Capítulo 9

Róbert Sigurdsson había vendido su casa mucho tiempo atrás y después ésta se había vuelto a vender una y otra vez hasta que al final la derribaron y construyeron otra en el solar. Sigurdur Óli y Elinborg despertaron a los propietarios de la nueva vivienda poco después del mediodía y consiguieron entonces la historia, fragmentaria y poco coherente.

Pidieron a la oficina que localizara al anciano mientras bajaban de la colina. Estaba en el Hospital Nacional de Fossvogur, y acababa de cumplir los noventa.

Róbert Sigurdsson seguía vivo, aunque por los pelos, pensó Sigurdur Óli. Estaba sentado delante del anciano y al mirar el rostro descolorido pensó que no le apetecía nada llegar a los noventa. Se estremeció. Aquel hombre estaba desdentado y tenía los labios exangües, las mejillas hundidas y algunos pelos descoloridos se alzaban aún en su cabeza, pálida como la de un cadáver, apuntando en todas direcciones. Estaba conectado a una bombona de oxígeno colocada en un carrito a su lado. Cada vez que tenía que decir algo se quitaba la mascarilla de oxígeno con mano temblorosa, pronunciaba dos o tres palabras y volvía a ponérsela.

Elinborg tomó la palabra y le explicó la situación. El anciano parecía tener la mente lúcida a pesar de su lamentable estado físico, y asentía moviendo la cabeza indicando que comprendía lo que le decían y que se hacía perfecta idea de lo que querían los policías. La enfermera que los acompañó a verle, detrás de la silla de ruedas, les indicó que no podían permanecer con él demasiado rato, para no cansarlo. El anciano se quitó la mascarilla con mano temblorosa.

– Recuerdo… -dijo en voz muy baja y ronca, se puso la mascarilla y aspiró el oxígeno. Luego volvió a quitársela-… la casa pero…

Mascarilla arriba.

Sigurdur Óli miró a Elinborg y después su reloj de pulsera e intentó disimular su impaciencia.

– ¿No prefieres…? -empezó ella, pero la mascarilla bajó.

– … sólo recuerdo… -pudo decir Róbert, medio asfixiado.

Mascarilla arriba.

– ¿No prefieres ir a la cafetería a tomar algo? -le preguntó Elinborg a Sigurdur Óli, que volvió a mirar su reloj, luego al anciano y finalmente a Elinborg, suspiró, se levantó y abandonó la habitación.

Mascarilla abajo.

– … a una familia de las que vivieron allí.

Mascarilla arriba. Elinborg esperó un momento a ver si continuaba, pero Róbert guardó silencio y ella empezó a pensar en cómo expresar las preguntas de modo que pudiera contestar con un simple sí o no, lo que le permitiría usar la cabeza sin tener que hablar. Le explicó que iba a intentarlo de esa forma y él asintió con la cabeza. «Muy despierto», pensó Elinborg.

– ¿Viviste allí durante la guerra?

Róbert asintió con la cabeza.

– ¿Vivía la familia en la casa en esos años?

Róbert asintió.

– ¿Recuerdas los nombres de los que vivían en la casa en esa época?

Róbert sacudió la cabeza.

– ¿Era una familia grande?

Róbert volvió a sacudir la cabeza.

– ¿Un matrimonio con dos, tres hijos, más?

Róbert asintió y levantó tres dedos exangües.

– Un matrimonio con tres hijos. ¿Hablaste alguna vez con esa gente? ¿Tenías trato con ellos, los conocías?

Había olvidado la regla del sí y el no, y Róbert se quitó la mascarilla.

– No los conocía -la mascarilla volvió a subir.

La enfermera había empezado a mostrarse inquieta detrás de la silla de ruedas y miró a Elinborg como diciéndole que tendría que acabar y que intervendría en cualquier momento. Róbert bajó la mascarilla.

– … mueren.

– ¿Quién? ¿Esa gente? ¿Quién murió?

Elinborg se inclinó hacia él y esperó a que volviera a quitarse la mascarilla. Llevó una mano temblorosa de nuevo hasta la mascarilla de oxígeno y se la quitó.

– Un pobre…

Elinborg se dio cuenta de las enormes dificultades que tenía para hablar, y compartió su esfuerzo. Lo miró y esperó a que continuara.

