II Lanza

Uno nunca sabe del todo si se gana la confianza de nadie, y menos aún cuándo la pierde. Quiero decir la de alguien que jamás hablaría de eso, ni haría protestas de amistad ni reproches, ni emplearía nunca esas palabras -desconfianza, amistad, enemistad, confianza-, o sólo como elemento burlón de sus naturales representaciones y diálogos, como resonancia y cita de parlamentos y escenas de los tiempos pasados que nos parecen ingenuos siempre, también el hoy lo será mañana para quienes quiera que vengan, y sólo quienes bien lo saben se ahorran las aceleraciones del pulso y la suspensión del aire, y así no someten sus venas a los sobresaltos. Pero es difícil aceptar o ver eso, de modo que los corazones perpetúan sus vuelcos y las bocas sus pastosidades y vahos y sus temblores las piernas, cómo pude o he podido -se dicen los hombres para sus adentros- ser tan tonto, ser tan listo, tan resabiado, tan crédulo, tan pánfilo, tan escéptico, no es por fuerza más ingenuo el confiado que el receloso, no lo es menos el cínico que el rendido sin condiciones que se ha puesto en nuestras manos y nos ofrece ya el cuello para el último o primer tajo, o el pecho para que lo atravesemos con nuestra más puntiaguda lanza. Hasta los más descreídos y astutos y los más taimados resultan un poco ingenuos una vez expulsados del tiempo, una vez que han pasado y su historia se conoce (corre de boca en boca, y así se va configurando). Tal vez sea eso, el final y saberlo, saber qué ha ocurrido y en qué pararon las cosas, quién se llevó las sorpresas y quién condujo el engaño, quién salió favorecido o maltrecho o bien hizo tablas, y quién no apostó ni por tanto corrió ningún riesgo, quién -aun así- salió perdiendo porque lo arrastró la corriente del ancho río más fuerte, poblado por tantos tahúres siempre, tantos que acaban involucrando siempre a todos los pasajeros, aun a los más pasivos, a los indiferentes, a los desdeñosos y reprobatorios, a los adversos y a los más reacios; y también a los ribereños. No parece posible mantenerse aparte, en la margen, encerrarse en casa y no saber nada ni querer nada -no querer ni querer siquiera, eso de poco sirve-, no abrir el buzón ni contestar nunca el teléfono, ni descorrer el cerrojo por mucho que llamen y parezca que van a echarnos la puerta abajo, no parece posible simular que no hay nadie o que el que había se ha muerto y no te oye, resultar invisible a voluntad y cuando elige uno, no lo es callar y contener eternamente la respiración mientras está uno vivo, tampoco es del todo posible cuando creyó no habitar ya más la tierra y desprenderse aun del propio nombre. No es tan fácil que eso ocurra, no es tan fácil borrarlo y borrarse y que no quede ninguna huella, ni siquiera la curva última o último fin del cerco, no es sencillo ser sólo como la mancha de sangre que se lava y se frota y se suprime y entonces…, entonces puede empezar a dudarse de que jamás haya existido. Y en cada vestigio se rastrea la sombra de una historia siempre, tal vez no completa o incompleta sin duda, llena de lagunas, fantasmal, jeroglífica, cadavérica o fragmentaria como trozos de lápidas o como ruinas de tímpanos con inscripciones quebradas, y hasta puede ignorarse la forma de su final cabalmente, como en el caso de Nin y en el de mi tío Alfonso y en el de su amiga joven con una bala en la nuca y sin nunca nombre, y en el de tantos otros de los que yo no sé y no cuenta nadie. Pero una cosa es la forma y otra es el final mismo, que se conoce siempre: como una cosa es el tiempo y otra su contenido, nunca repetitivo, variable infinitamente, mientras que el tiempo es homogéneo, y no se altera. Y es ese final sabido lo que nos permite tildar a todos de ingenuos y de baldíos, a los listos y a los tontos, a los entregados y a los huidizos y esquivos, a los incautos, a los precavidos y a los que urdieron conspiraciones y tendieron trampas, a las víctimas y a los verdugos y a los fugitivos, a los inocuos y a los que fueron dañinos, desde la falsa superioridad -el tiempo la rematará, será el tiempo, el tiempo lo que le pondrá remedio- de los que no han llegado a su fin y todavía caminan a tientas tuertos o marchan ligeros con escudo y lanza, o ya cansinos y lentos con el escudo abollado y la lanza roma y sin filo, sin darnos apenas cuenta de que pronto estaremos con ellos, con los expulsados o que ya han pasado y entonces…, entonces hasta nuestros juicios tan conmiserativos y agudos serán a su vez tildados de baldíos y de ingenuos, para qué hizo esto, dirán de ti, para qué tanta zozobra y la aceleración de su pulso, para qué aquel movimiento, y aquel vuelco; y de mí dirán: por qué habló o calló y guardó tantas ausencias, para qué aquel vértigo, tantas las dudas y tal tormento, para qué dio aquellos y tantos pasos. Y de los dos dirán: por qué se enfrentaron y para qué tanto esfuerzo, para qué guerrearon en lugar de mirar y de quedarse quietos, por qué no supieron verse o seguirse viendo, y a qué tanto sueño y aquel rasguño, mi dolor, mi palabra, tu fiebre, y tantas las dudas, y tal tormento.


Y así es y será sin embargo siempre, eso vino a decirme Tupra en alguna ocasión y me dijo claramente Wheeler a la mañana siguiente y durante nuestro almuerzo. Y si Tupra no lo dijo con igual claridad fue sin duda porque él jamás hablaría de eso ni emplearía palabras como desconfianza, amistad, enemistad, confianza, o no en serio, no relacionadas consigo mismo, como si ninguna pudiera incumbirle o tocarlo ni cupiera en sus experiencias. 'Es el estilo del mundo', decía a veces, como si fuera en verdad cuanto podía decirse al respecto y todo lo demás fuera adorno y quizá innecesario tormento. No esperaba nada, yo creo, no lealtad pero tampoco traiciones, y si se encontraba con lo uno o lo otro no parecía sorprenderse, ni tomar más medidas que las recomendables de tipo práctico. Y no esperaba aprecio ni afecto pero tampoco malquerencias ni inquinas, pese a bien saber que de éstas y aquéllos está infestada la tierra, y que a menudo los individuos no pueden evitar unos ni otras y además no quieren hacerlo, porque son mecha y pábulo de su combustión, también su razón y su lumbre. Y que no precisan de motivo ni meta para nada de ello, de finalidad ni causa, de agradecimiento ni agravio o no siempre, o según Wheeler, que fue más explícito, 'llevan sus probabilidades en el interior de sus venas, y sólo es cuestión de tiempo, de tentaciones y circunstancias que por fin las conduzcan a su cumplimiento'.

Nunca supe, así pues, si me gané nunca la confianza de Tupra, ni si la perdí ni cuándo, no hubo posiblemente un momento ni otro para esas dos fases o movimientos del ánimo, o no podría habérseles dado un nombre, esos nombres, el de ganancia, el de pérdida. El no hablaba de eso, en realidad no hablaba a las claras de casi nada, y de no haber sido por las explicaciones preliminares de Wheeler aquel domingo oxoniense, es posible que nunca hubiera sabido nada preciso ni impreciso de mis funciones, y que no hubiera ni adivinado su sentido u objeto. Desde luego no llegué nunca a saberlo ni a entenderlo todo: qué se hacía con mis dictámenes o impresiones o informes, a quién iban destinados en última instancia o exactamente para qué servían, qué consecuencias traían ni si traían alguna o pertenecían por el contrario a esa clase de tareas y actividades que se realizan en algunos organismos e instituciones porque se han venido haciendo desde hace mucho, pero sin que nadie recuerde por qué se iniciaron ni se plantee por qué seguirlas. A veces pensé que se archivaban tan sólo, por si acaso. Qué fórmula rara, pero que lo justifica, todo: por si acaso. Hasta lo más absurdo. Creo que ahora ya no sucede, pero antiguamente, cuando se visitaban los Estados Unidos, una pregunta que se formulaba a su entrada a todo viajero era si tenía intención de atentar contra la vida del Presidente de ese país. Como es de imaginar, nunca nadie la contestó afirmativamente -era una declaración bajo juramento- a no ser por gastar una broma que solía salir cara en tan adusta frontera, y el que menos el hipotético magnicida o chacal que desembarcara precisamente sin otro propósito o misión que esa. El motivo de la disparatada pregunta era al parecer que, si a algún extranjero se le ocurría atentar contra Eisenhower o Kennedy o Lyndon Johnson o Nixon, al cargo principal se le añadía el de perjurio; es decir, que la pregunta se hacía con mala intención y por si acaso. Nunca comprendí, sin embargo, la relevancia o ventaja de esa agravante suplementaria contra alguien acusado de cargarse o intentar cargarse a la persona de esa nación de mayor rango, lo cual se diría delito en sí mismo de gravedad difícilmente superable. Pero así funcionan las cosas que son por si acaso, supongo. Se prevén los hechos más inverosímiles e improbables y se obra contando con ellos aunque casi nunca se den, casi siempre inútilmente. Se llevan a cabo infructuosas o superfluas tareas que seguramente jamás sirvan ni se aprovechen, se trabaja sobre eventualidades y figuraciones e hipótesis, sobre la nada y lo inexistente y sobre lo que no sucede ni tampoco ha sucedido antes. Y eso es contar con el acaso.

Al principio fui llamado, tres veces en el corto plazo de unos diez días, para ejercer de intérprete, aunque sin duda disponían de otros para alquilarlos por horas y de alguno medio en plantilla, como la joven Pérez Nuix, a la que conocí algo más tarde. En dos de las ocasiones no tuve que intervenir apenas, pues los dos individuos chilenos y los tres mexicanos con los que Tupra y su subordinado Mulryan compartieron sendos almuerzos rápidos -hombres los cinco de aburridos negocios, vagamente diplomáticos, vagamente legislativos y parlamentarios- hablaban un bastante aceptable inglés utilitario, y mi presencia en el restaurante sólo se hizo necesaria para despejar algún titubeo de tipo léxico y para que los términos finales de los preacuerdos a que por lo visto llegaron estuvieran bien claros para ambas partes y no hubiera lugar a posteriores malentendidos, voluntarios o involuntarios. En realidad sólo fui requerido para hacer el resumen. No me enteré mucho de lo que trataban, como me sucede en cualquier idioma cuando no me logro interesar por lo que mis oídos oyen. Quiero decir que entendía desde luego las palabras y también las frases, y podía convertirlas y reproducirlas y transmitirlas sin ningún problema, pero no comprendí los asuntos ni sus respectivos fondos, me traían sin cuidado.

La tercera ocasión fue más extraña y entretenida y también me gané más la paga, porque fui convocado al despacho de Tupra y allí hube de traducir lo que a todas luces me pareció un interrogatorio. No el de un detenido ni el de un prisionero ni tan siquiera el de un sospechoso, pero sí tal vez -como si dijéramos- el de un infiltrado o un tránsfuga o un confidente del cual Tupra y Mulryan aún no se fiaran enteramente, los dos hacían las preguntas (pero más Mulryan, Tupra se f reservaba) que yo le repetía en español a aquel venezolano alto y sólido de mediana edad, vestido de paisano y algo incómodo en esas ropas, o digamos desasosegado, forzado, como si fueran prestadas y pasajeras o adquiridas recientemente, como si se sintiera inestable y tal vez un farsante sin el más que probable uniforme al que debía de estar acostumbrado. Con su bigote rígido y su cara ancha y tostada, sus cejas veloces separadas tan sólo por dos mínimas pinceladas cobrizas que le flanqueaban un entrecejo breve como una mosca trasladada de la barbilla a la frente, con su tórax muy convexo perfecto para sostener y realzar medallas y en cambio demasiado henchido para soportar tan sólo camisa blanca, corbata oscura y chaqueta clara cruzada (rara de ver en Londres, parecía a punto de estallarle, los tres botones abrochados como reminiscencia de la guerrera), no me costaba imaginarlo con una gorra de plato de militar sudamericano, o es más, su pelo de gruesas púas negras y blancas que le nacía demasiado bajo pedía a gritos una visera de buen charol que concentrara toda la atención en ella y le ocultara o disimulara su tan invasor arranque.

Las preguntas de Mulryan, más alguna ocasional de Tupra, eran educadas pero muy rápidas y muy al grano (al grano parecían ir ambos siempre, también en sus conversaciones con los juristas o senadores o diplomáticos chilenos y mexicanos, no estaban dispuestos a emplear más tiempo del justo, se los notaba duchos en las negociaciones, entrenados, sin que les importara resultar algo abruptos), y vi que de mí esperaban lo mismo en mis traducciones, que reprodujera con exactitud no sólo las palabras sino también la premura y el tono más bien tajante, y si vacilé un par de veces porque a mi lengua no le sienta bien siempre la absoluta falta de preámbulos y circunloquios, Mulryan me hizo en ambas ocasiones un gesto suave pero inequívoco, con dos dedos juntos, indicándome que me apresurara y no pensara en formulaciones de mi cosecha. Aquel milico venezolano no sabía nada de inglés, pero prestaba tanto oído a las voces de los británicos mientras preguntaban como a la mía cuando le proporcionaba la comprensión de sus interrogaciones, aunque inevitablemente me miraba a mí, se dirigía a mí, que era sólo el recadero, a la hora de dar sus respuestas, demasiado consciente de que yo era el único que de entrada se las entendía. No es que con él me enterara mucho más del conjunto de lo tratado o comprendiera con total precisión cuál era el fondo de los asuntos, pero mi curiosidad se despertó más, sin duda, que durante los dos almuerzos, en verdad soporíferos y de contenidos más abstrusos para un profano. Recuerdo haberle trasladado preguntas, a aquel militar disfrazado y desazonado, sobre las fuerzas con que contaban él y los suyos, quienes quisiera que fuesen, las seguras y las probables, y que él contestó que, seguro no había nunca nada en Venezuela, que lo considerado seguro era sólo probable siempre, y lo llamado probable era una incógnita siempre. Y recuerdo que esta respuesta impacientó a Mulryan, que tendía a concretar y precisar al máximo, y que propició una de las intervenciones de Tupra, quizá más hecho a las vaguedades y evasivas por sus posibles andanzas de años en el extranjero, y sus trabajos y misiones de campo, y sus pactos con insurrectos varios, eso pensé, yo le había construido ese pasado desde el primer momento, en casa de Wheeler. 'Dígame entonces las fuerzas probables', así de sencillamente había sorteado las reservas del interrogado y el malhumor de Mulryan. También se le preguntó, a aquél, acerca del apoyo logístico garantizado 'from abroad', que yo traduje como 'desde el extranjero', pero añadí 'exterior, de fuera', para que no hubiera dudas. Él entendió a buen seguro lo mismo que yo, a saber, que aquello era un eufemismo para referirse a un solo apoyo concreto, el estadounidense. Contestó que eso dependía en gran medida del resultado y popularidad de la primera fase de operaciones, que la gente de fuera' aguardaba siempre hasta el último instante antes de comprometerse a las claras y participar 'con armas y bagajes' en cualquier empresa, utilizó esa expresión, quizá aquí tanto en sentido literal como figurado. Pero ante la visible y creciente irritación de Mulryan agregó que 'el Ambásador' -así me lo llamó, con dicción hispana pero en inglés supuesto, despejando cualquier asomo de duda respecto a quién aludía- les había prometido el reconocimiento oficial inmediato si no había oposición apenas o ésta quedaba 'emburbujada' desde el principio, jamás había oído ese ridículo participio en mi lengua pero capté sin problemas su significado. Poco marcial me parecía el término, más propio de un político camelista entontecido o de un alto ejecutivo asimismo entontecido, versiones modernas de los vendedores de crecepelos.

– ¿Y usted cree eso posible, que no haya resistencia o que se reduzca a focos aislados? -le preguntó Mulryan (había traducido de este modo el absurdo, aquí la fidelidad no sólo se hacía difícil, sino que me habría avergonzado). Y añadió-: No parece muy factible, con ese jefe tan pendenciero y obstinado y tan idolatrado en su día, aún le quedan muchísimos incondicionales, ¿no es cierto? Y si la resistencia es fuerte, la gente de fuera no moverá un dedo ni reconocerá a nadie hasta ver que la situación se haya decantado hacia uno u otro lado, y eso podría ir para largo. Esperarían acontecimientos, es eso lo que también han venido a decirles. ¿O no?

– Bueno, puede que sí, que así debiéramos entenderlo. Pero si al patrón lo respetamos, quiero decir su persona física, no creo que muchas unidades se jueguen la supervivencia por defenderle tan sólo la silla, ni tampoco muchos venezolanos. Obraría a nuestro favor el hartazón amplísimo, y la clase política tradicional nos respaldaría en pleno, eso es seguro, en cuanto anunciáramos elecciones prontas.

– Quiere usted decir probable -intervino Tupra.

– Quiero decir muy probable, efectivamente -se corrigió el militar, turbado y sin esbozar ni media sonrisa, se lo notaba muy pendiente de sí mismo, tenso y frágil como si se sintiera en falta, o con lealtades encontradas.

No se me escapó durante el interrogatorio que ni Mulryan ni Tupra utilizaron nunca ningún vocativo, no llamaron de ninguna forma a aquel paisano mal fingido, ni una vez le dijeron 'Señor Tal', ni por supuesto 'General', o 'Coronel', o 'Comandante', o lo que quisiera que fuese de graduación el individuo. Imaginé que preferían que yo ignorase al menos con quién hablaban, ya que me estaba enterando de todo lo hablado.

– Vamos a ver si le entiendo una cosa que es importante, o aún es más, es decisiva -siguió entonces Tupra-. Ustedes no irían en ningún caso contra el patrón, contra su persona, ¿es así? Sólo irían por su asiento, según ha dicho. Contra él, contra su integridad física, bajo ninguna circunstancia. ¿He entendido bien?

Aquel señor venezolano se aflojó la corbata, de manera instintiva, casi no llegó a hacerlo, fue más el gesto de desahogarse; se removió en su butaca; estiró un poco las piernas como si de pronto se diera cuenta de que la raya del pantalón se le estaba torciendo, de hecho se enderezó las dos perneras con tacto y con los pies en alto, uno y otro seguidamente, y entonces me fijé en que calzaba unas botas cortas de un verde oscurísimo, como de piel de cocodrilo, no sé si de imitación, yo no distingo. Pensé que rumiaba y ganaba tiempo, que no estaba seguro de lo que le convenía responder ahora. Pensé que Tupra era más hábil que Mulryan y por eso no se prodigaba, para no darse a conocer ni gastarse y estar fresco siempre, supervisando a cierta distancia.

– Sería tentar demasiado al diablo, no sé si me entiende. Sería peligroso, podría resultar contraproducente, prender una llama que nunca debería encenderse, ni al tamaño de un solo fósforo. El no debería sufrir ningún daño, eso lo tenemos todos muy claro, guante blanco, no se preocupe, a él no puede tocárselo. De otro modo, los apoyos con que contamos se tambalearían. No todos, desde luego. Pero parcialmente.

Recuerdo que Tupra sonrió con afectada lástima e hizo una pausa, y que Mulryan no se atrevió a reanudar las preguntas mientras no tuvo claro que su superior se había retirado del interrogatorio de nuevo, momentáneamente. E hizo bien, porque Tupra no se había hecho todavía a un lado.

– Pues entonces los veo muy poco determinados -dijo-. Y en estas aventuras la falta de determinación equivale al fracaso seguro, ni siquiera probable. Tanto como la falta de odio, usted debería saberlo, señor, por estudios o por experiencia. Según la mía, al menos, uno tiene que estar dispuesto a ir más lejos de lo necesario, aunque luego no vaya, o decida frenarse llegado el momento, o no haga falta que vaya. Pero la predisposición ha de ser esa, no la contraria. No puede uno ponerse el límite de antemano, y por debajo de lo que fácilmente podría resultar necesario, ¿tengo razón? Si así están la resolución y los ánimos, mi opinión es que no se intente. Y desaconsejaré, de momento, cualquier financiación y respaldo.

Aquel militar algo desnaturalizado negó vehementemente con la cabeza mientras iba escuchando mi versión española de las palabras de Tupra, tal vez como quien no da crédito y se desespera ante un malentendido muy caro, pero tal vez -también- como quien se da cuenta tarde de que equivocó la respuesta y de que con ello ha propiciado un desastre para el que quizá no haya remedio, porque toda retractación o rectificación o matización sonará siempre insincera e interesada -arriadas velas-, tras según qué pifias. Aquel falso paisano o soldado falso bien podía estar pensando: 'Maldita sea, lo que querían oír estos tipos es que no pestañearíamos si tuviéramos que liquidarlo, y no, como yo creía, que íbamos a respetarle el pellejo al pendejo, por mal que se nos pusiera'. Sí, podía estar pensando eso, u otra cosa que no me dio imaginación" ni tiempo a elaborar mentalmente, porque en cuanto cesó mi español él se apresuró a hacer protestas: -Pero no, ustedes no me entendieron, señores -dijo con agitación y mayor expresividad que hasta entonces. Quizá no hablaba así, pero es así como lo recuerdo, los léxicos y los acentos de América se confunden mucho en la memoria, y en los relatos-. Claro que estaríamos listos para suprimirlo, si no quedara más remedio. Determinación no nos falta, y en cuanto al odio, miren, el odio se convoca en un santiamén, en cualquier instante, basta una chispita, cuatro frases bien juntadas y ya se extiende, y es mejor no llevarlo desde el principio en llamas, que no se gaste, mejor la cabeza fría antes del cuerpo a cuerpo, ¿verdad usted? Sólo dije que no creemos que hacerle daño al patrón pudiera nunca precisarse, sería muy improbable, y preferible para todos, eso seguro, que no nos hiciera falta. Pero créanme, si se nos pusiera mal mal todo, y para ponérnoslo bueno hubiera que liquidarlo, tampoco el pulso iba a temblamos. Miren, se le descerraja un tiro y listos, es rápido y no es difícil, tenemos unos cuantos acostumbrados a eso. Y que luego vengan los suyos a lamentarse, el libertador ya está extinto. Se pongan como se pongan, ya no hay qué hacer, ya no hay tirano, se fue al carajo.

'Es rápido y no es difícil', pensé. 'Ya lo creo, lo sé bien, siempre hubo unos cuantos acostumbrados a eso. En la sien, en el oído, en la nuca, un chorro de sangre, pero luego se limpia.' Traduje con tanta expresividad como me fue posible, Tupra y Mulryan no me miraban a mí mientras lo hacía, sino a él, al venezolano, eso siempre me llamó la atención en ellos, porque el instinto de todo el mundo lo lleva a dirigir la vista hacia el que emite el sonido, el que habla, aunque esté sólo traduciendo, aunque sea sólo quien reproduce y repite y no quien dice, y ellos se fijaban en cambio, invariablemente, en el responsable original o último de las palabras, aunque permaneciera callado por fuerza durante la transmisión de éstas. Más de una vez observé que eso ponía nerviosos a los interrogados, los cuales sí me miraban a mí pese a entenderme sólo por deducción entonces (para ellos la deducción muy fácil).

El paisano o militar postizo no fue excepción en el nerviosismo (para mí fue de hecho el primero), pero quizá lo alteró, más que los cuatro ojos en él posados mientras yo lo emulaba, la inmediata contestación de Tupra, que dijo:

– Pero ustedes ya se dan cuenta de que si le meten a él un tiro también tendrán que metérselos a bastantes compatriotas, con odio y sin él, en caliente y en frío, en combates y quién sabe si en ejecuciones, también rápidas pero más difíciles. Y eso no iba a caerle bien a nadie, y menos que a nadie a la gente de fuera, verdad, incluidos nosotros. Con semejante riesgo de carnicería, y sin la certeza de que al final sirviera, mi opinión es que no debe intentarse. Y me temo que habré de desaconsejar por ahora cualquier financiación y respaldo.

El venezolano frunció mucho las cejas veloces, aspiró hondo y lento y se le infló aún más el pecho como el de un batracio, hizo amago de desanudarse la corbata (no ya aflojársela), ocultó sus botas verdes bajo la butaca como quien las aparta y salva del mordisco de un bicho, o, más simbólicamente, como quien emprende una retirada instintiva vencido por el desconcierto. Pensé que podía estar pensando: 'A qué me están jugando estos hijos de la Gran Bretaña. Ni lo uno ni lo otro, pues qué querrán que les conteste, hijastros de la Grandísima'.

– Pero ustedes qué quieren -dijo al cabo de unos segundos, como quien se cansa de adivinar y ya abandona, ni siquiera llegó a ser interrogativo el tono.

Fue todavía Tupra quien le respondió:

– Que nos diga la verdad, nada más. Sin interpretarnos. Sin intentar complacernos.

La reacción del militar fue instantánea, la traduje con precisión, aunque no era del todo fácil:

– La verdad, la verdad. La verdad es lo que sucede, la verdad es cuando pasa, cómo quieren que se la diga ahora. Antes de suceder no se conoce.

Tupra pareció algo sorprendido y algo divertido por aquella respuesta entre filosófica y ramplona, o meramente confusa. Pero no varió su exigencia. Eso sí, sonrió, y no se privó de su apostilla:

– Y ni siquiera después, tantas veces. Y a veces ni siquiera pasa. No sucede, la verdad. Aun así es lo que queremos, ya ve: se le pide un imposible, según usted. Y si ahora mismo no está en condiciones de satisfacerlo, si quiere consultar con sus camaradas y ver si el tal imposible se le va haciendo algo posible -se detuvo-, no faltaría más. Entiendo que aún permanecerá unos días en Londres. Antes de su marcha lo llamaremos, por si lo ha conseguido: la hazaña, la imposibilidad. Tenemos su número. Si eres tan amable, Mulryan, puedes acompañar al señor. -A continuación se dirigió a mí, sin cambiar de tono y sin apenas pausa-: Mr Deza, le importaría quedarse un momento, por favor.

El falso o verdadero militar se levantó, se alisó la corbata, la chaqueta, los pantalones, hizo un gesto innecesario de remeterse la camisa en éstos, cogió del suelo una cartera que había depositado junto a su butaca y que no había llegado a subir ni a abrir. Estrechó la mano de Tupra y la mía de manera distraída, cavilatoria, ausente (una mano mullida, algo floja, quizá sólo por la cavilación). Dijo:

– Me parece que yo no tengo su número, el de ustedes.

– No, creo que no -fue la contestación de Tupra-. Adiós.

– ¿Señor? -murmuró Mulryan antes de desaparecer, mientras desde fuera cerraba con ambas manos las dos hojas de la puerta de aquel despacho nada burocrático, recordaba más bien a los de los dons de Oxford que yo había conocido, al del propio Wheeler, al de Cromer-Blake, al de Clare Bayes, lleno de estanterías rebosantes de libros, con un globo terráqueo que en verdad parecía antiguo, dominaban por todas partes la madera y el papel, no vi materiales innobles ni tampoco metal, no vi ficheros, ni ordenador. Mulryan lo murmuró como si preguntara, a la manera de un mayordomo, '¿Nada más, señor?', pero hizo más bien el efecto de que se cuadraba (taconazo no hubo, eso no). Saltaba a la vista que le tenía devoción, a su superior.

Y fue entonces, cuando ya estuvimos a solas, Tupra tras su amplia mesa y yo sentado enfrente de él, cuando por primera vez requirió de mí algo parecido a lo que después fue mi principal tarea durante el tiempo que permanecí a su servicio, y también algo relacionado con lo que me había medio explicado Wheeler aquel domingo de Oxford, por la mañana y durante el almuerzo. Tupra se frotó con una sola mano sus mejillas de color cebada, siempre tan afeitadas y oliendo siempre a bálsamo after-shave como si éste se le quedara impregnado o él renovara continuamente a escondidas su aplicación, sonrió de nuevo, sacó un cigarrillo que se colgó de los amenazantes labios (parecían siempre en trance de ir a absorber), por el momento no lo encendió, yo tampoco me atreví con el mío.

– Dígame qué le ha parecido. -E hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta de doble hoja-. Qué ha sacado usted en limpio. -Y como yo vacilara (no estaba seguro de a qué se refería, no me había preguntado nada tras los chilenos y los mexicanos), añadió-: Diga lo que sea, lo que se le ocurra, hable. -Por lo general soportaba muy bien el silencio, excepto cuando era del todo ajeno a su voluntad y su decisión; entonces su vehemencia o su tensión permanentes parecían exigirle llenar todo el tiempo de contenidos palpables, reconocibles o computables. Era distinto si el silencio venía de él.

– Bueno -contesté-, yo no sé lo que quiere exactamente de ustedes ese señor venezolano. Respaldo y financiación, entiendo. Supongo que se está preparando, o barajando la posibilidad de un golpe de Estado contra el Presidente Hugo Chávez, eso he sacado más o menos en limpio. Ese señor iba de paisano, pero por su aspecto y por lo que decía podría ser un militar. O bueno, imagino que se ha presentado ante ustedes como militar.

– Qué más. Eso lo habría deducido también cualquier otro, Mr Deza, en su lugar, en su función.

– ¿Qué más de qué, Mr Tupra?

– ¿Qué lo induce a pensar que era militar? ¿Ha visto alguna vez a un militar venezolano?

– No. En fin, en televisión, como cualquiera. El propio Chávez es militar, se hace llamar Comandante, ¿no?, o Subteniente, no sé, Paracaidista en Jefe, tal vez. Pero no estoy seguro de que ese caballero lo fuera, claro está, militar. Digo que ante ustedes probablemente se habrá presentado como tal. Me lo imagino.

– Luego iremos con eso. ¿Qué efecto le produce la trama, la amenaza de un golpe contra un gobernante elegido en votación popular, y además por aclamación?

– Muy malo, el peor. Recuerde que mi país padeció cuarenta años por un golpe así. Tres de guerra romántica tal vez (vista con ojos ingleses), pero luego treinta y siete de abatimiento y opresión. Pero dejando la teoría de lado, es decir, los principios, en este caso concreto me traería más bien sin cuidado. Chávez intentó dar un golpe en su día, si no recuerdo mal. Conspiró y se sublevó con sus unidades contra un Gobierno elegido, y de civiles. Aunque fuera corrupto y ladrón, cuál no lo es hoy, manejan todos demasiado dinero y son como empresas, y los empresarios quieren sus beneficios. Así que no podría quejarse si lo desalojaran. Otra cosa son los venezolanos. Ellos sí. Pero parece que ya se quejan bastantes, de quien eligieron por aclamación. Ser elegido no vacuna contra ser también un dictador.

– Lo veo enterado.

– Leo los periódicos, veo la televisión. No más que eso.

– Dígame más. Dígame si el venezolano decía la verdad.

– ¿Respecto a qué?

– En general. Por ejemplo, respecto a si tocarían al Comandante o no, en caso de necesidad.

– Dijo dos cosas distintas respecto a eso.

Tupra pareció impacientarse un poco, pero muy poco. Me daba la impresión de estar a gusto, de que le agradaba el diálogo y mi rapidez, una vez vencida mi vacilación inicial y una vez estimulado por su preguntar, Tupra era un gran preguntados jamás olvidaba nada de lo ya contestado y así era capaz de volver sobre ello cuando menos lo esperaba el interrogado y cuando éste sí se había olvidado, olvidamos lo que decimos mucho más que lo que escuchamos, lo que escribimos mucho más que lo que leemos, lo que enviamos mucho más que lo que nos alcanza, por eso no contamos apenas con las ofensas que infligimos y sí en cambio con las que sufrimos, y por eso casi todo el mundo le tiene alguna guardada a alguien.

– Eso ya lo sé, Mr Deza. Le pregunto si alguna de las dos era verdad. En su opinión. Por favor.

Aquel 'por favor' me sonó inquietante. Más adelante comprobé que solía recurrir a esas fórmulas, 'tiene la bondad', 'se lo ruego', antes de irritarse del todo. En esta ocasión lo intuí tan sólo, de modo que me apresuré a responder, sin pensármelo mucho entonces ni haberlo pensado nada con anterioridad.

– En mi opinión, una no lo era en absoluto. La otra sí, pero en un contexto que tampoco era verdad.

– Explíqueme eso, haga el favor. -Seguía sin encender su cigarrillo colgante, estaría todo mojado pese a ser con filtro, conocía la extravagante marca, Rameses II, cigarrillos egipcios de tabaco turco, un poco picantes, el faraónico paquete rojo parecía sobre la mesa un dibujo de Tintín, hoy en día salían muy caros, los compraría en Davidoff o en Marcovitch o en Smith & Sons (si aún existían las últimas dos), no me sonaba habérselos visto en casa de Wheeler, quizá los fumaba tan sólo en privado. Tampoco yo le daba fósforo al mío más vulgar, que sin embargo estaba seco, no son húmedos mis labios.

No hice otra cosa que improvisar, es lo cierto. No tenía nada que perder. Ni que ganar, había sido llamado como traductor y ya había cumplido con mi función. Seguir allí era una deferencia por mi parte, aunque Tupra no me hiciera sentirlo así, si acaso al contrario, era uno de esos raros individuos que piden un préstamo y consiguen que sea quien se lo concede el que se sienta deudor.

– No me pareció verdad en absoluto que estuvieran dispuestos a pasar por las armas a su Paracaidista Máximo, ni aunque dependiera de ello el éxito o fracaso de la operación. Sí tomé por cierto, en consecuencia, que no fueran a hacerle el menor daño físico en ningún caso, así se les torcieran las cosas por no quitarlo de en medio.

– ¿Y cuál sería el contexto no verdadero de esa verdad?

– Bueno, ya le digo que no sé cómo se ha presentado ante ustedes ese señor, ni qué es lo que quiere sacarles…

– A mí nada, a nosotros nada, no tenemos nada que dar -me interrumpió Tupra-. A nosotros nos lo envían sólo para que dictaminemos, es decir, opinemos, sobre su grado de convencimiento y su veracidad. Por eso me interesa conocer su juicio, ustedes hablan la misma lengua, ¿o no es la misma ya? En algunas películas americanas yo no me entero ni de la mitad de los diálogos, pronto tendrán que subtitularlas para su exhibición aquí, no sé si pasa lo mismo con el español de allí. En fin, hay matices de vocabulario, expresiones que yo no puedo distinguir ni apreciar en traducción. Otro tipo de matices en cambio sí, precisamente gracias a no entender lo que alguien dice mientras lo está diciendo, eso puede ser muy útil. La letra, vea, distrae a veces, y oír sólo la melodía, la música, con frecuencia es fundamental. Ahora dígame lo que piensa.

Para entonces ya estaba armado de atrevimiento y despreocupación, así que me animé a improvisar más. Pero ya no pude aguantar y encendí el cigarrillo, no sin embargo el mío, sino un valioso Rameses II que le pedí permiso para coger (me lo dio desde luego, y sin poner mala cara, cada uno de aquellos podía costar media libra o por ahí).

– Mi impresión es que tal vez ni siquiera se esté planeando en serio ese golpe de Estado. O que si en verdad se prepara, ese hombre no tomará parte en él o apenas tendrá qué decir. Imagino que habrán comprobado su identidad. Si es un militar exiliado o apartado del cuerpo o ya retirado, un opositor con contactos en el país pero que actúa desde el exterior, lo más probable es que esté dedicado a recaudar fondos a partir de la nada, o de muy vagos propósitos y muy tenue información. Y que sean sus propios bolsillos el destino final de lo que logre recolectar, no se suelen pedir ni rendir muchas cuentas sobre los gastos de lo clandestino abortado. Si por el contrario es un militar en activo, y tiene mando y está en el país, y aquí se nos presenta como un traidor a su jefe por el bien de la patria y muy a su pesar, entonces no sería imposible que lo enviara el Comandante en persona, para sondear, para anticiparse, para indagar, para prevenirse, y, si se terciara la cosa, para recaudar asimismo fondos del extranjero que seguramente acabarían en los bolsillos del propio Chávez, la jugada no estaría mal. Pienso que también puede no ser ni lo uno ni lo otro, es decir, que no sea ni haya sido nunca militar. En cualquier caso, no creo que esté detrás de nada serio, de nada que llegue a tener lugar. Como él mismo dijo, la verdad es cuando pasa, una ruda forma de expresarlo. Pues yo diría que la suya, esa suya, no va a suceder jamás, con o sin respaldo, con o sin financiación, de dentro, de fuera o interplanetaria. -Me había dejado llevar por el atrevimiento, me frené. Me pregunté si Tupra no iba a soltar prenda, ni siquiera respecto al título con que se hubiera presentado el venezolano ante él (yo había dicho 'se nos presenta' a conciencia, por ver de incluirme ya). 'Si no lo hace', pensé, 'será de esos individuos a los que no es posible enredar, y que sólo dicen lo que en verdad quieren decir o saben que no importa nada dejar saber'-. Bueno, todo esto son especulaciones, claro está -añadí-. Impresiones, intuiciones. Usted me ha preguntado mi impresión. Ahora sí encendió su precioso y ensalivado Rameses II, él también. No debió de soportar verme a mí disfrutar del mío, que además era suyo, media libra convertida en humo por boca ajena y continental. Tosió un poco tras la primera calada, picor egipcio, quizá fumaba dos o tres al día nada más y nunca se acostumbraba a él.

– Sí, ya sé que usted no puede saber -dijo-. No crea. Tampoco yo, o no mucho más. Por qué piensa eso, dígame.

Seguí improvisando, o eso creí.

– Bueno, el hombre daba sin duda el tipo de militar sudamericano, me temo que no se diferencian mucho de los españoles de hace veinte o veinticinco años, lucían todos bigote y no sonreían jamás. Su aspecto desde luego pedía uniforme, y gorra, y condecoraciones sobre la pechera como si fueran cananas, en sobreabundancia. Pero algunos detalles no me casaban. Me han hecho pensar que no era un militar disfrazado de civil, como me pareció al principio, sino un paisano disfrazado de militar disfrazado de civil, no sé si me sigue lo que quiero decir. Son detalles insignificantes -me disculpé-. Y no es que yo haya tenido mucho trato con militares, no soy ningún experto. -Me interrumpí, se me estaba disipando la momentánea osadía.

– Eso no importa. Sí le sigo. Dígame qué detalles.

– Bueno, son mínimos, la verdad. Verá, ha empleado algunas palabras impropias, cómo decir. O bien los soldados ya no son lo que eran y se han contagiado de las pedanterías ridículas de los políticos y los locutores de televisión, o este individuo no era militar; o bien sí lo fue, pero hace ya tiempo que no está en activo. Después, le salió demasiado espontáneamente un gesto de ir a remeterse la camisa, como de alguien acostumbrado a la indumentaria civil. Ya, es una tontería, y los militares van a veces con corbata y traje, o en camisa si hace calor y en Venezuela hace calor. Pero pensé que él no lo era o bien que llevaba ya tiempo de baja y sin ponerse una guerrera, apartado del cuerpo, no sé. Ni siquiera una guayabera o un liki-liki o como lo llamen allí, todas esas prendas van por fuera. También lo vi excesivamente preocupado por la raya del pantalón, y por su planchado en general, pero en fin, en todas partes hay oficiales muy atildados y presumidos.

– No se figura hasta qué punto -dijo Tupra-. Liki-liki -repitió. Pero no preguntó-. Continúe.

– Y bueno, quizá haya usted reparado en sus botas. Botas cortas. Se las podría ver negras a distancia o con mala luz, pero eran de color verde botella y como de piel de cocodrilo, o tal vez de caimán. Yo no me imagino a un militar de jerarquía así calzado, ni en sus días de absoluto asueto y de juerga mayor. Parecían más propias de un narcotraficante o de un ranchero en la ciudad, qué sé yo. -Me sentí como un Sherlock menor, o más bien como un Holmes impostor. Y entonces eché mi silla un poco hacia atrás, en la repentina esperanza de poder verle a Tupra los pies. No me había fijado en cómo calzaba, y de pronto se me ocurrió que lo mismo gastaba parecidas botas también y yo estaba patinando con gravedad. Un inglés: era improbable, pero nunca se sabe, y él tenía apellido raro. Y llevaba chaleco siempre, mal indicio era ese. De cualquier forma no hubo suerte, no hubo distancia, la mesa me impedía divisar sus pies. Maticé, pero si su calzado era excéntrico debió de resultar peor-: Claro que en un lugar en el que el Comandante en Jefe aparece públicamente disfrazado de bandera nacional y tocado con una boina de color rojo burdel, como lo vi hace poco en televisión, no es descartable que sus generales y coroneles lleven botas de esas, o zuecos, o zapatillas de ballet, cualquier cosa en estos tiempos histriónicos y con semejante modelo para imitar.

– ¿Zuecos? -preguntó Tupra, tal vez más por diversión que por no haberme entendido. 'Sabots? ', dijo, era el término que había empleado yo: gracias a mis antiguas clases de traducción en Oxford y a mis ocasionales prácticas para negreros, conozco las palabras más absurdas en inglés.

– Sí, ya sabe. Esos zapatos de madera, con la punta acebollada. Las enfermeras los llevan, y los flamencos, claro, por lo menos en sus cuadros. Creo que también las geishas, con calcetines, ¿no?

Tupra rió brevemente, y también yo. Quizá se figuró durante un instante con zuecos al señor venezolano que acababa de salir. O acaso al mismísimo Chávez, con macizos zuecos y calcetines blancos. En primera instancia y en una fiesta resultaba un hombre simpático. También lo era en segunda y en su despacho, aunque allí dejaba entender que nunca podía perderse del todo la seriedad del trabajo, tampoco vivir instalado tan sólo en ella.

– ¿Ha dicho disfrazado de bandera? Envuelto en la bandera, ¿no habrá querido usted decir? -añadió.

– No -respondí-. El estampado de la camisa o de la guerrera, no recuerdo, era la bandera misma, con estrellas y todo, se lo aseguro.

– ¿Estrellas? No recuerdo ahora mismo la bandera de Venezuela. ¿Estrellas? -No parecía haberse sentido aludido por lo del calzado, lo cual me alivió.

– Es a franjas, no sé bien. Una roja, amarilla, me suena, quizá una azul. Y unas estrellas apiñadas en algún lugar. El Presidente iba ataviado de estrellas, de eso estoy seguro, a franjas anchas, una guerrera o una camisa a franjas horizontales con esos colores u otros así. Y estrellas, ya ve. A lo mejor era un liki-liki, vestimenta de gala, creo que es, no sé si en Venezuela también, en Colombia sí.

– Estrellas. De veras. -'Indeed', fue lo que dijo, sin interrogación. Volvió a reír brevemente, y yo también. La risa une a los hombres desinteresadamente entre sí, y entre sí a las mujeres, y lo que establece entre mujeres y hombres puede ser un vínculo aún más fuerte y más tensado, una unión más profunda, compleja, y más peligrosa por más duradera o con mayor aspiración de durabilidad. Lo duradero desinteresado acaba por enrarecerse, a veces por volverse feo y difícil de tolerar, alguien tiene que estar en deuda a la larga y sólo así marchan las cosas, uno u otro un poco más, y la entrega y la abnegación y el mérito pueden ser un camino seguro para hacerse con el puesto del acreedor. Así me he reído yo con Luisa en oportunidades sin fin, breve e inesperadamente, viendo la gracia los dos en lo mismo sin acuerdo previo, los dos brevemente a la vez. También con otras mujeres, la primera mi hermana; y unas pocas más. La calidad de esa risa, su espontaneidad (su simultaneidad con la mía tal vez), me han hecho saber y aproximarme o bien descartar al instante, y a algunas mujeres las he visto ahí en su totalidad antes de conocerlas, sin apenas hablar, sin ser yo mirado o sin apenas mirar. Una leve dilación, en cambio, o la sospecha de mimetismo, de complaciente respuesta a mi estímulo o mi indicación, la percepción de una risa educada u ofrecida para halagar, la que no es del todo desinteresada y está azuzada por la voluntad, la que no tanto ríe cuanto quiere reír o se presta o ansia o aun condesciende a reír, de esa me he apartado muy pronto o le he asignado un lugar secundario, sólo de acompañamiento, o hasta de cortejo en épocas mías de debilidad. Mientras que a esa otra risa, a la de Luisa, la que se adelanta casi, a la de mi hermana, la que nos envuelve, a la de la joven Pérez Nuix, la que se confunde con la propia nuestra y nada tiene de deliberación y sí de olvido de nosotros dos (sí en cambio todo de desprendimiento y gratuidad y de nivelación), a esa he solido darle un lugar principal que luego ha resultado ser duradero o no, peligroso a veces, y a la larga (cuando ha habido larga) difícil de tolerar sin que apareciera o mediara una pequeña deuda simbólica o real. Pero se soportan aún menos la ausencia o la disminución de esa risa, y eso a su vez lo trae siempre, lo uno o lo otro, el día en que toca endeudarse un poco más, uno de los dos un poco más. Hacía tiempo que Luisa me la había retirado o me la racionaba, la suya, no podía creer que la hubiera perdido en toda ocasión, se la brindaría a otros, cuando alguien nos la retira es señal de que no hay más que hacer. Esa risa desarma. Desarma con las mujeres, y de modo distinto con los hombres también. He deseado a mujeres por su risa tan sólo, intensamente, ellas lo han solido ver. Y a veces he sabido quién era alguien sólo por escuchársela o por no escuchársela nunca, la risa inesperada y breve, y hasta lo que iba a pasar o a haber entre ese alguien y yo, si amistad o conflicto o aborrecimiento o nada, no me he equivocado mucho, ha podido tardar pero ha acabado por ocurrir, y además se está siempre a tiempo mientras no se muera o no nos muramos ese alguien ni yo. Esa era la risa de Tupra y también era la mía, y así hube de preguntarme durante un instante si en el futuro quedaría desarmado él o lo quedaría yo, o tal vez los dos-. Liki-liki -repitió. Imposible no repetir tal palabra, es irresistible-. Bueno, no se pueden juzgar los usos de ningún lugar desde fuera, ¿verdad? -añadió, con desganada o poco seria seriedad.

– Verdad. Verdad -contesté yo, a sabiendas de que esa frase no lo era (quiero decir verdad) para ninguno de los dos.

– ¿Algo más? -preguntó. No había soltado prenda, no ya sobre la identidad (no lo esperaba), sino sobre la supuesta condición o cargo del venezolano al que había servido doblemente de intérprete. Hice una tentativa:

– ¿Podría darle un nombre a ese señor? Más que nada por si tuviéramos que referirnos a él otra vez.

Tupra no vaciló. Como si ya hubiera tenido preparada una respuesta a mi probatura, más que a mi curiosidad:

– No me parece probable. Para usted, Mr Deza, se llamará Bonanza -dijo con aún más irónica seriedad.

– ¿Bonanza? -Debió de notar mi estupefacción, no pude evitar pronunciar la z como en mi país, o en parte de él y desde luego en Madrid. A sus oídos ingleses sonaría como 'Bonantha', algo así, como Deza sonaría 'Daetha', algo así.

– Sí, ¿no es ese un nombre español? Como Ponderosa también, ¿no? -dijo-. Pues Bonanza para usted y para mí. ¿Nada más que haya podido observar?

– Sólo confirmarle esta impresión, Mr Tupra: el General Bonanza nunca atentaría contra la vida de Chávez, o Mr Bonanza, sea quien sea en realidad. De eso puede estar seguro, tanto si es bueno para los intereses de ustedes como si no. Lo admira demasiado, incluso si es su enemigo, y yo creo que no lo es.

Tupra cogió su llamativo paquete rojo con faraones y dioses y me ofreció un segundo Rameses II, un gesto poco común en las islas, gran dispendio a no dudar, brizna turca, picor egipcio, se lo cogí. Pero era para el camino, no para continuar, porque a la vez que me lo brindaba se puso en pie y bordeó la mesa para acompañarme hasta la salida, señaló la puerta con un ligero ademán. Aproveché para mirar entonces sus zapatos de refilón, eran sobrios, de cordones, marrones, no había cuidado. Él lo advirtió, lo advertía casi todo, sin cesar.

– ¿Pasa algo con mis zapatos? -me preguntó.

