DÍA 12

08.00 Todavía sin noticias de Gurb. Llueve a cántaros. En Barcelona llueve como su Ayuntamiento actúa: pocas veces, pero a lo bestia. Decido no salir y aprovechar la mañana para asear un poco la nave.


09.00 Llevo una hora haciendo sábado y no puedo más. Siempre se había encargado Gurb de estos quehaceres, que ahora me pillan desentrenado. Quiera Dios que vuelva pronto.


09.10 Para matar el tiempo veo un rato la televisión. Salen varios individuos, todos ellos pertenecientes al género humano. Al cabo de un rato de presenciar su actuación colijo estar viendo un concurso bastante similar a los que tanto gustan en mi planeta, pero mucho más tosco de contenido. A una pareja de sexo biológicamente diferenciado (aunque no visible, por el momento) le preguntan cómo se llamaba de apellido Napoleón. Cuchicheos. La mujer contesta en tono dubitativo. ¿Benavente? La respuesta no es correcta. Ahora le toca el turno al matrimonio rival, que ocupa un podio situado en el extremo opuesto del estudio. ¿Bombita? Tampoco es correcta la respuesta. El presentador aplaude e informa a las parejas concursantes que han perdido o ganado medio millón de pesetas. Zapatiestas de los concursantes en sus podios respectivos. Entra en liza una concursante nueva, que lleva viniendo al concurso veintidós meses seguidos. Le preguntan cuál era el nombre de soltero de Alberto Alcocer. Decido interrumpir la recepción. Temperatura, 16 grados centígrados; humedad relativa, 90 por ciento; vientos fuertes del nordeste; estado de la mar, marejada.


09.55 Bajo la apariencia de Julio Romero de Torres (en su versión con paraguas), me naturalizo en el bar del pueblo, me arreo un par de huevos fritos con bacon y hojeo la prensa matutina. Los humanos tienen un sistema conceptual tan primitivo, que para enterarse de lo que sucede han de leer los periódicos. No saben que un simple huevo de gallina contiene mucha más información que toda la prensa que se edita en el país. Y más fidedigna. En los que acaban de servirme, y a pesar del aceitazo que los empaña, leo las cotizaciones de bolsa, y un sondeo de opinión sobre la honradez de los políticos (un 70 % de las gallinas cree que los políticos son honrados) y el resultado de los partidos de baloncesto que se disputarán mañana. ¡Oh, cuán fácil les sería la vida a los humanos si alguien les hubiera enseñado a descodificar!


10.30 El carajillo me ha sentado como un tiro. Regreso a la nave, me pongo el pijama y me acuesto. Decido dedicar el resto de la jornada a descansar. Para aprovechar el tiempo, inicio la lectura sistemática de la llamada narrativa española contemporánea, muy reputada dentro y fuera de este planeta.


13.30 Concluyo la lectura de Bertoldo, Bertoldino y Cascaseno. El día sigue nublado, pero ha parado de llover. Decido bajar a la ciudad. Quiero resolver de una vez por todas el dichoso asunto del dinero. Aún me queda algo de lo que gané ayer en la bonoloto, pero preferiría asegurarme una posición desahogada mientras dure mi estancia en la Tierra.


13.50 Cuando sólo faltan diez minutos para el cierre, me persono en una sucursal de la Caja de Ahorros de Sierra Morena y manifiesto mi deseo de abrir una cuenta. Para inspirar confianza he adoptado la apariencia de S. S. Pío XII, de feliz memoria.


13.52 El empleado de ventanilla me entrega un formulario, que cumplimento.


13.55 El empleado de ventanilla sonríe y me informa de que la entidad dispone de diversas modalidades de cuenta (cuenta-depósito, cuenta-de-perdidos-al-río, cuenta-burro-el-que-lo-lea. Etcétera). Si mi aportación en metálico es de cierta envergadura, una modalidad u otra me producirán mayor rentabilidad, mejor disponibilidad, más ventajas fiscales, dice. Respondo que deseo abrir una cuenta con pesetas veinticinco.


