No me di prisa, I did linger and delay o sí esperé y me entretuve, y dejé transcurrir unos dos meses hasta que se presentó aquel 'otro día' en que me decidí a interesarme personalmente por De la Garza, en la Embajada. No es que no me preocupara su suerte, pensaba a menudo en ella con intranquilidad y pesadumbre, y en las jornadas siguientes a aquella noche desagradable y larga estuve atento a los periódicos londinenses por ver si traían alguna noticia al respecto, pero ninguno se hizo eco del incidente, sin duda Rafita ni siquiera había denunciado la agresión ante la policía. La intimidación de Tupra, o la mía al traducir sus palabras con sus instrucciones precisas, había surtido efecto a buen seguro. También compré El País y el Abc a diario (éste por estar más pendiente que otros de las vicisitudes de los diplomáticos, como de las de los obispos), pero tampoco apareció nada en ellos durante los primeros días. Sólo al cabo de unos diez, en un reportaje sobre la inseguridad comparada de las capitales europeas, el corresponsal de El País en Londres mencionaba de pasada en su informe: 'Entre la colonia española cundió cierta alarma cuando se supo, hace unas semanas, que un empleado de la Embajada había sido hospitalizado a consecuencia de la paliza que unos desconocidos le habían propinado una noche, sin aparente motivo y en plena calle, según su versión inicial. Más tarde confesó que la brutal agresión (numerosos hematomas y varias costillas rotas) había tenido lugar en una discoteca de moda y que había sido producto de una reyerta, lo cual tranquilizó los ánimos, al permitir entenderlo como un hecho meramente casual, aislado e incluso tal vez merecido, o por lo menos personalizado'.
A De la Garza le habría sido imposible ocultar su estado a sus superiores y compañeros y habría tenido que justificar su baja, así que habría contado eso, quizá que unos tipos rudos lo provocaron, o que salió en defensa de una dama (a los ofensores de damas les gusta pasar por lo contrario: aún recordaba su frase 'Las mujeres son todas putas, y las más guapas las españolas'), o que alguien había insultado a España y a él no le quedó más remedio que ponerse bravo y fajarse, me dio curiosidad saber qué fantasía habría inventado para salir algo airoso del episodio (airoso según su criterio y en el relato tan sólo, era evidente que lo habían tundido): 'A mí me dejaron mullido, sí, pero no sabéis la somanta de hostias que se llevaron ellos, los clapé de lo lindo', se habría pavoneado, siempre mezclando lo zafio y lo rancio, como tantos de nuestros escritores pasados y presentes, qué plaga. Sólo la antipatía que se le profesaría en su entorno podía explicar lo de 'tal vez merecido', era un tanto impropio, seguramente al corresponsal le habría caído una reprimenda, por opinatorio. Me divirtió imaginarme como un tipo camorrista y rudo, y al menos me enteré de que Tupra había acertado, le había diagnosticado allí mismo, en el lavabo, dos costillas rotas, tres, a lo sumo cuatro, quizá era de los que calculaban el efecto de cada golpe y de cada corte, según el lugar escogido y la fuerza con que los dieran, como cirujanos o matarifes, quizá tenía experiencia y había aprendido a medir la intensidad y la hondura y nunca se le iba la mano, sabía exactamente cuánto daño infligía y procuraba no excederse, si eso no entraba en sus planes. Con él más valdría no pelearse, quiero decir físicamente.
Así que lo dejé correr un tiempo, prefería llamar a De la Garza o ir a verlo cuando estuviera más recuperado y se le hubieran aplacado un poco el rencor y el susto; y el miedo, lo más profundo. Por lo que supe nos había obedecido, a Tupra y a mí, nos había hecho caso: ni siquiera le había ido con el cuento a Wheeler, ni a su influyente padre de ya menguante influencia, Don Pablo. A aquél hacía bastante que yo no lo visitaba, pero seguía hablando con él por teléfono cada diez o quince días, conversaciones encantadoras y estimulantes, como casi siempre, pero más bien rutinarias. Una vez le mencioné despreocupadamente a Rafita y me atajó en seguida: 'Oh, ¿no te has enterado de lo que le sucedió? Algo terrible, le dieron una paliza en toda regla y todavía está en el hospital, creo. No lo sé por él directamente, aún no está para hablar con nadie, sino por gente de la Embajada y por su padre, que vino a Londres para acompañarlo y cuidarlo en los primeros días, estuvo con él todo el tiempo, ni siquiera pudo desplazarse a Oxford, y como yo ya no me muevo, ni pudimos vernos'. 'Vaya por Dios, ¿y cómo fue eso?', le pregunté hipócritamente. 'No lo sé bien', me respondió. 'Debía de estar borracho y al parecer se ha desdicho de sus explicaciones un par de veces, se ha contradicho, lo mismo ni él lo sabe a ciencia cierta, o no lo recuerda por los vapores, ya viste cómo le daba a la frasca, en seguida hizo amistad con Lord Rymer aquí en casa, ¿te acuerdas? Se pasaría de impertinente, supongo, con ese léxico grosero y para mí incomprensible que le da por emplear a veces, por lo visto fueron compatriotas suyos, es decir, vuestros, quienes le zurraron la badana en el cuarto de baño de una discoteca, como si hubieran quedado allí para pegarse, suena a cosa de colegiales, ya le cuadra. Pero lo cierto es que lo machacaron, eso no fue cosa de niños, le rompieron varios huesos fundamentales. En el lavabo de los discapacitados, por cierto: todo un augurio.' Wheeler no podía evitar verle un lado cómico a casi todo, así que añadió con malicia leve (me imaginé fácilmente la sonrisa ocular en su rostro): 'Ahora creo que es pura escayola. Algunos enfermos lo atisban desde el pasillo y lo confunden con la Momia'. Y ya siguió con otro asunto, relativo a la peculiar expresión que había intercalado en español, obviamente: '¿Aún decís eso, "zurrar la badana", o resulta muy anticuado? A propósito, nunca he sabido qué significaba "badana", ¿tú tienes idea?'. Me di cuenta de que no tenía ni zorra, una vergüenza semejante a la que me hacían pasar mis alumnos oxonienses tantos años atrás, cuando me veía obligado a mentirles en clase ante sus preguntas malintencionadas y a improvisar etimologías descabelladas y falsas de las que tomaban nota seriamente. 'El español es una lengua, mucho más que el inglés y que otras, en la que con frecuencia ignoráis lo que estáis diciendo', continuó Sir Peter, 'y sin embargo lo decís todo con gran ufanía y desparpajo: ¿qué diablos significa "joder la marrana", por ejemplo? Quiero decir literalmente. ¿O "a pie juntillas" (hay autores ignorantes que escriben "a pies juntillas", lo he observado, y no sé ahora, pero antes no estaba admitido)? ¿O "a pie enjuto", o "a dos velas", o "caérsele los anillos"? Los anillos nunca se caen, al contrario, cuesta quitárselos. ¿Y por qué llamáis "manzanas" a los bloques de edificios entre calles? Al parecer nadie lo sabe, se lo he preguntado hasta a miembros de la Real Academia Española y todos se encogen de hombros sin preocuparse ni avergonzarse. Hmm, "manzanas", ¿no es absurdo? No hay ninguna semejanza con la fruta, ni siquiera a vista de pájaro… ¿Y por qué hacéis ese gesto raro que equivale precisamente a "a dos velas"? Os lleváis dos dedos a las fosas nasales y los bajáis hasta el labio superior, es muy extraño, no veo la relación con nada. Habláis mucho con ademanes y gestos y la mayoría no tienen sentido, son poco transparentes, a menudo incoherentes con su significado, como ese de apoyar los dedos tiesos sobre la palma vertical de la otra mano, ¿sabes cuál digo?, te lo haría si me estuvieras viendo, no te veo ya nunca, vienes poco, ¿Tupra te explota o es que tienes novia?, creo que con él se indica "Corta, no sigas", ¿o es quizá "Vamonos"…?'
Wheeler era incansable con las cuestiones lingüísticas y los modismos, se detenía y demoraba en ellos y se olvidaba del resto momentáneamente, y yo, como supe desde que por primera vez di clases de traducción y de español allí en Oxford, tenía un profundo desconocimiento de mi lengua, algo por lo demás no muy grave, que
comparten conmigo casi todos mis compattiotas y andan tan frescos. Empezaba a pensar que a veces se le iba un poco la cabeza como se le iba el habla. No de la misma manera, no es que se quedara en blanco, en absoluto, y tampoco que desvariara o se hiciera líos, sino que divagaba algo más de la cuenta y no escuchaba con las mismas alacridad y atención con que lo había hecho siempre, como si lo exterior le interesara menos y lo interior le ganara terreno, sus disquisiciones, sus cavilaciones, su pensamiento insistente como suele serlo el de los viejos, tal vez sus recuerdos aunque éstos no fuera muy propicio a contarlos ni a compartirlos, pero quizá sí a rememorarlos mentalmente, a ordenarlos, a desplegarlos ante sí mismo y explicárselos y sopesarlos, o acaso era sólo a colocarlos bien rectos y a contemplarlos, como quien da unos pasos atrás y mira su biblioteca o sus cuadros o sus alineados soldaditos de plomo si los colecciona, lo que se ha acumulado y dispuesto a lo largo de una vida entera, seguramente sin más propósito que ese -y ese se encuentra-, el de retroceder y mirarlos.
Esa especie de locuaz ensimismamiento que le notaba por teléfono me hacía temer en ocasiones que no me restara ya demasiado tiempo para preguntarle cuanto quería preguntarle siempre e iba aplazando por discreción, por respeto, por mi aversión a sonsacar a las personas y desvalijarlas de lo que se reservan o guardan, a resultar excesivamente curioso o aun impertinente, por mi natural tendencia a esperar que la gente me diga sólo lo que desee plenamente decirme y no lo que esté tentada a contarme por el hilo o enredo de la conversación o por el halago o la vehemencia -la tentación de contar es tan fuerte como pasajera, y es fácil que desaparezca en cuanto se la ha resistido o bien se ha cedido a ella, sólo que en este último caso ya no hay remedio sino sólo arrepentimiento o, como dicen los italianos, rimpianto, lamento rumiado para nuestros adentros-. Y lo cierto es que quería preguntarle cosas antes de que fuera muy dificultoso o imposible, quería saber de su paso por la Guerra Civil, que tanto había marcado a mis padres, aunque hubiera sido anecdótico y breve, ignorado por mí hasta hacía poco; de sus andanzas con el MI6, de sus encargos especiales en el Caribe, el África Occidental y el Sudeste Asiático entre 1942 y 1946, según rezaba el Who's Who, en La Habana y en Kingston y en otros sitios desconocidos, aunque tuviera aún prohibido revelarlas al cabo de sesenta años y sin duda de los que le quedaran de vida, se llevaría el relato a la tumba si yo no se lo arrancaba, aquel Teniente Coronel Provisional Peter Wheeler, nacido en las antípodas Rylands; de su callada relación con su hermano Toby, a quien yo había conocido primero y admirado y llorado, sin tener ni idea del parentesco; también de su actividad con el grupo para el que en su creación no hubo nombre ni debía haberlo ahora, ni 'intérpretes de personas' ni 'traductores de vidas' ni 'anticipadores de historias', había criticado a Tupra por emplear en privado tales términos: 'Los apelativos, los motes, los apodos, los alias, los eufemismos hacen fortuna y se quedan sin que se dé uno cuenta', había dicho, 'acaba uno refiriéndose a las cosas o a las personas siempre de la misma forma, y eso se convierte con facilidad en un nombre. Y luego ya no hay quien lo quite, ni quien lo olvide'; y era verdad, yo ya no podría olvidarlos porque formaba parte de aquel grupo y eran esos los que había oído, o de sus degradados herederos contemporáneos; y también quería saber de la muerte de su mujer Val o Valerie, tan joven, aunque él prefiriera dejar eso siempre para otro día y además pensara en el fondo que nunca debía contarse nada.
Incluso me parecía -era menos una comprobación que una sospecha- que Wheeler podía estar aflojando la mano que antes agarraba y no soltaba la presa, como aún hacíamos Tupra y yo y la joven Pérez Nuix probablemente, los tres todavía en edades desasosegadas o por lo menos interventoras, cuánto duran en verdad los afanosos años, los de la zozobra y la aceleración del pulso, los del movimiento y el vuelco, el vértigo, los de aquellos y tantos pasos, tantas dudas y tal tormento, en que se forcejea y urde y lucha y se aspira a hacer rasguños al otro y a evitárselos a uno mismo y a torcer las cosas en su beneficio, aunque éste se disfrace a menudo de nobles causas con tanto arte que hasta a nosotros nos engaña, artífices de los disfraces. Quiero decir que Wheeler se apartaba de sus maquinaciones y de lo que se hubiera trazado, o esa impresión me daba, como si la voluntad y la determinación le hubieran por fin menguado o quizá de pronto las desdeñara y no les viera ya compensación ni mérito, tras décadas de fortalecérselas y cultivárselas y alimentárselas, y desde luego de aplicarlas. Estaba concentrado en sí mismo, poco más le interesaba. Tenía más de noventa años, no podía extrañar ni reprochársele, ya era hora.
Y a pesar de esos avisos, de mi creciente temor a no disponer de un tiempo que con él siempre había sentido como ilimitado, yo seguía aplazando mis visitas y mis preguntas y no iba a verlo. También habría querido que me contara más de Tupra, de sus antecedentes, su historia, su peligrosidad, su carácter, de las 'probabilidades en el interior de sus venas' -él sabría más de ellas, lo conocía desde hacía más tiempo-, sobre todo tras aquella noche de la espada y los vídeos cuyo recuerdo me había hostigado durante semanas y lo haría indefinidamente; pero sobre este asunto, una vez que decidí no largarme ni sustraerme, no abandonar aún mi puesto y con él mi actividad, mi salario y mi aturdimiento, tal vez rehuía la posibilidad de averiguar de veras y de que, si Wheeler me complacía y descifraba a Tupra cabalmente, eso me hiciera parar lo que de momento, no sin violencia, había resuelto que continuara. Me daba cuenta de que había llegado a un punto en el que cada jornada que transcurría se me hacía más difícil dar marcha atrás, no digamos dejarlo todo y regresar a Madrid -a trabajar en qué, a vivir cómo, a estar cerca de Luisa mientras ella se me alejaba-, de donde sin embargo tampoco había salido enteramente. Mi mente estaba allí en gran medida, pero no mi cuerpo, y éste se iba acostumbrando a deambular por Londres y a respirar sus olores al despertar y al adormecerse (siempre con un ojo abierto, por la falta de persianas o como un habitante más de la isla grande), a pasar parte del día en compañía de Tupra y Pérez Nuix y Mulryan y Rendel y en ocasiones de Jane Treves o Branshaw, a ciertas rutinas inicialmente salvadoras en las que, sin haberlo previsto, de repente uno se encuentra prendido como en una tela de araña, sin ser capaz de imaginar otra vida distinta de la que lleva, aunque ésta no sea gran cosa y haya llegado como por azar y sin que la llamara nadie. No, ya no me resultaba fácil pensarme en otro trabajo menos cómodo y peor pagado, menos atractivo y variado, al fin y al cabo cada mañana me enfrentaba a nuevos rostros o ahondaba en los conocidos, y era un reto desentrañarlos. Apostar por sus probabilidades, vaticinar sus comportamientos, era casi como escribir novelas, o por lo menos semblanzas. Y de vez en cuando había salidas, traducciones sobre el terreno y algunos viajes.
Así que también iba retrasando mi vuelta a Madrid, me refiero a una visita a mis niños y a mi padre y a mis hermanos y amigos, habían pasado demasiados meses sin poner pie en mi ciudad y por lo tanto sin ver ni percibir a Luisa, que era lo que más me atraía y asustaba. A ella le había dicho, dos días después de aquella noche, cuando la había telefoneado para inquirirle sobre el bottox y las manchas mujeriles de sangre, que aún tardaría un poco. 'Los niños preguntan que cuándo vienes', había llevado buen cuidado en no preguntarlo ella, y en no incluirse. 'No sé si será muy pronto’, le había contestado yo, y le había mencionado que debía acompañar a mi jefe en un viaje, no se sabía cuándo, podía ser en cualquier momento, estaba atado hasta entonces. Y era cierto, así me lo había anunciado Tupra, sólo que al final fueron varios los viajes a los que me arrastró durante el mes siguiente, desplazamientos breves, de un par de días, tres dentro de la isla grande y uno a Berlín, al continente.
Los dos fuimos a Bath con Mulryan, a Edimburgo solos y a York con Jane Treves, quien al parecer era de Yorkshire y conocía el terreno, aunque no vi que hiciera falta ser un experto para moverse por aquellas ciudades de tamaño bien humano. A Pérez Nuix no la llevaba, quizá para castigarla por su tentativa de engaño en el asunto de Incom-para y de su palizado padre, del que me debía de considerar cómplice ingenuo y muy poco responsable, o quizá para que no coincidiéramos ella y yo en hoteles juntos, se me ocurría: a veces pensaba que él lograba enterarse de todo, y que así estaría al tanto hasta de lo sucedido en mi casa, en mi cama, en silencio y como si no pasara, la noche de la lluvia constante.
En cada sitio tuvimos una sola reunión en la que yo pudiera ser útil como intérprete, de lenguas o de personas, y en Tupra vio a más gente, como supuse, fue por su cuenta y no me invitó a esos encuentros. En Bath se alojó en un hotel distinguidísimo (Mulryan y yo en otro sólo agradable, nuestra jerarquía era distinta), el Royal Crescent si no recuerdo mal el nombre, en el cual vivía 'casi permanentemente', dijo mi jefe, un millonario mexicano, 'oficialmente retirado pero aún muy activo a distancia y desde ¡a sombra', con el que deseaba llegar a unos acuerdos. Aquel hombre, de avanzada edad, pelo y bigote blancos, con vestigios de apostura o ésta en vísperas de derrumbarse, parecido al viejo actor César Romero y apellidado Esperón Quigley, hablaba un esmerado inglés con mal acento (les sucede a muchos latinos de los dos continentes), y mi concurso sólo fue necesario en unas cuantas ocasiones, cuando la dicción del caballero resultaba tan opaca para el oído inglés puro de Tupra y el medio irlandés de Mulryan que las correctas palabras se les hacían irreconocibles, en la extravagante pronunciación de Esperón Quigley. Como de costumbre, no presté atención a lo que dirimían, no era asunto mío, a priori me aburría y prefería no enterarme. El resto del tiempo me quedó libre, y me dediqué a pasear, a contemplar el río Avon, a visitar los baños romanos y algunos comercios de antigüedades y releer a Jane Austen en un sitio en el que ella había estado unos años de escasa fertilidad literaria, así como alguna página de William Beckford, que se recluyó allí largo tiempo y vivió y murió a disgusto, lejos de su querida abadía o mansión de Fonthill que lo había conducido a la ruina. En una de mis vueltas por la ciudad me topé asombrado con una tienda, una joyería y relojería de copete más bien mediano, que se llamaba Tupra inverosímilmente. No estaba lejos de otra con más pretensiones que, si no me falla la memoria, se anunciaba en el escaparate como proveedora del Almirantazgo (me imaginé que se referiría sólo a relojes, y no a pe-druscos y abalorios para la marinería). Cuando le mencioné la coincidencia a Tupra, me contestó secamente:
– Oh sí, ya lo sé. Nada que ver. Ninguna relación en absoluto. Ninguna. -Podía ser cierto o falsísimo, y el relojero ser su padre. Pero no me atreví a insistirle.
Aun así no pude dejar de hacerle una broma privada, como se dice en su lengua:
– En todo caso sería más propio que la provisión al Almirantazgo la hiciera la relojería Tupra y no otra cercana que he visto que se encarga aquí de eso. Aunque sólo sea por tus relaciones, por nuestras relaciones con el antiguo OIC, ¿no te parece?-Recordaba las palabras de Wheeler aquel domingo antes del almuerzo, en Oxford, cuando me habló de las dificultades para reclutar a los integrantes iniciales del grupo, nada más creárselo: 'Hubo que peinar a toda velocidad el reino. La mayoría provino de los propios Servicios Secretos, del Ejército, algunos del antiguo OIC, nunca lo has oído, el Operational Intelligence Centre de la Marina, eran pocos pero muy buenos, quizá los mejores; y por descontado de nuestras Universidades'. Y vi una expresión de extrañeza y vago recelo en Tupra (como si se preguntara cuánto más sabía, y si me habría subestimado en mis aprendizajes), al oír en mi boca aquellas siglas pretéritas, que era raro que conociera un español del siglo XXI, y aun de la segunda mitad del XX.
También me dejó ratos libres durante los dos días de Edimburgo, y allí paseé de nuevo y releí a sus dos hijos mejores, Conan Doyle y Stevenson, algunos cuentos, y subí hasta Calton Hill para divisar la vista que más entusiasmaba al segundo, deslumbrante pese al transcurrido tiempo. De él me llevé asimismo unos poemas y un librito sobre la ciudad, Picturesque Notes era el subtítulo, de 1879 nada menos. Hablaba allí de Greyfriars, y contaba cómo cerca de este cementerio ajardinado, desde la ventana de una casa ya entonces demolida cuyo emplazamiento le señaló un sepulturero, vigilaba el ladrón de cadáveres Burke, que junto con su compinche Haré los sacaba de sus tumbas aun frescos para venderlos a los científicos y anatomistas, y había acabado por asesinar a gente para acelerar el proceso y que no decayera el comercio: 'Burke, el hombre de las resurrecciones', decía Stevenson con ironía, 'infame por tantos asesinatos a cinco chelines por cabeza, solía sentarse acto seguido, con pipa y gorro de dormir, a ver pasar los entierros de camino hacia la hierba'. Ese era uno que no había tenido paciencia, pensé, para que se le aparecieran los rostros mañana, y prefería verlos desfilar, fumando, como eran ayer y para siempre.
Y a Tupra le leí en voz alta, en el viaje en tren hacia Edimburgo, los dos solos, unos versos que Stevenson había escrito hacia el final de su vida en los Mares del Sur, en Apemama, con verdadera y extraña nostalgia por 'nuestra ciudad ceñuda': 'El viento vomitante del invierno, la arrojadiza lluvia, el infrecuente y bienvenido silencio de las nieves, la mañana tardía, el día macilento, la noche, el mugriento sortilegio de la ciudad nocturna, ¿os acordáis? Ah, si pudiera uno olvidarse', decía, echando sinceramente de menos tan desolador panorama. Y más adelante añadía: 'Cuando la luz de mis ojos expirantes disminuya y ceda, y la voz del amor llegue insignificante a mis oídos que estarán cerrándose, ¿qué sonido vendrá sino el viejo grito del viento de nuestra ciudad inclemente? ¿Qué volverá sino la imagen del vacío de la juventud, llenado por el ruido de pasos y aquella voz de descontento y embeleso y desesperanza?'. Y en otro poema aún le persistía el mismo espíritu, desdeñando los mares remotos y cálidos que con tanto ahínco había buscado, y añorando terriblemente 'nuestro borrascoso clima' de Edimburgo: 'Un mar que no está en los mapas envuelve y confina a una isla sin luces, en vano, al hijo errante. La voz de generaciones muertas me llama, sentado en la lejanía, a levantarme, con diligencia volver atrás sobre mis numerosos pasos, y, acabado todo cambio, tenderme cuan largo soy en aquella notable ciudad de los muertos'. Así que le leí estos versos, claro está que en su lengua, en la de Tupra y en la de los versos: 'The belching winter wind, the missile rain, the rare and welcome silence of the snows, the laggard morn, the haggard day, the night…'.
– ¿Tú crees que sucede así siempre, Bertram? -le pregunté, lo llevaba sentado enfrente, él en el sentido de la marcha, yo en el contrario-. Tú que sabes de muertes -añadí con algo de mala idea-, ¿crees que al final todos nos volvemos hacia el lugar primero, por humilde o deprimente o tenebroso que fuera, por mucho que nuestra vida haya cambiado y se hayan transformado nuestros afectos y hayamos alcanzado inimaginables fortunas y logros a lo largo del trayecto? ¿Crees que uno acaba por mirar siempre de nuevo hacia su pobreza, o su degradado barrio, o hacia la pequeña ciudad de provincias o el mortecino pueblo desde el que se asomó, al resto del mundo, y del que durante tantos años salir pareció imposible, y que entonces se echa todo eso en falta? Se cuenta que los muy viejos recuerdan sobre todo su infancia y casi se encierran en ella, mentalmente, y que tienen la sensación de que todo lo habido en medio, entre aquel periodo lejano y su presente declive, sus codicias y sus pasiones, sus combates y sus reveses, ha sido falso, una acumulación de distracciones y errores, y de inmensos afanes por cosas que en realidad no importaban; y se preguntan si no ha sido todo un interminable rodeo, una travesía inútil para regresar a lo esencial, al origen, a lo único que de verdad cuenta… cuando se llega a fin de cuentas. -Y pensé entonces: ¿Por qué se enfrentaron y para qué tanto esfuerzo, para qué guerrearon en lugar de mirar y de quedarse quietos, por qué no supieron verse o seguirse viendo, y a qué tanto sueño y aquel rasguño, mi dolor, mi palabra, tu fiebre, y tantas las dudas, y tal tormento-. Tú sabrás mucho de eso, habrás estado en la muerte de muchos. Y ya ves lo que le sucedía a Stevenson: recorrió medio mundo y al final sólo pensaba en su ciudad natal, desde la Polinesia. Mira cómo empieza este otro: 'Los trópicos se difuminan, y me parece como si yo, desde el Halkerside, o más alto, desde el AMerrnuir, o el escarpado Caerketton, en sueños volviera a mirar…'.
– Esos son montes cercanos a Edimburgo -me interrumpió Tupra como si fuera una nota a pie de página, y se quedó callado. Yo esperé a que respondiera a mis preguntas, a que añadiera algo más. No le había leído los versos tan sólo por gusto y para matar el tiempo del viaje. Y si le había mencionado degradados barrios y provinciales ciudades había sido confiando en que tal vez se diera por aludido y pensara en Bethnal Green, si es que de allí procedía, o en el relojero de Bath, si es que con él había pasado parte de su niñez, por ejemplo, y me hablara un poco de ellos. Pero Tupra sólo contestaba a lo que quería, lo tenía bien sabido-. Stevenson se marchó a Samoa por su salud, principalmente, que yo recuerde -dijo al cabo de unos segundos-, no por ansia aventurera. Y además él no era viejo. Murió a los cuarenta y cuatro años.
– Eso da lo mismo -contesté yo-. Cuando escribió estos poemas debía de notar que su fin estaba próximo, y sólo se acordaba, con enorme nostalgia, del inhóspito lugar de su infancia. Fíjate en lo que dice en estos versos: '…y cuando la voz del amor llegue insignificante a mis oídos que estarán cerrándose…'. Ves, ni siquiera la cercanía de su mujer le cuenta, o prevé que no va a contarle, en su última conciencia del mundo, en sus últimos instantes, sino sólo las momentáneas visiones del pasado que 'refulgen y se esfuman y perecen'… Y mira con qué claridad termina: 'Esas yo recordaré, y luego todo lo olvidaré', así dice.
Tupra se quedó pensativo un momento. Nadie se resiste a un análisis de textos, lo sé por experiencia.
– Cómo puede ser. ¿A ver? Repíteme lo del amor insignificante,
Y se lo repetí:
– 'Yet when the voice of love shall fall insignificant on my closing ears…'
– Tonterías -me cortó Tupra. 'Nonsense', fue la palabra en su lengua-. Eso no fue lo mejor que escribió Stevenson. Desde luego no era un gran poeta. -Volvió a quedarse callado, como para subrayar su veredicto, y después añadió, para mi sorpresa-: Pero léeme más, anda.
A casi todo el mundo le gusta que le lean en voz alta. Y volví a ello:
– 'Situada a lo lejos entre campos y bosques, veo a la ciudad surgir espléndida de sus bancos de humo, rocosa, con torreones y agujas, su fortaleza virgen embanderada…' -Y mientras seguía miré con disimulo a Tupra y lo vi complacido, pese a que no le gustaran los poemas de Stevenson-. 'Allí, sobre la extensión soleada de una colina, junto a la casa de los reyes, reposan los muertos, mis muertos, los de palabra fuerte y pronta. Sus obras, donde la sal se incrusta, aun perviven; el mar acribilla las torres que erigieron; la noche se estremece atravesada por sus luces intensas. Los artífices, uno tras otro, aquí, en esta enrejada celda donde la lluvia borra y el orín consume, se hundieron en el silencio eterno…'
Y quién sabía si a él nadie había vuelto a leerle desde la infancia.
Allí, junto al Firth of Forth y el Fife, en Edimburgo, requirió mis servicios solamente una noche, para otra cena-cum-celebridades o cum-mamarrachos que también era cena-cum-Dick Dearlove, o el cantante planetario a quien así he llamado. Por suerte no me obligó a asistir al concierto que éste ofreció en el Festival previamente, aunque sí a fingir ante todos que me lo había tragado del primer a! último acorde con indescriptible entusiasmo: 'Acuérdate de mencionar la interpretación fabulosa de "Peanuts from Heaven” y la milagrosa de "Bouncing Bowels” esas dos las incluye siempre en versiones heterodoxas, cada vez suenan distintas aunque sean ya clásicos suyos', me advirtió por si acaso me preguntaba alguien o el mismísimo Dearlove, cerca del cual se las ingenió para sentarme. 'Con el pretexto de entretener a esos dos compatriotas tuyos que ahora lleva a menudo en su séquito, procura darle charla, aun a riesgo de resultar entrometido y pesado, lo más que puede ocurrir es que no te haga caso o que se cambie de lugar para evitarte. Hablale de su tremendo éxito en España, y no se lo circunscribas al País Vasco, por lo que más quieras: eso podría ofenderlo aunque sea cierto, por local y limitado. Llama su atención, cáele en gracia, invítalo a tomarse confianzas, sonsácale lo que puedas sobre su supuesto simbolismo sexual, allí donde vaya, él se lo cree, en todas partes. Que se sienta halagado y propenso a jactarse, invéntate gente española que sabes que está por sus huesos, que daría lo que fuese por echarle mano al paquete, conocidos tuyos, gente real cuya figuración lo encienda, jovencitos, tus propios hijos, ¿qué edad tienen?, no, son demasiado niños, pues sobrinas y sobrinos tuyos, lo que sea, sondéalo a ver qué te cuenta, después de las actuaciones está agotado a la vez que eufórico, se le suelta la lengua y anda con la guardia baja, por la excitación y las aclamaciones y por lo que se haya metido antes para aguantar el desenfreno, no sé cómo no ha reventado ya, tantos años sometiéndose a estas superconcentradas sesiones de gloria. A mí me conoce demasiado, pero con un desconocido al que no va a volver a ver (no creo que te recuerde de la otra vez), con alguien como tú puede que largue mucho más que conmigo o que con cualquier otro inglés, se sentirá más impune y a los divos les gusta presumir sobre todo con los recién llegados, también necesitan renovarse el auditorio de impresionables. Ojalá te contase alguna aventura, algún triunfo sexual llamativo, alguna hazaña, tú ve por ese camino aunque te parezca impertinente, ya te digo, lo peor que pasaría es que te diera la espalda y no quisiese entrar en materia. A ver si lo confirmamos, si nos hacemos una idea más clara de hasta qué punto sería o es capaz de poner en peligro la visión de su biografía, de en qué medida se arriesgaría a exponerse a ese horror narrativo tuyo, y a acabar engrosando las filas de la hermandad Kennedy-Mansfield, de las que ya no existe deserción posible.' Así hablaba Tupra a menudo, en particular cuando nos daba instrucciones o nos hacía encomiendas, con una mezcla de coloquialismos y de expresiones desusadas o singulares suyas, como si en esa habla se fundieran sus probables orígenes arrabaleros y su indudable formación oxoniense, me costaba recordar que de medievalista y en la frecuentación de Toby Rylands, o es que la figura de éste se me iba borrando, absorbida por la de su hermano Peter, hay ciertos vivos que incorporan o abarcan, o se superponen a los muertos que les fueron próximos, y hasta los tachan.
Lo que Tupra me pedía me parecía una empresa imposible: que Dick Dearlove me hablase a mí en esos términos y de esas cosas, aún más con gente en medio, en una cena de veinte o más comensales, pendientes todos de su apoteosis. Lo intenté, con todo; Tupra no me exigía resultados. Me colocó casi enfílente del ídolo, y aunque las personas que lo flanqueaban trataban de acaparar su interés mediante alabanzas, logré meter algunas bazas que le suscitaron curiosidad, más por peculiarmente españolas que por mérito mío.
– ¿Cómo es que en España son tan permisivos sexualmente? -me preguntó tras un breve intercambio de comentarios sobre costumbres y leyes-. Durante mucho tiempo tuvimos la impresión contraria en Inglaterra.
– Esa impresión era correcta -contesté. Y precisamente para ver si le sonsacaba algo, me abstuve de decir que la que tenía actualmente también lo era, sino que añadí-: ¿Por qué cree que somos tan permisivos ahora, Mr Dearlove?
