5

No puede haber, creo yo, ningún preso que al principio no se extrañe de su condición. También nosotros, los muchachos, estuvimos mirándonos extrañados en el patio al que llegamos después de la ducha. Me fijé en un hombre joven que estaba junto a mí, el cual se examinaba su vestimenta, palpándola de arriba abajo, con mucha atención y dedicación pero también con incredulidad, como si tratara de comprobar la calidad de la tela. Luego miró alrededor como si quisiera decir algo, pero al final no dijo nada porque vio que todos estábamos vestidos igual: por lo menos eso me pareció, aunque quizás estaba equivocado. Incluso con su cabeza rapada, con aquella vestimenta, con su uniforme de preso que le quedaba un poco corto pude reconocerlo por su cara huesuda: era el enamorado que una hora antes -porque una hora más o menos había pasado desde nuestra llegada hasta nuestra transformación completa- se había visto obligado a separarse de su enamorada con tanta pena.

En ese momento, de repente, sentí que me arrepentía de algo. Cuando todavía vivía en mi casa, encontré por casualidad un libro en el estante; se trataba de un libro cubierto de polvo que probablemente nadie había leído jamás. El autor había sido un preso; yo empecé a leerlo pero no pude acabarlo porque no lograba entender el razonamiento del escritor. Me pareció que los protagonistas tenían nombres muy largos, muy complicados, imposibles de retener y, al fin y al cabo, aquel libro no me interesaba en absoluto; después de todo yo aborrecía la vida de los presos. Ahora que, sin lugar a dudas, lo iba a necesitar, no tenía ni idea de lo que allí se narraba. Lo único que recordaba era que el preso decía que se acordaba más de los primeros días de su cautiverio que de los últimos, a pesar de que éstos estaban más próximos al período en que escribió su obra. Esa sola idea ya me pareció sospechosa, pues creía que se trataba de una mentira. Sin embargo, ahora sé que decía la verdad: yo mismo recuerdo mucho mejor el primer día que todos los siguientes.

Al principio, me sentía como si sólo estuviera allí de paso, de una manera lógica y comprensible, como corresponde a los engaños e ilusiones típicos de la naturaleza humana. El patio, ese terreno soleado, parecía un tanto desierto, no había ni rastro del campo de fútbol, ni huerta, ni plantas, ni césped, sólo una enorme y sencilla edificación de madera que me recordaba un pajar o un cobertizo: seguramente nuestro nuevo hogar. Para entrar, nos dijeron, teníamos que esperar el toque de queda vespertino. Por delante y detrás de nuestro edificio había otros, muy similares, dispuestos en filas que parecían infinitas, y a la izquierda, otra fila con los mismos edificios separados por espacios iguales. Más lejos se veía un camino ancho, asfaltado, mejor dicho otro camino ancho y asfaltado, puesto que después de salir de la ducha, la uniformidad de los edificios, patios y caminos era tal que yo ya no distinguía nada de nada. En el punto en el que ese camino convergía con otro que se extendía entre los cobertizos, había una barrera con rayas rojas y blancas, finas y bien trazadas, como de juguete. A la derecha se veían las vallas con alambre de púas, reforzadas, según nos dijeron, con corriente eléctrica; yo no pude creerlo hasta que tuve ocasión de reconocer aquellos pequeños pivotes de porcelana blanca, tan típicos de los postes de electricidad y de teléfono. La descarga -nos decían- sería seguramente mortal; en realidad bastaba con pisar la estrecha franja de tierra arenosa que bordeaba la valla para que desde una de las torres de vigilancia nos dispararan sin previo aviso (eran las torres de madera que yo en la estación había tomado por puestos de caza). Todo esto nos lo explicaron con empeño y dándose mucha importancia los que parecían mejor informados.

Al cabo de un rato llegaron los voluntarios, trayendo recipientes rojos y pesados que hacían mucho ruido al chocar unos contra otros. Ya habíamos sido informados y la noticia corría de un lado a otro, a lo largo y ancho de todo el patio: «¡Nos van a traer sopa caliente!». La verdad es que yo también creía que ya era hora de que nos dieran algo de comer; sin embargo, me pareció excesiva la alegría que mostraban unas caras llenas de gratitud, una alegría especial, como de niños, que los invadió con la noticia. Tuve la sensación de que no se debía tanto a la sopa como simplemente al cuidado y atención que nos brindaban por primera vez después de tantas sorpresas desagradables desde nuestra llegada. También me pareció probable que la noticia la hubiera empezado a difundir aquel preso que parecía nuestro guía, para no decir nuestro anfitrión. Él también llevaba un uniforme de corte perfecto, como el preso de la ducha, tenía pelo -ese detalle ya me resultaba rarísimo- y llevaba un gorro de fieltro azul que en casa solíamos denominar «boina vasca» y zapatos amarillos de cuero, muy bonitos. Llevaba un lazo rojo en el brazo que era evidentemente una señal de autoridad; en ese momento consideré seriamente la idea que me habían inculcado en casa, según la cual «el hábito no hace al monje». El preso llevaba un triángulo rojo en el pecho, señal inequívoca de que él no estaba allí por su sangre sino por su manera de pensar y sus ideales. Con nosotros estuvo simpático aunque reservado y bastante parco en palabras; nos informó de todo lo necesario con mucho gusto. Su comportamiento no me pareció extraño, al fin y al cabo ya llevaba tiempo allí y conocía la situación. Era un hombre alto, más bien delgado, en cuyo rostro, aunque simpático, eran evidentes los signos del cansancio. Me di cuenta de que muchas veces trataba de distanciarse de nosotros y -no sé por qué- nos miraba con extrañeza; pude comprobarlo en sus miradas incrédulas, las muecas en su cara y los gestos de su cabeza. Más tarde me dijeron que era de origen eslovaco. Algunos de los nuestros hablaban su idioma y formaban pequeños grupos alrededor de él.

