Tercera parte . Cita en Stockton

Terminé de escribir Soldados de Salamina mucho antes de que concluyera el permiso que me habían concedido en el periódico. Salvo a Conchi, con la que salía a cenar un par o tres de veces por semana, en todo ese tiempo apenas vi a nadie, porque me pasaba el día y la noche encerrado en mi cuarto, delante del ordenador. Escribía de forma obsesiva, con un empuje y una constancia que ignoraba que poseía; también sin demasiada claridad de propósito. Éste consistía en escribir una suerte de biografía de Sánchez Mazas que, centrándose en un episodio en apariencia anecdótico pero acaso esencial de su vida -su frustrado fusilamiento en el Collell-, propusiera una interpretación del personaje y, por extensión, de la naturaleza del falangismo o, más exactamente, de los motivos que indujeron al puñado de hombres cultos y refinados que fundaron Falange, a lanzar al país a una furiosa orgía de sangre. Por descontado, yo suponía que, a medida que el libro avanzase, este designio se alteraría, porque los libros siempre acaban cobrando vida propia, y porque uno no escribe acerca de lo que quiere, sino de lo que puede; también suponía que, aunque todo lo que con el tiempo había averiguado sobre Sánchez Mazas iba a constituir el núcleo de mi libro, lo que me permitía sentirme seguro, llegaría un momento en que tendría que prescindir de esas andaderas, porque -si es que lo que escribe va a tener verdadero interés- un escritor no escribe nunca acerca de lo que conoce, sino precisamente de lo que ignora.

Ninguna de las dos conjeturas resultó equivocada, pero a mediados de febrero, un mes antes de que concluyera el permiso, el libro estaba terminado. Eufórico, lo leí, lo releí. A la segunda relectura la euforia se trocó en decepción: el libro no era malo, sino insuficiente, como un mecanismo completo pero incapaz de desempeñar la función para la que ha sido ideado porque le falta una pieza. Lo malo es que yo no sabía cuál era esa pieza. Corregí a fondo el libro, reescribí el principio y el final, reescribí varios episodios, otros los cambié de lugar. La pieza, sin embargo, no aparecía; el libro seguía estando cojo.

Lo abandoné. El día en que tomé la decisión salí a cenar con Conchi, que debió de notarme raro, porque me preguntó qué me pasaba. Yo no tenía ganas de hablar de ello (en realidad, tampoco tenía ganas de hablar; ni siquiera de salir a cenar), pero acabé explicándoselo.

– ¡Mierda! -dijo Conchi-. Ya te dije que no escribieras sobre un facha. Esa gente jode todo lo que toca. Lo que tienes que hacer es olvidarte de ese libro y empezar otro. ¿Qué tal uno sobre García Lorca?

Pasé las dos semanas siguientes sentado en un sillón, frente al televisor apagado. Que yo recuerde, no pensaba en nada, ni siquiera en mi padre; tampoco en mi primera mujer. Conchi me visitaba a diario: ordenaba un poco la casa, preparaba comida y, cuando yo ya me había metido en la cama, se iba. Lloraba poco, pero no podía evitar hacerlo cuando cada noche, a eso de las diez, Conchi ponía la tele para verse vestida de pitonisa y comentar su programa de la televisión local.

También fue Conchi quien me convenció de que, aunque mi permiso no hubiera acabado y yo no estuviera recuperado del todo, debía volver a mi trabajo en el periódico. Quizá porque llevaba menos tiempo fuera que la vez anterior, o porque mi cara y mi aspecto movían más a la misericordia que al sarcasmo, en esta ocasión el regreso de vacío fue menos humillante, y en la redacción no hubo comentarios irónicos ni nadie preguntó nada, ni siquiera el director; éste, por lo demás, no sólo no me obligó a traerle cafés desde el bar de la esquina (una actividad para la que yo ya venía preparado), sino que ni siquiera me castigó con labores subalternas. Al contrario: como si adivinara que necesitaba airearme un poco, me propuso dejar la sección de cultura y dedicarme a realizar una serie casi diaria de entrevistas a personajes de algún relieve que, sin haber nacido en la provincia, residieran habitualmente en ella. Fue así como, durante varios meses, entrevisté a empresarios, actores, deportistas, poetas, políticos, diplomáticos, picapleitos, vagos.

Uno de mis primeros entrevistados fue Roberto Bolaño. Bolaño, que era escritor y chileno, vivía desde hacía mucho tiempo en Blanes, un pueblo costero situado en la frontera entre Barcelona y Gerona, tenía cuarenta y siete años, un buen número de libros a sus espaldas y ese aire inconfundible de buhonero hippie que aqueja a tantos latinoamericanos de su generación exiliados en Europa. Cuando fui a visitarle acababa de obtener un importante premio literario y vivía con su mujer y su hijo en el Carrer Ample, una calle del centro de Blanes en la que había comprado un piso modernista con el dinero que le habían dado. Allí me recibió aquella mañana, y aún no habíamos cruzado los saludos de rigor cuando me espetó:

– Oye, ¿tú no serás el Javier Cercas de El móvil y El inquilino?

El móvil y El inquilino eran los títulos de los dos únicos libros que yo había publicado, más de diez años atrás, sin que nadie salvo algún amigo de entonces se diera por enterado del acontecimiento. Aturdido o incrédulo, asentí.

– Los conozco -dijo-. Creo que incluso los compré.

– ¿Ah, fuiste tú?

No hizo caso del chiste.

– Espera un momento.

Se perdió por un pasillo y regresó al rato.

– Aquí están -dijo, blandiendo triunfalmente mis libros.

Hojeé los dos ejemplares, advertí que estaban usados. Casi con tristeza comenté:

– Los leíste.

– Claro -sonrió apenas Bolaño, que no sonreía casi nunca, pero que casi nunca parecía hablar del todo en serio-. Yo leo hasta los papeles que encuentro por las calles.

Ahora fui yo el que sonrió.

– Los escribí hace muchos años.

– No tienes que disculparte -dijo-. A mí me gustaron, o por lo menos recuerdo que me gustaron.

Pensé que se burlaba; levanté la vista de los libros y le miré a los ojos: no se burlaba. Me oí preguntar:

– ¿De veras?

Bolaño encendió un cigarrillo, pareció reflexionar un momento.

– Del primero no me acuerdo muy bien -reconoció al cabo-. Pero creo que había un cuento muy bueno sobre un hijo de puta que induce a un pobre hombre a cometer un crimen para poder terminar su novela, ¿verdad? -Sin darme tiempo a asentir de nuevo, añadió-: En cuanto a El inquilino, me pareció una novelita deliciosa.

Bolaño pronunció este dictamen con tal mezcla de naturalidad y convicción que de golpe supe que los escasos elogios que habían merecido mis libros eran fruto de la cortesía o la piedad. Me quedé sin habla, y sentí unas ganas enormes de abrazar a aquel chileno de voz escasa, de pelo rizoso, escuálido y mal afeitado, a quien acababa de conocer.

– Bueno -dije-. ¿Empezamos la entrevista?

Fuimos a un bar del puerto, entre la lonja y el rompeolas, y nos sentamos junto a un ventanal desde el que se divisaba, a través del aire dorado y frío de la mañana, majestuosamente cruzado de gaviotas, toda la bahía de Blanes, con la dársena en primer plano, poblada de ociosas barcas de pesca, y al fondo el promontorio de La Palomera, que señala la frontera geográfica de la Costa Brava. Bolaño pidió té y tostadas; yo pedí café y agua. Conversamos. Bolaño me contó que ahora las cosas le iban bien, porque sus libros empezaban a darle dinero, pero que durante los últimos veinte años había sido más pobre que una rata. Había dejado de estudiar casi de niño; había desempeñado todo tipo de oficios ocasionales (aunque, aparte de escribir, nunca había tenido un trabajo serio); había hecho la revolución en el Chile de Allende y en el de Pinochet había estado en la cárcel; había vivido en México y en Francia; había viajado por todo el mundo. Años atrás había padecido una operación muy complicada, y desde entonces vivía en Blanes como un asceta, sin otro vicio que escribir y sin ver a nadie salvo a su familia. Casualmente, el día en que entrevisté a Bolaño el general Pinochet acababa de regresar a Chile, aclamado como un héroe por sus partidarios, después de haberse pasado dos años en Londres a la espera de ser extraditado a España y juzgado por sus crímenes. Hablamos del regreso de Pinochet, de la dictadura de Pinochet, de Chile. Como es natural, le pregunté cómo había vivido la caída de Allende y el golpe de Pinochet. Como es natural, me miró con cara de infinito aburrimiento; luego dijo:

– Como una película de los hermanos Marx, sólo que con muertos. Aquello fue un desbarajuste fabuloso. -Sopló un poco el té, bebió un sorbo y volvió a dejar la taza sobre el plato-. Mira, te voy a decir la verdad. Durante años me cagué cada vez que pude en Allende, pensaba que la culpa de todo era suya, por no entregarnos las armas. Ahora me cago en mí por haber dicho eso de Allende. Joder, el cabrón pensaba en nosotros como si fuéramos sus hijos, ¿entiendes? No quería que nos mataran. Y si llega a entregarnos las armas hubiéramos muerto como chinches. En fin -concluyó, tomando otra vez la taza-, supongo que Allende fue un héroe.

– ¿Y qué es un héroe?

La pregunta pareció sorprenderle, como si nunca se la hubiese hecho, o como si se la hubiera estado haciendo desde siempre; con la taza en el aire, me miró fugazmente a los ojos, volvió la vista hacia la bahía, por un momento reflexionó; luego se encogió de hombros.

– No lo sé -dijo-. Alguien que se cree un héroe y acierta. O alguien que tiene el coraje y el instinto de la virtud, y por eso no se equivoca nunca, o por lo menos no se equivoca en el único momento en que importa no equivocarse, y por lo tanto no puede no ser un héroe. O quien entiende, como Allende, que el héroe no es el que mata, sino el que no mata o se deja matar. No lo sé. ¿Qué es un héroe para ti?

Para entonces ya hacía casi un mes que yo no pensaba en Soldados de Salamina, pero en aquel momento no pude evitar el recuerdo de Sánchez Mazas, que no mató nunca y que en algún momento, antes de que la realidad le demostrara que carecía del coraje y del instinto de la virtud, acaso se creyó un héroe. Dije:

– No lo sé. John Le Carré dice que hay que tener temple de héroe para ser una persona decente.

– Sí, pero una persona decente no es lo mismo que un héroe -replicó en el acto Bolaño-. Personas decentes hay muchas: son las que saben decir no a tiempo; héroes, en cambio, hay muy pocos. En realidad, yo creo que en el comportamiento de un héroe hay casi siempre algo ciego, irracional, instintivo, algo que está en su naturaleza y a lo que no puede escapar. Además, se puede ser una persona decente durante toda una vida, pero no se puede ser sublime sin interrupción, y por eso el héroe sólo lo es excepcionalmente, en un momento o, a lo sumo, en una temporada de locura o inspiración. Ahí está Allende, hablando por Radio Magallanes, tumbado en el suelo en un rincón de La Moneda, con la metralleta en una mano y el micrófono en la otra, hablando como si estuviera borracho o como si ya estuviera muerto, sin saber muy bien lo que dice y diciendo las palabras más limpias y más nobles que yo he escuchado nunca… Ahora me acuerdo de otra historia. Ocurrió en Madrid hace tiempo, yo la leí en la prensa. Un muchacho andaba por una calle del centro y de pronto vio una casa envuelta en llamas. Sin encomendarse a nadie entró en la casa y sacó en brazos a una mujer. Volvió a entrar y esta vez sacó a un hombre. Luego entró otra vez y sacó a otra mujer. A esas alturas del incendio ya ni siquiera los bomberos se atrevían a entrar en la casa, era un suicidio; pero el muchacho debía de saber que todavía quedaba alguien adentro, porque entró de nuevo. Y, claro, ya no volvió a salir. -Bolaño se detuvo, con el dedo índice se subió las gafas hasta que la montura rozó las cejas-. Brutal, ¿no? Bueno, pues yo no estoy seguro de que ese muchacho actuase movido por la compasión, o por vete a saber qué buen sentimiento; yo creo que actuaba por una especie de instinto, un instinto ciego que lo superaba, que podía más que él, que obraba por él. Lo más probable es que ese muchacho fuera una persona decente, no digo que no; pero puede no haberlo sido. Chucha, Javier, ni falta que le hacía: el cabrón era un héroe.

Bolaño y yo nos pasamos el resto de la mañana conversando acerca de sus libros, de los autores que le gustaban -que eran muchos- y de los que detestaba -que todavía eran más-. Bolaño hablaba de todos ellos con una extraña pasión helada, que al principio me fascinó y luego me hizo sentir incómodo. Abrevié la entrevista. Cuando ya íbamos a despedirnos, en el paseo del Mar, me propuso comer en su casa, con su mujer y su hijo; mentí: le dije que no podía, porque me esperaban en el periódico. Entonces me invitó a venir a verle algún día; volví a mentir: le dije que lo haría muy pronto.

Una semana después, cuando se publicó la entrevista, Bolaño me telefoneó al periódico. Me dijo que le había gustado mucho. Preguntó:

– ¿Estás seguro de que dije todo eso de los héroes?

– Palabra por palabra -contesté, bruscamente suspicaz, imaginando que el elogio inicial era sólo un prólogo a los reproches, conjeturando que Bolaño era uno de esos lenguaraces que atribuyen todos sus deslices verbales a la malicia, el descuido o la frivolidad de los periodistas-. Lo tengo grabado.

– ¡Joder, pues la verdad es que está muy bien! -me tranquilizó-. Pero te llamaba por otra cosa. Mañana estaré en Gerona para renovar mi permiso de residencia; una vaina de mierda, que no me llevará mucho rato. ¿Te apetecería que comiéramos juntos?

Yo no había esperado ni la llamada ni la propuesta y, quizá porque me pareció más fácil aceptarla que pretextar un compromiso, acepté, y al día siguiente, cuando llegué al Bistrot, Bolaño ya estaba sentado a una mesa, con una Coca-Cola light en la mano.

– Hacía por lo menos veinte años que no venía por aquí -comentó Bolaño, que el día anterior, por teléfono, me había dicho que, durante la temporada en que había residido en la ciudad, vivía cerca del Bistrot-. Esto ha cambiado un huevo.

Después de hacer el pedido (ensalada y bistec a la plancha para él; mejillones al vapor y conejo para mí), Bolaño volvió a elogiar mi entrevista, habló de las de Capote y de Mailer, bruscamente me preguntó si estaba escribiendo algo. Como nada irrita tanto a un escritor que no escribe como que le pregunten por lo que está escribiendo, un poco molesto contesté:

– No. -Y, porque pensé que, como para todo el mundo, para Bolaño escribir en los periódicos no es escribir, añadí-: Ya no escribo novelas. -Pensé en Conchi y dije-: He descubierto que no tengo imaginación.

– Para escribir novelas no hace falta imaginación -dijo Bolaño-. Sólo memoria. Las novelas se escriben combinando recuerdos.

– Entonces yo me he quedado sin recuerdos. -Tratando de ser ingenioso expliqué-: Ahora soy un periodista; o sea: un hombre de acción.

– Pues es una lástima -dijo Bolaño-. Un hombre de acción es un escritor frustrado. Si don Quijote hubiera escrito un solo libro de caballería nunca hubiera sido don Quijote, y si yo no hubiese aprendido a escribir ahora estaría pegando tiros con las FARC. Además, un escritor de verdad nunca deja de ser un escritor. Aunque no escriba.

– ¿Qué te hace pensar que yo soy un escritor de verdad?

