Capítulo 7

– No castiguéis a sir Vernon -le ordenó Morwenna cuando el capitán de la guardia y ella se sentaron frente al fuego del gran salón. Era obvio que Alexander estaba irritado y molesto con su centinela e, intuyó ella, consigo mismo-. Fue culpa mía. Le engañé deliberadamente. Estaba despierta y esperé hasta que se fuera a las letrinas para colarme en la habitación -admitió.

Alexander la observó, luego lanzó una mirada a lo lejos.

– Es mi deber velar por vuestra seguridad, milady -le recordó-. ¿Cómo puedo hacerlo si engañáis a los guardias que os asigno?

– No es culpa vuestra.

– Entonces, ¿de quién?

– Es mía.

Alexander frunció el ceño, su expresión era tan sombría como la medianoche.

– Hay otra cuestión. Si podéis engañar a mis guardias con tanta facilidad, otros también pueden. Otros que quieran haceros daño a vos o hacérselo a esta torre.

– Castigar a sir Vernon no cambiará nada.

Arqueó una ceja en señal de duda.

– ¿No creéis que sirva para dar ejemplo?

– No, cuando fui yo la única que lo embauqué.

– Ah…, lo embaucasteis. Eso es a lo que me refería exactamente. Nadie debería ser capaz de embaucar a un guardia de servicio. Estoy profundamente decepcionado con sir Vernon.

– ¿Y conmigo? -preguntó, buscando un gesto de rechazo bajo su barba-. No me mintáis, sir Alexander.

– Esperaría que si deseáis hacer algo que conlleve el más ligero peligro, confiarais en mí para velar por vuestra seguridad -dijo él, mirándola fijamente.

– Os preocupáis demasiado, sir Alexander.

– Me pagáis para que me preocupe.

– Os pago para que protejáis el castillo.

– Y a vos -afirmó con un trago largo de vino.

Los ojos le traicionaron durante un segundo, transmitiendo emociones que no tardó en disimular.

– Aprecio vuestra preocupación.

Alexander dejó la copa y se aclaró la garganta.

– El castigo de sir Vernon, si queréis, será pasar los próximos quince días en el muro este. Después… ya veremos.

– ¿Me enviaríais al adarve a mí también?

Él sonrió abiertamente, mostrando sus dientes blancos recortados entre la barba.

– No, milady, temo que debería encerraros en la torre más alta y guardar la llave con una cadenita al cuello.

– Al menos no es la mazmorra.

Los ojos oscuros de Alexander chispearon y Morwenna pensó que estaba a punto de tomarle el pelo y decirle que le encantaría enjaularla tras los barrotes de hierro de las celdas que había en el nivel más bajo de la torre, pero se limitó a mover la cabeza, y su sonrisa se desvaneció.

La broma se disipó en el aire al aparecer el médico, que se deslizó precipitadamente por la escalera.

– ¿Podría intercambiar unas palabras con vos, milady? -preguntó.

– Desde luego.

Sir Alexander se puso de pie raudo, estirando la columna vertebral hasta tensarla del todo y adoptar una postura autoritaria. Alexander, media cabeza más alto que el médico, clavó una mirada en éste hasta obligarle a apartar la suya, aunque parecía ligeramente avergonzado de que le hubieran sorprendido riéndose y bebiendo vino con la señora de la torre.

– Me ocuparé de la situación, milady -dijo él, mientras le hacía una rápida reverencia con la cabeza.

– Creo, capitán, que deberíais oír esto también -dijo Nygyll.

– ¿Tenéis noticias del hombre? -preguntó Morwenna.

Hizo señas a Nygyll y a Alexander de que tomaran asiento en los taburetes cerca del fuego. Un muchacho añadió madera a los leños que ardían en la chimenea y una muchacha silenciosa sirvió otra copa de vino a instancias de la mirada atenta de Morwenna y que ésta le hiciera una señal con la cabeza.

– El paciente está mejorando.

– ¿Sí? -Ella no pudo menos que sentir un arranque de alegría-. Tan pronto.

– Es un hombre fuerte.

– Sí, es cierto.

Morwenna había visto por sí misma sus brazos musculosos y su torso, intuyendo que era un guerrero de rango a pesar de las ropas andrajosas con que vestía. La expresión de Alexander era sombría y se movió como si tuviera ganas de irse.

– Hemos oído rumores -prosiguió Nygyll tras examinarse las manos- de que el paciente podría ser Carrick de Wybren.

– Son sólo chismes y suposiciones desencadenados por el anillo que lleva puesto.