Fue él mismo quien nos distribuyó la sopa, utilizando un cucharón raro, de mango muy largo que parecía un embudo, y con la ayuda de otros dos presos que tampoco eran de los nuestros. Éstos le iban pasando unos platos rojos y unas cucharas cochambrosas. Tendríamos que apañarnos con un plato y una cuchara para dos personas, puesto que no había para todos; por la misma razón, después de tomarnos la sopa tendríamos que entregarlo todo de nuevo. Cuando me tocó el turno, recibí mi sopa, mi plato y mi cuchara junto con el Curtidor; aquello no me gustó nada puesto que no tenía la costumbre de comer con nadie del mismo plato, pero comprendí que la necesidad producía situaciones anómalas. Primero, probó él la sopa y luego me pasó el plato inmediatamente. Tenía una expresión un tanto rara; al preguntarle qué tal estaba la sopa me dijo que la probara. Vi que todos los muchachos se miraban con sorpresa, entre risas. Entonces yo también probé la sopa y tuve que reconocer que, lamentablemente, era incomestible. Le pregunté al Curtidor qué hacíamos con ella y me respondió que, por él, la podíamos tirar. En aquel momento, una voz muy serena detrás de mí nos comunicó: «Así es la sopa aquí». Era un hombre bajito, bastante mayor, a quien encima del labio superior se le veía la marca del bigote. Su cara reflejaba una mezcla de bondad y experiencia. Varias personas alrededor miraban con disgusto sus respectivos platos y cucharas. Él les explicó que había participado en la Primera Guerra Mundial como oficial del ejército. Allí había tenido ocasión, según dijo, de comer hasta hartarse esa sopa, entre los soldados alemanes en el frente donde habían luchado. Según su opinión, la sopa estaba preparada con «ingredientes desecados», lo que resultaba un tanto raro para el estómago húngaro, reconoció con una sonrisa indulgente llena de comprensión.

Siguió diciéndonos que uno podía acostumbrarse a ella y que era necesario puesto que tenía «un alto valor nutritivo y muchas vitaminas», gracias al conocimiento que tenían los alemanes de la conservación de los alimentos. «De todas formas -añadió con otra sonrisa- la primera regla que debe cumplir un buen soldado es comerse todo lo que le den porque nunca sabe si al día siguiente se lo volverán a dar.» Dicho esto, empezó a comerse su ración, tranquilo y circunspecto, sin hacer una sola mueca de disgusto hasta que la terminó. Yo había decidido tirar la mía a un lado de la barraca, como había visto hacer a algunos adultos y muchachos. Sin embargo cambié de idea al ver que nos observaba un soldado, representante de la autoridad, y temí que pudiera ofenderse; aunque lo único que advertí en su rostro fue una mirada extraña y una sonrisa indefinida. Devolví entonces el plato y la cuchara y a cambio me entregaron una gruesa rebanada de pan con un cubito blanco encima que, por su forma y tamaño, se parecía a los cubitos de los juguetes de construcción y que resultó ser mantequilla, margarina, nos decían. Me lo comí todo a pesar de que nunca había probado un pan como aquél: era cuadrado y no tenía corteza ni miga, parecía estar hecho de barro negro y al masticarlo, unos trocitos de paja y de granos crujían entre los dientes. Pero al fin y al cabo era pan y yo tenía hambre después de un viaje tan largo. A falta de mejor instrumento, extendí la margarina con el dedo, a la manera de Robinson, como lo vi hacer a otros. Luego me fui a buscar agua pero con gran disgusto comprobé que no había: «Vaya, otra vez a pasar sed, como en el tren», pensé con irritación.

Entonces percibimos claramente aquel olor difícil de definir que ya nos había llamado la atención: era un olor dulzón y pegajoso, con un deje a residuo químico ya conocido, un olor tan intenso que casi me hizo devolver el pan. No nos fue difícil descubrir que procedía de una chimenea situada a nuestra izquierda, en la dirección del camino asfaltado pero mucho más lejos. Parecía la chimenea de una fábrica y, según la respuesta que nos habían dado alguno de los soldados, era en realidad la chimenea de una fábrica de cuero. Yo asocié aquel olor con el de otra fábrica de cuero por la que pasábamos algún domingo, cuando iba con mi padre a ver un partido de fútbol en el estadio de újpest.

Al pasar por su lado en el tranvía, siempre tenía que taparme la nariz. También nos dijeron que, por suerte, nosotros no trabajaríamos allí, pues si todo iba bien, si no había brotes de fiebre tifoidea, disentería u otras epidemias, nos trasladarían pronto a un lugar mejor. Por este motivo no llevábamos todavía números en la ropa o en la piel, como nuestro comandante, nuestro «comandante de bloque» como lo llamaban. Entre nosotros, alguno se mostró muy interesado por ver el número que estaba escrito en su muñeca, con tinta verde, como grabado en su piel de manera indeleble, con la ayuda de unas agujas, «tatuado», nos dijeron.

También los voluntarios encargados de traer la sopa habían visto los números en la muñeca de los presos más antiguos que trabajaban en la cocina. Uno de los nuestros les había preguntado qué era aquello, y desde entonces se mostraban obsesionados por comprender el significado de la respuesta que repetían una y otra vez: «Himmlische Telephonnummer» [Número de teléfono celestial], les dijeron. El asunto nos daba que pensar a todos; a mí también me sorprendía, pero no pude llegar a ninguna conclusión. La gente empezaba a reunirse alrededor del comandante de bloque y de sus dos ayudantes para preguntarles cosas y comentar las respuestas con los demás, sobre distintas cuestiones que les preocupaban, como las epidemias. «Las hay», nos comunicaron. «Y ¿qué pasa con los enfermos?» «Se mueren.» «¿Y los muertos?» «Los incineran», nos informaron.

No sé cómo, pero poco a poco fuimos descubriendo que aquella chimenea no era de ninguna fábrica de cuero sino del «crematorio», el lugar donde se incineraba a los muertos. Cuando me enteré de aquello, no pude dejar de mirar la chimenea con atención: allí estaba ancha y corta, cuadrada, con la parte de arriba como si estuviera a medio terminar. Yo, por mi parte, no sentía otra cosa que cierto respeto y el olor, naturalmente, aquel olor que nos envolvía, casi nos ahogaba en su masa espesa y pegajosa como un cenagal. Más lejos advertimos, con sorpresa, la presencia de otra chimenea y otra, y luego otra más, en el horizonte. Dos de ellas desprendían humo como la nuestra. Quizá también tuvieran razón los que sospechaban del humo que salía de detrás de un bosquecillo con árboles poco frondosos, los cuales se preguntaban si la epidemia sería tan grande como para que hubiera tantos muertos.

