VII Adiós

A veces uno sabe lo que quiere hacer o lo que tiene que hacer o incluso lo que piensa hacer o lo que va a hacer casi seguro, pero necesita que además se lo digan o se lo confirmen o se lo discutan o se lo aprueben, en cierto sentido es una maniobra que uno lleva a cabo para descargarse un poco de responsabilidad, para difuminarla o para compartirla, aunque sea ficticiamente, porque lo que uno hace lo hace tan sólo uno, independientemente de quién nos convenza o nos persuada o nos aliente o nos dé el visto bueno, o hasta nos lo ordene o encargue. En algunas ocasiones disfrazamos esa maniobra de duda o de desconcierto, nos presentamos ante alguien y le hacemos la gran faena de pedirle opinión o consejo -la gran faena de pedirle o preguntarle algo-, y con eso ya logramos, como mínimo, que la siguiente vez que nos hablemos ese alguien nos inquiera por ello, qué pasó, cómo salió todo, qué decidimos por fin, si nos resultó o no de ayuda, si le hicimos o no caso. Con eso ya está envuelto, si es que no enredado, si es que no anudado. Lo hemos obligado a ser partícipe, sea nada más como oyente, y a plantearse la situación y preguntarse por el desenlace; le hemos hecho conocer nuestra historia y ya nunca podrá ignorarla o borrarla; y también le hemos dado cierto derecho a interrogarnos más tarde al respecto, o es cierto deber que le hemos impuesto: '¿Qué hiciste al final, cómo resolviste aquello?', nos dirá esa vez siguiente, e incluso parecería raro, una falta de interés o de cortesía, que no volviera a referirse al caso expuesto y al que lo forzamos a contribuir con palabras, o, si declinó pronunciarse y no soltó prenda, con la mera escucha de nuestra consulta. 'No lo sé, no puedo ni debo opinar, y además no quiero saberlo', pudo muy bien contestarnos, y aun así ya dijo algo: con esa respuesta dijo que el asunto no le gustaba y que le parecía venenoso o turbio, que no quería tomar parte en él ni siquiera como testigo auditivo, que prefería no estar enterado y que ninguna opción le hacía gracia, que era mejor que no hiciéramos nada y que lo dejáramos correr o nos apartásemos; y que le ahorrásemos a él el cuento, en todo caso. Aunque uno diga 'No sé' o 'No quiero oír' ya dice mucho, no hay escapatoria cabal cuando se le pregunta a alguien, ni siquiera con inhibirse ni con callar se salva, porque con su silencio está ya reprobando o desaconsejando, mucho más que otorgando, contrariamente a lo que afirma el dicho. Ojalá nunca nadie nos pidiera nada, ni casi nos preguntara, ningún consejo ni favor ni préstamo, ni el de la atención siquiera. Pero eso nunca ocurre, es un deseo baldío. Siempre nos llega alguna pregunta penúltima, siempre queda alguna petición rezagada. Ahora era yo quien preguntaría, ahora iba yo a hacer la mía, en principio comprometedora para cualquier destinatario, salvo quizá para el que iba a escucharla. De él tenía que aprender aún bastante, para mi desasosiego y tal vez mi desgracia.

Al atardecer llamé a Tupra desde la habitación de mi hotel, sólo podía tocarle a él ciarme consejo, e instrucciones con suerte, hacerme recomendaciones y servirme de guía, y además era el más indicado para esa clase de cuestiones en las que con hablar no basta; también era el más previsible, esto es, quien más probablemente me confirmaría que debía hacer lo que creía, o no me disuadiría de lo que debía. Calculé que podía ya estar en casa a aquella hora, aunque fuera una menos en Inglaterra, a no ser que tuviera el día multitudinario y festivo y hubiera reclutado a todos, incluidos Branshaw y Jane Treves, para salir en manada. Marqué su numero directo y lo cogió una mujer, sin embargo, seguramente la silueta atractiva, anticuada (casi figura de clepsidra), que había visto al final de aquella noche de vídeos, recortada contra la luz de un pasillo, a la puerta de su pequeño estudio; si era su mujer o ex-mujer, si era Beryl, él entendería aún mejor mi caso.

'¿Cómo te va, Jack? Qué gentil por tu parte llamar a dar noticias. ¿O es para interesarte por mí y por los demás? Más amable todavía, en medio de tus vacaciones.'

Había algo de ironía en su tono, desde luego, pero también le noté cierta alegría de oírme, o era divertimiento, conmigo aun se divertía. Preferí no disimular ni engañarlo más allá de los saludos.

'Tengo un asunto que resolver aquí, Bertie. Me gustaría saber qué te parece, qué debería hacer según tu criterio. ' Lo llamé Bertie para complacerlo, para bien predisponerlo, aunque él se daría cuenta de eso, y le resumí la situación sin rodeos: 'Hay un tipo aquf, le dije. 'Creo que pega a mi mujer, o a mi ex-mujer, lo que sea, aún no estamos divorciados, salen juntos no sé desde cuándo, probablemente hace unos meses. Ella lo niega, pero ahora mismo tiene un ojo morado, y no es la primera vez que se da un buen golpe por accidente en los últimos tiempos, según su versión, claro. Eso me ha contado su hermana, que piensa como yo, por su cuenta. No me hace ninguna gracia que mis hijos corran el más mínimo riesgo de quedarse sin madre, estas cosas nunca se sabe cómo acaban, hay que cortarlas de raíz, ¿tú no crees? En fin, no me quedan demasiados días para arreglarlo. Me gustaría dejarlo zanjado antes de volverme, la intranquilidad es insoportable en la distancia, y distrae mucho del trabajo. No quisiera que ella se enterase de mi intervención, fuera cual fuese, en todo caso. Aunque sería difícil que no sospechase, estando yo aquí estos días, sí resulta que por mi acción el panorama le cambia, y de eso se trata. Hablar con él no tendría sentido, lo negaría. Ademas no parece un tipo apocado, ni un pusilánime, más bien todo lo contrario; desde luego no es ningún De la Garza. Tampoco ganaría nada con insistirle a ella para que lo admita, la conozco bien, es muy terca. Y aunque lo consiguiera: la situación no variaría en esencia, ella está con él pese a todo.' Me paré. Lo que vino a continuación me costaba más decirlo: 'Debe de estar muy colada. Aunque no le haya dado tiempo a eso, quiero decir a estarlo de veras. Eso no ocurre en unos meses, ha de hacerse poso. Supongo que es la novedad, el primero que me sustituye, la ilusión excesiva, algo pasajero. Pero todo dura mientras dura, no sé si me entiendes. Y dura ahora'.

Tupra se quedó callado unos segundos. Luego contestó ya sin ironía, pero tampoco con mucha seriedad, había cierta ligereza en su tono, como si mi problema no le pareciera gran cosa, o no le viera una solución complicada.

'¿Y me preguntas a mí qué debes hacer? ¿O qué me preguntas, lo que yo haría? Tú lo sabes bien a estas alturas, Jack, lo que yo haría. Supongo que tu consulta es en realidad retórica, y sólo quieres que te reasegure. Pues bien, te reaseguro, faltaría más. Si quieres quitar el problema de en medio, quítalo.'

'No estoy del todo seguro de entenderte, Bertie. Ya te he dicho que hablar con él no llevaría a ninguna parte…' Pero no me dejó terminar la frase. Quizá tenía algo de prisa, o se había irritado por mi lentitud (podría haberme dicho de nuevo 'Don 't linger or delay, just do it'). Quizá lo había pillado en la cama con Beryl, o con quien fuera la mujer que tenía al lado y por eso ella había contestado el teléfono, por estar tan cerca, encima o debajo, de frente o de espaldas, a lo mejor les había interrumpido un polvo, nunca sabemos lo que pasa al otro lado del hilo, o mejor dicho, lo que pasaba justo antes de que sonara el timbre. Cuántas veces habría llamado desde Londres a Luisa y ella acabaría de regresar de verse con Custardoy en su estudio, o cuántas estaría él presente en su dormitorio, en mi casa, mirándola hablar medio desnuda conmigo, aguardando impaciente a que terminásemos. Si la visitaba. Podía ser que no o solamente de noche, por ios niños. Yo no les había preguntado, pero tampoco ellos lo habían mencionado espontáneamente, de hecho no habían mencionado a nadie nuevo ni ajeno.

'Look, Jack, just deal with him' dijo Tupra. 'Just make sure he's out of the picture.' Esas fueron en inglés sus palabras, y ahí lamenté enormemente que esa no fuera mi lengua, porque no sé para un anglohablante, pero para mí eran demasiado ambiguas, no acababa de entenderlas con la nitidez que habría querido; si me hubiera dicho 'Just get rid of him' o 'Well, dispose of him', habría sido más claro, aunque tampoco enteramente: 'Deshazte de él' es lo que significa eso, y al fin y al cabo hay muchas maneras de deshacerse de alguien, no sólo con el matarile; o tal vez si la frase hubiera sido 'Just make sure you get him off her back' o bien '… off your backs' habría sabido que me decía 'Asegúrate de que se lo quitas a ella de encima', o bien '… de que os lo quitáis los dos de encima', pero tampoco me habría sentido capaz de traducir esa expresión a una acción concreta e inequívoca, porque hay asimismo muchas formas de sacudirse de la espalda a alguien, que es lo que el inglés diría. Ojalá lo que le hubiera oído fuera 'Just scare him away, scare him to death' y entonces me habría constado que sólo me recomendaba ahuyentarlo con un susto de muerte, como había hecho él con De la Garza, no más que eso, y convertirme a lo sumo en Sir Punishment y en Sir Thrashing, nunca en Sir Death ni en Sir Cruelty. Pero lo que salió de sus labios fue más bien 'Encárgate de él. Asegúrate de que lo sacas del cuadro', literalmente, o '… de que se queda fuera del cuadro', no sé, el vocablo 'picture'podía entenderse igualmente como 'dibujo' o 'retrato' o 'panorama' o 'escena', o incluso como 'foto' o 'película', sin embargo me quedó la idea literal primera, la de cuadro o pintura, había que sacar a Custardoy del cuadro, suprimirlo de él o ponerlo aparte, como al Conde de San Segundo en el Prado, que estaba fuera del de su familia, aislado, sin poder acercarse ya nunca más a su mujer ni a sus hijos, por los siglos de los siglos. De haber tenido lugar el breve diálogo en un episodio de Los Soprano, o en El Padrino, habría comprendido perfectamente que me sugería o me incitaba a cargármelo. Pero quizá entre mafiosos hay ya unos códigos preestablecidos, por si resultan ser objeto de escucha, que les permiten ser muy lacónicos en sus órdenes y aun así interpretados correctamente a la primera. Además, aquel no era un diálogo de película ni nosotros éramos mafiosos ni yo estaba recibiendo una orden, a diferencia de otras veces con Tupra o Reresby o Ure o Dundas, sino solamente orientación, el consejo que le había solicitado. Pero el lenguaje es difícil cuando uno no sabe a qué atenerse y necesita saberlo con precisión, porque casi siempre es metafórico o figurado. No debe de haber mucha gente en el mundo que diga abiertamente 'Kill him' o que en español diga 'Mátalo'.

Me atreví a insistirle un poco, aunque suponía que eso podría impacientarlo. O bueno, colé mi pregunta a toda prisa antes de que me colgase, aquellas dos últimas frases suyas me habían sonado a conclusión, a despedida casi, como si ya no tuviera nada más que añadir, después de eso. O como si lo hubiera aburrido mi consulta, mi pequeña historia.

'¿Puedes indicarme cómo, Bertie?', le dije. 'No estoy tan acostumbrado como tú a espantar a individuos.'

Oí primero su risa paternalista, seca, levemente despreciativa, no era una risa que pudiéramos haber compartido, no era la que une a los hombres desinteresadamente entre sí, y entre sí a las mujeres, y la que entre mujeres y hombres puede establecer un vínculo aún más fuerte y más tensado, una unión más profunda, compleja, y más peligrosa por más duradera o con mayor aspiración de durabilidad, quizá Luisa y Custardoy tenían esa, la espontánea e inesperada, la simultánea, ya que él hacía reír con facilidad a todo el mundo, según parecía. La de Tupra fue una risa de cierta decepción menor, de impaciencia, dientes pequeños con luminosidad, se la había visto en persona otras veces. Luego me contestó:

'Si de verdad no sabes cómo, Jack, entonces es que no puedes hacerlo. Más vale que no lo intentes, deja que las cosas sigan su curso. Déjalo correr, renuncia a torcerlo, y que tu mujer se las componga, tú verás, allá ella. Pero yo creo que sí sabes cómo. Lo sabemos todos siempre, aunque no estemos acostumbrados. Otra cosa es que no nos veamos en ello. Es cuestión de verse. Y ahora tengo que dejarte. Suerte.' Y puso fin a la comunicación, se la había alargado yo un poco.

Ya no me atreví a llamarlo de nuevo, debía manejarme con lo que tenía. 'Y que tu mujer se las componga, tú verás, allá ella', eso me había sonado a reproche o a afeamiento encubierto, como si en realidad me hubiera dicho: 'Vas a abandonarla a su suerte, quizá vas a permitir que la maten un día y que tus hijos se queden huérfanos'. Y también tuvo eco esta otra frase: 'Es cuestión de verse'. Lo que probablemente había querido decir con aquello era que la única manera de imaginarse haciendo lo que uno nunca se imagina haciendo es pasar a hacerlo, y entonces se ve uno sin remedio en ello, por fuerza se acaba viendo.

A continuación llamé a un antiguo amigo a la madrileña, esto es, a alguien con quien uno ha tenido un buen trato superficial hace años y al que no ha vuelto a frecuentar desde entonces: si con él no ha habido ningún roce o discusión o pelea, no-minalmente sigue siendo un amigo, aunque podamos no haber mantenido jamás una conversación con él a solas, fuera del amplio y variable grupo que nos reunía en el pasado cada vez más remoto. Era uno de esos toreros con seguidores fanáticos que se retiran y regresan a los ruedos cada pocos años y vuelven a retirarse -ya no estaría muy lejos la tarde en que se hubiera de cortar la coleta definitivamente-, y con el que había coincidido en una época de mi vida, con Comendador y más tarde (Comendador me lo había presentado, él se infiltraba en todos los ámbitos), en las timbas nocturnas, hasta muy altas horas, que el Maestro organizaba en su casa con miembros de su cuadrilla y algún colega y toda clase de moscones, entre los que yo me encontraba; hay toreros que no están ni un minuto solos y que además reciben a todo el mundo, si viene avalado por alguien de confianza, aunque sea de tercera mano: el amigo de un amigo del que verdaderamente es amigo, y no sólo a la madrileña. Era un hombre muy cordial y cariñoso, también sentimental respecto a cualquier tiempo de su vida pasada, y cuando le pedí ir a verlo no sólo no puso ningún inconveniente ni mostró el menor recelo tras un decenio o más de silencio entre nosotros, sino que me instó a ir cuanto antes:

'Vente hoy mismo, hombre. Además hay partida esta noche.'

'¿Qué tal te iría mañana por la mañana?', le pregunté. 'Estoy aquí pocos días, ahora vivo en Londres, y hoy he de ir a ver a mi padre, que anda regular, con muchos años.'

'Hecho, no se hable más. Mañana. Pero vente hacia la una, ya para el aperitivo. Esta noche acabaremos tarde.'

'Es para pedirte un favor', preferí anticiparle. 'Un préstamo. No de dinero, ando bien, no te preocupes.'

'Que no me preocupe, dice', me contestó riendo. 'A mí tú no tienes con qué preocuparme, Jacobito.' Era de los que me llamaban Jacobo, no recuerdo ya por qué. 'Óyeme: lo que sea. Como si me quieres pedir mi mejor traje de luces, niño.' No seguía mucho la actualidad taurina, y menos aún desde Londres, pero deduje que ahora estaba en activo. Más valía que me informara un poco, antes de visitarlo, por no faltarle al respeto con mi ignorancia.

'Pues mira, no andaremos muy lejos de eso', le dije. 'Mañana te lo explico.'

'Tú te vienes, miras a tu alrededor y te llevas de aquí lo que quieras, chiquillo.' En verdad era un hombre generoso, no lo decía por decir, eso seguro. Se llamaba Miguel Yanes Troyano, su apodo era 'Miquelín' y era hijo de banderillero.

A la mañana siguiente, al tanto ya de sus últimos triunfos por Internet, y con un regalo, me presenté en su inmenso piso de la zona que en mi infancia se conocía como 'Costa Fleming', más cerca de Chamartín, el estadio por antonomasia, el del Real Madrid, que de Las Ventas, la plaza de toros por cuya puerta grande había salido a hombros unas cuantas veces. Habría preferido hablar a solas con él, pero eso era imposible, siempre estaba acompañado. Puesto que él ya sabía que le iba a pedir un favor y un préstamo, había tenido la consideración, sin embargo, de no imponerme varios testigos. Pero allí estaba su apoderado de toda la vida, él nunca faltaba, un hombre de su edad, taciturno, muy discreto, lo conocía poco pero de antiguo.

– No sé yo si al señor Cazorla le va a aburrir nuestra charla, Maestro -dije tanteando, por si acaso.

– Nada -contestó Miquelín lanzando dos dedos al aire; me había recibido con un gran abrazo y un beso, como si yo fuera un sobrino-. Eulogio nunca se aburre, y si se aburre piensa, ¿verdad, Eulogio? Delante de él puedes decir lo que quieras, Jacobito, que ni lo va a contar ni va a juzgarte. Tú me dirás, en qué puedo servirte.

Me costó arrancar unos instantes, mi petición me daba algo de vergüenza. Pero la manera de vencer ésta era formular aquélla y pasar el trago. Todo da más corte antes que luego, y hasta que durante.

– Quisiera saber si me podrías prestar una espada, un estoque de los tuyos, durante un par de días, calculo.

Vi que no se lo esperaba y que Cazorla daba un respingo, se estiró una manga. Iba vestido con traje, chaleco incluido, de un gris demasiado claro, asomándole un pañuelo en pico del bolsillo exterior de la pechera, una florecilla en el ojal, era de la vieja escuela. Pero él no hablaría si Miquelín no lo invitaba a hacerlo. Éste encajó bien la sorpresa y respondió en seguida:

– Uno y dos y tres, los que tú quieras, Jacobo. Ahora mismo vamos donde los trastos y eliges el que más te guste, claro que no son muy distintos. Ahora bien, y me perdonas: si me hubieras pedido dinero lo último que se me habría ocurrido es preguntarte para qué lo querías; pero en fin, una espada es más raro. ¿Qué es, para disfrazarte?

Podía haberle mentido, aunque disfrazarse sólo con espada no tenía ningún sentido. Podía haber inventado otra cosa absurda, como que iba a ir a una becerrada privada, pero no me pareció bien engañar a un hombre tan buerio, tampoco creo que lo hubiera logrado. Supuse que comprendería mi causa y que él tampoco me juzgaría.

– No, Miquelín. Es para darle un susto a uno. Tiene que ver con mi mujer. Bueno, con mi ex-mujer, nos separamos hace ya tiempo, aunque aún no estamos divorciados. -Siempre tenía empeño en dejar eso claro, me di cuenta, como si tuviera importancia-. Me largué a Londres por eso, para no estar por aquí rondando mientras ella se me alejaba. No sé si fue muy buena idea, en vista de lo que me he encontrado. Tenemos dos críos, un niño y una niña, y no quiero que corran riesgos. Ese tipo no les conviene a ninguno, y a la que menos a ella.

Miquelín lo comprendía, bastaba con lo que le había dicho, lo vi en su forma de escucharme, como si asintiera. No se cuestionaba nada, los amigos eran los amigos y allá cada cual con sus asuntos. Luego se echó a reír afectuosamente, divertido en parte, era un hombre de carcajada frecuente, la edad no se las había espaciado.

– ¿Pero dónde vas a ir tú, con una espada? -me dijo-. ¿Oyes para lo que la quiere, Eulogio? Vamos a ver, Jacobo, ¿la vas a utilizar o no? ¿Se la vas a hincar hasta el fondo o nada más que la puntita? ¿O es que sólo vas a enseñársela, huy qué miedo?

– Espero no utilizarla -contesté. En verdad no lo sabía, tan sólo había pensado en el efecto que producía ver aparecer esa arma, según las disquisiciones de Tupra.

– Pero hombre, ten en cuenta dos cosas, Jacobo, niño. Una, que el estoque sólo hiere por la punta, clavándolo, y para eso hay que coger impulso si quieres que de verdad pinche hondo; filo no tiene casi, para dar un tajo no te sirve. Otra, que si esa espada atraviesa a un toro, que pesa seiscientos kilos, y se la metes hasta el puño cuando no tocas en hueso, imagínate a un hombre lo que le haces, lo dejas tieso a poco que se te vaya la mano. ¿Tú te quieres arriesgar a tanto? No, hombre, no, para dar un susto una pistola. Mejor limpia, por si acaso.

No se me había ocurrido relacionarlo: al oírle a Miquelín hablar de lo que le haría un estoque a un hombre, caí en la cuenta y me recorrió un escalofrío de repugnancia, aunque no fue, curiosamente, extrañamente, de repugnancia hacia mí mismo, aún debía de verme ajeno a lo que proyectaba, o aún veía el proyecto vacío de contenido, o es que nunca hay repugnancia enteramente sincera hacia uno mismo y eso es lo que nos permite hacer todo, según nos vamos acostumbrando a las ideas que nos surgen o nos instilan, poco a poco, o asumimos que vamos a hacer lo que haremos. 'Me asemejaría a aquel malagueño atravesado, con malas pulgas, muy cabrón, de cuidado', pensé, 'el que toreó a Emilio Mares en las afueras de Ronda hace unos setenta años, ayudado y jaleado por sus cantaradas, y le entró a matar con el estoque y le cortó las orejas y el rabo, los alzó en una mano y saludó con la otra quitándose su boina roja en plan montera, allá en los campos amenos, Al que se cargó con saña al antiguo compañero de Universidad de mi padre, presumido con gracia y frívolo con deliberación, hombre muy grato, permanentemente de buen humor, según me dijo, del que tenía tan buena idea y que se había negado a cavar su tumba antes de ser fusilado, es decir, a que sus verdugos lo torearan además de matarlo. Y entonces lo habían lidiado, literalmente, con banderillas y pica y espada. Menos mal que Miquelín me ha advertido, con sus involuntarias palabras.'

– ¿Limpia? -pregunté. No entendía el término.

– Sí, cuya existencia no conste, que no esté registrada, y sobre todo que no se haya empleado en ningún delito. Ya te digo, por si acaso. -Miquelín tenía bien presente el acaso, como todos los toreros, supongo.

– ¿Por si acaso qué, Miquelín?

– Por qué va a ser, chiquillo. ¿Tú lo oyes, Eulogio? -Y soltó otra carcajada, me debía de ver como a un pardillo, lo era en estas cuestiones-. Porque si te echas una pistola al bolsillo siempre puedes acabar disparándola. Tú le vas a dar sólo un susto a alguien, vale, pero nunca sabes cómo va a tomárselo el otro. A lo peor no se asusta, y entonces tú qué, qué haces.

– Ya. ¿Y de dónde saco yo una pistola así? -Yo sabía que el Maestro tenía armas, desde luego de caza para cuando se iba a su finca de Cáceres, allí pasaba temporadas. Y quizá también de las otras, como casi todos los que han hecho buen dinero, de las cortas que para cazar no valen. Pero lo más probable era que las tuviera todas en regla, por lo tanto ninguna limpia del todo.

– Yo te la presto, hombre, lo mismo que te habría prestado la espada o lo que quisieras. Pero dónde ibas a llevar tu una espada, hombre, eso además, vaya ocurrencia. La pistola te cabe en el bolsillo. -Tampoco había pensado en eso, en que yo no tenía un abrigo con una funda a la espalda, ni siquiera una gabardina. Y no estaba el tiempo para abrigos. Y Miquelín añadió-: Venga ahora mismo. Eulogio, anda, niño, hazme el favor, tráeme la Llama de mi padre. Y también la otra, el revólver.

– ¿Dónde las tienes ahora? -le preguntó Cazorla.

– Están ahí en la biblioteca, detrás de Las mil y una noches y un poco más a la izquierda, son varios tomos marrones. Anda, búscamelas y tráetelas para acá.

El apoderado salió de la habitación (me pregunté qué biblioteca tendría el Maestro, separada del salón, nunca la había visto durante las viejas timbas; pero era bastante leído, como más de un torero), y al cabo de poco rato volvió con dos cajas o bultos envueltos en paños y se los puso a Miquelín delante, encima de la mesa baja.

– A ver, tráete unos guantes para Jacobo, si me eres tan amable, Eulogio. Más vale que no les plantes los dedos, si vas a utilizar una de ellas -me dijo a mí-. Se te puede olvidar luego limpiarla, como no tienes costumbre.

Cazorla seguía tan servicial como lo recordaba, su admiración por el Maestro era infinita, a la devoción se acercaba. Volvió a salir y en seguida regresó con un par de guantes blancos, como de maître o de mago. Eran de tela fina, me los puse, y entonces Miquelín desenvolvió los bultos con cuidado, casi con solemnidad, quizá no tanto porque fueran armas cuanto porque habían pertenecido a su padre. Muchos padres que habían pasado la Guerra guardaban algún arma, reglamentaria o no, también el mío, yo sabía que tenía una Star o una Astra, una de las que se fabricaban en Eibar. Pero nunca se la había visto y no era cuestión de preguntarle ahora ni de ponerse a revolver en su casa. 'Se la debió de jugar durante la postguerra', pensé, 'por conservarla y no rendirla. Siendo de los vencidos. Y habiendo estado en la cárcel.' El padre de Miquelín, por fuerza mayor que el mío, podía haber sido de los vencedores, pero nunca habíamos hablado de eso, ya no importaba. Tampoco habíamos hablado nunca de nada serio, ni personal, para el caso. Las amistades madrileñas son en verdad originales, a menudo inexplicables.

– ¿Puedo cogerlas ahora? -le pregunté. Eran bonitas, el revólver con su culata de madera, estriada, la pistola formando casi ángulo recto.

– Espera un poco -me dijo-. Eran de mi padre, las dos, así que no están fichadas por los mangantes de ahora, si me las pillaran se las venderían. El revólver es de antes de la Guerra, creo. Inglés, un Enfield. Se lo regaló un escritor inglés que se aficionó una temporada a los toros y mi padre convenció a su matador para que lo dejara ir con la cuadrilla en los viajes. Quería escribir algo desde cerca, tenía un personaje fijo que se llamaba Biggles, de una serie, creo que era aviador, y en una de las novelas pensaba enviarlo a correr aventuras a España. Mi padre me lo contaba orgulloso, porque por lo visto el tal Biggles era muy famoso en su patria. -Allí estaba la palabra, 'patria'; quizá no significaba tanto, Miquelín no le había dado ningún énfasis, acaso porque no se había referido a la propia, a la nuestra-. La pistola es de después, una Llama, española, automática. El revólver carga seis balas, la Llama diez. Eso te va a dar lo mismo en principio, si no prevés dispararla. Y si no te queda más remedio, tienes de sobra en ambos casos: si no te bastaran es que ya estás muerto. Con un cargador te vale, para la pistola. Aquí están las municiones. Bien conservadas, con aceite, todo funciona, como me enseñó mi padre. La pistola se te puede encasquillar, como todas. Pero en cambio mira lo que abulta el revólver, con el tambor, y el cañón tan largo. Yo creo que te irá mejor la Llama. ¿No te parece, Eulogio, que para un susto le va mejor la pistola? -Miquelín manejaba con soltura las dos armas.

– Lo que tú digas, Miguel. Tú serás el que más entienda -se limitó a contestar Cazorla encogiéndose de hombros.

– ¿Sabes usarla? -me preguntó Miquelín entonces-. ¿Sabes cómo funciona? ¿Has tenido alguna en la mano?

– En la mili -respondí-. Luego ya nunca más. -Y pensé en lo raro que era eso, o en lo nuevo. Debió de haber muchas épocas en las que lo insólito fuera que un burgués no dispusiese de algún arma en su casa, y la guardase a mano.

– Lo primero, Jacobo: nunca el dedo sobre el gatillo hasta que estés bien seguro de que vas a disparar. Siempre por encima del guardamonte, ¿de acuerdo? Aunque la pistola no esté montada. Y aunque no esté cargada.

Iba a preguntarle qué era el guardamonte, me sonaba a palabra antigua, claro que también Miquelín iba siendo ya antiguo, una reliquia, lo mismo que su generosidad. Pero no hizo falta, porque en seguida él me lo mostró y vi dónde colocaba el índice. A continuación me pasó el arma, para que yo hiciera el gesto, o lo imitara. No me acordaba de cuánto pesaba una pistola, en las películas las sostienen como si fueran dagas. Hay que hacer esfuerzo con el brazo para levantarla. Más aún para mantenerla en alto apuntando.

Y entonces el Maestro me enseñó a manejarla. No sé, creo que a aquellas alturas ya tenía asumido el dictamen de Wheeler de que los individuos llevan sus probabilidades en el interior de sus venas y todo eso, y estaba más o menos convencido de saber aplicármelo a mí mismo; creía conocer bien las mías de antemano, aunque no tanto como debía de conocer él las suyas, que además contaba con el factor de su mucho más larga experiencia: él había dispuesto de más tiempo que yo, de mayores tentaciones y más variadas circunstancias para conducir esas probabilidades a su cumplimiento; había vivido e intervenido en guerras, y es en ellas donde se puede ser más persuasivo y encerrar más peligro y hacerse más ruin que los enemigos; donde se puede sacar más provecho de la mayoría de la gente, que según él era tonta y frívola y crédula, y en la que resultaba fácil prender un fósforo que diera lugar a un incendio; donde mejor y más impunemente puede hacerse caer a otros en la odiosa y destructiva desgracia de la que jamás se sale, y así convertir a esos sentenciados en bajas, en no-personas, en talados árboles de los que rebañar leña podrida; y también es el tiempo más propicio para esparcir brotes de cólera, y de malaria, y peste, y para poner muchas veces en marcha el proceso de la negación de todo, de quién eres y de quién has sido, de lo que haces y lo que has hecho, de lo que pretendes y pretendiste, de tus motivos y tus intenciones, de tus profesiones de fe, tus ideas, tus mayores lealtades, tus causas…

Oh sí, uno no es nunca lo que es -no del todo, no exactamente- cuando está solo y vive en el extranjero y habla sin cesar una lengua que no es la propia o la del principio; pero en su país no lo es tampoco cuando está en una guerra o cuando lo dominan la ira o la obstinación o el miedo: uno se siente hasta cierto punto irresponsable de lo que haga o presencie, como si todo perteneciera a una existencia provisional, paralela, ajena o prestada, ficticia o casi soñada -o quizá es teórica como mi vida entera, según el informe sin firma del viejo fichero que me concernía-; como si todo pudiera ser relegado a la esfera de lo imaginado tan sólo y jamás ocurrido, y desde luego de lo involuntario; todo echado a la bolsa de las figuraciones y de las sospechas e hipótesis, y aun a la de los meros y desatinados sueños, tras los cuales siempre cabe decirse, una vez despierto: 'No, yo no quería que apareciera ese deseo anómalo o ese odio mortífero o ese remordimiento infundado, esa tentación o ese pánico o ese afán punitivo, esa amenaza ignorada o esa maldición sorprendente, esa aversión o esa añoranza que ahora pesan todas las noches como plomo sobre mi alma, esa asquerosidad o esa violencia que yo mismo causo, esos rostros ya muertos y para siempre configurados que pactaron conmigo no tener más mañana (sí, ese es nuestro pacto con los que se callan y son expulsados: que no hagan ni digan más, que desaparezcan y ya no cambien) y que ahora vienen a susurrarme palabras temibles e inesperadas y quién sabe si aun impropias de ellos o ya no tanto, mientras yo estoy dormido y he abandonado la guardia: he dejado sobre la hierba mi escudo y mi lanza'. Y además uno puede repetirse infinitas veces las inquietantes palabras de Yago, no ya sólo después, sino durante sus actos: 'I am not what I am. Yo no soy lo que soy'. Y de la misma manera que el que encarga un crimen, o el que amenaza con uno, o el que se destapa miserias exponiéndose a un chantaje, o el que compra a escondidas -el cuello del abrigo alzado y la cara siempre en sombras, nunca enciendas un pitillo-, le advierten al asesino a sueldo o al amenazado o al chantajista posible o a la conmutable mujer ya olvidada en el deseo y que aun así nos da vergüenza: 'Ya lo sabes, a partir de ahora no me has visto nunca, no sabes quién soy, no me conoces, yo no he hablado contigo ni te he dicho nada, para ti no tengo rostro ni voz ni aliento ni nombre, ni siquiera nuca o espalda. No han tenido lugar esta conversación ni este encuentro, lo que ocurre aquí ante tus ojos no ha sucedido, no está pasando, ni estas palabras las has oído porque no las he pronunciado. Y aunque las oigas ahora, yo no las digo'; así, del mismo modo puede uno decirse: 'Yo no soy lo que soy ni lo que veo que hago. Es más, ni siquiera lo hago'.

Lo que no tenía tan asumido, o simplemente ignoraba, es que lo que uno haga o no haga pueda depender no sólo del tiempo, las tentaciones y las circunstancias, sino de tonterías y ridiculeces, del pensamiento azaroso y superfluo, de la duda o el capricho o de un estúpido arranque, de las asociaciones inoportunas y del tuerto olvido o los volubles recuerdos, de la frase que te condena o del gesto que te salva.

Así que allí iba yo a la mañana siguiente -el día amenazaba lluvia- con mi pistola prestada en el bolsillo de la gabardina, dispuesto a hacer algo definitivo y sin saber qué exactamente, aunque sí aproximadamente y lo que quería sacar en limpio: había que quitar a Custardoy de en medio, o sacudírselo de encima, o sacarlo fuera del cuadro; no tanto del mío, que no era más que un chafarrinón entonces o tal vez un esbozo inconcreto -'Estás muy solo ahí en Londres', como me decía Wheeler-, cuanto del de Luisa y los niños, que era en el que aquel individuo malsano se andaba colando y quizá estaba a punto de instalarse para muy largo tiempo, o en todo caso el suficiente para resultar una enfermedad y un peligro. De hecho ya lo era, llevaba ya demasiado acechando o rondando el marco y efectuando incursiones en la tabla o el lienzo, y a Luisa le había puesto la mano encima y el ojo morado y le había producido un corte o un chirlo, lo segundo me lo habían contado y lo primero lo había visto, y nada le impediría cerrar sus manos grandes sobre su cuello -aquellos dedos de pianista, o eran más bien como teclas- una noche de lluvia y encierro más adelante, cuando ya la hubiera sojuzgado y aislado y le hubiera deslizado poco a poco sus exigencias y sus prohibiciones disfrazadas de enamoramiento y flaqueza y celos y de lisonja y ruegos, un tipo envenenado y despótico, el hombre torcido. Ahora veía muy claro que yo no quería tener la suerte ni la desgracia de que Luisa muriera o de que la mataran (suerte en el imaginario y en la realidad desgracia), que no podía permitírmelo porque lo de la realidad no tiene vuelta y jamás puede ser deshecho, ni siquiera quizá compensado, en contra de lo que la mayoría cree (y al muerto desde luego no hay nunca manera de compensarle su muerte, y acaso tampoco a sus vivos, que sin embargo hoy piden dinero tantas veces, poniéndole así precio a la gente cuando ya ha dejado de pisar la tierra o de cruzar el mundo).

No podía evitar tocar la pistola mientras caminaba, e incluso agarrarla, como si me llamara la culata o necesitara acostumbrarme a su peso y a su tacto y a sostenerla en la mano, a veces la alzaba un poco, siempre dentro del bolsillo, y si la empuñaba del todo llevaba buen cuidado de mantener el dedo sobre el guardamonte y no rozar el gatillo, como me había recomendado Miquelín aunque el arma no estuviera montada. 'Qué fácil debe de ser usarla', iba pensando, 'una vez que uno dispone de ella. O más bien qué difícil no usarla, aunque sólo sea para apuntar y amenazar con ella y para que se la vean a uno. Disparar ya costará mucho más, eso es seguro, pero en cambio pide ser blandida y parecería imposible no complacerla. Quizá las mujeres se resistirían más, pero para un hombre es como tener un juguete que tienta, no deberían estar nunca en poder nuestro, y sin embargo la mayoría de las que se fabrican o se heredan o existen van a parar a nuestras manos, rara vez a las de ellas más cautas.' También tenía cierta sensación vanidosa de invulnerabílidad, o era que al cruzarme con la gente iba pensando: 'Soy más peligroso que ellos en estos momentos y no lo saben, y si alguien se me pusiera chulo o intentara atracarme se podría llevar un buen susto, si yo sacara la pistola probablemente se achantaría o tiraría la navaja y saldría corriendo', y me acordé del momentáneo engreimiento que me había asaltado tras descubrir el miedo que le había infundido a De la Garza sin querer, en su despacho ('Ya puede usted sentirse satisfecho: lo tenía cagado', me había dicho luego el Profesor Rico, sin remilgos ni onomatopeyas). Y también recordé que acto seguido me había repugnado sentirme halagado por tal cosa, lo había juzgado impropio de mí, del que yo era y había sido, de mi rostro presente y de mi rostro pasado, que quizá estaban cambiando con el mañana que ya había llegado. 'Presume not that I am the thing I was. No presumas que soy lo que fui', cité para mis adentros mientras avanzaba. 'I have turn'd away my former self. He dicho adiós a mi antiguo yo, o le he dado la espalda, o de él me he apartado. Cuando oigas que soy como he sido, acércate a mí, y serás como fuiste. Hasta entonces te destierro, bajo pena de muerte, a mantenerte a distancia de nuestra persona…' Eran las palabras del Rey Enrique V nada más ser coronado, muchos años antes de que se mezclara de incógnito una noche con sus soldados, la víspera de la batalla de Agincourt, con todos los elementos en contra y arriesgándose mucho a ser mal juzgado, o, como le dice uno de sus soldados sin saber que es con su Rey con quien habla, a verse en aprietos para rendir cuentas si no es buena causa la de su guerra. Aquellas eran las palabras inesperadas del que hasta hacía muy poco había sido Príncipe Hal, disoluto, juerguista y mal hijo, dirigidas a su aún reciente compañero de farras, el ya anciano Falstaff al que ahora negaba: 'I know thee not, old man. Yo no te conozco, viejo', basta con una frase así para abjurar de cuanto se ha vivido hasta entonces, de los excesos y la falta de escrúpulos, del abuso y de la pendencia, de los prostíbulos y las tabernas y los inseparables amigos, aunque éstos le digan suplicantes a uno, como Falstaff a su querido Príncipe Hal cuando éste apenas había abandonado ese nombre para convertirse en rígido Rey Enrique sin ya posible vuelta atrás ni retorno: 'My sweet boy. Mi dulce niño'. Pero palabras como esas no sólo sirven para enmendarse y dejar atrás una vida licenciosa o de roué avant la lettre, de calavera o bala perdida, sino que asimismo valen para anunciar otras sendas y otros giros o metamorfosis: también yo podía decirles a Luisa y a Custardoy mentalmente, y decirme a mí mismo mientras caminaba: 'No presumas que soy lo que fui. He dicho adiós a mi antiguo yo. Llevo una pistola y encierro peligro, ya no soy quien jamás dio miedo a nadie sabiéndolo, sino que no soy lo que soy, como Yago, o estoy empezando a no serlo'.

Así que volví a apostarme donde había acabado dos días antes, en lo alto de la doble escalera corta del espanto catedralicio, a espaldas de la estatua papal al borde del brinco, oscilando entre aquel punto y el otro cercano, detrás de las rejas y a la izquierda de la tienda en que incomprensiblemente se vendían souvenirs de la pesadilla, entre ambos mediaban unos pocos pasos y desde el uno o el otro divisaba las cuatro esquinas que formaban Mayor y Bailén, así como el portal de madera historiada que quedaba justo enfrente del segundo, aunque más abajo, vería llegar a Custardoy por cualquier sitio, tenía para mí que seguramente aparecería por el mismo camino que cuando lo había seguido, si había vuelto a ir al Museo del Prado, era muy posible que aún no hubiera terminado de tomar sus apuntes y hacer sus esbozos de las cuatro caras del Parmigianino que miraban cada una hacia un lado, o que otro día le tocara fijarse en la deí marido y padre, en la del Conde apartado y aislado como yo mismo, o que tuviera que estudiar otros cuadros para el trabajo que fuese o que proyectase. Y si aquella mañana no había salido, cabía que a la hora del aperitivo se acercara a El Anciano Rey de los Vinos a tomar sus cervezas y sus patatas bravas (no era de extrañar que en la tripa su delgadez lo abandonara), también lo distinguiría allí sentado, si allí volvía a tomar asiento. En todo caso lo vería entrar o salir de su casa, cuando lo hiciera, y me daría tiempo a descender los escalones, cruzar la calle -poco tráfico en aquel tramo- y alcanzarlo en el portal, cuando lo abriera. Al principio me sorprendió verlo abierto, por vez primera, y deduje que sí había portero, lo cual podía ser un inconveniente grande para mi aproximación, un testigo. Pero a los pocos minutos vi cómo el hombre se asomaba a cerrarlo (almorzaría pronto), y me quedé ya más tranquilo, porque tal vez me fueran vitales los segundos que le llevaría a Custardoy introducir su llave y girarla y empujar o tirar del portón y luego darle un manotazo desde dentro o un tirón desde fuera, mi idea era que no pudiera completar uno ni otro. Confiaba en que no llegara o saliera acompañado, por Luisa menos que nadie. 'No vas a volverla a ver', pensé, 'a menos que hoy esté ya contigo', es curioso cómo uno se dirige con el pensamiento a quien quiere mal o a quien se dispone a hacer daño, y a esos uno los tutea siempre, como si lo que vamos a hacerles fuera incompatible con el respeto, o cualquier respeto nos pareciera cinismo a la vista de nuestros planes.

Esperé. Esperé. Esperé. Fui de un lado a otro y del otro al uno, mis pasos hasta la escalera o mis pasos hasta las rejas, oteaba los cuatro ángulos y las ocho aceras, Custardoy podía venir del Viaducto o pasar bajo mis ojos, pegado a la Catedral o pegado al muro, podía llegar desde el Istituto Italiano o subir por la Cuesta de la Vega desde el Parque de Atenas, yo sujetaba con fuerza la pistola bien oculta en mi bolsillo y en algunos momentos me dominaban los nervios, tenía una buena visión de todo pero eran demasiados frentes y debía cambiar sin cesar de atalaya, noté que algunos beatos empezaban a mirarme intrigados -no parecían españoles, acaso lituanos o posiblemente polacos como su antiguo jefe- y, lo que era peor, a imitarme en mis recorridos de un punto a otro, como si temieran estar perdiéndose algo si no lo hacían, el mimetismo de la gente es una plaga internacional hoy en día, me sentí un poco acosado y con ganas de irme. Y fue entonces cuando lo divisé en la distancia, vi a Custardoy acercándose por la calle Mayor, era inconfundible, por la acera de la Capitanía General y el Consejo de Estado, es decir, por la suya, por la de su casa o taller o estudio. Aún aguanté, aún no me moví, aguardé a que llegara a la altura de los semáforos por si acaso cruzaba al otro lado para hacer su parada en la terraza, aunque el día nublado disuadía de sentarse al fresco. También él llevaba gabardina, de buena calidad, negra y muy larga, casi como un guardapolvo, y eso, unido al sombrero distinto que se había calado, una especie de Stetson, de ala más ancha y color crudo o blanco como el de Tom Mix en sus viejísimas películas mudas (hacía falta ser majadero), le confería cierto aspecto de personaje del Lejano Oeste, aquel día habría hecho buena pareja con su amiga Daniel Boone o Jim Bowie. Pero por suerte iba solo, con sus andares decididos y golpeando el aire con los faldones de su gabardina y seguramente con su coleta (a su edad se plegaba a las modas, tenía ímpetu), andares no menos resueltos que los míos un rato antes, y eso que yo llevaba mi Llama. 'No será fácil de doblegar', pensé, 'no será fácil quebrarlo, ni tan siquiera matarlo. Además, tendrá fuerza, la del puro nervio y la impaciencia y el desdoblamiento, ese hombre estará acostumbrado a pasarse horas encerrado con sus pinceles, concentrado y quieto, instalado en la minuciosidad y mirando un lienzo que copiará en otro lienzo para que parezcan el mismo, y cuando los abandone y por fin se levante o abra la puerta y salga a la calle tendrá acumulada una tensión enorme y será explosivo. Sí, no será de los que imploren, sino que opondrá resistencia, ese sujeto no es manso ni asustadizo, lo único que es seguro es que tengo que meterle miedo, más del que él pueda intentar infundirme, no va a quedarse paralizado y con el cuello encogido y los ojos cerrados como De la Garza, ni tampoco yo soy Tupra, que parece poder meterlo cuando quiere, naturalmente, ni soy los hermanos Kray de los que él me habló y de los que había aprendido la espada, aquellos a los que un compañero de calabozo había dado, según Reresby, la más condensada lección para conseguir algo: "Mirad, hay gente ahí fuera, muchísima gente, a la que no le gusta que le hagan daño. Ni a ella ni a sus propiedades. Y mirad, esa gente a la que no le gusta ser dañada, pagan a personas para que éstas no le hagan daño. Sabéis de lo que estoy hablando, ¿verdad? Claro que sí. Bien, cuando salgáis de aquí, muchachos, mantened los ojos bien abiertos, acechad a la gente a la que no le gusta que le hagan daño. Porque hasta a mí me hacéis cagarme de miedo, muchachos. Maravilloso". "Cos you scare the shit out of me, boys. Wonderful", así lo dijo en inglés Tupra, esto ultimo', seguí pensando, seguí recordando, 'con su falsa dicción que acaso sea la original y verdadera suya, allí dentro de su coche quieto tan raudo, a la luz lunar de las farolas, sentado a mi derecha, con las manos todavía sobre el volante inmóvil, apretándolo o estrangulándolo, ya no llevaba los guantes, yo los llevo desde que salí del hotel y hasta que regrese no pienso quitármelos, hasta que regrese con el cuadro limpio, con el acto cometido o con el hecho hecho.' 'Esa es la cosa, Jack. El miedo', había añadido Tupra antes de instarme a ir a su casa a ver aquellos vídeos que no eran para cualquiera, y tras enseñármelos había vuelto a preguntarme: 'Dime ahora: ¿por qué no se puede ir por ahí pegando, matando? Según tú. Ya has visto cuánto se hace y con qué despreocupación a veces, en todas partes. Explícame entonces por qué no se puede'. Y yo había tardado tanto en contestarle algo, nada.

Bajé la escalera rápidamente, estuve a punto de tropezarme con una beata o más bien de arrollarla, Custardoy no iba a la terraza sino a su estudio, había seguido recto y se había detenido en el semáforo de Bailén, yo ya sabía que cuando se le pusiera en verde sólo serían cuarenta y nueve pasos los que lo separarían del portal de su casa y era allí donde debía encontrármelo, no antes de que llegara pero sobre todo no después, porque después la puerta habría vuelto a cerrarse, con él dentro y conmigo fuera. Me arriesgué a cruzar de acera aprovechando que el paso de peatones para mí estaba abierto; ahora ya estaba en la suya, lo vi echar a andar cuando se le pararon los coches, uno, dos, tres, cuatro, cinco, me quedé unos instantes detrás de un árbol, aunque no era un árbol ancho, confiando en que no me viera antes de introducir su llave, en todo caso serían pocos segundos, lo mejor era que tampoco me viera- mientras la introducía, lo mejor era que permaneciera a su espalda el mayor tiempo posible y que él tuviera aún más miedo por no saber quién lo amenazaba, por no verle la cara o no vérmela, que pudiera preguntarse si se trataba de un atraco veloz en el portal o del desvalijamiento más lento de su piso entero o de un fugaz y siempre eterno secuestro a la mexicana, si yo era sólo uno o si éramos varios, si blancos o cobrizos o negros (poco suelen asaltar nuestros negros), o de un ajuste de cuentas inesperado, de la tardía venganza de alguien a quien ni recordara, en cierto sentido ese era mi caso, él no debía ni de acordarse de que Luisa tenía o había tenido un marido, cuarenta y seis, cuarenta y siete, cuarenta y ocho y cuarenta y nueve, y en el momento en que metió la llave y cedió la puerta le puse la pistola en la espalda sin sacarla del bolsillo (así no sabría si estaba o no montada aunque se volviera de pronto, no lo haría, claro que no lo estaba y el dedo sobre el guardamonte, con eso llevaba cuidado), pero apretándole el cañón contra la columna con fuerza, para que no le cupiera duda del arma y para que bien la notara.

– Vamos adentro, y ni una palabra -le dije en un susurro, un susurro en la nuca, con su estúpida y amanerada coleta allí colgándole, me acerqué demasiado y me dio asco.

La puerta ya estaba entreabierta y entró, entramos a la vez, pegados, yo le di el manotazo para cerrarla, con mi mano libre. Ahora ya sabía que sólo éramos uno.

– ¿Qué gilipollez es esta? -dijo-. ¿Es una coña? -Aún no estaba asustado, quizá no le había dado tiempo a ello o era cosa de su carácter. Su tono fue levemente chulesco, o por lo menos soliviantado, no de alarma en ningún caso. 'Sí, va a costar que me tome en serio, no es propenso a alterarse por miedo', pensé en una ráfaga. 'Mal empezamos.'

– No es ninguna coña, y que te calles. Vamos arriba, a tu piso, por la escalera. Despacito y tranquilo, pero sin pararse. Si aparece algún vecino, vamos juntos. Quítate el sombrero y sujétalo con las dos manos. Que no se te caigan las llaves, te sobra mano. -Aquel día no llevaba cartera, quizá no venía del Prado. Le seguía hablando a la nuca, tal vez Luisa se la besaría, podía olerle el pelo, le olía a algo, no mal, se lo lavaría a diario. Me obedeció, se quitó el sombrero ridículo. Ahora ya sabría que yo era de aquí, no del Este ni del Magreb ni hispanoamericano, mi acento no era albanés ni ucraniano, ni árabe ni colombiano ni ecuatoriano, no se me había ocurrido fingir otro o disimular el mío, y había hablado lo suficiente para resultar español inequívocamente, luego ya sabría también que yo era blanco, qué poco tiempo pueden ocultarse las cosas, tampoco había pensado en dirigirme a él en inglés, por ejemplo, a eso estaba acostumbrado-. ¿Tú sabes lo que te hace una bala en la columna? Pues mejor que no te la aloje. Andando. -Ahora además sabría que era una persona semiinstruida, no todo el mundo tiene el verbo 'alojar' tan en la lengua.

– Oiga, si lo que quiere es pasta, se habla y se llega a un acuerdo. No hace falta que subamos ni que me clave el cañón todo el rato. Ni que me exagere el tono.

Ahora ya no sonó tan altivo, pero tampoco amedrentado. Me daba el 'usted', pero aquí no era una forma de respeto, sino de mantener las distancias. Yo lo tuteaba, él a mí no, era una tentativa de manifestar superioridad en medio de su inferioridad evidente, yo tenía la pistola, yo tenía el reloj, como la Muerte del cuadro. No tiraba de él, como el semiesqueleto del Caballero que agarraba del brazo a la anciana, pero estaba a su espalda y lo empujaba, venía a ser lo mismo, yo era el dueño del tiempo y lo encaminaba hacia arriba, él trataba de detener la arena hablando, o el agua, es así como tantos han intentado el aplazamiento y salvarse, en vez de estarse callados. La altivez no lo había abandonado del todo, así me lo indicaba su última frase antes de que lo interrumpiera, 'Ni que me exagere el tono'. Era como si me hubiera dicho 'A mí no me levante usted el tono', sólo que eso no habría cabido, porque le hablaba en susurros.

Entonces saqué el arma del bolsillo un momento y le di un fuerte golpe en el costado derecho con el cañón de la Llama, el gesto fue como de bofetada, sólo que contra las costillas y con la pistola, no en la cara ni con la mano, hizo mucho menos ruido, y además la gabardina encima. Se tambaleó un poco pero no cayó. Tampoco soltó el sombrero pero sí las llaves.

– Que te calles, cómo tengo que decírtelo. Recoge las llaves y andando. -También fue un susurro calmado, que asusta más que un grito, eso creía. Me sorprendió que no me costara propinarle ese golpe, y que no me diera aprensión hacerlo con el arma cargada, quien no está acostumbrado a usar una siempre teme que se le dispare, por mucha precaución que esté tomando. Prevaleció en mí la idea de que tenía que meterle miedo, supongo, o me molestó su última frase, o la palabra 'gilí-pollez' de antes, o me acordé del ojo de Luisa con sus mil lentos colores, atraía hacia mí aquella imagen cada poco rato, me convenía, me cargaba de razón y de furia fría, me fortalecía. No estaba de más que Custardoy probara el daño, algo de daño, ahora se llevó la mano al costado instintivamente y se lo frotó, pero yo le dije en seguida-: Las manos en el sombrero. -Y a quién no le complace dar órdenes que por fuerza van a ser obedecidas, también me di cuenta de eso. A una parte de mi conciencia no le gustó que me gustara, pero no estaba para hacerle caso entonces, el resto estaba ya muy ocupada, tenía algo de lo que ocuparme, no era posible dejarlo a medias, ya había empezado.

Echamos a andar, un escalón tras otro a buen paso, yo pegado a él y agarrándole de la coleta en los giros para que no pudiera aprovechar el segundo en que dejara de encañonarlo de frente, subir el tramo corriendo y encerrarse en su casa si lograba ser muy veloz con la llave (no lo conseguiría en ningún caso, pero prefería que ni lo intentase), debía de sentir como una humillación que le tocara el pelo, me abstuve de darle tirones, bien podía haberlo hecho. Tuvimos suerte, quiero decir que yo la tuve y él no, porque subimos hasta el tercer piso sin cruzarnos con nadie, era uno de los que tenían balcones.

