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Hoy no he ido a la escuela; mejor dicho, sólo fui para pedir permiso a la tutora y volver a casa. Le entregué la carta de mi padre, en la cual pedía que me dispensaran, alegando «razones familiares». Ella me preguntó cuáles eran esas razones familiares, y yo le contesté que a mi padre lo habían asignado a trabajos obligatorios. Dejó de incordiarme.

Al salir de la escuela, no fui a casa sino al almacén. Mi padre me había dicho que me esperarían allí. También dijo que debía darme prisa porque podían necesitarme. Por eso pidió que me dejaran faltar a la escuela. Quizá quería que estuviera «a su lado en el último día», cuando tenía que «abandonar a la familia», eso también lo dijo en otro momento. Habló con mi madre, si mal no recuerdo, por la mañana cuando le llamó por teléfono. Hoy es jueves, y mis tardes de los jueves y de los domingos, en realidad, le corresponden a ella. Mi padre le comunicó: «No te puedo dejar a György esta tarde», y entonces dio esa explicación. O tal vez no fue así. Yo tenía un poco de sueño esa mañana, debido a la alarma aérea de anoche, y a lo mejor no me acuerdo bien. Sin embargo, estoy seguro de que lo dijo, si no a mi madre, a otra persona.

Yo también intercambié algunas palabras con mi madre, aunque no recuerdo qué le dije. Creo que hasta se enfadó un poco conmigo, porque fui muy parco con ella, por la presencia de mi padre: al fin y al cabo hoy tengo que complacerlo a él.

Cuando salía para la escuela, también mi madrastra se sinceró conmigo. Estábamos a solas, en la entrada de casa y me dijo que en aquel día tan triste para todos nosotros esperaba «contar con un comportamiento adecuado» por mi parte. No sabía qué responderle, así pues no dije nada. Quizá haya interpretado mal mi silencio, porque continuó diciéndome que no había querido herir mi sensibilidad y que sabía que su advertencia era, en realidad, innecesaria. Estaba segura de que yo, un muchacho de quince años, era perfectamente capaz de calibrar la «gravedad del golpe que habíamos recibido»; ésas fueron sus palabras. Asentí con la cabeza y vi que con eso le bastaba. Entonces, hizo un gesto con la mano, y temí que fuera a abrazarme. No lo hizo, se limitó a soltar un largo y profundo suspiro entrecortado. Me di cuenta de que sus ojos se ponían húmedos; me sentí incómodo. Después, me dejó ir.

Fui andando desde la escuela hasta el almacén. Era una mañana limpia y tibia para ser el principio de la primavera. Hubiera podido desabrochar mi abrigo, pero desistí: la ligera brisa podía haber hecho que las solapas hubieran ocultado de manera antirreglamentaria mi estrella amarilla. De ahora en adelante tengo que cuidar más ciertos detalles. Nuestro almacén de maderas está cerca, en una de las calles laterales. Unas escaleras empinadas llevan a la oscuridad. Encontré a mi padre y a mi madrastra en la oficina, una pequeña cabina de vidrio, iluminada como los acuarios, justo al lado de la escalera. También estaba el señor Sütő a quien conozco bien, porque fue nuestro contable y administrador de otro almacén que teníamos al aire libre y que luego él nos compró. O por lo menos eso decimos. El señor Sütő no tiene problemas de tipo racial ni lleva estrella amarilla y, de hecho, nos ayuda en nuestra situación legal, según yo sé, porque es él quien sigue administrando nuestros bienes para que nosotros no tengamos que prescindir de la totalidad de los beneficios.