Puedo decir, sin exagerar, que al final del primer día estaba más o menos informado de todo. También fuimos a ver el barracón de los aseos: una sala con tres cabinas de madera que tenían dos agujeros cada una, es decir, seis en total. Había que sentarse encima de ellos o mear adentro, cada cual fuera la necesidad. Tampoco tuvimos mucho tiempo de hacer comprobaciones puesto que pronto apareció un preso muy enfadado con una cinta negra en el brazo y con un garrote pesado en la mano; tuvimos que salir enseguida, algunos ni siquiera habían terminado. Allí también conocimos a presos antiguos pero más amables que parecían más apacibles y hasta se mostraron dispuestos a responder algunas de nuestras preguntas. Para ir y volver de los aseos, en todo momento bajo la mirada del comandante del bloque, tuvimos que andar bastante. El camino discurría al lado de un terreno que me llamó la atención: detrás de la valla con alambres de púas estaban los barracones habituales, donde vi a algunas mujeres que me parecieron muy extrañas. Especialmente reparé en una, pero desvié la mirada enseguida, porque tenía el vestido abierto y algo que colgaba por fuera, junto a la cabeza calva y brillante de un bebé. Los hombres todavía parecían más raros, vestidos con ropas muy usadas, pero normales, como las que lleva la gente de fuera, la gente libre. Cuando regresamos de los aseos, me enteré de que aquél era el campo de los gitanos. La información me dejó un tanto desconcertado: en casa, todos -incluido yo- sentíamos cierta desconfianza hacia los gitanos, por supuesto, pero nunca había oído que fueran también criminales o delincuentes. En el momento en que pasábamos por el campo, por detrás de la valla apareció una carroza tirada por niños bastante pequeños que parecían caballos poni con el bridón al hombro; un hombre bigotudo caminaba a su lado, con un látigo en la mano. La carga estaba tapada con mantas, pero por las rendijas se veían claramente entre los trapos, las barras de pan -pan blanco- que llevaban. Llegué a la conclusión de que ellos estaban ligeramente por encima de nosotros en el escalafón.

Recuerdo también que en el mismo trayecto, por el camino principal, vi a un hombre vestido con un traje blanco, con una gruesa raya roja en sus pantalones y un gran gorro negro de artista, como los que se ven en los autorretratos de los pintores de la Edad Media, que llevaba en la mano un bastón, como de señorito, y que no dejaba de mirar alrededor. Me costó trabajo creer lo que decían: aquel hombre tan distinguido no era más que un preso como nosotros.

A pesar de que durante el paseo no entablé conversación con ningún desconocido, tuve ocasión de conocer detalles muy precisos. Allí, enfrente, estaban quemando a nuestros compañeros de viaje, los que habían llegado con nosotros en el mismo tren, todos los que habían pretendido subir a los camiones, todos los que en el examen médico resultaron no aptos para trabajar, por ser demasiado viejos o por cualquier otra razón, todos los niños con sus madres y las futuras madres a las que se les notaba ya el embarazo. Como nosotros, todos ellos desde la estación, habían ido a ducharse. También a todos ellos les habían informado sobre las perchas, los números y la organización de la ducha. Después de pasar por el barbero y recibir el jabón entraron en una sala llena de duchas y de tuberías, pero de los grifos no salía agua sino gas. De todos los detalles me fui enterando poco a poco; algunos eran discutidos, otros admitidos, otros adornados y exagerados. Me contaron que esos guardias se mostraban muy amables con ellos; los trataban con consideración; los niños jugaban a la pelota y cantaban. El lugar donde acaban con ellos está situado en medio de un terreno con césped, entre un prado y un bosquecillo: todo eso me pareció una broma o una pifia típica de niños. Como también la manera tan hábil de cambiar nuestra vestimenta con el truco de las perchas y los números, y de arrancarnos nuestras pertenencias con la amenaza de los rayos X, que resultó ser un bulo. De todas formas, tuve que reconocer que aquello no era ninguna broma puesto que el resultado -por así decirlo- podía verlo y sentirlo en mi estómago revuelto, pero no pude evitar pensar que quizá no fuera más que una broma grotesca. Me imaginé entonces que se habrían reunido unos cuantos hombres maduros, no unos niñatos, unos señores bien vestidos, condecorados con medallas y que fumaban puros, probablemente comandantes, y habrían pedido no ser molestados. A uno se le habría ocurrido lo del gas, a otro lo de la ducha, a un tercero lo del jabón, un cuarto añadió lo de las flores, y así sucesivamente. Algunas de las ideas habrían sido discutidas, enmendadas, otras habrían sido aceptadas enseguida, y entonces todos se habrían puesto de pie (no sé por qué, pero me pareció indispensable imaginar que se ponían de pie) para chocar las manos. Me resultó muy fácil imaginar la escena. El plan de los comandantes se materializaría tras gran dedicación y mucho ajetreo, y el éxito del espectáculo -yo mismo podía comprobarlo- estaba más que asegurado. Ése había sido seguramente el destino de aquella vieja que siguió los consejos de su hijo en la estación, del niñito con el zapato blanco y su mamá, de aquella mujer rubia corpulenta, del viejecito con el sombrero negro y de aquel neurótico rechazado por el médico. También me acordé del Experto: se habrá sorprendido mucho, el pobre. «¡Pobre Moskovics!», dijo Rozi moviendo la cabeza con mucha pena, y todos estuvimos de acuerdo. El Suave exclamó: «¡Dios mío!». Entre él y la muchacha de la fábrica de ladrillos había «ocurrido de todo», y él pensaba en las posibles consecuencias que tarde o temprano se notarían. Tuvimos que reconocer que sus preocupaciones no carecían de fundamento, aunque su expresión no solamente reflejaba preocupación sino también otro sentimiento menos difícil de definir. Los muchachos lo miraban con cierto respeto, que yo comprendía, claro que sí.

Ese día también reflexioné sobre otro hecho: ese sitio, esa «institución», existía ya hacía varios años, nos explicaron, funcionando día a día. Tuve la sensación, a lo mejor exagerada, de que de cierta manera me habían estado esperando. En realidad, como nos habían dicho varias personas con una mezcla de reconocimiento y de miedo, nuestro comandante llevaba allí exactamente cuatro años. Entonces reparé en lo importante que había sido para mí aquel período de cuatro años, en el que cursé los estudios de secundaria. Me acordé de la ceremonia de apertura del primer curso. Allí estaba yo, vestido con mi uniforme azul marino, decorado con alamares estilo húngaro, el uniforme «a lo Bocskai». Evoqué las palabras del director, un hombre respetable que de algún modo parecía también un comandante: llevaba unas gafas que añadían seriedad a su rostro y lucía un hermoso bigote blanco. Para terminar su discurso citó las palabras de un sabio de la antigüedad: «Non scolae sed vitae discimus», es decir, «No estudiamos para la escuela sino para la vida». Pero entonces, según veo ahora, habría tenido que aprender únicamente cosas sobre Auschwitz. Me tendrían que haber explicado todo, con inteligencia, honradez y transparencia. Sin embargo, durante los cuatro años de colegio no me habían dicho ni una palabra al respecto. Claro, habría resultado embarazoso y, en realidad, no formaba parte de la cultura general. La desventaja era que tenía que enterarme de todo sobre la marcha, aprender por ejemplo que estábamos en un Konzentrationslager o, lo que es lo mismo, un «campo de concentración».