– Aquí estamos -dijo ante su puerta-. Ahora qué.

– Ahora abre. -Así lo hizo, dos llaves, una larga del cerrojo y otra corta de la cerradura-. Vamos al salón, tú guías. Pero ni un solo movimiento raro. La espina dorsal, acuérdate. -Yo seguía notando mi cañón contra su hueso, bien centrado, al entrar se lo había elevado hasta el adas, el arma fuera ya del bolsillo en cuanto cerré la puerta a mi espalda.

Recorrimos un breve pasillo y desembocamos en un salón o estudio muy amplio con buena luz pese al cielo nublado ('Aquí ha estado Luisa', pensé al instante, le será familiar este espacio'). En seguida vi cuadros en el suelo, vueltos contra las paredes, apiñados unos tras otros, formando filas, como si dijéramos, de tres o cuatro, puede que algunos estuvieran sin pintar todavía, en blanco. O le encargaban muchos retratos o hacía numerosas copias hasta alcanzar la definitiva; porque solicitado estaba y vender vendía, en aquel salón había buenos muebles y bienestar y hasta lujo, en medio de cierto desorden, me dio envidia una chimenea. Vi en los muros algunas pinturas colgadas, estas sí de cara, seguramente no eran suyas, aunque quién sabía, si era tan excelente copista, al primer golpe de vista me pareció distinguir un pequeño Meissonier de caballero fumando en pipa y un retrato más grande de Mané Katz o de alguien por el estilo, algún ruso o ucraniano pasado por París (si eran originales no eran nada baratas, pero no tan caras como las de casa de Tupra). Vi un caballete, el lienzo que sostenía también estaba de espaldas, tal vez Custardoy quitaba de su vista siempre aquello en lo que trabajara, en cuanto paraba de trabajar en ello, para no tener que seguirlo viendo durante sus descansos, quizá fuera el retrato de la Condesa y sus hijos, en el que ya había empezado. Podía mirarlo si quería, era el dueño del tiempo y de todo. Pero no lo hice, estaba ocupado.

Ya era hora de que se volviese, y por lo tanto de que me viera el rostro. No sabía si me reconocería de algo, del Prado o de nuestro recorrido o de las posibles fotos que Luisa le hubiera mostrado, la gente es muy dada a enseñar viejas fotos, como si quisiera que se la conociera antes del tiempo en que se la ha conocido, sucede sobre todo entre los amantes, 'Así era yo', parecen decirse el uno al otro, '¿también entonces me habrías querido? Y si así es, ¿por qué no estabas? '. Antes de permitirle volverse y ordenarle que se sentara tuve un momento de desconcierto: 'Qué hago yo aquí con una pistola en la mano', pensé o me dije, y me respondí en seguida: 'No, en absoluto debo extrañarme. Esto tiene razón de ser y hasta necesidad puede que tenga: voy a salvar a Luisa de la zozobra y de la amenaza y de su mala vida futura, voy a hacer que respire tranquila y que pueda dormir por las noches sin miedo, voy a impedir que mis hijos padezcan y que a ella le hagan daño y heridas, o aún más daño o que le den la muerte'; y justamente al responderme eso me vino a la memoria otra cita, la del fantasma de una mujer, la Reina Ana que tanto sufrió entre las sábanas de su segundo marido porque 'el pesar rondó tu cama', el sanguinario Rey Ricardo que había apuñalado en Tewkesbury al primero, 'in my angry mood' según dijo para sus adentros una vez el asesino, esto es, 'en mi humor airado'; y así ella, una vez muerta, le deseó lo peor en el campo de Bosworth al alba, cuando ya era demasiado tarde para rehuir el combate, y en sueños le susurró esto: 'Tu mujer, esa desdichada Ana, tu mujer, Ricardo, que nunca durmió una hora tranquila contigo, llena ahora tu sueño de perturbaciones. Mañana en la batalla piensa en mí, y caiga tu espada sin filo: desespera y muere'. Yo no podía dejar que eso le sucediera a Luisa, que nunca durmiera una hora tranquila con Custardoy si un día él ocupaba mi almohada y el hueco en mi cama tibia o ya fría, yo era el primer marido pero nadie iba a apuñalarme en su humor airado ni a cavar mi tumba aún más hondo, en la que ya estaba sepultado, mi recuerdo suprimido con el primer terror y la primera súplica y la primera orden, todo yo convertido en una sombra envenenada que va diciendo adiós poco a poco mientras languidece y se transforma en Londres expulsado del tiempo de ella y del de los niños (y tonto yo, yo insustancial, tonto yo y frívolo y crédulo). 'No, ella no es aún una viuda ni yo soy un muerto merecedor de duelo', pensé, 'y como no lo soy no se me puede sustituir tan pronto, del mismo modo que las manchas de sangre no salen a la primera y hay que frotarlas y limpiarlas con ahínco y a conciencia, y aun así parece que nunca vaya a desaparecer el cerco, lo que más cuesta borrar o lo que más se resiste -un susurro, una fiebre, un rasguño-. Sin duda ella no tendrá deseo ni intención de hacerlo, pero se verá obligada a decirle a su amante presente o futuro, o a decirse: "Todavía no, amor mío, espera, espera, no es aún tu hora y no me la arruines, dame tiempo y dáselo a él, a este muerto vivo, su tiempo que ya no avanza, dáselo para difuminarse, deja que se convierta en fantasma antes de ocupar tú su sitio y ahuyentar su carne, déjalo convertirse en nada y aguarda a que no quede olor en las sábanas ni en mi cuerpo que el pesar ronda y ronda, deja que lo que fue no haya sido". Pero yo soy aún, luego es seguro que he sido, y de mí nadie puede decir todavía: "No, esto no ha sido, nunca lo hubo, no cruzó el mundo ni pisó la tierra, no existió y nunca ha ocurrido". Soy además el que puede matar a ese segundo marido ahora mismo, con mis guantes puestos y en mi humor airado. Llevo una pistola en la mano y está cargada, sólo tendría que montarla y apretar el gatillo, y a este hombre aún lo tengo de espaldas, ni siquiera vería mi rostro, hoy ni mañana ni nunca, o hasta el Juicio Final si es que lo hubiera'.


En verdad daba lo mismo que me viera la cara, al fin y al cabo iba a hablarle de Luisa y en cuanto lo hiciera sabría quién era yo sin asomo de duda, y además era probable que ella le hubiera contado de mi aparición repentina en la ciudad, después de tantísimos meses, lo más seguro era que a estas alturas ya se imaginara que era el maldito marido imbécil el que lo encañonaba, qué plasta de tío y qué cretino y qué loco, por qué no se había quedado en su sitio. 'A menos que sea a mí a quien no le convenga verle a él la cara y los ojos de frente, la mirada', pensé, 'ni cruzar palabra con él más allá de las ya pronunciadas en el portal, esas han sido indiferentes y no entre individuos, sino meras órdenes impersonales. Siempre se dice que los sicarios evitan mirar a sus víctimas a los ojos, que hacerlo es lo único que puede crearles dudas e impedirles el degüello o el disparo o retardárselos al menos y dar tiempo al otro para decir algo o intentar defenderse, lo único que puede malograr su misión y conducirlos a errar el blanco, tal vez lo mejor sea terminar ahora mismo según la consigna de Tupra, sin esperar ni entretenerme, sin dar explicaciones y sin curiosidad alguna, como no se las dio ni la tuvo Reresby por De la Garza, sin que ni siquiera llegue a volverse, un tiro en la nuca y se acabó, adiós Custardoy, fuera del cuadro, asegurado, sin vuelta de hoja como todo acto cometido y todo hecho hecho, si hablo con él y le miro el rostro se me hará más difícil y empezaré a conocerlo y también para mí será alguien como ya lo es para Luisa, para ella es alguien importante a quien tiene miedo y devoción a la vez seguramente, quizá debo verlo y oírlo para imaginármelo, es a lo más que puedo aspirar, porque cómo lo mira ella a él, eso yo nunca lo voy a saber, y esa es mi condena eterna…'

Pero en realidad ignoraba lo que me tocaba hacer, para asegurarme, to just deal with him y make sure he was out of the picture, como me había indicado desdeñoso Tupra con su risa paternalista, ojalá hubiera sido más explícito o yo hubiera sido bilingüe y le hubiera entendido con exactitud absoluta, o acaso hay en todas las lenguas ambigüedades irresolubles. 'Si de verdad no sabes cómo, Jack, entonces es que no puedes hacerlo', me había dicho. No sabía cómo, en efecto, pero ya estaba metido en faena. No podía pegarle así como así a Custardoy un tiro y dejarlo seco por la espalda, no sin adentrarme en mi humor más airado y sin tener más certeza, Luisa había negado que él le hubiera hecho daño, a mí y a su hermana, yo no había visto la acción sino sólo los resultados, algo que en un juicio no me habría valido para probar nada en su contra. 'Sin embargo no estoy en un juicio', pensé, 'no se trata de eso, los hombres como Tupra y como Incompara, como Manoia y como tantos otros y como los que vi en los vídeos, como la mujer que apareció en uno de ellos con las faldas remangadas y un martillo en la mano con el que machacaba un cráneo, quién sabe si como Pérez Nuix y como Wheeler y Rylands, todos esos no celebran juicios ni reúnen pruebas sino que resuelven problemas o los cortan de raíz o abortan su posibilidad o se los quitan de encima, les basta con saber lo que saben porque lo han visto con su don o su maldición desde muy pronto, han tenido el valor de mirar a fondo y de traducir y de seguir pensando más allá de lo necesario ("Y qué más. No has hecho más que empezar. Sigue. Vamos, corre, date prisa, sigue pensando", nos decía mi padre a mis hermanos y a mí de niños, de jóvenes), y de adivinar lo que sucederá si no intervienen; ellos no detestan el conocimiento como la mayoría de las personas tan pusilánimes de nuestro tiempo, sino que lo afrontan y lo anticipan y lo incorporan y son de los que no avisan por tanto, o no a veces, de los que toman resoluciones en la distancia y sin que sus motivos sean apenas identificables para el que padece las consecuencias o para el ocasional testigo, o sin que los actos establezcan con esos motivos un vínculo de causa a efecto, y todavía menos las pruebas de la comisión de tales actos. Esos hombres y esas mujeres no las necesitan, en esas arbitrarias o fundamentadas veces en que no mandan la menor advertencia ni aviso antes de soltar el sablazo, ni siquiera necesitan en ellas las acciones cumplidas, los acontecimientos, los hechos. Tal vez les basta con lo que saben que se daría si en el mundo no hubiera coacciones ni impedimentos, con lo que ellos ven como capacidades seguras de las personas, que si no llegan a desplegarse con toda su fuerza y su daño es sólo porque alguien -yo, por ejemplo- las disuade o se lo impide, pero no por falta de cuajo ni de ganas en ellas, se lo dan por descontado, todo eso. Quizá les basta convencerse de lo que en cada caso habría si no lo frenaran ellos u otros centinelas -la autoridad o las leyes, el instinto, el crimen, la luna, el miedo, los invisibles vigías-, para adoptar medidas escarmentadoras si esas son las recomendables, las que tocan según su criterio. Son los que conocen y asumen y hacen suya -una segunda piel- esa actitud irreflexiva, resuelta (o es de una reflexión tan sólo, la primera), que también forma parte del estilo del mundo, ese estilo inmutable a través de los tiempos y de cualquier espacio, y así no hay por qué cuestionarla, como tampoco hay que hacerlo con la vigilia y el sueño, o el oído y la vista, o la respiración y el habla, o con cuanto se sabe que "así es y así será siempre".

Se suponía que yo era como ellos o uno de ellos, que poseía la misma capacidad de penetración e interpretación de la gente, de ver los rostros mañana y de describir lo aún no ocurrido, y con Custardoy estaba al cabo de la calle si no más allá todavía, no tenía certidumbre alguna pero sabía que no me engañaba: era un tipo peligroso y seductor y envolvente y violento, capaz de crear dependencia hasta de sus horrores y su falta de escrúpulos, de su despotismo y su desprecio, y yo no debía dejarle salida, no debía darle la oportunidad de explicarse, de negar ni de rebatir ni de argumentar ni de convencerme, ni tan siquiera de hablarme. Tupra llevaba razón a la postre: 'Pero yo creo que sí sabes cómo', me había dicho antes de colgarme. 'Lo sabemos todos siempre, aunque no estemos acostumbrados. Otra cosa es que no nos veamos en ello. Es cuestión de verse.' Quizá era sólo cuestión de verme como Sir Death por vez primera, al fin y al cabo ya tenía la pistola en la mano y ese era mi reloj de agua o arena, y tenía también los guantes puestos, sólo hacía falta amartillar el arma, pasar el índice del guardamonte al gatillo y a continuación apretarlo, todo estaba a un paso y había tan poca diferencia física entre una cosa y la otra, entre hacerlo y no hacerlo, tan poca distancia en el espacio… Y no, no necesitaba certezas ni pruebas si me convencía de ser enteramente, al menos durante aquel día, de la escuela de Tupra que era el estilo de tantos y quizá del mundo, porque su actitud no era preventiva, no exacta o exclusivamente, sino más bien punitiva o recompensadora según los casos y los sujetos, que él ya veía y juzgaba en seco y sin necesidad de ponerse en mojado, por utilizar las expresiones de Don Quijote al anunciarle a Sancho las locuras que haría por causa de Dulcinea sin que ella le diera quebrantos ni celos, luego cuántas más si se los daba. O bien los entendía, los casos, con la página sin aún escribirse, y quizá por eso para siempre en blanco. 'Pero no, si yo disparo la mía ya no estará en blanco', pensé, 'y si no lo hago tampoco lo estará totalmente, después de todo esto y de haberlo considerado y de haberle apuntado. Nunca nos libramos de contar algo, ni creyendo dejar nuestra página en blanco. Y ocurre entonces que las cosas, aunque no se cuenten ni tan siquiera pasen, jamás logran estarse quietas. Es horrible', me dije. 'No hay manera. Aunque ni siquiera se cuenten. Y aunque ni siquiera pasen.' Miré con atención la pistola al final de mi brazo, una vieja Llama, como miraba su reloj la Muerte en el cuadro de Baldung Grien, lo único por lo que se guiaba y no por los vivos que tenía a su lado, para qué, si ya estaba contemplando sus rostros mañana. 'Y entonces qué más da que pasen. "Tú y yo seremos de los que no imprimen huella", eso me dijo una vez Tupra, "dará lo mismo lo que hayamos hecho, nadie se ocupará de contarlo, ni siquiera de averiguarlo." Y además', me seguí diciendo, llegará un día en que todo esté nivelado y la vida sí que no será contable, y en que a nadie le importará nada nada.' Pero ese día aún no había llegado y tuve curiosidad y tuve miedo -And in short, I was afraid--, y sobre todo tuve tiempo para preguntarme, como en aquellos versos que conocía y que aseguraban que lo habría sin duda: 'And indeed there will be time to wonder, "Do I dare?" and, "Do I dare?" Time to turn back and descend the stair…'. Tiempo para preguntarme si me atrevería y me atrevería, sabiendo que también lo habría para volverme atrás y descender la escalera, y hasta para hacerme la pregunta completa que en el poema viene un poco más tarde -'Do I dare disturb the universe?'- y que nadie se hace antes de obrar ni antes de hablar porque todo el mundo se atreve a ello, a turbar el universo y a molestarlo, con sus rápidas y pequeñas lenguas y con sus mezquinos pasos, 'So how should Ipresume?'. Y eso fue lo que aún retuvo mi dedo sobre el guardamonte y mi mano sin amartillar el arma, eso fue lo que me pasó, y además sabía que siempre quedaría tiempo para apoyarlo en el gatillo y disparar, tras montarla con un solo gesto, me lo había enseñado Miquelín. -Date la vuelta y siéntate ahí -le dije a Custardoy, y le señalé con mi mano libre el sofá, seguro que se habría sentado en él con Luisa más de una vez, quizá hasta se habrían echado-. Las manos encima de la mesa, que las vea yo. -Delante había una mesita baja, como en casi todos los salones del mundo-. Apoya bien las palmas y no las muevas para nada.

Custardoy se dio la vuelta como le había ordenado y por fin le vi la cara de frente y sin trabas, lo mismo que él a mí. Sonreía un poco y eso me provocó irritación, con unos dientes largos que le iluminaban el agudo rostro y le conferían cordialidad o casi. Parecía tranquilo e incluso semidivertido, a pesar del golpe en el costado, eso le había tenido que doler y asustar. Pero probablemente sabía quién era yo para entonces, aunque sólo fuera por intuición y descarte, y tal vez contaba con su propia capacidad interpretativa, lo bastante buena para estar seguro de que el marido de Luisa no iba a pegarle un tiro o no todavía, esto es, no sin hablar antes con él. (Tampoco casi nadie piensa totalmente en serio que se lo van a pegar, ni siquiera cuando tiene delante un cañón.) Sus ojos enormes y separados y negros y sin apenas pestañas eran en verdad desagradables y en seguida noté su asimiento, cómo me repasaban con gran rapidez y -cómo decirlo- con una especie de afán de intimidación, extraño e impropio de las circunstancias. Su media sonrisa era en cambio afable, como si pudiera desdoblarse en dos personas a la vez. No entendía cómo a Luisa podía gustarle, si bien había en él algo chulesco y vulgar -obsceno y bronco y frío- que atrae a muchas mujeres, eso lo he visto y lo sé. Antes de sentarse se acarició el bigote, se centró la coleta con un ademán inevitablemente femenino, arrojó el sombrero sobre el sofá y me preguntó:

– ¿Puedo encenderme un pitillo? Fumando también me verás las manos, ¿no? -Y a continuación se sentó cuidando de no arrugarse los faldones de la gabardina. Había pasado a tutearme, y eso me reafirmó en mi sospecha de que me había identificado.

– Yo te doy uno -le contesté, no quería que se llevara una mano al bolsillo. Le ofrecí un Karelias y saqué otro para mí. Los encendí sin cambiar de llama y los dos aspiramos el humo al mismo tiempo, durante un instante parecimos amigos, dando la primera calada en silencio. Los dos nos habíamos llevado un susto, el tabaco nos venía bien. Pero el susto no había terminado, y el suyo había de ser por fuerza mucho mayor que el mío, al fin y al cabo yo me lo daba tan sólo a mí mismo, al verme haciendo lo que estaba haciendo, y eso supone siempre un susto controlado y menor y al que puede uno poner fin. La conversación que siguió fue muy veloz.

– Bueno, qué coño te pasa -dijo Custardoy-. Tú eres Jaime, ¿verdad? -La utilización del taco denotaba aplomo y cierta falta de respeto, a menos que hablara normalmente así (tampoco tenía por qué guardármelo, le sobraban motivos para estar cabreado conmigo); fingidos o auténticos, pensé en todo caso que aún no le había metido suficiente miedo, cómo podía hacer. Me senté de lado en el brazo de un sillón, así quedaba no sólo de frente, sino a mayor altura que él.

– Quién te ha dicho que hables. Aún no te he dicho que hables. Sólo que fumes. Así que fuma y calla, joder. -Solté mi taco para no ser menos y balanceé un poco la Llama. Esperaba que él no estuviera familiarizado con el manejo de las armas de fuego, o notaría que el que no lo estaba era yo. No resulta fácil dar miedo si uno no está acostumbrado a darlo. Yo sabía que podía lograrlo (lo había hecho alguna vez), de la misma manera que me sabía o me suponía capaz de matar, o por lo menos no incapaz; pero para ambas cosas debía estar -quizá- fuera de mis casillas, en verdad soliviantado o furioso o poseído por una sostenida sed de venganza, y en aquel momento no me sentía así o no lo bastante, tal vez me había relajado al haber cumplido sin apenas contratiempos la primera fase de mi poco planeado plan, la de interceptar a Custardoy, subir hasta su piso y encerrarme allí con él. Me faltaba odio. Me faltaba conocimiento. Me sobraba tibieza. Me faltaba calor. Y, a diferencia de Tupra, también carecía de la suficiente frialdad.

– Bueno. Pues habla tú, ¿no? No dispongo de todo el puto día para memeces de trastornado. Qué me quieres con esa pistola. Dónde vas tú con eso, chaval. -Y amagó de nuevo una sonrisa con su dentadura luminosa y larga, que lo hacía casi simpático y restaba agresividad a su perfil. Seguía recordándome a alguien, ahora no tenía tiempo de recordar a quién.

Custardoy era valeroso o demasiado confiado. O trataba de no amilanarse pese al arma del trastornado apuntándole al pecho, o estaba convencido de que no haría uso de ella. Aquellas frases habían sido despreciativas, como si quisiera disminuirnos con ellas, a mí y al arma. Se había atrevido a llamarme 'chaval' (odio a la gente que dice 'chaval'), intentaba aniñarme, que me sintiera un crío ridículo con mi anticuada pistola en la mano. Si se trataba de lo segundo, de un exceso de confianza, me pregunté qué fallaba para que se mostrara aún tan altivo: le había dado ya un golpe, ya le había hecho algo de daño, él tenía que haber registrado que si era capaz de eso lo sería de más. Llevaba camino de enfurecerme -o de tocarme los cojones, en aquel contexto-, si continuaba así. Me convenía que continuara así. O tal vez no, tal vez consiguiera que me viera finalmente grotesco y pueril, en aquella situación.

– Escúchame bien -le dije-. Vas a dejar de ver a Luisa Juárez, desde hoy mismo. Se acabó. No más golpes ni cortes ni ojos morados. Tú ya no la vuelves a tocar.

Pensé que negaría esto último y que me contestaría 'No sé de qué me hablas' o algo así. Pero no fue eso lo que me respondió, no fue a lo que dio más importancia:

– ¿Ah sí? ¿Porque lo dices tú? Tiene hostias, oye. Tiene hostias la pretensión. -Fue irritante su manera de decir esto, como si no se dirigiera a mí, sino a un tercero invisible, a un imaginario testigo con el que se permitiera hacer burla-. Eso lo tendríamos que decidir ella y yo, ¿no te parece?

Sí, claro que me parecía. No tenía derecho a inmiscuirme y todo eso, ella era libre, ella era adulta, a lo mejor hasta estaba muy contenta con él, no me había pedido opinión ni protección, ni siquiera se había dignado informarme de su vida actual, de su vida que no me atañía; claro que estaba de acuerdo. Pero todo eso ya sobraba, había resuelto inmiscuirme y emplear la fuerza y el miedo, y entonces uno debe dejar de lado los argumentos y los principios, el respeto y las reservas morales y los escrúpulos, porque uno ha decidido hacer lo que quiere hacer e imponerlo, conseguir sus propósitos sin más ni más, y ahí, como en cualquier guerra iniciada, ya no debe intervenir ni contar la razón. Una vez cruzada la raya, da lo mismo tenerla o no, se trata tan sólo de salirse uno con la suya, de vencer y someter y prevalecer. Él la pegaba y debía cesar, eso era todo. 'Just make sure he's out of the picture', me repetí. Yo tenía que salir de aquella casa con Custardoy suprimido, borrado como una mancha de sangre, eso era todo. Y me creció la determinación.

– Sí -le reconocí-, tendríais que decidirlo ella y tú. Pero no va a ser así. Lo vas a decidir tú. Tú la vas a abandonar hoy mismo. O a ella o el mundo, listo, tienes para elegir, tú sabrás lo que prefieres abandonar. Pero ya te darás cuenta de que a ella la abandonas de todas formas.

Por primera vez lo vi dudar, quizá hasta le vi temor. 'Meterle un tiro', pensé, 'se ha dado cuenta de que no es difícil, de que basta con no ser lo que uno es durante dos segundos, o con sí ser lo que uno no es -uno no es un asesino y de repente ya lo ha sido y lo es para la eternidad-, de que a cualquiera con un arma en la mano le puede dar la ventolera de pronto, le puede dar por ahí si durante un solo instante deja de percibir la magnitud del gesto, de un solo gesto sencillo o más bien de dos, amartillar el arma y apretar el disparador, pueden ser casi simultáneos como en las películas del Oeste levantar el percutor y darle al gatillo, esto aquí y esto allá, lo uno y lo otro, arriba y atrás y ya está, a cualquiera se le va la mano y luego el dedo, la mano que mete una bala en el cañón o recámara con un movimiento y a continuación el índice hacia atrás, esta arma pesa y cuesta sostenerla, pero la mano y el dedo se van ellos solos como si en verdad no los moviera nadie, ninguna conciencia ni voluntad, acarician y se deslizan y resbalan casi, ni siquiera hay que hacer el esfuerzo que siempre exige una espada, hay que alzarla primero y después abatirla y ambos movimientos requieren toda la fuerza del brazo o incluso de los dos, y así no pueden manejarla los niños ni muchas mujeres ni los hombres enclenques, y en cambio la pistola está al alcance del ser más débil y del más temeroso y del más idiota y del de menos mérito -mucho más todavía que la deshonrosa ballesta, la pistola democratiza el matar-, y cualquiera puede causar un daño irreparable con ella, no hace falta más que dejarse ir. Y si ahora yo monto el arma, Custardoy se aterrará.'

Y nada más pensarlo la monté, pese a la advertencia de Miquelín. Pero fue sólo una prueba y un instante, fue para ver cómo sus ojos negros y raros despedían una chispa de pánico, nada más que una chispa, pero yo se la vi. Y acto seguido puse el pulgar ante el percutor y bajé éste, y saqué el proyectil que ya había pasado al cañón o recámara o como se diga y me lo guardé, desmonté la Llama. Pero él ya se había dado cuenta de cuan rápido se la montaba y de que entonces las balas ya podían salir -un gesto más, y otro, y otro- hacia su cabeza o su pecho, hacia un brazo o una pierna, hacia su coquilla que quedaría hecha hilazas como la de la Muerte del cuadro o hacia donde se me antojase apuntar. 'Oh sí, qué extraña sensación', pensé, 'tener a un hombre a tu merced. Decidir que viva o muera, o ni siquiera es cuestión de decisión.'

Pero Custardoy aguantaba el tipo, o acaso es que quería tener razón, o, ya que no lo amparaba un arma, trataba de disuadirme o de amedrentarme o de hundirme, o de cavar mi tumba aún más hondo, con sus feas palabras y con su voz. Su voz no surgía nítida, sino que raspaba un poco, como si en su garganta hubiera unos diminutos pinchos semejantes a los del rodillo metálico de una caja de música, que son de hecho los que se enganchan con las varillas y determinan o marcan la melodía repetitiva y única. Lo que dijo salió arrastrándose, como si aquellas púas se lo hicieran lento de proferir. En todo caso mantenía las manos sobre la mesa. Se había acabado el cigarrillo pero no se olvidaba de obedecer mi orden anterior, eso era buena señal.

– Mira, Jaime. -Y me molestó indeciblemente que me llamara por mi nombre de pila, esto es, en la forma que empleaba Luisa y que sin duda le habría oído a ella (qué vergüenza me daba esa idea) al hablarle ella de mí-. Todo esto es una gran gilipollez, y de aquí a un rato, cuando hayas salido de aquí, tú serás el primero en verlo así. ¿Qué es lo que te molesta tanto? No será que me la tire de vez en cuando, a buenas horas. Tú harás lo mismo en Londres con quien te dé la gana, y a eso te tienes que acostumbrar, no me creo que no estés ya hecho a la idea, qué cojones, entre vosotros hubo lo que hubo y ya no lo hay. Pasa todos los días. Es que esto no me lo creo. -Se detuvo y se rió un poco, aún no veía del todo el peligro, mi peligro, con su risa que lo hacía casi agradable y más atractivo-. Es que de verdad, tiene gracia, es que esta escena es lo último que me podía esperar, la verdad. ¡Una escena de ópera, joder! -Esto volvió a decirlo como si le hablara a un tercero, a un fantasma presente en la habitación y no a mí, y eso me ponía negro. A lo mejor estaba ya relamiéndose al pensar en contárselo más tarde a un amigo ('¿Sabes lo que me ha pasado hoy? Tiene cojones, no te lo vas a creer'), o quién sabía si a la propia Luisa ('¿A que no sabes quién me ha visitado hoy, y además pistola en mano? Con vaya elemento te fuiste a casar, joder, no lo conoces, nada que ver con lo que me habías contado de él, está grillado de verdad'). Pero a Luisa no iba a volverla a ver, él no lo sabía, yo sí. Dudaba que fuera tan malhablado con ella; sin ella desde luego lo era, los tacos le salían naturales, a buen seguro mucho más que a mí, que no debía forzarlos cuando tocaban pero sí instalarme en su registro, para mí bien conocido como para casi todo el mundo, pero que no solía frecuentar.

– Tú sabes lo que me molesta. Tú sabes lo que no te consiento, cabrón. A partir de hoy, ya te lo he dicho, tú no la vuelves a tocar.

Todavía tuvo arrestos. Jugaba fuerte. Se arriesgaba a encender mi tibieza, me la debía de notar, y a que se me fueran la mano y el dedo. Quizá le valía la pena: quizá intentaba no sólo tener razón sino privarme a mí de ella, abrirme bien los ojos, quitarse de encima el estúpido e inesperado problema y seguir con su vida, hacerme así desistir.

– Ya. Qué. Los golpes -dijo, y cada palabra se arrastraba como la música en la caja de música, le salían todas lentamente y como enganchadas, raspadas, había algo de chulería madrileña antigua, quizá, también, en aquella manera suya de hablar. Luego añadió una trivialidad, que sin embargo me dolió cuando entendí lo que me estaba diciendo, tardé unos segundos porque me costó entenderlo o no quise, o lo tuve que encajar-. Mira, chaval -otra vez la palabra odiosa que me disminuía-, cada sexualidad es cada sexualidad, con unas personas sale entera y con otras no. ¿Contigo no pasó? Vale, qué quieres que te diga, chaval, no lo sabía. Conmigo ha podido pasar y a cada uno hay que darle lo que le gusta. ¿O no? Yo no le he hecho nada que ella no haya querido, ojo. ¿Nos entendemos? Vamos a ver si no me culpas de lo que no tengo culpa, vamos a ver si nos entendemos, joder.

Sí, tardé unos segundos. 'Qué me está contando este tío', pensé. 'Me está contando que a Luisa le va que le casquen, me lo está contando a mí. No puede ser. Es mentira', pensé, 'la he conocido íntimamente durante años aunque ahora haga algún tiempo que no, y nunca le he visto el menor rasgo de eso, lo habría percibido aunque fuera mínimamente, algún indicio, un interrogante, un atisbo, este tío intenta escaquearse, intenta justificarse, librarse, ha comprendido por qué estoy aquí y que ese motivo sí es grave y lleva ya un rato preparando su explicación falaz, él sabe que lo que no voy a hacer es ir a preguntarle a Luisa y aprovecha para decirme que él sólo hace daño a quien se lo pide, algo así, pero Cristina me habló del espanto de las mujeres que se acostaban con él, de algunas, también de su silencio posterior o su ocultación de las prácticas, por qué callarán, si fuera una mala bestia lo contarían, se pondrían sobre aviso unas a otras, se prevendrían, por ejemplo esas putas con las que va, a veces hasta de dos en dos. Pero no, esto no puede ser y no es', me lo sacudí. Qué malo es que le cuenten a uno, de todas formas, qué malo es que nos metan ideas en la cabeza, aunque sean insólitas y descabelladas y aunque no se sostengan y resulten inverosímiles (pero todo tiene su tiempo para ser creído), cualquier dato que registra la mente se queda en ella hasta que lo alcanza el olvido y el olvido siempre es tuerto, cualquier relato o información y también hasta la posibilidad más remota se graba, y por mucho que uno limpie y restriegue y borre, ese cerco es de los que no salen jamás; cómo se entiende que la gente deteste el conocimiento y niegue lo que está ante sus ojos y no quiera enterarse de nada y repudie saber, que evite la inoculación y el veneno y lo aparte nada más vislumbrarlo o sentir su proximidad, lo mejor es no exponerse, qué comprensible es que casi todos hagamos caso omiso de lo que vemos y adivinamos y anticipamos y olemos, y que arrojemos a la bolsa de las figuraciones lo que se nos aparece claro durante un instante, antes de que se nos pueda asentar en el ánimo y nos lo deje turbado para siempre jamás, y así nada tiene de particular que no estemos dispuestos a conocer ningún rostro, ni hoy ni mañana ni ayer. 'Cuál es el mío ahora', me pregunté. 'Cuál es el de Luisa, que yo creía tener descifrado a todos los efectos y de arriba abajo, del pasado al futuro y del mañana al ayer, y viene este hijo de puta a hablarme de su sexualidad y a decirme que a él le pide caña en la cama, es de chiste, no debo creerle ni preguntarme siquiera al respecto, pero las personas cambian y sobre todo descubren cosas, los malditos descubrimientos que nos las quitan y se las llevan lejos, con la joven Pérez Nuix yo descubrí el placer de fingir que no se hace lo que se hace o de simular que no ocurre lo que está ocurriendo, no es lo mismo, creo yo, aquello fue algo político, un juego tácito, pero eso es lo que me diría este cabrón, que es todo un juego, un juego erótico, maldita sea la puta que lo parió, todo es posible pero no puede ser. El ojo morado de Luisa no era un juego, y una mierda era un juego, y sin embargo Custardoy ha dicho "Ya. Qué. Los golpes", por qué ha utilizado el plural si yo sólo he podido ver uno, quién sabe si bajo su vestido tendrá más, en su cuerpo, en este viaje yo no he visto a Luisa desnuda ni la voy a ver, seguramente no la veré nunca más y este hijo de puta sí, a menos que yo se lo impida y lo saque del cuadro ahora mismo y para siempre, sin vuelta de hoja y sin más espera, don't ever linger or delay, volver a montar el arma y apretar el disparador, es correr la mano sobre el cerrojo y mover un dedo, esto y esto, adelante y atrás y una bala en la frente y se acabó, llevo mis guantes, para siempre fuera del cuadro y se acabaron los golpes, se acabó la cama y las gracias y los donaires, está todo en mi mano y ni siquiera tengo por qué oírle ni hablarle más.'

Y sí, amartillé, monté el arma, y por primera vez pasé el índice del guardamonte al gatillo, acordándome de que era esa la advertencia de Miquelín y creyendo que cumplía el precepto, 'Nunca el dedo sobre el gatillo hasta que estés bien seguro de que vas a disparar'. Y lo estuve, lo estuve, lo estuve durante unos segundos -uno, dos, tres, cuatro, cinco; y seis-, y después ya no. No sé lo que lo salvó aquella vez, no fue callar, o es que fueron varias las cosas -pensamientos, recuerdos, y un reconocimiento-, agolpadas todas en seis segundos o tal vez fueron siete, o acaso algunas me vinieron más tarde y así tuvieron más tiempo para ser pensadas o recordadas, ya de vuelta en el hotel. 'Cuál es mi rostro ahora', volví a pensar. 'Se une al de tantos hombres y no tantas mujeres que han tenido la vida de otro en sus manos, y en seguida puede unirse al de los que se la quitaron. No al de Reresby, que al final no se la arrebató a De la Garza, y si ha acabado con otras no fue en mi presencia, lo mismo que Wheeler con sus brotes de cólera y de malaria y peste. Pero sí al del malagueño atravesado de Ronda que toreó y entró a matar a Mares, y al de la madrileña que se jactó en un tranvía de haber estampado a un niño contra una pared, y al de los milicianos que se cargaron en una cuneta a mi tío Alfonso cuando era muy joven, e incluso a los de Orlov y Bielov y Carlos Contreras, que torturaron y tal vez desollaron vivo a Andreu Nin en Alcalá; al del Vizconde de La Barthe, que mandó fusilar en las playas a Torrijos y a otros diecisiete según el cuadro, nada más desembarcar, pero en la realidad o en la historia le cupieron muchos más; al de los resistentes o estudiantes checos que cometieron el atentado contra el Protector nazi Heydrich con envenenadas balas de bottox, y al del jefe Spooner que lo planeó todo desde el Special Operations Executive inglés, el SOE; al de los ocupantes alemanes que arrasaron el pueblo de Lidice con su odio al lugar y mataron rápido o lento a ciento noventa y nueve varones y ciento ochenta y cuatro mujeres en represalia, el 10 de junio de 1942; al de los sicarios que ametrallaron a cuatro desgraciados en otra playa escondida, esta de Calabria, no lejos de Crotone, en el Golfo de Taranto, tres hombres y una mujer, y además esto lo he visto yo; y al del individuo que le chilló a otro en un garaje, tan cerca que le salpicaría saliva, y a continuación le disparó bajo el lóbulo de la oreja a quemarropa, como puedo hacer yo en este instante con Custardoy sin que nadie me grite "Don't" como le grité yo a Reresby y a lo mejor sirvió, le puedo poner el cañón ahí mismo y ya está, saltaron sangre y pequeños huesos; al de la mujer de verde con tacones y la falda subida y un jersey y un collar de perlas, que le machacó el cráneo a un hombre con un martillo y se le montó encima a horcajadas, sin medias, para golpearlo en la frente una y otra y otra vez; al del oficial o mercenario europeo que dirigió la matanza de veinte africanos que cayeron a cámara rápida como fichas de dominó; al de Manoia, también a ese, que le sacó los ojos a su prisionero como si fueran huesos de melocotón y después me dijo Tupra que lo degolló; y al de Ingram Frizer, el apuñalador del poeta Marlowe en una taberna de Deptford, aunque ese rostro suyo no se conozca ni tan siquiera con certeza su nombre, de tantos siglos atrás; y al del Rey Ricardo, claro está, que mandó asfixiar a los niños, a sus sobrinos en la Torre, y matar a tantos otros en su humor airado o no, incluido el pobre Clarence, ahogado por dos esbirros en una tinaja de nauseabundo vino mientras agitaba las piernas que se le quedaron fuera, en el aire que no volvió a respirar… Puede unirse y asimilarse mi rostro al de tantos hombres y no tantas mujeres que han sido dueños del tiempo y han sostenido en su mano el reloj -en forma de arma, en forma de orden-, y que decidieron pararlo de pronto sin esperar ni entretenerse, obligando así a otros a no desear más los deseos y a desprenderse aun del propio nombre. No me gusta esa unión. Pero también he de evitarle a Luisa todo peligro y todo sufrimiento y tormento, para que su fantasma no deba decirle un día a este sujeto lo que el espectro de la Reina Ana le reprochó a su marido la víspera de la batalla, ni deba lanzarle luego la maldición que yo no cumplo cuando estoy en disposición de cumplirla: "Tu mujer, esa desdichada Luisa, tu mujer, Esteban, que nunca durmió una hora tranquila contigo… Caiga yo ahora como plomo sobre tu alma, y siente la punzada del alfiler en tu pecho: desespera y muere". Sí, más me vale matarlo cuando aún estoy a tiempo', pensé, 'quizá no tenga otra oportunidad en el futuro, quizá no haya otro modo de borrarlo para siempre del cuadro y este sea el único de asegurarnos.' El plural me sorprendió a mí mismo. Y me dio fuerza o aliento descubrir que aún pensaba en nosotros como en 'nosotros'.


Así que aún mantuve el dedo sobre el gatillo, bajo el guardamonte, aunque ya no estaba en modo alguno seguro de dispararle, y eso fueron más segundos. Y a medida que pasaban y me arriesgaba a un accidente, vi a Custardoy más pálido y desaseado, era como si su atildamiento indumentario se hubiera descompuesto de pronto, la corbata se le había torcido y se atrevió a hacer otro gesto maquinal para centrársela, me recordó al de la coleta -sí, algo femenino por fuerza-, luego volvió la mano a la mesa obedientemente; la gabardina le lucía arrugada y parecía de peor tela, lo que se le veía de la camisa tenía aspecto de sudada. En cuanto al pelo, dio la impresión de aplastársele, y de tornársele más lisa la parte de las patillas; intentaba conservar la sonrisa -sabría de su rasgo afable-, pero ya no lo iluminaba; la nariz se le afiló, o acaso es que al acomodar mi postura me varió un poco la perspectiva; sus ojos se me aparecieron nublados y más juntos, como si todo él aspirara a estrecharse y a ofrecer así menos blanco, sería una cosa inconsciente, carecía de todo sentido a tan escasa distancia como nos separaba, yo no podía fallar ningún tiro, en ningún caso.

– ¿Conoces a mis hijos? -le pregunté de pronto.

– No. No los he visto nunca. No me gusta mezclar críos.

– ¿Desde cuándo sales con ella? ¿Hace cuánto que os conocéis? No me cuentes historias, yo la conozco mejor que tú.

Que le hablara, que le preguntara algo civilizado y sin ningún insulto por medio, lo tranquilizó un poco, aunque no dejaba de lanzar miradas al cañón de la pistola acerrojada, así me han dicho que también se dice, con sus ojos grandes y negros, fríos y obscenos aun en el miedo, el aire bronco se lo daba más bien el bigote, en colaboración con la nariz.

– Unos seis meses. -Y se permitió añadir-: Más tiempo no es siempre mejor. Por qué no nos dejas en paz. Nunca me ha gustado tanto una mujer como ella. Tú estás ya fuera de escena, creíamos que eso estaba claro. -'Ah, soy yo el que está out of the picture ahora mismo', pensé. 'Tiene razón. Pero eso va a cambiar. También él habla de "nosotros", Luisa y él'-". Lo está para Luisa, y ella creía que para ti también.

– No sé por qué hablas en pasado. Lo va a seguir creyendo porque tú no le vas a contar nada de esto.

Con una pistola en la mano, aquella frase sonaba a amenaza seria, aunque de hecho no lo fuera, o yo no la hubiera dicho con ese propósito, sino sólo porque estaba seguro de que a partir de aquel día no se volverían a ver. Custardoy ya no estaba tan chulo, noté cómo le crecía la aprensión. Y entonces me vino otro pensamiento o recuerdo, que debió condenarlo más y extrañamente ayudó a salvarlo: 'Este hombre es un "guebrídguma" mío, santo cielo, Luisa nos ha convertido a él y a mí en "con-yacentes" o "cofolladores" a nuestro pesar, del mismo modo que probablemente lo somos Tupra y yo por la intermediación o el vínculo de Pérez Nuix y que lo seré de tantos sin tener ni idea a través de otras mujeres, eso nunca lo tenemos presente al fornicar con alguien por primera vez, a quiénes juntamos y a quién nos unimos, y hoy en día esas relaciones fantasmagóricas, indeseadas o no buscadas, serían el cuento de nunca acabar. Pero según aquella lengua muerta este hombre y yo guardamos un parentesco, y en cualquier idioma una afinidad, eso es seguro, y tal vez por eso yo no deba matarlo, por eso también, tenemos algo fuerte en común, tampoco a mí me ha gustado nunca tanto una mujer como Luisa, al fin y al cabo queremos a la misma persona y ahí no lo puedo culpar, o quizá él tan sólo se la folla, sus sentimientos no los puedo saber'. Podía intentar averiguarlos, preguntarle si la quería, pero esa pregunta me pareció ridícula, y además, con una pistola amartillada apuntándole, ya sabía lo que me contestaría, y en cambio no si sería verdad. La verdad sería lo último que me dijese en aquel instante, si creyera que la verdad lo podía matar.

'No quiero que desaparezca nadie', pensé entonces, a continuación. 'No creo en el Juicio ni en ningún gran baile final de la aflicción y el contento, ni en los asesinados que elevarán sus quejas a los asesinos y los acusarán ante el horrorizado o hastiado Juez, reunidos todos en un tremendo guirigay. No creo en eso porque yo no soy del tiempo de la fe firme, y porque además no hace falta, esa escena ya tiene lugar aquí, en esta tierra, sólo que de manera fragmentaria e individual, al menos cuando el muerto sabe o ve quién lo mata y entonces ya puede decirle con su mirada de adiós: "Me quitas la vida más por celos que por justicia, yo no he matado a nadie o tú no lo sabes, me metes una bala en la sien o bajo el lóbulo de la oreja no porque creas que pego a tu ya no mujer como un vulgar maltratador, aunque no puedas ni quieras evitar la sospecha y creerlo así en parte para tu momentánea justificación que de nada te servirá ya mañana, sino porque me tienes miedo y vas a luchar por lo tuyo como todo el mundo que comete un crimen y debe convencerse de su necesidad: por tu Dios, por tu Rey, por tu patria, tu cultura o tu raza; por tu bandera, tu leyenda, tu lengua, tu clase o tu espacio; por tu honor, tu religión, por los tuyos, por tu caja fuerte, tu monedero y tus calcetines; o por tu mujer. Y en resumen, tienes miedo. Morí en mi casa en un día nublado, sin hab^me quitado la gabardina y entre mis cuadros, cuando menos lo esperaba y a manos de un desconocido que me interceptó en el portal y me dio un cigarrillo último que no me gustó. Ya no iré más al Prado a mirar las pinturas, ya no las estudiaré ni las copiaré ni tampoco las falsificaré, no caminaré más por Madrid con mi coleta ondeante y mi bonito sombrero ni me tomaré más cervezas ni raciones de bravas, no entraré en la librería ni saludaré a mis amigas ni me pararé a ver las estatuas ni las piernas andantes de ninguna mujer, y a nadie más haré reír. A todo eso tú le pones fin. Quizá no es mucho pero es lo que tengo, es mi vida y es única, y nunca nadie la volverá a tener. Pese yo ahora todas las noches como plomo sobre tu alma, llene yo tu sueño de perturbaciones, sientas en tu pecho mi rodilla hincada, mientras duermes con un ojo abierto que ya nunca podrás cerrar". No, no quiero que desaparezca nadie', volví a pensar, 'ni siquiera que este hombre falte de aquí. No me atrevo, I do not dare, y siempre habrá tiempo de volverme atrás y to descend the stair, no me atrevo a turbar el universo o no debo, menos aún a suprimir nada de él, en mi humor airado o in my angry mood, Custardoy cabe en estas calles durante algún tiempo más, ya van llenas de sangre y nadie debe abandonarlas temblando, y quizá están saturadas de los hombres de ira llenos y de los rayos sin truenos que despedazan callando, no debo ser uno más, "Cada cual asiste a su relato, Jack, tú al tuyo y yo al mío", eso me dijo Tupra una vez. Mi rostro también se uniría al de Santa Olalla y al que es aún peor, al de Del Real, que para mí han sido siempre los nombres de la traición; porque al delatar a mi padre justo al término de la Guerra no buscaban otra cosa que su ejecución y su muerte, para cualquier denunciado ese era el destino normal, ellos fueron los dueños del tiempo, sostuvieron el reloj en la mano y lo mandaron parar, sólo que aquel reloj siguió funcionando y no les obedeció y gracias a eso estoy yo aquí y él no tuvo que decirse al morir: "Extraño ver todo aquello que nos concernía como flotando suelto en el espacio. Y penosa la tarea de estar muerto…". No, no seré yo quien le imponga esa tarea a este hombre desagradable por el que siento una rara mezcla de simpatía y aversión, él es parte de este paisaje y del universo, aún pisa la tierra y cruza el mundo y no me toca alterarlos a mí, al final del tiempo sólo quedan vestigios o cercos y en cada uno se rastrea a lo sumo la sombra de una historia incompleta, llena de lagunas, fantasmal, jeroglífica, cadavérica o fragmentaria como trozos de lápidas o como ruinas de tímpanos con inscripciones quebradas, "materia pasada, materia muda", y entonces puede dudarse de que jamás haya existido. Para qué hizo esto, dirán de ti, para qué tanta zozobra y la aceleración de su pulso, para qué aquel movimiento, y aquel vuelco; y de mí dirán: por qué habló o calló y guardó tantas ausencias, para qué aquel vértigo, tantas las dudas y tal tormento, para qué dio aquellos y tantos pasos. Y de los dos dirán: para qué se enfrentaron y para qué tanto esfuerzo, para qué guerrearon en lugar de mirar y de quedarse quietos, por qué no supieron verse o seguirse viendo, y a qué tanto sueño y aquel rasguño, mi dolor, mi palabra, tu fiebre, y tantas las dudas, y tal tormento.'

Saqué la segunda bala y me la guardé, desamartillé la pistola, quité el índice del gatillo y lo volví al guardamonte, como me había aconsejado Miquelín que hiciera siempre mientras no estuviera seguro de ir a disparar su vieja Llama. Vi en Custardoy una expresión de contenido o refrenado alivio, no se atrevía a sentirlo del todo y cómo podía, aún tenía un cañón apuntándole a la cara y el hombre que empuñaba el arma llevaba unos guantes puestos, y además le vio hacer una cosa que no era tranquilizadora: cogió los dos ceniceros con las dos colillas y sus correspondientes cenizas, las de él y las suyas, las de los dos Karelias, y se los vació en el otro bolsillo de su gabardina para no mezclarlas con las balas, del mismo modo que Tupra había guardado en los de su abrigo sus guantes mojados, escurridos y envueltos en sendas tiras de papel toalla allí en el lavabo de los tullidos, aunque él lo había hecho tras completar su faena y yo la tenía aún por delante. 'Ahora sí tengo su frialdad, la de Reresby, ahora que por fin he reconocido la semejanza o afinidad de este hombre y que por eso va a salir de esta con vida', pensé; 'y ahora que lo he asustado tanto, pese a que no lo haya dejado traslucir apenas y desde luego haya mantenido el tipo, cualquier cosa que le haga le parecerá bien y poca, se dará con un canto en los dientes y la encontrará razonable. No seré el Sargento Muerte ni Sir Death ni Sir Cruelty ni tan siquiera Sir Thrashing, no el Caballero Muerte ni el Crueldad ni el Paliza, seré tan sólo Sir Blow o Sir Wound y Sir Punishment el Caballero Golpe o Herida y Castigo, porque algo hay que hacer para sacarlo del cuadro, de todas formas, como Tupra sacó a De la Garza.' Y es que mientras pensaba (o mucho de esto lo pensé más tarde), caí en la cuenta de quién era la persona a la que Custardoy me recordaba; de cuál era su afinidad, por emplear la palabra de Wheeler; o su parentesco, o en este caso había hasta parecido. Y seguramente fue eso tan frívolo lo que lo salvó del todo, lo que lo salvó de veras y definitivamente, una tontería, una ridiculez, un relámpago azaroso y superfluo, una asociación oportuna o un voluble recuerdo que podían o no haber acudido, a veces depende de eso lo que uno haga o no haga, de la misma manera que decidimos darle limosna a un mendigo entre tantos, cuya estampa nos conmueve sin pretenderlo: vemos a la persona de pronto, más allá de su condición y su función y sus necesidades, la individualizamos, y ya no nos parece indistinguible ni intercambiable como objeto de compasión, los hay a cientos; así le había sucedido a Luisa con la joven rumana o húngara o bosnia y su centinela niño a la puerta del hipermercado, en los que yo me había descubierto pensando más de una vez, allí lejos en Londres, tras haber sabido de su existencia por un relato. Asociaba a Custardoy a mi vecino bailarín de enfrente, con el que no había cruzado una palabra pero que tantas veces me había animado o sosegado con sus danzas improvisadas a través de los árboles y de la estatua, más allá de la Square o plaza, solo o acompañado de sus amigas o partenaires o amantes. Sí, tenían bastante en común: mi bailarín es un individuo delgado y de facciones huesudas -mandíbula y nariz y frente- pero constitución atlética y fuerte, lo mismo que Custardoy es todo nervio; luce un bigote poblado pero cuidado, como de boxeador pionero pero sin ondulaciones decimonónicas, recto, y se peina hacia atrás con raya en medio, como si llevara coleta pero no se la he visto, cualquier día se la deja como Custardoy, cualquier día; también lleva corbata a veces como la lleva éste siempre, hasta en sus correteos y saltos por su despejado salón sin muebles, qué loco este tipo, qué feliz se lo ve, qué contento, qué desentendido de cuanto nos gasta y consume, entregado a sus bailes que no son para nadie, resulta divertido e incluso da alegría mirarlo, y además tiene misterio, no logro figurarme quién es ni a qué se dedica, se sustrae -y eso no es frecuente- a mis facultades interpretativas o deductivas, que aciertan o yerran pero en todo caso nunca se inhiben, sino que se ponen al instante en marcha para componer un retrato improvisado y mínimo, un estereotipo, un fogonazo, una suposición plausible, un esbozo o retazo de vida por imaginarios y elementales o arbitrarios que sean, es mi mente detectivesca y alerta, mi mente imbécil que me criticaba y reprochaba Clare Bayes hace ya muchos años, antes de que conociera a Luisa, y que hube de sofocar con Luisa para no irritarla y no darle miedo, el miedo supersticioso que más daño hace, y aun así sirvió de poco, nada sirve contra lo que ya se sabe y más se teme (quizá porque se lo atrae con fatalismo entonces, y se lo procura porque si no es un chasco), y uno suele saber cómo acaban las cosas, cómo evolucionan y qué nos aguarda, hacia dónde se encaminan y cuál ha de ser su término; todo está ahí a la vista, en realidad todo es visible desde muy pronto en las relaciones como en los relatos honrados, basta con atreverse a mirarlo, un solo instante encierra el germen de muchos años venideros y casi de nuestra historia entera -un solo instante cargado o grave-, y si queremos la vemos y la recorremos ya, a grandes rasgos, no son tantas las variaciones posibles, los indicios rara vez engañan si sabemos discernir los significativos, si se está -pero es tan difícil y catastrófico- dispuesto a ello…

Había interpretado o deducido a Custardoy y además tenía datos, me habían bastado ambas cosas para condenarlo. Pero qué mala o qué buena suerte -cómo lo lamento, cómo lo celebro-, aquel hombre me recordaba a mi bailarín satisfecho al que estaba agradecido a distancia, sin duda de ahí me venía la inexplicable simpatía mezclada con la profunda aversión que me inspiraba. Quién sabía si se parecerían en más aspectos, si tendrían más afinidades aparte de la sonrisa grata y de las físicas y superficiales: cuando Custardoy hacía esbozos y tomaba notas ante el cuadro del Parmigianino tal vez estaba tan concentrado en ello como mi vecino en sus danzas, tan feliz y contento, y acaso cuando pintara en casa, cuando copiara o falsificara, se abstrajera todavía más y se desentendiera del todo de cuanto nos gasta y consume. Y el bailarín se hacía acompañar a menudo de dos mujeres, como él se llevaba a veces a dos a la cama en su necesidad de desdoblamiento o de vivir más de una vida. Fue eso, sobre todo eso, lo que me hizo renunciar a matarlo, una tontería, una ridiculez, un relámpago del pensamiento azaroso y superfluo, de la duda o el capricho o un estúpido arranque, una asociación inoportuna de los volubles recuerdos, o fue más bien del tuerto olvido.