– Llámame Dick -dijo en seguida-. Todo el mundo me llama así, con buen criterio y mejor tino. -Y soltó una risa ya gastada, que sus vecinos le corearon. Supuse que era una broma que habría hecho mil veces a lo largo de su vida de agasajo y coba (pero siempre queda alguien que no la ha oído, era un hombre consciente de eso, de que nada se agota del todo nunca, por mucho que se lo estruje), jugando vulgarmente con uno de los significados de la palabra ‘dick’ que no es otro que el de 'polla'. Al fin y al cabo era célebre por su hipersexualidad o pansexualidad o hepta-sexualidad o lo que fuese, aunque en público él no lo reconociera, quiero decir ante la prensa-. Pues no sé qué vida llevaras tú en tu país, tú te lo pierdes -añadió con paternalismo-, pero cada vez que he ido allí de gira me han faltado energía y tiempo para atender a la descomunal demanda. Todo el mundo parece dispuesto a que le pongan un rabo, mujeres, hombres y casi niños. -Y rió de nuevo, con carcajada menos antigua-. Quizá con la excepción del País Vasco, donde parecen desconocer el sexo, o limitarse a imitarlo porque han oído hablar de él en otros sitios, en el resto de España he tenido que hacer castings para escoger los huéspedes de mi cama, o de mi cuarto de baño si la cosa había de ir rápida, de tanta oferta tras los conciertos, y también antes: en los vestíbulos de los hoteles se han formado colas para subir a mi habitación un rato, y casi siempre me ha valido la pena interrumpir el descanso. Mucho más fogosos que aquí, y mucho más fáciles; en Gran Bretaña hay más castidad, por increíble que suene, y no digamos en Irlanda, ahí sí que son remilgados, como los vascos.
De pronto me molestó que hablara así de mis compatriotas, como si fueran hordas sexuales, con displicencia. Me molestó pensar que aquel gárrulo con fama se llevaba jovencitas o jovencitos al catre sin mérito y sin esfuerzo en Barcelona, Gijón, Madrid o Sevilla, daba lo mismo, cada vez que pisara España, y allí había dado unos cuantos conciertos a lo largo de los años. Hasta me alegró saber que en San Sebastián y Bilbao se lo ponían más arduo, algo era algo; y al notarme esta reacción pueril e idiota me di cuenta de que nunca nos libramos del patriotismo enteramente, todo depende de las circunstancias y de dónde estemos y de quién nos hable para que de repente surja un vestigio, un resto. Yo puedo pensar y decir cosas terribles de mi país, al que hoy considero envilecido hasta la médula y embrutecido en demasiados aspectos; pero si las oigo en boca de un extranjero despreciable y fatuo, recibo una punzada extraña, si es que no inexplicable, algo similar a lo que debió de sentir De la Garza, él tan primario, cuando vio que yo no lo defendía del inglés con espada que iba a decapitarlo, y quizá pensó en chivarse al Juez de esta manera más adelante, 'cuando todas esas piernas y brazos y cabezas segadas se junten el último día y griten todas "Morimos en tal lugar"', al cabo de los incontables siglos: 'Me mató este hombre con una espada y de mí hizo dos trozos, y este otro estuvo presente, lo vio, no movió un dedo; y el que asistió y no hizo nada hablaba mi lengua y ambos éramos de la misma tierra, más al sur, no tan lejana, aunque hubiera mar por medio: se quedó ahí mirando como una estatua con cara de pasmo, un tío de Madrid, no te jode, un paisano, uno del foro, y ni siquiera intentó pararle el brazo'. Se ve como una agravante ser de la misma tierra, en efecto, y así lo entendí yo siempre cuando mi padre me contaba los atroces relatos de nuestra Guerra: eran de la misma tierra la miliciana y el niño que aquélla estampó contra la pared de un cuarto piso en Alcalá esquina a Velázquez, y lo eran Emilio Mares y los hombres que lo torearon en Ronda, y aún más lo era el malagueño de la boina roja que le entró a matar, le dio puntilla y luego no se privó de castrarlo. Lo eran Del Real el delator y mi padre, y también el otro, Santa Olalla, el catedrático que aportó su firma de mayor autoridad a la denuncia, y aun el novelista de barato éxito, Darío Flórez, que declaró como testigo de cargo y le hizo llegar aquel aviso siniestro al delatado por mediación de mi madre cuando ella aún no era mi madre ni la de nadie: cSi Deza no vuelve a acordarse de que tiene una carrera, podrá vivir; en otro caso, lo hundiremos'. Para mí habían sido siempre los nombres de la traición, y esos nunca hay por qué protegerlos, y lo fueron porque venían todos de la misma tierra, mi padre y ellos, y en dos de los casos por la amistad preexistente, sin que él les hubiera dado nunca a los otros motivo para retirársela ni cancelársela, sino al contrario.
Ahuyenté mi resquemor absurdamente patriótico. No sólo debía hacerlo si quería proseguir con el encargo de Tupra (había sido mucho más fácil de lo esperado, abordar el tema; y veía los ojos grises de mi jefe a lo lejos, cerca de una cabecera, observándome absorbentes, preguntándose cómo me iba), sino que además no tenía sentido albergarlo. Los mismos comentarios de Dearlove los podía haber hecho un compatriota mío, sin ir más lejos De la Garza, de haber sido él un cantante idolatrado y haber podido elegir entre docenas de chicas para acostarse durante sus giras, y me habrían sentado mal igualmente, por altaneros y despectivos. Y sin embargo, sin embargo… había un escozor añadido, me era imposible negármelo, algo irracional, inquietante, desagradable, atávico. Quizá Tupra sentía lo mismo cuando se hablaba con desdén de Gran Bretaña o de los británicos, en presencia suya y en labios continentales o transoceánicos o de la verde Erín, donde es casi una norma. Y quizá por eso, por coherencia última, no tenía reparo en dedicarse a lo que se dedicaba, con más entrega y ahínco de lo que yo creía, y era verdad lo que me había dicho al poco de conocernos, así lo atenuara con ligero cinismo: Incluso rindiendo a mi país servicio, uno debe procurar eso si puede, ¿no?, aunque sea lateral el servicio…'. Comprendí en aquel momento, extemporáneamente, que lo más probable era que se lo rindiera sin pausa cuando ello no fuera contra su particular beneficio, y que, llegada la necesidad, llegada una guerra, llegado el día, yo no sería para él más que un español de mierda al que no vacilaría en hacer fusilar, como Dearlove había sido para mí, durante mi reacción fugaz patriótica, tan sólo un engreído inglés hijo de puta al que habría dado dos hostias sin pestañear.
Uno de los comensales más cercanos, una diseñadora de extravagantes modas ya entrada en años (ella misma vestía una mezcla incomprensible de refajos, plumas y harapos), me echó sin querer un capote para que la conversación no decayera y siguiera por donde me convenía:
– ¿Ah, sí? -le dijo-. Yo creía que en Bretaña nadie se te resistía, Dickie, y resulta que es en España donde tienes la cama y el cuarto de baño de bote en bote. -No dijo realmente 'Bretaña', sino 'Britain’ que es la forma abreviada de referirse a Gran Bretaña; en cambio sí dijo ‘de bote en bote' o 'a reventar', esto es, ‘jam-packed’
Era evidente que eran amigos y se tenían confianza, o bien Dick Dearlove (así parecía, eso también) hablaba con desparpajo hasta de las cosas más íntimas delante de cualquiera, como era yo; eso les sucede a menudo a los individuos muy célebres y perennemente alabados, acaban por figurarse que cuanto digan o hagan será bien recibido porque forma parte de su continuo espectáculo, y llega un momento en que no distinguen entre lo público y lo privado (excepto si hay un fotógrafo o un periodista por medio, y entonces son más discretos o exhibicionistas según el caso): si son tan aplaudidos en la primera esfera, y tan consentidos, por qué no habrían de serlo igual en la segunda, si en ambas son ellos los indiscutibles protagonistas, todos los días de su vida hasta el término.
– Tú lo sabes mejor que yo, Viva, aunque seas mujer -contestó Dick Dearlove entre irónico y pesaroso-. A nuestra edad; por muy famosos que seamos, y yo lo soy mucho más que tú, hay ocasiones en que no nos queda sino pagar, a tocateja o en especie. Hay un cierto tipo de bocados por los que aquí en Bretaña tengo que pagar casi siempre, rarísima vez me salen ya gratis, hace unos años aún, la mitad de la nación está estreñida; mientras que en España, mira, jamás he debido gastar ni un euro en eso, parece como si allí los jóvenes se dieran por satisfechos no con el acto en sí mismo, tampoco voy a presumir a estas alturas de mis ejecuciones, qué puedo decir, el cuerpo obedece cada vez menos a la imaginación, que en cambio es infatigable, estoy deseando que se me canse un poco, ojalá se adecuaran lo uno a lo otro algo más, todo esto está muy mal pensado, por lo menos para mí; sino con poder luego contarlo a sus amistades, si es que no en algún programa de televisión. Es extraordinario lo mucho que allí se viven las cosas no porque apetezcan de veras, parece, sino tan sólo para contarlas a continuación, ¿no?, un país muy dado al cotilleo y a la jactancia, ¿no es verdad?, un país muy narrativo, de lo más impúdico. -Y las interrogaciones retóricas me las dirigió a mí, como conocedor del paño-. Todo el mundo lo cuenta y lo pregunta todo, en las ruedas de prensa y en las entrevistas me río un montón y me dedico a esquivar, son toscos y descarados y desconocen el sentido de la vergüenza, es insólito para un país europeo. Ha habido polvos españoles en los que he notado claramente que tenían una prisa loca por terminar, y no porque no lo estuvieran pasando más o menos bien, cuidado, de algo sirvo aún, sino de pura impaciencia por salir a dar la noticia, me los imagino llegando muy contentos al bar, o al colegio a la mañana siguiente: '¿A que no sabéis quién me la ha metido hasta el fondo y por todas partes?'. -Se detuvo un instante y se quedó sonriendo un poco alelado, como si aquello le hiciera tanta gracia que podía recuperarla intacta al cabo del tiempo, en mitad de una cena tras un concierto edimburgués. También como si recordara algo del pasado, algo perdido que quizá ya no iba a volver-. No sé si sus amigos les creerán, lo mismo está duro y eso puede convertirse en un problema, porque desde hace algún tiempo los hay que van con su cámara de bolsillo o con su móvil, yo creo que a la caza de pruebas aunque todos dicen que los llevan encima porque los llevan encima siempre, así que hay que cachearlos antes de entrar, no sería divertido que me hicieran una foto en plena función. Todo eso se les requisa, les paso uno de esos aparatos de los aeropuertos, como varitas, ya sabéis, y así además los voy sobando con el instrumento, lo cual les encanta y les da mucha risa, y te vas haciendo una idea de lo que te aguarda, gente bien formada en general. Se dejan hacer como corderillos, con tal de pasar a la habitación. Aquí son mucho menos complacientes y menos vivos, no intentan colarte cámaras ni nada, y eso es lo malo: no les compensa tanto poder contarlo y presumir, o será que aquí me tienen muy visto. Quizá por eso en parte hay que pagar, o lo mismo es que se corrió la voz y ya saben todos que no me resisto, que alguna suma me podrán sacar. Y a veces ni pagando consigue uno gran cosa, bocados tiernos, ¿verdad, Viva?, en nuestras queridas Inglaterra y Escocia y Gales. Ahora no me deprimas diciéndome que tú sí.
El que se estaba deprimiendo era yo. Dick Dearlove habría cumplido ya los cincuenta, seguía siendo famosísimo pero lo había sido más antes, en su plenitud. Aún abarrotaba sus conciertos y provocaba delirios, pero tal vez más por su nombre y su historia que por su presente fuerza, como les ocurre a la mayoría de los cantantes británicos de los años setenta y ochenta que han perdurado y mantenido su actividad, desde Elton John a Rod Stewart o los Rolling Stones. Llevaba el pelo patéticamente largo para su edad, muy rubio y muy rizado, parecía un ex-miembro de Led Zeppelin o de King Crimson o de Emerson, Lake & Palmer que treinta años más tarde intentara conservar sin cambios su enquistado aspecto juvenil. De espaldas, con aquella melena casi frita, podía confundírselo con Olivia Newton-John al final de Grease, sólo que si se daba la vuelta u ofrecía el perfil, sus facciones eran lo opuesto a las edulcoradas de aquella australiana o neozelandesa o lo que quisiera que fuese: la nariz, siempre aguileña, se le había afilado sin curvatura, sólo en sentido horizontal; los ojos, siempre chicos, se le veían ahora agrandados, pero de un modo anómalo y un poco grimoso, como si hubiera logrado realzarlos por el drástico método de afeitarse las pestañas o recortarse los párpados mediante cirugía u otra barbaridad así; y sus indudables esfuerzos para no engordar le habían jugado la mala pasada de dejarle un cuello apellejado y numerosos surcos en mejillas, mentón y frente (quizá le había caducado su ración de bottox), y en cambio no le habían evitado lucir una blanda barriga en medio de un cuerpo estirado y flaco. Nada de eso se le notaba apenas de lejos, cuando se desquiciaba en los escenarios, pero sí en cuanto se bajaba de ellos o en los primeros planos de las pantallas gigantes, que por lo demás no se prodigaban. Se había apartado de la mesa, se había puesto de lado para mirar de frente a la diseñadora Genevieve Seabrook y había cruzado las larguísimas piernas, de manera que pude ver con sorpresa y disgusto que se había embabuchado en algún momento, es decir, en el trayecto hasta el restaurante se había deshecho de sus botas altas característícas -en ninguna actuación las perdonaba, desde hacía tres decenios o más, así hiciera calor- y se había calzado unas ridiculas babuchas doradas y negras, puntiagudas de punta curva y erguida y con los talones al aire (los llevaba tatuados, observé con malestar), que le conferían un aire doméstico o cuasi veraniego que contribuyó asimismo a mi depresión. El tipo me seguía pareciendo tan mamarracho como la primera vez y aún más repelente, pero también me dio una mínima lástima, por el candor con que reconocía sus actuales dificultades conquistadoras y no tener más remedio que apoquinar en sus lances, al menos en los británicos con 'bocados tiernos'. Esperaba no enterarme de cuan tiernos podían ser a lo largo de aquella aberrada conversación, yo no pensaba indagarlo por mucho que Tupra me hubiera encomendado una deprimente misión. De hecho decidí no preguntarle ni sonsacarle a Dearlove nada más, cuanto había oído me daba para un informe somero (al fin y al cabo mis oportunidades eran escasas, con tanto comensal admirativo o cobista alrededor, si no celebérrimo a su vez), y el resto me lo podía inventar si Ure me insistía o me exigía (se me ocurrió que en Escocia Tupra tendería a llamarse así, o tal vez preferiría Dundas en Edimburgo). -No, no te lo diré, querido Dickie -le contestó Viva Seabrook con una sonrisa tan cariñosa como maliciosa en la relativa medida en que puedo calificarla, pues las capas de maquillaje se le abigarraban y debían de sumar el grosor de una máscara mortuoria egipcia, quiero decir de faraón-; pero debes tener en cuenta que a sus edades más tempranas los chicos están dispuestos a todo por metérsela a alguna mujer. Esa es mi suerte, aunque a veces me tapen la cara con la sábana o con mis propias faldas y eso me siente bastante mal. Ahora ya no tanto, pero la primera vez que uno me puso la almohada encima, me entró un ataque de indignación y el jovencito salió huyendo, espantado por mis palabrotas e insultos. Yo creo que estoy de buen ver, pero claro, necesitan no asociarme con sus madres ni con sus tías, comprendo que eso es un anticlímax, y por lo general son tan elementales, tan auténticamente despiadados y brutos… Ya sabes.
Me extrañó que también ella hablara con tanto sans-gêne delante de desconocidos como yo. Quizá lo propiciaban el medio y su vanidad; quizá no veían a la gente a su alrededor, como si sólo los muy famosos se captaran entre sí y el resto del mundo les fuera una nebulosa que no importaba ni contaba más que como público o dique que jalea y aplaude, o que en el peor de los casos guarda un respetuoso o cohibido silencio y se Umita a asistir al diálogo de las celebridades, como si se encontrara a oscuras en un teatro. En cierto sentido era como sí estuvieran solos, ellos dos. Y lo que Dearlove le respondió, tras apoyar unos instantes sus rizos sobre el inmenso escote de Seabrook, como si buscara consuelo o refugio en el seno de la vieja amiga, me reafirmó en esa impresión:
– Oh Viva, cuánto nos queda, o cuánto me queda a mí. Llegará un día en que sólo sea un recuerdo para los de más edad, y ese recuerdo cada vez será más tenue a medida que se vayan muriendo Jos que lo conserven, uno tras otro, la cuenta siempre menguante y nunca más ya creciente, y durante tantos años fue cuenta en aumento que ahora no lo puedo resistir. No es sólo que uno se haga viejo, y que desaparezca, sino que también irán desapareciendo cuantos puedan hablar de mí, los que me han visto y escuchado y los que se han acostado conmigo, por jovencísimos que fueran en el momento, se harán viejos y gordos y morirán, como si padecieran todos una maldición. No es de esperar que mis canciones me sobrevivan y que las sigan oyendo las generaciones futuras, y qué será de ellas cuando yo ya no esté para defenderlas y repetirlas, cuando ya no sea capaz de aguantar conciertos como el de hoy. No volverán a sonar. Ni siquiera he compuesto apenas en los últimos quince años, grandes melodías que otros pudieran recuperar y cantar mañana, aunque fuese en versiones horrendas, y ahora ya no tengo el ímpetu para ponerme a escribir. No creo que me saliera nada memorable. -Y añadió desconertantemente-: Si ni siquiera a McCartney y a Lennon les sale ya nada desde hace siglos, cómo iba a lograrlo yo. Seré olvidado del todo, Viva. No quedará rastro de mí.
Había algo de teatral en su voz y en los ademanes con que acompañó estos lamentos, pero también se notaba que encerraban una parte de verdad. Estiró más las piernas, y yo me erguí un poco para verle mejor los asquerosos talones tintados, sentía curiosidad por distinguir el dibujo o lema de sus tatuajes.
– Pero si Lennon lleva treinta años muerto -no pude evitar decir-. Cómo diablos va a componer.
– Eso no importa -me contestó rápido Dearlove-. Y además, tampoco fue nunca tan bueno. Si no le hubieran pegado unos tiros, la gente hoy vomitaría al oír sus canciones. -'Otro de la hermandad Kennedy-Mansfield’ pensé-. Vaya tipo pretencioso y blando, y con mala voz. -Y a continuación me fulminó con sus agrandados ojos chicos de sajado párpado, como si yo fuera un acérrimo defensor de Lennon, lo que nunca he sido ni seré. Más bien estaba de acuerdo con el diagnóstico del Doctor Dearlove, antiguo dentista, pero hacérselo saber entonces habría parecido coba de la más rastrera.
Al menos mi imprudente intervención tuvo la virtud de ponerlo de momentáneo mal humor, es decir, de animarlo y sacarlo de la melancolía hacia la que se había deslizado, y durante el resto de la cena volvió a ser un hombre alegre y de impertinentes bromas tirando a pesadas. Yo me lo pasé casi callado, aliándome con disimulo de vez en cuando y estirando mucho el cuello para leerle los talones, pero no lo conseguí.
Más tarde, muy harto, informé a Ure o Dundas de la manera más resumida posible:
– Te confirmo cuanto te dije la otra vez, y sólo te hago esta matización: está tan preocupado por su posteridad que quién sabe, a lo mejor cometería un día una barbaridad para que al menos se lo recordase por ella. No cree que su música vaya a perdurar más que él. Así que en un momento de desesperación, lejos de evitarlo a toda costa, podría echarle un borrón a su vida, y darle por ingresar deliberadamente en los Kennedy-Mansfield, como los llamas tú. Pero tendría que ser en medio de una depresión profunda, de una obnubilación, algo así, o dentro de bastantes años, cuando ya esté retirado y no dé conciertos ni lo arrope la multitud. Está tan centrado en sí mismo que ve como una maldición injusta que se mueran quienes lo han admirado y conocido a él, como si eso no les tocara ni lo compartieran cuantos han pisado la tierra o cruzado el mundo. -Y en seguida añadí-: Tú que lo conoces más, ¿sabes qué lleva tatuado en los talones de los pies? -Me parecio conveniente formularle la pregunta con esa absurda especificación, 'de los pies', porque 'heels' también puede significar 'tacones' en inglés.
Pero Tupra no me hizo caso. No se dio por contento y hube de relatarle hasta la última frase intercambiada en la cena, con Dearlove, con Viva Seabrook, con mi compatriota de la farándula que se sentaba cerca y con cualquiera que hubiera metido mínima baza en la conversación. Detestaba que me solicitara estas reproducciones escrupulosas de diálogos, que me obligara a vivirlos por segunda vez. Me sentía como esos vacuos escritores de diarios que registran sus mezquinas vidas con gran detalle y además las dan luego a la imprenta, para tedio de lectores incautos o muy mezquinos y vacuos a su vez.
A York no supe por qué me llevó. Paseamos largamente por eí adarve de la muralla larguísima, circundando la ciudad, como si fuéramos dos centinelas o dos príncipes. Quiso que nos llegáramos en coche a Coxwold, un pueblecito vecino en el que se encuentra la casa que hace dos siglos y medio Ríe la del escritor Laurence Sterne, Shandy Hall, así llamada en honor de su novela más importante, Tristram Shandy. Atribuí su empeño a la influencia de Toby Rylands, quien llevaba años trabajando, cuando yo lo traté, en 'el mejor libro que jamás se haya escrito', según me dijo una vez -no tanto con inmodestia cuanto con convicción-, sobre la otra obra principal de Sterne, A Sentimental Journey o Viaje sentimental como si Tupra quisiera rendir de ese modo homenaje a su antiguo maestro de Oxford o del MI6 o de ambos, a lo que no tuve nada que oponer sino todo lo contrario, y además yo no era quién para objetar. Sin embargo, nada más llegar buscó al encargado de la casa-museo, un hombre más joven que él y que yo y al que me presentó inverosímilmente como Mr Wildgust ('Ráfaga Salvaje' en su literalidad), con el que se encerró a hablar en un despacho mientras me instaba a recorrer por mi cuenta el lugar. En cada habitación de aquella grata y apacible casa de dos plantas había un anciano o una anciana -voluntarios, jubilados sin duda- que, lo quisiera uno o no, daban al visitante extensas explicaciones sobre la vida y costumbres de su dueño dieciochesco y sobre las rehabilitaciones llevadas a cabo en la mansión, tanto en tiempos de un tal Mr Monkman, venerado fundador de la Laurence Sterne Trust, como en la actualidad (aporté de buen grado una pequeña cantidad a la causa). En el amplio jardín cometí un acto probablemente penado por la ley: arranqué una pequeñísima planta, que escondí y mantuve húmeda durante el resto del viaje, y que más tarde, en Londres, sin apenas cuidados ni esfuerzo, se me convirtió en otra planta de extraordinarias lustrosidad y pujanza, aunque nunca averigüé su nombre, ni en inglés ni en español (me hizo ilusión llevarme y conservar algo vivo del jardín de la familia Shandy). Tupra no se molestó en visitar la casa, ya la conocía, dijo, y seguramente era verdad. Al cabo de una hora salió con Wildgust, un semijoven de aspecto afable e inocente y alegre, con gafas y pelo rubiáceo algo largo, y regresamos a York, donde tal vez él se encontró con alguien más, pero yo no. No me pidió ninguna interpretación de nadie ni mi opinión de nada, ni siquiera de Sterne, de la inacabable muralla ni de Shandy Hall.
Costaba creer que un hombre tan práctico como Tupra tuviera otra relación con Coxwold o con Mr Wildgust que la profesional, y a su vez era difícil imaginar por qué iba a ver a éste en persona y de qué podría servirle aquel encargado de vida aparentemente contemplativa -no debía de tener mucho quehacer: cuando llegamos estaba enfrascado en la lectura de una novela, en el puesto de los objetos y las postales, sin cliente alguno-, perdido en una aldea de Yorkshire a la que en su día habían destinado como párroco al no muy vocacional, mundano e irreverente Reverendo Sterne. Tampoco resultaba fácil figurarse cuáles eran sus asuntos con un zapatero berlinés al que fuimos a ver en su diminuta y elegante tienda, llamada Von T (calzado sólo para caballeros, hecho a mano), la vez que viajamos hasta el continente, poco después de estos otros desplazamientos en la isla grande. Claro está que Reresby se probó y compró zapatos, y que el señor Von Truschinsky, de la Bleibtreustrasse, tomó a instancias de Tupra, con unos bonitos y artesanales aparatos de madera que yo no había visto hasta entonces, las medidas exactas y completas de mis dos pies -ancho y largo, altura, empeine y tatuable talón-, en la confianza, dijo con modestia y tacto y en un notable inglés, de que quedara contento y me animara a seguir el ejemplo de mi jefe y le encargara más pares en el futuro, desde Inglaterra o desde España, pues lo cierto es que también yo compré dos pese a los elevados precios, con excelentes resultados, eso sí, y mejora general de mi aspecto a ras de suelo. (Y pensar que una vez había temido que Tupra calzara botos o zuecos o algo peor si lo hay.) Lo raro era que tanto esos pares míos como los que Reresby adquirió eran de sendas marcas inglesas de las que nunca había oído hablar -acaso por exquisitas-, Edward Green, de Northampton, en activo desde 1890, y Grenson, no sé de dónde, desde 1866. Me pareció extravagante viajar hasta Berlín para hacerse allí con ellos -él eligió un modelo Hythe y otro Elmsley, aquél en 'Chestnut Antique' y éste en ‘Burnt Pine Antique’ yo uno Windermere en 'Black’ y otro Berkeley en 'Tobacco Suede’-, en vez de comprarlos en nuestro país, quiero decir en el de Tupra y en el que vivía yo. Después de la ceremonia de medición, llevada a cabo con parsimonia y delicadeza extremas por el dueño y empleado único, Tupra pasó con Von Truschinsky a la trastienda, y departieron tras la cortina durante unos quince minutos mientras yo me distraía mirando catálogos de zapatos finos, de ahí que ahora sepa tanto sobre los verdaderos nombres de sus colores y que algunos de los que llevo los creó el superlativo John Hlustik, lo cual no me dijo mucho entonces pero me sonó a importante y a checo. El murmullo que me llegó no fue de inglés, tampoco tuve la impresión de que fuese de alemán.
Como en York, no me hizo traducir a nadie en Berlín ni conocer a nadie más. Me dejó tiempo libre, no me invitó a una cena que tuvo con gente de la ciudad. Durante el vuelo de regreso pensé que al menos me preguntaría por el zapatero, mi por fuerza superficial opinión, y acaso por el señor Wildgust con retraso, aunque yo no hubiera estado presente en la parte sustancial de sus conversaciones con ninguno de los dos. Pero como al cabo de una hora de pasarlo mal en el aire Tupra siguiera hablándome sólo de carreras de caballos y de fútbol (le reventaban las antinaturales riqueza rusa y antipatía lusa de su equipo de toda la vida, el Chelsea), no me resistí a preguntarle yo a él:
– Por curiosidad, ¿en qué lengua hablabais a solas, Mr Von Truschinsky y tú?
Me miró con tan bien fingida sorpresa que hasta dudé si era real.
– En qué íbamos a hablar, en inglés. En lo mismo que contigo, qué sentido tenía cambiar. Además, yo sé poco alemán.
No era cierto lo del inglés, pero no quise discutir. Así que cambié de tema, o quizá no tanto:
– Escucha, Bertram. Entiendo que me hicieras acompañarte a Bath y a Edimburgo, espero haberte sido allí de utilidad. Pero no me explico por qué quisiste que fuera contigo a York ni por qué he venido a Berlín. No me has dado tarea, no he visto de qué podía servir. Y no me digas que por llevar compañía, porque te desagrada viajar solo. En York tenías la de Jane, aunque luego casi ni la aprovecháramos. -Jane Treves no había tomado parte en la excursión a Coxwold ni caminó largamente por el adarve medieval. Tan sólo habíamos cenado con ella. Podía ser que Tupra la hubiera visto sin mí. Podía ser, por qué no, que él sí la hubiera aprovechado y ella hubiera dormido en su habitación.
– Estaba muy ocupada con sus parientes. La incluí en el viaje más que nada para que tuviera ocasión de verlos. Hacía mucho que no los visitaba. Estoy muy contento de su trabajo. No ha parado últimamente.
– Y en cambio, con todas estas escapadas, a mí me estás obligando a retrasar mi viaje a Madrid. No sé si te das cuenta de que hace siglos que no veo a mis hijos, no los voy a reconocer. Ni a mi padre. Mi padre está muy mayor, sólo tiene un año menos que Peter. A veces tengo miedo de no ir a volver a verlo. -Y aquí sí insistí-: ¿Para qué me has hecho venir? ¿Para comprar zapatos? ¿Para renovarme el calzado?
Tupra sonrió con sus labios gruesos que ni siquiera se le afinaban apenas al estirarlos.
– Convenía que te presentara a Clemens von T, es ya un viejo amigo y da un magnífico servicio, se puede confiar en él. Seguro que a partir de ahora calzarás mucho mejor. Podrás tratar directamente con él, además. Para el mes que viene no hay viajes previstos, así que no habrá inconveniente en que te traslades unas semanas a Madrid. Si quieres. Dos o tres.
Un permiso tan largo. Me desconcertó. Se lo agradecí. Pero no había manera de que contestara a lo que decidía no contestar, eso lo sabía yo bien, ni de que diera explicaciones de lo que no quería o no debía explicar. Abandoné. Supuse que con aquellas frases se refería a otra cosa que a los zapatos, que más adelante me encargaría tratar de algo que no fuera calzado con Clemens von T. Sin embargo lo cierto es que todavía hoy, pasado ya todo el tiempo de la fiebre y el sueño, bien de vuelta ya en Madrid, sigo pidiéndole mis bonitos y duraderos pares a su diminuta tienda de Berlín.
No mintió Tupra en aquel avión, y organicé mi viaje a Madrid para el mes siguiente, una estancia de quince días, me di cuenta de que con eso tendría bastante y hasta quizá me sobraría, quiero decir que no sabría qué hacer allí con mi tiempo, tras haber visto una vez a todos.
Es extraño e incongruente el proceso de las nostalgias, o del echar de menos, tanto si es por ausencia como por abandono o por muerte. Uno cree al principio que no puede vivir sin alguien o alejado de alguien, la pena inicial es tan afilada y constante que se siente como un hundimiento sin límite o como una lanza interminable que avanza, porque cada minuto de privación cuenta y pesa, se hace notar y se nos atraganta, y uno sólo espera que pasen las horas del día a sabiendas de que su paso no nos llevará a nada nuevo sino a más espera de más espera. Cada mañana abre uno los ojos -si se ha beneficiado del sueño que no permite olvidar del todo, pero que confunde- con el mismo pensamiento que lo oprimió justo antes de cerrarlos, 'Ella no está y no va a volver', por ejemplo (sea volver a mí o de la muerte), y se dispone no a atravesar la jornada fatigosamente, pues ní siquiera es capaz de mirar tan lejos ni de diferenciarlas, sino los siguientes cinco minutos y luego otros cinco fatigosamente, y así seguirá de cinco en cinco si es que no de uno en uno, enredándose en todos y a lo sumo tratando de distraerse durante dos o tres de su conciencia, o de su parálisis cavilatoria. No será por su voluntad si eso sucede, sino por algún azar bendito: una noticia curiosa en el telediario, el rato de completar o de empezar un crucigrama, la llamada irritante o solícita de quien no soportamos, la botella que se nos cae al suelo y nos obliga a recoger los añicos para no cortarnos cuando por pereza andemos descalzos, la infame serie de televisión a la que le vemos la gracia -o es simplemente que nos acostumbramos a la primera a ella, de golpe- y a la que nos entregamos con inexplicable consuelo hasta los títulos de crédito concluyentes, deseando que se iniciara al instante otro episodio que nos permitiera aferramos a un estúpido hilo de continuidad hallado. Son las rutinas halladas las que nos sostienen, lo que a la vida le sobra, lo tonto inocuo, lo que no entusiasma ni nos pide participación ni esfuerzo, el relleno que despreciamos cuando todo está en orden y nosotros activos y sin tiempo para añorar a nadie, ni siquiera a los que ya se han muerto (aprovechamos esos periodos para sacudírnoslos de nuestras espaldas, de hecho, aunque eso sirva sólo temporalmente, porque los muertos se empeñan en seguir muertos y siempre vuelven más tarde, para hacernos sentir la punzada de su alfiler en el pecho y caer como plomo sobre nuestras almas).