Mascarilla abajo.

– … diablo.

La mascarilla se le cayó de la mano a Róbert, que cerró los ojos y hundió la cabeza lentamente sobre el pecho.

– Ya está -dijo la enfermera con brusquedad-, vas a conseguir matarlo.

Cogió la mascarilla y la presionó con innecesaria fuerza contra el rostro de Róbert, que tenía la cabeza caída sobre el pecho y los ojos cerrados como si se hubiera quedado dormido; quizás estaba muriéndose, pensó Elinborg. Se levantó mientras la enfermera empujaba la silla de Róbert hasta su cama, lo levantó de la silla como si fuera una pluma y lo tumbó.

– ¿Es que quieres matar al pobre viejo con estas locuras? -dijo luego, una mole de mujer en torno a la cincuentena, con el pelo recogido en un moño, vestida con bata blanca y pantalones blancos y zuecos del mismo color. Miró con enfado a Elinborg-. No tendría que haberlo permitido -farfulló como reprochándose a sí misma-. No llegará a mañana -gruñó, esta vez directamente a Elinborg, sin variar el tono.

– Perdona -dijo ésta sin darse plena cuenta del motivo-. Creemos que podría ayudarnos a descubrir algo sobre los huesos. Espero que no se encuentre muy mal.

Róbert Sigurdsson abrió los ojos de pronto desde la cama. Miró a su alrededor como intentando comprender dónde estaba y se quitó la mascarilla de oxígeno a pesar de la oposición de la enfermera.

– Venía a menudo -dijo jadeante-,… después. Mujer… verde… los arbustos…

– ¿Los arbustos? -preguntó Elinborg. Reflexionó un momento-. ¿Te refieres a los groselleros?

La enfermera le había vuelto a poner la mascarilla a Róbert, pero Elinborg creyó ver que le decía sí con la cabeza.

– ¿Quién? ¿Te refieres a ti mismo? ¿Recuerdas los groselleros? ¿Ibas tú allí? ¿Ibas tú adonde los árboles?

Róbert sacudió la cabeza despacio.

– Vete ya y déjalo en paz -ordenó la mujer.

Elinborg se había puesto de pie y se había inclinado sobre Róbert, aunque no tan cerca por no enfadar a la enfermera más de lo que ya lo estaba.

– ¿Puedes hablarme de ello? -continuó Elinborg-. ¿Conocías a la persona que iba? ¿Quién iba tanto a los groselleros?

Róbert había vuelto a cerrar los ojos.

– ¿Después? -continuó Elinborg-. ¿A qué te refieres con después?

Róbert abrió los ojos y alzó sus viejas y huesudas manos para indicar que quería un papel y un lápiz. La enfermera sacudió la cabeza y dijo que descansara, que ya era suficiente. Él le cogió la mano y la miró con gesto de súplica.

– Ni hablar -dijo la enfermera-. ¿Quieres hacer el favor de marcharte? -le espetó a Elinborg.

– ¿No haríamos mejor en dejar que decida él mismo? Si muriera…

– ¿Cómo que haríamos mejor? ¿Quiénes son esos «nosotros»? ¿Llevas tú acaso treinta años trabajando aquí, atendiendo a los enfermos? -Soltó un bufido-. ¿Quieres salir antes de que pida ayuda y haga que te echen?

Elinborg miró a Róbert, que había vuelto a cerrar los ojos y parecía dormido, luego a la enfermera, y empezó a caminar hacia la puerta de la habitación con toda dignidad. La enfermera la siguió y le cerró la puerta en el mismo instante en que Elinborg salía al pasillo. Ésta pensó por un momento en ir a buscar a Sigurdur Óli para entrar otra vez a ver al viejo y decirle a la enfermera lo importante que sería que Róbert les dijera lo que quería decir. Lo dejó correr. Sin duda, Sigurdur Óli no haría sino enfurecer aún más a aquella mujer.