Sin decir nada me acerqué a la chimenea que le había envidiado y a continuación fui muy rápido, como si estuviera distraído o más bien ocupado, mi actitud fue de trabajo como lo fue la de Reresby desde que llegó al pulcro lavabo. 'Ahora tengo su frialdad', volví a pensar; 'ahora sé cómo espantarlo, ahora ya me veo y es cuestión de verse y entonces sí se quita uno los problemas de en medio; ahora puedo calcular el golpe, bajar la espada y no segar, subirla y luego abatirla para no cortar nada y aun así darle un susto de muerte que lo hará no acercarse nunca más a nosotros, a mí ni sobre todo a Luisa.' Cogí un atizador, y sin darle tiempo a prepararse ni tan siquiera a preverlo, lo golpeé con todas mis fuerzas en la mano izquierda que apoyaba sobre la mesa, lo mismo que la derecha. Oí cómo se le rompían huesos, lo pude oír nítidamente a pesar del aullido que soltó al mismo tiempo, se le retorció de dolor la cara bronca y obscena y fría que en aquel instante ya no fue nada de esto, e instintivamente se agarró con la otra la mano rota.

– ¡Me has roto la mano, cabrón, joder! -Fue una reacción normal, en realidad no sabía lo que decía, el dolor lo había hecho olvidar momentáneamente que aún le apuntaba con una pistola y que lo último que le había dicho era '… porque tú no le vas a contar nada de esto'.

Levanté el atizador de nuevo y ahora, con menos fuerza -sí, ya podía calcular los golpes-, le rajé una mejilla, le hice uno sfregio o un chirlo bastante mayor y más hondo que el que cosechó Flavia Manoia, aunque sin tocarle apenas hueso. Se llevó la mano sana a la mandíbula, a aquella mejilla -era la derecha-, y me miró con pánico, con miedo no ya cerval sino atávico, el de quien no sabe si le van a caer más tajos ni cuántos porque así son las espadas y así son las armas que no se sueltan y que no se lanzan, las que matan de cerca y viéndosele la cara al muerto, sin que el asesino o el justiciero o el justo se desprendan ni se separen de ellas mientras hacen su estrago y las clavan y cortan y despedazan, todo con el mismo hierro que nunca arrojan sino que conservan y empuñan con cada vez más fuerza mientras atraviesan, mutilan, ensartan y hasta desmembran. Yo no hice nada de eso, ni siquiera era el arma adecuada para todo eso, ni siquiera era un arma sino un utensilio.

– Las manos encima de la mesa, te he dicho. -Y monté de nuevo la pistola, aunque sin pasar el índice al gatillo.

Me miró con estupefacción y renovada alarma, o era de otra índole, se le habían vuelto a separar los ojos después de juntársele momentáneamente. Sé lo que se le pasó por la cabeza en aquel instante, debió pensar: 'No, por favor. Este chalado me va a romper también la otra mano, con la que pinto'.

– No. ¿Para qué? No. Ni hablar -dijo.

Así que no me quedó más remedio que ponerle el cañón en la sien, para que se lo tomara en serio, junto a su amplia frente, junto a sus entradas, aunque ahora yo estuviera seguro de no ir a pegarle un tiro. Él no podía estarlo, no tenía ni idea y esa era mi gran ventaja, que no pudiera interpretarme, en realidad nadie puede en semejantes circunstancias, ni los mejores. No habrían sido capaces ni Wheeler ni Pérez Nuix ni Tupra, su informe sobre mí decía, el del viejo fichero: 'A veces lo veo como a un enigma. Y a veces creo que él también lo es para sí mismo. Entonces vuelvo a pensar que no se conoce mucho. Y que no se presta atención porque en realidad ha renunciado a ello, a entenderse. Se considera un caso perdido con eí que no ha de malgastar reflexiones. Sabe que no se comprende y que no va a hacerlo. Y así, no se dedica a intentarlo. Creo que no encierra peligro. Pero sí que hay que temerlo'. No sabía Custardoy entonces que yo no encierro peligro, pero sí que hay que temerme.

– Que las pongas. -Y se lo dije con calma, no me pareció necesario alzar la voz ni añadir un taco-. ¿O qué prefieres, que te meta una bala y ya no haya nada? No me cuesta hacerlo, es un instante. -Sí, qué raro es que alguien lo obedezca a uno en todo, que esté a su merced para lo que uno quiera.

Cerró y apretó los ojos al sentir el metal viejo en la piel, esta piel nuestra que no resiste nada, no sirve y todo la hiere, hasta una uña la rasga, un cuchillo la raja y la desgarra una lanza, una espada la rompe con el mero roce de su paso en el aire y la destroza una bala. (A Custardoy le asomaba sangre por el corte de la mejilla, pero no le caía, sólo se le iba espesando donde tenía la herida.) Le vi la expresión de muerto, de quien se da por muerto y se sabe muerto; pero al estar aún vivo la imagen fue de infinito miedo y de forcejeo, esto último sólo mental, quizá un deseo; la palidez le cubrió aún más el rostro como si le hubieran dado un brochazo raudo de pintura blanca sucia o cenicienta o de color enfermo, o le hubieran arrojado harina o acaso talco, fue algo parecido a las nubes veloces cuando ensombrecen los campos y recorre a los rebaños un escalofrío, o como la mano que extiende la plaga o la que cierra los párpados de los difuntos, porque el peligro real de muerte se percibe siempre y en él se cree inmediatamente y se aguarda el instante. Al igual que De la Garza, prefirió aguardar sin ver nada, los párpados le temblaban o palpitaban -quizá le corrían enloquecidas las pupilas debajo-. Y las puso, ya lo creo que las puso, las manos sobre la mesa, la dañada y la sana, aquélla con dificultad, no la pudo extender del todo, o dejarla plana. Y yo volví a ser rápido, no esperé más ni me entretuve, me hartaba su compañía y quería salir de allí pronto; también su cara me hartaba pese al parecido benigno, le di un segundo golpe y un tercero seguido con el atizador en la misma mano que antes y con la misma fuerza, creo que esta vez le rompí los dedos por debajo de los nudillos, o algunos de ellos, ese me pareció el sonido. Soltó otros dos aullidos y se la agarró con la derecha aún intacta, eso no podía evitarlo, que la una consolara a la otra, la izquierda la tenía hecha un asco pero se la vi muy poco, no quería mirarla ni contemplar mi obra como sí había visto las manos quebradas del padre de Pérez Nuix con las que trataba de protegerse en vano sobre una mesa de billar, en un vídeo, no quería enterarme del todo del estropicio que le había hecho, si no lo veía bien se me haría más fácil creer que todo había sido un sueño como de país extranjero, creerlo más tarde, en los años venideros y también de regreso al hotel dentro de un rato (tenía billete de vuelta y mi extranjero era España, para mí lo era ahora en parte y me iba). Con todo su dolor, a Custardoy le debió de parecer poca cosa, una suerte, había temido por su mano buena, y un disparo en la sien a bocajarro. Pero aún tuvo valor para quejarte. Dentro de su pánico era duro, nada que ver con el capullo.

– Qué quieres, joder -me dijo-, dejármela inservible.

Y entonces yo le dije lo que quería:

– En la derecha no te he hecho nada, pero puedo dejártela como la izquierda o peor. Hoy u otro día, a ti te encuentro cuando me dé la gana. Puedo dejártela, en efecto, inservible, y que no vuelvas a coger un pincel en tu vida. -Y aquí me fue imposible no recordarme una vez más a Reresby, cuando me dio instrucciones para De la Garza y yo se las fui traduciendo a mi compatriota tirado en el suelo, Tupra había soltado una fluida retahíla de órdenes como si lo tuviera todo muy pensado, yo debía dar la misma impresión de determinación y sapiencia o era presciencia, darle los planes hechos y masticados, decirle lo que iba a ocurrir y lo que él haría.

Custardoy había entreabierto los ojos para calibrar su daño y yo no le había vuelto a poner la pistola en la sien tras el segundo y el tercer golpe en la mano. Su mirada estaba turbia y como desviada, aturdida, pero también tenía algo de vengativo. Sin embargo me pareció que el afán de venganza que la animaba sin fuerzas era sólo hipotético, como si comprendiera que debía renunciar a ella por mucho que la deseara, o nada más pudiera verla como esperanza remota o compensación aplazada o dilatada justicia, de manera no muy distinta de como prefigurarían y acariciarían el Juicio los humanos de la fe firme durante muchos siglos, esto es, como algo que les sería dado en la larga muerte y que nunca podrían tomarse en vida. Yo había apartado la Llama de su frente al atizarle, ahora pensé que ya ni siquiera me hacía falta blandirla, la amenaza de destrozarle la mano derecha lo había hundido del todo, lo había vencido, sobre todo porque él ignoraba si aquello iba a suceder allí mismo inmediatamente, y tenía ante la visión de la izquierda, y la sentía, su dolor debía de ser enorme. La coleta se le veía aún más ridicula en aquel estado, la corbata también, el bigote más ralo, su aspiración de elegancia, en aquellos momentos era un hombre iracundo pero temeroso, casi implorante, frenado en su ira indefinidamente. Aun así no guardé el arma. Y me imploró en efecto, aunque enmascarando el tono. Sus frases sonaron más como un reproche que como un ruego, pero decían lo que decían:

– No me hagas eso, joder. Con la mano derecha me gano la vida. No me jodas, ¿qué coño quieres? -Los tacos enmascaran mucho, ya lo creo, por eso los usa casi todo el mundo en España, el país más pueril y bravucón que conozco: para parecer más arrojado. Pero Custardoy ya me había pedido algo ('No me hagas eso'), y en esta ocasión no me vería envuelto por ello ni enredado ni anudado; al contrario, tiraría de navaja o filo para cortar aquel desagradable vínculo que nos apretaba: a Luisa y a mí, aunque lo hubiera establecido ella por su cuenta y riesgo. Sólo tenía que limitarme a decirle a aquel tipo: 'Esto otro querré a cambio'. -Yo me voy a ir ahora tranquilamente y tú te vas a estar quieto durante treinta minutos desde que yo salga, sin moverte de aquí ni llamar a nadie aunque te duela: te aguantas. Luego llama a un médico, ve a un hospital, haz lo que te dé la gana. Te llevará un tiempo curarte esa mano, si es que la recuperas del todo algún día. Piensa siempre que podía haber sido peor, y que siempre estaremos a tiempo de darle a la otra, o de cortártela con una espada, tengo un amigo muy ducho al que le encanta la espada, allí en Londres. Mientras se te cura, te largas de la ciudad, sé que no te falta el dinero para pasarte una temporada en un hotel, un sitio que te guste, un lugar con museos, un buen descanso. Y si no, te las compones. No quiero que te vea Luisa en este estado, ni por asomo debe asociar lo que te ha pasado con mi estancia en Madrid. La llamas y le dices que te has tenido que marchar inesperadamente. Un encargo importante y urgente, la copia o la reparación de algún cuadro, o de varios, en Berlín, en Burdeos, en Viena o en San Petersburgo, me da lo mismo. O mejor más lejos: en Boston, en Baltimore, en Malibú, un océano por medio, allí hay famosos museos podridos de pasta que podrían hacerte encargos, ya tú te lo inventas. La llamas desde el móvil o desde algún teléfono con número oculto, para que no pueda comprobar dónde estás realmente. Por mí, como si prefieres convalecer en Pamplona, me da igual dónde te vayas. Pero a ella le cuentas que estás muy lejos y muy ocupado y que ya la irás llamando cuando puedas, no se le vaya a ocurrir dejar a los niños unos días con alguien e ir a verte, si te cree cerca.

– No me dejará marchar sin despedirse, sobre todo si me voy a ausentar una temporada -me interrumpió Custardoy. Pero no me importó, porque aquello significaba que entraba en el plan y que lo estaba acatando, y que yo no tendría que machacarle la otra mano o plantearme si en efecto lo hacía, porque y luego qué, si lo hacía: no me quedaría ya nada para convencerlo y le habría de pegar un tiro, y eso ahora ya me parecía imposible. Había perdido todo calor, el que tuviera. Había adquirido la frialdad de Tupra momentáneamente, pero no tanta. Quizá ni siquiera Tupra tuviese tanta: no había cortado la cabeza, al fin y al cabo.

– ¿No me entiendes? No podrá despedirse por mucho que quiera, porque cuando la llames ya te habrás largado, la llamarás desde fuera, ¿está claro?

– Le parecerá muy raro.

– Haz que no se lo parezca. Las emergencias existen, y los imprevistos. Y tampoco os veis a diario, ¿no? Tampoco os habláis a diario. -No esperé a que me contestara, prefería que no me contestara-. Durante tu ausencia la llamas poco, y cada vez menos, con menor frecuencia, hasta que cesas del todo de aquí a quince días. De aquí a quince días ya no das señales, ninguna, y si ella te localiza te muestras evasivo e irritado. Y cuando ya estés curado y regreses (si es que se te llega a curar esa mierda de mano que te he dejado), tampoco la llamas en absoluto. Antes o después se enterará de que estás de vuelta por alguien, y si para entonces aún le interesas, será ella quien te busque o te llame a pedirte explicaciones. Se las das entonces. Se las das con crudeza y con chulería, no creo que te cueste nada, lo habrás hecho cien veces. Ella ya es pasado para ti, ni te acuerdas. En las playas de Malibú has conocido a la nueva Bo Derek, a una vigilante, a la hija de Getty, a quien te dé la gana. O a una heredera de Boston con la que te casas, lo que sea. Le dejas claro que se acabó, que se largue, no quieres ni verla. Y no la ves más. Desde hoy mismo, ¿entiendes?, tú ya te has despedido. Y si le dices una sola palabra de lo que ha ocurrido aquí, de esta visita, si haces que se lo sospeche o que remotamente se lo imagine, ahora o más adelante, aunque sea dentro de diez años, te quedas sin mano derecha, ya lo sabes. -'But please not one word of all this shall you mention, when others should ask for my story to hear. ' Me vinieron a la cabeza aquellos dos versos de la canción de Laredo: 'Pero ni una palabra de todo esto mencionarás, por favor, cuando otros te pidan escuchar mi historia'. Custardoy abrió un poco más los ojos broncos, tenía un aspecto súbitamente envejecido, como si el cansancio inmediato que procura el alivio le hubiera echado de golpe diez años encima. Se acariciaba la mano tullida con mucho cuidado, debía de estar impaciente por terminar, por perderme de una vez de vista y acudir a un médico o a un hospital, por que le quitaran el dolor de alguna forma.

– Yo no soy de los que se casan, yo no soy como tú -me contestó con un exiguo resto de desprecio, apenas perceptible. Pero lo percibí. No importaba, era su mínimo resarcimiento. No sabía que yo era también como él, aunque me hubiera casado, contra el pronóstico de mi padre-. ¿Algo más?

– Media hora aquí quieto, ya te lo he dicho, sin moverte ni llamar a nadie. No le vuelvas a poner una mano encima. No la vuelvas a ver. Yo me enteraré si no cumples, y Londres está a dos horas de aquí, no me cuesta nada acercarme y cortarte la mano, tú verás.

Arrojé el atizador a la chimenea, tenía un poco de sangre, que la limpiara él. Extraje la tercera bala que no había llegado a usar, me guardé la Llama en el bolsillo de la gabardina y me dirigí hacia la puerta sin quitarle ojo, hasta que desapareciera de mi campo visual. Allí estaba sentado en su sofá, con su ropa arrugada y su mano hecha polvo y su chirlo en la cara. Me sostuvo la mirada entonces, pese a su repentina fatiga, a su sobrevenida añosidad. Nunca me han mirado con tanto odio como lo hizo él. Aun así no temí que intentara nada, que se abalanzara sobre el atizador y me diera por la espalda en la nuca. Había sentido suficiente peligro para arriesgarse, ya lo había pasado bastante mal. El suyo era un odio impotente y sin consecuencias, frustrado, estaba teñido de temor o de susto; o era como el de los niños, que se saben condenados a permanecer demasiado tiempo en sus incongruentes cuerpos de niño, obligados a una inútil espera que los desquicia, pero que ya no recordarán como suya cuando por fin hayan crecido. Me miraba a sabiendas de que yo no estaba a su alcance ni lo estaría durante largo tiempo, tal vez jamás: como un adolescente rabioso que contempla el rápido transcurrir del mundo al que aún no le está permitido subirse; o como el preso que sabe que nadie espera ni se abstiene de nada porque él esté ausente, y que con eí mundo que corre se está yendo también su tiempo, contra el que nada podrá hacer; y esto también lo saben los que se mueren, sólo que más trágicamente.

Al salir yo del salón desapareció de mi vista. Me siguió con su enturbiada mirada de odio hasta entonces, y es posible que aún la mantuviera unos segundos fija en la puerta por la que mi enguantada figura le había dado su adiós. Tardaría un rato en acostumbrarse a la idea de lo que le tocaba hacer. Luego le costaría dar crédito a que le hubiera ocurrido lo que le había ocurrido, pero contaba con un buen recordatorio, o con dos, ahora sentiría en la mano y en la mejilla lo que habría sentido Luisa en su ojo de los mil colores y quizá asimismo en su cara con anterioridad, según su hermana. Tendría muchos días para observar la evolución de su cicatriz, y desear la buena soldadura de sus pequeños huesos bajo la escayola o lo que ahora pongan, si es que no lo habían de operar. También se miraría la mano sana y tal vez pensaría: 'Qué suerte, al menos esta la tengo intacta'. Y recordaría el cilindro metálico en la sien, y entonces también pensaría: 'Qué suerte. Pudo haberme disparado, creí que iba a hacerlo. Pero uno siempre prefiere que muera el que está a su lado, cada uno a lo suyo. Me salvé y aquí estoy'.

Yo descendí la escalera a buen paso ("'Do I dare?" and, "Do I dare?" Time to turn back and descend the stair…'), con prisa por salir de allí y alejarme, por coger un taxi e ir a devolverle en seguida su vieja pistola a Miquelín tras restituir los tres proyectiles sacados al cargador, y decirle: 'Un millón de gracias, Maestro, esto yo no lo voy a olvidar. Aquí la tienes. No le falta ni una bala, queda tranquilo. Y ni siquiera tiene mis huellas. Como si no me la hubieras prestado, como si no hubiera salido de aquí.

No pasaban taxis libres, siempre el cielo nublado, rayos sin truenos, a punto de descargar sin descargar, así que eché a andar con rapidez, siempre por el mismo camino en línea recta, de la calle Mayor a mi hotel, siempre con mis guantes puestos, me quería apartar del lugar. Llevaba la ligereza de quien se ha salido con la suya, y algo del engreimiento que había sentido tras descubrir que le infundía miedo a Rafita, le provocaba espanto sin querer. Verse a uno mismo como peligro tenía su lado grato. Lo hacía a uno sentirse más confiado, más optimista, más fuerte. Lo hacía sentirse importante y -cómo decirlo- dueño. A diferencia de entonces, aquella vanidad no me repugnó acto seguido. Pero también llevaba conmigo una sensación de peso súbito, la traen varias combinaciones, la de sobresalto y prisa, la de hastío ante la represalia fría que nos es forzoso llevar a cabo, la de mansedumbre invencible en una situación de amenaza. Algo había en mí de hastío, también algo de prisa, mi represalia ya la había llevado a cabo. Fue a la altura de la Plaza de la Villa, al ver de nuevo la estatua del Marqués de Santa Cruz ('El fiero turco en Lepanto, en la Tercera el francés, en todo el mar el inglés, tuvieron de verme espanto…' 'And in short, they were afraid'), cuando empecé a pensar sin parar, una y otra y otra vez: 'No se puede ir por ahí pegando a la gente, no se puede ir matándola. ¿Por qué no se puede? No se puede ir por ahí pegando a la gente… Díme según tú: ¿por qué no se puede?,… no se puede ir matándola. ¿Por qué no se puede? Según tú'. Y recordé también las palabras de Tupra en su casa, al terminar la sesión de sus atesorados vídeos: 'Ya has visto cuánto se hace y con qué despreocupación a veces, en todas partes. Explícame entonces por qué no se puede'. Y me contesté lo que llegué a contestarle justo antes de que nos interrumpiera Beryl o quien fuese aquella mujer, la persona a su lado, su punto flaco como Luisa era el mío: 'Porque no podría vivir nadie'. Esta frase mía se había quedado sin responder. Pero en la Puerta del Sol mis pensamientos habían cambiado, y esto era ya lo único que se repetían: 'Mucho tuerto y mucho manco, pero está fuera del cuadro. Mucho cojo y mucho muerto en estas antiguas calles, pero está fuera del cuadro. Sí, ahora está fuera del cuadro, y que no se le ocurra volver a entrar'.


Pero en realidad no pensé mucho en nada hasta que estuve metido en el avión de regreso a Londres, quiero decir que aplacé todo pensamiento ordenado y me limité a los sentimientos, las sensaciones y las intuiciones durante los pocos más días que me quedaban ya en Madrid. Los dediqué a los niños y a sacarlos por ahí (niños insaciables, como todos los de ahora, supongo, han desaprendido la costumbre de estar en sus casas, que ven como condenación, y requieren distracciones continuas en el fatigoso exterior), y también a mi padre, que empeoraba muy lenta, pero perceptiblemente.

La última vez que fui a visitarlo, la víspera de mi partida, estaba como casi siempre sentado en su sillón, con las manos entrelazadas como quien espera sin impaciencia o sin saber a qué espera -a que se haga de noche y luego otra vez de día, quizá-, y de vez en cuando se llevaba los dedos a las cejas y se las alisaba inconscientemente, y luego se pasaba el pulgar y el índice por debajo del labio inferior, era un gesto muy suyo de siempre, se acariciaba, casi se frotaba esa zona, y era un gesto de meditación. Pero verlo así, sin que me hablara apenas, en aquella extraña espera, llevando yo la charla por él y arrancándole pocas palabras, devanándome los sesos en busca de preguntas y temas de conversación que lo pudieran hacer reaccionar y animarse, sin que el alcance de su meditación se manifestara o brotara como era habitual en él, me causó considerable angustia; de pronto me resultaba tan impenetrable como un bebé, que algo deben de pensar sobre lo que los rodea, puesto que para ello están facultados, pero nunca hay con ninguno la menor posibilidad de averiguar qué es.

– ¿En qué piensas? -le pregunté por fin, tras varias tentativas fallidas de interesarlo por noticias y acontecimientos recientes.

– En los primos -me contestó.

– ¿Qué primos?

– Cuáles van a ser. Los míos.

– Pero si tú no tienes primos, nunca has tenido primos -le dije con un poco de alarma.

Se quedó parado, como si se hiciera una corrección mental, y a continuación disimuló, no insistió, sino que volvió a contestar como si fuera la primera vez.

– En mi tío Víctor -dijo-. Decidle que haga el favor de avisar a mi padre de que ahora voy para casa.

Sí había tenido un tío Víctor, pero él y mi abuelo llevaban muertos muchísimos años, tantos que yo no había llegado a conocerlos, a ninguno de los dos. Era la primera vez que se le iba la cabeza, al menos en presencia mía. Quizá la expresión es incorrecta, y lo que se le había ido era el tiempo, que tal vez nunca pasa del todo en contra de lo que solemos creer, como tampoco nunca dejamos de ser enteramente los que hemos sido, y no es tan raro deslizarse en el pasado de un modo tan vivo que éste se yuxtaponga al presente, sobre todo si es el presente de un viejo, que le ofrece poco y no es variado, con sus días indistinguibles. Quien espera sin impaciencia o sin saber a qué espera tiene motivos para instalarse en la época que le sea más grata o que más le convenga, el hoy no le hace caso y él tiene derecho a no hacérselo a él, y no hay razón para la reclamación recíproca.

– Pero si tu padre está muerto -volví a enmendarle-, desde hace muchísimo, y tu tío Víctor también.

De nuevo no se empeñó, sino que ahora dijo;

– Ya lo sé que están muertos. Vaya novedad me traes, Jacobo. -Y se rió con indulgencia, como si el que estuviera disparatando fuera yo.

Quizá ahora mi padre iba y volvía a lo largo del tiempo con enormes facilidad y rapidez. Quizá iba siendo dueño del tiempo y en la mano tenía el reloj, el de sí mismo o de su existencia, y mientras lo miraba avanzar con calma, él viajaba a voluntad. Acaso eso sea lo único que en verdad les queda a los muy ancianos -sobre todo si no son ancianos astutos, como Wheeler-: cuando ya no se esfuerzan por cubrir las vacantes, por buscar relevos o sucesores de las muchas figuras perdidas a lo largo de sus vidas; y al no participar ya más de ese mecanismo o movimiento sustitutorio universal continuo -que al ser de todos es el nuestro-, dejan de añadirse remedos y de rodearse de ellos, para recuperar en cambio los originales en toda su plenitud. Ya no necesitan la vida, que es floja y pálida y huidiza, sino sólo el pensamiento, que se les hace cada vez más potente y nítido y abarca-dor, al no tener que convivir más que a ratos con la realidad.

– Tú tienes una pistola, ¿verdad? -se me ocurrió preguntarle entonces. Cuando muriera aparecería, y era de temer que eso ya no tardaría mucho más en pasar; y alguno de nosotros, mis hermanos, mi hermana o yo, la heredaríamos como Mique-lín había heredado de su padre la Llama que acababa de estar en mis manos. Quizá me convenía saber dónde encontrar en el futuro una limpia, sin necesidad de recurrir a nadie.

Me miró algo sorprendido con sus ojos claros que veían mal.

– Sí. ¿Por qué me lo preguntas? -Y aquello pareció despertarlo, o volverlo al hoy.

– De dónde sale. Por qué la tienes. -No le contesté.

Se llevó una mano a las cejas, esta vez no para alisárselas con expresión absorta, sino como para pensar o recordar.

– Bueno, a mi padre le gustaban mucho las armas. No era apenas cazador, pero sí tirador. Le encantaba y era muy hábil. Era socio del Tiro Nacional, y tenía muchas. Una carabina Mauser, un rifle Baker, una deportiva Le Page, muy decorada; y hasta una 'Rabo de Mono', no recuerdo por qué se la llamaba así; pistolas y revólveres, algunos muy antiguos, como del Oeste, había un Le Mat americano, y un Beaumont-Adams inglés y un par de Derringers, uno de ellos de doble cañón, y pistolas del siglo XVII o XVIII, recuerdo una Blunder-buss, muy dorada, y una Miquelet de duelo, y una 'Reina Ana' muy plateada, una buena colección. Y también armas blancas de países exóticos: gumías, yataganes, bolos de Filipinas, un kriss malayo… Y espadas de cazoleta, claro. -Hizo una pausa y se acordó de dos más-: Un kukri nepalés, y hasta un bhuj de la India, que era muy raro, mitad cuchillo y mitad hacha, se lo conocía también como 'Cabeza de Elefante' porque tenía una labrada en latón entre la hoja y el mango, que era estrecho y largo… -Lo estaba viendo, comprendí que estaba viendo aquel bhuj de su infancia y también las demás armas, se le puso esa mirada que a menudo se les pone a los viejos aunque estén acompañados y hablando animadamente, son ojos mates de dilatado iris que alcanzan muy lejos en dirección al pasado, como si en verdad vieran sus dueños físicamente con ellos, quiero decir ver los recuerdos. No es una mirada ausente sino concentrada, sólo que en algo a muy larga distancia. Y tras su breve ensoñación siguió contando-: A mi hermano y a mí nos contagió esa afición, sobre todo a mí. Nos las enseñaba, nos explicaba todo, nos acostumbraba a manejarlas con escrupulosa precaución.

– Pero las armas blancas, ¿para qué las quería? Porque con ellas no tiraría, ¿no? En el Tiro Nacional no le permitirían arrojar un kriss malayo.

Ahora sí estaba interesado del todo en la conversación, o al menos en su rememoración remota, así que reaccionó con presteza a mi broma, divertido pero fingiendo que no:

– Mira que sois majaderos, nunca perdéis ocasión de decir alguna tontería. -Aquel plural que nos englobaba siempre a los cuatro hijos, aunque sólo uno estuviera presente-. Claro que no tiraba con ellas. Pero le gustaban. No sé. Había nacido en 1870, y la gente de aquella época tenía gusto por las armas en general. Era algo bastante normal. Entonces no era tan frecuente darles un uso criminal como ahora.

– Ya -dije yo-. Lo que no parece muy prudente es que se las dejara manejar a niños, ¿no? Os podíais haber volado la cabeza o cortado el cuello, tu hermano y tú. ¿Espadas de cazoleta, has dicho que tenía? Yo sé lo que corta una espada. Hoy las autoridades, qué digo, los vecinos, pondrían el grito en el cielo ante una cosa así. Hoy a tu padre lo enchironarían por eso.

La palabra 'enchironar' aplicada a su padre debió de irritarlo, aunque hubiera salido de mí, con guasa.

– Hoy se hacen muchas ridiculeces -me contestó con reproche, como si yo fuera una autoridad o un vecino-. Hoy todo da pavor y la gente es muy poco libre en lo personal, y cada vez lo es menos en la educación de sus hijos. A los niños, antes, se les enseñaban muchas cosas en cuanto tenían uso de razón, por algo se llamaba así. Cosas que les podían ser útiles cuando fueran mayores, porque nunca se perdía de vista que un niño acabaría por ser mayor. No como ahora, en que lo que más bien se pretende es que los adultos continúen siendo niños hasta la ancianidad, y además niños bobos y pusilánimes. Por eso hay tanta tontuna en todas partes. -Se llevó los dedos a los labios y musitó-: Es triste asistir a una época de decadencia, habiendo conocido otras mucho más inteligentes, dónde va a parar. Será una de las razones por las que no lamentaré demasiado mi marcha. Eso está cerca, ya te das cuenta, me parece a mí.

– O no tanto, quién sabe -le respondí yo-. A lo mejor nos sobrevives a todos. El orden de la muerte no lo sabe nadie, ¿verdad? -Y al no contestarme él nada, le insistí-: ¿Verdad?

– Verdad -me concedió-. Pero hay una cosa que se llama cálculo de probabilidades, que funciona con bastante acierto. Sería una crueldad gratuita que a estas alturas de mi vida murierais alguno antes que yo. Lo sería para vosotros y sobre todo para mí. Dios lo impida. -Yo habría tocado madera, en su lugar. No porque crea en la madera, sino por expresividad.

Aquella derivación era melancólica, y justamente se trataba de evitárselas con cualquier asunto o conversación que lo distrajera: de su espera de la noche y su espera del día, y de las siguientes esperas de la noche y el día, hasta que ya no hubiera más. Era mi última visita antes de regresar a Londres, tardaría en venir de nuevo a Madrid. 'Tal vez ya no lo vuelva a ver', pensé con desmayo. (No, el inglés se me estaba infiltrando, no fue con desmayo sino con dismay, es decir, consternación.) Así que le puse la mano en el hombro, eso le gustaba y lo calmaba, pero esta vez lo hice para calmarme a mí, para notar sus huesos y que me acompañara su respiración.

– Pero entonces, ¿qué ibas a decirme? -Volví atrás, a lo que lo había despejado y entretenido un poco-. ¿Que tu pistola es una de las de la colección de tu padre?

– No, qué va. Toda esa colección fue desapareciendo luego, hace siglos, cuando llegaron las vacas flacas. Mi padre hacía grandes negocios y entonces se ponía eufórico y dilapidaba los beneficios, los invertía en disparates, ya lo sabéis. Después se recuperaba más o menos, cuando le volvía la sensatez, hasta que un día ya no hubo recuperación posible. Las pocas armas que aún quedaban se vendieron al empezar la Guerra Civil, y la misma suerte corrió la colección de relojes. Y no sé si alguna la confiscaron.

– ¿Y entonces la pistola?

– Ah, la tengo desde la Guerra, una Astra De Luxe, de calibre 7,65. Es bastante bonita para ser de fabricación española, un poco historiada quizá: el cañón adornado con grabados plateados en relieve y el mango con cachas de nácar. ¿Por qué lo quieres saber?

– No, por nada, por curiosidad. ¿Puedo verla? Nunca te la he visto. ¿Dónde está?

– No lo sé -me contestó sin vacilación, y no me sonó a excusa para no mostrármela-. La ultima vez que la tuve en mis manos, hace ya años, decidí esconderla mejor en algún sitio, para que no la pudieran encontrar los nietos, cuando vienen y lo revuelven todo. A vosotros os controlaba vuestra madre, pero ella ya no está. Y debí de guardarla tan bien que no tengo ni idea de dónde diablos la dejé. Se me ha olvidado. Estaba con su munición y todo, bien conservada, con aceite. ¿Para qué la quieres? -Era extraño, era como si notara que la quería para mí. No era el caso exactamente, yo ya había cumplido mi parte con otra prestada, ya no me hacía falta. Pero llevarla en el bolsillo daba seguridad.

– No, si yo no la quiero para nada -dije-. Era sólo curiosidad. ¿Cómo es que te arriesgaste a guardarla, después de la Guerra? Si te la hubieran pillado durante el franquismo, en un registro, se te habría caído el pelo, supongo, más aún con tus antecedentes. ¿Por qué la conservaste? ¿Por qué la conservas, aunque ya no sepas dónde la tienes?

Mi padre se quedó pensando un momento. Quizá como si le costara responder, quizá como si quisiera ponderar sus palabras, no lo sé. Luego dijo escuetamente:

– Nunca se sabe.

– ¿Nunca se sabe qué?

– Lo que uno va a necesitar.

El siempre había contado que, durante la Guerra, tuvo la suerte -en un aspecto- de permanecer en Madrid, destinado a servicios auxiliares a causa de su miopía. Y aunque vistió el uniforme del Ejército de la República, no había tenido que ir al frente, ni que disparar una sola vez. Y decía cuan contento estaba de eso, esto es, de tener la absoluta seguridad de no haber matado nunca a nadie, de no haber podido matar nunca a nadie. Se lo recordé:

– Siempre has dicho lo que te alegraba saber con certeza que en la Guerra no habías matado a nadie, que no hubiera habido ocasión. Eso no casa mucho con guardar una pistola luego, cuando las cosas no estaban tan mal. Quiero decir cuando la vida era menos expuesta y menos caótica, aunque durante una dictadura tampoco esté nadie a salvo, claro está. ¿Cómo es que no la entregaste, o te desprendiste de ella?

– Porque después de haber vivido una guerra, ya nunca se sabe -repitió. Y se quedó callado, pero con las dos manos apoyadas en los brazos de su sillón, como si fuera a tomar impulso en ellos para añadir algo más, así que esperé. Y en efecto añadió algo más-: Sí, me alegro mucho de no haber matado a nadie. Pero eso no significa que no lo hubiera hecho, si no me hubiera quedado otro remedio. Si vosotros o vuestra madre hubierais estado amenazados de muerte y yo la hubiera podido impedir así, lo habría hecho, estoy seguro. Cuando erais pequeños, quiero decir, porque ahora ya os podéis defender, es muy distinto. Ahora ya no mataría por vosotros, supongo. Aparte de no estar capacitado, mírame cómo estoy, vosotros mismos lo podéis hacer. No me necesitáis para eso. Y además no sabría si os lo merecíais, cada uno lleváis vuestra vida y yo no sé cómo la empleáis. Antes era distinto, antes lo sabía todo de vosotros, cuando erais pequeños y estabais aquí. Tenía todos los datos, ahora ya no. Es raro que los hijos se conviertan en unos semidesconocidos, hay muchos padres que no lo aceptan y que les son incondicionales en todo caso, incluso contra toda evidencia. Yo conozco al que fuiste, y creo reconocerlo en ti. Pero a ti no te conozco, en realidad, como lo conocía a él, en modo alguno; y lo mismo con tus hermanos. A vuestra madre, en cambio, la conocí hasta el final, por ella sí habría matado hasta el final. -Ahora la cabeza y el tiempo le funcionaban perfectamente, y tras una mínima pausa para cerrar el paréntesis, regresó a lo anterior-: Uno nunca sabe, nunca sabe, y puede que un día deba utilizar una pistola. Mira lo que pasó en Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Durante mucho tiempo no sabíamos si se extendería hasta aquí, pese a las promesas de Franco, como para fiarse de ellas, y a sus largas y evasivas con Hitler. No sé si te das cuenta de que en esa Guerra hubo que recurrir a todo, nadie se pudo guardar ni un cartucho, limpio o sucio. Fue mucho peor que la nuestra, en un sentido. En otro, claro, fue menos mala. En uno cualitativo, la de aquí fue la peor. -De nuevo se detuvo y me miró más fijamente, aunque tuve la sensación de que en aquel momento no me veía en absoluto, de que miraba como los ciegos, sin calcular la distancia. Noté que lo excitaba lo que se aprestaba a decir-: Pero de lo que estoy más contento, Jacobo, es de que nadie haya muerto nunca por lo que yo haya dicho o contado. Si uno le pega un tiro a alguien, en el frente o para defenderse, malo es, pero con ello se puede seguir viviendo, y no por eso se pierden la decencia ni la humanidad, no por fuerza. Pero si alguien muere por lo que uno cuenta, o aún peor, por lo que inventa; si alguien muere por su causa sin necesidad; si uno podía haber guardado silencio y esa persona seguiría viva; si uno habló cuando debía o podía callar y con ello trajo una muerte, o varias…, yo creo que con eso no se puede vivir, aunque muchos vivan o parezca que viven. -'Eso tal vez era antes', me dio tiempo a pensar, o lo pensé más tarde en el avión de regreso a Londres, al recordar la conversación; 'mi padre aún piensa en un mundo en el que los hechos dejaban huella y la conciencia solía hablar. No siempre, desde luego, pero sí a la mayoría. Ahora, en cambio, es al revés: resulta fácil acallarla o amor-dazarla, o ni siquiera hace falta: aún es más fácil convencerla de que no tiene razón para hablar. La tendencia actual es a sentirse inocente, a encontrar una inmediata justificación para todo, a no rendir cuentas y a lo que en español se llama cargarse de razón, no sé cómo se diría eso en inglés, no importa, aún no vuelvo a hablar esa lengua sin cesar, mañana ya sí me tocará. Claro que puede vivirse hoy con eso, y con cosas mucho peores también. Los que se atormentan son hoy la excepción, gente anticuada que piensa: "La lanza, la fiebre, mi dolor, la palabra, el sueño", y otras cosas igual de inútiles.' Y mi padre continuó-: Y en esa Guerra nuestra hubo tanto de eso, hubo tanta delación y tanto envenenamiento, tanto insultador, tanto difamador y enardecedor profesional, dedicados todos sin descanso a sembrar y fomentar el odio y la saña, la envidia, el anhelo de exterminación, en los dos bandos pero sobre todo en el de los vencedores pero en los dos…, que no fue fácil quedarse del todo limpio en ese aspecto: quizá en el que menos. Y aún le resultó más difícil al que escribía en un periódico o hablaba en la radio, como hice yo durante la Guerra. No sabes qué cosas se leyeron y oyeron, no sólo durante aquellos tres años, sino en los muchos más que vinieron luego. Se pronunciaba una sola frase y se mandaba al paredón a alguien con ella, o a una cuneta. Y sin embargo estoy seguro de no haber dicho ni escrito una palabra que pudiera perjudicar gravemente a nadie. Ni tampoco la dije después, en el ámbito estrictamente personal de mi vida posterior. Jamás traicioné un secreto ni una confidencia, por pequeños que fueran, ni conté lo que sabía por haberlo visto u oído, si podía hacer daño con ello y no necesitaba contarlo para salvar ni exonerar a nadie. Y es de eso, Jacobo, fíjate, de lo que estoy más contento. -Mi padre estaba echando cuentas antes de morir, eso pensé. Y durante un instante me pregunté si sería como él decía o si se estaría engañando como un hombre de mi tiempo más que del suyo, y alguna vez algo se le habría escapado que hubiera tenido consecuencias atroces. Imposible saberlo. Hasta para él era imposible, uno no puede recordarlo todo, como si fuera el Juez de la antigua fe firme. Y a veces, simplemente, no nos enteramos de las consecuencias, pensé en las viñetas de la careless talk que me había enseñado Wheeler: cómo podía imaginar el marino que le había contado algo a su novia, que eso acabaría en el hundimiento de un barco lleno de compatriotas suyos. En realidad nunca hay manera de saber eso, si uno dice adiós sin ninguna carga encima. Pero entonces me acordé, y pensé que aquel recuerdo lo ayudaría a convencerse.

– No quisiste decirme el nombre de aquel escritor que participó en el toreo de tu amigo Mares, por ejemplo -le dije-. Y no tenías por qué callártelo. No ya conmigo, sino con nadie.

Se quedó un poco sorprendido, como si hubiera olvidado por completo que me había contado aquello, mucho tiempo atrás, cuando yo aún vivía en Madrid. Y así pareció por lo que a continuación me dijo, que ni siquiera recordaba que yo estuviera al tanto de semejante episodio.

– Tú sabes eso. -Fue una mezcla de constatación y pregunta.

– Sí. Una vez me lo contaste.

– Y no quise, ¿eh? -Ahora ya fue sólo pregunta-. No te quise decir el nombre, ¿verdad?

– No. Por su mujer y sus hijas. Dijiste que no querías arriesgarte a que un día alguien se lo sacara y restregara a ellas, por causa indirecta tuya. Aunque la mujer ya ha muerto también, si mal no recuerdo.

– Sí, han muerto los dos, él y ella. Pero eso no cambia nada. -Y murmuró más para sí que para mí-: No quise, dices. Bien hecho, no querer, bien hecho…

Se quedó pensativo y recobró la mirada fija e intensa de sus ojos azules, la que, por así decir, no me veía. Y a ios pocos segundos me dio la impresión de que la rememoración de aquella gente lo había transportado de nuevo a un tiempo lejano, en el que mi madre estaba viva y la mujer alegre y buenísima de aquel hombre infame se portaba muy bien con nosotros, y en particular con ella. Dejé pasar en silencio un par de minutos o tres. Él ya no hablaba y lo vi cansado. Quizá debía marcharme, aunque aquella fuera la última vez que nos viéramos.

– Me voy a ir, papá -le dije, y me levanté y le di un beso en la frente.

– ¿Adonde? -preguntó con asombro, como si le pareciera absurdo que yo o ninguno de sus hijos nos fuéramos a ninguna parte.

– Al hotel, y mañana me vuelvo ya a Londres.

– ¿Tienes un viaje? Que te vaya bien, hijo.

– Vivo allí ahora, papá. ¿No te acuerdas?

– ¿Vives en el exilio? -me dijo, sin dotar a la palabra de solemnidad alguna-. Como los dioses griegos.

– ¿Los dioses griegos? -No sabía a qué se refería, o a cuento de qué venía aquello. Pero él nunca desvarió, o yo no llegué a verlo. Podía abstraerse del tiempo y de las personas y las circunstancias, pero su pensamiento y su memoria funcionaron siempre, aunque al final muy a su aire. Claro que tampoco hay pensamiento ni memoria en el mundo que no funcionen de esta forma.

– ¿No te acuerdas del poema de Heine? -dijo, y acto seguido empezó a recitar versos en alemán, de memoria. Había aprendido esa lengua de chico, en el Instituto, algo posible en los años veinte e inimaginable hoy en día, y siempre había tenido a gala saberse poemas enteros, de Goethe, de Novalis, de Holderlin, de los clásicos.

– No, papá -lo interrumpí-, no puedo acordarme de lo que nunca he sabido, y no entiendo lo que estás diciendo. Yo nunca he sabido alemán, ¿recuerdas?

– Nunca has sabido alemán, qué cosa -me contestó con leve desdén paterno, como si no saberlo fuera una rareza, casi una lacra-. No sé qué clase de educación habéis tenido. -Y pasó a explicarme, con condescendencia hacia mí y entusiasmo por su poema de la juventud-: El poeta ve unas nubes blancas en mitad de la noche que le parecen 'colosales estatuas de los dioses en luminoso mármol', así dice. Pero en seguida se da cuenta de que en realidad son ellos mismos, Cronos, Zeus, Hera, Palas Atenea, Afrodita, Ares, Hermes, Febo Apolo, Hefesto, He-be, envejecidos y abandonados a la intemperie, cabizbajos y ateridos de frío en su exilio. 'No, en modo alguno, ¡estas no son nubes!', exclama el poeta. -Y mi padre me fue traduciendo sobre la marcha, lentamente desde su memoria-. 'Son los dioses de la Hélade, los propios dioses, que un día gobernaron el mundo tan alegremente, pero que ahora, suplantados y difuntos, cabalgan como espectros gigantes por los cielos de la medianoche…' -Pero los versos se empeñaban en acudirle en el alemán de su infancia, o traducir le era fatigoso, así que se pasó de nuevo a esta lengua, y ya nada más entendí en el momento.

Más adelante, cuando ya había muerto, traté de identificar las palabras que le había oído sin comprendérselas. Busqué el texto original de 'Los dioses de Grecia' de Heine, con una versión en inglés paralela (en español no la encontraba), y sin duda fue esta la estrofa que él me puso en mi lengua, improvisada y tentativamente: 'Nein, nimmermehr, das sindkeine Wolken! Das sind sie selber, die Götter von Hellas, die einst so freudig die Welt beherrschten, doch jetzt, verdrängt und verstorben, ais ungeheure Gespenster dahinziehn am mitternächtlichen Hi-mel…'. Supongo que su pronunciación era buena. Y también me fijé en dos pasajes breves que él debió de recitar en alemán aquel día. En uno el poeta se dirigía a Zeus y le decía, más o menos: 'Pero ni siquiera los dioses gobiernan "eternamente, a los viejos los expulsan y los suplantan los jóvenes, como tú mismo depusiste antaño a tu canoso padre…'. El otro era una imagen, aplicada a aquel tropel de deidades desconcertadas y errantes: 'Sombras muertas que vagáis por la noche, débiles como la bruma que ahuyenta el viento…', así las llamaba. Aquellas palabras habrían salido de sus labios en mi presencia, aunque yo entonces no las hubiera entendido. Y me pregunté qué habría pensado en aquella ocasión, al pronunciarlas.

Mientras él aún recitaba absorto, me incliné y lo besé de nuevo antes de irme, esta vez en la mejilla como si fuéramos toreros, y volví a ponerle la mano en el hombro un instante, a modo de adiós callado, mientras él se encaminaba ya hacia la bruma que ahuyenta el viento, o hacia ese exilio en el que uno ha de desprenderse aun del propio nombre.


También había logrado no pensar mucho en Luisa hasta que estuve en el avión, un vuelo de Iberia en clase business que característica y odiosamente se retrasó casi una hora en despegar. A ello me había ayudado que al final no me propusiera almorzar ni cenar juntos ningún día, y yo seguí sin insistirle ni lamentarme ni protestar, después de lo que había hecho prefería evitarlo, no me sentía merecedor y, aunque sí tenía ganas, me fue fácil aguantarme y fingir. Así que sólo coincidimos brevemente en la casa, cuando yo iba a recoger o a devolver a los niños o me quedaba un poco más de rato con ellos, hasta que se acostaban. Y una vez que estaban en la cama, tampoco me ofreció una copa ni me invitó a sentarnos un momento a charlar. No es que me echara inmediatamente con una excusa, no con palabras pero sí con su actitud: no paraba de hacer cosas, de ir de un lado a otro, de limpiar, fregar platos o vasos, responder el teléfono, poner orden, recoger juguetes y ropa y cuadernos y lápices -los niños lo dejan todo manga por hombro y con sus estropicios no se acaba nunca-, y ya no era como cuando convivíamos, entonces yo la seguía de una habitación a otra hablándole de lo que fuera o contándole o preguntándole, como a menudo caminan los maridos por sus casas detrás de sus mujeres, más activas físicamente y propensas a no estarse quietas jamás en un sitio, sobre todo si son madres. Ahora no me sentía con derecho a eso, quiero decir a meterme en cualquier habitación, ni siquiera en la cocina, aunque fuera en su compañía o más bien tras sus pasos. De modo que, al cabo de cuatro frases sobre los crios o sobre el estado de mi padre, por quien me preguntaba sin falta para a continuación añadir con sinceridad 'Tengo que ir a verlo, de esta semana no pasa, dile que me acuerdo mucho de él', yo me retiraba dándole dos besos en las mejillas discretamente cariñosos, es decir, casi sólo amistosos, a los que ella respondía con pasividad, de forma más bien maquinal, sin enterarse. Su cabeza estaba en otro sitio y yo sabía dónde era. La vi algo apagada aquellas últimas veces. Yo calculaba: 'Ahora ya ha recibido la noticia de que no va a ver a Custardoy durante una temporada, un gran chasco, la ha pillado desprevenida y todavía lo está encajando, hay en sus jornadas un aliciente menos, sin duda el mayor, el que más la ayudaba a atravesarlas, a levantarse con ilusión y a acostarse sin descontento, pero aún ignora que donde ya no habrá ese aliciente es en su vida entera y que no volverá a ver a ese hombre o sólo por el azar de un encuentro; ese saber vendrá después, poco a poco, pasarán semanas o quizá más tiempo hasta que comprenda que todo ha acabado, que no se trata de una larga ausencia sino de un definitivo abandono, como el que ella me ha infligido a mí desde hace mucho. Y entonces mirará por la ventana como yo miro a veces por la mía de guillotina para ver la noche perezosa de Londres a través de la Square o plaza, su pálida oscuridad apenas alumbrada por esas farolas blancas que imitan la siempre ahorrativa iluminación de la luna, y las luces encendidas del hotel elegante, algo más lejos, y de las habitadas casas que albergan familias o bien hombres y mujeres solos, cada uno encerrado en su protector recuadro amarillo, lo mismo que Luisa o yo para quien nos observe; y por encima de los árboles y de la estatua a mi vecino que baila tan despreocupadamente y que a partir de ahora me recordará a Custardoy, porque esos parecidos y afinidades funcionan recíprocamente y se tiñen, y no resulta nadie inmune a ellos: ya no me caerá tan bien ese individuo danzarín y alegre, quizá él habrá salvado sin saberlo una vida pero se habrá contaminado de ella al hacerlo. Y seguramente ni Luisa ni yo osaremos ya pensar a solas, tras habernos visto de nuevo y habernos traído el uno al otro otra tristeza, aunque ella ignore que de mí procede la que le tocará estar padeciendo: "Seré más el que soy. I’ll be more myself. Seré más yo ahora'".

Extrañamente, puesto que yo era el causante de su recién iniciada soledad que iría en aumento, me permitía que me diera algo de lástima verla así, decaída, desganada, sin empuje, tal vez en los prolegómenos de un duradero languidecimiento, a todos nos marchita mucho la pérdida de quienes queremos, más aún que la de quienes nos quieren, y no me cabía duda de que Custardoy para ella se contaba entre los primeros. Pero por lo menos no tenía el cinismo de decirme que era para su bien, aunque fuera a serlo con certeza a la larga: tenía claro que era para el mío eminentemente, para mi relativa tranquilidad, mi sosiego lejano, para no preocuparme más de la cuenta por ella ni por mis hijos, y también para mis esperanzas quiméricas de las que no podía prescindir aún del todo, pese al ya tanto recorrido tiempo. Y esto sí lo pensé en el avión con la nitidez que había rehuido hasta entonces: que había sido egoísta y abusivo y desconsiderado, que me había inmiscuido en su vida de la peor manera posible, a sus espaldas, sin su conocimiento, no ya sin consultar con ella lo que debía o convenía hacerse, sino sin que ella me hubiera hablado siquiera de su problema que además no veía como problema, sino acaso como solución. Había actuado como un padre decimonónico respecto a su hija, la había tratado indirectamente como a una menor, sólo que no había ido a ofrecerle dinero al chulo por apartarse, como quizá había sido la tradición de los progenitores pudientes y autoritarios en aquel siglo, sino a amenazarlo de muerte y a violentarlo. Empezó a parecerme increíble todo aquello, que yo me hubiera comportado así, sin apenas cargo de conciencia, como un salvaje o como si fuera un convencido de la idea pragmática de que lo que hay que hacer más vale hacerlo y así está hecho, y de que, pase lo que pase luego, lo principal ya está hecho y no hay vuelta atrás ('I have done the deed.' O 'The deed is done'). Yo no sabía nada oficialmente de Custardoy, no ante ella, en realidad ante nadie con la sola excepción de su hermana Cristina, tenía que seguir llamándola desde Londres para advertirla, en cuanto hubiera regresado de sus días de ausencia, no recordaba si me había dicho una semana o algo más, lo cierto era que ya había probado a diario durante los últimos de mi estancia en Madrid, por si acaso, sin éxito, ni siquiera había podido hablar con su marido para averiguar; y continué haciéndolo durante los primeros tras mi regreso, fui probando a diferentes horas hasta encontrarla por fin en casa.

'Cristina, soy Jacques, tu cufiado, Jaime', le dije cuando me contestó el teléfono, a la vigésima. 'Estoy ya de vuelta en Londres, pero quería ponerte al tanto de una cosa importante. ¿Has hablado con Luisa?'