– No, no, son muy bonitos. Y están muy limpios. Espléndidos, envidiables -le contesté. Contrastaban con los míos negros, de cordones también. En Londres no conseguía disciplinarme para cepillarlos a diario, esa es la verdad. Hay cosas para las que se vuelve perezoso uno, cuando no está en casa y vive en el extranjero. Pero yo sí estaba en casa, o al menos no había otra por el momento, lo olvidaba demasiado a menudo, la fuerza de mi costumbre se empeñaba en sentir lo imposible a veces, que aún podía regresar.

– Le diré dónde encontrarlos, otro día. -Iba a abrirme la puerta, aún no lo hizo, se quedó unos segundos con las manos apoyadas sobre los respectivos pomos de las dos hojas. Torció la cabeza, me miró de lado pero sin llegar a verme, no podía, yo estaba justo detrás de él. Era la primera vez en todo aquel rato que sus ojos activos, acogedores, burlones aun sin querer, no se encontraban con los míos. Sólo veía sus pestañas largas, de perfil. La envidia de las damas, más aún de perfil-. Antes dijo usted 'dejando los principios de lado', si no recuerdo mal. O 'dejando la teoría de lado', ¿puede ser?

– Sí, creo que dije algo así.

– Me preguntaba. -Seguía con las manos sobre los pomos-. Déjeme preguntarle: ¿hasta qué punto es usted capaz de dejar los principios de lado? Quiero decir, ¿Hasta qué punto suele usted? Prescindir de eso, de la teoría, ¿verdad? Todos lo hacemos de vez en cuando, o no podríamos vivir: por conveniencia, por temor, por necesidad. Por sacrificio, por generosidad. Por amor, por odio. ¿En qué medida suele usted? -repitió-. Entiéndame.

Fue entonces cuando comprobé que no sólo lo advertía casi todo sin cesar, sino que lo registraba y guardaba también. La palabra 'sacrificio' no me gustó, me causó un efecto parecido a aquella expresión suya en casa de Wheeler, 'rindiendo a mi país servicio'. Además había añadido: 'uno debe procurar eso si puede, ¿no?' Si bien lo había rebajado en seguida: 'aunque sea lateral el servicio y uno vaya antes que nada tras el beneficio propio'. También yo registraba y guardaba, más de lo que es normal.

– Según para qué -respondí, y a continuación utilicé un plural ('them') porque era por los principios tan sólo por lo que me preguntaba, eso entendí-. Puedo dejarlos bastante de lado, para opinar en una conversación. Algo menos, para juzgar. Para juzgar a amigos, mucho más, soy parcial. Para obrar, mucho menos, creo yo.

– Mr Deza, gracias por su cooperación. Estaremos en contacto con usted, espero que sí. -Me lo dijo en tono apreciativo, o con leve afectuosidad. Ahora sí abrió la puerta, las dos hojas a la vez. Volví a verle los ojos, más azules que grises a la luz de la mañana, pálidos siempre, divertidos en apariencia ante cualquier diálogo o situación, atentos, succionadores siempre, era como si honraran lo que estuvieran mirando, o no hacía falta que miraran siquiera: lo que entrara en su campo visual-. Pero aquí no tenemos intereses, lo entenderá, por favor -añadió sin transición, aunque ahora se refiriera a algo no inmediatamente anterior. La mayoría de la gente no habría ya vuelto a ello, no habría recuperado aquel comentario mío tan marginal ('tanto si es bueno para sus intereses como si no'), es increíble lo rápidamente que las palabras, pronunciadas o escritas, livianas o graves, todas, insignificantes o con significación, se extravían y se tornan lejanas y quedan atrás. Por eso hay que repetir, eterna y disparatadamente hay que repetir: desde el primer vocablo, desde el primer balbuceo humano y aun desde el primer dedo índice que señaló sin decir. Una y otra y otra vez, e inútilmente una vez más. A nosotros no se nos extraviaban con tantísima facilidad, a él y a mí, sin duda una anomalía, una maldición-. Nos limitamos a dar nuestro parecer, y sólo cuando se nos solicita, claro está. Como usted tan amablemente acaba de hacer, al pedírselo yo. -Y rió brevemente otra vez, dientes pequeños con luminosidad. Me sonó a risa educada o quizá impaciente, así que la mía no lo acompañó, aquella vez.


Nunca supe a las claras si había acertado en algo, con el Coronel Bonanza de Caracas o bien del exilio y de fuera, no se me comunicaban los resultados, y aún menos a las claras: no me atañían a mí, y puede que tampoco a nadie. A veces no debía ni de haberlos, y los dictámenes o informes serían meramente archivados, por si acaso. Y si había que tomar decisiones respecto a algo (el respaldo y la financiación de un golpe, por ejemplo), es probable que las tomaran los responsables diversos -quienes hubieran hecho en cada caso el encargo, o hubieran solicitado los pareceres nuestros- sin posibles constatación ni certeza y sólo por su cuenta y riesgo, es decir, fiándose o no fiándose, apostando a favor o en contra de lo que Tupra y los suyos hubieran visto y opinado, o quizá recomendado.

En un primer momento, sin embargo, supuse cándidamente que en algo habría acertado, porque no pasaron muchos días tras aquella mañana de interpretar doblemente, la lengua y las intenciones -inexacto lo segundo, pero digámoslo así en principio-, sin que se me propusiera abandonar ya mi puesto de la BBC Radio y trabajar en exclusiva para Tupra (o eminentemente), junto a él y su devoto Mulryan, la joven Pérez Nuix y los otros, con horarios muy flexibles en teoría y bastante mayor ganancia, ninguna queja en ese aspecto, al contrario, podía enviar más dinero a casa. Fue inevitable la sensación de haber aprobado un examen, y de que se me incorporaba a lo que quisiera que fuese aquello, entonces no me pregunté mucho al respecto ni tampoco más tarde ni tampoco ahora, porque aquello fue quizá siempre impreciso (y la indefinición era su esencia), y porque algo me había advertido Sir Peter Wheeler, o suficientemente: 'De esto no te hablarán los libros, ninguno de ellos, ni los más antiguos ni los más modernos, ni los más exhaustivos que se publican ahora, Knightley, Cecil, Dorril, Davies, no sé, Stafford, Miller, Bennett, tantos, ni crípticamente los que en su día fueron más crípticos, Rowan, Denham, y lo siguen siendo. No busques en ellos. Casi ni alusiones encontrarás. Sólo perderás la paciencia y el tiempo'. A lo largo de aquel domingo de Oxford no puedo decir que me hablara siempre con medias palabras, pero quizá sí con tres cuartos, a lo sumo con tres cuartos, nunca con las completas palabras. Puede que él tampoco las conociera o tuviera enteras, puede que no las tuviera nadie, ni siquiera Tupra, ni Rylands cuando vivía. Puede que no las hubiera.

La incorporación no fue de golpe, quiero decir que una vez acordada mi contratación se me fueron encargando o pidiendo tareas sueltas, cada vez más, gradualmente pero a un ritmo siempre creciente y vivo, y al cabo de un mes, acaso menos, mi colaboración sí fue ya plena, o así llegué yo a sentirla. Las modalidades de esas tareas variaban, su esencia en cambio poco o nada, consistía en escuchar y fijarme e interpretar y contar, en descifrar conductas, aptitudes, caracteres y escrúpulos, desapegos y convicciones, el egoísmo, ambiciones, incondicionalidades, flaquezas, fuerzas, veracidades y repugnancias; indecisiones. Interpretaba -en tres palabras- historias, personas, vidas. Historias por suceder, frecuentemente. Personas que se desconocían, y que no podrían haber aventurado sobre sí mismas ni una décima parte de lo que yo les veía, o se me instaba a verles y a expresar, era el trabajo. Vidas que aún podían malograrse jóvenes y no durar ni para llamarse tales, vidas incógnitas y por ser vividas. A veces se me pedía que estuviera presente y ayudara a hacer preguntas, las que se me ocurrieran, en entrevistas o encuentros (o eran interrogatorios modosos, sin intimidaciones), aunque no hubiera por medio dificultades de comprensión, ningún idioma que traducir, todo en inglés y entre británicos. Otras sí se me utilizaba como intérprete de la lengua, la española y aun la italiana, pero en el amplio conjunto de charlas y supervisiones (la callada actividad así llamada), pronto esas veces pasaron a ser las menos, y en todo caso nunca me limitaba ya sólo a trasladar palabras, se me requería mi punto de vista al término, casi mi pronóstico en ocasiones, cómo decir, una apuesta. En otras oportunidades se me prefería como presencia ausente, y asistía a las conversaciones de Tupra o de Mulryan o de la joven Nuix o de Rendel con sus visitantes desde una especie de cabina contigua al despacho del primero, que permitía ver y oír lo que ocurría allí sin ser visto, igual que en las comisarías. Lo que en el estudio de Tupra era un espejo oval y apaisado, en aquel cuarto se correspondía con un ventanal de idénticos tamaño y forma: cristal transparente desde un lado, desde el otro uno azogado que no invitaba a la menor sospecha en medio de tantos libros, y en lo que más que una oficina parecía un club o salón privado. Era aquel escondite una modalidad antigua y casera de las invisibles guaridas desde las que las víctimas de un atraco o los testigos de un crimen identifican a los sospechosos en fila, o desde las que los superiores controlan ocultos los interrogatorios de los detenidos, y que no se suelten las manos mucho en las bofetadas o toallazos mojados de los policías. Debía de ser una cabina pionera, quién sabía si adecuada o hecha en los años cuarenta o hasta en los treinta: parecía haberse concebido como imitación reducida de un compartimento de tren de esas épocas o aun de anteriores, toda en madera, con dos estrechos bancos corridos frente a frente, perpendiculares a la ventana ovalada, y entre los dos una mesita fija para tomar apuntes o apoyar los codos. Así que uno supervisaba forzosamente en posición algo oblicua o ladeada, con la inevitable sensación de estar mirando por la ventanilla de un vagón de ferrocarril mientras viajaba, o más bien mientras permanecía parado en una estación todo el tiempo, una extraña estación-estudio, tan acogedora como jamás las hubo, el paisaje un interior y siempre el mismo, en él sólo cambiaban los personajes, los visitantes y los anfitriones, en limitada variedad estos últimos, que solían ser dos o a lo sumo tres, Tupra y Mulryan, o ellos dos más yo mismo (como había ocurrido con el Comandante Bonanza), o Tupra con la joven Nuix y con Rendel si había que hablar alemán o ruso u holandés o ucraniano (se decía que Rendel era austríaco de origen, y que su apellido había sido inicialmente Rendí o Randl o Redi o Reinl o incluso Handl, se lo habría britanizado a medias, Randall o Rendell o Rendall o Randell habrían sido más verosímiles, no así Haendel), o Mulryan y yo y algún otro menos asiduo, o la joven Nuix, Tupra y yo… Él y Mulryan (o más bien uno de los dos) nunca faltaban. Y dado que a mí me tocaba ocupar la garita a veces, hube de suponer que cuando estaba del otro lado, en la estación-estudio, uno de los ausentes se apostaría allí y nos vigilaría, aunque total certeza no tuviera al principio; y hube de imaginar que en aquella primera ocasión con el Capitán Bonanza, Rendel o la joven Nuix (y pensé: 'Ojalá fuera ella') habrían estado en el vagón-reservado, fijándose en el Teniente pero también en mí casi seguro, y que después habrían dado su objetivo informe sobre mi persona además de sobre el Sargento (se me iba degradando en la memoria, aquel hombre), siempre más objetivo y desapasionado y fiable el informe de quien resulta invisible y no está y mira a sus anchas impunemente, siempre más que el de quien a su vez es mirado por sus interlocutores e interviene y habla, y nunca puede demorarse mucho en su observación callada sin crear grandes tensiones, una situación violenta.

Ese es el éxito de la televisión sin duda, porque en ella se ve y se mira a la gente como jamás puede hacerse en la realidad a menos que se oculte uno, y aun así en la realidad no se dispone más que de un solo ángulo y una sola distancia, o de dos si se usan prismáticos, yo a veces me los echo al bolsillo al salir de casa, y en casa los tengo a mano. Mientras que en una pantalla se ofrece la oportunidad de espiar sin cuidado y ver más y saber más por tanto, porque uno no está pendiente de las miradas devueltas ni se expone a su vez a ser juzgado, ni ha de repartir su concentración o atención entre un diálogo en el que participa (o su simulacro) y el frío estudio de un rostro, de unos gestos, de las inflexiones de voz, de unos poros, de los tics y los titubeos, las pausas y las bocas secas, la febrilidad, falsedades. E inevitablemente uno juzga, emite en seguida algún juicio de la clase que sea (o no lo emite y es para sus adentros), apenas tarda uno segundos y sin poder remediarlo, aunque sea rudimentario y adopte la forma menos elaborada de todas, que es el gusto o el desagrado (los cuales sin embargo ya son juicios o su anticipación posible, lo que suele antecederlos, aunque mucha gente no dé nunca el paso ni cruce la raya, y así nunca salga de sus simples e inexplicables atracción o rechazo: para ellos inexplicables, al jamás dar ese paso y detenerse en lo epidérmico siempre). Y uno se sorprende diciéndose, casi sin querer, a solas ante la pantalla: 'Me cae bien', 'A este tío no lo aguanto', 'Me la comería a besos', 'Me cae como un tiro', 'A ese lo que me pidiera', 'La abofetearía por esa cara', 'Un engreído', 'Está mintiendo', 'Su compasión es falsa', 'Qué mal le va a ir en la vida', 'Menudo capullo', 'Es un ángel', 'Es un creído, un soberbio', 'No soporto a estos dos cursis', 'Pobre, pobre', 'Lo fusilaría sin pestañear, en el acto', 'Me da lástima', 'Me revienta', 'Finge', 'Qué ingenuidad', 'Vaya jeta', 'Qué mujer inteligente', 'Qué asco me da', 'Me hace gracia'. El registro es infinito, cabe todo. Y el veredicto instantáneo es certero, o así se siente cuando llega (en el segundo instante ya no tanto). Se tiene una convicción, sin pasar por un solo argumento. Sin qué razón alguna la sostenga.

Por eso también se me entregaban vídeos.

A veces los veía allí mismo, en el edificio sin nombre y nada más que con número, sin letreros ni rótulos ni función aparente, a solas o acompañado por la joven Nuix o por Mulryan o Rendel; y a veces me los llevaba a casa, para mirarlos con más de tención y mejor desentrañarlos y presentar luego m

En aquellos vídeos había de todo, material muy heterogéneo, con frecuencia mezclado, casi apelotonado en algunas cintas, en otras agrupado y distribuido con mayor criterio y aun con tendencia a la monografía: fragmentos de programas o de informativos que se habían emitido públicamente, grabados de la televisión, cortados y montados más tarde (o bien programas enteros que debía tragarme, recientes o antiguos y hasta de gente ya muerta, como Lady Diana Spencer con su pésimo inglés lleno de faltas y el escritor Graham Greene con su inglés excelente); intervenciones parlamentarias, discursos o ruedas de prensa de políticos destacados u oscuros, británicos y extranjeros, de diplomáticos también; interrogatorios de reos en dependencias policiales y sus posteriores deposiciones ante el tribunal de turno, así como las sentencias o amonestaciones de empelucados jueces, bastantes vídeos de severos jueces, no sé por qué; entrevistas con celebridades que no siempre parecían hechas por periodistas ni destinadas a la exhibición, algunas tenían todo el aire de conversaciones informales o más o menos privadas, quizá con curiosos o con admiradores fingidos (recuerdo haber visto una inefable con el cantante Elton John sumamente alegre, otra muy simpática con el actor Sean Connery, el auténtico James Bond que pateó Rosa Klebb en Desde Rusia con amor, mortales pinchos, y otra asimismo graciosa con el ex-futbolista bebedor George Best; una espeluznante con el empresario Murdoch y una bastante pomposa y cómica con Lord Archer, el ex-político -condenado ya entonces por mentir en algo, he olvidado qué cosa- y novelista de voluntariosa acción); otras veces me sonaban las caras, pero no eran lo bastante famosas para que yo las identificase, acaso glorias en exceso locales (no siempre aparecía un carrito con el nombre de quien hablara, podía no haber la menor indicación y sólo unas letras y números para cada rostro señalado como de interés o sujeto a interpretación -A2, BH13, Gm9 y así-, a los que poder hacer referencia en mis informes luego); y había también entrevistas o escenas con personas anónimas en circunstancias variadas, filmadas a menudo, yo creo, sin su conocimiento ni por tanto su consentimiento: alguien que solicitaba empleo o se ofrecía para lo que fuese, los había muy desesperados; un funcionario granítico (ojos en blanco) escuchando a un ciudadano con cuitas, probablemente en su oficina municipal o ministerial; una pareja discutiendo en una habitación de hotel; un individuo pidiendo un desventajoso crédito en una entidad bancaria; cuatro hinchas del Chelsea en un pub, preparándose para machacar al Liverpool a base de ingerido alcohol y vociferado ardor; un almuerzo de negocios a cargo de alguna empresa, con una veintena de comensales (por fortuna no íntegro, sólo highlights y un discurso final); un don dando una pestífera clase; ocasionalmente una conferencia (por desdicha no íntegra, vi una muy interesante de un profesor de Cambridge, sobre la literatura que nunca existió); el sermón de un obispo anglicano que parecía algo beodo (íntegro el sermón, esto sí); prelims orales a estudiantes que aspiraban a entrar en tal o cual Universidad; un médico diagnosticando con suficiencia, detalle y verbosidad; muchachas contestando preguntas raras durante sesiones de casting, quién sabía si para un anuncio o una bajeza mayor, demasiado monosilábico todo para ver de averiguar. A veces aparecían vídeos indudablemente caseros o muy personales, más misteriosos en consecuencia (no podía evitar preguntarme cómo habían llegado a nosotros y así hasta mis ojos, a menos que entre nuestros clientes pudiera haber particulares también): la patriarcal felicitación navideña de algún ausente que se creía añorado y por tanto en falta; el mensaje de un hombre rico (era de suponer que póstumo o destinado a serlo) explicando a sus herederos y desheredados el porqué de su testamento arbitrario, caprichoso, decepcionante, injusto con deliberación; la declaración de amor de un enfermo de timidez confeso (pero más bien presunto), que aseguraba no ser capaz de soportar 'en vivo' el 'No' de la destinataria que decía esperar sin remedio y a la vez no esperaba en modo alguno, cuan seguro se lo veía al hablar. Eso en lo que respectaba al material británico, que por supuesto era el grueso. Tuve conciencia de la cantidad de ocasiones y sitios en que la gente es grabada y filmada o puede serlo: para empezar, en casi todas las situaciones en que nos sometemos a una prueba o examen, por así decir, y en que solicitamos algo, sea trabajo, un préstamo, una oportunidad, un favor, una subvención, una recomendación, una coartada. Y desde luego clemencia. Vi que cada vez que pedimos estamos expuestos, vendidos, a merced casi absoluta del que concede o niega. Y hoy se nos registra, se nos inmortaliza a menudo en el momento de la mayor humildad, o si se prefiere en el de la humillación. Pero también en cualquier lugar público o semipúblico, lo más llamativo y escandaloso eran las habitaciones de hotel, uno ya cuenta en principio con que tomarán su imagen en un banco, un comercio, una gasolinera, un casino, un recinto deportivo, un aparcamiento, un edificio gubernamental.

Rara vez se me advertía con antelación en qué debía fijarme, qué rasgos de carácter, o qué grado de sinceridad, o qué intenciones concretas de cada señalada persona o rostro debía procurar descifrar, quiero decir cuando me llevaba tarea a casa. Al día siguiente, o unos pocos más tarde, dedicaba a ello una sesión con Mulryan o Tupra o con ambos, y me preguntaban entonces lo que fuera de su interés, a veces una sola y mínima cosa y a veces muy por extenso, según, refiriéndose a los personajes de aquellos vídeos por sus respectivos nombres si éstos figuraban en las películas o eran inconfundibles de tan conocidos, o bien, si no, por sus asignadas letras y números: '¿Le parece que Mr Stewart está defraudando otra vez al fisco, pese a sus palabras de contrición? Fue descubierto hace cinco años, se llegó a un acuerdo, pagó por encima del máximo para ahorrarse problemas, ¿podría él pensar que está libre de sospechas por ello?' '¿Cree que FH6 tenía el propósito de devolver el crédito en el momento de pedírselo a Barclays? ¿O no tenía ya la menor intención? Le fue concedido, ha de saber, y hace tres meses que no hay rastro de él'. Yo contestaba lo que creyera o pudiera y se pasaba al siguiente, esto en los casos más breves, prácticos y prosaicos. La mayoría, sin embargo, no eran nada de esto, sino evasivos y de complejo aspecto, con facilidad vagarosos e incluso etéreos, arriesgados siempre de responder, más parecidos a los que Wheeler había dilucidado en sus tiempos y había anunciado para los míos también, o más bien había dado a entender que me llegarían, aunque ahora no hubiera guerra; que vendrían a mi discernimiento antes o después. Y para esa mayoría se necesitaba en efecto lo que él había llamado distraídamente, como para restar solemnidad a aquellas dos expresiones sólo contradictorias en primera instancia o ni siquiera en esa, 'el valor para ver' y 'la irresponsabilidad de ver'. Yo sentí mucho más lo segundo durante bastante tiempo, hasta que un día me acostumbré, y al acostumbrarme me despreocupé. Y entonces… Ah sí, entonces, es cierto, la gran irresponsabilidad.

Ese proceso de acostumbramiento, con todo, lo había iniciado ya Wheeler aquel domingo oxoniense en que también me habló de mí. O quizá Toby Rylands, que le había hablado a su vez a Wheeler con anterioridad de mí, y me había apuntado como a su semejante, hecho de la misma pasta con que se había moldeado a ellos dos. Pero no, Rylands no fue, porque lo que cambia las cosas no es lo que se diga de uno sin uno saberlo -no lo que las varía en nuestro interior-sino lo que alguien con autoridad o tan sólo insistencia nos dice a la cara sobre nosotros mismos, lo que descubre y explica y nos induce a creer. Es el peligro que acecha a todo artista o político, o a todo individuo que reciba opiniones e interpretaciones acerca de su actividad. A un director de cine, a un escritor, a un músico empieza a llamárselos genios, lumbreras, reinventores, gigantes, y no es difícil que acaben por admitirlo todo como posibilidad. Se hacen entonces conscientes de su valía, y les entra el miedo a defraudar, o -lo que es más ridículo e insensato, pero no otra es la formulación- a no estar a la altura de sí mismos, es decir, de quienes resulta que fueron -ahora les cuentan, se dan cuenta ahora- en su tan elevada obra anterior. 'Así que no fue producto de la casualidad, ni de mi intuición, ni siquiera de mi libertad', pueden pensar, 'sino que había coherencia y propósito en cuanto yo iba haciendo, qué honor enterarme pero también qué maldición. Porque ahora no me queda sino atenerme a ello y alcanzar cada vez ese condenado nivel para no desmerecer de mí mismo, que desastre, qué enorme esfuerzo, y cuánta desolación para mi quehacer.' Y eso mismo puede ocurrirle a cualquiera, aunque no sean públicos su trabajo ni su personalidad, basta con que oiga una explicación plausible de sus inclinaciones o su proceder, una incantatoria descripción de sus actos o un análisis de su carácter, una valoración de su método -saber que eso existe, o se le atribuye-, para que cualquiera pierda su bendito rumbo mudable, imprevisible, incierto, y con ello su libertad. Tendemos a pensar que hay un orden oculto que desconocemos y también una trama de la que quisiéramos formar parte consciente, y si de ella vislumbramos un solo episodio que nos da cabida o así lo parece, si percibimos que nos incorpora a su débil rueda un instante, entonces es fácil que ya no sepamos volver a vernos desgajados de esa trama entrevista, parcial, intuida -una figuración-, ya nunca más. Nada peor que buscar el sentido o creer que lo hay. O sí lo habría, aún peor: creer que el sentido de algo, aunque sea del detalle más nimio, dependerá de nosotros o de nuestras acciones, de nuestro propósito o nuestra función, creer que hay voluntad, que hay destino, e incluso una trabajosa combinación de ambos. Creer que no nos debemos enteramente al más errático y desmemoriado, divagatorio y descabezado azar, y que algo consecuente se puede esperar de nosotros en virtud de lo que ya dimos o hicimos, ayer o anteayer. Creer que puede haber en nosotros coherencia y deliberación, como cree el artista que las hay en su obra o el poderoso en sus decisiones, pero sólo una vez que alguien los ha convencido de que sí las hay.

Wheeler había empezado por el principio al fin, si es que hay principio de algo alguna vez. Como quiera que sea, aquella mañana de domingo en que amanecí más tarde de lo que habría querido y desde luego de lo que esperaba él, ya no se permitió más preámbulos ni aplazamientos ni circunloquios, en la medida en que le era posible renunciar del todo a esos rasgos tan estables de su pensamiento y su conversación. Ya tenía misterio y limitación suficientes, supongo, con las incompletas palabras de que disponía para contarme lo que me iba a contar. En cuanto me vio descender por la escalera, mal afeitado y con cara de sueño (sólo un repaso rápido de la maquinilla para aparecer presentable, o no patibulario al menos), me instó a tomar asiento enfrente de él y a la derecha de la señora Berry, que ocupaba una cabecera de la mesa en la que ya habían acabado los dos de desayunar. Aguardó a que ella me sirviera amablemente café, pero no a que yo lo bebiera ni me despejara un poco más. Sobre la mitad de la mesa libre de mantel y de platos y tazas y mermeladas y frutas había, abierto, un volumen alto y grueso, siempre libros por doquier. Bastó que lo mirara yo de reojo (la atracción por la letra impresa) para que Peter me dijera en tono apremiante, probablemente debido a aquel retraso con el que no había contado en mi despertar:

– Cógelo, anda. Es para que lo veas tú. Atraje hacia mí el volumen, pero antes de leer una línea lo entrecerré -dedo en medio- para echarle una ojeada al lomo y saber qué libro era aquel.

– ¿El Who's Who? -Fue una pregunta retórica, porque era sin lugar a dudas el Who's Who, con sus tapas de color rojo intenso, la guía de nombres más o menos ilustres, la edición de aquel año en el Reino Unido.

– Sí, el Who's Who, Jacobo. Seguro que nunca se te ha ocurrido buscarme en él. Mi nombre está ahí en esa página, donde está abierto. Lee lo que pone, anda, haz el favor.

Miré, busqué, había unos cuantos Wheeler, Sir Mark y Sir Mervyn, un tal Muir Wheeler y el Honorable Sir Patrick y el Reverendísimo Philip Welsford Richmond Wheeler, y allí estaba él, entre estos dos últimos: 'Wheeler, Prof. Sir Peter', a lo que seguía un paréntesis que no entendí a la primera, decía: '(Edward Lionel Wheeler)'. Pero sólo tardé dos segundos en recordar que Peter solía firmar sus escritos como 'P E Wheeler', y que la E era de Edward, luego el paréntesis se limitaba a consignar el nombre en su integridad oficial.

– ¿Lionel? -pregunté. Fue de nuevo una interrogación retórica, aunque no tanto. Me sorprendió ese tercer nombre de pila, que siempre me pareció de actor, por Lionel Barrymore a buen seguro, y por Lionel Atwill que fue el archienemigo Profesor Moriarty contra el gran Basil Rathbone como Sherlock Holmes, y por Lionel Stander que fue perseguido en América por el Senador McCarthy y hubo de exiliarse a Inglaterra para poder trabajar (convertirse en postizo inglés). Y luego estaba Lionel Johnson, pero éste era un poeta amigo de Wilde y Yeats y del que descendía John Gawsworth, según contaba él (John Gawsworth, el pseudónimo literario de quien fue en la vida Terence Ian Fytton Armstrong, aquel escritor recóndito, mendigo y rey, que me había obsesionado un poco durante mi tiempo de enseñante en Oxford, tantos años atrás: claro que su fantasiosa ascendencia también incluía a nobles jacobitas, esto es, Estuardos, y al dramaturgo Ben Jonson contemporáneo de Shakespeare, y a la supuesta 'Dama Oscura' o 'Dark Lady' de los sonetos de éste, Mary Fitton la cortesana)-. ¿Lionel? -repetí con ligerísima guasa que Wheeler notó.

– Sí, Lionel. Nunca lo uso, ¿qué pasa con eso? No te entretengas con tonterías, no es eso lo que interesa, lo que quiero que veas. Continúa, vamos.

Volví a la nota biográfica, pero al instante hube de pararme y alzar la vista otra vez, tras leer los datos relativos a su nacimiento, que así decían: 'Nacido el 24 de octubre de 1913, en Christchurch, Nueva Zelanda. Hijo mayor de Hugh Bernard Rylands y de la difunta Rita Muriel, de soltera Wheeler' -'née' ponía, a la francesa en inglés-. 'Adoptó el apellido Wheeler mediante escritura legal en 1929.'

– ¿Rylands? -Esta vez ya no hubo nada de retórico en la pregunta, sólo espontánea y sincera estupefacción-. ¿Rylands? -repetí. Debieron de mostrar desconfianza mis ojos, y quizá algo de reconvención-. No es, no será, ¿verdad? No puede ser una coincidencia.

La mirada que me devolvió Wheeler reflejó una mezcla de impaciencia y paciencia, o de contrariedad y paternalismo, como si ya tuviera previsto que yo iba a detenerme en aquello, en el inesperado apellido de su padre Rylands, y aceptara o comprendiera mi reacción, pero esa cuestión lo aburriera, o la viera como un engorroso trámite antes de centrarse en la que entonces deseaba abordar. A juzgar por su expresión, perfectamente me podía haber dicho: 'Tampoco es eso lo que interesa, lo que quiero que veas, Jacobo. Sigue'. Y más o menos llegó a decírmelo, pero no de inmediato, me tuvo algo de consideración; no sin antes hacer una tentativa leve de ponerse a salvo de mis reproches:

– Oh vamos. No vas a decirme ahora que no lo sabías.

– Peter. -Mi tono fue de advertencia seria y aun de clara reconvención, como el que empleaba con mis hijos a veces cuando insistían en hacerse los despistados para así no obedecer.

– Bueno, bueno, creía que estabas enterado, habría jurado que sí. De hecho: me extraña enormemente que no.

– Por favor, Peter: nadie está enterado, no en Oxford. O si lo están se lo callan, se lo callaron con insólita discreción. ¿Cree que de haberlo sabido no me lo habrían contado Aidan Kavanagh o Cromer-Blake, Dewar o Rook o Carr, Crowther-Hunt, la propia Clare Bayes? -Eran antiguos amigos o tan sólo colegas de mi tiempo en la ciudad, algunos menos chismosos que otros. Clare Bayes había sido mi amante también, hacía mucho que no la veía ni sabía de ella, ni de su niño Eric que ya no sería niño, ya no más, habría terminado de crecer. Tal vez ya no me gustaría, mi remota amante, si la viera. Ni yo a ella tampoco, tal vez. Mejor no verse, mejor así-. ¿Usted lo sabía, Mrs Berry?

La señora Berry se sobresaltó un poco, pero en seguida no dudó en responder:

– Sí, estaba al tanto. Pero tenga en cuenta que yo he estado al servicio de los dos hermanos, Jack. Y luego, yo no suelo contar. -Ella, como todos los ingleses que tenían dificultades para pronunciar el nombre de Jacques y desconocían el español para convertírmelo en Jaime o en Jacobo o en Diego, me llamaba así (una aproximación fonética), por ese diminutivo de John o Juan, que no de James. Cuando se dejaron de sus 'Mr Deza' (muy pronto fue), Tupra y Mulryan me llamaron Jack también. Rendel no, él nunca se permitía confianzas con nadie, no al menos en el edificio sin nombre ni aparente función. Y la joven Nuix, al igual que Luisa, se inclinó por Jaime, o a veces por el apellido tan sólo, Deza a secas, igual que Luisa también.

– Hermanos -murmuré, y en esta ocasión logré no convertir en pregunta la repetición-. Hermanos, ¿eh? Usted sabe bien que yo no sabía nada, Peter. Ni siquiera sabía que fuera neozelandés de origen, me lo mencionó por primera vez en la vida hace sólo unos días, por teléfono. -Según hablaba me fue viniendo memoria rauda de Rylands, los recuerdos se convocan a veces con temible rapidez-. Y entonces Toby -dije acordándome-: de él se rumoreaba que había nacido en Sudáfrica, y lo tomé por cierto cuando en una ocasión le oí decir de pasada que hasta los dieciséis años no había salido de ese continente, de África. La misma edad con la que llegó usted aquí, también eso me lo mencionó de pasada por primera vez en esa conversación telefónica de hace nada. Ahora no me dirá que eran gemelos, ¿verdad?

Wheeler volvió a mirarme sin hablar, sus ojos dijeron que no estaba por la labor de escuchar reproches ni cuasi ironías, no aquella mañana, tenía otras cosas en el pensamiento, o en el repertorio programado para aquella función.

– Bueno, si en efecto no sabías… Supongo que tú nunca me habrás preguntado, entonces -contestó-. No es que yo lo haya ocultado. Tal vez Toby, él podía preferirlo, tal vez él sí te ocultó. Yo no. Tampoco veo por qué debería haber estado obligado a contarte. -Esta frase la dijo en el mismo tono casi exculpatorio de sí, sin alteración; pero yo la aislé, la reconocí: era una frase para pararme los pies-. No éramos gemelos. Yo era casi un año mayor. Ahora ya lo soy bastantes más.

Conocía a Wheeler cuando algo lo incomodaba o se ponía evasivo, insistirle era perder el tiempo, irritarlo acaso, él siempre decidía lo que se hablaba.

– Como quiera, Peter. Si tiene la bondad de explicármelo, soy todo oídos, curiosidad e interés. Supongo que es esto lo que quería que viera en el Who's Who, confío en que me dirá por qué. Por qué ahora, quiero decir.

– Ah no, en absoluto -respondió-. Te aseguro que de esto te creía enterado, de otro modo no me habría arriesgado a que nos encalláramos aquí. No. De lo que quiero hablarte es de otro asunto, aunque indirectamente tenga que ver con Toby, algo tenga que ver. Anoche te aplacé alguno, ¿no es verdad?, para hoy. Anda, sigue leyendo, no has acabado, haz el favor. -Y con un índice imperativo que se movió de arriba abajo como si fuera autónomo y lo dirigiera su gravedad (casi a plomo lo dejó caer), tocó el grueso volumen que tenía abierto ante mí.

– Peter, no puede dejarme ahora así -me atreví a protestar.

– Ya saldrá eso luego, Jacobo, descuida, no te quedarás sin saber. Pero la historia es trivial, te decepcionará. Anda, sigue ya. Y léeme en voz alta, por favor. Tampoco quiero que sigas hasta el final, qué aburrimiento. Y así te diré dónde parar.

Volví a la nota biográfica, al siguiente apartado, que era el de 'Education' o 'Estudios'. Y leí en voz alta y en inglés, pero saltándome las abreviaturas y siglas incomprensibles para mí:

'Cheltenham College; Queen's College, Oxford; Lecturer of St John's College, 1937-53, and Queen's College, 1938-45. Enlisted, 1940'. -Y aquí no pude evitar detenerme, tan pronto, aunque él no me hubiera indicado aún que lo hiciera. Levanté la vista-. Se alistó en el 40, no sabía -dije-. Y veo que no aparece por ningún lado el año 36. ¿Fue entonces quizá cuando estuvo en España? Muchos británicos que fueron allí se marcharon a principios o mediados del 37, espantados, o heridos, no duraron, el propio George Orwell entre ellos. -Entonces me acordé de que también había buscado por si acaso, sin éxito, el apellido Rylands en los índices onomásticos de los volúmenes consultados durante la noche, luego tampoco había sido su posible primer o verdadero nombre, Peter Rylands, el que Wheeler había llevado en la Guerra de mi país. O quizá sí, pero nada destacado había hecho en ella para merecer posteriores menciones en los libros de Historia, y sólo por diversión me había permitido imaginar que sí.

Wheeler pareció leerme los pensamientos, además de oír mi extemporánea pregunta.

– Muchos no se marcharon nunca, allí continúan espantados y heridos. Malheridos hasta morir -contestó-. Pero dejemos ahora la Guerra de España, por mucho que anoche te empaparas de ella, te lo suplico. Casi nadie utilizaba su nombre allí, y tampoco tantos durante la Segunda Guerra Mundial. Ni siquiera Orwell se llamaba George Orwell, como recordarás. -No lo recordaba, y como él notara mi desmemoria, añadió-: ¿No? Su verdadero nombre era Blair, Eric Blair, yo lo conocí levemente, durante la Guerra estuvo en la Sección India de la BBC. Eric Arthur Blair. Había nacido en Bengala, y había vivido en Birmania en su juventud, conocía el Oriente bien. Era diez años mayor que yo. Ahora yo lo soy infinitamente más. Murió joven, eso lo sabes, ni a los cincuenta llegó. -'Otro más', pensé, 'otro británico forastero o postizo inglés'-. Está bien, vamos, continúa leyendo o no hablaremos nunca de lo que hay que hablar.

– Discúlpeme, Peter. -Y leí-: 'Commissioned Intelligence Corps, December 1940; Temporary Lieutenant-Colonel, 1945; specially employed in Caribbean, West Africa and South East Asia, 1942-46. Fellow of Queens College, 1946-53…'

– Basta. -'That's enough', fue en inglés, la lengua en que hablábamos, otra cosa habría sido una descortesía hacia la señora Berry, me extrañaba un poco que no se retirara, solía hacerlo por lo regular, incluso en conversaciones más convencionales o no encaminadas hacia algún lugar, todavía ignoraba hacia cuál esta vez. Así que era eso lo que Wheeler me quería mostrar: 'Asignado al Cuerpo de Información en 1940' (hoy los malos traductores dirían 'Cuerpo de Inteligencia', da lo mismo, ambos serían el Servicio Secreto, el MI5 y el MI6, Military Intelligence significan las iniciales, para algunos una contradicción en los términos, el equivalente británico de las soviéticas GPU, OGPU, NKVD, MGD, KGB, infinitos sus nombres a lo largo del tiempo: el MI5 para el interior y el MI6 para el exterior, el primero atento a lo nacional y el segundo a lo internacional); 'Teniente Coronel Provisional en 1945; encargos especiales' (es decir, 'misiones') 'en el Caribe, el África Occidental y el Sudeste Asiático entre 1942 y 1946'. Eso era lo que acababa de leer-. El resto no nos concierne ahora, son mis méritos y publicaciones y empleos, bla bla bla -añadió.

– También Toby estuvo en el MI5, eso se contaba cuando yo enseñé aquí -dije-. Y bueno, la verdad es que en una ocasión él me lo confirmó.

– ¿Te habló de eso? -preguntó Wheeler-. Es raro. Raro y hasta muy raro, debiste de ser de los pocos a los que habló. El estuvo más bien en el MI6, los dos estuvimos en él durante la Guerra, como casi toda la gente de Oxford y Cambridge, quiero decir los que teníamos suficiente formación y desenvoltura y sabíamos lenguas, y habríamos sido de utilidad mucho menor en los frentes, además, aunque alguno nos tocó pisar también. Que nos reclutaran o reclamaran el MI6 o el SOE pronto no tuvo nada de particular, es más, se empezaron a nutrir de nosotros para las tareas y puestos de responsabilidad. -Se percató de que yo no conocía estas últimas siglas y me las aclaró-: Special Operations Executive, funcionó durante la Guerra tan sólo, del 40 al 45. No, miento, fue desmantelado oficialmente en el 46. De verdad y del todo, bueno, supongo que nada de lo que existe se desmantela nunca del todo ni de verdad. Eran eso, ejecutores, y bastante brutos: el MI6 se dedicaba a la investigación y la información, bien, llámalo espionaje y premeditado engaño; el SOE al sabotaje, la subversión, los asesinatos, la destrucción, el terror.

– ¿Asesinatos? -Me temo que ante esta palabra uno nunca sabe reprimirse y callar, aún menos que ante su compañera el terror.

– Sí, claro. Ellos acabaron con Heydrich, por ejemplo, el Protector del Reich en Bohemia y Moravia, una de sus mayores hazañas, qué ufanos estaban, el año 42. Fueron dos resistentes checos los que lanzaron granadas contra su automóvil y lo ametrallaron, pero la operación la había concebido y organizado el Coronel Spooner, uno de los jefes del SOE. Con escasa previsión, mal cálculo y regular ejecución, por cierto, quizá hayas oído hablar de ese episodio o lo hayas visto en películas, no sé si te ha interesado mucho la Segunda Guerra Mundial. Heydrich no recibió heridas mortales de necesidad; se creyó que salvaría la vida, y cada día de su convalecencia (resultó ser su agonía, bien) lo pagaban cien rehenes fusilados al anochecer. Tardó en morirse una semana, imagínate, y si de hecho murió fue, se dice, porque acabó por hacerle muy lento efecto el veneno que llevaban las balas. Bueno, eso según los alemanes: dijeron que habían sido impregnadas de toxina botulínica traída desde América por el SOE, no lo sé, puede que los médicos nazis metieran la pata, quisieran salvar el cuello y se inventaran eso. Pero si la historia es cierta y Frank Spooner mandó en efecto envenenar la munición, ya podrían haberla untado con algo más rápido y fulminante, ¿no?, quizá con curare, como los indios sus flechas y lanzas, ¿no? -Y Wheeler se rió un poco, sin alegría: por primera vez su risa me recordó a la de Rylands, que era breve y seca y un poco diabólica y no sonaba aspirada (ja, ja, ja), sino plosiva, con una t claramente alveolar, como es siempre la t en inglés: Ta, ta, ta, hacía. Ta, ta, ta-. Claro que habría dado lo mismo, la rapidez. Cuando Heydrich murió por fin, los nazis exterminaron a la entera población de Lidice, la aldea en que habían aterrizado con sus paracaídas los agentes del SOE que dirigieron el atentado in situ. No quedó un alma viva, pero eso no les bastó, así que redujeron el lugar a escombros, lo nivelaron, lo borraron del mapa, resultaba extraño su fuerte sentido espacial, una cosa malsana, su inquina a los sitios, como si creyeran en el genius loci, su odio espacial" -'Eso también lo tenía Franco', pensé; 'y por encima de todo odió a mi ciudad, Madrid, porque no lo quiso ni se le rindió hasta el final'-. Eran algo brutos los hombres del SOE, a menudo actuaban sin calibrar si las consecuencias compensaban o no la acción. Algunos soldados los detestaban, los despreciaban. Leí hace unos meses en un libro de Knightley que el Jefe de Bombardeos, Sir Arthur Harris, los tildaba de aficionados, ignorantes, irresponsables y mendaces. Otros dijeron cosas peores. Su efecto más beneficioso fue psicológico, en realidad, y eso no es desdeñable: saber de su existencia y de sus proezas (que eran más bien leyenda) elevaba la moral en los países ocupados, allí se les suponían poderes de los que carecían, y mucha más inteligencia e infalibilidad y astucia de las que jamás tuvieron. Fallaron mucho, ya lo creo. Pero la gente cree lo que necesita creer, eso lo sabemos, y todo tiene su tiempo para ser creído. ¿Dónde estábamos? ¿Por qué hablamos de esto?

– Me contaba de la gente de Oxford y Cambridge que ingresaba en el MI6 o en el SOE. -Basta con que a uno le mencionen y expliquen un nombre para pasar a emplearlo con casi familiaridad. Wheeler había dicho la misma frase que Tupra, 'todo tiene su tiempo para ser creído', pensé si sería un lema, conocido por ambos. Mientras Wheeler hablaba yo había ido echando vistazos al resto de su nota biográfica que ya no nos concernía: un hombre lleno de distinciones y honores, españoles, portugueses, británicos, norteamericanos, Comendador de la Orden de Isabel la Católica, de la del Infante Dom Henrique. Vi que entre sus escritos estaba este título de 1955: The English Intervention in Spain and Portugal in the Time of Edward III and Richard II. 'Lleva la vida entera estudiando las injerencias de su país en el extranjero', pensé, 'desde el siglo XIV, desde el Príncipe Negro, quizá le surgió el interés tras su paso por el MI6'-. Dijo que Toby perteneció al primero.

– Ah sí. Ah ya. Bueno, tú sabes de nuestro privilegio: se nos considera preparados, capacitados por principio para cualquier actividad, tenga o no relación con nuestros estudios o nuestras disciplinas. Y, bueno, esta Universidad lleva demasiados siglos interviniendo a través de sus vástagos en la gobernación de este país para que nos negásemos a colaborar cuando más se nos necesitaba. Tampoco se podía elegir entonces, no eran tiempos de paz. Aunque hubo quien lo hizo, hubo quien se negó. Y lo pagó, muy caro. Toda la vida. También quien fue agente doble y quien traicionó, habrás oído hablar de Philby, Burgess, Maclean y Blunt, su escándalo dosificado a lo largo de los años cincuenta y sesenta, y aun en los setenta, de Blunt nada se supo hasta el 79, cuando Mrs Thatcher decidió incumplir su pacto heredado y hacer público lo que él había confesado en secreto quince años antes, y así hundirlo bien, lo desposeyeron de todo, empezando ridículamente por su título de Sir. En fin, siendo tantos los enrolados, nada hay de extraño en que surgieran cuatro traidores de nuestras Universidades, por suerte fueron de la otra los cuatro, no de la nuestra, eso lleva medio siglo favoreciéndonos calladamente, un poco más. -'El rencor espacial, el castigo al lugar', pensé, 'también aquí'-. Bueno, cuatro: los Cuatro de la Fama del Círculo de los Cinco, pero ha habido muchísimos más. -No entendí a qué se refería: 'The Four of Fame from the Ring of Five', habían sido sus palabras en inglés. Pero esta vez mi ignorancia la disimulé hasta en el gesto, no deseaba que por ella tuviese que interrumpirse más. 'Ring podía ser 'anillo' también-. Yo entré, Toby entró, como tantos otros, no ha dejado de ser algo común, ni siquiera después de la Guerra, siempre han necesitado de todo y han ido a buscarlo a los mejores sitios, a los indicados. Y han necesitado siempre lingüistas, descifradores, gente que supiera idiomas: no creo que haya nadie de la SubFacultad de Eslavas aquí que no les haya prestado algún servicio alguna vez. No de campo, desde luego, ninguna misión, alguien de Eslavas estaba ya demasiado marcado por su profesión para serles útil allí, habría sido como enviar a un espía con un cartel en la frente que dijera 'Espía'. Pero sí los han requerido para traducir, hacer de intérpretes, descifrar, autentificar grabaciones y pulir acentos, realizar escuchas e interrogar, allí en Vauxhall Cross, o en Baker Street. Antes de la caída del Muro, claro está, ahora ya no los necesitan tanto, es el turno de los arabistas y los eruditos del Islam, éstos no se hacen aún verdadera idea de lo que les cae encima, no los dejarán en paz. -Me acordé entonces del cabezudo Rook, eterno traductor de Tolstoy y presunto e inverosímil amigo de Vladimir Nabokov, y de Dewar el Destapador, el Matarife, el Martillo y el Inquisidor (pobre Dewar aquejado de insomnio, y cuan injustos sus alias), que era hispanista pero leía a Pushkin en ruso, según descubrí, deleitándose con sus estancias yámbicas en alta o a media voz. Viejos conocidos de la ciudad de Oxford en la que había permanecido dos años pero siempre de paso, con casi todos había interrumpido el trato al regresar a Madrid. Cromer-Blake y Rylands muertos, con quienes había entablado mayor amistad. Clare Bayes de vuelta a su marido Edward Bayes, tal vez, o con un nuevo amante, en todo caso no quedaba hueco para mí como amigo, o para mí no había justificación, había sido secreta nuestra efusividad. Mantenía con Kavanagh un contacto esporádico, el jefe de mi SubFacultad, hombre divertido, gran hipocondriaco, quizá por eso escribía bajo aquel pseudónimo sus novelas de terror, dos formas distintas de adicción al pavor. Y Wheeler. Pero en realidad él era' ya posterior a mi estancia, más bien una herencia de Rylands y su sucesor, su sustituto o relevo en mi vida, me enteraba ahora de su carácter familiar, el de la herencia y la sucesión, quiero decir./Wheeler se quedó pensativo un momento (quizá se apiadaba de algún arabista conocido suyo, y de su inminente sino acosado por el MI6), y luego retrocedió a algo anterior, insistió-: Es muy raro que Toby te contara nada de eso. A él no le gustaba que se supiera, ni recordar. Como de hecho tampoco a mí, no creas ahora que voy a relatarte andanzas en el Caribe ni en el África Occidental ni en el Sudeste Asiático, según las imprecisas acusaciones del Who's Who. ¿Qué te dijo en aquella ocasión? ¿Te acuerdas de cómo fue?