Elinborg salió al corredor y echó un vistazo en la cafetería, donde Sigurdur Óli estaba zampándose un plátano con cara de considerable malhumor. Empezó a caminar en su dirección pero vaciló. Se dio la vuelta y miró la puerta de la habitación de Róbert. Al final del pasillo había un pequeño nicho, quizás un hueco para el televisor, y fue retrocediendo hacia allí, hasta que llegó junto a un árbol que surgía de un inmenso tiesto y llegaba hasta el techo. Esperó allí, como una leona en la espesura, vigilando la puerta.

No tuvo que esperar mucho hasta que la mujer salió, recorrió el pasillo, atravesó la cafetería y entró en otra sala. No pareció darse cuenta de la presencia de Sigurdur Óli, ni él de la suya, enfrascado como estaba con el plátano.

Elinborg salió de su escondite y regresó con prudencia, pasillo adelante, a la habitación de Róbert. Estaba dormido en la cama, con la mascarilla en la boca, exactamente igual que al despedirse. La persiana estaba baja pero la débil luz de una lamparita al lado de la cama aclaraba un poco la oscuridad. Se acercó a él, vaciló un instante, echó un rápido vistazo a su alrededor hasta armarse de valor y le dio un suave golpecito al anciano.

Róbert no se movió. Volvió a intentarlo, pero seguía dormido como un tronco; Elinborg pensó que habría entrado en un profundo sueño, si no se trataba ya del estupor de la muerte, y se mordió las uñas pensando en darle un golpe más fuerte o bien dejar las cosas como estaban y olvidarse de todo. No había dicho gran cosa. Alguien había estado rondando por los arbustos de la colina. Una mujer verde.

Ya estaba dando media vuelta cuando Róbert abrió los ojos de repente y la miró fijamente. Elinborg no sabía si la había reconocido, pero él asintió con la cabeza y a ella le pareció ver que le sonreía detrás de la mascarilla de oxígeno. Hizo la misma señal que antes pidiendo papel y lápiz, y ella buscó en su abrigo un cuaderno y una pluma. Se lo puso en las manos y él empezó a escribir con mano temblorosa en grandes letras de imprenta. Necesitó un buen rato, mientras Elinborg miraba atemorizada la puerta de la habitación, esperando que de un momento a otro entrase la enfermera y se pusiera a soltar sapos y culebras. Habría querido decirle a Róbert que se apresurara, pero no se atrevía a presionarle más.

Cuando acabó de escribir, sus manos exangües cayeron de nuevo sobre la sábana, y con ellas el cuaderno y la pluma; después volvió a cerrar lentamente los ojos. Elinborg cogió la libreta, dispuesta a leer lo que había escrito, cuando el electrocardiógrafo empezó a emitir un pitido. El ruido le hirió los oídos en la quietud del recinto, y Elinborg se sobresaltó de tal modo que dio un salto a un lado. Miró un instante a Róbert sin saber qué hacer, pero inmediatamente salió como un rayo de la habitación y cruzó el pasillo hasta la cafetería, donde Sigurdur Óli se estaba acabando el plátano. En algún sitio sonó un timbre de aviso.

– ¿Le has sacado algo al viejo? -preguntó Sigurdur Óli cuando Elinborg se sentó a su lado, sin aliento-. ¿Qué pasa, algo no va bien? -añadió al verla tan jadeante.

– Nada, nada, todo va perfectamente -respondió Elinborg.

Un grupo de médicos, enfermeras y auxiliares entraron a todo correr en la cafetería, la cruzaron y se dirigieron al pasillo, en dirección a la habitación de Róbert. Poco después apareció un hombre de bata blanca empujando un aparato que Elinborg supuso era un desfibrilador, y desapareció él también en el pasillo. Sigurdur Óli siguió con la vista a la tropa que se esfumaba por la esquina.

– ¿Qué demonios has hecho? -preguntó, volviéndose hacia Elinborg.

– ¿Yo? -suspiró Elinborg-. Nada. ¿Qué quieres decir?

– ¿Por qué estás tan sudorosa? -preguntó Sigurdur Óli.

– No estoy sudorosa.

– ¿Qué ha pasado? ¿Por qué corren todos? Y tú estás sin respiración.

– Ni idea.

– ¿Conseguiste sacarle algo? ¿Es él quien se está muriendo?

– Ay, intenta mostrar un poco de respeto -dijo Elinborg mirando nerviosamente a su alrededor.

– ¿Qué le sacaste?

