Lo que había dicho Elsa sobre el sótano de la casa de Benjamín no era ninguna exageración. Estaba a rebosar de trastos y, por un instante, a Erlendur se le vino el mundo encima. Pensó en llamar a Elinborg y Sigurdur Óli pero decidió que más valía esperar. El sótano tenía unos noventa metros cuadrados y estaba dividido por tabiques en varias estancias sin puertas ni ventanas en las que había cajas y más cajas, algunas rotuladas pero la mayoría sin indicación alguna. Eran cajas de cartón de las que se usan para transportar botellas de vino o cigarrillos, o cajas de madera de todos los tamaños imaginables, y las cosas que contenían eran de lo más variopinto. En el sótano había también armarios, un baúl, maletas y cosas diversas que se habían ido acumulando allí a lo largo de los años: una bicicleta oxidada, segadoras, barbacoas viejas.
– Puedes rebuscar cuanto quieras -dijo Elsa al acompañarle al sótano-. Si hay algo en lo que pueda ayudarte, no tienes más que llamarme.
Casi sentía compasión por aquel policía de espesas cejas que parecía tener la mente en otro sitio, vestido de modo desastrado, con un ajado jersey de punto debajo de una chaqueta vieja con parches en los codos. Traslucía una especie de tristeza que percibió al hablar con él y mirarlo a los ojos.
Erlendur sonrió débilmente y le dio las gracias. Dos horas más tarde empezó a encontrar los primeros documentos del comerciante Benjamín Knudsen. Era espantoso buscar algo en aquel sótano. Los objetos no tenían orden alguno. Trastos viejos y nuevos se mezclaban en grandes montones que tuvo que esforzarse en examinar y colocar luego de alguna forma que le permitiera seguir ahondando en aquel cúmulo de cosas. Pero tenía la sensación de que cuanto más avanzaba, más antiguas eran las cosas que encontraba. Le apetecía un café y tenía ganas de fumar, y estuvo decidiéndose entre molestar a Elsa o bien hacer una pausa en todo aquello e irse a buscar un bar.
Eva Lind no se le iba de la cabeza. Llevaba encima el móvil y esperaba una llamada del hospital en cualquier momento. Tenía remordimientos por no estar con ella. Tal vez debiera tomarse unos días libres y quedarse junto a su hija y hablar con ella, como le había dicho el médico. Estar a su lado en vez de dejarla sola en la UCI, inconsciente, sin familia, sin palabras de aliento, sin nada. Pero no podía quedarse sentado sin hacer otra cosa que esperar, a la cabecera de su cama: Su trabajo era una especie de terapia. Necesitaba agarrarse a él para pensar en otras cosas. Librarse de pensar demasiado en lo peor que podría suceder. En lo impensable.
Intentó concentrarse mientras iba abriéndose camino por el sótano. Abrió un viejo escritorio y encontró facturas de ventas al por mayor con el membrete de Almacenes Knudsen. Estaban manuscritas y le resultó difícil leer aquella escritura, pero parecían referirse a envíos de mercancías. Encontró más facturas parecidas en los cajoncitos del escritorio, y llegó a la conclusión de que Benjamín Knudsen se había dedicado al comercio de ultramarinos. Café y azúcar aparecían con frecuencia, acompañados de números.
No había nada sobre el proyecto de una casa de veraneo en los terrenos elevados en los que ahora se estaba construyendo el barrio del Milenario.
Las ganas de fumar lo vencieron y encontró una puerta que daba a un jardín bien cuidado que empezaba a recuperarse del invierno, aunque él no se dio mucha cuenta, pues estaba concentrado únicamente en absorber el humo hasta lo más hondo de los pulmones y volver a soltarlo. Apuró dos cigarrillos en un momento. Sonó el teléfono en el bolsillo de su abrigo cuando estaba a punto de volver a entrar en el sótano, y respondió. Era Elinborg.
– ¿Cómo sigue Eva Lind? -preguntó ésta.
– Sigue en coma -dijo Erlendur, conciso. No tenía ganas de charla-. ¿Algo nuevo? -preguntó.
– Hablé con el anciano. Tenía una casa en la colina. Y no estoy del todo segura de adonde quería llegar, pero recordó a alguien que rondaba por tus arbustos.
– ¿Mis arbustos?
– Los groselleros.