Sí me acordaba, palabra por palabra casi, en ninguna otra ocasión Rylands me había hablado con tanta intensidad, tan entregado a su memoria y prescindiendo tanto de su voluntad. Era cierto: no le gustaba recordar en compañía, y no quería dejar saber.

– Hablábamos de la muerte -dije. 'Lo grave de que la muerte se acerque no es la propia muerte con lo que traiga o no traiga, sino que ya no se podrá fantasear con lo que ha de venir', había dicho Rylands sentado en una silla de su jardín junto al mismo río pausado que ahora veíamos, el río Cherwell de terrosas aguas, sólo que la casa de Rylands daba a un tramo más selvático, más feérico, y mucho menos sosegador. A veces aparecían cisnes, a los que él lanzaba trozos de pan.

– ¿De la muerte? También eso es raro -comentó Wheeler-. Es raro que hablara Toby, y es raro que nadie hable, más aún si ya se cuenta con ella, por enfermedad o por edad. O por carácter, también. -'Wheeler ya cuenta', pensé, 'pero más por su inteligencia que por su edad.'

– Cromer-Blake estaba ya muy enfermo, nos temíamos lo que luego pasó. Hablar de eso, y del poco tiempo, llevó a Toby a hacer recapitulación. -'Yo he tenido lo que se llama comúnmente una vida plena, o así la considero yo', había dicho Rylands. 'No he tenido mujer ni hijos, pero creo haber tenido una vida de conocimiento, que era lo que me importaba. Nunca he dejado de saber más de lo que sabía antes, y es indiferente dónde quieras poner ese antes, aunque sea hoy, aunque sea mañana.'

– ¿Y te contó entonces lo que había hecho, te contó de sus andanzas? -me preguntó Wheeler, creí notar un poco de aprensión en su voz, como si pudiera estarse refiriendo a algo más concreto que haber colaborado con el MI6, que en el fondo, en Oxford, era algo intrascendente, vulgar.

– Quiso explicarme que él había tenido una vida plena, que no se había limitado al estudio y al conocimiento y a la enseñanza, como podía parecer -contesté. 'Pero también he tenido una vida plena porque esta vida ha tenido acción, e imprevistos', había dicho Rylands-. Y fue entonces cuando me confirmó lo que yo había oído como rumor por ahí: que había sido espía, esa fue la palabra que usó. Y yo deduje que había pertenecido al MI5, no se me ocurrió pensar en el MI6, quizá porque éste nos suena menos a los españoles.

– Eso te dijo. -No hubo tono de interrogación-. Usó esa palabra, hmm -murmuró Wheeler, como hacía tanta gente en Oxford, y Rylands también-. Hmm. -Vi a Peter tan meditativo y curioso que me pareció egoísta y de mal amigo no ampliarle el contexto, que tan bien recordaba, y no citarle verbatim a su hermano menor-. Hmm -musitó otra vez.

– 'Yo he sido espía', me dijo, 'como seguramente has oído y como lo han sido tantos de nosotros porque eso puede ser parte de nuestra tarea; pero no de oficina, como lo son ese Dewar de tu departamento y la mayoría, sino de campo'. -Noté en los ojos de Wheeler que acusaba la coincidencia con algunas de las expresiones que acababa él de emplear.

– ¿Dijo algo más? -preguntó.

– Sí, dijo más: habló un rato seguido, casi como si yo no estuviera, y añadió algunas cosas. Por ejemplo dijo: 'Yo he estado en la India y en el Caribe y en Rusia, y he hecho cosas que ya no puedo contar a nadie porque resultarían ridículas y no se creerían, yo sé bien lo que se puede contar y lo que no se puede según los tiempos, porque he dedicado mi vida a saberlo en la literatura, y lo distingo'.

– Tenía razón Toby en eso, hay cosas que ya no pueden contarse aunque hayan pasado, o difícilmente. Los hechos de guerra suenan pueriles en los tiempos de relativa paz, y que algo haya ocurrido no es suficiente para admitir su relato, no basta con que sea cierto para resultar plausible. La verdad se vuelve inverosímil a veces con el paso del tiempo; se aleja, y entonces parece fábula, o ya no más la verdad. A mí mismo me parecen ficticios episodios que yo he vivido. Episodios importantes, pero de los que el tiempo que sigue comienza a dudar, quizá no tanto el propio, el de uno, cuanto las épocas, son las épocas nuevas las que rebajan lo anterior y lo que ellas no vieron, no sé, casi como si le tuvieran celos. A menudo el presente infantiliza el pasado, tiende a convertirlo en fantasioso y pueril, y así nos lo deja inservible, nos lo estropea. -Hizo una pausa, asintió con la cabeza al cigarrillo que dubitativamente me había llevado a los labios tras beberme el café (no sabía si podía molestarlos el humo a aquellas horas). Miró por la ventana hacia el río, hacia su tramo de río más civilizado y armónico que el de Toby Rylands. Había perdido momentáneamente toda prisa y toda impaciencia, suele ocurrir eso cuando se rememora a los muertos-. Quién sabe si no morimos por eso, en parte: porque se nos anula del todo lo que hemos vivido, y entonces caducan hasta nuestros recuerdos. Caducan las vivencias primero. Y luego también nuestros recuerdos.

– También todo tiene su tiempo para no ser creído, es eso, ¿verdad?

Wheeler sonrió vagamente, como a su pesar. No le pasó inadvertida mi inversión de su frase de hacía poco, del lema posible que compartía con Tupra, si es que era un lema y no una coincidencia de sus pensamientos, una afinidad más entre ambos.

– Pero aun así te contó -murmuró entonces Wheeler, y más que aprensión creí notar ahora fatalidad o vencimiento o resignación en su voz, es decir, rendición.

– No se crea, Peter. Contó y no contó. Aunque se abstrajera a veces, él nunca perdía del todo su voluntad, creo yo, ni decía más de lo que tenía conciencia de querer decir. Aunque fuera una conciencia remota o recóndita, o amortiguada. Exactamente igual que usted.

– ¿Qué más contó y no contó, así pues? -Dejó de lado mi última observación, o se la guardó para más adelante.

– En realidad no contó, sólo dijo. Dijo: 'Nada de esto debe ya ser contado, pero yo he corrido riesgos mortales y he delatado a hombres contra los que no tenía nada personalmente. Yo he salvado vidas y a otra gente la he enviado al paredón o a la horca. Yo he vivido en África, en lugares inverosímiles y en otras épocas, y he visto matarse a la persona que amaba'.

– ¿Eso dijo, 'he visto matarse…'? -No repitió entera la frase. Era grande la sorpresa de Wheeler, o era irritación acaso-. ¿Y eso fue todo? ¿Dijo quién, cómo fue?

– No. Recuerdo que se paró en seco entonces, como si su voluntad o su conciencia le hubieran dado a su memoria un aviso, para que no se extralimitara; luego añadió: 'Y asistí a combates', me acuerdo bien. Después siguió hablando, pero de su presente. Ya no dijo más de su pasado, o sólo en términos muy generales. Aún más generales.

– ¿Puedo saber qué términos fueron esos? -La pregunta de Wheeler no sonó autoritaria, sino más bien tímida, como si me pidiese permiso; fue casi un ruego.

– Cómo no, Peter -le contesté, y en verdad no hubo reserva ni insinceridad en mi tono-. Dijo que su cabeza estaba llena de recuerdos nítidos y fulgurantes, espantosos y exaltadores, y que quien pudiera verlos en su conjunto como él los veía pensaría que eran suficiente para no querer más, para que la sola rememoración de tantos hechos y tantas personas emocionantes llenara los días de la vejez más intensamente que el presente de tantos otros. -Me detuve un instante, para darle tiempo a escuchar las palabras interiormente-. Con bastante aproximación, esos fueron sus términos o eso vino a decir. Y añadió que no era así, sin embargo. Que no era así, en su caso. Dijo que seguía queriendo más. Dijo que aún lo quería todo.

Ahora Wheeler pareció a la vez aliviado y entristecido e inquieto, o tal vez no era una cosa ni la otra ni otra, sino conmovido. Seguramente en su caso tampoco era así, por muchos recuerdos fulgurantes y nítidos que conservara. Seguramente nada llenaba bastante los días de su vejez, pese a sus maquinaciones y esfuerzos.

– Y tú le creíste todo eso -dijo.

– No tenía por qué no -contesté-. Y además habló con verdad, eso lo sabe uno a veces sin asomo de duda, que alguien habla con verdad. No son muchas, eso es cierto -añadí-. En las que no quepa ni la menor duda.

– ¿Recuerdas cuándo fue eso, aquella conversación?

– Sí, era Hilary de mi segundo curso aquí, hacia finales de marzo.

– Eso es un par de años antes de su muerte, ¿verdad?

– Más o menos, quizá algo más. Puede que por entonces ni siquiera nos hubiera presentado aún, a usted y a mí. Usted y yo debimos de coincidir por primera vez ya en Trinity de aquel año, poco antes de mi regreso definitivo a Madrid.

– Teníamos ya edad, Toby y yo, muy eméritos los dos. Nunca creí que yo fuera a tener tanta más, no sé cómo la habría él llevado, toda esa que se me ha añadido, y a él no. Probablemente mal, peor que yo. Era más quejoso porque también era más optimista, y por lo tanto más pasivo, ¿no le parece, Estelle?

Me sorprendió que de pronto llamara a la señora Berry por su nombre de pila, nunca se lo había oído, y no eran pocas las veces en que él había estado solo conmigo y aun así se había dirigido a ella siempre como 'Mrs Berry'. Pensé si la índole de la conversación no tendría algo que ver. Como si con ella me estuvieran abriendo una puerta o varias (no sabía aún cuál ni cuántas), entre ellas la de su cotidianidad sin testigos. Ella siempre lo llamaba 'Professor', que no significa 'profesor' en Oxford, sino más bien catedrático p jefe de departamento, luego hay tan sólo un Professor en cada SubFacultad, y los demás son meros dons. Y esta vez la señora Berry le correspondió y le dijo asimismo 'Peter' a secas. Así debían de llamarse cuando estuvieran a solas, Peter' y Estelle, pensé. Imposible saber si se tuteaban, en cambio, ya que en el actual inglés no hay distinción alguna entre el 'tú' y el 'usted', only 'you'.

– Sí, Peter, tiene razón. -Decidí imaginar que habrían conservado el 'usted', de haberse hablado en español, como yo se lo conservaba mentalmente a Wheeler cuando me dirigía a él en su lengua-. Él confiaba en que las personas vinieran y las cosas llegaran por sí solas, así que se decepcionaba más. No sé si era más optimista o más orgulloso. Pero no iba por ellas. No iba a buscarlas como usted. -Él tono calmado y discreto de la señora Berry fue sin embargo el habitual, no percibí la menor variación.

– No son características excluyentes, Estelle, el orgullo y el optimismo -le respondió un Wheeler levemente profesoral-. Fue él quien me habló de ti -dijo a continuación mirándome, y en él sí hubo un claro cambio de tono respecto a los últimos que había empleado: se le había disipado la bruma (la aprensión o la irritación posible o la fatalidad), como si tras unos momentos de alarma lo hubiera tranquilizado comprobar que yo no sabía demasiado de Rylands pese a sus confidencias improvisadas de aquel día de Hilary de mi segundo año en Oxford. Que su rememoración no había traicionado del todo a su voluntad en mi presencia, y quizá en la de nadie nunca, así pues. Que yo sabía de su pasada condición de espía y de algunos imprecisos hechos sin fecha ni lugar ni nombres, pero nada más. Volvió a sentirse con dominio de la situación tras su breve desequilibrio, se lo noté en los ojos, se lo noté en el dejo algo didáctico de la voz. Sin duda lo desazonaba descubrir que no poseía todos los datos, si había creído que sí, y ahora dio por sentado que de nuevo contaba con todos, con los que le hacían falta o le proporcionaban holgura y comodidad. A la luz de la mañana algo avanzada se le veían muy transparentes los ojos, no tan minerales como solían sino mucho más líquidos, como eran los de Toby Rylands o su derecho al menos, el que tomaba el color del jerez o el color del aceite según lo iluminara el sol, y predominaba y asimilaba al otro cuando se los contemplaba a distancia: o quizá es que uno se atreve a encontrar más parecidos entre las personas cuando se sabe apoyado por la consanguinidad de éstas. Wheeler no me había explicado todavía nada de aquel parentesco ignorado hasta entonces, pero apenas si me había costado aplicarle esa corrección a mi pensamiento y no verlos ya más como amigos, sino como hermanos. O como hermanos además de amigos, esto en todo caso debían de haberlo sido. Los ojos de Wheeler me parecieron ahora casi dos gotas gruesas de vino rosado-. Fue Toby quien me adelantó que tú podías ser como nosotros, tal vez -añadió.

– ¿En qué sentido como nosotros? ¿Qué quiere decir? ¿Qué quiso decir?

Wheeler no me contestó directamente. La verdad es que lo hacía muy rara vez.

– Ya no queda apenas gente así, Jacobo. Nunca hubo mucha, más bien poquísima, de ahí lo reducido que siempre fue el grupo, y lo disperso. Pero en estos tiempos la escasez es absoluta, no es tópico ni exageración decir que estamos en vías de galopante extinción. Nuestros tiempos se han hecho ñoños, melindrosos, en verdad mojigatos. Nadie quiere ver nada de lo que hay que ver, ni se atreve a mirar, todavía menos a lanzar o arriesgar una apuesta, a precaverse, a prever, a juzgar, no digamos a prejuzgar, que es ofensa capital, oh, es de lesa humanidad, atenta contra la dignidad: del prejuzgado, del prejuzgador, de quién no. Nadie osa ya decirse o reconocerse que ve lo que ve, lo que a menudo está ahí, quizá callado o quizá muy lacónico, pero manifiesto. Nadie quiere saber; y a saber de antemano, bueno, a eso se le tiene horror, horror biográfico y horror moral. Se requieren para todo demostraciones y pruebas; el beneficio de la duda, lo que así se ha llamado, lo ha invadido todo, sin dejarse una sola esfera por colonizar, y ha acabado por paralizarnos, por hacernos formalmente ecuánimes y escrupulosos e ingenuos, y en la práctica idiotas, completos necios. -Esta última palabra la dijo así, en español, sin duda porque en inglés no existe ninguna que se le asemeje fonética ni etimológicamente: 'utter necios', le salió al mezclar-. Necios en sentido estricto, en el sentido latino de nescius, el que no sabe, el que carece de ciencia, o como dice vuestro diccionario, ¿conoces la definición que da? 'Ignorante y que no sabe lo que podía o debía saber', te das cuenta: lo que podía o debía saber, es decir, el que ignora a conciencia y con voluntad de ignorar, el que rehúye enterarse y abomina de aprender. El satisfecho insipiente. -Y tanto para la cita como para este adjetivo último recurrió también al español: siempre se recuerdan términos de las lenguas ajenas que sus hablantes ya no usan ni casi conocen-. Y es así, para necia, como se educa a la gente desde la niñez, en nuestros países tan pusilánimes. No es una evolución ni una degeneración naturales, no es casual, sino algo procurado, deliberado, institucional. Todo un programa para la formación de conciencias, o para su anulación (para la anulación del carácter, ça va sans dire!). Hoy se detesta la certidumbre: eso empezó como moda, quedaba bien ir contra ellas, los simples las metieron en el mismo saco que a los dogmas y las doctrinas, los muy ramplones (y hubo entre ellos intelectuales), como si todo fueran sinónimos. Pero la cosa ha hecho fortuna, ha arraigado, y hasta qué punto. Hoy se aborrece lo definitivo y seguro, y en consecuencia lo ya fijado en el tiempo; y es en parte por eso por lo que también se detesta el pasado, a menos que se logre contaminarlo con nuestra vacilación, o que pueda contagiárselo de la indefinición del presente, ya se intenta sin cesar. Hoy no se tolera saber que algo ha sido; que haya sido ya y haya sido así, como fue, a ciencia cierta. En realidad no se tolera no ya saberlo, sino su mero haber sido. Sin más, sólo eso: que haya sido. Sin nuestra intervención, sin nuestra ponderación, cómo decir, sin nuestra indecisión infinita ni nuestra escrupulosa aquiescencia. Sin nuestra tan querida incertidumbre como imparcial testigo. Esta época es tan soberbia, Jacobo, como no ha habido otra desde que yo estoy en el mundo (ríete tú de Hitler), y se me hace difícil creer que la pudiera haber antes. Ten en cuenta que cada día que me levanto he de hacer un notable esfuerzo, y recurrir a la ayuda de amigos más jóvenes como tú mismo, para olvidarme de que guardo memoria directa de la Primera Guerra Mundial, o como la llamáis vosotros para mis mayores escozor y escarnio, de la Guerra del 14. Ten en cuenta que una de las primeras palabras que yo aprendí o retuve, a fuerza de oírla, fue 'Gallípoli', parece increíble que ya viviera cuando ocurrió aquella matanza. Tan soberbia es la época que en ella se da un fenómeno que yo imagino sin precedentes: el rencor que hacia el pasado siente el presente^ hacia lo que osó suceder sin nosotros aquí, sin nuestra cauta opinión ni nuestro dubitativo consentimiento, y lo que todavía es peor, sin nuestro provecho. Lo más extraordinario es que ese resentimiento no obedece, en apariencia al menos, a la envidia de esplendores pretéritos que se fueron sin incluirnos, a la aversión por una excelencia de la que tuviéramos percepción y a la que no contribuimos, que no probamos y nos perdimos, que nos desdeñó y no presenciamos, porque la jactancia de nuestro tiempo es de tal calibre que no puede admitir la idea, ni siquiera la sombra o la niebla o el vaho de ninguna superioridad antigua. No, es tan sólo el rencor hacia lo que no ha podido abarcarse y nada nos debe hacia lo que ya concluyó y por tanto se nos escapa. Escapa a nuestro control y a nuestras maniobras y decisiones, por mucho que los gobernantes vayan hoy pidiendo perdón por las tropelías de sus antecesores, y hasta viendo de repararlas con ofensivos dineros a los descendientes de los dañados, y por mucho que esos descendientes se los embolsen de grado y aun los reclamen, a su vez unos aprovechados, unos caraduras. No se ha visto estupidez mayor ni mayor farsa, por ambas partes: cinismo en los que dan, cinismo en los que reciben. Y un acto más de soberbia: ¿cómo se arrogan un Papa, un Rey o un Primer Ministro el derecho a atribuir a su Iglesia, a su Corona o a su país, a los de su tiempo, las culpas de sus predecesores, las que éstos nunca vieron así ni reconocieron hace siglos? ¿Quiénes se creen que son nuestros representantes, nuestros gobiernos, para pedir perdón en nombre de quienes fueron libres de hacer e hicieron, y ya están muertos? ¿Quiénes son para enmendarlos, para contradecir a los muertos? Si fuera sólo simbólico, sería una memez, nada más, engolamiento y propaganda. Pero no hay simbolismo posible si además hay 'compensaciones', grotescamente retrospectivas y nada menos que monetarias. Cada persona es cada persona y no se prolonga en sus remotos vástagos, ni siquiera en los inmediatos, que a menudo son infieles; y de nada sirven estas transacciones gestos a quienes fueron damnificados, a quienes se persiguió y torturó, se esclavizó y asesinó de veras en su única y verdadera vida: esos están bien perdidos en la noche de los tiempos y en la de las infamias, que sin duda no será menos larga. Ofrecer o aceptar disculpas ahora, vicariamente, exigirlas o presentarlas por el mal infligido a unas víctimas que nos son ya informes y abstractas, es una burla, y no otra cosa, de sus carnes chamuscadas concretas y sus cabezas segadas, de sus pechos agujereados concretos, de sus huesos partidos y sus gargantas cortadas. De sus concretos y desconocidos nombres de los que fueron privados o a los que renunciaron. Una burla del pasado. No se lo soporta, no, el pasado; no soportamos no poder remediarlo, no haberlo podido conducir, dirigir; ni evitarlo. Así que se lo tergiversa o se lo truca o altera si resulta posible, se lo falsea, o bien se hace de él liturgia, ceremonia, emblema y al final espectáculo, o simplemente se lo mueve y remueve para que parezca que intervenimos a pesar de todo y aunque esté ya bien fijado, de eso hacemos caso omiso. Y si no lo es, si no es posible, se lo borra entonces, se lo suprime, se lo destierra o expulsa, o se lo sepulta. Eso se consigue, Jacobo, lo uno o lo otro se logra demasiadas veces porque el pasado no se defiende, no está en su mano. Y así hoy nadie quiere enterarse de lo que ve ni de lo que pasa ni de lo que en el fondo sabe, de lo que ya se intuye que será inestable y movible o será incluso nada, o en un sencido no habrá sido. Nadie está dispuesto por tanto ¡a saber con certeza nada, porque las certezas se han abolido, como si estuvieran apestadas. Y así nos va, y así va el mundo.

La mirada de Wheeler se había adensado e iluminado mientras hablaba, sus ojos me parecieron gotas de moscatel ahora. No era sólo que le gustara perorar, como a cualquier antiguo conferenciante o docente. Era también que la índole de aquellas reflexiones suyas lo encendía por dentro y un poco por fuera, como si la cabeza ardiente de una cerilla le chisporroteara en cada pupila. Él mismo se dio cuenta, cuando se detuvo, de que estaba agitado, y por eso no tuve reparo en enfriarlo con mi respuesta, o en decepcionarlo, la expresión inquieta de la señora Berry -entre los dos escindida- me recordó que mucha excitación dialéctica lo perjudicaba.

– Usted me perdonará, Peter, pero lamento confesarle que no entiendo del todo lo que me está diciendo -le contesté, aprovechando su pausa (que en principio quizá era sólo para tomar aliento) -. No he descansado mucho y debo de estar muy torpe, pero la verdad es que no sé bien de qué me habla.

– Dame un cigarrillo -dijo. No solía fumarlos. Le alcancé mi paquete. Cogió uno, se lo alumbré, lo sostuvo entre los dedos con poca mafia, dio dos caladas y en seguida lo vi apaciguarse, para eso sirve el tabaco a veces, digan los médicos lo que quieran-. Ya sé, ya sé. Parece que divago, pero no estoy divagando, no en realidad, Jacobo. He estado hablándote de lo que estamos hablando, no me retires la atención, no te equivoques. No he olvidado lo que me has preguntado. Qué he querido decir, y a qué se refería Toby cuando me avisó de que tú podías ser como nosotros, es eso, ¿no?

– Eso es, exacto. ¿Y qué fue lo que quiso decir? Aún no me lo ha explicado.

– Sí te lo estoy explicando. Pero espera. -La ceniza empezó ya a crecerle. Le arrimé el cenicero, pero aún no hizo caso-. Aunque estuvimos separados durante bastantes años y sin saber uno del otro, conocía bien a Toby, y en algunas cuestiones me fiaba mucho de su criterio (no en todas, desde luego, poca confianza tenía en sus juicios literarios). Pero lo conocía más o menos, tanto al niño que ya estaba también en el mundo cuando mandaron a nuestros mayores al matadero en Gallípoli con los australianos…, todos como cochinos, algunos con sus bayonetas tan sólo, sin balas…, cuanto al jubilado colega universitario y vecino del río de sus últimos años; vecinos cuando yo venía, claro. Cuando coincidíamos. -Hizo un breve inciso rememorativo e histórico, tal vez el que había aplazado para acabar su anterior frase; hizo, así, otra pausa-: ('Anzac', los llamaron, no sé si lo sabes: un acrónimo de Australian and New Zealand Army Corps; y los Anzacs, así en plural, fue el nombre hoy glorioso de aquellos inútiles sacrificados nuestros, los de Chunuk Bair, los de Suvla… Tantos ha habido en mi tiempo, y tantos por eso, por no ver lo que estaba a la vista y no saber lo que era sabido, tantos en el transcurso de una sola vida. La mía es larga, de acuerdo, pero es sólo una. Da miedo pensar en los sacrificados que ha habido y que seguirá habiendo por eso, por no atreverse y no querer… Cuánto desperdicio.) Llevamos vidas sorprendentemente paralelas, Toby y yo, para habernos despedido el uno del otro en la preadolescencia, y haberse él mudado de país y de continente. Quiero decir en nuestras carreras, en lo accesorio, fue gracioso que obtuviéramos sendas cátedras en la misma Universidad inglesa (y no cualquiera) al cabo del tiempo. No fue tan casual, en cambio, que ambos formáramos parte del grupo, yo lo recluté a él, supongo. La historia de nuestros apellidos es trivial, te lo he advertido, no gran misterio. Nuestros padres se divorciaron cuando teníamos unos ocho y nueve años respectivamente, hacia 1922 o por ahí, él un año menor, ya te he dicho. Nos quedamos con mi madre, entre otras razones porque nuestro padre corrió a apartarse, yo creo que no quiso ver cómo mi madre iba a acercarse a otro hombre más pronto o más tarde, él estaba seguro (aunque eso lo creo ahora; bueno, y desde hace tiempo). Se trasladó a Sudáfrica, y pareció no echarnos demasiado en falta. Tanto lo pareció, y durante años eternos, que lo tomé por indudable y cierto, y el rencor se me hizo fácil. Nuestro abuelo materno, nuestro abuelo Wheeler, decidió hacerse cargo de sus dos nietos, económicamente hablando. Y como sólo tenía esos, apellidados Rylands como era lógico, mi madre, nada experta sin duda en la psicología de los preadolescentes, cambió su nombre y el nuestro, es decir, recuperó el suyo de soltera y también nos lo colocó a nosotros: una forma de perpetuar al abuelo, imagino, nominalmente; quién sabe si él no la impuso. La cosa se hizo oficial a todos los efectos en 1929, mediante escritura legal -'by deed poll', fue la expresión inglesa, la había visto en el Who's Who-, pero ya veníamos utilizando ese apellido Wheeler desde poco después del divorcio. Así estábamos inscritos en el colegio, y así se nos conocía ya en Christchurch, donde nacimos. La medida de la pobre Rita, mi madre, fue una probable muestra de gratitud o una compensación al abuelo, su padre, y una más probable y pueril represalia contra el nuestro, su ex-marido Hugh. Casi de un día a otro pasamos de sentirnos Peter y Toby Rylands a ser los hermanos Wheeler, sin padre y sin patronímico sensu stricto. Pero así como yo no protesté por ello (luego me he dado cuenta de la turbación, de los desarreglos, cómo decir: de que el rótulo de una identidad no se cambia impunemente), Toby se rebeló desde el primer momento. Seguía contestando 'Toby Rylands' cuando le preguntaban su nombre y así seguía firmando en el colegio, hasta en los exámenes. Y al cabo de dos o tres años de forcejeos y de infelicidad evidente, no sé, a los once, expresó su estridente deseo no sólo de conservar su apellido de siempre, sino de irse a vivir con su padre. Le tuvo más afecto que yo, más admiración, más camaradería y más dependencia; era más sentimental, a la media o a la larga no debió de tolerar perdernos a mí y a mi madre, aunque jamás me lo dijo, en efecto era orgulloso; pero a su padre lo echó más de menos, inmensamente; y el rencor que yo desarrollé en contra de él, a Toby fue creciéndole contra nuestra madre. Por asimilación o por intuición, también contra nuestro abuelo Wheeler, al que nunca consiguió no ver como a un suplantador o rival de su padre, quizá el abuelo no era tan paternal con su hija. Y yo no me salvé tampoco, ningún Wheeler. El disgusto y la hostilidad de Toby se hicieron tan insoportables, para él y para nosotros, que al final mí "madre accedió a su traslado, en el caso de que nuestro padre estuviera dispuesto a llevárselo y cargar con él, lo cual parecía improbable. Que mi padre lo aceptara contra todo pronóstico (o contra el mío, un desideratum más que otra cosa, he comprendido más tarde) contribuyó no poco a que quisiera eliminarlo a él de mi conciencia enteramente, como si nunca hubiera existido, y asimismo, por asimilación y por despecho, a que casi lograra suprimir a mi hermano de mis recuerdos, que lo había preferido a él y se había marchado. Bueno, ya sabes, nos ocurre siempre, en la edad adulta y aun en la vejez, te lo aseguro: pero en la infancia es aún más acusada la sensación de abandono y desdicha y de traición: es eso: de deserción sufrida) para el que permanece quieto, allí donde estaba, mientras otros se largan y desaparecen. También cuando los otros se mueren, la impresión no es muy distinta, para mí al menos, algo de rencor guardo a mis muertos. Él se fue a Sudáfrica y yo me quedé en Nueva Zelanda. No es que aquello fuera mejor, Sudáfrica, ninguna razón objetiva para creerlo, pero para mí se convirtió entonces en un lugar infinitamente más atractivo, y pronto empecé a impacientarme, a desear que me llegara la edad universitaria que me haría salir del país, tal vez, en mi percepción, ensombrecido y menguado por las ausencias, y venir aquí. Lo hice por fin a los dieciséis años, metido en un barco tan lento que pareció no ir a arribar a destino, llamándome ya Wheeler oficialmente. Yo no lo recuerdo ni tampoco lo creo cierto, porque alguna clase de posterior agravio he sentido respecto a mi cambio de nombre, el cambio defacto más que el de iure, pero decía mi madre que la escritura legal se tramitó por mi conveniencia, si es que no por complacerme. Es verdad que en los años veinte y aun en los treinta todo era más fácil y natural, y en muchos aspectos se era más libre que ahora: ni el Estado ni la justicia regulaban ni intervenían tanto, dejaban respirar y moverse, eso está hoy acabado, nuestra obsesión tutelar no existía, ni se habría consentido. Así que es posible que al cabo del tiempo mi nombre hubiera sido Wheeler de todas formas y a cualquier efecto sin necesidad de papeleos, sancionado por el uso y por la costumbre, del mismo modo que Toby pudo irse con su padre tras el mero acuerdo de los progenitores y el visto bueno de mi madre, sin que ninguna autoridad ni juez, que yo sepa, se entrometieran en cuestión tan privada. Fuera como fuese, fue entonces cuando pasé a llamarme Wheeler también legalmente, y de muy buen grado. No hace falta decir que la escritura me afectó a mí nada más, y no a Toby (sólo habría faltado), de quien hacía ya cuatro años que apenas sabía. No mantuvo contacto directo, o bueno, ni él ni yo lo procuramos. De tarde en tarde tenía alguna vaga noticia suya a través de mi madre, a quien a su vez llegaban sobre todo, me temo, a través de nuestro padre. Y él tendría algunas mías por el mismo conducto a la inversa. Vagas, siempre vagas. Así que yo nací 'Peter Rylands' y lo fui hasta los nueve o diez años, si es que no hasta los dieciséis in partibus. Pero no te creas, él también fue 'Toby Wheeler' durante un periodo, bien que a su pesar, desde luego: no sabes cómo se mortificaba con eso en nuestro colegio de Christchurch, por ejemplo cuando pasaban lista. No suele ocurrir con el que al nacer le dan a uno, pero de Toby puede decirse en justicia que, además de recibirlo, conquistó o se ganó su nombre. -Wheeler cambió de expresión un instante, y ya supuse, al ver la nueva, que ahora venía alguna observación irónica o humorística-. Y eso que con el de pila nunca estuvo muy conforme, el mismo que el de nuestro abuelo Wheeler, le tocó a él, mala suerte. De haber sido ese el sometido a cambio, lo habría aceptado con gusto, estoy seguro. Y a lo mejor habríamos seguido juntos entonces, quién sabe. Decía que le recordaba al pesadísimo caballero de Noche de Reyes, Sir Toby Belch -en realidad dijo 'Twelfth Night', no iba a llamar él de otro modo a esa obra de Shakespeare-, sabes lo que significa 'belch', ¿verdad? Luego, ya de adulto, se reconcilió con el nombre un poco, cuando leyó Tristram Shandy, gracias al personaje del Tío Toby. -Y Wheeler pareció dar por terminadas aquí sus explicaciones sobre Wheeler y Rylands, porque añadió a manera de cierre-: Ya ves. Te lo he dicho. Una historia trivial. Un divorcio. El apego a un nombre. A una madre. A un padre. Una segregación. La aversión a otro nombre. A una madre. Y a un abuelo. A un padre. -Estaba mezclando las dos subjetividades, la suya y la de su hermano-. No gran misterio. -Tuve entonces la impresión, por la lentitud con que las fue soltando, de que esperaba una refutación mía a esas palabras, ahora que me había relatado la historia; pero si fue así, no la obtuvo. Él debía saber que no era trivial en modo alguno (aquella separación de los bandos tan drástica; Rylands diciéndome en su día 'cuando salí de África por primera vez', como si allí hubiera nacido y negando sin más, por tanto, sus diez u once iniciales años en Nueva Zelanda, en otro continente aunque fueran islas), y que en ella sí había misterio, por mucha naturalidad que hubiera puesto al contarla. Y la debía de haber contado tan sólo en parte: no había contado el misterio mismo, sino la parte que lo bordeaba, o que como una flecha lo señalaba.

– ¿Y luego? -le pregunté- ¿Cuándo volvieron a encontrarse?

– Ya en Inglaterra, mucho más tarde. Para entonces yo era ya Wheeler de veras y él era Rylands. Creo que ya era el que soy, si soy el que creo ser. Yo lo busqué, no nos encontramos. No exactamente. Pero esa es otra historia.

– Seguro que lo es -respondí, acaso un poco impacientado sin querer estarlo: el escaso sueño me pasaba factura en algunos momentos, y lo que a uno lo atañe tiene mala espera, aunque sea sólo un comentario-. E imagino que en algún punto de ella se esconderá la respuesta a mi ya vieja y por usted provocada pregunta: en qué podía ser yo como ustedes dos, según Toby. No irá a decirme que era por mi variable nombre de pila, ya sabe: usted y otros me llaman Jacobo, pero Luisa y muchos más me dicen Jaime, y hasta los hay que me conocen por Diego o Yago. Por no hablar de Jack, aquí en Inglaterra. No es nada infrecuente.

Wheeler notó mi leve impaciencia, esas cosas no se le escapaban. Vi que lo divertía, en absoluto lo azoraba, ni lo apremiaba.

– Yo lo llamo Jack, por ejemplo -dijo tímidamente la señora Berry-. Espero que eso no lo incomode…, Jack. -Y esta vez dudó al pronunciar el nombre.

– En modo alguno, Mrs Berry.

– ¿Y por cuál te conoces tú a ti mismo? -aprovechó Wheeler para preguntarme.

No lo tuve que pensar ni un segundo.

– Por Jacques. Es así como me lo aprendí, y lo hice mío de niño. Aunque así no me haya llamado casi más que mi madre. Ni siquiera me lo concede mi padre.

– Ahí lo tienes -dijo Wheeler en tono absurdamente demostrativo. 'Thereyou are', fue su expresión, que no se me ocurre traducir aquí de otra forma-. Pero no, Toby no se refería a eso, ni yo tampoco -añadió en seguida-. Él me había hablado bastante de ti, antes de que tú y yo nos conociéramos. De hecho, en parte, llegamos a conocernos por eso, él despertó mi curiosidad. Que tú podías ser como nosotros acaso… Eso me lo había adelantado, y me lo confirmó después en alguna ocasión en que surgió hablar del viejo grupo. Pero claro, tú ya no vivías aquí por entonces, ni podía pensarse que fueras a regresar algún día para quedarte. Descuida, no quiero decir que ahora te vayas a quedar para siempre, estoy seguro de que volverás a Madrid más pronto o más tarde, los españoles no aguantáis alejados de vuestro país demasiado tiempo; aunque seas madrileño, sois los menos añorantes. Pero has regresado para quedarte indefinidamente en principio, valga la contradicción relativa, y eso ya es mucho regreso. Así que lo que Toby opinaba adquiere de pronto postumamente, cómo decirlo, un suplemento de interés práctico. Sobre todo porque yo también lo opino (al fin y al cabo él ya no tiene influencia, ni ya pueden apretarlo), tras haberte frecuentado bastante desde su muerte. Intermitentemente, desde luego, pero van siendo muchos años. En sus juicios literarios no confiaba gran cosa, ya te he dicho. Pero sí en cambio en los personales, en sus juicios sobre las personas, en su interpretación y anticipación, las veía, o como decís vosotros, las calaba. -Y estas últimas dos palabras las dijo en mi lengua-. En eso rara vez se equivocaba, era poco menos que infalible. Casi tanto como yo -Rió un segundo estudiadamente, para anular o rebajar la inmodestia-. Posiblemente más que nuestro amigo Tupra, que es muy bueno, o que esa chica que tiene tan competente, supongo, a vosotros os ha tocado una época que no pone tanto a prueba: también española, esa chica, o sólo a medias, me ha hablado varias veces de ella pero nunca consigo recordar su nombre, dice que será con el tiempo la mejor del grupo, si se las apaña para retenerla lo suficiente, esa es una de las dificultades, la mayoría se cansa y lo deja pronto. Toby era casi tan infalible como tú debes de serlo, en tu época de menor exigencia. Bueno, según él. Él creía que lo serías más que él mismo, que podrías superarlo en cuanto tomarás conciencia primero, y te desprendieras luego de ella, ó te la aplazaras al menos, como hicimos los que la teníamos, los que la tenemos, conciencia. Indefinidamente en principio, valga también esa contradicción relativa para el aplazamiento de las conciencias. Pero la verdad, no sé yo si llegarías a tanto.

– ¿De qué grupo habla, Peter? Lo ha mencionado ya varias veces. -Intenté cambiar de pregunta. Pero ya no sentía impaciencia, había sido refleja, un instante. Y si a él le había entrado antes prisa, era seguro que se había debido sólo a mi tardanza en bajar despierto, con la que no había contado, los incumplimientos de sus horarios y planes mentales lo alteraban y fastidiaban. Pero ahora que me tenía delante, disfrutaba intrigándome, y con mi expectativa: no iba a arruinar su representación prevista, quizá soñada, acelerándola. Como era de esperar, no me contestó a la pregunta nueva, sino por fin a la antigua. Claro que con medias palabras tan sólo, o a lo sumo con tres cuartos. Enteras, ya lo he dicho, no debía de conocerlas. No debían de existir siquiera.

– Toby me dijo que siempre admiraba, a la vez que temía, el don especial que tenías para captar los rasgos característicos y aun esenciales, tanto exteriores como interiores, de tus amigos y conocidos, a menudo inadvertidos, ignorados por ellos mismos. O incluso de gente que sólo habías visto de refilón o de paso, en una asamblea o en una high table, o con la que te habías cruzado en un par de ocasiones por los pasillos o las escaleras de la Tayloriana sin intercambiar palabra. Creo que además le escribiste una vez, al poco de irte, unas breves semblanzas de algunos colegas nuestros, para su diversión, ¿no es cierto?

Aquello me sonó vagamente. Hacía tanto tiempo que se me había borrado cualquier vestigio. Uno olvida mucho más lo que escribe que lo que lee, si le va dirigido; lo que envía que lo que recibe, lo que dice que lo que escucha, cuando agravia que cuando es ofendido. Y aunque uno crea que no, va borrando más de prisa lo habido con los que ya están muertos. Unas pequeñas viñetas, tal vez, unas pocas líneas, sí, sobre mis colegas de la época en Oxford, los de la SubFacultad de Español, que Rylands, Professor de Literatura Inglesa recién retirado entonces, conocía bien, aunque no tanto como el propio Wheeler, jefe directo de la mayoría de ellos durante años y hasta su jubilación, sobre todo de los que ya eran veteranos en aquel tiempo. Me dio repentina vergüenza retrospectiva, iba haciendo memoria difusa: quizá habían sido unas semblanzas festivas, afectuosas pero una pizca maliciosas o irónicas. Por eso debí de negarlo, en primera instancia.

– No recuerdo yo eso -dije-. No, no creo haberle escrito ninguna semblanza de nadie. Puede que de viva voz, eso puede. Hablábamos mucho de todo, de todos.

– ¿Me pasa la carpeta, por favor, Estelle?

– le pidió Wheeler a la señora Berry, y ésta sacó una y se la alcanzó al instante, como si fuera el instrumental de un médico que su enfermera le tiene listo. Debía de haberla guardado todo aquel rato sobre su regazo, como un tesoro. Wheeler se la echó bajo el brazo o más bien bajo la axila. Se levantó a continuación y me dijo-: Salgamos al jardín un poco, caminemos por el césped. Me conviene el ejercicio y Mrs Berry necesitará libre la mesa si queremos almorzar más tarde. No hace mucho frío ahora, pero mejor que te abrigues, ese río es traicionero, cala los huesos sin que se dé uno cuenta.

– Y con sus ojos mineralizados de nuevo, añadió serio y con calma (o fue con tiento más bien, como si me sujetara con sus palabras pero no quisiera ahuyentarme)-: Escucha, Jacobo: según Toby, tú tenías el raro don de ver en las personas lo que ni siquiera ellas son capaces de ver en sí mismas, o no suelen. O, si lo ven o vislumbran, acto seguido rehúsan verlo: se dejan tuertas por el fogonazo y luego se miran ya sólo con el ojo ciego. Ese es un don hoy rarísimo, cada vez más infrecuente, el de ver a la gente a través de ella misma y directamente, sin mediaciones ni escrúpulos, sin buena voluntad ni tampoco mala, sin esforzarse, cómo decir, sin pre disposiciones y sin hacer dengues. Es en eso en lo que tú podías ser como nosotros, Jacobo, según Toby, y yo estoy ahora de acuerdo. Los dos veíamos así, nosotros, sin mediaciones ni escrúpulos, sin buena voluntad ni mala. Veíamos. Con ello prestamos servicio. Y yo sigo todavía viendo.


Una noche en Londres creí haberme asustado a mí mismo, tras antes haber creído que me venían siguiendo, y tal vez amenazando. Puede haber sido la lluvia, pensé al creer lo primero, que hace sonar los pasos sobre el pavimento como si echaran chispas o sacaran brillo, el cepillado raudo de los limpiabotas antiguos; o el roce de mi gabardina contra el pantalón al andar ligero (el roce de los faldones sueltos, danzantes, desabrochada la gabardina, que golpeaban también las ráfagas); o la sombra de mi propio paraguas abierto, que sentía todo el rato como una inquietud demorada a mi espalda, lo sostenía algo inclinado, de hecho recostado en el hombro como se llevan un fusil o una lanza cuando se desfila; o acaso el chirriar muy leve de sus esforzadas varillas, de tan sacudidas. Tenía la sensación incesante de que me seguían de cerca, en algunos momentos oía como veloces pisadas breves de perro, que parecen siempre caminar sobre brasas y tender hacia el aire, tan poco apoyan en el suelo sus dieciocho invisibles dedos, uno diría que están a punto de saltar o elevarse, permanentemente. Tis tis tis, ese era el ruido que me acompañaba, era eso lo que iba oyendo y lo que me hacía volverme cada pocos pasos, un rápido giro del cuello sin detenerme ni aminorar la marcha, por culpa del viento el paraguas cumplía con su función sólo a medias, caminaba con celeridad estable, tenía prisa por llegar a casa, regresaba de una jornada demasiado larga en el edificio sin nombre y era tarde para Londres aunque no para Madrid, en absoluto (pero yo en Madrid ya nunca estaba); no había almorzado más que unos sandwiches, hacía muchas horas y muchísimos más rostros, alguno observado desde el compartimento de tren inmóvil o garita enmaderada, pero la mayoría en vídeo, y sus voces oídas o más bien atendidas, sus tonos sinceros o presuntuosos, apocados o falsos, taimados o fanfarrones, dubitativos o desahogados. El esfuerzo de captación, de afinación a que se me iba obligando no era menor, y tenía la impresión de que podría ir siempre en aumento: cuanto más se satisfacen las expectativas, más éstas se agrandan y mayores sutilezas y precisiones se exigen. Y si ya desde pronto (quizá desde el mismísimo Cabo Bonanza) había fabulado a partir de mis intuiciones, ahora el grado de irresponsabilidad y ficción a que me forzaban o inducían Tupra, Mulryan, Rendel y Pérez Nuix me creaba tensión, casi angustia en algunos ratos, por lo general antes o después, y no durante mis tareas de invención, llamadas interpretaciones o llamadas informes. Me daba cuenta de que iba perdiendo más escrúpulos cada día, o, como había dicho Sir Peter Wheeler, de que iba aplazando mi conciencia y desdibujándola, aplazándola indefinidamente; y de que me estaba aventurando sin su acompañamiento, cada vez más lejos y con menor reserva.

Pensé que no era extraño que me asustara a mí mismo, una noche de lluvia con las calles casi vacías de transeúntes y sin un taxi libre, a lo que ya había renunciado; que tuviera los nervios de punta y cualquier cosa me sobresaltara, mis sonoros zapatos mojados, el azote anárquico de mis faldones, la cúpula batida de mi paraguas que el asfalto me devolvía flotante en los tramos más iluminados, al pasar junto a los monumentos desde el anochecer ya melancólicos que van salpicando las muchas plazas, el metálico cantar de grillos producido por mi balanceo y el racheado viento nocturno, acaso las reales pisadas ingrávidas de algún perro extraviado que yo no veía, pero que en efecto me venía siguiendo por pura eliminación de candidatos -hubo manzanas enteras en las que no me crucé con nadie-, y tal vez por disimulo, antes de que lo cazaran al divisárselo solitario. Tis tis tis. Notaba todos mis olores pasados por agua: a seda húmeda y a cuerpo húmedo y a lana húmeda, y quizá también sudaba, sin que quedara ya rastro de mi colonia de la mañana. Tis tis tis, volvía la cabeza y no había nada ni nadie, sólo la inquietud en mi nuca y la sensación de amenaza -o era nada más de vigilancia- acompañando a todos mis pasos rítmicos y constantes -uno, dos, tres y cuatro-, como si avanzara en una interminable marcha con mi paraguas-fusil o mi paraguas-lanza, aunque fuera su verdadera función la de endeble y holgado yelmo o la de escudo inestable en brazo que se estremece y baila. 'Yo soy mi propio dolor y mi fiebre', pensaba mientras creí asustarme, 'yo mismo debo de serlo.'

No, no era raro. Quien se pasa los días dictaminando, pronosticando y aun diagnosticando -no hablemos por ahora de vaticinios-, opinando a menudo sin fundamento, empeñándose en haber visto aunque haya visto poco o nada -si es que no fingiéndolo-, aguzando el oído a la búsqueda de extraños énfasis o vacilaciones, de atropellamientos y temblores del habla, atendiendo a la elección de palabras cuando los observados disponen de vocabulario para elegir entre varias (y eso no es lo frecuente, algunos ni siquiera encuentran la única que es posible y entonces hay que guiarlos y sugerírsela, y se hace fácil manipularlos), aguzando el ojo para detectar las voluntariosas miradas opacas y los parpadeos exagerados, el retroceso de un labio al preparar su mentira o la vibración de mandíbula del ambicioso descabellado, escrutando los rostros hasta no verlos ya más como rostros vivos y en movimiento, observándolos como a pinturas, o como a dormidos o muertos, o como al pasado; quien tiene por quehacer no fiarse acaba por percibirlo todo a esa luz suspicaz, recelosa, interpretativa, inconforme con las apariencias y con lo evidente y llano; o mejor dicho: inconforme con lo que hay. Y entonces se olvida fácilmente de que lo que hay en la superficie o en primera instancia puede serlo todo a veces, sin vuelta de hoja y sin doblez ni secreto, al haber quien no esconde por ignorar cómo hacerlo, o hasta las mismas noción y práctica del ocultamiento.