'No, todavía no, estoy recién llegada, se me ha alargado el viaje. ¿Por qué? ¿Ha pasado algo?'

'Nada malo. Durante mi estancia en Madrid puse remedio a lo de ese Custardoy con ella, o eso creo, habrá que esperar un poco para confirmarlo.

'¿Ah sí?', me contestó con curiosidad e indudable aprobación. '¿Cómo? ¿Qué hiciste? ¿Hablaste con él, hablaste con ella? Cuéntame.

'Eso es lo que quería decirte, que es mejor que no lo sepas, y fundamental que no lo sepa Luisa. Quiero decir que ni siquiera sepa que yo he estado enterado de nada, que tú me contaste. Esa historia ya se ha terminado, o está a punto. Lo que no quiero es que ella pueda sospecharse nunca que yo he tenido algo que ver. Para ella yo ignoro hasta la existencia de ese Custardoy, en ningún momento me ha hablado de él, y es lo que hace falta que siga creyendo. Ahora y siempre. Si tú le mencionas un día la conversación que tuvimos, aunque sea dentro de diez años, podría atar cabos y no me volvería a hablar, pese a los niños. Y tampoco a ti, seguramente. Aunque yo me haya encargado, lo más probable es que pensara que tú habías tenido parte, que habías encizañado o que me habías instigado a obrar como lo he hecho. Lo entiendes, ¿no? Si tú me traicionas tampoco yo tendría reparo en traicionarte a ti.

Cristina me entendió sin duda. Pero aún sentía curiosidad.

'Vaya, conque así te las gastas, ¿tan grave ha sido la cosa? Descuida, si lo has conseguido seré la primera en alegrarme y en no hacer peligrar tu logro. Pero si los dos vamos a callarnos no importa mucho que yo lo sepa todo, ¿no? ¿Qué le dijiste a ese tipo? ¿Qué le hiciste? Anda, dime cómo has obrado, ya que ha sido por instigación mía.'

'Ya te he dicho, mejor no airearlo. Prefiero que sea él el único que lo sepa, el único que por un mal azar, si se encontraran más adelante y ella lo arrinconara, pudiera contárselo a Luisa, y no creo que lo hiciera en ningún caso, no le traería cuenta y sería su palabra contra la mía, sin corroboración posible. No es que no me fíe de ti, de ti ahora. Pero nunca se sabe. Un día podrías estar enfadada conmigo, y querer perjudicarme. Lo que no debe saberse es mejor que no lo sepa nadie, ni siquiera tu cómplice. ¿Por qué crees que los criminales se cargan a tantos?'

Cristina se lo tomó bien, se rió, no me insistió. Sólo me dijo:

'No te preocupes, no le diré nada a Luisa. Espero que tengas razón y que esa historia se haya acabado. Me haré de nuevas si me habla de ello, de la ruptura. Lo mismo sufre una temporada y le da por desahogarse, o por rumiarlo en voz alta. Y mira, si a Custardoy le ha ocurrido algo, seguramente me enteraré en algún sitio, la gente habla mucho, lo comenta todo.'

'No te enterarás, me parece. Él no está en Madrid y nadie va a verlo durante unas semanas como mínimo. Y cuando vuelva ya se inventará algún cuento, si es que aún se le nota que se cruzó conmigo. Alguna puerta de garaje, algún bolardo.' Me di cuenta de que ya había dicho demasiado, irse de la lengua es tan fácil, sobre todo al presumir y algo estaba yo presumiendo, aún al cabo de los días: sentía un poco de orgullo de mi hazaña pistola en mano, y no me costaba hacer caso omiso de que nunca hay tal hazaña ante un hombre desarmado. Eso era imperdonable, lo sabía, esa íntima jactancia, sobre todo tras haber descubierto lo que descubrí a mi llegada a Londres, o justo antes. Sin embargo así era, y nada podía hacer por evitarlo, supongo que eso le pasa a cualquiera que no sea violento cuando prueba a emplear la violencia, y le sale. De modo que añadí: 'Tampoco yo he dicho que le haya hecho nada, ni que le haya ocurrido nada. Nada malo, quiero decir'. (En esa breve charla había venido a recitarle a Cristina unas cuantas de las frases clásicas que recomiendan negación, ignorancia y silencio, lo propio del espionaje y las conspiraciones y lo delictivo, de lo clandestino y lo solapado: 'Es mejor que no sepas nada, y así, cuando te interroguen, dirás la verdad al decir que no sabes, la verdad es fácil y tiene más fuerza y es más creíble, la verdad persuade'. Y también: 'Si sólo conoces tu parte, aunque te cacen o falles la cosa seguirá adelante5. Y asimismo: 'Es tu ignorancia lo que más va a protegerte, no preguntes más, no preguntes, será tu salvación y tu salvoconducto'. Y aún: 'Ya lo sabes, yo no he hablado contigo ni te he dicho nada. No han tenido lugar esta conversación ni esta llamada, estas palabras no las has oído porque no las he pronunciado. Y aunque las oigas ahora, yo no las digo'.)

Cristina volvió a reírse, quizá también por el contento de imaginar ya libre de peligro a su hermana.

'Suenas muy misterioso y un poco amenazante', me contestó, medio en serio y medio en broma. 'No es este el Jaime que yo conozco. A lo mejor te sienta bien Londres, y estar ahí solo. Eso sí, hayas obrado como hayas obrado, yo no soy tu cómplice. No hace falta que te me cargues.'

Pero todo esto fue días más tarde, ya en Londres y con más angustia y en peores circunstancias. Lo que sí tenía presente mientras volaba hacia allí era que Luisa había seguido sin hablarme de sí misma hasta el último instante. El día de mi despedida, la víspera de mi marcha, tras visitar a mi padre había pasado por el hotel para cambiarme, y luego había ido a su casa para decirles adiós a los niños, y a ella de paso.

– ¿Y ahora cuándo vas a volver? -me había preguntado Guillermo en tono acusatorio, y Marina se había empeñado en que me la llevara de viaje conmigo, por los aires.

– Pronto -había mentido, sin todavía saber que no mentía-. Esta vez no dejaré pasar nada de tiempo, te lo aseguro. -Y a la niña le había prometido que en el siguiente viaje sí me la llevaría conmigo hasta la isla grande, a sabiendas de que los crios pequeños apenas si guardan memoria de un día a otro, uno de sus muchos privilegios.

Aquella fue la única vez en que Luisa pareció a punto de invitarme a sentarme en el salón un rato, como si de repente hubiera caído en la cuenta de que tardaríamos en vernos de nuevo y de que al final no habíamos tenido ni una sola conversación en regla; de que no se había interesado por mi vida en Londres ni por mi trabajo ni por mis hábitos ni por mis perspectivas ni por mi estado general de ánimo ni por mis amistades ni por mis posibles amores (sobre esto último podía no haberle contestado, como había hecho ella conmigo), ni siquiera por las mujeres descuidadas o sucias o borrachas o idas -en todo caso desbragadas- que acaso goteaban sangre en mi casa o en la de Wheeler y que le habían dado pie a burlarse a gusto. Su falta de curiosidad, su falta de atención hacia mi habían sido notables durante mi no corta estancia, y de no ser por lo que yo había hecho a escondidas, por mi intromisión brutal en su vida -hasta cierto punto se la había deshecho, o había tirado abajo la que intentaba reconstruirse-, por mi consiguiente sensación de estar más que en deuda con ella, semejante indiferencia habría sido suficiente motivo para darme por ofendido y quejarme entre dientes. Pero tan abstraída estaba, probablemente tan enfrascada en su historia, que ni siquiera reparó en la extrañeza de mi buen conformar aparente y mi discreción excesiva. Ella me conocía bien, seguramente era a quien mejor conocía. Sabía que era respetuoso y que no era un pelma, que aceptaba lo que se me daba de buena gana y que no luchaba por lo que se me negaba, mi orgullo me impedía darle mucho la lata a nadie y actuaba sibilinamente para conseguir mis propósitos, entreteniéndome y esperando, lingering and delaying cuanto hiciera falta. Pero era a todas luces anómalo que no hubiera hecho algo más por verla a solas, y con tiempo. Que le hubiera cedido toda la iniciativa y me hubiera hecho tan a un lado, que hubiera dejado transcurrir los días sin hacerme más presente o visible y sin reclamar nuestro encuentro. Eso debería haberla escamado, y no fue así, sin embargo. Tenía la cabeza demasiado ocupada en otras cosas, en Custardoy a buen seguro, primero en la incomprensible ilusión que le creaba, quizá en la tensión entre su querencia y su desconfianza -a un hombre como aquel tenía que percibírselo como desaconsejable en parte, siempre-, luego en la inquietud por su inesperada y brusca marcha con explicaciones escasas, en la desazón creciente por la dilación de sus llamadas, tal vez no había dado aún señales de vida desde su desaparición, como yo le había ordenado ('Durante tu ausencia la llama poco, y cada vez menos'), y la baldía espera de algo acaba por hacerse acuciante y por dominar todo el tiempo y ocupar todo el espacio, se aguarda el timbrazo de un momento a otro y cada momento se torna muy oprimente y muy largo, la rodilla hincada en tu pecho y plomo sobre tu alma, hasta que el agotamiento nos vence y nos da cierto respiro.

Tal vez fue eso, una tregua por cansancio, lo que le permitió mirar a su alrededor un instante y verme, acordarse de quién era yo y darse cuenta de que al día siguiente me habría ido, y de que entonces me habría dejado pasar de largo sin -por así decir- aprovecharme; de que sin embargo aquella noche yo estaba todavía a tiempo de servirle para engañar un rato al tiempo, y sacarla durante unos minutos, con mis relatos londinenses, con los comentarios o anécdotas de mi mundo ajeno al suyo, de sus obsesiones que no amainaban. Seguramente me habría escuchado tan sólo con medio oído, ni siquiera con uno entero, como quien se fija distraídamente en el murmullo de una lluvia aposentada, cómoda, tan sostenida y fuerte que parece iluminar ella sola la noche con sus hileras continuas como varas flexibles metálicas o como lanzas interminables, al levantar uno la vista; o como quien al dormirse con un ojo abierto cree entender y se acopla al lánguido rumor del río, que habla con sosiego o desgana, o la desgana la pone uno con su propia fatiga y su propio sonambulismo y sus sueños que ya comienzan, aunque se crea muy despierto; o como quien sin querer se contagia y se deja arrastrar por un tarareo insignificante que le llega desde la distancia, a través de un patio o de una plaza, o bien al entrar en un lavabo y oír a un hombre contento que canturrea al peinarse, al hacerse la raya con agua y con extremado esmero ('Nanná naranniaro nannara nanniaro', y entonces no puede uno sino continuar y ponerle significado y palabras a la pegadiza canción, si se la sabe: 'Fo I'm a poor cowboy and I know I've done wrong. Porque soy un pobre vaquero y sé que he hecho daño', dice el verso; o, si se quiere, 'que he hecho mal').

Así me habría escuchado Luisa, desatentamente, si hubiéramos llegado a tener aquel rato de charla que estuvo a punto de proponerme. Yo me había despedido ya de los niños, de cada uno en su cama, los había dejado durmiéndose, más que dormidos. Había entornado ambas puertas y le había dicho a Luisa, que me esperaba en el pasillo:

– Bueno, ya me voy. Me voy mañana. -A continuación le había tocado la barbilla suavemente, para mirarle el perfil, y había añadido-: Ese ojo está casi curado. A ver si llevas más cuidado en general. -El golpe no se le notaba ya apenas, sólo había una pequeña zona que aún le amarilleaba un poco, no se daría cuenta nadie que no hubiera visto lo anterior.

– Sí, ya te vas -contestó ella. Y en su pensativo tono me pareció que a lo mejor iba a echarme vagamente de menos, ahora que se iba a quedar más con los niños y no tendría tanta distracción-. No nos hemos visto mucho, no me has contado casi nada, me has pillado en malos días, con muchos compromisos previos y mucho quehacer, cosas que ya no podía anular ni cambiar, si me hubieras avisado de tu venida con antelación…

Era una especie de disculpa, era ella quien se sentía algo en deuda, no demasiado, uno suele amoldarse al que tiene los días contados en la ciudad y no lo había hecho. Se la veía triste y ajena y como con malos presentimientos o aún peor, con una mala presciencia. Serena en su abatimiento, como quien ya ha arrojado la toalla antes de recibir los golpes, como quien ya sabe. Debía de estar convencida de que algo raro sucedía con Custardoy, o a lo mejor ella lo llamaba Esteban; de que, aunque él viajara a veces y se pasara días o semanas observando y estudiando cuadros en cualquier lugar, no era normal una partida tan intempestiva, sin haberse podido despedir ni ver, ni tanto silencio posterior. Imaginé con satisfacción que él debía de estar siguiendo mis instrucciones al pie de la letra, o quizá extremándolas: sí, era bien posible que aún no la hubiera vuelto a llamar desde su primer aviso, desde su supuesta llegada a donde le hubiera dicho que se había ido. Hasta podía haberle contado que estaba en Baltimore y no haberse movido de Madrid. A mí me daba lo mismo, con tal de que cumpliera y no apareciera nunca más.

– ¿Cómo estás tú? -le pregunté-. Te noto algo alicaída, ¿te ha pasado algo en los últimos días?

– No, nada -me respondió, sacudiéndose un poco el pelo al negar-. Un pequeño chasco, no tiene importancia. Se me pasará en seguida.

– ¿Puedo hacer algo al respecto? ¿Con alguien que yo conozca?

– No. No, en absoluto. Es alguien que tú no conoces, alguien reciente. Y tampoco es culpa suya, no io ha podido evitar-. Se quedó callada un segundo y añadió-: Es curioso, cada vez habrá más gente mía que tú no conozcas, ni siquiera de oídas, y no tendrá ningún sentido que yo te hable de ella ni te la mencione. Y lo mismo me pasará a mí con la tuya. Eso no había ocurrido a lo largo de muchos años, ¿verdad?, o rara vez. Es extraño cómo en la convivencia uno se tiene al día sin especial esfuerzo ni dificultad, y cómo de pronto, o más bien es poco a poco, se lo ignora todo sobre quienes vienen después. Sobre quienes llegan a la vida de cada uno, quiero decir. Yo no sé nada de tus amistades de Londres, por ejemplo, ni de tus compañeros de trabajo con los que te tratarás a diario. Me dijiste que erais un grupo reducido, ¿verdad? Y con una chica medio española, ¿no? ¿Qué tal te va con ellos? Ni siquiera tengo del todo claro a qué os dedicáis. -Y a la vez que decía esto me señaló con el brazo hacia el salón, no como si me indicara la puerta de la calle para que me fuera ya, sino como si me sugiriera que pasáramos allí un momento antes de irme para que le contara, o acaso era tan sólo para oírme hablar. Quizá se había dado cuenta de que podía ayudarla a sobrellevar unos minutos su espera, o a levantarle del alma su plomo que no cesaba. Pensé que le preguntaría por la joven madre gitana y sus niños, eran en cierto sentido gente suya de la que yo aún había llegado a saber, en nuestra convivencia, en nuestra cotidianidad, y de la que había llegado a acordarme en el otro país.

Echamos a andar en aquella dirección, ella delante de mí. Nos disponíamos a charlar en casa, y mientras aquello durara nos parecería de lo más natural, sin la artificialidad de haber establecido una cita previa en un restaurante ni en ningún otro lugar. Pero entonces sonó su móvil, el que utilizaban otras personas y yo no, y ella se apresuró hasta el salón, casi corrió, lo tenía allí, dentro del bolso, también yo había dejado mi gabardina y mis guantes en el respaldo de un sillón, al entrar. La dejé ir, claro está, no apreté el paso, pero, puesto que íbamos juntos, tampoco me detuve ni me frené, mi discreción consistió en no pasar, en quedarme en el umbral mirando los libros de una estantería, mis libros que tal vez algún día cercano tendría que llevarme de allí, todavía no sabía adonde.

– ¿Sí? -le oí decir con el ánimo súbitamente ligero, como si la voz al otro lado le hubiera despejado la melancolía (o era pesar) con tan sólo una palabra o dos. Estaba seguro de que era Custardoy, llamándola por penúltima o antepenúltima vez-. Sí. ¿Tú estás bien? -Hizo una pausa-. Sí, ya entiendo. Aunque bueno, no te creas, la estampida me tiene descolocada… ¿Y no sabes cuánto vas a tardar? Eso es un poco raro, ¿no?, que no te hayan dado plazos. -Instintivamente se alejó de mí y bajó la voz, para que yo oyera lo menos posible. Pero como tampoco quería ser grosera cerrándome la puerta o yéndose a otra habitación, su murmullo me siguió alcanzando. Perdí algunas palabras, su tono no. No hablaba mucho, era Custardoy quien llevaba la voz cantante, y la conversación fue más bien breve, como si él tuviera prisa (obedecía mis órdenes de distanciamiento y sequedad y concisión)-. Pero con esto me dejas a ciegas. Y atada, si yo no te puedo llamar -dijo Luisa un poco implorante, elevando por consiguiente la voz, para bajarla en seguida otra vez y añadir a modo de explicación-: Está Jaime aquí, ha venido a despedirse, se vuelve mañana, estaba a punto de irse ya, ¿por qué no me llamas dentro de cinco minutos? -Ahora hubo otra pausa más larga-. Pues no, no te entiendo, ¿tienes que salir ya, ahora mismísimo?… -En algunos momentos se me escapaba lo que decía, oía vocablos intermitentes y frases sueltas-. No, la verdad es que no entiendo esta situación, primero todo tan precipitado y ahora tanta dificultad. No, ya, si no, no es que nos conozcamos desde hace tanto, ni que te me sepa de arriba abajo, no pretendo tal cosa, pero esto en todo caso me es nuevo, nunca se había dado… Sí. Y suenas raro, suenas distinto. -Volvió a callar, después casi a cuchichear, luego elevó el tono para decir-: Bueno, mira, no entiendo lo que te pasa, es como si me hablara otra persona. Es como si de pronto me tuvieras miedo, y yo no te voy a agobiar. -'No es a ti a quien tiene miedo, mi amor', pensé. 'Es a mí'-. Bueno, como quieras. Tú verás, tú sabrás, yo no estoy para descifrar… -Y las últimas siete palabras, las que vinieron a continuación, las soltó con frialdad-: Bien, vale. Como tú digas. Pues adiós.

En otras circunstancias no me habría gustado nada oír aquella conversación, cómo Luisa le protestaba a otro hombre, cómo estaba en un tris de rogarle, cómo reaccionaba con dignidad ofendida a su evasividad o desinterés. Pero aquella escena en realidad la había preparado yo, casi la había configurado y dictado, como si fuera Wheeler, que sin duda dedicaba tiempo a la confección o composición de escogidos momentos, o, como si dijéramos, conducía sus numerosos tiempos vacíos o muertos hacia unas cuantas escenas prefiguradas y deliberados diálogos, su parte ya memorizada antes. Sólo que yo no intervenía en aquella conversación, o bien era Custardoy quien había hablado por mí, al fin y al cabo no eran sus verdaderas palabras, sino las que yo lo había inducido a decir como un Yago, o lo había obligado a pronunciar. Saber que yo estaba allí al lado, presente, debía de haberle hecho aumentar su temor, también su odio hacia mí. Eso había sido una coincidencia, pero él no la habría sentido como tal, habría creído que yo vigilaba el proceso y que estaba ojo avizor. Tanto mejor para mí.

Luisa se acercó a donde yo estaba, con el móvil aún en la mano y una expresión que era mezcla de desconcierto, renuncia y contrariedad. 'Aún te queda mucho', pensé, 'aún te vas a desesperar. Y entonces me buscarás, porque soy lo más conocido y el que quizá siempre va a estar.'

– Bueno, ya me voy -dije, y cogí mi gabardina y mis guantes. Ella le había pedido a su interlocutor que la llamara al cabo de cinco minutos, en seguida había estado dispuesta a sacrificar nuestra charla, la que íbamos a haber tenido, imprevistamente. Para ella era secundario que la perdiéramos, que se diera o no. A aquellas alturas, para mí también. En aquel viaje no estaba mi oportunidad, habría que esperar bastante más.

– Lo siento -murmuró ella-. Cosas del trabajo. La gente tiene comportamientos muy extraños. Anuncia una cosa y luego ni me acuerdo. Se larga. -No hacía falta que me diera explicaciones falsas. La índole de la conversación había sido a todas luces personal, en modo alguno laboral. Yo sabía lo que estaba pasando, ella todavía no. No me importaba llevarle tanta delantera, no me importaba engañarla. 'No es este el Jaime que yo conozco', me diría Cristina más tarde. Pero yo ya lo había pensado antes: 'No, no lo soy. 1 am more my self'.

Luisa me acompañó hasta la puerta. Nos dimos dos besos, pero esta vez ella también me abrazó. Noté que lo hacía más por desprotección, o por la repentina anticipación del abandono y la pérdida, que por afectuosidad. Aun así yo se lo devolví con fuerza y con ganas, ese abrazo. No me costaba en absoluto abrazarla, eso nunca me costó.

'Ven, vuelve a mí, tendré paciencia, esperaré; pero no tardes ya mucho más', pensé en el avión, mientras recordaba aquel adiós. Y a continuación cité para mis adentros, de un poema reciente en inglés que había leído en uno de mis viajes con Tupra, lo había leído en un tren: 'Why do I tell you tbese, things? You are not even here'. O lo que es lo mismo: '¿Por qué te digo estas cosas? Ni siquiera estás aquí'.


Eso fue lo último antes de que todo cambiara. Pedí a la azafata algún periódico inglés, debía acostumbrarme de nuevo al otro país. Tampoco aquel día había mirado todavía ninguno español, estaba demasiado pensativo para que me contara el mundo exterior, de hecho llevaba El País doblado sobre las rodillas, aún sin abrir. La azafata me ofreció The Guardian, The Independent y The Times, cogí los dos primeros, del tercero ya no aguanto la decadencia espantosa bajo su actual imperio austral. Miré la portada de The Guardian y mi vista se fue al instante -los nombres que conocemos nos llaman, captan a gran velocidad nuestra atención- hacia una noticia que debió de sacarme los ojos de las órbitas y me los llevó corriendo a la de The Independent, para ayudarme a darle crédito y confirmar que no era una broma pesada y absurda ni tampoco una figuración. Ambos diarios la traían, no podía no ser verdad, y aunque no ocupaba demasiado espacio o no el principal, era de primera plana en los dos: 'Dick Dearlove, acusado de homicidio', rezaba un titular, y el otro era muy parecido: 'Dick Dearlove detenido por la muerte violenta de un menor'. Claro que ninguno decía 'Dick Dearlove', sino su verdadero nombre, Dearlove es sólo como he dado en llamarlo yo.

Busqué las páginas correspondientes y las leí con aprensión y avidez, luego con horror y con una creciente repugnancia hacia Tupra y hacia mí mismo, o en realidad esto último me vino como una exhalación. La información era muy incompleta y los hechos confusos, y no contribuían a aclararlos las sucintas y más bien herméticas declaraciones del portavoz y de los abogados de Dearlove, que eran quienes habían avisado a New Scotland Yard a la mañana siguiente a la noche del homicidio, lo cual hacía suponer que habrían dispuesto de unas horas para calibrar la situación y preparar y acordar la mejor línea de defensa, sobre la cual, por otra parte, no se aportaban apenas datos. En Inglaterra, según tengo entendido, y a diferencia de lo que ocurre en España, donde todo es griterío irresponsable desde el primer instante cuando no linchamiento verbal, se lleva muy a rajatabla la prohibición de violar el secreto de un sumario y de adelantar públicamente indicios y testimonios que vayan a formar parte de uno, y nadie con posibilidades de testificar acerca de un crimen está autorizado a relatar su versión a la prensa con anterioridad al juicio. Tanto los abogados como los periodistas se limitaban así a especular, con prudencia, insinuaciones vagas y considerable discreción. Se aludía a un posible intento de secuestro, a un posible intento de robo ('burglary'), también a un posible ajuste de cuentas pasional. La víctima tenía diecisiete años, al parecer era de origen búlgaro o ruso (no se sabía con seguridad, ni si poseía la nacionalidad británica o no; se imaginaba que no) y sólo aparecían sus iniciales, que curiosamente coincidían con las de su matador, esto es, pongamos que eran R D. Fuera como fuese, y yo supe en seguida cómo había sido en lo fundamental, de lo que no parecía caber duda era de que el cantante le había clavado una lanza en el pecho y en el cuello, de las varias que tenía en su casa colgadas en un salón contiguo al comedor, a aquel joven muy joven, dos noches atrás. Lo cual significaba probablemente que las televisiones de buena parte del mundo, sobre todo las británicas pero también las de mi país, llevarían ya una jornada entera desmenuzando el asunto, y no digamos los millones de voces anónimas o pseudónimas de Internet. Pero yo no había visto la televisión ni internet.

Lamenté momentáneamente que en el avión no tuvieran algún periódico sensacionalista y de baja estofa como The Sun, del mismo imperio austral que The Times y más dado por tanto al escándalo, la moralina y el rumor: esa clase de prensa estaría frotándose las manos y arriesgándose a quebrantar toda ley con tal de vender más ejemplares. Eché un vistazo a El País, por si acaso, pero su tratamiento era sobrio y somero y no contaba nada distinto de lo que sus colegas de Londres se atrevían a saber. Pero mi lamento no duró nada, ya digo, fue un instante de ingenuidad, porque no me hacía falta conocer los detalles ni las circunstancias ni los antecedentes ni los motivos, ni siquiera la explicación psicológica sobre la que se preguntaban los periodistas y algún que otro opinador. Para mí estaba claro que Tupra había arrojado el máximo horror biográfico sobre aquel ídolo, que lo había sumergido en la repugnancia narrativa como en una tinaja de nauseabundo vino, que le había prendido una tea y lo había inscrito con letras de fuego en la lista de los aquejados por la maldición K-M o Killing-Murdering o Kennedy-Mansfield, en lo que así se llamaba en nuestro reducido grupo sin nombre y quién sabía si, por mimetismo, en algún otro y más altivo lugar; que Reresby o Ure o Dundas lo había condenado no ya a unos cuantos años de cárcel, que para alguien tan famoso como Dearlove supondrían un lento e incesante infierno -quiero decir más incesante y más lento que para los demás-, o en el mejor de los casos se verían interrumpidos por una muerte veloz a manos de otros presidiarios, con un delito a sus espaldas de semejante turbiedad, sino a que la historia entera de su vida y sus logros quedara empalidecida de un solo brochazo raudo de pintura blanca sucia o cenicienta o de color enfermo, a que cayeran en el inmediato›olvido su trayectoria y su construcción, y a que ya nunca nadie pudiera mencionar, leer u oír su nombre sin asociarlo al instante con aquel crimen final. Hasta las madres lo sacarían a colación para prevenir a sus hijos desprevenidos, y además lo harían, al cabo del tiempo, con distorsión y exageración: 'Lleva cuidado de con quién te mezclas y de con quién vas, no se puede fiar uno de nadie. Acuérdate de lo que le hizo Dick Dearlove a aquel chico ruso, se lo llevó a su casa y lo abrió en canal'. Y tan seguro estaba de que aquello era así como de que en poder de Tupra obraría ya una grabación, una filmación con los hechos sobre los que la prensa aventuraba hipótesis y que aún no conocía casi nadie más; en ella se vería seguramente la secuencia entera, desde que el joven búlgaro R D se presentara en casa de Dearlove hasta el momento furioso o empavorecido en que éste lo alanceara causándole la muerte rápida, aunque debió de requerir dos golpes -primero en el cuello y luego en el pecho, o podía haber sido al revés- para callarlo del todo y acabar con él; y para entonces, tal vez, todavía ofuscado y puerilmente triunfal (poco le duraría esa sensación, y durante el resto de sus días le tocaría deplorarla sin más), quitarle a su cadáver el móvil o la pequeña cámara con los que habría hecho sus fotos comprometedoras y que Dearlove no le habría encontrado al cachearlo juguetónamente al llegar, porque acaso Tupra se habría encargado de que no tuviera que llevarlos encima sino de que estuvieran escondidos en algún lugar de la casa con anterioridad a la cita galante o comercial de los dos, como la famosa pistola que aguardaba a Al Pacino en el lavabo de un restaurante en la primera parte de aquella gran obra maestra que constó de tres, a cual mejor.

Tupra no iba a necesitar hacer uso de aquella cinta o DVD, lo importante en aquella ocasión no había sido conseguirla y guardarla para el futuro, para sacarle algo a Dearlove o impedírselo más adelante, lo importante había sido que éste se diera cuenta de uno solo de los engaños a que se lo sometía y su consiguiente e irreparable reacción. Tan irreparable y tan inocultable que el castigo iba a llegarle sin hacerse esperar. Tupra sólo tendría aquel vídeo por tenerlo, para contemplarlo a solas o regodearse con la ejecución de su plan, como pieza de orgullo para su colección. No le serviría para nada más, puesto que el hecho principal había quedado al descubierto nada más cometerse: Dearlove had done the deed y el mundo entero ya estaba al corriente. Había matado a un joven con una lanza.

Pero quien lo había instigado en última instancia era yo. O quizá no exactamente: más bien lo había inventado, lo había concebido, lo había expuesto o lo había dictado, había imaginado su escenificación. Había dado la idea -nadie tiene nunca en cuenta ese peligro, el de dar ideas y se dan sin pausa, a todas horas y en todas partes-, y no pude evitar preguntarme cuántas más de mis interpretaciones o traducciones habrían tenido consecuencias sin yo enterarme. Cuántas y cuáles. Me había pasado mucho tiempo dictaminando a diario con cada vez mayor soltura y despreocupación, oyendo voces y mirando caras, frente a frente u oculto desde la estación-estudio o en vídeo, diciendo quién era de fiar y quién no, quién mataría y quién se dejaría matar y porqué, quién traicionaría y quién sería leal, quién mentía y a quién le iba a ir mal o regular en la vida, quién me reventaba o me daba lástima, quién fingía o me caía en gracia, y qué probabilidades llevaba cada individuo en el interior de sus venas, igual que un novelista que sabe que lo que diga o cuente de sus personajes, o les atribuya o les haga hacer, no saldrá de su novela y no hará daño a nadie, porque por mucho que se los sienta vivos seguirán siendo ficción y nunca interferirán con ningún ser real (con ninguno en sus cabales, esto es). Pero no era este mi caso, no escribía yo nada con tinta y papel sobre quienes jamás han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, sino que describía y descifraba a personas de carne y hueso y sobre ellas pontificaba y vaticinaba, y tanto mi acierto como mi desacierto, veía ahora, podían tener consecuencias nefastas y condicionar su suerte en manos de alguien como Tupra, que en esta ocasión no se había limitado a ser Sir Punishment y Sir Thrashing, sino SirDeath y Sir Cruelty, y Sir Vengeance tal vez. Y yo no había sido su instrumento, sino algo más infrecuente y quizá peor, su inspiración y su involuntario susurro al oído, su imprudente e inconsciente lago. No me importaba ni me interesaba mucho qué tuviera en contra de Dearlove, si le había tendido una trampa por iniciativa propia -mi trampa- o en extravagante misión de Estado o por el encargo bien pagado de algún particular particular. Eso era lo de menos. Lo que me atormentaba era pensar que había puesto en práctica mi plan que no era plan, y que para coronarlo con éxito no había tenido reparo en sacrificar la vida de un joven: 'Extraño tener que desprenderse aun del propio nombre', esta vez sí, y aquella víctima hasta carecía de él, se llamaba tan sólo R D. Preocupante e inverosímilmente, no había caído hasta entonces en el hecho más grave de todos y el que -comprendí al instante, con los tres periódicos desplegados sobre mis rodillas en aquel avión- más me iba a mortificar durante el resto de mi vida. Y por lejana que más adelante quisiera ver y lograra ver y fuera a ver la vinculación -así sería, me parecería remota e indeliberada, por mi parte al menos, y mi sentimiento de responsabilidad se atenuaría, y todo se asemejaría a un sueño, y con suerte me engañaría a mí mismo y lo haría desaparecer, sobre todo cuando se borrara el cerco y algún día me pudiera decir: 'Pero eso fue en otro país'-, a aquel chico ruso que ni siquiera sabía de mi existencia, como yo había desconocido la suya mientras le duró, lo habían matado por mi predicción o mi hipótesis o fabulación, por lo que había dicho y contado yo, y ahora habría de repetirme: 'For I am my self my own fever and pain. Y así yo soy mi propio dolor y mi fiebre'.

Lo primero que hice nada más entrar por la puerta del apartamento que llegó a ser mi casa durante cierto tiempo, amueblado ingenuamente por alguna mujer inglesa a la que nunca vi, fue marcar el número directo de Tupra. Era fin de semana y en el edificio sin nombre no habría nadie, o esa era la teoría, no era yo el único que se pasaba por allí a deshoras, para terminar tareas o informes o para revolver o indagar. Como me había sucedido al llamarlo desde Madrid, una voz de mujer me respondió. Pregunté por el nombre que me repelía utilizar, Bertie, para mostrar mi familiaridad con él, aunque no hacía falta, si conocía su número directo de casa alguna había de haber.

'Está fuera de Londres', me contestó. '¿Quién lo llama, por favor?' Lo que no tenía era su móvil, Tupra era muy celoso de él, y también de la opinión de que todo podía esperar, 'como en los viejos tiempos de ayer', se encargaba de recordar.

'Jack Deza', dije, y me salió una z española sin querer, me había reacostumbrado a ella durante los días en mi país, debió de sonar como 'Daetha' o 'Deatha' para un oído inglés. 'Trabajo con él, y es importante. ¿No podría darme su número de móvil, si es tan amable? Acabo de regresar de Madrid y tendría que informarle de algo urgente y de su mayor interés.'

'No, lo siento, no creo que pueda dárselo. Sólo él lo puede dar', respondió la mujer. Y añadió con impertinencia leve, lo cual me hizo sospechar que fuera Beryl, en la cena de Wheeler no había hablado lo suficiente con ella para reconocerle ahora la voz, que no era demasiado joven, aunque tampoco de edad: 'Si no lo tiene, será porque él no ha considerado preciso que lo tenga usted'.

'¿Es usted Beryl?', le pregunté entonces, arriesgándome a crearle a mí jefe un conflicto doméstico o conyugal, si no lo era. Pero poco me importaba ya, en seguida iba a dejar de serlo, tenía tomada la decisión. O casi tomada, nada es seguro hasta que ya está hecho y aposentado.

'¿Por qué lo quiere saber?', fue su contestación. Y en tono que me pareció medio severo y medio de guasa afirmó: 'Usted no necesita saber quién soy yo'.

'Quizá Tupra le tenga prohibido a Beryl, si es que es Beryl y debe de serlo', pensé, 'que divulgue que han vuelto, más aún que viven juntos de nuevo, puede que prefieran sentirse amancebados más que casados, y hallen gusto en la clandestinidad.' Me acordé de sus largas piernas y de su olor infrecuente, agradable y muy sexuado, tal vez lo que arrastraba a Tupra hacia ella una y otra vez, en ocasiones nuestras debilidades son por las cosas más simples, a las que no podemos renunciar. Estuve a punto de decirle: 'Es que si es usted Beryl nos conocemos. Soy amigo de Sír Peter Wheeler, y fuimos presentados en su casa, hace ya tiempo'. Sin embargo me abstuve, se me ocurrió que si insistía sería peor.

'Mis disculpas, no pretendía ser impertinente', le dije. '¿Podría decirme entonces cuándo regresa Bertie, por favor?'

'No lo sé con exactitud, pero supongo que si trabaja con él, lo verá el lunes en su despacho. Me imagino que allí estará.'

Era una manera de indicarme que no volviera a llamarlo a la casa durante el fin de semana. Le di las gracias y colgué, tendría que esperar. Abrí la ventana de guillotina para airear tras tantos días de ausencia, deshice rápidamente mi maleta, limpié un poco el polvo, examiné el correo acumulado y después, cuando ya caía la tarde y sin saber qué más hacer -cuando uno está recién llegado carece de ritmo-, me asomé a mirar y vi a mi vecino bailando enfrente, más allá de los árboles cuyas copas coronaban el centro de aquella plaza: nada había cambiado -no tenía por qué, el tiempo nos engaña cuando nos vamos de viaje, siempre parece más largo de lo que fue-. Estaba con sus dos amigas habituales, la blanca y la negra o mulata, un trío bien avenido, ellas debían de ser 'guebrídgumas' entre sí, enlazadas por él, otro punto de coincidencia con Custardoy, que era dado a llevarse a la cama a las mujeres de dos en dos, no creía que se hubiera prestado a eso Luisa, dónde se habría ido Custardoy con su mano rota, dónde habría ido de verdad, no era asunto mío y me daba igual, con tal de que cumpliera mis condiciones y se mantuviera alejado de ella y sin hablarle de mi intervención, esto último era vital. Los tres bailarines ensayaban unos pasos veloces, una especie de taconeo aflamencado extraño o acaso era de claque -no lograba adivinar la música que sonaría alta en su salón, era sábado-, porque con el brazo derecho sujetaban algo sobre sus respectivos hombros, daba la impresión de ser algo móvil y vivo y de pequeño tamaño, no pude resistirme a coger mis prismáticos aquella vez, y cuando acerté a enfocarlos vi con estupefacción que cada uno portaba un perrillo diminuto efectivamente echado al hombro, desconocía las marcas o quiero decir las razas, pero el del hombre era chato y peludo y los de las mujeres más bien como ratas y con el hocico agudo, de esos escuálidos con un copete o moñito o flequillo o tupé, asquerosos como se los mire. No les pegaba nada que fueran suyos, me pregunté de dónde los habrían sacado, tal vez los habían alquilado exclusivamente para su danza excéntrica, en todo caso los animalillos debían de estar mareados si es que no trastornados y desesperados, el repiqueteo de los bailarines sería para ellos como un terremoto permanente o algo así. Era de esperar que a mis vecinos no los viera ningún miembro de las sociedades protectoras de animales, tan feroces y activas en Inglaterra, o seguramente los denunciaría por tortura, atropello y aturdimiento de bestezuelas indefensas. 'Qué locos', pensé, 'deben de creer que tiene gran mérito bailar con un ser vivo en el hombro sin que se les caiga, pero podría salirles disparado en un quiebro y estampárseles contra la pared o un ventanal.' Me quedé observándolos unos minutos hasta que de pronto se interrumpieron con aspavientos de desagrado y alarma: el perrillo de la mujer blanca se le había orinado encima, regándole la cara y el pelo, y precisamente por haberlo hecho en medio del zapateo frenético, había asperjado también a los otros dos. Sometido a semejante ajetreo, la incontinencia era sin duda lo mínimo en que el pobre bicho podía incurrir. Soltaron a los tres chuchos, que se tambalearon por el salón, y empezaron a quitarse la ropa manchada con prisa y con asco, y justo en el momento de sacarse el hombre su elegante polo, su mirada quedó frente a mi ventana y me divisó. Escondí los prismáticos en el acto y di dos pasos hacia atrás, avergonzado de mi espionaje. Pero no parecieron enfadados en modo alguno, pese a que las dos mujeres se habían quedado ya en sostén, con la agravante o el aliciente de que la mulata no llevaba sostén. Al igual que la otra vez que me habían visto, me hicieron señas divertidas, invitándome con los brazos a trasladarme allí. Entonces también me había dado vergüenza, pero había logrado verle una ventaja al recíproco contacto visual: había pensado que si una noche o un día se me hacían en verdad desolados, tenía abierta la posibilidad de intentar buscar compañía y baile al otro lado de la Square o plaza, en aquella casa desenfadada y alegre cuyo ocupante se resistía además a mis deducciones y conjeturas, inhibía mis facultades interpretativas o se sustraía a ellas, algo tan infrecuente que le confería leve misterio. Y esa perspectiva de una visita hipotética, ese asidero posible o futuro me había llevado a sentirme más seguro y ligero, como con una red. Desde luego aquel era un día en verdad desolado, y hasta que hablara con Tupra me aguardaba un fin de semana sin apenas nada que hacer, un domingo per se desolado y 'desterrado del infinito' o 'banni de l'infini', como alguna vez había escrito creo que Baudelaire y como suelen serlo los de Inglaterra, los conocía bien desde hacía muchísimos años, desde que había vivido allí por primera vez, en Oxford, y sabía que no eran simples y mortecinos domingos que, como en todas partes, hay que atravesar de puntillas sin llamar su atención ni hacerles el menor caso, sino algo más, más gravoso y abismático y lento que en cualquier otro lugar que yo conozca. Así que quizá había llegado el momento de recurrir a la red de aquel trío jovial, y además a las dos mujeres no les importaba exhibirse delante de mí, sobre todo a la que más me había gustado siempre y exhibía más. Dudé un instante si ir, si bajar a la plaza y cruzarla y subir, y en seguida lo descarté. 'No, ahora tiene menos sentido que nunca', pensé, 'lo más probable es que dentro de poco -unas semanas o un mes, a lo sumo dos- yo ya no viva en este apartamento ni me asome más a esta Square, y ellos empiecen a convertirse tan sólo en un recuerdo grato que se diruminará. Y a mi bailarín, por desgracia, ahora sí lo interpreto más, porque ya no puedo evitar asociarlo y verle una afinidad con Custardoy.' De modo que, sonriendo, me acerqué de nuevo a la ventana y con el dedo índice les dije que no. Y a continuación abrí y levanté un poco la mano en un gesto amistoso, esa fue mi manera de decirles 'Gracias' y quizá también 'Adiós'.

Volví al interior y cerré. Decidí salir entonces a comprar cuatro cosas básicas para la nevera casi vacía, en un colmado cercano en el que asimismo se vendían revistas y diarios, pero ya no quise llevarme The Sun ni ningún otro de su jaez; y cuando regresé a casa tampoco quise poner la televisión, seguro que en algún programa, si es que no en la mayoría, se estaría hablando del horrible crimen del Doctor Dearlove, antiguo odontólogo, convertido en un nuevo Hyde que ya no podría volver a ser Jekyll: sería un asesino lascivo a partir de ahora y hasta el Juicio Final, en el cual, en otros tiempos -en los tiempos de la fe firme-, se habría creído que un muchacho búlgaro o ruso apellidado Danev o Deyanov, Dimitrov o Dondukov, se encararía con él y lo acusaría con amargas palabras de muerto joven. O tal vez se dirigiera a Tupra, o incluso tal vez a mí. En realidad prefería no saber mucho, ni de él ni de Dearlove, más que nada porque no me hacía falta y aumentaría mi pesar. Sabía ya lo bastante, y lo que dijera la prensa serían sólo especulaciones morbosas y descaminadas. Lo que nadie sabría es que había alguien detrás, un experto en la repugnancia u horror narrativo y en el complejo Kennedy-Mansfield y en su maldición tan eficaz, y que aquel crimen no se debía en modo alguno al azar ni a una mala noche ni a una mera enajenación. Danev o Dondukov ya no podía contar quién y cómo lo había contratado y para hacer qué, y yo no estaba en disposición áe demostrar nada. Tampoco pensaba hacerlo, eso además.

Llamé a la joven Pérez Nuix, la encontré en casa, la saludé, le dije que acababa de volver, le pregunté si podríamos vernos aquella noche o al día siguiente ('Es urgente, es importante; pero será breve, un momentito', le dije, como una vez me había dicho ella a mí, y después todo había durado hasta la mañana; no se había vuelto a repetir). Me contestó que sí, no intentó averiguar de qué se trataba por adelantado y se mostró dispuesta a desplazarse a mi zona ('Me vendrá bien airearme un rato, hoy no he salido en casi todo el día, y en todo caso he de sacar al perro'), nos teníamos una especie de inconfesa lealtad. Quedamos en el bar del lujoso hotel que se divisaba desde mi ventana ('Dame hora y media, no más, lo que tardo en volver con el perro y en llegarme luego ahí'), y cuando la tuve enfrente con una copa ya servida le conté de Dick Dearlove y de las interpretaciones que Tupra me había pedido de él, tras su cena-rwm-celebridades en Londres y más tarde en Edimburgo. La puse al tanto de mis jactanciosos dictámenes, de mis hipótesis, de mis teorías, de mis escenificaciones, de mis predicciones. Tal como habían ido las cosas, habían sido una presciencia.

– Es demasiada casualidad, ¿no te parece? -añadí, y en ningún momento pensé que fuera a decirme que no.

La noté un poco incómoda, como si por algún motivo mi tribulación la impacientara o le desagradara, y bebió lentamente como se bebe para pensar las palabras un poco más. Por fin contestó:

– Jaime, las casualidades se dan, tú lo sabes. Yo creo, de hecho, que forman parte de la normalidad. Pero supongo que con Bertie no. Con Tupra por medio -se corrigió- es improbable, en eso llevas razón. Con él casi nada es casual. -Guardó silencio unos segundos, mirándome con lo que me pareció una leve conmiseración, y prosiguió-: ¿Pero qué es lo que te atormenta? ¿Haberle brindado una idea para tender una trampa que no te gusta? ¿Que de esa trampa no haya salido perjudicado el que estaba previsto, sino otro más? ¿Que haya habido un muerto, una víctima instrumental? Sí, claro, cómo me quieres que diga, entiendo tu desazón. Pero ya hablamos de eso aquella noche -me recordó. Y ante mi expresión de desconcierto añadió-: Sí, yo te dije que lo que hiciera o decidiera Tupra no nos incumbía en realidad. Todo el mundo, trabaje en lo que trabaje, proporciona ideas a sus jefes. Estos se apropian de ellas si les parecen buenas, y a los dos minutos de oírlas ya las creen suyas. Es muy molesto, ni siquiera te dan una palmadita, pero también nos exime de responsabilidad. Te dije que preocuparse por lo que pasaba con nuestros informes era como si un novelista se preocupara por los compradores y lectores posibles de su libro, por lo que entendieran y sacaran de él.

Me acordé de aquello, y también de que yo le había contestado que quizá no era acertada la comparación. Ella había hecho alguna más, ninguna me había convencido. De nuevo la vi más experimentada, hasta cierto punto más vieja que yo. Me miraba como si estuviera asistiendo, con pereza, al cabo del tiempo, a algo por lo que ella había pasado y que había dejado atrás. Quizá venía de ahí su impaciencia o su desagrado, su incomodidad: incomoda explicarle a otro lo que a uno le costó sangre aprender sin ayuda de nadie. O acaso había tenido la de Tupra, que no era mal argumentador.

– No me pareció acertada la comparación -le contesté-. Y el novelista, en todo caso, podría preocuparse por lo que mete en su libro, ¿no?

– No creo que ninguno lo haga -dijo zanjando la cuestión-. Nadie escribiría nada, si fuera así. Mira, Jaime, no puede uno andarse con tanto miramiento, eso es paralizador. Son ganas, como decís en España, de cogérsela con papel de fumar. Y luego, bueno, no exageres, qué quieres, en nuestro medio hay gente que hace cosas mucho peores, ensuciándose además. O mejores, según como se mire, porque con ellas rinden servicio al país. -Ya que hablábamos en español, fue de agradecer que no dijera 'a la patria'. Aquella expresión se parecía demasiado a una de las primeras que le había oído a Tupra, en la cena fría de Wheeler. Quizá creaba escuela con los que permanecían mucho tiempo a su lado, entre ellos no estaría yo. Pero Pérez Nuix dijo su frase en un tono tan neutro que no fui capaz de saber si iba en serio o si estaba citando a nuestro jefe y era un sarcasmo.

– No me digas que con la detención de Dearlove, con enviarlo a chirona un montón de años o a que se lo carguen allí a los tres días, se ha rendido un servicio a este país. O con la muerte de ese chico ruso, lo mismo estaba recién llegado y era ilegal, así nadie investigará gran cosa ni reclamará. ¿Cómo lo has llamado, una víctima instrumental? Creía que el término ya consagrado era víctima colateral. Aunque en castellano se debería decir lateral. -No pude resistirme a la pedantería de hacer esa precisión.

– Son cosas distintas, Jaime -me puntualizó-. Las víctimas colaterales, o laterales, no suelen ser instrumentales, se dan más bien por azar o por error o por mera inestabilidad. Las instrumentales, en cambio, cumplen siempre una función. Son las que son necesarias para que algo salga bien. -Se quedó callada otra vez, bebió, siguió callada. Pensé que quizá había pasado más de una vez por lo que yo estaba pasando. Titubeó al volver a hablar-: Mira, yo no sé, no lo sé, a mí Tupra hace mucho que no me cuenta nada, y tampoco me contaba apenas cuando estábamos en mejores términos, no te creas, quiero decir cuando me tenía más confianza o más debilidad, él se lo calla casi todo. En principio parece difícil que el Estado, o la Corona, o ellos -y señaló con un dedo hacia arriba, supuse que se refería a los capitostes del SIS o Secret Intelligence Service, que al menos antiguamente abarcaba el MI5 y el MI6-, hayan ordenado una trampa así, una operación así, contra un cantante de rock, una celebridad. Pero nunca se sabe, en América se han desclasificado cosas ridiculas, informes y seguimientos de gente como Elvis Presley o John Lennon por parte de la CIA o del FBI, así que todo es posible. No sabemos qué hacía Dearlove, en qué podía estar involucrado, con quién estaba liado y a quién podía chantajear, a quién amenazaba con su credibilidad intacta (en la medida en que alguien como él pudiera tener eso, claro está) o a quiénes se dedicaba a favorecer. Uno se lleva sorpresas inmensas con la gente insignificante, y con la inofensiva, y con la aparentemente ornamental. Estos cantantes y actores a menudo se grillan, los hay que se hacen de sectas raras, o se convierten al islamismo y hoy en día no se gastan bromas con eso, ya lo sabes. Una de las primeras lecciones que uno aprende en este oficio (o más vale traerla aprendida de casa) es que no hay nadie insignificante ni inofensivo ni puramente ornamental. -Cuando hablé más con él, en Edimburgo -le dije-; o mejor dicho, cuando lo oí hablar con una vieja amiga suya, Genevieve Seabrook, lo que otorga más veracidad a sus palabras porque con ella no tenía que representar, no me pareció que estuviera liado con nadie, menos aún con nadie codiciable, ni que tuviera posibilidad de algo así. Se quejaba de que en Inglaterra no solía quedarle más remedio que pagar. No creo que pudiera ser una amenaza para nadie importante, a quien nada menos que el Servicio Secreto debiera proteger. Me dio la impresión de un hombre que disimulaba su decadencia, pero en decadencia. Él mismo, de hecho, se estaba ya viendo desaparecer. No tanto del mundo cuanto de la memoria de la gente. Eso lo preocupaba mucho, lo amargaba, lo angustiaba.

– Ya te he dicho que en principio es poco verosímil que el Estado haya ido contra él de esa manera. Así que me inclino más por una venganza personal de Tupra, alguna cuenta pendiente, se han tratado lo bastante, o de otra persona a la que Tupra le haya hecho el favor. Y tampoco es descartable un encargo, sin ningún favor.

– ¿Un encargo retribuido, quieres decir?

– Sí, por qué no, ya te expliqué. Ese Dearlove puede que esté en decadencia a todos los efectos, pero, por lo que se sabe, a lo largo de su vida de estrella ha ido con muchos menores de ambos sexos, sin duda con algunos que en su día serían muy codiciables, según tu expresión, por su físico o por su alcurnia o por su origen social. Muchos de ellos serán ahora mayores, y algunos poseerán fortuna, bien puede ser, para permitirse un encargo así. También hay padres, ó hermanos. Yo qué sé, a lo mejor Dick Dearlove le arruinó la existencia a una hermana o a un hermano menor de Tupra. A lo mejor fue al propio Tupra -y se rió ante la idea- al que una vez pervirtió.

– ¿Crees eso posible? No debe de ser mucho más joven que él. ¿Y tiene hermanos, Tupra?

La joven Pérez Nuix volvió a reír, esta vez ante mi ingenuidad, o ante mi literalidad.

– No, hombre, no, a Bertie seguro que no ha habido quien lo pervirtiera desde que nació, quien lo hiciera hacer algo que él no estuviera dispuesto a hacer. Me cuesta pensar que alguna vez fuera inocente y maleable, la verdad. Y además ese verbo lo he utilizado entre comillas, como imaginarás. No tengo ni idea de si tiene hermanos o no, jamás le he oído una sola palabra sobre su familia ni sobre sus orígenes, ni siquiera sé de dónde viene su apellido. -'También Peter lo ignoraba; aunque se burlase', pensé-. Nadie sabe gran cosa de él. Es como si hubiera brotado por generación espontánea. -Patricia había vuelto a llamarlo Bertie y había adoptado cierto tono evocativo, sin darse cuenta, sin querer, cuánto habría habido entre ellos. Pero en seguida regresó a la cuestión-. Lo que te quiero decir es que las posibilidades son ilimitadas y secundarias, no tiene sentido ponerse a hurgar. -De nuevo noté sobte mí su mirada de leve conmiseración. Era como si le diera pena verme atravesar un proceso que ella había recorrido ya, volví a tener esa sensación. También podía ser que eso la aburriera, incluso la enojara-. Qué más da el porqué, Jaime. No es asunto tuyo. Ni siquiera el hecho lo es, aunque ahora mismo tú creas que sí. Pero no lo es. A esto te tienes que acostumbrar. No se dará muchas veces, es la primera desde que te incorporaste, ya ves. También puede no ocurrir más. Pero te tienes que acostumbrar por si acaso, por las excepciones. Si no no podrás seguir.

– No creo que vaya a seguir -le contesté.