Lo saludé con más consideración que de costumbre, puesto que de alguna manera ahora estaba por encima de nosotros: mi padre y mi madrastra también eran más amables con él. Él, sin embargo, se empeñaba en tratar a mi padre como su jefe y a mi madrastra la seguía llamando «mi señora», como si nada hubiese ocurrido, y continuaba besándole la mano cada vez que la veía. Aquel día a mí también me recibió con su tono campechano de siempre; no hacía caso de mi estrella amarilla. Me quedé de pie al lado de la puerta, y ellos continuaron con lo que habían interrumpido por mi llegada. Estaban intentando llegar a un acuerdo sobre algo, según entendí. Al principio no sabía de qué hablaban. Cerré los ojos por un momento, puesto que todavía estaba medio cegado por la intensa luz de la cabina. Entonces mi padre dijo algo que me sorprendió, y abrí los ojos. Observé el rostro redondo y moreno del señor Sütő, en el que destacaban un fino bigote, unos dientes grandes, muy blancos y ligeramente separados, y unas pequeñas manchas rojizas y amarillas, que parecían abscesos abriéndose. Mi padre dijo entonces algo sobre una «mercancía que convenía que el señor Sütő se llevara inmediatamente». El señor Sütő no tenía inconveniente, por lo que mi padre sacó un paquetito del cajón del escritorio que estaba envuelto en papel de seda y atado con un lazo. Entonces supe de qué mercancía se trataba: por su forma reconocí la caja que había en el paquete. La caja en la que guardábamos los objetos de valor y las joyas. Creo que lo llamaban mercancía para que yo no supiera de qué hablaban. El señor Sütő guardó enseguida el paquete en su cartera. A continuación, se enzarzaron en una pequeña discusión: el señor Sütő sacó su pluma estilográfica e insistió en firmar un recibo a mi padre por la mercancía. Mi padre respondió que se dejara de tonterías y que no necesitaba ningún papel. El señor Sütő estaba muy agradecido. «Ya sé que tiene usted confianza en mí, jefe, pero en la vida hay que seguir un orden y conservar ciertas formas», dijo. Después se dirigió a mi madrastra: «¿No opina usted lo mismo, mi señora?», preguntó, pero ella se limitó a sonreír y repuso que, por su parte, confiaba plenamente en las decisiones que ellos tomasen.

Cuando ya empezaba a aburrirme, el señor Sütő por fin se decidió a guardar su estilográfica y empezaron a hablar del tema del almacén. Debían tomar una decisión sobre el destino de todas aquellas tablas de madera. Mi padre opinaba que tenían que actuar inmediatamente, antes de que las autoridades «echaran mano al negocio», y le pidió al señor Sütő que con su experiencia profesional ayudara y aconsejara a mi madrastra en el asunto. «Naturalmente, mi señora. De todas formas, estaremos en contacto permanente por las cuentas», dijo el señor Sütő dirigiéndose a mi madrastra. Creo que se refería a nuestro antiguo almacén que ahora le pertenecía.

Finalmente, se despidió de nosotros. Retuvo la mano de mi padre durante un largo rato; la expresión de su rostro era seria y triste. Sin embargo, opinó que «no eran momentos para palabrerías».

«Hasta pronto, jefe», se despidió el señor Sütő. «Eso espero, señor Sütő», respondió mi padre con una leve sonrisa.

En ese momento, mi madrastra abrió su bolso de mano, extrajo un pañuelo y se lo llevó a los ojos, sollozando. Se produjo un silencio. La situación me resultó molesta, porque tuve la impresión de que yo también debía decir algo. Pero todo había acontecido con tanta rapidez que no se me ocurrió nada sensato. También el señor Sütő se sentía visiblemente incómodo. «Pero, mi señora, no haga esto, por favor. No debe hacerlo, de verdad que no», dijo, asustado.

Después se inclinó y casi dejó caer su boca en la mano de mi madrastra, para proceder a besarla como siempre. Corrió luego hacia la puerta y yo apenas tuve tiempo para hacerme a un lado. Se olvidó de despedirse de mí. Permanecimos en silencio escuchando sus lentos pasos por las escaleras de madera, hasta que mi padre dijo: «Bueno, ya está, otro peso que nos hemos quitado de encima».

Entonces, mi madrastra le preguntó, en un tono velado, si no habría sido mejor aceptar aquel recibo del señor Sütő. Mi padre le respondió que aquel recibo carecía de «valor práctico» e incluso sería más peligroso tenerlo escondido que guardar la caja. Le explicó que estábamos obligados a jugarlo todo a una sola carta y a tener plena confianza en el señor Sütő, puesto que, a esas alturas, no nos quedaba otra solución. Mi madrastra permaneció callada por un momento, pero luego continuó diciendo que, aunque mi padre tuviera razón, ella estaría más tranquila con «un recibo en la mano». No supo explicar bien por qué.

Mi padre estaba obsesionado por el tiempo, porque aún tenían muchas cosas que hacer. Quería entregar a mi madrastra los libros de cuentas del almacén para que pudiera controlar y mantener el negocio mientras él estuviera en el campo de trabajo. También intercambió unas palabras conmigo. Me preguntó si había tenido problemas en la escuela. Después me dijo que me sentara y que estuviera tranquilo hasta que ellos terminaran con los libros.