– Escribiste dos libros de verdad.

– Juvenalia.

– ¿El periódico no cuenta?

– Cuenta. Pero ahí no escribo por placer: sólo para ganarme la vida. Además, no es lo mismo un periodista que un escritor.

– En eso tienes razón -concedió-. Un buen periodista es siempre un buen escritor, pero un buen escritor casi nunca es un buen periodista.

Me reí.

– Brillante, pero falso -dije.

Mientras comíamos Bolaño me habló de la época en que había vivido en Gerona; minuciosamente me contó una interminable noche de febrero en un hospital de la ciudad, el Josep Trueta. Aquella mañana le habían diagnosticado una pancreatitis, y, cuando el médico apareció por fin en su habitación y él pudo preguntarle, sabiendo cuál era la respuesta, si se iba a morir, el médico le acarició un brazo y le dijo que no con la voz con que se dicen siempre las mentiras. Antes de dormirse esa noche, Bolaño sintió una tristeza infinita, no porque supiera que iba a morir, sino por todos los libros que había proyectado escribir y nunca escribiría, por todos sus amigos muertos, por todos los jóvenes latinoamericanos de su generación -soldados muertos en guerras de antemano perdidas- a los que siempre había soñado resucitar en sus novelas y que ya permanecerían muertos para siempre, igual que él, como si no hubieran existido nunca, y luego se durmió y durante toda la noche soñó que estaba en un ring peleando con un luchador de sumo, un oriental gigantesco y sonriente contra el que nada podía y contra el que sin embargo siguió peleando toda la noche hasta que despertó y supo sin que nadie se lo dijera, con una alegría sobrehumana que no había vuelto a experimentar nunca, que no iba a morir.

– Pero a veces pienso que todavía no he despertado -dijo Bolaño pasándose la servilleta por los labios-. A veces pienso que todavía estoy en la cama del Trueta, peleando con el luchador de sumo, y que todo lo que ha pasado en estos años (mi hijo y mi mujer y las novelas que he escrito y los amigos muertos de los que he hablado) lo estoy soñando, y que en algún momento me despertaré y estaré en la lona del ring, asesinado por un oriental muy gordo que sonríe igual que la muerte.

Después de comer Bolaño me pidió que le acompañara a dar una vuelta por la ciudad. Le acompañé: recorrimos el casco antiguo, caminamos por la Rambla, por la plaza de Catalunya, por la del mercado. Al atardecer tomamos café en el bar del hotel Carlemany, muy cerca de la estación, mientras Bolaño esperaba el tren. Fue allí, entre tazas de té y gin-tonics, donde me contó la historia de Miralles. No recuerdo por qué ni cómo llegó hasta ella; recuerdo que habló con un entusiasmo inflexible, con una suerte de jubilosa seriedad, poniendo a disposición del relato toda su erudición militar e histórica, que era abrumadora pero no siempre exacta, porque más tarde, cuando consulté varios libros sobre las operaciones militares de la Guerra Civil y la segunda guerra mundial, descubrí que algunas de las fechas y nombres y circunstancias habían sido modificados por su imaginación o su memoria. El relato, sin embargo, no sólo era verosímil, sino también, en la mayoría de sus pormenores, fiel a los hechos.

Una vez corregidos los pocos datos y fechas que Bolaño había alterado, la historia es ésta:

Bolaño conoció a Miralles en el verano de 1978, en el cámping Estrella de Mar, en Castelldefells. El Estrella de Mar era un cámping de rulots al que cada verano acudía una población flotante compuesta básicamente por miembros del proletariado europeo: franceses, ingleses, alemanes, holandeses, algún español. Bolaño recordaba que, al menos durante el tiempo que pasaba allí, aquella gente era muy feliz; él también se recordaba a sí mismo feliz. Trabajó en el cámping durante cuatro veranos, del año 78 al 81, y a veces también durante los fines de semana de invierno; hizo de basurero, de vigilante nocturno, de todo.

– Fue mi doctorado -me aseguró Bolaño-. Conocí a una fauna humana de lo más variopinta. En realidad, nunca en toda mi vida he aprendido tantas cosas de golpe como allí.

Miralles llegaba cada año a principios de agosto. Bolaño lo recordaba al volante de su rulot, con sus saludos de escándalo, su sonrisa descomunal, su gorra calada y su tremenda barriga de buda, inscribiéndose en el registro del cámping e instalándose de inmediato en el lugar asignado. A partir de aquel momento Miralles no volvía a vestir en todo el mes más que un bañador y unas chanclas de goma y, como andaba todo el día a cuerpo gentil, llamaba inmediatamente la atención, porque su cuerpo era un auténtico compendio de cicatrices: de hecho, todo el costado izquierdo, desde el tobillo hasta el mismo ojo, por el que aún podía ver, era una pura cicatriz. Miralles era catalán, de Barcelona o de los alrededores de Barcelona -Sabadell tal vez, o Terrassa: en todo caso Bolaño recordaba haberle oído hablar en catalán-, pero llevaba muchos años viviendo en Francia y, al decir de Bolaño, se había vuelto totalmente francés: gastaba una ironía bien afilada, sabía comer y beber y le volvía loco el buen vino. De noche se reunía en el bar con sus amigos de cada verano y Bolaño, que en su calidad de vigilante nocturno se sumaba con frecuencia a esas veladas que se prolongaban hasta muy tarde, lo vio emborracharse a menudo, pero nunca volverse agresivo ni pendenciero ni sentimental. Al final de esas noches simplemente necesitaba que alguien le acompañara hasta su rulot, porque ya no era capaz de llegar por sí mismo hasta ella. Bolaño lo hizo muchas veces, y también se quedó muchas veces a solas con él, en el bar, bebiendo hasta muy tarde porque Miralles había derrotado a sus contertulios, y fue en el curso de esas noches interminables y solitarias (nunca le vio hablar de ello ante otras personas) cuando le oyó desplegar una y otra vez su historial de guerra, desplegarlo sin jactancia ni orgullo, con su aprendida ironía de francés adoptivo, como si no le perteneciera a él sino a otra persona, alguien a quien apenas conocía y a quien sin embargo vagamente estimaba. Por eso Bolaño lo recordaba con absoluta precisión.

En el otoño de 1936, pocos meses después de comenzada la guerra en España, Miralles fue reclutado con apenas dieciocho años, y a principios del 37, después de un adiestramiento militar de urgencia, encuadrado en un batallón de la Primera Brigada Mixta del Ejército de la República, que estaba al mando de Enrique Líster. Éste, que había sido comandante de las Milicias Antifascistas Obreras y del Quinto Regimiento, ya era para entonces una leyenda viva. El Quinto Regimiento acababa de disolverse, y la mayoría de los compañeros del batallón de Miralles, que pocos meses atrás, en noviembre, habían sido decisivos para detener a las tropas de Franco a las puertas de Madrid, se habían batido en sus filas. Antes de la guerra Miralles trabajaba de aprendiz de tornero; ignoraba la política: sus padres, gente de condición muy humilde, nunca hablaban de ella; tampoco sus amigos. Sin embargo, apenas llegó al frente se hizo comunista: el hecho de que lo fueran sus compañeros y sus mandos y de que también lo fuera Líster sin duda influyó en su decisión; quizá lo hizo más la certidumbre inmediata de que los comunistas eran los únicos que de verdad estaban dispuestos a plantar cara y ganar la guerra.

– Supongo que era un poco botarate -recordaba Bolaño que le había dicho una noche Miralles, hablando de Líster, a cuyas órdenes hizo toda la guerra-. Pero también quería mucho a sus hombres y era muy valiente, muy español. Un tipo con dos cojones.

– Español de puro bruto -citó Bolaño, sin decirle a Miralles que citaba a César Vallejo, sobre el que por entonces estaba escribiendo una novela chiflada.

Miralles se rió.

– Exacto -convino-. Luego he leído muchas cosas sobre él, contra él en realidad. La mayoría falsas, por lo que yo sé. Supongo que se equivocó en muchas cosas, pero también acertó en muchas otras, ¿no es verdad?

En los primeros días de la guerra Miralles había sentido simpatía por los anarquistas, no tanto por sus confusas ideas o por su ímpetu revolucionario, cuanto porque fueron los primeros en echarse a la calle a pelear contra el fascismo. No obstante, a medida que la contienda avanzaba y los anarquistas sembraban el caos en la retaguardia, esa simpatía se desvaneció: como todos los comunistas -y sin duda esto también contribuyó a acercarle a ellos-, Miralles entendía que lo primero era ganar la guerra; luego ya habría tiempo de hacer la revolución. De modo que, cuando en el verano del 37 la 11.ª División, a la que él pertenecía, liquidó por orden de Líster las colectividades anarquistas de Aragón, a Miralles la operación le pareció brutal, pero no injustificada. Más tarde peleó en Belchite, en Teruel, en el Ebro y, cuando el frente se derrumbó, Miralles se retiró con el ejército hacia Cataluña y a principios de febrero del 39 cruzó la frontera francesa con los otros 450.000 españoles que lo hicieron en los días finales de la guerra. Al otro lado le esperaba el campo de concentración de Argelés, en realidad una playa desnuda e inmensa rodeada por una doble alambrada de espino, sin barracones, sin el menor abrigo en el frío salvaje de febrero, con una higiene de cenagal, donde, en condiciones de vida infrahumanas, con mujeres y viejos y niños durmiendo en la arena moteada de nieve y escarcha y hombres vagando cargados con el peso alucinado de la desesperación y el rencor de la derrota, ochenta mil fugitivos españoles aguardaban el final del infierno.

– Los llamaban campos de concentración -solía decir Miralles-. Pero no eran más que morideros.

Así que, unas semanas después de llegar a Argelés, cuando aparecieron por el campo las banderas de enganche de la Legión Extranjera francesa, sin dudarlo un instante Miralles se alistó en ella. Fue así como llegó al Magreb, a algún punto del Magreb, Túnez o tal vez Argelia, Bolaño no recordaba bien. Allí le sorprendió el inicio de la guerra mundial. Francia cayó en manos de los alemanes en junio del cuarenta, y la mayor parte de las autoridades francesas del Magreb se pusieron del lado del gobierno títere de Vichy. Pero en el Magreb estaba también Leclerc, el general Jacques-Philippe Leclerc. Leclerc se negó a aceptar las órdenes de Vichy y empezó a reclutar cuanta gente pudo con la idea desatinada de cruzar a su mando la mitad de África y alcanzar alguna posesión ultramarina francesa que aceptase la autoridad de De Gaulle, quien desde Londres, igual que él, se había rebelado en nombre de la Francia libre contra Pétain.

– ¡Chucha, Javier! -Recostado en una butaca del bar del Carlemany, Bolaño me miraba burlón o incrédulo a través de los gruesos cristales de sus gafas y del humo de su Ducados-. Miralles se pasó toda su vida cagándose en Leclerc y en sí mismo por haberle hecho caso a Leclerc. Porque ni él ni ninguno de los desharrapados a los que Leclerc engañó como a chinos tenían ni idea de dónde se metían. Era un viaje de varios miles de kilómetros a través del desierto, a puro huevo, en condiciones mucho peores que las que había dejado Miralles en Argelés y sin apenas pertrechos. ¡Ríete tú del París-Dakar, que es un puto paseíto de domingo comparado con eso! ¡Hay que tener los cojones cuadrados para hacer una cosa así!

Pero ahí estaban Miralles y su montón de engañados voluntarios reclutados de urgencia por el proselitismo insensato de Leclerc, quienes, después de varios meses de contramarchas suicidas por el desierto, arribaron a la provincia del Chad, en el África Ecuatorial francesa, donde entraron por fin en contacto con la gente de De Gaulle. Poco después de su llegada al Chad, junto a un destacamento inglés procedente de El Cairo y en compañía de otros cinco hombres de la Legión Extranjera al mando del coronel D'Ornano, comandante en jefe de las fuerzas francesas en el Chad, Miralles tomó parte en el ataque al oasis italiano de Murzuch, en Libia sudoccidental. Los seis miembros de la patrulla francesa eran en teoría voluntarios; la realidad es que Miralles nunca hubiera intervenido en esa incursión de no haber sido porque, como en su compañía nadie se presentaba voluntario a ella, se lo jugaron a la taba y Miralles acabó perdiendo. La patrulla de Miralles era sobre todo simbólica, porque, después de la caída de Francia, era la primera vez que un contingente francés tomaba parte en una acción bélica contra una de las potencias del Eje.

– Date cuenta, Javier -acotó Bolaño, un poco perplejo, como reprimiendo la risa, como si él mismo estuviera descubriendo la historia (o el significado de la historia) a medida que la contaba-. Toda Europa dominada por los nazis, y en el culo del mundo, y sin que nadie se enterase, los cuatro putos moros, el puto negro y el cabrón de español que formaban la patrulla de D'Ornano estaban levantando por vez primera en meses la bandera de la libertad. ¡Tiene cojones la cosa! Y ahí estaba Miralles, engañado y por puñetera mala suerte y a lo mejor sin saber para qué estaba ahí. Pero ahí estaba él.

El coronel D'Ornano cayó en Murzuch. Su puesto al mando de las fuerzas del Chad lo cubrió Leclerc, quien, espoleado por el éxito de Murzuch, se lanzó de inmediato contra el oasis de Cufra -el más importante del desierto de Libia, que estaba también en manos italianas con un puñado de voluntarios de la Legión Extranjera y un puñado de indígenas, con muy pocas armas y muy pocos medios de transporte, y el 1 de marzo de 1942, después de otra marcha de más de mil kilómetros por el desierto, Leclerc y sus hombres tomaron Cufra. Y allí, naturalmente, estaba Miralles. De regreso en el Chad, Miralles gozó de sus primeras semanas de descanso en años, y en algún momento diversos indicios ilusorios le llevaron a imaginar que, después de las gestas de Murzuch y Cufra, durante algún tiempo la guerra iba a quedar bien lejos de él y de sus compañeros. Fue entonces cuando Leclerc tuvo su segunda idea genial en poco tiempo. Convencido con razón de que la suerte de la guerra se estaba jugando en el norte de África, donde el 8.° Ejército de Montgomery combatía contra el Afrika-Korps alemán, decidió tratar de unirse a las tropas inglesas, realizando a la inversa la marcha que, desde el Magreb al Chad, había realizado meses antes. Otras unidades aliadas hicieron por entonces la misma o parecida operación, pero Leclerc carecía por completo de su infraestructura, así que Miralles y los tres mil doscientos hombres que para entonces había conseguido reunir tuvieron que recorrer de nuevo, a pie y en condiciones todavía más precarias que la primera vez, los miles de kilómetros de desierto sin clemencia que los separaban de Trípoli, adonde finalmente llegaron en enero del 43, justo cuando las tropas de Rommel acababan de ser expulsadas de la ciudad por el 8.° de Montgomery. La columna de Leclerc hizo el resto de la campaña de África con ese cuerpo de ejército, de forma que Miralles combatió a los alemanes en la ofensiva contra la Línea Mareth, y más tarde a los italianos en Gabés y Sfax.