Llevaba ya meses desempeñando mi tarea casi a diario, rara era la jornada en que me dispensaban absolutamente de acudir al edificio sin nombre, aunque fuera sólo un rato para informar de lo analizado y captado, o de lo decidido antes en casa. Había recorrido un buen trecho en el proceso típico de los atrevimientos (si es que no fue más bien envalentonamiento). Uno empieza por decir 'No lo sé' con frecuencia, 'Lo ignoro'; o por matizar y precaverse al máximo: 'Podría ser', 'Apostaría a que…', 'No estoy seguro, pero…', 'Lo veo posible', 'Tal vez sí', 'Quizá no', 'Es improbable', 'Acaso', 'Puede', 'No sé si es ir demasiado lejos, pero…', 'Esto es mucho suponer, sin embargo…', 'Perhaps', 'It might well be', el arcaico 'Methinks', el americano 'I daresay', hay todas las coloraciones en ambos idiomas. Sí, uno evita en su lengua las afirmaciones y ahuyenta de su cabeza las certidumbres, sabedor de que traen las otras las unas tanto como las unas las otras, hay casi simultaneidad, no hay apenas diferencia, es excesivo cómo se contaminan, el pensamiento y el habla. Eso es al principio. Pero pronto se va animando: se siente felicitado o reconvenido por una mirada oblicua o por un comentario suelto, sin aparente destinatario y pronunciado en tono neutro pero que uno entiende que lo alude, sabe aplicárselo. Nota que el 'No sé' no gusta mucho, que la inhibición no es apreciada, que se viven como decepción las ambigüedades y caen los miramientos en saco roto; que no cuenta ni se recoge lo demasiado inseguro y cauto, lo dudoso no convence ni de la duda misma, las reservas son casi un chasco; que el 'Quizá' y el 'Tal vez' son tolerados por el bien de la empresa o del grupo, que no quiere suicidarse pese a su tanta audacia, pero jamás suscitan entusiasmo ni apasionamiento, ni aprobación siquiera, se encajan como medrosidad o mansedumbre. Y a medida que uno se va atreviendo, las preguntas se le multiplican y se le atribuyen más facultades, la perspectiva de lo cognoscible está siempre en un tris de perderse, y uno se encuentra un día con que de él se espera que vea lo indiscernible y esté enterado de lo inverificable, que conteste no ya a lo probable e incluso a lo sólo posible, sino a lo incógnito e insondable. Lo más llamativo de la cuestión, lo peligroso, es que uno mismo se va sintiendo capaz de verlo y de sondearlo, de enterarse y de conocerlo, y por tanto de aventurarlo. La osadía no se está quieta nunca, mengua o crece, se dispara o se encoge, se sustrae o avasalla, y si acaso desaparece tras algún revés enorme. Pero si la hay se mueve, no es nunca estable ni se da por contenta, es todo menos estacionaria. Y su propensión primera es al ilimitado aumento, mientras no se la cercene o frene en seco, brutalmente, o se la obligue a retroceder con método. En su periodo expansivo las percepciones se alteran mucho o se embriagan, y la arbitrariedad, por ejemplo, deja de parecérselo a uno,, que cree basar sus dictámenes y sus visiones en criterios sólidos por subjetivos que sean (un mal menor, qué remedio); y llega un momento en que poco importa la capacidad de acierto, sobre todo porque en mi actividad éste era rara vez comprobable, o si lo era no solían comunicármelo, eso es lo cierto. De mi permanencia allí, de la solicitación de mis prestaciones -digamos burocrática y ridiculamente-, de mi no despido, infería que mi porcentaje era bueno, pero también me preguntaba de vez en cuando si tal cosa era averiguable, y si en el caso de serlo se molestaba en averiguarla nadie. Yo soltaba mis opiniones y veredictos y mis prejuicios y juicios: se leían o se escuchaban; se me hacían preguntas concretas: las respondía, ampliando así o acotando, detallando, puntualizando o sintetizando, yendo por fuerza siempre demasiado lejos. Luego no sabía qué se hacía con todo aquello, si tenía consecuencias, si era útil y con efectos prácticos o nada más carne de archivo, si de hecho favorecía o perjudicaba a alguien; no solía haber más, no se me informaba con posterioridad apenas, todo quedaba -para mí al menos- en aquel primer acto dominado por mis discursos y un breve interrogatorio o diálogo; y que a mis ojos no hubiera segundo ni tercero ni cuarto hacía que pareciera todo en conjunto (en la cotidianidad, lo que más cuenta) un juego sin gran trascendencia, o hipotéticas apuestas, sesiones de ejercicios en fabulación y en perspicacia. Y así, durante mucho tiempo, nunca tuve la sensación ni la idea de poder estar dañando a nadie.

Cuando tuvo lugar el golpe de Estado contra Hugo Chávez en Venezuela, no pude por menos de preguntarme si algo habríamos tenido que ver indirectamente en ello; primero en su aparente éxito inicial, luego en su grotesco fracaso (poca determinación, pareció haber habido); y en su caos, en todo caso. En la televisión estuve atento por si salía en alguna imagen el General Ponderosa o como se llamara de veras, pero nunca lo vi, quizá no había tomado parte. Quizá el golpe se había ido al traste porque Tupra había desaconsejado cualquier financiación y respaldo, quién sabía. Con él no fui capaz de guardar total silencio:

– ¿Ha visto lo de Venezuela? -le pregunté una mañana, nada más entrar en su despacho.

– Sí, lo he visto -me contestó, con el mismo tono con que en su día le había confirmado al militar civil venezolano que él no tenía nuestro teléfono, aunque nosotros sí el suyo. Era su tono conclusivo, o acaso habría que decir concluyente. Y al notar que yo dudaba si insistir o no, añadió-: ¿Algo más, Jack?

– Nada más, Mr Tupra.

No, no solían comunicarme mis aciertos ni mis desaciertos.

'Quizá sea aventurado, pero…' 'Me puedo equivocar, no obstante…' Son ese 'pero' y ese 'no obstante' las rendijas que acaban por abrir de par en par todas las puertas, y al poco las propias fórmulas verbales delatan nuestro envalentonamiento: 'Me jugaría el cuello a que ese individuo se pasaría de bando al menor contratiempo, y volvería a cambiarse cuantas veces le hicieran falta, su mayor problema sería que no lo admitieran en ninguno de ellos, por pusilánime manifiesto', dice uno de un rostro funcionarial -pulcra calva, sucias gafas- que nunca había visto hasta media hora antes y que ahora uno observa por la falsa ventana o falso espejo ovalado con una disposición del ánimo que es mezcla de superioridad e indefensión (la indefensión de creer que va a intentarse engañarlo siempre, la superioridad de mirar oculto, de verlo todo sin arriesgar los ojos).

'Esa tía está loca por que le hagan caso, sería capaz de inventarse las fantasías más descabelladas para llamar la atención, y además necesita presumir ante cuanto se mueva y en cualquier circunstancia, no sólo ante quienes valdría la pena y podrían beneficiarla, sino delante de su peluquero, de su frutero y hasta del gato. Ni siquiera sabe dosificar sus afanes ni seleccionar a su público: ya no distingue, de poco puede servirle a nadie', dice Tupra de una actriz famosa -hermosa melena pero mentón muy tenso, pétreo; hechizada por el engreimiento- al observarla en un vídeo, y sabemos todos que lleva razón, que ha acertado como casi siempre, aunque no haya un solo elemento de juicio -cómo decir- descriptible para sustentar sus asertos.

'Ese tipo tiene principios y no es sobornable, pondría la mano en el fuego. O mejor dicho: ni siquiera son principios, sino que aspira a tan poco y tanto lo desdeña todo, que ni el halago ni la recompensa lo llevarían a sostener posturas que no lo convencieran o por lo menos lo divirtieran. A este sólo se le podría entrar con la amenaza, porque miedo sí puede tenerlo, miedo físico me refiero, no ha recibido una bofetada en su vida, o digamos desde que salió del colegio. Se vendría abajo al más mínimo daño. Oh sí, lo desconcertaría tanto. Se desarmaría al primer rasguño, al primer pinchazo. Serviría en algunos casos, siempre que se le evitara correr esa clase de riesgos', dice Rendel de un novelista juvenilmente cincuentón, agradable -agudos rasgos de duende, voz pausada, leve acento de Hampshire según Mulryan, gafas redondas, nada hueca su habla-, al escuchar y ver una entrevista grabada con él desde demasiado cerca, casi sólo primeros planos, no hemos visto ni una vez sus manos; y nos parece que Rendel está en lo cierto, que el novelista es hombre valeroso en su actitud y con las palabras, pero que se acobardaría ante la menor violencia porque no puede ni imaginársela en su realidad cotidiana: es capaz de hablar de ella, pero sólo porque la ve abstracta. No tendría manos, como en la cinta, ni para defenderse.

'Con este sujeto ni cruzaría la calle, podría empujarme bajo las ruedas de un coche si lo pillara irritado, en un rapto. Es un intempestivo y un impaciente, no se entiende que pueda mandar sobre nadie desde un despacho, ni que haya montado ningún negocio, menos todavía próspero, así que qué decir de su imperio. Su sino natural habría sido atracar a viandantes al anochecer o pegar palizas exageradas, un matón a sueldo pasado de revoluciones. Es un manojo de nervios, no sabe esperar, no escucha, lo que le cuentan jamás le interesa, no sabe estar ni cinco minutos a solas, pero no es que quiera compañía, sino espectadores. Debe de ser un colérico de mucho cuidado, se le ha de ir fácil la mano, y la voz no digamos, se pasará el día y la noche chillando a sus empleados, a sus hijos, a sus dos ex-mujeres y a sus seis amantes (o quizá son siete, hay dudas). Es un misterio que sea empresario o jefe de nada, excepto de un tugurio del Soho al borde del cierre diario. Lo único que se me ocurre para explicarlo es que infunda grandes pánicos y que su hiperactividad sea de tal calibre que por fuerza le salgan bien algunos de sus incontables proyectos y cambalaches: probablemente, y por puro azar, los de mayor provecho. También puede que tenga olfato, pero no casa mucho con sus aceleraciones: eso precisa de persistencia y calma, y este tipo desconoce el sentido de esas dos palabras: abandona al instante lo que se le resiste o le cuesta, es su manera de ganar tiempo. No sé qué diablos podría hacer en política, si se va a meter, como se asegura. Aparte de barbaridades y abusos, claro. Me refiero ante el electorado, insultaría a sus posibles votantes en cuanto recibiera su primer reproche, al menor descuido los machacaría a insultos', dice Mulryan de un multimillonario al que se ve sonriente en casi todas las tomas en diferentes actos, deportivos, benéficos, monárquicos, a punto de montar en globo, en las carreras de Ascot y en el derby de Epsom con los respectivos aditamentos indumentarios grotescos, en la firma de un acuerdo con una compañía discográfica, o con otra cinematográfico-ferial norteamericana, en la Universidad de Oxford en exótica ceremonia de coloridas togas (quizá celebrada ad hoc, nunca vi allí nada semejante), estrechando la mano del Primer Ministro y la de varios secundarios y la de algún cónyuge ennoblecido por su conyugalidad justamente, en estrenos, inauguraciones, conciertos, bailes, en vagas aristocracias, apadrinando talentos de todas las artes vistosas, las que permiten público, performances y aplausos; y aunque sonriente y satisfecho siempre en el televisivo reportaje o retrato -grandes entradas que sin embargo no le alargan la frente, la cual se aparece horizontal, apaisada; unos dientes invasivos y muy recios, equinos prácticamente; un anómalo bronceado; una tentación de rizos sobrevolando su nuca y hasta una pizca más abajo como vestigio plebeyo; una ropa adecuada a cada ocasión pero que se diría invariablemente usurpada o aún alquilada; un cuerpo aprisionado y robustecido y furioso, como a disgusto consigo mismo-, todos creemos que no anda errado Mulryan, y no nos cuesta figurarnos al acaudalado soltando sopapos entre su séquito (y desde luego berridos a sus subalternos) en cuanto tuviera constancia de que no le rodaba ya ninguna cámara.

'Esa mujer sabe muchas cosas o las ha visto y ha decidido no contarlas, estoy segura. Su problema, o aún es más, su tormento es que lo tiene presente todo el rato, las cosas graves que presenció o de las que está enterada y su voto particular de callarlas. No es que tomara la resolución un día y eso la apaciguara luego, aunque la decisión le costara sangre. No es que a partir de entonces haya podido vivir con la aceptable tranquilidad de saber al menos lo que quiere, o más bien no quiere que pase; que haya sido capaz de arrinconar en su mente esos hechos o conocimientos, de amortiguarlos, de darles paulatinamente la consistencia y la configuración de sueños, que es lo que permite a muchos convivir con el recuerdo de atrocidades y desengaños: dudar que hayan existido, a ratos; nublarlos, envolverlos en la humareda de los años posteriores acumulados, y así mejor postergarlos. Por el contrario, esa mujer piensa sin cesar en ello y muy vivamente, no sólo en lo sucedido o averiguado, sino en que debe o quiere guardar silencio. No es que desdecirse la tiente (sería sólo para sus adentros, nada más que ante sí misma); no es que sienta su decisión tomada como provisional permanentemente, no es que estudie volverse atrás y se pase las noches en vela, reconsiderándola. Yo diría que es irrevocable, tanto como la que más, o aún más que la que más, si se me apura, porque no obedece a un compromiso. Pero es como si la hubiera tomado ayer mismo, ayer siempre. Como si estuviera bajo el turbador efecto de algo eternamente reciente y que no se gasta, cuando lo más probable es que hoy todo sea remoto, tanto lo acaecido como su voluntad primera de que no trascendiera nunca, o no por su causa. No me estoy refiriendo a hechos relativos a su profesión, que también los habrá igualmente a salvo, sino a su vida personal: hechos que la afectaron y cada día la afectan, o la hieren y la infectan y todas las noches le producen fiebre cuando se dispone a acostarse. "No será por mí, por mí no se sabrá nada de esto", debe de pensar continuamente, como si esas experiencias antiguas las tuviera bajo la piel, palpitándole. Como si todavía fueran el núcleo de su existencia y lo que mayor atención requiere, serán lo primero que al despertar le acuda, lo último de que se despida al dormirse. Nada hay de obsesión, sin embargo, no conviene confundirse, su cotidianidad es ligera y enérgica; y es clara, no se resiente. Se trata de algo distinto: es lealtad a su historia. Esta mujer sería a muchos de gran servicio, es perfecta para guardar secretos y por tanto también para administrarlos o distribuirlos, en eso es del todo fiable, precisamente porque permanece alerta y nada deja para ella de estar vivo y ser presente. Aunque el secreto guardado se le aleje en el tiempo, no se le difumina, y lo mismo sería con los transmitidos. Ni un solo perfil se le pierde. Nunca se olvidaría de quién sabe qué y quién no sabe, una vez hecho el reparto. Y estoy segura de que se acuerda de todas las caras y nombres que han desfilado ante su estrado', dice la joven Pérez Nuix de una juez de edad madura y rostro plácido y alegre, que los dos observamos juntos desde la garita mientras Tupra y Mulryan le hacen preguntas respetuosas y sinuosas, a las damas les ofrecen té siempre si es por la tarde y si en efecto son damas por su posición o su porte, a los caballeros no salvo si son peces gordos o pueden ser muy influyentes en alguna cuestión concreta, a lo sumo un cigarrillo (pero nunca de los faraónicos), y excepcionalmente vermut o cerveza si es la hora del aperitivo y la cosa se está alargando (hay una mini nevera camuflada entre los estantes); y pese a esa actitud serena y a esa expresión jovial de la magistrada -la sonrisa acogedora; la piel muy blanca pero saludable; los ojos veloces y vivos aun siendo de un azul tan claro; las ojeras bien asentadas, tan hondas y favorecedoras que se le debieron de originar ya de niña; la risa desprendida y pronta, con un elemento de educación en ella que no impide su espontaneidad, sí en cambio toda adulación, no hay ni sombra; la conciencia divertida de que de Tupra emana cierto deseo hacia ella, pese a la edad ya no propicia (deseo teórico acaso, o retrospectivo, o imaginativo), porque él percibe a la joven que fue, o aún la huele, y eso es a su vez percibido por la que dejó de serlo, y le hace gracia y la rejuvenece-, al escuchar a la joven Nuix me parece plausible cuanto ella advierte y me describe, porque veo en esa juez, en efecto, algo semejante a la excitación o vitalidad que trae conocer un secreto de significancia y haberse jurado no compartirlo.

Claro que la joven Nuix no habla así mientras los dos miramos y tomamos algunas notas en el compartimento, no tan seguido ni tan preciso (yo lo ordeno y lo conformo ahora, como hacemos todos cuando referimos algo, y además lo complemento con el posterior informe de ella, escrito), sino que me va haciendo comentarios sueltos a través de la mesa, a nosotros no nos ven ni nos oyen, aunque sepan bien dónde estamos, aquí destacados por el propio Tupra. Y al oírla me acuerdo -en cada ocasión me acuerdo, no sólo cuando interpreta a esa juez, la juez Walton- de las palabras que atribuyó Wheeler a Tupra aquel domingo: 'Dice que será con el tiempo la mejor del grupo, si se las apaña para retenerla lo suficiente', y cada vez me pregunto si no lo es ya, quien más afina y la más dotada, quien más arriesga y quien ve más profundo de nosotros cinco, la joven Pérez Nuix, de padre español y madre inglesa, criada en Londres pero tan familiarizada como yo mismo con el país paterno (no en balde lleva pasando en él veintitantos veranos sin falta), totalmente bilingüe a diferencia de mí, en quien prevalece la lengua con la que me inicié en el habla, del mismo modo que Jacques será para mí siempre el nombre, por ser al que atendí en el principio, y por el que fui llamado por quien más llamaba. También su sonrisa es acogedora y su risa desprendida y pronta las de esa joven, y también son sus ojos muy veloces y vivos, con mayor fundamento puesto que son castaños y no estarán aún muy cargados de pegajosas visiones que no se marchan. Tendrá veinticinco años, o quizá dos más o uno menos, y cuando nuestras miradas se encuentran, a través de la mesa o en cualquier otra circunstancia, noto que se me empiezan a desvaír Luisa y mis hijos, mientras que el resto del tiempo se me aparecen demasiado nítidos aunque estén tan lejanos, y eso que las caras de los niños son tan cambiantes que nunca tienen una sola y fija imagen; me doy cuenta de que va aposentándose, o predominando, la de las fotos más recientes que me traje a Inglaterra, las llevo en la cartera como cualquier buen o mal padre, y además las miro. También advierto que la joven Nuix no me descarta pese a la diferencia de edades; o habría que decirlo en condicional: me ronda la idea de que algún vínculo sexual ha establecido o estableció con Tupra, aunque nada me lo indique inequívocamente y ellos se traten con deferencia y humor, y con una especie de recíproco paternalismo, tal vez sea eso el mayor indicio. (Pero la idea me ronda, y sé que con Tupra no se compite.) Que no me descarta o descartaría o no me habría descartado es algo que veo en sus ojos, como lo he visto en los de otras mujeres desde hace unos años sin equivocarme -de joven se es más miope y más astigmático y más présbita, todo ello al mismo tiempo-, y lo respiro y escucho en el breve acopio de energía que suele hacer, por timidez o por el rubor que la acecha, antes de dirigírseme para conversar un rato, es decir, más allá del saludo o de la pregunta o respuesta aisladas, como si tomara impulso o carrerilla, o como si la primera frase (que no es corta nunca, es curioso) se la construyera mentalmente entera, la estructurara y la memorizara completa antes de pronunciarla. Eso lo hace con frecuencia uno al hablar en lengua extranjera, pero esa joven y yo, cuando a solas o en los apartes, acudimos al español, que también es propio de ella.

Y no me cupo duda una mañana en que no la acechó el rubor cuando más debiera haberla asaltado. Me habían entregado ya llaves del edificio sin nombre, y creyendo ser el primero en llegar a él esa mañana, al piso que ocupábamos nosotros (un insomnio matutino me había impelido a salir, para empezar la jornada de veras y rematar allí un informe), y creyendo por tanto abrirlo (estaban echados los cerrojos nocturnos), me extrañó oír ruido y un tarareo suave en uno de los despachos, cuya puerta abrí no con violencia pero sí con brío, de una ráfaga, en la difusa idea de desconcertar al posible intruso, al madrugador espía o al subrepticio burglar, y así obtener ventaja si debía hacerle frente, por tarareador que fuera y tranquilo que pareciese por tanto. Y entonces la vi, a la joven Nuix de pie ante la mesa, de cintura para arriba desnuda y con una toalla en la mano que justo en aquel momento se pasaba por una axila, alzado el brazo. Debajo llevaba una falda estrecha, su falda del día anterior, me fijo a diario en su vestimenta. Tanto me sorprendió la visión (y a la vez no tanto o quizá nada: sabía que era voz de mujer, la que tarareaba) que no hice lo que me tocaba haber hecho, mascullar una apresurada disculpa y volver a cerrar la puerta, quedándome fuera naturalmente. Fueron sólo unos segundos, pero esos segundos los dejé correr (uno, dos, tres, cuatro; y cinco) mirándola, creo, con expresión entre interrogativa y de aprecio y de falso azoramiento (luego estúpida, decididamente), antes de decir 'Buenos días' en un tono del todo neutro, esto es, como si ella hubiera estado tan vestida como yo o casi, yo tenía aún puesta la gabardina. En cierto sentido, supongo, hice hipócritamente como si nada, y como si no viera; pero a ello me ayudó también -quiero pensarlo- que la joven Nuix hiciera otro tanto, como si nada. Durante aquellos segundos en que sostuve la puerta abierta antes de retirarme, no sólo ella no se tapó, asustada o pudorosa o al menos sobresaltada (lo habría tenido fácil, con la toalla), sino que se quedó quieta, como la imagen congelada de un vídeo, exactamente en la misma postura que al irrumpir yo en el despacho, mirándome con expresión interrogativa pero nada estúpida, ni falsa ni verdaderamente azorada. Lo único que hizo, así pues, fue cesar en su tarareo y en su movimiento: se estaba secando, frotando, y dejó de hacerlo, la toalla se le quedó detenida a la altura del costado. Y en esa postura no sólo no cubría su desnudez (no lo hizo, ni como acto reflejo), sino que al mantener el brazo en alto me permitió contemplar su axila, y cuando una mujer desnuda permite ver eso, y descubre una o ambas, es como si ofreciera un suplemento de desnudez con ello. Era una axila desde luego limpia y tersa y recién lavada según deduje, y por supuesto afeitada, sin el matojo de espanto que algunas mujeres se empeñan en conservar hoy en día como extraña señal de protesta contra el gusto tradicional de los hombres, o de la mayoría. 'Buenos días', dijo asimismo en tono neutro. Fueron sólo unos segundos (cinco, seis, siete, ocho; y nueve), pero la calma y la naturalidad con que nos comportamos durante su transcurso me hicieron acordarme de aquella ocasión en que mi mujer Luisa, poco después del nacimiento del niño, se quedó parada a medio desvestirse (descubierto el torso, los pechos crecidos por su maternidad, iba a acostarse) y me contestó a unas preguntas absurdas que yo le hice sobre nuestro recién nacido ('¿Crees que este niño vivirá siempre con nosotros, mientras sea niño o muy joven?'). Estaba desnudándose, en una mano tenía aún las medias que acababa de quitarse, en la otra el camisón que iba a ponerse ('Claro, qué bobadas son esas, ¿con quién si no?'; y había añadido: 'Si no nos pasa nada'), mientras que la joven Nuix tenía en una mano la toalla con la que no pensaba cubrirse ni se cubrió, y la otra libre y en alto, como una estatua de la Antigüedad. Estaban medio desnudas ambas ('¿Qué quieres decir?', le había preguntado yo a Luisa entonces), y nada tenía que ver la desnudez de la una con la de la otra (quiero decir para mí, porque sí guardaban semejanza de hecho, objetivamente): la de mi mujer me era conocida y aun consuetudinaria, no es que me dejara indiferente por eso ni mucho menos, y de ahí que me fijara en sus pechos crecidos Incluso en aquel instante volandero y doméstico; pero era normal que siguiéramos hablando como si nada, que no interrumpiéramos la conversación por ello ('Nada malo, quiero decir', había respondido ella); la de mi joven compañera de trabajo era en cambio nueva, inesperada, inédita, en modo alguno anticipada y hasta inmerecida y furtiva desde mi punto de vista, producto de un malentendido o de una imprudencia, y por tanto me la miré de otra manera, sin descaro ni lascivia pero con una atención a la vez descubridora y memorizadora, con los ojos aparentemente velados de nuestra época que siempre estuvieron vigentes en Inglaterra, donde nos encontrábamos y donde ese mirar que no mira o ese no mirar que mira se desarrolla y se perfecciona, y del que allí vi escapar o librarse casi tan sólo a Tupra; y ella me dejó mirar así no mirando, no trató de impedirlo, pero tampoco había descaro ni exhibicionismo en sus ojos ni en su actitud, y cuando añadió algo más, una explicación que yo no esperaba ni hacía falta, y que pese a ser la primera frase que me dirigía en el día no pareció esta vez compuesta con antelación en su mente ('He dormido aquí, bueno, dormir más bien poco, me he pasado la noche enganchada con un informe endiablado'), su voz y su tono no sonaron muy distintos de los de una conyugalidad que bien conozco. Así que una vez transcurridos los demás segundos (nueve, diez, once y doce: 'Ya, no te preocupes, yo es que me he venido temprano a ver si termino uno mío', dije a mi vez, no tanto por explicarme cuanto a modo de disculpa tardía e implícita), cerré la puerta por fin, de un solo movimiento resuelto, casi raudo (el pomo no había llegado a soltarlo), y me retiré a mi despacho, que estaba contiguo y que compartía con Rendel, ella compartía con Mulryan el suyo. Pertenecía a otra generación, la joven Nuix, me dije; me dije que sin duda se pasaría los veranos con el torso al aire en las playas o piscinas de España, que estaría acostumbrada a ser vista así y admirada, su pudor atenuado. También pensé que éramos compatriotas y que eso en el extranjero equivale casi a un parentesco: crea complicidades y solidaridades insólitas y da pie a confianzas sin base, así como a amistades y amores que serían inimaginables, casi aberrantes, en el común país de origen (una amistad con De la Garza, Rafita el capullo enorme). Pero ella era más inglesa que española, seguramente, no debía olvidarme de eso. Y sé muy bien, en todo caso, que cuando una mujer ni siquiera hace ademán de cubrirse al instante la desnudez sorprendida, sólo sea instintivamente (salvo que se trate de bailarinas de strip-tease y similares, con alguna he andado), es porque no descarta a quien la sorprendió y la contempla, y eso todavía rige para todas las generaciones vivas, o por lo menos para las adultas. No es que la mujer se sienta atraída por ese alguien o lo desee por fuerza, lejos de mi creencia semejantes presunciones cándidas. Es tan sólo que no lo descarta, o no lo excluye, no enteramente, y es muy probable que sea sólo entonces cuando ella lo averigüe o se dé cuenta, en el momento de verse vista por ese alguien y decidir para él no taparse, o tal vez no haya ni decisión por medio. El brazo alzado de la joven Nuix no me pareció a la postre como el de una estatua, o no en el recuerdo: más bien lo vi como si estuviera colgado de la barra de un autobús, o su mano asida al asidero en alto de un vagón de metro. Allí seguía aún agarrado, el brazo al aire, cuando cerré la puerta y dejé de verlo, al igual que la lisa axila que realzaba el resto. Debió de bajarlo inmediatamente. Duró todo doce segundos. Los conté no en el acto, sino también después, en el recuerdo.


No sabía bien por entonces qué se quería decir con aquella expresión frecuente, tanto en los informes escritos como en los orales y hasta en los comentarios improvisados y en apariencia intrascendentes que se intercambiaban durante el estudio de fotos o vídeos o de personas de carne y hueso que Tupra hubiera invitado, o muchas veces convocado, u ordenado venir incluso, se me ocurría. Si trabajábamos por encargo de otros, si no teníamos intereses propios y sólo dábamos nuestro parecer, y opinábamos y dictaminábamos, era de suponer que los observados que podían 'servir' o 'no servir', ser 'de gran' o 'de ningún servicio' (yo mismo empleé esas expresiones pronto, y me acostumbré al concepto sin acabar de entenderlo, tantas cosas suple la práctica, o de tantas prescinde el atolondrado hábito), lo serían en cada caso para los encomendadores de las respectivas tareas, en relación con sus necesidades concretas y sus particulares indagaciones o cuitas, que debían de ser más variadas de lo que me figuré en un principio, cuando Wheeler me habló del pasado o prehistoria del grupo, como él lo llamaba por no llamarlo, falto de verdadero nombre ('Nada te dirán de esto los libros', me había advertido; 'no busques en ellos, sólo perderás la paciencia y el tiempo').

La procedencia u origen de cada encargo, eso yo solía ignorarlo, rara vez se aludía a ello, yo tendía a pensar que todos o la gran mayoría venían de instancias oficiales, estatales, gubernamentales, administrativas británicas, o, en algunas ocasiones (según las nacionalidades remotas o reiteradas de los sujetos de estudio), de sus equivalentes en países amigos o interesada y coyunturalmente aliados: era sorprendente el alto número de australianos, neozelandeses, canadienses, egipcios, saudíes y norteamericanos que desfilaban por nuestras pantallas, sobre todo de los últimos. Tampoco me explicaba mucho por qué se sometía a vigilancia y juicio a algunos de aquellos sujetos (pues era esa la sensación predominante: de que los vigilábamos y juzgábamos), menos aún cuando no se nos interrogaba luego respecto a ningún terreno o cuestión o rasgo determinados. Aquella juez Walton, por ejemplo. Ni Tupra ni Mulryan ni Rendel me preguntaron nada específico acerca de ella después de mi centinela (tal vez sí a la joven Nuix, que había captado tanto de su carácter), y me resultaba difícil imaginar qué diablos interesaba ver, interpretar, descifrar, desentrañar o desenmascarar de una mujer tan cabal, inteligente y sólida como parecía ser ella. Otras veces sí, la misma índole de las preguntas me daba idea de por dónde iban los tiros, de lo que preocupaba a Tupra, a Mulryan, a Rendel, a Nuix, o más probablemente a las instancias superiores o inferiores -a los clientes- que los contrataban y se valían de ellos, esto es, de nosotros y de nuestro supuesto don, o de nuestras habilidades presuntas, o quizá era tan sólo de nuestro atrevimiento, que iba a más, siempre a más, siempre en aumento.

A medida que transcurrían las semanas y los meses luego, yo iba ampliando el espectro de mis contestaciones, así como el desparpajo:

– ¿Te parece que esta mujer está siendo infiel, aunque jure lo contrario, y pruebas no haya? -me preguntaba Mulryan de una señora bien vestida y de nariz algo curvada que se lo negaba en su salón al marido, los dos sentados en un sofá delante de la televisión encendida y tomados sin duda por una cámara oculta, quizá instalada en el aparato por el mismísimo esposo (un tipo de cara ancha y propenso a sonreír, aun sin venir a cuento, no venía entonces), quien habría recurrido a nuestro consejo, acaso, por sentirse incapaz de distinguir ya los tonos sinceros de los engañosos en ella, la costumbre y la convivencia tienden a nivelar a veces, se establecen un cierto desmayo o una cierta atonía en los diálogos y en las respuestas, y llega un día en que lo importante y lo insignificante, lo verdadero y lo falso, reciben la misma escasa dosis de énfasis.

– Sí, yo creo que sí lo es -respondía yo-. Su negación ha sido demasiado desahogada, demasiado elocuente, casi sarcástica. La pregunta de él no la ha sorprendido de veras, pese a los aspavientos. Y tampoco la ha ofendido. Ella se la esperaba para cualquier día desde hacía tiempo, y por tanto tenía su reacción lista, casi memorizadas las palabras que iba a emplear, y ensayados el tono y el gesto con que iba a soltárselas. Si no ante el espejo, al menos sí mentalmente. Su imaginación estaba imbuida de todo ello con anterioridad, sólo ha debido activarlo. Casi ansiaba que llegara el desagradable momento.

– Lo crees. Lo crees. ¿Sólo eso, Jack? ¿O estás seguro? -me insistía Mulryan, haciendo caso omiso de lo que todos sabemos: que nadie puede estar seguro de nada, a no ser que haya hecho o haya tomado parte o haya sido testigo (y ni así, tantas veces: la mancha de sangre).

– Estoy seguro en la medida en que mi seguridad proviene de lo que veo y percibo, de lo que me ofreces -decía yo enrevesadamente, en una tentativa última por guardarme un poco las espaldas y no zambullirme del todo en las osadías-. Ella ha dicho, por ejemplo, que las sospechas de él le parecían 'histéricamente divertidas'. No habría utilizado ese adverbio de no tenerlo ya pensado, elegido, previsto. Tampoco si en verdad se lo parecieran, divertidas. De haber sido así, no habría empleado ninguno, o a lo sumo uno más corriente, como 'tremendamente', menos subrayador, con menos carga burlesca. Y de ser falsa la acusación, no la habría calificado de 'estimulante' o 'regocijante' -'exhilarating', había dicho-, ni se habría rebajado tanto con el argumento de que ya le gustaría a ella, 'pobre de mí', despertar deseos en otros hombres. Pocas mujeres creen firme y sinceramente que no puedan despertarlos, sean cuales sean su edad y su físico. Me refiero a las adineradas, y esta señora parece serlo bastante. Pueden fingir que lo creen, pueden lamentarse de puertas afuera para que las contradigan y reafirmen, pueden preguntárselo y hasta pueden dudarlo en algunos instantes de abatimiento o después de un rechazo. Rara vez más que eso. Pronto se recuperan de esa clase de abatimientos. Pronto achacan el rechazo a un corazón ya ocupado, suele serles una explicación decorosa, aceptable. -'Nor Hell a fury, like a woman scor'd' cité para mis adentros: 'Ni hay en el Infierno furia, como el despecho de una mujer'. Y pensé: 'No es para tanto'-. Y si por fin un día lo creen, no van contándolo. A su pareja menos que a nadie.

– Pero él la ha creído -me objetaba o señalaba Mulryan.

– Pues habrá que sacarlo de su credulidad -contestaba yo más aplomado-. Siempre le quedará el recurso de desatender a nuestro veredicto, de mandarlo a la mierda, si es que va a él destinado, si es él quien nos ha hecho el encargo. -Ya por entonces sabía que allí no se cuidaba el vocabulario en exceso, durante las sesiones-. Ella le es infiel sin embargo, me juego el cuello. -Siempre acababa uno por arriesgar al máximo. Quizá era el orgullo desafiado, quizá que iba viendo cada vez más claro, según uno hablaba; o se convencía. Qué peligroso es decir. No es sólo que otros ya no puedan evitar tenerlo en cuenta, lo que uno ha dicho. Es que también uno mismo se ve obligado a contar con ello, una vez que ha flotado en el aire y no sólo en su pensamiento, donde todo es aún descartable. Una vez que ha sido oído y ha pasado a formar parte del saber de esos otros, los cuales pueden ahora hacer uso de ello, y hasta apropiárselo, y hasta volverlo en contra nuestra.

O podía ser Tupra quien me preguntara en su acogedor despacho, a la mañana siguiente de una cena salpicada de celebridades a la que me había incorporado y llevado -'Un viejo amigo español recién aterrizado, y un gran artista, no iba a dejarlo en el hotel a solas': 'Ser un gran artista es un pasaporte estupendo hoy en día', solía decirme, 'y que además no compromete a mucho, porque se lo puede ser de cualquier cosa, del interiorismo, el calzado, la Bolsa, el alicatado o la repostería'- porque a ella asistían un par de compatriotas míos -él artista de las finanzas, ella de la farándula- a los que deseaba que distrajera y de paso sondeara un poco acerca del anfitrión, mientras él se encargaba de éste y de otras piezas mayores británicas:

– Dime, Jack, ¿te parece que ese mamarracho, nuestro anfitrión de anoche, sí, ese cantante ridículo, te parece que sería capaz de matar? En alguna circunstancia extrema, si se sintiera muy amenazado, por ejemplo. ¿O bien que no podría en absoluto, que sería de los que bajan los brazos y se dejan acuchillar, antes que asestar ellos su golpe? O por el contrario, ¿crees que sí podría, y aun en frío?

Y yo me paraba a pensarlo un instante, y ya nunca contestaba sin más 'No lo sé, cómo puedo saberlo', no contestaba así a ninguna pregunta por extraña o alambicada o fantástica o demasiado precisa que fuese, ni aunque se refiriese a arcanos como ese, quién tiene idea de quién puede matar, y cuándo, y con qué sangre caliente o fría o templada. Y sin embargo algo aventuraba siempre tratando de ser sincero, esto es, tratando de ver algo antes de decirlo, y evitando hablar por hablar tan sólo, o sólo porque de mí se esperase que hablara. Procuraba ponerme al menos en la situación o hipótesis a que me arrojaba cada pregunta de mis superiores o mis compañeros. Y lo más curioso o lo más aterrador era que en todas las ocasiones acababa por ver algo o por vislumbrarlo (quiero decir que no lo inventaba, no eran visiones ni astutas fábulas), y por avanzar en consecuencia algo, ese es el proceso del atrevimiento sin duda, y es tanto lo que se consigue a base de práctica, y de exigirse. El problema de casi toda la gente, sus limitaciones, provienen de la falta de persistencia, de su pereza o fácil contentamiento, también de su miedo. Casi todo el mundo recorre un breve trecho y se frena, se para pronto y toma asiento y se repone del susto o se adormece, y entonces se queda corto. A alguien se le ocurre una idea y normalmente con eso le basta, con la ocurrencia, se detiene complacido ante el primer razonamiento o hallazgo y ya no continúa pensando, ni escribiendo con mayor hondura si escribe, ni exigiéndose ir más lejos; se da por satisfecho con la primera hendidura o ni siquiera eso: con el primer corte, con atravesar una sola capa, de las personas y de los hechos, de las intenciones y las sospechas, de las verdades y los embelecos, nuestro tiempo es enemigo de la insatisfacción íntima y por supuesto de la constancia, está organizado para que todo canse en seguida y la atención se muestre saltarina y errática y el vuelo de una mosca la distraiga, no se soportan la indagación sostenida ni la perseverancia, el quedarse de veras en algo, para enterarse de ese algo. Y no se consiente la mirada larga, la que tenía Tupra y la que acaba afectando a lo que así es mirado. Los ojos que se demoran hoy ofenden, y por eso han de esconderse detrás de cortinas y de prismáticos y teleobjetivos y remotas cámaras, y espiar desde sus mil pantallas. En un sentido -pero sólo en uno- Tupra me recordaba a mi padre, el cual no nos permitía nunca, a mis hermanos ni a mí, conformarnos con la apariencia de una victoria dialéctica en nuestras discusiones, o de un éxito al explicarnos. 'Y qué más', nos decía después de que hubiéramos dado por concluidos, exhaustos, una exposición o un argumento. Y si le contestábamos 'Nada más. Ya está. ¿Te parece poco?', él respondía, para nuestro momentáneo desquiciamiento: 'Sí, no has hecho más que empezar. Sigue. Vamos, corre, date prisa, sigue pensando. Pensar una sola cosa, o divisarla, es algo, pero también es apenas nada, una vez asimilada: es haber llegado a lo elemental, a lo cual, es cierto, ni siquiera la mayoría alcanza. Pero lo interesante y difícil, lo que puede valer la pena y lo que más cuesta, es seguir: seguir pensando y seguir mirando más allá de lo necesario, cuando uno tiene la sensación de que ya no hay más que pensar ni nada más que mirar, que la secuencia está completa y que continuar es perder el tiempo. Lo importante está siempre ahí, en el tiempo perdido, en lo gratuito y en lo que parece superfluo, más allá de la raya en la que uno se siente conforme, o bien se fatiga y se rinde, a menudo sin reconocérselo. Allí donde uno diría que ya no puede haber nada. Así que dime qué más, qué más se te ocurre y qué más arguyes, qué más ofreces y qué más tienes. Sigue pensando, corre, no te pares, vamos, sigue'.

También Tupra se instalaba en eso, en el señalamiento de la insuficiencia, lo había hecho desde la primera vez respecto del Soldado Bonanza, con sus 'Qué más', 'Explíqueme eso', 'Dígame lo que piensa', 'Por qué lo cree', 'Continúe', 'Hábleme de esos detalles', '¿Algo más?', '¿Es eso cuanto ha observado?'. Era una tenacidad suave y dosificada, con la que sin embargo extraía cuanto uno hubiera pensado y visto, e incluso el sueño o la sombra de los pensamientos y de las imágenes, lo que no estaba aún formulado ni delineado ni por lo tanto pensado ni visto del todo, sino sólo esbozado o intuido o implícito, todavía irreconocible y fantasmagórico, como la escultura que encierra el bloque de mármol o los poemas que contienen casi enteros las gramáticas y los diccionarios. Lograba que lo ilusorio adquiriera verbo y tomase cuerpo. Y que se plasmase. A veces yo lo sentía como un acto de fe por su parte: fe en mis capacidades, en mi perspicacia, en mi don supuesto, como si estuviera seguro de que ante su adecuada insistencia -guiado por ella, adiestrado por ella-, yo acabaría por entregarle siempre el dibujo o el texto, por brindarle el retrato que me pedía, o que necesitaba.

Sí, algo así sería, si el informe que vi una vez sobre mí mismo era auténtico, y no tenía por qué no serlo. Lo encontré una mañana rebuscando unos datos en unos viejos ficheros. Lo que no era para los ojos de todos debía de guardarse y almacenarse allí y no en los ordenadores, tan inseguros y desprotegidos. Vi mi nombre, 'Deza, Jacques', y tiré de la ficha sin pensármelo dos veces. Estaba fechada un par de meses después de mi intervención primera (o así es como yo la veía), traducción del Recluta Bonanza y posterior interrogatorio sobre mis impresiones del individuo, y en realidad no era un informe en regla, sino unas cuantas notas improvisadas, posiblemente tomadas a mano -posiblemente por el propio Tupra- a raíz de quién sabía qué actuaciones o interpretaciones mías, aunque quien quiera que fuese las había juzgado dignas de archivo y las había hecho transcribir a ordenador o máquina -acaso se había molestado en pasarlas él mismo-. Leí con rapidez, volví a sepultarlas. Nadie me había prohibido nunca la consulta de aquel viejo fichero, pero tuve la sensación muy nítida de que más me valía no ser sorprendido fisgando lo que sobre mí estaba escrito y no me habían enseñado. Era breve el informe, eran apuntes casi impresionistas, nada sistemáticos u organizados, algo perplejos y contradictorios, quizá indecisos. Más o menos decían:

'Es como si no se conociera mucho. No se piensa, aunque él crea que sí (tampoco lo cree con gran ahínco). No se ve, no se sabe, o más bien no se ausculta ni se investiga. Sí, más bien es esto: no es que no se conozca, sino que ese es un conocimiento que no le interesa y que apenas cultiva por tanto. No ahonda en él, lo vería como una pérdida de tiempo. Quizá no le interesa por demasiado antiguo, tiene escasa curiosidad por sí mismo. Se da por descontado, o se tiene sabido. Pero la gente va cambiando. El no se ocupa de registrar ni analizar sus cambios, no está al día de ellos. Es introspectivo. Y sin embargo mira hacia fuera cuando más parece mirar hacia dentro. Sólo le interesa el exterior, los demás, y por eso ve tan bien. Pero los demás no le interesan para intervenir ni influir en sus vidas, ni por utilitarismo. Puede que no le importe gran cosa lo que le suceda a nadie. No es que no lamente ni celebre los hechos, es solidario, no le resultan indiferentes. Pero de un modo algo abstracto. O acaso es que es muy estoico, con lo de los demás y con lo propio. Las cosas ocurren y él toma nota, sin ningún propósito definido, sin sentirse atañido las más de las veces, menos aún involucrado. Quizá por eso percibe tantas. Tantas no se le escapan, que casi da miedo imaginar lo que sabe, cuánto ve y cuánto sabe. De mí, de ti, de ella. Sabe más de nosotros que nosotros mismos. Quiero decir de nuestros caracteres. O todavía más, de nuestros moldes. Con un saber que nos es ajeno. Juzga poco. Lo más raro de todo es que no hace uso de su saber. Es como si viviera paralelamente una vida teórica, o una vida futura que aguardase turno en la recámara. Su hora en otra existencia. Y como si fueran a parar a ella los descubrimientos, los reconocimientos, las informaciones y las constataciones. Y no en cambio a la presente, a la efectiva. Incluso lo que sí lo afecta, hasta sus experiencias propias y sus sinsabores parecen desgajarse en dos partes, y una de las dos ir destinada a ese saber suyo meramente teórico, o de la expectativa. A enriquecerlo, a nutrirlo. Extrañamente, con vistas a nada. Al menos en esta vida suya real que avanza. No hace uso de su saber, es muy raro. Pero lo tiene. Y si un día sí hiciera uso, habría que temerlo entonces. Yo creo que no perdona. A veces lo veo como a un enigma. Y a veces creo que él también lo es para sí mismo. Entonces vuelvo a pensar que no se conoce mucho. Y que no se presta atención porque en realidad ha renunciado a ello, a entenderse. Se considera un caso perdido con el que no ha de malgastar reflexiones. Sabe que no se comprende y que no va a hacerlo. Y así, no se dedica a intentarlo. Creo que no encierra peligro. Pero sí que hay que temerlo.' La verdad es que me quedé como estaba, aunque aquel texto me hizo pensar que en algún sitio debía de haber sobre mí un verdadero informe en regla, con datos y fechas, hechos comprobables y características detalladas, con mi curriculum convencional (o quién sabía si el inconfesable) y con observaciones y descripciones menos etéreas e inverificables. Debían de existir de todos nosotros, lo contrario habría sido una incongruencia, me prometí buscarlos un día con calma, podían interesarme los de Rendel y la joven Nuix, el de Mulryan no tanto; y desde luego el de Tupra, si también lo había. Antes de cerrar el fichero apoyé el pulgar en el borde superior de las fichas e hice correr bajo él unas cuantas, sin mucha rapidez, por curiosidad, parándolas al azar de vez en cuando. Vi encabezamientos muy conocidos: 'Bacon, Francis', 'Blunt, Sir Anthony', 'Caine, Sir Michael (Maurice Joseph Micklewhite)', 'Clinton, William Jefferson "Bill"', 'Coppola, Francis Ford', 'Le Carre, John (David Cornwell)', 'Richard, Keith (The Rolling Stones)', 'Straw, Jack' (el Ministro de Exteriores británico, antes del Interior, el que soltó a Pinochet, vaya baldón, era sobre quien necesitaba datos aquella mañana, de su impropio pasado), 'Thatcher, Margaret Hilda, Baroness'. Fueron sus fichas las que frenó mi dedo, algunos estaban ya muertos. Otros muchos epígrafes no me decían nada, para mí desconocidos: 'Booth, Thomas', 'Dearlove, Richard', 'Marriott, Roger (Alan Dobson)', 'Pirie-Gordon, Sarah Jane', 'Ramsay, Margaret "Meta", Baroness', 'Rennie, Sir John', 'Skelton, Stanyhurst (Marius Kociejowski)', 'Truman, Ronald', 'West, Nigel (Rupert Allason)', mi vista cayó sobre ellos, cuánta gente no se llamaba como se llamaba, mi memoria es excelente para los nombres.