– ¿Por los groselleros? ¿Quién era?
– Y además creo que ha muerto.
Erlendur creyó oír un gruñido de Sigurdur Óli en segundo plano.
– ¿El de los arbustos?
– No, Róbert -dijo Elinborg-. De modo que de él no sacaremos más.
– ¿Y quién era el de los arbustos?
– No está nada claro -dijo Elinborg-. Era alguien que iba muchas veces y también después. En realidad es lo único que saqué. Luego empezó a decir algo. Dijo «mujer verde» y se acabó.
– ¿Mujer verde?
– Sí. Verde.
– «Muchas veces» y «después» y «verde» -repitió Erlendur-. ¿Después de qué? ¿A qué se refería?
– Como te estoy diciendo, no está nada claro. Creo que puede ser… Creo que ella estaba… -Elinborg titubeó.
– ¿Que estaba qué? -preguntó Erlendur.
– Torcida.
– ¿Torcida?
– Fue la única explicación que tenía para aquella persona. Ya no podía hablar, el pobre viejo, y escribió la palabra «torcida». Luego se durmió y creo que sucedió algo porque todo un batallón de médicos fue corriendo a su habitación y…
La voz de Elinborg se desvaneció. Erlendur pensó unos instantes en sus palabras.
– De modo que al parecer una mujer iba con frecuencia hasta los groselleros en algún momento después de…
– Podía ser después de la guerra -interrumpió Elinborg.
– ¿Recordaba a los habitantes de esa casa?
– Una familia -dijo Elinborg-. Un matrimonio con tres hijos. No pude obtener nada más al respecto.
– ¿De modo que había gente viviendo allí?
– Eso parece.
– Y ella estaba torcida. ¿Qué significa eso de estar torcido? ¿Qué edad tiene Róbert?
– Tiene… o tenía, no lo sé, más de noventa.
– Es imposible saber exactamente a lo que se refiere con esa palabra -dijo Erlendur como hablando para sí-. Una mujer torcida en los groselleros. ¿Vive alguien en la casa de Róbert? ¿Sigue aún en pie?
Elinborg le contó que Sigurdur Óli y ella habían hablado con los propietarios actuales el día anterior, pero que no mencionaron a la mujer. Erlendur les dijo que volvieran a hablar con aquella gente y les preguntaran explícitamente si habían notado que alguien anduviera por los arbustos y si habían visto allí a alguna mujer. También que intentaran localizar a los parientes de Róbert, si los había, y averiguaran si les había hablado alguna vez de la familia de la colina. Erlendur dijo que rebuscaría un poco más en el sótano y luego iría al hospital a ver a su hija.
Se dedicó de nuevo a estudiar los documentos de los cajones de Benjamín, y según iba mirando por el sótano, pensó que abrirse paso por aquellos trastos sería una labor de muchos días. Miró de reojo el escritorio de Benjamín y supuso que lo único que habría allí serían documentos y facturas relativos a su negocio, los Almacenes Knudsen. Erlendur no los recordaba, pero parecían haber estado ubicados en la calle Hverfisgata.
Dos horas más tarde, después de tomar un café con Elsa y fumar dos cigarrillos más en el jardín trasero, llegó hasta un baúl pintado de gris que había en el sótano. Estaba cerrado con llave, pero ésta se encontraba en la cerradura. Tuvo que hacer fuerza para darle vuelta y abrir el baúl. Encima de todo había más documentos y sobres recogidos en un montón con una goma elástica, pero no había facturas. Dentro había también fotos, algunas enmarcadas y otras no. Erlendur las examinó. No tenía ni idea de quiénes eran las personas que aparecían en ellas, pero se hizo a la idea de que algunas serían del mismo Benjamín. Una era de un hombre apuesto y alto, que había empezado a engordar por la cintura y posaba delante de una tienda. La ocasión en que se había tomado la foto era evidente. Acababan de poner el rótulo sobre la puerta: Almacenes Knudsen.
Erlendur examinó unas fotos más y vio al mismo hombre en varias de ellas, y en algunas aparecía junto a una mujer joven, los dos sonrientes. Todas las fotos estaban hechas al aire libre, y en todas brillaba el sol.