Concluida la campaña de África, la columna Leclerc, integrada en el organigrama del ejército aliado, se motorizó, convirtiéndose en la División Acorazada n.° 2 y siendo enviada a Inglaterra para su adiestramiento en el manejo de los tanques americanos, y el 1 de agosto de 1944, casi dos meses después del día D, Miralles desembarcó en la playa de Utah, en Normandía, operando con el Cuerpo de Ejército XV de Hislip. Inmediatamente la columna Leclerc partió hacia el frente, y durante los veintitrés días que para Miralles duró la campaña de Francia no dejó de pelear ni un instante, sobre todo en la región de Sarthe y en los combates que precedieron al aislamiento definitivo de la bolsa de Falaise. Porque la de Leclerc era en aquel momento una unidad muy especial: no sólo era la única división francesa que luchaba en suelo francés (aunque estuviera llena de africanos y de veteranos españoles de la guerra civil; lo proclamaban los nombres de sus tanques: Guadalajara, Zaragoza, Belchite), sino también porque era una división que se nutría exclusivamente de voluntarios, de tal manera que no podía jugar con los recambios de tropas frescas con que jugaba una división normal y, cuando un soldado caía, su puesto quedaba vacante hasta que otro voluntario venía a sustituirlo. Esto explica que, aunque ningún mando sensato mantiene a un soldado más de cuatro o cinco meses en primera línea de combate, porque la tensión del frente resulta insoportable, cuando Miralles y sus compañeros de la guerra civil pisaron las playas de Normandía llevaran más de siete años peleando sin parar.

Pero la guerra aún no había terminado para ellos. La columna Leclerc fue el primer contingente aliado que entró en París; Miralles lo hizo por la Porte-de-Gentilly la noche del 24 de agosto, apenas una hora después de que, al mando del capitán Dronne, lo hiciera el primer destacamento francés. No habían transcurrido quince días cuando los hombres de Leclerc, integrados ahora en el tercer ejército francés de De Lattre de Tassigny, entraban de nuevo en combate. Las semanas siguientes no les concedieron un instante de tregua: embistieron la línea Sigfried, penetraron en Alemania, llegaron hasta Austria. Allí acabó la aventura militar de Miralles. Allí, una mañana ventosa de invierno que no olvidaría nunca, Miralles (o alguien que estaba junto a Miralles) pisó una mina.

– Se hizo papilla -dijo Bolaño después de hacer una pausa para acabar de beberse el té, que se le había enfriado en la taza-. La guerra en Europa estaba a punto de terminar y, después de ocho años combatiendo, Miralles había visto morir a su alrededor a montones de gente, amigos y compañeros españoles, africanos, franceses, de todas partes. Había llegado su turno… -Bolaño golpeó el brazo de la butaca-. Había llegado su turno, pero el cabrón no se murió. Lo llevaron a la retaguardia hecho mierda y lo recompusieron como Dios les dio a entender. Increíblemente, sobrevivió. Y al cabo de poco más de un año ya tienes a Miralles convertido en ciudadano francés y con una pensión de por vida.

Al terminar la guerra y recuperarse de sus heridas, Miralles se fue a vivir a Dijon, o a algún lugar de los alrededores de Dijon, Bolaño no recordaba bien. En más de una ocasión le preguntó a Miralles por qué se había instalado en Dijon (o en los alrededores de Dijon), y él a veces le contestaba que se había instalado allí como podía haberse instalado en cualquier otra parte, y otras veces le decía que se había instalado allí porque durante la guerra se prometió a sí mismo que, si conseguía sobrevivir, iba a pasarse el resto de su vida bebiendo buen vino, «y hasta hoy he cumplido», añadía palmeándose su desnuda y feliz barriga de buda. Mientras frecuentó a Miralles, Bolaño pensaba que ninguna de esas dos razones era la verdadera; ahora pensaba que tal vez lo eran las dos. Lo cierto es que Miralles se casó en Dijon (o en los alrededores de Dijon) y que en Dijon (o en los alrededores de Dijon) tuvo una hija. Se llamaba María. Bolaño la conoció en el camping, porque al principio acudía allí cada verano, con su padre: recordaba una chica fina, seria y fuerte, «totalmente francesa», aunque con su padre hablaba siempre un castellano empedrado de erres guturales. Recordaba también que a Miralles, que había enviudado poco después de tenerla, se le caía la baba con ella: era María quien llevaba el gobierno de la casa, quien impartía órdenes que Miralles obedecía con una especie de pudorosa humildad de veterano acostumbrado a obedecer órdenes, y quien, cuando la conversación con los amigos se prolongaba demasiado en el bar del cámping y a Miralles el vino le empezaba a poner la boca pastosa y a enredarle las frases, le cogía del brazo y se lo llevaba a la rulot, sumiso y trastabillando, con su mirada turbia de bebedor y su sonrisa culpable de padre orgulloso. Lo de María, sin embargo, duró poco tiempo, no más de dos años (dos de los cuatro en que Bolaño trabajó en el cámping), y Miralles empezó a ir solo al Estrella de Mar. Fue a partir de entonces cuando Bolaño y él intimaron de veras; también cuando Miralles empezó a acostarse con Luz. Luz era una prostituta que algunos veranos faenaba por el cámping. Bolaño la recordaba muy bien: morena y corpulenta y bastante joven y guapa, con una generosidad natural y un sentido común imperturbable; quizá sólo ocasionalmente trabajaba de puta, conjeturaba Bolaño.

– Miralles se encoñó de mala manera con ella -añadió-. El cabrón se ponía tristísimo y se emborrachaba a morir cuando no estaba Luz.

Bolaño recordó entonces que una noche del último verano en que estuvo con Miralles, mientras hacía la primera ronda, ya de madrugada, oyó una música muy tenue que llegaba del extremo del camping, justo al lado de la valla que lo aislaba de un bosque de pinos. Más por curiosidad que para exigir que quitaran la música -sonaba tan baja que no podía estorbar el sueño de nadie-, se acercó sigilosamente y vio a una pareja bailando abrazada bajo la marquesina de una rulot. En la rulot reconoció la rulot de Miralles; en la pareja, a Miralles y a Luz; en la música, un pasodoble muy triste y muy antiguo (o eso es lo que entonces le pareció a Bolaño) que muchas veces le había oído tararear entre dientes a Miralles. Antes de que ellos pudieran advertir su presencia, Bolaño se ocultó tras otra rulot y, durante unos minutos, estuvo observándolos. Bailaban muy erguidos, muy serios, en silencio, descalzos sobre la hierba, envueltos en la luz irreal de la luna y de una vieja lámpara de butano, y a Bolaño le llamó la atención sobre todo el contraste entre la solemnidad de sus movimientos y su atuendo, Miralles en bañador, como siempre, envejecido y ventrudo pero marcando el paso con una segura prestancia de bailarín de barrio, conduciendo a Luz, que, quizá porque vestía una blusa blanca que le llegaba hasta las rodillas y dejaba entrever su cuerpo desnudo, parecía flotar como un fantasma en el frescor de la noche. Bolaño dijo que en aquel momento, espiando detrás de una rulot a aquel viejo veterano de todas las guerras, con el cuerpo cosido a cicatrices y el alma en vilo por una puta ocasional que no sabía bailar un pasodoble, sintió una emoción extraña y, como un reflejo acaso falaz de esa emoción, en un giro de la pareja le pareció divisar un destello en los ojos de Miralles, igual que si en aquel instante se hubiese echado a llorar o intentase en vano contener las lágrimas o llevase mucho rato llorando, y entonces supo o imaginó que su presencia allí tenía algo de obsceno, que le estaba robando aquella escena a alguien y que tenía que marcharse, y supo también, confusamente, que su tiempo en el cámping se había agotado, porque ya había aprendido en él todo lo que podía aprender. Así que encendió un cigarrillo, miró por última vez a Luz y a Miralles bailando bajo la marquesina, dio media vuelta y siguió su ronda.

– Al final de aquel verano me despedí de Miralles hasta el año siguiente, como siempre -dijo Bolaño después de otro largo silencio, como si hablara consigo mismo, o más bien con alguien que estaba escuchándole pero que no era yo. Al otro lado de los ventanales del Carlemany ya era de noche; frente a mí tenía la expresión nublada o ausente de Bolaño y una mesita con varios vasos vacíos y un cenicero rebosante de colillas. Habíamos pedido la cuenta-. Pero yo ya sabía que al año siguiente no volvería al cámping. Y no volví. Tampoco volví a ver a Miralles.

Insistí en acompañar a Bolaño a la estación y, mientras compraba un paquete de Ducados para el viaje, le pregunté si en todos esos años no había vuelto a saber nada de Miralles.

– Nada -contestó-. Le perdí la pista, como a tanta gente. A saber dónde andará ahora. A lo mejor todavía va al cámping; pero no lo creo: tendrá más de ochenta años, y dudo mucho que esté para eso. Quizá siga viviendo en Dijon. O quizás esté muerto, en realidad supongo que es lo más probable, ¿no? ¿Por qué lo preguntas?

– Por nada -dije.

Pero no era verdad. Esa tarde, mientras escuchaba con creciente interés la historia exagerada de Miralles, pensaba que muy pronto iba a leerla en uno de los libros exagerados de Bolaño, pero para cuando llegué a mi casa, después de despedir a mi amigo y de pasear por la ciudad iluminada de farolas y escaparates, quizá llevado por la exaltación de los gin-tonics yo ya había concebido la esperanza de que Bolaño no fuera a escribir nunca esa historia: la iba a escribir yo. Durante toda la noche estuve dándole vueltas al asunto. Mientras preparaba la cena, mientras cenaba, mientras fregaba los platos de la cena, mientras bebía un vaso de leche mirando sin ver la televisión, imaginé un principio y un final, organicé episodios, inventé personajes, mentalmente escribí y reescribí muchas frases. Tumbado en la cama, desvelado y a oscuras (sólo los números del despertador digital ponían un resplandor rojo en la cerrada tiniebla del dormitorio), la cabeza me hervía, y en algún momento, de forma inevitable, porque la edad y los fracasos imprimen prudencia, traté de refrenar el entusiasmo recordando mi último descalabro. Fue entonces cuando lo pensé. Pensé en el fusilamiento de Sánchez Mazas y en que Miralles había sido durante toda la guerra civil un soldado de Líster, en que había estado con él en Madrid, en Aragón, en el Ebro, en la retirada de Cataluña. «¿Por qué no en el Collell?», pensé. Y en aquel momento, con la engañosa pero aplastante lucidez del insomnio, como quien encuentra por un azar inverosímil y cuando ya había abandonado la búsqueda (porque uno nunca encuentra lo que busca, sino lo que la realidad le entrega) la pieza que faltaba para que un mecanismo completo pero incapaz desempeñe la función para la que ha sido ideado, me oí murmurar en el silencio sin luz del dormitorio: «Es él».

Salté de la cama, descalzo y de tres zancadas fui al comedor, descolgué el teléfono, marqué el número de Bolaño. Estaba aguardando respuesta cuando vi que el reloj de pared marcaba las tres y media; dudé un momento; luego colgué.

Creo que hacia el amanecer conseguí dormirme. Antes de las nueve telefoneé de nuevo a Bolaño. Me contestó su mujer: Bolaño todavía estaba en la cama. No conseguí hablar con él hasta las doce, desde el periódico. Casi a bocajarro le pregunté si tenía intención de escribir sobre Miralles; me dijo que no. Luego le pregunté si alguna vez le había oído mencionar a Miralles el santuario del Collell; Bolaño me hizo repetir el nombre.

– No -dijo por fin-. No que yo recuerde.

– ¿Y el de Rafael Sánchez Mazas?

– ¿El escritor?

– Sí -dije-. El padre de Ferlosio. ¿Lo conoces?

– He leído alguna cosa suya, bastante buena, por cierto. ¿Pero por qué iba a mencionarlo Miralles? Nunca hablé con él de literatura. Y, además, ¿a qué viene este interrogatorio?

Ya iba a contestarle con una evasiva cuando reflexioné a tiempo que sólo a través de Bolaño podía llegar a Miralles. Brevemente se lo expliqué.

– ¡Chucha, Javier! -exclamó Bolaño-. Ahí tienes una novela cojonuda. Ya sabía yo que estabas escribiendo.

– No estoy escribiendo. -Contradictoriamente añadí-: Y no es una novela. Es una historia con hechos y personajes reales. Un relato real.

– Da lo mismo -replicó Bolaño-. Todos los buenos relatos son relatos reales, por lo menos para quien los lee, que es el único que cuenta. De todos modos, lo que no entiendo es cómo puedes estar tan seguro de que Miralles es el miliciano que salvó a Sánchez Mazas.

– ¿Quién te ha dicho que lo esté? Ni siquiera estoy seguro de que estuviera en el Collell. Lo único que digo es que Miralles pudo estar allí y que, por tanto, pudo ser el miliciano.

– Pudo serlo -murmuró Bolaño, escéptico-. Pero lo más probable es que no lo sea. En todo caso…

– En todo caso se trata de encontrarlo y de salir de dudas -le corté, adivinando el final de su frase: «… si no es él, te inventas que es él»-. Para eso te llamaba. La pregunta es: ¿tienes alguna idea de cómo localizar a Miralles? Resoplando, Bolaño me recordó que hacía veinte años que no veía a Miralles, y que no conservaba ninguna amistad de entonces, alguien que pudiera… Se detuvo en seco y, sin mediar explicación, me pidió que aguardara un momento. Aguardé. El momento se prolongó tanto que pensé que Bolaño había olvidado que yo le esperaba al teléfono.

– Estás de suerte, huevón -le oí al cabo. Luego me dictó un número de teléfono-. Es el del Estrella de Mar. Ya ni me acordaba de que lo tenía, pero guardo todas mis agendas de aquellos años. Llama y pregunta por Miralles.

– ¿Cuál era su nombre de pila?

– Antoni, creo. O Antonio. No lo sé. Todo el mundo le llamaba Miralles. Llama y pregunta por él: en mi época llevábamos un registro con el nombre y la dirección de la gente que había pasado por el cámping. Seguro que ahora hacen lo mismo… Si es que el Estrella de Mar existe todavía, claro.

Colgué. Descolgué. Marqué el número de teléfono que me había facilitado Bolaño. El Estrella de Mar todavía existía, y ya había abierto sus puertas para la temporada de verano. Pregunté a la voz femenina que me atendió si una persona llamada Antoni o Antonio Miralles estaba instalada en el cámping; tras unos segundos, durante los cuales oí un teclear remoto de dedos veloces, me dijo que no. Expliqué el caso: necesitaba con urgencia las señas de esa persona, que había sido un cliente asiduo del Estrella de Mar hacía veinte años. La voz se endureció: aseguró que no era norma de la casa dar las señas de los clientes y, mientras yo oía de nuevo el teclear nervioso de los dedos, me informó de que dos años atrás habían informatizado el archivo del cámping, conservando únicamente los datos relativos a los ocho últimos años. Insistí: dije que quizá Miralles había seguido acudiendo hasta entonces al cámping. «Le aseguro que no», dijo la chica. «¿Por qué?», dije yo. «Porque no figura en nuestro archivo. Acabo de comprobarlo. Hay dos Miralles, pero ninguno de ellos se llama Antonio. Ni Antoni.» «¿Alguno de ellos se llama María?» «Tampoco.»

Esa mañana, excitadísimo y muerto de sueño, le conté a Conchi, mientras comíamos en un self-service, la historia de Miralles, le expliqué el error de perspectiva que había cometido al escribir Soldados de Salamina y le aseguré que Miralles (o alguien como Miralles) era justamente la pieza que faltaba para que el mecanismo del libro funcionara. Conchi dejó de comer, entrecerró los párpados y dijo con resignación:

– ¡A buena hora cagó Lucas!

– ¿Lucas? ¿Quién es Lucas?

– Nadie -dijo-. Un amigo. Cagó después de muerto y se murió por no cagar.

– Conchi, por favor, que estamos comiendo. Además, ¿qué tiene que ver ese Lucas con Miralles?

– A ratos me recuerdas a Cerebro, chato -suspiró Conchi-. Si no fuera porque sé que eres un intelectual, diría que eres tonto. ¿No te dije desde el principio que lo que tenías que hacer era escribir sobre un comunista?