Era grato que se tomaran molestias conmigo, habiendo tal compañía; que quisieran desentrañarme, que me hicieran caso. Lo que más me intrigó fue sin duda aquel momento en que el redactor o cavilador, fuera quien fuese, se dirigía a otra persona, a alguien abiertamente, lo cual indicaba que sus impresiones o conjeturas tenían un destinatario concreto: 'De mí, de ti, de ella, decía. 'Sabe más de nosotros que nosotros mismos.' Pensé que por exclusión la joven Nube sería 'ella', aunque certeza absoluta no pudiera tenerla. Pero quién era ese 'tú', quién era ese 'yo'. Había varias posibilidades, no podía saberlo en modo alguno. Tampoco quién creía, por tanto, que debía temérseme, eso también me extrañó bastante, porque yo no lo creía entonces. (A no ser que fueran un 'yo' y un 'tú' y un 'ella' metafóricos, hipotéticos, intercambiables, como si la expresión hubiera sido 'Casi da miedo imaginar lo que sabe, cuánto ve y cuánto sabe. De este, de aquel, del otro'.) No hace falta decir que esas notas iban sin firma, como las demás del fichero, o de aquel cajón al menos. Parecían escritas todas a vuelapluma, por lo poco que me atreví a entretenerme mirándolas, cuando mi pulgar detenía algunas: tan vagarosas y especulativas eran las relativas a mí como las dedicadas al ex-Presidente Clinton o a Mrs Thatcher, les eché un vistazo.

– Yo creo que sí, que sí podría -le contestaba a Tupra respecto del anfitrión de la cena-cum-celebridades (un cantante-celebridad él mismo, lo llamaré aquí Dick Dearlove, como uno de los desconocidos e inverosímiles nombres vistos en el fichero, allí llegué a enterarme de que era un alto y muy serio funcionario de algo, sólo leí un par de líneas, pero con semejante apellido merecería haber sido un gran ídolo de masas trotante por los mil escenarios, como nuestro cantante anfitrión ex-dentista), tras meditarlo unos segundos-. En una situación de peligro, desde luego que asestaría antes su golpe, si tuviera oportunidad de hacerlo. Incluso antes de tiempo, quiero decir antes de que el riesgo de su vida fuera inminente y cierto. La mera sombra de una amenaza grave lo haría un hombre desmedido, hasta incontrolado. Reaccionaría con violencia, creo yo, fácilmente. O más bien la anticiparía: no sé si existe en inglés, en español tenemos el dicho de que quien da primero da dos veces. Pero no sería por eso, por cálculo, ni por valentía, ni tan siquiera por nervios, ni por pánico exactamente. Está tan satisfecho con su biografía y con la existencia que lleva, tan asombrado y ufano de lo que ha conseguido y sigue logrando (aún no se ve límites), su cuento de hadas le está saliendo tan acabado y perfecto, que no podría soportar que todo se le fuera al traste en unos segundos, prematuramente, por un mal paso o por mala suerte, por una imprudencia o un mal encuentro. Sobre todo no soportaría la idea. Pongamos que se le colaran ladrones en casa, dispuestos a todo -'burglars', dije-; o que lo atracaran por la calle: no, él nunca irá por las calles andando. Pongamos que se le averiara el coche al cruzar un barrio pésimo, que se le quedara fundido una noche tarde al regresar de su mansión de campo, yendo él solo al volante o acompañado de un guardaespaldas, siempre llevará por lo menos uno, no recorrerá cien yardas sin la protección mínima. Y que nada más echar pie a tierra se vieran rodeados por una pandilla numerosa, agresiva, armada, una banda de desesperados contra la que poco pudieran hacer dos hombres, uno de ellos acostumbrado además sólo al halago y los mimos, y a la total ausencia de sobresaltos.

– Pedirían ayuda en el acto con sus teléfonos portátiles o ya lo habrían hecho con el del coche, a la policía o a quien fuese -me interrumpió Tupra. Me hacía gracia la facilidad con que se prestaba o incorporaba a mis fabulaciones. Yo creo que se divertía conmigo, bastante.

– Pongamos que el del coche ha muerto con el coche mismo, y que los otros no tenían cobertura, o se los han quitado ya, sin darles tiempo a utilizarlos. No sé en Inglaterra, pero en España es lo primerísimo que hoy roban los delincuentes, arrebatan los celulares incluso antes que las carteras, y por eso todos los atracadores, hasta los ínfimos de jeringuilla en temblorosa mano, disponen de móviles invariablemente. En Madrid no verá un ratero, casi no verá ni un mendigo, que no posea un telefonino.

– De veras -dijo Tupra tentado de sonreír. Entendía mis exageraciones, no las desaprobaba.

– De veras. Se lo aseguro, vaya a mi ciudad a verlo. Bien, en esa situación, si Dearlove llevara una navaja, no digamos una pistola (sería capaz, con su licencia y todo), es probable que se liara a pegar tiros o a soltar navajazos sin parlamentar siquiera y antes de estar seguro del alcance de la amenaza, del nivel de desesperación y odio de los desesperados, que a lo mejor resultarían haber sido admiradores suyos que habrían acabado pidiéndole autógrafos al reconocerlo, podría darse, no hay que excluir ningún grado de popularidad en su caso. En España, por ejemplo, es también un inmenso ídolo, sobre todo en el País Vasco, no sé si lo sabe.

– Lo supongo. En estos tiempos todos los mamarrachos triunfan universalmente -dijo Tupra-. Continúa. -Por aquel entonces él me llamaba ya Jack, pero yo a él Mr Tupra todavía.

– Lo que Dearlove no podría soportar -a Dearlove no lo llamaba Dearlove, claro está, sino por su verdadero apellido- es que su fin fuese ese, cómo decir: lo soportaría casi menos que el fin mismo. Por supuesto que lo aterraría ver truncada su vida de éxitos e ir a perderla, como a cualquiera, y aunque fuese de fracasos; y además no lo creo un valiente, ya le he dicho, sentiría un miedo infinito. Pero lo que más espanta a Dearlove, como a otra gente de escaparate (aunque quizá no lo sepan), es que el final de su cuento sea de tal carácter que predomine sobre lo anterior y oscurezca cuanto lleva andado y acumulado hasta ahora, que lo eclipse; que casi borre y anule el resto y a la postre se erija en el dato único, en el que cuenta y en el que se cuenta. Si sería capaz de matar (y creo que lo sería), es más que nada por eso, por repugnancia narrativa, si la expresión se me permite. Verá, Mr Tupra, si alguien como él es muerto por un grupo de patibularios en Clapham o en Brixton, o aún más llamativo, si es linchado, esa clase de muerte constituiría tal escándalo en su caso, impresionaría tanto al mundo, que ya sería sacada a colación junto con su nombre siempre, en toda ocasión y circunstancia, aunque se hablara de él por cualquier otro motivo, por su aportación a la música popular de su tiempo o a la historia y auge de los mamarrachos, por la descomunal fortuna amasada con su garganta o como uno de los ejemplos más preocupantes del delirio de las masas. Daría lo mismo, siempre se agregaría la cantilena de que murió linchado en Brixton en un mal paso, en Clapham una noche aciaga junto con su mejor guardaespaldas, a manos de unos facinerosos de Stratham de crueldad indecible. Llegaría un momento en el que, de hecho, de él sólo se recordaría eso. Hasta las madres reconvendrían con la cantilena a sus hijos cuando fueran a adentrarse en barrios broncos o en zonas turbias: 'Acuérdate de lo que le pasó a Dick Dearlove, y eso que él era famoso e iba con guardaespaldas'. Una verdadera maldición póstuma, para alguien como él, me refiero.

– 'Acuérdate de Dick Dearlove, cielo, de cómo se lo cargaron' -la mejoró Tupra, ahora con sonrisa abierta: 'Darling', dijo. How they did 'im in', dijo (si mal no recuerdo), imitando un acento cockney (o acaso era del sur de Londres semieducado, yo no distingo tanto) y poniendo voz de madre-. Santo cielo, seguro que a él no se le ha ocurrido un epitafio tan sórdido. Ni en sus aprensiones más ominosas. Ni en sus pesadillas más vejatorias. Qué más entonces, sigue.

– Bueno, yo no sé si esa fobia estará registrada, ni si tendrá algún nombre menos pedante de como la he llamado. Desde luego Dearlove no emplearía semejantes términos. Ni siquiera tendrá conciencia de lo que estoy describiendo, le parecería griego. Pero no se trata de otra cosa: es un horror narrativo, o una repugnancia; es pavor a su historia arruinada por el desenlace, echada a perder para siempre, hundida, a su completo desbaratamiento por un final demasiado espectacular para el mundo y aborrecible para el interesado; a un estropicio para el cuento sin posible remedio, a una mancha tan poderosa y ávida que se extendería hasta anegar todo el resto, retrospectivamente. Dearlove sería capaz de matar por evitarse tal sino. Tal sino estético, argumental, narrativo, como prefiera. Sería capaz de matar por eso, ya lo creo. O eso creo. -Al terminar retrocedía un paso a veces, me encogía un poco, ya de nada servía, había hablado, había dicho.

– 'Acabaréis como Dick Dearlove, acabaréis así todos' -insistió Tupra en su imitación un momento, riendo brevemente y alzando un dedo admonitorio. Luego añadió-: Lo único, Jack, es que un tipo como él jamás atravesaría Clapham ni Brixton en automóvil, ni para entrar en la ciudad ni para salir de ella.

– Bueno, está bien, pero podría extraviarse, confundirse de salida en la autopista y acabar allí varado, ¿no? Pasa a veces, ¿no? Yo vi algo parecido en una película que se llamaba Grand Canyon, ¿usted la ha visto?

– No voy mucho al cine, sólo si me obliga el trabajo. Antes sí, cuando era joven. Pero me parece que no te haces idea del nivel económico de esta gente, Jack. Lo más probable es que Dearlove se desplace en su helicóptero para la mayoría de las distancias cortas. Y para las largas en su avión privado, con un séquito que empequeñecerá al de la Reina. -Se quedó callado unos segundos, como si se acordara de algún viaje suyo en un avión de esos, particulares. Tupra se mostraba muy despreciativo hacia Dearlove y otras figuras semejantes, pero lo cierto es que se relacionaba con buen número de ellas ocasionalmente, de la televisión, la moda, la canción o el cine, y en la medida en que fui testigo, las trataba con desenvoltura, con simpatía y con confianza. A veces me preguntaba si esos contactos, difíciles para el común de las gentes, se los proporcionaban desde esferas altas, en función de su cargo y por facilitarle el trabajo. Claro que nunca supe con exactitud cuál era ese cargo. Por lo demás no se lo veía incómodo junto a las celebridades más frívolas. Eso podía formar parte de su preparación, de su oficio, no significaba necesariamente que apreciara esas compañías. La verdad es que no se lo veía incómodo en ningún ambiente, ni en los más sesudos ni en los más serios, ni en los más pretenciosos ni en los más idiotas ni en los bajos fondos ni en los sencillos, era sin duda un hombre que se aclimataba a lo que hiciera falta. Luego volvió atrás-: Dime, ¿crees que sería capaz de matar en alguna otra circunstancia, además de por ver su vida no sólo en peligro, sino, según tú…, digamos en tela de juicio? Tal vez tengas razón, tal vez lo horripilaría que su término fuera feo, inadecuado, abrumador, desairado, sarcástico, turbulento, sucio…

– No sé -respondí algo chasqueado por su rigor realista, y en seguida me arrepentí de haber dicho las palabras más decepcionantes en aquel edificio, 'No sé', o las más desdeñadas. Me apresuré a taparlas-. Ese me parece el principal motivo posible, pero supongo que no sería imprescindible que su vida corriera peligro, si, como pienso, en cierto sentido le importa más su historia, más el relato de esa vida que la vida misma. Aunque él ignore eso, probablemente. Esa prioridad no se daría tanto, creo, por los futuros o ya presentes biógrafos cuanto por tener que recontársela a sí mismo a diario, por tener que convivir con ella. No sé si me explico bien.

– No. No del todo, Jack. Esmérate, por favor. Anda. No te enredes.

Esa clase de comentarios me acicateaba) con algo de infantilismo por mi parte, no me he librado nunca de eso y ya no lo haré, es seguro.

– Le gusta su imagen, le gusta su historia en conjunto, con su fase odontológica y todo; nunca la pierde de vista, nunca la olvida -intenté esmerarme-. El tiene siempre presente su trayectoria entera: su pasado, también su futuro por tanto. Se ve a sí mismo como un cuento, cuyo final debe cuidar, pero no menos su desarrollo. No es que no admita reveses ni flaquezas ni manchas, en ese cuento, no es tan cándido. Pero deberían ser de un tipo que no destacara en exceso por su estridencia, que no sobresaliera obligadamente (una horrible prominencia, un bulto) cuando cada mañana se mire al espejo y piense en 'Dick Dearlove' como en un todo, una idea, o como si fuera un título de novela o película, y además ya clásicas. No es nada relacionado con la moral, ni con la vergüenza, no es eso, de hecho casi todo el mundo se mira a la cara sin el menor problema, siempre se encuentran excusas para los propios desmanes, o para negarse que lo sean, la mala conciencia y el arrepentimiento desinteresado ya no son de este tiempo, habló de otra cosa. El se ve desde fuera, sobre todo desde fuera, no tiene dificultad en admirarse. Y quizá lo primero que al despertar se diga sea algo parecido a esto: 'Oh caramba, no ha sido un sueño: soy Dick Dearlove, nada menos, y tengo el privilegio de verme y tratarme a diario con semejante leyenda'. En realidad eso no es nada raro, tanto si se deja como si se quita la palabra 'leyenda'. Se sabe de escritores que recibieron el Nobel y que se pasaron lo que les quedó de vida pensando cada poco rato: 'Soy Premio Nobel, lo soy, yo soy un Nobel y cómo brillé en Estocolmo', y a veces diciéndoselo en voz alta, fueron oídos por sus preocupados próximos. Pero también conozco a bastante gente sin significación objetiva ni fama que sin embargo se percibe de ese o parecido modo, y que asiste a su vida como si estuviera en el teatro. Un teatro permanente, eso sí, reiterativo y monótono hasta la náusea, que no escatima un detalle ni dos segundos de tedio. Pero esas personas son espectadores muy benévolos y contentadizos, no en balde son también cada una el autor, el actor y el protagonista de sus respectivas obras dramáticas (es un decir, lo de dramáticas). Ya sabe que Internet ha hecho efectiva esa forma de vivir y verse. Tengo entendido que hay individuos que incluso ganan dinero mostrando eso, cada soporífero y mísero instante de sus existencias, enfocadas ininterrumpidamente por una cámara estática. Lo asombroso, lo cerebralmente enfermizo, lo vitalmente malsano es que haya quienes estén dispuestos a contemplar eso, y pagando; quiero decir espectadores distintos de los propios autores, actores, protagonistas, en ellos no es muy anómalo, en ellos sí se explica.

– Vamos, lago, por favor: a lo concreto. En las disquisiciones no te sigo. Dearlove. ¿Cuándo más crees que podría cargarse a alguien?

Claro que sí me seguía Tupra en las disquisiciones, él jamás se perdía, aunque lo que oyera le interesara poco, y creo que conmigo no se aburría, eso uno lo nota, cuando capta la atención dé quien tiene enfrente, no en vano di clases, se me van alejando ya mucho en el tiempo. A veces me llamaba así, lago, con la clásica forma, cuando deseaba irritarme o bien centrarme. Sabía que Wheeler se refería a mí por Jacobo y no debía de atreverse a intentar pronunciarlo, así que me lo dejaba a mitad de camino, en la familiaridad shakespeariana, quizá con segundas intenciones burlonas, no eran descartables. Claro que me seguía Tupra, pero a veces fingía que la tradicional aversión hacia lo especulativo y teórico de la formación y el espíritu ingleses le impedía acompañarme muy lejos en mis digresiones. Él no sólo lo seguía todo, sino que además lo registraba, archivaba, lo retenía. Y era bien capaz de apropiárselo.

– Disculpe, Mr Tupra, no era mi intención desviarme -dije; era aún modoso por entonces-. Bien, se dice que Dearlove es bisexual, o pentasexual, o pansexual, no lo sé, sexualísimo, una furia viva, en la prensa no faltan insinuaciones. Y desde luego anoche me pareció hiperestimulado cuando se enfundó en su bata verde y se empeñó en limpiarle la caries a Mrs Thompson. Aunque sin duda habría gozado más hurgando en la boca de su joven hijo. Lástima para el Doctor Dearlove, supongo, que el muchacho no se prestara a la práctica pese a su meliflua insistencia. También se dice que lo conmueven mucho los… ¿los recién púberes, digamos?

– Se dice, sí -contestó Tupra con tono serio, pero sin apenas disimular en el rostro que todo aquello le hacía gracia-. ¿Y?

– Bueno, pongamos que un menor le tendiera una trampa, un menor o una menor, me da lo mismo. Si no estoy mal informado, él deja correr todos esos rumores tranquilo, ya que sólo son eso, rumores. Me imagino que no es mala forma de ventilarlos: hacer caso omiso, ni siquiera darles carta de existencia con desmentidos y demandas y quejas. Él jamás ha dicho una palabra sobre sus predilecciones sexuales, tengo entendido. Y bueno, al fin y al cabo se le conocen sus dos matrimonios aunque fueran sin hijos, y a eso se atiene, ¿no?, oficialmente.

– Más o menos. No estoy muy enterado de esos aspectos.

– Bien, pongamos que un menor o una menor lo duermen con una pastilla en la copa. En plena faena, ambos ya desnudos y eso. Pongamos que le hacen fotos mientras él vaga por el limbo, el chico o la chica también entran en cuadro, claro está, activan el automático y se encargan de la dirección escénica, un pelele desmadejado en sus manos, nuestro ex-dentista. Pongamos que sin embargo el efecto de la pastilla no es lo bastante fuerte en el titánico Doctor Dearlove: que una sensación interior de alarma lo ayuda a sobreponerse. De modo que no llega a dormirse profundamente, o se despierta antes de tiempo. Con un ojo medio abierto ve lo que pasa. Con un cuarto de su conciencia se hace cargo de la situación, con una décima parte incluso. No es que él sea puritano en sus posturas y declaraciones públicas, eso le perdería adeptos; más bien es osado, sin sobrepasarse, defiende la legalización de las drogas, la eutanasia responsable, ese tipo de causas que tampoco restan clientes. Pero la aparición de unas fotos así en la prensa pertenece ya a otra esfera, a la misma que su acuchillamiento por maleantes de Brixton, Clapham o Stratham. Exactamente a la misma, no sé si estará usted de acuerdo. Aunque en un asunto él sea el despreciable infractor asqueroso y en el otro la pobre, compadecida y llorada víctima. A efectos narrativos la distancia no es grande, ambas cosas son prominencias. Aquí no se trataría de un final, en lo del beso del sueño y las fotos, pero sí de un episodio que ya se haría para siempre un lugar en su historia, que ya no sería nunca soslayado en el cuento, ni en la idea de Dick Dearlove. Y tal como están los ánimos respecto a los abusos a menores, podría acarrearle hasta la detención y un mal juicio. Y aunque luego saliera absuelto, ya sólo por la acusación y su eco, por las imágenes vistas y repetidas mil veces, por el escándalo y la sospecha grave que habrían durado meses, podría acabar igualmente como cantinela de las madres a sus vástagos adolescentes: 'A ver con quiénes te mezclas, no te vayas a topar con un Dick Dearlove'. Ya ve, es lo malo de ser tan famoso, se acaba en una balada en cuanto se descuida uno.

– Te veo muy al tanto del mamarracho. Hasta de sus opiniones, ya tiene mérito -dijo Tupra con guasa.

– Ya le he dicho que es un ídolo increíble en España, casi tanto como aquí, yo diría. Allí ha dado bien de conciertos. Es difícil no enterarse.

– Tenía idea de que era gente severa, la del actual País Vasco -añadió con sincera extrañeza. Nunca se le pasaba nada, ni se le olvidaba.

– ¿Severa? Bueno, según para qué. También hay mucha mamarrachada. El caudillo marca la pauta, ya sabe. Como en la Lombardía. O bueno, ahora como en toda Italia. Por no hablar de Venezuela, acuérdese de nuestro amigo Bonanza.

– No creas, aquí nos vamos acercando -respondió, y eso me escandalizó un poco, en realidad sin motivo: no sabía a ciencia cierta para quiénes trabajaba Tupra (esto es, trabajábamos), todo eran insinuaciones de Wheeler e irreflexivas deducciones mías-. ¿El beso del sueño, has dicho?

– Así se conoce en España esa trampa, se utiliza para desvalijarle la casa al dormido, principalmente. Así la ha llamado la prensa.

– No está mal, el beso del sueño. -Lo complacía el nombre-. Qué pasa con el de Dearlove, entonces. Se despierta besado, con la mitad de un ojo. Y qué pasa.

– Cualquier barbaridad, cualquier cosa. A eso iba. También podría matar por algo así, es sólo un posible ejemplo, habría otros. El horror narrativo, la repugnancia. Eso le hace perder el control, estoy convencido, lo obceca. He conocido a otras personas con esa aversión, o esa alerta, y eso que ni siquiera eran famosas, la fama no es un factor decisivo en esto, hay muchos individuos que sienten su vida como materia de un minucioso relato, andan instalados en ella pendientes de su hipotético o futuro cuento. No se lo plantean mucho, es sólo una manera de vivir las cosas, una manera acompañada, digamos, como si hubiera espectadores o permanentes testigos, aun de las nimiedades mayores y de los momentos muertos. Tal vez sea un sucedáneo de la antigua idea de la omnipresencia de Dios, que con su ojo estaba atento a cada segundo de la vida de cada uno, era muy halagador en el fondo, muy reconfortante pese al elemento implícito de amenaza y castigo, y tres o cuatro generaciones no bastan para que el hombre acepte que su trabajosa existencia transcurre sin que nadie asista ni la contemple nunca, sin que nadie la juzgue ni la desapruebe. Y lo cierto es que hay uno siempre, en efecto: un oyente, un lector, un espectador, un testigo; y un relator y un actor simultáneos, que coinciden con aquéllos: son los propios individuos quienes se van relatando su historia a sí mismos, cada uno la suya, quienes se asoman a ella y se la miran y remiran a diario, desde fuera hasta cierto punto; o desde un falso fuera, mejor dicho, la generalización del narcisismo, llamado a veces 'conciencia'. Por eso hay tantos que no soportan la burla, la vejación, el ridículo, la subida de la sangre al rostro, el desaire, eso menos que nada. A Dearlove le puede ese asco, esa alarma, lo vence ese vértigo, y cuando los sufre, cuando le da un ataque, entonces ya no piensa. Lo más probable es que al medio abrir su párpado y darse cuenta de lo que pasa, ni siquiera se le ocurriese intentar adquirir las fotos, ofrecer por ellas más de lo que jamás daría ningún periódico sensacionalista, llegar a un acuerdo con el chico o la chica, pactar, sobornar, engañarlos, contratarlos para siempre. Su fortuna, si posee avión y helicóptero, le permitiría comprarlos diez mil, cien mil veces, en cuerpo y en esclavitud y en alma.

– No intentaría eso. Dices. Qué haría. Según tú, qué haría entonces.

– Lo mismo que con los navajeros de Brixton, yo creo. Se anticiparía mal. Se precipitaría. Intentaría matar, mataría. Mataría al menor, a la chica o al chico, lo que se hubiera llevado esa noche a casa. Un pesado cenicero mata, rompe el cráneo. Un jarrón, un pisapapeles, un abrecartas, cualquier cosa mata, no digamos esas espadas y lanzas con las que tiene decorada esa pared de su salón, la más larga del salón contiguo al comedor donde cenamos; se fijaría usted anoche, supongo.

– Me he fijado -dijo Tupra-. Puede que no fuera la primera vez que yo iba allí, ¿no te parece? -Claro. Ya le pega ser un devoto de lo medieval, a Dearlove, o de la cosa céltica, y semimágica. De lo chic fantástico. Yo lo veo de este modo: aunque esté muy atontado por la pastilla, o justamente por estarlo, saca fuerzas de su tremendo susto y alcanza esa pared tambaleándose; vive como si ya fuera un hecho consumado y cierto la prominencia narrativa espantosa con la que habrá de convivir para siempre por culpa de esas imágenes que le han sacado traicioneramente, y esto último lo legitima o faculta en su bruma para ser colérico y desmedido. Así que descuelga una de esas lanzas y con ella atraviesa el pecho de la chica o el chico y les destroza la carne que ansiaba antes, sin pensar en las consecuencias, no en ese instante. En momentos así esos hombres no ven, no ven lo que sólo tres minutos más tarde se les hará manifiesto: que resulta menos difícil hacer desaparecer unas fotos que un cadáver, menos arduo taparle la boca a alguien que limpiar sus muchos litros derramados de sangre. Ya le digo: he conocido a tipos así, a tipos que no eran nadie y que sin embargo tenían ese miedo superlativo a su historia, a la que podría contarse y por tanto habrían de contarse también ellos. A su historia emborronada y fea. Pero es siempre desde fuera, insisto, lo determinante es lo externo: poco tiene que ver todo esto con la vergüenza, el pesar, el remordimiento, el desprecio de uno mismo, aunque sean factores que puedan hacer efímero acto de aparición en algún instante. Esos individuos sólo se ven obligados a contarse de veras sus acciones o sus omisiones, buenas o malas, valerosas, ruines, cobardes o desprendidas, si hay otros que también las conocen (si es la mayoría, mejor dicho) y así quedan incorporadas a lo que de ellos se sabe, es decir, a sus oficiales retratos. No es un asunto de conciencia en realidad, sino de representación, o de espejos. Lo que no es reflejado por éstos se puede poner en duda al poco tiempo, y creer que fue ilusorio, envolverlo en la neblina de la difusa o mala memoria y decidir por último que no se dio y no hay recuerdo, porque no puede haberlo de lo no sucedido. Y así ya no es posible que los atormente, a esos individuos: es increíble la capacidad de alguna gente para convencerse de que no hubo lo habido y sí existió lo no existido. Lo grave para Dick Dearlove, lo insoportable, no sería haberse cargado a un malhechor callejero o a un taimado adolescente, sino que se supiera, y que quedara adherido el hecho (como si dijéramos) a su expediente. Dentro de su obnubilación en el momento del homicidio, él quizá sabe que eso, aunque con dificultad enorme, resulta posible ocultarlo. No en cambio su propia muerte a manos de unos salvajes, ni sus fotos desnudo con un jovenzano o con una ninfa, una vez impresas y admiradas universalmente. -Entonces me detuve un momento. Pensé, como siempre al término de mis interpretaciones o informes, que había ido demasiado lejos. Y que me había adentrado en disquisiciones de nuevo. También se me ocurrió que no debía de estarle contando a Tupra nada que él no supiera. Estaba al cabo de la calle, sin duda, en lo que respectaba a esos individuos, tal vez incluso en lo referente a Dearlove, lo conocía ya de otras visitas, o quién sabía si hasta de viajes juntos por aire (Tupra en su comitiva, mezclado con los invitados, los supervisores, los recién púberes y los guardaespaldas). Quizá me estudiaba a mí, más que aprender de lo que yo decía-. He conocido a otros tipos así, Mr Tupra, de cualquier edad, en todas partes -añadí, como disculpándome-. Usted también, estoy seguro. Ambos los conocemos.

– ¿Un cigarrillo, Jack? -dijo. Y me ofreció uno de los faraónicos de su paquete vistoso rojo. Aquel era un gesto de aprecio, o así yo me lo tomaba.

Y pensé, o me quedé pensando: 'Yo he conocido a Comendador, por ejemplo. Desde siempre'.


Empecé a hacer la prueba de detenerme en seco aquella noche tan terca de su lluvia en Londres: pararme de golpe y sin ningún aviso para así cerciorarme de que de mí no venía aquel leve y casi alado ruido, tis tis tis, los pasos blandos de un perro o el vaivén de mi gabardina al caminar yo con brío, la oscilación del paraguas o el deslizarse oculto de alguien dubitativo, que no se me aproximaba ni se me descubría pero tampoco renunciaba a seguirme -o era a acompañarme en paralelo, a unas yardas- por si al final se decidía, tenía de plazo para pensárselo hasta que yo llegara a mi casa, y abriera la puerta, y antes de entrar plegara la tela y la sacudiera con fuerza sobre el pavimento (cuatro gotas más sobre las improvisadas lagunas y riachuelos en miniatura de las calles de las ciudades), y cerrara aquélla tras de mí muy rápido, impaciente por estar ya arriba, en mi lugar de paso que cada vez se me hacía más protector y más propio, ahora hasta me aplacaba subir y encerrarme, y contemplar a solas -a salvo de las preguntas y contestaciones, del habla- la Square o plaza desde mi tercer piso, con sus árboles rumorosos en medio como si hicieran el acompañamiento de cada mansedumbre o sublevación del ánimo; y las luces de las familias o de los solteros enfrente (mis semejantes), el elegante hotel siempre encendido y vivo como un escenario mudo o como un plano general de película que no cambiara nunca ni se terminara, las oficinas enormes ya en su reposo custodiado desde su garita por el vigilante nocturno que bosteza al escuchar su radio con la gorra sobre la coronilla y la visera alzada, y en la oscuridad los mendigos zigzagueantes y fugitivos que parecen desprender ceniza cuando se atraviesan y escarban, desde sus ropas apelmazadas, o acaso es que sueltan el acumulado polvo; y por supuesto mi bailarín vecino (de tan desentendido del mundo da alegría mirarlo) y sus ocasionales parejas también danzantes, últimamente lo había visto entregarse con intrepidez al sirtaki, santo cielo, parecía una maricona, es decir, no un homosexual sino otra cosa -un ufano primoroso, un lelo, un tipo de vaina amermelado y dengue-, nada tiene que ver a estas alturas el término con las preferencias carnales reales de quien con él es calificado, yo separo eso al menos, es mi caso, y no hay baile más ridículo para un hombre solo que el sirtaki griego, si exceptuamos probablemente el aurresku vasco, no lo conocería mi vecino por suerte.

Así que hice la prueba dos o tres veces, me detuve en seco cuando nada indicaba que fuera a hacerlo, y en las tres ocasiones el ruido de cautelosos o semiaéreos pasos, el cantar de grillos o el frufrú o lo que fuese -como el trotar alocado de un reloj de pared antiguo, también se parecen a eso las pisadas de un perro-, tardó más de la cuenta en pararse, pude todavía oírlo cuando yo ya estaba quieto y sin que de mí pudiera salir sonido alguno involuntario o incontrolado. No volví la cabeza al hacer esta prueba, ni hacia atrás ni hacia los lados, a diferencia de cuando caminaba con mi marcha estable y el paraguas reclinado en el hombro, casi al modo de una sombrilla durante el paseo, como si me quisiera resguardar la nuca por encima de todo, resguardarla del viento y del agua y de las posibles miradas y de las imaginarias balas que los habrían agujereado (la nuca como el paraguas), uno piensa cosas absurdas cuando recorre de noche un buen trecho a solas y se siente seguido sin ver que lo siga nadie. Durante los últimos tramos había zonas de césped a izquierda y a derecha a ratos, el trayecto se acertaba por las avenidas o más bien sendas de un pequeño parque vecino, de barrio, y quizá iban sobre la hierba, aquellos pasos nunca vistos. Esperé hasta haber dejado atrás ese parque apenas iluminado y estar ya muy cerca de casa. Me faltaban dos manzanas y atravesar otra plaza cuando de nuevo hice la prueba y esta vez sí giré el cuello al pararme y las vi entonces, dos figuras blancas a cierta distancia que no me habría permitido normalmente oír jadeos ni pisadas. El perro era blanco y la mujer, la persona, vestía como yo gabardina clara. Me pareció una mujer desde el primer instante, y lo era, porque tras un segundo o resquicio de duda me gustaron sus piernas, al ver que no las cubrían pantalones oscuros sino unas botas negras altas (pero sin tacón, o muy bajo) que bien delineaban o acentuaban la curva de sus pantorrillas fuertes. El rostro le quedaba oculto por la copa de su paraguas, ambas manos las tenía ocupadas, con la otra sujetaba la correa del perro, que tiraba de ella con escasa esperanza y quizá mucha fatiga, al animal no lo guarecía nada, debía de estar chorreando, sin duda le pesaba la lluvia por mucho que se la sacudiera violentamente en las pausas (no dejaba de caerle entonces), y estaban en una de ellas porque las dos figuras se habían frenado también, con un poco de inevitable retraso respecto a mí, o a mi tan abrupto alto. Me quedé unos segundos mirándolas, no escasos. A la mujer no pareció importarle mucho ser vista, quiero decir que siempre podía ser alguien que pese al delirante tiempo había sacado a pasear al perro, y tampoco habría tenido por qué darme explicaciones, de habérselas yo pedido. Podía ser todo una coincidencia: a veces uno lleva el mismo camino que otro transeúnte durante minutos larguísimos, aunque no vaya en línea recta, y a veces llega uno a impacientarse por eso, por nada, tan sólo ansia que se deshaga y cese la coincidencia, en la que ve mal agüero o de la que se harta, a veces se desvía uno de su trayecto a propósito y hasta da un rodeo innecesario, sólo por separarse y perder de vista al insistente ser paralelo.

Habría entre los dos, mejor dicho entre ellos y yo, unas doscientas o más yardas, suficiente para que tuviera que gritar o retroceder bastantes pasos si decidía hablarle, preguntarle a la figura humana, una mujer joven a buen seguro, sus botas eran impermeables, flexibles, brillantes, se adherían a la pierna, no eran botas cualesquiera de lluvia, sino elegidas, estudiadas, caras posiblemente, favorecedoras, tal vez de marca. La miré sin disimulo, ella no se descubrió la cara, en ningún momento elevó el paraguas que se la tapaba y no me devolvió mirada por tanto, pero tampoco se inquietó porque un hombre la observara parado desde no muy lejos, de noche y bajo tanta agua. Se acuclilló, se le abrieron los faldones de la gabardina al hacerlo y le vi parte de un muslo, palmeó y acarició el lomo del perro, le cuchicheó probablemente, se irguió de nuevo y los faldones se le cerraron y visión de la carne acabada, permaneció quieta, sin reanudar la marcha en ninguna dirección, se me ocurrió atribuirle entonces cierto desvalimiento, como si estuviera perdida en una zona que desconocía, o fuera una joven ciega con su lazarillo, o fuera extranjera y no supiera la lengua, o una puta tan apurada que no pudiera saltarse ni una sola de sus exposiciones nocturnas, o dudara si pedirme dinero, ayuda, consejo, algo. No porque yo fuera yo, sino por ser el único ser paralelo allí presente. Tuve la sensación de que el encuentro era imposible, y, al mismo tiempo, de que sería una pena que no lo hubiese y de que era mejor si no se daba. La sensación fue de lástima, no sé si por mí o por ella, desde luego no por ambos, porque uno de los dos habría salido perjudicado -pensé- y el otro beneficiado, suele así ocurrir con lo que surge en la calle.

Muchos años atrás en el mismo país, cuando enseñaba en Oxford, había seguido mis pasos a ratos perdidos un hombre con un perro de tres patas, la trasera izquierda limpiamente amputada, y me había visitado después sin previo aviso en mi casa, se llamaba Alan Marriott, cojeaba a su vez notablemente de la pierna izquierda (pero la conservaba) y era un bibliómano que había oído hablar de mis intereses librescos, coincidentes con los suyos en parte, a los libreros de viejo que yo allí frecuentaba. Aquel perro era un terrier, estaría ya bien muerto el pobre, no persisten como nosotros. Este de la joven me pareció desde la distancia un pointer y tenía sus cuatro patas intactas, eso me alegró extrañamente, por contraste con el tullido, supongo, que me vino a la memoria de golpe bajo la noche de lluvia eterna. 'Pero yo no quiero nada de nadie', pensé, 'ni espero nada de nadie, y tengo prisa por desaparecer de esta lluvia y llegar a casa, y sustraerme de las interpretaciones de esta larga jornada que no se acaba o que no acabará hasta que esté arriba a salvo. Que sea ella quien se me acerque, si quiere algo de mí o si venía siguiéndome. Allá ella. No será para nada, para no hablarme, si lo hacía o si lo está aún haciendo.' Di media vuelta y apreté ahora el paso hacia mi destino, pero no pude evitar aguzar el oído durante los tramos que me quedaban, atento a seguir o no oyendo aquel tis tis tis que en efecto era el de un perro con sus dieciocho dedos, o acaso el de unas botas altas de tacones tan planos que se deslizaban sobre el asfalto sin batirlo nunca, y sin resonancia.

Llegué a mi portal, metí la llave, abrí, sólo entonces plegué el paraguas y lo sacudí en la calle para mojar dentro lo menos posible, y una vez arriba lo llevé a la cocina al instante, también dejé allí la gabardina a que se secara, y a continuación me fui hasta la ventana impaciente y oteé la plaza, no vi en ella a la joven ni tampoco a su pointer, pese a que había sentido su ruido ingrávido hasta el final, acompañándome hasta la misma puerta de abajo, o había creído eso. Levanté entonces la vista y busqué a mi altura, al vecino danzante que a menudo me sosegaba. Allí estaba, sí, era de prever que no hubiera salido por ahí con un tiempo tan asqueroso, y además tenía visita, la mujer negra o mulata con la que bailaba a veces: por los movimientos y la postura y el ritmo no me cupo duda de que estaban enfrascados en una danza pseudogaélica, gran velocidad en los pies que no hacen recorrido alguno (se ciñen esos pies a un punto sobre el que insisten, percuten y repercuten en el espacio de un ladrillo, o de una baldosa si no exageramos), los brazos en cambio caídos, pegados al cuerpo, inertes, muy tiesos voluntariamente, pensé que estarían oyendo la música de algún demenciado espectáculo de ese ídolo de las islas que zapatea como un poseso, Michael Flatley, se emitían sus antiguos vídeos con notable frecuencia, no sé si ya se ha retirado o si se dosifica mucho, para así hacer más excepcionales sus iracundos brincos por los escenarios. Qué contento se lo veía siempre, a mi vecino, bailara lo que bailase a solas o con compañía, a veces sentía la tentación de imitarlo, eso es algo que podemos hacer todos, bailar en casa cuando creemos que no nos ve nadie. Pero nunca se está seguro de que no nos vea ni escuche nadie, no siempre nos percatamos de que nos observan, o de que nos siguen.

Aquel pobre terrier del bibliómano Marriott tendría sólo catorce dedos, pensé, al faltarle una pata. Tal vez me había acordado de él porque su imagen se me quedó para siempre asociada a la de una joven que también solía calzar botas altas, una florista gitana que los domingos se apostaba justo enfrente de mi casa oxoniense, más allá de la calle larga que allí conocen como St Giles'. Se llamaba Jane, estaba casada pese a su juventud extrema, vestía jeans y cazadora de cuero los más de los días, yo cruzaba unas palabras con ella de vez en cuando, y aquel Alan Marriott se había detenido junto a su puesto a comprarle un par de flores justo antes de llamar a mi timbre la mañana o la tarde que me visitó, uno de aquellos domingos 'desterrados del infinito' (cité para mis adentros). Él y yo habíamos acabado hablando del escritor gales Arthur Machen (uno de sus favoritos) y de la literatura de horror o terror que éste había cultivado para deleite de Borges y de no muchos más, aunque recuerdo que él no sabía quién era Borges. Y de pronto me había ilustrado el horror mediante una hipótesis que involucraba a su perro de tres patas y cara despierta con la florista de las botas altas. 'Los horrores dependen en buena medida de la asociación de ideas', había dicho. 'De la conjunción de ideas. De la capacidad para unirlas.' Se expresaba con frases cortas y sin apenas recurrir a las conjunciones, haciendo pausas mínimas pero muy profundas, marcadas, como si contuviera el aliento mientras duraban. Como si también cojeara un poco del habla. 'Usted puede no asociar nunca dos ideas de modo que le muestren su horror, el horror de cada una de ellas, y así no conocerlo en toda su vida. Pero también puede vivir instalado en él si tiene la mala suerte de asociar continuamente las ideas justas. Por ejemplo, esa chica que vende flores enfrente de su casa', había dicho señalando hacia la ventana con el índice muy estirado, uno de esos dedos que aun limpios parecen impregnados siempre de lo que acostumbran tocar, por mucho que se los laven sus dueños: los he visto en carboneros y en carniceros y en pintores de brocha gorda y hasta en fruteros (en carboneros durante mi infancia); en los suyos permanecía el polvo de libros que se pega tanto, por eso yo usaba guantes cuando rebuscaba en las librerías de viejo o de lance, y en cambio se me iba adhiriendo la tiza de cuando daba clases. 'No hay nada terrible en ella, por sí sola no puede infundir horror. Al contrario. Resulta muy atractiva. Es simpática y amable. Acarició al perro. Le he comprado estos claveles.' Se los sacó del bolsillo de la gabardina, al que se los había echado con total descuido, como si fueran lápices o un pañuelo. Eran dos tan sólo, estaban medio espachurrados. 'Pero esa chica puede infundir horror. La idea de esa chica asociada a otra idea puede infundir horror. ¿No lo cree? Aún no sabemos cuál es la idea que falta, la Mea adecuada para infundírnoslo. Su pareja espantosa. Pero es seguro que existe. La habrá. Es cuestión de que aparezca. También puede no aparecer jamás. Podría ser, quién sabe, mi perro.' Lo señaló con su índice en vertical hacia abajo, el terrier se había echado a sus pies, no llovía aquel día, no había peligro de que manchara el salón, no merecía el destierro de la cocina, en la planta baja (su índice polvoriento invisiblemente). 'La chica y mi perro', repitió, y volvió a señalar hacia la ventana primero (como si la florista fuera un fantasma y tuviera su rostro pegado al cristal, era la ventana del segundo piso, tenía tres aquella casa piramidal, yo dormía en el más alto y trabajaba en aquel salón) y hacia el perro luego, el dedo siempre muy recto y rígido. 'La chica con su larga melena castaña y sus botas altas y sus largas piernas compactas y mi perro sin su pata izquierda.' Recuerdo que entonces le tocó el muñón con afecto o más bien con tiento como si aún pudiera dañarlo, se había adormilado un poco el animal. 'Que el perro venga conmigo es normal. Es necesario. Es raro si se quiere. Quiero decir los dos juntos. Pero no hay horror en ello. Que el perro fuera con ella sería más contencioso. Sería quizá horroroso. El perro es sin pata. Nadie más que yo lo recuerda cuando tuvo cuatro. Mi memoria personal no cuenta. No es nada frente a los ojos de los demás. Frente a los ojos de ella. A los de usted. A los de los demás perros. Ahora es como si mi perro hubiera sido sin pata siempre. De haber sido de ella, no la habría perdido seguramente en una riña estúpida después de un partido.' Marriott me había contado ya la historia, yo le había preguntado: unos hinchas borrachos del Oxford United, la estación de Didcot una noche tarde, el hombre cojo bastoneado y sujeto por varios de ellos, el perro aún no cojo colocado sobre la vía para que lo reventara un tren que no paraba. Lo habían soltado, se habían apartado con miedo en el último instante, él se había volteado, había tenido suerte dentro de todo ('No sabe cómo sangraba'). 'Eso es un accidente. Gajes del oficio de perro de un hombre cojo. Pero con ella tal vez la habría perdido por otra causa. El perro es sin pata. Con más motivo. Con más gravedad. No por un accidente. Es difícil imaginar a esa chica en una pelea. Quizá la habría perdido por su causa.' La expresión en inglés fue 'because of her', sin confusión posible respecto al 'su' de la joven. 'Quizá, para que este perro hubiera perdido la pata perteneciendo a esa chica, tendría que habérsela amputado ella. ¿Cómo si no puede perder la pata un perro bien protegido, cuidado y querido por una chica tan atractiva y simpática que vende flores? Esa idea es horrible. Es horrible la idea de esa chica cortándole la pata a mi perro con sus propias manos; viéndolo con sus propios ojos; asistiendo a ello.' Aquellas últimas frases de Alan Marriott habían sonado levemente indignadas; indignadas con la florista. Se había interrumpido entonces, como si se hubiera sugestionado en exceso con su truculenta hipótesis y hubiera divisado en efecto a una pareja espantosa. 'Con los ojos de la mente', como si la hubiera visto con ellos, cité para mis adentros, a través de mi ventana. Pareció haberse turbado, haberse asustado a sí mismo. 'Dejémoslo', dijo. Y aunque yo le insistí -'No, continúe, está usted a punto de inventar una historia'-, no estuvo dispuesto a seguir pensando en aquello, o figurándoselo: 'No. Dejémoslo. No es buen ejemplo', había respondido terminante. 'Como usted quiera', le había contestado yo, y así habíamos pasado a otra cosa. No habría habido forma de convencerlo para que prolongara su fabulación, eso lo supe al instante, una vez que se había alarmado por causa de ella. Quizá se había horrorizado por ella. Debía de haberse espantado, con su propia mente. Un perro y una joven con botas altas. Aquella noche de lluvia era en realidad la primera vez que había visto esa conjunción con mis ojos, esa imagen; pero mi memoria la tenía ya registrada o siniestramente asociada desde hacía muchos años, en aquel mismo país que no era el mío, cuando aún no estaba casado ni tenía ningún hijo. (Este tiempo mío se iba pareciendo a aquel otro: no había ahora mujer ni hijos, pero contaba con ellos y les mandaba dinero y también los añoraba a diario, en algún u otro momento de cada día.) La florista Jane solía llevar las botas por encima de sus jeans, casi a lo mosquetero. La mujer oculta por el paraguas vestía falda, le había vislumbrado un muslo. Sin duda por ese precedente invisible, por aquella figuración transmitida en su día por el bibliófilo que cojeaba, me había aliviado tanto que el pointer blanco nocturno conservara sus cuatro patas, se las había contado una por una pese a habérselas visto naturalmente también de un solo golpe. Pero había querido cerciorarme (esos casos de superstición refleja, me daba ahora cuenta) de que él y su ama no formaban una posible pareja espantosa que ya había sido imaginada por alguien.