Claro, ese trabajo requería mucho tiempo. Al principio no lo tomé con tranquilidad. Pensaba en mi padre y en que se iría al día siguiente, y probablemente no volvería a verlo durante mucho tiempo. Al cabo de un rato me cansé de pensar en eso y, puesto que nada podía hacer por mi padre, empecé a aburrirme. Cansado de estar sentado en la misma posición, me levanté y, sólo por hacer algo, bebí agua del grifo. No me dijeron nada. Más tarde me fui a la parte trasera, entre las tablas de madera, para hacer pis. Regresé y me lavé las manos en la pila de azulejos y de grifo oxidado. Saqué el bocadillo de mi cartera y me lo comí. Volví a beber agua del grifo y tampoco me dijeron nada. Regresé a mi sitio, y allí permanecí mortalmente aburrido durante largo rato.

Era más de mediodía cuando salimos a la calle. Otra vez se me cegaron los ojos, me molestaba la luz tan brillante. Mi padre echó la llave a los dos cerrojos de hierro gris. Tuve la impresión de que se demoraba ex profeso en hacerlo. Le entregó las llaves a mi madrastra, diciéndole que él ya no las necesitaría. Mi madrastra abrió su bolso. Asustado, pensé que otra vez sacaría el pañuelo, pero se limitó a guardar las llaves. Nos dispusimos a caminar con muchas prisas. Pensé que regresaríamos a casa pero primero fuimos de compras. Mi madrastra tenía una larga lista de todo lo que mi padre podía necesitar en el campo de trabajo. La víspera había comprado ya una parte, pero aún faltaban algunas cosas. Yo me sentía un poco incómodo caminando a su lado: los tres llevábamos nuestras estrellas amarillas. Cuando iba solo, no me importaba llevarla e incluso me divertía pero cuando ellos me acompañaban, me molestaba. No podría explicar por qué. En todas las tiendas que recorrimos había mucha gente, excepto donde compramos la mochila, allí éramos nosotros los únicos clientes. El aire estaba cargado del fuerte olor de las tinturas utilizadas en la preparación de las telas. El tendero -un anciano de tez amarillenta y dientes postizos níveos que llevaba una codera en un brazo- y su mujer se mostraron muy amables con nosotros. Amontonaron gran cantidad de mercancías sobre el mostrador. Advertí que el tendero llamaba a su esposa -también anciana- «hija» y que la mandaba a ella en busca de los artículos. Yo ya conocía aquella tienda porque estaba cerca de nuestra casa pero hasta aquel día no había entrado en ella. Era una tienda de artículos de deporte, en la que también vendían otras cosas. Desde hacía un tiempo vendían incluso estrellas amarillas de fabricación propia debido a la escasez de tela amarilla. (Mi madrastra había conseguido las nuestras a su debido tiempo.) Las estrellas de la tienda, de tela amarilla, estaban fijadas a una cartulina recortada, con lo que resultaban mucho más bonitas que las caseras, que a menudo tenían las puntas desiguales. Observé que ellos también llevaban las mismas estrellas que vendían, como si desearan animar a los posibles compradores.

El tendero nos preguntó, disculpándose por el atrevimiento, si los artículos que estábamos comprando eran para un campo de trabajo. Mi madrastra le respondió que sí. El viejo asintió con la cabeza y nos miró con una expresión triste. Levantó sus viejas y manchadas manos y las dejó caer, con un gesto de pena, sobre el mostrador. Entonces mi madrastra le preguntó si tenían mochilas, puesto que necesitábamos una. El anciano tardó en responder, pero por fin dijo: «Para ustedes, seguramente habrá alguna. Trae del almacén una mochila, hija, para este señor».

La mujer volvió con una mochila que parecía buena y apropiada. El tendero envió una vez más a su mujer por algunas cosas que -en su opinión- mi padre «podría necesitar allá donde iba a ir». Hablaba con nosotros con mucho tacto y simpatía y trataba de evitar usar la expresión «trabajos obligatorios». Nos enseñó objetos muy útiles, como un recipiente hermético para la comida, un estuche que contenía una navaja y otros utensilios incorporados, un bolso muy práctico para colgar del hombro, cosas que -según decía- compraba la gente que se encontraba en «circunstancias parecidas».

Mi madrastra decidió adquirir la navaja para mi padre. También a mí me gustaba. Una vez escogido todo lo necesario, el tendero mandó a su esposa a la caja. Moviendo su cuerpo frágil, envuelto en un vestido negro, con bastante dificultad, la mujer se situó ante la caja que estaba sobre el mostrador, delante de un sillón acolchado. Después, el tendero nos acompañó hasta la puerta. Antes de despedirse dijo que esperaba tener la suerte de poder servirnos en otra ocasión y, dirigiéndose a mi padre, añadió: «De la manera que usted, señor, y yo deseamos».