– Conchi, me parece que no has entendido bien lo que…

– ¡Claro que he entendido bien! -me interrumpió-. ¡La de disgustos que nos hubiéramos ahorrado si me llegas a hacer caso desde el principio! ¿Y sabes lo que te digo?

– ¿Qué? -dije, sin tenerlas todas conmigo.

La cara de Conchi se iluminó de golpe: miré su sonrisa sin miedo, su pelo oxigenado, sus ojos muy abiertos, muy alegres, muy negros. Conchi levantó su vaso de vino peleón.

– ¡Que nos va a salir un libro que te cagas!

Hicimos chocar los vasos, y por un momento sentí la tentación de alargar el pie y comprobar si se había puesto bragas; por un momento pensé que estaba enamorado de Conchi. Prudente y feliz, dije:

– Todavía no he encontrado a Miralles.

– Lo encontraremos -dijo Conchi, con absoluta convicción-. ¿Dónde te dijo Bolaño que vivía?

– En Dijon -dije-. O en los alrededores de Dijon.

– Pues por ahí hay que empezar a buscar.

Por la noche llamé al servicio de información internacional de Telefónica. La operadora que me atendió dijo que ni en la ciudad de Dijon ni en todo el departamento 21, al que pertenece Dijon, había nadie llamado Antoni o Antonio Miralles. Pregunté entonces si había alguna María Miralles; la operadora me dijo que no. Pregunté si había algún Miralles; con sorpresa le oí decir que había cinco: uno en la ciudad de Dijon y cuatro en pueblos del departamento: uno en Longuic, otro en Marsannay, otro en Nolay y otro en Genlis. Le pedí que me diera sus nombres y sus números de teléfono. «Imposible», me dijo. «Sólo puedo darle un nombre y un número por llamada. Tendrá que llamar otras cuatro veces para que le demos los cuatro que faltan.»

Durante los días que siguieron telefoneé al Miralles que vivía en Dijon (Laurent se llamaba) y a los cuatro restantes, que resultaron llamarse Laura, Danielle, Jean-Marie y Bienvenido. Dos de ellos (Laurent y Danielle) eran hermanos, y todos excepto Jean-Marie hablaban correctamente el castellano (o lo chapurreaban), porque procedían de familias de origen español, pero ninguno tenía el menor parentesco con Miralles y ninguno había oído hablar nunca de él.

No me rendí. Quizá llevado por la ciega seguridad que me había inculcado Conchi, telefoneé a Bolaño. Le puse al corriente de mis pesquisas, le pregunté si se le ocurría alguna otra pista por donde seguir buscando. No se le ocurría ninguna.

– Tendrás que inventártela -dijo. -¿Qué cosa?

– La entrevista con Miralles. Es la única forma de que puedas terminar la novela.

Fue en aquel momento cuándo recordé el relato de mi primer libro que Bolaño me había recordado en nuestra primera entrevista, en el cual un hombre induce a otro a cometer un crimen para poder terminar su novela, y creí entender dos cosas. La primera me asombró; la segunda no. La primera es que me importaba mucho menos terminar el libro que poder hablar con Miralles; la segunda es que, contra lo que Bolaño había creído hasta entonces (contra lo que yo había creído cuando escribí mi primer libro), yo no era un escritor de verdad, porque de haberlo sido me hubiera importado mucho menos poder hablar con Miralles que terminar el libro. Renunciando a recordarle de nuevo a Bolaño que mi libro no quería ser una novela, sino un relato real, y que inventarme la entrevista con Miralles equivalía a traicionar su naturaleza, suspiré:

– Ya.

La respuesta era lacónica, no afirmativa; no lo entendió así Bolaño.

– Es la única forma -repitió, seguro de haberme convencido-. Además, es la mejor. La realidad siempre nos traiciona; lo mejor es no darle tiempo y traicionarla antes a ella. El Miralles real te decepcionaría; mejor invéntatelo: seguro que el inventado es más real que el real. A éste ya no vas a encontrarlo. A saber dónde andará: estará muerto, o en un asilo, o en casa de su hija. Olvídate de él.

– Lo mejor será que nos olvidemos de Miralles -le dije esa noche a Conchi, después de haber sobrevivido a un viaje escalofriante hasta su casa de Quart y a un revolcón de urgencia en la sala, bajo la mirada devota de la Virgen de Guadalupe y la mirada melancólica de los dos ejemplares de mis libros que la escoltaban-. A saber dónde andará: estará muerto, o en un asilo, o en casa de su hija.

– ¿Has buscado a su hija? -preguntó Conchi. -Sí. Pero no la he encontrado.

Nos miramos un segundo, dos, tres. Luego, sin mediar palabra, me levanté, fui hasta el teléfono, marqué el número del servicio de información internacional de Telefónica. Le dije a la operadora (creo que reconocí su voz; creo que ella reconoció la mía) que estaba buscando a una persona que vivía en una residencia de ancianos de Dijon y le pregunté cuántas residencias de ancianos había en Dijon. «Uf», dijo tras una pausa. «Un montón.» «¿Cuántas son un montón?» «Treinta y pico. Tal vez cuarenta.» «¡Cuarenta residencias de ancianos!» Miré a Conchi, que, sentada en el suelo, apenas cubierta con una camiseta, se aguantaba la risa. «¿Es que en esa ciudad no hay más que viejos?» «El ordenador no aclara si son de ancianos», puntualizó la operadora. «Sólo dice que son residencias.» «¿Y entonces cuántas hay en el departamento?» Tras otra pausa dijo: «Más del doble». Con ligero pero apreciable retintín añadió: «Sólo puedo darle un número por llamada. ¿Empiezo a dictárselos por orden alfabético?». Pensé que ése era el final de mi búsqueda: cerciorarme de que Miralles no vivía en ninguna de esas ochenta y pico residencias podía llevarme meses y podía arruinarme, sin contar con que no tenía el menor indicio de que viviese en cualquiera de ellas, y menos aún de que fuese él el soldado de Líster que yo andaba buscando. Miré a Conchi, que me miraba con ojos interrogantes, las manos tamborileando de impaciencia sobre las rodillas desnudas; miré mis libros junto a la imagen de la Virgen de Guadalupe y, no sé por qué, pensé en Daniel Angelats. Entonces, como si estuviera vengándome de alguien, dije: «Sí. Por orden alfabético».

Fue así como empezó una peregrinación telefónica, que iba a durar más de un mes de conferencias cotidianas, primero por las residencias de la ciudad de Dijon y luego por las de todo el departamento. El procedimiento era siempre el mismo. Llamaba al servicio de información internacional, pedía el nombre y el número de teléfono siguientes de la lista (Abrioux, Bagatelle, Cellerier, Chambertin, Chanzy, Éperon, Fontainemont, Kellerman, Lyautey fueron los primeros), llamaba a la residencia, preguntaba a la operadora de la centralita por Monsieur Miralles, me contestaban que allí no había ningún Monsieur Miralles, volvía a llamar al servicio de información internacional, pedía otro número de teléfono y así hasta que me cansaba; y al otro día (o al otro, porque a veces no encontraba tiempo o ganas de encerrarme en esa ruleta obsesiva) volvía a la carga. Conchi me ayudaba; por fortuna: ahora pienso que, de no haber sido por ella, hubiera abandonado muy pronto la búsqueda. Llamábamos a ratos perdidos, casi siempre a escondidas, yo desde la redacción del periódico y ella desde el estudio de televisión. Luego, cada noche, discutíamos las incidencias de la jornada e intercambiábamos los nombres de las residencias descartadas, y en esas discusiones comprendí que aquella monotonía de llamadas diarias en busca de un hombre a quien no conocíamos y de quien ni siquiera sabíamos que estaba vivo era para Conchi una aventura inesperada y excitante; en cuanto a mí, contagiado por el ímpetu detectivesco y la convicción sin matices de Conchi, al principio puse manos a la obra con entusiasmo, pero para cuando hube registrado las treinta primeras residencias empecé a sospechar que lo hacía más por inercia o por testarudez (o por no decepcionar a Conchi) que porque todavía albergase alguna esperanza de encontrar a Miralles.

Pero una noche ocurrió el milagro. Yo había terminado de redactar un suelto y estábamos cerrando la edición del periódico cuando inicié mi ronda de llamadas marcando el número de la Résidence de Nimphéas, de Fontaine-Lés-Dijon, y, apenas pregunté por Miralles, en vez de con la acostumbrada negativa la operadora de la centralita me contestó con un silencio. Creí que había colgado, y ya me disponía también a hacerlo yo, rutinariamente, cuando me frenó una voz masculina.

– Aló?

Repetí la pregunta que acababa de hacerle a la operadora y que llevábamos más diez días de periplo insensato haciendo por todas las residencias del departamento 21.

– Miralles al aparato -dijo el hombre en castellano: la sorpresa no me dejó caer en la cuenta de que mi francés rudimentario me había delatado-. ¿Con quién hablo? -¿Es usted Antoni Miralles? -pregunté con un hilo de voz.

– Antoni o Antonio, da igual -dijo-. Pero llámeme Miralles; todo el mundo me llama Miralles. ¿Con quién hablo?

Ahora me parece increíble, pero, sin duda porque en el fondo nunca creí que acabaría hablando con él, yo no había preparado la forma en que me presentaría a Miralles.

– Usted no me conoce, pero hace mucho tiempo que le busco -improvisé, notando un latido en la garganta y un temblor en la voz. Para disimularlos, apresuradamente dije mi nombre y desde dónde le llamaba; atiné a añadir-: Soy amigo de Roberto Bolaño.

– ¿Roberto Bolaño?

– Sí, del cámping Estrella de Mar -expliqué-. En Castelldefells. Hace años usted y él…

– ¡Claro! -La interrupción me produjo gratitud, más que alivio-. ¡El vigilante! ¡Ya casi lo había olvidado!

Mientras Miralles hablaba de sus veranos en el Estrella de Mar y de su amistad con Bolaño, reflexioné sobre el modo de pedirle una entrevista; resolví ahorrarme los rodeos y abordar directamente la cuestión. Miralles no dejaba de hablar de Bolaño.

– ¿Y qué ha sido de él? -preguntó.

– Es escritor -contesté-. Escribe novelas.

– También las escribía entonces. Pero nadie quería publicárselas.

– Ahora es distinto -dije-. Es un escritor de éxito.

– ¿De veras? Me alegro: siempre pensé que era un tipo de talento, además de un mentiroso redomado. Pero supongo que hay que ser un mentiroso redomado para ser un buen novelista, ¿no? -Oí un sonido breve, seco y remoto, como una risa-. Bueno, en qué puedo servirle.

– Estoy investigando sobre un episodio de la Guerra Civil. El fusilamiento de unos presos nacionales en el santuario de Santa María del Collell, cerca de Banyoles. Ocurrió al final de la guerra. -En vano aguardé la reacción de Miralles. Añadí, a tumba abierta-: Estuvo usted allí, ¿verdad?

Durante los segundos interminables que siguieron pude oír la respiración arenosa de Miralles. Exultante y en silencio, comprendí que había dado en el blanco. Cuando volvió a hablar, la voz de Miralles sonó más oscura y más lenta: era otra.

– ¿Eso le dijo Bolaño?

– Lo deduje yo. Bolaño me contó su historia. Me contó que hizo usted toda la guerra con Líster, hasta que se retiró con él por Cataluña. Algunos soldados de Líster estuvieron en el Collell en ese momento, justo cuando se produjo el fusilamiento. Luego bien pudo usted ser uno de ellos. Lo fue, ¿no?

Miralles hizo otro silencio; volví a oír su respiración arenosa, y luego un chasquido: pensé que había encendido un cigarrillo; una lejana conversación en francés cruzó fugazmente la línea. Como el silencio se prolongaba, me dije que había cometido el error de ser demasiado brusco, pero antes de que pudiera tratar de rectificarlo oí por fin:

– Me ha dicho que es usted escritor, ¿verdad?

– No -dije-. Soy periodista.

– Periodista. -Otro silencio-. ¿Y piensa usted escribir sobre eso? ¿De veras cree que alguno de los lectores de su periódico le va a interesar una historia que pasó hace sesenta años?

– No la escribiría para el periódico. Estoy escribiendo un libro. Mire, quizá me he explicado mal. Sólo quiero hablar un rato con usted, para que me dé su versión, para poder contar lo que realmente pasó, o su versión de lo que pasó. No se trata de pedirle cuentas a nadie, sino sólo de tratar de entender…

– ¿Entender? -me interrumpió-. ¡No me haga reír! Es usted el que no entiende nada. Una guerra es una guerra. Y no hay nada más que entender. Yo lo sé muy bien, me pasé tres años pegando tiros por España, ¿sabe? ¿Y cree usted que alguien me lo ha agradecido?

– Precisamente por eso…

– Cállese y escuche, joven -me atajó-. Respóndame, ¿cree que alguien me lo ha agradecido? Le respondo yo: nadie. Nunca nadie me ha dado las gracias por dejarme la juventud peleando por su mierda de país. Nadie. Ni una sola palabra. Ni un gesto. Ni una carta. Nada. Y ahora me viene usted, sesenta años más tarde, con su mierda de periodiquito, o con su libro, o con lo que sea, a preguntarme si participé en un fusilamiento. ¿Por qué no me acusa directamente de asesinato?

«De todas las historias de la Historia», pensé mientras Miralles hablaba, «la más triste es la de España, porque termina mal.» Luego pensé: «¿Termina mal?». Pensé: «¡Y una gran mierda para la Transición!». Dije:

– Lamento que me haya malinterpretado, señor Miralles…

– ¡Miralles, coño, Miralles! -bramó Miralles-. Nadie en mi puta vida me ha llamado señor Miralles. Me llamo Miralles, sólo Miralles. ¿Lo ha entendido?

– Sí, señor Miralles. Miralles, quiero decir. Pero le repito que aquí hay un malentendido. Si me deja hablar se lo aclararé. -Miralles no dijo nada; proseguí-. Hace unas semanas Bolaño me contó su historia. Por entonces yo había dejado de escribir un libro sobre Rafael Sánchez Mazas. ¿Ha oído hablar de él?

Miralles tardó en contestar, pero no porque dudara.

– Claro. Se refiere al falangista, ¿no? Al amigo de José Antonio.

– Exacto. Fue una de las dos personas que escapó del fusilamiento del Collell. Mi libro iba sobre él, sobre su fusilamiento, sobre la gente que le ayudó a sobrevivir después. Y también sobre un soldado de Líster que le salvó la vida.

– Y qué pinto yo en todo eso.

– El otro fugitivo del fusilamiento dejó un testimonio del hecho, un libro que se titula Yo fui asesinado por los rojos.

– ¡Menudo título!

– Sí, pero el libro está bien, porque cuenta con detalle lo que ocurrió en el Collell. Lo que no tengo es ninguna versión republicana de lo que ocurrió allí y sin ella el libro se me queda cojo. Cuando Bolaño me contó su historia pensé que quizás usted también había estado en el Collell cuando el fusilamiento y que podría darme su versión de los hechos. Eso es todo lo que quiero: charlar un rato con usted y que me dé su versión. Nada más. Le prometo que no publicaré una línea sin consultárselo antes.

De nuevo oí la respiración de Miralles, entrecortada por la confusa conversación en francés que cruzaba otra vez la línea. Porque su voz fue de nuevo la del principio, cuando Miralles volvió a hablar comprendí que mi explicación había logrado apaciguarlo.

– ¿Cómo ha conseguido usted mi teléfono?

Se lo expliqué. Miralles se rió de buena gana.

