ofrece un hogar a Kate y…

– Kate no necesita un hogar -dijo Jocasta con brusquedad-, está muy bien donde está. No le falta amor ni atención y sus padres adoptivos son estupendos. Sólo quiere saber cómo y por qué pasó lo que pasó. Tiene un novio encantador -añadió.

– No sé ni cómo enfrentarme a ella -gimió Josh-, imaginaos a un novio.

Cuando dieron las cuatro, Josh bajó a prepararse un ponche caliente.


Peter Hartley estaba en la iglesia desde primera hora. Había pasado un rato de rodillas, solo, recordando a Martha, y mucho rato en la sacristía ordenando, colgando las sotanas de los niños del coro y barriendo. Cuando se encontró recogiendo los libros de oraciones e himnos, una tarea que siempre hacían el sacristán y su esposa, y que él hacía muy a gusto, se dio cuenta de lo que estaba haciendo en realidad: retrasar la vuelta a la vicaría y ver a Grace.

Se sentía fatal, hacía unas pocas semanas que Martha había muerto y la echaba de menos, la luz brillante que proyectaba en su vida más bien monótona, la echaba de menos terriblemente. Nadie sabía que fuera monótona, claro, o mejor dicho que a él se lo pareciera. Su inquebrantable fe ayudaba mucho, y el saber que lo hacía todo por Dios. También había momentos maravillosos, en las bodas y las confirmaciones sobre todo, pero también cuando daba la comunión, o daba un sermón que le parecía bueno y no sólo correcto, pero de todos modos el día a día de su vida estaba lleno de tareas desagradecidas y tediosas.

Su otro pilar era su amada Grace, y verse privado de ella, además de Martha, estaba resultándole insoportable. Lo que había empezado como desconcierto, se había convertido en reproche, y empezaba a ser hostilidad, cuyo origen, por lo que adivinaba, era un profundo resentimiento por que él pudiera encontrar consuelo en Dios y ella no.

– Tú lo superarás -llegaba a decir-. Tú encuentras consuelo, yo ninguno.

Mientras tanto seguía sin comer, o más bien empezaba a dejarse morir de hambre.

Cuando volvió a la vicaría, había llegado el correo. Las cartas basura de siempre y dos de verdad, como las consideraba él. Una de un parroquiano, preguntando si podía patrocinar a su hijo en una carrera de bicicletas transiberiana, y la otra, escrita con una letra muy infantil, de alguien llamado Kate Tarrant.

Sólo quería decirles que he pensado mucho en ustedes, y espero que empiecen a sentirse un poco mejor. Solo vi dos veces a su hija, pero parecía una persona buena e interesante. Fue una buena experiencia asistir al funeral y saber más cosas de ella y todo lo que había alcanzado en la vida. Con mis mejores deseos, Kate Tarrant.

Kate Tarrant: ¿quién era esa? Decía que había asistido al funeral, pero no tenía ni idea de quién podía ser. Hasta que vio la posdata en el reverso del papel: «Fui con Jocasta Forbes -había escrito-, una de las chicas con quienes su hija viajó antes de empezar en la universidad».

De Jocasta sí se acordaba. Les había saludado y había hablado con ellos un rato. Una chica muy guapa, muy amable. Había dos chicas mas con ella: una que también había viajado con Martha, muy simpática, una doctora le parecía recordar, y otra mucho más joven, con los cabellos largos y rubios: tal vez ésa era Kate. Tal vez Grace se acordaría. O Ed; él parecía conocer a ese grupo. Le daría un tema para hablar con Grace después, tal vez la ayudaría a sacarla de su terrible letargo. Su activa y hacendosa Grace letárgica. Era insoportable.

Le subió la carta.

– Mira qué carta tan amable hemos recibido. De una de las jóvenes que vinieron al funeral. ¿Te acuerdas de Jocasta, la de los cabellos rubios que viajó con Martha hace años?

– No mucho.

– Sí, mujer. Estuvo hablando con nosotros un rato.

– Peter, lo tengo todo borroso.

– El caso es que con ellas iba una chica mucho más joven. Más de la edad de Ed, diría yo. Es de ella. Se llama Kate. Es una nota muy dulce.

– Bueno… -Se encogió de hombros-. Está bien. ¿Qué dice?

– Te la dejo aquí, puedes leerla tú misma.

– Tengo un dolor de cabeza espantoso. No tengo ánimos de leer.

– Es muy corta. Iré a buscarte el té. Si cuando vuelva no la has leído, te la leeré yo.

Le dejó la carta sobre la cama y salió. Cuando miró atrás, ella la había cogido y estaba buscando las gafas. Era curioso que los amigos jóvenes de Martha la animaran. O al menos la interesaran.

Grace ya se acordaba de Kate. Una chica bonita. Se había fijado en ella porque tenía esa mata de pelo y esos ojos oscuros enormes, parecidos a los de Martha. Su madre era afortunada. Todavía tenía a su hija. No había tenido que ver cómo desaparecía, cómo acababa su prometedora vida, todo por una estupidez. No tenía que seguir viviendo en un planeta que no incluía a su hija, lleno de personas que no tenían ninguna importancia porque no eran ella.

Deseó que ella y Martha hubieran estado un poco más unidas. Siempre había tenido la impresión de que Martha la mantenía a distancia. Nunca le hablaba de novios, de su vida privada, sólo de su trabajo, siempre su trabajo. Probablemente seguiría viva sin ese trabajo. No estaría conduciendo, desde Londres, demasiado tarde y demasiado rápido, en ese coche. Estaría a salvo en Binsmow trabajando, donde podían vigilarla.

Evidentemente Ed la había conocido muy bien. Se preguntaba si se habrían prometido o algo parecido. De todas las personas que la visitaban, sólo se alegraba de ver a Ed. Podía hablarle de Martha, saber más cosas de ella. También le gustaría ver a Jocasta. Y a Clio, la morena bonita, la tercera del trío. El trío viajero. Ella también le había gustado.

Entre ellos probablemente sabían más cosas de Martha que ella. No valía la pena esperar que tuvieran tiempo para ir a verla. Eran jóvenes, tenían su propia vida, y estaban ocupados, felices…

Grace se volvió y se echó a llorar. Se sentía tan sola, sola con su pena. Peter tenía a su Dios. Ella no tenía a nadie.


Jocasta no podía decir que estuviera contenta con el drama de Josh y Kate, pero sí tenía otra cosa de la que preocuparse, aparte de sus preocupaciones y tristezas.

A pesar de todo lo que habían dicho, había esperado tener noticias de Nick. Al menos una nota. O una llamada al móvil. O la prometida postal. Sólo para saber que estaba…, bueno, no estaba muy segura de lo que querría saber Nick, pero habían tenido una experiencia asombrosa aquella tarde…; por cierto, ya había pasado una semana, y un silencio tan completo era un poco enervante. Tal vez ahora sólo la considerara una chica más, pero no podía ser, porque le había dicho que siempre la amaría. Y que siempre sería su mejor amigo. ¿Ser el mejor amigo incluía hacer el amor de forma tan arrebatadora? Tal vez sí. Porque había sido arrebatador. De vez en cuando se quedaba quieta y se concentraba en recordarlo, y se excitaba de una forma increíble.

Aparte de muchas otras cosas, esa tarde le había hecho ver que no podía volver con Gideon. Hacer el amor con Gideon era…, bueno, era aburrido. Estaba bien, de hecho podía estar muy bien, en el peor de los casos era muy agradable y… muy íntimo, pero siempre era igual. Se sentía fatal comparándolo con Nick en la cama, la hacía sentir tremendamente desleal, e incluso un poco furcia, pero no podía evitarlo.

Había esperado rayos y truenos, dada la intensidad y la experiencia de Gideon y su peligrosa y seductora labia, y sólo había obtenido un atardecer iluminado por el sol. Un atardecer soleado y muy hermoso, sin duda, pero que siempre era igual. De hecho, aunque nunca lo habría creído posible de sí misma, estaba bastante contenta las noches que Gideon se dormía mientras ella se quedaba leyendo. O incluso, en algunas ocasiones de las que se avergonzaba, cuando ella leía y leía hasta que él se dormía. Había oído a chicas, normalmente las que llevaban muchos años con la misma relación, que decían cosas así y siempre la había asombrado. Y se compadecía de ellas. Ahora lo entendía.

Con Nick el sexo siempre había sido bueno, siempre, siempre. No necesariamente extraordinario, pero bueno. A veces divertido, a veces más serio, de vez en cuando, rápido, y en alguna ocasión muy largo -los domingos, por ejemplo- cuando ella se excitaba cada vez más y no quería que acabase nunca, pero nunca era aburrido. Y eran absolutamente sinceros: eso debía de ser importante. Si no le apetecía, se lo decía, y él no reaccionaba mal nunca. Si él estaba cansado, lo decía, y ella lo comprendía. Hablaban si no les gustaba algo, o si querían probar algo, que a menudo hacía que se rieran mucho y acabaran decidiendo que la posición del misionero no era tan famosa porque sí. Jocasta no podía imaginarse siendo tan sincera con Gideon.

Además lo hacían en cualquier lugar, cada uno más inverosímil que otro, sentados en la bañera, de pie en el vestíbulo, en la playa, en el bosque, incluso alguna vez, arriesgándose mucho, en el coche de Nick. La cuestión era que el sexo era una parte integral de su unión, tanto parte de su vida como comer o beber o trabajar. No podía imaginarse una vida sin sexo con Nick, tan poco como una vida sin conversación. Podía imaginarse muy fácilmente una vida sin sexo con Gideon.

En fin, no habría vida con él: con o sin sexo. Le había escrito diciéndole que creía que debían divorciarse cuanto antes, que no veía la posibilidad de que fueran felices juntos, y que alargarlo más sólo lo empeoraría. Le dio el nombre y la dirección de su abogado y dijo que esperaba tener noticias de él pronto. Suponía que debía entristecerse, pero no estaba triste; aparte de la sensación de soledad, su única emoción era la rabia.

Tal vez debería escribir a Nick, pero ¿para decirle qué? ¿Que le echaba de menos, que aún le amaba, que quería verle? No. Eso estaba descartado. Creería que había vuelto con él por despecho. O que se hacía la mártir de nuevo. Debía ganarse otra vez su respeto, tenía que ser fuerte. Si con el tiempo se enteraba de que había dejado a Gideon, era otra cosa, pero no debía pensar que tenía algo que ver con él. Eso sería un chantaje emocional y no sería justo.


Gideon leyó su carta, la rompió y la tiró a la papelera. Si creía que iba a ponerle las cosas fáciles para que pudiera casarse con Nick, se equivocaba de medio a medio. Se había convencido de que Jocasta le había dejado para volver con Nick. Su vanidad no le permitía tener en cuenta otra alternativa. Un rival joven era mejor que un fallo intrínseco en él mismo.


Beatrice había reaccionado de maravilla. Josh la había llamado desde el despacho a mediodía, incapaz de callárselo más tiempo, y le había pedido que fueran a tomar una copa después del trabajo.

– ¿Para qué, Josh? ¿Por qué no en casa?

– Porque quiero decirte algo y no quiero que estén las niñas. No quiero que haya nadie.

Quedaron en el American Bar del Connaught. Beatrice llegó muy pálida. Estaba claro que creía que Josh iba a decirle que tenía otra amante.

– Que en cierto modo es lo que me dijo -comentó más tarde a Jocasta.

La noticia había sido tan fuerte, tan impactante, que le había costado decidir cómo reaccionar. ¿Qué se dice cuando tu marido te explica que acaba de enterarse de que tiene una hija de dieciséis años? «Qué alegría» o «Qué ganas tengo de conocerla» o «¿Cómo pudiste?» o «¿Cómo te atreves?» o «No te acerques a casa nunca más».

Ninguna de ellas era apropiada. Beatrice se le quedó mirando, a ese hombre al que amaba, que la había ofendido y humillado de forma considerable, que había jurado no volver a hacerlo, ese hombre encantador, guapo y liante, y descubrió que la emoción predominante era la comprensión. Esperó que ese sentimiento fuera sustituido por algo menos noble, como rabia o indignación, o celos, pero no fue así. La comprensión prevaleció, y se lo dijo.

– Vaya, Josh -dijo con bastante severidad-, muchos chicos de diecisiete años se acuestan con chicas. Tuviste mala suerte.

– Sí -dijo Josh-, supongo.

– Y sobre todo Martha. Pobre Martha.

– Sí -dijo él-. Pobre Martha.

– No entiendo por qué no te lo dijo.

– Yo sí.

– O a sus padres.

– Peor aún.

– Debió de pensar que no podía.

– Supongo.

– Qué historia más triste.

– Horrible. Me siento fatal -dijo Josh de repente-, al pensar que tuvo que afrontarlo todo sola y yo, me libré. Es terrible.

– Sí -dijo Beatrice, con más brusquedad-, tienes bastante talento para librarte, Josh.

La comprensión empezaba a ceder, un poco. Pensó en el futuro y vio enormes problemas. ¿Se lo decían a Kate? ¿Qué le decían a Kate? ¿Se lo decían a las niñas? ¿Qué les decían a las niñas? ¿Cómo podrían entenderlo? Josh y Beatrice apenas habían empezado a plantear el tema de que los bebés nacían en el vientre de la madre a partir de semillitas.

¿Y la prensa? ¿Tenía que saberlo? Más problemático todavía, ¿cómo encajaba ella en esa nueva relación? No sería muy cómodo. La gente hablaría, se reiría incluso: parecería una tonta, una ingenua, humillada de nuevo. Tal vez Josh sólo tenía diecisiete años al concebir a Kate, pero la cuestión seguía siendo que le habían pillado con los pantalones bajados. Muy bajados. La gente se acordaría de la vez anterior. Y de la anterior. ¿Se creerían que no sabía nada? Probablemente no.

– Creo que necesito estar un rato sola -dijo Beatrice-. Nos vemos en casa.

Fue a dar un paseo. Era una tarde preciosa, soleada y cálida. Los últimos rayos de sol, los edificios; las calles, si las mirabas desde el ángulo adecuado, parecían asfaltadas con oro. Cruzó Berley Square y entró en Bond Street, paseó arriba y abajo, mirando escaparates, en Aspreys, y Chanel y Tiffany y Ralph Lauren, y curiosamente la distrajeron de la torpe y penosa historia de Josh, hasta el punto de admirar un abrigo aquí, un brazalete allá.

Después entró en Regent Street, donde se admiró, como siempre, con la perfección de su arquitectura, y se maravilló de poder admirarse, la cruzó y se dirigió al sórdido Soho. Mientras paseaba entre los locales de strippers y la música atronadora, los macarras y las motos ruidosas y los escaparates llenos de ropa interior, cuero con tachuelas y zapatos con tacones de altura imposible forrados de plumas, mitad distracción, mitad imagen de fondo, vio a una chica. No era mayor que Kate, tenía una cara terriblemente infantil, a pesar del pintalabios y las pestañas postizas. Estaba en un portal, con un hombre vestido con un traje llamativo y muchas joyas de oro, bastante mayor para ser su padre, su chulo. Y pensó lo obsceno que era eso, y que debería impedirse, que los niños deberían poder ser niños, deberían estar a salvo de la vida adulta y de su fealdad. Y ese pensamiento la devolvió tortuosamente a Kate, y sus emociones se serenaron, encontraron un cierto orden, y descubrió que, por encima de todo, se preocupaba por Kate. Su infancia podía haber sido feliz, pero había tenido su lado oscuro y feo, una madre que la había abandonado, y un padre desaparecido, nadie que la reclamara. Eso estaba mal.

De todos ellos, Kate se había llevado la peor parte, y ahora se merecía la mejor. Si para Josh la situación era angustiosa, para ella era dolorosa y para los padres de Kate era difícil, era su problema. Kate debía ser lo primero, y todos debían hacer lo que fuera mejor para ella. Era así de sencillo.

Llamó a Josh y le dijo que volvía a casa.


Fue Jocasta quien propuso que acompañaría a Josh a ver a Kate.

– Sé que parece que me entrometo en todas las ocasiones, pero a mí me conoce. Ni siquiera sé si debemos decírselo, de entrada. Creo que debemos invitarla a tomar algo, y charlar, hacer que se acostumbre a Josh, aunque esto parezca imposible, pero es evidente que le cayó bien el otro día, después del funeral, y cuando esté tranquila decidiremos si tenemos que decírselo ya o esperamos un poco. No hace falta una reunión solemne como cuando le hablamos de Martha. ¿Tú qué crees, Beatrice?

Beatrice dijo que creía que era buena idea, y con un poco de suerte sería menos doloroso para Kate.

– Bien -dijo Jocasta-, te estás portando de maravilla, Beatrice. No sabes lo que te admiro.

Beatrice sentía que no tenía muchas alternativas, pero sonrió educadamente y dijo que iría a dar una vuelta mientras Jocasta hablaba con Helen.

– Después, Jocasta, tal vez podríamos hablar de ti y de tus problemas.

Jocasta dijo animadamente que no tenía ningún problema, que el problema había sido el matrimonio, pero que ahora que se había acabado, estaría bien y podría seguir con su vida.

– Estoy bien, lo juro -dijo Jocasta-. No tienes que preocuparte por mí.

Beatrice, mirándola a los ojos, tan brillantes, la cara demacrada, oyendo su voz exageradamente animada, pensó que sí tenía que preocuparse por ella.


Helen se había tomado la noticia con una calma considerable. En las últimas semanas le habían ocurrido tantas cosas que no le habría sorprendido mucho que Jocasta le hubiera dicho que el padre de Kate era el príncipe Carlos, o Brad Pitt o David Beckham.

En realidad, ésa parecía una opción bastante buena. Al menos era alguien a quien conocían y que a Kate le gustaba.

– Supongo que eso explica el parecido entre tú y Kate -dijo.

– Sí.

Aceptó que Jocasta y Josh hablaran con Kate.

– Se lo tomará mejor que vosotros. Y Josh puede responder a muchas de sus preguntas. Incluso algunas cosas sobre… Martha.

Aún le costaba referirse a Martha como la madre de Kate.

Se lo dijo a Jim, que no se alegró tanto.

– Un chico de escuela privada -dijo, irritable-. Como su hermana.

– Sí, claro.

– ¿Sabes a cuál fue?

– Eton, creo.

– Lo que nos faltaba.

Helen abrió la boca para decirle que no dijera tonterías, pero se mordió la lengua. Sabía de qué se trataba, por lo que había pasado hacía unas semanas. Cuando Jim se había esforzado por consolarla, sin comprenderlo del todo. Ahora lo entendía. Temía el rechazo, la crítica, la comparación. Sobre todo la comparación.

También sabía que a pesar de su apasionado socialismo, su total compromiso con el ideal de la igualdad, y su hostilidad hacia la cultura de escuela privada, Jim se sentía amenazado por la seguridad innata que una educación cara proporcionaba. La idea de que su querida Kate fuera hija de un etoniano de toda la vida le ponía físicamente enfermo.