Pasa entonces ei tiempo, y a partir de un día difuso volvemos a dormir sin sobresaltos y sin recordar en el sueño, y a afeitarnos ya no al azar ni a deshoras sino por la mañana; ninguna botella se rompe ni nos irrita ninguna llamada, prescindimos del culebrón, del crucigrama, de las salvadoras rutinas sobrevenidas que observamos con extrañeza en la despedida porque ya casi ni comprendemos que nos hicieran falta, y hasta de las personas pacientes que nos entretuvieron y nos escucharon durante nuestra temporada de luto, monótona y obsesiva. Alzamos la cabeza y miramos a nuestro alrededor de nuevo, y aunque no haya nada promisorio ni llamativo, ni que sustituya a lo añorado y perdido, empieza a costamos mantener esa añoranza y nos preguntamos si de verdad perdimos. Aparece una pereza retrospectiva respecto al tiempo en que amábamos o nos desvivíamos o nos exaltábamos o nos angustiábamos, uno se siente incapaz de volver a prestar tanta atención a alguien, de tratar de complacerla y de velar su sueño y de ocultarle lo ocultable o lo que le haría daño, y en la asentada ausencia de alerta halla uno un enorme descanso. 'Fui abandonado', piensa, 'por la amante, el amigo o el muerto, tanto da, todos se fueron, el resultado es el mismo, me quedé a lo mío. Acabarán lamentándolo, porque gusta saberse querido y entristece saberse olvidado y yo ahora los voy olvidando, y el que muere, más o menos, también sabe lo que le espera. Yo hice cuanto pude, aguanté a pie firme, y aun así se me apartaron.' Cita uno entonces para sus adentros: 'La memoria es un dedo tembloroso'. Y añade luego de su cosecha: 'Y no siempre atina a señalarnos'. Descubrimos que nuestro dedo ya no atina, o que lo logra cada vez menos, y que quienes nos absorbieron la mente noche y día y noche y día, y estaban fijos en ella como un clavo martillado y hundido, se desprenden poco a poco y comienzan a no importarnos; se tornan borrosos, temblorosos ellos mismos, y hasta se puede dudar de su existencia como si fueran una mancha de sangre ya frotada, lavada y limpiada, o de la que sólo queda el cerco, lo que mas tarda en quitarse, y ese cerco ya va cediendo.
Pasa entonces más tiempo y llega un día, antes de que desaparezca el rastro, en el que la mera idea de acercarse a ellos nos representa de pronto una carga. Aunque no vivamos contentos y todavía los echemos en falta, aunque aún suframos por su lejanía o su pérdida en alguna ocasión suelta -una noche miramos desde la cama nuestros zapatos solos, dejados al pie de una silla, y nos invade la pesadumbre al acordarnos de los de tacón de ella que solían ponerse a su lado año tras año, subrayando que éramos dos hasta en el sueño, en la ausencia-, resulta que quienes más quisimos, aún queremos, se han convertido en gente de otra época, o perdida por el camino -el nuestro, a cada uno le cuenta el suyo-, en seres casi pretéritos a los que no apetece volver porque ya nos son consabidos, y el hilo de la continuidad se ha roto con ellos. Miramos siempre el pasado con un sentimiento de superioridad soberbio, hacia él y hacia sus contenidos, así sea nuestro presente más bajo o más desdichado o enfermo, y el futuro no nos augure mejoría de ningún tipo. Por brillante y feliz que fuera, lo pasado se nos aparece contaminado de ingenuidad, de ignorancia, en parte de tontería: en ello nunca sabíamos lo que vendría después y ahora sabemos, y en ese sentido sí es inferior, objetiva y efectivamente; por eso lleva consigo siempre un elemento de irremediable tontuna, y nos hace sentir vergüenza por haber permanecido en Babia, por haber creído en su tiempo lo que hoy nos consta que era falso, o quizá no lo era entonces, pero ha dejado también de ser cierto, al no haber resistido o perseverado. El amor que parecía firme, la amistad de la que no dudábamos, el vivo con el que contábamos como vivo eterno porque sin él era inconcebible el mundo o que el mundo fuera aún tal mundo, y no otro sitio. A nuestro muerto más querido no podemos evitar mirarlo un poco de arriba abajo, más al cabo del más tiempo que va haciéndolo más caduco, no sólo con pena sino con lástima, sabedores de que no se ha enterado -oh, fue un iluso- de cuanto sucedió tras su marcha, mientras que nosotros sí estamos al tanto. Asistimos a su entierro y oímos lo que allí se decía, también lo que se murmuraba entre dientes, como si los que hablaban temieran que él aun pudiera escucharlos, y vimos a sus dañadores presumir de íntimos suyos y fingir que lo lloraban. Él no vio ni oyó nada. Murió en el engaño como todo el mundo, sin saber nunca lo bastante, y es eso precisamente lo que nos lleva a compadecerlos a todos y a considerarlos pobres hombres y pobres mujeres, pobres niños adultos, pobres diablos.
Tampoco saben ya de nosotros los que dejamos atrás o se íueron de nuestro lado, para nosotros han quedado fijos e inamovibles igual que los muertos, y la sola perspectiva de volver a encontrarlos y de tener que contarles y oírles se nos hace muy cuesta arriba, en parte porque nos parece que ni ellos ni nosotros querríamos contar ni oírnos nada. 'Qué pereza', pensamos, 'esa persona no ha asistido a mis días durante demasiado tiempo. Solía saberlo casi todo de mí, o lo principal al menos, y ahora se le ha hecho un hueco que no podría ser colmado, aunque yo le relatara con todo detalle ío habido sin su conocimiento inmediato. Qué pereza tratarse de nuevo, y explicarse, y qué trastorno reconocer al instante las viejas reacciones y los viejos vicios y las viejas zozobras y los viejos tonos, los míos con ella y los suyos conmigo; y hasta los mismos celos mordidos y las mismas pasiones, sólo que acalladas. Ya nunca podré verla como a alguien nuevo, tampoco como a mi ser cotidiano, me resultará gastada a la vez que ajena. Iré a casa a ver a Luisa, y a los niños, y tras estar largo rato con ellos y empezar a reacostumbraríos, me sentaré al lado de ella otro rato mas corto, quizá antes de salir a cenar a un restaurante, mientras esperamos a la canguro que tarda, en el sofá compartido durante tantos años pero ahora como una visita extraña, de confianza y de desconfianza, y no sabremos cómo comportarnos. Habrá pausas y carraspeos, y frases estúpidas e inauditas estando los dos cara a cara, como "Bueno, ¿qué tal te va?" o "Te veo con muy buen aspecto". Y entonces nos daremos cuenta de que no podemos ni estar juntos sin estarlo de veras, y de que además no lo queremos. No habrá entera naturalidad ni artificialidad completa, no se puede ser superficial con quien conocemos profundamente y desde siempre, tampoco hondo con quien nos ha perdido el rastro y escondido el suyo, y tanto ignora. Y al cabo de media hora, tal vez de una, de dos a lo sumo, a los postres, consideraremos que ya está, y lo que será más raro, que con esa vez basta y me sobrarán trece días. Y aunque impensablemente cayéramos el uno en brazos del otro y ella me dijera lo que llevo tanto tiempo deseando oírle, "Ven, ven, estaba tan equivocada antes. Ocupa de nuevo este lugar a mi lado. No he ahuyentado tu fantasma, esta almohada es aún la tuya y no había sabido verte. Ven y abrázame. Ven conmigo. Regresa. Y quédate aquí para siempre"; aunque en vista de eso yo cerrara mi apartamento de Londres y me despidiera de Tupra y de Pérez Nuix, de Mulryan y Rendel y aun de Wheeler, e iniciara la tarea rauda de convertirlos en un largo paréntesis -pero hasta los interminables se cierran y luego puede uno saltárselos-, y regresara a Madrid entonces con ella -y no digo que no lo hiciera si hubiera esa oportunidad, si me la diera-, lo haría sabiendo que lo interrumpido no puede reanudarse, que aquel hueco permanece siempre, quizá agazapado pero constante, y que un antes y un después nunca se sueldan.'
Así que, pese a mis sinceras ganas de pisar otra vez mi ciudad y ver a los míos, incluso a los que ya no se sintieran míos; de enfrentarme a sus rostros de ayer tras haberme ausentado del hoy y su hoy e ir a encontrarme sin transición ni aviso con los de mañana, no sólo planeé una estancia de dos semanas en lugar de las tres que mi jefe había llegado a ofrecerme, sino que aún aplacé un poco más mi marcha, a la vuelta de Berlín, para interesarme antes por De la Garza.
Pensé en llaníarlo sin más e inquirir por su salud, pero se me ocurrió que si decía mi nombre tal vez no quisiera ni ponerse, y que si decía uno falso e inventaba un pretexto o consulta ociosa, me resultaría difícil preguntarle luego por su estado físico, de repente y sin venir a cuento, siendo un supuesto desconocido. Decidí, pues, visitarlo por sorpresa, esto es, sin cita previa. Pero como en ningún sitio oficial hoy entra nadie sin especificar a qué viene y demostrar que algo allí se le ha perdido, telefoneé a un conocido de la BBC Radio con el que había compartido tediosos programas sobre terrorismo y turismo al principio de mi vida en Londres, antes de ser reclutado por Tupra o más bien por Wheeler, y que, al igual que yo, había logrado abandonar pronto su aburrido puesto y mejorar su posición sin duda, con un cargo impreciso pero no del todo menor en la Embajada española en la Corte de mi patrón St James, o San Jacobo. Este individuo, untuoso y traicionero, con espíritu de déspota a la vez que de fámulo (con frecuencia van unidos, pese a la oposición de superficie), se llamaba Garralde y carecía enteramente de escrúpulos cuando su medro andaba en juego; siempre estaba dispuesto a mostrarse servil no ya con los poderosos y famosos, sino con quienes él calculaba que podrían serlo un día, aunque fuese poco: lo suficiente, sin embargo, para hacerle un favorcillo futuro o poder él reclamárselo; de la misma manera, era despreciativo con quienes en sus previsiones jamás iban a serle de utilidad alguna, si bien tampoco tenía reparo en volverse encantador con ellos súbitamente y con el mayor cinismo, si descubría al cabo del tiempo que se había equivocado. Tenía una cara ancha, de luna a punto de ser llena; los ojos chicos, la piel muy porosa, como si fuera pulpa, y los dientes algo separados, y éstos le conferían un aspecto salaz que, por lo que yo sabía, se correspondía sólo con su mentalidad ansiosa -era como si segregara jugos sin pausa-, pero no con sus actividades: esa clase de sujeto que requiebra a todo el mundo entre risas -probablemente a mujeres y a hombres, a éstos sólo de manera implícita, cómo decir, e interrogativa, interesándose mucho por ellos-, pero que, llegado el raro caso de por fin ser requerido por alguno de sus requebrados, se escabulle también entre risas, temeroso de sus incumplimientos. Llevaba ua pelo extraño, parecía un gorro de Davy Crockett (sin la cola de castor o de mapache o de lo que fuera, había ya suficientes colgajos con los de De la Garza en esa Embajada; aunque allí no sé los pusiera), y siempre me pregunté si aquel pelo-gorro de trampero no era en realidad un pelucón tan aparatoso y tupido que justamente por eso nadie se atrevía a sospechar que lo fuera. Cada vez que lo veía me entraban ganas de darle un buen tirón, enmascarado de viril cariño o de viril y pesada broma, por ver si me lo quedaba en la mano, y de paso probar su tacto (lucía grimoso pero aterciopelado).
No me había tomado en consideración al conocernos -un desgraciado de la radío; él siempre se creyó más que eso, aunque también entonces lo fuera-, pero ahora me tenía catalogado como alguien con influencias y algún misterio. Desconocía con exactitud la índole de mi trabajo y a quiénes servía, pero estaba más o menos al tanto de mi frecuentación ocasional de discotecas chic, restaurantes de lujo, hipódromos, cenas con celebridades, Stamford Bridge, y también de tugurios espantosos en los que ningún español se aventuraba (las rachas multitudinarias de Tupra duraban a veces semanas), todo ello en compañía de nativos, la cual no es fácil en Inglaterra para casi ningún extranjero, ni siquiera para los diplomáticos. (Ahora además me vería con los zapatos extraordinarios de Hlustik y Von Truschinsky, Gárralde era muy detallista y papanatas, hasta la repugnancia.) Sentía por mí lo mejor que los conocidos pueden sentir por uno, lo más conveniente: desconcierto e intriga. Eso lo llevaba a fabular sobre mis contactos y poderes, y así se prestaría a cualquier cosa que yo le solicitara. Le pedí sin explicaciones una cita en la Embajada, y una vez ante su mesa le aclaré el asunto de primeras (en voz prudente, compartía espacio con otros tres funcionarios, aun le quedaba por medrar de lo lindo, si pensaba continuar en aquel ámbito).
– En realidad no he venido a verte a ti, Garralde. Quería concertar una cita contigo para no tener problemas a la entrada. Te voy a visitar sólo tres minutos. Para hablar de nuestras cosas te invitaré a almorzar otro día, te llevaré a un sitio nuevo de miedo, te va a entusiasmar, allí se ve gente, toda recién levantada. Se saltan el desayuno, ya sabes. -Para él el término 'gente' significaba gente importante, la única que le interesaba. Empleaba expresiones horteras como 'la flor y nata’ o aún peor, 'la crème de la crème, 'el cogollito' y 'la jet’; hablaba de 'big names' y de 'primeros espadas', decía que los fines de semana él estaba ‘unplugged' (hablando en español, se entiende). Podría llegar bastante lejos con su combinación de pleitesía y abuso, pero no dejaría de ser nunca un cateto mundano. También exclamaba 'Oro!' cuando algo le parecía estupendo o un hallazgo, se lo había oído a una amiga italiana y lo encontraba originalísimo-. En cuanto acabemos aquí (será cuestión de dos minutos), quiero que me indiques el despacho de un colega tuyo, Rafael de la Garza. Es a él a quien quiero ver, pero sin que me espere.
– ¿Y por qué no le has pedido a él la cita? -me preguntó el vil Garralde, más por cotillería que por ponerme trabas-. Te la habría dado seguro.
– No lo creo. Está resentido conmigo, por un par de tonterías. Quiero arreglarlo, ha habido un malentendido. Pero no debe saber que estoy aquí. Me señalas su despacho y ya me presento yo allí solo.
– Pero, ¿no es mejor que yo te anuncie? Él tiene más jerarquía.
Era como sí no me hubiera oído. Hábil para sus relaciones, pero en sí mismo lerdo. Me irritó, estuve a punto de abalanzarme sobre su nutrido cabello, resultaba inverosímil que se pareciera tantísimo al legendario gorro de Crockett, rey de la salvaje frontera (aunque se lo vi más apelmazado que otras veces, quizá empezaba a asemejarse a un gorro ruso de invierno). Me contuve una vez más, al fin y al cabo iba a hacerme un pequeño favor que intentaría cobrarme pronto, no era de los que aguardaban.
– Qué te acabo de decir, Garralde. Si me anuncias no querrá recibirme, y además puedes tú cargártela, ¿no lo entiendes?
Como era un hombre rastrero, este último argumento agilizó un poco su mente. Por nada del mundo quería enemistarse nunca con un superior, ni contrariarlo, aunque no lo fuera suyo en escala directa. Sentí conmiseración por él un instante: cómo se podía tener por encima a Ratita de la Garza. Nuestro mundo está mal ordenado y es injusto y es corrupto, puesto que permite eso, que haya gente a las órdenes de un tan gran capullo. Era lo más patético concebible. Claro que también era tremendo que alguien pudiera tener por encima a Garralde y hubiera de obedecerle.
– Está bien, como digas -contestó-. Déjame mirar al menos si está solo. Si tuviera una reunión, te serviría de poco entrar por sorpresa. No podrías deshacer el malentendido, ya me contarás, con testigos.
– Te acompaño. Así ya me guías y me indicas la puerta. Esperaré fuera, descuida, y antes de entrar te daré tiempo a alejarte. No se enterará de que has tenido que ver con mi visita.
– ¿Y cuándo quedamos tú y yo para ese almuerzo? -me preguntó antes de ponernos en marcha. Tenía que asegurar su pago, el menor, el inmediato al menos. Ya trataría de sacarme algo mejor más adelante, bien de intereses. Pero yo pensaba pasármelos por el forro, y a lo mejor también el almuerzo. Se cabrearía momentáneamente, pero le aumentarían el respeto por mí y la intriga, al verme tan despreocupado de mis compromisos-. Me encantaría conocer ese sirio que dices.
– El sábado si te va bien. Luego tengo que irme a Madrid unos días. Te llamo mañana y quedamos. Yo reservo.
– Oro!
No soportaba que exclamara eso. La verdad es que de él no soportaba nada. Reservaría su madre, lo llamaría su padre, eso decidí entonces, ya encontraría luego pretextos.
Me condujo por unos pasillos alfombrados y llevaderamente laberínticos, por lo menos torcimos seis veces. Por fin se detuvo a prudente distancia de una puerta entornada o casi abierta, oímos voces declamatorias, o era una sola, sonaba como si recitara unos versos de ritmo machacón y raro, no resultaba muy audible, o quizá una letanía.
– ¿Está solo? -le pregunté en un cuchicheo.
– No estoy seguro. Podría estarlo, aunque hable. Espera, no, ahora me acuerdo: hoy ha venido el Profesor Rico. Tiene una charla magistral esta tarde en el Cervantes. Lo mismo están ensayándola. -Y a continuación consideró necesario ilustrarme-: El Profesor Francisco Rico, nada menos. No sé si lo sabes, pero es una gran eminencia, un primer espada, y muy severo. Al parecer trata a patadas a la gente que le parece idiota o que lo importuna. Es muy temido, muy impertinente, muy cáustico. Ni loco debes interrumpirlos, Deza. Es académico de la Española.
– Será mejor que el Profesor no te vea, entonces. Esperaré aquí a que terminen. Tú sí lárgate, no te vaya a caer una bronca. Gracias por todo y no te preocupes, ya me apaño.
Garralde dudó un momento. No se fiaba de mí, con razón. Pero debió de pensar que, pasara lo que pasara o hiciera lo que yo hiciera, más le valía no estar presente. Se alejó por los pasillos, volviéndose cada pocos pasos y repitiéndome sin articular sonido hasta que desapareció de mi vista (se le leían bien los labios):
– No entres, no se te ocurra interrumpirlos. Es académico.
Había aprendido de Tupra y de Rendel a moverme sin hacer casi ruido, lo mismo que a abrir puertas cerradas, si no tenían complicaciones, y a atrancarlas, como la del lavabo de los minusválidos. Así que avancé hasta la altura del despacho de De la Garza, pero manteniéndome lo más alejado de él que podía, por la orilla opuesta del pasillo. Desde allí vi la habitación casi entera, en todo caso los vi a los dos, al mameluco y a Rico, la cara de éste la conocía bien de la televisión y los diarios y no era apenas confundible, un hombre calvo que curiosa y audazmente no se comportaba como calvo, con mirada displicente o incluso hastiada a menudo, debía de vivir muy harto de la ignorancia circundante, debía de maldecir sin pausa haber nacido en esta época iletrada por la que sentiría un desprecio enorme; en sus declaraciones a la prensa y en sus escritos (le había leído alguno suelto) daba la impresión de estarse dirigiendo no a unos futuros lectores más cultos, en los que sin duda no confiaba, sino a otros del pasado, bien muertos, como si creyera que en los libros -a ambos lados de los libros: hablan en mitad de la noche como habla el río, con sosiego o desgana, y su rumor también es tranquilo o paciente o lánguido- estar vivo o estar muerto sólo fuera una cuestión azarosa y secundaria. Quizá pensaba, como su compatriota y mío, que 'es el tiempo la única dimensión en que pueden hablarse y comunicarse los vivos y los muertos, la única que tienen en común y los une', y que por eso todo tiempo es indiferente y compartido por fuerza (en él hemos estado y estaremos todos), y que se coincida en él físicamente resulta tan sólo algo accesorio, como que se llegue tarde o pronto a una cita. Le vi su característica boca grande, bien trazada y como esponjosa, recordaba un poco a la de Tupra, pero en menos húmeda y salvaje. La mantenía cerrada, casi apretada, no era de ella de donde provenían los primitivos ritmos, sino de la de Rafita, quien al parecer no sólo se sentía rapero negro de noche y en los locales chic idióticos, sino también hip-hopper blanco a la luz del día y en su mismísimo despacho de la Embajada, aunque ahora vistiera convencionalmente y no llevara chaqueta rígida y grande, ni aro de adivina en la oreja, ni redecilla pseudotaurina ni sombrero ni bandana ni gorro frigio ni nada puesto sobre su cabeza hueca. Terminó su recitado con soniquete y le dijo con satisfacción a Francisco Rico, hombre de gran saber:
– Qué, ¿qué le ha parecido esto, Profesor?
El Profesor llevaba gafas grandes, posiblemente gruesas y con cristales sin antirreflejo, pero aun así pude distinguirle una mirada gélida, de estupefacción mohína, como si, más que enfadarse, en verdad no diera crédito a las pretensiones o sometimientos de De la Garza.
– No me emociona. Ps. Tah. Ni por asomo. -Así lo dijo, 'Ps'. Ni siquiera le salió el 'Pse' más clásico, que quiere decir 'Regular' o 'Ni fu ni fa' (nadie sabe qué significa esto último, pero sin cesar se emplea). 'Ps', sobre todo seguido de 'Tah', era mucho más descorazonador, muy disuasorio.
– Déjeme que le suelte otro, Profesor. Está mucho más elaborado y tiene más mala hostia, más puña.
Ya estaba con sus semijergas y sus semigroserías, y a Rafita no lo disuadía nadie. Me sentí más tranquilo al comprobar que no había cambiado apenas desde la última vez que lo había visto, tirado en el suelo y palízado, con un susto de muerte literal en el cuerpo, tembloroso y suplicante en silencio, los ojos desviados y turbios sin ni siquiera atreverse a mirarnos, al castigador y a su acompañante, que era yo, estaba asociado. Lo veía recuperado, la cosa no habría sido muy grave si seguía dispuesto a importunar a cualquiera doquiera. Debía de ser de los que nunca aprendían, un sujeto sin remedio. Claro que no era previsible que el Profesor Rico le sacara una espada ni una daga, ni que lo agarrara de la nuca y le golpeara la frente contra la mesa, varias veces. A lo sumo le soltaría un gran bufido, o lo pondría a caldo con crudeza, en efecto tenía fama de mordaz e hiriente, como había comentado el vil Garralde, y de no guardarse sus opiniones rudas ni sus ofensas, cuando las consideraba justificadas. Estaba indolentemente sentado en una butaca, la cabeza echada hacia atrás como la de un juez desinteresado y escéptico, las piernas cruzadas con garbo, el antebrazo derecho apoyado en el respaldo, en la mano un cigarrillo cuya ceniza dejaba caer al suelo dándole golpecitos tenues con la uña del pulgar al filtro. Era obvio que si alguien no le ponía un cenicero justo debajo, él no iba a molestarse en buscarlo. Despedía el humo por la nariz a veces, algo un poco anticuado hoy en día, por eso todavía elegante. La prohibición de fumar en dependencias oficiales le traía sin duda al fresco. Iba bien vestido y calzado, la camisa y el traje me parecieron de Zegna o de Corneliani o por ahí, pero los zapatos no eran de Hlustik, eso seguro, debían de ser también meridionales. Rafita estaba de pie frente a él, se lo notaba excitado, como si le importara el juicio de Rico, que por lo demás no escuchaba al no ser benévolo por el momento. Cada vez hay más personas así en todo el mundo, que sólo se enteran de lo que les gusta o halaga, y lo que no, como si no lo oyeran directamente. Empezó siendo un fenómeno propio de los políticos y de los artistas mediocres afanosos de éxito, pero se lo han contagiado a las poblaciones enteras. Yo los veía a los dos como desde la fila cinco de un teatro, y si me centraba bien frente a la puerta entreabierta, ambos aparecían en mi campo visual sin cortes.
– Mira, joven De la Garza -le dijo Rico con insultante paternalismo en el tono-, resulta meridiano que Dios no te ha llamado por este camino de los versos simplones y sin sentido. Estás a leguas del Struwwelpeter, y Edward Lear te da cien vueltas. -El Profesor era pedante a sabiendas, esto es, por gusto, ya que sin duda Rafita no había oído jamás esos nombres, yo conocía por casualidad el de Lear, de mis pedantes años de Oxford, el otro ni me sonaba entonces, después he averiguado algo-. Bien, no creo que debas contravenir sus designios, derr, más que nada por que no pierdas el tiempo. Claro que tampoco te habrá llamado por el de los refinados, a tu alcance no estaría ni 'Una alta ricca rocca…’ y eso que le llevarías seis siglos largos de progreso. -Esta cita o lo que fuera la pronunció con un cuidadoso acento italiano, luego supuse que no era en español sino en italiano, pese a la coincidencia de las palabras; tal vez era de Petrarca, en quien estaba especializado, como en tantos otros autores mundiales y hasta en el Struwwelpeter seguramente, su saber era inmensurable-. Hay cosas, ets, que no pueden ser. Así que no insistas, pf. -Me llamó la atención que, siendo miembro de la Real Academia Española, recurriera a tantas onomatopeyas desacostumbradas en nuestro idioma y en principio indescifrables, aunque a la vez me resultaban todas perfectamente comprensibles y nítidas, quizá poseía un talento especial, era un maestro de la onomatopeya, un inventor, un creador, eso además. 'Derr' designaba prohibición a buen seguro. 'Ets' me pareció una advertencia muy seria. 'Pf' me sonó a caso perdido.
Pero Rafita pertenecía a su época y no quería enterarse o en verdad no se enteraba, no sé si viene a ser lo mismo en demasiados casos actuales. Así que prosiguió con lo suyo:
– Ya verá como este le gusta, Profesor, lo va a dejar flaseado. Ahí va. -Entonces lo vi mover manos y brazos ridiculamente como un rapero (no que él fuera ridículo, que lo era, sino que lo son cuantos se dedican a canturrear con gesticulaciones esas monsergas sin gracia ni mérito, el triunfo del recitativo en aleluyas, santo cielo, a estas alturas), daba unos braceos más o menos ondulantes que intentaba hacer pasar por ademanes airados de negro barriobajero, aunque de vez en cuando le salía la cruel vena española y se le quedaban unos dedos como de folklórica en pleno desplante. Era todo patético, en consonancia con sus terribles versillos, una cantilena insoportable que largó flexionando sin parar las piernas al supuesto ritmo de una musiquera imaginaria y rala-: Te convierto en un pelele que me rasca el ukelele -así empezaba, con semejante rima-, soy el pasto de las cobras, se alimentan de mis sobras, te inoculo mi veneno, contra él no tienes freno, no me piques las espuelas si no quieres perder muelas, juu-yu, yu-jú. -Y en seguida, sin apenas tomar aliento, acometió otra estrofa o bloque o lo que fuera-: Que mis balas tienen hambre y están llenas de cochambre, y te buscan el cerebro pa dejártelo bien cerdo, chamusquina entre las cejas, la sesera en las orejas, vomitando por los poros y eres mierda de inodoro, juu-yu, yu-jú.
– ¡Basta! -El muy notable Profesor Rico lo había mirado de hito en hito, otra cosa que casi nadie sabe ya lo que significa pero que todo el mundo entiende; y supongo que lo había escuchado de igual modo, si ello es posible, lo cual dudo pero al fin ignoro. Había palidecido, en todo caso, al oír estos octosílabos chafarrinosos, como yo mismo, imagino, por allí no había espejos para comprobarlo. Pero a continuación sentí calor en la cara y debí de sonrojarme, por una mezcla de enfurecimiento y de vergüenza ajena: ¿cómo era posible que aquel espectacular majadero entretuviera y molestara al admirable Francisco Rico con tal sandez y patochada? ¿Cómo podía creer que aquello (además, grosero) tuviera valor poético alguno, ni siquiera como falso Limerick, y esperar un veredicto aprobatorio de una de nuestras máximas autoridades literarias, de visita en Londres, gran lumbrera, quizá aún cansado de su viaje, quizá necesitado de tiempo para, dar los últimos retoques a su magistral lección de aquella tarde? Me entró una indignación parecida a la que me invadió al descubrirlo en la pista rápida de la discoteca, latigando con su redecilla insensata a la imprudente Flavia. Entonces me había venido un pensamiento único, breve y simple, y eso que aún desconocía las inminentes consecuencias traumáticas de aquel incidente: 'Es que le daría de tortas y no acabaría'. Me había acordado de ello más tarde, con pesar, con una especie de arrepentimiento vicario (sobre todo mío, pero también en nombre de Tupra vagamente, él no parecía arrepentirse de nada, como era natural al soler obrar con determinación y conciencia; al menos no se lamentaba de lo relacionado con el trabajo), durante y después de la tunda y desde luego antes, cada vez que la lansquenete de Reresby subía y bajaba. ¿Cómo no había escarmentado De la Garza, cómo no se había hecho más discreto? ¿Cómo podía componer ninguna pieza, por incoherente y grotesca que fuera, con elementos de violencia, tras haberla él sufrido a lo bestia, a manos nuestras? ¿Cómo podía mencionar siquiera la palabra 'inodoro', después de haber estado a punto de morir ahogado en el agua azul de uno de ellos? 'Quizá por eso', pensé, me dije en aquel pasillo, todavía inadvertido, invisible, un voyeur y un eaves-dropper. 'Quizá anda obsesionado con lo que le ocurrió, y esta es su única forma (idiota) de resarcirse o de superarlo, creer que él podría ser Reresby (creerlo a su manera pueril y torpe) y meterle a alguien unos balazos, o por lo menos miedo, o envenenarlo, o saltarle las muelas a golpes, o bien hacerle todo eso al propio Tupra, a quien tendrá absoluto pánico y rogará todos los chas no volver a encontrarse, en esta ciudad que: comparten. Fantasear es gratis, lo sabemos desde muy niños; luego seguimos sabiéndolo, pero aprendemos a hacerlo ya poco, cada vez menos con los años, al darnos cuenta de que no nos sirve.' Me dio algo de pena, al instante volvió a darme algo de pena y ésta atemperó mi indignación, no así la del Profesor egregio, claro está, que ni tenía mis pensamientos ni con él deudas pendientes-: ¡Basta! -gritó sin alzar la voz, la sensación de grito la transmitió su tono impostado, semejante al que emplean los camareros de los bares madrileños para vocear pedidos a los de la cocina o la barra, por encima o por debajo del estruendo de los clientes-. ¿Es que no estás en tus cabales o qué ventolera te ha dado, De la Garza? ¿Tú crees que a mí puede interesarme oír esa sarta de necedades -dudó- tam-támicas que me estás largando? Vaya inmundicia. Reg. Menuda tabarra. -Eran palabras antiguas o es que el léxico general de los españoles se ha reducido hoy a tal mínimo que casi todas lo parecen, antiguas: 'ventolera', 'sarta', 'necedades', 'tabarra', también la expresión 'no estar en sus cabales', me gustó ver que yo no era el único en emplearlas, durante un segundo me sentí identificado con Rico, lo cual me resultó lisonjero, inopinadamente o no tanto (es un hombre eximio). Su nueva onomatopeya, 'Reg', me pareció tan transparente y lograda como las anteriores, equivalía a asco, moral y estético.
El Profesor no se movió, no se levantó, sin duda era capaz de controlar el cuerpo, le bastaba con desatar la lengua, brevemente. Tan sólo arrojó su colilla a un cubículo con lapiceros que le pillaba a mano y se tocó el puente de las gafas, primero con el dedo índice y luego con el corazón, dos veces, como si quisiera asegurarse de que no le habían salido disparadas junto con su irritación. De la Garza se quedó paralizado, con las piernas momentáneamente flexionadas, una postura poco airosa, cercana a la de quedarse en cuclillas. Pero se irguió en seguida. Y como no habría bebido, se pudo sentir alarmado.
– Ay, perdóneme, Profesor, yo no sé, no entiendo, había leído en algún sitio que le interesaba el hip-hop, que lo veía relacionado con algunas formas poéticas arcaicas, con las coplas de ciegos, los pliegos esos de cordel, los cancioneros, los romanceros, todo eso…
– Me confundes con Villena -intercaló Rico, refiriéndose a un muy conocido y muy atento poeta español (atento a todos los fenómenos). No lo dijo ofendido, sólo profesoral y aclaratorio.