Estos campos no eran todos iguales, según nos explicaron. El nuestro era un Vernichtungslager, o sea, un «campo de exterminio». Otra cosa totalmente distinta era un Arbeitslager, un «campo de trabajo»: allí la vida es fácil, las circunstancias y la alimentación son incomparablemente mejores, claro, es natural, puesto que aquellos campos están destinados a otros fines. Nosotros iríamos a uno de esos campos, si entretanto no ocurría nada inesperado, lo que en Auschwitz -así me dijeron- era bastante frecuente. De ninguna manera era aconsejable -nos decían- ponerse enfermos. El hospital se encontraba cerca de una de las chimeneas, la que los entendidos denominaban simplemente «la número dos». El principal peligro para la salud era el agua sin hervir, como aquella que yo había bebido al salir de la estación; entonces yo no sabía nada, pero claro, estaba el letrero, eso nadie podía negarlo, aunque también el soldado podía habernos dicho algo. «Bueno -pensé-, hay que esperar para ver qué pasa: yo me sentía bien, gracias a Dios, y tampoco los muchachos se habían quejado de nada.»

Aquel mismo día me enteré de más cosas: otros detalles, otras costumbres típicas del lugar. En general, puedo decir que aquella tarde se habló más de nuestras perspectivas, nuestras posibilidades para el futuro y de lo que nos esperaba que de las chimeneas. A ratos, casi nos olvidábamos de ellas y ni siquiera recordábamos su existencia, todo dependía de la dirección del viento. También vimos desde lejos a las mujeres; los hombres, al verlas, se acercaron a la valla y, muy alborotados, comenzaron a señalarlas con los dedos: allá estaban, efectivamente, aunque al principio era difícil distinguirlas, puesto que estaban lejos, al otro lado de la explanada, ese campo de tierra arcillosa que se extendía delante de nosotros. Me asusté un poco al verlas y advertí que la actitud de los hombres había cambiado. El entusiasmo y la alegría de los primeros momentos se transformaron en un silencio interrumpido por una sola voz, apagada y temblorosa: «Les han afeitado la cabeza». En medio de aquel silencio oí por primera vez unos leves acordes de música que traía la ligera brisa de aquella tarde de verano: eran sonidos apenas audibles pero allí estaban, sin duda evocándonos la paz y la alegría, sorprendiéndonos a todos, junto con el espectáculo de las mujeres. También por primera vez tuve que ponerme en fila -todavía no sabía para qué-, en una de las últimas filas de diez que tuvimos que formar delante de nuestro barracón, al igual que todos los demás presos delante de todos los demás barracones, por delante y por detrás, a izquierda y derecha, en todas partes donde mirara. También por primera vez me quité el gorro, obedeciendo las órdenes recibidas. Por el camino principal divisé tres soldados en bicicleta, que se acercaban sin apenas hacer ruido en aquella tarde tan pacífica; era un espectáculo bello y austero, tuve que reconocer. Entonces me dije: «Vaya, hace mucho rato que no vemos a ningún soldado». Me sorprendió la actitud rígida, fría y altiva con que los tres soldados escucharon (y uno de ellos anotaba) lo que nuestro comandante, que también llevaba el gorro en la mano, les decía desde el otro lado de la valla. Me resultó difícil reconocer en aquellos soldados, que siguieron su camino sin decir palabra y con una expresión casi siniestra, a los miembros del Comité de recepción que aquella misma mañana nos habían estado esperando en la estación. Oí una voz suave, la del oficial de rostro decidido y pecho erguido, que me susurraba, casi sin mover los labios: «Recuento de efectivos vespertino» dijo, asintiendo con la cabeza. Su sonrisa y la expresión de su rostro parecían indicar que todo estaba ocurriendo según estaba previsto, como él lo tenía calculado.

En ese momento observé por primera vez cómo era el color de la noche allí, porque durante la espera había anochecido. El color era mágico: el espectáculo de los fuegos artificiales con las llamas que se elevaban al cielo a lo largo de todo el horizonte. Alrededor se susurraba, se murmuraba, se repetía: «¡Los crematorios…!», pero ya con el tono de admiración que suele emplearse ante la contemplación de los fenómenos naturales.

A continuación recibimos la orden de abtreten (romper filas), y nos informaron que la cena consistiría en un pan igual al que habíamos comido por la mañana. «Vaya -pensé-, con el hambre que tengo.»

Cuando entramos en el barracón, en nuestro «bloque», comprobamos que estaba completamente vacío; no había ni rastros de muebles ni siquiera luz, sólo un suelo de cemento. Tendríamos que acomodarnos de la misma forma que lo habíamos hecho en el cuartel militar; apoyé la espalda en las piernas del muchacho que estaba sentado detrás de mí, y el que se sentó delante hizo lo propio en las mías. Estaba tan cansado después de tantas experiencias, tantas impresiones, tantas novedades que me dormí enseguida.

En cuanto a los días siguientes, al igual que me ocurrió en la fábrica de ladrillos, sólo conservo una impresión general menos detallada, un sentimiento o sensación que sería difícil definir. No es extraño, pues cada día había algo nuevo que ver, experimentar y aprender. En un par de ocasiones volví a sentir la misma sensación fría, extraña y desconocida que había experimentado al ver por primera vez a las mujeres. También me resultaba extraño encontrarme en medio de los hombres, con aquellos rostros aturdidos, que se preguntaban sin cesar los unos a los otros: «¿Qué os parece?, ¿qué os parece?». Generalmente no había respuesta, o había una sola, siempre la misma: «Es horrible». Sin embargo, no es esa palabra, no es esa experiencia -por lo menos para mí- la que mejor define la situación en Auschwitz. Entre los cientos de personas de nuestro bloque estaba también el hombre desafortunado. Tenía un aspecto extraño con su uniforme demasiado grande, el gorro que se le escurría sobre la frente. «¿Qué os parece? -preguntaba-, ¿qué os parece?…» Aquello no nos podía parecer nada en especial. Apenas podía yo seguir sus frases confusas, pronunciadas siempre con mucha prisa. Él decía que no debía pensar pero terminaba haciéndolo, pensaba siempre en una sola cosa: en los que había dejado en casa, en los que lo estaban esperando y por quienes él tenía que «hacerse fuerte»: su mujer y sus dos hijos pequeños.