– ¿Lo conocimos? ¿En la fiesta?

– No, no lo creo. Pero lo vi. Jocasta me lo señaló.

– Ah, sí. ¿Cómo es?

– Bueno, es… alto, rubio. Unos kilos de más. Bailaba el charlestón, bastante bien por cierto, con una chica.

– ¿Su mujer?

– No, no lo creo. Ella es abogada. Esa chica parecía tener dieciocho años.

Vaya por Dios, un ligón -dijo Jim-. Lo que faltaba.

– No seas tonto, querido -dijo Helen.

– No soy tonto. ¿Qué clase de hombre tontea con chicas jóvenes?

– Jim, no estaba tonteando. Sólo estaba bailando.

– Para mí es lo mismo. Bueno, no creo que eso le haga ninguna gracia a Kate. Es demasiado sensata. No quiero que venga a casa -añadió bruscamente.

– ¡Jim! Es probable que venga a casa, si a Kate le gusta. Sé razonable, Jim -dijo con suavidad-, sea como sea, y tanto si a Kate le gusta como si no, no tienes por qué preocuparte. Es demasiado sensata y sabe cuál es su familia. Sabe quién es su padre y no es él. No de verdad.

– Sí lo es -dijo Jim, y salió de la habitación.


Llevaron a Kate a almorzar al Bluebird.

– Le encanta ese sitio -dijo Jocasta-. Se ha convertido en nuestro sitio, suyo y mío.

Había ido tan guapa como siempre, no con vaqueros, sino con una falda larga de flores cortada al bies, y una camiseta blanca bajo una cazadora tejana. Los cabellos sueltos sobre los hombros. Muchos la miraron.

– Oh, Dios -dijo Josh.

Jocasta le acarició el brazo dándole ánimos.

– Todo irá bien.

– No sé. Pero me alegro de saber quién es. No sé si me entiendes.

– Sí. Suerte que Beatrice no ha venido.

Se levantaron hasta que Kate llegó a la mesa y la besaron.

– Me alegro de que me hayáis invitado -dijo Kate-. Me apetecía mucho.

– A nosotros también.

– He pensado que podía traerte las cámaras de las que hablamos -dijo Josh – y que te enseñaría cómo funcionan, luego si quieres.

– Genial.

Kate le sonrió. Jocasta le había dicho que Josh sabía que Martha era su madre.

– Pero si no quieres hablar de ella, no pasa nada. Lo que tú quieras.

– Eres muy amable dejándomelas -dijo.

– No es nada. Lo hago encantado.

– Parecen caras. Las cuidaré mucho.

Hubo un silencio un poco incómodo.

– Vamos a pedir -dijo Jocasta-, y después charlaremos.

– ¿Un vaso de vino, Kate, pequeña? -preguntó Josh.

– Sí, por favor. -Le sonrió-. Es muy raro que me llames pequeña. Como si fueras un tío anciano. Y no lo eres.

– Perdona.

– No, está bien.

Otro silencio incómodo. Jocasta no se lo esperaba, se esperaba que Kate estuviera tan charlatana como siempre.

– Por fin me decidí sobre el contrato -dijo, para romper el silencio-. ¿Te lo ha dicho mi madre? ¿O Fergus?

– No, ¿qué has decidido?

– No hacerlo. Ahora me preocupa haberme equivocado. Es que es mucho dinero para rechazarlo. Pienso en todo lo que podría haber hecho por nosotros, por mis padres. Y por Juliet, por supuesto. Ella necesitará mucho dinero con lo de la música.

– Pero a ti no te habría servido de nada -dijo Josh-, si no te apetecía. Seguro que tus padres prefieren pagarlo con su dinero. No les gustaría estar en deuda contigo. Creo que se sentirían incómodos.

– No se me había ocurrido. Sí, claro. Si nunca se hubiera hablado de ese dinero, encontrarían la forma de pagarle los estudios, ¿verdad?

– Por supuesto.

Kate le sonrió.

– Gracias. Ya me siento mejor.

– ¿Y Style? -dijo Jocasta-. ¿Cuándo es la sesión?

– Le dije a Fergus que no podía hacerlo.

– ¿Por qué? Kate, lo tienen todo reservado.

– Sí, lo sé. No empieces. No creo que pueda hacerlo. Estoy muy baja de moral.

– Cariño, lo siento. ¿Cómo de baja?

– Bueno, lo de siempre. -Miró a Josh, incómoda al hablar del tema delante de él-. Lo de siempre. Como te dije, es como si ahora ya no tuviera opciones.

– ¿No? -dijo Josh-. Pero ahora ya sabes quién era tu madre.

– Sí, pero ella ya no está, ¿no?

Jocasta decidió que se estaban poniendo serios demasiado pronto y cambió de tema.

– Estoy pensando en volver a trabajar.

– ¿De verdad? ¿Por qué?

– Lo echo de menos.

– Ya me lo imaginaba -dijo Kate con suficiencia-. Eres demasiado inteligente para estar todo el día sin hacer nada, esperando a que tu marido vuelva a casa.

Josh se echó a reír.

– Beatrice estaría de acuerdo contigo. Ella tampoco me espera.

– ¿No? ¿Qué hace?

– Es abogada.

– Entonces debe de ser muy inteligente.

– Lo es. Bastante más que yo, eso seguro.

– No creo -dijo Kate, educada-. En fin, Jocasta me alegro mucho. Seguro que Gideon no esperaba que lo dejaras para siempre, y no es como si tuvieras un hijo o algo así.

– No -dijo Jocasta-, ni hablar.

– ¿Te gustaría tener un hijo?

– Oh, no, creo que no.

– ¿Qué? ¿Nunca? -preguntó Kate, mirando a Jocasta con interés-. Porque creo que serías muy buena madre.

– ¿Por qué dices eso? -preguntó Josh.

– Bueno, es muy moderna. No estaría todo el día dando la vara. Sería comprensiva, y entendería lo que siente su hijo. Y es divertida. Mi madre es un sol, pero es un poco… mayor. No se entera mucho.

– Pero si Jocasta tuviera un hijo, también sería mayor cuando él tuviera tu edad -dijo Josh.

Estaba tan interesado en el giro que había tomado la conversación que casi se había olvidado de por qué estaban allí.

– Sí, supongo que sí. Pero creo que Jocasta seguiría siendo joven.

– Bueno, no pienso tener un hijo, y basta -le dijo Jocasta.

Hubo otro silencio.

– Gideon tiene una hija de mi edad, ¿no? Debe de estar muy mimada.

– En algunas cosas, pero en otras, en absoluto. Él no la ve nunca, vive con su madre, cuando no está interna en la escuela.

– ¿Erais mimados vosotros dos? -preguntó Kate, mirándolos-. Vuestro padre es rico, ¿no?

– No tanto como Gideon -dijo Jocasta-, pero no éramos unos mimados. Sí, teníamos todo lo que queríamos. Pero nuestros padres estaban divorciados y nosotros… Yo nunca veía a mi padre. Mi hermanito sí.

– ¿Ah, sí? -preguntó Kate mirando a Josh-. ¿Te llevas bien con tu padre?

– Bueno, sí. Normal.

– Eso es horrible -dijo Kate-. No me puedo imaginar lo que tiene que ser que te manden lejos de esa manera, no ver a tus padres todos los días. Los míos son unos pesados a veces, pero estamos juntos y sabemos que nos tenemos los unos a los otros. Mi madre está obsesionada con que comamos juntos y empiezo a entender por qué. Cuando era pequeña no lo entendía. ¿Tú qué clase de padre eres? -preguntó a Josh-. Tú que tienes hijas, ¿las mandarías internas? Seguramente sí.

Josh respiró hondo. Si alguna vez el Todopoderoso había echado una mano, era entonces.

– ¿Qué clase de padre soy? -dijo-. Es una buena pregunta. Intento ser un buen padre. Me gusta estar con mis hijas y no quiero mandarlas internas. A ver, Jocasta, ¿qué clase de padre dirías que soy?

Jocasta había pillado la intención y había oído cómo respiraba hondo.

– Muy bueno, creo yo -dijo-. Bueno de verdad. Kate, cuando termines tu comida podríamos ir a dar una vuelta si te parece.

Ella les miró, desorientada por aquel brusco final de la comida; le apetecía mucho el postre.

– Vale.

Pidieron la cuenta y Josh pagó en silencio. No recordaba haber tenido nunca tanto miedo, ni siquiera cuando comenzó la escuela primaria a los siete años. Fue el primero en salir a la calle.

– Tengo el coche aquí -comentó-. Podríamos ir al río, si os parece bien.

– Un coche guay -dijo Kate.

Era un Saab descapotable y él subió la capota. Una vez en el río, aparcó de cualquier manera, sobre una línea amarilla, en una esquina.

– No pasa nada -dijo-. Vamos a dar un paseo.

Cogió a Kate del brazo y Jocasta le imitó. Kate les miró y sonrió.

– Parecemos una familia -dijo.

– Es curioso que digas eso -aprovechó Josh.

– ¿Por qué?

– Mira, Kate, esto te va a sorprender. -Estaban ya en el paseo que seguía la orilla del río-. Sentémonos -dijo Jocasta, indicando un banco-. Ven, Kate, cariño, dame la mano. Josh, te toca. Adelante.

Kate escuchó en silencio, mirándole muy concentrada y mirando a Jocasta de vez en cuando. Josh habló con dificultad, le costó mucho. Le dijo que él y Martha habían sido buenos amigos, que habían viajado juntos -él y Jocasta habían decidido que una aventura de una noche era una idea poco atractiva-, pero que después él se había ido a Australia, y ella no había podido ponerse en contacto con él.

– No había móviles entonces. Sólo teníamos direcciones de listas de correos, y nadie sabía dónde iba a estar nadie, ni cuándo.

Kate no dijo nada.

– Supongo que entonces ella decidió arreglárselas sola -dijo Jocasta-, era una chica muy independiente. Eso ya lo sabes. Y como te dije el otro día, creía que no podía decírselo a sus padres.

– Qué raro -dijo Kate-. He pensado tanto en esto. Que decírselo fuera peor que abandonar a su hija, y sigo sin entenderlo.

– Ya -dijo Josh-, entiendo que te parezca raro. Tendrás que aceptarlo tal como fue. Puede que sean personas encantadoras, lo son, pero evidentemente Martha creyó que no podrían aceptarlo, la vergüenza y todo eso, porque él es vicario.

– De eso era de lo que quería hablar con ella -dijo Kate con tristeza-. Sólo ella podría haberme ayudado a entenderlo, sólo ella podía darle sentido. ¿Por qué no se presentó cuando la noticia salió en la prensa? Eso tampoco tiene sentido para mí todavía. Encima cuando la conocí me dediqué a gritarle y a decirle que lo único que quería era saber quién era mi padre.

– ¿Qué te dijo? -preguntó Josh.

– Me dijo que no podía decírmelo. Me dijo que él… tú, no lo sabías, y no creía que fuera justo decírtelo después de tantos años.

Hubo un silencio y después Kate dijo:

– Yo no paraba de gritarle. Grité mucho. Ojalá no lo hubiera hecho. Ella dijo que ojalá la dejara intentar explicármelo. Me dijo: escúchame, por favor, sólo un momento. Dije que no y me marché hecha una furia. Ojalá la hubiera escuchado. -Se echó a llorar-. Ojalá la hubiera dejado intentarlo. Podría haberme ayudado.

Se quedaron un rato en silencio, mirando al río, y finalmente Kate dijo:

– La cuestión es que, dijera lo que dijera, todo se resume en una cosa: se avergonzaba de mí. La avergonzaba haberme tenido. Eso no es muy agradable.

– Yo no me avergüenzo -dijo Josh, y le pasó un brazo por los hombros y le dio un beso en la cabeza-. Yo estoy muy orgulloso.

Cuando Kate llegó a casa, Helen y Jim estaban leyendo. Helen le sonrió, pero Jim no levantó la cabeza del periódico.

– ¿Cómo te ha ido, cariño?

– Ha ido bien. Sí. Supongo que Jocasta ya os lo ha dicho, él es mi padre. Su hermano Josh.

– Sí, nos lo ha dicho. Pero pensamos que debían decírtelo ellos. ¿Cómo te sientes? Vaya, qué pregunta más tonta.

– No, no lo es. Una vez me acostumbre a la idea, creo que me gustará. Es simpático. Simpático de verdad. Y ha hablado conmigo enseguida, en cuanto lo ha sabido. Creo que eso es de agradecer. No como ella. Sin embargo -añadió-, también estoy menos enfadada con ella ahora.

– ¿A qué se dedica? -preguntó Jim-. Ese dechado.

– Jim -dijo Helen en tono de advertencia.

– Trabaja para su padre. No le gusta mucho. Le habría gustado ser fotógrafo.

– Por lo visto, su padre le paga bien -comentó Jim-. Tiene un buen coche.

– Sí, es una pasada.

– Bueno, ahora lo verás a menudo -dijo Jim-, ahora que le has encontrado.

– Bastante, supongo. Eso espero, al menos.

Miró a Jim, se acercó a él y se sentó sobre sus rodillas. Le rodeó el cuello con los brazos.

– Es muy simpático -dijo-, y es bastante guapo y divertido. Pero mi padre eres tú. Tú sigues siendo mi padre.

Capítulo 43

– ¿Qué ha sucedido exactamente? -El doctor parecía nervioso. Para ser un médico, muy nervioso.

– Se ha desmayado. He oído un golpe, he subido corriendo y la he encontrado en el suelo. Debe de haberse golpeado la cabeza al caer.

– Tiene el pulso muy bajo, y tiene una herida bastante fea donde se ha golpeado la cabeza. Pero no creo que sufra conmoción. Ha adelgazado mucho -añadió-. Eso sí me preocupa.

– Ya lo sé. No come nada. Es una pesadilla, Douglas. Lo he probado todo. Es como si…

– ¿… no quisiera seguir viviendo? Pobre Grace. No sé cómo lo aguantas. -Douglas Cummings era de su generación y había cuidado sus hijos.

– Bueno -dijo Peter Harley suspirando-, yo tampoco lo sé. Sigo adelante y basta. Pero Grace no puede. Está obsesionada con que yo tengo la fe para sostenerme, y ella no. Dice que ha perdido la fe. Que para mí es más fácil. Puede que tenga razón. Aunque no diría que fácil sea la palabra. Un poco menos horrible, quizá. De todos modos, eso la pone furiosa, y se siente totalmente desconsolada. Adoraba a Martha. Las madres no tienen favoritos, pero…

– De haberla tenido, habría sido Martha, pobre Grace -dijo el doctor Cummings-. La verdad es que Martha era una mujer excepcional.

– Lo era. Me cuesta tanto asimilar que toda esa inteligencia se haya perdido, que no quede nada de su vida. Lo único que anima a Grace es cuando viene a verla Ed. Le ve como un vínculo con Martha. Pero él ha vuelto a Londres, claro. Dios mío, ya no sé qué hacer por ella, cómo ayudarla…

– Me temo que el tiempo es la única cura -dijo el doctor Cummings-. Pero intentaremos alimentarla mejor. Es muy difícil luchar contra el deseo de matarse de hambre. A cualquier edad -añadió-. Intenta que se tome estos complementos alimentarios. Voy a pensarlo bien, porque no querría tener que hospitalizarla, pero…

– Por Dios, no. ¡Eso ni pensarlo!

– Es muy posible que tengamos que hacerlo -advirtió el doctor Cummings.

Cuando el médico se fue, Peter subió a ver a Grace. Estaba dormida, con la cara contraída, y un moretón en la frente, donde se había golpeado al caer. Parecía diminuta, como si hubiera encogido. También estaba fría. Peter fue a buscar otro edredón y la tapó cuidadosamente. Después decidió quedarse un rato a su lado. Parecía confusa cuando hablaba con el médico, y no quería que se despertara sola.

Siempre había estado llena de vida. Incluso cuando la cabeza le dolía mucho seguía trabajando, decía que estaba bien, se negaba a dejarse vencer, como decía ella. Tomaba demasiados analgésicos, él le advertía continuamente que no lo hiciera, pero ella decía que era el menor de dos males. Nada había podido con ella, hasta entonces. Grace suspiró y abrió los ojos. Peter le sonrió.

– Hola, Grace.

Ella no le devolvió la sonrisa. Le miró, de forma bastante inexpresiva, y después se volvió, apartándose de él.

– ¿Te apetece un té, mi vida?

– No, gracias -dijo ella muy educadamente-. No quiero nada. Déjame sola, Peter, por favor.


Clio se sentía irritable. Fergus y ella habían preparado unas pequeñas vacaciones en Italia, para finales de agosto, una especie de fin de semana largo, pero a ella le hacía una ilusión enorme, poder estar juntos un tiempo, disfrutar el uno del otro, lejos de la histeria de Jocasta y Gideon y de Josh y Kate. A veces se preguntaba si no sería mejor quedarse tranquilamente en Guildford, trabajando de médico de familia. Tal vez no sería lo más emocionante, pero al menos no sería un largo y agotador drama.

Tenía que empezar en el Royal Bayswater el primero de octubre. Tenía tiempo de sobra para que le buscaran un sustituto en la consulta, poner el piso en venta y encontrar un sitio en Londres para vivir. E irse de vacaciones.

Pero Fergus la había llamado para decirle que tal vez no podría ir.

– ¡Oh, Fergus! ¿Por qué no?

– Puede que me haya salido un buen cliente, que representaría varias semanas de trabajo.

– Y eso es más importante que nuestras vacaciones. ¡Qué bien!

– Clio, lo siento, pero debo ser práctico. No tengo dinero ahorrado. Si no trabajo, no cobro. No me ha ido muy bien últimamente, la verdad. Con el abandono de Kate…

– ¡Fergus! Creo que exageras un poco. Sólo es una niña. Ha pasado una temporada de auténtico cataclismo. Necesita que la apoyen, no que la atosiguen.

– Por supuesto. Pero es difícil, de todos modos. Había unos compromisos, y no estamos hablando de calderilla, esto es dinero, contratos importantes, y todo depende del humor de una chica de dieciséis años.

– Exactamente. Dieciséis años. En fin, ¿quién o qué es tu cliente?

– Ah, otra historia de adolescentes. Le ha jodido en todos los sentidos su mánager. Es cantante y ahora ese cabrón…

– Fergus, por favor, no sigas. ¿Eso es lo que se interpone entre nosotros e Italia?

– Sí. Es trabajo, Clio. Ya te…

– ¡Trabajo!

– Sí, trabajo. Sé que lo desprecias, pero así es como me gano la vida. Ya te lo he dicho mil veces: no sé hacer otra cosa. Por desgracia, no puedo encontrar un empleo bien pagado como especialista en un hospital y ser un pilar de la sociedad, como tú.

– Por el amor de Dios -dijo Clio-, no vengas con eso.

Y le colgó.