Finalmente, nos dirigimos a nuestra casa, situada en un edificio grande de varias plantas, cerca de una plaza donde hay una parada de tranvías. Una vez en casa, mi madrastra se dio cuenta de que no habíamos recogido nuestra ración de pan. Tuve que regresar a la panadería. Esperé fuera hasta que llegó mi turno y luego entré en la tienda. La panadera, una mujer rubia y tetuda, cortaba el pedazo de pan que correspondía a cada ración y luego su marido lo pesaba. No me devolvió el saludo. Era sabido en el barrio que no le caían bien los judíos; por eso también nuestra ración de pan pesaba siempre algo menos de lo que nos correspondía. Según se decía, de esta forma él se quedaba con una parte del pan racionado. De alguna manera, quizá por su mirada airada y sus movimientos decididos, comprendí las razones de su animadversión hacia los judíos: si hubiera sentido simpatía por ellos, habría tenido la desagradable sensación de estar engañándolos. Por lo tanto, actuaba por convicción, guiado por la justicia y la verdad que emanan de unos ideales, lo cual era completamente diferente.

Tenía prisa por llegar a casa porque estaba hambriento, así que sólo intercambié unas pocas palabras con Annamária, que bajaba por las escaleras cuando yo me disponía a subir. Ella vive en el mismo piso que nosotros, en la casa de los Steiner, con quienes ahora nos reunimos todas las noches en casa de los Fleischmann. Antes, no hacíamos el menor caso de los vecinos, pero desde que sabemos que somos de la misma raza, intercambiamos ideas sobre nuestro futuro. Habitualmente, nosotros dos hablamos de otras cosas; así me enteré de que la señora y el señor Steiner son sus tíos; sus padres están ahora arreglando los papeles del divorcio, y como todavía no han decidido qué van a hacer con ella, la han mandado a vivir con sus tíos. Antes, por la misma razón, ha estado en un internado, como yo. Tiene unos catorce años. Su cuello es muy largo. Debajo de su estrella amarilla ya le han empezado a crecer los senos. Aquel día ella también iba a la panadería. Me preguntó si quería jugar a las cartas por la tarde con ella y las dos hermanas que viven en el piso de arriba, con las que Annamária ha entablado amistad. Yo apenas las conozco, pues sólo las he visto algunas veces en la escalera y en el refugio antiaéreo del sótano. La más pequeña debe de tener unos once o doce años. La mayor, según Annamária, tiene la misma edad que ella. A veces, desde una habitación de nuestra casa cuyas ventanas dan al interior, la veo pasar por el pasillo. También me he cruzado con ella un par de veces en el portal. Deseaba conocerla mejor y ésa era una buena oportunidad. Pero de repente me acordé de mi padre y le dije a Annamária que no podía ir porque lo habían destinado a trabajos obligatorios. Me respondió que había oído a su tío comentar algo sobre ello.

Después de permanecer un rato en silencio ella volvió a hablar: «¿Qué tal mañana?». «Mejor pasado -contesté yo, y luego añadí-: quizá.»

Cuando llegué a casa, mi padre y mi madrastra estaban sentados a la mesa. Ella me sirvió la comida y me preguntó si tenía hambre. Sin detenerme a pensar le contesté que tenía muchísima hambre, y así era en verdad. Me llenó el plato, y ella apenas se sirvió. Yo no me di cuenta, pero mi padre sí y le preguntó por qué hacía eso. Ella repuso que en aquel momento su estómago era incapaz de ingerir cualquier alimento. Entonces me di cuenta de mi comportamiento erróneo. Mi padre manifestó que no estaba de acuerdo con ella. No debía abandonarse, justo en ese momento cuando más iba a necesitar su fuerza y su firmeza. Mi madrastra no respondió; cuando levanté la vista comprobé que estaba llorando. Me sentí otra vez tan incómodo que clavé la mirada en mi plato. No obstante, con el rabillo del ojo vi el gesto de mi padre, cogiéndola de la mano. Permanecieron un minuto en silencio. Levanté la vista y vi que continuaban cogidos de la mano, mirándose fijamente como hombre y mujer. Eso nunca me ha gustado. Ya sé que es algo muy natural, al fin y al cabo, pero a mí no me gusta y nunca he sabido por qué.