La joven Pérez Nuix manifestó sorpresa, pero me dio la impresión de que la fingía, como si considerara que no mostrarla era de mala educación o un desdén hacia mí. Ella era la mejor según Tupra, me conocería bien, tal vez más que yo, sobre todo porque yo no estaba interesado y había renunciado a entenderme, para qué. ('Porque nadie es conocido por otro mejor que por sí mismo, y sin embargo nadie se conoce tan bien que pueda estar seguro de su conducta de mañana', eso había dicho San Agustín, pensé, me acordé.) Sí, un poco al menos la fingió:

– ¿Ah no? ¿Cuándo lo has decidido, estos días en Madrid o ahora al llegar? ¿Estás seguro?

– Estoy casi seguro -le concedí-. Antes quiero hablar con Tupra. Hoy no está en la ciudad.

– ¿Y sería por esto, por lo de Dearlove? Y a Tupra, ¿qué le vas a decir? ¿Qué le vas a preguntar, el porqué? Eso son cosas suyas o ni siquiera suyas, él nunca te lo dirá. A veces tampoco él sabe el porqué, le llega una orden, no la cuestiona, la cumple y ya está.-Miró su vaso. Yo me llevé un cigarrillo a los labios a la espera de que volviera a hablar, me haría el despistado hasta que protestara alguien-. Tú sabrás, Jaime, pero a mí me parece una exageración. Es el estilo del mundo, como dice él, sólo es eso. Espera a encajarlo. Espera a darte cuenta de que no tienes nada que ver con lo que les ha pasado a Dearlove y al muchacho búlgaro. Las ideas flotan, y nada se transmite tan Raímente. Nada más darla, ya no era tuya, solamente estaba ahí. Y todas pueden infectar. Espera un poco, y habrá un día en que me lo reconocerás.

– No sería sólo por esto -le respondí-. Pero esto contribuye. Creo que no lo he decidido aquí ni en Madrid, sino en pleno vuelo, en el avión.

– Vaya, principios firmes, ¿eh? -Y su tono se hizo levemente sarcástico; pero inmediatamente pasó a uno de seriedad-: No los tienes tan firmes en realidad, Jaime. Nadie que lleve tiempo trabajando en esto los puede tener. Te los estás poniendo encima, con denuedo, pero eso es otro cantar. -A veces decía palabras cultas, por la vertiente obligadamente libresca y no vivida de su español-. Está bien, no es que lo critique; ayuda, tiene su mérito, todos deberíamos hacerlo más. Pero lo que uno se pone se lo puede quitar.

Me acordé de lo que me había preguntado Tupra el día de mi primera interpretación de personas (el día que me había azuzado por primera vez: 'Diga lo que sea, lo que se le ocurra, hable'), tras retenerme en su despacho un rato para que le diera mi opinión sobre el General o el Coronel o el Cabo Bonanza, lo que fuera, de Venezuela: 'Déjeme preguntarle, ¿hasta qué punto es usted capaz de dejar los principios de lado? Quiero decií, ¿hasta qué punto suele usted? Prescindir de eso, de la teoría, ¿verdad?', me había dicho. Y había añadido: 'Todos lo hacemos de vez en cuando, o no podríamos vivir: por conveniencia, por temor, por necesidad. Por sacrificio, por generosidad. Por amor, por odio. ¿En qué medida suele usted? Entiéndame'. Y yo le había respondido: 'Según para qué. Puedo dejarlos bastante de lado, para opinar en una conversación. Algo menos, para juzgar. Para juzgar a amigos, mucho más, soy parcial. Para obrar, mucho menos, creo yo'. Había contestado sin apenas pensar. En todo caso, qué sabía yo y qué sé yo. Quizá Pérez Nube tenía algo de razón, y ahora me los estaba poniendo encima, o decidiendo no dejarlos de lado. En lo que no la llevaba era en lo último que había dicho: no todo lo que uno se pone se lo puede quitar.

– No todo -le dije-. Un tatuaje no se puede quitar. Y no siempre. Hay obligaciones que tampoco se pueden quitar. Por eso hay algunas que es muy difícil ponérselas. Y otras que más vale hacerlo, para que ya no haya marcha atrás.

No había ya mucho más que hablar. Debía haber supuesto que ella no sabría nada. Posiblemente sólo la había llamado para combatir mi impaciencia y compartir mi estupor, para desahogarme, tal vez para convencerme, al menos para argumentar, o para un ensayo. Apagué el cigarrillo apenas fumado antes de que nadie me diera un toque de atención. Pagué y salimos. Me ofrecí a llevarla en taxi hasta su casa, pero estábamos demasiado cerca de la mía, declinó la invitación. Así que la acompañé hasta la boca de metro de Baker Street y allí nos despedimos. Le di las gracias y ella me contestó: 'Por favor'.

– ¿Cómo está tu padre? -le pregunté. No habíamos vuelto a mencionarlo desde la noche en mi apartamento. Ella no me había contado nada ni yo le había preguntado. Supongo que si entonces lo hice fue porque tuve con ella cierta sensación de adiós. Aunque el lunes nos viéramos en el edificio sin nombre, y quizá algún día más.

– No está mal. Ya no juega -me contestó.

Nos dimos un beso y la vi desaparecer, hacia dentro, hacia abajo, el metro de Londres está tan hondo. Quizá le daba envidia que yo pudiera no seguir en el grupo, como le había anunciado. Que para mí fuera aún posible desgajarme de él, había permanecido mucho menos tiempo. A ella tampoco había nada que se lo impidiera, en principio. Pero era seguro que Tupra la querría conservar a toda costa, como a los demás, a mí también. Él iba dando sus necesarios pasos y debía de confiar en no ahuyentarnos con ellos, quién sabía si los dosificaba y medía teniendo también eso en cuenta, calculando cuándo estábamos curtidos para soportar ciertas convulsiones. Había muy pocas personas con nuestra maldición o don, cada vez menos, según Wheeler, y él había vivido en suficientes épocas como para notarlo sin equivocarse. 'Ya no queda apenas gente así, Jacobo', me había dicho. 'Nunca hubo mucha, más bien poquísima, de ahí lo reducido que siempre fue el grupo, y lo disperso. Pero en estos tiempos la escasez es absoluta. Nuestros tiempos se han hecho ñoños, melindrosos, en verdad mojigatos. Nadie quiere ver nada de lo que hay que ver, ni se atreve a mirar, todavía menos a lanzar o arriesgar una apuesta, a precaverse, a prever, a juzgar, no digámosla prejuzgar, que es ofensa capital. Nadie osa ya decirse o reconocerse que ve lo que ve, lo que a menudo está ahí, quizá callado o quizá muy lacónico, pero manifiesto. Nadie quiere saber; y a saber de antemano, bueno, a eso se le tiene horror, horror biográfico y horror moral.' Y en otra ocasión, en otro contexto, me había advertido: 'Has de tener presente que la mayoría de la gente es tonta. Tonta y frivola y crédula, no sabes hasta qué punto, una permanente hoja en blanco sin la menor huella ni resistencia*.

No, Tupra no estaría dispuesto a perdernos así como así, a quienes le servíamos. Yo creía no haber contraído aún graves deudas ni fidelidades con él, ni establecido nexos demasiado fuertes; no me había envuelto, ni enredado, ni anudado, yo no habría de tirar de navaja para cortar ningún vínculo de los que acaban por apretar. Había intentado engañarlo respecto a Incompara, pero ahora, con lo de Dearlove, aunque no fuera lo mismo, estábamos más o menos en paz. A la joven Pérez Nuix, en cambio, era probable que la tuviera pillada por varios lados, que para ella no hubiera fácil separación, o posibilidad de desertar. Me acordé del comentario de Reresby cuando congeló en el vídeo la imagen del apaleado padre, el pobre hombre inmóvil sobre la mesa de billar, sangrando por la nariz y las cejas, quizá por los pómulos y por otras brechas, quebradas las manos con las que había tratado de protegerse en vano, un amasijo con cortes e hinchado, yo también había quebrado una mano y rajado un pómulo con aparente frialdad, o acaso con frialdad verdadera, cómo había sido capaz. Tupra había dicho: 'Aquí nada se tira, no se entrega ni se destruye nada, y esta paliza está aquí a buen recaudo, no es para que la vea nadie. Tal vez un día convenga enseñársela a Pat, eso sí, quién sabe, para convencerla de algo, de que se quede, de que no se nos vaya, nunca se sabe'. Tal vez se la enseñaría diciéndole: 'No querrás que a tu padre le vuelva a pasar'. 'Qué suerte', pensé, 'que mi familia esté lejos, que yo esté tan solo aquí en Londres'. Pero quizá no le haría falta llegar a tanto para convencer a Pat: al fin y al cabo, aunque medio española, ella rendía servicio a su país. Yo no.


Aquella noche dormí mal porque había resuelto levantarme muy temprano. No iba a pasarme todo un domingo cruzado de brazos en Londres, rumiando, sin apenas tarea (había cerrado cuanto tenía pendiente antes de mi marcha), con la televisión acechándome y esperando a que se hiciera lunes para ver a Tupra. Hacía mucho que no visitaba a Wheeler y además había cargado con aquel pesado regalo para éí desde Madrid, todo el trayecto: el gran libro, en dos volúmenes y con caja, de carteles propagandísticos de nuestra Guerra Civil que le había comprado a un librero de viejo, había unos cuantos -y no sólo españoles, y viñetas- con el mismo o parecido motivo de la 'careless talk' o la 'conversación imprudente'. Y cuando a uno le ha costado acarrear algo, siente impaciencia por entregarlo, más aún si está convencido de que le hará ilusión a su destinatario. La noche del sábado, cuando regresé de la estación de metro de Baker Street, era ya un poco tarde para llamarlo, así que decidí presentarme en Oxford por la mañana y avisarlo desde allí, no supondría ningún problema, él no salía apenas y estaría encantado de que me acercara a su casa junto al río Cherwell y me quedara a almorzar, o pasara el día entero en su compañía.

Así que me fui a la estación de Paddington de la que tantas veces había partido durante mi ya lejano tiempo oxoniense, y cogí un tren antes de las ocho de la mañana sin darme cuenta de que era de los más lentos, con transbordo y espera incluidos en Didcot. En aquella estación semiderrelicta yo había aguardado muchos minutos sumados, durante lo que aún era mi juventud más o menos, y en una ocasión había tenido el convencimiento de perder algo importante por no haberme atrevido a hablarle -o casi- a una mujer que esperaba asimismo el tren retrasado que nos debía llevar a Oxford, y de la cual, mientras hacíamos tiempo fumando, el haz de luz temerosa que teníamos cerca iluminaba tan sólo las colillas de sus cigarrillos arrojadas al suelo junto a las mías (qué época tan tolerante), sus zapatos ingleses de adolescente o de bailarina ingenua, con hebilla y tacón muy bajo y la punta redondeada, y sus tobillos perfeccionados por la penumbra. Luego, cuando ya a bordo del tren demorado pude ver bien su rostro, supe y sé ahora que es la mujer que al primer golpe de vista más me conmovió a lo largo de mi juventud, aunque no se me escapa que este comentario sólo puede acompañar, según la tradición de la literatura y de la realidad, a aquellas mujeres que los hombres jóvenes no llegan a conocer. En aquel tiempo Luisa no se había cruzado aún conmigo y mi amante era Clare Bayes, y yo ni siquiera conocía mi rostro de entonces, y aun así interpretaba a aquella joven de la estación de Didcot.

El tren paró en las habituales Slough y Reading, y también en Maidenhead y en Twyford y en Tilehurst y en Pangbourne, y al cabo de más de una hora me bajé allí, en Didcot, donde tenía que aguardar varios minutos -aquellos andenes tan familiares- la aparición de otro tren cansino y remiso. Y fue en aquel lugar, mientras rememoraba difusamente a la joven nocturna cuyo rostro olvidé muy pronto pero no sus colores (amarillo, azul, rosado, blanco, rojo; y en el cuello llevaba un collar de perlas), donde descubrí que no eran sólo las ganas de volver a verlo y la impaciencia por observar sus ojos cuando los posara con sorpresa en aquellos carteles de la careless talk en España lo que me había hecho levantarme tan pronto para subirme a aquel tren y visitar sin dilación a Wheeler, sino la necesidad de contarle lo que me había pasado y de pedirle cuentas, secundariamente. No lo que me había pasado en Madrid, de eso él no tenía ni la más remota culpa (y hablando con propiedad ni siquiera me había pasado nada, sino que yo había hecho algo). Pero sí lo que me había ocurrido con Dearlove, al fin y al cabo era Peter quien me había metido en aquel grupo al que él había pertenecido en otros tiempos y quien me había recomendado; había propiciado mi encuentro con Tupra y me había sometido a una pequeña prueba que ahora me parecía inocente e idiota -perfecta para que yo no midiera el riesgo-, y había informado del resultado. Quizá él mismo había escrito el informe sobre mí del viejo fichero: 'Es como si no se conociera mucho. No se piensa, aunque él crea que sí (tampoco lo cree con gran ahínco)…'. Era él, en todo caso, quien me había revelado mis habilidades supuestas y me había captado para aquel trabajo, por utilizar el verbo clásico.

Una vez en Oxford caminé desde la estación hasta el Hotel Randolph y desde allí lo llamé por teléfono (ahora que sabía que Luisa usaba móvil, tal vez debía yo hacerme con uno, son instrumentos de acecho pero ofrecen comodidades). Me contestó la señora Berry y ni siquiera juzgó necesario pasarme con Peter. Le consultaría, pero estaba segura de que a él mi visita le alegraría el día. 'Dice que venga usted en seguida, Jack. Cuando quiera', me confirmó a los pocos segundos. '¿Se quedará a almorzar con nosotros? Bueno, el Profesor no lo dejará marchar antes'.

Al entrar en el salón tuve un instante de alarma -no llegó a pánico-, porque vi a Peter con el rostro algo afilado, como suele ponérseles a quienes la muerte ya va rondando sin todavía demasiada prisa, con el reloj aún no en la mano sino tan sólo a la vista. Esa impresión me disminuyó al poco rato y la di por falsa, pero también pudo deberse a un acostumbramiento rápido, como el que se produce cuando se ve a un amigo muy engordado o enflaquecido o envejecido desde la vez anterior, y hay que llevar a cabo una especie de corrección de la perspectiva, hasta que se nos asientan el nuevo volumen o la nueva edad en la retina y volvemos a reconocer plenamente al amigo. Estaba sentado en su sillón como mi padre en el suyo, con los pies sobre un pouf y la prensa dominical esparcida sobre una mesita baja, a su lado. El bastón lo tenía colgado del respaldo. Hizo una tentativa de levantarse para recibirme, pero yo se lo impedí. Por su apoltronamiento me pareció improbable que ahora pudiera sentarse tan fácilmente en la escalera, como había hecho la noche de su cena fría, ya tarde. Le puse una mano en el hombro y se lo apreté con suave o contenido afecto, fue a lo más que me atreví, en Inglaterra la gente apenas se toca. Estaba perfectamente vestido, con corbata y zapatos de cordones y una chaqueta de punto o jersey abierto, era una costumbre de su generación, yo creo, o al menos la había visto también en mi padre, que siempre estaba en casa como si fuera a salir en cualquier momento. No podía esperar. Tomé asiento en un taburete cercano y lo primero que hice, tras las cuatro frases de bienvenida y saludos, fue sacar de mi bolsa el paquete con La Guerra Civil en dos mil carteles, la próxima vez que fuera a Madrid tendría que buscar otro ejemplar para mí, era un libro fantástico, estaba convencido de que Wheeler lo apreciaría y disfrutaría mucho, como la señora Berry, a la que insté a quedarse con nosotros y mirarlo también. Sin embargo prefirió no hacerlo ('Ya lo estudiaré con calma en otro rato. Gracias, Jack'). Pretextó quehaceres y nos dejó, aunque a lo largo de la mañana cruzó por allí varias veces, entró y salió, siempre estaba cerca, siempre a mano.

– Mire, Peter -le dije abriendo el primer volumen-, el libro reproduce también algunos carteles extranjeros, y he puesto papelitos amarillos donde los hay relacionados con la conversación imprudente, parece que la recomendación fue una constante en bastantes lugares. La campaña británica fue imitada por los americanos cuando entraron por fin en la Guerra, con un poco de cursilería o efectismo a veces, por cierto. -Y le mostré una viñeta con un perrito que lloraba a su amo marino, muerto '¡… porque alguien habló!', o, como diríamos en español más propiamente, '¡… porque alguien se fue de la lengua!'; otra en la que aparecía una gran mano peluda con condecoración y anillo nazis y la leyenda: 'Premio a las conversaciones imprudentes. No


habléis de movimientos de tropas, rutas de barcos ni equipamiento bélico'; y una tercera, más sobria, en la que unos ojos rasgados e intensos asomaban bajo un casco alemán: 'El te está vigilando'-, Y hay dos carteles ingleses que no me suena que me enseñara, pero usted los recordará seguramente. -Y le señalé uno muy escueto, que decía tan sólo 'Hablar mata' o 'La charla mata', y en la parte inferior se veía a un marino ahogándose por culpa indirecta de ella, o quizá era por directa; y otro, firmado por Bruce Bairnsfather, que reproducía a su célebre soldado de la Primera Guerra Mundial, 'Oíd Bill', junto a su hijo movilizado para la Segunda: 'Hasta las paredes…', se leía en la parte superior, junto a una cruz gamada y sobre una enorme oreja; y debajo las palabras del joven: '¡Hasta la vista, papá! Nos trasladan a… ¡Mecachis, casi se me escapa!'. Y le llamé la atención sobre uno francés, firmado por Paul Colin: 'Silencio. El enemigo acecha vuestras confidencias', y sobre uno finlandés, pero en sueco, que mostraba unos labios de mujer, carnosos y rojos, cerrados por un tremendo candado, y el texto por lo visto rezaba: 'Apoya a los combatientes desde la retaguardia. ¡No propagues los bulos!'; y sobre uno ruso en el que la mitad de la cara del individuo a la escucha se ensombrecía, y además le salían, en esa mitad izquierda, un monóculo y un bigote y una hombrera de militar (un siniestro aspecto, en suma)-. Y aquí están los españoles -añadí, buscándolos ya más bien en el segundo volumen, aunque estaban repartidos-. Vea usted, estos sí son por fuerza anteriores a los británicos, y a los otros.


Wheeler los fue mirando con detenimiento y con indudable interés, casi con fascinación, y al cabo de un rato en silencio, dijo:

– Son distintos. Hay más odio en ellos.

– ¿En los españoles?

– Sí, fíjate en que los nuestros, y aun los de los demás países, advertían sobre todo del peligro e instaban a callar, a extremar la discreción y las precauciones, pero no demonizaban al enemigo oculto ni hacían hincapié en su rastreo, su persecución y su destrucción, es curioso. Casi ni lo vituperaban. Tal vez porque teníamos conciencia de estar haciendo nosotros lo mismo que él cuando podíamos, en Alemania y en la Europa ocupada. Y de que en una guerra es de esperar (y por tanto no se puede reprochar mucho, propagandas aparte) que cada bando recurra a cuanto esté en su mano para ganarla, sin límites, o sólo con los que la opinión pública exige. Lo cual, claro está, no significa que se respeten de hecho los que se asegura no traspasar oficialmente, sino que se cruzan con sigilo, en secreto, no reconociéndolo o incluso negándolo si se tercia. Pero mira este: 'Descubridlo y denunciadlo', y al espía se lo presenta como a un monstruo de vista y oído elefantiásicos y también de olfato, se lo relaciona con el fascismo italiano y no si además lleva un bonete de cura en la calva, ¿tú lo ves, tú qué ves? Y no hablemos de este otro: 'Descubrid y aplastad sin piedad a la quinta columna', cuyos miembros aparecen como un puñado de ratas rapiñadoras y sanguinarias bajo la linterna, con la suela de un gran zapato a punto de aniquilarlas y una porra con picos para machacarlas. Claro que este cartel es del Partido Comunista, dominado por los stalinistas soviéticos, y éstos incitaban a la caza sin cuartel del enemigo y del tibio y a cargárselos sin contemplaciones, lo mismo que los franquistas en el otro lado. Y observa el siguiente: al escucha se lo llama 'La bestia': 'La bestia acecha. ¡Cuidado al hablar!', y lleva una corona en la cabeza y una cruz en el pecho que le cuelga de un collar, ¿no?, tiene algo de femenino por eso. Se está caracterizando al emboscado, se está diciendo quién y cómo es, se lo está señalando. Esos otros carteles, en cambio, los del famoso Renau con el ojo y la oreja y el de la Dirección General de Bellas Artes dirigido a los milicianos, esos sí se parecen más a los nuestros, son menos agresivos, más defensivos, más preventivos, más neutros, ¿no crees? Alertan sin más contra el espionaje. El texto del último podría figurar perfectamente en uno de los británicos posteriores: 'No deis detalles sobre la situación de los frentes. Ni a los camaradas. Ni a los hermanos. Ni a las novias'. Las malditas novias. Se las incorporaba demasiado a la vida propia, y ellas nos incorporaban demasiado a la suya, cuando nadie debía estar seguro de nadie. Muy interesante este libro, Jacobo, un millón de gracias por pensar en mí y traérmelo desde España, con lo mucho que pesa. -Se quedó pensativo unos segundos, luego añadió-: Sí, es muy llamativo ese odio. Es algo distinto. Yo no sé si aquí lo conocimos de la misma manera.

– Quizá en nuestra Guerra había que describir y caracterizar más al espía -apunté-, porque eran más indistinguibles y les era más fácil fingir y esconderse. Tenga en cuenta que todos hablábamos la misma lengua, por ejemplo, lo cual no sucedía aquí, contra los nazis.

Wheeler me lanzó una de aquellas miradas suyas de fugaz enfado o de ascua -los ojos minerales, como canicas casi violetas o amatistas o calcedonias, o eran granos de granada cuando se le achicaban- que le hacían sentir a uno que había dicho una tontería. Era entonces cuando se le veía mayor parecido con Toby Rylands.

– Te aseguro que la mayoría de quienes espiaban aquí sabían inglés como tú y como yo. O bueno, mejor que tú probablemente. Eran alemanes que habían vivido en el país en la infancia, o que tenían un padre o una madre ingleses. También había ingleses de pura cepa, renegados, y bastantes irlandeses fanáticos. Pasaba lo mismo con quienes espiaban para nosotros en Alemania o en Austria. Hablaban un alemán excelente. El de Valerie, mi mujer, era impecable, sin rastro de acento. No, no era eso, Jacobo. Cuando yo pasé por allí, por vuestra Guerra, lo noté ya sobre el terreno. Había un odio abarcador que saltaba a la menor chispa y que no estaba dispuesto a tener en consideración ningún otro factor, ningún matiz, ningún otro elemento. Un enemigo podía ser buena persona y haber sido generoso con sus adversarios políticos, o mostrar piedad, o podía verse que era un pobre diablo inofensivo, como tantos maestros de escuela que fueron fusilados por los bestias de un bando y no pocas monjas rasas por los del otro. Nada de eso importaba. Un enemigo nominal era sobre todo eso, un enemigo; no se le podía perdonar la vida ni aplicarle atenuante alguna, como si no se viera diferencia entre haber matado o delatado a alguien y limitarse a tener ciertas creencias o ideas o meramente preferencias, no sé si me explico. Bueno, lo sabrás por tu padre. A los extranjeros intentaban contagiarnos ese odio, pero claro, no era compartible, no en ese grado. Fue una cosa extraña, vuestra Guerra, no creo que haya habido una igual nunca. Ni siquiera otras Civiles en otros lugares. Había una proximidad excesiva en la vida española de entonces, no será igual ahora. -'Sí lo es', pensé, 'hasta cierto punto'-. Las ciudades no eran grandes y todo el mundo estaba en la calle siempre, en los cafés y en los bares. Era imposible, no sé cómo decir, soslayar esa cercanía epidérmica, que es la que engendra el afecto pero también el encono y el odio. Para nuestra población, en cambio, los alemanes eran distantes, casi abstractos.

No se me había pasado por alto la mención de su mujer, Val o Valerie. Pero aún me parecía más interesante que por primera vez se refiriera abiertamente a su paso por mi país durante la Guerra, no hacía tanto que yo me había enterado de su participación en ella, de la que no me había hablado nunca antes. Le miré el rostro afilado -'Sí, se le han agudizado los rasgos y mira como mi padre', pensé o me reconocí del todo con pena: 'esa mirada insondable'-, y se me ocurrió que a lo mejor él sabía que ya no le quedaba mucho tiempo, y cuando uno sabe eso tiene que tomar decisiones definitivas sobre los episodios y hechos que, si jamás los cuenta a nadie, ya no habrá posibilidad de que trasciendan. ('No es sólo que uno se haga viejo, y que desaparezca', había dicho el pobre y condenado Dearlove en Edimburgo, 'sino que también irán desapareciendo cuantos puedan hablar de mí, como si padecieran todos una maldición'; y quién está libre de pensar eso.) Es un momento delicado por fuerza: en él hay que discernir sin remedio entre lo que se quiere que sea ignorado para siempre -que no compute, que no se conozca, que se borre, que no exista- y lo que tal vez se prefiere que un día pueda averiguarse y recuperarse, para que lo habido le susurre a alguien: 'Yo he sido', y los demás no digamos: 'No, esto no ha sido, nunca lo hubo, no cruzó el mundo ni pisó la tierra, no existió y nunca ha ocurrido'. (O ni siquiera eso, porque para negarlo hay que haber sido testigo.) Si uno calla absolutamente, estará impidiendo hasta la curiosidad ajena, y por tanto una indagación remota, futura. Wheeler, al fin y al cabo, habría tomado nota de que la noche de su cena fría yo le había preguntado cómo había tenido a bien llamarse en España, y que, de habérmelo él revelado, habría ido inmediatamente a buscar ese nombre en los índices onomásticos de todos los libros a mano, en su biblioteca de la Guerra, en la estantería oeste, y más tarde en los de otros. De hecho era él quien me había dado la idea, a mí no se me había pasado por la cabeza: quizá por simple vanidad congénita, ufana, o quizá más intencionadamente, para que después de inoculármela yo ya no me conformara y no soltara aquella presa, él sabía bien que yo no solía soltarlas, como él mismo y como Tupra. Acaso ahora estaba dispuesto a proporcionarme algunos datos y a alimentar mi imaginación, antes de que fuera demasiado tarde y ya no pudiera alimentar ni dirigir ni maquinar ni escenificar ni configurar nada. Antes de que quedara a la entera merced de los vivos, que casi nunca son piadosos con los muertos recientes. 'Eso es mucho querer saber, Jacobo', había contestado a mi pregunta directa. 'Al menos por esta noche. Otro día, ya veremos'. Tal vez había llegado ese día.

– ¿Qué hizo usted en la Guerra de España, Peter? -le pregunté sin preámbulos-. ¿Cuánto tiempo estuvo allí? No mucho, supongo. La otra vez me dijo que tan sólo había pasado por ella. ¿Con quién estuvo? ¿Dónde estuvo?

Wheeler sonrió divertido como aquella noche, cuando había jugado con mi curiosidad recién despertada y me había dicho cosas como 'Si alguna vez me hubieras preguntado al respecto… Nunca has mostrado el menor interés por saberlo. Ninguna curiosidad has tenido, por mis andanzas peninsulares. Deberías haber aprovechado otras ocasiones pasadas, ¿ves? Las cosas hay que pensarlas a tiempo, o anticiparlas'. Llevó la mano al respaldo de su sillón y tanteó sin éxito. Quería su bastón y no daba con él sin volverse. Me levanté, lo cogí y se lo entregué, creyendo que iba a ponerse en pie con su ayuda. Pero se limitó a cruzarlo sobre su regazo, o más bien apoyó los extremos en los brazos de su asiento y agarró el bastón con las dos manos, como si fuera una pértiga o una jabalina.

– Bueno, estuve allí dos veces, pero las dos poco tiempo -me contestó, al principio muy lentamente, como si no quisiera del todo que le saliera la información, las palabras; como si estuviera obligando a su lengua a anticiparse a su decisión plena, a la decisión de contarme aún no cabalmente tomada: al fin y al cabo podía desearlo, pero, como me había explicado con cierta vergüenza, no estar todavía autorizado-. La primera fue en marzo de 1937. En compañía del Dr Hewlett Johnson, cuyo nombre no te dirá nada. Pero quizá sí hayas oído su apodo, el de entonces y el de más tarde, 'el Deán Rojo'. -Hablábamos en inglés, 'the Red Dean fue lo que dijo. Claro que me decía, claro que lo había oído. De hecho no daba crédito.

– ¡El bandido Deán de Canterbury! -exclamé en español-. No me diga que lo conoció.

I beg your pardon?-dijo momentáneamente desconcertado por la intrusión de mi lengua y por aquella manera extraña de llamarlo.

– A mi padre, como quizá recuerde, alguna vez se lo he contado, lo detuvieron al poco de terminar la Guerra. Y lo acusaron de varios falsos delitos, entre ellos, así se lo he oído formular a él muchas veces, de haber sido 'el acompañante voluntario en España del bandido Deán de Canterbury', ¿qué le parece? Por culpa indirecta de ese clérigo raro, y desde luego inconsciente e involuntaria, yo estuve a punto de no nacer, Peter, ni ninguno de mis hermanos. Quiero decir que lo normal habría sido que a mi padre lo hubieran condenado sin más y lo hubieran fusilado, ya sabe: a él lo fueron a buscar en mayo del 39, tan sólo mes y medio después de que entraran en Madrid los franquistas, y en aquellos días los denunciantes, aunque fueran meros particulares, no tenían que probar la culpabilidad de nadie, sino los acusados su inocencia, y ya me dirá cómo mi padre podía demostrar no haber visto en su vida a aquel Deán cantuariense -no dije esa extraña palabra, sino 'Canterburian'-, o la falsedad de los otros cargos, que eran mucho más graves. Tuvo inmensa suerte y tras unos meses de cárcel salió absuelto, aunque luego fue represaliado durante años. Pero imagínese…

– Es una coincidencia llamativa -me interrumpió Wheeler. 'That's a striking coincidence', dijo-. En verdad muy llamativa. Pero déjame que te siga contando o perderé el hilo. -Era como si no diera importancia a la coincidencia y éstas le parecieran lo más natural del mundo, como a Pérez Nuix y como a mí mismo. O bien, pensé, llevaba ya tiempo elaborando su próximo encuentro conmigo, esperando a que se produjera, a que yo me dignara ir a verlo, y tenía bien calculado lo que pensaba contarme, la información parcial que iba a darme, y no quería apartarse de su guión con imprevistos ni distracciones ni interrupciones (él nunca perdía el hilo). De ser esto último, no le quedaría más remedio que soportar una al menos, cuando le relatara lo ocurrido con Dearlove y le pidiera, si no cuentas, sí un pronunciamiento sobre el proceder de Tupra. Así que dejó de lado a mi padre y continuó, todavía con lentitud, quizá como si recitara algo previamente memorizado-: Fuimos los primeros en romper el bloqueo naval de los nacionales (siempre me pareció escandaloso que se llamaran así a sí mismos) en el Golfo de Vizcaya. Zarpamos en Bermeo, cerca de Bilbao, en una lancha cañonera francesa, y arribamos a San Juan de Luz sin el menor percance, pese a los extendidos y creídos rumores de que estaba todo minado. Era una mentira franquista, pero muy eficaz, porque impedía que se aventuraran los barcos y que llegaran víveres al País Vasco. El Deán relató nuestra travesía a The Manchester Guardian y unos días después probó suerte un mercante, el Seven Seas Spray, en el otro sentido, partiendo de San Juan de Luz cuando ya se había hecho oscuro. Y a la mañana siguiente, cuando entró en Bilbao por la ría, sin haber visto minas ni barcos de guerra durante su viaje, la gente de la ciudad, muy hambrienta, se agolpó en el muelle y vitoreó al Capitán, que estaba en el puente con su hija, gritando: '¡Vivan los marinos ingleses! ¡Viva la libertad!'. Al parecer fue emocionante. Nosotros abrimos camino. Lástima que hiciéramos el trayecto inverso. Aquel Capitán se llamaba Roberts. -Wheeler, con los ojos muy abiertos, se quedó un momento ensoñado, como si reviviera lo que él no había vivido pero de lo que se sentía artífice en parte. Luego continuó-: Antes habíamos visto el bombardeo de Durango. No nos pilló allí por diez minutos, sucedió cuando nos aproximábamos por carretera. Lo vimos desde una ladera, en la distancia. Vimos -acercarse a los aviones, eran Junkers 52, alemanes. Oímos luego un gran rugido y sobre la ciudad se levantó una inmensa nube negra. Estaba casi completamente destruida cuando entramos, más tarde, ya anochecido. Según las primeras estimaciones, había habido unos doscientos civiles muertos y unos ochocientos heridos, entre aquéllos dos curas y trece monjas. Aquella misma noche, desde el Cuartel General de Franco, se le anunció al mundo por la radio que los rojos habían volado iglesias y habían matado a monjas en Durango, en el catoliquísimo País Vasco. También a dos curas mientras decían misa, a uno cuando estaba dando la comunión a los fieles y al otro justo en el momento de la consagración. Todo ello era cierto: las monjas habían caído en la Capilla de Santa Susana, un cura en la iglesia de los jesuítas y el otro en la de Santa María, las habían bombardeado, así como el Convento de los Agustinos. Recuerdo los nombres, o esos fueron los que allí me dijeron. Pero no habían sido los rojos, sino los Junkers. Eso fue el 31 de marzo. -Se quedó callado un instante, con expresión enojada, como si recuperara su enojo de entonces: hacía unos setenta años-. Así era vuestra Guerra. Una mentira tras otra, muchas al día y en todas partes, es como una inundación, algo que arrasa y ahoga. Cuando uno intenta desmontar una, tiene ya diez nuevas a la mañana siguiente. No se da abasto. Se dejan correr, se renuncia. Mucha gente dedicada a ellas, eso es una fuerza tremenda imposible de contrarrestar. Fue mi primera guerra vivida, no estaba acostumbrado, en todas hay muchas mentiras, son parte fundamental de ellas, si no su principal ingrediente. Y lo peor es que nada se desmiente nunca definitivamente. Por muchos años que pasen, siempre hay personas dispuestas a hacer perdurar el embuste viejo, cualquiera, hasta los más inverosímiles y perturbados. No hay ninguno que se apague del todo.

– Por eso lo mejor sería que nunca nadie contase nada, es eso, ¿no, Peter? -le dije citándolo. Era lo que me había dicho justo antes del almuerzo, aquel domingo de aquel ya antiguo fin de semana, mientras la señora Berry nos hacía señas desde la ventana.

No lo recordaba o no se dio cuenta de que lo citaba, o bien hizo caso omiso. Se acarició la cicatriz que tenía en el lado izquierdo de la barbilla, larga y hundida, nunca le había visto aquel gesto, nunca se la tocaba ni la mencionaba, y por tanto tampoco yo le había preguntado por ella. Si para él no existía, había que respetárselo. Yo asumía que era de guerra.

– Oh no, aprendí a mentir yo también, más adelante. Tampoco contar la verdad es mejor, no te creas. Las consecuencias son a veces idénticas. -Pero no se demoró en aquella observación, sino que siguió relatando de manera algo esquemática, como si se hubiera trazado un plan narrativo para aquel día, es decir, para el siguiente día en que yo fuera a verlo-. Estuvimos brevemente en Madrid, en Valencia y en Barcelona, y luego regresé a Inglaterra. Mi segunda visita fue un año más tarde, en el verano del 38. Esta vez mi guía allí, o más bien mi impulsor, fue Alan Hillgarth, el jefe de nuestra Inteligencia Naval en España. Aunque él estaba casi siempre en Mallorca (donde nació su hijo Jocelyn, el historiador, lo conoces, ¿no?), me encomendó la tarea de vigilar y controlar los movimientos de los barcos de guerra franquistas en los puertos del Golfo de Vizcaya, ya que se suponía que había adquirido algún conocimiento de la zona. La mayoría, claro está, eran barcos alemanes e italianos, que desde el 36 habían hostigado y atacado a la flota mercante británica tanto en el Cantábrico como en el Mediterráneo, así que el Almirantazgo estaba interesado en contar con la mayor información posible sobre sus características y paraderos. Viajé en calidad de investigador de la Universidad, con el pretexto de bucear y revolver en los viejos y desorganizados archivos españoles, y ya lo creo que lo hice, de esa época datan algunos de mis hallazgos como hispanista y lusitanista: en Portugal, adonde me deportaron, empecé a preparar mi tesis sobre las fuentes de Fernao Lopes, el cronista del siglo XIV, ya sabes. -La verdad era que no tenía ni idea-. Pero bueno, eso es aparte. En las islas Cíes, cuando estaba tomando fotografías del crucero Canarias, uno de los pocos barcos de la Armada española que al inicio de las hostilidades se habían pasado al bando faccioso, como se lo llamaba, la Guardia Civil me detuvo. Me registraron, claro, y me encontraron material comprometedor, fotográfico sobre todo. Lo normal era que me ejecutaran, ya puedes imaginarte. Estábamos en plena Guerra. -Wheeler hizo una pausa. Aunque contaba de aquel modo algo mecánico, casi como si no le hubieran ocurrido a él los hechos, sabía cuándo convenía prolongar mínimamente la incertidumbre.

– ¿Y cómo salió usted de eso? -le pregunté para complacerlo.

– Tuve suerte. Como tu padre. Como cualquier superviviente de cualquier guerra. Me condujeron en una lancha hasta el Hotel Adámico, en el puerto de Vigo, y allí me interrogaron dos oficiales de las SS. -'Siempre los hoteles convertidos en comisarías o cárceles', pensé, 'como aquel de Alcalá de Henares en el que torturaron a Nin, y quizá lo desollaron vivo'-. En 1935 yo había pasado parte del verano en Baviera, en un campamento de las Juventudes Hitlerianas, por razones… digamos biográficas que no vienen al caso. Al enterarse de ello, y comprobar que era verdad y que sabía de lo que hablaba, me invitaron a cenar con ellos. Eso me salvó la vida. Se hicieron consultas al Gobierno de Burgos, y, según tengo entendido, fue Franco en persona quien dio la orden de que se me perdonara la vida y solamente se me expulsara. Tras algunas triquiñuelas para obtener los permisos de salida, me llevaron al puente internacional de Tuy para cruzar a Portugal. Ese fue el trayecto más lento, quiero decir el más largo de mi vida, a pie con mi maleta llena de libros. Dos ametralladoras alemanas me apuntaban por la espalda para que no me desviara del camino, y enfrente tenía guardias portugueses armados. Y el río Miño a mis pies. Me pareció tan ancho, quizá lo era. Así que ya ves, pese a lo nefasto que fue para la historia de tu país y de tantísima gente, para la mía personal Franco resultó decisivo. Una paradoja, ¿no? Una paradoja un poco fea para mí, lo reconozco. Poco halagüeño en un sentido, deberle la vida a la clemencia de quien no la tuvo con casi nadie. Como hombre provinciano e ignorante que era, supongo que le impresionaban los extranjeros cultos. -Rió brevemente su propia y pequeña malicia, yo también se la reí por cortesía. Luego añadió-: Pasé por vuestra Guerra, no más, como te dije: aún utilizo con precisión las palabras. Ninguna de mis dos estancias duró mucho tiempo, y ninguno de mis nombres tendría por qué figurar en el índice onomástico de los libros sobre la contienda. No son cosas demasiado dignas de contarse, las que hice allí, y aun así su relato resulta ridículo ahora. También lo resultaría el de mis actividades posteriores, ya durante nuestra Guerra, aunque algunas fueran más vistosas o más dañinas y de mayor importancia objetiva. Tenía razón Toby en lo que te dijo hace años: los hechos de guerra suenan pueriles en los tiempos de relativa paz, se asemejan irremisiblemente a la mentira, a la presunción, a la fábula. Creo habértelo ya dicho: a mí mismo me parecen ficticios, o casi fantasiosos, episodios que yo he vivido. Me cuesta creer, por ejemplo, mi función de custodio, acompañante, escolta y hasta espada de Damocles de los Duques de Windsor en el verano de 1940. Ese fue uno de mis primeros 'encargos especiales', según el término del Who's Wbo, ¿recuerdas? Hoy lo veo como un sueño. Y que fuera en el extranjero contribuye sin duda a ello.

Lo recordaba perfectamente, como cada palabra de las que allí había leído a instancias suyas. Y también entendía su sensación: 'But that was in another country…'.

– ¿Los Duques de Windsor? -le pregunté-. ¿Se refiere al ex-Rey Eduardo VIII y a su mujer divorciada por la que abdicó, aquella americana fea, Wallis Simpson? -Como casi todo el mundo, había leído sobre la pareja supuestamente apasionada y visto fotos de ambos en revistas y libros. Ella, si no recordaba mal, tenía una figura enjuta, un peinado como el del ama de llaves de Rebeca de Hitchcock y unos labios muy finos de tipo sangriento. Un estilo de mujer opuesto, cómo decir, al de Jayne Mansfield-. ¿Espada de Damocles? ¿Cómo espada?

– No era tan fea -me contestó Wheeler-. O bueno, sí, pero tenía algo inquietante en persona. -Dudó un instante-. Supongo que esto puedo contártelo, al fin y al cabo fue una misión inocua, -La palabra que empleó en inglés fue 'harmless', literalmente 'sin perjuicio' o 'sin daño'-. Aunque suene también como embuste. Me encargaron que los escoltara desde Madrid hasta Lisboa, y que allí me asegurara de que embarcaban como estaba dispuesto rumbo a las Bahamas. Quizá recuerdes que él pasó allí la Guerra, como Gobernador de esas islas, fue una manera de tenerlo lejos del conflicto, lo más posible con decoro. Ambos habían atravesado una etapa embarazosa, digamos germanófila, de hecho habían visitado a Hitler de incógnito, se rumoreaba, antes del 39, claro. El rumor carecía de fundamento, pero en todo caso se temía como a la peste que pudieran caer en manos nazis. Que los secuestrara la Gestapo y se los llevara a Alemania, desde luego, pero también que ellos desertaran. Que se pasaran, vaya. Churchill era muy desconfiado, y no descartaba que, si un día nos invadían como al resto de Europa, los alemanes repusieran en el trono al antiguo Eduardo VIII como monarca títere. Así que a mí y a un oficial naval de la NID (poca escolta en realidad, cuando lo pienso: hoy sería inimaginable) -conocía aquellas siglas: Naval Intelligence División- nos entregaron sendas pistolas y nos insinuaron que hiciéramos uso de ellas al menor riesgo de ir a perder a los Duques de mala manera, fuera por su voluntad o sin ella.

– ¿Uso contra los propios Duques? -lo interrumpí-. ¿Contra un ex-Rey? ¿O contra la Gestapo? -Sí que sonaba a embuste, todo aquello, aunque seguramente no lo era.

– Contra la Gestapo no hacía falta decirlo, aunque no habría habido mucho que hacer, me temo. Entendimos que contra los Duques, claro. Mejor muertos que en poder de Hitler.

– ¿Entendimos? ¿Nos insinuaron? -Me habían sorprendido esas fórmulas-. ¿Quiere decir que no se lo ordenaron a las claras?

– Era una manía en el MI6, hablar con sobreentendidos. Pero uno aprendía pronto a descifrarlos, sobre todo si había estado en Oxford. No sé si seguirán la costumbre ahora. Lo que nos dijeron fue, más o menos: 'Bajo ningún concepto deben caer en manos enemigas. Sería preferible tener que llorarlos'. -La expresión inglesa que empleó fue '… to mourn them' que también podría traducirse como '… guardar luto por ellos'. La verdad es que yo habría entendido lo mismo que él y que el oficial de la NID con el que había compartido responsabilidades. Y a él se refirió a continuación, en tono divertido, casi jocoso o de chismorreo-: ¿Sabes quién era el Capitán de Fragata que me acompañaba, por cierto? -Dijo 'Commander', que, si no me equivoco, en la Marina española se corresponde con ese rango.

– Bueno, no -contesté-. Cómo podría saberlo.

– De hecho no lo ha sabido nunca casi nadie. Ni sus biógrafos. -Llamó entonces-: ¡Estelle! -Y rectificó automáticamente: había un testigo, aunque yo fuera de confianza y ya lo hubiera oído llamarla en alguna ocasión por el nombre de pila-. ¡Mrs Berry! -La señora Berry se asomó al instante, andaba por allí cerca todo el rato, a su servicio siempre-. ¿Podría traerme el pasaporte del Marino de Chocolate, por favor? Ya sabe dónde lo tengo. Quiero enseñárselo a Jacobo. -'The Chocolate Sailor' eso fue lo que dijo literalmente-. Ahora verás, no te lo esperas, te va a hacer mucha gracia. -Y cuando al cabo de unos minutos reapareció la señora Berry y le entregó un documento (la oí subir y bajar la escalera, hasta el último piso), me lo mostró con una expresión casi infantil de tímido orgullo y añadió-: Mira.

Era un salvoconducto o 'Pasaporte de Correo Diplomático', según se leía arriba


del todo, emitido por el Embajador británico en mi ciudad natal y válido sólo para un desplazamiento a Gibraltar y regreso a Madrid, con fecha del 16 de febrero de 1941, en plena Segunda Guerra Mundial, y luego renovado y válido para viajar a Londres vía Lisboa, con fecha de diez días después. 'Por los presentes se ruega y requiere, en el Nombre de Su Majestad', rezaba el texto caligráfico, 'a cuantos corresponda, que permitan al señor Ian Lancaster Fleming, con despachos a su cargo, pasar libremente sin obstáculo ni impedimento, y que le brinden toda la ayuda y la protección de que pueda tener necesidad.'

– Ya veo -dije sin alharaca-. Ian Fleming. -Mi falta de sorpresa pareció decepcionar un poco a Wheeler. Él no sabía que yo había cotilleado las dedicatorias que el creador de James Bond le había puesto en los ejemplares de sus novelas ('To Peter Wheeler who may know better. Salud!'), y que la amistad o el trato entre ambos, por tanto, no me pillaba enteramente de nuevas. 'Así que compartieron aventura juntos', pensé-. Así que compartieron aventura juntos en España, cuando él aún no escribía. Qué increíble. -Esto último lo añadí para animarlo.

– Este pasaporte es del año siguiente. Me lo dio más adelante, cuando ya se había hecho famoso, en recuerdo de nuestra estancia en Portugal, más que en España. Permanecimos anclados a la frivola pareja de junio a agosto. Mrs Simpson, quiero decir la Duquesa, no estaba dispuesta a partir hacia su exilio, como lo veían ellos, sin su guardarropa, su mantelería y sus sábanas reales, su plata y su porcelana de mesa, que debían llegarle desde París, vía Madrid, en ocho Hispano Suizas fletados por el multimillonario Calouste Gulbenkian, un viaje azaroso en aquellos días. (Curiosamente, por cierto, aquel fue el año en que Gulbenkian, armenio de origen, fue declarado 'Enemigo por Decreto' -dijo 'Enemy under the Act', supuse que significaba algo así-, perdió por ello la nacionalidad británica y se hizo persa; de modo que cuando ayudó a los Duques no sé si era aún amigo o ya enemigo.) Así que hubo que aguardar en Estoril, a cuyo casino nos veíamos obligados a acompañarlos todas las noches lan Fleming o yo o más frecuentemente los dos, por la seguridad. No es raro que en las novelas de Bond aparezcan tantos casinos, desde los años veinte conocía bien los de Deauville, Le Touquet, luego Biarritz, le encantaba jugar, sobre todo al bacarrá, lo cual era una verdadera suerte porque la Duquesa se divertía más con él. (Aunque no ganaba mucho nunca e incluso perdía, era un jugador conservador, de apuestas bajas, no como su personaje.) En cuanto al Duque, al menos tenía algo de conversación. Tuvimos un trato aburrido pero cordial: había estado aquí, en Mag-dalen, de modo que siempre me quedaba recurrir a contarle chismes de Oxford cuando ya no sabía cómo entretenerlo. Los escuchaba con estupefacción, sobre todo los sexuales, con un punto de ingenuidad tal vez fingido. Pero no sabía reír. Un hombre soso y quizá no muy listo, pero agradablemente mundano y desde luego educado: al fin y al cabo, no se puede negar que venía de buena familia. -Y Peter rió de nuevo su pequeña broma-. Por fin, un día, conseguimos que la pareja real embarcara sana y salva, con la plata y la porcelana y las sábanas, en un destructor británico amarrado en el Tajo, y con alivio los vimos alejarse por el Atlántico, rumbo a las Bahamas. Entonces nos separamos, Ian Fleming y yo, y no volvimos a encontrarnos hasta bastante después. Él fue asistente personal del Contraalmirante Godfrey, y también tuvo mucho contacto con Hillgarth y con Sefton Delmer, creo que habían estado juntos en Moscú y que colaboró con él en el juego negro del PWE… -'The black game' dijo. Yo le había oído a la joven Pérez Nuix la expresión 'black gamblers' una vez, o había sido 'wet gamblers' quizá, me había hecho imaginarme a tahúres en todo caso. Aquellas siglas no las conocía, PWE. Pero no quería interrumpir a Wheeler-. Nos perdimos la pista, claro, durante la Guerra era lo normal, uno iba de aquí para allá, a donde lo destinaran, y se despedía de cada persona con plena conciencia de que lo más probable era que no la volviera a ver. No por el azar, sino por la fácil muerte. Del uno, del otro o de los dos… Me pasaba con Valerie cada vez que me iba y le decía adiós… Cada vez que me iba… -La voz le había ido menguando hasta casi quedarse en un hilo, al decir estas últimas frases: seguramente se había cansado de hablar. No siguió. Apoyó los dos brazos en el bastón cruzado sobre los del sillón, como si hubiera realizado un esfuerzo con ellos y necesitara reposarlos. Lo vi fatigado y con la mirada un poco ausente-. La propaganda negra de Sefton Delmer, eso fue -añadió absorto, y luego volvió a callar. Quizá había recordado demasiado. Mecánicamente al principio y animadamente después, sí, pero todos los recuerdos llevan a otros y siempre hay un momento en el que se llega a uno triste, antes o después, a una pérdida, a una nostalgia, a una infelicidad de las que no se inventan. La gente se queda entonces con la mirada baja o perdida, y deja de hablar, se calla.

– No sé quién era Sefton Delmer, Peter -le dije-. Tampoco lo que es el PWE.

Levantó la vista, la fijó en mí, aún con cansancio. Con extrañeza también. Me dijo:

– ¿Por qué estamos hablando de esto? No sé de dónde ha venido, lo he olvidado. -También yo lo había olvidado, esa era la verdad-. ¿Y por qué no me cuentas nada tú? A algo habrás venido hoy, sin avisar, ¿no? Estoy encantado de verte, pero dime, ¿por qué has venido así hoy?


Tenía razón. A Wheeler se le escapaban pocas cosas aunque su cabeza pudiera no ser la de siempre y atendiera menos al exterior y estuviera desarrollando una especie de locuaz ensimismamiento (suponía que cuando estaba solo un ensimismamiento a secas). Sí, a algo había ido yo a Oxford, a algo había ido yo aquel domingo desterrado del infinito hasta su casa junto al río Cherwell, cuyo rumor sosegado o lánguido se oía muy débil desde donde estábamos, pero se oía, recordaba lo que le había atribuido mi pensamiento cuando se adormeció por fin, ya muy tarde, la noche en que había conocido allí a Tupra en el transcurso de una cena fría: 'Yo soy el río, soy el río y por tanto un hilo de continuidad entre vivos y muertos al igual que los cuentos que nos hablan de noche, me asemejo a los tiempos y también a los hechos, soy el río. Pero el río es el río. Y nada más'. Había ido a contarle a Wheeler lo que me había pasado o más bien lo que había hecho -en realidad no me había pasado nada: eran otros quienes de verdad habían salido perdiendo-, y a preguntarle si él podía haber previsto algo así cuando me introdujo en el grupo al que había pertenecido. Es decir, hasta qué punto sabía dónde me estaba metiendo con sus oficios de intermediario y a qué riesgos me sometía. Él debía de estar al tanto de las consecuencias que podían tener los informes y del uso que se les daba a veces, un uso inmediato y practico, en mi caso criminal y despiadado. Si en tiempos de relativa paz el resultado de uno de ellos era un homicidio y una detención de escándalo, la muerte de una persona inocente y la ruina de otra inducida a ser culpable, probablemente durante la Guerra, cuando el grupo se había creado y no habría mucho margen para comprobaciones y habría que tomar decisiones raudas, la interpretación de personas o la traducción de vidas o la anticipación de historias habría provocado la eliminación de gente y desastres y calamidades. Aunque además hubiera contribuido a evitarlas, de eso no me cabía duda. Tal vez Wheeler se hubiera visto entonces en alguna situación parecida a la mía de ahora, y él no era un desaprensivo, así hubiera esparcido en su día brotes de cólera, y de malaria, y peste, ese no era el que yo conocía. Tal vez no hubiera muerto uno solo, sino muchos, por causa de sus palabras, y acaso quienes no debían. Pero, de haberle sucedido eso, siempre habría tenido el consuelo, la justificación, el pretexto de estar en guerra. Yo no los tenía.

– Sí, he venido hoy por algo, Peter -le reconocí. Y lo puse en antecedentes y le expliqué lo ocurrido, como había hecho con Pérez Nuix la noche antes.

Wheeler me oyó en silencio, sin interrumpirme en ningún instante, ahora con el bastón en posición vertical, apoyado en el suelo, y una palma en la mejilla en ademán de escucha. Le conté de la primera cena con Dearlove y le conté de Edimburgo, así además descansaba su lengua cansada. Le hablé de mis sospechas -no, eran certezas- respecto al crimen sobre el que tanto especulaba la prensa aquellos días, lo imaginaba enterado.