– … Que lo veía muy medieval, en suma…
Y entonces ocurrió. Se interrumpió porque ocurrió entonces. Al mover la cabeza de un lado a otro mientras no entendía y se disculpaba, asustado por la reacción franca de Rico, o ruda de Rico (pero él se la había buscado), me vio y me reconoció en seguida, como si llevara tiempo temiendo encontrarme o a menudo soñara conmigo y yo le aplastara el pecho en sus pesadillas. Al mirar hacia la derecha me vio allí, en línea recta, de pie al otro lado del pasillo como un convidado de piedra, y al instante supo quién era. Y yo vi el efecto inmediato de aquella sorpresa y de aquel reconocimiento. De la Garza se encogió instintivamente, todo él, como si fuera un insecto que al advertir un peligro se estrecha, se contrae, se disminuye, intenta desaparecer y borrarse para que la muerte no lo alcance, para no ser individualizado ni visto y no existir y así negarse ('No, yo no soy lo que ves, yo no estoy, no te equivoques'), porque la única forma segura de evitar la muerte es no ser ya, o quizá aún mejor, nunca haber sido. Pegó los brazos a los costados, pero no como el boxeador que va a defenderse o cubrirse, sino como si repentinamente lo hubiera acometido un gran frío y tiritara. Y encogió también el cuello, de manera parecida a como lo había hecho en el lavabo de los tullidos, cuando ladeó la cara y por primera vez avistó la ráfaga turbia de metal en alto y vio el doble filo de refilón, de reojo, a punto de abatírsele encima: hundió la cabeza entre los hombros como con un espasmo, con el mismo gesto que debieron de hacer sin querer o queriendo todos los guillotinados de doscientos años y los que padecieron el hacha a lo largo de los cien siglos, y hasta las gallinas y pavos desde que al primer hombre aburrido o hambriento se le ocurrió decapitar a uno de ellos. También como entonces, el labio superior se le levantó, casi se lé dobló, fue un rictus, le dejó al descubierto la encía seca y en ella se le enganchó la parte interior del labio al faltar toda saliva. Y en sus ojos vi un pavor irracional, predominante, excluyente, como si mi sola presencia lo hubiera sacado de la realidad y en un segundo hubiera olvidado dónde estaba, en la Embajada española en la Corte de San Jacobo o San Jaime, allí donde trabajaba o pasaba el rato a diario rodeado de vigilancia y de compañeros que lo protegerían, se encentraban a poca distancia; había olvidado que tenía enfrente al prestigioso Profesor enojado, y que allí yo no podría hacerle nada. Lo más desazonante para mí, lo que me dejó desconcertado y quieto, era que yo no quería hacerle nada, sino más bien al contrario, interesarme por su recuperación, por su salud, comprobar que nada había sido irreparable, e incluso, si se terciaba, y pese a lo mal que me caía, decirle que lo lamentaba. Lamentaba no haber hecho más, no haberlo impedido, no haberlo ayudado a huir ni defendido, no haber sido capaz de hacer entrar en razón a Tupra (aunque éste calculaba bien y con él nada era cuestión de precipitación ni de razón perdida). Y hasta me habría gustado convencer al capullo de que dentro de todo había tenido suerte y había salido bien librado, y de que mi colega Reresby, pese a su brutalidad y por increíble que fuera, le había hecho un favor inmenso al adelantarse y evitar así que el sanguinario Manoia (yo lo había visto y no visto actuar en un vídeo, él sí era Sir Cruelty, cerré los ojos, no quise tapármelos, aquello era para vendárselos) tomara a su cargo el castigo. Pero no podía ni debía explicarle nada de eso, menos aún delante de Rico, quien al ver la transformación de Raflta miró con no más que displicente curiosidad hacia mi lado (debía de despreciar todo lo suyo, lo tendría por total memo y desquiciado). Fue una sensación muy desagradable, pero sobre todo inasumible, descubrir que yo provocaba espanto. Era por asociación, por asimilación sin duda, al fin y al cabo yo no lo había tocado, quizá De la Garza temió ver aparecer también a continuación a Tupra, a mi espalda, como si para él hubiéramos de ir ya siempre juntos. Pero yo venía solo y sin que lo supiera mi jefe, mi visita no le habría hecho gracia. 'Que no te llame a ti a pedirte cuentas, que te deje en paz, que te olvide', me había instado a decirle de parte suya, a traducirle al caído, antes de abandonarlo y rozarle al salir la cara con el faldón de su abrigo armado. 'Que se haga a la idea de que no hay de qué pedirlas, no existen razones para denuncias ni para protestas. Que no lo cuente, que se calle. Ni como aventura. Y que lo recuerde.' Y Raflta había cumplido las instrucciones al pie de la letra, se había inventado una patraña para justificar su maltrecho estado ante los suyos. Y claro que Jo habría recordado, es más, no habría hecho otra cosa desde entonces, convertido en un manojo de nervios día y noche, en la vigilia y en el sueño, noche y día, por mucho que se atreviera luego a cantarle un rap a Rico y a otras inimaginables marnelucadas. Al verme allí en el pasillo, tan cerca, quizá acechante desde su perspectiva, hubo de pensar con pánico que era yo quien no lo dejaba en paz ni lo olvidaba. 'Podía haberse quedado sin cabeza, ha estado a punto', había añadido Reresby. 'Y como no la ha perdido, dile que está aún a tiempo, otro día, cualquiera de estos, sabemos dónde encontrarlo. Que no olvide eso, dile que la espada estará ahí siempre,' Esta última frase yo la había omitido, no la había traducido, me había negado a endosármela, pero sí el resto. A De la Garza se le habría quedado grabado todo, pese a su menguada conciencia tras el susto del acero agudo y la paliza contra las romas barras: 'Sabemos dónde encontrarte'. Nada era más cierto, y ahora yo ya lo había encontrado y era su terror, su amenaza.
'Me tiene un miedo invencible', pensé fugazmente. 'Cómo puede ser, no creo habérselo dado a casi nadie antes, y ahora este hombre se ha quedado inmóvil y disminuido del pavor que siente al verme, pese a estar aquí en su despacho inviolable, en la Embajada, junto a un miembro de la Real Academia, objetivamente a salvo, no tendría más que gritar para que acudieran raudos otros diplomáticos y algún vigilante o guardia. Y sin embargo él intuye que llegarían tarde si yo tuviera una pistola o una espada o una navaja y las usara contra él al instante, sin importarme mi suerte ni mediar una palabra, eso es lo que él sabe intuitivamente, o quizá tiene demasiado vivo el recuerdo de que cuando vislumbró el doble filo nada había ya que hacer para salvarse: la muerte llega en un segundo, uno está vivo y sin darse cuenta está muerto, así sucede a veces y desde luego todo el tiempo en las guerras y en sus bombardeos desde el altísimo aire, esa práctica extendida e ilegítima siempre, consuetudinaria y aceptada pero deshonrosa siempre, mucho más que la ballesta en tiempos de aquel Ricardo Yea and Nay o Sí y No, de aquel Coeur de Lion voluble con el que acabó una saeta de deshonrosa ballesta al final del siglo XII: uno oye el estampido y ya no oye más ni ve nada, y no será uno, sino tal vez otro que después aún siga vivo, el que oirá el silbido de la bala que se incrustó en nuestra frente. Sí, este hombre está dispuesto ahora mismo a hacer lo que yo le mande, su temor a mí -o es a Tupra, pero yo soy ya su representante o su secuaz o símbolo- no solamente lo ha vivido en la realidad durante unos minutos que se le harían eternos, como a mí rnismo, sino que además lo ha anticipado muchas veces, dormido y despierto: quizá nos haya visto aproximarnos como dos sicarios con paso firme para despedazarlo, y hayamos protagonizado sus pesadillas de persecución y alcance y más persecución y alcance, y hayamos sido repetitivo plomo sobre su alma desde entonces.' Porque 'hasta los sueños saben eso, que a uno suele alcanzárselo, y lo saben desde la Iliada como me había dicho Tupra aquella noche, algo más tarde, los dos quietos en su coche frente a la puerta de mi casa, en la que él creía que me esperaba alguien y nadie había, sólo las luces encendidas y tal vez el bailarín enfrente.
Entonces di tres zancadas rápidas y hablé. Me asomé al despacho y dije con desenfado, casi con jovialidad:
– ¿Qué, cómo andas, Rafita? Se te ve ya muy recuperado. -Y añadí en seguida, para que viera que iba a guardar las formas y que mi intención no era violenta ni pendenciera-: Siento interrumpir. ¿No me presentas? -Y me fui derecho al Profesor Rico, quien no hizo el menor ademán de levantarse, se limitó a estirar mucho el brazo hacia arriba como las antiguas damas y acercarme así la mano lo más posible sin moverse, era distinguida su mano y su puño de la camisa muy fino, por lo menos de Cupri o de Sensatini, grandes marcas, se la estreché con afabilidad (la mano). Y como De la Garza no reaccionara ni pronunciara aún palabra (tan sólo me miraba aterrado: me tenía tanto miedo que no pondría trabas a mi aproximación a Rico, de hecho no me impediría nada, comprendí que podía hacer lo que quisiera), avancé mi nombre-: Jacques Deza, Jacobo Deza. Usted es Don Francisco Rico, ¿verdad? El famoso erudito Rico.
Lo complació saberse reconocido y se dignó contestarme, seguramente sólo por eso, pues su actitud general no denotó interés real ninguno (fuera yo quien fuese, al fin y al cabo, estaba estigmatizado por venir del agregado rapero).
– Deza, Deza… ¿No es usted amigo, o conocido, o discípulo… ea, bué, lo que sea… de Sir Peter Wheeler? Me suena. -Los dos eran grandes figuras y estudiosos, sabía que se conocían y apreciaban.
– Sí, soy buen amigo suyo, Profesor.
– Me sonaba. Asociaba el nombre. Alguna vez me lo habrá mencionado. Por qué, ni idea. Me sonaba -dijo satisfecho de su buena memoria.
De la Garza no atendía a este intercambio hueco. Se había alejado de donde yo estaba, se había colocado detrás de su mesa, de pie, como para protegerse con ella y poder correr si hacía falta.
– ¿Qué coño quieres? -me dijo de pronto. Pero a pesar del taco, su tono no fue hostil ni destemplado, más bien implorante, como si lo único que le importara fuera perderme de vista como por ensalmo (que le desapareciera la mala visión, el mal sueño) y deseara con todas sus fuerzas que yo le contestara: 'Ya me voy. Nada. No he venido'.
– Nada, Rafita, sólo quería cerciorarme de que ya estabas bien de tu percance, de que no te había dejado secuelas. Pasaba por aquí cerca y se me ha ocurrido entrar a preguntarte, me tenías preocupado. Es una visita amistosa, en seguida me iré, no te impacientes. ¿Estás bien? ¿Ya del todo? Sentí mucho lo que te pasó, te lo aseguro.
– ¿Qué fue eso? ¿Qué percance? -intervino Rico con escepticismo-. Cualquier cosa que te pasara fue poca, visto lo visto y oído lo oído -añadió como para sus adentros, pero se le oyó perfectamente.
Rafita, sin embargo, no hizo caso al comentario crudo, había puesto en un segundo plano al Profesor y su enfado, estaba demasiado ocupado conmigo, alerta, tenso, como si temiera que en cualquier instante le saltara como un tigre al cuello. Para mí fue una sensación rara, al principio divertida en parte, me sabía incapaz de hacerle daño y no tenía voluntad de hacérselo. Yo lo sabía pero él no, y el saber no es transmisible, en contra de lo que los docentes creen; sólo puede persuadirse. Me hacía un poco de gracia el abismo entre su percepción y mi conocimiento, y a la vez me angustiaba verme sentido así, como un peligro, como alguien amenazante y violento. De la Garza estaba casi fuera de sí, estaba en ascuas.
– De verdad que sólo quiero saber cómo estás, créeme -intenté calmarlo, convencerlo-. Te pusiste muy pesado, metiste la pata hasta el fondo, mucho más de lo que te imaginas, pero esa reacción de mi jefe no me la esperaba, lo siento. Me pilló por sorpresa y me pareció desproporcionada. Desconocía sus planes, no pude hacer por evitarla.
– ¿Qué jefe, Sir Peter? No me entero de nada, de qué estáis hablando, élgar. Si tuvo una mala reacción con él no me extraña, no tiene edad para imbecilidades. -Rico volvió a la carga, no tanto porque le interesara el asunto cuanto porque se aburría. Pareqía de esos hombres que no soportan tener la cabeza inactiva, y si uno no entiende lo inmediato ajeno, se encuentra con ella nada más que esperando, algo inaguantable para los que sin cesar conciben. 'Élgar' denotaba exigencia.
– Vete, vete de aquí, vete ya -me dijo el mameluco con infantilismo. No me escuchaba, no atendía a razones, probablemente ni me oía. Había perdido los nervios del todo y lo había hecho en un muy breve lapso, lo cual me reafirmó en mi idea de que habríamos paseado por sus pesadillas largamente, Tupra y yo, a buen seguro allí inseparables-. Por favor, márchate, te lo ruego, déjame, qué más queréis, joder, no he dicho nada, no le he contado la verdad a nadie, ya basta.
Rico encendió otro cigarrillo, se había dado cuenta de que el oscuro conflicto era entre De la Garza y yo exclusiva y quizá patológicamente, y de que no iba a sacar nada en limpio. Hizo un gesto de desentenderse, de abandonar sus tentativas sin pena, y murmuró otra de sus onomatopeyas variadas:
– Esh -dijo. Me sonó exactamente como 'Allá este par de idiotas, voy a meditar mis cosas, no puedo perder más el tiempo'.
Vi a Rafita desencajado, con los puños apretados aún pegados al cuerpo (no como arma sino como escudo), la mirada turbia, la respiración muy agitada, le había entrado una tos intermitente pero incontenible en cada acceso, presa de un pánico que revivía y que quizá llevaba también meses temiendo. Aún le duraría esa nebulosa de perpetuo miedo, se lo fiaba largo. Muy mal lo habría pasado aquella noche, el peligro real de muerte se percibe siempre y en él se cree inmediatamente, aunque al final se quede sólo en susto de muerte. Era inútil insistirle. Me pregunté qué le habría ocurrido si hubiera sido Reresby, y no yo, quien se le hubiera aparecido imprevistamente a la puerta de su despacho. Habría perdido el conocimiento, le habría dado un ictus, un doble infarto. Yo había ido allí en favor suyo (en la medida en que eso era posible), no tenía sentido que él siguiera padeciendo por mi presencia. Podía irme tranquilo, por otra parte. Lo veía bien físicamente. Quién sabía si le quedaba algún dolor, o desperfectos, pero estaba recuperado en conjunto. Otra cosa era su inseguridad presente y también futura, lo acompañaría durante mucho tiempo. Ahora estaría mal instalado en el mundo, con un suplemento de miedo y uña permanente sensación de zozobra. Aunque eso no le impidiera seguir diciendo sandeces, habría acabado con su ufanía de fondo, con la más profunda.
– Ya me voy, no te alteres. Veo que estás bien, aunque no lo parezcas en este momento. Supongo que soy yo. Mientras canturreabas tus pareados se te veía en forma. Ya nos veremos. -Advertí que con esta última frase inocente lo había aterrorizado aún más. Sin duda desde su punto de vista equivalía a una amenaza. Pero no me importó, no lo saqué de su error, no lo habría conseguido, y a la postre me daba lo mismo. Había tenido un poco de debilidad y con mi visita ya había pagado el tributo-. Adiós, Profesor. Un honor conocerlo. Lamento que haya sido un encuentro tan breve y anómalo.
– Todo es anómalo con el joven De la Garza -dijo con desdén, restando trascendencia al episodio, habría asistido a otros peores; y se puso en pie, no pafa estrecharme la mano sino para marcharse. Se le había pasado el enfado, nada de aquello iba con él, su mente vagaba por mejores terrenos-. Espere, yo también me largo. Te veré esta tarde, Rafita. No tendré la fortuna de que faltes a mi conferencia.
Allí lo dejamos, a De la Garza, protegiéndose todavía detrás de su mesa, sin atreverse a sentarse. No se despidió, no debía de ser adn capaz de articular palabras civilizadas. Y mientras los dos recorríamos el laberinto llevadero, el Profesor y yo, camino de la salida, no pude por menos de esbozar una disculpa:
– Ya ve, tuvimos un incidente y no se le ha pasado.
– No -contestó-. Ya puede usted sentirse satisfecho: lo tenía cagado, menudo canguelo. Suerte la suya, de mantenérselo así alejado. Es pegajoso. Yo tengo algo de amistad con su padre, por eso he de tolerarlo. De tarde en tarde, menos mal, sólo cuando vengo a Londres a una de estas latas oficiales.
Cuando salí a la calle y nos separamos (no fue antes, extrañamente), noté que aquel miedo de Rafita también me había halagado. Imponer respeto, infundir temor, verse a uno mismo como peligro, tenía su lado grato. Lo hacía a uno sentirse más confiado, más optimista, más fuerte. Lo hacía sentirse importante y -cómo decirlo- dueño. Pero antes de coger el taxi también me dio tiempo a que aquella inesperada vanidad me repugnara. No es que esto último ahuyentara el engreimiento, sino que convivió con él. Las dos cosas estaban mezcladas, hasta que se disiparon, y más tarde se me olvidaron.
Cuando uno lleva tiempo sin volver a un sitio bien conocido, aunque sea la ciudad en la que nació y a la que está más acostumbrado, en la que ha vivido más largamente y en la que aún están sus hijos y su padre y hermanos y hasta el amor que tuvo firme durante muchos años (aunque ese lugar sea para él como el aire), llega un momento en que se íe difumina y el recuerdo se le enturbia, como si la memoria se le viera aquejada, de miopía y -cómo decirlo- de cinematografía: las diferentes épocas se le yuxtaponen y empieza a no saber del todo qué lugar dejó o de cuál salió la vez ultima, si del de su infancia o del de su juventud o del de su edad viril o ya madura, en la que el entorno pierde peso y a uno le cuesta admitir que en realidad le vale un rincón propio en casi cualquier parte del mundo.
Así había llegado a ver Madrid durante mi ya prolongada ausencia: difuminada y turbia, acumulativa, oscilante, un escenario que me atañía poco pese a tener en él tanto invertido -tanto pasado, también tanto presente a distancia, y que sobre todo podía pasarse sin mí con indiferencia (al fin y al cabo me había dado de baja, me había expulsado de su representación modesta). Cierto que cualquier sitio puede pasarse sin uno, en ninguno es imprescindible, ni siquiera para las pocas personas que afirman echarlo en falta o aun morirse sin su presencia, porque todo el mundo busca sustitutos y los encuentra más pronto o más tarde, o acaba por conformarse y en la conformidad se vive cómodo y ya no se quiere introducir ningún cambio, ni siquiera para que lo perdido vuelva, o lo muy llorado, ni para recuperarnos… Quién sabe quién nos sustituye, sólo sabemos que se nos sustituye siempre, en todas las ocasiones y en todas las circunstancias y en cualquier desempeño, sin que importen el vacío o la huella que creyéramos haber dejado o dejáramos en efecto, hayamos desaparecido o muerto como hayamos desaparecido o muerto, malogrados o ya cumplidos, violenta o apaciblemente: en el amor, la amistad, en el empleo y en la influencia, en las maquinaciones y en el miedo, en la dominación y hasta en la propia añoranza, en el odio que también acaba por cansarse de nosotros y en el atan de venganza, que se nubla y cambia de objetivo porque se entretiene y espera o it delays and lingers, como me dijo Tupra que no hiciera; en las casas en que habitamos, en los cuartos en que crecimos y en las ciudades que nos consienten, en los pasillos por los que corrimos de niños alocadamente y en las ventanas a las qué nos asomamos de jóvenes soñadoramente, en los teléfonos que nos persuaden o nos escuchan pacientes con la risa al oído o con un murmullo de asentimiento, en el juego y en el negocio, en las tiendas y en los despachos, ante nuestros mostradores y ante nuestras mesas y en la partida de ajedrez y en la de cartas, en el paisaje infantil que creíamos sólo nuestro y en las agotadas calles de tanto ver marchitarse, una generación tras otra y todas tristes a su término; en los restaurantes y en los paseos y en los amenos parques y campos, en los balcones y en los miradores desde los que vimos pasar tantas lunas aburridas de nuestro espectáculo, y en nuestras butacas y sillones y en nuestras sábanas, hasta que no queda olor en ellas ni ningún vestigio y se rasgan para hacer tiras o paños, y en nuestros besos se nos sustituye y se cierran al besar los ojos para mejor olvidarnos (si la almohada es aún la misma, o para que no nos entrometamos en una traicionera ráfaga de la visión mental incontrolable); en los recuerdos y en los pensamientos y en las ensoñaciones y en todas partes, y así sólo somos todos como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa, y la nieve siempre para…
Hacía tiempo que yo había parado en Madrid, también me había evaporado o fundido, de mí no quedaba ni rastro o eso era lo más probable, o tal vez solamente el cerco, lo que más tarda en quitarse, y también el nombre, del que no me había desprendido, no había llegado aún a eso extraño. No en la casa de mi padre, claro está, allí no había cesado, pero yo no me refería a esa, sino a la que fue la mía. Y ahora quizá sabría quién me había sustituido en mi sitio, aunque fuera alguien provisional y que en modo alguno iba a quedarse, el definitivo se hace esperar o aguarda paciente su turno, el que nos sustituye de veras siempre tarda, deja que pasen otros y se quemen en la pira que encendió Luisa para nosotros un día y que luego sigue ardiendo y consumiendo a quienes se acercan, sin extinguirse automáticamente después dé nuestro calcinamiento. Por aquel que estuviera hoy a su lado no debía aun preocuparme, o sólo lo justo, levemente, por el mero hecho de que estuviera a su lado, y al de mis hijos.
Había tomado la decisión de no avisarlos de antemano, desde Londres, sino sólo una vez que estuviera instalado, y que a mi llamada pudiera seguirla una inmediata visita semisorpresa. Pensaba asegurarme de que estaban en casa -conocía los horarios, pero siempre puede haber excepciones o emergencias- y entonces aparecer a los pocos minutos, con grandes risas y con mis regalos. Ver la algarabía de los niños, y de reojo la mirada divertida de Luisa, quizá nostálgica momentáneamente, eso ya me habría supuesto un simulacro de triunfo y una corta mecha de esperanza ilusa, acaso la suficiente para sostenerme durante aquella estancia artificial de dos semanas, nada más aterrizar ya la vi larga.
Me alojé en un hotel y no en casa de mi padre, sabía por mis hermanos -más que por él, que se callaba lo malo- que su salud había empeorado mucho en los últimos dos meses, tras descubrirle los médicos tres pasados 'infartitos’ -así los llamaron extraoficialmente- de los que él ni se había enterado, no sabía decir en absoluto en qué momentos los había sufrido; y aunque mis hermanos, mi hermana, algunas nietas y mis cuñadas pasaban con frecuencia a verlo, no había quedado más remedio que meterle allí a una cuidadora, una señora colombiana bastante dulce que dormía en el cuarto que yo podría haber ocupado, y que descargaba además de tareas a la criada de siempre, ya entrada en años; Así que no quise alterar con mi presencia la nueva organización establecida. Podía costearme sin problemas hasta el Palace, con mis actuales ganancias, y en él me reservé una habitación amplia. Me resultaba más fácil estar allí que en cualquier casa ajena, incluidas la de mi padre y las de mis mejores amigos o amigas, las mujeres más hospitalarias: en ellas no sólo me habría sentido intruso sino exiliado de la mía, mientras que en un hotel podía fingirme extranjero del todo y visitante, ya que no turista, y no tener tanta sensación ingrata de repudiado y recogido.
Hablé por teléfono con mi padre, como siempre una conversación breve, aunque ahora él no tuviera el pretexto de que lo llamaba desde Inglaterra y supusiera eso muy caro (pertenecía a una generación ahorrativa que utilizaba ese aparato sólo para dar o recibir recados, si bien Wheeler no era así, quizá fuera una generación de España), quedé en ir a verlo al día siguiente. Le noté la voz normal, no distinta de las ocasiones últimas desde Londres, lo telefoneaba cada semana o aun con menos intervalo; algo cansada, no más de eso, y no le gustaba sostener el brazo en alto. Lo raro fue, sin embargo, que me hablara sin la menor alharaca ni tono celebratorio alguno, como si nos hubiéramos visto un par de días antes, si no la víspera. Era como si no tuviera de pronto mucho sentido del tiempo, o del transcurso, y lo que le era conocido o muy próximo lo tuviera presente siempre, tanto como para no echarlo de menos, quiero decir palpablemente, o no darse cuenta de que en realidad faltaba. Yo era yo, uno de sus hijos, y por lo tanto alguien invariable, estaba lo suficientemente asentado en su mente como para no reparar de veras en mi ausencia física ni en mi distancia ni en el es-paciamiento anómalo de mis visitas o más bien en su inexistencia. El no salía ya apenas. 'He venido de Londres, papá', le dije, 'estaré por aquí unos quince días.' ‘Ya. ¿Y qué te cuentas?', me preguntó sin énfasis. 'No demasiado. Pero ya hablaremos, iré a verte mañana. Hoy quiero ir a ver a los niños, casi no voy a reconocerlos.' 'Estuvieron aquí hace unos días, con su madre. Ella no viene mucho, pero sí cuando puede. Y llama.' Luisa no era tan fija y estable como yo, por eso se percataba de sus venidas o no venidas, hasta cierto punto aún le era nueva. 'Estará muy agobiada', contesté como si todavía fuera algo mío y debiera disculparla. Sabía que no hacía falta, ella le tenía mucho afecto a mi padre y además el suyo se le había muerto unos años antes, había sustituido en lo posible con él a esa figura perdida. Si no iba a verlo con más frecuencia sería porque en verdad no podía. '¿Estaba guapa?', le pregunté estúpidamente. 'Es guapa, Luisa. No sé por qué me preguntas, tú la verás más que yo.' Él sabía de nuestra separación, no se le había ocultado, como se hace a veces con los viejos con las noticias que les disgustan. 'Ahora vivo en Inglaterra, papá', le recordé, y hace tiempo que no la veo'. Se quedó callado un momento y contestó: 'Ya sé que vives en Inglaterra. Bueno, hijo, si eso quieres. Espero que esa estancia en Oxford te esté siendo fructífera'. No es que ignorara que ahora estaba en Londres, pero a ratos se le mezclaban los tiempos, lo cual no tiene en realidad nada de extraño, son un continuum y se está siempre en él, de todas formas, hasta que deja de estarse aparentemente.
Tenía que llamar a Luisa antes de presentarme en su casa, no sólo para cerciorarme de que los niños iban a estar, sino por respeto a ella. Aún guardaba las llaves del piso y quizá no se habían cambiado las cerraduras; a lo mejor podía entrar sin más y sin avisar a nadie, primero susto y sorpresa luego; pero la posibilidad me parecía abusiva, a ella eso no le habría hecho gracia, y además me arriesgaba a tropezarme con mi sustituto provisional, fuera quien fuese, si se le había concedido ya acceso habitual a la casa. No era probable, pero en la falta de certeza hay que abstenerse: habría resultado violento y a mí me habría hecho aún menos gracia. La sola idea de encontrarme a un tipo desconocido en el sofá, en mi sitio, o preparando algo de cena rápida en la cocina, o viendo la televisión con los niños para hacerse el paternal y el simpático, o corte Guillermo el camarada, me revolvía el estómago. Estaba preparado para el dato, no para la visión directa, que se me representaría más tarde en Londres y no olvidaría en la vida.
Marqué el número, era media tarde, los niños ya habrían vuelto del colegio. Me contestó ella misma, cuando le dije que estaba en Madrid se quedó muy cortada, tardó en reaccionar, como sí se estuviera haciendo su rauda composición de lugar ante el imprevisto, y luego: cómo no me has avisado, a quién se le ocurre, esto no se hace; quería daros una sorpresa, bueno, sobre todo a los críos, aún quisiera dársela a ellos, no les digas que estoy aquí, déjame aparecer por la puerta sin que sepan nada, ya no saldrán hoy, supongo, ¿puedo ir ahora?
'Ellos no, pero yo sí', me contestó con precipitación y algo turbada, hasta el punto de que me pregunté -fue involuntario- sí era cierto o si acababa de decidirlo, quiero decir salir de casa, largarse, quitarse de en medio cuando se produjera el encuentro, para ahorrarse verme y no coincidir conmigo.
'¿Tienes que salir ahora?' Había contado con su presencia, con su mirada benevolente ante la reunión de los cuatro, no tenía el mismo valor si ella no era testigo.
'Sí, dentro de un rato, estoy esperando a la canguro', dijo. 'Casi déjame que la llame en seguida, antes de que se ponga en camino, para advertirle de tu venida. Ella no te conoce, podría no querer dejarte entrar si no está enterada, le tengo ordenado no abrir a desconocidos bajo ningún concepto, y para ella lo serías, lo siento. Cuelga para que la avise y te llamo luego. ¿Dónde estás?'
Le di los números del hotel y de la habitación. Era como si tuviera una prisa excesiva, y hoy todas las canguros podrán ser localizadas en cualquier momento aunque no estén en casa, ninguna carecerá de móvil. Se me pasó por la cabeza que quizá iba a llamarla por vez primera, para que viniera volando ante la situación creada, de ahí la urgencia, y así le diera tiempo a llegar -y a ella a irse- antes de que yo me presentara. Si su salida era improvisada, no iba a dejar a los niños solos ni siquiera un rato, esperándome sin saberlo y si mi llave valía. Tuve la desoladora sensación de que quería evitarme. Pero no podía fiarme, tal vez me había acostumbrado demasiado a interpretar a la gente, a toda, a la del trabajo y a la de fuera, a analizar cada inflexión de voz y cada gesto y a percibir algo oculto tras cada aceleración o demora. Esa no era manera de andar por el mundo, sino la más indicada para las figuraciones.
Tardó de más en devolver la llamada, me dio tiempo a impacientarme, a recuperar mis sospechas, a desear que me comunicara la cancelación de su cita y así disiparlas. También a pensar que estaba ganando tiempo, quiero decir haciéndolo, dándoselo a la canguro para desplazarse y retrasando así de paso mi puesta en marcha en la misma dirección, hacia nuestra casa que ya no era mía. Aguardé sin moverme, sentado en la cama, así se hace cuando algo es cuestión de un momento a otro, maldita esa expresión que eterniza cada segundo y nos suspende. Había pasado más de un cuarto de hora cuando por fin sonó el teléfono.
'Hola, soy yo’ dijo Luisa como había dicho la joven Pérez Nuix al llamar a mi puerta en la noche de la lluvia sostenida y fuerte, en Luisa estaba más justificado, al fin y al cabo para mí había sido un 'yo' inequívoco durante muchos años -eso suele darse por descontado, que no hay más 'yo' en los matrimonios- y llevaba un buen rato ahora esperándola. También estaba en su derecho de no dudar que iba a reconocerla sin necesidad de más -quién si no, quién sino yo, sino ella-, desde la primera palabra y el primer instante, y podía estar casi segura de ocupar mucho o bastante mis pensamientos, aunque eso no debió de planteárselo en aquel momento, su cabeza se encontraba en otro sitio, o intentaba combinar ese sitio con mi indeseada presencia, no lograba sacudirme la impresión de que para ella era eso, un contratiempo. 'Perdona, la canguro ha estado comunicando hasta ahora mismo. Ya está avisada de que vendrás y de que no debe chafarte la sorpresa, no les dirá nada a los niños. ¿Cuánto tardarás?'
'No sé, desde aquí unos veinte minutos, calculo, cogeré un taxi.'
'Entonces haz el favor de no salir hasta dentro de otros quince o veinte, para darle tiempo a ella a instalarse y a poner a los niños en orden. Procura no alterarles demasiado el horario, por favor, o si no mañana estarán muertos de sueño y tienen colegio. A ver si puede ser que estén acostados no más tarde de las once, y eso ya es mucho para sus costumbres. Ya tendrás más ocasiones de verlos, ¿cuántos días te quedas?'
'Dos semanas', contesté, y volvió a parecerme que eso suponía para ella otro problema imprevisto, si es que no una contrariedad, algo con lo que habría de lidiar, un fastidio.
'¿Tanto?' No fue capaz de reprimirse, sonó más alarmada que alegre. '¿Y eso?'
'Ya te dije que tenía que acompañar a mi jefe en un viaje. Al final resultaron ser cuatro, uno tras otro. Así que me ha premiado, supongo, con uno largo para mí solo.' Y añadí: '¿No voy a verte hoy entonces?'.
'No, no lo creo, volveré cuando los niños ya estén dormidos. La canguro se quedará lo que haga falta, por eso no te preocupes; en cuanto los meta en la cama te puedes ir tranquilamente, no se te ocurra esperarme. Si me hubieras advertido que venías, lo habría arreglado de otra forma. Ya hablaremos, ya quedaremos con calma.'
La ciudad que un día antes estaba difuminada y turbia se hace nítida al instante en cuanto uno vuelve a pisarla; el tiempo se comprime, desaparece el ayer -o es intermedio-, y es como si no hubiera salido uno nunca. De pronto sabe otra vez qué calles hay que tomar, y en qué orden, para ir de un lugar a otro, los que sean, y también cuánto se tarda. Veinte minutos, había calculado en taxi, desde el Palace hasta mi casa con el tráfico abominable, y esos fueron casi exactos. Y en vez de pensar con ilusión en mis niños, a los que por fin iba a ver tras larga ausencia, no pude evitar cavilar sobre Luisa durante el desencantado trayecto. No es que esperara un gran recibimiento suyo, pero al menos curiosidad, simpatía, las que me había manifestado por teléfono cada vez que había hablado con ella desde Londres, qué había cambiado, qué le había entrado conmigo, por respirar el mismo aire. Tal vez me tuviera esa simpatía y sintiera esa vaga curiosidad por mí sólo a distancia, si me sabía lejano, si yo era una voz al oído sin rostro ni cuerpo ni visión ni alcance; entonces podía permitírselas, pero no aquí, no donde habíamos vivido contentos y juntos y luego nos habíamos hecho algo de daño. Aquí había prescindido, se había desacostumbrado a mí y no sabía bien dónde meterme: yo ya no rondaba hacía tiempo. No había soltado prenda sobre su cita, aquella salida que le había surgido al enterarse de que yo andaba cerca en carne y hueso, estaba medio convencido de ello. No tenía obligación de soltarla, desde luego, ni yo le había preguntado, ni le había insistido en que anulara su compromiso, eso es fácil y gratis y cualquiera lo hace con menores motivos o por simple antojo ('Por favor, por favor, hoy es un día especial, me gustaría tanto veros a todos juntos, seguro que puedes cambiarlo, anda, qué te cuesta intentarlo'); pero lo normal es que todo el mundo dé explicaciones aunque no se le pidan, y se excuse sin necesidad, y cuente su vida inane y se explaye y raje, por el mero placer de usar la lengua, por suministrar información superflua o por evitar vacíos, por provocar celos o envidia o por no levantar sospechas al resultar enigmático. 'El hablar funesto', había dicho Wheeler. 'La maldición de hablar. Hablar y hablar sin parar, para eso a nadie se le acaban las municiones nunca. Esa es la rueda que mueve el mundo, Jacobo, por encima de cualquier otfaxcosa; ese es el motor de la vida, el que nunca se agota ní se para jamás, ese es su verdadero aliento.' Luisa lo había retenido, ese aliento, se había limitado a decirme: 'Ellos no saldrán ya hoy, pero yo sí, dentro de un rato', y ni siquiera había añadido lo mínimo en estos casos, 'Es una cita que no puedo deshacer, de hace semanas', o 'Ya no me da tiempo a avisar', o 'No me es posible aplazarla, porque es con gente de fuera que no estará en Madrid ya mañana'. Tampoco había expresado el educado pesar que le causaba la coincidencia, aunque el pesar fuera falso (pero al dejado de lado eso algo le consuela, o le conforma): 'Qué rabia, qué mala pata, qué lástima, me habría encantado ver a los niños al verte. Si lo hubiera sabido antes. No querrás esperar hasta mañana, ¿verdad? Tanto tiempo'. Había puesto punto en boca, en realidad como si no supiera qué cita tenía ni dónde iba, como si acabara de inventársela más que como si quisiera ocultarla. Esa fue mi sospecha, por deformación profesional acaso, mi deformación inglesa. Tendría donde ir de todas formas, dónde refugiarse unas horas, las que yo pasaría en su casa. No le faltaría ya un novio, un amante, aunque fuese pasajero. Sería cuestión de localizarlo, o a lo mejor ni de eso, si él le había dado ya unas llaves. 'Parece que no quiere verme', pensé en el taxi. 'Pero me va a ver, seguramente. No he venido hasta aquí para aguantar un día más sin mirarla, sin volver a contemplar su rostro.'