Media hora más tarde, le llamó para disculparse, pero tenía puesto el contestador. Decidió no dejar un mensaje.


Fergus estaba en un estado económico lamentable. Por culpa de Kate se había quedado sin liquidez. La promesa de Gideon de pagar la factura hasta que ella empezara a ganar dinero no se había cumplido, y aunque sabía que Gideon simplemente lo habría olvidado, Fergus no se sentía capaz de pedírselo. La última vez que había hecho cuentas tenía setecientas libras en la cuenta de la empresa y números rojos en su cuenta personal. Tendría que pedir un crédito para pagar el alquiler. Estaba enfadado con Clio, y disgustado porque sojuzgara su trabajo. No tenía ninguna intención de volver con ella cuando chasqueara los dedos. Clio volvió a llamar al día siguiente.

– Lo siento -dijo-. Siento lo de ayer.

– No pasa nada.

– Oye, si pago yo las vacaciones, ¿servirá de algo?

Fergus sintió una oleada de rabia hacia ella.

– No, Clio, no servirá de nada. Para empezar, tendré que trabajar de todas formas. Ahora tengo un cliente. Además, no quiero que me mantengas.

– ¡No seas tonto! Me gustaría invitarte.

– Pues a mí no me gustaría. Por muy buena intención que tengas. Tengo una empresa, Clio. Sé que te cuesta reconocerlo, y que para ti es poco más que un burdel…

– ¡No es verdad!

– Pues ése es el mensaje que transmites, y muy claro. Aunque no te des cuenta. O sea, que vamos a darnos un poco de tiempo, ¿de acuerdo?

– Totalmente de acuerdo. Sólo quería consolarte por si pensabas que tenías que haber presionado a Kate.

– Eso que has dicho es un golpe bajo -dijo él, y colgó.


Jocasta estaba deambulando por el supermercado cuando cayó en la cuenta, con tanta fuerza como si la hubiera atropellado un camión. La dejó casi tambaleante.

Se sentía fatal. Estaban a mediados de agosto y todo el mundo estaba fuera de la ciudad. No podría haber visto a ninguno de sus amigos de haber querido. Tenía que retomar el contacto con todos ellos en septiembre, no podía seguir evitándolos. Aunque eso representara reconocer que su matrimonio se había acabado.

Incluso Clio parecía evitarla. Había estado rara, casi distante. Cuando Jocasta se lo había pedido, había dicho que no le apetecía ir a Londres el fin de semana, y tampoco la había invitado a ir a Guildford.

No sabía nada de Nick, ni siquiera la prometida postal. Cada día se decía que le llamaría pero nunca lo hacía. No podía. No quería que pareciera que le atosigaba.

No sabía nada de Gideon, tampoco, ni de sus abogados, pero había salido una foto suya en el Evening Standard, el día anterior, sonriendo y con aspecto de estar satisfecho consigo mismo. Parecía mucho más feliz que Jocasta. El pie decía que se iba a un viaje de trabajo a la Costa Este de Estados Unidos. Jocasta pensó en las casas que había elegido para visitar con él y por un momento se sintió muy triste, en lugar de furiosa. Podría haber ido con él y podrían haberlas visitado juntos, tal vez incluso habrían elegido una. Eso le habría dado algo que hacer.

Y a continuación vino el pensamiento realmente horrible: que quizá no era demasiado tarde. Lo había apartado con rapidez, pero seguía molestándola. Sin duda estaba fatal.

Venga, Jocasta, concéntrate. Café, té, un poco de leche. La que tienes está pasada. Pan, ya tienes. Artículos de tocador: champú, jabón, tampax, y entonces se dio cuenta.

No, qué tontería. Un día, un día de retraso: bueno, dos días. De hecho, se acordaba perfectamente de la última vez, porque era la noche que había dejado a Gideon, ese jueves horrible, horrible. Dos días no era nada. Nada.

Aunque sí es algo cuando eres tan regular que podrías ajustar el reloj de acuerdo con tu ciclo. Era por la píldora, claro. No tenía por qué preocuparse: tomaba la píldora. No te quedas embarazada con la píldora. No te quedas. A menos que hayas olvidado tomarla. Y ella no lo olvidaba nunca, nunca, porque era demasiado importante.

O -y éste fue el segundo atropello de camión- a menos que tengas el estómago revuelto. Como lo había tenido ella. Muy revuelto, y vomitaras y tuvieras diarrea durante dos días. Y no se había tomado la maldita píldora un día. De hecho, dos. Decidió que daba igual, ya que no tenía relaciones.

Pero sí las había tenido. ¿O no? Con Nick, había hecho el amor con Nick, de una forma increíble, pocos días después de que se le revolviera el estómago en medio del ciclo.

Dios mío. ¡Dios mío!

Un poco de calma, Jocasta. Sólo es un día de retraso. De acuerdo, dos días. No es nada. A veces pasa. A ella quizá no, pero a otras mujeres sí, así que a ella también podía pasarle. Sólo era eso: un retraso.

De todos modos, no valía la pena preocuparse. Podía hacerse una prueba. Te la podías hacer el primer día de retraso de la regla, y tenía un noventa y ocho por ciento de precisión. Iría a una farmacia, compraría un test, se iría a casa y saldría negativo y todo estaría bien y seguro que le vendría la regla inmediatamente.

Miró el reloj: las cinco y veinte. Si iba directamente a la farmacia de North End Road, llegaría a tiempo.

Cuando llegó a la farmacia habían cerrado.

Eso representaba ir a una farmacia de guardia o esperar al día siguiente. No había color. Había una en Wandsworth: abierta hasta las siete, estaba segura. Pero cuando llegó también estaba cerrada: los sábados cerraban a la una, le informó un rótulo presuntuoso. Se fue a casa y se puso a buscar frenéticamente en las Páginas amarillas.


Kate se estaba arreglando para salir con Nat.

Era extraordinario cuánto más feliz se sentía, de repente, al saber que Josh era su padre, al saber que había querido decírselo, y que quería ser amigo suyo. Le había dicho: «No me siento como si fuera tu padre, al menos no todavía. Es muy raro. Tal vez podríamos empezar siendo amigos».

Kate le había gustado mucho. Nunca había abrigado la ilusión de echarse en brazos de sus padres biológicos, sólo quería saber quiénes eran y averiguar cómo había ocurrido. No era precisamente agradable enterarse de que eras producto de un romance de vacaciones, pero eran muy jóvenes, apenas un poco mayores de lo que era ella en ese momento.

Por lo que le había contado Josh de Martha, se había dado cuenta de que no la conocía mucho. Le habría gustado más que se tratara de un romance apasionado y prohibido. Pero Josh era un encanto, aunque fuera un poco tontorrón, y por eso estaba segura de que le había gustado bastante Martha, que no había sido sólo sexo. Y de haber sabido que ella existía, habría ayudado a Martha. Era evidente. Nunca sabría por qué Martha no se lo había contado, nunca sabría muchas cosas, pero estaba descubriendo que muchas personas querían a Martha, que tenían una gran opinión de ella. Eso era bueno. Nadie quería que su madre fuera una mala pécora redomada. Ella quería que fuera simpática. Y Ed, tan guapo, y tan simpático también, él amaba de verdad a Martha. Nunca había visto llorar tanto a un hombre como él en el funeral. La había impresionado mucho.

En fin, al sentirse más feliz volvía a tener ganas de salir con Nat. Parecía tener más sentido. Muchas cosas parecían tener más sentido. Pensó que incluso podía ir a hablar con Fergus y discutir el contrato con Smith. Tal vez no fuera demasiado tarde.

Había dicho algo de que la puerta seguía abierta. Tres millones de dólares era mucho dinero para rechazarlo. Ya le había dicho que haría la cubierta de Style, y eso le había animado un poco. Le apetecía hacerlo; tal vez podría hablar con el fotógrafo.

Estaba peinándose cuando llamó Jilly.

– Hola, cielo, ¿cómo estás?

– Estoy bien. ¿Mamá te ha dicho lo de Josh, del hermano de Jocasta?

– Me lo ha dicho. Qué coincidencia tan extraordinaria. Aunque tampoco tanto si lo piensas. ¿Te das cuenta, Kate? Si no me hubiera caído aquel día delante de casa, nada de esto habría ocurrido.

– Sí, es verdad. Yo también lo he pensado.

– Me han dicho que te cae bien.

– Sí. Me gusta. No parece un padre, exactamente, pero es divertido y se puede hablar con él de todo. No puede contestar todas mis preguntas, pero lo intenta. Es muy pijo, abuela, te chiflará.

¿Qué le había dicho su madre? Ah, sí.

«Ya verás cuando tu abuela sepa a qué escuela ha ido. Le dará un infarto de la emoción.»

– Se necesita algo más que la clase social para que me guste una persona -contestó Jilly un poco tensa.

– Por supuesto -dijo Kate.


Jocasta estaba en el cuarto de baño, con el corazón tan acelerado que creía que se le saldría por la boca. Había ido a la parafarmacia de Piccadilly, que siempre estaba abierta, las veinticuatro horas. De día y de noche. La prueba de embarazo ya le había costado noventa libras, porque no había encontrado aparcamiento, y había dejado el coche en línea amarilla en Jermyn Street con una nota que decía que sólo tardaría cinco minutos, pero había tardado quince en encontrar lo que quería, leer las instrucciones y decidir cuál era mejor y después hacer la cola para pagar. Había mucha cola. Una larga cola compuesta mayoritariamente de turistas. También había mucha cola en la parte de la farmacia, seguramente de los adictos que necesitaban sus cosas. En fin, al volver al coche había encontrado una multa. Una policía con cara de satisfacción estaba dejándola en ese momento en el parabrisas.

– Por favor -dijo Jocasta-, ¡por favor! He ido a comprar una cosa a la farmacia. Mire, he dejado una nota diciendo que…

La policía se encogió de hombros.

– Eso no la salva de la multa -dijo ella.

– ¡Pero si era una urgencia!

No se dignó ni contestarle.

Al menos tenía la prueba. Volvería a casa y se la haría y acabaría de una vez. A lo mejor ya le estaba bajando la regla, se sentía un poco… dolorida.

Se hizo la prueba.

Las instrucciones eran muy claras. Tenías que mojar la punta del palito -se parecía un poco a un termómetro- en la orina sólo cinco segundos (esto estaba en negrita) y después sostenerlo cabeza abajo un minuto. El palito tenía dos ventanillas en el otro extremo. Al cabo de un minuto, debía aparecer una raya azul en la ventanilla de la punta y después salía el resultado en la otra. Un más significaba embarazo y un menos, que no.

Cronometró los cinco segundos en la orina que había recogido (en un contenedor seco y limpio como indicaban; de hecho, una taza grande de desayuno) y después mojó lo que denominaban muestra absorbente. Y esperó. Un minuto. En un minuto estaría bien, en un minuto un bonito signo menos le diría que no estaba embarazada, y… ¡Dios! ¡Allí estaba! Un menos inconfundible. No estaba embarazada. Estaba bien. Por el amor de Dios. ¡Qué tontería pensar que podía estarlo! ¿Cómo podía estar embarazada? Por supuesto que no. Estaba un poco mareada, de puro alivio. Sonó el timbre. Guardó la caja en el armario, debajo del lavabo, y fue a abrir la puerta. Era un joven que pedía un donativo para ir a hacer senderismo al Himalaya. Jocasta le dio 25 libras y después abrió una botella de champán para celebrarlo.


– Qué mala cara tienes.

– Gracias. Supongo que es el calor. Ya sabes que no me gusta nada.

Gideon no estaba de viaje en Estados Unidos, como había dicho al periodista en Heathrow, estaba en Barbados.

– Puede ser. -Aisling Carlingford encogió sus esbeltos y morenos hombros y tomó un sorbo de su cóctel de frutas-. No tenías que venir.

– Ya lo sé. Quería ver a Fionnuala.

– Pues ya la has visto. Ahí está, bañándose. Ya puedes volver a las nieblas lluviosas de Irlanda. Está preciosa, ¿no?

– Preciosa de verdad.

Fionnuala vio que la miraban, salió de la piscina, se zambulló con estilo y nadó un largo por debajo del agua. Emergió cerca de ellos y sonrió.

– Hola, papá, pareces muerto de calor.

– Tengo calor -dijo Gideon irritado.

– Pues báñate conmigo.

– Enseguida voy. ¿Quieres que montemos esta tarde?

– Lo siento, pero tengo clase de polo. Mamá montará contigo, ¿verdad, mamá?

– Podría ser -dijo Aisling, sorprendiéndole-. A última hora, cuando haga más fresco.

– Bien. Gracias.

Ella le miró con más atención.

– ¿Dónde está tu encantadora esposa?

– Ya te lo he dicho. En Londres. Posiblemente en Berkshire. No lo sé seguro.

– ¿Y por qué no la has traído?

– Aisling, ¿cómo quieres que la traiga aquí?

– No ha salido bien.

Gideon dudó y después dijo de mala gana.

– No, no ha salido bien.

– No debiste casarte con ella. Fue un gran error.

– Imagino que sí. No ha resultado ser lo que esperaba.

– Quería decir que había sido un gran error para ella, Gideon. Un error por tu parte. Muy mal hecho.

– Me parece un poco injusto.

– ¿Ah, sí? Era evidente, con sólo mirarla, que estaba completamente abrumada contigo.

– Aisling, no era una niña pequeña. Era una chica sofisticada, una periodista de éxito. Su padre es un hombre rico y famoso.

– Venga ya, Gideon. ¿Qué sabia ella de tu vida? De lo que representaba. Es casi veinte años más joven que tú para empezar. En los últimos veinte años, las chicas como ella tienen una idea muy diferente del matrimonio. Es imposible que comprendiera lo que significa ser tu consorte. La compadezco mucho.

– ¿La compadeces?

– Sí. Mucho.

– Esta conversación es absurda -dijo Gideon.

– No pierdas los nervios. Piénsalo un poco. Supongo que creíste estar enamorado de ella.

– Estaba muy enamorado de ella. Todavía lo estoy.

– Tonterías. Estás enamorado del amor como siempre. Eres un romántico anticuado, por eso me enamoré de ti. Seguro que te subió la moral, tener un trofeo como ella colgado del brazo. Ya veis que todavía puedo, eso es lo que decías. Sinceramente, Gideon, deberías avergonzarte. Supongo que impresionaba más como esposa que como novia pero…

– Ella se moría de ganas de casarse -dijo Gideon-. Fue idea suya, prácticamente me arrastró a Las Vegas.

– Oh, sí, y tú te dejas mangonear, ¿no? Es facilísimo hacerte hacer lo que no quieres hacer. Gideon, en serio, no querrás que me crea eso. Para mí está todo clarísimo. Pero se acabó la luna de miel y esa fiesta maravillosa, que debió de ser divertidísima, me habría gustado ir, por cierto, y volviste al trabajo, y ella se quedó sola mirando las musarañas. Sintiéndose aún peor porque de hecho ella tenía una profesión. Hola, cielo.

– ¡Hola! -Fionnuala corrió hacia ellos, chorreando agua, y se echó en una tumbona al lado de su padre-. Tengo hambre, mamá, ¿cuándo almorzamos?

– Dentro de una hora. A menos que quieras comer antes.

– Sí quiero.

– Pues ve a hablar con el cocinero.

– Vale, iré. ¿Cómo está Jocasta, papá? Parece muy enrollada.

– Está bien -dijo Gideon con gran dificultad.

– Bien. Hasta ahora.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Aisling cuando su hija se alejó.

– No lo sé. Ella quiere el divorcio.

– Pues divórciate. Sé que te cuesta, pero ¿qué otra posibilidad tienes? De todos modos, probablemente ni siquiera es un matrimonio legal. Hazlo como regalo de bodas -dijo, y se echó a reír de su propia broma.

Gideon se levantó y se zambulló en la piscina, nadó unos largos y después se paró, mirando a su ex esposa. Su segunda ex esposa. Era muy guapa… todavía. Rubia, esbelta, pero con un busto generoso, un cuerpo firme y una cara sin arrugas que eran un testimonio de las maravillas de la ciencia cosmética. La había querido mucho. Tanto como a Jocasta.

Probablemente más. Aisling tenía razón, era un romántico anticuado e idiota. Y no debería haberse casado con Jocasta. A la que todavía quería…, en cierto modo. Lo bastante, tal vez, para dejarla libre.

Después de almorzar, mientras Aisling dormía la siesta, escribió algunos correos electrónicos.


Jocasta estaba sentada mirando el signo más azul. Más. No menos, esta vez, sino más. Más significaba embarazo. Era así de sencillo. Era más algo. Más un embarazo. Más un bebé. Más el hijo de Nick.

Se sentía muy rara. Rara de verdad. No exactamente como esperaba. Lo que había temido toda su vida había ocurrido y se sentía impactada, horrorizada y aterrada. Pero también sentía otra cosa. Una especie de… respeto. Por que hubiera pasado. Porque ella y Nick hubieran hecho un bebé. Habían hecho el amor y habían hecho un bebé. Algo que era en parte de ella y en parte de Nick. Era una idea extraordinaria.

Aunque no era un bebé todavía, sólo un grupo de células. Estaba…, ¿de cuánto estaba? Estaba embarazada de tres semanas. Tres semanas y media. Fuera lo que fuera, era como un alfiler. Un diminuto alfiler de células. No era un bebé. Y podía deshacerse de él. Rápida y fácilmente.

Tenía que deshacerse de él. Era evidente.

Aparte de que ella nunca podría tener un bebé, y la mera idea de tener dentro de ella esas células le producía pánico, ¿qué haría o qué diría Nick si lo sabía? Nick, que ni siquiera era capaz de asumir un compromiso, ni vivir con ella, ni pensar en matrimonio, ¿cómo reaccionaría ante la noticia de que era padre? Bueno, aún no lo era, pero lo sería. Era impensable.

Decidió ir a ver a Clio.


Clio, por supuesto, le dio muy malos consejos.

Como que no debía hacer nada con precipitación. Como que debía esperar unos días más, esas pruebas no eran del todo fiables, dijeran lo que dijeran, era demasiado reciente. Le preguntó que si estaba segura de que era de Nick. Le dijo que debía decírselo a Nick.

– ¡Decírselo a Nick! Clio, ¿te has vuelto loca? No puedo decírselo a Nick. Se quedaría horrorizado, huiría, lo odiaría, me odiaría. No, tengo que… tengo que abortar cuanto antes mejor, y…

– Jocasta, sigo pensando que deberías decírselo. Si de verdad estás embarazada y si de verdad es suyo, debes decírselo.

– Pero ¿por qué?

– Porque es su hijo, también. Estaría mal no decírselo. Estaría muy mal, decidir deshacerse del bebé sin decírselo al padre.

– Clio, tú no conoces a Nick y yo sí. No quiere hijos. Ni siquiera me quiere a mí. Y si estás pensando en decírselo tú misma, deja de pensarlo ahora mismo, tienes que prometerme, prometerme, Clio, ahora mismo, ya, júrame…

Estaba llorando. Clio la abrazó.