13.57 El empleado de ventanilla deja de sonreír, deja de informarme y, si mi oído no me engaña, expele unas ventosidades. A continuación teclea un rato en un ordenador.


13.59 La apertura de la cuenta corriente ha concluido. Cuando falta un segundo para el cierre de las operaciones del día, transmito instrucciones al ordenador para que añada catorce ceros al saldo de mi cuenta. Ya está. Salgo del banco. Parece que quiere salir el sol.


14.30 Me detengo ante una marisquería. Sé que es costumbre entre los humanos celebrar el buen fin de sus transacciones mercantiles en este tipo de sitios y yo, con idéntico motivo, quisiera imitarles. Las marisquerías son una variedad o categoría de restaurantes que se caracterizan a) por estar decorados con aparejos de pesca (esto es lo más importante) y b) porque en ellos se ingieren una especie de teléfonos con patas y otros animales que hieren por el igual el gusto, la vista y el olfato.


14.45 Después de vacilar un rato (15 minutos) y como sea que aborrezco comer solo, decido postergar la ceremonia de la marisquería hasta dar con Gurb. Entonces, y antes de aplicarle las medidas disciplinarias que le correspondan, celebraremos el reencuentro con una cuchipanda.


15.00 Ahora que dispongo de dinero, decido recorrer la zona céntrica de la ciudad y visitar sus afamados comercios. Ha vuelto a nublarse, pero por el momento parece que el tiempo aguanta.


16.00 Entro en una boutique. Me compro una corbata. Me la pruebo. Considero que me favorece y me compro noventa y cuatro corbatas iguales.


16.30 Entro en una tienda de artículos deportivos. Me compro una linterna, una cantimplora, un camping buta-gas, una camiseta del Barça, una raqueta de tenis, un equipo completo de wind-surf (de color rosa fosforescente) y treinta pares de zapatillas de jogging.


17.00 Entro en una charcutería y me compro setecientos jamones de pata negra.


17.10 Entro en una frutería y me compro medio kilo de zanahorias.


17.20 Entro en una tienda de automóviles y me compro un Maseratti.


17.45 Entro en una tienda de electrodomésticos y lo compro todo.


18.00 Entro en una juguetería y me compro un disfraz de indio, ciento doce braguitas de Barbie y un trompo.


18.30 Entro en una bodega y me compro cinco botellas de Baron Mouchoir Moqué del 52 y una garrafa de ocho litros de vino de mesa El Pentateuco.


19.00 Entro en una joyería, me compro un Rolex de oro automático, sumergible, antimagnético y antichoque y lo rompo in situ.


19.30 Entro en una perfumería y me compro quince frascos de Eau de Ferum, que acaba de salir.


20.00 Decido que el dinero no da la felicidad, desintegro todo lo que he comprado y continúo caminando con las manos en los bolsillos y el ánimo ligero.


20.40 Mientras paseo por las Ramblas, el cielo se cubre de nubarrones y retumban unos truenos: es evidente que se aproxima una perturbación acompañada de aparato eléctrico.


20.42 Por culpa de mi puñetera radiactividad, me caen tres rayos encima. Se me funde la hebilla del cinturón y la cremallera de la bragueta. Se me ponen todos los pelos de punta y no hay quien los domeñe: parezco un puerco espín.


20.50 Todavía cargado de electricidad estática, al tratar de comprar la Guía del ocio pego fuego al quiosco.


21.03 Caen cuatro gotas y cuando parece que la cosa no va a ir a más, descarga una tromba de agua tan salvaje que las ratas salen de las alcantarillas y se suben a Colón, por si acaso. Corro a refugiarme en un tascorro.