La sorpresa de los niños fue enorme. Marina me miró al principio con fijeza y con desconfianza; luego se acostumbró, más como suelen hacerlo los crios pequeños con los desconocidos -es asunto de minutos, si el adulto tiene algún arte- que como si me recordara con precisión, es decir, con datos. También ayudó que su hermano la instruyera al instante ('Es papá, tonta, ¿no te das cuenta?'). Los regalos contribuyeron a facilitar el encuentro, y la sonrisa aprobatoria, casi beatífica de la canguro, una chica joven con buena mano que acudió a abrirme la puerta: no me atreví a probar mi llave por si estaba caduca, llamé al timbre como cualquier visitante. La niña hizo preguntas absurdas ('¿Y dónde vives?', '¿Tienes perro?', '¿Y llueve siempre?', '¿Hay osos?'), Guillermo se encargó de las que contenían reproche ('¿Por qué no te vemos nunca?', '¿Allí te lo pasas mejor que aquí?', '¿Conoces a niños ingleses?') y también de las aventurero-librescas, veía películas sin parar y ya leía bastante ('¿Has visitado la escuela de Harry Potter?', '¿Y la casa de Sherlock Holmes?', '¿No te da miedo salir de noche, con la niebla y los destripadores, o ya no hay destripadores en Londres?', '¿Es verdad que las figuras del Museo de Cera no se distinguen de las reales si se ponen juntas?'). (No había estado en aquella escuela, pero sí en el 221B de Baker Street, de hecho vivía muy cerca y me pasaba por allí a menudo; y en York había descubierto la oscura y descuidada tumba de Dick Turpin, el bandolero de la casaca roja y el antifaz y el sombrero de tres picos y las botas altas hasta los muslos, con él estaba enterrado su fiel caballo Black Bess, que en realidad era una yegua, y había visto el lugar donde lo habían ahorcado, en Tyburn, en las afueras, vestido elegantemente. Una noche me había seguido un perro blanco, tis tis tis, a lo largo de calles y plazas y parques hasta mi casa, él solo bajo la lluvia intensa, para los niños era mucho más misterioso si omitía a su dueña; lo dejé secarse y dormir en casa, y sí, me lo habría quedado, pero se fue a la mañana siguiente, cuando lo saqué de paseo, y ya no he vuelto a verlo nunca, quizá no le gustó mi comida para personas, para perros no tenía. Otra noche había visto a un hombre sacar una espada en una discoteca, de dos filos, la sacó del abrigo y amenazó a la gente, que se apartó aterrada; cortó unas cuantas cosas con gran habilidad y dominio, una mesa, un par de sillas, unas cortinas, hizo añicos unas cuantas botellas y a dos mujeres les rajó la falda sin causarles el más mínimo daño, medía muy bien, era un artista; luego envainó la espada en su abrigo largo, se lo puso -eso lo obligaba a caminar muy rígido, como un espectro- y se marchó tan tranquilo, sin que nadie se atreviera a pararlo; tampoco yo, cómo se os ocurre, estáis locos, me habría hecho trizas en un instante, era muy rápido con su arma (era como un rayo sin trueno que despedaza callando). Estuve a punto de decirles que una tercera noche la había pasado en la casa de Wendy, la novia de Peter Pan, pero me abstuve: la niña era lo bastante pequeña para creérselo, el niño no, pero sobre todo no quería rememorar los vídeos que allí se me habían mostrado, de hecho no quería recordarlos nunca y los recordaba constantemente ('El viento mueve la mar y los barcos se retiran, con los remos presurosos y las velas extendidas. Entre el ruido de las olas sonó la fusilería… ¡Malhaya el corazón noble que de los malos se fía!… Sobre los barcos lloraba toda la marinería, y las más bellas mujeres, enlutadas y afligidas, lo van llorando también por el limonar arriba.' El romance de Torrijos se me quedó para siempre asociado a aquella tanda de escenas siniestras). Y me di cuenca -lo había olvidado, hacía tanto que no charlaba con Guillermo y Marina- de que casi todo lo que le pasa a uno, sin apenas cambios, puede convertirse fácilmente en una historia para niños. Historias intrigantes o tenebrosas, de las que los protegen y los preparan, y les dan recursos.)
Una vez que se acostaron, tuve por primera vez la certeza, en muchos meses, de que estaban sanos y salvos; el tiempo volvió a comprimirse o se aplastó más todavía, y durante unos segundos tuve la sensación de no haberme movido jamás de su lado y de no haber conocido nunca a Tupra ni a Pérez Nuix, a Mulryan ni a Rendel; cuando al poco entré de puntillas en sus respectivos cuartos, para apagar las luces y comprobarlo, al niño se le había deslizado sin sobresalto hasta el suelo el Tintín que habría estado repasando ya casi dormido, y la niña se abrazaba a un osito destinado una noche más a asfixiarse bajo el diminuto abrazo de sus sueños simples. Poco o nada había cambiado en mi ausencia. Sólo Luisa, que no estaba allí, y aunque yo sí estaba seguía sin verla. En su lugar una canguro discreta, se había hecho a un lado, no había interferido en el encuentro, se había limitado a ayudar con los crios cuando ya les había tocado cenar e irse a la cama. Dijo llamarse Mercedes, pese a ser polaca: quizá un nombre adoptado, para españolizarse antes. Hablaba bien nuestra lengua, la había aprendido en sus tres años de estancia, antes ni idea, dijo, tenía novio madrileño, pensaba casarse y quedarse (le vi colgada una crucecita al cuello), todo eso me contó mientras yo remoloneaba. 'No se te ocurra esperarme', me había advertido Luisa, me había sonado un poco a advertencia. Estaba en su derecho de no quererme allí mientras ella no estaba, podría haberme dedicado a chafardear, a detectar variaciones ya curiosear su correo, a abrir sus armarios y oler sü ropa, a entrar en su cuarto de baño y oler su champú y su colonia, a mirar si me conservaba en foto en su alcoba (sería improbable), en el salón permanecían unas pocas familiares en las que yo estaba presente, de los cuatro juntos, procuraría que los niños no me olvidaran del todo, el rostro al menos.
– ¿Vienes con frecuencia? -le pregunté a Mercedes-. Parece que los niños te conocen bien, y te hacen caso. -No fue una pregunta falta de intención enteramente.
– Sí, algunas veces. No demasiadas. Luisa no sale mucho de noche. Más, últimamente. Más por las tardes. -Y entonces la delató, sin querer a buen seguro, pero sin dilación ni espera. Basta con que la gente hable para que cuente de más en seguida, aunque no cuente nada; la gente proporciona datos nada más abrir la boca, sin caer en la cuenta de que lo son y sin que se le pidan, y así delata a cualquiera sin proponérselo, o se traiciona a sí misma, y nada más flotar las palabras ya es demasiado tarde: 'Ay, no me he dado cuenta, qué tonto, no lo pretendía'-. Hoy ha tenido suerte de encontrarme en casa. Normalmente no me llama tan tarde, siempre el día antes por lo menos. Podía haber estado ya pillada en otra casa, voy a cuatro familias distintas, a cuidar de sus niños. Cuatro además de Luisa.
– Ah, pues sí que ha sido suerte. ¿Con cuánta antelación te ha avisado?
– Nada. El tiempo para desplazarme. Tengo que coger un autobús y un metro hasta aquí, pero me ha dicho que hoy me pagaba un taxi. Lo que pasa es que en mi zona no pasan muchos, por eso he tardado. Vente corriendo', me ha dicho, 'que me ha salido una emergencia.' Me ha advertido que usted venía, para que le abriera la puerta. Pero habría mirado por la mirilla y le habría abierto de todas formas, ya lo conocía de las fotografías. -Y señaló tímidamente hacia ellas, como si la avergonzara haberse fijado.
Así que había atinado en mis sospechas, tanta práctica en la oficina sin nombre quizá no era en balde. Luisa no preveía salir, lo había hecho para no verme. No había osado obligarme a aplazar mi encuentro con los niños, para eso le habría costado aún más inventarse un pretexto creíble ('Tanto tiempo', había dicho, consciente de que en efecto era tanto). Dónde habría ido, no es tan fácil pasar unas horas fuera de casa si no se tiene nada en perspectiva, cuando la tarde empieza a vencerse, entre dos luces. Podría haberse metido en un cine, en cualquiera, o haber ido de tiendas al centro, aunque eso la aburría mucho; haberse refugiado con el amante, o haber ido a ver a una amiga, o a su hermana. Tendría que hacer tiempo de sobra hasta que yo me hubiera marchado, hasta que ella calculara que había abandonado la casa, que había despejado el campo, y sabría que me costaría arrancarme, allí me sentía muy cómodo, todo era tan parecido.
Eran las once pasadas, el tope para que se acostaran los niños en las ocasiones excepcionales, conmigo habían estado más que entretenidos pero también los había visto cansados, no había sido muy difícil convencerlos para que no siguieran en danza mucho más allá de su horario, y la polaca era a partes iguales persuasiva y autoritaria. Luisa no tardaría en aparecer, no demasiado. Si aguantaba allí media hora, lo más probable era: que coincidiéramos. Saludarla al menos, darle un beso en la mejilla, quizá un abrazo si me lo respondía, oír su voz pero con imagen, percibir sus cambios, su leve marchitamiento o su realzada belleza al tenerme ahora a mí lejos y a otro cerca más lisonjero; verle la cara. No quería más, pero ante tan poco sentía impaciencia, una impaciencia insoportable. Ahora se me habían agregado la inseguridad, la intriga, tal vez algo de despecho, o era mi orgullo herido: ella no compartía siquiera mis curiosidades elementales, cómo podía ser tras tantos años de haber sido para el uno el otro el principal motivo, me parecía un agravio inasumible que de eso no quedara rastro, que ella pudiera esperar otra jornada y no a mañana necesariamente -nadie podía asegurarme que no me evitara también mañana y pasado y al otro con diferentes pretextos, y durante toda mi estancia; que me instara a recoger a los niños en el portal las próximas veces y a llevármelos por ahí, o que cuando yo subiera ella hubiera salido siempre, o que me los dejara en casa de mi padre para que me encontrase allí con ellos y así además vieran aí abuelo de paso-. Si, era ofensivo que no tuviera ninguna prisa por reconocerme, en el hombre cambiado, en eí hombre ausente, en el hombre solo, en el extranjero que vuelve; que no deseara descubrir sin demora cómo era yo sin ella, o en quién me había convertido. ('Qué desgracia saber tu nombre aunque ya no conozca tu rostro mañana', cité o recordé para mis adentros.)
– ¿No te importa que me quede un rato, hasta que llegue Luisa? -le pregunté a la falsa Mercedes-, Me gustaría saludarla, aunque fuese un momentito. No tardará mucho en regresar, supongo. -'Qué ironía hiriente', pensé, 'estoy pidiéndole permiso a una joven canguro polaca a la que no había visto en la vida para permanecer un poco más en mi casa o en la que lo fue, en la que yo elegí y monté y amueblé y decoré junto con Luisa, en la que habitamos los dos durante mucho tiempo, y aún la pago indirectamente. Uno sale de un sitio y ya no puede volver nunca, no del mismo modo, cualquier hueco que dejamos es al instante ocupado o nuestras cosas son tiradas o arrumbadas, y si uno reaparece es ya sólo como un fantasma, sin corporeidad, sin derechos, sin llave, sin pretensiones y sin futuro. Nada más que con pasado, y por eso puede ahuyentársenos.'
– Luisa me ha dicho que me quedara hasta que ella volviera -contestó-. Va a pagarme también el taxi de regreso, si se hace demasiado tarde. Para que no tenga que esperar los buhos, hoy no hay muchos, no es fin de semana. -La palabra me sonaba en el contexto, eran los autobuses o metros nocturnos, creía, me había olvidado de su existencia-. No hace falta que usted la espere en la casa, ninguna falta -añadió-. A lo mejor sí tarda todavía bastante. Yo estaré aquí y me haré cargo, si los niños se despiertan o necesitan algo.
Era discreta, pero sus frases me parecieron disuasorias, casi órdenes. Como si Luisa la hubiera aleccionado al llamarla y en realidad me estuviera diciendo: 'No, será mejor que te largues, porque Luisa no quiere encontrarte. Tampoco le hace gracia que estés aquí en ausencia suya, sin control ni vigilancia, yo rio tengo suficiente autoridad, los míos no bastan; ya no se fía de tí, dejó de fiarse hace tiempo'. O bien: 'Te ha borrado, en todos estos meses ha limpiado tu mancha y ahora ya sólo lucha contra tu cerco, lo único que se le resiste. No quiere tu impregnación de nuevo, ver su tarea arruinada. Así que haz el favor de marcharte, o serás considerado un intruso'. Y fueron estas interpretaciones las que me decidieron del todo a quedarme.
– Aun así la aguardaré -dije, y tomé asiento en el sofá, después de coger un libro de las estanterías. Éstas no habían cambiado, los volúmenes permanecían en la misma distribución y orden en que yo los había dejado tiempo atrás, allí seguía mi biblioteca entera, quiero decir la nuestra, no habíamos procedido a un reparto y no tenía donde llevarme los míos, en Inglaterra era todo provisional y además carecía de espacio, y no iba a meterme en mudanzas sin saber dónde iba a vivír, a medio ní a largo plazo. Mercedes no se atrevería a oponerse, no se atrevería a echarme si me sentaba y leía y callaba, sin hacerle más preguntas ni importunarla ni sonsacarla. De esto último no se había dado cuenta, o acaso cuando ya era tarde-. No tengo ninguna prisa -añadí-, estoy recién llegado de Londres. Así le daré las buenas noches. Se las daré en Madrid y en persona.
Esperé y esperé, leyendo en silencio, oyendo pequeños ruidos que me resultaban familiares o que recuperé en seguida: la nevera con sus humores cambiantes, lejanas pisadas en el piso de arriba de vez en cuando y un sonido como de cajones que se abren y cierran, esos vecinos no se habían mudado y mantenían sus costumbres nocturnas; también me llegaron las débiles notas del violonchelo que antes de acostarse siempre practicaba el niño que vivía con su madre viuda al otro lado del descansillo, era muyrposible que ya fuera casi un adolescente, había mejorado bastante en su dominio del instrumento, se atrancaba o se interrumpía menos, por lo que me parecía escuchar, que no era mucho, el muchacho procuraba no tocar muy alto, era educado, solía dar las buenas tardes desde muy pequeño con amabilidad pero sin empalago, intenté dilucidar si interpretaba algo de Purcell o de Dowland, no hubo forma, los acordes muy tenues y mi memoria musical desentrenada, en Londres oía discos en casa y rara vez iba a conciertos, pero no estaba tan a menudo en casa, allí no había el aturdimiento que me sostenía a diario y que me libraba de la maldición de hacer planes. Lo único que supe es que no era Bach, seguro.
La canguro polaca sacó su teléfono móvil e hizo una llamada, se retiró a la cocina para hablar con su novio y que yo no la oyera, quizá por pudor, quizá para no imponerme una conversación melosa o tal vez obscena (nunca se sabe, por católica que fuera). Pensé que de no haber estado yo presente habría llamado desde el de Luisa, desde el fijo, para charlar más despreocupadamente al ahorrarse todo el gasto, aunque sólo fuera por eso debía de reventarle que no me hubiera largado cuando me tocaba. Había cogido Enrique V de las estanterías, ya que Wheeler lo había citado en su casa junto al río Cherwell y a él se había referido, desde entonces lo tenía a mano y lo leía a trozos o lo hojeaba de vez en cuando, pese a haber dado ya hacía tiempo con ios fragmentos por él evocados. O había cogido más bien King Henry V, al tratarse de la versión inglesa, un ejemplar de la vieja edición Arden de Shakespeare, comprado en 1977 en Madrid según una anotación de mi mano en la primera página, y en alguna ocasión lo había marcado, imposible recordar cuándo había sido eso -ni siquiera conocería a Luisa-, y mi cabeza no estaba para prestarle atención al texto ni para hacer mucha memoria, me limitaba tan sólo a pasar la vista y a fijarme en lo señalado por aquel lector joven que yo había sido, un día remoto e inexistente, de puro olvidado. Mi cabeza estaba pendiente solamente de un ruido y de ahí que me alcanzaran los otros, por el oído aguzado a la espera del que me importaba, el del ascensor subiendo, seguido del de una llave. El primero me llegó varias veces, pero se detuvo en otros pisos y nada más una en el nuestro, y esa vez no lo acompañó el segundo, no era Luisa quien regresaba.
Mercedes volvió al salón, con expresión más contenta o suavizada. Era una chica agraciada, pero rubia y pálida y fría hasta el desleimiento, luego como si no lo fuera. Me preguntó si me importaba que encendiera la televisión, le dije que no aunque era mentira, porque su sonido barrería el resto; pero yo era allí una mera visita inesperada, si es que no efectivamente un intruso: me iba convirtiendo cada vez más en uno, cada minuto que me demoraba. La joven recorrió canales con el mando a distancia y decidió quedarse en una película de animales de verdad que interpretaban papeles, Babe, el cerdito valiente, la deduje al instante, me sonaba haber llevado a Guillermo a verla al cine hacía ya unos cuantos años, era incomprensible que la pusieran a aquellas horas los programadores tarados, cuando la mayoría de los niños están dormidos. La miré con agrado un rato, me exigía menos que Shakespeare y el cerdito era un gran actor, se me ocurrió que quizá lo habían nominado al Oscar aquel año, pero no creía que lo hubiera ganado; se la buscaría en DVD a Marina, acaso no la habría visto, al haber nacido más tarde. Estaba pensando en el triste sino de los actores -su trabajo puede hacerlo cualquiera, niños y perros, elefantes, monos y cerdos, mientras que aún no se sabe de animal alguno que haya compuesto música o haya escrito un libro; bueno, según lo estricto que se sea con la noción de animal, bien mirado- cuando vi a Mercedes ponerse en pie de un brinco, recoger sus cosas en un segundo y, tras murmurarme un 'Adiós' escueto, llegarse rápidamente a la entrada. Sólo cuando ya estaba allí oí la llave y oí la puerta, era como si su oído fuera finísimo y hubiera sabido en qué instante se bajaba Luisa de un coche o de un taxi, delante del portal de casa. Debía de tener mucha prisa por marcharse, la canguro, no querría entretenerse más que lo justo para que le abonaran el estipendio y el transporte prometido, el caro, ya eran cerca de las doce, Luisa se había ausentado algo más de cuatro horas. O tal vez no era sólo eso, sino que quería advertirle en seguida que no iba a estar allí sola, en contra de lo que creería: que: yo me había empeñado en aguardarla, contraviniendo sus deseos, o acaso desobedeciendo unas órdenes que Mercedes habría recibido y debería haber hecho cumplirse. Las oí cuchichear unos momentos, me alcé del sofá, no me atreví a agregarme; luego oí el golpe de la puerta, la polaca se había ido. A continuación los pasos de Luisa por el pasillo -tacones altos, los reconocí sobre la madera, para salir se los ponía siempre-, en dirección a su cuarto de baño y su alcoba, ni siquiera asomó la cabeza, tendría urgencia, supuse, como tantas veces le sobreviene a uno en el instante de llegar a casa; me pareció normal dentro de todo, si había estado con gente y no había querido levantarse -por ejemplo- durante una cena, de la mesa de alguien o de la de un restaurante. O tal vez querría recomponer su imagen antes de aparecérseme, si había estado con mi sustituto efímero y volvía como vuelven las mujeres a veces de esa clase de prolongados encuentros, con la falda arrugada o no muy recta, el pelo desarreglado, el lápiz de labios borrado a besos, una carrera en la media y aún pintados en los ojos los restos de la vehemencia. O tal vez su enfado era tan grande que había decidido acostarse sin saludarme, dejarme en el salón hasta que me cansara, o hasta que comprendiera que si ella había dicho que no iba a verme aquella noche, aquella noche no me vería. A lo mejor pensaba encerrarse en el dormitorio y no salir más, desvestirse y apagar la luz y meterse en la cama, haciendo como que yo no estaba, como que seguía en Londres y en Madrid no existía, o en verdad era un fantasma. Era capaz de eso y aun de más -la conocía- cuando trataba de imponérsele algo y ella no lo aceptaba. Pero tendría que abandonar la alcoba antes de cerrar los ojos, una vez al menos, y podría interceptarla entonces en el peor de los casos: estaba más allá de sus fuerzas no entrar a ver a los niños y comprobar que dormían tranquilos y a salvo.
Esperé más, no deseaba precipitarme, menos aún ir a aporreaursu puerta, rogarle que se dejara ver, hacerle preguntas torpes a través de una barrera, pedirle unas explicaciones que no tenía derecho a pedirle. Mal comienzo habría sido, tras una separación tan larga, más valía rehuir todo viso de confrontación o reproche innecesarios y absurdos, sobre todo por mí indeseados. A partir de aquel momento la iniciativa debía ser suya, yo ya la había tomado comprometida al rehusar marcharme, una vez acabado el pretexto de disfrutar de mis hijos despiertos. Al oír la llave de la entrada le había quitado el sonido a la televisión, pero aún tenía ante mi vista las andanzas de aquel émulo de De Niro o John Wayne en cerdo -un cerdito educadísimo- y de sus compañeros de reparto: unos perros, unas ovejas, un caballo, un malhumorado pato, todos actores soberbios.
Al cabo de unos minutos oí la puerta de su alcoba abrirse y unos pocos pasos, aún llevaba los tacones luego no se había cambiado, pero caminó más quedamente, procurando no hacer ruido; se asomó a la habitación de la niña y después a la del niño, no llegó a entrar en ninguna o apenas un metro para acercarse, estaría todo en orden. Aún no quise salir a su encuentro, preferí que viniera ella al salón, si venía, y cuando por fin lo hizo -sus pisadas ya más firmes, normales, le bastaba con haber respirado su sueño profundo para despreocuparse de despertar a los crios-, creí comprender, pese a sus esfuerzos de enmascaramiento recién llevados a cabo en su cuarto de baño que también había sido el mío, por qué había intentado evitarme, y que no había sido por no verme, sino por que yo no la viera a ella.
Tenía muy buen aspecto al primer golpe de vista, bien vestida, bien calzada, no demasiado bien peinada aunque la hacía atractiva su melena recogida en una cola, le daba un aire juvenil e ingenuo, casi como de muchacha pillada in fraganti al volver muy tarde a casa, quién era yo para regañarla, ni siquiera para extrañarme. Antes de reparar yo en lo anómalo le dio tiempo a decirme una o dos frases, con una expresión en su rostro que era mezcla de contento al verme y de enojo por encontrarme, también de temor a que la cazara o acaso era de vergüenza en pugna con el desafío, como si la hubiera cazado ya en algo que no podía gustarme o me iba a parecer reprobable, y no supiera si arriar bandera para reconocerlo o izarla para encastillarse en ello, es extraño cómo las antiguas parejas, tiempo después de dejar de serlo, aún se sienten responsables mutuamente y como si se debieran lealtades, aunque sólo sea contarse cómo les va sin el otro y lo que les sucede, sobre todo si les ocurre algo raro o es malo lo que les está pasando. A mí me estaban ocurriendo cosas que había callado en la distancia: había perdido pie sin duda, o asideros, juicio, me dedicaba a una tarea cuyas consecuencias ignoraba o incluso si las había, a cambio de un salario sospechoso por alto; se me habían introducido venenos desconocidos hasta entonces, y en efecto llevaba una existencia más fantasmal cada día, inmerso en el estado onírico del que vive en país ajeno y empieza a no pensar siempre en su lengua, muy solo allí en Londres aunque rodeado de personas a diario, eran todas del trabajo y no cuajaban como amistades puras, ni siquiera Pérez Nuix se me había hecho muy distinta -ni mi amante, no lo era, al no haber habido repetición ni risas- tras la noche compartida carnalmente con ella, lo habíamos disimulado y silenciado en exceso, ante los demás y ante nosotros mismos, y lo que se finge que no ha ocurrido y siempre es tácito acaba por no haber sucedido, aunque sepamos lo contrario; ambas cosas son ciertas, lo que escribió Jorge Manrique en las Coplas por la muerte de su padre, hace unos quinientos treinta años y a tan sólo dos de su propia muerte temprana antes de cumplir los cuarenta, herido por un arcabuzazo cuando asaltaba un castillo (aún peor, más deshonroso, que Ricardo Yea and Nay, al que alcanzó un ballestazo) -'Si juzgamos sabiamente, daremos lo no venido por pasado'-, y exactamente lo opuesto, y entonces podremos dar lo pasado por no venido, por no venido cuanto nos ha pasado y nuestra vida entera por no habida. Y así qué importa cuanto en ella hagamos, o por qué será que nos importa tanto…
– Tenías que quedarte, ¿eh, Jaime? -le dio tiempo a decirme a Luisa-. Tenías que aguantar hasta verme.
Pero ahora ya sí, tras el primer golpe de vista, reparé en lo anómalo en seguida, era imposible no hacerlo, para mí al menos. Había intentado maquillárselo, ocultarlo, taparlo, quizá de la misma manera que Flavia habría procurado sin éxito, con la ayuda inverosímil de Tupra en el lavabo de señoras, hacer invisible su señal en la cara, su erosión de la soga, su arañazo del látigo, la marca producida por los estúpidos zurriagazos de De la Garza durante su poseso baile sobre la pista rápida. Lo que llevaba Luisa en el rostro no era eso, ni uno sfregio, un chirlo, un corte ni una raspadura, sino lo que se ha conocido siempre como un ojo morado en mi lengua y en inglés como un ojo negro, aunque al no ser reciente el impacto o causa la piel ya amarilleaba, son colores mezclados los que van apareciendo tras esos golpes, nunca hay uno solo sino que en cada fase conviven varios y además son cambiantes, quizá de ahí el desacuerdo entre los dos idiomas (si bien el mío se aproxima al otro al referirse también a ello como 'un ojo a la funerala'), tardan mucho en irse todos, mala suerte para nosotros que no hubiera pasado el suficiente tiempo. Al ver aquello ya no tuve que contestar a sus frases, ni que disculparme. Lo malo fue que tampoco pude saludarla ni darle un beso ni abrazarla, había esperado infinitamente aquel encuentro y ni siquiera me salió una sonrisa ni un 'Hola, niña', así la llamaba a menudo cuando estábamos juntos y en buenos términos. Me acerqué al instante y lo primero que dije fue:
– ¿Qué tienes aquí? Déjame ver. ¿Qué te han hecho? ¿Quién ha sido?
Le cogí la cara entre las manos con cuidado de no tocarle la zona afectada, indudablemente se acababa de untar potingues en el cuarto de baño, un exceso, y aun así no le había servido. El párpado ya no estaba hinchado o muy poco, pero era seguro que lo había estado. Calculé que el daño sería de hacía una semana, tal vez diez días, y era efecto de un golpe, no me cupo duda, dado con el puño fuerte o con un objeto contundente como un bate o una porra de cuero, había visto ojos y pómulos y mentones parecidos hacía mucho tiempo, cuando en la época franquista salían de comisaría, de la Dirección General de Seguridad en Sol o de Carabanchel, la cárcel, estudiantes detenidos y más o menos vapuleados, compañeros míos de la Facultad con peor fortuna de la que yo tuve siempre en los llamados 'saltos' y en las manifestaciones prohibidas y sofocadas a palos» había unas porras más largas, flexibles, cuyos trallazos dolían sobremanera, la vara se doblaba sobre la carne y las utilizaban los policías o 'grises' que cargaban a caballo, a veces me parece increíble que en plenos años setenta corriéramos ante sus cascos al salir de clase, cada pocos días o semanas. Aunque todo puede volver, hay que saberlo.
Ella apartó la cara, me esquivó, dio dos pasos atrás para restablecer nuestro alejamiento, sonrió como si mis preguntas le hicieran gracia, pero yo vi que no se la hacían.
– Qué dices, nadie me ha hecho nada. Me di contra la puerta del garaje hace una semana o por ahí. El maldito móvil. Me llamaron, me distraje, calculé mal la distancia cuando la puerta ya estaba bajando. Me dio de lleno, yo qué sé, es pesadísima, debe de ser hierro forjado. Ya lo tengo casi bien, fue más aparatoso que grave. No me duele.
– ¿El móvil? ¿Ahora tienes móvil? ¿Cómo no me lo habías dicho? ¿Cómo no me has dado el número? -Y a la vez que le preguntaba todo esto, sorprendido, pensé, me acordé: 'Algo así me hizo decirle Reresby a De la Garza, tuve que traducírselo cuando estaba inmóvil y caído en el suelo y también magullado o vapuleado: "Dile que si ha de ir a un hospital, que cuente lo que tantos borrachos y tantos deudores, que la pue/ta del garaje se le abatió encima de golpe". Luisa no se habrá convertido en ninguna de esas dos cosas, en borracha ni en deudora, no creo. Pero qué bien sabía Tupra que las puertas de los garajes son casi siempre un invento'. Y gracias a él me quedé aún más convencido de que ella me estaba mintiendo. No tenía la imaginación que desarrolla el hábito, y había incurrido en el lugar común, como cualquier embustero bisoño que aún rehuye lo inverosímil, esto es, lo que cuenta con más posibilidades de ser creído en su tiempo.
– Es por los niños -respondió-. Me he dado cuenta de que no tiene sentido, por mucho que nos desagrade el chisme, que una canguro o mi hermana, por ejemplo, o en el colegio, no me puedan localizar inmediatamente si les ocurre algo. -La polaca podía haberla llamado a su móvil desde la cocina, entonces, y haberle advenido que yo seguía inamovible en el piso, y haber averiguado con bastante precisión cuándo ella llegaría-. Sobre todo no estando tú aquí. Lo compré por tranquilidad. Ahora soy la única a la que pueden recurrir en una emergencia, estoy sola con ellos. Y el número, para qué te hace a ti falta, en Londres. Si todavía habláramos a diario… -Por desgracia no percibí reproche en estos últimos comentarios, ya me habría gustado. No podía dejar de mirarle el ojo morado, amarillento, azulado, negro, el blanco aún un poco enrojecido, lo habría renido atravesado de venillas los primeros días después del puñetazo. Aparentaba no tener ya conciencia de ello, pero me veía mirárselo insistentemente y eso la ponía algo nerviosa, lo noté sobre todo cuando volvió la cara hacia la televisión y se me colocó de perfil, para escapar a mi escrutinio. E intentó cambiar de tema-: ¿Qué estabas viendo, una película de cerdos? ¿Y eso? ¿A qué se debe la novedad? -añadió con su ironía amable que me era tan simpática y conocida. Debió de verme la fugaz sonrisa-. Les gustaría a los niños, ¿cómo los has encontrado? ¿Muy crecidos? ¿Muy cambiados?
Tenía ganas de hablar de ellos con ella, de decirle qué impresión me habían causado al cabo de tanto tiempo. Pero no me iba a dejar desviar tan fácilmente. No sólo yo era como era, sino que además tenía ahora cerca los ejemplos de Tupra y de Wheeler, que nunca abandonaban la presa cuando había algo que sacarle, tras las digresiones y los rodeos y las evasivas.
– No me vengas con cuentos, Luisa, que tú y yo no habremos cambiado tanto. Lo del garaje está muy gastado, se rebelan las puertas y golpean a todo el mundo -le dije, y una vez más caí en la cuenta de que sólo la llamaba por su nombre cuando discutíamos o estaba enfadado, más o menos como me llamaba ella Deza en ocasiones parecidas, y también en otras muy distintas-. Dime quién te ha hecho eso. Espero que no sea el tipo con el que estés saliendo, o tendríamos muy crudo el panorama.