– El anillo ha desaparecido -dijo Nygyll suavemente.

– ¿Qué? -Morwenna se quedó helada.

– He dicho que el anillo ya no está en el dedo del hombre.

– Pero si todavía lo llevaba puesto anoche…

– ¿Anoche?

– Sí. Bastante tarde. Me aseguré con mis propios ojos.

¿De veras lo había visto? Al mirar su cuerpo magullado, había buscado lunares o cicatrices o… Con toda certeza todavía llevaba el anillo. Si no lo llevaba puesto, se habría dado cuenta, ¿no?

Nygyll debió de leer la duda en sus ojos.

– Debéis estar equivocada -la cortó sir Alexander-. El prisionero, quiero decir, el paciente, ha estado bajo vigilancia desde el momento en que llegó a Calon.

– ¿Estáis seguro de que el anillo ha desaparecido? -preguntó Morwenna al médico.

– Podéis comprobarlo.

Morwenna aligeró el paso y en unos segundos cruzó el gran salón. Sir Alexander la seguía casi a su altura y Nygyll les pisaba los talones.

Morwenna subió volando la escalera, no hizo caso del guardia, abrió de un golpe la puerta de la habitación de Tadd y encontró al hombre en el mismo lugar donde lo había dejado la noche pasada.

El paciente, con el mismo aspecto espantoso que de costumbre, no se había movido. Estaba tendido sobre la cama, el pelo oscuro se le rizaba sobre la frente magullada, las costras de sangre le cubrían la carne maltratada.

Avanzó resuelta hasta el lado opuesto de la cama, donde la mano derecha del paciente permanecía oculta bajo la colcha. Sin pensárselo dos veces, retiró bruscamente la manta y vio los dedos, los nudillos hinchados y resquebrajados, las uñas rotas.

Tal como Nygyll había dicho, la mano estaba desnuda. En el dedo corazón de su mano derecha, el anillo brillaba por su ausencia.

El estómago se le encogió.

– ¿Cómo se lo han podido quitar? -exigió ella-. Tiene los dedos hinchados, las articulaciones… Dios mío.

Entonces reparó en la carne desgarrada del dedo y el nudillo rojo por la sangre fresca.

– El dedo está roto, la articulación también -dijo Nygyll, que entraba en la habitación detrás de sir Alexander.

En su imaginación Morwenna presenció cómo arrancaban el aro de oro del dedo del hombre inconsciente.

– Madre de Dios -acertó a susurrar.

Alexander vio la mano del hombre todavía herida.

– No es posible -exclamó sin ninguna inflexión, observando la sangre.

– El centinela falló -sentenció el médico.

Antes de que el capitán de la guardia pudiera defender a sus hombres, Nygyll añadió.

– Quienquiera que fuera detrás del anillo estaba desesperado y tuvo que trabajar rápido. -Su mirada aterrizó sobre la cara descolorida del hombre-. Es un ser afortunado.

– ¿Afortunado? -repitió Morwenna, con el estómago revuelto.

– Afortunado de que no le cortaran el dedo. -Nygyll frunció los labios y tomó la mano ensangrentada del hombre-. Si querían apoderarse del maldito anillo podrían haberle serrado el dedo por debajo de la articulación.

– Por el amor de Dios, ¿quién iba a ser capaz de hacer tal cosa? -susurró ella, mientras sentía que empalidecía.

– No lo sé. -La mirada fija de Nygyll se posó en el corpulento hombre que estaba de pie a su lado.

La mandíbula de Alexander se deslizó a un lado y los ojos se le achinaron mientras miraba alrededor de la habitación.

– Os doy mi palabra, milady -juró con ojos graves y ardientes por una furia contenida-. Encontraremos al bastardo que hizo esto.

– Tal vez deberíais interrogar al guardia -sugirió Nygyll.

– Tal vez deberíais ocuparos de vuestro trabajo como médico y dejar que yo me las apañe con el mío -espetó Alexander dedicando una mirada feroz e inflexible al médico.

– ¡Tal vez deberíais comprobar que hacéis el vuestro correctamente! -contestó Nygyll con vehemencia, y se dirigió a Morwenna-. Está claro que alguien pasó por delante del centinela, entró en la habitación, arrancó el maldito anillo del dedo del paciente y se ocultó de nuevo en la oscuridad de la noche. Hemos tenido suerte de que no pasara nada más, ya que podrían haberle cortado el cuello a este hombre -dijo mientras señalaba al paciente, y luego dio la espalda a Alexander como si no valiera la pena consultar al soldado.