El problema principal era el mismo que en el edificio de la aduana, la fábrica de ladrillos o el tren: los días resultaban eternos. Empezaban muy pronto, con los primeros rayos de sol de mediados del verano. Las mañanas eran muy frías en Auschwitz; los muchachos nos acurrucábamos para darnos calor en el barracón, en dirección a la valla alambrada, para que el sol nos regalara sus primeros rayos rojizos. Un par de horas más tarde, teníamos que buscar la sombra. A pesar de todo, el tiempo pasaba: el Curtidor estaba con nosotros y nos contaba chistes; también aparecieron los guijarros para jugar, el Suave nos los ganaba todos, y Rozi no se cansaba de decirnos: «¡Ahora vamos a cantarlo en japonés!». Aparte de eso, los dos paseos diarios, uno por la mañana al barracón de los aseos y otro por la tarde a los cuartos de baño (eran parecidos a los aseos, sólo que a lo largo de la pared, en vez de las cabinas, había lavabos esmaltados con dos tubos de hierro paralelos por encima, por cuyos minúsculos agujeros salía el agua), la distribución de la comida, el recuento vespertino y, por supuesto, todo tipo de noticias: eso era todo lo que pasaba, así transcurrían los días.

A veces pasaban otras cosas, como por ejemplo lo que ocurrió durante la segunda noche, el Blocksperre o «cierre de los bloques», cuando por primera vez vimos a nuestro comandante impacientarse, incluso enfadarse. Aquella noche oímos unas voces lejanas, un caos de sonidos entre los cuales se distinguían gritos, ladridos y disparos que oímos perfectamente desde la oscuridad un tanto asfixiante de nuestro barracón. Otro día vimos a unos hombres que caminaban detrás de la valla. Nos dijeron que regresaban del trabajo, pero yo mismo pude ver que los últimos de la fila empujaban unos carros pequeños llenos de cadáveres. Por supuesto, aquellos espectáculos hacían trabajar mi imaginación. Sin embargo, tampoco era suficiente para pasar el día entero. Así me di cuenta de que hasta en Auschwitz uno puede aburrirse, en el supuesto de ser uno de los privilegiados que se lo puedan permitir. Esperábamos, siempre esperábamos -si lo pienso bien- que no ocurriera nada. Ese aburrimiento y esa espera son las impresiones que mejor definen, al menos para mí, la situación en Auschwitz.

Tengo que reconocer otra cosa: al día siguiente de nuestra llegada me comí la sopa, y al tercero ya la esperaba. El horario de las comidas en Auschwitz era un tanto especial. Nada más levantarnos nos daban un líquido que llamaban café; la comida, que consistía en una sopa, era servida muy temprano, alrededor de las nueve de la mañana. Luego no había nada más, hasta que llegaba el pan con margarina, alrededor de la puesta de sol, antes del recuento vespertino. Así pues, muy pronto -más o menos al tercer día- me acostumbré a la sensación de hambre; los muchachos también se quejaban de lo mismo. Sólo el Fumador observó que él no tenía esa sensación y que sólo echaba de menos el tabaco. Al decir eso con su forma cortante y brusca, su cara reflejaba cierta satisfacción que me irritó; creo que por la misma razón los muchachos lo interrumpieron cuando estaba hablando.

Por sorprendente que parezca, sólo estuve tres días en Auschwitz. En la noche del cuarto día me encontraba de nuevo sentado en un tren, en uno de los conocidos vagones de tren de mercancías. Nuestro destino, según nos habían dicho, era Buchenwald; aunque a esas alturas ya era más prudente con los nombres prometedores, sabía que no podía ser pura casualidad aquella expresión llena de simpatía, de calor, de ternura, de ensoñación y de cierta envidia que había visto en la cara de los presos que nos despedían. Entre ellos había muchos presos antiguos que debían de saber: me daba cuenta por las cintas que llevaban en el brazo, por sus gorros y por sus zapatos. Ellos disponían todos los preparativos relacionados con el viaje; los soldados -simples soldados rasos- estaban más lejos, al otro extremo del andén. En aquella noche silenciosa y pacífica, de colores suaves, nada me recordaba -quizás únicamente su extensión- la estación bulliciosa, llena de nerviosismo, luces, movimientos y voces que nos había recibido tres días antes.

Del viaje no puedo contar muchas cosas: todo ocurrió de la manera habitual. Éramos ochenta, y no sesenta como antes, pero no había equipaje, ni tuvimos que preocuparnos por las mujeres. Teníamos un cubo para las necesidades, hacía calor y estábamos sedientos, como la otra vez, pero soportábamos mejor el hambre. Antes de partir, nos habían distribuido nuestras raciones: una rebanada de pan más gruesa que de costumbre, el doble de margarina y algo que se parecía a una salchicha y que se llamaba wurst. Me lo comí todo inmediatamente, primero porque tenía hambre, segundo porque no tenía dónde guardarlo y tercero porque no nos habían comunicado que el viaje duraría tres días.