– Aún tengo que pensarlo -respondió Elinborg-. ¿No deberíamos irnos?

Se levantaron y salieron del hospital. Sigurdur Óli puso el coche en marcha.

– Bueno, ¿qué dijo? -preguntó Sigurdur Óli impaciente.

– Lo escribió en un papel -dijo Elinborg con un suspiro-. Pobre viejo.

– ¿En un papel?

Ella sacó el cuaderno del bolsillo y pasó las páginas hasta llegar al lugar donde había escrito Róbert. La mano temblorosa del moribundo había trazado sólo una palabra, un garabato ilegible. Necesitó un tiempo hasta darse cuenta de lo que ponía, pero finalmente creyó estar segura, aunque no llegaba a comprender su significado. Miró fijamente la última palabra que escribiría Róbert en este mundo: «TORCIDA».


La casa en la que vivían era una residencia de veraneo, bastante grande, que le había alquilado a un señor de Reykjavik y que estaba a medio edificar cuando el hombre perdió el interés y estipuló una renta reducida a condición de acabarla. Al principio él había trabajado con mucha aplicación, pero luego quedó claro que al dueño no le importaba en absoluto y decidió no hacer nada. Era una casa de madera que constaba de un salón con cocina anexa y estufa de carbón, dos dormitorios con pequeñas estufas de madera y un pasillo. Había una fuente cerca de la casa e iban a por agua todas las mañanas, con dos cubos que había en la cocina.

Se mudaron allí hacía algo más de un año. Cuando llegaron los ingleses y la gente acudió a toda prisa desde el campo a Reykjavik en busca de trabajo perdieron su alojamiento del sótano. Ya no tenían dinero suficiente para pagarlo. Un alquiler costaba lo suyo, y las rentas aumentaron enormemente. Se encontró con la casa de verano de Grafarholt a medio construir y se mudó allí con su familia, empezó a buscar algo que hacer que estuviera cerca de su nuevo lugar de residencia y encontró trabajo transportando carbón a las comarcas. Bajaba al desvío de la carretera de Grafarholt todas las mañanas y subía al camión de carbón, que lo volvía a dejar allí al atardecer. A veces, ella pensaba que se habían aislado solamente para que nadie pudiera oír sus gritos pidiendo auxilio cuando él arremetía violentamente contra ella.

Una de las primeras cosas que hizo la mujer desde su traslado a la colina fue hacerse con groselleros. El lugar le pareció demasiado pelado y plantó los arbustos al sur de la casa. Señalarían el extremo del huerto que pensaba cultivar. Quería poner más árboles, pero él lo consideró una pérdida de tiempo y le prohibió seguir con ello.

Esta noche eran las patatas. No le parecieron suficientemente cocidas. Eso es lo que pensó ella. También podrían haber estado demasiado cocidas, pasadas, crudas, sin pelar, mal peladas, peladas, no cortadas por la mitad, sin salsa, con salsa, asadas, sin asar, en puré, demasiado espeso, demasiado claro, demasiado dulce, no lo bastante dulce…

Nunca se sabía, con él.

Aquélla era una de sus armas más poderosas. Los ataques llegaban siempre sin previo aviso y cuando ella menos lo esperaba, aunque todo pareciera ir sobre ruedas, o cuando su marido no estaba de buen humor. Él se proponía mantener la incertidumbre, y ella nunca estaba segura. Se encontraba siempre como pendiente de un hilo en presencia de él, dispuesta a hacer lo que fuera. La comida a su hora. La ropa preparada por las mañanas. Mantener a raya a los niños. Mikkelína lejos de él. Satisfacer cada uno de sus caprichos, aunque no sirviera de nada.

Hacía ya mucho tiempo que había dejado de esperar que su marido pudiera mejorar algún día. El hogar de él era la prisión de ella.

El marido cogió su plato al acabar la cena, taciturno como siempre, y lo puso en el fregadero. Luego se volvió hacia la mesa como si su intención fuera salir de la cocina, pero se detuvo junto al lugar que ella ocupaba aún en la mesa. Ella no se atrevió a levantar la mirada, sino que miró a sus dos hijos, que seguían sentados a la mesa, comiendo. Cada músculo del cuerpo en estado de alerta. Quizá se fuera sin llegar a tocarla. Los chicos la miraron y dejaron lentamente sus tenedores.