Como viera que una joven criada asomaba la cabeza por la puerta, Nygyll levantó un brazo y chasqueó los dedos.

– Oye, Mylla, no te quedes ahí boquiabierta y sé útil. -Tenía los labios fruncidos y blancos alrededor de las comisuras, los orificios de la nariz abiertos por la agitación-. Necesitaré agua caliente, compresas de lino frescas y milenrama para la herida… Ah, y alguna consuelda. Envía a alguien al boticario, eso es: consuelda y milenrama. ¿Lo has entendido?

La muchacha asintió con la cabeza y se alejó a toda prisa.

Nygyll dirigió de nuevo su mirada a Morwenna.

– Ahora, milady, si me perdonáis -dijo con una voz que había perdido la modulación áspera y autoritaria- necesito ocuparme de mi paciente.

– Desde luego.

Morwenna echó un último vistazo al hombre con un nudo en el estómago. ¿Quién habría sido capaz de hacer tal cosa? ¿Por qué? ¿Era el emblema de oro de Wybren el motivo de que el desconocido hubiera sufrido el ataque? ¿Quién lo querría? Su valor sólo importaría a los miembros del castillo de Wybren a menos que hubieran robado el anillo para fundirlo. ¿O acaso el anillo representaba un trofeo, un pequeño premio para recordar al agresor cómo, de algún modo, había engañado a su dueño? ¿Había vuelto el atacante y había consumado el robo?

Entonces, ¿por qué, como sugirió Nygyll, no le cortó simplemente el dedo para ir más rápido?

Sir Alexander le seguía a un paso refunfuñando camino a la escalera.

– ¿Quién puede haber sido? -preguntó ella.

– No lo sé. Pero lo averiguaré. -La voz de Alexander era fría como el acero-. Quienquiera que haya sido nos ha demostrado que puede moverse por la torre a su antojo. Quiere que sepamos de su existencia, alardea de su poder. De no ser así, ¿por qué no matar simplemente al paciente y acabar con todo?

Algo en el interior se le erizó y notó que el vello de los brazos se le ponía de punta.

– Está intentando demostrar que el hombre es vulnerable.

– No sólo el paciente, sino todos los que habitan en la torre -dijo Alexander, con seriedad.

– ¿Cómo pudo alguien pasar por delante del guardia…? -comenzó a decir ella, pero después recordó con qué facilidad había engañado a sir Vernon.

– Eso es exactamente lo que tengo la intención de averiguar.

Unos gritos lanzando órdenes, una risa tintineante y el chirrido de las patas de la mesa que se arrastraban por el suelo los saludaron mientras Morwenna y Alexander avanzaban por el interior del castillo.

– ¡Morwenna! -Bryanna se precipitó a través de la puerta, al lado del pie de la escalera. Al divisar a su hermana, se apresuró a alcanzarla-. ¿Es eso cierto? ¿De veras alguien ha robado el anillo del señor Carrick?

– No sabemos si el paciente es Carrick de Wybren -la cortó Alexander.

– Pero, ¿qué pasa con el anillo? -insistió de nuevo-. ¿Lo han robado? ¿Alguien ha burlado la vigilancia del guardia?

– Eso parece -respondió Morwenna, irritada, mientras se dirigía al pie de la escalera a lo largo del gran salón.

Allí los mozos ajustaban las mesas y los bancos, y Alfrydd, el administrador, inspeccionaba el trabajo con ojo experto, aunque escéptico.

Dwynn atizaba el fuego agachado al lado de la chimenea y daba la vuelta a los trozos de roble musgoso, lo que hacía que las llamas crujieran y chisporrotearan. Su mirada atenta perseguía las chispas diminutas mientras se elevaban hacia el alto techo.

Mort, que descansaba en la esquina, ladró suavemente mientras se levantaba y se acercaba meneando la cola. Al notar la presencia del perro, Dwynn le echó una mirada a Morwenna y se puso de pie con cierta dificultad. Con nerviosismo se sacudió el serrín y las astillas de las rodilleras de los bombachos, y se volvió de nuevo hacia las llamas.

– Milady -dijo con la cabeza un poco cabizbaja, como si le hubieran sorprendido robando de la despensa del cocinero-. No estaba haciendo nada malo… Quiero decir… El fuego… necesitaba…

– Está bien, Dwynn -le aseguró ella.

Dwynn esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

– ¿Os gusta?

– Sí, gracias -respondió ella, aunque su mente estaba en otra parte.