– Sí, lo he leído en los periódicos. -Y rozó los que tenía a mano con la punta de los dedos, como si temiera mancharse-. Los despreciables dominicales vienen hoy llenos de eso, y Mrs Berry, que ve la televisión más que yo, también me lo ha comentado horrorizada y escandalizada. Y muy decepcionada: a ella le gusta la música de ese Dear-love, por lo visto. Tiene aficiones que desconozco. -Hizo una pausa y añadió, como si emitiera un dictamen-: Nunca se me habría ocurrido que vosotros tuvierais que ver en ello. Sorprendente que ese grupo aún me sorprenda. Aunque las cosas habrán cambiado más de lo que yo puedo figurarme, claro. -Pensó un poco más, luego dijo-: No sé, Jacobo. No sé en qué anda Tupra, me llama poco y me cuenta menos. Cuanto más viejo se hace uno más os vais alejando todos, no os lo reprocho. -Pero sí había reproche, también hacia mí, en esa frase-. Desde luego es el estilo de Tupra cuando no actúa por impulso y se toma su tiempo; en la medida en que lo conozco, no demasiado: Toby lo conocía más a fondo. O bueno, al que fue su discípulo, al que era antes. Se me hace difícil imaginar qué peligro podía representar ese cantante, para tenderle una trampa y quitarlo así de en medio. Pero nada es descartable, poco a poco se aprende a no descartar la peligrosidad de nadie. La encierra todo el mundo en principio, así hemos de verlo quienes nos dedicamos a esto. Y esto es proteger a los demás, no lo olvides, se trata de eso. Y de protegernos, porque si no nos resguardamos no protegeremos a nadie. Parece que tú no te equivocaste, en todo caso, si se han cumplido tan al píe de la letra tus vaticinios. Ese individuo era un peligro real, un desaforado, es evidente. Un homicida. No deberías atormentarte demasiado por eso.

– Sigue sin importarle que fume, ¿verdad? -Negó con la cabeza, le ofrecí de mi paquete, volvió a negar, me encendí un Karelias-. Me temo que se hayan cumplido tan sólo porque yo los hice, Peter -dije-. No es tan fácil. La cosa no ha pasado sin más, naturalmente, espontáneamente. Ha habido cálculo y artificio por medio, ha habido una maquinación, un montaje, una mano enterada a la que yo le había hecho la sugerencia, como si fuera un lago. Sin mis pronósticos nada habría sucedido, seguramente, y Dearlove no sería un homicida. Y ha muerto un chico que no tendría arte ni parte. Tal vez ni siquiera llegara a cobrar el encargo. Dudo que Tupra le adelantara el pago. Yo no sé cómo voy a vivir con eso. -Wheeler guardó silencio. Se me quedó mirando con la mano en la barbilla, con atención y cavilación, un poco como si yo le resultara nuevo, o como si se planteara qué hacer conmigo ante una situación sin.arreglo, más que imprevista. Ni siquiera dijo 'Hmm', permaneció callado mirándome-. Cuando me metió en esto -le pregunté entonces-, ¿usted sabía que algo así podía ocurrir? ¿Que lo que usted llamó mi don o mi capacidad pudiera servir para esto, para que una persona muriera y otra fuese a parar a la cárcel? ¿Para que se tomaran medidas tan drásticas, para cambiar tanto las vidas, hasta para acabar con una? Yo no creo que pueda seguir en este trabajo. Prefiero que lo sepa antes que nadie, antes que Tupra. Al fin y al cabo, fue usted quien me llevó hasta él, y quien me habló del grupo.

Entonces me di cuenta de que había vuelto a atrancarse, de que no le salía la voz, o eran las palabras, de que lo había asaltado de nuevo su momentánea afasia, según él no fisiológica, sino como si la voluntad se le retirase: era la tercera vez que yo asistía a eso, luego no podía.ser tan infrecuente como me había dicho. Al igual que en las dos ocasiones anteriores, no le había sucedido a mitad de una frase que yo pudiera ayudarle a concluir con conjeturas, como se hace con los tartamudos, sino desde un arranque. Pero además ahora no señalaba nada que me sirviera para orientarme (un cojín en la primera, el cartoon original de Eric Fraser en la segunda, volado por el helicóptero). Con una mano se limitó a hacerme un gesto de que tuviera paciencia, de que esperase, como si él supiera que iba a pasársele pronto y que lo mejor era que lo dejara tranquilo, que no añadiera más preguntas a las que le había hecho, que no lo apremiase. Tenía los labios otra vez apretados, como si se le hubieran pegado y le costara abrirlos. El semblante no le había cambiado, sin embargo, seguía siendo de atención y cavilación, como si se preparara para decirme lo que fuera a decirme en cuanto pudiese, cuando recuperase el habla o liberase el vocablo que se le había atorado. Eso sucedió por fin al cabo de unos dos minutos. No hizo ninguna referencia a su dificultad, me contestó como si ese lapso mudo no hubiera existido:

– El problema no es el grupo, Jacobo -dijo-. Tú verás, pero no por dejarlo estarás más a salvo de que vuelva a ocurrirte lo que sientes que te ha ocurrido. En realidad no te ha ocurrido. Simplemente ha ocurrido, y esa clase de cosas pueden darse en cualquier parte. Nadie puede controlar la utilización que se hace de sus ideas y de sus palabras, ni prever enteramente sus consecuencias últimas. En general en la vida. En ningún caso. No tiene sentido que me preguntes si yo sabía o no sabía: nadie sabe nunca lo que desata, en ninguna circunstancia, y todo puede servir para cualquier cosa, para esta y para su contraria. No había aquí más peligro de que desencadenaras desgracias del que habría habido si no te hubieras movido de tu casa, de Madrid, del lado de Luisa. -Me acordé de Custardoy un instante, de mi mano con pistola y de su mano deshecha. Wheeler, con su voz ya recobrada, seguía mirándome fijamente, como si me analizara. No pude evitar sentirme observado o más aún: espiado, descifrado, desentrañado. A continuación añadió, como si tras el examen se atreviera con un diagnóstico-: Sí podrás vivir con eso, descuida. A diferencia de Valerie, tú sí podrás vivir con lo tuyo, te lo aseguro, o con lo que has hecho tuyo. Por extraño que resulte, en algunos aspectos te conozco a ti mejor que a ella. A ti te hemos estudiado, a ella no llegamos a tiempo.

No supe por qué preguntarle antes, si por mi estudio o por Valerie, su mujer a la que ya había mencionado otra vez, aquel domingo le rondaba la lengua. Pensé que si mostraba demasiada curiosidad por su suerte, él podría retraerse y contestarme de nuevo: 'Eso… Déjame que te lo cuente otro día, si te parece. Si no tienes inconveniente'. Era posible que ya no hubiera otro día. Más valía que aquel relato llegara solo, si llegaba.

– A mí me han estudiado -repetí-. He visto un informe sobre mí en un viejo fichero de la oficina. ¿Quién lo escribió? ¿Fue usted mismo?

– Oh no, no fui yo, yo no he escrito nunca informes, los he dado de viva voz solamente, ya sabes, limitándome a lo esencial, por encima; lo otro, qué burocrático, qué aburrimiento. No, debió de ser Toby, durante la época en que enseñaste en Oxford. Él fue quien te descubrió, si me permites la expresión. El primero que habló de ti, a mí y me imagino que a otros. El que descubrió tus buenas dotes, creo que ya te lo dije, hace ¿qué, quince años? ¿Veinte? No, no serán tantos.

No me pareció muy verosímil. Podía ser, pero en ese caso, ¿quiénes eran el 'tú' y el 'ella' a que aquel informe aludía? '… Casi da miedo imaginar lo que sabe, cuánto ve y cuánto sabe*, decía. 'De mí, de ti, de ella. Sabe más de nosotros que nosotros mismos. Quiero decir de nuestros caracteres. O todavía más, de nuestros moldes. Con un saber que nos es ajeno.,.' Tal vez 'tu' era Cromer-Blake, mi otro amigo oxoniense de aquella etapa y que también lo era mucho de Rylands; y entonces 'ella' tenía que ser Clare Bayes, mi antigua amante de juventud a la que no había vuelto a ver nunca. Pero eso significaría que Cromer-Blake había pertenecido también al grupo, y no le pegaba nada; aunque quién sabía, en Oxford disimula tanto todo el mundo… En aquello no creí a Wheeler. Supuse que no quería decírmelo, quién había hablado de mí por escrito, y era fácil atribuírselo a un muerto. O confesarme que había sido él, seguramente. El pudor lo acechaba siempre, hasta cuando lo perdía un poco, como aquel domingo.

– ¿Qué pasó con su mujer, qué pasó con Valerie? -Y de nuevo tuve una sensación de abuso en los labios, de profanación al pronunciar su nombre.

Ahora se llevó la mano a la frente, la que había tenido en la mejilla y en el mentón previamente, con la otra sostenía el bastón, lo empuñaba más bien con fuerza. Entornó los ojos como hacemos los miopes para ver mejor a distancia, y ya no los dirigió hacia mí, sino más allá, hacia algún punto del jardín o del río, por los ventanales.

– No calculamos bien, o ni siquiera se me ocurrió hacer el cálculo. De haberse creado el grupo antes, de haber tenido la idea quien quiera que la tuviera unos meses antes (Vivían, Menzies, Cowgill o Crossman, o puede que fuera el propio Delmer, o hasta el mismísimo Churchill), quizá no se le habría permitido ir tan lejos. Yo no la habría dejado al menos, supongo. Ellos sí: no se paraban en barras. -Y esto lo dijo en español, pararse en barras-. Pero yo no estuve aquí mucho durante la Guerra, con mis 'encargos especiales'; venía sólo de vez en cuando y brevemente, así que a lo mejor no habría podido impedirlo de todas formas. -Se detuvo. Debió de pensar que ya había empezado. Que aun así podía pararse. Creo que decidió no plantearse el dilema, y sencillamente siguió adelante-. Valerie, como casi todo el mundo entonces, quería colaborar, ayudar en lo que fuera. Hablaba muy bien el alemán, como te he dicho, porque había pasado muchos veranos de su infancia y adolescencia con una familia austriaca que tenía vieja amistad con sus padres, y la hija pequeña de aquel matrimonio era de su edad más o menos; luego había otras tres mayores, la primogénita le llevaba unos diez años. Ella iba a Melk en verano, a orillas del Danubio, en la Baja Austria, donde está la famosa abadía benedictina, ya sabes, el monasterio barroco… -Vio que yo no reaccionaba, así que agregó, como en un paréntesis-: (da lo mismo, no lo conoces)… y la chica de su edad pasaba la Navidad con ella en Inglaterra. Al estallar la Guerra, Valerie pensó en ofrecerse como infiltrada, en ser destinada a Alemania. Pero sabía que no era muy valerosa, que habría flaqueado fácilmente y habría sido descubierta en seguida. Tenía muy buena voluntad y era inteligente, pero le faltaba carácter para una actividad así. Le faltaban aplomo y capacidad de fingimiento, sin duda capacidad de engaño. Nunca habría sido una buena espía. En contra de lo que se cree a veces, la mayoría de la gente no sabe, no puede hacer eso. Además era muy joven, diecinueve años cuando empezó la Guerra, yo le llevaba siete y ahora ya le llevo tantos, no debería seguir aumentándolos. -Se miró la mano con resignación como si lo constatara en ella, venosa, arrugada, con manchas-. Se dedicó a labores de traducción e interpretación para el Foreign Office, hasta que en agosto de 1941 toda la propaganda, la blanca y la negra, pasó a ser competencia del PWE y éste reclutó todo el personal que pudo con conocimientos altos de alemán. El Political Warfare Executive -me explicó por fin, y yo traduje al instante para mis adentros, aproximativamente: 'El Ejecutivo de la Guerra Política', pensé; 'o el Ejecutivo Político de la Guerra; o quizá sería más adecuado "del Guerrear"-. Me pareció bien para ella. Lo bastante seguro. Yo no quería que corriera riesgos, quiero decir excesivos, que estuviera muy expuesta, porque obviamente todo el mundo los corría, en el frente como en la retaguardia, tú sabes eso. El PWE fue un departamento secreto y temporal, duró sólo lo que duró la Guerra y empezó a desmantelarse nada más firmarse la rendición incondicional alemana, el 7 de mayo del 45. Ni siquiera su nombre o sus siglas fueron del dominio público hasta mucho después. Mucha de la gente que trabajaba en él ignoraba, de hecho, que trabajaba en él, y creía prestar servicio en el PID del Foreign Office, el Political Intelligence Department, en principio una pequeña sección no secreta del Ministerio. Los que se ocupaban de la propaganda blanca (las emisiones de la BBC para Alemania y la Europa ocupada, por ejemplo, o los panfletos que arrojaba la RAF en sus incursiones, con pie de imprenta del Gobierno de Su Majestad y todo) solían desconocer absolutamente que también existía la propaganda negra, incluso la gris, y que la llevaban a cabo compañeros suyos, en divisiones aparte y en el mayor secreto. La enorme ventaja de la negra era que nunca se admitía su origen británico, y por supuesto se negaba nuestra autoría cuando hacía falta. Y que como consecuencia de ello, claro está, se operaba con las manos libres, sin apenas límites. Ten en cuenta que oficialmente nosotros no hacíamos ciertas cosas, aunque las hiciéramos bajo cuerda. Nunca las reconocimos, entre otros motivos porque muy pocos sabían que en realidad sí se hacían. Cuando Richard Crossman habló del PWE en los años setenta, en un artículo de prensa relacionado con el caso Wa-tergate que entonces trajo cola (recuerdo que intervinieron Lord Ritchie-Calder y otros), admitió que aquí hubo durante la Guerra lo que él llamó 'un Gobierno interno', con unas normas y códigos completamente distintos de los del Gobierno público y visible, y añadió que eso era un aparato necesario en la guerra total. Crossman fue uno de los hombres importantes del PWE, aunque no tanto como Sefton Delmer, que era un genio y quien creó un nuevo concepto de la guerra psicológica meramente destructiva. Crossman había llegado a ser Ministro del Gabinete con Harold Wilson, en los años sesenta, así que su voz era respetada y no se lo podía contradecir así como así…

Wheeler se paró. Pensé que se habría cansado de nuevo o que tendría la boca seca de tanto hablar. Era increíble lo fluida que conservaba la palabra cuando no se atascaba, aunque fuera con aquella locuacidad ensimismada en la que posiblemente había vuelto a caer. Me pregunté cuándo regresaríamos a la joven Valerie, ya siempre joven y cada día más pequeña que él. Le pregunté si le apetecía beber, me dijo que agua y que me sirviera yo lo que quisiera, que se lo pidiera todo a la señora Berry, se disculpó por no haberme ofrecido nada hasta entonces. Le contesté que iría a la cocina yo mismo, prefería no molestarla. Le traje su agua y, tras abrir una cerveza fría para mí, aproveché para satisfacer una curiosidad menor:

– ¿A la propaganda negra se la llamó también 'el juego negro'? ¿Son lo mismo? Antes utilizó usted esa expresión.

– Sí -respondió-. Bueno, no sólo a la propaganda. A todas las operaciones negras. No sé si fue también Crossman o Delmer quien la inventó, esa expresión. Según ellos, los americanos, que nos copiaron en parte la subversión y desde entonces les ha encantado aplicarla (con cierta patosidad, eso sí), no aprendieron nunca a ejercerla como nosotros, como un juego dentro de la gravedad. Ni, lo que es peor, a renunciar a ella en tiempos de paz. Hubo un libro de hace veinte o veinticinco años que se titulaba así, The Black Game. Yo lo leí, de un tal Howe.

– ¿Sabe si se la llamó también 'el juego húmedo'? -'The wetgame' fue lo que dije, ahora estaba casi seguro de que era 'wet gamblers' lo que había salido de los labios de Pérez Nuix la noche de su visita sin avisar.

– Lo he oído menos, pero puede que sí. Tal vez porque las operaciones negras a menudo traían derramamiento de sangre. Las blancas, en cambio, rara vez; eran secas. ¿Pero dónde estábamos? -añadió con un poco de irritación-. ¿Por qué te estoy contando esto? Ay Dios, se me ha vuelto a olvidar. -En inglés dijo 'Oh dear me' que no tiene equivalente exacto en español, pero en realidad a Dios no lo mencionó. Quizá su memoria ya no abarcaba tanto, desde el principio de una historia hasta su final. Quizá sólo en eso se le notaba su decadencia reciente. Perdía de vista el hilo inicial, aunque también lo recuperaba con un leve empujón.

– Me hablaba usted de su mujer -se lo di, lo ayudé-. De lo que hizo durante la Guerra.

– Ah sí, iba a contarte la muerte de Vale-rie, ya que la quieres saber, no es la primera vez que me preguntas -contestó-. Pero es importante que sepas lo que era el PWE y cómo funcionaba. Dónde se metió ella, y a lo que se acostumbró. En un sentido, Sefton Delmer fue lo más parecido que hubo a 'Bomber' Harris, aunque él no tenía aviones ni tropas a su mando, sólo expertos en el engaño y la falsificación. -Y al ver que el nombre de Harris me sonaba nada más, añadió-: Arthur Harris, el Mariscal del Aire, fue el que ordenó cocer a cincuenta mil hamburgueses y a ciento cincuenta mil dresdeneses hacia el final de la Guerra bajo la cínica pretensión de estar atacando objetivos militares, y también arrasó Colonia y Francfort, Dusseldorf y Mannheim, era un hombre implacable con demasiado poder, casi un psicópata al que le valía todo para aplastar al enemigo y ganar. -Entonces me acordé de que me lo había nombrado otra vez: 'Leí hace unos meses en un libro de Knightley', me había dicho, 'que el Jefe de Bombarderos, Sir Arthur Harris, tildaba de aficionados, ignorantes, irresponsables y mendaces a los miembros del SOE', los encargados del asesinato de Heydrich con balas untadas de toxina botulínica y de tantas otras operaciones de sabotaje, destrucción y terror-. Según Crossman, a ambos, a Harris y a Delmer, y posiblemente fueron los únicos, se les permitió, en sus respectivos campos, librar la guerra total: la guerra total con la que habían amenazado Göring y Goebbels pero que de hecho nunca llevaron a cabo. A Delmer, en concreto, se lo dejó superar a los propios nazis (es decir, caer más bajo) en mentiras, calumnias, manipulación e invención de noticias y engaño de la población enemiga. La propaganda negra, como los bombardeos estratégicos, era nihilista en sus fines y únicamente destructiva en sus efectos, como también reconoció el propio Crossman. Eso sí, resultó un arma enormemente eficaz y por eso la utiliza ahora todo el mundo, hoy en día sin la menor aprensión. Sefton Delmer era un genio, nadie discute eso. Había nacido en Berlín de padre australiano -'Otro inglés postizo más', pensé, 'cuántos hay'-, había estudiado allí y luego aquí en Oxford; antes de la Guerra, como corresponsal de The Daily Express en Berlín, había conocido a Ernst Rohm, y a través de él a Hitler, a Göring, a Goebbels, a Himmler. Entendía perfectamente el carácter y la psicología alemanes, hasta el punto de que todos esos antecedentes lo hicieron sospechoso a ojos británicos al estallar la Guerra, y no se le permitió ocupar ningún puesto de responsabilidad hasta que los servicios de seguridad lo hubieron observado y hubieron dado su visto bueno, imagínate. A las personas que trabajaban con él les exigía absolutos secreto, disciplina y determinación, o, en otras palabras, absoluta falta de escrúpulos. Poco a poco fue incorporando a su equipo a alemanes: antiguos brigadistas internacionales, emigrados, refugiados, luego algunos prisioneros de guerra dispuestos a colaborar, un desertor de importancia escapado a Londres tras el atentado fallido contra Hitler en julio de 1944, y hasta un ex-miembro de las SS. A todos les decía en cuanto llegaban a Woburn, donde estaba el departamento: 'Libramos contra Hider una especie de guerra de ingenios total. Todo vale, siempre que sirva para acelerar el fin de la Guerra y la derrota completa del Reich. Si tenéis el más mínimo escrúpulo respecto a lo que aquí se os puede exigir que hagáis contra vuestros compatriotas, debéis decirlo ahora. Yo lo entenderé. En ese caso, sin embargo, no nos serviréis y sin duda se os encontrará otra tarea. Pero si queréis uniros a mí, debo advertiros que en mí unidad estamos dispuestos a todas las jugadas sucias que podamos concebir. No hay ningún conducto obstruido de antemano. Cuanto más sucias mejor. Mentiras, escuchas, desfalcos, traición, falsificaciones, difamación, enciza-ñamiento, falsos testimonios y acusaciones, tergiversación, cualquier cosa. Hasta el puro asesinato, no lo olvidéis'. -'Sheer murder', fue la expresión que empleó-. Valerie se lo oyó más de una vez. Llegó a estar cerca de él.

Wheeier se quedó pensativo, quizá recordando a Valerie cerca de Sefton Delmer. Ahora se llevó la mano a los labios y se los acarició suavemente. Luego volvió a pasarse el pulgar por la cicatriz del mentón, era raro que nunca le hubiera visto ese gesto hasta aquel día. Me pregunté si me estaría invitando a inquirirle también por ella. Pero mientras él no la mencionara yo me abstendría.

– ¿Y cuáles eran esas jugadas sucias? ¿En qué consistía exactamente el juego negro? -ie pregunté.

– Bueno, la mayoría de sus actividades las conocimos mucho después de terminar la Guerra. Desde luego falsificaban de todo. Ese servicio fue extraordinario, una de las cosas en las que sobresalimos: emisoras de radio, documentos de cualquier clase, incluidas órdenes de gerifaltes del Reich como el General Von Falkenhorst que estaba al mando de las tropas en Noruega; permisos de soldados, pases para acceder a instalaciones y lugares vitales, circulares, pasquines, sellos, timbres, sobres y papel de carta, hasta paquetes de cigarrillos, recuerdo haber visto unos que se llamaban Efka-'Pyramiden', se trataba siempre de que todo pasara por genuinamente alemán, o al menos, cuando eso no era posible, por fabricado en Alemania o en Austria, eso les creaba la desazón de que teníamos allí más infiltrados de los que de verdad teníamos, de que contábamos con mucha gente escondida en su territorio, provista de infraestructura y medios y con gran capacidad operativa, lo cual no sólo los inquietaba, sino que los hacía dedicar esfuerzos a perseguir y cazar fantasmas. Con la radio llegábamos a todas partes, hasta a los submarinos, cuyas tripulaciones tenían la desmoralizadora sensación de estar vigiladas por nosotros y de no poder ocultar sus posiciones. Pero lo principal era enemistar a los alemanes entre sí y causarles perjuicio, tanto a nivel colectivo como individual, crear desconfianza entre ellos y hacerlos temerse unos a otros. Y por supuesto, cuando era factible, eliminar o hacer caer en desgracia a altos cargos civiles o militares. La sección negra del PWE imprimió carteles de 'Se busca' contra oficiales de las SS a los que se acusaba de ser traidores, desertores, farsantes o criminales perseguidos por las autoridades: se incitaba a que se les disparara nada más avistarlos y se ofrecían recompensas de diez mil marcos o más, y en ellos se aseguraba que hasta las Cruces de Hierro de primera clase que podían exhibir eran meras falsificaciones. Todo estaba muy calculado. Hubo unos, apoyados por una campaña radiofónica, contra el Reichkommissar Ley, un peso pesado del Partido Nazi de vida algo disoluta, en los que se lo acusaba de acaparar cupones de racionamiento, y el Doctor Ley se vio obligado a desmentirlo con indignación: '¡Yo soy un consumidor normal!', bramó por la radio. -Y Wheeler no pudo evitar reírse un poco, al rememorar aquello que tal vez le había contado la propia Valerie entre risas, infringiendo así la Official Secrets Act a la que estaría sujeta-. Se emitieron unos sellos con la imagen del ambicioso Himmler en lugar de la habitual de Hitler, con la intención de enfrentarlos, de que éste diera más crédito a los insistentes rumores de que aquél se proponía suplantarlo como Führer, y poner así al Ministro en la picota. Pero hubo cosas aún más serias, y más húmedas. Una práctica frecuente de Delmer era la de hacer enviar cartas falsas a los familiares de los soldados alemanes que morían de sus heridas en los hospitales militares de Italia. Se interceptaban los cablegramas no cifrados que los directores de éstos mandaban a las autoridades del Partido en Alemania, con todos los datos del caído y las señas de sus parientes. Las cartas forjadas por el equipo de Delmer, en perfecto alemán y con membrete de cada hospital, estaban supuestamente escritas por un camarada o una enfermera conmovidos que habrían permanecido junto al difunto hasta el último instante, y lo que solían contar, horrorizados, era que el soldado había sido en realidad asesinado mediante inyección letal por orden de sus superiores, cuando a éstos se les informaba de que ya no volvería a ser útil para el combate. Los médicos nazis necesitaban su cama para recuperar a los que sí podrían regresar pronto al frente, y así se quitaban a los malheridos de en medio sin compasión ni agradecimiento, cruel y expeditivamente, como a desechos. No es que a Delmer y a su unidad se les escapara que la verdadera crueldad era la suya, extrema, al hacer creer semejante falacia (verosímil, por otra parte) a una desolada viuda, a unos padres ancianos o a unos hijos huérfanos. Pero si eso servía para crear descontento y rencor entre la población, rebajar la moral de los combatientes, desunir a la tropa y propiciar deserciones, estaba por encima de cualquier otra consideración. No olvides, Jacobo, que aquella se vivió como una guerra de supervivencia. Y lo file, lo era. Y que en ellas los límites de lo que puede hacerse se van ampliando constantemente, casi sin darse uno cuenta. Los tiempos de paz juzgan luego severamente los tiempos de guerra, y yo no sé hasta qué punto pueden. Son dos tiempos que se excluyen, cada uno es inconcebible en el otro, y eso tiende a no tenerse en cuenta. Pero aun así hay cosas que sí parecen condenables incluso mientras suceden o se están haciendo en el tiempo más permisivo, y ya ves, en realidad todas estas… vilezas, sí, supongo… se ocultaban también en su día, cuando se libraba la Guerra sin conocerse su desenlace. La unidad de Sefton Delmer no existía oficialmente, y la consigna de todos sus integrantes era negarla (negarse a sí mismos por tanto) ante todo el mundo, incluidas otras organizaciones casi igual de secretas (pero no tanto), como el SOE, o como nosotros más tarde, silenciosos y silenciados por motivos de otra índole, por sigilo y discreción más que nada. Y fíjate en que al terminar la Guerra no sólo se disolvió el PWE en seguida, sino que las instrucciones a sus miembros negros fueron de este tenor, más o menos: 'Durante años nos hemos abstenido de hablar de nuestro trabajo con toda persona ajena a nuestra unidad, así que poco se sabe de nosotros y de nuestras técnicas. La gente puede tener sus sospechas, pero no sabe a ciencia cierta. Queremos que sigáis igual, que así se mantenga. Que nada ni nadie os lleve a jactaros de las tareas que hemos llevado a cabo, de los trucos y trampas que hemos tendido al enemigo. Si empezamos a presumir de nuestras ingeniosidades, quién sabe en qué pararía eso. Así que punto en boca' -'So mum's the word' fue lo que dijo aquí Wheeler, y me sonó haber visto la expresión en alguno de los carteles de la careless talk-. 'La propaganda ha de ser algo de lo que justamente no se hable.' Era por prudencia sin duda -continuó Wheeler-, pero también, yo creo, porque la labor no era para que se sintieran del todo orgullosos, y en el tramo final de la Guerra menos que en ningún otro. Valerie no se lo sintió, a fe mía… -Y esto lo dijo en su español libresco, 'a fe mía'-. Cuando los civiles alemanes estaban más desesperados y confundidos, se les añadió confusión y desesperación a través de nuestras emisoras impostoras de radio. Advertimos, por ejemplo, de que por todo el país circulaba una ingente cantidad de marcos falsos, lo cual hizo que ya no se fiaran ni de su propia moneda ni del prójimo que se la daba. Pero lo peor fue tras los brutales bombardeos de Harris y los americanos, y también cuando las tropas ya invadían Alemania, las nuestras por el oeste y las rusas por el este. Durante las incursiones aéreas, las emisoras alemanas dejaban de transmitir para no servir de faro a los aviones de la RAF y la USAF. Pero en cuestión de segundos, no me preguntes cómo, Delmer y los suyos lograban ocupar sus frecuencias, aparentaban reanudar las transmisiones normales en su alemán sin mácula, y lanzaban mensajes desconcertantes, desorientadores, contraproducentes o contradictorios, para causar el mayor estrago posible y sembrar el caos. Inicialmente se había aconsejado a los supervivientes de las ciudades arrasadas (Hamburgo, Bremen, Colonia, Dresde, Leipzig y tantas otras) que no se movieran, que no abandonaran sus respectivos lugares y que aguardaran en ellos la llegada de auxilio. Delmer, parece que a instancias del propio Churchill, les ordenó lo contrario, haciendo pasar su comunicado por uno oficial del Reich, obviamente. Su equipo le dijo a la gente que en el centro y en el sur de Alemania se habían establecido siete zonas 'libres de bombas', a las que los refugiados podían dirigirse y en las que estarían a salvo de más ataques aéreos enemigos. Se les aseguró que representantes neutrales de la Cruz Roja en Berlín habían informado a las autoridades del Reich de que el mismísimo Eisenhower iba a declarar seguras estas siete áreas, y que los bancos ya estaban trasladando allí sus valores. Por supuesto todo era falso, pero surtió un tremendo efecto. Las carreteras se vieron inundadas de familias enteras que huían hacia aquellas zonas imaginarias, con sus niños andrajosos, sus heridos y sus pocos enseres metidos en carretas, en autobuses desvencijados que se quedaban sin gasolina, incluso en coches fúnebres, en lo que encontraron para salir de sus infiernos. El caos fue total. Tal cantidad de gente apiñada en las carreteras bloqueó no pocas, y dificultó toda la labor defensiva del Ejército de Tierra, que no sabía cómo evitarla, dónde meterla ni cómo apartarla. Qué hacer con ella. Y es de suponer que muchos de aquellos desplazados despavoridos que se lanzaron en masa a la búsqueda de las fantasmales zonas seguras, y que acaso habrían sobrevivido de haberse quedado quietos entre las ruinas de sus ciudades, cayeron bajo nuevas bombas, porque no había zonas seguras en ningún lugar de Alemania, o sólo en los ya destruidos.


Wheeler se paró y bebió agua con avidez, se acabó el vaso entero de un solo trago o más bien de varios lentos y prolongados, como beben los niños cuando tienen mucha sed pero no les cabe tanto líquido de una vez y han de hacer altos para recuperar el aliento, sin apartar los labios del borde en ningún instante, como si temieran que de otro modo alguien fuera a arrebatarles el vaso. Luego llamó a la señora Berry, le pidió mas agua y que me trajera a mí unas aceitunas para acompañar mi cerveza. 'Así bebéis aún en España, ¿no?, picando algo para que no se os suba a la cabeza', dijo. 'Tengo unas de allí, de tu país, machacadas al limón, creo que son andaluzas. Muy buenas. Se pueden comprar en Taylor's, casi enfrente de donde tú viviste, tengo entendido.' Sí, me acordaba bien de aquella tienda de comestibles. Aunque era bastante cara, me había alimentado de sus productos frivolos en gran medida, durante mis años de Oxford (nunca fui cocinero). Le dije a la señora Berry que por mí no se molestara, que no hacía falta, pero Wheeler ya se las había pedido y ella lo complacía. Cuando ya se hubo marchado y yo tuve mis aceitunas delante -pero nunca se iba del todo, seguía entrando y saliendo cada poco rato, silenciosa y atareada-, le pregunté a Wheeler:

– ¿Y a eso fue a lo que se acostumbró su mujer, Peter? ¿A lo que usted ha llamado esas vilezas? Supongo que en su momento no se veían como tales. Y puede que lo sean ahora pero que entonces ni siquiera lo fueran. Sólo parte de la lucha. -Me quedé pensando con un poco de perplejidad, porque no acababa de entender lo que yo mismo había dicho. Así que añadí-: No sé si tal cosa es posible. Que algo esté bien cuando se hace, o sea justificable al menos, y que no lo esté cuando ya se ha hecho, siendo siempre la misma cosa. Quiero decir: no sé si una misma cosa puede ser distinta cuando es presente o ya es pasado, cuando aún es acto o es recuerdo… Bueno, en fin, no me haga caso.

Wheeler me miró como si efectivamente se hubiera perdido en mi lío, y no me contestó de inmediato, es decir, pareció hacerme caso.

– En uno de los volúmenes de su autobiografía -dijo-, no recuerdo si el que se llamaba Trail Sinister o Black Boomerang (los leí cuando se publicaron en los años sesenta, en parte por ver si salía Valerie mencionada o aludida en algún momento; y no, no salía, ni tampoco el asunto en el que ella tuvo mayor participación e iniciativa), Sefton Delmer contaba que viajó a Alemania a finales de marzo del 45 y que vio el espectáculo con sus propios ojos, el mismo que había visto con anterioridad en España en los últimos días de vuestra Guerra (también había estado allí de corresponsal) y en Polonia y en Francia: las gentes huyendo sin saber dónde iban y atravesando sucesivos paisajes de ruinas, arrastrando consigo lo poco que les había quedado o que habían podido meter en sus precarios vehículos que no funcionaban, o marchando a pie por las carreteras y campos con niños muy pequeños a cuestas y las miradas ausentes o aterrorizadas, a veces con niños ya muertos que no se decidían a enterrar en mitad de un sendero, o de los que no se atrevían a desprenderse y que seguían cargando como si fueran efigies, sin el menor sentido… Y decía Sefton Delmer que no se paró a preguntarle a nadie si lo que los había impulsado a lanzarse a los caminos y a emprender sus recorridos sin rumbo habían sido por ventura mensajes de Radio Colonia o de Radio Francfort, cuyas frecuencias él había ocupado. 'No quería saberlo. Temía que la respuesta pudiera ser "sí"', escribió, recuerdo. Él mismo se daba cuenta entonces, por tanto. Pero lo había hecho y lo habría vuelto a hacer, como casi todo el mundo hacía todo, como casi todo el mundo hace todo en las guerras. Lo que va surgiendo, son muy pocas las ideas que en ellas no se ponen en práctica. Lo que a alguien se le ocurre para dañar al enemigo, casi siempre acaba por tener vía libre, aunque luego no se reconozca públicamente. La cosa fue tan eficaz y tan grave que las autoridades nazis se vieron obligadas a renunciar a las ondas para dar órdenes e instrucciones a la población. Tuvieron que recurrir a la radiotransmisión por cable telegráfico, algo en lo que nosotros no podíamos colarnos, pero mucho más dificultoso y restringido en su alcance. Ya lo creo que contribuyeron Delmer y su juego negro. No sé si a ganar la Guerra, pero desde luego sí a ganarla más rápido.

Ahora Wheeler pareció fatigado de veras. En cualquier momento podía abandonar su relato, dejar el resto para otro día, callarse, quizá echar el cierre definitivamente. Hasta podía arrepentirse de haber empezado. Yo no quería arriesgarme a eso, porque tal vez ya nunca más lo encontrara en aquella disposición habladora -para él la palabra sería 'talkative'-, dado como era por norma a guardarse lo suyo. 'En realidad quién sabe si volveré a encontrarlo de ninguna forma', pensé, 'si ya dentro de poco me voy de aquí y regreso a España. Lo más probable es que después no vuelva a verlo'. Así que osé insistirle, y aun meterle prisa.

– ¿Y qué pasó con Valerie? -Ya no me importaba pronunciar su nombre-. ¿Qué fue eso en lo que ella tuvo mayor parte? Mayor iniciativa, ha dicho.

Wheeler inclinó un poco el torso hacia adelante, apoyó las dos manos juntas en el mango de su bastón, que había colocado-Verticalmente entre sus piernas, y la barbilla sobre las dos manos, tuve la sensación de que era una manera de coger ímpetu, o de prepararse para un esfuerzo. Los ojos se le avivaron y la voz le salió más fuerte, se le había ido debilitando a medida que hablaba. Se me ocurrió que acaso no había contado nunca, o hacía mucho tiempo y a muy pocas personas, lo que seguramente iba a contarme. Aún no lo daba por cierto.

– Bueno, no sé hasta qué punto estás familiarizado con las leyes raciales nazis -dijo.

– Poco, la verdad -le contesté en seguida; ahora no deseaba que se produjeran pausas-. Tengo una vaga idea general, como casi todo el mundo.

– Eran muy detallistas, casi enrevesadas, y además fueron cambiando, desde 1933 en adelante. También variaba su aplicación según los intérpretes y los organismos. La del Ministerio del Interior era menos estricta que la del Doctor Adolf Wagner, principal autoridad del Partido Nazi en la materia, y la de éste era a su vez menos exigente que la de las SS, por ejemplo. Pero lo que viene a cuento es esto: se consideraba 'judíos' a quienes tuvieran tres o los cuatro abuelos de esa raza, sin que ningún otro factor importara; 'medio judíos', y por lo tanto 'judíos' en la práctica (acababan por ser tratados como tales, salvo rarísimas excepciones), a quienes tuvieran dos abuelos judíos y pertenecieran a esa religión o estuvieran casados con alguien judío en la fecha de entrada en vigor de las Leyes; en cambio eran Mischlinge de primer grado, mestizos, quienes igualmente tuvieran la mitad de sus abuelos judíos pero no profesaran la religión ni tuvieran cónyuge de esa raza; por último, eran Mischlinge de segundo grado quienes descendieran de un solo abuelo 'contaminante' y de tres 'gentiles', es decir, 'arios' o lo que los nazis llamaban 'alemanes'. La diferencia era fundamental, porque a los de segundo grado por lo general se los dejó en paz, e incluso algunos obtuvieron el Certificado de Sangre Alemana, previo estudio de cada caso por parte de Hider en persona, quien al parecer juzgaba el asunto lo bastante importante como para encontrar y dedicar tiempo a examinar esos expedientes y pronunciarse sobre la 'recalificación' o no de cada individuo que la solicitase, y fueron unos cuantos millares. Lo haría a su ritmo, claro está, supongo que dictaminar no le correría mucha prisa, a diferencia de a los interesados: unos pedían pasar de 'judíos' a Mischlinge de primer grado, los del primero serlo del segundo, y los del segundo aspiraban a la 'arianización' y al Certificado. No fueron pocos los que se suicidaron al verse finalmente adscritos a la 'judería'. La gente dudosa tenía tanto pánico a eso que hubo numerosas tentativas, algunas con éxito, de falsificación, sustitución, ocultamiento y destrucción de viejas partidas de nacimiento de abuelos, sobre todo entre 1933 y 1939, luego ya fue casi imposible. Muchos funcionarios de ayuntamientos, o de registros, o de donde se guardasen, hacían desaparecer documentos comprometedores a cambio de abusivas sumas de dinero o aun de propiedades; a veces, incluso, mediante oportunos incendios parciales de archivos o plagas de ratas muy selectivas. O bien, si la falsificación que les traían era perfecta, con papel antiguo y todo, aceptaban dar el cambiazo y convertir a un abuelo o abuela judíos en católicos o protestantes, con alteración del apellido incluida. En las poblaciones no muy grandes fue frecuente, era más fácil. Claro que esos funcionarios casi nunca destruían de veras el documento reemplazado o sustraído, a menos que el pagador exigiera que se le entregara para encargarse él de su desaparición. No solía ser así, los judíos no podían poner muchas condiciones, y el funcionario se lo guardaba por lo que pudiera haber en el futuro. Las pruebas, por así decir, se volatilizaban temporalmente tan sólo. Anda, sírveme un poco de jerez ahora -añadió Wheeler, como si relatar todo aquello lo hubiera animado. Hablar de historia anima a los viejos, a menudo.

– ¿Tiene alguna preferencia? -le pregunté, señalando hacia un estante alto con botellas, a mi derecha.

– Cualquiera de esas -dijo. Me levanté, le serví su copa, se la entregué, bebió dos sorbos y continuó (ahora no temía que se ínterrumpiese)-: Cuando al cabo del tiempo se descubría a un 'judío' o 'medio judío' disfrazado de 'cuarto de judío', o a uno de primer grado, a un Mischling, disfrazado de mestizo de segundo grado o de 'ario', contaba poco lo que estipularan las Leyes: su destino dependía, sobre todo, de quién fuera el descubridor y de su capricho, y de a quién lo denunciara. No era lo mismo irle con la historia a la policía local o a un mero alcalde que a las SS o a la Gestapo. Podía no pasarle nada en absoluto, que se hiciera la vista gorda, o ir a parar a un campo de concentración con su familia entera, en represalia por el engaño. No sé si sabes lo que dijo en una ocasión Goring o Goebbels, uno de los dos, no recuerdo, debió de ser Goring: 'Es judío quien yo digo que lo es, eso es todo'. Al parecer cuando dijo eso no fue para 'judaizar' a alguien, sino para lo contrario, porque le convenía. En contra de lo que comúnmente se cree, y de la propia propaganda nazi, hubo muchos Mischlinge e incluso 'medio judíos', que sirvieron con lealtad al Reich, hasta en el Ejército o en cargos de responsabilidad, administrativos o del Partido. Hace unos años salió un libro titulado Hitler's Jewish Soldiers, de un tal Bryan Rigg, ¿lo has leído?, en el que se contaban unos cuantos casos de lo más llamativo. Un 'medio judío' llamado Goldberg, que era rubio y de ojos azules, apareció fotografiado y ensalzado en la prensa propagandística como 'El soldado alemán ideal', qué te parece. Hubo coroneles, generales y almirantes que eran 'medio judíos' o 'cuarto', aunque Hider se ocupó de declararlos convenientemente 'arios'. Con un Teniente Coronel, sin embargo, Ernst Bloch de nombre, como el filósofo, veterano de la Primera Guerra, hubo de rectificar y destituirlo por una protesta personal de Himmler. Qué fue de él tras eso, lo ignoro o no lo recuerdo: quién sabe si pasó de mandar tropas a consumirse en un campo, si cayó totalmente en desgracia. Mucho dependía del azar, o de si se contaba con la amistad o el favor de algún alto dirigente. Al Mariscal de Campo Milch, por ejemplo, en cambio, que era 'medio judío', su amigo Goring le aportó una prueba falsa (se la fabricó) demostrativa de que en realidad no era hijo de su padre oficial 'plenamente judío', sino del amante 'ario' de su madre, la cual, si vivía, no se sabe qué opinaría de la revelación extraordinaria, hubiera tenido o no aquel amante. A Milch se lo recalificó como 'ario' y se lo condecoró con la Ritterkreuz por su actuación en Noruega. Ya ves, una bendición ser bastardo, en Alemania en aquellos tiempos. -Y Wheeler volvió a reír brevemente, con una risa burlona que me recordaba a la tan característica de su hermano Toby-. ¿De dónde veníamos ahora, Jacobo? Lamento estos hiatos de memoria, me pasa sólo con la inmediata. Entre ellos y esos momentos de afasia, pronto ya no podré contar nada.

'No está tan mal como para no darse cuenta', pensé, 'algo es algo. Pero no se le habrían producido estos vacíos hace un año ni hace unos meses. Parece como si él y mi padre marcharan al mismo tiempo, al mismo paso, aunque Peter está más entero. Pese a ser un año mayor, durará más seguramente. Qué lástima los dos cuando ya no estén. Qué lástima.'

– Seguía teniendo que ver con su mujer -le contesté-. Usted sabrá mejor. Con su muerte. Eso creo.

– Oh sí -me respondió-, tiene mucho que ver, o todo. Sí. Sí. -Y al repetir esta palabra pareció enhebrar de nuevo el hilo-. En la sección negra del PWE, como te he dicho, había gente que ni siquiera sabía que trabajaba para ella, ni de su existencia. Valerie desde luego lo ignoraba. Pero había un sujeto que probablemente lo sabía muy bien, y que aparecía por Woburn o por Milton Bryant sólo de vez en cuando, con una batería de ideas y aparente autonomía, hasta de Delmer. Se llamaba Jefferys, un alias casi seguro, y su mente era diabólica, o eso me contaba Valerie cuando yo venía de Jamaica o de Costa de Oro o de Ceilán, donde estuviera destinado, y nos veíamos durante un par de semanas o unos días. La misión de aquel Jefferys era idear trastornos, problemas a los que, por secundarios o peregrinos que fuesen, los alemanes se vieran obligados a prestar atención y a intentar poner remedio. Y también espoleaba al personal, por lo visto era único en eso.

– ¿Esparcir brotes de cólera? -No pude evitar preguntárselo. Pero él no se dio por aludido, quizá no recordaba ya sus palabras al respecto.

– Exacto, O aunque fueran sólo de varicela. Todos temamos el convencimiento, en todas las divisiones, secciones, unidades y grupos, en el SIS en general, en el SOE, en el PWE, en el OIC y en la NID, en la PWB y por supuesto en el SHAEF, de que cualquier contrariedad que los distrajera de lo importante, que los apartara de sus quehaceres bélicos o los hiciera descuidarlos o se los entorpeciera, que mermara en lo más mínimo su eficacia, nos favorecía enormemente y nos ayudaba a ganar tiempo cuando aún esperábamos a que los americanos (qué pesados y dubitativos fueron; luego presumen) se decidieran a entrar en la Guerra. Se trataba de mantener ocupado al mayor número posible de hombres con minucias molestas o de peligroso aspecto. Cada vez que los nazis debían desplazar a un soldado o a un miembro de la Gestapo hacia alguna tarea inesperada y ajena a la propia Guerra, eso valía la pena y nos daba alguna ventaja, o ese era nuestro sentimiento: el de nuestra absoluta desesperación hasta diciembre del 41, más de dos años resistiendo solos. Aquel Jefferys llegaba, se instalaba una semana, daba multitud de instrucciones, desplegaba una energía frenética y azuzaba a la gente de allí a que también concibiera artimañas y trucos para causar el mayor daño. Era un tipo entusiasta, hiperactivo, febril y contagioso, que elevaba mucho los ánimos porque a todo le daba importancia. Según él, cualquier cosa, cualquier empellón o zancadilla podía ser útil. Si en una ciudad alemana o de la Europa ocupada, por ejemplo, se producían asesinatos o continuos robos en las casas; si ardían edificios y hoteles o se declaraba una epidemia, aunque fuera de gripe, o follaba el suministro de lo que fuese, de la electricidad, el gas, el carbón o el agua; si faltaban las medicinas en los hospitales o los alimentos se corrompían, todo eso servía. La acumulación de inconvenientes y calamidades, de crímenes, crea inseguridad, desconfianza y zozobra, y tener que ocuparse de muchas cosas a la vez es lo que más desgasta y exaspera. Cuanto más descentrados estuvieran los nazis, cuanto más atareados con asuntos no vitales, más posibilidades teníamos nosotros de golpearlos en los vitales.

– No me diga que hubo asesinatos comunes que en realidad no lo fueron. No me diga que planearon y ejecutaron ustedes asesinatos al azar, de civiles.

Wheeler hizo un gesto ambiguo con la mano abierta a la altura de la sien, como si se alzara lateralmente el ala de un sombrero imaginario,

– No, no lo creo. Aunque Sefton Delmer era un bon vivant y un pragmático que no se creaba problemas, sin apenas miramientos en la aplicación de la subversión para minar y destruir al enemigo, y por lo visto es verdad que en medio de todo aquello se lo veía comer, beber y reír de buena gana, como si nada lo afectara, tenía un resto de conciencia. Eso se dice. Según Hemingway, que coincidió con él en Madrid durante vuestra Guerra, los dos como corresponsales, parecía 'un rojizo obispo inglés'. -Dijo

'a ruddy English bishop' y ese primer adjetivo también puede significar 'rubicundo' -. Otros le encontraban semejanza con Enrique VIII, porque era grande y tirando a gordo, con ojos casi saltones y una tez ruborosa. -'Florid', fue aquí la palabra-. Y como las cuchillas escaseaban, durante la Guerra se dejó la barba. Pero desde luego Jefferys sí lo planteó, provocar, o que se cometieran directamente asesinatos no políticos: hoy serían terroristas. Seguro que en eso no le hicieron caso, y además el SOE, y sus colaboradores locales en cada país, ya tenían bastantes objetivos por su cuenta, sobre todo militares. En los sabotajes y los torpedeos sí, la mayoría de sus exuberantes ideas solían ser bien recibidas. Valerie le dio una. A Valerie se le ocurrió una. -Y sin transición el tono de Wheeler, justo al decir estas últimas frases, se hizo mucho más sombrío. Bebió otros dos sorbos de su jerez, volvió a cruzar su bastón sobre los brazos del sillón, se agarró a él con una sola mano, como si fuera una barra de la que se sujetara, y continuó sin vacilaciones: había decidido contar e iba a contarme-. Todo el mundo quería ayudar en aquellos días, Jacobo. Fue increíble cómo el país se unió, primero para aguantar, luego para destrozar a los nazis. Para los que lo vivimos, lo que sucedió en época de Thatcher, con la ridicula Guerra de las Islas Falkland y la gente tan chulesca y encendida, fue una vergüenza, un remedo grotesco de aquello otro, una cosa impostada, una farsa. Justamente entonces, en la Guerra, no hubo nada de chulería ni de patriotismo de vaudeville. -Wheeler lo pronunció a la francesa, como también habría hecho mi padre-. La gente resistió y no sacó pecho, apenas si se jactó de nada. Todos hicieron cuanto estuvo en su mano y, salvo raras excepciones, nadie se colgó medallas. Eran tiempos verdaderos, no de mentira, no de espectáculo. Jefferys era un estímulo, un acicate durante sus estancias en Woburn, quiero decir en Miiton Bryant, y Valerie deseaba ayudar en lo posible, contribuir al máximo. Se afanaba mucho. Bueno. La hermana mayor de su amiga austríaca, la que les llevaba a las dos unos diez años, Use su nombre, tenía un novio cuando Valerie todavía iba a pasar sus temporadas en Melk con aquella familia Mauthner, y llegó a coincidir con él varios veranos. El novio era un nazi convencido ya entonces, te hablo de 1929 ó 30 a 1934 ó 35, que fue cuando Valerie dejó de ir allí y su amiga de devolverle la visita navideña, a los catorce o quince años. La hermana mayor y el novio se habían casado por fin en 1932 ó 33 y se habían trasladado a Alemania, y la hermana pequeña, Maria, con la que Valerie se carteaba durante el resto del año y siguió haciéndolo hasta poco antes de la Guerra, le había hablado de la preocupación que aquel matrimonio, por lo demás esperable, había causado en la familia. En el fondo los Mauthner confiaban en que no llegase a celebrarse nunca, en que Use y el novio rompiesen antes, como sucede a menudo con las parejas que empiezan muy jóvenes. Aquel hombre, que se apellidaba Rendl…

Aquí no pude evitar interrumpirlo.

– ¿Rendel? ¿R, e, n, d, e, l?-Se lo deletreé al instante.

– No. En Austria se escribía sin la segunda e -contestó-. Pero sí, el Rendel que tú conoces y que Tupra tiene a sus órdenes es nieto de ellos, de la hermana mayor y de su marido. Bueno, yo no lo he tratado, y a su padre apenas. Al padre, al hijo de Use, sólo lo ayudé económicamente, y a que viniera a Inglaterra en su día, siendo aún niño; después preferí no tener contacto. Pero esa es otra historia. O en todo caso no adelantemos. El marido, Rendl, y eso era algo sabido por su familia política, tenía una abuela judía, ya muerta antes de que él naciera, luego era 'cuarto de judío', un Mischling de segundo grado. A éstos, como te he dicho, las más de las veces no les pasaba nada, se los consideraba del lado 'alemán' y se los asimilaba, aunque no podían aspirar, en la teoría, a ciertos puestos de importancia. Pero ni al padre Mauthner, ni a la madre, ni por lo tanto a las demás hermanas, les hacía gracia aquel cuarto de origen. No porque ellos fueran nazis, al parecer sólo eran apolíticos, es decir, pasivos y a la larga supongo que nazificados, sino por la alarma que cualquier 'contaminación* causaba en aquellos tiempos. Ten en cuenta que las Leyes de Nuremberg se aprobaron en 1935, pero en realidad no hicieron sino regular muchas medidas que ya se habían tomado oficiosamente con anterioridad contra los judíos (la cosa venía de antiguo) y dar carácter oficial y legal a una situación de hecho: la enorme aversión social y la discriminación contra ellos. Con todo, Rendl podría haber vivido más o menos tranquilo con eso, si no hubiera sido tan nazi. Aspiraba a entrar en las SS, y lo logró al poco de casarse. Pero para ello tuvo que hacer desaparecer previamente a aquella abuela judía, imagino que pagando caro a las autoridades de donde ella hubiera nacido, como hicieron tantos otros. Y a consecuencia de aquello, de su ocultación, o su falsificación, de su impostura, la 'mácula' se convirtió en un secreto que debía guardarse con el máximo celo, y así se les comunicó a todas las hijas Mauthner en cuanto la limpieza' en los registros fue efectiva. Pero para una de ellas ya era tarde.

– Se lo había contado a Valerie. Quiero decir a su mujer, Peter -rectifiqué esta vez en seguida.

Wheeler notó mi reparo. Aún se le escapaban pocas cosas.