21.04 Ya estoy en el tascorro. Salchichones, longanizas, chistorras y otras estalactitas riegan de grasa a la parroquia, compuesta por siete u ocho individuos de sexo biológicamente diferenciado, aunque no visible, salvo en el caso de un caballero que al salir del excusado olvidó guardarse la pirulina. Detrás de la barra escancia vino lo que al principio tomo por un hombre. Un examen más detenido me revela que en realidad se trata de dos enanos encaramados el uno sobre el otro. Cuando se abre la puerta se forma un remolino de aire, que ahuyenta las moscas. Entonces puede verse en una de las paredes un espejo, en cuyo ángulo superior izquierdo se leen, escritos en tiza, los resultados de la jornada de liga correspondientes al 6 de marzo de 1958.


21.10 Como el aguacero me ha calado hasta los huesos, pido un vaso de tinto. Para entrar en calor. Con un palillo intento pinchar una tapa, pero, ante mi asombro, las tapas salen corriendo por el mostrador.


21.30 Me entretengo escuchando la conversación de los parroquianos. El lenguaje de los seres humanos, sin descodificar, es trabajoso y pueril. Para ellos, una oración elemental como ésta

109328745108y34-19«poe8vhqa9enf087qjnrf-09aqsdnfñ9q8w3r4v21dfkf=q3wy oiqwe=q3u lo9=853491926rnlnfp2485lir09348413k8449f385j9t830t82 = 34 ut t2egu-34851mfkfg-231lfgklwhgq0i2ui34756=l3ir2487-2349r20i45u62-4852ut-34582-9238v43 597 46 82 = 3t984589672394ut945467 = 2-3tugywoit = 238tej 96 46 7523fiwuy6-23f3yt-238984rohg-2343ijn87b8b7ytgyt654376687by79

(déme nueve kilos de nabos)

resulta ininteligible. Hablan, en consecuencia, largamente y a gritos, con acompañamiento de ademanes y muecas horribles. Aun así, su capacidad de expresión es limitadísima, salvo en el terreno de la blasfemia y la palabra soez, y en sus alocuciones abundan las anfibologías, los anacolutos y las polisemias.


21.50 Mientras reflexiono sobre este punto, el camarero me va llenando el vaso y cuando me doy cuenta, ya llevo medio litro de clarete en el cuerpo. Empiezo a analizar la composición química del vino (ciento seis elementos, ninguno de ellos derivado de la uva), pero al llegar a trinitrotolueno decido abandonar la investigación. El camarero me rellena el vaso.


22.00 Me río sin causa y el parroquiano que está a mi lado me pregunta si tiene monos en la cara o qué. Le aclaro que no me río de él, sino de una bobada que me ha venido a la cabeza de repente, sin saber cómo ni por qué. Como mi parlamento resulta algo confuso, sobre todo porque algunas frases las he dicho sin descodificar, las miradas de los demás parroquianos convergen en mí.


22.05 Un parroquiano (no el que tiene monos en la cara, sino otro) me señala colocando el dedo índice de su mano derecha en la punta de mi nariz y dice que mi cara le suena. El que me haya reconocido bajo la apariencia (y sustancia) del Santo Padre me indica que debe de ser persona devota y, por lo tanto, digna de toda confianza. Le respondo que sin duda se confunde y para desviar su atención y la de los demás en mi persona invito a una ronda. Viéndome dispuesto al gasto, el camarero dice que acaban de salir de la cocina unos callos que están de rechupete. Pongo sobre el mostrador algunos billetes (cinco millones de pesetas) y digo que vengan aquí esos callos, que por dinero no ha de quedar.


22.12 El parroquiano devoto dice que ni hablar, que yo ya he pagado los vinos y que los callos corren de su cuenta. A continuación añade que no faltaría más. Insisto en que lo de los callos ha sido idea mía y que, por consiguiente, es justo que los pague yo.


22.17 Una mujer (también parroquiana), que acaba de tumbar la segunda botella de anís, interviene para proponer que no sigamos discutiendo. Se mete la mano en el escote y la saca llena de unos billetes sucios y arrugados., que arroja sobre el mostrador. Otro parroquiano, creyendo que aquellos billetes son los callos, se come cuatro de un bocado. La mujer afirma que ella invita. El parroquiano piadoso replica que a él no le invita ninguna mujer. Explica que los tiene muy bien puestos.