– ¿Tendríamos? En el supuesto de que esté viendo a alguien, ya me dirás qué tienes que ver tú con eso -me atajó en seguida, no con acritud, pero sí con firmeza; y aún tuvo ánimo para recuperar la ironía y suavizarme de inmediato el corte-: Si vas a continuar por este camino, más vale que sigas viendo a tus animalillos mientras yo recojo, y en cuanto acabe te marchas, los críos madrugan y ya es muy tarde. Hablaremos otro día que estemos más frescos, pero no de esto. Ya te he dicho lo que me pasó, no te empeñes en ver fantasmas. Y si es una manera de preguntarme si salgo con alguien, tampoco eso te concierne, Deza. Anda, mira un rato al cerdo y vete a dormir, estarás cansado del viaje y de los niños. Agotan, y estás desacostumbrado a ellos.
No podía evitar que me hiciera gracia y me cayera en gracia siempre. Tenía debilidad por ella, no se me había pasado en el tiempo de Londres. No es que no lo supiera -seguramente no se me pasaría nunca-, pero tenerla de nuevo delante me lo confirmaba o me lo hacía patente, debía llevar cuidado de no quedarme embobado sin querer, en cualquier instante, mientras ella trajinaba y no me hacía caso. Aparte de nuestra conyugali-dad, o del amor no olvidado, Luisa era para mí de esas personas cuya compañía se procura y se agradece y casi por sí sola compensa de los sinsabores, y se anticipa durante todo el día -es lo que nos lo salva- cuando uno sabe que va a encontrarla a la noche como un premio por poco esfuerzo; con las que se siente a gusto incluso en los malos momentos y se tiene la sensación de que allí donde estén, allí está la fiesta; por eso cuesta tanto renunciar a ellas o ser expulsado de su cercanía, porque uno cree estarse perdiendo algo incesantemente, o -cómo decir- vivir en los márgenes. Pensar que pudieran morir esas personas se nos hace insoportable: aunque estemos lejos de ellas y no las veamos ya nunca, sabemos que no se han terminado y que su mundo existe, el que crean con su sola emanación o aliento; que la tierra las alberga y que por tanto se conservan su espacio y su sentido del tiempo, con los que puede fantasearse a distancia: 'Ahí está esa casa', pensamos, 'ahí está esa atmósfera con sus pasos, ese ritmo del día, la música de las voces, el olor de las plantas que ella cuida y esa pausa de su noche; yo ya no participo, pero ahí están las risas, ahí las gracias y los donaires y los regocijados amigos de los que se despidió Cervantes cuando se iba muriendo, "deseando veros presto contentos en la otra vida". Y saber que ahí está todo ayuda, saber que es recuerdo para nosotros pero que no lo es para todo el mundo, que para mí es ya pasado pero que aún no lo es de veras o en sentido absoluto -es tan sólo un accidente, o mala suerte, o mi falta, que yo lo perciba como pretérito a diario-, que otros entran y salen y lo disfrutan sin hacerle demasiado caso, como no se lo hacíamos nosotros cuando formábamos parte de esa atmósfera y de ese ritmo, de las gracias y los donaires, de la música de esa casa y aun de la pausa de su noche quieta. Que no fue un agradable sueño ni cosa de otra vida imaginada'. Allí estaba yo ahora comprobando su permanencia, sin querer marcharme. Ante mis ojos tenía a la persona que representaba la fiesta, con su humor y su firmeza y su sonrisa frecuente, y hasta con sus tacones altos. Hasta cierto punto eso bastaba, saber que no había cesado, que aún pisaba la tierra y aún cruzaba el mundo, que no estaba ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido, o ya del lado del tiempo en el que conversan los muertos.
Y sin embargo había ahora una amenaza, o aún peor, había ya un daño visible que le había hecho alguien y que acaso se repetiría agravado, quién sabía (quién sabe cuándo para nada una vez que algo ha empezado). Lo que yo sí sabía era que insistir no iba a servirme: si ella decidía no contar o no hablar de algo, no había forma de torcerle el brazo, tendría que tratar de averiguar por otros medios, cuáles, en el primer momento no se me ocurrió ninguno a excepción de los niños y prefería no utilizarlos, y entonces me sorprendí pensando: 'Siempre podría pedirle ayuda a Tupra'. Si se había enterado, como yo suponía, de la noche de Pérez Nuix en mi casa y de nuestro acuerdo a sus espaldas; si por tanto había resultado inútil mi favor a ella e íncompara no había obtenido de él nada, y el padre de la joven había recibido la consiguiente paliza por sus reincidentes deudas y además Reresby me había hecho verla (tacos de billar; seguramente para informarme de mi fracaso, y para que aprendiera), no le sería difícil conseguirme el nombre del individuo con el que saliera Luisa, aunque fuera en otro país y la moza, por fortuna, aún no estuviera muerta. Esa había sido una de mis aprensiones durante mi tiempo en Londres, desde mi marcha, cuando pensaba en quién habría de sustituirme tarde o temprano, y entre las figuras posibles me había aterrado siempre la del hombre despótico y posesivo que sojuzga y aisla y desliza poco a poco sus exigencias y sus prohibiciones, disfrazadas de enamoramiento y flaqueza y celos y de lisonja y ruegos, la del sujeto torcido que declina las invitaciones primeras a compartir almohada para no parecer intruso y que no le asome el menor rasgo invasor o expansivo, y que al principio se muestra siempre deferente, respetuoso y aun precavido; hasta que un día al cabo del tiempo -o acaso una noche de lluvia y encierro-, cuando ya se ha adueñado del territorio entero y no deja respirar a Luisa a sol ni a sombra, cierra sus manos grandes sobre su cuello mientras los niños -mis niños- miran desde una esquina aplastándose contra la pared como si quisieran que cediera ésta y desapareciera, y con ella la mala visión, y el impedido llanto que ansia brotar pero no alcanza, el mal sueño, y el ruido prolongado y raro que su madre hace al morirse. Ante esa pesadilla siempre había pensado, para despejarla: 'Pero no, esto no ha de ocurrir, esto no ocurre, no tendré esa suerte y no tendré esa desgracia (suerte en el imaginario y en la realidad desgracia)…'. Ahora me encontraba con un trazo real de esa figuración horrible, en forma de ojo morado o de colores cambiantes, y con que en ese terreno de la realidad no había una gota de suerte sino un gigantesco mar de desgracia que lo anegaba todo y ahuyentaba lo imaginario hasta suprimirlo, esa esfera ya no existía, o es que nunca convive con el peligro cierto: demasiados cobardes envenenados hay en España que cada año matan a sus mujeres o a quienes lo fueron o a quienes ellos quisieran que lo hubieran sido, y a veces también se llevan por delante a sus hijos para hacerles aún más daño, es una plaga contra la que no sirven persuasiones ni amenazas ni leyes ni condenas más severas, porque ellos hacen caso omiso de lo exterior y se les va la mano hasta el fondo sólo porque las quieren tanto o las odian tan crucialmente que no pueden vivir sin ellas sabiendo lo mismo que yo sé de Luisa y que me alegra en mi tristeza, en cambio (es decir que me consuela): que ellas siguen en el mundo y quieren ser o son pasado solamente para nosotros o ellos, pero no para el resto. cEn un país como este no puedo arriesgarme', pensé. 'Con un ojo morado por un puñetazo ya no puedo arriesgarme y dejarlo sólo en sus manos y a su voluntad quizá menguada y no meterme, me basta para saber que ella se ha puesto en peligro y que por lo tanto también habrá puesto a los niños, sólo sea porque pueden perderla, y ya han sufrido una semipérdida desde que me fui de casa.'
Así que me alejé dos pasos y decidí no preguntarle más, ya preguntaría en alguna otra parte, disponía de dos semanas, debían serme suficiente para indagar o para convencerla, y quizá otro día ella recibiera otro golpe, durante mi estancia, y entonces ya no quisiera callar y cerrarse ('Calla, calla y no digas nada, ni siquiera para salvarte. Guarda la lengua, escóndela, trágala aunque te ahogue, como si te la hubiera comido el gato. Calla, y entonces sálvate.' Pero quizá no sea así siempre, por mucho que en los momentos más graves se nos aconseje y senos inste a ello).
– Está bien, me voy ya -le dije-. No te entretengo más, es verdad que es tarde, ya hablaremos, te llamo mañana o pasado y quedamos cuando te convenga. El cerdito, no es por nada, lo estaba mirando tu canguro polaca. Todo sea dicho, actúa de maravilla, a la altura de los más grandes. -Y ya en la puerta hasta la que me acompañó más sonriente y luminosa, como si ya empezara a aliviarla el inminente cese de mi mirada, añadí-: Pero ti conosco, mascherina. -Era una expresión aprendida hacía mucho, de mi remota novia italiana que me había enseñado su lengua más o menos; y esa expresión carnavalesca, que también Luisa conocía, era como decirle: 'Pero no me engañas'.
No perdí tiempo. Al día siguiente fui a visitar a mi padre, como le había anunciado; me quedé a almorzar con él, y a los postres apareció mi hermana, que solía pasar a verlo casi a diario y nada sabía aún de mi llegada (mi padre había olvidado mencionárselo, 'Ah, creía que lo sabríais todos'), le fue motivo de sorpresa y contento. Y cuando él fue a echarse un rato a instancias de su cuidadora y nos dejó a los dos solos, Cecilia me puso al tanto de la situación médica con más detalle (no eran optimistas las previsiones, a medio o más bien corto plazo), y una vez que también me hubo contado acerca de ella y de su marido, y que yo hice lo posible por no contarle de mí más que inocuas imprecisiones, me atreví a preguntarle si sabía algo de Luisa: qué vida hacía, si se veían, si estaba enterada de si salía con alguien o no todavía. Lo ignoraba casi todo, me dijo: hablaban por teléfono de vez en cuando, sobre todo para cuestiones prácticas relacionadas con los respectivos hijos, y en alguna ocasión coincidían allí, en la casa de nuestro padre, pero por lo general pocos minutos, Luisa solía ir con prisa, saludaba cariñosamente y dejaba a los niños para que pasaran un rato con su abuelo o con sus primos, los hijos de mi hermana o los de mis hermanos, se cruzaban con unos u otros si era sábado o domingo; luego, al cabo de un par de horas, pasaba de nuevo a recoger a Guillermo y Marina, apurada también de tiempo. Tenía entendido que se presentaba ella sola de tarde en tarde, entre semana, a hacerle compañía y darle charla a su suegro, siempre habían tenido buena relación propia. Así que quizá hablaría más con él, o de asuntos más personales, que con ningún otro miembro de la familia, aunque fuera de Pascuas a Ramos. No, no tenía idea de la vida que hacía en sus horas libres, no podrían ser muchas en ningún caso. Tampoco le había comunicado que viera a nadie, pero eso no significaba ni que sí ni que no, Luisa no iba a tenerla a ella al corriente de sus progresos o pasos, o no de los de esa clase. Su marido se la había encontrado una tarde, haría dos o tres meses, saliendo de una galería de pintura o de una exposición, no recordaba, en compañía de un hombre que él no conocía, lo cual no tema nada de particular, obviamente, lo contrario habría sido lo raro; la actitud en que iban le pareció normal, de compañeros o amigos, quería decir que ni siquiera los había visto cogidos del brazo, nada. Lo único que pensó fue que sería un artístico. En aquel momento la interrumpí (empezaban a faltarme reflejos en mi propia lengua).
– ¿Quieres decir un artista? ¿Por qué? ¿Te dijo qué aspecto tenía?
– No, llamamos artísticos a los que van así, de artísticos, de originales. Pueden o no ser artistas, es lo de menos. Pero llevan algo que les da ese sello, es una cosa voluntariosa, para que se les note la intensidad, o eso, la artistería, no sé, puede ser un jersey negro de cuello alto, o un bastón de adorno con asquerosa cabeza de galgo en el puño, o un sombrero anacrónico que nunca se quitan, o un pelo de músico, con oleaje, ya sabes. -E hizo el gesto correspondiente con las manos por encima de la cabeza, más o menos como si se la lavara a distancia, sin rascarse. 'O una redecilla goyesca ridicula', me dio tiempo a pensar fugazmente. 'O tatuajes en cualquier sitio, pero no digamos en los talones'-. O en mujeres un bonete, o medias de esas flojas que sólo llegan a cubrir la rodilla, o una gorra marinera o de negra chula y creída, o un horrendo trenzadillo rasta.
Me hizo gracia comprobar que detestaba esas medias. No tenía ni idea, en cambio, de a qué se refería con 'una gorra de negra chula y creída', y me dio curiosidad, por cierto. Pero no podía entretenerme, mi otra curiosidad ya era una urgencia.
– Ya. ¿Y qué es lo que llevaba el tipo? ¿O lo llevaba todo, el jersey, el bastón, el sombrero?
– Coleta. A Federico le llamó la atención porque además no era joven, de tu edad o por ahí. De la nuestra.
– Sí, no es demasiado raro verlos ahora en algunos ambientes. Hombres hechos y derechos, sujetos maduros que llevan eso y se creen muy piratas o bandoleros; o perilla, y entonces se creen el Cardenal Richelieu o un psiquiatra o sabio de película, es una epidemia entre los profesores universitarios; o bigote y mosca y se creen muy mosqueteros. Todos unos farsantes. -Con mi hermana me podía permitir mostrarme tan arbitrario, exagerado y maniático como solía serlo ella, era cosa humorística de familia, compartida por todos excepto por mi padre, al que no habíamos salido mucho, en ecuanimidad ni en buen temple. Yo, por ejemplo, tengo por costumbre no fiarme tampoco de los individuos que calzan sandalias más o menos de fraile, los tengo a todos por impostores y traicioneros; ni de nadie con bermudas o pantalones cortos (me refiero a hombres), lo cual me lleva a no fiarme hoy en día de casi ningún varón en verano, sobre todo en España, paraíso de los atuendos ignominiosos y desvergonzados. Quizá esas intuiciones convertidas en normas, esos drásticos prejuicios, o superficialidades que para mí definen sin más fundamento que el de una experiencia personal limitada (como por lo demás lo son todas), me habían ayudado no obstante con Tu-pra en mi ya no tan nuevo trabajo, aunque sólo fuera por la rotundidad con que, una vez adquiridas la confianza para juzgar en voz alta y la irresponsabilidad a que obliga toda emisión de un veredicto, me manifestaba a veces sobre los sujetos de interpretación y apuesta. Con todo, esas generalizaciones se basan en algo, aunque pertenezca tan sólo a la esfera de las percepciones: en cada persona hay ecos de otras y no podemos desoírlos, se producen lo que he llamado 'afinidades' entre individuos muy distintos o incluso opuestos, que en ocasiones nos conducen a ver o captar sombras de parecidos físicos en principio descabellados. 'No hay ningún rasgo común objetivo entre esta hermosa mujer y mi abuelo', pensamos, 'y sin embargo ella me lo trae a la mente y me lo recuerda', y entonces tendemos a atribuirle el carácter y las reacciones, la irascibilidad y el ventajismo de aquel despótico antepasado nuestro. Y lo sorprendente es que acertamos mucho -cuando contamos con tiempo para comprobarlo-, como si la vida estuviera llena de inexplicables parentescos no consanguíneos, o como si cada ser que existe y pisa la tierra o cruza el mundo dejara en el aire invisibles e intangibles partículas de su personalidad e hilos sueltos de sus actos y resonancias tenues de sus palabras, que se posan al azar luego en otros como la nieve sobre los hombros, y así se perpetúan de generación en generación indefinidamente, como una maldición o una leyenda, o como un recuerdo padecido ajeno, logrando de esta manera la infinita y agotadora combinación eterna de los mismos elementos-. ¿Y qué más te dijo? ¿Cómo era, aparte de la coleta? ¿Cómo iba vestido? ¿No se lo presentó? ¿Cómo se llamaba? ¿A qué se dedica?
– Yo qué sé, no lo sé. No se fijó ni lo vio apenas. Se cruzaron nada más, y ella y él se saludaron, 'adiós, adiós', pero sin pararse. Tampoco se conocen tanto, Federico y Luisa.
– Ya, ¿la parejita llevaba prisa?
– Sin pararse nadie, Jacobo, ni Federico ni ellos. No empieces ahora a mirar mal, o a mirar raro, a cualquier tipo con coleta. Y además, fuera quien fuese, a lo mejor desde entonces ya se la ha cortado. Tampoco los llames parejita, porque no hay ningún motivo para ello, ni el menor indicio, ya te he dicho cómo fue el encuentro, veo que no se te puede contar nada. Así es como se calienta uno sin necesidad la cabeza.
Preferí no hablarle del puñetazo, del golpe intolerable, del ojo a la virulé o a la funerala, era mejor que siguiera investigando yo solo sin alarmarla, si Cecilia no sabía más que lo que me había contado tampoco iba a aportarme ninguna pista al respecto, no me importaba que achacara mi inquietud exclusivamente a los celos, bastaban para justificar mi curiosidad insistente y al fin y al cabo existían, quizá tanto como mi preocupación por que a Luisa pudiera maltratarla un chulo, un miserable, con coleta o sin ella, qué más daba: alguien que probaba a ocupar mi sitio pero que difícilmente iba a quedarse, no le tocaba. Aun así había que echarlo. Si era violento, si era un peligro, si levantaba la mano, había que echarlo sin tardanza, sin que tuviera oportunidad de prolongarse, porque también se lleva uno sorpresas y siempre existe ese riesgo de que lo sin futuro no acabe. Y a falta de la voluntad, la fuerza, la dureza o ía valentía de ella, yo era el único capacitado para intentarlo, o eso me dije.
Así que esperé a que se levantara mi padre (o a que lo ayudaran a levantarse y lo acompañaran al salón, hasta el sillón en el que siempre había leído, bajo su lámpara de luz agradable) y a que mi hermana se marchara, para continuar con mis indagaciones, o con mis tanteos. No confiaba en que él supiera mucho, o apenas nada, pero si era, de cuantos tenía yo a mano, quien acaso más hablaba con Luisa de sus asuntos personales, según había apuntado Cecilia, aunque fuese de tarde en tarde y con las limitaciones naturales entre una nuera y un suegro, o más bien entre dos personas con tantísima edad por medio, tal vez pudiera orientarme, si no en lo relativo al aspirante a mi puesto -ella nada le contaría de eso; y a lo mejor había varios-, sí al menos en lo que me atañía: cómo me veía ahora, tras haber abandonado yo el campo y haberme expulsado a mí mismo mansamente de su existencia -incluso de su vida práctica-, y haberme descabalgado sin objeciones de su tiempo y del de nuestros hijos. Le pregunté a mi padre por ella y volvió a decirme que no venía mucho a verlo, aunque fui descubriendo, o comprobando, que ahora medía mal las duraciones de la presencia o ausencia de determinadas personas, como si le pareciera que las más gratas o amenas lo visitaban siempre poco, aunque de algunas me constara que se pasaban por allí casi a diario -era el caso de mi hermana y de mis sobrinas mayores, él había tenido debilidad por la compañía de las mujeres y la tenía ahora más todavía, cuando ya estaba tan débil y necesitado de suavidades-. Deduje que algo semejante le ocurriría con Luisa, quien ni de lejos aparecería con la misma frecuencia, pero que, por la familiaridad con que se refería a ella y algún comentario significativo, debía de hacerlo más a menudo de lo que él se figuraba o sentía. Le insistí ('Pero qué te dice, qué te cuenta cuando viene, ¿habla de mí contigo o procura no mencionarme? ¿Crees que tiene dudas, que puede estar medio arrepentida, o sueno ya siempre en sus labios como si me hubiera encontrado un lugar del que no me muevo ni va a moverme, uno demasiado estable y tranquilo?'), y de pronto se me quedó mirando con sus ojos claros sin contestarme, la frente apoyada en una mano, en un brazo del sillón el codo, era su postura habitual cuando pensaba preparándose para decir algo, tenía la impresión a veces de que componía mentalmente sus frases, las primeras, unas pocas, antes de pronunciarlas (luego ya no, las siguientes). Se me quedó mirando con una mezcla de interés, leve impaciencia y leve lástima, como si yo no fuera exactamente su hijo sino un cuitado amigo más joven, al que apreciara de veras y en el que encontrara extrañas dos cosas, tal vez decepcionantes: una, que me afanara tanto por una cuestión de sentimiento ajeno y quizá de cálculo ajeno, contra los que nada puede hacerse; la otra, que todavía no entendiera, siendo ya bien adulto, siendo padre, a mis años y con mi experiencia, la índole incombatible de estos dolores, o acaso sólo son desasosiegos, con sus lamentos.
– Te veo muy inconforme, Jacobo -me dijo por fin, al cabo de un rato de considerarme-, y tienes que conformarte. Si alguien ya no quiere estar con uno, uno tiene que aguantarse. A solas, y sin estar pendiente de la observación o la evolución de ese alguien, a la caza de señales y a la espera de vuelcos. Si se produce uno de éstos, no será porque tú estés mirando, ni preguntándome a mí ni sondeando a nadie. No se puede estar encima, no se puede aplicar una lupa ni un catalejo, ni recurrir a espías, ni agobiar, ni por supuesto imponerse. Tampoco fingir sirve de mucho, no sirve hacerse el displicente ni tan siquiera el civilizado, si uno no se siente civilizado ni displicente al respecto, y no me parece que tú te sientas ninguna de las dos cosas, todavía. Ella te lo notará, ese fingimiento. Ten en cuenta que una de las características del enamoramiento, o de sus aledaños, incluso de sus disfraces involuntarios (se confunde mucho con el empecinamiento, en la fase primera y en la fase última, cuando el amor del otro se percibe aún sin arraigo o ya perdiéndose), es la transparencia. A la persona querida, o que así se siente o se ha sentido (a la que ha conocido eso), es muy difícil engañarla, a no ser, claro está, que ella misma prefiera engañarse, lo cual no es infrecuente, eso lo admito. Pero uno sabe siempre cuándo ya no se lo quiere, si está dispuesto a enterarse: cuándo todo se ha reducido a costumbre, o a falta de arrojo para ponerle término, o a deseo de no armar revuelo y de no hacer daño, o a miedo vital o económico, o a mera ausencia de imaginación, la mayoría de la gente no es capaz de imaginarse otra vida que la que lleva y ya sólo por eso no la cambia, ni se mueve, ni se lo plantea; pone parches, aplaza, busca distracciones, se echa un amante, se va de timbas, se convence de que lo que hay es llevadero, se encomienda al tiempo; pero ni se le ocurre intentarlo. Al sentimiento sólo lo vence el cálculo, y sólo a veces. Y de la misma manera uno sabe cuándo aún se lo quiere, sobre todo si lo que está deseando es que eso ya se aplaque o mejor cese, como suele ser el caso entre los que se separan. El que tomó la decisión, si no es egoísta ni sádico, ansia que el otro se salga, que se desprenda de la tela de araña, que deje de quererlo y de oprimirlo con ello. Que pase a otra persona o que no pase a ninguna, pero que de una vez se desentienda. -Mi padre se calló un momento y volvió a fijar en mí con atención sus ojos, como mira uno a veces en las despedidas. Parecía que me escrutara, lo cual era improbable porque había perdido mucha vista y le costaba leer y hasta ver la televisión, yo creo que más bien la oía. Y sin embargo producía el efecto contrario, con su mirada azul cada vez más pálida clavada en mi rostro, como si me traspasara y al hacerlo supiera más de mí de lo que yo sabía-. Creo que tú tienes que desentenderte de Luisa, Jacobo. No lo has hecho, aunque te hayas ido lejos respetuosa y caballerosamente y todo lo que tú quieras. No lo has hecho. Y no te queda más remedio, tanto si puedes como si no puedes. Déjala respirar del todo, déjale aire, no te interpongas. Déjale toda la iniciativa. Nada está en tu mano. Si un día se da cuenta de que sin ti no está bien, si descubre que te echa de menos hasta el punto de la desgracia, no creo que tenga reparo en decírtelo ni en pedirte que vuelvas, por lo que la conozco. Sabe rectificar, y no es soberbia. Mientras no haga eso será que no quiere, y no va a cambiar por lo que tú hagas o digas ni por cómo te comportes, aquí o a distancia; para ella eres transparente, como ella lo será para ti si estás dispuesto a ver de veras y a reconocer lo que veas. Que no lo estés es otro asunto, y lo comprendo. Pero no me preguntes lo que yo no puedo saber y tú sí, en cambio: ella para mí no es transparente. -Y añadió sin transición-: ¿Tienes alguna novia allí en Londres?
Ahora fui yo quien se quedó pensando, pero no por duda. No, en verdad no tenía nada ni remotamente parecido a una novia; tan sólo había habido encuentros fugaces, sin continuidad ni entusiasmo, sobre todo en los iniciales meses de asentamiento y reconocimiento y tanteo: de las tres mujeres que habían dormido en mi casa en aquel periodo, sólo una había vuelto con mi consentimiento (otra lo había intentado sin éxito), y éste se había terminado pronto, a la tercera ocasión o a la cuarta. Con posterioridad había pasado por allí una mujer más, sin consecuencias. Después, la joven Pérez Nuix se había paseado un poco por mi imaginación, no podía negarlo, y tras nuestra noche juntos aún lo hacía de vez en cuando, pero aquel raro engarce había quedado teñido por las ideas vagas de favor y pago, que apagan la imaginación muy fácilmente; y aunque las de secreto y taciturnidad la enciendan, quizá no bastan para contrarrestar aquéllas, de mayor gravedad o más fuertes.
– No -contesté-. Sólo hay lances sueltos, y a mi edad ya no estimulan ní casi divierten. O sólo a los que se engríen muy simplemente. No es mi caso.
Mi padre sonrió, a veces le hacían gracia las cosas que yo decía.
– No, puede que ya no. Lo fue en el pasado, no obstante, cuando eras más joven, así que no te pongas tan por encima. Tampoco es el caso de Luisa, de eso estoy seguro. Yo no sé si ve a alguien. Como es natural, no me habla de esas cosas, aunque acabará por hacerlo, si duro lo bastante. Me tiene confianza, y yo creo que me lo contará, si le surge algo serio. Lo que sí percibo es que eso justamente no lo descarta, y aun que tiene prisa por que aparezca. Tiene prisa por recomponerse, o por rehacer su vida, o como se diga vulgarmente, tú lo sabes. Quiero decir que aún no la veo insegura de su atractivo, no es eso, aunque ninguno de los dos seáis ya muy jóvenes. Sino más bien temerosa de ir a empezar 'lo definitivo' demasiado tarde. Ella te tuvo evidentemente por eso, por lo definitivo, durante muchos años, y darse cuenta de que no lo eras no la ha llevado a pensar que eso no existe, sino que os habíais equivocado y que ella había perdido un precioso y larguísimo tiempo. Tanto que ahora debe apresurarse a encontrar eso definitivo, a lo que no ha renunciado de momento, aún no le ha dado tiempo a corregir sus expectativas, o sus ilusiones, todavía debe de estar en el absoluto desconcierto. -Ahora sé le acentuó en la cara una expresión de lástima, parecida a la de muchas madres cuando observan a sus niños chicos y los ven aún tan ignorantes y tan lentos en su aprendizaje (tan desprotegidos por tanto). La ingenuidad da lástima las más de las veces. Mi padre parecía estarla viendo en Luisa, de quien hablaba, pero posiblemente la estaba viendo también en mí, que le preguntaba por ella cuando él no podía ayudarme. Sólo, a lo sumo, distraerme y hacerme caso, en eso consiste asumir las preocupaciones de otro-. Es algo un poco pueril, seguramente. Como si siempre hubiera tenido un modelo en la cabeza y el enorme revés contigo no la hubiera hecho abandonarlo, no todavía, y pensara: 'Si no era quien yo creía, habrá de ser otro. Y dónde está entonces, he de dar con él, tengo que verlo'. Eso es lo más que puedo decirte. No está necesitada de halagos, ni por supuesto de conquistas efímeras para reafirmarse. Cada vez que salga con alguien, si lo hace, será mirándolo como al definitivo, como a un futuro marido, y pondrá todo su empeño en que no se tuerza, lo tratará con infinitas buena voluntad y paciencia, queriendo quererlo, deseándolo a ultranza. -Hizo una pausa y alzó la vista hacia el techo, como para mejor imaginársela al lado de un imbécil permanente, ejerciendo con él esa paciencia. Después añadió con pesar-: Mal asunto para ella. Yo diría que eso espanta a los hombres, o sólo atrae a los pusilánimes. A ti, desde luego, te espantaría, Jacobo. No eres de los que se casan. Aunque hayas estado casado bastantes años y ahora lo eches de menos. En realidad sólo la echas de menos a ella, no el matrimonio. Siempre me sorprendió que te prestaras. También me ha sorprendido que no se te acabara antes, jamás creí que algo así fuera a durarte.
No quise adentrarme por aquel camino, seguramente no sentía curiosidad por mí mismo, o, como decía aquel informe anónimo de los ficheros de la oficina, me daba por descontado o me tenía sabido; o quizá, por el contrario, me consideraba un caso perdido con el que no había de malgastar reflexiones. Así que insistí en hablar de quien conocía mucho más o bien no conocía tanto, quién sabía:
– ¿Tú crees que por esa prisa podría quedarse con un hombre que no le conviniera, con alguien nefasto?
– No, no tanto como eso -me respondió-. Luisa es inteligente, y cuando tenga que decepcionarse lo hará, aunque sea de mal grado y se resista y le cueste… Quizá con alguien mediano o que la satisfaga parcialmente tan sólo, o incluso que tenga algún elemento que le desagrade, eso puede. Lo que sí me parece es que a ese posible marido, sea como sea, a ese proyecto, a aquel en quien fije la vista, le dará incontables oportunidades, pondrá mucho de su parte, intentará ser comprensiva al máximo, como sin duda lo intentó contigo hasta que superaste el límite, supongo, nunca os he preguntado qué os pasó exactamente… A ese hombre no le entregará cheques en blanco, pero antes de despedirlo gastará casi entero el talonario, poco a poco. Que yo sepa, sin embargo, todavía no existe esa persona, o aún no ha adquirido la suficiente importancia como para que me hable a mí de ella, o me consulte. Ten en cuenta que yo soy para Luisa ahora lo más aproximado a un padre, y que conserva ese espíritu infantil que la hace tan grata y la lleva a solicitar consejo de sus mayores. Bueno, lo conserva en algunos aspectos. En otros no, desde luego. ¿Cuándo has dicho que te vuelves a Oxford?