Dwynn, satisfecho, agarró una cesta vacía y se dirigió fuera. Morwenna le prestó poca atención, puesto que Bryanna no paraba de requerir información.

Aunque Bryanna bajó el volumen de la voz, seguía ruborizada por el entusiasmo y los ojos le brillaban de regocijo.

– Dime -insistió ella-. Carrick, quiero decir el paciente ¿está ileso? -Como si al instante comprendiera que sus palabras rayaban en la estupidez, se apresuró a añadir-: Quiero decir si ya no sufrió más daño.

– No, que nosotros sepamos. Nygyll está con él.

– Avisaré al alguacil, milady -dijo Alexander-, y volveré para informaros.

– Bien.

Alexander, tras inclinar la cabeza, se alejó a grandes zancadas hacia el exterior a través de la puerta principal, deteniéndose sólo un momento para decirle algo al guardia. El hombre escuchó, asintió de manera tajante y enderezó la espalda mientras Alexander desaparecía. La puerta se cerró de golpe tras él.

– ¿Qué significa todo esto? -preguntó Bryanna, tirando de la manga de Morwenna-. Primero encuentran a un hombre medio muerto, al que han propinado una paliza y que, tal vez, fuera víctima de una emboscada. Y luego, mientras está inconsciente, ¡le roban el anillo en este mismo castillo! ¡Bajo vigilancia!

– No lo sé -admitió Morwenna.

– ¿Crees que la persona o el grupo que le atacaron viven aquí? -gesticuló señalando el castillo.

– No sé ni siquiera si el anillo era realmente suyo. Tal vez lo había robado.

– ¿Por qué la persona que lo agredió y lo dio por muerto no cogió el anillo en ese momento? ¿Durante el ataque?

– Quizás algo le asustara.

Morwenna miró más allá de su hermana y vio que Dwynn se había vuelto a acercar al fuego, se ponía en cuclillas cerca de los morillos donde reposaban los troncos posteriores y atizaba los rescoldos. Morwenna sospechó que se esforzaba en escuchar cada palabra de la conversación. Por el rabillo del ojo, Morwenna observó cómo pinchaba un trozo de leña rebelde con el atizador de hierro y su cara, donde se reflejaba la luz dorada de las llamas, parecía tan infantil e inocente que Morwenna dudó de sus suposiciones. ¿Por qué lo consideraba una persona calculadora?

Como si Dwynn presintiera que Morwenna tenía los ojos clavados en él, la miró. Por un instante, Morwenna pensó que había vislumbrado algo turbio en sus ojos, antes de que se girara de nuevo; su comportamiento infantil se restauró mientras miraba fijamente una vez más las ávidas llamas.

– Tal vez algún otro robó el anillo -dijo Bryanna, bajando el volumen de su voz hasta convertirla en un susurro.

– ¿Algún otro? -repitió Morwenna, conduciendo a su hermana fuera del gran salón, lejos de oídos ocultos y ojos curiosos.

– ¡El ladrón! -dijo Bryanna al borde de la exasperación-. Puede estar entre nosotros ahora mismo. El traidor podría ser cualquiera de los criados o los comerciantes o incluso los guardias. -Como para añadir convicción a sus palabras, arqueó una ceja.

En ese momento, una criada con un cesto de la lavandería lleno hasta rebosar se dirigió a la escalera.

– Estás haciendo una montaña de un grano de arena -dijo Morwenna para no añadir más leña al fuego mientras acompañaba a su hermana hacia la escalera que conducía al patio.

Con todo, los ojos de Bryanna brillaban de entusiasmo ante el misterio del robo. Ese era el problema de la muchacha, pocas veces se imaginaba qué horrible podía ser una situación como ésta.

– Es probable que no estés haciendo todo lo que está en tu mano para arreglarlo.

«Oh, qué equivocada estás», pensó Morwenna, pero se limitó a decir:

– El tiempo tiene la última palabra. Sir Alexander encontrará al ladrón.

Morwenna esperó que sus palabras sonaran con mayor convicción de la que en realidad tenía. ¿De veras conocía a los habitantes de la torre?

Bryanna estaba en lo cierto. La mayor parte de los criados y de los campesinos que residían allí sabían mucho más sobre Calon que ella. Había oído rumores que circulaban acerca de que el castillo estaba encantado, que se podía oír rondar a los fantasmas y deslizarse a través de las paredes, pero no había hecho caso de las habladurías, ni siquiera cuando había sentido que la miraban a solas. Era su mente la que le jugaba malas pasadas. Nada más. O, al menos, trataba de convencerse de que así era.

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