– Mire, Cercas -empezó luego-. ¿O tengo que llamarle señor Cercas?

– Llámeme Javier.

– Bueno, pues Javier. ¿Sabe usted cuántos años acabo de cumplir? Ochenta y dos. Soy un hombre mayor y estoy cansado. Tuve una mujer y ya no la tengo. Tuve una hija y ya no la tengo. Todavía me estoy recuperando de una embolia. No me queda mucho tiempo, y lo único que quiero es que me dejen vivirlo en paz. Créame: esas historias ya no le interesan a nadie, ni siquiera a los que las vivimos; hubo un tiempo en que sí, pero ya no. Alguien decidió que había que olvidarlas y, ¿sabe lo que le digo?, lo más probable es que tuviera razón; además, la mitad son mentiras involuntarias y la otra mitad mentiras voluntarias. Usted es joven; créame que le agradezco su llamada, pero lo mejor es que me haga caso, se deje de tonterías y dedique su tiempo a otra cosa.

Traté de insistir, pero fue inútil. Antes de colgar Miralles me pidió que le diera recuerdos a Bolaño. «Dígale que nos vemos en Stockton», dijo. «¿Dónde?», pregunté. «En Stockton», repitió. «Dígaselo: él lo entenderá.»

Conchi estalló de alegría cuando le dije por teléfono que habíamos encontrado a Miralles; luego estalló de indignación cuando le dije que no iba a ir a verle.

– ¿Después de la que hemos armado? -gritó.

– No quiere, Conchi. Entiéndelo.

– ¡Y a ti qué te importa que no quiera!

– Conchi, por favor.

Discutimos. Intentó convencerme. Intenté convencerla.

– Oye, haz una cosa -dijo por fin-. Llama a Bolaño. A mí nunca me haces caso, pero él te convencerá. Si no le llamas tú, le llamo yo.

En parte porque ya lo tenía previsto y en parte para evitar la llamada de Conchi, llamé a Bolaño. Le expliqué la conversación que había tenido con Miralles y el rechazo taxativo del viejo a mi propuesta de visitarle. Bolaño no dijo nada. Entonces me acordé del mensaje que Miralles me había dado para él; se lo di.

– Joder con el viejo -rezongó Bolaño, la voz ensimismada y burlona-. Todavía se acuerda.

– ¿Qué significa?

– ¿Lo de Stockton?

– ¿Qué va a ser?

Tras una pausa demasiado larga Bolaño contestó a la pregunta con otra pregunta:

– ¿Has visto Fat City? -Dije que sí-. A Miralles le gustaba mucho el cine -continuó Bolaño-. Lo veía en la tele que instalaba bajo la marquesina de su rulot; algunas veces iba a Castelldefells y en una tarde se tragaba tres películas, la cartelera entera, le daba lo mismo lo que pusieran. Yo aprovechaba mis pocos días libres para ir a Barcelona, pero una vez me lo encontré en el paseo de Castelldefells, nos tomamos una horchata juntos y luego me propuso acompañarle al cine; como no tenía nada mejor que hacer, le acompañé. Ahora puede parecer mentira que en un pueblo de veraneo pusieran una película de Huston, pero entonces pasaban esas cosas. ¿Sabes lo que significa Fat City? Algo así como Una ciudad de oportunidades, o Una ciudad fantástica o, mejor aún, ¡Menuda ciudad! ¡Pues menudo sarcasmo! Porque Stockton, que es la ciudad de la película, es una ciudad atroz, donde no hay oportunidades para nadie, salvo para el fracaso. Para el más absoluto y total fracaso, en realidad. Es curioso: en casi todas las películas de boxeadores lo que se cuenta es la historia de la ascensión y caída del protagonista, de cómo alcanza el éxito y luego llega al fracaso y al olvido; aquí no: en Fat city ninguno de los dos protagonistas -un viejo boxeador y un boxeador joven- vislumbra siquiera la posibilidad del éxito, ni ninguno de los que los rodean, como ese viejo y acabado boxeador mexicano, no sé si te acuerdas de él, que orina sangre antes de subir al ring, y que entra y sale solo del estadio, casi a oscuras. Bueno, pues esa noche, al terminar la película, fuimos a un bar y nos sentamos a la barra y pedimos cerveza y estuvimos allí charlando y bebiendo hasta muy tarde, frente a un gran espejo que nos reflejaba y reflejaba el bar, igual que los dos boxeadores de Stockton al final de Fat city, y yo creo que fue esa coincidencia y las cervezas los que hicieron que Miralles dijera en algún momento que nosotros íbamos a acabar igual, fracasados y solos y medio sonados en una ciudad atroz, orinando sangre antes de salir al ring para pelear a muerte con nuestra propia sombra en un estadio vacío. Miralles no dijo eso, claro, las palabras las pongo yo ahora, pero dijo algo parecido. Esa noche nos reímos mucho y cuando llegamos ya de madrugada al cámping y vimos que todo el mundo estaba durmiendo y que el bar estaba cerrado seguimos charlando y riéndonos con esa risa floja que le da a la gente en los entierros o en sitios así, ya sabes, y cuando ya nos habíamos despedido y yo me iba ya para mi tienda, dando tumbos en la oscuridad, Miralles me chistó y me volví y lo vi, gordo e iluminado por la luz escasa de una farola, erguido y con el puño en alto, y, antes de que estallara de nuevo su risa reprimida, le oí susurrar en el silencio dormido del cámping: «¡Bolaño, nos vemos en Stockton!». Y a partir de aquel día, cada vez que nos despedíamos hasta la mañana siguiente o hasta el siguiente verano, Miralles añadía siempre: «¡Nos vemos en Stockton!».

Quedamos en silencio. Supongo que Bolaño esperaba algún comentario de mi parte; yo no podía hacer ningún comentario, porque estaba llorando.

– Bueno -dijo Bolaño-. ¿Y ahora qué piensas hacer?

– ¡De puta madre! -gritó Conchi cuando le di la noticia-. ¡Ya sabía yo que Bolaño iba a convencerte! ¿Cuándo salimos?

– No vamos a ir los dos -dije, pensando que la presencia de Conchi quizás haría más fácil la entrevista con Miralles-. Voy a ir yo solo.

– ¡No digas tonterías! Mañana por la mañana cogemos el coche y en un periquete nos plantamos en Dijon.

– Ya lo tengo decidido -insistí, tajante, pensando que un viaje hasta Dijon en el Volkswagen de Conchi era más arriesgado que la marcha desde el Magreb al Chad de la columna Leclerc-. Iré en tren.

Así que el sábado por la tarde me despedí de Conchi en la estación («Dale recuerdos de mi parte al señor Miralles», me dijo. «Se llama Miralles, Conchi», la corregí. «Sólo Miralles»), y tomé un tren hacia Dijon como quien toma un tren hacia Stockton. Era un tren hotel, un tren nocturno en cuyo restaurante de mullidos asientos de cuero y ventanales lamidos por la velocidad de la noche recuerdo que estuve hasta muy tarde bebiendo y fumando y pensando en Miralles, y a las cinco de la mañana, estragado, sediento y con sueño, bajé en la estación subterránea de Dijon y, después de caminar por andenes desiertos e iluminados por globos de luz esquelética, tomé un taxi que me dejó en el Victor Hugo, un hotelito familiar que se halla en la Rue des Fleurs, no lejos del centro. Subí a mi habitación, bebí del grifo un gran trago de agua, me duché y me tumbé en la cama. En vano traté de dormir. Pensaba en Miralles, al que pronto vería, y en Sánchez Mazas, al que no vería nunca; pensaba en su único encuentro conjetural, sesenta años atrás, a casi mil kilómetros de distancia, bajo la lluvia de una mañana violenta y boscosa; pensaba que pronto sabría si Miralles era el soldado de Líster que salvó a Sánchez Mazas, y que sabría también qué pensó al mirarle a los ojos y por qué lo salvó, y que entonces tal vez comprendería por fin un secreto esencial. Pensaba todo eso y, pensándolo, empecé a oír los primeros ruidos de la mañana (pisadas en el pasillo, el trino de un pájaro, el motor urgente de un coche) y a intuir el amanecer empujando contra los postigos de la ventana.

Me levanté, abrí la ventana y los postigos: el sol indeciso de la mañana iluminaba un jardín con naranjos y, más allá, una calle apacible delimitada por casas con teja

dos a dos aguas; sólo el piar de los pájaros quebraba aquel silencio de pueblo. Me vestí y desayuné en el comedor del hotel; luego, como pensé que era demasiado pronto para ir a la Résidence de Nimphéas, decidí dar un paseo. Nunca había estado en Dijon, y apenas cuatro horas atrás, mientras recorría en el taxi sus calles flanqueadas de edificios como cadáveres de animales prehistóricos y miraba con sueño sus frontispicios señoriales y parpadeantes de anuncios luminosos, me había parecido una de esas imponentes ciudades medievales que de noche se afantasman y sólo entonces muestran su verdadero rostro, el esqueleto podrido de su antiguo poderío; ahora, en cambio, en cuanto salí a la Rue des Fleurs y, tomando por la Rue des Roses y la Rue Desvoges, llegué a la Place D'Arcy -que a esa hora ya hervía de coches circulando en torno al Arco de Triunfo-, me pareció una de esas tristes ciudades de la provincia francesa donde los tristes maridos de Simenon cometen sus tristes crímenes, una ciudad sin alegría y sin futuro, igual que Stockton. Aunque hacía algo de fresco y el sol apenas brillaba, me senté en la terraza de un bar, en la Place Grangier, y me tomé una Coca-Cola. A la derecha de la terraza, en una calle adoquinada, había instalado un mercadillo ambulante, más allá del cual se erguía la iglesia de Notre Dame. Pagué la Coca-Cola, curioseando aquí y allá recorrí el mercadillo, crucé una calle y entré en la iglesia. Al pronto me pareció que estaba vacía, pero, mientras oía resonar mis pasos en la bóveda gótica, distinguí ante un altar lateral a una mujer que acababa de encender una vela; ahora escribía algo en un cuaderno abierto sobre un facistol. Cuando me acercaba al altar la mujer dejó de escribir y se volvió para irse; nos cruzamos en medio de la nave: era alta, joven, pálida, distinguida. Al llegar ante el altar, no pude evitar leer la última frase anotada en el cuaderno: «Dios mío, ayúdame a mí y a mi familia en este tiempo de oscuridad».

Salí de la iglesia, paré un taxi y le di las señas de la Résidence de Nimphéas, en Fontaine-Lés-Dijon. Veinte minutos más tarde, el taxi se detuvo en la esquina de la Route des Daix y la Rue des Combottes, ante un edificio rectangular cuya fachada de color verde pálido, erizada de balconcitos minúsculos, daba sobre un jardín con estanque y senderos de gravilla. En el mostrador de recepción pregunté por Miralles, y una chica con un aire y una indumentaria inconfundibles de monja me miró con un punto de curiosidad o sorpresa y me preguntó si era pariente suyo. Le dije la verdad.

– ¿Amigo, entonces?

– Más o menos -dije.

– Habitación veintidós -Señalando un pasillo añadió-: Pero hace un rato le vi pasar hacia allí: debe de estar en la sala de la tele, o en el jardín.

El pasillo desembocaba en una gran sala de enormes ventanales que se abrían a un jardín con un surtidor y tumbonas donde varios ancianos tomaban el sol vertical del mediodía con las piernas envueltas en mantas a cuadros. En la sala había otros dos ancianos -una mujer y un hombre- sentados en butacones de escay y mirando la tele; ninguno de los dos se volvió al entrar yo en la sala. No pude no fijarme en el hombre: una cicatriz le arrancaba en la sien, seguía por el pómulo, la mejilla y la mandíbula, bajaba por el cuello y se perdía por la pelambre que afloraba de su camisa gris, de franela. Al instante supe que era Miralles. Paralizado, precipitadamente indagué las palabras con que abordarlo; no las encontré. Un poco sonámbulo, con el corazón latiéndome en la garganta, me senté en la butaca que había junto a él; Miralles no se volvió, pero un movimiento imperceptible de sus hombros me reveló que había advertido mi presencia. Decidido a esperar, me acomodé en la butaca, miré la tele: en la pantalla deslumbrada de sol, un presentador de pelo impoluto y expresión acogedora, desmentida por el rictus despectivo de los labios, dictaba instrucciones a unos concursantes.

– Le esperaba antes -murmuró Miralles al rato, casi suspirando, sin apartar los ojos de la pantalla-. Llega usted un poco tarde.

Miré su perfil rocoso, el pelo ralo y gris, la barba creciendo como un minúsculo bosque de matojos blancuzcos en torno al violento cortafuegos de la cicatriz, la nariz roma, la barbilla y el mentón obstinados, la prominencia otoñal de la barriga forzando los botones de la camisa, las manos poderosas y consteladas de manchas, apoyadas en un bastón blanco.

– ¿Tarde? -dije.

– Es casi la hora de comer.

No dije nada. Miré a la pantalla, ocupada ahora por un lote de electrodomésticos; salvo por la voz enlatada e infatigable del presentador y los ruidos de higiene casera que procedían del pasillo, el silencio era absoluto en la sala. Tres o cuatro butacas más allá de Miralles, la mujer continuaba sentada, inmóvil, con la mejilla apoyada en una mano quebradiza, surcada de venas azules; por un momento pensé que estaba dormida.

– Dígame, Javier -habló Miralles, como si lleváramos mucho rato conversando y hubiéramos hecho una pausa para descansar-, ¿le gusta a usted la tele?

– Sí -contesté, y me fijé en el puñado de pelos blanquecinos que asomaba por sus fosas nasales-. Pero la veo poco.

– A mí en cambio no me gusta nada. Pero la veo mucho: concursos, reportajes, películas, galas, noticias, de todo. ¿Sabe? Llevo cinco años viviendo aquí, y es como estar fuera del mundo. Los periódicos me aburren y hace tiempo que dejé de escuchar la radio, así que gracias a la tele me entero de lo que pasa por ahí. Este programa, por ejemplo -sin apenas levantar la contera del bastón señaló el televisor-. En mi vida he visto una imbecilidad más grande: la gente tiene que adivinar cuánto cuesta cada una de esas cosas; si acierta, se la queda. Pero fijese en lo felices que son, fijese en cómo se ríen. -Miralles hizo un silencio, sin duda para que yo pudiera apreciar por mí mismo la exactitud de su observación-. Ahora la gente es mucho más feliz que en mi época, eso lo sabe cualquiera que haya vivido lo suficiente. Por eso, cada vez que le oigo a un viejo decir pestes del futuro, sé que lo hace para consolarse de que no va a poder vivirlo, y cada vez que oigo a uno de esos intelectuales decir pestes de la tele sé que estoy delante de un cretino.

Incorporándose un poco volvió hacia mí su corpachón de gladiador encogido por la vejez y me examinó con unos ojos verdes, curiosamente dispares: el derecho, inexpresivo y entrecerrado por la cicatriz; el izquierdo muy abierto e inquisitivo, casi irónico. Entonces advertí que el aspecto pétreo que había atribuido de entrada al rostro de Miralles sólo valía para la mitad devastada por la cicatriz; la otra era viva, vehemente. Por un momento pensé que era como si dos personas convivieran en un mismo cuerpo. Un poco intimidado por la cercanía de Miralles, me pregunté si también los veteranos de Salamina tendrían ese aire derelicto de viejo camionero atropellado.

Miralles preguntó:

– ¿Fuma usted?

Hice el gesto de sacar el tabaco del bolsillo de la chaqueta, pero Miralles no me dejó terminarlo.