– No se lo diré, tonta. Te lo prometo, por mi vida.

– Nunca, nunca.

– Nunca. Venga, siéntate y tómate un té.

– Un café, por favor. Bien fuerte.

– De acuerdo.

Fue a la cocina y Jocasta la siguió y se sentó a la mesa.

– A lo mejor no estás embarazada. ¿Cuándo tenía que venirte la regla?

– El jueves.

– Es muy poco tiempo. Podría ser un error. ¿Te sientes rara o algo? ¿Mareada o cansada…?

– En absoluto -dijo Jocasta.

– Yo esperaría unos días y me haría otra prueba. Ve a ver a tu médico, o al ginecólogo, a ver qué dice.

– Es una doctora -dijo Jocasta.

– Pues a tu doctora. Hay varias cosas, que pueden afectar las pruebas. Imagino que sigues tomando la píldora. Toma, el café.

Jocasta tomó un sorbo, lo dejó e hizo una mueca.

– Oye, está malísimo. ¿Qué le has puesto, Clio? Me dan ganas de vomitar.

Clio la miró serenamente, en silencio, y después dijo:

– Jocasta, lo siento, pero ésa es la prueba definitiva. Seguro que estás embarazada.


Sarah Kershaw confirmó el diagnóstico de Clio.

Hacía años que era la ginecóloga de Jocasta. Tenía cuarenta y pocos años, era enérgica y comprensiva.

– Haremos una prueba de laboratorio, claro. Esta misma tarde. ¿Puedes hacer pipí?

– Sí, ya lo creo -dijo Jocasta-. No puedo parar.

– Ése es otro síntoma. Lo siento, Jocasta. De todos modos, haremos la prueba. Bueno, ¿qué quieres hacer?

– Quiero abortar. Evidentemente. Y quiero que me esterilicen al mismo tiempo.

– Es una decisión muy drástica.

– No tanto. Hace años que quiero hacerlo. Ya lo sabes.

– Lo sé. Pero ahora estás angustiada, tus hormonas están en un estado caótico…

– No estoy angustiada, doctora Kershaw. Ni en estado caótico. Me siento muy tranquila. Es lo que quiero hacer.

– Bien, es tu decisión, por supuesto. ¿Lo has hablado tranquilamente con tu marido?

– No. Vamos a divorciarnos. No vale la pena.

– Puede que él piense de otro modo.

– ¿Sobre qué? ¿Sobre el divorcio?

– Está claro que de eso no puedo decirte nada. Me refiero al bebé.

Jocasta se quedó callada, no pensaba decirle a Sarah Kershaw que el bebé no era de su marido, que lo había concebido al cometer adulterio en una tarde de locura.

– Mira -dijo Sarah Kershaw-. Es tu decisión, sin duda. Pero veamos, está claro que estás preocupada por tu matrimonio, pero ¿está acabado de verdad? ¿Sin remedio?

– Lo siento -dijo Jocasta-. No he venido para hablar de mi matrimonio.

– Lo sé. Pero aunque no te des cuenta, no piensas con claridad. No creo que sea la mejor forma de tomar decisiones tan importantes.

– Pienso con mucha claridad. Me encuentro perfectamente bien. No entiendo a qué viene tanto rollo de encontrarse mal cuando se está embarazada. No me he mareado ni una sola vez y me siento rebosante de energía.

– Tienes mucha suerte. Me alegro por ti. Aun así, créeme, no eres tú misma. Y ésta es una decisión más grave de lo que pareces asumir. Sobre todo la esterilización.

– Doctora Kershaw, por favor. No quiero asesoramiento. No lo necesito. Quiero un aborto y quiero que me esterilicen. ¿Qué tengo que hacer?


– Si sólo abortara -dijo Jocasta a Clio-, podría hacerlo todo en un día, la consulta y después el aborto. Pero como quiero que me esterilicen, me asesorarán, como dicen ellos, y me darán hora para otro día. De todos modos, no hay problema. Puedo hacerlo.

A Clio le pareció una barbaridad.

– ¿Qué te ha dicho sobre decírselo al padre? ¿Tiene derecho a saberlo?

Sabía que no, pero esperaba que al menos Jocasta estuviera abierta a la posibilidad.

– Ha dicho que no, y que él no podía impedirme abortar. Es mi decisión. De los médicos y mía. Lo único que necesito es una justificación legal y tengo una. Cambio de circunstancias vitales se llama. Será dentro de diez días con un poco de suerte. ¿Me acompañarás?

– No creo que pueda -dijo Clio, y colgó.

No podía creer que Jocasta, aunque fuera en su estado maníaco-egocéntrico de ese momento, le pidiera que la acompañara a deshacerse del bebé. Cómo podía ser tan insensible para haber olvidado la pena de Clio por su propia infertilidad. Le dolía más de lo que ella misma habría creído.

El teléfono volvió a sonar inmediatamente: lo descolgó, con cierto remordimiento. La había juzgado mal, Jocasta había llamado para disculparse.

– Clio, se ha cortado. Oye, he tenido noticias de Gideon, quiere que nos veamos y hablemos. Estoy aterrada, quiere que vaya a su casa mañana por la tarde. ¿Puedes venir después?

– No -comentó Clio-, no puedo. Tengo mi propia vida, por si no lo sabías, Jocasta. No puedo dejarlo todo cada vez que me lo pides. Lo siento.

Hubo un silencio y después Jocasta dijo, con una voz absolutamente atónita:

– Vale, vale, tranquila. Pensé que querrías ayudar.

Clio dijo que estaba hartándose de tanto ayudar y colgó por segunda vez.

Qué buena amiga, pensó Jocasta, ¿dónde estaba cuando la necesitaba? Con una rabieta en Guildford. Peor para ella. No la necesitaba. No necesitaba a nadie. Estaba perfectamente. Recuperaría su vida. En cuanto hubiera acabado con esa… esa cosa, al cabo de una semana, iría a ver a Chris Pollock. Debía de estar loca para haber dejado su trabajo. Y su libertad y su independencia. Debía de haber perdido la cabeza. Gideon le había hecho perder la cabeza.

Se preguntaba qué demonios le diría al día siguiente. No se lo inventaba cuando le había dicho a Clio que estaba aterrada. Pero había sido un correo muy amable. Sentía que tenía que aceptar verlo.


Nick seguía en Somerset. Había estado haciendo una demostración delante de niños, montando a caballo, y se había caído y se había roto el radio. Cuatro horas de mucho dolor más tarde, volvía a estar en casa con un brazo en cabestrillo y la prohibición de conducir y de hacer apenas nada en dos o tres semanas.

– Eres idiota -dijo su madre-, galopando así por los páramos. Seguro que ha sido una madriguera de conejo.

– Sí, creo que sí -dijo Nick con humildad-. Lo siento, mamá.

– Te prepararé un té. Te habrán dado analgésicos, supongo.

– Sí, pero se está pasando el efecto. Podría tomar un whisky.

– Creo que es una idea pésima, junto con los analgésicos. Vete a la cama y te subiré el té.

– Gracias. ¿Puedes subirme el móvil, por favor? Tengo que avisar al periódico.

– Por supuesto. Aunque no creo que se note mucho si no vas unos días. Toda esa gente horrible sobre la que escribes no se escapará. Esta mañana había una foto de Blair en la Toscana, o en las Bahamas, no sé. No sé por qué no pueden pasar las vacaciones en este país.

Le llevó el móvil a Nick junto con el té. Nick comprobó que no hubiera algún mensaje de Jocasta. Ése era el auténtico motivo por el que lo quería. No había ninguno. ¡Cuánto la echaba de menos! Era doloroso. Más incluso que el brazo.


Jocasta fue en coche a Kensington Palace Gardens. Se había arreglado cuidadosamente, con una blusa de lino negra que le iba grande. Sabía que se le habían hinchado los pechos y le aterrorizaba que Gideon lo notara. Lo notara y adivinara.

Llamó a la puerta temerosamente. La señora Hutching abrió y le sonrió un poco incómoda.

– Hola, señora Keeble.

– Hola -dijo Jocasta. Había intentado que la señora Hutching la llamara Jocasta, pero no lo había conseguido, y ahora la pobre mujer estaba violenta, sin importar el nombre que usara.

– El señor Keeble aún no ha regresado. Me ha pedido que le sirviera el té en la galería. Ha dicho que no tardaría.

– Está bien. Gracias.

Al cruzar el vestíbulo, echó un vistazo a la bandeja de las cartas. Había dos postales. Dos postales de color sepia. Cogió una. Era una imagen de Exmoor y era la letra de Nick.

– Ésta es para mí -dijo-. ¿Por qué no me la han mandado?

– No creo que sea para usted, señora Keeble. Es para una tal señora Cocinera. La dirección es correcta. Creí que una de las mujeres de la limpieza de la agencia que hemos tenido en agosto podría reclamarla.

– No se preocupe. Es de un amigo mío. Es una broma.

– Ah, bien. Perdone.

– No pasa nada.

¡No pasa nada! Llevaba dos semanas y media muy largas esperando esa postal. Cómo no se le había ocurrido. Era normal que Nick la hubiera mandado allí. Creía que era su casa.

Querida señora Cocinera: gracias por una tarde tan agradable. Lo pasé muy bien. Espero que tu salud haya mejorado y que puedas salir y disfrutar de este verano tan bueno. Aquí está todo precioso. Sé que no te gusta el campo, pero los páramos están muy hermosos. El aire es limpio y claro. Ojalá hubiera podido convencerte hace tiempo para que pasaras aquí unos días conmigo. Tu amigo para siempre, James Mayordomo.

La otra postal era un poco menos enigmática.

Querida señora Cocinera: me preocupa que no hayas recibido mi anterior postal y espero que sigas disfrutando de buena salud. Espero noticias tuyas. James Mayordomo.

Se las guardó en el bolso, mucho más contenta, y salió a la galería a esperar a Gideon, quien estuvo en realidad muy amable y cortés. Dijo que lamentaba que las cosas hubieran ido tan mal, que nunca había querido terminar así y que se daba cuenta de la parte de culpa que le correspondía. Había reflexionado mucho y si Jocasta quería el divorcio, no se lo pondría difícil, por triste que se sintiera. Estaba seguro de que podían llegar a un acuerdo económico amistoso; Jocasta sólo debía decirle…

En ese momento, Jocasta ya no pudo más. El viejo Gideon había vuelto, amable, cortés, encantador. ¿Qué había ocurrido? ¿De dónde habían salido los demonios? Sin duda, ella los había desencadenado. No era una idea agradable.

– No quiero dinero, Gideon -comentó-. No quiero nada. Nada de nada. En serio. No podría aceptar dinero de ti.

– Claro que puedes.

– No. En serio, de verdad, no quiero nada.

– Jocasta…

– No, Gideon, no. Ya me siento bastante mal.

Hubo un silencio y él dijo:

– Bien, si cambias de opinión… Pareces cansada, ¿te encuentras bien?

– Me encuentro perfectamente -dijo ella enseguida.

¿Cómo reaccionaría si se enteraba de que estaba embarazada? De otro hombre, cuando la tinta de su licencia de matrimonio aún no se había secado. ¿O pensaría que era suyo? Era aterrador. ¡Dios mío, era un desastre!

– Mira, me gustaría que te quedaras con algo. Si cambias de opinión…

– No -dijo Jocasta-. Sé que no.

– Pues llévate la ropa al menos -dijo Gideon-, ocupa espacio en el armario y a mí no me sienta bien.

Jocasta sonrió.

– Oh, Gideon. Esto es tan triste. Debíamos haber tenido una aventura y basta.

– Pero tú no querías una aventura -dijo Gideon-, querías casarte. Venga, Jocasta, reconócelo.

– Lo reconozco -dijo.

– Y yo te animé.

– Sí, me animaste. En general, estuvo bien. Fue divertido.

– Me alegro de que pienses así -dijo Gideon-. Yo también me he divertido. Bueno, tomemos el té. Después tendrás que disculparme. Tengo que volver al despacho. Y antes de eso tengo que recoger unas maletas. Me…

– Me voy mañana -dijo Jocasta, y se rió-. Oh, Gideon. Lo siento mucho. Me he portado muy mal.

– Yo también me he portado muy mal. Y también lo siento mucho. En fin, ha sido un matrimonio breve pero bastante feliz. Gracias por venir. Quería que termináramos como amigos.

– Amigos -dijo Jocasta, y se levantó de la silla para darle un beso-. Adiós, Gideon.

– Adiós, Jocasta. Y te lo agradecería enormemente si la prensa no se enterara de esto hasta dentro de un tiempo.

– No se enterará. Te lo prometo.

No se enteraría. Que se enterara la prensa era lo último que deseaba. Sobre todo un miembro concreto de la prensa.

Al menos Nick había mandado una postal. Dos postales. Estaba claro que había pensado en ella. Eso era agradable.

En cuanto subió al coche, le llamo al móvil. No le contesto Nick.

– ¿Diga?

– Hola, señora Marshall. Soy Jocasta. Jocasta Forbes.

– Hola, Jocasta. -La voz era fría, nunca se habían caído bien-. Supongo que te preguntas por qué contesto el teléfono de Nick. Se ha roto el radio derecho…

– ¿Qué es eso?

Pattie siempre utilizaba términos médicos. Era una de las muchas cosas que sacaban de quicio a Jocasta.

– Es uno de los huesos del antebrazo.

– Lo siento. ¿Cómo está?

– Está bien. Se ha caído de un caballo, una vergüenza. No es grave, pero ahora está durmiendo. Me había pedido que apagara el teléfono pero lo olvidé.

– Lo siento mucho. ¿Está en el campo?

– Sí, por supuesto. No estoy en Londres con él.

– Claro. Por favor, dele recuerdos. Dígale que lo siento. Y que gracias por las postales. ¿Cuándo volverá a Londres?

– Hasta dentro de dos semanas no creo. Le diré que te llame.

– Sólo si le apetece. Gracias.

– ¿Estás en casa?

– Sí -dijo, y rápidamente añadió-: dígale que estoy en la Casa Grande. Él lo entenderá.

– Muy bien.

Cuando Nick se despertó, Pattie Marshall le dijo que Jocasta había llamado y le mandaba recuerdos. Y que estaba viviendo en la Casa Grande.

– Ha dicho que tú lo entenderías.

Nick lo entendía; estaba viviendo en la Casa Grande, no dejándola. Había vuelto a perderla.

Capítulo 4 4

Al día siguiente, a esa hora todo habría acabado. Acabado. Ya no estaría embarazada. Fantástico. De todos modos no se había sentido embarazada; nunca había sido real. No había ocurrido nada. Una falta y ahora casi otra. Eso era todo. No se había sentido mal, no había sentido nada. La gente armaba mucho jaleo por nada, por lo que estaba viendo. Y no se había puesto emocional en absoluto. En absoluto. Ella no era maternal, no tenía instintos maternales. Habría sido una madre horrible.

Jocasta se miró el estómago: era totalmente plano. Era imposible creer que hubiera algo vivo allí dentro, y mucho menos un bebé. Un hijo. Un hijo suyo y de Nick. Tal vez todo era sólo una fantasía, algo que se había imaginado. Pero ya se había hecho tres pruebas y Sarah Kershaw había hecho otra: no había duda. El hijo de Nick estaba allí.

No se podía imaginar qué diría Nick si lo supiera: si supiera que estaba embarazada. Se sentiría aterrado horrorizado. Querría huir. ¿Y si se enteraba de que ella había abortado sin decírselo? Vaya, eso era un poco… delicado. Podría enfadarse. Podría decir que tenía derecho a saberlo. De todos modos no lo querría, así que era infinitamente mejor que no lo supiera. Mucho mejor. No lo sabría nunca. La única persona que lo sabía era Clio, y ella no se lo diría nunca. Nick seguía en Somerset: eso era una suerte. Lamentaba que se hubiera roto un brazo, o lo que fuera, pero era una suerte.

Clio siguió comportándose de una forma rara, muy fría y distante, cuando ella le había llamado. Ni siquiera se había interesado por cómo le iba a Josh con Kate. No entendía qué le pasaba.

Le había preguntado a Fergus y él había dicho que no tenía ni idea; hacía unos días que no hablaba con ella. Parecía deprimido, pero cuando Jocasta le preguntó si pasaba algo, él dijo que nada en absoluto. Estaba claro que sí pasaba algo; se habían peleado, seguramente. Ya se les pasaría.

En fin, al día siguiente estaría bien. Le habían avisado de que podría sentir un poco de dolor, pero que era un procedimiento relativamente menor.

El asesoramiento había sido un asco. ¿Lo había pensado bien? ¿Estaba del todo segura acerca de la esterilización? Era un gran paso. Jocasta dijo que lo sabía y que lo había pensado. Era lo que quería. Desde luego.

– Tengo entendido que usted y su marido se están separando -dijo la mujer.

– Sí, es cierto.

– Es una razón perfectamente aceptable para abortar, para nosotros. La doctora Kershaw también dice que tiene muchas fobias sobre el parto. Es interesante. ¿De dónde cree que proceden?

– Oh, una experiencia horrorosa en Tailandia -dijo Jocasta-. No mía, de una chica con la que compartí habitación de hospital. No me apetece hablar de eso.

– Está bien. ¿Cómo está de salud, señora Forbes? ¿Algún problema que debamos saber?

Le habían dicho que estaría en la clínica todo el día, que le pondrían un anestésico general, por la esterilización, que alguien debía ir a recogerla, porque ella no estaría en condiciones de conducir. Si Clio no quería acompañarla, y seguro que no quería, iría sola, y volvería en taxi. No pasaba nada.

Se preguntaba si Martha habría sentido lo mismo: que sólo era cuestión de tiempo y después habría acabado. Probablemente. Sólo que Martha debía tener al bebé primero. Cada vez que lo pensaba, Jocasta se sentía físicamente débil, mareada y torpe. Sola, completamente sola con aquel dolor desgarrador: ¿cómo lo había soportado? ¿Cómo había llegado hasta el final? En ese punto, decidió no pensar más en el asunto. Era inimaginable. Ella no habría podido. Nunca. Aunque tampoco tenía que hacerlo. No habría bebé; por lo tanto, no habría parto. A partir del día siguiente. Bien. Mejor. Mucho mejor.

De repente sonó el teléfono. Descolgó y era Clio.

– Hola, Jocasta. Soy yo.

– Ah, hola -dijo, con cierta frialdad.

– Quería hablar contigo.

– ¿Ah, sí? ¿De qué?

– Del bebé. Sé que no es asunto mío pero, Jocasta, sigo pensando que deberías decírselo a Nick. También es su hijo. Está mal no decírselo. Yo…

– Clio, no me interesa mucho tu opinión sobre esto, y tienes razón: no es asunto tuyo. Soy yo la que está embarazada, y es mi cuerpo y mi decisión. Nick tiene fobia al compromiso. Ni siquiera quiere vivir conmigo. No querrá un hijo.