– No te preocupe llamarla Valerie, puedes hacerlo. Y aún no era mi mujer entonces. Entonces se llamaba Valerie Harwood y no podía imaginarse casi nada de lo que vendría. Ni siquiera a mí podía imaginarme, todavía no nos conocíamos. Sí, Maria Mauthner se lo había contado a una amiga que se iba a convertir en enemiga unos años más tarde. No personal, claro está, sino… ¿cómo habría que decirlo, nacional, política, patriótica? No sé qué clase de enemigo se es en las guerras. Se odia a desconocidos completos y a viejos amigos, se odia abarcadoramente, a un país entero o a varios. Si se piensa un poco, es muy raro. No tiene el menor sentido, y es un gran desperdicio. María no sólo le había hablado ya de aquello, sino que siguió haciéndolo durante los años siguientes, por carta. Eran amigas desde niñas, se tenían confianza, se hablaban con naturalidad, se daban noticias. Valerie supo que ílse había tenido tres hijos de su matrimonio, ün chico y dos chicas, al primogénito incluso llegó a conocerlo en su última visita a Melk, recién nacido, en el 34 o en el 35. También supo que Rendl, al que siempre había considerado un imbécil cuando coincidió con él en los veranos, una especie de pre-fanático, estaba haciendo veloz carrera en las SS; y cuando las dos jóvenes dejaron de cartearse, en el 39, sabía que había alcanzado el grado de Mayor, o de Capitán, en una División de Caballería de ese cuerpo. Una de ellas, por cierto, la trigésimo tercera, tuvo triste fama (para nosotros alegre) porque quedó aniquilada en la batalla de Budapest en 1945, no sé si pertenecería a esa. En todo caso da lo mismo, para entonces Rendl ya no estaba en la Caballería ni en las SS, sino posiblemente en un campo de concentración, en una fosa común o incinerado.

– ¿Qué pasó? -le pregunté para que no se me fuera del relato recordando hechos de guerra.

Wheeler se acabó su jerez y expresó sus dudas sobre si tomarse otro. Yo lo animé, me levanté para servírselo, miró hacia la zona por la que la señora Berry se iba asomando, y entonces la oímos empezar a tocar el piano en el piso de arriba, en el cuarto vacío en el que sólo se podía hacer eso, sentarse ante el instrumento: quizá era su hora de practicar, siempre antes del almuerzo, por lo menos los domingos desterrados del infinito. Wheeler señaló con un dedo hacia el techo y a continuación hacia la botella. -Lo sabes ya, ¿no, Jacobo? Pasó lo que te imaginas. Valerie me contó que tuvo dudas, y que le habría gustado consultarme mi parecer. Pero yo estaba lejos, casi siempre lejos, y las comunicaciones eran difíciles y breves, no nos daba tiempo a las cuitas. Cuando ella se lo dijo a Jefferys, hacía ya tres o cuatro años que no había tenido contacto con Maria, ni siquiera sabía si seguiría viva. Y además todo parece menos intenso, todo se difumina en el pasado, y las amistades de infancia son las que se tornan borrosas más rápidamente, más que nada porque los niños dejan -de serlo y cambian, se zafan de su niñez y reniegan de ella hasta que la ven muy alejada, y sólo entonces la echan en falta. Jefiferys apelaba a la inventiva y a un remoto, indirecto, improbable heroísmo de sus jugadores negros, de los que estaban al tanto y de los que se creían blancos -obviamente su expresión fue 'black gamblers'-, les decía: 'Cualquier cosa, por nimia que sea y aunque os parezca una tontería, no os la guardéis, exponedla: porque puede resultar vital, ayudar a salvar vidas inglesas y a ganar esta Guerra'. Quería actividad incesante, iniciativas, maquinaciones, ingenio, más ideas, y Valerie le dio la suya, o él sacó una de lo que ella le dijo: 'Hartmut Rendl, oficial de las SS, con rango de Mayor o de Capitán como mínimo si en los últimos años no ha sido ascendido, es un Mischling por parte de una abuela judía, y además destruyó o falsificó documentos para que eso no constara en ningún sitio y poder ingresar en las SS, el cuerpo racialmente más puro del Reich y principal ejecutor de las atrocidades'. Rendl era un miembro de él, un criminal y un imbécil, no había por qué tener dudas ni escrúpulos. No es difícil figurarse la excitación que algo así debió de producirle a Jefferys, y al propio Delmer cuando le llegara. Les faltó tiempo para poner la maquinaria en marcha: no sólo se encargaron de que la información sobre Rendl llegara a oídos de altos mandos de las SS, y si era posible a los de su jefe, el irascible y purgativo Himmler, sino que vieron en ello un nuevo frente para la propaganda negra. Se empezaron a falsificar partidas de nacimiento y hojas de registro que acusaran de 'judíos', 'medio judíos' o 'mestizos de primer grado' a oficiales del Ejército, a destacados cargos del Gobierno y hasta a figuras del Partido Nazi. No a muchos, claro, no podía exagerarse la 'plaga', pero, espaciando las denuncias, sí a unos cuantos, unos más verosímiles que otros, o con mayor fundamento. No era una labor fácil, pero en falsificación el PWE fue excelente: gracias a un coleccionista, contaban con juegos tipográficos y moldes alemanes desde el siglo XVII hasta el XX (o matrices, o como se diga, yo no entiendo nada de imprenta), de los llamados Fraktur, es decir, de letra gótica. Y aunque antes o después se descubrieran los fraudes (y no todos se descubrieron), mientras los nazis llevaban a cabo sus investigaciones y comprobaban cada expediente bajo repentina sospecha… Bueno, valía la pena obligarlos a ocuparse de semejante sandez que nada tenía que ver con la Guerra, hacerles perder el tiempo rebuscando en viejos archivos de ayuntamientos y parroquias (en el siglo XIX muchos judíos alemanes y austríacos se habían convertido al cristianismo, sobre todo al catolicismo), y crearles desconfianza hacia los suyos, ya te he dicho que una de las prioridades de Delmer era enfrentar a alemanes. No digamos cuando la cosa colaba y traía aparejada la destitución o caída en desgracia de un Coronel o un General o un Almirante, o de un jerarca del Partido. Trabajo que nos ahorraban, y pánico y desmoralización en sus filas. Pensar que había infiltrados en sus cuerpos más escogidos, o que la Wehrmacht estaba infestada de 'ratas', y que además nadie estaba a salvo de 'revisiones' más allá de su lealtad y sus méritos, suponía un golpe para ellos, por idiota que ahora nos parezca el asunto. No fue una jugada muy limpia. Desde luego fue negra en más de un sentido, ríorque lo que hicieron fue aprovecharse del aspecto más cruel y repugnante del Reich, explotarlo, y en el fondo propiciar la persecución de más judíos, verdaderos o imaginarios. Pero eran judíos muy particulares en cualquier caso, los que lo fueran de veras, 'medio' o 'cuarto'. No eran pobre gente inocente: por encima de todo eran nazis convencidos y activos, que luchaban contra nosotros o cazaban a 'judíos plenos' o ambas cosas, así que a nadie le preocupó, en Milton Bryant, la posible indecencia de aquella táctica, basada en acusaciones falsas y aún peor cuando no lo eran, como en el caso de Rendl. En aquellas circunstancias era normal que a nadie le quitara el sueño. Sin embargo Delmer prefirió no mencionarla en su autobiografía, que yo recuerde. A mí tampoco me lo habría quitado, como no me lo quitaron tantas cosas que me tocó hacer e hice. Algunas de las que vi, sí, eso es distinto, resulta más fácil cargar con lo propio. -Hizo una breve pausa, como si pusiera un punto y aparte o más bien abriera un paréntesis largo, y desvió la mirada hacia el exterior, hacia el río-. Sólo una vez desobedecí una orden, en una travesía de Colombo a Singapur. Ya era Teniente Coronel entonces. Llevaba a un agente indio reclutado primero por los japoneses y luego, bajo la amenaza de ejecución inmediata, convertido en doble agente por nosotros, al que yo había interrogado y adiestrado en Colombo. Con la Guerra ya cerca de su término, se me dijo que dispusiera de él durante aquel viaje, ya no servía. -' To dispose of him' fue lo que dijo, y en aquel contexto me pareció entender bien lo que significaba-. Se me insinuó que le buscara una tumba húmeda. -Aquí la expresión fue 'a watery grave', 'acuosa', y eso ya no dejaba lugar a dudas-. Su nombre en clave era 'Carbuncle', y también él esperaba lo mismo, estoy convencido, encontrarla durante la travesía. Quizá fue su convencimiento, casi conformidad, lo que me hizo no ver el momento. Había jugado con los japoneses y con nosotros, como todos los agentes dobles, pero a fin de cuentas una mentira suya nos había ayudado a interceptar y hundir, frente a Penang, el crucero pesado japonés Haguro, en mayo del 45. Al fin y al cabo, él había sido el vehículo de nuestra trampa. No sé bien por qué lo hice, por qué desobedecí. No veía del todo claro por qué tenía que deshacerme de él, y también los Servicios Secretos estaban llenos de idiotas. Si ya no nos servía a nosotros, a los japoneses menos: si caía en sus manos le darían rápida sepultura, húmeda o seca, o lo dejarían pudrirse a la intemperie para que se lo comieran los cerdos. Había visto lo que habían hecho en las Islas Andaman: parte de la población nativa amontonada en barcazas y cañoneada luego desde la guarnición, tiro al blanco, cuando ya estaba en aguas profundas y alejadas; decapitaciones, violaciones terribles, pechos cortados, pero no con machete ni espada, sino desprendidos a bofetones, un desfile de soldados, uno tras otro con todas sus fuerzas, cumpliendo órdenes de un Comandante cuyas atrocidades de años, durante la larga ocupación de las Islas, me tocó investigar cuando las liberamos. Estaba harto… Hoy se dice, se lee a veces que la violencia es adictiva, o que una vez que se prueba a ejercerla, o a contemplarla, ya no importa tanto, que uno se acostumbra. En mi experiencia eso es totalmente falso, un cuento de imbéciles para imbéciles. Se pueden aguantar ciertas dosis, y hasta más de las que uno imagina, pero al final no es que hastíe, es que agota y desmorona… Y revuelve, y no se olvida… Al arribar a Singapur desembarqué con 'Car-buncle' todavía esposado, muñeca con muñeca, algo de lo más incómodo, ¿alguna vez lo has probado? Le eché un vistazo desde mi altura y de reojo, él era mucho más bajo. Parecía en verdad sorprendido de haber llegado a destino, de volver a pisar tierra. Entonces saqué la llave, abrí las esposas mientras él me miraba atónito, y le dije: '¡Vete a la mierda!'. -'Fuck off!' fue lo que en realidad dijo Peter, levemente más grosero que el castellano-. Puso pies en polvorosa y lo vi desaparecer entre la multitud del puerto. Sí, estaba muy harto… Y me esperaba más todavía…


Se quedó callado, mirando hacia el apacible río con el que yo me había familiarizado muchos años antes en casa de su hermano Rylands, como si aún viera allí a su prisionero 'Carbuncle' mezclándose con el gentío en el muelle lejano. Le había visto esa mirada a mi padre, más de una vez, y también a él cuando nos había seguido con paso parsimonioso a la señora Berry y a mí hasta el pie de la escalera para mirar hacia el punto que yo señalaba en lo alto del primer tramo, donde había encontrado la mancha de sangre durante mi noche de fiebre en su casa, tras quedarme solo consultando libros: unos ojos muy abiertos que le conferían una expresión contradictoria, casi de niño que descubre o ve algo por primera vez, algo que no lo asusta ni le repele ni tampoco lo atrae, sino que le produce pasmo, o algún saber intuitivo, o bien una especie de encantamiento.

Wheeler bebíó ahora un trago largo de agua, casi inconscientemente, no era de extrañar que tuviera sed, llevaba hablando mucho rato y al final había derivado hacia su locuacidad ensimismada. Salvo en uno, yo había temido en todo momento que decidiera pararse, por la fatiga o por un ataque más prolongado de afasia o porque se arrepintiera de pronto de estarme contando tanto. Nunca me había contado tanto de su vida antigua, o en realidad casi nada. 'Por qué lo estará haciendo ahora', pensé. 'Tampoco es que yo le haya insistido demasiado, ni le he rogado, ni lo he halagado. Yo no sonsaco. Deberé preguntárselo antes de separarnos, si me queda un resquicio.' Todo aquello me interesaba muchísimo» pero si lo dejaba irse hasta el Sudeste Asiático de sus misiones corría el riesgo de que no regresara, o de que lo hiciera demasiado tarde, cuando ya la señora Berry nos llamase para el almuerzo, como una madre a sus niños. No es que pensara que delante de ella Wheeler fuera a callarse, o que a aquellas alturas le tuviese muchos secretos, en todo caso no los relativos a la muerte de Valerie, que era lo que yo más quería saber en aquel instante, tal vez porque había estado con mi mujer hacía poco y la había sentido en peligro; pero con las narraciones hay que llevar cuidado, a veces no admiten testigos, ni siquiera mudos, y si los hay se suspenden. El piano de la señora Berry seguía sonando, de nuevo tocaba música bastante alegre, me pareció que esta vez eran piezas del italiano Clementi, que también había vivido largo tiempo en Londres, un exiliado más, piezas de su popular método Gradus ad Parnassum o quizá eran sonatas, otro músico arrumbado por Mozart, quien además -nunca al parecer buen colega- le había atribuido una habilidad mecánica y con eso lo había hundido, acaso porque Clementi había osado medirse con él en Viena ante el Emperador, los dos como intérpretes virtuosos.

– ¿Qué le pasó a Rendl? -Decidí hacer volver a Peter a donde estaba. Pero ya no me atreví a retraerlo hasta Valerie directamente. Si insistía como si no, podía acabar perdiéndola.

– Oh sí, disculpa. Por eso no me gusta ponerme a contar historias, y aún menos en mi actual estado. A menudo me voy por las ramas y no si tienen interés. Lo ideal sería que sí, ¿verdad?, que lo tuvieran tanto como las raíces y el tronco.

– Tienen enorme interés, Peter. Esa rama de 'Carbuncle'… no la conocía, obviamente. Pero siento curiosidad por saber qué le pasó a Rendl.

– No la conocíais ni tú ni nadie. Hasta hoy -contestó, y me pareció notar en su tono que quería subrayar debidamente la importancia de aquel hecho-. Ni siquiera Mrs Berry, ni siquiera Toby. Ni siquiera Tupra, que es tan metomentodo con el pasado. Como creo que una vez te dije, en teoría yo no estoy todavía autorizado a contar en qué consistieron mis 'encargos especiales' entre el 36 y el 46, ni algunos de después tampoco, y he cumplido. Hasta hoy. Claro que decir 'todavía' en mi caso resulta irónico y de mal gusto, el permiso no me va a llegar a tiempo. En el asunto 'Carbuncle' hay un motivo más para callármelo, porque mis superiores no se enteraron nunca de que lo dejé suelto. No es que me hubiera ocurrido nada muy grave por desobedecer esa orden, no éramos como los alemanes, ni como los rusos, y a nadie puse en peligro. Pero preferí decirles que le había procurado tumba húmeda durante la travesía, de acuerdo con su sugerencia. Al fin y al cabo aquel individuo iba a estar tan desaparecido, a ser tan inencontrable como en el fondo del Estrecho de Malaca con un absurdo equipo de golf atado al cuello, con el que de hecho lo obligué a cargar durante el viaje y que luego dejé que alguien me birlara en el puerto. (Sí, ya lo creo que había idiotas en los Servicios Secretos, fueron ellos quienes me endilgaron los palos.) Después de habérsela jugado así a los japoneses, él era el principal interesado en que se lo supusiera muerto, y no había el menor riesgo de que volviera a aparecérsele a un británico, ni en pintura. -Y esta última expresión la dijo en español, tal vez porque en inglés no hay equivalente exacto, no tan gráfico. También había recurrido a mi lengua al decir 'me voy por las ramas', y había continuado la metáfora en la suya, eran mezclas frecuentes entre nosotros, como lo habían sido entre Cromer-Blake y yo en mi etapa de Oxford-. En cuanto a Rendl, bueno: no es sólo que todo tenga su tiempo para ser creído, sino que además tuvimos la mala suerte de que en su caso la acusación no fuera falsa y de que no militara en la Wehrmacht regular, digamos, donde quizá no le habría sucedido nada más allá de una reprimenda, un arresto o un descenso, o las tres cosas. O si hubiera sido un dirigente del Partido: allí el engaño, con fortuna, y dependiendo de sus amistades y su eficacia, podría haberse pasado por alto. -Noté que había empleado la primera persona del plural, que impropiamente había dicho 'tuvimos'-. Las SS, en cambio, se contaba, exigían a sus miembros una pureza de sangre 'alemana' acreditada desde 1750, al menos en la teoría y al principio. Himmler debió de darse cuenta de que la mayoría de los aspirantes no eran capaces de rastrear sus orígenes hasta tan lejos y de que su cuerpo podía quedarse rápidamente en cuadro, en cuanto empezó a sufrir bajas de guerra. Así que desde 1940 las SS se nutrieron en buena medida de voluntarios de países considerados 'germánicos', sobre todo las Waffen-SS, la sección armada, de combate, que se llenó de holandeses, flamencos, noruegos y daneses. Y ya más tarde, hacia el final, admitieron también a voluntarios 'no germánicos', a franceses, italianos, valones, ucranianos, bielorrusos, lituanos, estonios; y a húngaros, croatas, serbios, eslovenos, incluso albaneses. Hubo hasta una Legión India, y divisiones musulmanas, recuerdo la Skanderbeg y la Kama (y había una tercera, ahora no me viene el nombre), figúrate en qué quedó la pureza aria. Y hasta un diminuto British Free Corps tuvieron, que les sirvió más que nada para hacer propaganda. Pero aquella severidad inicial de los años veinte y treinta te da una idea de lo inadmisible que resultaba que un oficial ya veterano descendiera de una judía no precisamente remota, una abuela, y que hubiera mentido al respecto y hubiera hecho desaparecer papeles para ocultarlo y 'contaminar' al cuerpo. Mientras duró la Guerra no supimos con exactitud qué se había hecho de Rendl tras nuestro desenmascaramiento, aunque sí que la denuncia tuvo que surtir efecto, porque su nombre desapareció de las listas de oficiales que caían periódicamente en manos del MI6 o del PWE. Jefferys, o Delmer, o los alemanes de éste, hacían llegar las acusaciones a las autoridades nazis a través de nuestros infiltrados, y aquéllas efectuaban sus pesquisas, supongo. Eso era relativamente fácil, sobre todo en los países ocupados, donde contábamos con colaboradores locales. Luego ya no lo era tanto obtener información de los resultados, saber qué bulos nuestros habían colado y cuál había sido el destino de los afectados. Qué falsificaciones habían pasado por auténticas y cuáles no, excepto cuando se comprobaba que el 'judío' o 'medio judío' forjados permanecían en sus puestos, sin destitución ní degradación ni nada. De Rendl sí supimos eso, que, sin habérselo declarado ni dado por muerto, en acción o en la retaguardia, había dejado de ser Mayor o Capitán o lo que fuera entonces. Ya no figuraba.

– ¿Yeso alegró a Valerie? Quiero decir, ¿la satisfizo? -le pregunté. Ahí vi ocasión de recordarle a la persona que a mí más me interesaba. Fue una ingenuidad por mi parte, también era la que más interesaba a Wheeler y ni por un momento la había olvidado. En realidad él nunca llegó a perder del todo el hilo, en mi presencia.

Se llevó un brazo a la frente -o fue la muñeca a la sien-, como si de repente le doliera mucho o estuviera comprobando si le había venido fiebre, o fue un gesto de pesadilla acaso. Fuera como fuese fue el mismo que cuando por fin abrió los ojos y se destapó los oídos tras las caprichosas pasadas del helicóptero que sonaba como una carraca gigante o como un viejo Sikorsky H-5, cuyo 'solo ruido provocaba el pánico', aquel otro domingo ya lejano en su jardín junto al río, sentados los dos en las butacas cubiertas por lonas o fundas de color gabardina clara, sobre aquellos muebles disfrazados de mamuts o de fantasmas encadenados, cuando yo aún no pertenecía al grupo y él me captó y me propuso que me integrara y formara parte. Tardó un poco en contestar y temí que se hubiera atascado de nuevo con alguna palabra. Pero no fue así, sino quizá -pensé un poco más tarde- que prefería no dejarme ver entero su rostro mientras contase lo que aún no había contado, o que procuraba tener el brazo o la muñeca ya bien cerca de los ojos, para tapárselos en un segundo como yo había estado tentado de hacer varias veces -y en alguna había cedido, si mal no recordaba- durante la proyección de los vídeos de Tupra en su casa. Como si quisiera estar listo para esconderse, o para meter la cabeza debajo del ala.

– La satisfizo -repitió-. Sí, eso puede decirse, supongo. La idea había sido suya, y fue su primera aportación personal, individual, distinguible, al desarrollo de la Guerra o a la búsqueda de la victoria. Fue felicitada por Jefferys en una de sus siguientes visitas. Ya te he dicho, venía una semana, dejaba un reguero de ideas y se largaba, y hasta un mes o más después no volvía a aparecer. Nunca he vuelto a oír hablar de él ni he visto su nombre en ningún libro, por eso estoy convencido de que era un alias. Sefton Delmer no lo menciona, quién sabe quién era en realidad. Pero también la dejó insatisfecha, con un resquemor. Se preguntaba por Use, por la mujer de Rendl, de vez en cuando se preguntaba en qué situación habría quedado tras la defenestración de su marido. Él era un enemigo nuestro y no uno cualquiera, no un pobre recluta sino un nazi voluntario, empeñado en pertenecer a las SS. Y además era un completo imbécil; pero también era el cuñado de su vieja amiga, y el marido de la hermana mayor que siempre había sido afectuosa y paciente con ella. La Guerra, sin embargo, no daba apenas tiempo, ni a las dudas ni a los remordimientos ni a nada. Por ese motivo algunas personas recuerdan los periodos de guerra como los más vitales de su existencia, como los más eufóricos, y hasta los echan de menos luego, en cierto sentido. Las guerras son lo peor, pero en ellas se vive con una intensidad desconocida, lo bueno que tienen es que impiden que la gente se preocupe por tonterías o se deprima, o se dedique a chinchar a los que están alrededor. No hay tiempo para nada de eso, se va de una cosa a otra sin cesar, de una angustia a un sobresalto, de un terror a una explosión de alegría, y todos los días son el último, o más aún, el único. Se marcha, se es hombro con hombro, todo el mundo está ocupado en sobrevivir, en derrotar a la bestia, en salvarse y en salvar a otros, y hay mucho compañerismo si no cunde el pánico. Aquí no cundió. Se lo habrás oído contar a tu padre y a otros, vuestra Guerra fue también así.

– Sí, lo he oído contar. No tanto a mi padre, que, aunque muy joven, ya era adulto cuando empezó, cuanto a los que aún eran niños entonces. Me imagino que sólo se pueden echar en falta esos periodos cuando de ellos se sale vencedor, téngalo en cuenta, Peter. Para mi padre no pudo ser lo mismo que para usted.

– Sí, en eso llevas razón. Yo no puedo concebir que hubiéramos perdido, y en ese caso, probablemente, sólo recordaría el horror. O habría hecho todo lo posible por olvidarlo, y quizá lo habría logrado, con gran esfuerzo. Se hace difícil imaginarlo. No lo sé, no lo puedo saber. -Y Wheeler se quitó el brazo de la frente y se puso la mano en una mejilla y se quedó cavilando, como si nunca se le hubiera ocurrido pensar en eso.

– ¿Y qué pasó? Qué más. -Aquello era lo que me pedía siempre Tupra durante nuestras sesiones, 'Qué más, dime más'. Ya no volvería a hacerlo ni volvería a haberlas, eso estaba decidido.

– Lo malo vino tras el final de la Guerra, cuando todo el país levantó la cabeza para mirar a su alrededor y a algunos, no muchos, les dio por pensar en lo que había ocurrido, y en lo que habían visto, y en cómo habían vivido, y en lo que se habían visto obligados a hacer. Unos meses después de la rendición Valerie recibió una carta de su amiga Maria. No habían mantenido ningún contacto desde el 39, desde antes del estallido. Maria ni siquiera sabía que Valerie estaba casada y que su apellido era ahora Wheeler. Nos conocimos en el 40 y nos casamos en el 41, poco antes de cumplir yo los veintiocho y ella ya con veintiuno. La verdad es que ni siquiera sabían, ninguna de las dos, si la otra seguía viva. Maria envió su carta a casa de los padres de Val y la madre se la remitió a Oxford, donde acabábamos de instalarnos tras ser yo elegido Fellow de Queen's College, en el 46. Su padre había muerto en uno de los bombardeos de Londres. Valerie tuvo en el primer momento un arrebato de alegría, pero sólo le duró lo que tardó en abrir el sobre. Aquella carta fue nuestra condena. Bueno, supongo que es justo decir que sobre todo la suya. -Y al añadir esto Peter, me vinieron a la memoria, como una premonición, como un eco, las palabras que le había oído a Tupra en su casa: 'Uno no lo desea, pero prefiere siempre que muera el que está a su lado, en una misión o en una batalla, en una escuadrilla aérea o bajo un bombardeo o en la trinchera cuando las había, en un asalto callejero o en el atraco a una tienda o en un secuestro de turistas, en un terremoto, una explosión, un atentado, un incendio, da lo mismo: el compañero, el hermano, el padre o incluso el hijo, aunque sea niño. Y también la amada, también la amada, antes que uno mismo'-. Yo no estaba cuando la recibió y la leyó, me la enseñó después, o mejor dicho me la tradujo: aunque María hablaba inglés, el alemán de Val era mejor, y se escribían en esta lengua. Era una carta larga pero no demasiado, quiero decir que no lo era tanto como para poderle explicar qué había sido de ella durante todos los años de la Guerra; le resumía lo más importante. También se había casado y se apellidaba Hafenrichter ahora, aunque su marido había caído en el frente ruso y era viuda. Malvivía o sobrevivía en la zona internacional de Viena (ya sabes que, como Berlín, quedó dividida en cuatro: americana, británica, rusa y francesa, y el centro era internacional, es decir, lo controlaban y patrullaban a la vez las cuatro potencias). Le hablaba de sus penurias actuales, la misma situación dramática que en las ciudades alemanas, quizá con menos devastación solamente, y le pedía algo de ayuda, aunque no especificaba de qué tipo, si dinero, medicinas, ropa, víveres… Sus padres habían muerto, el señor y la señora Mauthner, así como una de las cuatro hermanas, la tercera, y también daba por muerta a la mayor, Use, desaparecida con sus dos hijas pequeñas. De los Rendl sólo quedaba el niño, del que ella se había hecho cargo y al que deseaba enviar ahora a Inglaterra, para eso solicitaba también la ayuda de Valerie, si era posible: el chico lo había pasado muy mal, en Austria lo aguardaba un futuro muy negro, lleno de miseria, y ella apenas si se podía mantener a sí misma. Pero lo peor fue… -A Wheeler le flaqueó la voz y vaciló un instante; pero se repuso-. Lo peor fue que le explicaba lo que había ocurrido: 'No sé cómo', le decía, y esa fue la frase que atormentó a Valerie desde que la leyó hasta su muerte, la que acabó con ella: 'No sé cómo', le decía, las SS habían descubierto que Rendl tenía una abuela judía y que había pagado sobornos para borrarla de los registros. Pero los documentos en cuestión no habían sido destruidos, sino tan sólo sustraídos y reemplazados por otros falsos; reaparecieron, y se comprobó la veracidad de la denuncia. Las SS eran muy estrictas respecto a la ascendencia racial, le contaba Maria imaginando que Valerie no tenía por qué estar enterada, y al parecer el caso llegó a oídos del mismísimo Himmler, quien montó en cólera ante el engaño y decidió dar un escarmiento, más que nada para hacer que confesaran voluntariamente cuantos oficiales de las SS pudieran estar en la misma o en parecida situación que Rendl, prometiéndoles que, si lo hacían, se sería con ellos más benévolo que con su compañero impostor, o no tan severo. El descubrimiento, unido a los rumores que había habido tras su muerte de que hasta Heydrich era 'medio judío' -'Heydrich', pensé, 'que murió lentamente y entre grandes dolores, por las balas envenenadas, untadas'-, lo llevó a sospechar, según supe más adelante, que su purísimo cuerpo se hubiera convertido, de hecho, desde la promulgación de las Leyes de Nuremberg, en un refugio de Mischlinge y aun de 'medio judíos', con el siguiente razonamiento, propio de una mente tan enferma como la suya: ¿Qué mejor escondite para las presas que camuflarse de cazadores? O no tan enferma, si se piensa en la de Delmer o sobre todo en la de Jefferys, capaces de urdir los más enrevesados planes y maquinaciones. O en la mía, no lo sé, teníamos todos mentes de guerra, en la guerra no queda una sana y algunas no se recuperan nunca. Pero volviendo a la carta: María había logrado saber que Rendl, y ese fue el castigo ejemplar, había sido trasladado a un campo de concentración como prisionero, pese a no ser en realidad más que 'cuarto', y que un día la Gestapo se había presentado en su casa de Munich, donde ahora vivían, y se había llevado a las niñas. Al niño no porque no estaba, cuando ocurrió estaba en Melk con sus abuelos, y luego, pasado el inicial momento de ira, no se molestaron demasiado en buscarlo. Cuando ílse preguntó horrorizada a qué se debía aquello, lo único que le contestaron fue que las niñas eran judías y que contra ella no había nada; si quería acompañarlas, era asunto suyo. En propiedad aquellas niñas eran sólo 'octavo de judío', y normalmente habrían sido 'alemanas' a todos los efectos. Pero esa fue la represalia, ese fue el escarmiento: convertir en 'judíos plenos' a los descendientes del que había engañado, del que se había burlado. Al fin y al cabo, como dijo Göring, o Goebbels, o quizá fue el propio Himmler, 'Es judío quien yo digo que lo es, eso es todo'. Nada de esto trascendió, claro está, habría causado una impresión pésima; se hizo saber solamente a los oficiales de las SS, para que anduvieran con cuidado, y por eso el PWE no tuvo apenas noticia. Las SS eran muy dadas al secreto y a los rituales pueriles. -Dijo 'secrecy', no 'secret'; algunos dirían hoy 'secretismo'-. Según los vecinos que asistieron a la escena, Hse se montó con sus niñas en el coche que se las llevaba, y nunca más se supo, de ninguna de las tres. Era de suponer que, una vez en un campo de concentración, se habría perdido su rastro y también se habría olvidado su 'origen', es decir, el porqué de que estuvieran allí, y habrían pasado a ser, efectivamente, nada más que otras judías, o 'disidentes' en el mejor de los casos; no, mejor no: su destino era el mismo. Maria no quería engañarse con fantasías, no tenía ninguna esperanza. Las daba por muertas, sobre todo desde que se había sabido de las cámaras de gas, ya sin lugar a especulaciones ni dudas, y de los exterminios masivos. Así que eso era lo que contaba la carta, Jacobo. Maria se despedía diciendo que ignoraba si Valerie seguía viva y si alguna vez llegarían a sus ojos aquellas líneas. Pero le rogaba que, de ser así, le diera noticias y le echara una mano, sobre todo con el hijo de Use, con el pequeño Rendl. Tendría entonces once o doce años. -Wheeler hizo una pausa, tomó aliento y añadió-: Ojalá nunca hubieran llegado a sus ojos, aquellas líneas. Ojalá no le hubieran contado. Yo no la habría visto matarse. Ni me habría quedado solo y triste.

Wheeler se quedó entonces callado y pensativo y volvió a llevarse el dorso de la muñeca a la frente, como para secarse un sudor súbito o como sí se tomara de nuevo la temperatura. 'Dame tu mano y paseemos', cité para mis adentros. 'Por estos campos de la tierra mía, bordeados de olivares polvorientos, voy caminando solo, triste, cansado, pensativo y viejo'. Conocía este poema desde la infancia, era lo que le había dicho Antonio Machado a su esposa niña ya muerta, Leonor, muerta de tuberculosis a los dieciocho años. Valerie no había muerto, sino que se había matado con algunos más, no muchos, mirando su propio reloj de arena y sosteniéndolo en su mano. Pero también había dejado a Peter del mismo modo, solo, triste, cansado, pensativo y viejo. Por mucho que después hubiera hecho.

Podía haber esperado aquella revelación tras cuanto Wheeler me había ido relatando, pero me quedé tan parado que no supe qué decir en el instante. Y como él no siguiera hablando inmediatamente, mencioné algo de lo que no pude evitar acordarme, aun a riesgo de desviarle el pensamiento hacia otro lado y perderme el final de la historia:

– Eso fue lo que me dijo Toby que le había pasado a él. Se lo conté, ¿no se acuerda? -Y también me vino a la memoria la irritada sorpresa de Wheeler al oírmelo. '¿Eso dijo, "he visto matarse…"? ', había repetido con un respingo, sin terminar la frase-. Que había visto matarse a la persona que amaba.

Wheeler reaccionó en el acto, pero ahora más bien fue conmiserativo.

– Sí. Me decepcionó, me enfadó un poco cuando me lo contaste. En fin, tú qué sabías. A él nunca le sucedió tal cosa; pero le gustaba hacerse el misterioso, y dar a entender que tenía un pasado más turbulento, o más trágico, del que en verdad tenía; no lo era poco, por otra parte: también él pasó lo suyo, como casi todo el mundo que atraviesa una guerra larga. Sin duda se apropió de mi historia cuando te dijo eso, para adornar un poco más la suya. Es lo malo que tiene el contar, que la mayoría olvida luego cómo o a través de quién llegó a enterarse de lo que sabe, y hay personas que incluso creen haberlo vivido o alumbrado ellas, lo que sea, un relato, una idea, una opinión, una anécdota, un chiste, un aforismo, una historia, un estilo, a veces hasta un texto entero, de los que se apropian ufanamente, o acaso sí saben que están robando pero lo alejan de su pensamiento y así se lo esconden. Es algo muy de nuestro tiempo, que no respeta las prioridades. Quizá no debí enfadarme como lo hice, con el pobre Toby, retrospectivamente. -Wheeler se detuvo, bebió dos sorbos de jerez y después murmuró con desgana, casi con aversión-: Por suerte para él, nunca tuvo que ver eso. No es una escena soportable, te lo aseguro. Las tragedias más vale ahorrárselas. Nada puede compensarlas. No desde luego contarlas.

– ¿Cómo fue? -Y mi educación me llevó a añadir lo que ya le había dicho en alguna otra ocasión, aunque esta vez hube de forzarme para poder cumplir con lo que desde niño se me había enseñado, que nunca hay que apretarle las tuercas a nadie-. Si no quiere no me lo cuente, Peter.

Temía que la señora Berry cerrase el piano y bajase en cualquier momento y por así decir deshiciese el ensalmo, aunque aún nos llegaba su música discretamente, me pareció que ahora interpretaba a Scarlatti, siempre piezas alegres, casualmente de transterrados, Scarlatti se había pasado media vida en España y al parecer allí había muerto sin que se supiera bien cómo ni dónde ni si tenía tumba, lo mismo que Boccherini: en Madrid probablemente, los dos en mi ciudad mal enterrados. País indiferente a los méritos y a los servicios prestados. País indiferente a todo, sobre todo a lo que ya no existe, o a la materia pasada.

– No es agradable de recordar, ni de oír tampoco, Jacobo. Pero creo que con todo puedo contártelo. Alguna vez hay que contar las cosas, supongo, al cabo de mucho tiempo, para que no parezca que no pasaron o que fueron sólo un mal sueño -me respondió Peter-. 'No sé cómo', había escrito Maria en su carta, y Valerie, desde que la leyó, no dejó de repetir, incluso a veces en alemán como si hablara con ella: 'Yo sí sé cómo, yo sé cómo, lo sé muy bien, en realidad fui yo quien se lo hizo saber a las SS'. Y también se reprochaba insistentemente: 'Los niños. Cómo no pensé en Use y los niños. Debí haber pensado en ellos, cómo es posible. Y en cambio ni siquiera los tuve en cuenta'. Los últimos días de su vida los pasó atormentada, en un verdadero infierno, y en ningún momento pensó contestar a su amiga. 'Prefiero que me crea muerta', decía. 'No podría soportar confesárselo.' ' Y si no se lo confesaras y te limitaras a ayudarla?', trataba yo de convencerla. 'Quizá se podría hacer algo por el niño, conseguirle algún tipo de permiso, y una beca, no sé, yo podría hablar con gente, y echarle una mano económicamente.' Siempre he tenido dinero de familia, mi abuelo materno, Thomas Wheeler, vendió con provecho los periódicos de los que era propietario en Nueva Zelanda y Australia, y a Toby y a mí, aún muy jóvenes, nos tocó una buena herencia a su muerte. Hasta le propuse que lo adoptáramos, al joven Rendl, con el nulo entusiasmo que me provocaba la idea. Pero Val estaba paralizada por el horror y el pesar, no quería saber nada, no reaccionaba. Se pasaba las noches en vela, y si algún rato caía rendida, se despertaba sobresaltada en mitad de la noche, llorando y empapada en sudor, y me decía con una angustia exaltada: 'Esas niñas. Si al menos yo hubiera averiguado la historia por mis propios medios, quizá habría tenido algún derecho, quizá, no lo creo. Pero la sabía por Maria, y la traicioné sin pensármelo, cómo pude hacer eso, cómo no caí en la cuenta. Y esas niñas muertas por mi culpa en un campo, no entenderían nada, y su madre que se montó con ellas, qué otra cosa iba a hacer la pobre, santo cielo…'. -Wheeler se paró un momento y se mordisqueó el dedo índice, pensativo y tenso. ('El pesar rondó tu cama', cité yo para mis adentros.) Luego dijo-: La traición no estaba en su esencia, y la delación aún menos. Es más, esas eran las últimas cosas de que habría sido capaz en circunstancias normales. Era una persona excelente, en la que se podía confiar a ciegas. Era la antítesis de la mala fe, de la insidia, no sé cómo decírtelo: era una persona limpia. Pero la guerra lo trastorna todo, o crea dobles lealtades inconciliables. Tampoco estaba en su esencia regatear esfuerzos, no colaborar con su país al máximo cuando su supervivencia estaba en juego. Ya tenía la espina clavada de no haber tenido valor para infiltrarse en territorio enemigo, así que habría sido imposible que se guardase aquel dato, el de Hartmut Rendl, una vez convencida de que aportarlo era importante y de que podía salvar vidas inglesas. Pero ahora su perspectiva había cambiado, como ocurre siempre en tiempo de paz, excepto para los que sabemos que el de guerra acecha constantemente y está a la vuelta de la esquina, aunque casi nadie más lo crea; y que lo que en la paz nos parece condenable, espantoso y exagerado, podría repetirse mañana con el consentimiento de la nación entera. 'Crímenes de guerra', se llama hoy a cualquier cosa, como si la guerra no consistiese en la comisión de crímenes, de antemano perdonados en su gran mayoría. Pero ahora Valerie no lograba ver la utilidad, de qué modo lo que ella había contado, la idea que había dado, habían contribuido a la victoria, O mejor dicho, estaba segura de que si se hubiese callado el resultado habría sido el mismo. Y sin duda no le faltaba razón, como la habrían tenido todos los demás británicos respecto a su particular grano de arena, con excepciones muy contadas. Es lo que también pasa en las guerras, Jacobo. Se hace todo lo necesario, y eso incluye lo innecesario. Pero quién distingue lo uno de lo otro en su día. A la hora de destruir al enemigo, incluso sólo de vencerlo, es imposible medir qué es lo que de verdad le hace daño y qué es matarle los caballos, o alancear moros muertos, como decís vosotros, o hacer leña del árbol caído. -j-Y estas dos últimas expresiones las dijo Wheeler en mi lengua-. Yo intenté hacerle ver eso por todos los medios: 'Valerie, era la guerra', le decía, 'y en ella los soldados matan a veces hasta a sus compañeros, sabes lo que es el fuego amigo; o los mandos sacrifican a sus propias tropas, las envían al matadero y no siempre eso sirve de nada: piensa en Gallípoli, en Chunuk Bair, en Suvla, y no te quepa duda de que con los años sabremos de casos parecidos e igual de sangrantes en esta Guerra nuestra recién ganada. En todas caen inocentes y se cometen errores y frivolidades, y siempre hay políticos y militares imbéciles o desaprensivos, en todas partes. En todas hay superfluidades. ¿Qué te crees, que yo no he hecho cosas repugnantes, si las miro ahora, o en el futuro, que tal vez me podría haber ahorrado? Las hice en Kingston, y más en Accra, y en Colombo. Lo son ahora y lo serán más dentro de un tiempo, cuanto más lejanas, pero no lo eran entonces. Y eso es lo que no puede hacerse, mirarlas fuera de sus circunstancias y en frío. La vista no se vuelve atrás después de una guerra, ¿no lo entiendes? Para poder seguir viviendo'.

Wheeler se paró de nuevo, esta vez, más que nada, para tomar aliento. Era obvio que lo necesitaba. Tenía la mirada algo extraviada, vuelta hacia la escalera sin verla. Lo sentí muy cansado y a la vez agitado, como si hubiera revivido más de la cuenta aquellas palabras dichas a Valerie un siglo antes, quizá en la cama rondada, quizá cuando ella lo despertaba con sus llantos y sus pesadillas que se correspondían con la realidad, y esas son las que no se aguantan, cuando la vigilia repite lo que dijo el sueño: Tese yo ahora como plomo sobre tu alma, y siente la punzada del alfiler en tu pecho. Desespera y muere'. Esperé. Esperé. Esperé. Y por fin dije:

– Entiendo que no sirvió de nada.

– No, no sirvió, y lo peor es que yo ya lo sabía. Sabía que todo sería inútil, que la vida se le había torcido del todo y que ya nunca se le enderezaría. Por entonces yo ya formaba parte del grupo, que se creó demasiado tarde para salvarle la vida. No es que mi don, mi capacidad de interpretación fuera^menor antes de eso, claro está, pero uno acopla su visión a la tarea que lleva a cabo, y la agudiza, y se acostumbra a desentrañar y a ahondar en lo que vendrá mañana. Tú también habrás notado ese cambio, ese aumento de la perspicacia, desde que estás con Tupra, ¿me equivoco?

– No, no se equivoca. Ahora estoy más alerta. Y tiendo a interpretarlo todo, hasta cuando no estoy trabajando y nadie me va a pedir un informe de lo que perciba. -Y aproveché para preguntarle algo que no me encajaba, aun a riesgo de perder un tiempo precioso y de que la señora Berry nos interrumpiera-: Si no recuerdo mal, Peter, la primera vez que me habló del grupo me dijo que Valerie ya había muerto -'… that Valerie was already dead' fueron mis palabras- cuando la idea le vino a Menzies o a Vivian o a quien fuera. No lo entiendo, si el grupo se formó durante la Guerra.

Wheeler pareció desconcertado, perplejo. Se quedó pensando unos momentos y luego dijo en español, con el rostro iluminado de quien ha dado con la solución a un pequeño enigma (hasta el final disfrutó de las curiosidades lingüísticas):

– Ah. Ah. Debió de ser un problema de ambigüedad, o de mala comprensión tuya, Jacobo. Si lo dije como lo has dicho tú ahora, ' she was already dead', sin duda eso equivalía en tu lengua a 'estaba ya muerta', pero en el sentido coloquial, figurado, de que estaba ya condenada, no de que ya había muerto literalmente. -Y aquí pasó al inglés de nuevo, porque a aquellas alturas era evidente que lo fatigaba más hablar en una lengua extranjera-. Lo que quise decir fue probablemente que para entonces ya era demasiado tarde, que ya había hecho lo que luego la llevaría a matarse, que su suerte estaba echada. Y esa fue la cosa: de haberse creado el grupo antes, puede que alguien hubiera dictaminado, seguramente yo mismo con la mirada acechante, entrenada, lista, que así como Valerie no habría ido lejos como espía, y de eso ella era consciente, tampoco estaba facultada para la propaganda negra, demasiado sucia para sus escrúpulos y para su aversión al engaño. Menos aún para poner en peligro o sacrificar vidas de inocentes, por alemanas que fueran. Ya sabes: paso a paso uno va haciendo cosas para las que no tiene estómago o no está capacitado, y en la guerra se estira mucho de las personas, o son ellas mismas las que insensiblemente se estiran más allá de sus fuerzas, aunque sólo se rompan cuando todo ha terminado. Si alguien hubiera visto sus limitaciones a tiempo, tal vez se la habría retirado de Milton Bryant. Se la habría devuelto al Foreign Office, no sé, o se la habría ceñido sólo a la propaganda blanca. -Wheeler se pasó la mano por la frente, casi se la estrujó ahora-. A veces me digo que yo debería haberlo sabido, de todas formas. Pero es fácil hacerse reproches a toro pasado, como también decís vosotros, cuando se conoce la dimensión de los hechos. Yó ni siquiera estaba muy al tanto de lo que Valerie hacía en el PWE, a millares de millas la mayor parte del tiempo. Y ella ni siquiera me mencionó nunca aquel término, 'propaganda negra', luego es posible que la practicara ignorando su existencia, o mejor dicho, su concepto. También es posible que hasta conmigo fuera discreta, cumpliendo órdenes. No sé. Si Delmer era diabólico, aquel jefferys sería Lucifer en persona. -Hizo una pausa mínima y añadió-: Me quedaré sin saber quién era, quién -se escondía tras ese nombre. Tengo ya muy poco tiempo, Jacobo. Apenas nada.

Dejó de sonar la música, y a los pocos segundos oí los pasos de la señora Berry bajando la escalera. 'Ya está, se acabó', pensé. 'Yo me quedaré sin saber cómo se mató Valerie y por qué lo vio Peter, aunque tenga en principio más tiempo, y no apenas nada. Y cómo no lo impidió, si llegó a verlo.' Y añadí para mis adentros: 'Pero tampoco podré quejarme. Hoy he averiguado mucho, y ni siquiera venía a eso'. Sin embargo la señora Berry no entró en el salón ni nos llamó para el almuerzo, sino que se fue directa a la cocina y allí la oí trajinar. Quizá dispusiéramos todavía de tiempo, si ella había de ultimar preparativos y yo me daba prisa.

– ¿Cómo se mató Valerie, Peter? -le pregunté, ahora ya sin el menor tacto-. ¿Y cómo es que usted lo vio?

Wheeler se removió en su asiento, buscó hasta encontrar una mejor postura y se llevó el pulgar cerca de la axila; se lo puso casi debajo, vuelto, como si fuera una diminuta fusta, y me dio la impresión de que sobre él cargaba todo el peso de su tórax. Era como si necesitara apoyarse en algo, aunque fuera simbólico: un pobre pulgar, por más que sus dedos fueran largos.

– Vivíamos entonces en una casa parecida a esta, sólo que toda ella más pequeña -me dijo-, de dos o tres pisos según se mirase, porque el último era muy chico, con una chambre de bonne solamente, como si dijéramos, que utilizábamos de vez en cuando para alguna visita. Estaba, está en Plantation Road, cerca de donde tú viviste. Bastante por encima de mi sueldo de entonces, desde luego, pero el dinero heredado me permitía estos privilegios, me los ha permitido siempre, Bíen, al cabo de cuatro noches agitadas y en vela casi permanente -'Sí, el pesar rondó y rondó tu cama', repetí para mis adentros-, Valerie me convenció de que me trasladara a dormir a aquel cuartito del último piso, para que descansara un poco hasta que ella se apaciguase, esperaba que no le durara muchos más días el círculo vicioso de pesadillas e insomnio, de detestarse despierta y tener pánico a dormirse, de no soportarse en el sueño ni en la vigilia. Me daba angustia dejarla sin compañía durante aquellas horas nocturnas, porque sin duda eran las peores y las más difíciles de atravesar, pero también pensé que quizá necesitaba pasarlas a solas para empezar a sobreponerse, que podía convenirle que yo no estuviera allí a su lado para hablar con ella e intentar consolarla y preguntarle, para razonarle y argumentarle, tampoco eso había servido de nada durante cuatro días con sus noches en claro, ni un avance. No sé: cuando una situación no cambia uno piensa cualquier cosa. Recuerdo que me metí en la cama intranquilo, con la puerta abierta para poder oírla si me llamaba, yo acudiría de inmediato, nos separaba sólo un piso, dos tramos breves de escalones. Pero tenía tanto agotamiento acumulado que no tardé en dormirme. Debió de ser algo invencible, porque ni siquiera apagué la luz de la mesilla ni cerré el librito que estuve leyendo, se quedó encima de la colcha. Sólo me desperté de madrugada y debía de haber permanecido muy quieto, porque fue entonces, no antes, cuando se cayó el libro al suelo, sin apenas ruido: era Little Gidding, el último de los Cuartetos, la edición en rústica de Faber, eso no puede olvidarse, entonces aún era reciente y no había podido leerlo durante la Guerra, a Ceilán no llegaban esas cosas, ni a Costa de Oro. -Y a continuación murmuró lo que a buen seguro eran versos o trozos de versos sueltos-: 'Ash on an old man’s sleeve… This is the death of air… the constitution of silence… What we cali the beginning is ofien the end… ' todo eso, ¿no? -O bien: 'Ceniza en la manga de un viejo… Esta es la muerte del aire… la constitución del silencio… Lo que llamamos el principio a menudo es el fin…'. Y después siguió-: Así que no fue la caída del libro lo que me despertó, no sé lo que fue. Tardé unos segundos en comprender que estaba en la chambre de bonne solo, y en recordar por qué. Recogí el volumen y lo dejé en la mesilla, miré el reloj, eran casi las cuatro, apagué la luz en un gesto maquinal, no con la intención de volver a dormirme en seguida, la intranquilidad me volvió. Preferí, decidí asomarme antes a la alcoba nuestra, ver sin entrar si Valerie dormía o no, y preguntarle si necesitaba algo, si no; o si acaso me quería allí. Me puse mi bata y bajé con cuidado, para no despertarla si se había dormido, y entonces la vi donde no tenía que estar, sentada en lo alto del primer tramo de la escalera, luego de espaldas a mí. -Wheeler señaló con el dedo hacia su izquierda y hacia arriba, hacia lo alto del primer tramo de la escalera de su casa de ahora, junto al río Cherwell y no en Plantation Road-. Justo ahí, donde dices que viste una mancha de sangre. Es curioso, ¿no? La vi vestida de calle, no en camisón ni en bata, como si no se hubiera acostado en absoluto o se dispusiera a salir, y eso fue lo que más me extrañó, durante el poquísimo tiempo que me dio a extrañarme. Pero no me alarmé, la verdad es que nunca, nunca, ni en aquellos fugaces instantes ni con anterioridad, se me ocurrió sospechar, se me ocurrió temer que fuera a hacer lo que hizo, ni una sola vez. Ahí fallé. Mi don, o mi facultad, o mi capacidad, como quieras llamarlo, la que tenéis Tupra y tú y esa joven medio española, la que tuvo Toby y tantas veces he tenido yo en asuntos que no me importaban, fracasó estrepitosamente en aquella ocasión. Cómo pude no adivinarlo, cómo pude no verlo, cómo es que no tuve el más mínimo atisbo, me lo llevo preguntando desde el año 46. Cómo fui tan estúpidamente optimista, confiado, inconsciente, cómo nada me lo avisó. Mucho tiempo, ¿no? En lo que a uno más lo atañe, nunca quiere atender a los avisos, porque lo cierto es que siempre los hay. De todo. Uno nunca está dispuesto a ponerse en lo peor. -Ahora Wheeler se tapó los ojos con una mano, se la puso como una visera inclinada hacia abajo, quizá como yo me había puesto la mía en algún momento mientras miraba y no miraba los espantosos vídeos de Tupra aquella noche en que fue Reresby-. Comprendía su disgusto, su mala conciencia, incluso su horror -volvió a hablar Wheeler con la vista oculta-. Pero pensé que se le pasaría o le amainaría antes o después, como a casi todo el mundo se le pasó lo que había visto o hecho en la Guerra, lo que había perdido y lo que había sufrido. Hasta cierto punto, claro está, lo suficiente para vivir. Es una de las cosas que trae el tiempo de paz para la gente que no sigue en guerra, a algunos nos toca seguir, vigilar. Trae el olvido, al menos el superficial, o la sensación de que todo fue un sueño. Aunque se repita todas las noches y durante el día aceche: sólo un sueño malo. Pésimo. Pero lo habíamos ganado, al fin y al cabo. 'Valerie', le dije, eso fue lo único que me dio tiempo a decir. Tenía el pelo recogido. Ella no se volvió, sino que vi su nuca y su espalda estremecerse y a continuación caer toda ella con violencia hacia atrás, a la vez que sonaba el estampido. Y sólo entonces, en medio de mi desesperación y mi incredulidad, me di cuenta de que había estado sentada allí, quién sabía cuánto tiempo, con la escopeta de caza en las manos apuntándose al corazón. Tal vez había estado dudando, o aguardando el momento de mayor valor, ella que tenía tan poco. Seguramente yo fui la señal, fue mi presencia, mi voz, fue oír su nombre. -'Extraño tener que desprenderse aun del propio nombre. Extraño no seguir deseando los deseos. Extraño ver todo aquello que nos concernía como flotando suelto en el espacio. Y penosa la tarea de estar muerto… ' -. Seguramente pensó que yo le arrebataría el arma de un manotazo y que ya no habría más momentos después, no lo sé.- 'And indeed there won 't be time to wonder, "Do I dare?" and, "Do I dare?" Do I dare disturb the universe? Time to turn back and descend the stair… And in short, I am afraid…''No, no habrá ya tiempo para preguntarme si me atrevo y me atrevo, si me atrevo a turbar el universo, tiempo para darme la vuelta y descender la escalera… Y en resumen, tengo miedo… Así que será mejor no esperar-. Quedó ahí tendida. -Y Wheeler volvió a señalar hacia lo alto del primer tramo de la escalera de su casa de ahora, donde yo había descubierto la mancha de sangre y la había limpiado con tanto ahínco y dificultad-. Costó mucho borrar esa sangre. Brotó, manó, aunque yo taponé el orificio en seguida, con toallas. Sabía que ya estaba muerta y aun así se lo tapé. Se había vestido y se había arreglado, se había recogido el pelo en la nuca, se había pintado los labios para decirme adiós, era una cuestión de educación, de la época, de su hoy ya antiquísima educación, ella nunca recibió a una visita ni salió a la calle sin pintar… Y, cuando ya no quedó rastro, yo seguí viendo la sangre. -'Lo ultimo en salir sería el cerco', pensé. 'O serían varios, porque tuvo que haber más de una mancha, y quizá hacerse reguero'-. Y entonces me mudé, no podía permanecer allí.