Cuando reanudaron la charla me sentí liberado. Volvieron a mencionar al señor Sütő, la caja y el almacén. Mi padre parecía tranquilo al haber puesto todo «en buenas manos». Mi madrastra se mostró de acuerdo con él aunque volvió a referirse brevemente a una «garantía», para evitar que todo quedara en unas palabras de confianza que quizás eran insuficientes. Mi padre se encogió de hombros, y le respondió que en aquellos tiempos no sólo en los negocios ya no había garantías sino tampoco en otros aspectos de la vida. Mi madrastra soltó un profundo suspiro, con el que dio a entender que se había convencido; se disculpó por haber mencionado el asunto y le pidió a mi padre que no hablara de esa forma. Él dijo entonces que no sabía cómo se las arreglaría mi madrastra para resolver ella sola los problemas que se le iban a plantear en tiempos tan difíciles como aquellos. Ella respondió que no estaría sola, que contaría con mi ayuda. «Nosotros dos -dijo- nos ocuparemos de todo hasta tu regreso. -Se volvió hacia mí, con la cabeza ligeramente inclinada, y añadió-: ¿Verdad que sí?» Estaba sonriente pero sus labios temblaban. Le dije que sí. Mi padre me miró con ternura. Eso me conmovió y quise hacer algo por él; aparté mi plato y, al instante, me preguntó si ya no quería comer más. Le respondí que no tenía apetito y me pareció que eso le agradaba porque me acarició la cabeza. El contacto físico me produjo un nudo en la garganta; no eran ganas de llorar sino más bien una sensación de malestar. Hubiera preferido que mi padre ya no estuviera allí. Era una sensación desagradable pero tan nítida que no podía pensar en otra cosa. Cuando ya estaba a punto de echarme a llorar, llegaron los invitados.

Mi madrastra ya nos había advertido que vendrían sólo los familiares más próximos. Al oír el timbre, mi padre hizo un gesto de resignación. «Quieren despedirse de ti -explicó mi madrastra-, es natural.»

Eran la hermana mayor de mi madrastra y su madre. Pronto llegaron también los padres de mi padre, es decir mis abuelos. A mi abuela la acomodamos en un sofá, porque apenas ve, ni siquiera con sus gruesas gafas, y tampoco oye bien. Sin embargo, le gusta enterarse de todo y participar en los acontecimientos. Así pues, da mucho trabajo, por una parte porque hay que repetírselo todo, gritándole al oído y por otra porque hay que impedir hábilmente que intervenga demasiado y ocasione problemas.

La madre de mi madrastra llevaba un sombrero muy belicoso, en forma de cono, con una pluma en el ala. Se lo quitó al llegar, y descubrió su hermosa cabellera blanca, recogida con un pequeño lazo. Tiene una cara delgada y cetrina, ojos grandes y oscuros; la piel de su cuello es tan fláccida que casi le cuelga. A mí me recuerda a un perro de caza inteligente y astuto. Sacude continuamente la cabeza con un ligero temblor. Fue ella quien cumplió con la tarea de prepararle la mochila a mi padre ya que tiene mucha práctica en ese tipo de quehaceres. Se dispuso inmediatamente a cumplir con la labor, siguiendo la lista que mi madrastra le había entregado.

La hermana de mi madrastra, en cambio, nos fue poco útil. Mucho mayor que mi madrastra, no se parece a ella ni siquiera físicamente; cuesta creer que sean hermanas. Ella es gordita y bajita y tiene una expresión constante de asombro en el rostro. Habló sin parar y nos abrazó a todos, gimoteando. Me costó quitarme de encima sus senos blandos que olían a polvos de tocador. Cuando se sentó, la masa de carne de su cuerpo cayó sobre sus regordetes muslos. No puedo olvidarme de mi abuelo. Se quedó de pie, junto al sofá donde estaba sentada su mujer, escuchando sus quejas con un rostro paciente e impasible. Los primeros lloriqueos de mi abuela fueron por mi padre, luego se olvidó de él y empezó a preocuparse por sus propios achaques. Le dolía la cabeza y se quejaba de los zumbidos que sentía en los oídos a causa de su hipertensión. Mi abuelo está tan acostumbrado que no le hace ni caso, pero no se movió de su lado ni un instante. No le oí decir nada, pero allí estaba, de pie en el mismo sitio siempre que lo miraba, en el mismo rincón que se hacía más y más oscuro según iba avanzando la tarde. Al final la luz amarillenta y apagada sólo le iluminaba un poco la frente descubierta y la nariz aguileña, mientras que sus ojos y la parte inferior de su rostro se perdían en la sombra. Con los movimientos rápidos de sus minúsculos ojos lo observaba todo, sin que él fuera visto por los demás.

También llegó una prima de mi madrastra junto con su marido, tío Vili, que lleva un zapato con la suela más gruesa debido a un ligero defecto en una pierna. Ésta es también la razón de su situación privilegiada: no puede ser enviado a trabajos obligatorios. Tío Vili es calvo y su cara tiene forma de pera: más ancha y redondeada arriba, y más estrecha en la barbilla. Sus opiniones son muy respetadas en la familia, puesto que, antes de abrir un local de apuestas de quinielas hípicas, trabajó como periodista. Enseguida se puso a comentar las últimas noticias que había tenido de «fuentes de toda solvencia», y que según él eran absolutamente ciertas. Se sentó en un sillón, extendió su pierna enferma hacia delante y, mientras se frotaba las manos con un ruido seco, nos informó que en breve se producirían «cambios fundamentales en nuestra situación», puesto que se habían iniciado negociaciones secretas sobre nosotros entre los alemanes y los aliados, con intermediarios neutrales.