– Pero…

– Oye, ¿qué sentido tendría? Dímelo, a ver. Lo único que haría es angustiarlo. Y tú me estás angustiando a mí. Para nada.

– Para nada, no, Jocasta, por tu hijo. Podrías… podrías cambiar de opinión. Al menos no te esterilices todavía.

– Oh, por el amor de Dios, Clio. No voy a tenerlo. Sabes que no puedo y además no lo quiero, y mañana voy a… voy a abortar y se acabó. Se acabó, de una vez para siempre.

– Al menos podrías no hablar de ello de esta manera -dijo Clio en voz baja-. Es un bebé lo que llevas dentro, Jocasta, no una especie de parásito.

– Los bebés son parásitos, a mi modo de ver. Desde el momento de la concepción.

– Oh, cállate -dijo Clio. De repente parecía histérica-. Que te calles.

– Has empezado tú -replicó Jocasta-, así que no me digas que me calle. A lo mejor quieres que lo tenga para que tú puedas adoptarlo. ¿Qué te parece la idea?

– Es de la única manera que podría tener un hijo -dijo Clio, con una voz rebosante de desesperación-, adoptando, o sea que…

Hubo un silencio terrible. De repente Jocasta se acordó. Se acordó de lo que nunca debería haber olvidado, se acordó de lo que había representado para Clio decirle que iba a abortar, con esa crueldad. Pedirle que la acompañara a abortar, encima. ¿Cómo podía haber hecho eso? ¿Cómo podía haber sido tan absolutamente desconsiderada con la pobre Clio, que quería hijos más que nada en el mundo, pero nunca los tendría? ¿Qué le pasaba? ¿Cómo se había convertido en ese monstruo? Era culpa de Gideon, él la había convertido…

– Clio -dijo-, Clio, lo siento. Lo olvidé. Estoy tan absorta conmigo misma en este momento, soy una imbécil, una estúpida asquerosa, Clio. Lo siento.

– No pasa nada -dijo Clio, y colgó. Cuando Jocasta intentó volver a llamar, saltó el contestador, igual que en el móvil.

Jocasta se sentía muy culpable, se sentía enferma. De hecho pensó que iba a vomitar. ¿Cómo podía haber hecho algo tan brutal? ¿Cómo podía haberlo olvidado? Clio era su mejor amiga, y ella le había hecho daño de esa manera tan perversa.

Pasó un buen rato marcando su número, diciendo «por favor, Clio, coge el teléfono», pero no lo cogió.

¿Qué había hecho? Dios mío, ¿qué había hecho?


Jocasta llamó a Fergus porque le pareció lo mejor si no podía hablar con Clio.

Fergus estuvo expeditivo con ella.

– Clio y yo no nos vemos mucho últimamente.

– Oh, Fergus, ¿por qué? ¿Qué ha pasado? Estabais hechos el uno para el otro.

– Llámalo un choque de ideologías -dijo, con bastante sequedad-, así que de «hechos el uno para el otro», nada de nada.

– Lo siento mucho. ¿Vas a contármelo?

– No, creo que no.

– Oye, la cuestión es que necesito hablar con ella. He hecho algo terrible, terrible, y necesito hablar con ella, pero no quiere hablar conmigo. Ni siquiera se pone al teléfono. ¿Podrías echarme una mano?

– No creo que pueda -dijo él, y su voz era muy triste-. A mí tampoco me coge el teléfono. Lo siento, Jocasta. Me gustaría ayudar, pero no puedo.

– De acuerdo. Tendré que pensar en otra cosa.

Fergus parecía extenuado. Le preocupó.

– ¿Cómo te va la vida, Fergus? Seguro que estás ocupadísimo.

– Pues mira, mal. No tengo mucho trabajo, si te he de ser sincero.

– Lo siento. Y lo de Kate no ha salido bien. Económicamente. ¿No va a hacer el trabajo de Smith?

– No, me temo que no.

– Espero que mi futuro ex marido te haya pagado por ella -dijo Jocasta de repente-. Recuerdo que prometió hacerlo, pero puede que necesite que se lo recuerden ahora.

– No, no me ha pagado, Jocasta. Es evidente que lo ha olvidado, que tiene cosas más importantes en que pensar.

A Jocasta no le engañó su tono deliberadamente ligero y divertido.

– Oh, Fergus, cuánto lo siento. Es imperdonable. Llamaré a su secretaria.

– Ya la he llamado. Seguro que me lo mandará pronto.

– Oye -dijo Jocasta-. Llamaré a Gideon. No pasa nada, ya nos hablamos otra vez. Todavía tenemos una cuenta conjunta. Si lo demás falla, yo misma te extenderé un cheque.

– Oh, no. Mejor que no lo hagas. Podría enfadarse.

– Que se enfade si quiere. Me da igual. Tú necesitas tu dinero. Tienes facturas. Nosotros te endosamos a Kate. Estoy segura de que lo ha olvidado por completo. Seguro que es culpa mía que lo haya olvidado todo. Tiene sus defectos, pero no es avaro. Le llamaré ahora mismo.

Gideon le dijo que lo sentía mucho y que mandaría un mensajero a Fergus inmediatamente con un cheque.

Jocasta pensó que eso podría ayudar a arreglar las cosas con Clio un poco. Al menos había podido echar una mano en algo.


Peter Hartley estaba sentado en la cocina, más desesperado que nunca, cuando llegó Maureen Forrest con un gran ramo de dalias.

– Es para la señora Hartley. Siento venir tan temprano, pero voy camino del trabajo. Ed dijo que no parecía estar muy bien cuando la vio el sábado.

– No lo está, no. Está… está muy frágil. Esta mañana se ha desplomado por un desmayo.

– Oh, lo siento. ¿Está bien ahora?

– La verdad es que está muy desanimada. No consigo que coma nada. El doctor Cummings dice que tendrá que hospitalizarla, si sigue así.

– Lo siento mucho, señor Hartley. Como si usted no tuviera ya bastante.

– Yo estoy bien. Fue muy amable por parte de Ed venir a verla el fin de semana. Me da la sensación de que es el único que la hace reaccionar. Supongo que es porque quería a Martha. Es como un vínculo con ella.

– Me alegro de que sirviera para algo. Ed también está muy triste. Pero… aunque suene mal, es joven. Los dos sabemos que lo superará algún día. No del todo, claro, y nunca la olvidará, pero encontrará a alguien. Por supuesto, a él no se lo diré, porque no me creería y porque suena… -Se calló.

– ¿Cruel? -dijo él sonriendo.

– Sí. Pero no lo es. Sólo tiene veintitrés años. Lo que usted y la señora Hartley han perdido es mucho peor. Cuando John se moría, yo no dejaba de pensar: al menos no es Ed. ¿Suena muy mal?

– Por supuesto que no -dijo Peter, pasándole un brazo por el hombro-. Sí, es la peor de todas las muertes. Yo mismo… me temo que lo encuentro insoportable. Es el orden equivocado de las cosas. No alcanzo a comprenderlo.

– Lo siento mucho. Lo siento por los dos. En fin, pasaré dentro de un par de días. Le diré a Ed lo que me ha dicho. Le gustará.


Jocasta había decidido ir a ver a Clio. Era demasiado importante para dejarlo. Tampoco tenía nada más que hacer.

Estaba a punto de salir cuando llamó Beatrice.

– Jocasta, ¿cómo estás?

– Bien. ¿Y tú? Mujer maravillosa y asombrosamente desinteresada.

– No sé qué decirte. No estoy entusiasmada con Josh.

– Me lo imagino. Pero fue hace mucho tiempo. Hace dieciséis años o yo qué sé.

– Sí, lo sé. Pero duele de todos modos, no sé por qué. Supongo que porque…, oh, no lo sé. Porque no me ayuda mucho a confiar en él. Es una tontería, lo sé. Pero está claro que lo suyo es genético.

– No es una tontería. Yo me sentiría igual. Pero últimamente se está comportando, ¿no?

– Oh, sí -dijo Beatrice-, se está comportando. -Se rió forzadamente-. Parezco su madre. O su hermana mayor.

– Tú tienes mejor opinión de él que su hermana mayor -dijo Jocasta-. Debes de quererle mucho, Beatrice.

– Sí, supongo. En fin, de todas formas es lo mejor para Kate. Josh me ha dicho que está muy contenta.

– Sí, creo que sí. ¿Aún no la conoces?

– No, vendrá a tomar el té el domingo. Quiero conocerla oficialmente y he pensado que sería más fácil si venía a casa.

– Creo que te gustará -dijo Jocasta-, es muy agradable. Muy inteligente. Supongo que no se lo dirás a las niñas.

– No. Por ahora no. Oye, Jocasta, te he llamado para preguntarte una cosa.

– Dime.

– ¿Vas a volver con Gideon?

Eso pilló desprevenida a Jocasta.

– Ni hablar. De ninguna manera.

– Ya. Estábamos preocupados por ti. Esperábamos que las cosas se arreglaran.

– No se arreglarán. Pero volvemos a ser amigos. Seguramente porque hace semanas que no nos vemos. Pero nos divorciaremos. En general estoy bien, estoy muy contenta, de hecho, feliz como una perdiz. No te preocupes por mí, por favor.

– Bien, me alegro de saberlo.

– Gracias por llamar. Ahora tengo que irme, perdóname. Hablaremos pronto. Eres mi ídolo.

– Ojalá -dijo Beatrice.


Ed estaba tomando su tercer café del día y deseando poder sentir algún interés por lo que estaba haciendo, cuando le llamó su madre. Lo hacía casi todas las mañanas. Ed no estaba seguro de si le gustaba o no que lo hiciera.

– ¿Cómo estás hoy, hijo?

– Un poco mal…

– Claro -dijo ella con ternura-. Va y viene, lo sé. Sobre todo viene, al menos al principio.

– Sí. Tú lo sabes mejor que nadie, mamá.

El matrimonio de sus padres había sido especialmente feliz. Así había aprendido lo que era el amor, le había dicho Ed a Martha.

– Amor de verdad. Del que dura. Como tú y yo.

– Sí -dijo Maureen con dulzura-. Y te diré una cosa, Ed: con el tiempo, los recuerdos son más felices. Es verdad.

– Bien -dijo Ed-, algo es algo. Gracias, mamá.

– Esta mañana he pasado por la vicaría. El pobre señor Hartley está preocupadísimo por su esposa. Esta mañana se ha desmayado y parece que no quiere comer, se ha encerrado en sí misma. El médico dice que tendrán que hospitalizarla, dentro de un par de días.

– Oh, no, qué pena.

– En fin, el motivo por el que te he llamado es que el señor Hartley dice que lo único que ha animado a la señora Hartley últimamente han sido tus visitas. Dice que cree que es porque estabas tan cerca de Martha, y es como si se la devolvieras de alguna extraña manera.

– Es agradable -dijo Ed-. Ojalá alguien pudiera devolverle a Martha de alguna manera. Extraña o no.

– Sí. Bueno, cuídate mucho, cariño. Te llamaré mañana o pasado.


Nick había decidido que tenía que volver a Londres. Estaba bien estar en casa con sus padres cuando podía salir y hacer cosas, pero estar allí aislado, confinado en la casa, era diferente. Casi todos los demás se habían ido. No tenía nada que hacer aparte de leer y pasear solo.

Y pensar, mucho, en Jocasta. Y en lo estúpido que había sido. Un estúpido redomado. ¿Por qué no habían empezado a vivir juntos, por qué no se había casado con ella, si era lo que ella quería? Desde su perspectiva actual de soledad, ésa le parecía muy atractiva. Sus tres hermanos, uno de ellos menor que él, estaban casados, y parecían muy satisfechos. Y todos tenían hijos alegres. A menudo pensaba que le gustaría tener hijos. Se llevaba de maravilla con ellos. Aunque eso no sería posible con Jocasta, porque no superaría su fobia. Tal vez eso era un pequeño consuelo por haberla perdido. Quizás encontrara a otra chica a la que quisiera igual, que se muriera por tener hijos. Tal vez.

No cesaba de rememorar a Jocasta, cariñosa, sonriente, feliz, diciendo tonterías, y como estaba aquella tarde, en la cama, con su hermoso cuerpo desnudo, sus asombrosos cabellos esparcidos por la almohada, los enormes ojos brillantes cuando le miraba, alargando los brazos hacia él, diciéndole que le quería. Sí, le había dicho, de eso no había ninguna duda, que le quería, mientras hacían el amor, de esa manera tan maravillosa: «Me gusta, me gusta. Dios, es alucinante, fantástico…, ya estoy, Nick, no puedo más…, ya, ya…».

Meneó la cabeza. Era absurdo. Había vuelto con Keeble, y no podía culparla. Él tenía que seguir con su vida. Y empezaría regresando a Londres. Al día siguiente.


Jocasta llegó al piso de Clio a las seis. Había tardado más de lo normal. Conducir bajo el sol le había dado dolor de cabeza, y estaba bastante mareada. Se preguntó si eso sería el principio de las náuseas del embarazo. Si iba a empezar a encontrarse mal, significaba que lo que iba a hacer al día siguiente no podía esperar.

Apretó el timbre. Oyó la voz de Clio por el interfono.

– Sí, ¿quién es?

– Soy yo, Jocasta. ¿Puedo subir?

Hubo un silencio y después:

– Claro.

Clio tenía muy mala cara, estaba pálida y demacrada. Era evidente que había llorado.

– Oh, Clio -dijo Jocasta-. Clio, perdóname. Perdona que me comportara con tanta crueldad, que fuera tan insensible. Lo siento mucho por ti. Por favor, perdóname. No me lo merezco, pero te lo suplico.

Clio logró sonreír.

– Por supuesto. Lo comprendo.

– No me extraña que comprendas que soy una miserable, insensible y patética -dijo Jocasta-. Me merezco unos buenos azotes. ¿Te apetece dármelos? -añadió con una sonrisa-. Seguro que me haría bien.

– Ni se me ocurriría -comentó Clio con una débil sonrisa-. ¿Qué dirían los vecinos? -Se le escaparon un par de lágrimas.

– Oh, Clio -dijo Jocasta-. Deja que te dé un abrazo.

Abrió los brazos y Clio se dejó abrazar y lloró un buen rato.

– Es tan injusto -dijo-, ¡tan injusto!

– Lo sé. Es horrible para ti. ¿No se puede hacer nada?

– Parece que no. Tengo las trompas dañadas, y basta.

– Tú lo sabes mejor que nadie. ¿Y la inseminación artificial?

– Es una posibilidad, sin duda. Una buena posibilidad, en teoría.

– ¿Y en la práctica?

– Es un proceso desagradable. La pareja tiene que quererse mucho para someterse a eso. Además es muy azaroso. No es que funcione a la primera. Hay listas de espera largas. Y en la sanidad privada, cada intento vale miles de libras.

– ¿No podrías saltarte la lista, siendo médico?

– ¡Ni en broma! -gritó Clio muy ofendida-. Ni pensarlo. Y de todas formas, no sé por qué me pongo tan patética. ¿Con quién iba a tener un hijo? ¿En una nueva relación? Ya tengo treinta y cinco.

– ¿Con Fergus?

– Me temo que no. Eso está muerto.

– Clio, ¿estás segura?

– Muy segura.

– No es la impresión que me ha dado a mí.

– ¿Qué quieres decir?

– Le he llamado hoy, para pedirle que me ayudara a hablar contigo. Me ha dicho que no os iba bien, y ha dicho algo de un choque de ideologías. También ha dicho que había intentado llamarte. Que no querías hablar con él. A mí no me parece que la relación esté cadáver.

– Tal vez no ahora. Pero no funcionaría, Jocasta. Primero, porque no puedo aceptar lo que hace…

– ¿Por qué?

– Me parece una forma horrible de ganar dinero, aprovecharse de las desgracias de los demás. Sé que tú no lo ves así, pero…

– Clio, no es así. Lo que hace es ayudar a la gente.

– ¿Qué? ¿A futbolistas que se han tirado a seis chicas a la vez, presentando sus casos desde la perspectiva más favorable?

– No se trata sólo de eso. Mira lo que ha hecho por Kate, y ni siquiera ha cobrado, ni un penique. Acabo de enterarme. Por culpa de mi amado futuro ex marido. Aunque ya le ha pagado, creo.

– ¡Gideon! ¿Qué tiene él que ver con Kate?

– Pues que dijo que pagaría a Fergus hasta que Kate ganara dinero. Ese era el trato al principio. Y el pobre no había cobrado ni un penique. ¿Eso no te parece un detalle por parte de Fergus? Él no conocía a Kate, no le debía nada.

– No -dijo Clio-, sólo era dinero.

– ¡Por favor! Venga ya, ¿qué más hace mal el pobre? Aparte de ganarse la vida de la única manera que sabe.

– Nada, la verdad -dijo Clio bajito.

Jocasta se marchó poco después; cada vez tenía más dolor de cabeza y estaba muy cansada. De común acuerdo, no habían hablado de su situación. Estaba decidida, le dijo a Clio, y nada la haría cambiar de opinión.

– Sé que crees que hago mal, pero tendremos que aceptar que no estamos de acuerdo. Al menos volvemos a ser amigas.

– ¿Quieres que vaya a Londres contigo? ¿Que me quede contigo esta noche?

– No, por Dios. No estoy tan preocupada. En serio. Y para ti sería un mal trago. Todo irá bien. De verdad. Estaré perfectamente. Adiós, Clio, y otra vez perdóname. Te quiero mucho. Te llamaré pronto. Y llama a Fergus. Venga.


Nick se dirigía a Londres. Conducía él mismo. Su madre estaba horrorizada, pero él había dicho que al brazo no le pasaba nada fuera del cabestrillo y que podía conducir con el brazo izquierdo.

– Lo siento, mamá, pero tengo que volver. Se me acumula el trabajo. Te juro que iré a ver a mi médico mañana a primera hora. ¿De acuerdo?

Patrie Marshall suspiró.

– No puedo impedírtelo, pero me parece una estupidez. Más vale que no tengas un accidente. La policía se lo pasaría en grande contigo.

Nick le prometió no tener un accidente.


Jocasta entró en su casa y se echó en la cama. Se encontraba fatal. Ya no tenía tantas náuseas, pero se sentía sola, asustada y vulnerable. La idea de lo que tenía que hacer al día siguiente de repente le parecía muy desagradable. No era el dolor. Sarah Kershaw le había asegurado que sería mínimo.

– Sólo estarás dolorida. Y sangrarás mucho, al principio. ¿Has pedido a alguien que te acompañe a casa?

– Por supuesto -dijo Jocasta-. Está todo arreglado.

Había pedido un taxi: ida y vuelta.

¿Qué le preocupaba tanto del día siguiente? Quería interrumpir el embarazo. No tendría que preocuparse más de otro. No le temía a la operación. Nick no se enteraría nunca. Después de eso podría recuperar su vida. Estaría bien.