– Pero aún no vino aquí, ¿verdad, Peter? -le pregunté.

– No, me trasladé a mis aposentos del college y me quedé en ellos tres años, prefería tener gente alrededor. Pero ya ves; una noche, una sola noche dejé de custodiar su sueño o no sueño, y Valerie se me mató. No pudo vivir con aquello. Y yo no lo previ. Nunca me lo imaginé, ni siquiera cuando me mandó al piso de arriba, a la chambre de bonne. El pretexto era bueno y yo estaba desprevenido: fue la primera vez que me engañó. Luego, no sabes cuántas veces he pensado si habría llegado a tiempo de haber tardado menos en darme cuenta de dónde estaba, al despertar -'Don't linger or delay' pensé-; o de no haber recogido el libro, o de no haber apagado la luz, o de no haberme puesto la bata, o de haber bajado los dos tramos más rápido, o de haberlos bajado con el mismo sigilo pero sin haber abierto la boca, sin haber pronunciado su nombre, sin haberle hecho saber que estaba allí. Tonterías. Pero uno las piensa una y otra vez. -'Manchado de sangre y culpable, culpablemente despierto', recordé-. Pasado un tiempo, escribí a María Mauthner, me presenté, ella no sabía nada de mí. Le dije que Val había muerto, pero no cuándo ni cómo ni por qué. La Guerra, dije, eso bastaba. Ayudé a que su sobrino viniera a Inglaterra, aunque no quise tratarlo, habría sido como mirar la escopeta de Val. Y también he ayudado a su hijo, al Rendel que tú conoces: al parecer no es malo en el grupo, pero no está tan capacitado como Tupra o tú, le falta visión. Al menos tiene un buen empleo. La mía, mi visión, mejoró mucho desde entonces, te lo aseguro. Me prometí que nunca volvería a pasarme nada semejante con nadie, por no saber o no atreverme a ver. Aunque nadie fuera a importarme ya tanto, claro está: la mayoría de la gente a la que después he observado e interpretado, sobre la que he dictaminado, de la que he dicho si podía servir o no y para qué, no me ha importado ni la mitad de la mitad. Pero por lo menos ahora puedo decirte, sin temor a equivocarme, que tú sí podrás vivir con lo tuyo, con lo que me has venido a contar, porque te cuesta creerte responsable, a diferencia de lo que le pasaba a ella. -'Sí', pensé, 'yo siempre podré decirme mañana: "Oh no, yo no quería, yo fui ajeno, ocurrió sin mi voluntad, como en las humaredas tortuosas de la fiebre y de la sombra y el sueño, eso fue cosa de mi vida teórica o entre paréntesis, de mi existencia paralela y brumosa que en realidad no cuenta, no pasó más que a medias y sin mi consentimiento pleno, al fin y al cabo yo no me sé ni me veo, no me ausculto ni me investigo, no me presto atención y he renunciado a entenderme, según el informe del viejo fichero con el encabezamiento «Deza, Jacques». Y además fue en otro país". Y entonces el juez diría: "Aquí no hay causa, no ha lugar'"-. Y además estás hecho de otra pasta y perteneces a otro tiempo, Jacobo, mucho más ligero. No, tú no eres como Valerie, descuida. De hecho nadie más lo ha sido, durante todos estos años en que no la he visto. O solamente en mis sueños, de vez en cuando. -'Dame tu mano y paseemos. Por estos campos de la tierra mía…' "Wheeler se quitó la mano de los ojos y me miró con sorpresa, o con sobresalto, como si saliera ahora de una larga ensoñación. O quizá es que abrió mucho los ojos como si viera por primera vez el mundo, con una mirada tan inescrutable como la de los niños de pocas semanas o días, que observan, supongo, ese sitio nuevo al que se los ha arrojado y tal vez intentan descifrar nuestras costumbres y descubrir las que serán las suyas. Lo vi muy cansado y muy pálido, de pronto temí por su salud. Me dieron ganas de ponerle la mano en el hombro, como a mi padre días atrás. Se fijó en las aceitunas machacadas y cogió y se comió dos de golpe. Luego bebió un poco más de jerez y el color le volvió a la cara, acaso había sufrido una bajada breve de tensión. Me tranquilicé del todo cuando al volver a hablar le oí otro tono de voz, y comprendí que la evocación, el relato, había tocado a su fin-: Anda, pregúntale a Mrs Berry si no es hora ya de almorzar -me pidió-. No sé por qué no nos llama, si hace rato que paró de tocar.


Ahora sigo viviendo solo pero ya no en otro país, sino de nuevo en Madrid. O quizá vivo semisolo, si es que eso se puede decir. Creo que llevo de vuelta casi tanto tiempo como permanecí en Londres, mi segunda estancia inglesa, más aturdidora que la primera pero menos transformadora, porque ya tenía una edad a la que se hace muy difícil cambiar, casi sólo cabe cerciorarse de lo que llevaba uno en el interior de sus venas y confirmar. Ahora tengo un poco más. Han muerto mi padre y Sir Peter Wheeler, el primero tan sólo una semana después de aquel último domingo en Oxford, no tan desterrado del infinito cuanto del pasado. Fue su muerte, de hecho, lo que precipitó mi regreso a la ciudad natal, para estar con sus nietos y mis hermanos y asistir al entierro. En la tumba en que está mi madre quedaba un hueco para él. Nadie más cabrá allí. Fue mi hermana quien me lo comunicó, me llamó a Londres y me dijo: 'Papá se ha muerto. Se le ha parado el corazón hace media hora. Ya sabes que lo tenía muy mal, pero aún no nos lo esperábamos. Ayer mismo estuve hablando con él. Como siempre, preguntó por ti, aunque convencido de que todavía seguías en Oxford, dando clases. Vendrás, ¿no?'. Y yo contesté que sí, que iría inmediatamente. Así que fui, consolé y fui consolado, vi a Luisa en el entierro tan sólo y allí me abrazó para consolarme también y volví a Londres, para cerrar el apartamento ingenuamente amueblado y dejar todas las cosas en orden antes de mi definitiva marcha, que en todo caso convenía ahora aligerar, había mucho de lo que ocuparse en Madrid: casa, muebles, libros, algunos cuadros -la copia de La Anunciación-, mis afectados hijos, una modesta herencia o no tanto; y empezar a recordar. Además de a solas, en compañía de los demás.

No estaba ya pendiente dejarlas en orden con Tupra, con él habían quedado claras y casi zanjadas al día siguiente de aquel domingo con Wheeler, en su despacho del edificio sin nombre (seguirá sin tenerlo, es de suponer). Como me había anunciado Beryl o quien se negó a decirme si era ella o no, Tupra se encontraba ya en él el lunes cuando yo llegué, había regresado de su viaje o ausencia de fin de semana. Nuestra conversación fue muy breve, entre otras razones porque resultó ser una repetición, quiero decir que la habíamos tenido ya idéntica, tanto tiempo atrás que yo lo llamaba todavía Mr Tupra entonces. Fui directo hasta su puerta nada más entrar, sólo les di los buenos días a Rendel y a la joven Pérez Nuix al cruzarme con ellos, a Mulryan no lo vi, quizá estaba encerrado con él. Y llamé.

'Sí, ¿quién es?', preguntó Tupra desde el interior.

Y yo contesté absurdamente:

'Soy yo', omitiendo avanzar mi nombre, como si fuera de los que jamás se acuerdan de que 'yo' no es nunca nadie, de los que están seguros de ocupar mucho o bastante los pensamientos de la persona que buscan, de los que no tienen duda de que van a ser reconocidos sin necesidad de más -quién si no-, desde la primera palabra y el primer instante. Supongo que confundí mi punto de vista con el suyo, a veces creemos que nuestra urgencia es universal: yo llevaba muchas horas con impaciencia por verlo y pedirle cuentas y hasta encararme con él. Pero Tupra no tendría impaciencia alguna, probablemente yo era tan sólo un asunto o elemento más, un subordinado que se reincorporaba tras dos semanas de permiso en su país de origen, creo que se olvidaba con frecuencia de que yo no era aún inglés. Al no obtener inmediata respuesta y darme cuenta de mi ingenuidad o presunción, añadí: 'Soy yo, Bertram. Soy Jack'. Acepté llamarme por un nombre que no era el mío hasta el final, fue lo menor que acepté mientras tuve como trabajo remunerado escuchar y fijarme e interpretar y contar. Pero al menos no lo llamé Bertie en aquella ocasión.

'Adelante, Jack', me contestó.

Así que abrí la puerta y me asomé. Estaba sentado detrás de su mesa, tomando notas o escribiendo algo en unos papeles. De hecho no levantó la vista cuando yo entré.

'Bertram', le dije, pero me interrumpió:

'Un momento, Jack, déjame terminar esto'. Esperé un minuto o fueron dos o quizá tres, lo suficiente, en todo caso, para prever que iba a pasar lo que sucedió. Me senté en la butaca frente a él y saqué un cigarrillo y lo encendí. Él echó mano automáticamente de sus Rameses II, el faraónico paquete rojo sobre la mesa. En teoría estaba prohibido fumar en cualquier dependencia oficial, pero no me imaginaba a nadie impidiéndole a Tupra inhalar y exhalar humo, ni tampoco elevando una protesta porque lo hiciera. Alguna ventaja tenía que haber en que el edificio careciera de nombre y nuestro grupo también, en que éste casi no existiera, más o menos como el de la propaganda negra del PWE y de Delmer y Jefferys durante la Guerra. Por fin terminó sus anotaciones y entonces sacó y encendió uno de sus cigarrillos preciosos. 'Dime, Jack, cómo te ha ido.' En su tono no hubo nada de particular, ni siquiera interrogación, como si se interesara rutinariamente por una encomienda sencilla que me hubiera hecho el día anterior. 'Me han dicho en casa que llamaste el sábado para algo urgente. ¿Problemas con tu problema de Madrid?'

Pero no contesté a su pregunta, sino que ya fui a lo mío sin más dilación:

'Qué ha pasado con Dearlove y ese chico ruso, qué es lo que has hecho', le dije. 'Me has pringado bien, yo te di la idea, joder.' Y 'joder' me salió en español, porque era lo que mi indignación pedía, así estuviera hablando en inglés.

Se quedó mirándome unos segundos con sus ojos azules o grises -eran grises a aquella luz-, a través de sus pestañas largas y demasiado tupidas para no ser envidiadas por casi cualquier mujer y receladas por casi cualquier varón, aquella mirada pálida que resultaba sin embargo burlona aun sin la intención de serlo, expresiva incluso en los momentos de inexpresividad como aquel, acogedora o apreciativa, ojos a los que nunca era indiferente lo que tenían delante. Y me respondió con el mismo tono, idéntico, con que me había dicho; 'Sí, lo he visto', cuando yo le había preguntado en aquel despacho, otra mañana de hacía siglos, si se había enterado del fallido golpe de Estado en Venezuela, y a mí se me había ocurrido que quizá se había ido al traste por no haber visto nosotros -por no haber percibido yo- suficiente determinación en el General o Cabo Bonanza, la primera persona que le traduje o sobre la que le improvisé un informe o le brindé mi interpretación.

'Está en todos los periódicos, lo que ha pasado.' Quizá aprovechó mi extemporáneo taco español, incomprensible para él, para fingir que se había enterado sólo de mi primera frase y hacer caso omiso de las demás. O no, no fingía, era una manera de decirme que el resto le parecía improcedente y que no me lo iba a consentir. 'Lo habrás leído. Hasta en la prensa española, supongo, ¿no dijiste que era tan famoso allí? Sobre todo… ¿dónde era, en el País Vasco?' Su memoria nunca le falló. 'Y ya me lo advertiste tú en Edimburgo, que Dearlove podía cometer cualquier barbaridad para que al menos se lo recordase por ella, siempre tan preocupado por su posteridad. Que podía echarle un borrón a su vida y así ingresar en la comunidad Kennedy-Mansfield, poca fe en que perdurase su música, ¿no es verdad? Así que ya ves. Tuviste ojo, estaba claro que podía acabar mal. Y deliberadamente, además.' Me había olvidado de aquel dictamen mío complementario, él en cambio no y ahora lo utilizaba como coartada. Comprendí que no iba a entrar en el asunto, que ni siquiera iba a prestarse a la conversación, yo seguía siendo un empleado que cumplía con mis tareas y por ello se me pagaba bien, no tenía derecho a preguntar por los objetivos ni los porqués, aún menos a pedir explicaciones o hacer reproches, así lo veía él. Tal vez por el aprecio que me tenía, por su pasajera debilidad por mí, me estaba poniendo en mi sitio sólo de manera indirecta, casi tácita, con disimulo. Y lo comprendí aún mejor cuando añadió: '¿Algo más, Jack?' Era lo mismo que había añadido en aquella lejana ocasión, tras contestarme escuetamente: 'Sí, lo he visto'. No, él no solía comunicarme mis aciertos ni mis desaciertos, ni sus motivos ni sus fines, ni sus pactos ni sus transacciones o encargos. Ya había hecho bastante con decirme ahora 'Tuviste ojo'. Creo que esa fue, de hecho, la única vez que me felicitó.

'Sí, algo más', le contesté. 'Tengo que marcharme, he de volver a Madrid. Allí se han puesto las cosas un poco complicadas, demasiado largo para explicártelo, te aburriría. Pero no puedo seguir en Londres. No me queda más remedio que dejar el trabajo. Por eso te llamé el sábado a casa, para comunicártelo lo antes posible, por si querías empezar a buscar un sustituto. En eso, obviamente, yo no te puedo ayudar.'

Jugué a lo mismo que él, recurrí a una coartada aceptable, prefería no hacerle frente, no insistir, al fin y al cabo él sería ya muy pronto sólo pasado para mí, materia muda, o quizá sueño, como yo para él. Pero estoy seguro de que también entendió la verdadera razón de mi abandono. Debió de parecerle ridicula. No lo manifestó.

'Como quieras', dijo con frialdad. 'Tú sabrás.'

'Si te conviene, puedo seguir viniendo estos días, hasta que me vaya', añadí.

'Bien', dijo él. 'Así algunas cosas no se quedarán a medias. Pero tampoco es necesario. Haz como prefieras. De verdad'. En su tono no había tanto como despecho, pero sí sequedad, o una indiferencia no sé si aparentada o recién adquirida. En todo caso era nueva. Le daba lo mismo que viniera o no.

'Lo iremos viendo, así pues. Si puedo vendré algún día. Aunque tendré muchos preparativos que hacer.'

'Ya. ¿Algo más, Jack?', repitió, y cogió la pluma como si se dispusiera a reanudar sus anotaciones en cuanto yo saliera del despacho.

Y esta vez sí le contesté lo mismo que aquella anterior:

'Nada más, Mr Tupra'. Así lo llamé.

Me levanté y me fui hacia la puerta, y cuando estaba a punto de abrirla me retuvo su voz:

'Una curiosidad, Mr Deza'. Al devolverme el tratamiento entendí que le había hecho gracia el que yo le había dado a destiempo, para decirle adiós. Me volví y me pareció ver el final de una sonrisa, una sombra, en sus mullidos y carnosos labios un poco africanos o más bien hindúes o eran eslavos o acaso sioux. '¿Arreglaste lo de Madrid? ¿Te encargaste de aquel tipo de tu mujer? ¿Lo sacaste fuera del cuadro?'

Me quedé parado un instante. Pensé.

'Creo que sí', le contesté.

Ahora sí sonrió abiertamente, blandiendo la pluma en la mano como si me reconviniese con ella:

'Cuidado, Jack. Si sólo lo crees, entonces es que no lo hiciste'.

No volví a aparecer por el edificio, así que esa fue la última vez que lo vi. Pero me acuerdo de él más de lo que me imaginaba, ahora en Madrid. Pese a aquel final algo abrupto, pese a la posible decepción que debí de causarle y a la segura que me


causó él a mí, es alguien con quien siento que todavía podría contar. En un momento de dificultad, o de desconcierto, de apuro, incluso de peligro. Alguien a quien podría llamar cualquier día y pedir consejo u orientación, sobre todo en los asuntos en que yo no me sé manejar demasiado bien. Y ahora que ha muerto Wheeler, es como si Tupra, extrañamente -quién sabe si por su vinculación con Rylands, el hermano de quien fue discípulo-, fuera lo más próximo que me queda a él, aunque sea sólo en la memoria y en la imaginación: su inesperado relevo o sucesor, casi su herencia, en ese permanente proceso de renovación de las figuras perdidas de nuestra vida., en ese escandaloso y persistente esfuerzo por cubrir toda vacante, en esa falta de resignación a que se reduzca el elenco sin el cual nos soportamos mal y apenas nos sostenemos; o es ese mecanismo o movimiento sustitutorio universal continuo, que al ser de todos es el nuestro, y así aceptamos ser remedos, y vivir cada vez más rodeados de ellos.

Peter murió seis meses después que mi padre, aunque era unos ocho mayor. La señora Berry me telefoneó a Madrid, fue muy sucinta, pertenecía a la generación ahorrativa y quizá tuvo muy presente que estaba llamando al extranjero. O tal vez era su estilo, de extremada discreción. 'Sir Peter passed away last night, Jack' me dijo con el eufemismo de rigor. 'Anoche falleció Sir Peter, Jack', eso fue todo. O bueno, añadió: 'Sólo quería que lo supiera. No me parecía justo' -'fair' fue el adjetivo- 'que lo creyera vivo cuando ya no lo está'. Y cuando intenté averiguar cómo había sucedido y la causa, se limitó a contestarme 'Nada inesperado. Yo llevaba esperándolo ya semanas', y a anunciar que me escribiría más adelante. Ni siquiera pude preguntarle para quién habría sido 'unfair', si para Peter o para mí. (Pero seguramente era para los dos.) Unos días más tarde recordé que en Inglaterra se tarda mucho en sepultar a los muertos, en comparación con España, y que tal vez estaba a tiempo de viajar hasta Oxford para asistir al entierro. Así que la llamé varias veces y a diferentes horas, pero nadie respondió el teléfono. Acaso la señora Berry se había trasladado con algún familiar, había abandonado la casa nada más morir su patrón, y caí en la cuenta de que ya no podía dirigirme a casi nadie más en busca de información. A Tupra, pero no lo hice: aquella no era exactamente una situación de dificultad, ni de desconcierto, de apuro ni de peligro, y tampoco él se había dignado comunicarme por su cuenta la defunción. Me asaltó la sensación -o fue una superstición- de no querer gastar inútilmente un cartucho, como si con él los tuviese contados a lo largo de nuestras respectivas vidas. Tampoco la joven Pérez Nuix se molestó en avisarme: aunque no hubiera conocido a Peter personalmente, estaría enterada. Podía llamar a alguno de mis antiguos colegas, a Kavanagh o a Dewar o a la Frasca Lord Rymer o incluso a Clare Bayes -qué idea-, pero hacía demasiado tiempo que había perdido el contacto con todos ellos. Podía intentarlo con Queen's o Exeter, los colleges a los que Peter había estado ligado, pero era casi seguro que su burocracia me llevaría infructuosamente de delegación en delegación. Reconozco que me dio pereza, el recuerdo y la pena no tienen por qué hacerse presentes en las ocasiones sociales. Estaba muy atareado en Madrid. Habría tenido que desempolvar mi birrete y mi toga. Lo dejé estar.

La carta de la señora Berry tardó en llegar más de dos meses. Se disculpaba por el retraso, había tenido que ocuparse de casi todo, hasta del Memorial Service o especie de funeral que se acababa de celebrar, allí suelen hacerse bastante tiempo después de la muerte. Tenía la amabilidad de enviarme un recordatorio del oficio fúnebre, con el programa de himnos y lecturas. Aunque Wheeler no era religioso, había preferido acogerse a los ritos de la Iglesia Anglicana, ya que, me explicaba la señora Berry, 'él detestaba las ceremonias improvisadas, esas parodias laicas que hoy tanto abundan'. El oficio había tenido lugar en la University Church of St Mary the Virgin, de Oxford, yo la recordaba bien, allí había predicado el Cardenal Newman antes de su conversión. Se había tocado a Bach, a Gilles y el sosegado e irónico Carillon des morts de Michel Corrette; se habían cantado himnos; se habían leído unos pasajes del Eclesiástico ('… él conserva los dichos de los hombres famosos y penetra en las sutilezas de las parábolas; indaga el sentido oculto de los proverbios y estudia sin cesar las sentencias enigmáticas… viaja por países extranjeros, porque conoce por experiencia lo bueno y lo malo de los hombres… Muchos alabarán su inteligencia, que nunca caerá en el olvido; su recuerdo no se borrará jamás y su nombre vivirá para siempre… Si vive largo tiempo, tendrá más renombre que otros mil; si entra en el reposo, eso le bastará'), así como el Prólogo de La Celestina en la traducción de James Mabbe de 1605 y un fragmento de una novela de un autor contemporáneo por el que sentía debilidad; y habían hecho su elogio algunos de sus antiguos colegas de la Universidad, entre ellos Dewar el Inquisidor o el Martillo o el Matarife, que había estado especialmente acertado y conmovedor. Todo según las muy precisas indicaciones que había dejado por escrito el propio Wheeler.

También me incluía la señora Berry una foto en color de Peter ('Creo que le gustará conservarla', me decía), de unos cuantos años atrás. Ahora la tengo enmarcada en mi estudio y la miro a menudo, para que el paso del tiempo no empiece a di-fuminarme su rostro y alguien se lo vea aún. Ahí está, con la toga de Doctor of Letters. 'Es paño escarlata con ribetes o vueltas de seda gris, lo mismo que las mangas', me ilustraba la señora Berry. 'La de Sir Peter había pertenecido al Doctor Dacre Balsdon, y el gris había perdido parcialmente su color, hasta parecer un azulado sucio o un rosa grisáceo: probablemente había estado expuesta a la lluvia. Yo saqué la foto el día en que recibió ese título, en Radcliffe Square. Lástima que se quitara el birrete cuadrado para posar.' En realidad utilizaba la intraducibie palabra específica, 'mortar-board'. Bajo la toga Peter lleva el traje oscuro con pajarita blanca que se llama en su conjunto 'subfusc', preceptivo en algunas ceremonias. Y así está él ahora en mi estudio, fijado para siempre en un día lejano, de cuando yo no lo conocía aún. La verdad es que no cambió mucho desde entonces hasta su final. Lo reconozco perfectamente cuando me mira con los ojos un poco guiñados, y se le ve bien la cicatriz en el lado izquierdo del mentón. Me quedé sin preguntarle cómo se la había hecho. Recuerdo que aún dudé si


hacerlo aquel último domingo, tras el almuerzo, cuando ya me disponía a irme hacia la estación para regresar a Londres y él me acompañó hasta la puerta apoyándose más que nunca en su bastón. Le noté entonces las piernas más frágiles que cualquier vez anterior, pero sin duda aún eran capaces de llevarlo por la casa y por el jardín, y aun de subirlo hasta su dormitorio del primer piso. Pero lo vi muy fatigado y no quería hacerle hablar más, así que elegí preguntarle otra cosa, sólo una más, al decirle adiós;

'¿Por qué me ha contado todo esto hoy, Peter? No se crea, me ha interesado muchísimo, me he quedado con ganas de saber mucho más. Pero me resulta extraño que me haya hablado de tantas cosas, tras tantos años de conocernos y de no haberme dicho jamás una palabra sobre ninguna de ellas. Y una vez me dijo, además: "En realidad no debería uno contar nunca nada", ¿se acuerda usted?'

Wheeler me sonrió con una mezcla de melancolía y malicia, ambas fueron muy tenues, casi imperceptibles, juntó las dos manos sobre el bastón y me contestó:

'Así es, Jacobo, uno no debería contar nunca nada… hasta que uno mismo es pasado, hasta su final. El mío avanza ligero y llama ya a la puerta con insistencia. Tienes que ir entendiendo la debilidad, habrá un día en que te alcanzará a ti. Y al llegar ese momento, le toca a uno decidir si algo queda borrado para siempre, como si no hubiera ocurrido ni hubiera tenido cabida en el mundo, o si le da una oportunidad de…'. Dudó un instante, buscó la palabra, no debió de encontrar la justa, se conformó con la aproximación: '… De flotar. De que alguien más pueda investigarlo o contarlo. De que no se pierda enteramente. Entiéndeme: no te estoy pidiendo nada, ni eso ni lo contrario. Ni siquiera estoy convencido de haber obrado bien, es decir, de haber obrado como yo quería. En este último tramo ya no sé cuáles son mis deseos, ni si los tengo. Es extraño, parece inhibirse, sustraerse la voluntad hacia el fin. En cuanto salgas por esta puerta y te alejes, probablemente me arrepentiré. Pero me consta que Mrs Berry, que conoce la mayor parte, jamás dirá una palabra a nadie cuando yo no esté. Contigo no estoy tan seguro, en cambio, y así lo dejo a tu elección. Quizá prefiero que calles, bien puede ser. Pero a la vez me tranquiliza pensar que contigo mi historia aun podría…'. Volvió a buscar otra palabra mejor, pero siguió sin dar con ella: '… Sí, aún podría flotar. Y en verdad no es más que eso, Jacobo: sólo flotar'.

Y yo pensé, y seguí pensándolo ya camino de Paddington, en el tren: 'Me ha escogido como cerco, como lo que se resiste a salir y a borrarse y a desaparecer, lo que se aferra a la loza o al suelo y más cuesta sacar. Ni siquiera sabe si quiere que me encargue de limpiarlo yo -"la constitución del silencio"-, o que no frote con demasiada fuerza y deje una sombra de huella, un eco de eco, un fragmento de circunferencia, una mínima curva, un vestigio, una ceniza que pueda decir "Yo he sido", o "Soy aún, luego es seguro que he sido: tú me ves y tú me has visto", e impida que los demás digamos "No, esto no ha sido, nunca lo hubo, no cruzó el mundo ni pisó la tierra, no existió y nunca ha ocurrido"'.


De aquella sangre de la escalera me habló la señora Berry en su carta. No había podido evitar oír parte de nuestra conversación mientras trajinaba en la cocina y entraba y salía, aquel último domingo en que los visité (el verbo que empleaba era 'to overhear' que implica involuntariedad), y cómo Wheeler se refería de pasada a la mancha como si hubiera sido producto de mi imaginación ('Justo ahí, donde dices que viste…'). Se sentía mal por haberme mentido en su día, decía, por haber fingido no saber nada, por haberme hecho dudar de lo que había visto, tal vez. Me rogaba que la disculpara. 'Sir Peter murió de cáncer de pulmón', escribía. 'En el fondo sabiéndolo, aunque él no lo quiso saber. No hubo manera de que fuera al médico, hasta que yo le llevé uno a casa muy tarde, amigo mío, cuando ya nada se podía hacer, y ese médico se guardó el diagnóstico ante él: para qué contárselo ya, me lo confirmó sólo a mí. Por suerte su muerte fue súbita, por embolia de pulmón masiva, según me explicó luego el doctor. No padeció larga agonía y vivió aceptablemente hasta el final.' Y al leer esto me acordé de que la primera vez que le sobrevino a Wheeler una afasia en mi presencia -cuando se le atragantó el necio vocablo 'cojín'-, yo le había preguntado si había consultado al médico y él me había respondido con despreocupación: 'No, no, no es cosa fisiológica, eso lo tengo muy claro. Es sólo un instante, como si la voluntad se me retirase. Es como un anuncio, o una presciencia…'. Y al no terminar la frase y preguntarle yo una presciencia de qué, me lo había dicho y a la vez no: 'No preguntes lo que ya sabes, Jacobo, no es ese tu estilo'.

'Lo cierto es que su único síntoma, durante casi todo el tiempo', continuaba la señora Berry empleando un término sin duda aprendido de su amigo médico, 'fue alguna que otra expectoración hemoptoica, es decir, con sangre.' Y yo pensé al leer este párrafo: 'Buena parte de lo que nos afecta y determina está tapado'. 'Solían ser involuntarias, producidas por una sola tos fuerte y breve, y a veces ni se daba cuenta de que había manchado; recuerde que, aunque no lo pareciera, Sir Peter tenía ya muchos años. Así que es imposible estar seguros, pero pudo ser eso lo que usted encontró aquella noche en lo alto del primer tramo, y limpió con tanto esmero. Mucho se lo agradezco ahora, porque era tarea mía. En un día normal habría sido muy raro que algo así se me pasase por alto, pero aquel sábado anduve muy ajetreada con los preparativos de la cena, tanta gente, y si no recuerdo mal, usted señaló la madera, no la parte central alfombrada, donde todo es más visible. Pero en su ultima visita, cuando le oí a Sir Peter hablarle de la sangre de su mujer en lo alto de aquel primer tramo, sesenta años atrás y en otra casa, bueno, me dio apuro que pudiera creer haber visto algo sobrenatural o visiones, y tenía que advertirle de esta posibilidad existente. Espero que sepa perdonarme por mi actitud falsamente incrédula de hace ya tiempo. Pero no podía mencionar entonces algo que Sir Peter deseaba ignorar. Bueno, la verdad es que nunca hizo caso, y hasta el final quiso ignorarlo. De hecho murió sin saber que moría, murió sin creérselo. Para él una suerte.' ('Lucky him', escribía.) Y entonces yo me acordé de dos cosas que le había oído decir a Wheeler en diferentes contextos y ocasiones: 'Todo puede ser deformado, torcido, anulado, borrado, si uno ha sido ya sentenciado sabiéndolo o sin saberlo, y si uno ni siquiera lo sabe entonces está inerme, perdido'. Y también había dictaminado, o juzgado: 'Y así hoy nadie quiere enterarse de lo que ve ni de lo que pasa ni de lo que en el fondo sabe, de lo que ya se intuye que será inestable y movible o será incluso nada, o en un sentido no habrá sido. Nadie está dispuesto por tanto a saber con certeza nada, porque las certezas se han abolido, como si estuvieran apestadas. Y así nos va, y así va el mundo'.

Sí, ahora vivo en Madrid de nuevo, y también aquí todo apunta hacia eso, eso creo. He vuelto a trabajar con un antiguo socio, el financiero Estévez, el que tuve durante unos años tras mi etapa de Oxford, cuando me casé con Luisa. Ya no se hace llamar 'impulsor', como en nuestra asociación primera, se ha hecho demasiado importante para vanidades nominales, no las precisa. Contacté con él desde Londres, para ver qué posibilidades había ante mi regreso inminente: aunque había ahorrado bastante, preveía en Madrid muchos gastos. Y al contarle por teléfono lo que había sido de mí en los últimos tiempos, someramente, noté que mi paso por el MI6 lo impresionaba, aunque hubiera sido en un grupo tan desconocido y raro como el del edificio sin nombre, del que nunca hablan los libros -tan etéreo, tan fantasmal que ni siquiera exigía a sus miembros la nacionalidad británica ni ningún juramento-, y yo no pudiera presentarle pruebas, sino sólo conocimientos. Tampoco le quise dar muchos detalles, o los que le di fueron inventados. Fuera como fuese, me incorporó en seguida a sus proyectos y se fía de mi criterio, sobre todo con las personas. Así que aún las interpreto, para él, de vez en cuando, y, dado mi anterior servicio -dados mis precedentes-, me escucha siempre como a un oráculo. A su lado gano suficiente dinero para poder invitar a bottox a Luisa, si se le antoja un día, o a cualquier otra cosa para mejorar su aspecto, si le entra ese pánico, no lo creo, no está en su carácter. Yo aún se lo veo tan bueno como antes de irme, quiero decir a Inglaterra y de casa, quiero decir el aspecto. Y también se lo veo en aquello que no pude ver durante mucho tiempo y sí vio otro en mi ausencia. Si no vivo solo sino semisolo es porque saco o visito a los niños casi a diario, y Luisa viene a mi casa algunas tardes, dejándolos con otra canguro, la severa polaca Mercedes se casó y se estableció por su cuenta, al parecer montó un negocio.

Eso es lo que Luisa quiere, que cada uno tenga su casa, y quizá por eso no ha llegado a decirme lo que yo deseaba oírle o leerle durante mi tiempo solitario de Londres, y aturdidor más tarde: 'Ven, ven, estaba tan equivocada antes. Ocupa de nuevo este lugar a mi lado, aquí tienes tu almohada que ya está sin huella, no había sabido verte. Ven. Ven conmigo. Aquí no hay nadie, regresa, ya se fue mi fantasma, puedes ocupar su sitio y ahuyentar su carne. Se ha convertido en nada y su tiempo no avanza. Lo que fue ya no ha sido. Así que entonces, supongo, quédate aquí para siempre'. No, eso no me lo ha dicho ni nada que se le parezca, pero sí en cambio otras cosas, a veces desconcertantes: en los momentos mejores o más encendidos o alegres, cuando viene a verme a mi casa como debió de ir a la de Custardoy durante muchos meses, me dice: 'Prométeme que seguiremos siempre así, como estamos, que nunca más viviremos juntos'. Quizá tenga razón, quizá sea la única forma de que permanezcamos atentos: no darnos por descontados, ni siquiera por presentes. No se me ha olvidado lo que Custardoy me dijo, ni una sola palabra, cualquier dato que registra la mente se queda en ella hasta que lo alcanza el olvido y el olvido siempre es tuerto; no se me han olvidado sus insinuaciones, o de hecho fueron más que eso ('Cada sexualidad es cada sexualidad', me soltó con chulería antigua, arrastrando cada frase como una caja de música, 'con unas personas sale entera y con otras no. ¿Contigo no pasó? Vale, qué quieres que te diga, chaval, no lo sabía'), y en alguna ocasión me he sentido tentado de hacerle a Luisa un poquito de daño, de probar como quien no quiere la cosa, distraída o accidentalmente, por ver cómo reacciona, si por ventura lo acepta aguantando la respiración y sin protesta, por saber cómo responde. Pero me he refrenado siempre y así continuaré, estoy seguro, porque eso equivaldría a darle a Custardoy algún crédito y a exponerme a un nuevo veneno, con el de Tupra ya tuve bastante, o era más bien el de Reresby, aquella noche. Y también supondría un peligro, aunque remoto: el de ponerme a mí mismo en el lugar del hombre más temido, el del sujeto torcido de mis figuraciones que acaso una noche de lluvia y encierro cierre sus manos grandes sobre el cuello de Luisa -son sus dedos como teclas- mientras los niños -mis niños- miran desde una esquina aplastándose contra la pared como si quisieran que cediera ésta y desapareciera, y con ella la mala visión, y el impedido llanto que ansia brotar pero no alcanza, el mal sueño, y el ruido prolongado y raro que su madre hace al morirse. ('Uno no lo desea, pero prefiere siempre que muera el que está a su lado', había dicho Reresby aquella noche. '… Y también la amada, también la amada, antes que uno mismo.') No, no debe uno deslizarse, acercarse, no debe bordear el tiempo, las tentaciones ni las circunstancias que por fin puedan conducir a su cumplimiento a ninguna probabilidad llevada en el interior de las venas, las nuestras, y la de matar yo la llevo, lo sé ahora, lo sabía ya antes y lo sé más ahora. Mejor es rehuirlo todo y mantenerse a distancia, más vale evitarlo, y no rozarlo ni en sueños. ('Sigue, sigue soñando, con muerte y hechos sangrientos'), para que ni siquiera en ellos puedan decirnos: 'Tu mujer, esa desdichada Luisa, tu mujer, Jacques o Jacobo o Jack, Iago o Jaime, que nunca durmió una hora tranquila contigo porque los nombres no te cambian… Caiga yo ahora como plomo sobre tu alma, y siente la punzada del alfiler en tu pecho: desespera y muere'. Pero no, esto no ha de ocurrir, esto no ocurre. Más vale alejarse.

Un día me acerqué por su zona, por la de Custardoy, normalmente procuro evitarla en la medida de lo posible, que no es mucha, en pleno centro. No por nada, es sólo que los lugares quedan marcados por lo que uno hizo en ellos, más incluso que por lo que le hicieron a uno, y entonces se produce algo levemente parecido -una mera sombra, un remedo, una ridiculez, incomparable- a la inquina a los sitios, al odio espacial, el que sintieron los nazis por la aldea de Lidice que redujeron a escombros y nivelaron y borraron del mapa y por tantas otras poblaciones del continente, y quizá Valerie Harwood por Milton Bryant y Woburn y Peter Wheeler por Plantation Road, esa bonita y frondosa calle de Oxford, y yo mismo por el edificio sin nombre cercano a Vauxhall Cross y a la indiscreta sede del Secret Intelligence Service con su algo de faro o de zigurat sobre el Támesis, por donde nunca me aventuro en principio cuando alguna vez viajo a Londres, cuando vuelvo con Luisa o sin ella, allí he dejado dinero en algunas cuentas, de España nunca se sabe si habrá uno de salir corriendo. Pero sí había algo de odio espacial hacia Bailén y Mayor por mi parte, era inconsciente, en realidad me gusta la zona, pese a que los diferentes alcaldes palurdos de la ciudad la han destrozado a conciencia, lo más que han podido. Pasaba yo por delante del Palacio Real, al que a veces voy a ver exposiciones y que ya no puede divisarse desde ningún punto de Madrid más que si se planta uno allí mismo, una de las vistas que esos alcaldes idióticos y sus urbanistas y arquitectos venales han hurtado sin consideración a los madrileños y a los visitantes, y además idióticamente. Venía de unos recados más allá de la Plaza de España cuando me crucé con dos mujeres policía montadas en sendos caballos, patrullan por allí desde que hundieron el tráfico en esta capital de los túneles, un caballo blanco y otro negro, y la verdad es que pasé tan cerca del blanco que casi me rocé con él y sentí su aliento, uno se da cuenta de su altura enorme cuando los tiene al lado. No había dado cinco pasos más tras el cruce cuando noté a mi espalda su agitación, o su solivianto: el perro de una transeúnte se había puesto a ladrarles y a acosarlos, y el caballo blanco se asustó y encabritó y estuvo a punto de desbocarse, trató de echar a correr a lo largo de unos metros, mientras el perro -tis tis tis, pasos ingrávidos, era un pointer como el de Pérez Nuix, sólo que con la cabeza marrón y con pintas- se excitaba aún más por las carreras frenadas con resbalones y el ruido semiveloz de los cascos y arreciaba en sus ladridos. La mujer policía sujetó a su animal en seguida, no sin algo de alarma y esfuerzo: tuvo que hacerle dar varias vueltas en círculo para obligarlo a renunciar al galope y conseguir aplacarlo, y la dueña del perro alejó a éste a tirones y puso fin a sus correrías -el tis tis tis mucho más triste-, a la vez que le imponía silencio. El otro caballo, el negro, no se alteró lo más mínimo, ni por las bravatas del pointer ni por la espantada de su compañero, era menos delicado. El ruido de los cascos se hizo pronto más lento, y cuando amainó el momentáneo alboroto, la mujer policía y su caballo se quedaron un rato quietos, recortados contra la real fachada, mientras ella le acariciaba el cuello y acababa de calmarlo, ante la mirada de una pareja de centinelas, vestidos de decimonónicos, que no vanaron su posición hierá-tíca junto a sus garitas, a la puerta del Palacio. No estábamos lejos del monumento al Capitán Melgar, con su legionario desproporcionadamente pequeño, una especie de Beau Geste enano, encaramándosele a las barbas, o más bien a los bigotes.

Entonces vi que entre las personas que se habían parado a mirar el minúsculo incidente (yo una de ellas), había surgido uno de esos espontáneos que siempre surgen en cualquier vicisitud o altercado, en busca de protagonismo. Es como si con su actitud dijeran: 'Esto lo arreglo yo en un instante', o Voy a hacer entrar en razón a estos energúmenos y a lograr que la paz impere, para pasmo de los viandantes'. Su intervención no hacía falta, la jinete se bastaba para apaciguar a su montura, pero aquel hombre ya se había acercado a ellas, en tres zancadas, y, como si fuera un experto en doma o algo por el estilo, le daba unas palmaditas al animal en el cuello, y también le acariciaba el morro, y le susurraba palabras misteriosas o triviales. Lo primero que me alertó fue aquel guante, destacaba el guante negro de cuero sobre el pelaje blanco del caballo, era un día de primavera nublado pero nada frío, cubrirse las manos parecía excéntrico, y aún más cubrirse una sola, porque al extender la otra y colocarla sobre el lomo, vi que esa iba desnuda, la derecha, y me dio tiempo a pensar: 'Mucho manco… Quizá nunca se le curó bien la izquierda y lleva el guante por eso, para ocultar una deformidad o cicatrices, qué sé yo, quizá ya nunca la enseñe'. Entonces se volvió hacia mí, a la vez que yo pensaba esto, fue simultáneo -no hacia nadie más sino hacia mí, como si me hubiera visto ya antes del incidente de las bestias y supiera dónde estaba, o acaso me hubiera venido siguiendo-, y me miró con sus ojos inconfundibles, obscenos y broncos y fríos, muy negros y enormes y algo separados sin apenas pestañas, y esa carencia y esa separación hacen insoportable su mirada obscena sobre las mujeres a las que conquista o compra y sobre los hombres con que rivaliza, y conmigo no sólo rivalizaba, sino que además me odiaba con la misma intensidad, intacta, que cuando nos perdimos de vista aquella única vez que yo había estado en su casa, con una vieja Llama y un atizador en la mano y con guantes como los de Reresby en el lavabo de los minusválidos y como ahora aquel suyo desparejado. Pero en realidad no era el mismo odio, no era idéntico: allí, ante el Palacio Real, ya no era añoso ni impotente ni sin consecuencias ni frustrado, ni estaba teñido de temor o de susto, ni era como el de los niños aprisionados en sus cuerpos de niño ni como el de un adolescente rabioso que contempla el rápido transcurrir del mundo que no se digna incorporarlo ni como el de un preso por quien nadie se para ni se refrena ni espera; y su mirada ya no estaba enturbiada sino que era inequívoca /nítida.

Había tardado unos segundos en reconocerlo porque Custardoy ya no llevaba sombrero ni coleta ni tan siquiera bigote, o de esto sólo una sombra, como si estuviera empezando a dejárselo de nuevo tras una temporada afeitado. Acariciaba al caballo con su mano izquierda enguantada y murmuraba frases cortas, pero ya no supe si se las dirigía al animal o a la mujer policía -que lo dejaba hacer con complacencia, acaso estaba ya conquistada, con sus botas altas como las de una lejana gitana inglesa, oxoniense- o bien a mí, a sabiendas de que para mí eran inaudibles. Y al ver la manera en que me miraba, con odio pero también con algo más, con desplante, con amenaza aplazada y sin prisa, dispuesta a linger y delay cuanto se le antojara o le hiciera falta, mi expresión cambió a buen seguro y pensé: 'Maldita sea. No lo saqué fuera del cuadro, no del todo, no me aseguré de ello. Este hombre tal vez se atreva a venir por mí algún día o por los dos, por mí y por Luisa, o por los cuatro, quién sabe si también por los niños. Yo lo humillé, yo le hice daño, y le quité a quien amaba. Tenía que haberlo sacado, o borrado para siempre del cuadro, como si fuera una mancha de sangre'. Y de pronto se me cruzó como un relámpago una imagen -como un relámpago por breve, no por fulgurante, era aterradora y nauseabunda y sórdida; o fue como un rayo sin trueno que despedaza callando- que había visto en los vídeos de Tupra, con un caballo obligado, una mujer indefensa, y no pude por menos de asociar a Custardoy con los hombres bien trajeados que miraban el espectáculo bajo los toldos blancos, rojos, verdes, con bigotes poblados y sombreros texanos la mayoría de ellos, aunque ahora Custardoy ya no llevara sombrero ni bigote apenas, pero yo se los había visto, y las huellas de su maltrato. Es lo malo de los venenos inoculados, así entren por los ojos o por los oídos, no hay manera de extirparlos, ahí se instalan y no hay remedio y reaparecen mezclándose con cualquier cosa o persona y contaminando, y diciendo en cada ocasión, repitiendo, insistiendo: 'Pese esto sobre tu alma'.

Yo también me quedé mirándolo unos segundos, antes de dar media vuelta y seguir mi camino. No sé si a mi vez con odio, pero puede ser, es muy posible, sobre todo cuando lo vi hacer algo que me inquietó y no me gustó nada: con la mano derecha, con la mano desnuda y sana, con la que pintaba, se sacó del bolsillo del pantalón un reloj de cadena y miró en él la hora con extraño detenimiento. Inicialmente pensé que se trataría de una originalidad más, una nueva; ya que había renunciado a la coleta, de alguna forma tenía que subrayar que era un artístico, como lo había llamado mi hermana cuando yo aún no lo había visto; y llevar un reloj de ese tipo en el siglo XXI estaba en consonancia con eso, seguramente, desde su estúpido punto de vista de bohemio arcaico. Pero acto seguido se me ocurrió otra posibilidad: 'Tal vez no lleva reloj de pulsera por lo mismo que lleva un guante', pensé, 'que tendría que levantarse cada vez que fuera a mirarlo. Tal vez sí le dejé la mano irrecuperable, deshecha, aunque del chirlo en la mejilla, en cambio, no veo ni rastro. Sea como sea no me gusta esa imagen, con su reloj anticuado en la mano, mirándolo, porque acaso esté contando mi tiempo'. No quise verla más, y cuando ya me había alejado unos pasos volvía pensar, quizá para conjurarla o rué más bien para animarme: Tero ahora sé que también yo soy capaz de contar el suyo, en mi humor airado; ya se lo conté una vez y paré la cuenta, él lo sabe, tuvo suerte, porque estuve a punto de terminarla. Eso lo disuadirá de venir. Y si aun así un día se acerca, veremos quién se tiene que desprender antes del nombre'.

Se puede vivir con una amenaza aplazada, porque siempre puede no cumplirse, con ello hay que contar en principio. A veces vemos lo que se avecina y aun así no hacemos caso, y quizá no sea sólo por lo que me dijo Wheeler, porque detestemos la certidumbre, porque nadie ose ya decirse o reconocerse que ve lo que ve, lo que a menudo está ahí, quizá callado o quizá muy lacónico, pero manifiesto; porque nadie quiera saber, y a saber de antemano, bueno, a eso se le tenga horror, horror biográfico y horror moral; porque todos prefiramos ser completos necios en sentido estricto, en el sentido latino del término que todavía recogen nuestros diccionarios: 'Ignorante y que no sabe lo que podía o debía saber', es decir, el que ignora a conciencia y con voluntad de ignorar, el que rehuye enterarse y abomina de aprender. 'El satisfecho insipiente', como dijo Wheeler con su pedantería que echo en falta. No, quizá sea también porque tememos malgastar la vida con nuestras precauciones y sospechas y nuestras visiones y alertas, y porque no se nos oculta que de todo habrá siempre un final sabido, y entonces, en el adiós, cuando seamos pasado o nuestro final avance ligero y llame ya a la puerta con insistencia, nos parecerá todo baldío e ingenuo: para qué hizo esto, dirán de ti, para qué tanta zozobra y la aceleración de su pulso, para qué aquel movimiento, y aquel vuelco; y de mí dirán: por qué habló o calló y guardó tantas ausencias, para qué aquel vértigo, tantas las dudas y tal tormento, para qué dio aquellos y tantos pasos. Y de los dos dirán: por qué se enfrentaron y para qué tanto esfuerzo, para qué guerrearon en lugar de mirar y de quedarse quietos, por qué no supieron verse o seguirse viendo, y a qué tanto sueño y aquel rasguño, mi dolor, mi palabra, tu fiebre, nuestro veneno y la sombra, y tantas las dudas, y tal tormento.

Había quedado con Luisa aquella tarde: nos vemos dos o tres veces por semana, en esta tregua ya larga que nos estamos dando. Es más, ella tiene mis llaves y en ocasiones se adelanta, y entonces me espera ya instalada en mi casa, exactamente como creía Tupra que me esperaba alguien en Londres aquella noche del veneno y el baile, cuando allí nunca había nadie aguardándome, ni que pudiera apagar las luces cuando yo no estaba, mis luces encendidas siempre para no encontrarme todo a oscuras. Nadie tenía mis llaves y allí nunca me esperaba nadie. El portero me dijo: 'Está arriba la señora, su amiga. Ha subido un paquete que le han traído, se lo he dado'. El hombre ve algo marital en nosotros, pero no acaba de tenerlo claro, vacila. Yo le he dicho que Luisa es mi mujer, y aun así no se lo cree del todo, o acaso no entiende que en ese caso ella venga y se vaya.

Antes de abrir la puerta la oí tararear dentro, ahora canturrea a menudo y se vuelve a reír mucho, conmigo y sin mí, supongo, ya no me regatea sus risas y confío en que eso dure, a ser posible para siempre, es lo que pienso. Su vuelta no tiene nada que ver con la de Beryl con Tupra, según mis interpretaciones remotas y si en efecto volvieron, eso no llegué a saberlo nunca: aquí no hay interés, o no es espúreo, ni clandestinidad tampoco. Es indudable que a Luisa la beneficia y divierte que nos veamos así, de vez en cuando, que ya no vivamos juntos, aunque no sé si se cansará de esto algún día, empieza a dejar ropa en mi casa. Para mí están así bien las cosas, al fin y al cabo en Londres me acostumbré a estar muy solo, como me decía al principio Wheeler paternalmente, y a ratos necesito seguir estándolo, creo que no podría soportar la permanente compañía de nadie y no poder mirar nunca a solas el mundo desde mis ventanas, el mundo orientado y vivo al que me figuro que aún pertenezco. Abrí la puerta y vi sobre la mesa baja del salón el paquete que el portero le había entregado a Luisa, ella estaba en la cocina, seguía tarareando sin percatarse de mi llegada. Lo miré, venía de Berlín, zapatos de Von Truschinsky, al que, ya que tiene mis medidas, le continúo encargando algún par de tarde en tarde, son muy caros. Siempre me acuerdo de Tupra cuando los recibo, aunque nunca dejo de tenerlo vagamente presente, como si fuera un amigo con el que uno sigue contando -eso es extraño-, y al que puede recurrirse. No lo he hecho, de momento.

Aquella tarde lo tenía aún más presente, tras el encuentro mudo con Custardoy, con dos o tres animales por testigos indiferentes. Durante el camino hacia mi casa había pensado algo más, había pensado: 'El miedo que no quise infundirle a De la Garza cuando fui a su Embajada, el pánico que me repugnó inspirarle, me habría gustado verlo en cambio en la cara de Custardoy y en su comportamiento. A él se le pasó ya todo el susto, o si algo le queda -y algo debe quedarle por fuerza- no lo muestra. Nada sale como queremos o como prevemos, o quizá es que sigo siendo demasiado dubitativo, a Tupra nunca le habría sucedido algo así, él lo habría suprimido del cuadro cuando lo tuvo en el borde, y ahora yo tendré que vigilar sus ángulos, por si vuelve a deslizarse dentro, esta vez con espada o con lanza, aunque para eso quizá falte tiempo, porque el miedo nunca se pierde del todo, una vez que se lo conoce'. Aún me rondaban estos pensamientos. Luisa me notó taciturno, quizá algo preocupado incluso, respondí poco a sus bromas, vuelve a gastarme muchas.

– ¿Qué te pasa? -me preguntó-. ¿Te ha ocurrido algo?

– ¿Algo? -contesté entre suspicaz y absorto-. ¿Qué quieres decir? ¿De qué tipo?

– Algo malo, quiero decir.

Sí, me había ocurrido algo malo, y no, no me había ocurrido nada malo. Nada anómalo, en todo caso. A uno le hacen daño y se convierte en enemigo. O hace uno daño y se crea un enemigo. Basta con respirar, ambas cosas suceden mucho más de lo que nos imaginamos, a menudo sin querer y sin que nos demos cuenta, conviene estar atento y mirar los rostros, y aun así no nos enteramos demasiadas veces. Yo me había enterado bien aquella tarde, y enterarse ya es una ventaja. Pero a Luisa no podía decírselo, no podía hablarle de eso, no podía contarle mi encuentro. No nos hemos preguntado apenas sobre nuestro tiempo de separación absoluta, mejor no hacerlo. Ella no me ha hablado nunca de Custardoy, yo a ella tampoco, nunca sabré cuánto lo quiso o Cuánto lo temió. Es quizá lo único sobre lo que jamás le podré decir nada, ni siquiera cuando yo sea pasado o mi final avance ligero y llame ya a la puerta con insistencia, porque creo conocer su rostro y me lo juego todo, hasta su manera de recordarme. Quizá por eso, y también porque yo estoy contento normalmente, tarareo o canturreo a veces como hace ella, y tengo una querencia a entonar o silbar aquella canción con tantos títulos, irlandesa o del Oeste ('Nanná naranniaro nannara nanniaro', así suena o va la melodía siempre), "The Bard of Armagh, que vaticinaba: 'Y cuando me abracen los fríos brazos del Sargento Muerte'; o 'Doc Holliday, que primero se justificaba: 'Pero los hombres que yo maté deberían haberme dejado en paz', y después se lamentaba: 'Pero aquí estoy ahora solo y abandonado, con la muerte en mis pulmones me estoy hoy muriendo'; o ' The Streets of Laredo', cuya letra es la que mejor me sé y la que por tanto canturreo en voz alta o para mis adentros, quién sabe si como recordatorio, sobre todo esa estrofa que termina rogando: 'But please not one word of all this shall you mention, when others should ask for my story to hear'. O lo que es lo mismo en mi lengua: 'Pero ni una palabra de todo esto mencionarás, por favor, cuando otros te pidan escuchar mi historia'.

– No, nada malo.

Mayo de 2007

(Fin del Tercer y último Volumen de Tu rostro mañana)

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