Era eso lo que yo hacía por una paga, en el edificio sin nombre. Sin cesar llevaba a cabo asociaciones, más que interpretaciones o desciframientos o análisis, o éstos sólo venían luego, como débil consecuencia. Sin utilizar tal vez la palabra, Wheeler me lo había anunciado aquel domingo de Oxford, en su jardín o durante el almuerzo: No hay ni jamás hubo dos personas iguales, sabemos eso; pero tampoco hay nadie que no esté emparentado en algún aspecto con alguien que atravesó ya el mundo, que no tenga con algún otro lo que Wheeler llamó afinidades. Nadie hay sin ningún vínculo ni lo hubo nunca, sin un nexo de destino o carácter que son el mismo concepto (parafraseó Wheeler abiertamente), salvo quizá los primeros hombres, si es que los hubo en verdad anteriores a otros y no fue que surgieron muchos en muchos sitios, simultáneamente. Uno ve a dos personas totalmente distintas y además las ve separadas por siglos de su propia vida, hasta el punto de tener a la primera olvidada desde hacía esos siglos cuando la segunda se le aparece, como guardaba yo anestesiada la imagen de aquella pareja de espanto discernida por Alan Marriott. Son personas distintas en edad, en sexo, en educación, en creencias, en mentalidad, en temperamento, en afectos; pueden hablar diferentes lenguas, provenir de países entre sí muy distantes, tener biografías opuestas y no compartir una sola experiencia, ni una hora paralela de sus respectivos y desproporcionados pasados, ni una sola equiparable. Uno conoce a una joven muy joven, con su ambición tan intacta que aún no puede ni saberse si la tiene o carece de ella, recuerdo yo al escuchar a Wheeler. Su timidez.la hace hermética, tanto que no está uno seguro de que esa misma timidez no sea fingimiento sólo, una máscara huraña. Es la hija de un matrimonio español amigo al que va a visitarse, los padres la obligan a saludar, a estar presente un rato al menos, a cenar con el invitado y con ellos. La joven no quiere ser conocida ni tan siquiera vista, está allí a disgusto, simulando indiferencia y desinterés por el mundo, esperando a que sea el mundo, al que siente en deuda, quien se interese por ella y la corteje y la busque y aun le ofrezca desagravio, pero experimentando un fastidio enorme si el amigo de sus padres (que para ella no es parte del mundo: por asimilación lo ha excluido) le muestra una curiosidad insistente, la observa por simpatía, por halagarla la sonsaca. Es una esfinge vagamente ofendida, o quizá es temerosa, o vulnerable e interrogativa, o engañosa, una impostora. Imposible adivinarla, desea que le hagan caso y a la vez lo ve como intromisión, no soporta ese caso si viene de quien no cuenta, de aquel a quien no toca hacérselo, según su percepción y criterio. No es, no puede ser antipática o no llega a tanto, no lo es nunca del todo quien se ruboriza en su linda cara, pero no hay forma de imaginar qué se esconde tras el yelmo de su juventud extrema, como si llevara la celada baja y asomaran de sus ojos nada más que unas pestañas. Lo inmaduro y lo no acabado, eso es lo más insondable, como los cuatro trazos de un, dibujo incompleto y abandonado muy pronto, que ni siquiera permiten cábalas sobre la figura a que aspiraban, o iban encaminados. Y sin embargo acaba por aparecer algo, casi siempre, dice Wheeler. Rara es la persona ante la que uno se queda en tinieblas definitivamente, rara es la vez en que alguna figura no surge al cabo del tiempo de nuestra persistencia, aunque sea borrosa o muy tenue, a menudo muy distinta de la que podía esperarse, con frecuencia remota, deslindada o impropia de esos trazos primeros, incongruente muchas veces. Se va acostumbrando uno a la oscuridad de cada rostro o persona o pasado o historia o vida, empieza a distinguir tras escrutar sin rendición las sombras, la penumbra se abre paso y entonces ya capta uno algo, ya discierne: remite el desaliento entonces o bien nos invade y envuelve, según ansiáramos ver o no ver nada, según en quién descubramos qué rasgos o afinidades, o son tan sólo huellas y reminiscencias nuestras. Quien está dispuesto a ver, al final ve casi siempre, no digamos quien está empeñado, o quien hace su profesión de ello, como tú y como yo, tú crees no haber empezado pero has empezado hace mucho, te falta ser retribuido y ahora lo serás, muy pronto; pero es así como ya vives. Somos tan pocos los que tenemos valor y paciencia para seguir mirando que nos pagan bien por eso ('Vamos, corre, date prisa, sigue pensando y sigue mirando más allá de lo necesario, también cuando sientas que ya no hay más, nada más que pensar, todo pensado, ni que mirar, todo mirado'), para ahondar en lo que se aparece liso y opaco y negro como un campo de sable heráldico, una tiniebla compacta. Pero uno percibe de pronto un gesto, una entonación, un destello, un titubeo, una risa, un tic, un ojo oblicuo, puede ser cualquier cosa y además muy nimia. Algo oye o ve, lo que sea, ve eso en la joven hija del matrimonio amigo, algo que reconoce y asocia, que oyó o vio antes en alguien, pienso mientras Wheeler se explica. Ve en la chica la misma expresión envanecida y cruel, acomplejada, idéntica, que vio tantas veces en un hombre mayor, casi viejo, un editor de revistas con el que trabajó demasiado tiempo, una sola jornada ya habría sido con él más de la cuenta. Nada tienen que ver en principio, nadie los habría relacionado, un desatino. No hay parecido, ni desde luego parentesco. Aquel hombre tenía el pelo canoso y como cardado, el de la joven es una deslumbrante melena castaño intenso; a él se le iba cayendo la carne, la cara se le desplomaba visiblemente un poco más cada día, la de ella es tan exultante y firme que a su lado los padres parecen planos (y uno mismo, supone, pero uno no se contempla), como si sólo tuviera ella en la habitación volumen, o sólo ella estuviera en relieve; los ojos de él eran chicos y desleales, ávidos y dañinos pese a las sonrisas que frecuentaban sus dientes separados y cómo sin limar o pulir (o con el esmalte ido, su efecto era de sierras sucias minúsculas), con la esperanza de hacer cordial el conjunto (y engañaba a muchos, durante un tiempo hasta a mí mismo, o fue más bien que aparté la vista de lo que veía, es eso lo que hace el mundo constantemente, y uno no puede desgajarse del mundo siempre), y los ojos de ella son grandes y huidizos y graves y parecen no codiciar nada, sus labios no conceden sonrisas a quienes no las merecen desde su tacaño punto de vista, y no le importa mostrarse hosca (aún no le interesa engatusar a nadie), y su dentadura entrevista es una bendición radiante. No, nada tienen que ver, aquel trapacero dueño y editor de revistas, aquel hombre mayor jactancioso y jamás conmiserativo, tan inseguro de sus consecuciones y tan conocedor de sus hurtos monetarios e intelectuales que necesitaba aplastar si podía a aquellos de quienes sisaba; no, nada los une, a él y a esta chica para la que uno diría que el telón ni se ha alzado, que aún es entera potencialidad y enigma, un lienzo ya aderezado sobre el que sólo han caído unas pinceladas de prueba, unas pruebas de colores. Y sin embargo. Al cabo del rato, quizá a los postres, al cabo del tiempo de nuestra persistencia, uno ve con nitidez y amargura desinteresada ese fogonazo, ese gesto o misma mirada del hombre al que no se parece y al que no conoce (luego toda mimesis descartada). No es, no puede ser una superposición de rostros, tan distintos, tan opuestos, eso sería una aberración visual, un dislate del ojo. No, es una asociación, un reconocimiento, una afinidad captada. (Una pareja espantosa.) Es el mismo gesto de irritación o la misma expresión de exigencia, motivados sin duda por diferentes causas o tras trayectorias tan divergentes que la de él ya es declinante y la de ella apenas arranca. O quizá en ambos casos no hay causa y las trayectorias poco cuentan, no son expresión ni gesto que vengan del revés o la suerte, ni que traigan los acontecimientos. Estaban en el empresario ya asentados, moradores perpetuos de su enrojecida tez alcohólica salpicada de venillas rotas, mientras que son en la joven una momentánea tentación tan sólo, una bruma si se quiere, algo tal vez reversible y hoy por hoy sin importancia. Y sin embargo uno ya sabe, tras haber notado ese vínculo. Sabe cómo es ella en un aspecto, y que en ese tan crucial no habrá enmienda: mal lo tendrán quienes la contraríen, pero no mejor quienes la complazcan ('Hay personas que simplemente resultan ser imposibles, y lo único sabio es apartarse de ellas y mantenerlas lejos, y no existir para ellas'). Ese gesto, esa expresión indican algo advertido desde el primer momento y que ha sido mencionado antes, sólo que sin relacionarlo aún con aquel ladronzuelo viejo de la soberbia inmensa, sin haberme percatado de que la joven compartía con él ese rasgo, o lo reproduce (se lo calca sin conocerlo, idéntico). Ambos sienten, quizá juzgan, que el mundo vive en deuda con ellos; cuanto les llega de bueno les es tan sólo debido, qué menos; desconocen el contento y la gratitud por tanto; jamás tienen en cuenta los favores que se les dispensan ni la clemencia con que son tratados; ven aquéllos como pleitesía, ésta como debilidad y miedo de quien tuvo la vara en la mano y se abstuvo de apalearlos. Son gente intratable, que jamás aprende ni escarmienta. Se sienten acreedores del mundo siempre, aunque lleven la vida entera agraviándolo y despojándolo, a través de incontables vástagos suyos que se les han puesto a tiro. Y si por edad la chica no había podido abatir aún a muchos, no me cupo duda de que se resarciría pronto del tiempo intolerable de espera a que el perezoso crecimiento físico somete a los caracteres resueltos con celeridad y gran adelanto. Es entonces, al reconocer esa expresión envanecida y cruel, acomplejada -presagio de cólera siempre-, es al ver ese nexo nefasto cuando uno deja de mostrar curiosidad hacia la joven, de observarla por simpatía, de halagarla con sus cautivadoras preguntas de adulto. Y ella, que soportaba mal eso y desdeñaba las atenciones por venir de quien venían -un amigo de los padres, tan pesado, alguien antiguo-, soporta todavía menos la suspensión de sus deferencias. Por eso se termina ya el postre a toda prisa, se levanta de la mesa, se marcha sin despedirse. Ha padecido, ha acumulado, ha coleccionado otra ofensa.

Otras veces es lo contrario, por suerte: lo que uno ve, o identifica, asocia, es algo tan añorado y querido que al instante se tranquiliza, me cuenta Wheeler. Oye un timbre de voz y una dicción familiares en la mujer con quien habla, acaban de presentársela. Escucha su risa fácil con un agrado nostálgico, o es más, una emoción lejana. Recuerda, escucha, recuérdala: oh sí, cómo no, ya lo creo, conozco esa predisposición a la fiesta, la jovialidad que contagia, la pronta disipación de las nieblas, la llamada a la diversión, el espíritu que se aburre de la tristeza propia y hace cuanto está en su mano por aligerar y abreviar las dosis que la vida le impone como a cualquier otro, a ella también, no es que se libre. Pero tampoco se ofrece ni se doblega inerme, y en cuanto ve que sobrevive a esa carga, se endereza un poco y trata de sacudírsela, lo más lejos posible de su frágil espalda. No para suprimir la pena, como si no la hubiera, no es que se desentienda o se zafe, no es que olvide irresponsablemente; pero sabe que esa tristeza sólo podrá vigilarla si la mantiene en perspectiva, a distancia, y así quizá también entenderla. Y en esa mujer de edad mediana uno percibe la afinidad inconfundible con una joven que lo fue para siempre, con su propia esposa -Valerie, Val, casi no le queda más que el recuerdo del nombre, pero ahora vuelven a aparecérsele vestigios vivos o animados de ella, en otra voz y en otro rostro-, que murió temprano y no pudo ni soñar siquiera en alcanzar esos años, ni desde luego alumbrar a un hijo ni fantasear con él posiblemente, demasiado joven su muerte para imaginarse madre, casi sin tiempo para imaginarse casada con Peter Wheeler, o con Peter Rylands, para imaginarse casada además de estarlo. Tenía la mirada ensoñada y diáfana, y muy alegres los labios, irónicos afectuosamente. Bromeaba mucho, no dejó atrás los usos de sus juveniles años, nunca estuvo en condición de hacerlo. Una vez me dijo por qué me quería, con esos labios: 'Porque me gusta verte leer el periódico mientras desayuno, más que nada por eso. Veo en tu cara cómo ha amanecido el mundo y cómo amaneces tú cada mañana, que eres en mi vida el representante principal del mundo. El más visible con diferencia'. Esas palabras regresan inesperadamente, al oír el timbre y la dicción idénticos, y al ver la sonrisa tan comparable. Y entonces uno sabe en seguida que de esta mujer madura que acaban de presentarle bien puede fiarse, absolutamente. Sabe que no le hará mal, o al menos no sin avisarle.


'Fue muy útil esta capacidad o don durante la Guerra, es algo inapreciable en tiempo de guerra, por eso se organizó y canalizó en la época, y se rastreó a conciencia, pronto se comprobó que había pocos que lo tuvieran, ese don, esa facultad, y aún menos quizá por entonces, la guerra deforma la visión hasta extremos inconcebibles, la mitad de la gente ve fantasmas y brujas por todas partes y en la otra mitad se agudiza la habitual tendencia a no ver nada, y también a procurar no verlo. Pero fue la Guerra la que nos trajo, sólo se nos ocurren las cosa cuando nos son necesarias, hasta las más simples', había murmurado Wheeler en el jardín, mientras paseábamos con lentitud junto al río, a la espera del almuerzo. 'La lástima fue que no surgiera la idea unos pocos meses antes, quién sabe si Val, si mi mujer, si Valerie, no habría muerto en ese caso. Pero por desgracia ya había muerto cuando la idea le vino no sé si a Menzies o a Ve-Ve Vivian, o si a Cowgill o a Hollis o incluso a Philby (a Jack Curry no creo, a él lo descarto), todos querían ser los más inventivos, siempre se ha presumido de eso en el MI5 y en el MI6, se miraban de reojo, acababan espiándose también unos a otros, seguirá sucediendo, eso es seguro. Lo más probable es que se le ocurriera al mismísimo Churchill, era el más listo y el más atrevido, el que menos temía el ridículo. Tanto da. Esas cosas, esas paternidades no hay quien las sepa, y a nadie le importan más que a los candidatos a haber alumbrado el desvío de la muerte polvorienta en ayeres nuestros ya lejanos', varió Wheeler con humor amargo la cita célebre de Shakespeare, 'cada uno cuenta su historia y a ninguno se le da crédito ni se le hace maldito caso. Como quiera que fuese, todo partió de la campaña contra la careless talk, ¿has oído hablar de eso?' Me sonaba la expresión, 'charla despreocupada' literalmente, o 'negligente', o 'descuidada', o 'conversación imprudente', difícil una traducción satisfactoria y exacta, lo relacioné con lo que en español conocemos como 'hablar a la ligera', aunque no sea tampoco eso, ni 'cotilleo' ni 'chismorreo' ni 'habladurías'. Negué con la cabeza: no sabía, en todo caso, de ninguna campaña contra lo así llamado. Por entonces también ignoraba qué nombres eran esos que Wheeler había manejado con tanta soltura, a excepción de Churchill, claro está, y del famoso agente doble Kim Philby (aquel otro inglés forastero o postizo, nacido en la India e hijo de un explorador y orientalista a su vez nativo de Ceilán y convertido al Islam a los cuarenta y tantos años), que además había estado en España durante nuestra Guerra como corresponsal del Times junto al bando insurrecto, pero según parece con la encomienda (soviética, no británica) de aprovecharse de su cercanía para asesinar a Franco (la incumplió, desde luego, hasta en el grado de intento: debieron castigarlo por eso). Sólo más adelante supe que todos habían sido funcionarios o espías con responsabilidades muy altas, como también tardé en saber, por ejemplo (no voy a presumir de conocimientos infusos), que aquel primer apellido dicho por Wheeler, Menzies, era ese y que así se escribía, porque él lo pronunció extrañamente como 'Mingiss'. '¿No? Hmm', prosiguió Wheeler a la vez que abría su carpeta y rebuscaba un poco en ella. 'Se llevó a cabo durante la Guerra, se empapeló el país entero con carteles, avisos, ejemplos ilustrativos, anuncios en radio y prensa, con las viñetas de Eric Fraser y de muchos otros, Eric Kennington, Wilkinson, Beggarstaff (aquí tengo algunas, verás), cuando todos nos sugestionamos y nos convencimos de que Inglaterra, y Escocia y Gales, estaban plagadas de espías nazis, muchos de ellos tan británicos como el que más de nacimiento y educación y aficiones, gente comprada o fanática y hechizada, gente traidora, gente enferma e infectada. Se desconfiaba de cualquiera, sobre todo una vez que se inició la campaña, con desiguales resultados prácticos (combatía algo invencible) pero considerable eficacia anímica o psíquica: se recelaba del vecino, del pariente, del profesor, del colega, del tendero, del médico, de la mujer, del marido, muchos aprovecharon las sospechas tan fáciles, tan extendidas, tan comprensibles en aquel clima, para perder de vista al aborrecido cónyuge. Aunque no pudiera demostrarse que uno estaba conviviendo con un agente alemán encubierto o infiltrado, la sola e insuperable duda parecía suficiente obstáculo para hacer imposible la permanencia al lado del supuesto monstruo detectado, o lo que es lo mismo, suficiente motivo para divorciarse. ¿Cómo podía compartirse almohada, noche tras noche, con alguien de quien se desconfiaba tan gravísimamente, con alguien tan temible que no vacilaría en matarnos si se sentía descubierto o amenazado? Esa era la idea del espía enemigo, fuera joven o viejo, mujer u hombre, británico o extranjero, la de individuos despiadados, sin escrúpulo ni límite algunos, siempre dispuestos a infligir el mayor daño posible indirecto o directo, en la retaguardia o en el frente, en la moral colectiva o en los materiales bélicos, a la población civil o a las tropas, lo mismo daba. No era errónea la idea, por cierto. La gente exageraba sus miedos con vistas a no creérselos en el fondo, a concluir a la postre que nada podía ser tan maligno como se lo imaginaba, es algo que hacemos todos, pensar lo peor a propósito pero sin aparente conciencia, de forma paranoica, descabellada, figurarnos lo más truculento para así acabar descartándolo en nuestro fuero interno: al término del proceso, de ese atroz viaje mental, llamémoslo, nos decimos invariablemente: bah, no será tanto. Lo gracioso o lo tétrico es que la verdad sí suele serlo: será tanto o todavía más. Según mi experiencia, según mis conocimientos, la realidad coincide a menudo con lomas cruel de lo presentido y aun lo deja corto en ocasiones, es decir, coincide precisamente con lo que fue rechazado en el apogeo o culminación del miedo, con lo que al final fue tomado por pesadillas excesivas, locas, de la aprensión y la fantasía. Claro que los numerosos agentes nazis en suelo británico mataban a quien hiciera falta o les supusiera el más mínimo riesgo, lo mismo que los nuestros en el continente ocupado, los del SOE principalmente, pero no sólo ellos. En tiempo de paz es del todo imposible hacerse a la idea o entender qué es una guerra, de hecho ésta es inconcebible, y ni siquiera son recordables las ya vividas, las que ya se dieron y además aquí mismo, en las que uno incluso tomó o tuvo parte; del mismo modo que en el tiempo de guerra es la paz lo que no resulta recordable, ni concebible. La gente no es consciente de hasta qué punto lo uno niega lo otro, lo suprime, lo repele, lo excluye de nuestra memoria y lo ahuyenta de nuestra imaginación y nuestro pensamiento (como el dolor y el placer cuando no están presentes), o a lo sumo lo convierte en ficticio, uno tiene la sensación de que nunca ha conocido ni experimentado de veras lo que en cada tiempo está ausente; y eso ausente, si lo hubo antes, no funciona igual, no se asemeja al pasado, o al resto de lo que ya es pretérito, sino a las novelas y a las películas. Se nos vuelve irreal, es un invento. Y en lo que respecta a la guerra, nos parece increíble tantísimo desperdicio.' Estuve tentado de preguntarle a Wheeler si él también había matado, en el MI6 (saco de carne, mancha de sangre), quizá en el Caribe, o en el África Occidental, o en el Sudeste Asiático; o en España antes. Pero no dio tiempo a que la tentación cuajara, porque apenas si hizo pausa antes de añadir: 'Nos cuesta indeciblemente darle crédito luego, en cuanto la guerra se acaba; nada más encontrarnos con la derrota o con la victoria, sobre todo con una victoria. Son como compartimentos estancos, el estado de paz, el estado de guerra. Cuánto desperdicio'. Y en seguida regresó a lo previo: 'Mira esto, ¿nunca lo habías visto reproducido?' Wheeler sacó de su carpeta un recorte de periódico amarillento con una viñeta en la que lo primero que saltaba a la vista era una gran cruz gamada en el centro, peluda como una araña, y la tela que ésta había tejido, la cual envolvía o más bien atrapaba unas cuantas escenas. 'Información al enemigo', rezaban las letras grandes, un título presumiblemente, a juzgar por las pequeñas al pie, que más o menos decían: 'Esta obra de G R Rainier, que ilustra cómo las charlas imprudentes' (dejemos 'careless talk' aquí en eso), 'por muy inocentes que puedan parecer en el momento, podrían ver juntadas y encajadas sus piezas por el enemigo y así traicionar secretos vitales, se emitirá de nuevo esta noche a las diez en punto'. Cuatro eran las escenas: tres tipos charlan en un pub mientras juegan a los dardos, el más rezagado sería el espía, por el aparente monóculo, la nariz curvada, el ahuecado pelo de artista y la relamida barba; un soldado conversa en un tren con una dama rubia, ella sería sin duda la espía, no sólo por exclusión, sino también por elegancia; hablan dos parejas en una calle, una de dos varones y la otra mixta: los respectivos espías debían de ser el individuo de la pajarita y el de la bufanda, aunque aquí no estaba tan claro (pero yo diría que son los que escuchan); por último, un aviador es recibido en



This play by G. R. Rainer wich illustrates haw careless talk, however innocent it may seen at the time, might be pieced together by the enemy and give away a vital secret, will be broadcast again tonight at 10.0.


casa, seguramente por sus padres, y en segundo término por una joven doncella con delantal y cofia: a buen seguro ella es la espía, por joven y por empleada, por intrusa. Además de esas escenas, un avión abajo y otro arriba, éste muy cerca de una incomprensible furgoneta (quizá tapadera) que lleva pintado el rótulo de 'Lavandería'. 'No, no lo conocía', dije, y después de mirar la viñeta de Eric Fraser con detenimiento le di la vuelta al recorte, como hago siempre con los que son antiguos. Radio Times, 2 de mayo de 1941. Aparecía parte de la programación de aquellos días, de la BBC, supuse, que entonces era sólo radio. El título completo de la didáctica obra de aquel Mr Rainier (parecía un nombre más alemán que inglés, o quizá fue un monegasco) era, según vi, Fifth Column: Information to the Enemy. Aquella expresión, quinta columna, se había originado en mi ciudad, yo creo, en Madrid, asediada durante tres años por Franco y sus tropas y sus aviadores alemanes y sus asaltantes moros, e infestada de quintacolumnistas suyos, habíamos exportado rápidamente ambos términos a otras lenguas y otros sitios: por entonces, mayo del 41, hacía sólo veinticinco meses que nos habíamos encontrado con la derrota unos y con la victoria otros, mis padres entre los unos, y yo también, cuando naciera (hay mucho más desperdicio y dura más entre los vencidos). Aquella programación radiofónica de hacía sesenta años largos incluía (a uno siempre se le van los ojos a las palabras en su propio idioma) la actuación de 'Don Felipe and the Cuban Caballeros, with Dorothe Morrow', estaba previsto que tocaran durante media hora, hasta el cierre a las once: Time, Big Ben: Cióse down'. Dónde estarían ahora, Don Felipe y los Caballeros de Cuba y aquella tan impropia Dorotea Mañana, probablemente la vocalista. Dónde si vivos y dónde si muertos. Quién sabía, de hecho, si habrían logrado actuar aquella noche o si se lo habría impedido algún bombardeo de la Luftwaffe, planeado y dirigido por quintacolumnistas y confidentes y espías de nuestro territorio. Quién sabía ni siquiera si habrían sobrevivido a la fecha.

'¿Y esto? ¿Y esto? Mira esto; y esto; y esto.' Wheeler siguió sacándome viñetas de su carpeta, ahora en color y ya no originales, sino recortadas de revistas o quizá de libros, o bien eran postales y naipes del Imperial War Museum de Lambeth Road y de otras instituciones, debían de venderse ahora como recuerdos nostálgicos o meramente curiosos, hasta se ilustraba una baraja con ellas, es extraño cómo las cosas útiles y aun vitales de la propia vida se convierten en ornamentos y en arqueología, cuando esa vida no está aún concluida, pensé en la de Wheeler y pensé que yo llegaría a ver en catálogos y en exposiciones objetos y diarios y fotografías y libros a cuyas novedosas creación o toma o incluso escritura habría asistido, si vivía los suficientes años o ni siquiera tantos, todo se hace remoto muy de prisa. Ese museo, el Imperial de la Guerra, estaba muy cerca del cuartel general o sede principal del MI6, es decir, del Secret Intelligence Service o SIS, allí en Vauxhall Cross, nada secreta arquitectónicamente esa sede sino en verdad llamativa, ni siquiera discreta sino prominente, un zigurat, un faro; y también nada lejos del edificio sin nombre al que yo iba a ir cada mañana durante un periodo que se me hizo largo, aunque entonces todavía ignoraba que ese iba a ser otro lugar de trabajo mío, he tenido ya unos cuantos.

'¿Las colecciona usted, Peter?', le pregunté mientras las miraba con atención. Nos sentamos un momento sobre las butacas cubiertas por lonas o fundas impermeables que tenía Wheeler en su jardín alrededor de una mesita, las sacaba pronto en la primavera y las retiraba tarde en el otoño, mientras el sol aún se alargara, pero las mantenían o dejaban tapadas según los días o la mayoría de ellos, él y la señora Berry, siempre tan variable en Inglaterra el tiempo, por eso tiene su lengua la expresión 'as changing as the weather', que se aplica por ejemplo a las personas volubles. Tomamos asiento directamente sobre las lonas de color gabardina clara, estaban secas, era sólo un alto para mejor manejarnos y desplegar las viñetas encima de la mesita asimismo enfundada, todos aquellos muebles disfrazados de esculturas modernas, o de fantasmas encadenados. En el jardín de Rylands los había también, parecidos, en su jardín cerca de allí, junto al mismo río, me acordaba.

'Sí, más o menos, algunas cosas uno quiere recordarlas con la mayor precisión posible. Pero es más bien Mrs Berry, ella se ocupa, también le interesan y ella va más a Londres. A uno no se le ocurre guardar las menudencias cuando se dan, en su tiempo, cuando existen naturalmente, se tiene la sensación de que están a mano y de que siempre van a estarlo. Luego se convierten en verdaderas rarezas, y antes de que se dé uno cuenta son ya reliquias, no hay más que ver las tonterías que hoy se subastan, por el solo motivo de que ya no se fabriquen y resulten inencontrables. Hay colecciones de cromos de hace cuarenta años que alcanzan precios desorbitados, suelen pujar como locos por ellas los mismos que las hicieron de niños y que de jóvenes las tiraron o regalaron, quién sabe si no compran exactamente, tras largo viaje, tras su paso por muchas manos, los mismísimos álbumes que en su día coleccionaron y completaron con infantil perseverancia. Es una maldición, el presente, no nos deja ver ni apreciar casi nada. A quién se le ocurriría que vivamos en él, nos jugó una mala pasada', dijo Wheeler humorísticamente, y a continuación me señaló aquellas viñetas, le temblaba un poco el índice: Mira, ya te das cuenta de lo que recomendaban.


***


Resulta insólito, ¿no?, desde la perspectiva actual sobre todo, tan voraz y tan incontinente esta época. No sabe no preguntar ni callarse'.

En una se veía un barco de guerra hundiéndose en alta mar en mitad de la noche, sin duda torpedeado, en el cielo resplandores y humos, y unos cuantos supervivientes alejándose de él en un bote de remos sin volverle la espalda, la mirada fija en aquel desastre del que se salvaban tan sólo a medias, como todo tripulante y todo náufrago. 'Unas pocas palabras imprudentes pueden acabar en esto', decía la leyenda de lo que debió de ser un cartel, o quizá un anuncio de la prensa ilustrada; y en letra más pequeña se explicaba: 'Muchas vidas se perdieron en la anterior guerra por culpa de las conversaciones imprudentes. ¡Estad en guardia! No habléis de movimientos de barcos o tropas'. La 'anterior' era la del 14, de la que Wheeler guardaba directa e infantil memoria, de cuando aún se llamaba Rylands.

En otra la escena era mundana: una atractiva mujer recostada en un sillón (collar, traje de noche, flor prendida, uñas pintadas y largas) mira al frente con frialdad y guasa mientras la rodean y la cortejan y atienden tres oficiales con sus pitillos y copas durante una fiesta, es de suponer que le relatan hazañas recientes o le anuncian inminentes proezas para deslumbrarla, o que hablan entre sí de ellas sin preocuparse de que la mujer los oiga. La leyenda decía: 'Mantén la boca cerrada' (o, por buscar algo más coloquial todavía, y más aproximado al original en parte: 'Chitón'), '¡ella no es tan tonta!' (aunque aquí había un juego de palabras servido, ya que 'dumb' significa 'tonto' o 'bobo', pero también 'mudo'; y además había rima). En letras rojas, debajo, el lema principal de la campaña: 'Las conversaciones imprudentes cuestan vidas'.

Otra era aún más explícita y aleccionadora, y alertaba contra la posible cadena, involuntaria e incontrolable, a que las palabras dichas están siempre expuestas, y aquí el espía o la espía no estaban al inicio acechando, sino esperando al final de ella. La viñeta estaba dividida en cuatro partes, dos con fondo rojo, dos con blanco. El recuadro superior izquierdo mostraba a un marinero hablando con una joven de melena rubia (su novia, su hermana, tal vez una amiga) de la cual no tiene motivo para desconfiar, al contrario, ella le escucha con interés desinteresado (es decir, más se interesa por él que por lo revelado o contado) y lo mira con enorme aprecio, si es que no con embeleso. Debajo, en mayúsculas, la palabra 'CONTÁRSELO'. El siguiente recuadro, el superior derecho, presentaba a esa misma joven rubia charlando con una amiga de pelo castaño dispuesto en un recogido alto, que la escucha con expresión de asombro, el interés de ésta no parece tan desinteresado: como mínimo saborea anticipadamente la noticia que ella podrá a su vez dar; quizá no sea malintencionada sino tan sólo chismosa, una de esas personas que disfrutan contando y acarreando primicias y mostrándose enteradas, sorprendiendo a los otros con lo mucho que saben de todo. Debajo, en minúsculas, 'a un amigo puede'. El recuadro inferior izquierdo dibujaba a la mujer del pelo castaño relatándole lo oído a otra amiga, ésta de pelo negro con la raya en medio y una especie de moño bajo, fríos ojos rasgados y una expresión de interés ya del todo interesado, pues a la vez que escucha piensa en su próximo interlocutor sobre todo, al que no dará ya una mera noticia, sino una información muy valiosa. Debajo, de nuevo en minúsculas, 'significar contárselo'. Por último, el recuadro inferior derecho pintaba a la tercera mujer, la del pelo negro, susurrándole casi al oído -los ojos entornados malignos- a un hombre rubio de mirada oblicua y facciones muy duras, sin duda un despiadado nazi cuyo siguiente paso no será contar más nada, sino pasar a la acción, tomar medidas que seguramente conducirán a la muerte a muchos, el culpable e inocente marinero incluido. Debajo, las letras volvían a ser mayúsculas, 'AL ENEMIGO', y así la suma de todas era 'CONTÁRSELO a un amigo puede significar contárselo AL ENEMIGO', siendo el principal mensaje el de esas mayúsculas sobre los fondos rojos. No pude evitar fijarme, sonriendo para mis adentros, en la gradación estudiada de las tres mujeres: la 'buena' era rubia y con melena corta, al cuello un modesto y sencillo lazo blanco; la 'frívola' o la 'insensata' era castaña, llevaba recogido el pelo y un collar sobre la garganta (una mujer más coqueta); la 'mala', la espía, era de cabellos negros bastante más historiados, el cuello se lo adornaba una especie de gargantilla negra con un broche verdoso que refulgía en el centro, y era la única en lucir pendientes (una seductora en regla, probablemente). Muchas compatriotas mías, entre ellas mi madre, pensé, habrían tenido quizá mala prensa en Inglaterra, en aquellos años.

Otra viñeta más presentaba a un soldado de infantería que miraba al frente: hombre de mediana edad (un veterano), con un pitillo en los labios se llevaba el índice de la mano izquierda a la sien, bajo el casco, y recomendaba en traducción literal: 'Guárdatelo bajo el sombrero', modismo que en realidad equivale a 'De esto, ni palabra', o 'De esto no sueltes prenda', o quizá, más castiza y anticuadamente, 'Guárdatelo para tu coleto'. Y arriba, en letras rojas, '¡Cuidado con los espías!'.

'Iban destinadas principalmente a las fuerzas, ¿no? Estas viñetas', le dije a Wheeler.

'Ah sí, pero no solamente', me respondió con una ligera vibración en la voz. 'Eso es lo más interesante, que el mensaje no era sólo para los soldados, quienes más sabían y mayores cuidado y discreción debían tener, sino para todo el mundo, también para cualquier civil. Mira estas otras.' Y sacó de su carpeta unas cuantas más que, en efecto, ya no iban dirigidas a los militares, sino al conjunto de la población.

Algunas eran caricaturas. Una representaba a un señor hablando por teléfono desde una cabina pública de color rojo, como aún son las inglesas: '… pero por amor de Dios, ¡no digas que yo te lo he contado!', eran sus palabras según el texto, mientras por las paredes y el techo de la cabina asomaban sus caras clónicas catorce o quince pequeños Hitlers. En otra se veía a dos señoras sentadas en el metro, y la primera le decía a la segunda: '¡Uno nunca sabe quién está escuchando!' Un par de asientos detrás viajaban muy satisfechos dos gerifaltes nazis uniformados, uno flaco, el otro gordo y cargado de condecoraciones, aquél también parecía Hitler. En otra viñeta, hecha quizá a partir de una foto, se veía a un hombre común y corriente con su corbata, su gabardina y su gorra (tal vez un cockney), que parecía guiñar un ojo al espectador y más o menos decía: 'Lo que yo sé… para me lo guardo' o 'me lo reservo'. Las había también para convencer a los niños e inculcarles por mimetismo la conveniencia de su silencio ('Sé como papá: ¡chitón!'), o avisos oficiales meramente tipográficos, sin ilustración ('Miles de vidas se perdieron en la anterior guerra a causa de la valiosa información revelada al enemigo por las conversaciones imprudentes. ¡Estad en guardia!'), que debieron de invadir los tablones y corchos de las oficinas y las escuelas y los pubs y las fábricas, así como las calles, las tapias, las paredes de los trenes y los autobuses, las estaciones de ferrocarril y metro. En otras se explicaba, en verso, por qué se imponía censura a informaciones en principio inocuas y que en tiempo de paz se daban sin ningún problema o aun de manera obligada, como por ejemplo las causas de que un tren se quedara retenido o parado o llegara con acumulados retrasos: 'Dice el censor que han de ser ignoradas / las circunstancias de nuestras nevadas: / para los nazis serían noticia / que aprovecharían con gran codicia', este era el estilo equivalente, más o menos, de los pareados o aleluyas (muestra de consideración y civismo, explicar a los ciudadanos por qué no se les explicaba). Y siempre más viñetas dirigidas a los miembros de las fuerzas armadas, cuyos descuidos eran los que en mayor peligro podían poner a todos y por supuesto a ellos mismos. Un soldado con casco y un teléfono por cuerpo alertaba: '¡Alto! Piénsatelo dos veces antes de hacer una llamada de larga distancia'. O un hombre y una mujer de uniforme dejaban asomar sólo sus pies y sus cabezas tras un biombo azul que ocultaba sus distintivos y con la palabra 'CENSURADO' en gran des letras blancas; el joven y la muchacha juntaban las brasas de sus respectivos cigarrillos, uno daba a otro lumbre y con ello unían sus labios por tabaco luego interpuestos (fumar no estaba mal visto ni perseguido, en algo tenían que ser afortunados los tiempos), pero se les advertía: '¡Vuestras unidades no deben ser reveladas!' La mayoría de las viñetas insistían, en cualquier caso, en el lema fundamental de la campaña: 'Careless talk costs lives', 'Las conversaciones imprudentes cuestan vidas'. O no sería traducción del todo infiel 'se cobran vidas'.



'Me suena vagamente que en nuestra Guerra Civil hubo avisos parecidos contra los quintacolumnistas, pero no estoy seguro, ¿usted se acuerda, Peter?', le pregunté. 'No sé, me ronda la cabeza algún lema del tipo "El enemigo tiene miles de oídos", pero quizá me lo invento, no sé, no conservo en la retina imágenes, por otra parte, equivalentes a las que usted me enseña, no creo haberlas visto reproducidas.' En verdad no lo sabía, aunque no era descartable que hubiéramos exportado también esa iniciativa. O tal vez mi memoria se confundía con el difamatorio cartel contra el POUM de la primavera del 37, el rostro cruzado por una svástica apareciendo bajo la careta con la hoz y el martillo; Nin había sido víctima de la paranoia semi-justificada que hizo ver espías y colaboradores de Franco en cualquier esquina, o más bien se habían valido sus enemigos de esa paranoia para acusarlo de traición y espionaje. Se lo acusó de haber informado, de haber hablado, y fue eso paradójicamente lo que nunca hizo ante sus torturadores. Allí calló y no se salvó, mantuvo la boca cerrada, no se fue de la lengua, no soltó prenda, he kept mum precisamente, lo que sabía se lo guardó para sí o bajo el sombrero, o quizá no dijo nada por ser todas las incriminaciones falsas, tendría que haberse inventado patrañas e historias para poder admitirlas y reconocerlas, para confesarse el 'caballo de Troya' que aquel poético 'amante de la verdad' y 'quijotesco de pro' glosó algo más tarde con 'su voz de candil' que enamoró a Trapp-Tello, tan infamatoria esa voz.

'Anoche te dije que antes de la Guerra contra Alemania había pasado por la vuestra, y yo suelo expresarme con bastante precisión, Jacobo. Aún creo hacerlo. Eso quiere decir que no estuve mucho tiempo en España. Sólo eso, que pasé por allí', me contestó Wheeler, y percibí una nota de leve impaciencia en su voz, como si lo importunara un poco que yo le sacara en aquel instante otra contienda y otra época, por relación que tuviese con la suya aquélla y cercana que ésta le fuese. 'Así que no estoy en condición de jurártelo, pero no recuerdo haber asistido en tu país a una cosa semejante, y tampoco he leído ni oído hablar de ello. Carteles, campaña contra los quintacolumnistas sí, eso lo hubo si no me equivoco; se instó a la población de Madrid y Barcelona y quizá Valencia a que los buscara y los descubriera, los sacara de sus cloacas y los aplastara, y lo mismo en el otro bando: rastrear y aniquilar a emboscados, pocos quedarían vivos en esa zona llena de locuaces curas confesores, pero esa fue la instigación. Claro que se pidió a la gente que mantuviera los ojos abiertos y vigilara la retaguardia, como también se hizo tímidamente durante la Primera Guerra, aquí y en Francia, que yo sepa. Pero lo que no creo que hubiera nunca es una campaña como esta contra la careless talk, en la que no sólo se puso a los ciudadanos en guardia contra los posibles espías, sino que se les recomendó el silencio como norma general: se les encomendó que no hablaran, se les ordenó y se les imploró callar. De pronto a la gente le fue presentada su propia lengua como enemiga invisible, incontrolable, inesperada e imprevisible: como la peor, la más asesina y la más temible, como un arma espantosa que uno mismo, cualquiera, podía activar y poner en funcionamiento sin que fuera posible saber nunca cuándo de ella partía una bala o no, ni si ésta acabaría convertida en los torpedos que echarían a pique a uno de nuestros acorazados en mitad del océano a millares de millas, o en las bombas de un Junker que alcanzarían con enorme precisión nuestros barrios y nuestras casas, o que caerían sobre los objetivos militares que más había que resguardar y que defender, sobre los más secretos y camuflados y más vitales. Yo no sé si te das cuenta del todo, Jacobo: se alertó a la gente contra su principal forma de comunicación; se la hizo desconfiar de la actividad a la que se entrega y se ha entregado siempre de manera natural, sin reservas, en todo tiempo y en todo lugar, no sólo aquí y entonces; se nos enemistó con lo que más nos define y más nos une: hablar, contar, decirse, comentar, murmurar, y pasarse información, criticar, darse noticias, cotillear, difamar, calumniar y rumorear, referirse sucesos y relatarse ocurrencias, tenerse al tanto y hacerse saber, y por supuesto también bromear y mentir. Esa es la rueda que mueve el mundo, Jacobo, por encima de cualquier otra cosa; ese es el motor de la vida, el que nunca se agota ni se para jamás, ese es su verdadero aliento. Y de pronto se pidió a la gente que lo apagara, ese motor; que dejara de respirar. Se le pidió que renunciara a lo que le es más querido e indispensable, a aquello por lo que vivimos y de lo que todos pueden disfrutar y valerse casi sin excepción, los pobres como los ricos, los incultos como los instruidos, los viejos como los niños, los enfermos como los sanos, los soldados como los civiles. Si algo hacen o hacemos todos que no sea una estricta necesidad fisiológica, si algo nos es en verdad común en tanto que seres con voluntad, eso es hablar, Jacobo. El hablar funesto. La maldición de hablar. Hablar y hablar sin parar, para eso a nadie se le acaban las municiones nunca. Poco importan los conocimientos gramaticales y sintácticos y léxicos, las dotes oratorias todavía menos, y aún menos la pronunciación, la dicción, el acento, la eufonía, el ritmo. El hombre más sabio del mundo hablará con mayores orden y propiedad y precisión, y con mayor provecho para sus oyentes tal vez, o más bien sólo para los oyentes semejantes a él o que se le quieran asemejar. Pero no necesariamente hablará más ni con mayor soltura que el ama de casa semianalfabeta que no calla en todo el día un segundo, y a la noche sólo porque la vencen el sueño y su abusada y resentida garganta. El hombre más viajado del mundo podrá contar infinitas historias amenas y maravillosas, incontables anécdotas y aventuras de países inauditos, remotos, exuberantes y peligrosos. Pero no necesariamente hablará más ni con mayor desparpajo que el tabernero rudo que nunca ha salido de detrás de su barra y sólo ha visto en su vida las veinte calles y el par de plazas de que se compone su aldea recóndita. El más iluminado poeta o el narrador más zigzagueante podrán inventar y recitar de improviso palabras encadenadas e hipnóticas que sonarán como música, tanto que a quienes escuchen les importará poco el sentido, o mejor dicho, lo captarán sin esfuerzo y sin tener que pensar en él antes de aprehenderlo o de ser absorbidos, será todo simultáneo y todo uno, aunque tal vez luego, acabada la música, esos oyentes no serán capaces de repetirlo ni de resumirlo, quizá ni siquiera de seguir comprendiendo lo que hacía un instante comprendían tan bien mientras se sentían mecidos y les duraba el encantamiento, con tanta ligereza en sus mentes como en sus oídos, con la misma permeabilidad en ambos. Pero no necesariamente hablarán más ni con mayor desenfado o desenvoltura que el oficinista ignorante, repetitivo y romo que se cree lleno de donaire y gracia y que se da machaconamente en todas las oficinas del mundo, no importa en qué latitudes o climas, y aunque sean oficinas de intérpretes y de espías…'

Wheeler se paró un instante, más que nada -me pareció- para tomar aliento. Había dicho en español las palabras 'donaire' y 'gracia', parafraseando quizá a Cervantes fuera de su Don Quijote, algo infrecuente pero que en él era bien posible. No me resistí a intentar comprobarlo, y aproveché su pausa para citar lentamente, poco a poco, casi sílaba a sílaba, como quien no quiere la cosa o no se atreve del todo a ella, murmurando:

'Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo…'

No pude concluir la cita. Quizá a Wheeler le desagradó que le recordara esa última frase en voz alta, a menudo los viejos no quieren ni oír hablar de eso, de su acabamiento, tal vez porque empiezan a verlo como algo verosímil, o plausible, o no soñado o no ficticio. Pero no, no lo creo o no estoy seguro, nadie ve así el propio término, ni siquiera los muy ancianos ni los muy enfermos ni los muy amenazados y en constante peligro. Somos más bien los demás quienes empezamos a verlo así en ellos. Hizo caso omiso y continuó. Fingió no enterarse de lo que recité en mi lengua, y así me quedé sin saber si había sido una coincidencia o si había aludido a Cervantes al despedirse alegre.

'A veces se dice de alguien que carece de conversación. Es ridículo. Lo dice alguien culto, el Primer Ministro (bueno, dejémoslo en adiestrado mentalmente), de alguien que no lo es en modo alguno, por ejemplo su peluquero. Lo que en realidad dice aquél es que le trae sin cuidado y lo aburre sobremanera cuanto éste pueda contarle. Tanto, probablemente, como aburrirá al peluquero lo que el Premier le largue mientras él le corta el pelo, eso es siempre un tiempo muerto nada fácil de llenar, como los trayectos en los ascensores, más aún si la cabeza pelada requiere de equilibrismos para quedar semipresentable y no parecer una zanahoria vuelta. Pero ya lo creo que tiene conversación, ese peluquero, y quizá más que el obtuso Ministro, obsesionado con la marcha del país en abstracto y la de su carrera en muy concreto. No sé, gente que lo ignora todo, personas que jamás se han parado a pensar un minuto sobre nada de nada con la conciencia de hacerlo, que no tienen una sola idea propia ni casi tampoco ajena, hablan sin embargo, incansablemente, sin cesar, sin inhibición alguna y sin el menor complejo. No es sólo el caso de los individuos sin formación ni estudios, tenerlos ayuda poco en el fondo, o resulta secundario; hay casos mucho más asombrosos que los de los rústicos: uno ve a un grupo de pijos o snobs idióticos' (bueno, Wheeler dijo en inglés 'idiotic', me hace gracia ese anglicismo), 'la mayoría doctorados en Cambridge o con nosotros, y se pregunta de qué diablos podrán hablar entre sí pasada la primera hora de intercambiarse saludos y comunicarse sus cuatro mezquinas noticias ya sabidas por cotilleadas, de ponerse al tanto de sus dos naderías y sus tres ruindades (me lo he preguntado siempre, de qué iban a hablar tales sujetos, en las recepciones regias, sembradas de ellos). Uno piensa que se verán obligados a callar y carraspear a menudo, a azorarse por sus largas pausas, a soportar agudezas varias sobre la lluvia y las nubes y embarazosos silencios propios de los tiempos muertos más difuntos, o mortinatos directamente: por su falta absoluta de ideas, de ocurrencias, de conocimientos, de numen para contarse nada, de ingenio y diálogo y aun de monólogo: de luces y de sustancia. Y no es así. No se sabe bien de qué, ni por qué, ni cómo, pero lo cierto es que se pasan las horas y los días charlando sin fin, bestialmente, veladas enteras de chachara, sin cerrar la boca un solo instante, y es más, arrebatándose la palabra unos a otros, tratando de acapararla. Es un misterio y a la vez no es un misterio. Hablar, mucho más que pensar, es lo que tiene todo el mundo a su alcance (me refiero a lo que es volitivo, insisto, y no orgánico meramente, o fisiológico); y es lo que comparten y han compartido siempre los malvados con los buenos, las víctimas con los verdugos, los crueles con los compasivos, los sinceros con los mentirosos, los pocos listos con los muchos tontos, los esclavos con los amos y los dioses con los hombres. Cuentan todos con ello, los imbéciles, los brutos, los despiadados, los asesinos, los tiranos, los salvajes, los simples; y aun los locos. Hasta tal punto es lo único que nos iguala que llevamos siglos creándonos todos diferencias leves, de pronunciación, de dicción, ¡de entonación, de vocabulario, fonéticas o semánticas, para sentirnos cada grupo en posesión de un habla que los demás desconozcan, de una contraseña para iniciados. No es sólo asunto de las clases antiguamente llamadas altas, deseosas de distinguirse y desdeñosas con el resto; también las que se llamaron bajas han hecho siempre lo mismo, su desdén no ha ido a la zaga, y así se han forjado sus jergas, sus códigos, sus lenguajes secretos o en clave que les permitieran reconocerse entre sí y excluir a los enemigos, es decir, a los doctos y a los pudientes y a los refinados, y vedarles parcialmente la comprensión de lo que se transmitían sus miembros, lo mismo que los delincuentes inventan sus germanías y sus cifras los perseguidos. Dentro de una misma lengua lo que se procura artificialmente es no entenderse o entenderse tan sólo a medias; se trata de oscurecer, de velar, y para ello se buscan derivaciones extrañas y antojadizas variantes, metáforas cojas o muy arbitrarias, sentidos tangenciales u oblicuos que se puedan apartar de la norma común a todos, y hasta se acuñan vocablos nuevos, sustitutivos e innecesarios, para sustraer lo dicho y enmascarar lo comunicado. Y si esto es así es precisamente porque lo habitual y lo dado es entenderse en la lengua. Y esa habla, o esa lengua, son casi lo único que algunos poseen y dan y reciben: los más pobres, los más humildes, los desheredados, los iletrados, los cautivos, los infelices, los sojuzgados; los apestados y los contrahechos, como aquel rey nuestro de Shakespeare, Ricardo III, que le sacó tanto provecho a su labia persuasora. Es lo que no puede quitárseles, el hablar, la lengua, tal vez lo único que han aprendido y que saben, lo que les sirve para dirigirse a sus hijos o a sus amores, aquello con lo que bromean, quieren, se defienden, padecen, consuelan, rezan, se desahogan, imploran, persuaden, salvan y convencen; y también con lo que emponzoñan, instigan, odian, perjuran, insultan, maldicen y traicionan, corrompen, se condenan y se vengan. Mal que bien, todos lo tienen, el rey como sus vasallos, el sacerdote como sus fieles, el mariscal como sus soldados. Por eso existe el lenguaje sagrado, uno que no pertenezca a todos, el que no va destinado a los hombres sino a las deidades. Pero se olvida que tanto el Dios como los dioses también hablan y escuchan según nuestra vieja creencia acaso ya moribunda (qué son las plegarías sino oraciones, palabras, sílabas), y ese lenguaje sagrado también acaba por descifrarse y entonces se aprende, todos los códigos son susceptibles de ser desentrañados un día, después o antes, y no habrá ninguno secreto que lo sea eternamente.' Wheeler volvió a detenerse, muy poco, de nuevo para recobrar el aliento. Puso una mano sobre las viñetas que habíamos desplegado en la mesa, un gesto instintivo, como si quisiera impedir que las volara una ráfaga de viento que no había, o tal vez acariciarlas. No hacía frío, había un sol muy alto, perezoso y pálido, hacía sólo un agradable fresco. 'Tanto nos une y asimila eso que los poderosos han debido buscar siempre señales y divisas y signos nunca verbales, para ser obedecidos y diferenciarse. ¿Tú te acuerdas de aquella escena de Shakespeare en la que el rey se emboza en una capa prestada y se acerca, se mezcla con tres soldados en la víspera de la batalla, se sienta en el campo con ellos fingiéndose otro combatiente insomne en mitad de la noche, sobre las armas, o justo antes de la aurora? Les dirige la palabra, se presenta como amigo, habla con ellos y al hablar son parecidos los cuatro, él más razonante y culto, ellos más toscos e intuitivos, pero se entienden perfectamente, están en el mismo plano de la comprensión y del habla y nada les obstaculiza el intercambio de sus pareceres y sus impresiones y aun de sus miedos, y hasta llegan a discutirse y a ponerse dos farrucos, el rey que no es el rey y un súbdito que tampoco es súbdito, en aquel instante. Hablan un buen rato, y el rey sabe que al hablar se nivelan, o que se igualan mientras les dura el diálogo. Por eso cuando se queda solo, pensativo de lo que ha oído, nos dice la diferencia, murmura en su soliloquio qué es lo que de verdad lo distingue. ¿Tú te acuerdas, Jacobo, de esa escena?'