A Buchenwald también llegamos un amanecer: la fresca mañana de un día hermoso y soleado, aunque con algunas nubes y rachas de viento. En comparación con la de Auschwitz, la estación de Buchenwald parecía el simple apeadero de un pueblo acogedor. El recibimiento no fue tan agradable pues no nos abrieron presos sino soldados. Aquélla fue la primera vez que los vi tan de cerca, de una manera tan directa, tan poco disimulada. Actuaban con la máxima rapidez y disciplina. Se oyeron varios gritos: «Alle raus! Los! Fünf Reihen! Bewegt euch!» [¡Todos fuera! ¡Rápido! ¡Cinco filas! ¡Moveos!], unos cuantos golpes, bofetadas y patadas, un par de culatazos de fusil y las respectivas quejas. Pronto estuvimos formados en filas de cinco, como si nos hubieran movido con cuerdas, con un soldado por cada cinco filas, es decir, un soldado por cada veinticinco hombres vestidos con uniforme a rayas, más dos al final del andén, a un metro de distancia aproximadamente, que no nos quitaban ojo de encima. Dejaron de gritar y nos indicaron la dirección que debíamos seguir y los pasos correspondientes, siguiendo los suyos. La columna comenzó a avanzar, ondulando como las orugas que de niño trataba de meter en las cajas de cerillas, ayudándome de tiras de papel y de palillos: todo aquello me aturdió y me impresionó. También me entraron ganas de sonreír porque pensé en aquellos policías húngaros que nos habían escoltado de una manera tan descuidada, tan vergonzosa el día en que fuimos conducidos hasta el cuartel militar. Incluso la actuación exagerada de los guardias me pareció que sólo les había servido para llamar la atención, para darse importancia, comparándola con este procedimiento perfectamente estudiado y ejecutado con total coordinación y en completo silencio. Veía bien sus caras, el color de sus ojos y de sus cabellos y otros rasgos personales, sus defectos, alguna que otra mancha en la piel; aquellos detalles tan humanos me hacían dudar: «¿Serían ellos parecidos a nosotros en el fondo, estarían hechos de la misma materia?». Enseguida me di cuenta de lo equivocado que estaba, yo no era como ellos, claro que no.

Advertí que subíamos por una pendiente cada vez más escarpada, por un camino amplio y cuidado, como en Auschwitz, pero más sinuoso. En los alrededores había muchas zonas verdes, unas casas muy bonitas, chalets entre los árboles, parques y jardines; el paisaje en conjunto, las proporciones, todo parecía armonioso y -puedo afirmarlo con tranquilidad- acogedor, por lo menos comparándolo con Auschwitz. A la derecha del camino, nos sorprendimos al ver un pequeño zoológico con ciervos, roedores y otros animales, entre los que destacaba un oso pardo que, al oír nuestros pasos, adoptó una postura como si fuera a pedirnos limosna, haciendo unos movimientos muy simpáticos; por descontado, con nosotros no tuvo suerte. Después pasamos junto a una estatua que se encontraba en medio de un claro, entre dos caminos que se bifurcaban. La estatua se levantaba sobre un pedestal de piedra blanca, porosa, poco reluciente y tenía muy poca gracia. El uniforme a rayas, la cabeza rapada y su postura indicaban que representaba a un preso. Con la cabeza inclinada hacia delante y una de sus piernas hacia atrás imitaba a un corredor, y llevaba un enorme cubo de piedra en las manos crispadas. Al principio, la miré simplemente como el que disfruta contemplando una obra de arte, de manera desinteresada, como me habían enseñado en la escuela, pero luego se me ocurrió pensar que también tendría un significado, y que ése no sería el más alentador. Luego divisé las vallas alambradas, un portón de hierro entre dos columnas bajas y gruesas con una pequeña construcción por arriba que me recordó al puente de un capitán de barco.

Atravesamos el portón: estábamos en el nuevo campo de concentración.

Buchenwald se hallaba en medio de montes y valles, en la cima de una colina. El aire era puro, y los ojos se deleitaban con la vista del paisaje variado, lleno de bosques y casitas de techo rojo en el valle. El barracón de las duchas está en el lado izquierdo. Los presos eran simpáticos aunque diferentes a los de Auschwitz.

Después de llegar, pasamos por las duchas, los barberos, el líquido desinfectante y el cambio de uniforme. El uniforme era exactamente igual al de Auschwitz. El agua de las duchas, sin embargo, estaba más caliente, los barberos hacían su trabajo con más cuidado y el encargado del guardarropa intentaba acertar con las tallas, aunque fuera dando un vistazo rápido.

Concluidos los pasos habituales, nos dirigimos a una ventanilla, donde nos preguntaron si teníamos algún diente de oro. Luego, un compatriota, un antiguo preso con pelo, inscribió nuestros nombres en un libro y nos entregó un triángulo amarillo y una cinta de tela a cada uno. En medio del triángulo había una letra «U» para señalar que éramos húngaros y, en la cinta, un número, el mío, por ejemplo, era el 64.921. Me recomendaron que aprendiera a pronunciar correctamente ese número en alemán, Vier-und-sechzig, neun, ein-und-zwanzig, puesto que ésta debía ser mi respuesta en caso de que me pidieran la identificación. No grababan el número en la piel, y si, preocupado por ello, lo hubiera preguntado en la ducha, un antiguo preso me habría contestado enfadado, levantando las manos y mirando al techo: «Aber Mensch, um Gotteswillen! Wir sind ja doch hier nicht in Auschwitz!». [Pero, hombre, por el amor de Dios. Esto no es Auschwitz.] No obstante, antes de que llegara la noche, tanto el número como el triángulo debían estar cosidos al traje, a la altura del pecho, con la ayuda de los únicos propietarios de hilo y aguja: los sastres. Si uno se aburría de hacer cola todo el día esperando turno, podía incentivarlos con una parte de la ración de pan con margarina, pero, de todas formas, lo hacían sin recibir nada a cambio, puesto que era su deber, según decían.

En Buchenwald no hacía tanto calor como en Auschwitz; los días eran grises y lloviznaba a menudo. A veces nos sorprendían con sopa de pan caliente por la mañana; la ración de pan en general era el tercio de una barra o incluso la mitad, no como en Auschwitz, donde la ración normal era un cuarto y a veces un quinto; la sopa del mediodía era sustanciosa e incluso a veces contenía restos de carne o, con mucha suerte, un trozo entero. Aquí supe también qué era el Zulage [suplemento], que consistía en una salchicha adicional o una cucharadita de mermelada añadida a la habitual margarina, según refirió con satisfacción el oficial vigilante. En Buchenwald dormíamos en tiendas de campaña -puesto que era un Zeltlager [campo con tiendas] o, con otra denominación, un Kleinlager [campo pequeño]. Dormíamos en lechos de paja y, aunque el espacio era reducido, por lo menos podíamos acostarnos. Las alambradas no estaban electrizadas, pero debíamos tener en cuenta que si se nos ocurría salir de la tienda seríamos despedazados por los perros, cosa que no nos sorprendió por muy exagerado que pudiera parecernos al principio. Al otro lado de la valla, por donde los caminos subían a la colina, entre los barracones verdes bien cuidados y los edificios de piedra, todos los atardeceres teníamos ocasión de realizar nuestras compras: los presos antiguos que dormían allí nos vendían cucharas, navajas, platos e incluso ropa. Uno de ellos me ofreció un suéter por el «módico precio», dijo, de medio pan, pero al final no se lo compré puesto que en verano no necesitaba suéter y el invierno -pensaba- estaba todavía lejos.