22.24 Como a todas éstas los callos no aparecen, los reclamo golpeando el mostrador con un cenicero. Rompo el cenicero y desportillo el mármol del mostrador. El camarero sirve vino. Un parroquiano que hasta entonces ha permanecido mudo dice que va a obsequiarnos con unas soleares. Canta con mucho sentimiento la canción titulada 1092387nqfp983j41093 (güerve a mi lao, sorra) y todos damos palmas y jaleamos diciendo ele, ele (7v5, 7v5). El pío parroquiano dice que por fin ha hecho memoria y que ya sabe quién soy: Jorge Sepúlveda.


22.41 (aproximadamente) El parroquiano cantaor abre tanto la boca par expresar su penita, que se le cae la dentadura postiza en la fuente de las albóndigas. Cuando mete la mano para recuperarla, el camarero le golpea la cabeza con un queso de bola y le dice que ya está bien, que en lo que va de semana ya se lleva comidas ocho albóndigas con el truco de la dentadura, pero que él no es un (ininteligible) y que las lleva contabilizadas. El cantaor amonestado replica que él no necesita robar albóndigas de esta pocilga, que él ha sido el rey de la copla en París y que siempre que quiere tiene mesa puesta en Maxim’s. Por toda respuesta, el camarero sirve vino.


23.00 o 24.00 El andoba que tiene monos en la cara pone en nuestro conocimiento que él podría haber sido alguien, porque no le han faltado nunca las ideas ni los arrestos necesarios para llevarlas a cabo, pero que se han conjurado tres cosas para impedir su éxito, a saber a) la mala suerte, b) su inclinación por el vino, el juego y las mujeres y c) la inquina de algunas personas poderosas que prefiere no nombrar. La guarrona que antes se ha sacado el parné del tetamen salta y dice que eso nada, monada, que las causas verdaderas de que el tío sea lo que es son en realidad éstas: a) la vagancia, b) la vagancia y c) la vagancia, y que ya está harta de oír tanta mentira y tanta fantasía.


? Salen finalmente de la cocina los callos andando por su propio pie. La furcia dice que ella es la única que puede vanagloriarse de algo, pues hasta hace muy poco era una hembra de bandera, por lo cual en su barrio era conocida por el sobrenombre de la bomba de Oklahoma. Añade que si ahora la vemos un poco estropeada, no es por la edad, sino por otras causas, a saber a) su inmoderada afición a las judías secas, b) las palizas que le han dado los hombres y c) la operación de cirugía estética algo chapucera que le hizo cierto médico del seguro, cuyo nombre prefiere no mentar. A continuación se pone a llorar. Entonces yo voy y le digo que no llore, que para mí es la mujer más hermosa y atractiva que jamás he visto y que de buena gana contraería matrimonio con ella, pero que me lo impide el hecho de ser extraterrestre y estar sólo de paso, camino de otras galaxias, a lo que ella responde que esto es lo que le dicen todos. El gachó de los monos le dice que deje ya de dar el (ininteligible) y que se calle, a lo que replica ella (muy bien replicado), que a ella no la hace callar ni la (ininteligible) que la parió y que ella dice lo que le sale de la alcachofa y que qué pasa. Y entonces voy yo y le arreo una (ininteligible) en toda la boca al tío que la ha faltao o quizá se la arreo a otro, pero me da igual, y les digo a todos que a mi novia no la falta nadie.


Negra noche. El que ha recibido se levanta del suelo, me coge por las orejas y me hace dar vueltas en el aire como un ventilador. Aprovechando el incidente, el cantaor se mete un puñado de albóndigas en la boca. El camarero le da con una sartén en el estómago y le obliga a devolver las albóndigas (o una materia similar) a su lugar de origen. Entra la policía nacional blandiendo porras. Consigo arrancarle la porra de las manos a un policía nacional y golpear con ella al otro policía nacional o al mismo policía nacional. Las cosas parecen complicarse. Decido desintegrarme, pero confundo la fórmula y desintegro dos chiringuitos del Moll de la Fusta. Somos conducidos a la comisaría.

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