Un silencio de muerte reinaba en la cocina.

De repente, le agarró la cabeza y se la golpeó contra el plato, volvió a levantarla por los pelos y la echó hacia atrás, de tal modo que la silla se volcó y ella cayó al suelo. El hombre apartó los trozos de loza de la mesa y dio una patada a la silla. Ella se sintió mareada después de la caída. Era como si toda la cocina se hubiera puesto en movimiento. Intentó volver a levantarse, aunque sabía por experiencia que lo mejor era quedarse inmóvil, pero la había invadido un absurdo deseo de provocarle.

– Estáte quieta, cerda -le gritó él, y cuando ella se puso de rodillas, se abalanzó sobre ella vociferando-: ¿Así que quieres ponerte de pie?

La agarró del pelo y le estampó la cara contra la pared, y luego le dio una patada en el muslo, haciéndole perder el apoyo de la pierna; cayó de nuevo al suelo con un alarido. Empezó a manarle sangre de la nariz y los oídos le pitaban tan fuerte que casi no oía sus gritos.

– Intenta levantarte ahora, puta de mierda -bramó el hombre.

Esta vez se quedó quieta, hecha un ovillo con los brazos protegiendo la cabeza a la espera de sus patadas. El hombre levantó una pierna y se la estampó en el costado. El dolor en el pecho le cortó el aliento. Se inclinó hacia ella y le agarró el pelo, levantándole la cabeza para escupirle a la cara antes de golpearla contra el suelo.

– Puta de mierda -bufó el hombre. Luego se incorporó y observó la cocina, donde todo estaba en completo desorden después de la agresión-. Mira cómo lo tienes todo, inútil -le gritó-. ¡Pon todo esto en orden ahora mismo, o te mato!

El marido retrocedió lentamente e intentó escupir a su mujer, pero la boca se le había quedado seca.

– Imbécil -gritó-. No vales para nada. ¿Es que no sabes hacer nada bien, puta, es que no sirves para nada? ¿Serás capaz de comprenderlo algún día? ¿Vas a comprenderlo alguna vez?

No le importaba en absoluto dejar marcas. No había nadie que se preocupara lo más mínimo por ella. Era rarísimo que tuvieran visitas en la colina. Había algunas casitas de veraneo dispersas en el llano más abajo, pero pocos subían a la colina, aunque la carretera de Grafarvogur a Grafarholt estaba bastante cerca; además, en aquellas casas no había nadie que tuviera trato con la familia.

Permanecía tumbada en el suelo, quieta, esperando que él se calmara o se marchara a la ciudad a ver a sus amigos. A veces iba a Reykjavik y pasaba varias noches fuera sin dar la menor explicación. La cara le ardía de dolor y notó un dolor punzante en el pecho, igual que cuando se había roto una costilla dos años antes. No era por las patatas, ni por la mancha que encontró en la camisa recién lavada, ni por el vestido que ella se estaba cosiendo y que a él le pareció demasiado provocativo y rompió en pedazos, ni por el llanto de los niños durante la noche, del que la culpaba a ella. ¡Mala madre! ¡Que se callen o los mato! Era capaz de hacerlo. Podía llegar a eso.

Los dos muchachos salieron pitando de la cocina en cuanto lo vieron abalanzarse sobre su madre, pero Mikkelína se quedó atrás, como siempre. Se movía con dificultad sin ayuda. Estaba acostada en su camita en la cocina, donde dormía y pasaba todo el día, porque la cocina era el lugar donde mejor se la podía vigilar. Acostumbraba a no mover ni un músculo cuando él entraba y empezaba a insultar a su madre, y con la mano sana se echaba la manta sobre la cabeza como si pudiera desaparecer.

No vio lo que había sucedido. No quería verlo. Oyó los gritos de él a través de la manta y los quejidos de dolor de su madre y se encogió cuando la oyó golpearse contra la pared y caer al suelo. Se acurrucó debajo de la manta y empezó a canturrear mentalmente:

Al pasar la barca,

me dijo el barquero:

las niñas bonitas

no pagan dinero.