Lo vi cansado. Había hecho un esfuerzo, también él un esfuerzo de traducción o interpretación, como si él mera yo y yo fuera Tupra en nuestra oficina, y Tupra le estuviera apretando para que le hablara de Luisa, ojalá nunca la pusieran a ella bajo el escrutinio, no había motivo para que eso ocurriera, sólo pensarlo me dio escalofríos. Mi pobre padre me había complacido, había tratado de ayudarme, un favor al hijo, me había dicho lo que creía, cómo la veía, lo que le parecía esperable de su futuro inmediato. Quizá tuviera razón en sus estimaciones, y si Luisa estaba saliendo con alguien a quien se le había ido la mano en un mal momento, un muy mal día, podía darse que estuviera intentando disculparlo y corregirlo y comprenderlo en vez de apartarse o salir corriendo, que es lo que hay que hacer cuando aún se está a tiempo, es decir, cuando no está uno anudado, sino sólo envuelto. Podía darse que quisiera hacer caso omiso y borrarlo, que procurara relegar el hecho a la esfera de los malos sueños o arrojarlo a la bolsa de las figuraciones, como hacemos la mayoría cuando deseamos que no nos falle tan pronto el rostro, que no nos falle ya hoy sin ni siquiera tener la deferencia de esperar a mañana para decepcionarnos. La capacidad de aguante de muchas mujeres es casi infinita, sobre todo cuando se sienten salvadoras o sanadoras o redentoras, cuando creen que ellas podrán sacar del marasmo o la enfermedad o el vicio a un hombre al que quieren, o al que han decidido querer a toda costa. Piensan que con ellas él será distinto, que se enmendará o mejorará o cambiará y que se le harán indispensables por tanto, a veces me ha parecido que redimir a alguien era para ellas una forma -ingenua, ilusa- de asegurarse la incondicionalidad de ese alguien: 'No puede vivir sin mí', piensan sin llegar a pensarlo del todo, o a formulárselo. £Sabe que sin mí volvería a ser un desastre, un incapaz, un enfermo, un deprimido, un drogadicto, un borracho, un fracasado, una mera sombra, un sentenciado, un desecho. No me dejará nunca, ni nos pondrá en peligro, no me hará putadas, no se arriesgará a que me marche. No sólo me estará agradecido siempre, sino que tendrá conciencia de que conmigo está a flote y hasta nada rápido en su avance, mientras que sin mí se hunde y muere ahogado.' Sí, esto parecen pensar muchas mujeres cuando en su camino se cruza un hombre difícil o calamitoso o desahuciado o violento, un desafío, un reto, una tarea, alguien a quien enderezar o arrancar de un infierno. Y resulta incomprensible que tras tantos siglos de experiencias ajenas y de relatos aún no sepan que esos hombres creerán haber levantado cabeza y haberío hecho todo ellos mismos en cuanto se sientan despejados y optimistas y sanos -en cuanto se sientan reales y ya no espectros-, y que lo más probable es que entonces las vean a ellas como a un estorbo, como a quien les impide correr libremente o seguir ascendiendo. Y también resulta incomprensible que no se den cuenta de que serán ellas las más enredadas o las anudadas y las que jamás estarán dispuestas a abandonarlos, porque habrán convertido en poco menos que su misión a esos hombres, dependientes y desnortados o irascibles y llenos de lacras, y uno nunca renuncia a una misión si la tiene o cree tenerla, si por fin la ha encontrado y la ve inacabable, la ve de por vida, la cotidiana justificación de su gratuita existencia o de sus incontables pisadas sobre la tierra y de su travesía tan lenta por el reducido mundo…
Me levanté y le puse la mano en el hombro, era un gesto que calmaba a mi padre en los últimos años, cuando se sentía asustado o débil o se desconcertaba, cuando abría mucho los ojos como si viera por primera vez el mundo, con una mirada tan inescrutable como la de los niños de pocas semanas o días, que observan, supongo, ese sitio nuevo al que se los ha arrojado y tal vez intentan descifrar nuestras costumbres y descubrir las que serán las suyas. La visión de mi padre debía de ser tan escasa como a veces se dice que es la de esos niños, quizá sólo distinguía sombras, manchas, la luz conocida y los confusos colores, era imposible saberlo, él aseguraba ver mucho más de lo que nos parecía, posiblemente por una especie de orgullo que le impedía reconocerse tan disminuido como en verdad lo estaba. Sabía quién era yo y el oído lo conservaba fino, así que tal vez, sobre todo, veía con el recuerdo. Y por eso, en parte, me situaba en Oxford en consonancia, donde había vivido, en efecto, aunque hacía ya muchos años, y de donde además había vuelto. De Londres, en cambio, aún ignoraba si regresaría (había regresado ahora; quiero decir para quedarme). A lo largo de aquellas dos semanas de estancia lo hice en uno u otro momento, cada vez que fui a verlo: apoyaba mi mano en su hombro y allí la mantenía un rato, haciendo una leve presión para que bien la sintiera, para que constatara que yo estaba cerca, en contacto, para darle seguridad y aplacarlo. Le notaba los huesos, también la clavícula, un poco salientes, había adelgazado desde mi marcha, y me daban al tacto una impresión de fragilidad, no como si pudieran romperse pero sí dislocarse fácilmente, por un mal gesto o por un esfuerzo; cuando lo manejaba su cuidadora lo hacía con delicadeza. En una ocasión, sin embargo, volvió la vista con curiosidad hacia mi mano posada, en modo alguno con rechazo. Se me ocurrió que acaso le parecía extraño verse objeto de ese gesto que posiblemente él había tenido conmigo muchas veces durante mi infancia, cuando él era el alto y yo sólo crecía poco a poco, el padre inclinado que pone la mano sobre el hombro del hijo para aleccionarlo, o para inspirarle confianza o brindarle protección simbólica, o para apaciguarlo. Miró mi mano aquella vez como quien mira una inocua mosca que se le ha posado, o quizá algo más grande, una lagartija que se inmoviliza un instante en sus recorridos, como si oyera pasos a sus espaldas. '¿Por qué me pones así la mano?', me preguntó con una media sonrisa, como divertido. '¿No te gusta?', le pregunté yo, y él respondió: 'Bueno, si quieres. No me molesta'. Pero en aquella primera visita, como en la mayoría, no se dio mucha cuenta o se limitó a sentir mi suave presión orientadora, tranquilizadora, sin decirme nada. Yo le contesté:
– Ahora no vivo en Oxford, papá. Allí voy sólo de tarde en tarde, a visitar a Wheeler, te he hablado de él, ¿no te acuerdas? Sir Peter Wheeler, el hispanista. Es casi de tu edad, te lleva un año. Ahora estoy en Londres. Me volveré dentro de dos semanas.
Quizá la sagaz interpretación de Luisa le pasaba factura, se había esmerado por mí y ahora le tocaba pagarlo. Era como si de repente se hubiera cansado de su perspicacia y se le hubieran mezclado los tiempos de nuevo, como el día anterior por teléfono. Tal vez ya no aguantaba demasiado rato siendo él mismo, quiero decir el de siempre, el alerta, el intelectualmente exigente, el que nos instaba a sus hijos a seguir y seguir pensando, el que nos decía 'Y qué más' cuando dábamos por concluidos una argumentación o un razonamiento, el que nos impelía a seguir mirando las cosas y a las personas más allá de lo necesario, cuando uno tiene la sensación de que ya no hay nada más que mirar y que continuar es perder el tiempo. 'Allí donde uno diría que ya no puede haber nada', eran sus palabras. Sí, a medida que cumplo años sé que eso fatiga y desgasta, y a veces me vienen ganas de no prestar ya más atención a mis semejantes ni al mundo, me pregunto por qué debería y por qué diablos lo hacemos todos en mayor o menor grado, ni siquiera estoy seguro de que no sea una fuente más de conflictos, incluso si miramos con buenos ojos. Él había cumplido los noventa. No era extraño que quisiera descansar de sí mismo. Y también del resto.
– Ah, vaya -respondió algo molesto, como sí yo lo hubiera engañado a propósito y por gusto-. Siempre me has hablado de Oxford. Que te habían ofrecido allí un puesto, para dar clases. Un tal Kavanagh, que escribe novelas de miedo y es medieval ista, ¿verdad? Y claro que sé quién es tu amigo Wheeler, hasta le he leído algún libro. ¿Pero no se llamaba Rylands? Siempre lo has llamado Ry-lands. -No le dije que eran hermanos, se habría armado aún más lío-. ¿Y entonces en qué Universidad estás, en Londres?
Así funciona la memoria de los ancianos. Se acordaba de Aidan Kavanagh o de su nombre, y hasta de sus novelas de éxito que publicaba bajo pseudónimo, un hombre simpático y deliberadamente frivolo, el jefe del departamento o de la SubFacultad de Español durante mi temporada oxoniense, ahora jubilado desde hace no mucho; también se acordaba de Rylands, aunque confundiéndolo; y en cambio no recordaba que me había ido a trabajar a la BBC Radio en mi segunda estancia inglesa, tan reciente que aún duraba. No tenía por qué recordar lo que había venido luego: al igual que a Luisa, le había contado poco -vaguedades, quizá evasivas- de mi nuevo empleo. Es curioso cómo uno oculta instintivamente, o más bien calla -es distinto-, lo que desde el principio le parece algo turbio: como uno no le dice a Luisa que ha conocido a una mujer con la que apenas ha cruzado unas frases en una reunión o en una fiesta, con la que aún no puede haber y además no va a haber nada, pero que lo ha atraído al instante. Tal vez ni mi padre ni Luisa me habían oído mencionar nunca a Tupra, o de pasada tan sólo, cuando era sin lugar a dudas la figura dominante de mi vida en Londres (y al cabo de un par de días comprobé hasta qué punto). No me pareció que valiera la pena, en aquel momento, desengañar a mi padre y decirle que no daba clases en ningún sitio.
– Me voy ahora, papá -le contesté-. iré viniendo estos días, cuando tenga un rato. ¿Quieres que te avise, que llame antes de pasarme?
Mi prolongada ausencia me hacía sentirme un poco intruso y tener ese miramiento, acaso impropio de un hijo respecto a la casa del padre, que también fue la suya durante muchos años. Yo estaba aún de pie, todavía con la mano en su hombro. Alzó la vista hacía mí, no sé si viéndome o adivinándome o recordándome. Su mirada era limpia en todo caso, sorprendida, ligeramente desamparada, como si no entendiera bien que me marchara. Se le veían muy azules los ojos en los últimos tiempos, más que en toda su vida, quizá porque ahora ya no usaba gafas.
– No hace falta, hijo. Para mí seguís viviendo todos aquí, aunque os hayáis marchado hace tiempo. -Se quedó callado y añadió-: También vuestra madre.
Me quedé con la duda de si ella seguía viviendo en la casa o si él le reprochaba que también se hubiera ido, al morir, hacía más tiempo que nadie. Serían las dos cosas, probablemente.
Y seguí sin perder tiempo, / did not linger or delay or loiter or dally. Aunque tenía muchas ganas de volver a ver a los niños y no digamos a Luisa, y a mi hermana, y por primera vez a mis hermanos y a unos pocos amigos, y de pasearme por la ciudad como un extranjero, me sentí con algo que hacer concreto y urgente, con algo que averiguar y que resolver o a lo que poner remedio. Eso sí lo había aprendido de Tupra, al menos en la teoría: Luisa estaba seguramente en peligro, y ahora entendía que a veces no cabía hacer sino lo que había que hacer y además en seguida, sin esperar ni dudar ni entretenerse: tan sólo había que llevarlo a efecto como un hombre distraído o más bien ocupado, con actitud de trabajo y sin preguntarse. Sí, había ocasiones en las que uno sabía lo que pasaría en el mundo si no hubiera coacciones ni impedimentos, en que uno veía capacidades seguras de las personas, y para evitar que se desplegaran con toda su fuerza debía haber alguien -yo, por ejemplo, y quién si no en aquel caso- que las disuadiera o se lo impidiera. A Tupra le bastaba convencerse de lo que se daría en cada oportunidad si no lo frenaban él u otro centinela -la autoridad o las leyes, el instinto, la luna, la tormenta, el miedo, la espada cernida, los invisibles vigías-, para adoptar medidas escarmentadoras si esas eran las recomendables, las que tocaban según su criterio. 'Es el estilo del mundo', decía ante tantas cosas y situaciones: lo decía ante las traiciones y las lealtades, las zozobras y la aceleración del pulso, los vuelcos y el vértigo y las vacilaciones y los tormentos y los daños involuntarios, ante el rasguño y el dolor y la fiebre y la herida incurable, ante las aflicciones y los infinitos pasos que todos damos creyendo que la voluntad los guía, o al menos que interviene en ellos. Todo le parecía normal y aun rutinario a veces, la prevención o el castigo y jamás correr un grave riesgo, sabía demasiado bien que la tierra está infestada de fervores y afectos y de inquinas y malevolencias, y que a menudo los individuos no pueden evitar unos ni otras y además no quieren hacerlo, porque son mecha y pábulo de su combustión, también su razón y su lumbre. Y que no precisan de motivo ni meta para nada de ello, de finalidad ni causa, de agradecimiento ni agravio o no siempre, o que, como dijo Wheeler, 'llevan sus probabilidades en el interior de sus venas, y sólo es cuestión de tiempo, de tentaciones y circunstancias que por fin las conduzcan a su cumplimiento'. Y probablemente esa disposición suya tan drástica, a veces ín-misericorde, o sólo práctica, era para Tupra un rasgo más de ese estilo del mundo al que él se conformaba o ceñía; esa actitud irreflexiva, inclemente, resuelta (o era de una reflexión tan sólo, la primera), también formaba parte de ese estilo inmutable a través de los tiempos y de cualquier espacio, y no había por qué cuestionarla, como tampoco hay que hacerlo con la vigilia y el sueño, o el oído y la vista, o la respiración y el caminar y el habla, o con cuanto se sabe que 'así es y así será siempre'.
Ahora yo me sentía como él, es decir, de los que no avisaban o no siempre, de los que tomaban resoluciones en la distancia y sin que sus motivos fueran apenas identificables, o sin que los actos establecieran con ellos un vínculo de causa a efecto, y todavía menos las pruebas de la comisión de tales actos. Tampoco yo las necesitaba, en aquella arbitraria o fundamentada vez -quién sabía, y qué importaba- en la que no pensaba mandar la menor advertencia o aviso antes de soltar el sablazo, ni siquiera necesitaba las acciones cumplidas o demostradas, los acontecimientos, los hechos ni la certidumbre para ponerme en marcha y arrancar de la vida de Luisa al hombre con el que se estuviera enturbiando y que la amenazaba, y a mis hijos también por tanto. Primero tenía que averiguar, después iría a encontrarlo. Ella no iba a decirme acerca de él ni una palabra, y menos tras haber yo sospechado inmediatamente de aquel sujeto aún sin nombre ni rostro, como responsable de su cara herida con los mil colores. Así que el siguiente paso, tras las conjeturas de mi padre y su creencia de que mi mujer le daría larga cuerda a quien la ilusionara ahora, o a quien ella enfocara (cSí, es mi mujer todavía, sensu stricto, pensé. 'No nos hemos divorciado ni al parecer hay prisa, ninguno de los dos lo ha planteado', y eso me reafirmó en mi determinación, o en mi reflexión primera que no admitía segunda), era ir a ver a su hermana o hablar con ella por teléfono; y aunque nunca habíamos congeniado en exceso ni nos habíamos creado un trato propio; aunque llevaba una vida poco familiar e independiente y a los niños y a mí nos veía sólo de tarde en tarde, como una mera adherencia de Luisa, con ella sí solía quedar una o dos veces al mes, Luisa iba a visitarla a su casa sin hijos y con el marido por lo general ausente, o bien almorzaban juntas en un restaurante y se contaban de sus respectivas vidas, no sabía hasta qué punto pero suponía que casi todo. Si alguien podía estar enterado, si alguien podía conocer a aquel hombre de la mano larga, conocer su rostro y su nombre, esa era ella, su híspida hermana menor Cristina. Y por mucho que se debiera a Luisa y a mí me hubiera considerado un prescindible apéndice, si algo la preocupaba -y aquel individuo era muy preocupante si mis deducciones eran acertadas, y también si no lo eran-, estaba seguro de que me lo diría y dfe que no recibiría mal una voz afín sobre el asunto.
La llamé al caer la noche, se sorprendió, ni siquiera sabía que estaba en Madrid, tampoco tenía por qué a menos que hubiera hablado con su hermana en el día y ésta se lo hubiera comentado, me preguntó cómo me iba en Londres, me chocó que tuviera presente mi paradero, 'Bien', le contesté sin entrar en detalles, era sólo una pregunta refleja, y en seguida le pedí verla un rato lo antes posible, 'Imposible', dijo, 'mañana salgo de viaje y estoy muy liada con preparativos', 'Cuánto te vas', 'Una semana', 'A la vuelta será un poco tarde, tendría que ser antes, yo sólo estaré aquí quince días, bueno, ya menos, ¿a qué hora sales?', le insistí, 'A la hora de comer, pero antes estoy pillada, ¿no me lo puedes contar por teléfono? ¿Es sobre Luisa?', 'Sí, es sobre Luisa'. Entonces se quedó callada unos segundos y me pareció que tomaba asiento. 'A ver qué me vas a decir, Dime, venga', '¿Ahora?', 'Sí, ahora. Si es lo que me imagino no nos llevará mucho tiempo ni vamos a discutir, me parece, no vamos a estar en desacuerdo. Se trata de Custardoy, ¿verdad?'.
'¿Quién?'
'Custardoy, el tipo con el que está saliendo. ¿O es que no lo sabes? Ay Jaime, no me digas que no lo sabías.' Esto último no sonó como si temiera haber metido la pata conmigo, sino como si no diera crédito a mi posible ignorancia. Quizá me había considerado siempre un distraído, o aún peor, un pasmado.
'Acabo de llegar, no sabía el nombre.' Ahora ya lo sabía y sabía de su existencia en la actual vida de Luisa, luego eso ya no eran conjeturas. Sólo me faltaba conocer el rostro y averiguar dónde encontrarlo. Custardoy. Era un apellido infrecuente, extraño, en la ciudad no habría muchos. 'Llevo fuera un montón de tiempo, y en conversaciones telefónicas cuesta enterarse. ¿Quién es? ¿A qué se dedica?'
'Es pintor, o copista, o las dos cosas. Las malas lenguas dicen que también es falsificador de cuadros, en todo caso está metido en el mundo del arte. En realidad me alegra que me hayas llamado, estoy bastante preocupada con eso. Aunque no sé yo si se puede hacer nada, en este tipo de empeños casi nunca se puede hacer nada.'
'¿Preocupada? ¿Por qué? ¿Empeños?'
'Dime tú primero lo que querías decirme. ¿Qué te ha contado Luisa?'
Dudé si fingir que sabía algo más de lo que sabía, pero no me pareció prudente, Cristina era híspida y, si se daba cuenta, podía optar por no soltar ya más palabra. Eso era lo último que deseaba ahora, dependía de ella enteramente, sin querer ya me había dado mucho, sin necesidad de yo sonsacarle.
'La verdad es que muy poco, nada', admití por fin. 'Según Luisa, cuanto ella haga ya no es asunto mío, y tiene razón en principio. Lo que pasa es que la vi anoche un momento, fui a visitar a los niños, ella me evitó y se largó antes de que yo llegara, pero la esperé hasta su vuelta, tardó varias horas, no sé dónde fue, me dejó con la canguro, y creo que me evitó porque me la encontré con la cara hecha un cromo y no querría que se la viera. Dice que se golpeó con la puerta del garaje, pero tiene un ojo morado y para mí que alguien le ha soltado un puñetazo, y eso ya no me preocupa, me alarma, y además sí es asunto mío, cómo no va a serlo. Como si te lo hubieran pegado a ti, o a cualquier amiga. ¿Tú sabes algo de eso?'
'Como si me lo hubieran pegado a mí no, Jaime, que yo bien te traigo sin cuidado.' Mi cuñada tuvo la suficiente aspereza para contestarme eso primero. Luego cambió de tono y dijo como para sí: 'Otra vez entonces, no me digas. Esto no puede ser'.
'¿Otra vez? ¿Ya ha pasado antes?'
Cristina no me respondió en seguida. Hizo una pausa como si se mordiera el labio y calibrara algo. Pero su vacilación fue de un instante.
'Según ella, no, nunca ha pasado nada, ni lo que tú te sospechas ni lo que yo me he sospechado. Mira, te cuento esto porque estoy preocupada, y más aún con lo que me dices, no sabía nada, hace un par de semanas que no la veo y no me ha insistido para que nos encontráramos antes de este viaje mío, confiará en que a mi regreso no le quede ya marca y así no pueda preguntarle. Pero no creo que le haga gracia que hable contigo de esto. Si no me lo ha prohibido expresamente será sólo porque ni se le ha pasado por la cabeza que tú y yo fuéramos a tener contacto. A mí tampoco, la verdad. ¿Sabía ella que venías?'
'No, la avisé una vez en Madrid, ayer mismo. Quería que fuera una sorpresa para los niños.'
'No le ha dado tiempo a prepararse', reflexionó, 'ni a pensar en las filtraciones posibles. Seguramente no querrá que sepas ni que sale con ese hombre.'
'¿Qué es lo que tú te has sospechado?'
'Bueno, según ella, hace un par de meses o así resbaló en la calle y al caer se dio en la cara contra uno de esos pivotes metálicos del Ayuntamiento, lo cual no es extraño en principio dado que la ciudad está llena, creo que los llaman bolardos, hay que andar sorteándolos para no romperse las rodillas. ¿No te lo contó?'
'No, en absoluto. Y hablamos por lo menos una vez a la semana.'
'Pues mira, era como para contarlo. Se había hecho un buen corte. Superficial, pero le iba desde el lateral de la nariz hasta la mitad de la mejilla, una cosa bien visible.' 'Uno sfregio' pensé, me vino en seguida la aprendida palabra, 'un chirlo'. 'Y tenía una raspadura en la barbilla. Por cómo me lo contó no me lo acabé de creer, y aquello tenía más pinta de arañazo, o de zurriagazo, o de guantazo, los conozco porque a una antigua medio amiga mía le cayeron unos cuantos hace años; luego el marido acabó cargándosela, cuando yo ya no la trataba, por suerte, algo fue algo.' Toqué madera instintivamente. 'Así que le pregunté a las claras si Custardoy le había puesto la mano encima, si le había podido soltar un manotazo. Me lo negó y me dijo que estaba loca, que cómo se me ocurría. Pero se ruborizó al decírmelo, y yo sé cuándo mi hermana miente, porque llevo desde pequeña viéndole la cara cuando lo hace. Además he tenido mis noticias luego.'
'¿Qué noticias? ¿Tú lo conoces, al tipo?' Me di cuenta de que ya prefería no mencionar su nombre, aunque lo tenía bien asido en la memoria, como si fuera un hallazgo, un tesoro. Era una información valiosa.
'Sí, de vista. Y de oídas. Hace unos años no era raro encontrárselo tomando copas de noche en Chicote, o en eí Cock, o en el Del Diego o en otros, un tipo artístico, un ligón nocturno, aunque al parecer no sólo, sino de toda hora, uno de esos que al instante sabe reconocer quién quiere ser abordado y con qué propósito, o capaz de crear la disposición y el propósito en el otro, es decir, en las mujeres. Es lo que me han contado. No sé si ahora seguirá yendo a esos sitios, porque yo no voy. Lo mismo tú lo has visto alguna vez, en los ochenta o en los noventa.'
'¿Cómo es? ¿Lleva coleta?', le pregunté, no pude evitarlo. Ardía en deseos de saber eso,
'Sí, ¿cómo lo sabes?'
'Algo sé. Pero entonces no me suena. O no tengo memoria de nadie en particular con coleta. Bueno, la verdad es que dejé de salir de noche casi cuando nació Guillermo, y a lo mejor no la llevaba antes. El apellido no me dice nada, desde luego. ¿Qué noticias?'
'Después de verle ese corte a Luisa y de que me diera tan mala espina, le pregunté por Custardoy a un conocido, Juan Ranz, que lo conoce desde que eran chicos. Nunca se llevaron bien ni tienen apenas trato desde hace años, pero sus padres eran amigos y los dejaban juntos cuando se visitaban, para que jugaran y se entretuvieran, así que lo padeció bastante; dice que era un niño adulto, impaciente por subirse al mundo, como si quisiera salir de su cuerpo aún no formado. Luego, ya de mayor, Custardoy le hacía copias de cuadros al padre de Ranz, experto en arte (por lo visto es magnífico y te copia a la perfección cualquier cosa de cualquier periodo, cuesta distinguirlas de los originales y de ahí su fama de que falsifica), y por eso siguió viéndolo de vez en cuando, a través del padre. Juan es intérprete en las Naciones Unidas y su mujer también se llama Luisa, por cierto.'
'¿Y qué más te contó?'
'Lo más llamativo, o lo más inquietante, lo que más puede atañemos, es que, siendo un hombre de éxito con las mujeres, debe de haber en su trato con ellas un componente algo siniestro, porque Ranz sabe de algunas que han salido espantadas de su relación con él, quiero decir de su relación en la cama (algunas eran prostitutas y no habían tenido más que esa). Y luego ni siquiera han querido contarlo ni hablar de ello, como si necesitaran olvidarlo lo antes posible y zafarse de la experiencia. Como si la experiencia las quemara, su mero recuerdo, y no se prestara a hacer de ella un relato. E incluso si eran dos las putas que habían estado a la vez con él (al parecer es aficionado a los tríos, con mujeres siempre), las dos habían salido igualmente espantadas y sin querer soltar prenda. Y sucede lo esperable: que muchas otras, putas o no, sienten una curiosidad irresistible por saber qué diablos hace o no hace. Ya sabes que hay por ahí mucha tonta suelta.'
Era de lo peor que podía oír. Un tipo con éxito pero putero, que dejaba huella en la cama, aunque fuera una huella de espanto. 'Un individuo así ni siquiera tendrá que hundirme ni cavar mi tumba aún más hondo, en la que ya estoy sepultado', pensé, 'porque mi recuerdo lo habrá suprimido de un plumazo, con el primer terror y la primera súplica y la primera fascinación y la primera orden, y ahora Luisa puede estar subyugada.'
'Pero Luisa no es tonta, no lo era, nunca lo ha sido', dije. 'Quizá ese hombre sea distinto con las que no son putas. Quizá cuando disponga de más de una noche se comporte de otro modo y aun del opuesto, precisamente para asegurárselas, esas más noches. ¿O es que crees que el elemento siniestro consiste en eso, en que las zumba a todas? No creo. Eso se habría contado, se habría sabido, esas mujeres se habrían puesto en guardia unas a otras. Las mujeres os contáis estas cosas, ¿no?, quiero decir detalles. Las españolas al menos. ¿En qué términos te ha hablado de él? ¿Está enamorada, encaprichada? ¿Ansiosa, colgada, distraída, halagada? ¿Hasta qué punto va en serio? No estará enamorada. Y de qué lo conoce, de dónde ha salido.' Quizá la información de aquel Ranz me había puesto más nervioso que ninguna otra cosa, incluido el ojo negro de Luisa, estaba ya amarillento. '¿Qué más te contó ese amigo tuyo?'
'Nada muy bueno, excepto lo bueno que es en su trabajo. Para él no es trigo limpio, no es de fiar, bajo ningún concepto. Y no es de los que se enamoran, o no solía serlo, eso me dijo. Pero quién sabe, en ese terreno la gente cambia en cualquier instante. Cuando supo que mi hermana salía con él, dijo: "Huuy", como quien augura un desastre. Por eso anduve interrogándolo, y por lo de la supuesta caída contra el pivote y ese corte que me dio mala espina. De hecho se lo pregunté abiertamente, si creía que Custardoy sería capaz de pegar a una mujer.' Y Cristina se quedó callada, como si hubiera terminado un grupo de frases.
'¿Y qué te contestó? Dime'
'No fue concluyente, pero vaya. Se lo pensó un momento y dijo: "Supongo. No me consta que lo haya hecho, eso no lo he oído decir y él a mí no iba a contármelo. Nadie presume de eso. Pero supongo que sería capaz, perfectamente". Así que ya ves. (Claro que él no le tiene simpatía y tampoco se lo puede tomar por el oráculo.) Fue entonces cuando me contó lo de las putas y eso; bueno, y entendí que no sólo putas. Ahora me vienes tú con que Luisa tiene otro golpe del que no me ha dicho una palabra. Si se hubiera dado contra una puerta y se le hubiera puesto un ojo morado lo normal es que me lo hubiera contado, no nos hemos visto últimamente pero sí hemos hablado por teléfono. Y a ti en cambio no te contó lo del pivote. No sé, sí que estoy muy preocupada. Y mira, Jaime, Luisa no es tonta, pero tú sólo la has conocido en una situación estable, contigo. Quitando los últimos meses hasta que te fuiste, vale, pero había un resto de estabilidad mientras tú seguías en la casa, como un aplazamiento, una inercia. ¿Y ahora cuánto llevas fuera, nueve meses, doce, quince? Es mucho tiempo para el que se queda, más que para el que se marcha. En esta situación no la conocemos, ni tú ni yo, antes de ti era muy joven. La gente es imprevisible cuando se separa. Hay quien se encierra en su casa y no quiere ver a nadie, y hay quien se lanza a las calles y se mete en cualquier cama que se le abra. Hay quien primero hace una cosa y luego la otra, o la otra y la una, me gustaría saber las tonterías que estarás haciendo tú en Londres, completamente a tu aire y sin obligaciones familiares. Por supuesto también hay términos medios. Luisa no se habrá lanzado a las calles porque, rfara empezar, tiene a los niños. Pero tampoco se habrá limitado a llorar contra la almohada. Debe de estar algo impaciente, algo ilusionada, como mínimo tendrá curiosidad por conocer a otro hombre, por probar qué tal sale, y la curiosidad lleva a tonterías sin cuento y a empeñarse en ellas hasta que la curiosidad se pasa. La verdad es que me ha contado poco, quiero decir de lo que siente, o de lo que espera; a lo mejor no espera nada y sólo deja que transcurra el tiempo hasta ver más claro y saber lo que quiere. O si quiere algo. Por lo que me dijo Ranz, y por su fama, es improbable que ese Custardoy la presione, para que viva con él o se divorcie, o esas cosas; si no es de los que se enamoran. Tampoco yo le he preguntado mucho, lo reconozco: ya sabes cómo soy, lo de los demás lo oigo si me lo cuentan, pero no me interesa gran cosa, a no ser que se ponga grave. Sólo sé que sale con ese tipo y que se lo pasa bien y le gusta, eso es obvio. Cuánto, lo ignoro; pero puede que mucno, sí, puede que esté colada y que por eso sea discreta y se lo calle. Digamos que no oculta esa relación pero tampoco la va proclamando. Me refiero conmigo, con otra gente me imagino que la aireará aún menos. No me la anunció a bombo y platillo, vamos, no me dio la gran noticia. Y juntos los he visto sólo una vez, un momento y desde el coche, no es que estuviera un rato con ellos ni nada. Aún la veo en plan reservado, o pudoroso, como si aí cabo de tantos años de casada le diera vergüenza tener un novio.'
'¿Cómo fue eso de que los viste?' Aunque fuera tan sucinta como decía, aquella sería para mí la única imagen de los dos juntos, aparte de la demasiado indirecta y desatendida de mi cuñado, a través de mi hermana. Y tenía necesidad de figurármelos. Era extraño figurarse a Luisa al lado de alguien, ya no al mío. Más que repugnante u ofensiva, me parecía irreal la idea, como una actuación, como una farsa. Y era más irreal que dolorosa, también eso. Las separaciones de esta índole no tienen sentido, por normales que se hayan hecho en el mundo desde hace ya mucho tiempo. Uno se pasa años girando en torno a una persona, contando con ella en todo instante, viéndola a diario como si fuera una prolongación natural de sí mismo, llevándola incorporada en sus andares y en sus ocupaciones, en sus divagaciones y hasta en sus sueños. Pensando en contarle la menor nimiedad que haya presenciado o que le haya ocurrido, por ejemplo la petición de una madre rumana de toallitas empapadas para sus niños. Uno es con esa persona, como aquella gitana húngara era con ellos o el perro de Alan Marriott era sin pata. Tiene un conocimiento de sus pensamientos y preocupaciones y actividades permanentemente renovado, detallado y constante; sabe cuáles son sus horarios y sus costumbres, a quiénes ve y con qué frecuencia; y cuando al caer la tarde uno se encuentra con ella los dos nos contamos lo que nos ha pasado y lo que hemos hecho durante la jornada, en la que ninguno abandonó del todo la conciencia del otro en ningún momento, y a veces esos relatos son pormenorizados; después se acuesta uno con ella y es lo último que ve en el día, y -lo que es más extraordinario- se levanta también con ella, que sigue ahí por la mañana, al cabo de las horas privadas, como si fuera uno mismo, que jamás se marcha ni desaparece y a quien nunca perdemos de vista; y así un día tras otro a lo largo de muchos años. Y de pronto -aunque no es 'de pronto', pero así lo parece una vez consumado el proceso y asentado el alejamiento: de hecho es 'muy poco a poco' y además vimos su inicio, pero sin querer enterarnos-, uno pasa a no tener noción de lo que esa persona piensa, siente y hace cotidianamente; transcurren días y semanas enteras sin que haya apenas noticia, y ha de recurrir a terceros -a quienes solían saber mucho menos: en comparación con uno, nada- para averiguar lo más básico: qué vida lleva, a quién ve, qué la angustia de los niños, con quién sale, si tiene un dolor o se ha puesto enferma, si su ánimo es ligero o nublado, si se sigue cuidando la diabetes y da sus largos y prescritos paseos, si le han dado un disgusto o le han hecho daño, si el trabajo la agota o la agobia o le trae satisfacciones, si teme el envejecimiento, cómo ve el futuro y cómo contempla el pasado, de qué modo me mira a mí ahora; y a quién quiere. No tiene ningún sentido que se pase del todo a la casi nada, cuando nunca dejamos de recordar y en lo fundamental somos los mismos. Todo es ridículo y subjetivo hasta extremos insoportables, porque todo encierra su contrario: las mismas personas en el mismo sitio se aman y no se aguantan, lo que era afianzada costumbre se vuelve paulatinamente o de pronto -tanto da, eso es lo de menos- inaceptable e improcedente, quien inauguró una casa encuentra prohibida la entrada en ella, el tacto, el roce tan descontado que casi no era conciencia se convierte en osadía u ofensa y es como si hubiera que pedir permiso para tocarse uno mismo, lo que gustaba y hacía gracia se detesta y estomaga y se maldice y revienta, las palabras ayer ansiadas envenenarían el aire y provocarían hoy náuseas, no quieren oírse bajo ningún concepto, y las dichas un millar de veces se intenta que ya no cuenten. Borrar, suprimir, desdecirse, cancelar, y haber callado ya antes, esa es la aspiración del mundo y así nada es o nada es nada, las mismas cosas y ios mismos hechos y los mismos seres son ellos y también su reverso, hoy y ayer, mañana, luego, y antiguamente. Y en medio no hay más que tiempo que se afana por deslumbrarnos, lo único que se propone y busca y así no somos de fiar las personas que por él aún transitamos, tontas e insustanciales e inacabadas todas, sin saber de qué seremos capaces ni lo que al final nos aguarda, tonto yo, yo insustancial, yo inacabado, tampoco de mí debe nadie fiarse…
'Un día que quedamos a almorzar', contestó Cristina. 'Hace ya unos meses, fue antes de lo del bolardo y el feo corte, yo aún no tenía reservas ni preocupaciones, es más, me traía sin cuidado lo que hiciera o con quién fuera con tal de que se animara un poco, ella es la hermana mayor, no lo olvides, nunca he tendido a protegerla mucho, ella a mí sí, es lo normal. Luisa había quedado luego con él, en su casa o en su estudio, no me acuerdo. Nos entretuvimos, se nos hizo algo tarde y se alarmó al ver la hora, porque no habían quedado arriba, sino en el portal para subir juntos o quiza iban antes a otro sitio, no sé, le daba horror que él la esperara. Así que la acerqué en mi coche, ella no había sacado el suyo; pensaba haber ido en metro, dijo, lo más rápido, pero desde la boca más cercana tenía un trecho de andar y a eso ya no le daba tiempo, así que la llevé hasta la puerta. En esa zona no hay quien aparque y casi ni pude pararme, sólo lo justo para que se bajara, la dejé casi en la esquina. De modo que no me lo presentó ni nada, aunque ya te digo que yo lo conocía de vista, de aquí y de allá, de la noche. Sólo los vi juntos desde el coche, medio minuto, mientras esperaba a que se me abriera el semáforo, desde la esquina'.