Las dejó a un lado, sacó el fajo de sobres y pudo comprobar que contenían cartas de amor de Benjamín a su novia. Se llamaba Sólveig. Algunas eran mensajes breves y declaraciones de amor, otras eran considerablemente largas e incluían acontecimientos cotidianos. Todas rebosaban amor hacia ella. Las cartas parecían estar organizadas en orden cronológico y Erlendur leyó, con cargo de conciencia, una de ellas. Tenía la sensación de estar penetrando en un sanctasanctórum y sentía vergüenza. Como si se asomara a la ventana de una casa para espiar a la gente que había dentro.
Corazón:
Echo de menos terriblemente a mi amor. Llevo todo el día pensando en ti y cuento los minutos que faltan para que regreses. La vida sin ti es como un frío invierno, sin colores y tan vacío y tan muerto. Y pensar que tienes que estar lejos durante dos semanas enteras… A decir verdad, no sé cómo podré soportarlo.
Tu amor
Benjamín K.
Erlendur volvió a meter la carta en su sobre y cogió otra de más abajo del montón, que era más extensa y hablaba de los planes del futuro comerciante de abrir un almacén en Hverfisgata. Tenía grandes planes para el futuro. Había leído que en las ciudades de América había grandes almacenes que ofrecían toda clase de mercancías, tanto ropa como productos alimenticios, y que la gente cogía directamente de los estantes las mercancías que quería comprar. Las ponían en carritos e iban empujándolos.
Erlendur había telefoneado a Skarphédinn, que dijo que las excavaciones de la colina marchaban bien pero no quiso determinar cuándo llegarían al esqueleto. Todavía no habían encontrado en la pared de tierra nada que pudiera aclarar la causa de la muerte del Hombre del Milenario.
Erlendur llamó también al médico de Eva Lind que le informó de que su estado no se había alterado. Fue al hospital al atardecer, con intención de quedarse un buen rato al lado de Eva Lind. Cuando llegó a la unidad de cuidados intensivos vio una mujer vestida con un abrigo marrón sentada junto a la cama de su hija, e iba a entrar en el control de enfermería cuando se dio cuenta de quién era. Se puso rígido, se detuvo en seco y fue retrocediendo lentamente; al llegar al pasillo se paró y la miró desde lejos.
Ella estaba de espaldas, pero él sabía quién era. La mujer tenía aproximadamente la misma edad que él, estaba sentada cabizbaja, un poco gruesa bajo el chándal de color lila claro por debajo del abrigo marrón, se llevaba el pañuelo a la nariz y hablaba con Eva Lind en voz baja. No oía qué le decía. Se dio cuenta de que llevaba el pelo teñido pero debía de hacer bastante tiempo, pues había trazos blancos en la raíz del cabello, donde se abría la raya. Sin querer, calculó mentalmente la edad que tendría. Era fácil. Tres años más que él.
No la había visto tan de cerca desde hacía veinte años. Desde que él se marchó, abandonándola con dos niños. Ella no había vuelto a casarse -él tampoco-, aunque había vivido varias veces con distintos hombres, unos mejores y otros peores. Eva Lind le habló de ellos cuando se hizo mayor y empezó a visitarle. La chica se mostró desconfiada al principio, pero entre ellos se llegó a crear, pese a todo, un cierto entendimiento, y él intentaba hacer todo lo que podía por ella. Lo mismo se podía decir del chico, aunque éste estuvo siempre más alejado de él. Casi no mantenía contacto con su hijo. Y en veinte años apenas había hablado con aquella mujer que ahora estaba sentada al lado de la hija común.
Erlendur miró a su ex esposa y retrocedió un poco más hacia el pasillo. Se planteó la conveniencia de entrar y acercarse a ella, pero no se decidió. Seguramente habría problemas y no quería un escándalo en aquel lugar. No quería un escándalo en ningún sitio. No lo quería en su vida, si podía evitarlo. Nunca habían dado por concluida su relación de manera decente, y ésa era una de las cosas que Eva Lind le recriminaba constantemente.
Cómo se había marchado.
Dio media vuelta y se encaminó hacia el pasillo, y sin querer le vinieron a la cabeza las cartas de amor del sótano de Benjamín Knudsen. Erlendur ya no lo recordaba, y la pregunta seguía sin respuesta cuando llegó a su casa y se sentó pesadamente en el sillón, dejando que el sueño la arrancara de su mente.
¿Había sido ella alguna vez su corazón?