Capítulo 7

HANNAH se sentía peor que un gusano después de dejar a Myrtle. Además, era un gusano desagradecido, que no había aprovechado las maravillosas oportunidades que le habían brindado.

Pero ella no estaba segura de haber querido estudiar Derecho. Fue Myrtle quien la encaminó en esa dirección, diciéndole: «Es lo que deseaba tu padre». No había podido resistirse a ese argumento y había terminado sintiéndose tan infeliz que había tenido que escapar.

Se detuvo en el cruce para ceder el paso a un coche que iba a entrar en la calle. Reconoció inmediatamente el enorme Mercedes oscuro y al hombre que lo conducía. El cristal ahumado de la ventanilla descendió silenciosamente y Ron Bingham le sonrió.

– Veo que has decidido sincerarte con tu abuela. ¿Cómo te fue?

– Estoy intentando pensar en algo que sea peor que un gusano; eso definiría mi estado actual.

– Malo -su tío hizo una mueca-. Eso te convierte en una jovencita que necesita un rescate y sé cómo hacerlo. Sígueme -subió la ventanilla y dio marcha atrás, sin darle tiempo a protestar.

Ella habría preferido irse a casa y acurrucarse en el sofá con una caja de pañuelos de papel, pero tuvo que seguir a su tío hacia el centro. Diez minutos después, él aparcó junto a la heladería May's Dairy y esperó a que ella saliera del coche.

Hacía años que Hannah no iba, pero todo parecía igual. Seguía habiendo bancos en la parte delantera, una ventana para pedir y aparcamiento para sólo dos coches. Era día de colegio, así que no había otros clientes.

– No es que no aprecie el gesto -Hannah se acercó a su tío-. Pero creo que soy un poco mayor para solucionar mis problemas con un helado.

– Eso es porque no lo has probado -dijo él. La agarró del brazo y la llevó a la ventana-. Cura muchos males. La gente debería respetar los poderes curativos de un buen helado con caramelo caliente.

– Lo probaré -Hannah no pudo evitar reírse a pesar de que se sentía como un gusano.

– Chica lista.

Hannah se acercó a la ventana y pidió dos bolas de helado con caramelo caliente. Ron pidió un banana split. Se sentaron en un banco que estaba a la sombra.

Cuando probó el helado, Hannah casi se mareó de placer. Al tercer bocado sus problemas no le parecían tan terribles. Quizá Ron tuviese razón. Su tío esperó a que se acabase la primera bola antes de hablar.

– ¿Quieres contarme lo que ocurrió con tu abuela?

– Claro -se limpió la boca con una servilleta-. No hay mucho que contar. Myrtle fue tan encantadora y gentil como siempre. Quizá todo sea cosa mía. Puede que proyecte mi culpabilidad interior sobre ella. No sé… -miró a Ron-. No estoy segura de si alguna vez he deseado ser abogada.

– Entonces estudiar Derecho sería mucho más difícil.

– No digo que no lo desee -añadió ella-. Supongo que no sé lo que quiero. Nadie me lo ha preguntado nunca, ni siquiera yo a mí misma. Supongo que con catorce años no habría tomado las decisiones correctas. No lamento haber ido al internado, aprendí mucho. Pero fue difícil alejarme de mis amigos justo después de perder a mi madre. Después, todo el mundo esperaba que fuera a una universidad prestigiosa y lo hice, estuvo bien. Pero lo de estudiar Derecho… de eso nunca estuve segura. Ahora estoy confusa.

– Estás tomándote un descanso -la tranquilizó su tío-. Eso no es el fin de mundo.

– Cierto, pero tú no estabas allí -soltó un suspiro-. No oíste la desilusión de su voz, no viste su mirada. Dijo todo lo correcto, pero yo sabía lo que estaba pensando. Me siento culpable y atrapada al mismo tiempo. He estado viviendo para cumplir las expectativas de una familia de la que no me siento parte -Hannah se detuvo y gimió-. Perdona. Estoy liándolo todo.

– Tranquila. ¿Crees que me sorprende oír que te sientes como una intrusa? Hannah, tenías trece años cuando descubrimos que eras hija de Billy. Queremos que te integres en la familia, pero eso requiere tiempo. Siempre que empezábamos a conocernos tenías que marcharte, al internado o a la universidad; apenas hemos podido relajarnos juntos. Pero todos te queremos y deseamos que seas feliz. Incluso tu abuela.

– Lo sé. En cierto modo.

– Opinas que ella quiere que seas feliz siendo abogada -apuntó él con una sonrisa-. ¿Me equivoco?

– Probablemente no, pero sólo es su opinión.

– Tú eres quien ha de vivir tu propia vida y enfrentarte a las consecuencias de tus actos.

Ella pensó en el bebé que crecía en su interior. Esa era una consecuencia de sus actos.

– Te recomiendo que pidas consejo a gente con la experiencia adecuada. Pero la decisión final ha de ser tuya. Cuando la tomes, no mires atrás: avanza y disfruta.

– ¿Ése es tu consejo?