Allí comprobé también que existían diversas clases de triángulos y letras: yo no conocía todas, no siempre me enteraba de cuál era el país de origen de cada una. Por la zona de la tienda donde dormía, también se oían palabras húngaras pronunciadas con acento provinciano, y a menudo reconocí aquel idioma extraño que había oído por primera vez de boca de los presos que nos habían recibido en la primera estación. En Buchenwald no había recuento vespertino para los habitantes del Zeltlager, y los lavabos estaban al aire libre, entre árboles: eran muy parecidos a los de Auschwitz, con la diferencia que la pila era de piedra y el agua corría por los tubos y caía -con más o menos fuerza- durante todo el día; así pues, por primera vez desde que había llegado a la fábrica de ladrillos, ocurrió el milagro: pude beber agua en cuanto tenía sed o, incluso, por el simple gusto de hacerlo.

En Buchenwald también había un crematorio, por supuesto, pero sólo uno, y no era el objetivo del campo, no era su móvil ni su razón de ser -lo puedo afirmar con toda seguridad-, sino que en él sólo se incineraba a la gente que moría en el campo, debido a accidentes naturales de la vida, por decirlo así. Los presos más antiguos me dijeron que lo más importante en Buchenwald era evitar la cantera, aunque, añadieron, últimamente apenas se utilizaba, al contrario de lo que había sido normal tiempo atrás. El campo funcionaba desde hacía siete años, y a él llegaban personas de otros campos más antiguos, entre los cuales se mencionaban los de Dachau, Oranienburg y Sachsenhausen: eso explicaba las sonrisas indulgentes de los presos «bien vestidos» que había visto al otro lado de la valla, algunos de ellos con números de cuatro e incluso de tres dígitos.

Cerca de nuestro campo -así me dijeron- se encontraba la ciudad de Weimar, famosa en la cultura occidental. Yo también estaba enterado de su existencia, claro, puesto que allí había escrito sus famosas obras el autor del poema que empieza «Wer reitet so spät durch Nacht und Wind?» [¿Quién cabalga tan tarde con el viento en la noche?], que, como otras muchas personas, sabía de memoria. Según me dijeron el autor también había plantado un árbol con sus propias manos, que pronto se hizo frondoso y que se encontraba en algún sitio de nuestro campo, junto al que había una placa conmemorativa y una valla para protegerlo de los presos. En resumen, no tardé en comprender la expresión de los rostros que nos habían despedido en Auschwitz; puedo decir que yo también me encariñé pronto con Buchenwald.

Zeitz, el campo de concentración que llevaba el nombre del pueblo, estaba a una noche de camino en tren desde Buchenwald, más una caminata de veinte o veinticinco minutos. Allí nos acompañaron los soldados, por un camino que discurría entre campos labrados y un paisaje campestre. Éste, nos aseguraron, sería destino definitivo para todos aquellos cuya letra inicial del apellido se encontrara antes de la «M» en el abecedario; los demás irían al campo de concentración de la ciudad de Magdeburgo, cuyo nombre me resultaba conocido por mis estudios de historia; así nos lo habían comunicado en Buchenwald, en el curso de la cuarta noche, en medio de una enorme plaza iluminada con focos, los presos encargados que llevaban las listas en la mano. Lo único que me apenó fue que me separarían de los muchachos y sobre todo de Rozi: el capricho de los apellidos nos llevó a distintos trenes y a mí, en concreto, me separó de todos los demás.

Creo que no había nada peor, nada más agotador que los esfuerzos y las cargas que había que soportar al llegar a un nuevo campo de concentración. Así pude comprobarlo en Auschwitz, en Buchenwald y en Zeitz. Por otra parte, me di cuenta de que había llegado a un campo de concentración pequeño, pobre, alejado y provinciano, por decirlo de alguna manera. No había duchas, ni siquiera crematorio, al parecer éste sólo se encuentra en los campos más importantes. El paisaje era plano, sólo desde el final del campo se divisaban unas colinas y montes: «la sierra de Turingia», así me dijeron que se llamaba. Las vallas alambradas con las cuatro torres de vigilancia en los cuatro ángulos se encontraban justo al lado de la carretera. El campo se levantaba en un terreno cuadrado, una enorme plaza polvorienta, abierta y comunicada con la carretera a través del portón, rodeada por los otros tres lados por tiendas de campaña enormes como un hangar o una carpa de circo.

Enseguida nos contaron, nos ordenaron, nos llevaron y nos trajeron, para determinar quiénes dormirían en qué tiendas: nos pusieron en filas de diez, delante de nuestros respectivos «bloques». Yo ocupé mi puesto delante de la tienda que estaba a la derecha, y allí estuve esperando muchísimo tiempo, de pie, hasta que se me entumeció todo el cuerpo bajo el peso de aquel día que resultaba cada vez más y más insoportable. En vano miraba por todas partes, buscando a los muchachos, alrededor no había más que desconocidos. Mi vecino de la izquierda era un hombre alto y delgado, un poco raro, que no dejaba de hablar solo y de mover su cuerpo, inclinándose hacia delante y hacia atrás, y el de la derecha, uno bajito pero fuerte, se pasaba el tiempo echando escupitajos en la arena. Me miró, primero fugazmente y luego con más detenimiento, con sus ojos achinados y brillantes. Su nariz era pequeñísima, casi como si no tuviera hueso, y llevaba el gorro un poco ladeado, lo que le daba un toque de gracia. «¿Y tú -me preguntó, después de mirarme por segunda vez-, de dónde eres?» Enseguida me di cuenta de que le faltaban los dientes anteriores. Cuando le dije que era de Budapest, se animó muchísimo y me preguntó si todavía existían los bulevares y si circulaba el tranvía número seis, como él «los había dejado». Le contesté que, por supuesto, todo estaba igual y se mostró muy contento. También quería saber cómo había llegado hasta allí, a lo que yo respondí: «Fue muy fácil, sólo tuve que bajar del autobús». «¿Y qué?», preguntó. Le respondí que nada más, que allí estaba. Se quedó un tanto sorprendido, como alguien que no conoce la disposición de su propio hogar, y quise preguntarle qué era lo que tanto le extrañaba, pero no pude porque al instante me cayó una bofetada. En realidad estaba ya sentado en el suelo cuando oí el ruido y empecé a sentir un escozor en la mejilla izquierda. Ante mí había un hombre, vestido con traje negro de montar y un gorro negro de artista, que lucía un cabello y un fino bigote negro en medio de su cara de tez oscura y desprendía un olor extrañísimo: no había ninguna duda, era un olor auténtico a perfume. De su griterío sólo entendí la palabra Ruhe, es decir, «silencio», repetida varias veces. La verdad es que parecía representar una verdadera autoridad, avalada por los números que llevaba junto a la letra «Z» dentro de un triángulo verde, un silbato de plata y las letras blancas «LA» en una cinta en el brazo. Yo estaba bastante enfadado puesto que no estaba acostumbrado a que me pegaran; sentado y todo, intenté expresarlo de alguna manera. Yo creo que percibió mi enfado porque, a pesar de que seguía chillando, noté que la expresión de sus ojos oscuros, como aceitosos, cambió, haciéndose más suave, como si quisiera disculparse, mientras me miraba de arriba abajo: era una sensación molesta e incómoda. Luego, siguió su camino, corriendo entre la gente que le abría paso, con la misma rapidez con la que había llegado.