– Aquí no. -Apoyándose en los brazos de la butaca y en el bastón y rechazando sin cumplidos mi ayuda («Quite, quite, ya le pediré que me eche una mano cuando me haga falta»), trabajosamente se levantó, me ordenó-: Venga, vamos a dar un paseo.

Íbamos a salir al jardín cuando apareció por el pasillo una monja de unos cuarenta años, morena, sonriente y espigada, vestida de camisa blanca y falda gris.

– La hermana Dominique me ha dicho que tenía usted visita, Miralles -dijo alargándome una mano pálida y huesuda-. Soy la hermana Françoise.

Le estreché la mano. Visiblemente incómodo, como si le hubieran pillado en falta, sosteniendo la puerta entreabierta Miralles hizo las presentaciones: dijo que la hermana Françoise era la directora de la residencia; dijo mi nombre.

– Trabaja para un periódico -añadió-. Viene a hacerme una entrevista.

– ¿De veras? -La monja ensanchó la sonrisa-. ¿Sobre qué?

– Nada importante -dijo Miralles, instándome con la mirada a que saliera de una vez al jardín. Obedecí-. Un asesinato. Ocurrió hace sesenta años.

– Me alegro -se rió la hermana Françoise-. Ya va siendo hora de que empiece a confesar sus crímenes.

– Váyase a la mierda, hermana -se despidió Miralles-. Ya ve usted -rezongó luego, mientras caminábamos junto a un estanque de aguas alfombradas de nenúfares, más allá del grupo de ancianos tumbados en las hamacas-, toda la vida despotricando contra los curas y las monjas y aquí me tiene, rodeado de monjas que ni siquiera me dejan fumar. ¿Es usted creyente?

Ahora bajábamos por un sendero de gravilla bordeado de setos de boj. Pensé en la mujer pálida y distinguida que había visto esa mañana, en la iglesia de Notre Dame, encendiendo una vela y escribiendo una plegaria, pero antes de que yo pudiera contestar a su pregunta la contestó él:

– ¡Qué tontería! Ya no hay nadie que sea creyente, salvo las monjitas. Yo tampoco lo soy, ¿sabe? Me falta imaginación. Cuando me muera lo que me gustaría es que alguien bailara sobre mi tumba, sería más alegre, ¿no? Claro que a la hermana Françoise no le haría mucha gracia, así que supongo que dirán una misa y en paz. Tampoco me molesta. ¿Le ha gustado la hermana Françoise?

Como no sabía si a Miralles le gustaba o no, contesté que aún no me había formado una opinión de ella.

– No le he preguntado su opinión -contestó Miralles-. Le he preguntado si le gusta o no. A condición de que me guarde el secreto, le diré la verdad: a mí me gusta mucho. Es guapa, simpática y lista. Y joven. ¿Qué más se puede pedir de una mujer? Si no fuera monja hace ya muchos años que le habría tocado el culo. Pero, claro, siendo monja… ¡Hay que joderse!

Cruzamos frente a la entrada de un garaje subterráneo, abandonamos el sendero y trepamos -Miralles con inesperada agilidad, aferrado a su bastón; yo tras él, temiendo que en cualquier momento se cayera- por un pequeño terraplén, al otro lado del cual se extendía un pedazo de césped con un banco de madera que miraba hacia el tráfico escaso de la Rue des Combottes y hacia la fila de casas apareadas que se alineaba más allá. Nos sentamos en el banco.

– Bueno -dijo Miralles, apoyando el bastón contra el borde del banco-, venga ese cigarro.

Se lo di; se lo encendí; me encendí uno. Miralles fumaba con delectación, tragándose profundamente el humo.

– ¿Está prohibido fumar en la residencia? -pregunté.

– ¡Qué va! Lo que pasa es que casi nadie fuma. A mí me lo prohibió el médico cuando me dio la embolia. Qué tendrá que ver una cosa con la otra. Pero de vez en cuando me meto en la cocina, le robo al cocinero un cigarrillo y me lo fumo en mi cuarto, o me lo vengo a fumar aquí. ¿Qué le parece la vista?

Yo no quería someterle de entrada a un interrogatorio, y además me apetecía oírle hablar de sus cosas, así que durante un rato hablamos de su vida en la residencia, del Estrella de Mar, de Bolaño. Comprobé que tenía la cabeza muy clara y la memoria intacta y, mientras vagamente le escuchaba, se me ocurrió que Miralles tenía la misma edad que hubiera tenido mi padre de haber estado vivo; el hecho me pareció curioso; más curioso aún me pareció haber pensado en mi padre, precisamente en aquel momento y en aquel lugar. Pensé que, aunque hacía más de seis años que había fallecido, mi padre todavía no estaba muerto, porque todavía había alguien que se acordaba de él. Luego pensé que no era yo quien recordaba a mi padre, sino él quien se aferraba a mi recuerdo, para no morir del todo.

– Pero usted no ha venido aquí a hablar de estas cosas -se interrumpió en algún momento Miralles: hacía rato que habíamos tirado los cigarrillos-. Ha venido a hablar del Collell.

No sabía por dónde empezar, así que dije:

– ¿Entonces es verdad que estuvo en el Collell? -Claro que estuve en el Collell. No se haga el tonto: si yo no hubiera estado allí, usted no estaría aquí. Claro que estuve: una semana, quizá dos, no más. Fue a finales de enero del 39, lo recuerdo muy bien porque el 31 de ese mes crucé la frontera, esa fecha no se me olvida. Lo que no sé es por qué estuvimos allí tanto tiempo. Éramos los restos del V Cuerpo del Ejército del Ebro, la mayoría veteranos de toda la guerra, y llevábamos desde el verano pegando tiros sin parar hasta que se hundió el frente y tuvimos que salir echando leches hacia la frontera, con los moros y los fascistas pisándonos los talones. Y de repente, a un paso de Francia, nos hicieron parar. Claro que lo agradecimos, porque llevábamos encima un palizón tremendo; pero tampoco entendíamos a qué venían aquellos días de tregua. Corrían rumores: había quien decía que Líster estaba preparando la defensa de Gerona, o un contraataque por no se sabe dónde. Tonterías: no teníamos ni armas, ni municiones, ni pertrechos, ni nada de nada; en realidad, no éramos ni siquiera un ejército: sólo un montón de desharrapados, con un hambre de meses, desperdigados por los bosques. Eso sí, ya le digo, por lo menos descansamos. Usted conocerá el Collell.

– Un poco.

– No está lejos de Gerona, en la zona de Banyoles. Ahí se quedaron algunos durante esos días, otros en los pueblos de los alrededores; a otros nos mandaron al Collell.

– ¿Para qué?

– No lo sé. En realidad, no creo que nadie lo supiera. ¿No se da cuenta? Aquello era un desbarajuste fabuloso, un sálvese quien pueda. Todo el mundo daba órdenes, pero nadie las obedecía. La gente desertaba en cuanto se le presentaba la ocasión.

– ¿Y usted por qué no lo hizo?

– ¿Desertar? -Miralles me miró como si su cerebro no estuviera preparado para procesar la pregunta-. Pues no lo sé. No se me ocurrió, supongo. En esos momentos no es tan fácil pensar, ¿sabe? Además, ¿adónde iba a ir? Mis padres habían muerto y mi hermano también estaba en el frente… Mire -levantó el bastón, como si un imprevisto viniera a sacarle del aprieto-, ahí están.

Ante nosotros, al otro lado de la verja que separaba el jardín de la residencia de la Rue des Combottes, cruzaba un grupo de párvulos pastoreados por dos maestras. Me arrepentí de haber interrumpido a Miralles, porque la pregunta (o su incapacidad de responderla; o quizás era sólo el paso de los niños) pareció desconectarlo de sus recuerdos.

– Puntuales como un reloj -dijo-. ¿Tiene usted hijos?

– No.

– ¿No le gustan los niños?

– Me gustan -dije, y pensé en Conchi-. Pero no los tengo.

– A mí también me gustan -dijo, agitando el bastón hacia ellos-. Fíjese en aquel botarate, el de la gorra.

Permanecimos un rato en silencio, mirando a los niños. No tenía por qué decir nada, pero filosofé tontamente:

– Siempre parecen felices.

– No se ha fijado bien -me corrigió Miralles-. Nunca lo parecen. Pero lo son. Igual que nosotros. Lo que pasa es que ni nosotros ni ellos nos damos cuenta.

– ¿Qué quiere decir?

Miralles sonrió por primera vez.

– Estamos vivos, ¿no? -Se incorporó ayudándose con el bastón-. Bueno, es la hora de comer.

Mientras caminábamos de vuelta a la residencia dije:

– Me estaba hablando del Collell.

– ¿Le importa darme otro cigarro?

Como si tratara de sobornarlo, le di el paquete entero. Guardándoselo en el bolsillo preguntó:

– ¿Qué le estaba diciendo?

– Que mientras usted estuvo allí aquello era un desbarajuste.

– Claro. -Con facilidad retomó el hilo-. Imagínese el panorama. Estábamos nosotros, los que quedábamos del batallón; nos mandaba un capitán vasco, un tipo bastan te decente, ahora no recuerdo cómo se llamaba, el comandante había muerto en un bombardeo a la salida de Barcelona. Pero también había civiles, carabineros, gente del SIM. De todo. Yo creo que nadie sabía qué pintábamos allí, supongo que esperar la orden de cruzar la frontera, que era lo único que podíamos hacer.

– ¿No vigilaban a los prisioneros?

Hizo una mueca escéptica.

– Más o menos.

– ¿Más o menos?

– Sí, claro que los vigilábamos -concedió de mala gana-. Lo que quiero decir es que los encargados de hacerlo eran los carabineros. Pero, a veces, cuando los prisioneros salían a pasear o a hacer algo, nos ordenaban que estuviésemos con ellos. Si a eso le llama usted vigilar, pues sí, los vigilábamos.

– ¿Y sabían quiénes eran?

– Sabíamos que eran peces gordos. Obispos, militares, falangistas de la quinta columna. Gente así.

Habíamos desandado el sendero de gravilla: los ancianos que minutos atrás tomaban el sol habían desertado de sus hamacas, y ahora conversaban en grupos a la entrada del edificio y en la sala de la televisión, que seguía encendida.

– Todavía es pronto: déjelos entrar -dijo Miralles, tomándome del brazo y obligándome a sentarme junto a él, en el borde del estanque-. Usted quería hablar sobre Sánchez Mazas, ¿verdad? -Asentí-. Decían que era un buen escritor. ¿Qué opina usted?

– Que era un buen escritor menor.

– Y eso qué quiere decir.

– Que era un buen escritor, pero no un gran escritor.

– O sea que se puede ser un buen escritor siendo un grandísimo hijo de puta. Qué cosas, ¿verdad?

– ¿Usted sabía que Sánchez Mazas estaba en el Collell?

– ¡Claro! ¡Cómo no iba a saberlo, si era el pez más gordo! Lo sabíamos todos. Todos habíamos oído hablar de Sánchez Mazas y sabíamos lo suficiente de él, o sea que por su culpa y por la de cuatro o cinco tipos como él había pasado lo que había pasado. No estoy seguro, pero me parece que, cuando él llegó al Collell, nosotros ya llevábamos unos días allí.

– Puede ser. Sánchez Mazas llegó sólo cinco días antes de que lo fusilaran. Antes me dijo que cruzó usted la frontera el treinta y uno de diciembre. El fusilamiento fue el treinta.

A punto estaba de preguntarle si ese día aún estaba en el Collell, y si recordaba lo ocurrido, cuando Miralles, que se había puesto a limpiar de tierra las junturas de las baldosas con la contera de su bastón, empezó a hablar.

– La noche anterior nos dijeron que preparáramos nuestras cosas, porque al día siguiente nos íbamos -explicó-. Por la mañana vimos a una cuerda de presos salir del santuario escoltados por unos cuantos carabineros.

– ¿Sabían que los iban a fusilar?

– No. Creíamos que iban a hacer algún trabajo, o quizás a canjearlos, se había hablado mucho de eso. Aunque su cara no era de que fueran a canjearlos, la verdad.

– ¿Conocía usted a Sánchez Mazas? ¿Lo reconoció entre los presos?

– No, no lo sé… Creo que no.

– ¿No lo conocía o no lo reconoció?

– No lo reconocí. Conocerlo sí lo conocía. ¡Cómo no iba a conocerlo! Lo conocíamos todos.

Miralles aseguró que alguien como Sánchez Mazas no podía pasar inadvertido en un lugar como aquél, y que por eso, igual que todos sus demás compañeros, se había fijado en él muchas veces, cuando salía a pasear al jardín con los otros presos; vagamente recordaba aún sus gafas de miope, su escarpada nariz de judío, la zamarra de piel con la que días más tarde relataría triunfalmente ante una cámara de Franco su aventura inverosímil… Miralles se calló, como si el esfuerzo de recordar le hubiese dejado por un momento exhausto. Un débil rumor de cubertería llegaba del interior del edificio; de un vistazo fugaz vi la pantalla del televisor apagada. Ahora Miralles y yo estábamos solos en el jardín.

– ¿Y luego?

Miralles dejó de escarbar con el bastón entre las baldosas y aspiró el aire impecable del mediodía.

– Luego nada. -Espiró largamente-. La verdad es que no lo recuerdo muy bien, todo fue muy confuso. Recuerdo que oímos disparos y que echamos a correr. Alguien, entonces, gritó que los presos intentaban escapar, así que nos pusimos a registrar el bosque, para encontrarlos. No sé cuánto duró la batida, pero de vez en cuando se oían disparos, y era que habían cazado a alguno. De todos modos, no me extraña que más de uno escapara.

– Escaparon dos.

– Ya le digo que no me extraña. Se había puesto a llover y el bosque allí es muy espeso. O por lo menos yo lo recuerdo así. En fin, cuando nos cansamos de buscar (o cuando alguien nos lo ordenó) volvimos al santuario, acabamos de recoger las cosas y esa misma mañana nos fuimos.

– O sea, que según usted no fue un fusilamiento.

– No me haga decir cosas que no he dicho, joven. Yo sólo le cuento las cosas como son, o como yo las viví. La interpretación corre de su cuenta, que para eso es usted el periodista, ¿no? Además, reconocerá usted que, si alguien mereció que lo fusilaran entonces, ése fue Sánchez Mazas: si lo hubieran liquidado a tiempo, a él y a unos cuantos como él, quizá nos hubiéramos ahorrado la guerra, ¿no cree?

– Yo no creo que nadie merezca ser fusilado.

Miralles se volvió sin prisa y me miró con sus ojos dispares, fijamente, como si buscara en los míos una respuesta a su irónica perplejidad; una sonrisa afectuosa, que por un momento temí que desembocara en carcajada, suavizó la repentina dureza de sus facciones.

– ¡No me diga que es usted pacifista! -dijo, y me puso una mano en la clavícula-. ¡Haber empezado por ahí, hombre! Y a propósito -apoyándose en mí se incorporó y señaló con el bastón la entrada de la residencia-, a ver cómo se las arregla con la hermana Françoise.

Ignoré la burla de Miralles y, porque pensé que se me agotaba el tiempo, precipitadamente dije:

– Me gustaría hacerle una última pregunta.

– ¿Sólo una? -En voz alta se dirigió a la monja-: Hermana, el periodista quiere hacerme una última pregunta.

– Me parece muy bien -dijo la hermana Françoise-. Pero si la respuesta es muy larga se va a quedar usted sin comer, Miralles. -Sonriéndome añadió-: ¿Por qué no vuelve por la tarde?

– Claro, joven -convino Miralles, jovial-. Vuelva por la tarde y seguiremos hablando.