Cuando paró, el silencio había regresado a la cocina. Aún pasó un largo rato hasta que se atrevió a quitarse la manta de la cabeza. Miró a hurtadillas por el borde, con mucho cuidado, pero no lo vio. Luego miró hacia el pasillo y vio que la puerta de fuera estaba abierta. Debía de haberse marchado. Se incorporó y vio a su madre tendida en el suelo. Se quitó la manta, bajó a gatas de su catre y se fue acercando por el suelo, por debajo de la mesa de la cocina, hacia su madre, que seguía hecha un ovillo sin moverse.

Mikkelína se tumbó muy pegadita a ella. Estaba flaca como un palo y tan débil que le resultaba difícil arrastrarse por el duro suelo. Si tenía que desplazarse de su sitio, su madre o sus hermanos la cogían en brazos. Nunca él, que había amenazado muchas veces con matar a la imbécil. ¡Estrangular a la desgraciada en su asqueroso camastro! ¡Inválida!

Su madre no se movió. Se dio cuenta de que Mikkelína trepaba a su espalda y le acariciaba la cabeza. El dolor de las costillas no cedía y seguía sangrando por la nariz. No sabía si se había desmayado. Creía que él estaba aún en la cocina, pero si Mikkelína se había levantado de su cama, no podía ser. Mikkelína no temía a nada en este mundo tanto como a su padrastro.

Se estiró con mucho cuidado y gimió de dolor y se palpó el costado donde le había dado una patada. Debía de haberle roto una costilla. Se volvió de espaldas y miró a Mikkelína. La niña había estado llorando y tenía aún un gesto de terror en el rostro. Se sobresaltó al ver la cara ensangrentada de su madre y rompió a llorar de nuevo.

– Todo va bien, Mikkelína -gimió su madre-. Todo va bien.

Se incorporó despacio y con grandes dificultades se puso en pie sujetándose en la mesa de la cocina.

– Sobreviviremos.

Se pasó la mano por el costado y notó que el dolor penetraba como una cimitarra.

– ¿Dónde están los chicos? -preguntó mirando a Mikkelína.

Mikkelína señaló la puerta y dejó escapar un sonido que dejaba traslucir su excitación y su miedo. Su padrastro nunca la llamaba otra cosa que «idiota» y cosas mucho peores. Mikkelína había padecido una meningitis a los tres años de edad y a duras penas había conservado la vida. La niña había estado entre la vida y la muerte con las monjas del hospital de Landakot durante varios días, y su madre no fue autorizada a permanecer a su lado, pese a sus súplicas y sus lágrimas a la entrada de la sala. Cuando Mikkelína mejoró, había perdido toda la fuerza en el lado derecho, el brazo y la pierna, así como en los músculos faciales; tenía la cara torcida hacia delante, el ojo medio cerrado y la boca contraída, al punto que le resultaba difícil evitar que se le escapase la saliva.

Los niños sabían que no tenían posibilidad de defender a su madre, pues el más joven tenía siete años y el mayor, doce. Conocían la furia de su padre cuando la atacaba, las palabrotas que utilizaba cuando perdía el control, y el furor que estallaba cuando se dedicaba a lanzarle toda clase de insultos. Entonces echaban a correr, Símon, el mayor, el primero. Agarraba a su hermano y lo arrastraba consigo, y luego lo empujaba por delante como si fuera un corderito asustado, muerto de miedo por si su padre dirigía su ira contra ellos.

Algún día podría llevarse también a Mikkelína.

Y llegaría el tiempo en que podría defender a su madre.

Los hermanos salieron corriendo de la casa muertos de miedo en dirección a los groselleros. Era otoño y los arbustos estaban en flor, color verde oscuro y llenos de follaje, con las bayas rojas repletas de zumo que les manchaba las manos al cogerlas de los arbustos y meterlas en los botes y los jarros que les daba su madre.

Se agazaparon al otro lado de los arbustos y oyeron los insultos y maldiciones de su padre y el estrépito de los platos al romperse, los gritos de auxilio de su madre.

El más pequeño se tapó los oídos pero Símon miró hacia la ventana de la cocina, iluminada por un resplandor amarillento, y se obligó a oír los gritos de su madre.

Ya no se tapaba los oídos. Era preciso escuchar para poder hacer lo que pensaba.

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