– Sin duda. Eso y comer mucho helado por el camino. Sigue a tu corazón. Yo seguí al mío y nunca me arrepentí de hacerlo.

– Te refieres a Violet, ¿verdad?

– Sí. Era una mujer maravillosa. Fui afortunado de tenerla en mi vida.

La historia de su amor era legendaria. Hannah quería encontrar ese tipo de amor. Uno que durase y creciera. Instintivamente, pensó en Eric.

– Has pensado… -se aclaró la garganta-. Sé que Violet fue el amor de tu vida, pero, ¿has pensado en encontrar a otra persona?

– ¿Un viejo como yo? -sonrió Ron. Ella estudió su atractivo rostro. Tenía algunas arrugas y un par de canas en las sienes, pero no era viejo.

– Apostaría un montón de dinero a que te adoran donde quiera que vas -le dijo-. Si sigues solo, es por elección.

– Tuve mi gran amor. No digo que sólo tengamos una oportunidad de ser felices. Pero lo que tuvimos Violet y yo fue extraordinario. ¿Qué posibilidades hay de encontrar la luna una segunda vez?

– Así que no te opones a querer a otra persona. No quieres conformarte con menos de lo mejor.

– ¡Eh, un momento!. La sesión de heladería era por ti, no por mí.

– Lo sé -rió Hannah-. Pero quiero verte feliz. Siempre has sido muy bueno conmigo y te lo agradezco.

– Yo también quiero que seas feliz -señaló el envase vacío-. ¿Te sientes mejor?

– La verdad es que sí. Gracias.

– Llámame cuando quieras. Si esto está cerrado, podemos hacer terapia de helado en mi casa.

– Trato hecho.


El buen estado de ánimo le duró a Hannah hasta bien entrada la mañana siguiente. Suponía que se debía a la mezcla de haberse sincerado con su abuela y haber hablado con su tío. Por mucho que insistiera Ron, no creía que el efecto del helado durase tantas horas.

Había decidido seguir el consejo de Ron sobre escuchar a su corazón. Tardaría un tiempo en decidir qué deseaba hacer con su vida, pero disfrutaría del proceso.

Esa mañana tenía cita con el médico y Eric le había dejado un mensaje en el contestador cuando estaba en la ducha. En vez de devolverle la llamada, decidió pasar por el hospital antes de ir a la clínica.

Una hora después, vestida con pantalones blancos y una ancha camiseta azul claro, tomaba el ascensor para subir a la planta de Eric.

Jeanne la recibió con una gran sonrisa.

– ¡Hola! Por una vez, no está al teléfono, ni reunido. Lo llamaré -Jeanne pulsó una tecla-. Hannah está aquí.

– Dile que entre.

– Ya lo has oído.

– Sí. Gracias -dijo ella, entrando al despacho.

– Hannah. Qué sorpresa más agradable -Eric salió de detrás del escritorio y se reunió con ella en el centro de la habitación. Cuando la besó en la mejilla, Hannah ocultó su decepción. Había sido ella quien había pedido que fueran más despacio, no podía quejarse.

– Llamaste esta mañana -le dijo, para explicar su visita-. Estaba cerca, así que se me ocurrió pasar por aquí en persona.

– Me alegro -la llevó al sofá y se sentaron-. Tienes muy buen aspecto.

– Gracias.

– No es sólo la ropa. Hay algo distinto -comentó él, estudiando su rostro.

– La falta de culpabilidad -rió ella-. No tengo personalidad de criminal. Me sentía fatal por haberle ocultado mi regreso a la abuela. Ayer fui a verla.

– ¿Fue muy terrible? -tomó una de sus manos y la apretó suavemente.

– No sacó una pistola ni me amenazó, pero es obvio que la decepcioné. Pero al menos ya sabe la verdad.

– Estoy seguro de que se hará a la idea.

– Quizá. Al salir de su casa me encontré con tío Ron; eso estuvo muy bien. Hizo que me sintiera mucho mejor.

– Me alegro. ¿Te importa que cambie de tema?

– No, adelante -lo animó ella.

– Hace tiempo que no nos vemos. ¿Te apetece cenar?

– Me encantaría.

– Puedo recogerte a las siete.

– Me parece bien -aceptó ella, intentando no sonreír demasiado para no quedar como una tonta. No podía evitar sentirse feliz porque quisiera verla de nuevo.

– ¿Qué te ha traído a esta zona? -preguntó él, soltando su mano.

– ¿Qué?

– Has dicho que viniste porque estabas por aquí. Me preguntaba por qué.

Hannah se quedó helada. Todas sus células se congelaron. Había sido una tonta al no suponer que lo preguntaría. Era razonable y lógico que lo hiciese.

Mil pensamientos taladraron su mente durante los dos segundos que tardó en contestar. Podía seguir dando rodeos o decir la verdad. En realidad no tenía elección. Si iban a seguir viéndose, tenía que sincerarse y no encontraría mejor momento que ése.

Lo cierto era que no quería decírselo. No quería que la juzgara o tachase de rara. Deseaba seguir gustándole y atrayéndole.

– ¿Hannah? ¿Estás bien?