Era sólo un poco triste. Sí, se sentía un poco triste. Era normal. Sería raro no sentir nada cuando ibas a deshacerte de… a abortar. De hecho, la aliviaba sentirse triste. Ver que no era tan despiadada al fin y al cabo. No era un bebé, se repetía a sí misma. Era un embarazo, eso era lo que tenía que pensar, una situación médica que tenía que resolver, de una forma adulta. El hecho de que si no lo resolvía al cabo de siete meses ella y Nick habrían traído al mundo a un pequeño ser, no merecía ni pensarse. No lo pensaría. No había nada en que pensar.

Se sirvió otra copa de vino, se dio un largo baño, echó un vistazo a los periódicos, pero seguía desesperadamente despejada. Tal vez debería tomarse un somnífero. Tal vez no, después del vino, que le había dado náuseas. Podía ver la tele, eso siempre le daba sueño, era como apretar un interruptor. Ponían una buena película, Cuando Harry encontró a Sally. La vería. Siempre le había gustado.

Justo en la escena del orgasmo, la apagó. La ponía nerviosa. La estaba poniendo muy nerviosa. Como si alguien fuera a fingir que tenía un orgasmo sentada en una cafetería, tan fuerte. Qué estupidez. Se sirvió otra copa de vino y pensó que ella sólo había fingido un orgasmo un par de veces: porque estaba muy cansada y sólo quería dormir. Era asombroso que ellos no se dieran cuenta. Que no lo distinguieran. Con Nick nunca había fingido. Con él, el sexo siempre había sido maravilloso. Incluso habían hecho un bebé.

Basta, Jocasta. No es un bebé. No es un bebé, y basta.

Seguía espantosamente despejada, y espantosamente asustada. Miró el reloj. Sólo eran las doce y media. ¿Cómo iba a pasar el resto de la noche? Mierda. Era horrible.

Pero era la última. La última vez.


Nick se despertó temprano. Había sido un trayecto infernal, pero había llegado a medianoche a Hampstead, agotado, y se había acostado. El dolor del brazo le había despertado. Fue a la cocina y se tomó un par de analgésicos. Eran bastante fuertes y le hicieron sentir muy aturdido. Se preparó un té. Podía salir a dar una vuelta para aclararse la cabeza. Se moría de ganas de poder volver a correr. Por ahora le dolía demasiado el brazo y destruía todo el placer. Iría a dar una vuelta, compraría los periódicos, volvería, desayunaría y después se acercaría a Westminster. Seguro que se cocía algo y sería agradable volver a poner los pies allí. Lo echaba de menos, como si fuera su casa.

Fue caminando hasta Heath Street, compró el Times, el Guardian y el Daily Mail. Con eso se pondría al día de lo que ocurría en el país. Sus padres sólo compraban el Telegraph. Después entró en una tienda a comprar un par de cruasanes y volvió a casa.

Estaba terminando con el segundo cuando un artículo del Mail le llamó la atención: «Equipo para escapadas», decía, y era sobre lo que tenías que ponerte para viajar y cómo estar tan guapo -o tan feo- como los ricos y famosos. Había muchas fotos de personajes saliendo de los aeropuertos, en los últimos días: Madonna, Nicole Appleton, Kate Moss, Jude Law, Jonathan Ross, Jasper Conran, y Gideon Keeble. Como siempre, extraordinariamente elegante, bastante más que muchos de los otros, con un traje de hilo y un sombrero panamá. Cabrón. Además de todo su dinero, era guapo y tenía clase.

Los pies de foto decían adónde iba cada uno, la mayoría al sol. El adicto al trabajo Keeble, como le llamaban, se iba a Melbourne de viaje de negocios. Vaya, eso sí era ser un adicto al trabajo. Jocasta no se veía por ninguna parte; no era bastante famosa, imaginó. Keeble tampoco lo era, en realidad.

Debían de necesitar una persona más para llenar la página y habían aprovechado. Puede que ella no hubiera ido. Puede que estuviera en Londres, en aquella absurda mansión. O en Wiltshire. ¿O era Bershire?

Podía probar. Podía llamarla. Ella le había llamado y le había dejado un mensaje y él no le había contestado. La verdad es que su mensaje había sido un poco frío e inequívoco en su intención, y le había molestado bastante, también, que tardara tanto en acusar recibo de sus postales. Pero podía llamarla, decirle que estaba bien, que volvía a estar en Londres si le necesitaba… No, eso no, para qué iba a necesitarle. En fin, que había vuelto, y que gracias por llamar.

Tardó cinco minutos en decidirse. Finalmente, se dijo que habían acordado ser amigos, y que eso era lo que haría un amigo, y la llamó al móvil.

Estaba apagado.

Bien, pues sería mejor dejarlo. O podía intentar llamarla a casa. A ver si estaba. ¿Por qué no? No había ninguna razón para no hacerlo, era mucho menos clandestino, en realidad, que llamarla al móvil. Era una demostración de lo inocente de su llamada. La llamada de un amigo.

Marcó el número de la casa grande, y se puso una voz desconocida. Una voz desconocida con acento filipino.

– Residencia del señor Keeble.

Era una fraseología un poco rara. Ahora debería ser la residencia de los señores Keeble.

– Buenos días. ¿Está la señora Keeble?

– ¿La señora Keeble? No, la señora Keeble no está.

– Ah, bien. ¿Está de viaje con el señor Keeble? ¿O está en el campo?

– La señora Keeble no vive aquí. Ella…

Se oyó una breve disputa y entonces se puso la señora Hutching. Nick reconoció su voz.

– Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle?

El corazón de Nick se estaba acelerando de una forma peculiar.

– Es la señora Hutching, ¿verdad? Buenos días. No se acordará de mí, soy un amigo de la señora Keeble. Nicholas Marshall. He ido un par de veces. Quería hablar con ella, si está en casa.

– Lo siento, señor Marshall, no está. Está fuera.

– ¿Con el señor Keeble? ¿En el campo?

– No estoy segura. Si quiere dejarle un recado…

Nick dejó el mensaje y colgó. Estaba un poco aturdido. Sería el efecto de las pastillas. Pero la primera mujer había dicho que Jocasta ya no vivía allí. Era extranjera, eso sí, y quizá quería decir otra cosa, como que no vivía allí en ese momento. Sin embargo, la señora Hutching había estado bastante rara, también. Sin duda.

Mierda. ¿Había dejado Jocasta a Gideon? No podía haberle dejado. No podía. Se lo habría dicho. Seguro. Si no se lo había dicho, sus perspectivas no eran muy halagüeñas.

Nick se levantó, paseó por la pequeña cocina y después llamó a Clio. Ella lo sabría. Ella se lo diría.


Jocasta estaba despierta desde hacía tres horas, las tres horas más largas que podía recordar. Se había quedado en la cama mirando cómo pasaban los segundos, deseando que fuera más tarde. Se tomó su tiempo. Sólo eran las seis y media. Se encontraba fatal. Tenía un dolor de cabeza más fuerte y unas náuseas terribles. Si eso eran las náuseas del embarazo, suerte que sería el último día que las sentía.

Estaba asustada y se sentía muy sola. Si al menos tuviera alguien con quien hablar. Que le dijera que estuviera tranquila, que hacía lo correcto, que todo iría bien. Incluso Clio diciéndole que se equivocaba habría sido preferible a eso.

Pero no había nadie. Y le faltaban tres horas interminables.

No podía soportarlo más. Decidió salir a dar una vuelta.


Lo primero que pensó Clio cuando se despertó fue en Jocasta. Cómo debía de sentirse. Por mucho que dijera, ella sabía que estaría asustada y preocupada. Cuanto más hablaba y protestaba Jocasta, más angustiada estaba. Y hablaba por los codos. La llamaría y le diría que iría a verla por la noche. Aunque no estuviera angustiada se encontraría fatal, dolorida y cansada. Y aunque algunos lo dijeran, Clio sabía por experiencia que no era verdad que las mujeres sintieran sobre todo alivio después de un aborto. Sí se sentían aliviadas, pero también culpables y se sentían mal y se hacían reproches.

La llamó a casa pero saltó el contestador.

– Soy yo -dijo-. Sólo quería saber si estabas bien y desearte suerte. He pensado que iré a verte esta noche. No hace falta que llames, pasaré sobre las siete. A menos que no quieras. Un beso.

Miró el reloj: eran casi las siete. Ya no valía la pena volver a dormirse. Empezaría el día con buen pie. Se duchó, y comenzaba a vestirse cuando sonó el teléfono. Sería Jocasta, que había oído su mensaje.

Pero no era Jocasta. Era Nick.


Jocasta estaba en medio de Clapham Common cuando se mareó. Se acuclilló, bajó la cabeza y respiró hondo e intentó no dejarse llevar por el pánico. ¿Qué haría ahora?

– ¿Te encuentras bien? -Una chica, una corredora, se había parado y se inclinaba sobre ella.

Jocasta la miró, intentó sonreír y vomitó en la hierba.

– Lo siento -dijo-, lo siento mucho. Sí, quiero decir, no. No me encuentro bien. ¿Tienes móvil?

– Sí. -La chica buscó en la riñonera y le pasó el teléfono a Jocasta.

Casi no se veía con fuerzas de hacer la llamada.


Clio se sentía fatal. Era la peor mentirosa del mundo. Había hecho lo que había podido, había soltado su historia de que hacía unos días que no veía a Jocasta, que no sabía si seguía con Gideon y que no sabía dónde estaba. Le había salido de pena. Se lo había dicho el propio Nick. Con bastante amabilidad le había dicho:

– Clio, esto es penoso. Sabes perfectamente dónde está. Venga ya. ¿Está en casa? En Clapham. Mira, veo que la proteges por algún motivo. Seguramente te ha hecho jurar no decírmelo. Si no dices nada daré por supuesto que está en Clapham. ¿Vale?

Clio calló, obediente. Nick subió al coche y fue a Clapham.


– Eres tonta de remate -dijo Beatrice severamente, ayudando a Jocasta a subir la escalera de su casa, hasta el salón. Había tardado cinco minutos en llegar al parque y veinticinco en volver. El tránsito había empeorado y había tenido que parar dos veces para que Jocasta vomitara-. ¿Por qué no nos lo habías dicho?

– No podía -dijo Jocasta, cansada, dejándose caer en el sofá-. No era capaz de hablar del tema. Ni de pensar en él. Un poco como Martha, supongo.

– Creo que estás en mejor situación que ella, pobrecilla. Imagino que Gideon lo sabe.

– Es que…

– ¡Jocasta! Es increíble, tienes que decírselo.

– No es de Gideon -dijo Jocasta.


Nick estaba frente a la puerta de la casa de Jocasta llamando al timbre y aporreando la puerta, alternativamente. Estaba convencido de que estaba dentro, escondida, y que sabía que era él.

Después de cinco minutos decidió entrar. Aunque no estuviera, podría averiguar dónde podía encontrarla. O qué le había pasado.

Por suerte no le había llegado a devolver la llave.

No estaba, pero era evidente que acababa de marcharse. El edredón estaba tirado en el suelo, el dormitorio estaba tan desordenado como siempre, y junto al fregadero había varias tazas sucias. Siempre hacía lo mismo, nunca las dejaba dentro. Eso lo sacaba de quicio. La radio estaba puesta: Chris Tarrant parloteaba tan feliz. Era evidente que pensaba volver enseguida.

Le dolía el brazo. Mucho. Sabían lo que decían cuando le aconsejaban que descansara. Estaba martirizado. Y se había dejado los analgésicos en casa, por supuesto. Jocasta siempre tenía muchos. Era algo adicta. Le cogería alguno, se tomaría un té y la esperaría. Puso agua a hervir y fue a mirar en el armario de debajo del lavabo.

Era un santuario de su desorden: dos o tres cajas de Tampax, una de ellas vacía, un cepillo muy gastado, un puñado de cintas de pelo, una caja rebosante de bolas de algodón, dos cajas de hilo dental, las dos abiertas, una botella de enjuague dental medio vacía, dos manoplas bastante asquerosas, y después de rebuscar un poco, echándole valor, encontró un par de frascos de analgésicos, no muy fuertes. Solía tener más. También encontró dos tubos de crema autobronceadora, varias pilas doble A, un paquete de algo que se autodenominaba remedio para dormir, una botella enorme de tabletas de vitamina C y… ¿qué era eso? ¿Qué demonios era eso? No podía ser, no, pero sí, lo era, sin ninguna duda, horrible, era una prueba de embarazo, y vaya por Dios, otra, las dos usadas, una con las instrucciones arrugadas y metidas de cualquier manera en la caja, y la otra perfectamente envuelta, aún intacta.

¿Qué pasaba? ¿Qué había sucedido? ¿Qué había estado haciendo Jocasta? ¿Por qué no se lo había dicho? Preguntas absurdas, ridículas, sin sentido, idiotas. ¿Cuánto hacía? ¿Cuándo había comprado Jocasta esas pruebas? ¿Era de Gideon el bebé?

Tenía que serlo, eso explicaría su extraordinario comportamiento, evitándole, porque no podía ser suyo, ¿no? Si es que había un bebé. ¿Cómo podía saber siquiera eso? ¿Qué había hecho Jocasta desde entonces? Él no le habría ocultado nada, nada de nada. ¿Por qué no se lo había dicho? Tenía que ser de Gideon, tenía que serlo, porque si no ella se lo habría dicho, seguro.

Nick salió del baño y se sentó; de repente le temblaban las piernas como si fueran de goma.

Después llamó a Clio.

No contestó.


– Beatrice, no lo voy a tener. Nick no lo querrá. Sé que no. Ya sabes cómo es: lo último que desea es un hijo.

– No es lo mismo que no saber que tiene uno. Al menos en ciernes.

– Beatrice, no puedo decírselo. Créeme, no puedo.

– Lo siento pero discrepo. Oye, me gustaría quedarme, pero no puedo, tengo que estar en un juicio en menos de una hora. Podemos hablar esta noche. ¿Vas a quedarte aquí o prefieres echarte en la cama? Christine te cuidará. Ahora llevará a las niñas a la escuela, pero le dejaré una nota. Josh no está, ha ido a no sé qué ciudad.

– De acuerdo. Gracias por todo, Beatrice.

– De nada. ¿Me prometes que descansarás?

– Te lo prometo.

Suerte que Beatrice se marchaba, pensó Jocasta. Se encontraba mucho mejor. Todavía le quedaba una hora. Se ducharía, tomaría prestado un chándal de Beatrice y se marcharía. Ah, tenía que cambiar el taxi. Mejor hacer eso primero.


Josh todavía dormía cuando le llamó Beatrice. Había tenido una noche difícil con los vendedores y la cabeza le estallaba.

– Josh, soy Beatrice. Oye, tengo que contarte algo. Vuelves esta noche, ¿no?

– Claro.

– Bien. Oye, Jocasta estará aquí.

– ¡Jocasta! ¿Por qué?

– Está embarazada.

– ¡Embarazada!

– Sí. Y espera: no es de Gideon; es de Nick. Y está decidida a abortar.

– ¡De Nick! Qué lío. ¿No podemos detenerla?

– No lo sé. El caso es que Nick no lo sabe. Y debería saberlo. Ella jura que no lo querrá, pero debería tener la oportunidad de decirlo él. No puede impedírselo legalmente, eso no, pero… ¿tienes su teléfono?

– Creo que sí. ¿De verdad crees que debería saberlo?

– Estoy segura.

– Ay, señor. Pobre Jocasta.


Clio estaba preocupadísima. Jocasta había desaparecido. Había intentado llamarla varias veces y cada vez se oían más pitidos en su contestador y no respondía al móvil.

Estuvo a punto de llamar a Nick un par de veces y lo dejó. Él la había llamado, pero ella no había contestado. Era una cobarde. ¿O era una buena amiga, que cumplía la promesa que le había hecho a Jocasta?

Le habría gustado poder hablar con Fergus. Él sabría lo que había que hacer. Eso era lo mejor de Fergus: lo sensato que era. Y comprensivo. Era como Jekyll y Hyde; con lo de los Morris, por ejemplo, había sido un encanto. Pero basta de pensar en Fergus, Clio: concéntrate en Jocasta y lo que está pasando.

Sonó el teléfono y se sobresaltó, pero no era Nick, era Josh. ¿Tenía el número de móvil de Nick? ¿O el de su piso? Era urgente.

– Bueno…

– Venga, Clio.

– ¿Sabes dónde está Jocasta?

– Sí, está en casa.

– Gracias a Dios. Me moría de preocupación. Sí, por supuesto, te daré su teléfono. Pero no le digas que te lo he dado. A él puedes decirle lo que te dé la gana. Aunque he jurado no…

– Gracias. ¿Por casualidad no sabrás si va a abortar?

– Pues sí. Va a abortar. Esta mañana. Y la van a esterilizar.

– ¡Por Dios! ¿Dónde?

– No lo sé. No quiso decírmelo. Creo que temía que se lo dijera a Nick. Nos peleamos…

– Llámala a mi casa, Clio. A ver si te enteras de adónde va, intenta entretenerla. Yo llamaré a Nick.


Jocasta se encontraba muchísimo mejor. Ya podía ir a la clínica. Estaría bien. Faltaban tres cuartos de hora para que llegara el taxi. Podía bañarse en lugar de ducharse y así se relajaría más.

Sentada en el baño con la puerta cerrada y la radio a tope, para distraerse, no oyó sonar el teléfono.


– Nick. Soy Josh.

– ¡Josh! Gracias a Dios. A ver si puedes ayudarme. Estoy muy preocupado por Jocasta. No sé dónde está y…

– Está en mi casa.

– ¿En tu casa?

– Sí. Oye, la cuestión es…, esto te va a dejar de piedra, Nick, pero resulta que está… que está embarazada. Siento decírtelo así, pero…

– Ya me lo imaginaba -dijo Nick. Hablaba muy despacio-. He encontrado unas pruebas. Ahora estoy en su casa. Pero ¿por qué me llamas?

– Porque es tuyo.

– ¿Mío? -dijo Nick, y sintió que caía en un espacio muy grande, con la voz de Josh resonando en el centro-. ¿Mi hijo? ¿Estás del todo seguro?

– Jocasta está segura. Se lo dijo a Beatrice.

– Dios, Dios -dijo Nick-. Qué suerte.

– Sí. Y piensa abortar. -Hubo otro silencio-. ¿Nick? ¿Sigues ahí?

– Sí, sí, estoy aquí.

– Nick, lo siento mucho. Sé que es horrible que te digan una cosa así sin más. Pero Jocasta está en mi casa, si quieres detenerla.

– Por supuesto que quiero detenerla, por el amor de Dios.

– Pues llámala, ¿Tienes el número? Creo que tienes darte prisa, Nick…

Pero Nick ya había colgado.