Los alemanes, explicó el tío Vili, habían reconocido que su situación en los frentes era desesperada. En su opinión, nosotros, los miembros de la comunidad judía de Budapest, les veníamos de perlas para conseguir ventajas frente a los aliados, quienes seguramente harían todo lo posible por nosotros. Aquí mencionó un «factor decisivo» que había conocido en su época de periodista y al que se refirió como «la opinión pública mundial», que, según él, estaba conmovida por lo que nos ocurría. No cabía duda de que las negociaciones serían duras, prosiguió, y buena prueba de ello era la dureza de las últimas medidas tomadas contra nosotros. Todo era consecuencia natural de «una jugada en la cual nosotros seríamos utilizados como simples peones en una gran maniobra internacional de chantaje». También añadió que él sabía perfectamente lo que estaba pasando «entre bastidores», y que sólo era «una fanfarronería espectacular» para alcanzar ventajas en la negociación. Concluyó diciendo que debíamos tener un poco de paciencia, hasta que «los acontecimientos llegaran a su desenlace».

Después de su discurso, mi padre le preguntó si el desenlace podría producirse antes del alba y si él debía considerar su citación «como una simple fanfarronería» y, por lo tanto, no presentarse en el campo de trabajo.

«No, claro que no», respondió tío Vili, un tanto desconcertado. Después siguió diciendo que estaba seguro de que mi padre regresaría a casa muy pronto. «Estamos llegando a la hora doce -dijo, frotándose las manos sin parar-. ¡Ojalá hubiera hecho yo apuestas tan seguras antes! Ahora no sería un pobretón.»

Le habría gustado seguir hablando, pero la madre de mi madrastra acababa de terminar con la mochila de mi padre, y éste se levantó para pesarla.

Por último llegó el hermano mayor de mi madrastra, el tío Lajos, quien ocupa un lugar importante en la familia, aunque no podría decir bien por qué. Enseguida quiso hablar con mi padre a solas. Observé que mi padre estaba nervioso y trataba de evitarlo aunque sin ofenderlo. Entonces, inesperadamente se dirigió a mí para decirme que quería «intercambiar unas palabras conmigo». Me arrastró a un rincón apartado del salón, junto a un armario, y se paró frente a mí. Empezó diciéndome que, como yo sabía, mi padre se marcharía al día siguiente. Le dije que estaba al corriente de todo. Entonces, quiso saber si iba a echar de menos a mi padre. Su pregunta me enervó un poco. «Naturalmente -contesté, y como me pareció una respuesta insuficiente, añadí-: lo echaré mucho de menos.» El tío Lajos empezó a mover la cabeza, con una expresión muy triste.

Después, me enteré de unas cuantas cosas interesantes y sorprendentes, como el hecho de que una etapa de mi vida que él llamaba «los años felices y despreocupados de la infancia» habían terminado para mí ese día tan aciago. Estaba convencido de que yo no había considerado la cuestión de esa forma. Reconocí que tenía razón. Sin embargo, continuó, sus palabras seguramente no me sorprendían. Le volví a dar la razón. Entonces me aclaró que con la ausencia de mi padre mi madrastra se quedaría sin apoyo; aunque la familia nos «echaría siempre una mano», de ahora en adelante yo sería su principal apoyo. Por ese motivo yo tendría que aprender antes de tiempo qué eran «la preocupación y la renuncia». A partir de ahora, no viviríamos tan desahogadamente como antes, y eso no me lo quería ocultar, puesto que hablaba conmigo «de adulto a adulto». «De ahora en adelante -dijo-, tú también serás partícipe del destino común de los judíos.»