Acordamos que volvería a las cinco, después de la siesta y de los ejercicios de recuperación. Con la hermana Françoise acompañé a Miralles hasta el comedor. «No se olvide del tabaco», me susurró Miralles al oído, a modo de despedida. Luego entró en el comedor y mientras se sentaba a una mesa, entre dos ancianas de pelo blanquísimo que ya habían empezado a comer, aparatosamente me guiñó un ojo cómplice.

– ¿Qué le ha dado? -preguntó la hermana Françoise mientras caminábamos hacia la salida.

Como creí que se refería al paquete de tabaco prohibido, que abultaba en el bolsillo de la camisa de Miralles, me ruboricé.

– ¿Darle?

– Se le veía muy contento.

– Ah. -Sonreí, aliviado-. Estuvimos hablando de la guerra.

– ¿De qué guerra?

– De la guerra de España.

– No sabía que Miralles hubiera hecho la guerra.

Iba a decirle que Miralles no había hecho una guerra, sino muchas, pero no pude, porque en ese momento vi a Miralles caminando por el desierto de Libia hacia el oasis de Murzuch, joven, desharrapado, polvoriento y anónimo, llevando la bandera tricolor de un país que no es su país, de un país que es todos los países y también el país de la libertad y que ya sólo existe porque él y cuatro moros y un negro la están levantando mientras siguen caminando hacia delante, hacia delante, siempre hacia delante.

– ¿Viene alguien a verle? -pregunté a la hermana Françoise.

– No. Al principio venía su yerno, el viudo de su hija. Pero luego dejó de venir; creo que acabaron de mala manera. En fin, Miralles tiene un carácter un poco difícil; le aseguro una cosa: su corazón es de oro.

Oyéndola hablar de la embolia que meses atrás había paralizado el costado izquierdo de Miralles, me dije que la hermana Françoise hablaba como la directora de un orfanato tratando de colocarle a un cliente potencial un pupilo díscolo; me dije también que Miralles quizá no era un pupilo díscolo, pero seguro que era un huérfano, y entonces me pregunté al recuerdo de quién iba a aferrarse Miralles cuando estuviera muerto, para no morir del todo.

– Creímos que se nos quedaba en ésa -prosiguió la hermana Françoise-. Pero se ha recuperado muy bien: tiene una constitución de toro. Lleva muy mal lo del tabaco y lo de comer sin sal, pero ya se acostumbrará. -Al llegar al mostrador de recepción hizo una sonrisa y me alargó la mano-. Bueno, le vemos por la tarde, ¿no?

Antes de salir de la residencia miré el reloj: eran poco más de las doce. Tenía ante mí cinco horas vacías. Caminé un rato por la Route des Daix en busca de una terraza donde tomar algo, pero, como no la encontré -el barrio era un entramado de anchas avenidas suburbiales con casitas apareadas-, apenas vi un taxi lo paré y le pedí que me llevara de vuelta al centro. Me dejó en una plaza semicircular que se abría hasta acoger en su seno el palacio de los duques de Borgoña. Frente a su fachada, sentado en una terraza, me bebí dos cervezas. Desde donde me hallaba se veía un letrero con el nombre de la plaza: Place de la Libération. Inevitablemente pensé en Miralles entrando en París por la Porte-de-Gentilly la noche del 24 de agosto del 44, con las primeras tropas aliadas, a bordo de su tanque que se llamaría Guadalajara o Zaragoza o Belchite. A mi lado, en la terraza, una pareja muy joven se pasmaba ante las risas y los pucheros de un bebé rosado; gente atareada e indiferente cruzaba frente a nosotros. Pensé: «No hay ni uno solo que sepa de ese viejo medio tuerto y terminal que fuma cigarrillos a escondidas y ahora mismo está comiendo sin sal a unos pocos kilómetros de aquí, pero no hay ni uno solo que no esté en deuda con él». Pensé: «Nadie se acordará de él cuando esté muerto». Volví a ver a Miralles caminando con la bandera de la Francia libre por la arena infinita y ardiente de Libia, caminando hacia el oasis de Murzuch mientras la gente caminaba por esta plaza de Francia y por todas las plazas de Europa atendiendo a sus negocios, sin saber que su destino y el destino de la civilización de la que ellos habían abdicado pendía de que Miralles siguiera caminando hacia delante, siempre hacia delante. Entonces recordé a Sánchez Mazas y a José Antonio y se me ocurrió que quizá no andaban equivocados y que a última hora siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado la civilización. Pensé: «Lo que ni José Antonio ni Sánchez Mazas podían imaginar es que ni ellos ni nadie como ellos podría jamás integrar ese pelotón extremo, y en cambio iban a hacerlo cuatro moros y un negro y un tornero catalán que estaba allí por casualidad o mala suerte, y que se hubiera muerto de risa si alguien le hubiera dicho que estaba salvándonos a todos en aquel tiempo de oscuridad, y que quizá precisamente por eso, porque no imaginaba que en aquel momento la civilización pendía de él, estaba salvándola y salvándonos sin saber que su recompensa final iba a ser una habitación ignorada de una residencia para pobres en una ciudad tristísima de un país que ni siquiera era su país, y donde nadie salvo tal vez una monja sonriente y espigada, que no sabía que había estado en la guerra, lo echaría de menos».

Comí en el Café Central, en la Place Grangier, muy cerca de donde había desayunado esa mañana y, después de tomar café y whisky en una terraza de la Rue de la Poste y de comprar un cartón de tabaco, volví a la Résidence des Nimphéas. Aún no eran las cinco cuando Miralles me hizo pasar a su habitación y advertí, no sin sorpresa, que no era la sórdida habitación de asilo que yo esperaba, sino un pequeño apartamento limpio, ordenado y con luz: de un solo vistazo abarqué una cocina, un lavabo, un dormitorio y una salita de paredes casi desnudas, con dos butacones, una mesa y un ventanal que daba a un balcón abierto al sol de la tarde. A modo de saludo le entregué a Miralles el tabaco.

– No sea bruto -dijo, desgarrando el envoltorio de celofán y sacando dos paquetes de cigarrillos-. ¿Dónde quiere que esconda este mamotreto? -Me devolvió el resto del cartón-. ¿Le apetece un nescafé? Descafeinado, por supuesto. El de verdad lo tengo prohibido.

No me apetecía, pero acepté. Mientras lo preparaba, Miralles me preguntó qué me parecía el apartamento; le dije que muy bien. Me habló de los servicios (sanitarios, lúdicos, culturales, de higiene) que ofrecía la residencia, y de los ejercicios de rehabilitación que debía realizar a diario. Cuando terminó de preparar el nescafé, cogí las tazas para llevarlas a la sala, pero me atajó con un gesto: abrió un armario bajero y, con una flexibilidad de contorsionista, metió medio cuerpo dentro y sacó triunfalmente una petaca.

– Si no se le añade un poco de esto -comentó mientras echaba un chorrito en cada taza-, este caldo sabe a rayos.

Miralles devolvió la petaca a su sitio, y luego, cada uno con nuestra taza, nos sentamos en los butacones de la salita. Bebí un sorbo de nescafé: lo que Miralles le había echado era coñac.

– Bueno, usted dirá -dijo Miralles, divertido, casi halagado, arrellanándose en la butaca y revolviendo el nescafé-. ¿Seguimos con el interrogatorio? Le advierto que ya le he contado todo lo que sabía.

De repente me dio vergüenza continuar preguntando, sentí ganas de decirle a Miralles que, aunque ya no tuviera ninguna pregunta que hacerle, también estaría allí, conversando y bebiendo nescafé con él, por un momento pensé que ya sabía todo lo que tenía que saber de Miralles, y, no sé por qué, me acordé de Bolaño y de la noche en que descubrió a Miralles bailando un pasodoble con Luz bajo la marquesina de su rulot y comprendió que su tiempo en el cámping había terminado. Fue todo uno pensar en Bolaño y pensar en mi libro, en Soldados de Salamina y en Conchi y en los muchos meses que llevaba persiguiendo al hombre que salvó a Sánchez Mazas y buscando el significado de una mirada y un grito en el bosque, buscando al hombre que bailó un pasodoble en el jardín de una prisión improvisada, sesenta años atrás, igual que Miralles y Luz habían bailado otro pasodoble o tal vez el mismo en un cámping proletario de Castelldefells, bajo la marquesina de su improvisado hogar. No pregunté; como si revelara un hecho desconocido dije:

– Sánchez Mazas sobrevivió al fusilamiento -Miralles asintió, paciente, saboreando su nescafé con coñac. Añadí-: Sobrevivió gracias a un hombre. Un soldado de Líster.

Le conté la historia. Cuando hube acabado, Miralles dejó su taza vacía sobre la mesa e, inclinándose un poco, sin levantarse de la butaca abrió el ventanal del balcón y miró fuera.

– Una historia muy novelesca -dijo luego, en tono neutro, mientras sacaba un cigarrillo del paquete mediado de por la mañana.

Me acordé de Miquel Aguirre y dije:

– Es posible. Pero todas las guerras están llenas de historias novelescas, ¿no?

– Sólo para quien no las vive. -Expulsó un penacho de humo y escupió algo que quizás era una hebra de tabaco-. Sólo para quien las cuenta. Para quien va a la guerra para contarla, no para hacerla. ¿Cómo se llamaba aquel novelista americano que entró en París…?

– Hemingway.

– Hemingway, sí. ¡Menudo payaso!

Miralles se calló, abstraído: miraba las volutas de humo ondeando lentísimas en la luz detenida del balcón, a través del cual llegaba el rumor intermitente del tráfico.

– Y esa historia del soldado de Líster -empezó, volviéndose de nuevo hacia mí: la mitad derecha de su cara había recobrado su aspecto rocoso; en la izquierda había una expresión ambigua, que participaba de la indiferencia y de la decepción, casi del fastidio-, ¿quién se la ha contado?

Se lo expliqué. Miralles asentía con la cabeza, la boca circunfleja, un poco burlona. Era evidente que el ánimo jovial con que me había acogido esa tarde se había disipado. Yo no sabía qué decir, pero sabía que tenía que decir algo; Miralles se me adelantó:

– Dígame una cosa. A usted Sánchez Mazas y su famoso fusilamiento le traen sin cuidado, ¿verdad?

– No le entiendo -dije, sinceramente. Me buscó los ojos con curiosidad.

– ¡Hay que joderse con los escritores! -Se rió abiertamente-. Así que lo que andaba buscando era un héroe. Y ese héroe soy yo, ¿no? ¡Hay que joderse! ¿Pero no habíamos quedado en que era usted pacifista? ¿Pues sabe una cosa? En la paz no hay héroes, salvo quizás aquel indio bajito que siempre andaba por ahí medio en pelotas… Y ni siquiera él era un héroe, o sólo lo fue cuando lo mataron. Los héroes sólo son héroes cuando se mueren o los matan. Y los héroes de verdad nacen en la guerra y mueren en la guerra. No hay héroes vivos, joven. Todos están muertos. Muertos, muertos, muertos. -Se le quebró la voz; tras una pausa, mientras tragaba saliva, apagó el cigarrillo-. ¿Quiere otro mejunje de estos?

Con las tazas vacías fue a la cocina. Desde la salita le oí sonarse la nariz; cuando regresó, tenía los ojos brillantes, pero parecía calmado. Supongo que intenté disculparme por algo, porque recuerdo que, después de alcanzarme el nescafé y arrellanarse de nuevo en su butaca, Miralles me interrumpió con impaciencia, casi irritado.

– No pida perdón, joven. No ha hecho nada malo. Además, a su edad ya debería de haber aprendido que los hombres no piden perdón: hacen lo que hacen y dicen lo que dicen, y luego se aguantan. Pero le voy a contar una cosa que usted no sabe, una cosa de la guerra. -Dio un sorbo de nescafé; yo di otro: a Miralles se le había ido la mano con el coñac-. Cuando salí hacia el frente en el 36 iban conmigo otros muchachos. Eran de Terrassa, como yo; muy jóvenes, casi unos niños, igual que yo; a alguno lo conocía de vista o de hablar alguna vez con él: a la mayoría no. Eran los hermanos García Segués (Joan y Lela), Miquel Cardos, Gabi Baldrich, Pipo Canal, el Gordo Odena, Santi Brugada, Jordi Gudayol. Hicimos la guerra juntos; las dos: la nuestra y la otra, aunque las dos eran la misma. Ninguno de ellos sobrevivió. Todos muertos. El último fue Lela García Segués. Al principio yo me entendía mejor con su hermano Joan, que era justo de mi edad, pero con el tiempo Lela se convirtió en mi mejor amigo, el mejor que he tenido nunca: éramos tan amigos que ni siquiera necesitábamos hablar cuando estábamos juntos. Murió en el verano del cuarenta y tres, en un pueblo cerca de Trípoli, aplastado por un tanque inglés. ¿Sabe? Desde que terminó la guerra no ha pasado un solo día sin que piense en ellos. Eran tan jóvenes… Murieron todos. Todos muertos. Muertos. Muertos. Todos. Ninguno probó las cosas buenas de la vida: ninguno tuvo una mujer para él solo, ninguno conoció la maravilla de tener un hijo y de que su hijo, con tres o cuatro años, se metiera en su cama, entre su mujer y él, un domingo por la mañana, en una habitación con mucho sol… -En algún momento Miralles había empezado a llorar: su cara y su voz no habían cambiado, pero unas lágrimas sin consuelo rodaban veloces por la lisura de su cicatriz, más lentas por sus mejillas sucias de barba.- A veces sueño con ellos, y entonces me siento culpable: les veo a todos, intactos y saludándome entre bromas, igual de jóvenes que entonces, porque el tiempo no corre para ellos, igual de jóvenes y preguntándome por qué no estoy con ellos, como si los hubiese traicionado, porque mi verdadero lugar estaba allí; o como si yo estuviese usurpando el lugar de alguno de ellos; o como si en realidad yo hubiera muerto hace sesenta años en cualquier cuneta de España o de África o de Francia y estuviera soñando una vida futura con mujer e hijos, una vida que iba a acabar aquí, en esta habitación de un asilo, charlando con usted. -Miralles siguió hablando, más deprisa, sin secarse las lágrimas, que le caían por el cuello y le mojaban la camisa de franela-. Nadie se acuerda de ellos, ¿sabe? Nadie. Nadie se acuerda siquiera de por qué murieron, de por qué no tuvieron mujer e hijos y una habitación con sol; nadie, y, menos que nadie, la gente por la que pelearon. No hay ni va a haber nunca ninguna calle miserable de ningún pueblo miserable de ninguna mierda de país que vaya a llevar nunca el nombre de ninguno de ellos. ¿Lo entiende? Lo entiende, ¿verdad? Ah, pero yo me acuerdo, vaya si me acuerdo, me acuerdo de todos, de Lela y de Joan y de Gabi y de Odena y de Pipo y de Brugada y de Gudayol, no sé por qué lo hago pero lo hago, no pasa un solo día sin que piense en ellos.

Miralles dejó de hablar, sacó un pañuelo, se secó las lágrimas, se sonó la nariz; lo hizo sin pudor, como si no le avergonzara llorar en público, igual que lo hacían los viejos guerreros homéricos, igual que lo hubiera hecho un soldado de Salamina. Luego, de un solo trago, se bebió el nescafé enfriado. Permanecimos en silencio, fumando. La luz del balcón era cada vez más débil; apenas se oían pasar coches. Yo me sentía a gusto, un poco ebrio, casi feliz. Pensé: «Se acuerda por lo mismo que yo me acuerdo de mi padre y Ferlosio del suyo y Miquel Aguirre del suyo y Jaume Figueras del suyo y Bolaño de sus amigos latinoamericanos, todos soldados muertos en guerras de antemano perdidas: se acuerda porque, aunque hace sesenta años que fallecieron, todavía no están muertos, precisamente porque él se acuerda de ellos. O quizá no es él quien se acuerda de ellos, sino ellos los que se aferran a él, para no estar del todo muertos». «Pero cuando Miralles muera», pensé, «sus amigos también morirán del todo, porque no habrá nadie que se acuerde de ellos para que no mueran.»