– Señor Hartley, hola, soy Ed. Ed Forrest. He hablado con mi madre y me ha dicho que quizá tendrían que internar a la señora Hartley. Lo siento mucho. ¿Cómo está?

– Qué bien que hayas llamado, Ed. No está muy bien. Está muy desanimada. Como tú, supongo. ¿Cómo estás?

– Voy tirando -dijo Ed rápidamente. No le gustaba hablar de lo mucho que sufría. Eso era privado, una parte de Martha y de lo mucho que la había amado. No lo compartiría con nadie.

– Tus visitas son lo único que parece animar a mi esposa. Te lo agradezco mucho, Ed. Por cierto, ¿podrías darle las gracias a Kate de nuestra parte? Su carta también pareció ayudarla. Fue un gran detalle que escribiera. Quería contestarle, pero he estado muy ocupado. Creo que Grace siente que los amigos de Martha se la devuelven un poco.

– Sí, claro, me alegro. Se lo diré a Kate. No sé si podré volver a subir este fin de semana, señor Hartley, pero si voy pasaré a verla otra vez. Cuídese mucho.

– Es Grace la que necesita cuidarse. Pero gracias, Ed, muchas gracias.

Pobre hombre. Pobre. Llamaría a Kate. Era una buena chica. Guapa. Un poco quisquillosa. Como su madre.


– Señorita Forbes, ¿verdad? Sí. Tiene hora para… un aborto, esta mañana. Y una esterilización.

La enfermera le sonrió de un modo alentador.

– Sí -dijo Jocasta-. Sí.

– Si quiere acompañarme, la llevaré a su habitación. Rellenaremos el ingreso, veremos que todo esté en orden, me firmará un consentimiento, y todo eso. ¿Desde las seis no ha tomado nada? Ni comer ni beber.

– No, no he tomado nada.

– Bien. Empezaré tomándole la tensión.


– Lo siento, señor Marshall, pero Jocasta se ha ido. -La niñera parecía nerviosa-. Sí. Se ha marchado… No sé, hace media hora. Lo siento, no. ¿Qué? En taxi. Sí. No, era un minitaxi. No tengo ni idea, lo siento. Espere, ha dejado una tarjeta. Siempre hacen lo mismo, ¿verdad? Oh, lo siento, sí, Clapham Cars, ¿le suena? ¿Sí? A ver, tiene un teléfono…


Kate iba a ver a Fergus. Había decidido firmar el contrato, si Smith no había encontrado a otra. Sólo eran tres años y mucho dinero. Le solucionaría la vida, tal vez como fotógrafa, o cualquier cosa que decidiera ser.

Josh ya podía decir que no lo hiciera si la aburría: él tenía mucho dinero. Y Kate veía que el dinero ayudaría a sus padres, y a Juliet, al menos. Ahora se sentía mucho mejor con la vida, pensaba que podría soportar la publicidad.

Sabía que Fergus estaría contento. Y sería más rico, además. Así que todos saldrían ganando. Al fin y al cabo, sólo eran tres años.


Peter estaba abriendo la correspondencia cuando Grace le llamó.

– ¿Podrías darme un analgésico, Peter, por favor? Me duele mucho la cabeza.

– Claro, ahora te lo subo.

Cuando Peter entró, Grace tenía muy mala cara.

– Pobrecita mía. Toma. Te daré dos.

Sonó el teléfono.

– Me los tomaré, Peter, gracias.

Cogió dos tabletas y se las tragó, y estaba tapando el frasco cuando algo la detuvo. Se quedó mirando el frasco. Había muchas más. Podía tomarse un puñado. Con eso acabaría: rápidamente. La otra forma era demasiado lenta y la hacía sentir muy mal. Qué suerte que hubiera llamado alguien entonces. Qué suerte…


– ¿Se llama señorita Forbes?

– Supongo que sí. Sí.

– Déjeme ver. Cambió la reserva, de Haines Road a Old Town, recogida, sí, aquí está. Lo cambió por Gower Street. ¿Le suena?

– Sí, sin duda.

– Vale. Clínica GG & O, Gower Street. Al lado de UCH. Recogida esta tarde, hora por confirmar.

– Gracias -dijo Nick-, muchas gracias.

Si pensaba hacer aquella cosa horrible esa mañana, estarían a punto. Podrían estar haciéndolo en ese momento. Tenía que darse prisa, como había dicho Josh.


– Kate, cariño, pasa. Estás tan guapa como siempre. ¿Cómo va todo?

– Bien, Fergus. Vaya, perdona, lo siento.

Era extraordinaria la forma como los jóvenes respondían al móvil, pensó Fergus, como si todas las llamadas fueran cruciales, mucho más cruciales que cualquier otra cosa que estuvieran haciendo. Les veías sentados en grupo, en un gran grupo, y la mitad, en cualquier momento, estaban hablando por el móvil. Era curioso. Y no parecían pensar que interrumpir una conversación fuera ni remotamente de mala educación.

– Lo siento. Lo apagaré. Era Ed. ¿Conoces a Ed? El novio de Martha.

– Sí. Y recuerdo que era muy guapo.

– ¡Y que lo digas! Sí. En fin, dice que la señora Hartley, la madre de Martha, está muy deprimida. Es que yo les escribí, a los señores Hartley, porque pensaba que ella era mi abuela, ¿sabes?, mi otra abuela, y parecía muy buena y me dio mucha pena, y el señor Hartley le ha dicho a Ed que mi carta la había animado un poco, no sé por qué, y que me lo dijera. Es una lástima que no podamos decírselo, en cierto modo…

– Espero que no lo hagas -dijo Fergus nervioso-, a mí no me parece una buena idea en absoluto.

– ¡Fergus! No soy tan tonta. En fin, he venido para hablar del contrato con Smith. Creo que tendría que firmarlo, ahora me siento muy diferente y…


Nick atravesó Knightsbridge a toda velocidad y atajó por el parque. Por favor, que no estuvieran los policías montados. Estaban. Esperó un momento atormentándose, y después dio la vuelta haciendo chirriar las ruedas y atajó por Bayswater Road. Allí también había un tráfico denso: lo cruzó rápidamente, y cogió una calle secundaria, serpenteando por calles estrechas y placitas, adelantando a otros conductores (sorprendido por su indignación; él conducía como siempre, sólo que más deprisa). Estuvo a punto de matar a dos perros, un gato y casi mató del susto a una viejecita de aspecto majestuoso que bajó a la calzada sin mirar, como suelen hacer las viejecitas majestuosas. Ella le amenazó con el puño, y cuando miró por el retrovisor, la vio apuntándole con el dedo a otro transeúnte. Cortó por Baker Street, se abrió camino hasta Welbeck Street, y después tomó la dirección norte, con la mente centrada en que tenía que llegar a Gower Street a tiempo. En cierto momento se encontró frente a un rótulo de prohibida la entrada en una calle de un sentido. Le pareció lo más lógico seguir adelante. Tuvo suerte.

En Gower Street tuvo que localizar la clínica, que según el hombre estaba al final de la calle: ¿dónde?, maldita sea. Ah, ya. No había parquímetros, por supuesto, sólo líneas amarillas por todas partes.

Dejó el coche y se enfrentó a un guardia de tráfico que le preguntó qué hacía.

– Salvar una vida -dijo Nick.

El hombre ya lo había oído antes.

– Tengo que ponerle una multa -dijo.

– Bien. Vale. Me encantará. Adelante.

El guardia le miró fijamente y después escribió la multa, meneando la cabeza.

Ahí estaba, una puerta discreta y recién pintada: con una placa de bronce que decía GG & O. Qué estupidez de nombre para una clínica. Apretó el timbre. La puerta se abrió con un zumbido pretencioso.

Había una mesa de recepción en la entrada, con un gran jarrón de flores. A la izquierda del jarrón había una mujer joven y sonriente con un traje azul marino y una blusa de flores y un lazo en el cuello.

– Buenos días -dijo-. ¿En qué puedo ayudarle?

– Diciéndome dónde… dónde está mi esposa -dijo Nick.

Le pareció que estarían más dispuestos a ayudarle si asumía la posición de su marido. Se sentó respirando con dificultad. Se sentía raro.

– ¿Me da su nombre, por favor?

– Keeble. Jocasta Keeble.

– ¿Con quién tiene visita?

– No puedo decírselo porque no lo sé.

La mujer se puso a teclear en el ordenador. Lo suficiente para escribir un libro, le pareció a Nick. Al menos un artículo muy largo. Qué pérdida de tiempo y energía eran esos trastos. Sólo se necesitaba un libro de citas y un lápiz.

– Keeble, ha dicho, Keeble. No, no tengo a nadie esta mañana con ese nombre.

Sonó el teléfono.

– Ginecología y Obstetricia Gower. ¿Doctor Cartwright? Sí, espere un momento, por favor. -Más tecleo.

– Oiga -dijo Nick-, esto es tan urgente que no sé ni por dónde empezar. Por favor, dígame dónde está.

– Un momento, por favor. Lo siento, doctor Cartwright, le paso una llamada.

La mujer le sonrió menos amistosamente.

– Oiga, no tengo a ninguna Keeble hoy. Seguro.

– Pues mire Forbes.

– Forbes, Forbes…, ah, sí. Sí, aquí está. Bien, si quiere sentarse, le diré a la doctora Miles que está aquí. Sírvase un té o un café.

– No quiero café y no quiero ver a la doctora Miles. Quiero a mi esposa.

– La doctora Miles tiene visita con su esposa hoy. Un poco de paciencia, por favor. Susan, es sobre la señora Forbes. Una de las pacientes de la doctora Miles. Está aquí su marido. Está en el quirófano… Ah, sí, bien. Gracias… -Se sentó en la silla y sonrió a Nick con gran educación-. Lo siento, señor Keeble. Su esposa ya se ha marchado.


Enseguida vio lo que había hecho. Estaba muy rara. Una mezcla de desafío y excitación. El frasco de paracetamol estaba encima de la mesita, perfectamente tapado. Ella lo miró. Él lo cogió. Estaba vacío.

– Oh, Grace, Grace, mi vida, no deberías haberlo hecho, sé por qué lo has hecho, pero… Dios mío, llamaré a Douglas, cielo santo…

Grace se puso a llorar.

El consejo de Douglas Cummings fue sucinto.

– Llévala al hospital. Inmediatamente. Es un fármaco letal. Esté como esté, llévala al hospital. ¿Quieres una ambulancia?

– No -dijo Peter enseguida-, está a cinco minutos. La llevaré en coche.

Esperaba fervorosamente que aquello no fuera lo último que hacía por ella.


Nick caminó despacio hacia el coche. Le habían puesto el cepo. Decidió que no podía resolverlo en ese momento. Lo dejaría. Lo bueno del cepo era que el coche estaba seguro.

Se encontraba mal, y sumamente cansado. Aparte de eso no sentía nada: ni tristeza, ni ira, nada. Le dolía el brazo. Paró un taxi y le dio la dirección de Hampstead. Se sentó en el taxi, mirando por la ventanilla, los entornos más bien deprimentes de Gower Street, mirando a la gente, personas con suerte, que tenían relaciones normales y familias felices.

Intentó no pensar en Jocasta y sobre todo intentó no pensar en el bebé del que se había deshecho. Fracasó. Era como si su cabeza no quisiera volver a pensar en nada más nunca. Pensaba en ella, en lo mucho que la había querido, lo mucho que la quería, tanto…, en cómo se habría comportado, en lo que habría querido, de haberlo sabido. Y sabía que lo habría querido. Mucho, mucho. Incluso en ese momento, al pensar en el bebé, un bebé que ya no existía, sintió un montón de cosas nuevas y del todo desconocidas. No estaba muy seguro de lo que eran, pero había orgullo, un fuerte instinto de protección y un cierto respeto por lo que habían hecho, Jocasta y él. Sí. Sin duda. Lo habría querido: a su bebé.

Habría sido absolutamente aterrador: habría supuesto no sólo compromiso, compromiso absoluto, impuesto a la fuerza, sino una vida nueva y totalmente diferente. No habría habido ningún período de ajuste para los dos, tiempo para aprender a vivir juntos, tiempo para adaptarse a su nuevo estado. Habría dado el salto de soltero a marido y padre, sin tiempo apenas para respirar. Habría sido muy difícil. Pero era lo que habría querido.

Al cabo de un rato, asombrado con su tristeza, por lo que había perdido, por lo que ambos habían perdido, pensó que daba lo mismo si no volvía a verla, porque no se hacía responsable de lo que podía hacerle, y entonces se adelantó y golpeó en el cristal y dijo al taxista:

– ¿Puede llevarme a otro sitio? A Clapham, North End Road, por favor.


Se pondría bien seguramente, habían dicho, porque él había actuado muy deprisa.

– El problema del paracetamol es que aunque parezca no haber hecho ningún efecto ha producido un daño irreparable en el hígado -le dijo el joven doctor a Peter.

Había salido de la habitación de Grace, y lo había encontrado llorando con la cabeza entre las manos. El médico era muy joven, y normalmente le costaba mucho enfrentarse al dolor de los pacientes, pero su padre era clérigo y aquel pobre hombre le resultaba más familiar.

– Creo que se pondrá bien. Le hemos dado un antídoto muy potente, le hemos hecho un lavado de estómago y ahora duerme. Procure no preocuparse. Parecía tranquila.

Peter asintió, porque era incapaz de hablar.

– Mire -dijo el médico-, sé que es frágil y que ya no es joven, pero es una luchadora. Se le nota, con sólo verla. No ha parado de decir que lo sentía. Trate de no preocuparse -dijo otra vez.

– Sí -dijo Peter, secándose los ojos-. Sí, gracias.

– Tómese una taza de té.

– Lo haré.

Peter le vio alejarse, para ver a otro paciente, resolver otra crisis. Apenas parecía tener edad para llevar un maletín de médico y menos aún para dirigir un ala de urgencias; era delgado, casi desmadejado, con su bata blanca, y los cabellos sobre los ojos.

De repente el joven médico se volvió y fue hacia él.

– He olvidado decirle algo -dijo a Peter-, su esposa ha dicho que había sido un accidente. Lo ha dicho tres veces. Está claro que lo lamenta muchísimo. Eso es una buena noticia. Los casos realmente graves son los que no quieren que les salven.

Peter le dio las gracias. Pero sabía que a Grace le habría encantado que la dejaran irse. Para estar con Martha.


– Una llamada para ti, Clio. Creo que es esa periodista amiga tuya -dijo Margaret-. ¿Te la paso?

– Oh, sí, por favor, pásamela. ¿Cuántas visitas me quedan?

– Sólo la señora Cudden.

– Qué bien. Dile que no tardaré y que la llevaré a casa.

– ¿Seguro?

– Del todo. Jocasta, hola, ¿cómo estás?

– Oh, Clio, Clio… -Jocasta no siguió.

Clio sólo oía sollozos.

– Jocasta, ¿qué pasa? ¿Qué tienes?

– Ha sido horrible. Estaba tan asustada que… Dios mío, ven, por favor. En cuanto puedas. Lo siento, Clio, lo siento, estoy bien, es que…

– Jocasta, no deberías estar sola. Debería haber alguien contigo. ¿Dónde estás?

– En casa. Estoy bien, en serio. Estaré bien.

– Puedo ir sobre las cinco -dijo Clio-. ¿Te parece bien?

– Sí. Gracias. -Estaba muy llorosa. Clio colgó y dijo que pasara la señora Cudden.

Tal vez podría convencer al nuevo médico para que hiciera sus visitas de la tarde.


– Ya puede verla, señor Hartley. -La joven enfermera le sonrió cariñosamente-. Ha dormido un poco. Dice que quiere irse a casa, pero por su edad, es mejor que se quede un par de días. Para que podamos supervisar cómo va su hígado. Tenemos una habitación en Florencia, y la trasladaremos en cuanto podamos.

– Gracias -dijo Peter, y se preguntó distraídamente cuántos millones de alas de hospital se llamarían Florencia. Entró a ver a Grace.

Estaba echada boca arriba, mirando al techo. Tenía la piel amarillenta.

– Hola, Grace, mi vida.

Ella volvió la cabeza, le miró y se echó a llorar.

– Oh, Peter, lo siento. No sé cómo he podido hacer eso. Perdóname, por favor.

– Claro que te perdono. Te perdonaría lo que fuera. Ya lo sabes. Te quiero muchísimo, Grace.

– Lo sé. Yo también te quiero. Pero todo parece tan inútil. Tan terriblemente inútil. Al ver el frasco me pareció encontrar la solución.

– Lo sé, cariño, lo sé.

– Es un dolor tan grande, no sé cómo soportarlo. Es como si ya no tuviera a Dios, como tú. No me ayuda, como te ayuda a ti. Por favor, perdóname, Peter, por favor.

– Grace. A mí tampoco me ayuda mucho por ahora. No soy capaz de imaginar que pueda sentirme mejor.

– ¿De verdad? -dijo ella.

– De verdad. Ha habido veces que he pensado que había perdido por completo la fe.

– Oh, Peter, no me había dado cuenta, creía que…

– Creías mal. Pero sé que Dios nos ayudará. Tarde o temprano. Sólo tengo que aguantar. Como debes aguantar tú. No puedo perderte a ti también -añadió con una sonrisa cansada.

Grace le miró. Era espantoso sentirse mejor, porque sabía que Peter estaba mal. Aun así la ayudaba. Saber que estaban juntos en el dolor, saber que no debía pasar lo peor sola le devolvió la sonrisa.

– Lo siento mucho -le comentó otra vez, y después-: Debo de estar horrible.

– Para mí siempre estás preciosa.

– No digas eso -dijo ella apartando la cabeza. Las interminables lágrimas empezaron de nuevo.

Peter suspiró. Le quedaba mucho camino. Pero le daba la sensación de que habían superado una meta importante. Al menos volvían a estar juntos. Lo notaba.


– ¿Edward?

– Sí, mamá. -Oyó su propia voz, ligeramente irritada. Tenía que controlarse. Pero su madre se estaba pasando: la segunda vez en un día.

– Edward, tengo una noticia triste.

Más no. No podría soportarlo.

– ¿Qué?

– La pobre señora Hartley…

– ¿Qué ha pasado?

– Se ha tomado una sobredosis, Ed. Es muy triste.

– ¡Oh, no! Se ha…

– No, se pondrá bien. Pero imagínate lo mal que estaba. Pobre. Está en el hospital, me lo ha dicho Dorothy, mi amiga de los Weight Watchers.

– Sí, mamá.

– Es enfermera. No debería habérmelo dicho, pero pensé que querrías saberlo.

– Sí, gracias por decírmelo. -Se sentía inmensamente deprimido. ¿Hasta dónde y hasta cuándo seguiría expandiéndose el efecto de la muerte de Martha?-. Le mandaré una tarjeta.

– Hazlo. Y podrías pedirle a esa chica…, Kate, que le mande otra. Las notas, por breves que sean, son un gran alivio. Saber que los demás piensan en ti.