Me explicó entonces que ese destino era «una persecución constante desde hacía milenios, que los judíos teníamos que aceptar con paciencia y resignación», puesto que Dios nos lo había impuesto por los pecados que habíamos cometido en tiempos pasados; así pues, sólo de Él podíamos esperar la gracia, mientras Él esperaba que en esos momentos difíciles nosotros, «acorde con nuestras fuerzas y capacidades», nos mantuviéramos firmes en el lugar que Él nos había designado. En mi caso, por ejemplo, como pude enterarme por mi tío, tendría que desempeñar en el futuro el papel de cabeza de familia. Me preguntó si sería lo bastante fuerte para ese papel. Yo había comprendido perfectamente el hilo de sus pensamientos en todo lo que había dicho sobre los judíos, su pecado y su Dios, pero sus palabras me emocionaron. Así pues, respondí afirmativamente. Él parecía contento. «Muy bien -dijo-, sabía que eras un muchacho inteligente, de sentimientos profundos y gran sentido de la responsabilidad.» Tras añadir que eso le consolaba en medio de tanta desgracia, me agarró la mandíbula con sus dedos peludos y húmedos de sudor y levantó mi cara para decirme en tono tembloroso: «Tu padre se está preparando para un largo viaje. ¿Has rezado por él?». Ante su expresión tan grave me invadió un sentimiento de culpa por haber descuidado algo relacionado con mi padre: no se me había ocurrido rezar por él. Inmediatamente ese sentimiento empezó a pesarme y, deseando cumplir con mi deber, le confesé que no lo había hecho. «Entonces, ven conmigo», me indicó. Lo seguí hasta una habitación exterior que daba al patio. Allí nos dispusimos a rezar, en medio de muebles destartalados, que no tenían uso alguno. El tío Lajos se puso una gorrita de tela negra reluciente sobre la calva. Yo tuve que ir al vestíbulo a buscar mi gorro. Después, sacó de un bolsillo de su abrigo un librito de tapa negra con bordes rojos, y de otro bolsillo, sus gafas. Comenzó a leer las oraciones, deteniéndose para que yo repitiera todo lo que él decía. Al principio, lo hice bien, pero terminé por cansarme; me molestaba no entender una palabra de lo que decíamos a Dios, lógicamente en hebreo, idioma que yo desconozco. Para poder seguir sus palabras, tenía que fijarme en los movimientos de su boca; eso es lo único que recuerdo de aquellos momentos: sus labios carnosos, húmedos y movedizos y el sonido de un idioma desconocido que yo mismo emitía. También recuerdo que, a través de la ventana, por encima de los hombros del tío Lajos, vi a la hermana mayor que iba deprisa por el pasillo, hacia su casa. Creo que entonces me equivoqué en el texto. Al final, el tío Lajos parecía contento, y la expresión de su rostro me hizo pensar que de verdad habíamos hecho algo por mi padre. Eso era preferible al sentimiento pesado y apremiante que me había embargado hacía unos instantes.

Cuando regresamos al salón, ya era de noche. Cerramos las ventanas cubiertas de papel para que no se vieran las luces en caso de ataque aéreo: la noche azul y húmeda de primavera había quedado fuera, y nosotros, allí encerrados. El ruido de las conversaciones me cansaba y el humo de los cigarrillos me molestaba en los ojos. Tuve que bostezar repetidas veces. La madre de mi madrastra puso la mesa. Ella misma había traído la cena en un gran bolso. En cuanto llegaron, nos dijo que había conseguido carne en el mercado negro. Mi padre le dio dinero de su cartera de cuero. Estábamos todos sentados alrededor de la mesa, cuando llegó el señor Steiner junto con el señor Fleischmann, ellos también querían despedirse de mi padre. «Por favor, no se molesten. Me llamo Steiner -se presentó-. No se levanten, por favor.»

Llevaba las mismas pantuflas descosidas, el chaleco desabrochado que dejaba al descubierto su prominente vientre, y en la boca el eterno puro maloliente. Su cara roja y grande, contrastaba con el aspecto infantil que le daba su peinado con la raya en el medio.

Al señor Fleischmann casi no se le veía a su lado: es bajito, de aspecto muy cuidado, tiene el pelo blanco y la piel gris. Usa unas gafas como ojos de lechuza y una expresión ligeramente preocupada. Él no abrió la boca; se quedó al lado del señor Steiner, chasqueando los dedos, como disculpándose probablemente por su amigo, pero tampoco estoy muy seguro. Los dos viejos son inseparables, aunque estén siempre discutiendo, ya que nunca están de acuerdo en nada. Los dos estrecharon la mano de mi padre. El señor Steiner le dio además unas palmaditas en el hombro y lo llamó «muchacho». También soltó su chiste de costumbre: «Abajo esa moral, y no perdamos la desesperanza». Dijo luego que cuidarían de nosotros, de mí y de la «señora», o sea de mi madrastra; el señor Fleischmann asentía vivamente con la cabeza. El señor Steiner miraba a mi padre con ojos parpadeantes. De pronto lo atrajo hacia él y lo abrazó.