También yo puse una mano sobre las viñetas, como si temiera al aire.

'No, Peter', dije. '¿Qué rey es ese?'

Pero Wheeler no contestó a mi pregunta, sino que pasó a citar en voz alta sin que esta vez me cupiera duda de que eso hacía, pues muy pocos además de Shakespeare habrían escrito 'grea greatness' (y tantos profesores y críticos de mi país actuales lo habrían crucificado por eso).

"¡Qué infinito sosiego de corazón deben los reyes perderse, que los hombres particulares disfrutan! ¿Y qué tienen los reyes que no tengan también los particulares, salvo el ceremonial, salvo la general ceremonia?" Así dice el rey a solas, y un poco más adelante reprocha a eso que lo singulariza: "¡Oh ceremonial, muéstrame tu valor tan sólo!" Y pasa luego a desafiarlo: "¡Oh ponte enferma, gran grandeza, y mándale a tu ceremonial que te dé cura!" A ver qué logra, o si logra nada. Y más tarde aún se atreve el rey a envidiar al miserable esclavo que se desloma al sol el día entero pero luego duerme profundamente "con el cuerpo lleno y la mente vacua" y "no ve nunca la noche horrenda, vástago del infierno", y que "así continúa, al correr de los años en retirada siempre, con provechosa tarea hasta la tumba". Y el rey concluye con la obligada exageración de todo monólogo que nadie escucha en el escenario y se oye fuera de él solamente, sólo en la sala: "Y salvo por el ceremonial tal desgraciado, envolviendo con esfuerzo los días y las noches con sueño, aventajó a los reyes y los adelantó en privilegio'". Más o menos eso dijo y citó Wheeler, y añadió al instante: 'Los reyes antiguos eran muy desvergonzados, pero al menos los de Shakespeare no se engañaban del todo: se sabían con las manos manchadas de sangre y no olvidaban a qué debían el poderse ceñir corona, además de a los crímenes y Tas traiciones y las conspiraciones (yo no sé si fueron demasiado humanos). Ceremonial, Jacobo, es eso. La cambiante, ilimitada, general ceremonia. Y también el secretismo, el misterio: el hermetismo, el silencio. Nunca el hablar, nunca el contar, jamás palabras por exquisitas o arrebatadoras que sean. Porque eso está en el fondo al alcance de cualquier mendigo, y de cualquier desecho, y de cualquier pobre diablo, y del peor despojo. Del rey sólo se diferencian, en ese campo, en una insignificante y subsanable cuestión de perfeccionamiento y grado'.

'What infinite heart's ease must kings neglect that private men enjoy!', fue lo que en realidad dijo o recitó en su lengua Sir Peter Wheeler, según comprobé tiempo más tarde, al encontrar y reconocer los textos. Y después todo el resto del soliloquio, seguía conservando esa clase de memoria intacta, citó verbatim.

'Pero no está al alcance de los muy niños', observé yo entonces, 'ni al de los mudos, ni al de aquellos a quienes se arrancó la lengua o a quienes la palabra no se da o no se consiente, ha habido mucho de eso en la historia, y hay países islámicos en los que las mujeres carecen hasta de ese derecho, según tengo entendido. Así sucedía al menos con los talibanes afganos, si no leí mal y bien recuerdo.'

'No, no te equivoques, Jacobo: los niños están a la espera, su incapacidad es transitoria; supongo que además se preparan desde que al nacer berrean, y se hacen entender desde muy temprano: por otros medios ya dicen cosas. En cuanto a los mudos y a los sin lengua y a los sin voz o palabra, eso son excepciones, anomalías, castigos, sometimientos, ultrajes; pero nunca la norma, como tal no cuentan. Y no bastan para anularla, ni siquiera para contradecirla. Los así dañados recurren además a otros sistemas de signos, a códigos no verbales en los que se instalan muy rápido, y ten por seguro que lo que con ellos hacen es también hablar, y no otra cosa. En seguida están contando y transmitiendo de nuevo, como todo el mundo; aunque sea por escrito o por señas y sin emitir un sonido; aunque sea calladamente, continúan diciendo? Wheeler calló y miró hacia el cielo, como si al hablar de ello quisiera sumarse un instante al evocado silencio elocuente. El sol blanquecino y apático le iluminó los ojos y se los vi muy jaspeados, como canicas de mármol de predominante color corinto. 'Antes te he dicho que el hablar, la lengua, es lo que comparten todos, hasta las víctimas con sus verdugos, los amos con sus esclavos y los hombres con sus dioses, no tienes más que acudir a la Biblia y a Homero, o por supuesto a Teresa de Ávila y a Juan de la Cruz en tu idioma. Pero sí dejan de compartirlo algunos, cómo decir, hay quienes no lo poseen, y no son precisamente los mudos ni los muy niños.' Ahora en cambio miró hacia abajo un segundo, y aún tenía la vista en la hierba, o quizá más allá, en la tierra bajo la hierba o más allá, en la invisible tierra bajo la tierra, cuando añadió tras tan breve pausa: 'Los únicos que no lo comparten, Jacobo, son los vivos con los muertos'.


'A mí me parece que es el tiempo la única dimensión que comparten y en que pueden comunicarse, la única que tienen en común y los une.' Me vino a la memoria esa cita o quizá era una paráfrasis, y no pude remediar decirla sin la menor tardanza, o musitarla.

Pero Wheeler se iba poco a poco acercando al término de su digresión, pensé. En realidad siempre sabía dónde se hallaba, y lo que en él parecía azaroso o involuntario, consecuencia de la distracción, de la edad o de una percepción algo confusa del tiempo, de sus tendencias divagatorias y discursivas, solía estar calculado, medido y sujeto, y ser parte de su maquinación y de sus recorridos trazados y ya previstos. Me dije que no tardaría mucho más en volver a la careless talk y a las viñetas, las miraba con intensidad de nuevo, puestas sobre la lona impermeable que cubría la mesita como si fueran los naipes para un solitario, nosotros también sentados sobre las telas que protegían nuestras butacas, y aquellos arrugados ropajes le romanizaban un poco la figura al falso anciano e imagino que a mí la mía, quizá nos daban un aire remoto de senadores al fresco, a nuestros pies los faldones de muy largas y exageradas túnicas que casi nos envolvían. De modo que no me escuchó o no me quiso hacer caso, o no le llamaron la atención mis frases que no eran mías sino de otro, eran de un muerto cuando habló de vivo.

'Y ni siquiera fue así siempre', prosiguió él con las suyas. 'A lo largo de los siglos también ellos lo compartieron, en la imaginación de los vivos al menos, es decir, en la de los futuros muertos. No son sólo los charlatanes fantasmas y los aparecidos locuaces, los parlanchines espíritus y los espectros gárrulos de casi todas las tradiciones. También se preveía que se hablara y se dijera y contara con naturalidad en el otro mundo. En esa misma escena de Shakespeare, sin ir más lejos, uno de los soldados con los que el rey conversa antes de su soliloquio, anuncia que éste se verá en aprietos para rendir cuentas si no es buena causa la de su guerra: "Cuando todas esas piernas y brazos y cabezas segadas en la batalla", dice, "se junten el último día y griten todas «Morimos en tal lugar»". Ya lo ves, era creencia, no sólo que hablarían y hasta protestarían los muertos, sino incluso sus cabezas y miembros desperdigados y sueltos, una vez reunidos para presentarse con decoro ajuicio.'

'"We died at such a place".' Eso fue lo que citó ahora en su lengua Wheeler, y entonces yo completé la otra cita para mis adentros, de Cervantes en la mía, que él no me había dejado acabar y que testimoniaba también esa creencia: 'Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida'. Eso esperaba Cervantes, pensé, no quejas ni acusaciones, no reproches ni ajustes de cuentas ni resarcimiento por los sinsabores y agravios terrenos, a él le tocó sufrir unos cuantos. Ni tan siquiera justicia última, que es lo que más se echa en falta desde el descreimiento. Sino la reanudación de las gracias y de los donaires, del regocijo de los amigos, contentos también en la otra vida. Es lo único de lo que se despide, lo único que desearía seguir conservando en la eternidad, allí donde vaya. Varias veces había oído hablar a mi padre de esos adioses escritos no tan célebres como deberían serlo, están en el libro que casi nadie lee y que quizá, sin embargo, sea superior a todos, hasta al Quijote. Me habría gustado recordarle a Wheeler esa cita entera, pero no me atreví a insistir, a desviarlo de su camino con eso. Así que me limité a acompañarlo, y dije:

'La misma idea de Juicio Final anunciaba que era eso lo que más iba a hacerse según las expectativas comunes, después de muertos: contar las historias enteras de todos, luego hablar, relatar, exponer, argumentar, refutar, apelar, y al término escuchar sentencia. Y además un juicio tan monumental, a cuantos por el mundo pasaron en una sola jornada, todos al mismo tiempo, los faraones egipcios mezclados con nuestros ejecutivos y nuestros taxistas, los emperadores romanos con nuestros pordioseros y nuestros gangsters y nuestros astronautas y nuestros toreros, no sé. Imagínese qué algarabía, Peter, convertida en un gallinero la historia entera del mundo con todos sus casos particulares. Y hartos de esperar los muertos más remotos y antiguos, de contar el incontable tiempo que faltaba para su Juicio, sublevados seguramente por la tardanza infinita, nunca mejor dicho. Ellos sí callados y solitarios durante millones de siglos, a la espera del último muerto y de que no hubiera ya ningún vivo. En realidad esa creencia nos condenaba a todos a un muy largo silencio. Eso sí que eran "the whips and scorns of time", eso sí que era "the law's delay'", y ahora fui yo quien citó a su poeta, 'los azotes y los escarnios del tiempo', 'la dilación de la justicia', dije en su lengua. 'Y según ella, según esa creencia, a día de hoy estaría aún contando sus horas de soledad enmudecida, las pasadas y las por pasar, el primerísimo muerto de todos los tiempos; y si yo fuera él, estaría deseando con egoísmo que se acabara de una vez el mundo y por fin no hubiera nada.'

Wheeler sonrió. Algo le había hecho gracia, de lo que yo había dicho, o quizá más de una cosa.

'Eso es; justamente', me contestó. 'Un silencio sine die: eso en el mejor de los casos y cuando la fe era firme. Pero todo con la agravante de que por entonces, durante nuestra Segunda Guerra, no se creía ya apenas en ese parlamento o justificación o relato último de cada individuo al final de los tiempos, y costaba mucho pensar que las cabezas y miembros que noche tras noche despedazaban las bombas arrojadas sobre estas ciudades pudieran reunirse alguna vez, y gritar más tarde: "Morimos en tal lugar"; y consolaba poco que las causas fueran justas, y menos importaba si eran o no buenas, cuando la principal causa del morir y el matar pasó a ser sólo la supervivencia, de uno mismo o de quienes quería uno. Lo más probable es que se creyera ya poco desde bastante antes, tal vez desde la Primera, que no fue menos atroz para el mundo que la contempló y que también es el mío, no lo olvides, tanto como este que nos tolera hoy a ti y a mí, o que nos arrastra. Las atrocidades vuelven incrédulos a los hombres en el fondo de sus conciencias y en el de sus sentimientos, incluso si deciden aparentar lo contrario por un reflejo de superstición, otro de tradición y otro de rendición mezclados, y se congregan en las iglesias a cantar himnos para sentirse más juntos e infundirse entereza y conformidad más que coraje, de la misma manera que los soldados cantaban al avanzar casi indefensos con sus bayonetas en ristre, más que nada para anestesiarse un poco con sus alaridos antes del impacto o del golpe o de volar por los aires, para aturdirse el pensamiento herido mucho antes que la carne, y acallar los ruidos de la muerte variados que andaba por allí de caza fácil. Eso yo lo sé, yo he visto eso en los campos. Pero no son sólo las salvajadas, las crueldades, las que se padecen y las que llega a cometer uno mismo, por la tan justa como injusta causa de la supervivencia. Es también la terquedad de los hechos: que nadie haya venido nunca a hablarnos después de muerto, por mucho que se empeñen los espiritistas, los visionarios, los fantasmófilos, los milagristas y hasta nuestros actuales y descreídos creyentes, residuales o por inercia todos aunque aún queden millones de ellos…; toda esa larga experiencia nos ha obligado a saber al correr de los siglos, tal vez en lo más recóndito y acaso sin pronunciárnoslo, que los únicos que no poseen la lengua y jamás hablan ni cuentan ni dicen nada son ellos, son los muertos.' Peter se detuvo y bajó de nuevo la vista, y añadió en seguida sin alzarla: 'También, así pues, nosotros, cuando engrosemos sus filas. Pero sólo entonces, y no antes'.

Se quedó así, mirando la hierba. Parecía esperar que comentara yo algo, o que le hiciera una pregunta. Pero no sabía yo cuál, cuál quería o me pedía en silencio, o si necesitaba en verdad alguna. Así que sólo se me ocurrió susurrar lo que me vino a la mente, y lo susurré en mi lengua en la que no fue escrito, pero la única en que me lo sabía:

'Extraño no poder habitar más la tierra. Extraño no ser más lo que se era y tener que desprenderse aun del propio nombre. Extraño no seguir deseando los deseos. Y penosa la tarea de estar muerto.'

Pero por fortuna, supongo, Wheeler tampoco hizo caso a esto.

'Sólo nos hablan en sueños, eso es cierto', continuó entonces, como si mis medios versos no atendidos le hubieran reactivado sin embargo un resorte. 'Y los oímos tan claramente, y su presencia es tan vivida en ellos, que mientras dura el dormir parece que sean esas personas con las que no hay forma de cruzar frase o mirada despiertos, ni manera de establecer contacto, las que en efecto nos cuentan y nos escuchan y hasta nos alegran el ánimo con sus añoradas risas idénticas a las que tuvieron en vida en esta tierra: son las mismas, esas risas; sin vacilación las reconocemos. Desde luego es bien extraño; si me apuras inexplicable, uno de los escasos misterios que nos van quedando intactos. Pero de lo que no cabe duda, al menos para los racionalistas como tú y como yo, y como lo era Toby y también lo es Tupra, es de que esas voces y sus nuevas palabras están en nosotros y no fuera en ningún sitio. Están en nuestra imaginación y en nuestra memoria. Digámoslo así: es la memoria imaginando, y que por una vez no sólo recuerda, o lo hace impuramente y con mezcla. Están en nuestros sueños, esos muertos; somos nosotros quienes los soñamos, los trae nuestra conciencia dormida y nadie más puede oírlos. El hecho más se asemeja a una encarnación, a una suplantación, a una personificación por nuestra parte' (fue en realidad un solo término el que Wheeler empleó en inglés: 'impersonation'), 'que a supuestas visitas o advertencias de la ultratumba. No nos es desconocido del todo ese mecanismo, quiero decir en la vigilia. A veces quiere tanto uno a alguien que le cuesta poco esfuerzo ver el mundo con sus ojos y sentir lo que siente ese alguien, hasta donde son reconocibles los sentimientos ajenos. Prever a esa persona, anticiparla. Ponerse en su lugar, literalmente. Por eso existe esa expresión, y casi ninguna es de balde en las lenguas. Y si eso lo hacemos despiertos, no es tan raro que se obren esas fusiones o conversiones o yuxtaposiciones dormidos, o son casi metamorfosis. Acuérdate del soneto de Milton, ¿lo conoces? Milton lleva ya tiempo ciego cuando lo escribe, sueña una noche con su esposa Catherine muerta y la ve y la oye perfectamente en esa dimensión, la del sueño, que tan bien acoge y tolera la narración poética. Y en ella recupera la visión triplemente: la suya, como facultad y sentido; la imagen de su mujer imposible, pues no sólo él, sino nadie puede verla ya en el presente, se ha borrado de la tierra; y sobre todo el rostro y la figura de ella, que en él no son recordados siquiera sino imaginados, nuevos y nunca antes vistos, porque él jamás la había contemplado en vida más que con la mente y el tacto, fueron sus segundas nupcias y estaba ya ciego al casarse. Y al inclinarse ella para abrazarlo en el sueño, entonces "Iwak'd, she fled, and day brought back my night", así termina.' ('Desperté, ella se deshizo, y el día devolvió mi noche'.) 'Con los muertos se vuelve a la noche siempre, y a no oír más que su silencio, y a no obtener nunca respuesta. No, no hablan, son los únicos; y son también la mayoría, si contamos a cuantos atravesaron y dejaron atrás el mundo. Aunque todos hablaran sin duda, durante su estancia.' Wheeler tocó las viñetas de nuevo, les dio unos golpes con el índice, señalándolas con vehemencia como si fueran más de lo que eran. '¿Te das bien cuenta, Jacobo, de lo que significaba esto? Se pidió a los ciudadanos que se callaran, que se cosieran los labios, que cerraran bien el pico a cal y canto, que se abstuvieran de toda conversación imprudente y aun de las que no parecieran serlo. A todos se les metió miedo, incluso a los niños. Miedo a sí mismos y a traicionarse, y por supuesto miedo al otro, hasta al más querido y más cercano y al de mayor confianza. Así que yo no sé si te das cuenta, pero lo que se les estaba pidiendo con estas consignas no era sólo que renunciaran al aire, sino que se asimilaran con ello a los muertos. Eso además en un tiempo en que cada día nos llegaban noticias de tantos nuevos, los de los infinitos frentes esparcidos por medio globo, o en que se los veía aquí mismo en el barrio, en tu propia calle, víctimas de los bombardeos nocturnos y cualquiera podía ser el siguiente. ¿No bastaban esos muertos? ¿No bastaba con el definitivo e irreversible silencio impuesto a tantos, para que los todavía vivos tuviéramos además que imitarlos y enmudecer antes de tiempo? ¿Cómo podía pedirse eso a un país entero ni a nadie, ni siquiera a un individuo aislado? Si observas estas viñetas (y hubo más), verás que no quedaba excluido nadie por insignificante que pareciese. ¿Qué podían saber de interés o de riesgo, por ejemplo, estas dos señoras que van en metro charlando probablemente de sus sombreritos o de su cotidianidad más inocua? Ah, podían tener alistados a un marido, a un hermano, a un hijo, de hecho era lo más corriente, y aunque sus hombres ya prevenidos no les contaran mucho, algo podían saber ellas de aprovechable importancia, cómo decir: sin saber que lo sabían o ignorando que lo fuese. Todo el mundo puede saber algo, hasta el mendigo más misantrópico y al que no habla nadie, no solamente en la guerra sino siempre, y aunque la mayoría ni siquiera tenga conciencia de su caro conocimiento. Y cuanto menos consciente se sea, más peligroso uno se vuelve. Parece una exageración, pero en realidad nadie está a salvo de desencadenar calamidades, desastres, crímenes, malentendidos trágicos y venganzas por hablar tan sólo, inocente y libremente. Siempre es posible y aun fácil irse de la lengua, qué expresión tan hermosa, a la vez amplia y precisa, tenéis vosotros en el castellano, que cubre tanto la intencionalidad como la involuntariedad del hecho.' Y Wheeler lo dijo obviamente en mi idioma, irse de la lengua, la expresión hermosa. 'En cualquier época y circunstancia, de eso no está a salvo nadie. Y además no olvides esto: que todo tiene su tiempo para ser creído, hasta lo más inverosímil y lo más anodino, lo más increíble y lo más necio.' Wheeler volvió a levantar la vista, como si hubiera oído antes que yo lo que yo oí en seguida pero al cabo de unos segundos, un ruido de motor en el aire y también ruido de hélice, quizá él se había acostumbrado a percibir el más mínimo sonido o vibración aérea durante la Guerra o sus guerras, antes de que resultara audible, supongo que también se aprende a presentir los presentimientos. Vimos surgir entonces sobre los árboles un helicóptero que volaba bajo, era extraña esa visión en el cielo de Oxford y más aún en jornada festiva, en uno de aquellos domingos desterrados del infinito, tal vez se celebraba alguna ceremonia académica con presencia del Primer Ministro o de otro elevado cargo o de un individuo u otro del denso escalafón monárquico (el Duque y la Duquesa de Kent tienden a multiplicarse, con ayuda sobrenatural, se cuenta) y no estábamos al tanto, Wheeler ya tan jubilado que las autoridades universitarias se olvidaban más cada año de invitarlo a sus fastos. Los Premiers británicos han tenido querencia hacia nuestra Universidad tradicionalmente, aún me acordaba de cuando en mi periodo docente los miembros de la congregación le habíamos negado el doctorado honoris causa, en votación nada reñida, a la recatada Mrs Thatcher (rencorosa Margaret Hilda) cuando era sólo señora y no Baronesa ni Lady. Ella había estudiado allí y mandaba por entonces, pero eso le sirvió de poco. Yo tenía momentáneo derecho a voto y lo uní con zozobra y gusto al de la mayoría denegadora. Aquella mujer encajó mal el feo, y luego pareció vengarse con restricciones y leyes perjudiciales para la Universidad y no sólo la nuestra, pero fue la primera Premier a quien se rehusó ese título, que de hecho se había otorgado a todos o casi todos sus predecesores sin oposición apenas, un trámite, o digamos graciosamente.

El ruido de las aletas se hizo insoportable en un instante, Peter se llevó las manos a los oídos y a la vez guiñó los ojos con fuerza, como si el estruendo dentado -una carraca gigante- le dañara también la vista, de manera que no pudo impedir que las viñetas se nos volaran por la turbulencia del aire. No lo vio siquiera. Yo intenté parar las que pude con mis manos, muy pocas. El helicóptero empezó a dar pasadas, como si fuéramos nosotros el objeto de su vigilancia, quizá se divertía el piloto al ver a un anciano espantado, y a su acompañante correr tras papelitos esquivos que se iban hacia el río. Hube de tirarme a la hierba en plancha (no una vez ni dos tampoco) para frenar y pillar los más posibles antes de que cayeran al agua, mientras el helicóptero raseaba con lo que percibí como burla según me iba yo lanzando, puede que erróneamente. Luego se alejó y desapareció en pocos segundos, igual que había surgido. Algunas viñetas todavía volaban, sobre todo la que era de papel de diario y por tanto la más ligera, la Información al enemigo' de Fraser, temí que se desmenuzara como un papiro (tenía sesenta años largos, aquel trozo), aparte de que se mojara. Iba tras unas y otras cuando vi que Wheeler había abierto por fin los ojos así como los oídos, y -de nuevo libres las manos- cómo ahora se llevaba un brazo a la frente -o era la muñeca a la sien-, como si le doliera mucho o estuviera comprobando si le había venido fiebre, o era un gesto de pesadilla acaso. Y el otro brazo se lo vi extendido, señalando con el dedo índice de la misma forma en que lo había hecho la noche anterior cuando no le salió una palabra y tuve yo que adivinársela, o que tanteársela. Habría pensado que era otra vez sólo eso, aquella afasia momentánea, de no haberla precedido el vuelo del helicóptero y las buscadas sordera y ceguera de Peter mientras la hélice nos aturdía, lo había visto, cómo decir, indefenso y desamparado, y no sabía si transportado. Me acerqué a él temeroso, abandoné los papelitos por tanto, la caza de los aún rebeldes:

'Peter, ¿se siente usted mal, le pasa algo?' Negó con la cabeza y siguió señalando con expresión de alarma hacia la orilla del apacible Cher-well, no necesité esta vez de aproximaciones: 'The cartoon?', fue mi pregunta, y asintió en seguida pese a que creo que me equivoqué de término, era la viñeta auténtica lo que lo preocupaba, se había dado cuenta del riesgo sólo al abrir los ojos tras su susto o su recuerdo relámpago, no antes; así que corrí de nuevo, salté, caí, la alcancé, la atrapé con dos dedos intacta al borde de la corriente mansa, debí de parecer un jugador de cricket de los que vuelan y se arrojan al prado, ese juego tan inglés que no comprendo, o bien un portero de fútbol en su estirada, ese otro juego ya no tan inglés que comprendo perfectamente. El aire se había calmado, recogí dos o tres papeles más del suelo, estaban todos a salvo, ninguno se había perdido, ni mojado, sólo se habían arrugado unos cuantos. 'Tenga, Peter, creo que están todos, no se han estropeado apenas, me parece', le dije mientras alisaba algunos. Pero a Wheeler no le salían aún las palabras, y me señaló con su dedo repetidamente como a un heredero o destinatario, entendí que esas viñetas eran para mí, me las daba. Abrió su carpeta y en ella fui echándolas, menos la de Fraser, la que no era reproducción sino original recorte, porque él alzó el índice deteniéndome cuando iba a depositarla junto a las otras, y acto seguido se tocó con el pulgar el pecho. 'Esa no, esa es para mí', dijo aquel gesto. '¿Esta se la guarda usted?', quise ayudarlo. Asintió, la puse aparte. Era extraño que se quedara de repente sin habla, justo cuando estaba hablando de los pocos o muchos -según se mire- que eran así, sin habla. La noche anterior, cuando se le había atascado el vocablo 'cojín', había explicado luego, al recuperar la voz o la soltura: 'Me sucede de tarde en tarde. Es sólo un instante, como si la voluntad se me retirase'. Y era entonces cuando había utilizado aquel cultismo infrecuente, no tanto en inglés como en mi lengua: 'Es como un anuncio, o una presciencia…', sin llegar a completar la frase, ni siquiera cuando yo le había insistido poco después para que lo hiciera; a eso me había contestado: 'No preguntes lo que ya sabes, Jacobo, no es tu estilo'. Presciencia era el conocimiento de las cosas futuras, o el saber previo de los acontecimientos a ciencia cierta. No sé si eso existe, pero a veces también se nombra lo que no existe, y entonces nace la incertidumbre. Ahora no me cabía duda respecto al final de su frase, me lo había preguntado o lo había intuido la víspera, hoy tenía la respuesta segura aunque él no me la hubiera dado: 'Es como un anuncio, o una presciencia de lo que es estar muerto'. Y acaso podría haber añadido: 'Es no hablar, aunque se quiera. Sólo que además ya no se quiere, la voluntad se ha retirado. No hay querer ni no querer, ambos se han ido'. Miré hacia la casa, la señora Berry había abierto una ventana de la planta baja y nos hacía señas con el brazo en alto. Quizá se había asomado nada más oír el estrépito de la hostigadora hélice y había asistido a mis carreras y zambullidas sin que nos diéramos cuenta. Elevé la voz, para preguntarle: '¿Hora de almorzar?', y acompañé mi grito de un gesto de la mano a la altura de la boca más bien absurdo, como de quien enrolla en el tenedor spaghetti. No creo que me oyera, pero me entendió. Con la mano negó y luego la colocó un momento en posición de espera, como diciéndome 'No, aún no', y a continuación señaló hacia Peter con ademán de inquietud, o de duda, '¿El está bien?', era la traducción de aquello. Afirmé con la cabeza varias veces, tranquilizándola. Ella levantó las dos manos al tiempo, como ante un atraco, 'Ah bueno', y cerró ya la ventana y desapareció hacia dentro. Entonces Wheeler recobró la palabra:

'Sí, esta me la guardo, te daré una copia si la quieres', dijo refiriéndose al dibujo de Fraser. 'Las demás puedes quedártelas, las tengo repetidas, o reproducidas mejor en libros; algún otro original también conservo. Este de la araña gamada me gusta especialmente. Qué demonio de helicóptero', añadió sin pausa y con fastidio, 'qué se le habrá perdido por aquí, esto es zona de conocimiento. Espero que no venga más a despeinarnos, ¿no tendrás un peine a mano? Los latinos soléis llevarlos.' El pelo de Wheeler se veía, en efecto, como la espuma rabiosa en la cresta de una ola, y el mío me lo notaba como si me lo hubieran convertido en nudos. '¿Qué quería Mrs Berry?', esto también lo enlazó sin pausa. Volvió a llamarla como en sociedad. Se estaba recomponiendo y debía ayudarse a ello; o era la fuerza de la costumbre del disimulo. '¿Nos llamaba ya para el almuerzo?' Miró el reloj sin detenerse a mirarlo, trataba de salir de su sobresalto sin comentarios míos, aunque bien sabía que yo no iba a soltarlo sin hacer una tentativa al menos.

'No, todavía no está listo. Supongo que la asustó el ruido, no sabría lo que era', contesté, y añadí a mi vez sin pausa: 'Se le ha atragantado la voz de nuevo, Peter. Anoche me dijo que le ocurría sólo de tarde en tarde. Pero ya van dos veces este fin de semana'.

'Bah', respondió huidizo, 'ha sido casualidad, mala suerte, ese maldito helicóptero. Son atronadores, ese sonaba casi como un viejo Sikorsky H-5, su solo ruido provocaba el pánico. Y también es que hablo mucho, contigo hablo demasiado y me acabo resintiendo, no tengo ya tanta costumbre. Tú me dejas y me dejas, pones cara de interesado y yo te lo agradezco mucho, pero deberías cortarme más, obligarme a ir más al grano. Estoy un poco solo aquí en Oxford, me imagino, últimamente, y con Mrs Berry está todo hablado, lo que puede hablarse con ella, claro, o lo que ella quiere que hablemos. No te creas que me viene a visitar tanta gente. Muchos han muerto, otros se fueron a América nada más jubilarse y viven allí como parásitos, yo no quise eso, se limitan a esperar tomando el sol lo más que pueden, se consienten bermudas, se aficionan por televisión a ese fútbol de allí con mucho postizo y casco, se preocupan por sus intestinos y se alimentan sólo de brécoles, merodean por la biblioteca y el campus que les hayan tocado en suerte, dejan que sus departamentos los exhiban de tarde en tarde como prestigiosas momias ultramarinas o como ajados trofeos de unos difusos tiempos heroicos que nadie sabe allí en qué consistieron. En suma, como antigüedades, es de lo más deprimente. Sí me gusta hablar contigo. Los ingleses rehúyen cuanto no sea anécdota, dato, hecho y apostilla o glosa irónica; la especulación les desagrada, el razonamiento les es superfluo: lo que a mí más me divierte. Sí, me gusta mucho hablar contigo. Deberías venir más a menudo: aparte de todo, estás muy solo ahí en Londres. Aunque quizá lo estés pronto bastante menos. Aún he de proponerte algo, y pedirte el favor de que lo aceptes sin darle demasiadas vueltas ni hacerme muchas preguntas. Tampoco vas a perder un tiempo que ya das por perdido, el de las convalecencias sentimentales se llena con lo que sea, el contenido es lo de menos, con lo que esté más a mano y más ayude a empujarlo, se tiene poca exigencia, ¿no es cierto? Luego no se recuerdan apenas, esos periodos, ni lo que se hizo en ellos, como si hubiera estado permitido todo, uno se justifica mucho por la desorientación y el sufrimiento; es como si no hubieran existido y en su lugar hubiera un blanco. También un vacío de responsabilidades, "¿Sabe? Yo no era yo entonces". Oh sí, el padecimiento ha sido siempre nuestra mejor coartada, la que mejor finge exculparnos de cualquier acto. Quiero decir a los hombres, la mejor coartada del género humano, de los individuos y de las naciones.'

Todo esto lo dijo como si nada, pero no pude evitar sentir una pizca de emoción y otra de orgullo, al fin y al cabo yo pensaba que lo distraía y le era simpático y tal vez lo halagaba a ratos, que me toleraba sin esforzarse, pero nunca más que eso. El tenía mucho que contar y que argumentar siempre, aunque hiciera lo primero con cuentagotas tan sólo; su conversación me enseñaba, me instruía y me deslizaba ideas o me las renovaba, por no decir que me cautivaba. Yo no le ofrecía gran cosa a cambio, creo, más que nada compañía y oídos atentos, mi cara de interés no era fingida. Rylands me lo había dejado en herencia y además resultaba ser su hermano. Quizá Peter me miraba con ojos benévolos y afectuosos por verme a su vez, en parte, como una herencia de Toby, aunque yo no pudiera convertirme en figura sustitutoria de éste, como sí lo era "Wheeler para mí de Rylands. Me faltaba edad, pasado común, agudeza, conocimiento, misterio. Me azoré levemente, no supe qué contestar, así que saqué del bolsillo interior de mi chaqueta el latino peine que me había solicitado.

'Tenga, Peter', dije. 'Un pequeño peine.' Lo miró un segundo con desconcierto, se le habría olvidado ya que lo necesitaba. Luego lo cogió con tiento, lo escudriñó al trasluz (estaba limpio) y se recompuso el cabello lo mejor que supo, no es muy fácil sin espejo y con pequeño peine. La corona le quedó apañada, no así los lados, el aeronáutico viento se los había echado hacia adelante y le invadían rebeldemente las sienes, dándole un aire aún más romano. 'Si me permite', dije. Me entregó sin recelo el peine, con tres o cuatro movimientos rápidos se los amansé del todo, los laterales. Confié en que la señora Berry no nos estuviera observando, me habría tomado por un peluquero loco frustrado.

'Más vale que te des también tú un repaso', dijo Wheeler mirándome a la cabeza críticamente o casi con grima, como si me hubiera puesto un loro en ella. 'Y no sé cómo lo has conseguido, pero te has manchado todo de hierba. Ni siquiera te has dado cuenta', y me señaló la pechera de mi camisa clara, dejando ver que no asociaba mis dos o tres tiznes verdes con mi salvamento de sus viñetas. Entre la noche de fiesta y estudio y copitas, el poco sueño, el afeitado rápido y los avatares al fresco, debía de parecer un pordiosero en las últimas o un hampón caído en desgracia y venido a menos que nada. La chaqueta y los pantalones se me habían arrugado al rodar por el césped. 'Hay que ver', añadió Wheeler, 'igual que un crío.' Sin duda me tomaba el pelo, eso también lo animaba. Pasé dos dedos por el pequeño peine (un gesto mecánico) y luego me desenredé el cabello, adivinando. Cuando terminé se lo sometí a consulta:

'¿Está bien así?', y le mostré teatralmente mis dos perfiles.

'Puede pasar', dijo tras echarme una condescendiente ojeada, como un superior que inspeccionara con prisa el casco de su soldado. Y a continuación volvió a donde estaba justo antes del ataque aéreo, él nunca perdía el hilo a menos que así lo quisiera. Pese a los muchos rodeos, meandros, desvíos, sus trayectos los concluía. '¿Qué pasó con esa campaña?', preguntó retóricamente. 'Fracasó en conjunto, como estaba mandado. A eso nació condenada, irremisiblemente. Bueno, sirvió de algo, sí, claro, de no poco seguramente: la gente tomó conciencia del peligro que se corría por hablar de más, a la mayoría ni se le había ocurrido. Surtió efecto sin duda en muchas tropas y lo principal era eso, al ser ellas las más informadas y las más expuestas a sufrir las consecuencias de los descuidos y excesos verbales. Y por supuesto los mandos, políticos y militares, se anduvieron con gran cuidado. Se incrementó la costumbre de comunicarse en clave, o mediante meros dobles sentidos y transposiciones semánticas, con sinécdoques y metalepsis improvisadas y de andar por casa, y eso ya fue cosa espontánea de la población entera, cada uno dentro de sus ocurrencias y posibilidades. Se creó, se implantó la sugestión de que cualquiera podía estar escuchando con intención enemiga. Sí, puede decirse (y eso ya fue insólito y admirable en sí mismo) que se adquirió plena y colectiva conciencia, por transitoria que fuese, de lo que ilustra la viñeta del marinero y la chica y la posterior secuencia: de que nuestras palabras, una vez soltadas, ya no tienen control posible. Es lo que más deja de pertenecemos, mucho más que nuestros actos, que, por así decir, en nosotros se quedan, buenos o malos, sin que otro pueda apropiárselos más que en los casos flagrantes de usurpación o impostura, que siempre cabe denunciar, abortar, desfacer o desenmascarar, aunque sea tardíamente.' Wheeler dijo 'desfacer' en mi lengua, desde luego, y si no en qué otra. También había dicho en ella 'como estaba mandado' y 'de andar por casa', le gustaba "hacer gala de su español coloquial y de su español libresco, como de su portugués y su francés, supongo, esos tres idiomas los conocía a fondo y tal vez otros, por lo menos tenía nociones de hindi, alemán y ruso, que yo supiera. 'Nada se entrega tanto ni tan cabalmente como las palabras. Uno las pronuncia y al instante se desprende de ellas y las deja en posesión, o mejor dicho en usufructo, de quien se las ha escuchado. Ese puede suscribirlas, para empezar, lo cual ya no es grato porque en cierto sentido se las adueña; o rebatirlas, que no lo es tampoco; pero sobre todo puede transmitirlas a su vez ilimitadamente, citando la fuente o haciéndolas suyas según le convenga, según su decencia o según quiera perdemos y delatarnos, depende de las circunstancias; y no sólo eso, también puede adornarlas, mejorarlas o empeorarlas, tergiversarlas, sesgarlas, sacarlas de contexto, cambiarlas de tono, desplazarles el énfasis y así darles un sentido distinto y hasta fácilmente contrario del que tuvieron en nuestros labios, o cuando las concebimos. Y por supuesto repetirlas con absoluta exactitud, verbatim. Eso era lo más temido durante la Guerra, por eso muchos procuraron hablar sólo con medias palabras, de forma metafórica o nebulosa, con voluntarias imprecisiones o en lenguajes secretos directamente. Muchos aprendieron a decir sin decir, y se acostumbraron a ello.'

'Algo así pasó durante la dictadura de Franco en España, para sortear a la censura', dije yo; Wheeler me había invitado a interrumpirlo con más frecuencia: 'mucha gente pasó a hablar y a escribir de manera simbólica, alusiva, parabólica o abstracta. Había que hacerse entender dentro del oscurecimiento deliberado de lo que se decía. Un sinsentido: camuflarse, velarse, y aun así, sin embargo, pretender el reconocimiento y que fueran captados los mensajes más difusos, crípticos y confusos. La gente no tiene paciencia para las labores de desciframiento. Duró demasiados años, llegó a dar la impresión de no ser transitorio, sino definitivo. Hubo quien ya no pudo desacostumbrarse luego, y fue entonces cuando se quedó callado.'

Wheeler me escuchó, y pensé que si me hacía caso podría desviarse de su trayecto de nuevo. Pero ahora parecía resuelto a seguir con él, bien que a su medido paso:

'Muchos aprendieron a decir sin decir, repitió esa frase; 'pero a lo que no aprendió casi nadie fue a no decir, a callarse, que era lo que se pedía y lo conveniente. Era normal, es natural: ese es un aprendizaje imposible para el común o grueso de los mortales, no te quepa duda, es demasiado exigirles, ir contra su propia esencia, por eso la campaña estaba abocada al más que parcial fracaso. Fue corno si se dijera a la gente: "Bien, no sólo tienen ustedes que soportar la escasez de todo y la penuria y el racionamiento, y padecer los bombardeos de la aviación enemiga sin saber a quiénes tocará no despertar ya mañana ni esta noche quizá siquiera con el aullido de las sirenas, y ver sus casas incendiadas o reducidas a escombros en un instante tras los relámpagos y el estruendo, y sepultarse durante horas en los refugios profundos para no abrasarse en sus calles que aún parecen las de siempre, y sufrir la pérdida de sus maridos e hijos y en todo caso su ausencia y la zozobra mortificante respecto a sus diarias supervivencia o muerte, y subirse a aviones para que los ametrallen según batallan con el aire y hagan ferocidades por derribarlos, y hundirse en submarinos y en destructores y en acorazados bajo las aguas lejanas y llameantes, y asfixiarse o arder en el interior de un tanque, y lanzarse en paracaídas sobre territorio ocupado y recibir el fuego de las baterías o la persecución de los perros luego si llegan a poner pie salvo en tierra, y estallar en pedazos si tienen la mala pero posible suerte de ser alcanzados por un obús o una granada, y afrontar tortura y verdugo si visten por su misión de civiles y los capturan en país prohibido, y combatir cuerpo a cuerpo en el frente con la bayoneta calada, en los campos, en los bosques, en las selvas, en las marismas, en los hielos y en los desiertos, y volarle la cabeza rápido al muchacho que asoma con el casco y el uniforme odiados, e ignorar cada día y la noche si perderán esta guerra y al final habrá sólo servido para que sean cadáveres no recordados o prisioneros perpetuos o esclavos de sus vencedores, y pasar frío y hambre y sed y calor extremos y ahogo y sobre todo miedo, todos miedo y mucho miedo, un continuo pavor al que acabarán por acostumbrarse aunque lleven así ya varios años y nunca llegue ese acostumbramiento…" Sí', añadió Peter tras frenarse en seco y hacer una mínima pausa y luego tomar mucho aliento, 'fue como si se dijera a la gente: "Pues además de todo esto, deben ustedes callarse. Ya no hablen, ya no cuenten, no bromeen, no pregunten ni todavía menos respondan, no a su mujer, no al marido, no a sus hijos, no a su padre ni en modo alguno a su madre, no al hermano ni al mejor amigo. Y a su amor…, a su amor no le susurren ni tan siquiera al oído, no le expliquen con verdades ni con dulzuras ni con mentiras, no le digan adiós, y no le den ni el consuelo de la voz y el verbo, no le dejen en recuerdo ni el rumor de las últimas promesas falsas que siempre hacemos al despedirnos".' Wheeler se detuvo y se quedó repentinamente abstraído, se daba con los nudillos en la barbilla, unos golpecitos suaves, como si estuviera rememorando, pensé, como si a él le hubiera tocado vivir eso, retirarle a su amor las principales palabras, las que desean oírse y las que quieren decirse, las que luego se olvidan tan fácilmente o se confunden con otras o se repiten a otros con idéntica ligereza y la misma alegría, pero que en cada último instante parecen tan necesarias, aunque sean exageradas dulzuras y por lo tanto algo insinceras, es lo de menos eso, en cada instante último. 'Eso vino a ser, o anduvo cerca. No expuesto tan crudamente, no así planteado. Pero así fue entendido por muchos, así lo entendieron y lo asumieron los más pesimistas y desmoralizados, los muy asustados y los muy abatidos y los ya derrotados, y en tiempo de guerra esos suman la mayoría. En el de las guerras indecisas, claro, las que temen perderse a cada minuto con fundamento y siempre penden de un hilo, un día tras otro y una noche tras otra a lo largo de años eternos, las que son de veras a vida o muerte, a exterminio absoluto o a maltrecha y manchada supervivencia. Entre ellas no se cuentan, seguro, todas estas más recientes, la de Afganistán ni la de Kosovo ni la del Golfo, ni la de las Islas Falkland, vaya broma. O Malvinas, como quieras, tendrías que haber visto cuan patéticamente se encendió aquí la gente, quiero decir ante sus televisores, para mí fue muy penoso. En estas guerras de ahora abundan los eufóricos, que asisten complacidos a ellas desde sus sillones en casa. Eufóricamente, sí. Los muy imbéciles. Y criminales. No sé. Pero entonces era demasiado pedir, ¿no te parece? Que la gente lo aguantara todo y además guardara silencio sobre aquello que la atormentaba sin una sola hora de tregua. Ya callaban bastante los incontables muertos.'


'¿Lo hizo usted mismo, guardar silencio?', le pregunté. '¿Le hizo mella la campaña?'

'Claro. A mí y a la mayor parte. En teoría, no creas, fueron muchísimos los que siguieron sus recomendaciones al pie de la letra. Y no sólo en la teoría, sino en la memoria colectiva. Yo digo que fracasó en conjunto y que así había de ser, pero si preguntas a otra gente que vivió esa época, o a quienes la han oído contar de primera mano, o si consultas las referencias a la careless talk en algunos libros, sean de historia, de sociología o de la mezcla de ambas que ahora llaman con ínfulas microhistoria, te encontrarás con que la versión establecida, y aun los recuerdos personales sinceros de todo aquello, coinciden en afirmar y creer que esa campaña constituyó un gran éxito. Y no es que mientan a conciencia y de común acuerdo ni que se equivoquen en masa, sino que el efecto real de algo así no es apenas verificable ni mensurable (¿cómo saber cuántas catástrofes desencadenó la imprudencia o cuántas evitó el sigilo?), y cuando las guerras acaban ganándose (no digamos si con todo en contra), se hace fácil, casi inevitable, pensar retrospectivamente que cuantos esfuerzos se llevaron a cabo fueron abnegados y vitales y heroicos, y que todos y cada uno contribuimos a la victoria. Ya que tan mal lo pasamos y nos devoró tanto la incertidumbre, contémonos al menos el cuento que más nos alivie el luto y nos compense de los sufrimientos. Oh sí, ya lo creo, hubo millones de bienintencionados británicos que se tomaron muy en serio las advertencias y las consignas, y que creyeron aplicárselas escrupulosamente en la práctica: así lo creyeron en sus conciencias, y algunos en verdad las cumplieron, sobre todo las tropas y los políticos y los funcionarios y los diplomáticos, ya te he dicho. Y desde luego yo mismo, pero sin mérito: ten en cuenta que entre 1942 y 1946 sólo permanecí en Inglaterra durante temporadas nunca muy largas, cuando venía de permiso o con alguna encomienda específica que no solía demorárseme, mi principal lugar estaba lejos, mi puesto demasiado variable. Como has leído en el Who’s Who, anduve por los sitios más diversos en esos años, y en funciones que ya llevaban aparejados o incorporados el secreto, la discreción, la cautela, el fingimiento, el engaño, la traición si se terciaba (obligadamente), y por supuesto el silencio. Yo jugaba con ventaja, a mí no me costaba nada observar este último a rajatabla. Es más, quizá por estar tan alerta siempre, allí donde me destinaran, se me hacía más perceptible lo que le pasaba en general a la gente, aquí en casa, en la retaguardia. La campaña fue también una tentación tremenda, cómo decir, para la población entera: tan descomunal como inadvertida, tan irresistible como inconsciente, tan imprevista como sibilina.'