Cuando me levanté, mi vecino de la derecha me preguntó si me había dolido. Le contesté bien alto, para que todos me oyeran, que no, que en absoluto. «Entonces -opinó- deberías limpiarte la nariz.» Al tocarla, mis dedos se mancharon de sangre. El vecino me indicó que debía inclinarme hacia atrás para que la sangre dejara de correr. Después me dijo que aquel hombre era un gitano y, tras un corto silencio, añadió: «Es un bujarrón». Al ver que yo no había entendido aquella expresión, continuó: «Mariquita». Eso sí lo entendí, más o menos. «Bueno -dijo entonces, extendiéndome la mano-, yo me llamo Bandi Citrom», y yo también le dije mi nombre.

Según me contó, venía de un campo de trabajo. Lo habían destinado a trabajos obligatorios al principio de la guerra, puesto que tenía veintiún años en aquella época: por su edad, su sangre y su estado físico era apto para trabajar; así se había visto obligado a abandonar su casa hacía cuatro años. Había estado en Ucrania, desactivando minas. «¿Y tus dientes?», le pregunté. «Me los han roto», su respuesta me sorprendió tanto que no pude dejar de preguntar: «¿Cómo?», me contestó que era «una larga historia» y no quiso entrar en detalles. Al parecer se había «peleado con el sargento», lo que tuvo como consecuencia la rotura de la nariz y los dientes. Tampoco entró en detalles sobre la manera de desactivar las minas, sólo me dijo que se hacía con una pala, un alambre y mucha suerte. Por eso habían quedado tan pocos en el «batallón disciplinario» y habían tenido que reemplazar a los húngaros por soldados alemanes. Ellos se pusieron muy contentos puesto que les habían prometido un trabajo más fácil. El tren los llevó a Auschwitz, como era de esperar.

A mí me hubiera gustado seguir curioseando, pero en aquel momento llegaron tres hombres. Unos diez minutos antes, me había llamado la atención el nombre de uno de ellos al que se dirigían varias personas: «¡Doctor Kovács!»; al instante había salido de las filas un hombre regordete, de cara blanda, con media calva y el resto de la cabeza afeitada. Se movía despacio, casi a regañadientes, como alguien que sólo hace caso ante la insistencia; él mismo había designado a los otros dos. A continuación se fueron los tres, acompañados del hombre vestido de negro, y yo me enteré cuando la noticia llegó a las últimas filas, de que acabábamos de elegir a nuestro comandante, Blockältester como ellos lo llamaban, y a nuestros Stubendienst, es decir -como le traduje más o menos a Bandi Citrom que no hablaba alemán- nuestros «sirvientes de habitación». Ahora nos querían enseñar algunas de las voces de mando y los movimientos que las acompañaban, y, más adelante, ya nos enseñarían más. Yo ya conocía algunas de las voces, como «Achtung! Mützen… ab! Mützen… auf!» [¡Atención! ¡Quitaos las gorras! ¡Poneos las gorras!], pero otras eran nuevas: «Korrigiert!» [¡Ajustar!] se refería a los gorros, naturalmente y «Aus!» a lo que teníamos que «ajustar», por ejemplo las manos a los muslos, con un golpe seco. Practicamos las órdenes varias veces. Según nos explicaron, el Blockältester también era el responsable del recuento; lo ensayó y lo volvió a ensayar delante de todos nosotros; uno de los Stubendienst -un hombre bajito, con tez rojiza, casi violeta- representó el papel de soldado. «Block fünf -dijo- ist zum Appel angetreten. Es soll zweihundertfünfzig, es ist…» [El bloque cinco se ha presentado a formar filas. Debe haber doscientas cincuenta, hay…] y así me enteré de que pertenecía al bloque número cinco y de que éramos doscientos cincuenta en total. Después de un par de repeticiones, todo quedaba perfectamente claro, comprendido y asimilado.

Luego tuvimos un rato de inactividad, de modo que pude fijarme en un descampado que había a la derecha de nuestra tienda, en el que se levantaba un montículo de tierra con un palo largo encima y un foso profundo detrás. Le pregunté a Bandi Citrom para qué servía todo aquello. «La letrina», me dijo enseguida, sin pensarlo siquiera, y se puso a mover, incrédulo, la cabeza al ver que yo no conocía ese término. «Se nota que nunca te has separado de las faldas de tu madre», opinó y pasó a explicarme para qué servía la letrina. Luego añadió -cito sus palabras textuales-: «Para cuando la llenemos de mierda, estaremos libres». Aquello me hizo mucha gracia pero él se quedó serio, como si estuviera profundamente convencido de ello. No pudo decirme nada más puesto que desde el portón se acercaban tres soldados de aspecto muy distinguido y con pasos severos y decididos, pero sin prisas, como si estuvieran en su casa, totalmente seguros de sí mismos. Al verlos, el Blockältester gritó en un tono entusiasmado que no había empleado durante los ensayos: «Achtung! Mützen… ab!», al instante todos, incluidos Bandi Citrom y yo mismo, nos quitamos los gorros.

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