Cuando se marcharon, todo se ahogó en el ruido de los cubiertos, de las conversaciones y en el humo de la comida y de los cigarrillos. A mí me llegaban sólo fragmentos de imágenes entrecortadas e inconexas de una cara o un gesto que se desprendían del espeso humo alrededor. Veía la cara huesuda, amarillenta y temblorosa de la madre de mi madrastra, cuando iba sirviendo la comida en los platos; luego las dos manos del tío Lajos que rechazaban la carne porque era de cerdo y, por lo tanto, prohibida por la religión; los mofletes regordetes, la mandíbula movediza y los ojos húmedos de la hermana de mi madrastra. De repente, vi con claridad la cabeza calva y rosada del tío Vili bajo la luz de la lámpara y escuché hilachas de sus aseveraciones; recuerdo también las palabras del tío Lajos, pronunciadas en medio de un silencio profundo y solemne, con las cuales pedía que Dios nos ayudase, para que «podamos, lo más pronto posible, reunirnos otra vez alrededor de esta mesa, todos juntos, en paz, salud y amor».

Apenas veía a mi padre, y en cuanto a mi madrastra, sólo me enteré de que todos estaban pendientes de ella, incluso más que de mi padre, y de que le dolía la cabeza. Alguien le preguntó si quería una aspirina o una compresa de agua fría pero ella no quiso nada.

A ratos, me llamaba la atención mi abuela, que siempre estaba alborotando: había que llevarla una y otra vez al sofá. Me acuerdo de sus ojos cegatos que parecían insectos segregando líquidos detrás de los cristales de sus gafas, empapados por el vaho. En un momento dado, todos nos levantamos de la mesa y entonces empezaron las despedidas definitivas. Mis abuelos fueron los primeros en marcharse, antes que la familia de mi madrastra. Quizás el recuerdo más memorable de toda aquella velada fue ver a mi abuelo que por primera vez llamaba la atención de todos: levantó su minúscula cabeza de pájaro y, de manera incontrolada, la apoyó sobre el pecho de mi padre. Su cuerpo, encogido, se estremeció. Luego, se abrió paso para salir, casi arrastrando a mi abuela del brazo. Algunos de los invitados me abrazaron; sentí la huella húmeda de sus labios en mi cara. Finalmente, se hizo el silencio; se habían ido todos.

Entonces, yo también me despedí de mi padre o, mejor dicho, él de mí. No lo sé muy bien, no recuerdo las circunstancias: mi padre probablemente había salido a acompañar a los invitados porque durante un tiempo permanecí solo al lado de la mesa, cubierta con los restos de la cena, y sólo me sobresalté cuando él regresó, solo. Quería despedirse de mí. «Mañana al alba ya no habrá tiempo para despedidas», dijo. Me repitió más o menos las mismas palabras que el tío Lajos sobre mi responsabilidad digna de una persona adulta, sólo que fue más breve. No mencionó a Dios y sus palabras reflejaron menos emoción. También me habló de mi madre; me dijo que seguramente intentaría atraerme con promesas para que fuera a vivir con ella. Se notaba que eso le preocupaba. Los dos habían peleado durante mucho tiempo por mi custodia, y al final la decisión del juez resultó favorable a mi padre: comprendía que él no quería perder sus derechos sobre mí, sólo por su situación de desventaja. Sin embargo, no alegaba la decisión judicial sino mi actitud respecto al trato diferente de mi madrastra, que había creado para mí «un verdadero hogar», mientras que mi madre me había «abandonado». Empecé a prestar más atención, puesto que mi madre no opinaba lo mismo sobre esa cuestión. Según ella, el culpable había sido mi padre, y ella se había visto obligada a buscar otro marido, un tal señor Dini (en realidad, Dénes), quien, por cierto, también había partido la semana anterior hacia los campos de trabajo.

No pude enterarme de nada más sobre aquel asunto porque mi padre empezó a hablar otra vez de mi madrastra diciendo que tenía que agradecerle que me hubiese sacado del internado, y que mi lugar estaba «en casa, a su lado». Estuvo hablando de ella durante mucho rato, y comprendí por qué no estaba ella delante: sus palabras la hubiera cohibido. A mí, me cansaban. No sé muy bien qué le prometí a mi padre. Al instante me encontré entre sus brazos y su contacto me cogió de improviso. Lloré, no sé si por eso o por otro motivo, por el agotamiento o porque desde aquella pequeña charla que mi madrastra me había dado por la mañana me había estado preparando para ello. Cualquiera que fuera la razón estuvo bien que así sucediera, y me pareció que mi padre también se sentía aliviado. Luego me dijo que me acostara, estaba ya bastante cansado. «Bueno -pensé-, por lo menos se va con el recuerdo de un bonito día, el pobre.»

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