'¿A qué se refiere, Peter? No entiendo.'

'Los ciudadanos, Jacobo, los de cualquier nación, la mayoría inmensa, normalmente no tienen nada que contar de verdadero valor para nadie. Si uno se para a pensar por la noche en lo que le han dicho o contado a lo largo del día las muchas o pocas personas con las que haya hablado (y su grado de cultura y saber es indiferente), verá que rara es la fecha en la que haya oído algo de verdadero valor o interés o discernimiento, dejando de lado los detalles y cuestiones meramente prácticos e incluyendo por supuesto, en cambio, cuanto le haya llegado desde un periódico, la televisión o la radio (otra cosa es si ha leído uno de un libro, y también depende). Casi todo lo que decimos y comunicamos todos es filfa, es relleno, es superfluo, es vulgar, aburrido, intercambiable y trillado, por mucho que sea "nuestro" y que la gente, como se repite ahora con cursilería extrema, "sienta la necesidad de expresarse". Nada habría variado apenas de no haberse expresado los millones de opiniones, sentimientos, ideas, hechos y noticias que en el mundo se expresan y relatan a diario.' (Huelga señalar que Wheeler recurrió a mi lengua para esa palabra, 'cursilería', que no tiene equivalente exacto en ninguna otra.) '"Hablando se entiende la gente", decís en español a menudo. "Hablar es bueno", suele afirmarse, en diferentes situaciones y contextos. Sólo faltaba que los psicólogos y similares metieran esa noción absurda en la cabeza de los parlantes para que éstos dieran rienda aún más suelta a lo que siempre fue su natural tendencia. Hablar no es en sí bueno ni malo, y en cuanto a entenderse haciéndolo, bueno, en tanta medida es fuente de conflictos y malentendidos como de armonía y entendimiento, de injusticias como de reparaciones, de guerras como de armisticios, de crímenes y traiciones como de lealtades y amores, de condenas como de salvaciones, de ofensas y furias como desconsuelos y apaciguamientos. Hablar es en todo caso el mayor malgasto de la población entera, sin distinción de edad, sexo, clase, riqueza ni conocimientos, el desperdicio por antonomasia. Casi nadie dispone de nada para decir que sus posibles oyentes considerasen en verdad apreciable, digno de atender, o no digamos de ser comprado, ¿quién paga por lo que es gratis siempre salvo en contadísimas excepciones, y aun a veces es obligado? Y sin embargo, extrañamente, con todo, la mayoría se empeña en hablar sin parar, y además a diario. Es asombroso, Jacobo, si se molesta uno en pensarlo: los hombres y las mujeres explican y cuentan sin cuento y también se explican hasta la saciedad así mismos, buscando a quien los escuche o imponiendo sus discursos si pueden, el padre a los hijos, el maestro a los discípulos, el párroco a sus feligreses, el marido a la mujer y la mujer al marido, el comandante a sus tropas y el jefe a sus subalternos, el político a sus partidarios y aun a la nación congregada, las televisiones a sus espectadores, los escritores a sus lectores y hasta los cantantes a sus adolescentes, que encima les corean sus estribillos, para mayor tributo. También los pacientes a sus psiquiatras, sólo que aquí la índole de la relación es reveladora, se trata de una transacción muy clara: cobra quien escucha, paga quien habla. Desembolsa quien raja, se retrata quien larga.' (Y estos cuatro últimos verbos fueron españoles de nuevo. Pensé en una amiga mía de Madrid, la Doctora García Mallo, psicoanalista muy sabia: le recomendaría aumentarse los honorarios sin la menor mala conciencia.) 'Esa es una relación ejemplar, sería la apropiada en el fondo, para todas las ocasiones. Pues que escuchen de buen grado nunca hay muchos, no sobran, más que nada porque son infinitos más los que aspiran a la trinchera contraria, esto es, a decir ellos y a ser oídos por tanto. En realidad, si te fijas, hay una permanente y universal disputa por hacerse con la palabra: en cualquier lugar concurrido, privado o público, hay decenas si no centenares de voces incontenibles pugnando por prevalecer o por abrirse paso, y el desideratum de cada una de ellas sería elevarse por encima de las demás y acallarlas: ya lo intentan, en la medida de lo tolerable. Da lo mismo que sea una calle que un mercado que el Parlamento, la única diferencia es que en el último se establecen turnos y se conmina a quienes aguardan a fingir que atienden; da lo mismo que sea un pub que un té en casa aristocrática, sólo varían la intensidad y el tempo, en la segunda se va poco a poco, se disimula un rato hasta adquirir confianza para explayarse como en la taberna, aunque con el diapasón más bajo. Y bastan cuatro personas en torno a una mesa para que al menos dos rivalicen por llevar la voz cantante. Yo hice bien en ser profesor: durante,.muchos años gocé sin lucha del enorme privilegio de no verme interrumpido por nadie, o no sin mi consentimiento previo. Y aún gozo de él en mis libros y artículos. No otro es el espejismo de cuantos escribimos, creer que se abren nuestros volúmenes y que se recorren de cabo a rabo, contenido el aliento y con poca pausa. Lo es y lo ha sido de todos, no lo dudes, yo lo sé por experiencia ajena y también por propia, y a ti te falta esta última que yo sepa, no te imaginas lo bien que has hecho en no dejarte tentar por la escritura. Esa es la idea ilusoria de esos novelistas que lanzan sus varios e inmensos tomos llenos de aventuras y reflexiones desmesuradas, como vuestro Cervantes, Balzac, Tolstoy, Proust, o aquel pesado cuádruple de Alejandría que tanto estuvo de moda o nuestro Tolkien de Oxford (él sí era sudafricano de nacimiento, ¿sabes?), cuántas veces me lo crucé en Merton College o lo vi tomándose algo en The Eagle & Child con Clive Lewis al caer la tarde sin que ninguno sospecháramos lo que iba a ocurrir con sus tres entregas tan excéntricas por entonces, él aún menos que nosotros, sus muy escépticos colegas; y la de esos poetas torrenciales que tanto meten y concentran en cada una de sus engañosas líneas que se aparecen tan cortas, como Rilke y Eliot, o antes Whitman y Milton y antes vuestro gran Manrique; y la de esos dramaturgos que pretenden, tener a los espectadores sentados durante cuatro o más horas, como el propio Shakespeare en Hamlet y en Enrique IV: claro que en su tiempo muchos estaban de pie y entraban y salían del teatro como si nada y cuantas veces se les antojara; también la de esos cronistas y diaristas y memorialistas como Saint-Simon, Casanova, vuestro Inca Garcilaso, vuestro Bernal Díaz o nuestro ilustre Pepys, que no se hartan nunca de entintar hojas como maniáticos; y la de esos ensayistas como el incomparable Montaigne o como yo mismo (salvando todas las insalvables distancias, te lo suplico), que nos figuramos ingenuamente, mientras redactamos, que alguien tendrá la milagrosa paciencia de tragarse cuanto queramos soltarle sobre Henrique el Navegante, imagínate qué locura, mi último libro sobre él tiene cerca de quinientas páginas, una descortesía, un abuso. ¿Lo has leído ya, por cierto?'

'Todavía no, Peter, le ruego que me disculpe, lo siento en el alma. Me cuesta mucho concentrarme en la lectura últimamente', le contesté, y no le mentía. 'Pero cuando me ponga, descuide, me lo leeré de la cruz a la fecha, conteniendo todo el rato el aliento y sin apenas pausa, estoy seguro de ello', añadí sonriéndole y en tono de leve y afectuosa chanza, y él sonrió un poco también con la mirada rápida, sus ojos eran más jóvenes que su figura en conjunto. Y a continuación le pregunté: '¿Cuál fue esa tentación? La que la campaña contra la careless talk trajo consigo. Me hablaba de eso, ¿no?, o iba a hacerlo'.

'Ah sí. Así me gusta, que sigas mis instrucciones y me ates corto.' Y esa respuesta suya encerraba también algo de guasa. 'Nadie se dio cuenta al principio, pero la tentación era muy simple, y nada sorprendente en el fondo: verás, a esa población que no tiene mucho imprescindible ni codiciable que contar normalmente, se le comunicó de pronto que su lengua, sus charlas y su natural verborrea podían constituir un peligro, y se la instó a llevar cuidado con lo que hablara y a mirar dónde, cuándo y ante quiénes lo hacía; se la advirtió de que casi cualquiera podía ser un espía nazi o un sobornado al acecho de sus palabras, como se ilustra en la viñeta de las dos amas de casa que viajan en metro o en la de los jugadores de dardos. Y esto vino a ser, date cuenta, como si a los ciudadanos se les dijera: "En la mayoría de los casos ustedes no saben cuáles, pero de sus labios pueden salir cosas importantes, cruciales, que por consiguiente mejor sería que no fueran proferidas nunca, en ninguna circunstancia. Ustedes ignoran qué, pero entre la mucha morralla que sueltan sus bocas a diario, algo puede haber de valor, y de valor inmenso para el enemigo. En contra de lo habitual, esto es, del general desinterés de los más por lo que ustedes insisten en contar y explicarles, es probable que ahora haya entre nosotros oídos interesadísimos en prestarles toda la atención del mundo, y aun en sonsacarlos. Mejor dicho, los hay seguro: son muchos los paracaidistas alemanes que han ido cayendo sobre suelo británico en estos últimos tiempos, y están todos bien preparados, entrenados especialmente para engañarnos, saben nuestra lengua como si fueran nativos de Manchester, de Cardiff o de Edimburgo, y conocen nuestras costumbres porque no pocos vivieron ya aquí en el pasado o son medio ingleses, por parte de padre o madre, aunque hoy hayan optado por la peor de sus dos sangres. Aterrizan o desembarcan faltos de escrúpulos y provistos de armas, y de documentos falsos de imitación perfecta, y si no se los procuran rápido sus cómplices aquí en las Islas, muchos de ellos compatriotas cabales nuestros, tan británicos como nuestros abuelos, y también estos traidores están pendientes de sus palabras, a ver qué pescan y transmiten a sus jefes de carnicería, a ver si algo se nos escapa. Así que ándense todos con ojo: de su chachara irresponsable o de su leal silencio pueden depender los destinos de nuestra aviación, nuestra flota, nuestras tropas de tierra, nuestros prisioneros y nuestros espías. Tal vez no en su mano, pero sí en su lengua, esté la suerte de esta guerra que ya nos ha costado tanta sangre, denuedo, lágrimas y sudores".' (Wheeler citó en el debido orden, sin olvidar el 'toil' que se omite siempre.) '"Y sería imperdonable que acabáramos perdiéndola por un desliz suyo, por una evitable imprudencia, porque uno cualquiera de nosotros fuera incapaz de morderse y sujetar su lengua". Así se veían las cosas, el país plagado de agentes nazis con el oído aguzado, dedicados a la escucha furtiva' (y aquí Wheeler empleó un verbo inglés difícilmente traducible, 'to eavesdrop'), 'no sólo en Londres y en las ciudades grandes sino en las pequeñas y en las aldeas y desde luego en las costas y hasta en los campos. Los pocos alemanes y austriacos antinazis que se habían exiliado aquí ya años antes, tras la subida al poder de Hitler, no lo pasaron muy bien, supe de Wittgenstein, por ejemplo, que llevaba en Cambridge media vida, o conocí al gran actor Anton Walbrook y al escritor Pressburger y a aquellos magníficos eruditos del Arte del Instituto Warburg, a Wind, a Wittkower, a Gombrich, a Saxl, y también a Pevsner, y algunos de sus vecinos de siempre comenzaron de pronto a recelar de ellos, los pobres, eran ciudadanos británicos y los más interesados de todos, probablemente, en la derrota del nazismo. Fue en esa época cuando se instauró aquí por primera vez un documento oficial de identidad, en contra de nuestra tradición y nuestra preferencia, para dificultarles las cosas un poco más a los alemanes que se nos infiltraban. Pero la gente lo perdía, desacostumbrada a llevarlo, y tanta aversión se le tuvo que el carnet en cuestión se suprimió más tarde, hacia 1951 o 52, para aplacar el descontento que su obligatoriedad provocaba. Me ha dicho Tupra que se habla ahora, en las alturas, de implantar algo parecido de nuevo junto con sus demás medidas inquisitoriales, esos mediocres que nos gobiernan con espíritu tan totalitario y a los que la matanza de las Torres Gemelas está dando poco menos que carta blanca. Espero que no se salgan con la suya. Por mucho que se empeñen, tampoco ahora estamos en verdadera guerra, no en una de incertidumbre y dolor constantes. Y aunque no seamos ya muchos los vivos que participamos activamente en la Segunda Mundial, para nosotros es una ofensa y una burla grave lo que en nombre de la seguridad, oh prehistórico pretexto, se proponen hacer e imponer estos tontos a la vez pusilánimes y autoritarios. No luchamos contra quienes querían controlar todos y cada uno de los aspectos de la vida de los individuos para que ahora vengan nuestros nietos a dar taimado pero cabal cumplimiento a las fantasías chifladas de los enemigos que ya vencimos. No sé, en fin, sea como sea yo no lo veré mucho tiempo, de todas formas, por suerte.' Y Wheeler volvió a mirar hacia la hierba mientras murmuraba estas expresiones superfluas, o quizá fue hacia las varias colillas que yo había ido arrojando al suelo y aplastando con mi zapato. Esta vez recuperó el trazo solo, en seguida: '¿Cuál fue el resultado de decirles todo aquello a los ciudadanos de entonces? Se encontraron en una situación extraña, tal vez hasta paradójica: podían poseer información valiosa, pero la mayoría ignoraba si así era en efecto y también cuál diablos era, en caso afirmativo; asimismo ignoraban para quién de su entorno podía serlo, para qué allegados o conocidos o si para alguno, lo cual traía como consecuencia que nunca pudieran descartar a nadie como potencial peligro; sabían, por último, que si se daban esos dos factores o elementos, por lo demás incomprobables siempre -esto es, su inconsciente posesión de una información valiosa y la vecindad de un enemigo encubierto que se la arrancase o por casualidad se la oyese-' (y aquí apareció otro verbo de la misma gama sin exacto equivalente en mi lengua, 'to overhear'), 'la conjunción podía tener una trascendencia enorme y ser causa de calamidades. La idea de que lo que uno diga, hable, comente, mencione o cuente pueda tener importancia y hacer daño y ser codiciado por otros, aunque sea por el Demonio con sus innumerables huestes, resulta irresistible para la mayoría; y así se juntaron y convivieron en la mayoría las dos tendencias enfrentadas, contradictorias, adversas: una, a callarlo todo siempre, hasta lo más anodino e inocuo, para ahuyentar cualquier amenaza y también toda sensación de culpa, o de haber podido incurrir en alguna espeluznante falta; otra, a contarlo y hablarlo todo ante todos y en todas partes (cuanto cada uno supiera o hubiera oído, las más de las veces bisutería, insignificancias, nada), para así probar la aventura o su espectro y experimentar el riesgo, y también el escalofrío desconocido y nuevo de la importancia propia. De qué sirve tener algo valioso si no se pasea y se exhibe y aun se restriega a los otros, de qué algo codiciable si no se palpa la codicia ajena o se siente su posibilidad al menos y el peligro de que se lo arrebaten, de qué un secreto si alguna vez no se cuenta y se lo traiciona. Sólo así puede calibrarse la verdadera medida de su horribilidad y su prestigio. Antes o después uno se cansa de pensar siempre a solas: "Ay si ellos supieran, ah si él se enterara, oh si ella tuviera conocimiento de lo que yo me guardo". Y antes o después llega el momento de sacarlo fuera, de desprenderse, entregarlo, aunque sea una sola vez y a una sola persona, antes o después nos pasa a todos. Pero como los ciudadanos no sabían diferenciar (con excepciones) qué era oro y qué baratijas, muchos lo ponían todo sobre el mostrador o la mesa con un placentero estremecimiento, ilusionados, atraídos por la perspectiva de que delante hubiera algún espía maligno, y cruzando a la vez los dedos y rogando al cielo por qué no lo hubiera, ni tampoco nadie que se lo transmitiera, quiero decir su atolondrado o confuso cuento. Y nada tan emocionante como que algún compatriota más responsable y entero les chistara entonces y les reprochara su ligereza, porque eso era señal casi inequívoca, para el hablador, de que se había adentrado en el territorio prohibido de lo grave y con significación y peso, que nunca antes habría hollado. Esa excitación temerosa, la de aventurarse a un perjuicio exponiendo a él de paso a la nación entera, la ilustra la viñeta del señor que telefonea desde una cabina asediada por pequeños Führers, y también el tercer recuadro, más que el segundo, de la que se inicia con el marinero y su novia, ahí las tienes. En su mayoría las personas, inteligentes o bobas, respetuosas o desconsideradas, vitriólicas o bondadosas, se parecen mucho, bastante o algo a esa joven del pelo castaño recogido en alto: por lo general escuchan con asombro y con gozo, aunque sea terrible lo que se les comunica, porque sobre ello se impone (y es por eso por lo que se dignan prestar atención, breve y ocasionalmente, porque se imaginan ya contándolo) el anticipado placer de dar ellas a su vez la noticia, así sea repugnante, espantosa, o suponga un disgusto enorme, y de suscitar en otros la misma reacción que se provoca ahora en ellas. En el fondo sólo nos interesa e importa lo que compartimos, lo que traspasamos y transmitimos. Queremos sentirnos parte de una cadena siempre, cómo decir, víctimas y agentes de un inagotable contagio. Y es ese el mayor contagio y el que está al alcance de todo el mundo, el que nos traen las palabras, el de esta plaga del hablar que también a mí me aqueja, ya ves lo que me sucede, cómo me embalo en cuanto me soltáis el cable. Por eso cuánto más mérito tienen los que alguna vez se negaron a seguir esa predominante inclinación nuestra. Y aún cuánto más mérito aquellos a los que se interrogó brutalmente y sin embargo nada dijeron, no soltaron prenda. Aunque la vida les fuera en ello, y la perdieran.'

Oí el piano desde la casa, música de fondo para el río y los árboles, para el jardín y la voz de Wheeler. Una sonata de Mozart tal vez, o podía ser de un Bach, Johann Christian, maestro suyo y pobre genial hijo del genio, había vivido en Inglaterra muy largo tiempo y allí se lo conoce de hecho como 'el Bach de Londres' y se lo interpreta a menudo y se lo recuerda, un alemán inglés como los del Instituto Warburg y aquel admirable actor vienes que se había llamado primero Adolf Wohlbrück y que también se desprendió del nombre, y como el Comodoro Mountbatten que fue Battenberg en su origen, británicos postizos todos, ni Tolkien se libraba de eso. (Y como mi compañero Réndel, también era él un inglés austriaco.) La señora Berry habría acabado con sus quehaceres todos y se entretenía hasta ver la hora de avisarnos para el almuerzo. Tocaba ella y tocaba Wheeler; ella con energía, a él rara vez lo había visto u oído hacerlo, recordaba una ocasión en que quiso que conociera un himno titulado Lillabullero o Lilliburlero o algo así españolizante, el piano no estaba en el salón sino en el piso de arriba, en un cuarto por lo demás vacío, nada podía hacerse en él excepto sentarse ante el instrumento. Pudo ser la música alegre, por el contraste, o sus lamentosas frases directamente, pero Wheeler pareció muy fatigado de pronto, se llevó una mano a la frente y dejó caer ésta con todo su peso, fiándolo al codo apoyado sobre la mesita cubierta por su lona de faldones sobrantes. 'Así llevamos los siglos', pensé mientras aguardaba a que prosiguiese o bien pusiera fin a la charla, temí que pudiera decidir esto último, había adquirido demasiada conciencia de sus parrafadas, y le vi cerrar los ojos como si le escocieran, aunque sus dedos sobre la frente medio se los ocultaban. 'Así llevamos los siglos y así nada cede ni se acaba nunca, todo se contagia, nada nos suelta. Y ese todo se va escurriendo como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa, sólo que es nieve que viaja en el tiempo y más allá de nosotros, y que quizá nunca se para.'

'Andreu Nin la perdió, por ejemplo', dije por fin, todavía flotaban en mi cabeza los improvisados estudios de mi noche tan estirada. 'Andrés Nin', insistí al notar el desconcierto de Wheeler, lo noté pese a que no cambió aún de postura, continuaba inmóvil y como desfallecido. 'El no habló, no contestó, no dio nombres ni dijo nada. Nin, mientras lo torturaban. Le costó la vida, aunque seguramente habrían acabado quitándosela de todas formas.' Pero Wheeler seguía sin comprender, o no quería ya más bifurcaciones:

'¿Eh?', acertó a proferir, y vi que abría los ojos, un brillo de estupefacción, como si me juzgara trastornado, esto a qué viene. Su mente estaba demasiado lejos de Madrid y Barcelona en la primavera del 37, era posible que lo que hubiera vivido en España, lo que quisiera que fuese, se le hubiera quedado en poco tras lo que le vino luego, desde el verano tardío del 39 hasta la primavera del 45, o podía ser que hasta más tarde en su caso. Así que probé entonces a volver al país que pisábamos, a Oxford, a Londres (a veces se me olvidaba que tenía ochenta y muchos años; o más bien lo olvidaba continuamente, y era sólo a veces cuando lo recordaba):

'Entonces fue contraproducente, la campaña', dije.

Se destapó el rostro con gesto lento y se lo vi fresco de nuevo, era admirable cómo se recobraba y recomponía tras sus momentos bajos o de cansancio o de obstrucción del habla, solía ser el interés -su maquinadora cabeza, o el afán de decir u oír algo, todavía algo- lo que lo reavivaba. O el humor también, una ironía, un donaire, una gracia.

'No exactamente', me contestó con los ojos un poco guiñados, como si el escozor le perdurara. 'Sería mucho simplificar, además de injusto, afirmar eso. Porque lo que no hubo apenas fue malicia en la gente, no fue eso, ni siquiera en los más indiscretos y jactanciosos, en los más botarates.' Y esta última palabra le salió en español, a veces se le notaba que llevaba tiempo sin pisar mi país, ese es un término que aquí ya no se oye, como otros del mismo estilo, por razones obvias: cuando en una sociedad predominan los mentecatos, los majaderos, los botarates y los mamarrachos, pierde sentido que nadie llame así a nadie. 'Y también los hubo que se convirtieron en tumbas. Andantes, ahora no me refiero a los muertos: personas escrupulosas, voluntariosas, con un sentido fuerte del deber, muy tenaces, que se sellaron los labios sin vacilar, aunque nadie fuera a enterarse de su actitud obediente ni a felicitarlas por ello. Fueron muchísimos pero quizá no tantísimos, era una consigna muy difícil de cumplir, casi descabellada, "No habléis, ni un murmullo, un susurro, nada, porque os pueden leer los labios, así que olvidad la lengua".' ('Calla, y entonces sálvate', cruzó eso por mi pensamiento, y también, un segundo, si habría hablado o callado mi tío Alfonso, no lo sabríamos nunca.) 'Si digo que la campaña fracasó en conjunto no es porque la gente no estuviera dispuesta a seguirla, lo estuvo en su mayor parte; y sirvió, sirvió para que se adquiriera una general conciencia de que no estábamos solos sino tan acompañados como los actores en el teatro; y de que fuera de los focos, en penumbra, sombra o tiniebla, teníamos un nutrido, atentísimo y memorioso público, por invisible o irreconocible y disperso que fuera, compuesto por espías, escuchas furtivos' (aquí el vocablo fue de mala traducción de nuevo, 'eavesdroppers'), 'quintacolumnistas, confidentes y descifradores profesionales; de que cada palabra que nos captaran podía ser mortal para nuestra causa, lo mismo que resultaban vitales las que nosotros robáramos al enemigo. Pero a la vez esa campaña -y de ahí su fracaso obligado pese a sus indiscutibles beneficios y logros- incrementó, inevitable e increíblemente, el número de incontinentes verbales, de grandísimos bocazas. Y así como muchos que hasta entonces habían hablado con naturalidad y despreocupación aprendieron a pensárselo dos veces como recomendaba una de las viñetas, también muchos que hasta entonces habían permanecido callados o por lo menos lacónicos, inhibidos o taciturnos, no por gusto ni por prudencia sino en la idea de que cuanto ellos pudieran contar y decir resultaría indiferente, indigno de interesar a nadie y de nula consecuencia, ahora no se vieron capaces de resistir a la tentación de sentirse peligrosos y censurables, una amenaza, merecedores de atención por ello y en cierto modo protagonistas cada uno en su ámbito, aunque las más de las veces ese protagonismo fuera sólo algo loco, irreal, ilusorio, ficticio, desiderativo. Pero se pusieron a hablar como cotorras, eso es lo cierto en todo caso; a darse importancia y a hacerse los enterados, y el que se finge esto último también acaba por procurar estarlo, en la medida de sus posibilidades, un espía más, gratuito y añadido. Y tanto si lo consigue como si no, lo que también es cierto es que todo el mundo sabe algo siempre, incluso cuando no sabe que sabe ni en verdad se imagina que en efecto sepa algo. Pero hasta el hombre más huidizo y solitario que en toda su jornada sólo gruñe a su casera si es que se cruza con ella, y hasta la mujer más atolondrada u obtusa y con menos capacidad intelectiva, y hasta el niño menos curioso o sociable y más ensimismado del reino, todos siempre saben algo, porque las palabras, el voraz contagio, se esparcen sin necesidad de ayuda y venciendo cualquier obstáculo, y se extienden y penetran más, mucho más, indeciblemente más de lo que puede nunca figurarse uno solo, es decir, nadie. Y bastan un oído detectivesco y sagaz y una mente asociativa y dañina para distinguir y aprovechar ese algo, y para exprimirlo. De eso sí que estaban al tanto los responsables de la campaña, de que todos sabemos de algunos efectos y de algunas causas, aunque sean inconexos. ¿Qué información valiosa, insisto, podían tener en principio las dos señoras del metro o ese hombre tan llano y común, con gorra, que dice "Lo que yo sé… para me lo guardo"? Y sin embargo también se dirigieron a ellos, a sus iguales, también trataron de convencerlos de que olvidaran su lengua. Tarea vana la de abarcar a todos, ¿no te parece? Y siempre un esfuerzo más bien baldío, porque ningún resultado parcial va a compensarlo.'

Wheeler se detuvo y señaló mi paquete de cigarrillos, solicitándome uno. Se lo alcancé, se lo ofrecí, se lo encendí en seguida. Dio unas caladas y miró con extrañeza la brasa temiendo que no hubiera prendido, desacostumbrado sin duda a humos tan flojos e insípidos como los que yo suelo llevar encima.

'¿Y qué tuvo que ver usted en todo eso?', me atreví a preguntarle.

'Nada. En eso nada o fui uno más, privilegiado. Ya te he dicho que anduve por lugares menos castigados que Londres, para mi mala conciencia, durante buena parte de aquellos años. Pero sí en lo que eso trajo pronto, indirectamente: la formación de aquel grupo. Cuando la gente del MI6 y del MI5 se percató de lo que sucedía con demasiada frecuencia, de lo que hoy llamaríamos aquel efecto colateral de la iniciativa, y contrario a ella, a alguien se le ocurrió sacarle partido al menos, o volverlo un poco en favor nuestro, ponerlo un poco a nuestro servicio. Quien quiera que fuese -Menzies, Vivian, Hollis o el mismísimo Churchill, qué más da-, vio que con sólo escuchar debidamente y dejar hablar a la gente deseosa de hablar y de ser escuchada (y aun ni eso era necesario a veces), y observarla con sagacidad, capacidad deductiva, atrevimiento interpretativo y talento asociativo, esto es, con cuanto se les suponía y aun concedía a los alemanes expertos que se nos infiltraban y a los ocultos pronazis que estaban ya en nuestro suelo desde el principio, podía conocerse el fondo o la base de las personas, casi lo esencial de ellas; saberse para qué valían y para qué no y hasta dónde era posible fiarse, cuáles eran sus características y cualidades, sus defectos y limitaciones, si su espíritu era resistente o frágil, corrompible o insobornable, acobardado o intrépido, traicionero o leal, impermeable o sensible al halago, egoísta o desprendido, arrogante o servil, hipócrita o franco, resuelto o dubitativo, pendenciero o manso, cruel o piadoso, todo, cualquier cosa, todo. También podía saberse de antemano quién sería capaz de matar a sangre fría y quién de dejarse matar si se hacía preciso o se le ordenaba, aunque esto último es siempre lo más difícil de asegurar en todos; quién se echaría atrás y quién daría cualquier paso adelante, hasta el más demente; quién delataría, quién respaldaría, quién enmudecería, quién se enamoraría, quién envidiaría o sentiría celos, quién nos abandonaría a la intemperie o nos cubriría siempre. Quién podría vendernos; y quién caro y quién barato. Puede que las personas que hablaban rara vez contaran nada muy grave ni interesante, pero acababan por decirlo casi todo sobre ellas mismas, hasta cuando fingían. Eso fue lo que comprobaron. Eso es lo que sigue ocurriendo hoy en día, y es eso lo que sabemos.'

'Pero las personas no son de una pieza', dije yo. 'Dependen de las circunstancias, de lo que les toque, y además van cambiando, se estropean o mejoran o se confirman. Mi padre suele decir que, de no haber habido una guerra como la que tuvimos, la mayoría de los individuos que cometieron vilezas durante su transcurso, o a su conclusión y más tarde, habrían tenido seguramente una vida decorosa, o al menos sin grandes manchas; y nunca habrían averiguado de lo que eran capaces, para su suerte y la de sus víctimas. Mi padre fue una de éstas, usted lo sabe.'

'Sí, las personas no son de una pieza, Jacobo, y tu padre está en lo cierto. Y nadie es para siempre así o de esta manera, quién no ha visto asomar de pronto en alguien querido un alarmante e inesperado rasgo (y entonces se le hunde a uno el mundo); siempre hay que estar alerta y nunca dar por definitivo nada; o no todo, mejor dicho, porque algunas cosas sí son sin vuelta. Y sin embargo, sin embargo: también es cierto que desde el principio vemos, en otros y en nosotros mismos, mucho más de lo que nos reconocemos. Ya te he dicho que el mayor problema es que no solemos querer ver, no nos atrevemos. Casi nadie se atreve a mirar de veras, y menos aún a confesarse o contarse lo que ve de veras, porque a menudo no es grato lo que se contempla o vislumbra con esa mirada que no se engaña, con la más profunda que no se conforma nunca con atravesar todas las capas, sino que después de la última todavía insiste. Es así generalmente, tanto en lo que se refiere a los otros como a uno mismo, y la mayoría necesita engañarse y ser un poco optimista para seguir viviendo con algo de confianza y calma, yo no sólo lo comprendo sino que a lo largo de mis numerosos días he echado eso muchísimo en falta, el sosiego y la confianza: es desagradable y áspero, vivir sabiendo y no esperando. Pero mira: lo que se planteó o se propuso ese grupo fue justamente averiguar de qué serían capaces los individuos con independencia de sus circunstancias y conocer hoy sus rostros mañana, por así decir: saber ya desde ahora cómo serían en el mañana esos rostros; y averiguar, por citar tus palabras o las de tu padre, si una vida decorosa lo habría sido de todas formas o lo era sólo de prestado, es decir, porque no se había presentado ninguna oportunidad de ensuciarla, ninguna amenaza seria de imborrable mancha.' ('No le he preguntado aún por la mancha', me acordé de pronto, 'la de anoche que limpié en la escalera, en lo alto'; pero en seguida pensé que tampoco era aquel el momento, ni la veía ya tan clara en mi mente.) 'Eso puede saberse, porque los hombres llevan sus probabilidades en el interior de sus venas, y sólo es cuestión de tiempo, de tentaciones y circunstancias que por fin las conduzcan a su cumplimiento. Puede saberse. Con equivocaciones, claro, pero con muchos aciertos. En todo caso se trabaja sobre una base, aunque el principal punto de apoyo consista siempre en una apuesta.' ('Tiene razón en eso', pensé: 'yo creo saber quiénes vendrían a fusilarme si un día estallara otra Guerra Civil en España, cruzo los dedos y toco madera y toco hierro; o a pegarme un tiro en la sien sin preámbulos, como a mi tío Alfonso. Demasiados amigos han desbaratado la confianza que puse en ellos, y el que es desleal con uno nunca le perdona a uno el haberle fallado; y cuanto mayor la traición, mayor es en mi país la ofensa del traicionado y siente el traidor mayor agravio. En cuanto a los enemigos, es quizá lo único en lo que allí jamás se ha sido pobre, y a casi ninguno nos faltan'.) 'Lo que resultó inesperadamente difícil fue encontrar a quienes supieran ver, interpretar, aplicar esa mirada con desapasionamiento y serenidad suficientes, sin dar palos de ciego ni tampoco de tuerto.' (Wheeler iba recurriendo a expresiones y palabras en castellano con cada vez más frecuencia, sin duda le gustaba hacer visitas relámpago a esa lengua, no tenía ya tanta oportunidad de hablarla.) 'Ya entonces era un don raro, y pronto se vio que las personas así escaseaban mucho más de lo que pudo preverse en el primer instante, cuando se improvisó el grupo o se creó con prisa y a salto de mata; su misión inicial y urgente (derivó o se amplió más tarde) era descubrir en plena guerra no ya a espías y confidentes de ellos y también a posibles nuestros (quiero decir a mujeres y hombres que nos pudieran valer para eso), sino además a las presas fáciles o propiciatorias de aquéllos, los charlatanes que no resistían las tentaciones y cuya predisposición al diálogo era imprudente siempre; y eso tanto en nuestro territorio como en cualquier otra retaguardia y en los lugares neutrales, en todas partes había espías y confidentes y pardillos y bocazas, hasta en Kingston, te lo aseguro, me refiero a Kingston, Jamaica, no a estos de por aquí cerca, sobre el Hull y sobre el Támesis. Y en La Habana también, por supuesto.' ('Así que en el Caribe fueron Cuba y Jamaica', me detuve a pensar un instante sin poder evitar registrar el dato con conciencia plena. 'Qué le mandarían hacer a Peter en esos sitios'.) 'En aquel tiempo demasiados británicos habían desarrollado un espíritu inquisitorial o una mentalidad paranoide o ambas cosas, y en su suspicacia estaban dispuestos a denunciar a todo bicho viviente y a avistar a nazis hasta en el espejo justo antes de reconocerse a sí mismos, así que no servían. Luego estaba la gran y distraída masa, la que suele vér"póc6 y no observa nada y distingue todavía menos, la que parece llevar permanentemente orejeras prietas en los oídos y sobre los ojos venda, o antifaz de ranuras mal descosidas y estrechas, en el mejor de los casos. Luego estaban los alocados y frívolos y entusiastas, que con tal de sentirse partícipes de algo útil e importante (no con mala voluntad algunos, pobres), no tenían el menor empacho en soltar el primer disparate que se les pasara por la cabeza, para ellos dictaminar era como arrojar unos dados, todas sus consideraciones sin validez y sin fundamento. Por último estaban los muchos que, al igual que hoy sucede, tenían verdadera aversión, más aún, pánico a la arbitrariedad y a la posible injusticia de sus pareceres: los que preferían no pronunciarse nunca, agarrotados por la responsabilidad y por su invencible temor al yerro, esos que se preguntaban angustiados ante cada rostro: "¿Y si este hombre al que yo encuentro de fiar y honrado resulta ser un agente enemigo y por mi torpeza mueren compatriotas míos, muero yo mismo?" "¿Y si esta mujer que yo veo tan sospechosa y turbia es del todo inofensiva y la conduzco a su perdición con mi precipitado juicio?" No eran capaces ni de orientarnos. Así que parece tonto, pero en seguida se comprobó que no había mucho donde elegir, con un mínimo de confianza. Hubo que peinar el reino a toda velocidad para reclutar a unos cuantos, no más de veinte o veinticinco aquí, en Inglaterra, más unos pocos dispersos allí donde nos encontráramos, y cuando veníamos nos incorporábamos. La mayoría provino de los propios Servicios Secretos, del Ejército, algunos del antiguo OIC, nunca lo has oído', Wheeler cazó al vuelo mi expresión de ignorancia, 'el Operational Intelligence Centre de la Marina, eran pocos pero muy buenos, quizá los mejores; y por descontado de nuestras Universidades: siempre echando mano de los estudiosos, de los sedentes, para los desempeños difíciles y delicados. Es inimaginable lo que nos deben desde la Guerra, cuando empezaron ya en serio a utilizarnos, y a Blunt tendrían que haberle respetado su inmunidad y su pacto hasta el día de su muerte y hasta el del Juicio' ('Morimos en tal lugar', pensé; o cité para mis adentros), 'aunque sólo hubiera sido en agradecimiento y como deferencia al gremio. Claro que todos hubimos de habituarnos, y mejorar, pulirnos, adecuar nuestra mirada y afinar nuestra escucha, sólo la ejercitación agudiza cualquier sentido, y también cualquier don, eso es lo mismo. Nunca tuvimos nombre, nunca nos llamamos nada, ni durante la Guerra ni tampoco luego. Sólo de lo que no lo tiene se puede negar con verosimilitud la existencia, u ocultarla; por eso no encontrarás nada en los libros, ni en los más documentados, a lo sumo indicios, conjeturas, intuiciones, algún caso aislado, cabos sueltos. Más valía así: acabamos por hacer informes hasta de la fiabilidad de los jefes, de Guy Liddell, de Sir David Petrie, aun del mismísimo Sir Stewart Menzies y creo que alguien le confeccionó uno a Churchill, no del todo limpio, a partir de los noticiarios. En cierto sentido nos pusimos por encima de ellos, fue un gran proceso de atrevimiento. Claro está que no se enteraron de nuestro exceso, fue semiclandestino. Por eso me parece un error grave de Tupra esa tendencia suya a hablar en privado (espero que sea sólo entre nosotros, pero eso ya es un riesgo) de "intérpretes de personas" o de "traductores de vidas" o de "anticipadores de historias" y cosas por el estilo; con cierta petulancia además, dado que él está al frente y va incluido. Los apelativos, los motes, los apodos, los alias, los eufemismos hacen fortuna y se quedan sin que se dé uno cuenta, acaba uno refiriéndose a las cosas o a las personas siempre de la misma forma, y eso se convierte con facilidad en un nombre. Y luego ya no hay quien lo quite, ni quien lo olvide.' ('Y sin embargo nos desprendemos tantos aun del propio nombre'.)

Wheeler se calló entonces y miró el reloj, sí se fijó ahora en las manecillas; después volvió la vista hacia la casa, el piano de la señora Berry nos hacía aún el acompañamiento.

'¿Quiere que vaya a ver cómo está lo del almuerzo, Peter?', me ofrecí. '¿Vamos quizá con retraso? Es culpa mía.'

'No, la pieza ya está terminando, le falta sólo un minuetto muy breve. Ella nos avisará a menos cinco, ahora son menos doce. La conozco yo, esa pieza.'

Estuve tentado de preguntarle cuál era, pero prefería que me contestara a otra cosa, las oportunidades se disuelven luego:

'¿Debo entender, Peter, que lo que usted llama el grupo sigue en activo, y que es Mr Tupra quien lo lleva ahora?'

'Hablaremos más de eso en seguida, quiero que me hagas un favor al respecto. También será para ti buena cosa, yo creo, y ya me he permitido llamarlo, a Tupra, esta mañana, cuando tú aún dormías, para confirmarle tu descontada sagacidad en la prueba, me refiero a lo de él y Beryl. Pero sí, supongo que así puede decirse, aunque todo está tan cambiado que casi nada me es reconocible. Hoy se hace difícil asegurar que nada sea lo mismo que en aquel tiempo, o que lo sea nadie, para el caso. Esas funciones o actividades sin nombre han evolucionado mucho, en la medida de mi conocimiento, ha ido habiendo otras necesidades. Me figuro que se habrán degradado, igual que todo: es sólo una suposición realista, no lo digo con ánimo de criticar ni de culpar a nadie. Pero es que no sé. Mírame a mí: ¿soy yo el mismo de entonces? ¿Puedo yo ser, por ejemplo, el que estuvo casado con una chica muy joven que se quedó para siempre en eso y que no me ha acompañado un solo día en mi largo envejecimiento? ¿No resulta esa posibilidad, esa idea, esa verdad asumida, no resulta incongruente en exceso, por ejemplo con el que después he sido? ¿O con los actos que cometí más tarde, cuando ella ya no era testigo? ¿Por ejemplo con mi actual aspecto? Una chica muy joven, date cuenta, ¿y cómo puedo yo ser el mismo?'

Wheeler volvió a llevarse una mano a la frente, pero esta vez no fue por un súbito agotamiento ni por un susto, su gesto fue reflexivo, como si lo hubieran dejado intrigado sus propias interrogaciones. Y entonces yo intenté que me contestara a otra pregunta, aunque quizá era absurdo hacérsela en aquel instante, a falta de tan pocos minutos para el almuerzo con la señora Berry. Si bien probablemente no le habría importado nada responderme en presencia de ella, que conocería ya la historia, de haber optado por responderme.

'¿Cómo murió su mujer, Peter? Nunca lo he sabido. Nunca se lo he preguntado. Nunca me lo ha contado.'

Wheeler se destapó la frente y me miró encendido, no de sorpresa ni enfado, sino con el ojo alerta.

'Por qué me lo preguntas ahora', dijo.

'Bueno', contesté sonriendo, 'tal vez para que no me reproche un día, como hizo anoche cuando al cabo de los siglos me enteré de su paso por nuestra Guerra, no haber mostrado curiosidad por ello ni habérselo preguntado nunca. Así que ahora lo hago.'

Wheeler reprimió una sonrisa suya, borró esa tentación en el acto. Se llevó la mano a la barbilla y musitó como solía hacerlo Toby Rylands:

'Hmm', ese era el sonido. 'Hmm', ese era el sonido de Oxford. Luego habló: '¿No será que andas preocupado por Luisa, y te has puesto en lo peor de repente, y te has visto reflejado en mí? ¿Es eso? ¿No estarás temiendo ir a quedarte viudo, antes que divorciado? Ten cuidado con las aprensiones. La lejanía convoca a muchos fantasmas. La soledad también. Y todavía a más la ignorancia'.

Aquello me desconcertó un poco, podía ser una argucia de Wheeler para esquivar la cuestión, un veloz giro. Pero yo no iba a soltarlo. Con todo, me quedé pensando un momento. Él había acertado en parte sin proponérselo, y no vi inconveniente en que lo supiera, lo alegraban sus perspicacias:

'Sí, estoy un poco preocupado. Y también por los niños, en consecuencia. Desde que estoy aquí no sé demasiado de ellos, y de Luisa todavía menos. Hay una especie de opacidad, aunque vayamos hablando con relativa frecuencia. No sé a quién ve, a quién no ve, quién entra, quién sale, es un proceso de desconocimiento, de ella y de su mundo sustituido, o quizá es aún cambiante. La verdad es que ya no sé bien lo que sucede en mi casa, ya no tengo imágenes. Es como si las antiguas de siempre hubieran perdido luz, y cada día más se me oscurecieran. Pero no se lo he preguntado por eso, Peter, sino porque usted la ha mencionado. A Valerie.' Y me atreví a pronunciar aquel nombre, tan privado que nunca lo había oído hasta aquella mañana. Tuve una sensación de abuso en los labios. 'De qué murió, dígame.'

Entonces Wheeler no jugó más. Le vi tensar las mandíbulas, noté cómo apretaba las muelas, encajaba unas en otras, como quien hace acopio de aplomo para que la voz no se le quiebre cuando vuelva a decir algo.

'Eso…', dijo. 'Déjame que te lo cuente otro día, si te parece. Si no tienes inconveniente.' Parecía estar pidiendo un favor, le costó cada palabra.

No iba a insistir. Se me ocurrió silbar lo que acababa de escuchar al piano, un pasaje pegadizo, por ver de disipar la niebla que de golpe lo había envuelto. Pero aún tenía que contestarle, callar aquí no era respuesta.

'Como usted quiera', dije. 'Cuéntemelo cuando usted quiera, o si no quiere no me lo cuente'.

Y a continuación inicié ya mi silbido. Yo sé que silbar es contagioso, y también resultó serlo entonces: Wheeler unió el suyo en seguida al mío, sin querer seguramente; pero no en balde se conocía de memoria la pieza, lo más probable era que también él la tocase. Se interrumpió sin embargo un segundo, en seco, para añadir algo:

'En realidad no debería uno contar nunca nada.'

Eso fue lo que dijo Wheeler ya de pie, nada más levantarse, y yo lo imité en el acto. Me cogió del codo, se sujetó a mí para recuperar firmeza. La señora Berry nos hacía señas desde la ventana. La música había parado, y ya sólo se oyeron nuestros silbidos, flojos y desacompasados, mientras dábamos la espalda al río y caminábamos hacia la casa.

Seguía lloviendo y aún no me cansaba de verlo desde mi ventana a la Square o plaza, era una lluvia aposentada, cómoda, tan sostenida y fuerte que parecía iluminar ella sola la noche con sus hileras continuas como varas flexibles metálicas o como lanzas interminables, era como si excluyera para siempre el raso y descartara todo otro tiempo futuro en el cielo y no permitiera ni concebir su ausencia, al igual que la paz cuando había paz y la guerra cuando era guerra lo único que existía. Mi bailarín de enfrente aún había ejecutado con su pareja unas estúpidas country square dances de anodinas figuras y medidos pasos tras su ametrallamiento de pies gaélicos, y los dos se habían calado sombreros vaqueros para aquel fin de fiesta decepcionante, los muy locos o los muy contentos. Ahora acababan de apagar las luces, la mujer mulata se quedaría a dormir, con aquella lluvia, pero antes de poder pensar un rato con simpatía en ella tenía que comprobarlo, así que durante unos minutos miré hacia abajo y más allá de los árboles y de la estatua, vigilé la plaza por si acaso ella salía y se iba, en contra de lo probable. Y fue entonces cuando vi venir hacia mi portal a las dos figuras, a la mujer y al perro, ella con su paraguas cubriéndola y el animal dando bandazos -tis tis tis- desprotegido. Al acercarse a la fachada salieron de mi campo visual casi del todo, mi perspectiva era demasiado a plomo cuando se detuvieron ante la puerta, sólo se me aparecía un fragmento de la cúpula del paraguas abierto. Sonó el timbre, era el de abajo. Todavía miré fuera inútilmente un segundo con la ventana alzada, asomándome, inclinándome (me mojé nuca y espalda), antes de dirigirme a contestar a la entrada: todo excepto el trozo de tela curvo seguía fuera de mi visión en picado. Descolgué el telefonillo. '¿Sí?', dije en inglés, fue una traducción literal de mi lengua en la que estaba pensando, y fue en ella en la que me hablaron: 'Jaime, soy yo', dijo la voz femenina. 'Por favor, ¿puedes abrirme? Ya sé que es algo tarde, pero tendría que hablar contigo. Será breve, un momentito.'

Sólo hacen eso al llamar, por teléfono o a la puerta, sólo dicen 'Soy yo' y omiten avanzar su nombre quienes jamás se acuerdan de que 'yo' no es nunca nadie, y también quienes están seguros de ocupar mucho o bastante los pensamientos de la persona que buscan. O bien quienes no tienen duda de que van a ser reconocidos sin necesidad de más -quién si no-, desde la primera palabra y el primer instante. Y tenía razón la mujer del perro si creía esto último, aunque fuera inconscientemente y sin haberse parado a pensarlo. Porque en efecto yo reconocí su voz, y desde arriba le abrí la puerta sin preguntarme, para que entrara de noche en mi casa, y subiera a hablarme.

Julio de 2002

(Fin del Primer Volumen de Tu rostro mañana)

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