Durante mucho rato estuvimos charlando de otras cosas, entre nescafés, cigarrillos y largos silencios, como si no acabáramos de conocernos esa misma mañana. En algún momento Miralles me sorprendió consultando con disimulo el reloj.

– Le aburro -se interrumpió.

– No me aburre -contesté-. Pero mi tren sale a las ocho y media.

– ¿Tiene que marcharse?

– Me parece que sí.

Miralles se levantó de su butaca, cogió el bastón. Dijo:

– No le he ayudado mucho, ¿verdad? ¿Cree que podrá escribir su libro?

– No lo sé -contesté, sinceramente; pero luego dije-: Espero que sí. -Y añadí-: Si lo hago, le prometo que hablaré de sus amigos.

Como si no me hubiera oído, Miralles dijo:

– Le acompaño. -Señaló el cartón de tabaco que había sobre la mesa-: Y no se olvide de eso.

Íbamos a salir de su apartamento cuando Miralles se detuvo.

– Dígame una cosa. -Habló con la mano en el picaporte: la puerta estaba entreabierta-. ¿Para qué quería encontrar al soldado que salvó a Sánchez Mazas?

Sin dudarlo contesté:

– Para preguntarle qué pensó aquella mañana, en el bosque, después del fusilamiento, cuando le reconoció y le miró a los ojos. Para preguntarle qué vio en sus ojos. Por qué le salvó, por qué no le delató, por qué no le mató.

– ¿Por qué iba a matarlo?

– Porque en la guerra la gente se mata -dije-. Porque por culpa de Sánchez Mazas y por la de cuatro o cinco tipos como él había pasado lo que había pasado y ahora ese soldado emprendía un exilio sin regreso. Porque si alguien mereció que lo fusilaran ése fue Sánchez Mazas.

Miralles reconoció sus palabras, asintió con un amago de sonrisa y, acabando de abrir la puerta, me dio un golpecito con el bastón en el envés de las piernas; dijo:

– Andando, no vaya a ser que pierda el tren. Bajamos en ascensor a la planta baja; desde recepción pedimos un taxi.

– Despídame de la hermana Françoise -dije mientras caminábamos hacia la salida.

– ¿Es que no piensa volver?

– No si usted no quiere.

– ¿Quién ha dicho que no quiero?

– Entonces le prometo que volveré.

Fuera la luz estaba oxidada: era el atardecer. Aguardamos el taxi a la puerta del jardín, frente a un semáforo que cambiaba de luz para nadie, porque en el cruce de la Route des Daix y la Rue Combotte el tráfico era escaso y las aceras estaban desiertas. A mi derecha había un edificio de apartamentos, no muy alto, con grandes cristaleras y balcones desde los que podía verse el jardín de la Résidence des Nimphéas. Pensé que era un buen lugar para vivir. Pensé que cualquier lugar era un buen lugar para vivir. Pensé en el soldado de Líster. Me oí decir:

– ¿Qué cree usted que pensó?

– ¿El soldado? -Me volví hacia él. Con todo su cuerpo apoyado en el bastón, Miralles observaba la luz del semáforo, que estaba en rojo. Cuando cambió del rojo al ver de, Miralles me fijó con una mirada neutra. Dijo-: Nada.

– ¿Nada?

– Nada.

El taxi tardaba. Eran las ocho menos cuarto, y aún tenía que pasar por el hotel a pagar la cuenta y recoger mis cosas.

– Si vuelve tráigame algo.

– ¿Además de tabaco?

– Además.

– ¿Le gusta la música?

– Me gustaba. Ahora ya no la escucho: cada vez que lo hago me sienta mal. De repente me pongo a pensar en lo que me ha pasado, y sobre todo en lo que no me ha pasado.

– Bolaño me dijo que baila muy bien el pasodoble.

– ¿Eso le dijo? -se rió-. ¡Jodido chileno!

– Una noche le vio bailando Suspiros de España con una amiga suya, junto a su rulot.

– Si convence a la hermana Françoise, a lo mejor todavía soy capaz de bailarlo -dijo Miralles, guiñándome el ojo de la cicatriz-. Es un pasodoble muy bonito, ¿no le parece? Mire, ahí tiene su taxi.

El taxi se detuvo en la esquina, junto a nosotros.

– Bueno -dijo Miralles-. Espero que vuelva pronto.

– Volveré.

– ¿Puedo pedirle un favor?

– Pida lo que quiera.

Mirando la luz del semáforo dijo:

– Hace muchos años que no abrazo a nadie.

Oí el ruido del bastón de Miralles cayendo a la acera, sentí que sus brazos enormes me estrujaban y que los míos apenas conseguían abarcarle, me sentí muy pequeño y muy frágil, olí a medicinas y a años de encierro y de verdura hervida y sobre todo a viejo, y supe que ése era el olor desdichado de los héroes.

Deshicimos el abrazo y Miralles recogió su bastón y me empujó hacia el taxi. Entré, le di al taxista la dirección del Victor Hugo, le pedí que aguardara un momento, bajé la ventanilla.

– No le he contado una cosa -le dije a Miralles-. Sánchez Mazas conocía al soldado que le salvó. Una vez le vio bailando un pasodoble en el jardín del Collell. Solo. El pasodoble era Suspiros de España. -Miralles bajó de la acera y se arrimó al taxi, apoyó una mano grande en el cristal bajado. Yo estaba seguro de cuál iba a ser la respuesta, porque creía que Miralles no podía negarme la verdad. Casi como un ruego pregunté-: Era usted, ¿no?

Tras un instante de vacilación, Miralles sonrió ampliamente, afectuosamente, mostrando apenas su doble hilera de dientes desvencijados. Su respuesta fue:

– No.

Apartó la mano de la ventanilla y le ordenó al taxista que arrancara. Luego, bruscamente, dijo algo, que no entendí (tal vez fue un nombre, pero no estoy seguro), porque el taxi había echado a andar y, aunque saqué la cabeza por la ventanilla y le pregunté qué había dicho, ya era demasiado tarde para que me oyera o pudiera contestarme, le vi levantar el bastón a modo de saludo último y luego, a través del cristal trasero del taxi, caminar de vuelta hacia la residencia, lento, desposeído, medio tuerto y dichoso, con su camisa gris y sus pantalones raídos y sus zapatillas de fieltro, achicándose poco a poco contra el verde pálido de la fachada, la cabeza orgullosa, el perfil duro, el cuerpo balanceante, voluminoso y destartalado, apoyando su paso inestable en el bastón, y cuando abrió la puerta del jardín sentí una especie de nostalgia anticipada, como si, en vez de ver a Miralles, ya le estuviera recordando, quizá porque en aquel momento pensé que no iba a volver a verle, que iba a recordarle así para siempre.

A toda prisa recogí mis cosas en el hotel, pagué la cuenta y llegué a la estación justo a tiempo para tomar el tren. Era también un tren hotel, muy parecido al que había tomado a la ida, o tal vez el mismo. Me instalé en mi compartimiento mientras lo sentía emprender la marcha. Luego, a través de vacíos pasillos enmoquetados de verde, fui al restaurante, un vagón con una doble hilera de mesas impecablemente dispuestas y mullidos asientos de cuero de color calabaza. Sólo quedaba uno libre. Me senté y, como no tenía hambre, pedí un whisky. Lo saboreé, fumando, mientras al otro lado del ventanal Dijon se desintegraba en el anochecer, muy pronto convertida en una veloz sucesión de cultivos apenas intuidos en la oscuridad creciente. Ahora el ventanal duplicaba el vagón restaurante. Me duplicaba: me vi gordo y envejecido, un poco triste. Pero me sentía eufórico, inmensamente feliz. Pensé que, en cuanto llegase a Gerona, llamaría a Conchi y a Bolaño y les contaría cómo estaba Miralles y cómo era esa ciudad que se llamaba Dijon pero cuyo nombre verdadero era Stockton. Planeé uno, dos, tres viajes a Stockton. Iría a Stockton y me instalaría en los apartamentos de la Rue des Daix, frente a la residencia, y pasaría las mañanas y las tardes charlando con Miralles, fumando cigarrillos en el banco escondido del jardín o en su apartamento, y más tarde quizá sin charlar, sin decir nada, sólo sintiendo pasar el tiempo, porque para entonces seríamos tan amigos que ya no necesitaríamos hablar para estar a gusto juntos, y por la noche me sentaría en el balcón de mi apartamento, con un paquete de tabaco y una botella de vino y esperaría hasta que viese que al otro lado de la Rue des Daix la luz del apartamento de Miralles se apagaba y entonces todavía continuaría un rato allí, a oscuras, fumando y bebiendo mientras él dormía o velaba enfrente, muy cerca, tumbado en su cama y recordando quizás a sus amigos muertos. Y me arrepentí de no haberle permitido a Conchi que me acompañara a Dijon y por un momento imaginé el placer de estar allí con ella y con Miralles y también con Bolaño, imaginé que entre los tres convenceríamos a Bolaño de que fuera a Dijon como quien va a Stockton, y Bolaño iría a Stockton con su mujer y su hijo, y los seis alquilaríamos un coche y haríamos excursiones por los pueblos de los alrededores y formaríamos una familia estrafalaria o imposible y entonces Miralles dejaría de ser definitivamente un huérfano (y quizá yo también) y Conchi sentiría una nostalgia terrible de un hijo (y quizá yo también). Y también imaginé que algún día, no muy tarde, la hermana Françoise me llamaría una noche a mi casa de Gerona y yo llamaría a Conchi a su casa de Quart y a Bolaño a su casa de Blanes y los tres partiríamos al día siguiente hacia Dijon aunque adonde llegaríamos sería a Stockton, definitivamente a Stockton, y tendríamos que vaciar el apartamento de Miralles, tirar su ropa y vender o regalar sus muebles y guardar alguna cosa, muy pocas porque Miralles sin duda guardaría muy pocas cosas, quizás alguna fotografía suya sonriendo feliz entre su mujer y su hija o vestido de soldado entre otros jóvenes vestidos de soldados, poca cosa más, quién sabe si algún viejo disco de vinilo con viejos pasodobles rayados que hacía siglos que nadie escuchaba. Y habría un funeral y luego un entierro y en el entierro música, la música alegre de un pasodoble tristísimo sonando en un disco de vinilo rayado, y entonces yo tomaría a la hermana Françoise y le pediría que bailara conmigo junto a la tumba de Miralles, la obligaría a bailar una música que no sabía bailar sobre la tumba reciente de Miralles, en secreto, sin que nadie nos viera, sin que nadie en Dijon ni en Francia ni en España ni en toda Europa supiera que una monja guapa y lista, con la que Miralles siempre deseó bailar un pasodoble y a la que nunca se atrevió a tocarle el culo, y un periodista de provincias estaban bailando en un cementerio anónimo de una melancólica ciudad junto a la tumba de un viejo comunista catalán, nadie lo sabría salvo una pitonisa descreída y maternal y un chileno perdido en Europa que estaría fumando con los ojos nublados de humo, un poco apartado y muy serio, mirándonos bailar un pasodoble junto a la tumba de Miralles igual que una noche de muchos años atrás había visto a Miralles y a Luz bailar otro pasodoble bajo la marquesina de una rulot en el cámping Estrella de Mar, viéndolo y preguntándose tal vez si aquel pasodoble y éste eran en realidad el mismo, preguntándoselo sin esperar respuesta, porque sabía de antemano que la única respuesta es que no había respuesta, la única respuesta era una especie de secreta o insondable alegría, algo que linda con la crueldad y se resiste a la razón pero tampoco es instinto, algo que vive en ella con la misma ciega obstinación con que la sangre persiste en sus conductos y la tierra en su órbita inamovible y todos los seres en su terca condición de seres, algo que elude a las palabras como el agua del arroyo elude a la piedra, porque las palabras sólo están hechas para decirse a sí mismas, para decir lo decible, es decir, todo excepto lo que nos gobierna o hace vivir o concierne o somos o son esa monja y ese periodista que era yo bailando junto a la tumba de Miralles como si en ese baile absurdo les fuera la vida o como quien pide ayuda para él y para su familia en un tiempo de oscuridad. Y allí, sentado en la mullida butaca de color calabaza del vagón restaurante, acunado por el traqueteo del tren y el torbellino de palabras que giraba sin pausa en mi cabeza, con el bullicio de los comensales cenando a mi alrededor y con mi whisky casi vacío delante, y en el ventanal, a mi lado, la imagen ajena de un hombre entristecido que no podía ser yo pero era yo, allí vi de golpe mi libro, el libro que desde hacía años venía persiguiendo, lo vi entero, acabado, desde el principio hasta el final, desde la primera hasta la última línea, allí supe que, aunque en ningún lugar de ninguna ciudad de ninguna mierda de país fuera a haber nunca una calle que llevara el nombre de Miralles, mientras yo contase su historia Miralles seguiría de algún modo viviendo y seguirían viviendo también, siempre que yo hablase de ellos, los hermanos García Segués -Joan y Lela- y Miquel Cardos y Gabi Baldrich y Pipo Canal y el Gordo Odena y Santi Brugada y Jordi Gudayol, seguirían viviendo aunque llevaran muchos años muertos, muertos, muertos, muertos, hablaría de Miralles y de todos ellos, sin dejarme a ninguno, y por supuesto de los hermanos Figueras y de Angelats y de María Ferré, y también de mi padre y hasta de los jóvenes latinoamericanos de Bolaño, pero sobre todo de Sánchez Mazas y de ese pelotón de soldados que a última hora siempre ha salvado la civilización y en el que no mereció militar Sánchez Mazas y sí Miralles, de esos momentos inconcebibles en que toda la civilización pende de un solo hombre y de ese hombre y de la paga que la civilización reserva a ese hombre. Vi mi libro entero y verdadero, mi relato real completo, y supe que ya sólo tenía que escribirlo, pasarlo a limpio, porque estaba en mi cabeza desde el principio («Fue en el verano de 1994, hace ahora más de seis años, cuando oí hablar por primera vez del fusilamiento de Rafael Sánchez Mazas») hasta el final, un final en el que un viejo periodista fracasado y feliz fuma y bebe whisky en un vagón restaurante de un tren nocturno que viaja por la campiña francesa entre gente que cena y es feliz y camareros con pajarita negra, mientras piensa en un hombre acabado que tuvo el coraje y el instinto de la virtud y por eso no se equivocó nunca o no se equivocó en el único momento en que de veras importaba no equivocarse, piensa en un hombre que fue limpio y valiente y puro en lo puro y en el libro hipotético que lo resucitará cuando esté muerto, y entonces el periodista mira su reflejo entristecido y viejo en el ventanal que lame la noche hasta que lentamente el reflejo se disuelve y en el ventanal aparece un desierto interminable y ardiente y un soldado solo, llevando la bandera de un país que no es su país, de un país que es todos los países y que sólo existe porque ese soldado levanta su bandera abolida, joven, desharrapado, polvoriento y anónimo, infinitamente minúsculo en aquel mar llameante de arena infinita, caminando hacia delante bajo el sol negro del ventanal, sin saber muy bien hacia dónde va ni con quién va ni por qué va, sin importarle mucho siempre que sea hacia delante, hacia delante, hacia delante, siempre hacia delante.

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