– Claro, se lo diré.

La llamaría más tarde. En ese momento no se sentía capaz.


– Clio, soy Fergus.

– Oh, hola.

– ¿Cómo estás?

– Bien, Fergus, sí, gracias. ¿Y tú?

– Estoy bien, Clio. Sólo quería decirte una cosa.

– Oye, Fergus, lo siento, pero estoy muy liada. Tengo que hacer… algo, me voy de Guildford dentro de un par de horas y tengo una sala de espera hasta los topes de pacientes. En otro momento.

Fergus colgó sin despedirse.


Nick se quedó un momento mirando la casita de Jocasta, escuchando cómo se alejaba el taxi. Casi le daba miedo entrar, cómo se sentiría con todo, y con ella, cómo podía haber cambiado todo de una forma tan peligrosa. O cómo había cambiado ella de forma tan peligrosa, y había pasado a ser una persona despreocupada, irresponsable y transparente a alguien capaz de cometer un enorme engaño, de terrible arrogancia y gran valor. Para hacer lo que había hecho, completamente sola. También quería irse, conservarla como había sido siempre, pero sabía que tenía que verla, enfrentarse a ella, averiguar en qué se había convertido y por qué. Levantó un dedo y tocó el timbre. Hubo un largo silencio y después oyó su voz.

– ¿Quién es?

– Nick.

Un silencio en el que oyó su sorpresa. Después oyó que abría el pestillo, vio cómo abría la puerta y la vio a ella.

Tenía muy mal aspecto, estaba muy pálida y tenía los ojos rojos e hinchados de llorar. Los cabellos le caían sobre la cara, y retorcía un pañuelo entre las manos. Llevaba uno de los chándales más horribles que Nick hubiera visto. Jocasta le sonrió débilmente.

– Hola.

– ¿Hola?

– ¿Quieres pasar?

– Si puedo…

– Por supuesto… -Le acompañó a la sala, que estaba sorprendentemente ordenada para ser la de Jocasta.

– ¿Te apetece un té?

– No, gracias. ¿Cómo te encuentras?

– Fatal.

– Ah.

Hubo un largo silencio y después ella dijo:

– Perdona. -Y salió corriendo de la habitación.

Nick oyó ruidos poco agradables procedentes del cuarto de baño. Finalmente Jocasta salió, más pálida que antes, y se quedó de pie retorciendo un pañuelo en las manos.

– Lo siento.

– La anestesia, supongo -dijo él.

Ella le miró asombrada.

– ¿Lo sabes?

– Sí, lo sé. Vengo de la clínica.

– De la… Nick, ¿quién te lo ha dicho?

– Soy un buen detective -dijo-. Es parte del trabajo de periodista. Como sabes.

– Sí, pero…

– He tenido una ayudita.

– De Clio, ¿no?

– No. No fue Clio. Ella no ha querido decirme nada.

La miró y meneó la cabeza.

– Qué has hecho, Jocasta. Qué has hecho. ¿Por qué no me lo dijiste? ¿No crees que tenía derecho a saberlo? El bebé no era sólo tuyo, también mío. Nuestro. ¿No crees que me habría gustado saberlo, hablar contigo, decirte lo que sentía? ¿Cómo has podido decidir tú lo que era mejor para… para todos? Ha sido muy arrogante y me ha hecho muy infeliz, mucho.

– ¿Infeliz?

– Por supuesto, Jocasta, te quiero. Te quiero mucho. ¿Cómo podías pensar que yo no tenía ni arte ni parte en esto?

– Nick, Nick, ¿no me estarás diciendo que habrías, que habrías querido tener un hijo, verdad?

– Claro que me habría gustado tener un hijo. Tal vez no lo habría decidido ahora mismo. Pero eso no significa que quisiera que… que te deshicieras de él. Si hubiera podido elegir, no te habría dejado hacerlo.

– Oh -dijo-, ya. Sí.

– No entiendo cómo has podido hacerlo. Sin decírmelo.

– No. No, claro. Mira, el caso es que…

– El caso es ¿qué? No creo que pueda soportar ninguna justificación.

– No te voy a dar ninguna. El caso, Nick, es que de hecho creo que he hecho algo bueno -dijo despacio y con mucha suavidad.

Él la miró fijamente.

– ¿Qué quieres decir?

– Que no he podido hacerlo -dijo Jocasta-; al final, no pude. He entrado en la habitación, y estaba allí echada, pensando, reflexionando, sobre lo que estaba a punto de hacer, lo que sucedería, y al cabo de poco me he levantado y me he ido. Así que, Nick, sigo embarazada. ¿Qué vamos a hacer?

Capítulo 45

Clio miró muy temerosa hacia las ventanas de Jocasta. Le aterraba lo que podía encontrar. No sería fácil. De hecho le estaba costando mucho. Incluso en ese momento. Que alguien, sobre todo alguien a quien quería mucho, se deshiciera de un bebé de una forma tan despreocupada le dolía mucho. Pero las razones de Jocasta, por tortuosas que fueran, parecían ser insuperables para ella, y ahora había que cuidarla.

Sin mucho ánimo tocó el timbre. Al cabo de poco oyó la voz de Jocasta.

– Sí. ¿Quién es?

Su voz parecía asombrosamente alegre. Estaba asombrosamente alegre cuando abrió la puerta. Estaba muy pálida, pero sin duda estaba muy contenta. Se recuperaba muy deprisa, pensó Clio, e intentó reprimir su irritación.

– Hola, Clio. Deja que te dé un abrazo. Pasa, qué bien que hayas venido.

– He venido en cuanto he podido.

– Lo sé. Eres un sol. Gracias.

La acompañó a la sala. Jocasta parecía estar perfectamente. Al fin y al cabo podía haberse quedado atendiendo a sus pacientes.

– ¿Qué? ¿Cómo te encuentras? -preguntó.

– Fatal. No paro de vomitar.

– Oh, Jocasta, cuánto lo siento. Has tenido mala suerte. La anestesia no suele tener ese efecto hoy en día.

– ¿Ah, no? No sabría decirte.

– ¿Qué?

– He dicho que no sabría decirte. No me la han puesto.

– ¿Qué? ¿Dices que no te han puesto anestesia?

– Nada, nada de nada.

– Jocasta…

Clio la miró a los ojos, que brillaban en su pálida cara. Sonreía.

– No me la han puesto porque no he abortado -dijo-. Sigo embarazada. No sé cómo voy a salir adelante, pero… estoy embarazada. Me he marchado. Les he dicho que no lo haría, justo cuando venían a buscarme. Se han enfadado mucho -añadió.

Clio se sintió como si alguien acabara de mostrarle pruebas irrefutables de que la tierra era plana. Se quedó mirando fijamente a Jocasta, intentando decidir qué sentía. Por fin lo supo: irritación. Una inmensa irritación.

– Eres una cerda -dijo-, una imbécil. Me he saltado todos los límites de velocidad para venir aquí, seguro que he perdido todos los puntos, esta tarde, preocupándome, llorando como… ¡Oh, Jocasta!

Se echó a llorar.

– Clio, cielo, no, no, ya sé que es duro, pero…

– No -dijo, acercándose a ella para abrazarla-, no es duro. En absoluto. Que te deshicieras del niño es duro. Estoy muy contenta por ti, muy contenta.

– Qué bien, porque yo también estoy contenta por mí. Muy contenta. Estaría en las nubes si pudiera parar de vomitar. Me lo merezco por haberme hecho la enteradilla.

– Sí, puede que sí. ¿Se lo has dicho a Nick?

– Sí. Ha venido.

– ¿Qué ha dicho?

– Clio, se ha puesto contento, contentísimo. De hecho estaba emocionado. Hasta que supo que no lo había hecho, estaba muy enfadado. Todavía no me puedo creer que…

– Jocasta -dijo Clio-. Odio decir esto, no, no odio decir esto, disfruto diciéndolo, pero ya te lo dije.


– ¿Dónde está Nick? -preguntó media hora más tarde, después de prepararle a Jocasta una manzanilla.

– Vete a saber. Ah, sí, ha tenido que ir a buscar su coche, le han puesto el cepo. Es socio de no sé qué cosa que esperan junto al coche hasta que vienen a quitarle el cepo, pero era demasiado tarde y se lo habían llevado, así que ha tenido que ir a buscarlo. Pobre -añadió cariñosamente.

Sonó el móvil.

– Hola, Kate. ¿Cómo estás? Oh, Dios -exclamó pasándole el teléfono a Clio-, tengo que ir al baño. Lo siento.

Clio la miró comprensiva y dijo:

– Kate, soy yo, Clio.

– ¿Qué le pasa a Jocasta?

– Tiene… tiene el estómago revuelto.

– Oh, no, pobre. Pasaré a verla. Le llevaré unas flores. Estoy con Nat, en Clapham, a dos calles de su casa. La hemos buscado en el callejero.

– Kate, no creo que…

Pero había colgado.

De forma asombrosa a Jocasta le hizo ilusión.

– Me encantará verla. De verdad.

– ¿Y Nat? ¿Estás segura?

– Bueno, quizás un par de minutos. Ya sé por qué viene, me llamó ayer. Es por el contrato de Smith. Ha cambiado de idea y va a hacerlo.

– ¿Ah, sí? -dijo Clio. No le apetecía nada oír hablar de Kate y su contrato. De su contrato y de Fergus.

Pensar en Fergus la puso irritable de repente. Estaba contenta por Jocasta, sin duda, y por Nick, pero ella estaba sola otra vez. Muy sola. Sin perspectivas de estarlo menos. Seguro que era por eso por lo que la había llamado Fergus, para decirle que había firmado un contrato fantástico para Kate. Era tan insensible. Y egocéntrico.

Llegó Kate, con aspecto radiante, y con un ramo de flores enorme pero más bien desarreglado.

– Cariño, qué bonitas -dijo Jocasta.

– Espero que sí. Las cogimos cerca del taller. Las ha elegido Nat mientras yo iba al baño.

– Son muy bonitas. Gracias, Nat.

– De nada. Siento que no te encuentres bien.

– ¿Sabéis qué? -dijo Jocasta-. ¡Estoy fenomenal!

– ¿En serio? -dijo Kate-. Clio me ha dicho que tenías el estómago revuelto.

– ¿Ah, sí? No, nada de eso, voy a tener un hijo, Kate. ¿Qué te parece?

Kate la miró fijamente.

– Dijiste que no tendrías nunca.

– Ya lo sé. Pero son cosas que pasan.

– Sí, ya. -Se quedó un momento pensando en lo obvio. Después dijo-: Creo que es estupendo. Te dije que serías una gran madre. ¿No crees, Nat?

– Sí -dijo él, con expresión solemne, como si estuviera sopesándolo realmente-. Esperemos que sí.

Jocasta le sonrió.

– Yo también lo espero.

– Gideon estará encantado.

– No es de Gideon -dijo Jocasta con calma-. Gideon y yo vamos a divorciarnos.

Kate la miró confundida. Era normal pensó Jocasta.

– ¿De quién es entonces?

– Es de Nick.

– ¿Nick, el que era tu novio? ¿El que vino al funeral?

– Ése.

– Oh. -Reflexionó un momento-. ¿Vas a casarte con él?

– Es probable. Es un poco antimatrimonio. Pero está muy contento con lo del bebé.

– Bueno, eso está bien, supongo. Siento lo de Gideon, de todos modos. Me caía muy bien.

– Sí, Kate, a mí también. Pero no pasa nada. No deberíamos habernos casado. Fue un error estúpido. Sobre todo por mi parte. Seguimos siendo buenos amigos.

– Genial. -Estaba muy desconcertada, descolocada.

Jocasta decidió cambiar de tema.

– Háblame de tu contrato -dijo-. ¿Lo has firmado? ¿Cuándo empiezas?

– No -dijo Kate-. No lo he firmado. Fergus me ha dicho que no lo hiciera.

– ¿Fergus te ha dicho que no lo firmaras?

– Sí. Estaba dispuesta a firmar, he ido a verle y me ha dicho que no lo hiciera. Me ha dicho que no era consciente del lío en el que me metía, que todo empezaría de nuevo, con la prensa y todo el rollo, y no me ha dejado. Me siento aliviada -añadió-. A pesar del dinero, en el fondo no me apetecía.

– Sí, el dinero no lo es todo, ¿verdad? -dijo Nat.

– No. Clio, ¿adónde vas? Clio…


Clio condujo a toda prisa hasta el despacho de Fergus. Más multas por exceso de velocidad. Rezó para que estuviera allí. Eso no era algo que pudiera solucionarse por teléfono. Al llegar a North End Road, y su edificio, le vio de pie en la ventana del primer piso, mirando a la calle. Parecía muy desgraciado. Aparcó el coche, sin preocuparse de que estuviera en las líneas en zigzag junto al cruce, y cruzó la calle corriendo. Apretó fuerte el timbre.

Él tardó mucho en abrir la puerta. ¿Y si la había visto y no quería dejarla entrar? ¿Y si no quería verla? No le culpaba, se había portado muy mal con él.

Al fin respondió en el interfono.

– ¿Quién es?

– Soy Clio. Déjame pasar, por favor.

– Ah, vale. -No parecía precisamente contento de oír su voz.

Clio respiró hondo, abrió la puerta y subió la escalera corriendo. Fergus estaba sentado en la diminuta habitación que él denominaba recepción, y la miró con bastante frialdad.

– Hola.

– Hola, Fergus. He venido a disculparme.

– ¿Qué?

– Sí. Siento haber dicho esas cosas de que eras cínico y comerciabas con las miserias de la gente y todo eso. Lo siento mucho.

– Ya.

– Sí. Fue horrible por mi parte, no tenía ningún derecho a decirlo.

– No.

Aquello no iba bien. Tal vez le había ofendido demasiado para que la perdonara. Oh, Dios.

– Fergus, Fergus, de verdad, de verdad quiero que sepas que yo… que te quiero mucho. Te he echado muchísimo de menos. Hoy no dejaba de pensar cuánto te echaba de menos, que no debía haber sido tan estúpida y…

– No pasa nada -dijo él. Seguía mirándola de forma inexpresiva.

Era horrible. Era evidente que le había ofendido más allá del perdón. Se lo merecía. Era una mujer virtuosa y pomposa. No se merecía a alguien tan bueno como Fergus. Debería haber confiado en él, debería haberle juzgado mejor. Le miró otra vez, pero él seguía inmutable.

– Bueno -dijo Clio por fin con la voz temblorosa-, bueno, es todo lo que quería decirte. Necesitaba decírtelo. Creí que tenía que decírtelo.

Se volvió hacia la puerta. Si lograba salir sin echarse a llorar, ya sería algo.

– ¿Adónde vas? -dijo él.

– No lo sé. A casa, supongo. A Guildford.

– No -dijo él-, ni hablar.

– ¿Qué?

– Te quedas aquí conmigo.

– ¿Me quedo?

– Sí -dijo-, te quedas aquí. Te quiero.

– ¿Me quieres? -dijo Clio.

– Sí. Te quiero. Te quiero muchísimo, bruja lianta -añadió.


– Grace, mi vida, tienes visita. -La voz de Peter era insegura-. ¿Les hago subir?

– No lo sé, estoy muy cansada.

– No nos quedaremos mucho, señora Hartley.

– Oh -dijo ella, y todos notaron el placer en su voz-. Oh, Ed. Qué alegría. Sí, que suban, Peter.

– Somos dos -le comentó Ed-. He traído a Kate conmigo.

Lo habían decidido de forma improvisada. Había llamado a Kate para decirle que Grace estaba en el hospital y ella había dicho que le mandaría una nota. Entonces él dijo que ese fin de semana iría, porque uno de sus amigos daba una fiesta, y él se la llevaría.

– Bien -dijo ella, pero al cabo de un rato volvió a llamarle.

– Estaba pensando -dijo- que podría ir contigo. A verla un rato.

– Está lejos, Kate, para una visita. -Ed parecía dudoso.

– No importa. Nat puede llevarme. Tiene ruedas nuevas en el coche y quiere que se vean.

– Ya. ¿Qué coche tiene?

– Un Saxo.

– ¿Qué? ¿La bomba?

Parecía muy impresionado. Se pirraban por los coches, pensó Kate.

– Sí.

– Uau. ¿Crees que podríais llevarme?

– Por supuesto. Le encanta fardar.

– Bien, entonces vale. Pero pregúntaselo.

– No hace falta -dijo ella con absoluta tranquilidad-. Le encantará. En serio. Le diré que esté encantado -añadió.

– Bien. Gracias.

Era un caso, pensó Ed, colgando. Guapa, divertida e inteligente. Le caía muy bien. Aunque nunca podría enamorarse de ella. Nunca. Era la hija de Martha y eso lo hacía impensable. Pero por lo que fuera, le consolaba. Le hacía sentir un poco menos desesperado. No era Martha, pero de algún modo extraño sí lo era. Una parte de ella. Literalmente. Había algo en su voz, por ejemplo, un tono que era de Martha. Y cuando se reía, también era como Martha. Y sus ojos, esos enormes ojos oscuros, eran los ojos de Martha. De alguna manera debería ser doloroso, y lo era. Aunque no dolía demasiado.

– Bueno, aquí está. Sólo hace un par de días que ha vuelto a casa y se cansa enseguida, pero… sólo unos minutos.

– Hola, señora Hartley-dijo Ed-. ¿Cómo está?

– Un poquito mejor.

– ¿Se acuerda de Kate?

– Sí, claro que me acuerdo. Gracias por venir, cariño.

– De nada. Le hemos traído esto.

Helen había elegido las flores y eran preciosas.

– Que detalle, Peter, ponlas en un jarrón. Has hecho un viaje muy largo -dijo a Kate.

– No, no tanto. Me ha traído mi novio. En coche. Ha ido a comprar no sé qué -dijo, ansiosa por que Grace no pensara que tenía que invitar también al novio-. El motor necesita un ajuste o algo.

– Ah, vaya. ¿Cuántos años tienes, Kate?

– Dieciséis.

– ¿Vas a la escuela?

– Sí.

– ¿Y qué quieres hacer?

– Creo que me gustaría ser fotógrafa. Pero también podría ser abogada.

– ¡Abogada! Vaya por Dios. Como Martha.

– Sí, bueno, y como Ally McBeal.

– ¿Quién, cielo?

– Ally McBeal. Es una abogada de la tele. Tiene que verla, es muy buena.

– Me acordaré. ¿Cómo está Jocasta? Se llama Jocasta, ¿no?

– Sí, Jocasta -dijo Kate-, está muy bien. Va a tener un hijo.

– ¡Un hijo! Qué alegría. Me hace muy feliz.

– Sí. -Miró a Ed un momento y dijo-: Le manda recuerdos y dice…

– ¿Ah, sí? ¿Qué dice?

– Dice que si es una niña… -dijo Kate, y sonrió con ternura a Grace-, me dijo que le dijera que si es una niña la llamará Martha.

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