– Claro -tragó saliva-. Tengo un chequeo rutinario en la clínica.

– Ah, entiendo.

Hannah comprendió que iba a cambiar de tema. Se lanzó al vacío, temerosa pero también esperanzada.

– Necesito que me vea un médico cuanto antes.

Él juntó las cejas y la miró con preocupación.

– Estoy embarazada de cuatro meses. Los cuidados prenatales de rutina son muy importantes para la salud del bebé.

Pensó que Eric no se habría sorprendido más si se hubiera convertido en armadillo ante sus ojos. Ensanchó los ojos y boquiabierto, se hundió en el sofá. Hannah comprendió que lo mejor era seguir hablando.

– Imagino que te estás preguntando por qué no te lo dije antes. Es una buena pregunta -se miró el regazo y comprobó que se estaba retorciendo los dedos.

Hizo un esfuerzo por relajarse.

– Cuando volvimos a vernos, no tenía ninguna razón para mencionarlo. Quería comprar una casa y tú tenías una que vender. Hablar de mi embarazo parecía inapropiado e irrelevante. No ando por ahí diciéndole a la gente: «Hola, soy Hannah y estoy embarazada».

– En eso tienes razón -admitió él.

Ella intentó, sin éxito, adivinar lo que pensaba por el tono de su voz. No parecía especialmente contento.

– Nuestra primera cena fue bastante informal. Pensé que te lo diría en algún momento de la noche. Después compartimos ese beso tan maravilloso y comprendí que me gustabas.

– ¿Y decidiste mantener tu estado en secreto?

A ella no le gustaron mucho las palabras «estado» y «secreto», pero no era momento de quejarse al respecto.

– No exactamente -se mordió el labio inferior-. Bueno, sí. Me daba miedo decírtelo porque me gustaba lo que había entre nosotros y no quería que cambiase.

– Me habría dado cuenta antes o después -Eric clavó la mirada en su vientre.

– Obviamente. Aunque no lo dije entonces, sabía que tendría que hacerlo. Ya lo he hecho. Ahora lo sabes.

Hannah no sabía si estaba enfadado o no. No estaba gritando, ni nada de eso, pero tampoco sonreía.

– ¿Estás enfadado? -preguntó.

– No -se levantó y fue hacia la ventana. Ella advirtió la rigidez de su cuerpo y que le daba la espalda. Quizá Eric no estuviese enfadado, pero tampoco le interesaba el tema. Recibió el mensaje alto y claro.

– Sé que es algo muy importante -dijo-. Supongo que debí decirlo el primer día. Estoy empezando a darme cuenta de que no hace ningún bien guardarme las cosas. Tenía la esperanza…

Comprendió que no tenía sentido seguir por ese camino y se levantó.

– He disfrutado mucho el tiempo que hemos pasado juntos. Eres un gran tipo. No quiero que pienses que tenía la intención de engatusarte para que actuaras como padre ni nada de eso.

– No se me ha pasado por la cabeza -Eric se volvió hacia ella.

– Me alegro. Me gustaba estar contigo y no quería que eso terminase. Sigo sin quererlo, pero si la situación te parece demasiado complicada, lo entenderé.

Él asintió con la cabeza. Hannah esperó un par de segundos, hasta que entendió que no iba a hablar. La sorprendió el agudo pinchazo de dolor que atravesó su corazón. Había tenido la esperanza de que siguieran viéndose, pero contaba con superarlo rápidamente si no era así. Hacía muy poco tiempo que salían juntos.

Pero el dolor que sentía en el pecho pronosticaba algo muy distinto. Por lo visto, Eric significaba más para ella de lo que había creído.

No tenía nada más que añadir, así que fue hacia la puerta. Tuvo dificultades con el picaporte; tenía la vista nublada por las lágrimas.

«Sal de aquí ahora mismo».

El grito que oyó en su cabeza fue suficiente para que sus pies se pusieran en marcha. Pasó rápidamente ante Jeanne y fue hacia los ascensores. Tenía unos minutos antes de su cita con el médico; los suficientes para serenarse y no llegar a la clínica hecha un desastre.

Arreglar su aspecto exterior no le llevaría mucho tiempo, pero tenía el presentimiento de que arreglar el interior sería una tarea de enormes proporciones.

Eric oyó a Hannah marcharse. Se quedó donde estaba, mirando por la ventana sin ver nada.

Embarazada, estaba embarazada. No sabía qué pensar. Rememoró las cenas que habían compartido y se dio cuenta de que no había probado el alcohol. Una sutil pista que no había captado.

– ¿Eric? -Jeanne entró en el despacho-. Siento molestarte, pero Hannah ha salido corriendo de aquí y creo que estaba llorando. ¿Va todo bien?

– No nos hemos peleado -contestó Eric, conmovido por la preocupación de su asistente.

– Me alegro. Pero ha ocurrido algo.

– Me ha dicho que está embarazada -vio que Jeanne se disponía a hablar y siguió rápidamente-. No de mí. Está de cuatro meses.

– Oh, Eric. Menudo tino que tienes.

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