'¿Qué zona era? ¿Qué esquina?'
'Al final de Mayor, pasado Bailén, al lado del Viaducto. Casi donde empieza la Cuesta de la Vega.'
'¿No recuerdas el número del portal?'
'No me fijé. ¿Para qué quieres saberlo?'
'¿En qué acera?'
'Pues en la única con casas. En la otra está ya el adefesio, ¿no te acuerdas? ¿Para qué?'
El adefesio era la Almudena o museo de los horrores ecuménicos, la espantosa catedral moderna, más o menos del Opus Dei o así lo parece, con una estatua del Papa polaco allí fuera, totus tuus pero con una frente abombada, casi frankensteiniana, y los brazos abiertos y alzados como si fuera a arrancarse a bailar una jota; y eso, con ser horrible, quizá sea lo menos feo, hay allí, entre otras infamias, unas vidrieras infames de un inimaginable artista llamado Kiko (Kiko Algo), nada decente se puede esperar de tal nombre. Ahora caía, ahora visualizaba el tramo.
'Para nada. Para imaginármelos. ¿Y qué viste?'
'Qué iba a ver, pues nada. Ella se saltó el semáforo en rojo al cruzar Mayor, tan apurada iba, como diez minutos tarde. Lo único que me llamó la atención fue que se había puesto a llover, y él, en vez de guarecerse en el portal (no tenía más que retroceder dos pasos), la esperaba fuera, mojándose. Quizá estaba allí para otear mejor, por la impaciencia.'
'O quizá para añadir motivos de reproche por el retraso', dije yo torcidamente, 'Así podría crearle aún peor conciencia, decirle que por su culpa se había empapado, o incluso resfriado. ¿Cómo la recibió? ¿Se abrazaron, le dio un beso, la cogió de la cintura?'
'Creo que no, que no se tocaron. Por la actitud y algún gesto me pareció que ella se apresuraba a excusarse, señaló hacia mi coche, le daba explicaciones, ¿qué importa eso?'
'¿Llegaste a verlos entrar?'
'Sí, justo antes de que se me pusiera en verde el semáforo. Ahora que me preguntas tanto, puede que él estuviera algo enfadado, porque entró antes que ella sin cederle el paso, Luisa iba detrás poniéndole una mano en el hombro, como si quisiera calmarlo o que se le fuera el disgusto; como todavía disculpándose.'
'Ya. Un tipo colérico, un artistoide, un histérico. Poco caballeroso, en todo caso.'
'Bueno, tampoco tanto, no sé, fue un momento. De caballeroso no va, desde luego. Bien vestido sí, con corbata siempre, muy clásico. Pero su éxito consiste, supongo, en que va más bien de rufianesco, eso atrae a muchas mujeres. A mí no, para nada, pero yo soy rara o es que ya he conocido a unos cuantos, y no compensan. Aquel día, con el pelo hacia atrás, todo mojado, resultaba un poco inquietante. Da la impresión de §er un hombre tenso, concentrado, con nervio, quiero decir en tensión permanente. De vista me pareció siempre algo sombrío. Cordial y seductor, pero sombrío.'
'¿Qué edad tiene?'
'No sé, ahora rondará los cincuenta, me imagino. Aunque aparenta menos.'
'Diez o doce años mayor que Luisa. Eso es malo, le tendrá autoridad, o influencia. ¿Sabes cómo se llama de nombre?'
'Esteban, creo. Espera. Sí, Esteban. Luisa lo ha llamado así alguna vez, aunque suele referirse a él más por el apellido, como si quisiera distanciarse o hacer ver que en realidad no es tan íntimo.' 'También yo llamo a la joven Pérez Nuix por su apellido', pensé, 'pero no es en absoluto el mismo caso.' 'Ya te he dicho, a ratos es como si le diera vergüenza tener un novio. Con hijos, después de ti, todo eso.'
'Esteban Custardoy. ¿No estás segura? ¿Como pintor no es conocido? Quiero decir, ¿su nombre no sale en los periódicos, no hace exposiciones y eso?'
'No, que yo sepa; pero tampoco me fijo, lo último que puede interesarme es la pintura contemporánea. Yo creo que es más copista. Luisa me mencionó que a veces le encargan cuadros del Prado y se pasa allí las horas muertas, estudiando y copiando. O de otros museos de fuera, y entonces viaja para verlos unos días al menos, a cualquier lugar de Europa. Ranz me dijo que había aprendido con el padre, Custardoy el viejo lo llamaban, que ya le hacía copias al suyo, al de Ranz me refiero. A él lo llamaban al principio Custardoy el joven. No sé si ahora.'
Me quedé callado un momento. Encendí un Karelias, me había traído diez paquetes, en Madrid no podría comprarlos.
'Hay algo que no casa mucho, Cristina. No me pega que Luisa tolere a un individuo que la maltrate, menos aún si lo ha conocido hace nada, hace unos meses. Si nuestras sospechas son ciertas, no le ha pegado una vez, sino dos. No entendería que aún lo viera y se acostara con él como si nada; que no hubiese cortado a la primera, no digamos a la segunda. Ayer mismo me lo negaba; en cierto modo lo protegía, o se protegía, quiero decir su relación con él, que nadie la toque ni se inmiscuya, que nadie se meta. Se puede comprender que yo sea el último con el que esté dispuesta a hablar de un novio, más aún si es problemático, y aunque le represente un peligro. Pero, ¿contigo? ¿Cómo te explicarías tanto aguante? Y encima en una mujer nada sumisa como ella'. Me di cuenta de que era la primera vez que lo decía y también que lo pensaba o me lo figuraba de veras, como algo real y regular, continuado:'… y se acostara con él como si nada', había salido de mi boca. Sí, claro, se acostaban, es una de las gracias de los noviazgos y es la costumbre. Tero eso no significa mucho, no por fuerza', me apresuré a pensar para rebajar la imaginación fugaz y las palabras; 'también yo me he acostado con Pérez Nuix y con otras y es casi como si no hubiera ocurrido. No están en mi pensamiento, no me acuerdo de ellas, o sólo de tarde en tarde y sin emoción alguna. Bueno, con Pérez Nuix es distinto, porque la veo a diario y cada vez que la veo me acuerdo o más bien lo sé, aunque mi polvo con ella fuera el más impersonal, cómo decir, casi a ciegas, casi anónimo, silente. También me acosté con otras mujeres regular y continuadamente, en el pasado, con Clare Bayes en Inglaterra sin ir más lejos, o con aquella novia en la Toscana a la que debo mi italiano. Y qué, son sólo datos de un archivo, registrados hechos que desde hace mucho no me condicionan ni influyen. No, eso no significa gran cosa, una vez que cesa. Lo único es que lo de Luisa está sucediendo y aún no ha cesado, y además le hace daño y nos amenaza a todos, a los cuatro.'
Ahora fue Cristina la que se quedó pensativa unos segundos. La oí resoplar al otro lado del hilo, quizá se había hartado ya de la charla o debía reanudar sus preparativos de viaje.
'Yo qué sé, Jaime. A lo mejor estamos equivocados y no le ha hecho nada, se dio contra un pivote y contra la puerta del garaje, una mala racha. Lo malo es que ni tú ni yo nos creemos eso. A mí me da que está empeñada en tirar adelante con él, por mucho que se haga la tonta o la distanciada, y en estos casos todo es posible, cuando alguien quiere querer no lo disuade nada circunstancial ni externo. Sólo el querido cuando rechaza su querer, y ni así a veces. La gente tiene mucho más aguante de lo que pensamos. Una vez enredadas, las personas lo aguantan casi todo, al menos durante un tiempo, lo sé por propia experiencia. Creen que podrán hacer cambiar lo malo, o que lo maío es pasajero. Y Luisa es paciente, tiene mucha correa, mira cuánto tardó en terminar contigo. Lo que no sé es por qué estamos hablando. Ella de momento no nos va a decir ni a contar nada, ya lo hemos visto. Ni siquiera podríamos intentar convencerla. No veo que nada esté en nuestra mano. Tengo que seguir con mis asuntos, Jaime, me voy mañana y esta conversación no nos lleva a ningún lado, aparte de a alimentarnos la preocupación mutuamente.' Me quedé callado, me quedé pensando en sus palabras: 'Una vez enredadas, las personas lo aguantan casi todo, al menos durante un tiempo'. 'Todo es cuestión de enredar al otro, de intervenir, de pedirle, de preguntar, exigirle. De hablar con él y entrometerse', seguí pensando y seguí callado. 'Jaime, ¿estás ahí?'
'Podríamos intentar convencerlo a él', dije entonces.
'¿A él? No lo conocemos, sobre todo tú. Vaya ocurrencia. Conmigo no cuentes. Además me voy mañana. Y si fueras a hablar tú con él, lo mismo se te reía en la cara o te soltaba un puñetazo, ¿no te das cuenta?, si efectivamente es un violento. ¿O es que le vas a ofrecer dinero para que se quite de en medio, como un padre antiguo? Bah, por lo que yo sé, ni siquiera lo necesita, trabaja para coleccionistas forrados. Luego le iría con el cuento a Luisa, y ya me dirás cómo ibas a justificarle a ella semejante intromisión en su vida, estáis separados. No te volvería a dirigir la palabra, eso lo sabes, ¿no? Te haces cargo.'
Pero tal vez nada de eso ocurriría con mi tentativa de convencimiento. De modo que hice caso omiso de sus objeciones y me limité a preguntarle, como si ahora no la hubiera oído:
'Aparte de la coleta, dime: ¿cómo es, qué aspecto tiene?'
Había aprendido de Reresby y Ure y Dundas y hasta me había contagiado algo de Tupra, pero todavía no era como él ni deseaba serlo, excepto en alguna ocasión suelta, aquella era una ocasión suelta. Tal vez no se pueda imitar a la gente tan sólo a ratos y a conveniencia, y para actuar una vez como el modelo -una vez única- antes deba asemejársele uno en todo momento y circunstancia, es decir, también a solas y cuando no le hace falta, y para eso hay que tener motivos más fuertes que los encontrados, esto es, que los que vienen de fuera y nos asaltan. Hay que tener una necesidad profunda, una íntima voluntad de cambio, no era mi caso. Me comporté como pensaba que él se habría comportado, inicialmente, pero llegó un instante en el que ya no estuve seguro o no supe imaginármelo, o preferí no estarlo o no me imaginé a mí mismo, y me entraron dudas, lo que él no debía de padecer casi nunca; y así volví a pensar que podría ayudarme, o al menos darme consejo y reafirmarme, o al menos no disuadirme. No lo llamé hasta entonces, cuando habían pasado ya unos días desde mi llegada y mi primera visita a los niños, mi robada visión de Luisa, mi encuentro con mi hermana y mi padre, mi conversación telefónica con mi cuñada Cristina Juárez, y tras haber dado unos pocos pasos en su estela imaginaria.
Empecé por consultar el listín y buscar aquel infrecuente apellido, Custardoy. Descubrí que me había quedado corto en mis suposiciones, porque no es que figuraran pocos, sino que en todo Madrid sólo había uno: vivía en la calle de Embajadores y por desgracia la inicial de su nombre no era la E de Esteban, sino una maldita R de Roberto, Ricardo, Raúl, Ramón o Ramiro, quién los quería. Estaría su número bajo otro nombre, acaso el de su casero si vivía en régimen de alquiler, aunque me parecía improbable que no poseyera casa o estudio propios, si le pagaban tan bien los coleccionistas, seguramente por falsificaciones con las que dar un cambiazo en una iglesia mal vigilada o que vender como auténticos a museos ingenuos y provinciales, ya había decidido que aquel hombre era un estafador, un corrupto, en mi composición de lugar, en mi pensamiento. También podía ser que apareciera bajo su segundo apellido, algunas personas recurren a eso para no ser muy molestadas, a él lo alterarían los timbrazos cuando trabajaba, le harían perder precisión, concentración, daría pinceladas erróneas o agujerearía el lienzo por los nervios, la pintura se le correría, era un artístico, quién sabía su segundo apellido, ni siquiera Luisa, probablemente. Llamé a Información por si acaso, y pregunté por un Custardoy en la calle Mayor, no tenían noticia de ninguno, sólo del de Embajadores de nuevo. Entonces me desplacé hasta el tramo breve de esa primera calle, el tramo más allá de Bailén y anterior al inicio de la Cuesta de la Vega y al inmediato parque, llamado de Atenas, que no conocía más que de atravesarlo en coche algún remoto día, y allí tuve suerte, porque sólo había dos portales y uno se correspondía con dependencias del Ayuntamiento cercano, deduje que sería el otro, el número 81. En el portero automático no figuraban nombres sino tan sólo los pisos, cuatro y un bajo. Era casi la hora de comer -un mal cálculo mío- y la enorme puerta de madera historiada estaba cerrada, luego no pude saber si además había portero de carne y hueso al que preguntar en otro momento. Pensé en llamar a un par de timbres e inquirir por Custardoy, pero si por casualidad acertaba y me contestaba él en persona, furioso por la inesperada interrupción de sus fraudulencias, tendría que improvisar algún invento, decir que le traía un telegrama y no subir luego, cuando me abriera, los empleados de Correos son informales e incomprensibles, se quedaría un rato aguardando, lanzaría maldiciones y se olvidaría en seguida, reclamado por su arte falso. Probé con un timbre cualquiera y no respondió nadie. Probé con un segundo y al cabo de un rato oí la voz de una señora.
'¿Don Esteban Custardoy, por favor?', dije.
'¿Quién dice?' Era una señora de cierta edad, sin duda.
'Cus-tar-doy', lo pronuncié lento y claro. 'Don Es-te-ban.'
'No, aquí no es.'
'Me habré equivocado de piso. ¿Sería tan amable de decirme cuál es, señora? Le traigo un telegrama.'
'¿Me trae un telegrama? ¿De quién? Aquí no recibimos telegramas.'
'A usted no, señora.' Me di cuenta de que con ella no llegaría a ninguna parte. 'Es para su vecino, el señor Custardoy. ¿Qué piso es, si me hace el favor?'
'¿Aquí? Es el segundo derecha', contestó. 'Pero no hay ningún Bujaraloz, se ha equivocado.' Siempre suenan fatal esos telefonillos, pero aquella mujer, además, debía de ser aragonesa y sorda, como Goya, para que le saliera tan fluido y fácil el nombre de ese pueblo zaragozano no tan famoso, Bujaraloz. Me disculpé y le di las gracias, lo dejé estar.
Me atreví a probar con un tercer timbre y no hubo respuesta, la gente sale a almorzar fuera como loca en Madrid. Aún probé con un cuarto, y al instante oí otra voz femenina, era más joven y esperanzadora.
'¿Esteban Buscató?', me dijo. Aquel era el apellido de un antiguo jugador de baloncesto, sería aficionada, pensé. 'No, no lo conozco, no me suena que viva aquí.' Se oían crujidos y un mar de fondo, era como si tuviera una caracola pegada al oído y hubiera por allí un barco a punto de naufragar.
'Es Custardoy', repetí. 'Cus-tar-doy. Un señor que es pintor, quizá pueda decirme en qué piso vive o tiene su estudio. Es pintor, el pintor.'
'Aquí no hemos pedido ningún pintor.'
'No, yo no soy el pintor, señora', insistí ya con poca fe. 'Traigo un telegrama para el señor Custardoy. Él es el pintor. ¿No le suena que viva un pintor aquí? Un pintor, no de brocha, sino como Goya, ¿no le suena?'
'Sí, claro que me suena Goya. Es el de La maja' Y sonó un poco ofendida. 'Pero, como puede usted imaginar, no vive aquí. Ni en ningún otro sitio, no sé si se ha enterado de que ya murió.'
Maldije para mis adentros el extraño apellido del falsificador y abandoné. No podía estarme allí tanto rato, llamando a todos los timbres, o lo haría en otra ocasión (de dos en dos, no debía abusar), o regresaría a otra hora en la que pudiera estar el portero humano, si es que lo había. De todas formas se me ocurrió que quizá Custardoy hubiera alquilado o comprado su piso o estudio bajo un nombre falso, como correspondería a un delincuente, o bien con su verdadero nombre y que Custardoy fuera un pseudónimo. En ninguno de esos dos casos nadie de aquella casa sabría darme razón de él.
No se me escapaba que Tupra, ante semejante fracaso parcial (tenía la casi seguridad del edificio, lo cual ya era mucho, pero había de cerciorarme y averiguar piso y puerta), no habría tenido reparo en apostarse frente a mi casa desde temprano -esto es, frente a la de Luisa-, esperar a verla salir y seguirla cuantas veces hiciera falta, en la certidumbre de que en alguna de ellas se dirigiría hacia aquella zona del Palacio Real y el adefesio catedralicio, de la Cuesta de la Vega y el Parque de Atenas, de los Jardines de Sabatini y el Campo del Moro, del Viaducto y las Vistillas o lo que quedara de ellas, había leído que entre el Ayuntamiento y la Iglesia planeaban cargárselas para sacar buen provecho al terreno con oficinas episcopales o viviendas semiclericales o un aparcamiento o algo así: hacía el Madrid de los Austrias, que se mezclaba con el de Carlos III, hasta desembocar en aquel u otro portal. Pero yo sí tenía reparo. No era sólo que seguirla a escondidas me pareciera mal, o ruin, sino que sobre todo temía ser descubierto y entonces todos mis planes se vendrían abajo: ella se pondría alerta, se enfadaría a buen seguro y me prohibiría entrometerme en cualquier aspecto o rincón de su vida, yo ya no podría hablar con Custardoy ni influirle sin que ella me atribuyera el resultado o el cambio, me culparía de la deseable ruptura o retirada del estafador y no me volvería a dirigir la palabra, como había vaticinado su hermana: si no ya nunca, durante largo tiempo. Había de salvarla sin que sospechara mi intervención, o lo menos posible. Algo se maliciaría siempre, por la coincidencia de mi estancia en la ciudad: justo cuando yo aparecía o poco después, su novio haría mutis, era demasiada casualidad y se quedaría con el convencimiento de que yo había tenido algo que ver. Pero si lo hacía bien y sin exponerme ante ella, sería un convencimiento sin pruebas ni tan siquiera indicios, y esos suelen debilitarse pronto, para acabar arrojados a la bolsa de las suspicacias y las figuraciones.
Durante los días siguientes visité o saqué por ahí a los niños lo más que pude, cruzándome en alguna ocasión con Luisa, al recogerlos o devolverlos, y en la mayoría no, sólo con la canguro polaca. Evité remolonear, como había hecho la primera noche; evité preguntarle a Luisa más por su golpe, o a lo más que me atrevía era a comentarios laterales y neutros: 'Veo que eso ya va mejor, a ver si tienes más cuidado'. Tampoco insistí en que quedáramos a solas un día, en que saliéramos a cenar y a charlar con tranquilidad, era preferible no verla apenas durante aquella estancia y lograr arrancarla de la relación siniestra en que se había metido, aunque ella no la considerara así o la atrajera, aún peor. Y en el caso de que llegara a extrañarse por mi falta de insistencia, siempre podría decirle con caballerosidad: 'Eres tú la más ocupada aquí. Yo estoy sólo de paso, soy casi un turista. He juzgado lo más correcto dejarte la iniciativa a ti. Además voy a ver a menudo a mi padre, que no está bien. Te envía sus saludos, pregunta por ti'. Así que procuré apartarme, no coincidir más que cuando en verdad coincidiera, no hacerme muy visible ni el encontradizo, como habría sido mi tentación y tendencia de no haberme sentido con aquella tarea imprevista, concreta, urgente, vital, nada más llegar a Madrid. No es que me resultara fácil guardar una actitud tan discreta, sobre todo porque pasaron los días de la primera semana sin que Luisa pareciera lamentar desaprovecharme ni -lo más hiriente- mostrara curiosidad por mi vida en Londres ni por el que yo era allí, por saber a quién trataba ni si me había convertido en otro, aunque fuera superficialmente, ni por mi actual trabajo del que por teléfono le había contado tan poco, hasta el punto de más bien rehuir sus ocasionales preguntas, quizá hechas perfunctoriamente y por educación, pero preguntas al fin. Ahora no había ninguna de ninguna clase, ni buscaba la oportunidad de formulármelas: durante aquella primera semana no partió de ella nada, ni vernos ni encontrarnos ni salir a almorzar, ni invitarme a quedarme un rato en la casa, a cenar o a tomar una copa en su compañía, cuando yo traía a Guillermo y Marina al atardecer tras haberlos llevado al cine o al Retiro o a cualquier otro lugar. Era como si no tuviera casi espacio mental para ocuparse de nada que no fuera su relación con Custardoy, o eso era lo que yo suponía que se lo llenaría entero, qué otra cosa podía ser. La veía embebida, enfrascada. Pero no era el enfrascamiento propio de la mera ilusión, ni de la plenitud. Tampoco el de la simple zozobra o el tormento o la angustia, sino el de quien está esforzándose por comprender, o por desentrañar.
Y en efecto vi a mi padre, y a mis hermanos y a unos pocos amigos, y fui a librerías de viejo y paseé. A uno de aquellos libreros le compré un regalo para Sir Peter, un gran libro de carteles propagandísticos de nuestra Guerra Civil, vi que se reproducían unos cuantos con el mismo motivo de lo que en su país se llamó 'careless talk' o 'conversación imprudente', con advertencias muy similares, a mí me sonaba haber visto algunos españoles con anterioridad y a él no, le gustaría conocer el precedente y a la señora Berry también. Tenía que ir a visitarlo sin falta, nada más regresar. Y volví por aquella zona, por la de Custardoy, y miré el portal de su casa o estudio de la calle Mayor desde la acera de enfrente una mañana. El portal seguía cerrado, luego era posible que no hubiera portero o que tuviera horarios breves o perezosos o excéntricos. Finalmente había decidido no preguntarle en todo caso, si coincidía con él: más valía que nadie me viera ni me pudiera identificar, menos aún asociar con Custardoy. Si me interesaba a cara descubierta por aquel copista y falsificador, podía quedar ya vendido según lo que después se diera entre él y yo, nunca se sabe cuando dos hombres se encaran y además discuten, cuando uno intenta sacarle algo al otro, o exigírselo, u obligarlo o convencerlo o disuadirlo o ahuyentarlo. Desde el lateral de la abominable Almudena miré hacia arriba, hacia los balcones, en la peregrina idea de tener la gran suerte de que mientras yo estaba allí Custardoy fuera a asomarse al suyo, lo reconocería por la coleta y por la desganada descripción de Cristina, y sabría entonces, sin más esfuerzo ni indagación, en qué piso trabajaba o vivía. Había balcones en los tres primeros pisos y en el cuarto sólo ventanas, parecía un poco abuhardillado. Los balcones del que quedaba sobre el enorme portón eran de piedra, con columnitas, los de los dos siguientes de hierro forjado con filigranas, todos con contraventanas de tablillas que estaban abiertas, señal de que todo estaba habitado y ningún vecino ausente o de viaje, Custardoy en la ciudad. Observé cada balcón y cada ventana, tratando de asimilar -más que de imaginar, eso me parecía un ejercicio desagradable y superfluo- que tras alguno de ellos Luisa y Custardoy se encontraban y se acostaban, reían y hablaban, se relataban su día, quizá discutían y él le soltaba un guantazo en la mejilla con la mano abierta o un puñetazo en el ojo con la mano cerrada. Tenía que ser iracundo aquel individuo, o tal vez no, tal vez era frío y lo hacía con cálculo, para advertirle pronto, y para recordarle, de qué y de cuánto era capaz. Y podía ser que alguna noche mi mujer saliera por aquel historiado portal que tenía enfrente, tiritando de miedo y de excitación, espantada y a la vez cautiva. No, no me gustaba aquel tipo, cuanto sabía de él y cuanto imaginaba.
También me dio por acercarme por las mañanas al Museo del Prado, antes de cualquier otro paso y nada más desayunar, no tenía más que cruzar una calle desde mi hotel. No era sólo que lo disfrutara y que ahora llevara mucho tiempo sin asomarme al lugar. También tenía presente la frase de mi cuñada Cristina relativa a Custardoy: '…a veces le encargan cuadros del Prado y se pasa allí las horas muertas, estudiando y copiando'. De modo que lo primero que hice, el primer día que entré en el Museo y antes de dirigir mi vista hacia pintura alguna, fue recorrerlo de arriba abajo y de punta a punta fijándome en cuantos copistas trabajaban allí, buscando a un hombre de unos cincuenta años, con coleta en el pelo y éste echado hacia atrás, dispuesto a pasarse las horas muertas delante de algún cuadro por él no elegido, bueno, regular o malo. No hace falta dedique no vi a ninguno de esas características, sino que aún es más, la mayoría eran mujeres bastante jóvenes, aunque no todas tanto como para ser estudiantes de Bellas Artes sin excepción. Quizá sea uno más de los oficios de los que la población femenina se ha apropiado y hace bien, el de copista como el de restaurador. Tampoco el segundo día vi a nadie así. Hice el mismo recorrido previo, aunque ya con menos fe o superstición: esa tarea es tan lenta que lo más probable era que allí siguieran sólo los de la jornada anterior, como así me pareció; habría sido una casualidad extraordinaria que Custardoy diera comienzo a una de sus copias o falsificaciones entonces, justo en aquella fecha en la que yo estaba allí, y tan alerta. Eso no me fue obstáculo, sin embargo, para mantener la costumbre en mis posteriores visitas, y antes de nada recorría siempre a buen paso todas las salas, mirando con detenimiento a las personas -no muchas- que, sentadas ante sus caballetes o alguna de pie, se afanaban en reproducir lo que tenían ante sus ojos, lo ya existente, y por lo general mejor pintado varios siglos atrás.
Al quinto día me levanté a las tantas, tras una noche de relativa farra con viejos amigos de la ciudad, y sólo me acerqué al Prado, por tanto, hacia la una del mediodía, unas dos horas más tarde de lo habitual. Quería mirar algunas salas de italianos que hacía años que no veía, y como los responsables de ese Museo tienen la ridícula manía de cambiarlo todo de sitio cada poco tiempo -como si rigieran un supermercado- y preveía que me llevaría un rato dar con la actual ubicación de aquellos cuadros, prescindí de mi caminata preliminar o inspección de los copistas. Y fue allí y entonces, en una de aquellas salas grandes y alargadas del piso de abajo, cuando al pasar vi a un sujeto con breve coleta de piratería o taurina que no estaba copiando nada, pero que tomaba notas o hacía esbozos a lápiz delante de una pintura, en un cuaderno de apreciable tamaño, aunque no tanto como para no poder sujetarlo con la otra mano. El hombre estaba de pie, bastante cerca del óleo y por lo tanto de espaldas a mí o a cualquiera que no se hubiera puesto a su altura o hubiera decidido entorpecer su visión. Yo estaba en mi derecho práctico a ambas cosas, no son pocas las ocasiones en que hoy en día los turistas groseros -casi una redundancia- o los groseros nativos de cualquier ciudad se interponen sin la menor paciencia ni miramiento entre un cuadro y su espectador, y aun le dan a éste un par de codazos escasamente disimulados para que se aparte y ocupar su sitio más centrado, el estilo del mundo del que hablaba Tupra se ha hecho maleducado y en España más, aunque de hecho se trate de un fenómeno cuasi universal. Yo me mantuve a cierta distancia, y no sólo para no incurrir en eso. En principio lo observé desde detrás, pero así como a su derecha no había espacio sino un cordón y la pared lateral, a la izquierda del cuadro había una puerta alta y a la izquierda de ésta otro cuadro (eran los dos únicos de la pared del fondo), de modo que me desplacé precavidamente hacia aquel lado, para adquirir la mayor perspectiva posible de su perfil, procurando no entrar, eso sí, o lo mínimo, en su campo visual. En seguida comprendí que no debía preocuparme apenas por esto último, él estaba muy concentrado en el cuadro y en su cuaderno de dibujante, hacía oscilar los ojos del uno al otro con gran rapidez, sin atención para nada más, ni siquiera lo distraía el continuo tráfico de la turistada, eminentemente italiana allí (iban a admirar las obras de sus connacionales antiguos), la cual, curiosamente, no se empeñaba en agolparse donde estaba él y mirar lo que él miraba importunándolo, sino que, al verlo tan absorto y trabajador, seguía de largo sin detenerse ante aquel óleo, como si se sintiera intimidada por la figura inmóvil y tensa y estuviera dispuesta a cedérselo para su exclusivo y momentáneo usufructo. Vi que lucía bigote y patillas no muy largas, pero algo más de lo que hoy es normal, o quizá resultaban llamativas porque, así como su pelo era liso y rubiáceo en conjunto y sin visibles canas, esas patillas se veían rizadas y mucho más oscuras, casi negras pero también más entreveradas de blanco y gris, como si la vejez hubiera decidido empezar su tarea por los flancos, dejando la clara cúpula para después. Era bastante alto y delgado, quizá con un poco de acumulada cerveza en torno a la cintura, pero la impresión general era de un tipo enjuto y huesudo, y lo que lograba adivinar de los pómulos y la amplia frente acentuaba esa impresión, lo mismo que su mano derecha, la que mostraba activa y veloz, de dedos largos y fuertes como los de un pianista profesional; en realidad dedos como teclas que infunden temor. Al no poder mirarlo de frente, y no verle por tanto los ojos ni los labios ni la dentadura ni la expresión (la nariz sí, de perfil), me resultaba imposible interpretarlo, quiero decir de la manera en que lo hacía en el edificio sin nombre con tantos rostros famosos o desconocidos, a los que sin embargo casi siempre oía hablar, tanto en persona como en los vídeos. Por lo que alcanzaba a distinguir (lo más que se me ofrecía era el lado izquierdo, cuando fingía contemplar el otro cuadro separado del suyo por la elevada puerta y me atrevía a colocarme a su altura, protegido por la distancia), todo podía coincidir, o nada entraba en contradicción, con la perezosa pero a la postre precisa descripción que Cristina me había hecho de Custardoy. Le había preguntado por su aspecto sólo al final, cuando ella ya estaba cansada y con prisas por acabar. 'No sé', había contestado, 'un tipo huesudo o todo nervio, con una nariz larga como de cantante agitanado, ¿sabes Ketama?' (me sonaba que era un grupo musical semiflamenco), 'y unos ojos raros negros, no sé decirte en qué consiste, pero tienen algo raro, singular, poco grato para mí. A veces lleva bigote y a veces no, como que se lo afeita y se lo deja crecer o algo así, lo he visto con él y sin él.' '¿Y qué más? Dime más', la había instado yo, como me instaban a mí Tupra o Mulryan o Rendel o Pérez Nuix en las sesiones, uno más que los otros. 'Nada más. No sé. Ten en cuenta que lo conozco sólo de vista. Me lo he ido encontrando durante años aquí y allá, sé quién es y he oído hablar de él como de tanta otra gente (bueno, hasta lo de Luisa, ahora más). Pero nunca hemos sido presentados, que yo recuerde, jamás lo he tenido muy cerca ni he cruzado una palabra con él.' 'En algo más te habrás fijado', le había insistido yo, sabedor de que si uno estruja siempre acaba por salir eso, algo más. 'Bueno, ya te he dicho que siempre va con corbata, como si quisiera compensar la pinta algo bohemia que le dan la coleta y ese bigote a medio crecer con que lo he visto a veces: un contraste, una originalidad. Viste muy correcto, muy clásico, aspira a ser elegante, supongo, no llega a tanto. Quizá eso le sea incompatible con la cara tan salaz que tiene, no sé cómo explicártelo, una de esas caras que despiden sexualidad, una exageración, puede que sea por eso por lo que tiene éxito en parte, se le huele. Nada más verlo de lejos, uno ya sabe por dónde va. Al menos siendo mujer. Te mira con descaro, te mide. Te repasa en un santiamén, de la cabeza a los píes, deteniéndose sin disimulo en los pechos y en el culo, si estás sentada en los muslos. Se lo he visto hacer con muchas mujeres en Chicote y en el Cock, hace años, según entraban; y alguna vez, a distancia, me lo ha hecho también a mí, le da lo mismo que vayas acompañada o no. No debí de atraerlo mucho o vio que a mí su estilo no me va, nunca se me aproximó en ningún local. Según dice Ranz, él sabe en seguida dónde hay una presa y dónde no, y aún más rápido sabe si le interesa hincarle el diente o si le da completamente igual.' Me había molestado pensar que en Luisa sí había visto una presa y que la habría calado al instante, nada más echarle el ojo, vista la actual situación. Y a continuación no había podido evitar preguntarme si también habría percibido lo mismo de haberse producido su encuentro cuando ella y yo estábamos juntos. El siguiente pensamiento había sido aún peor: no era imposible que se hubieran conocido antes de mi salida de casa y de mi marcha a Londres, antes de nuestra separación. Ya no aguanté pensar más, ahí lo dejé.
En el individuo del Prado no podía advertir nada de eso, quiero decir de su voracidad sexual, aunque su mirada estuviera atentísima a un cuadro que contenía a una mujer, a una madre. Tal vez la habría repasado también físicamente, antes de ninguna consideración artística o pictórica o incluso técnica. Acaso le habría provocado rechazo que la mujer figurara en la tabla con sus tres hijos pequeños; no tenía por qué ser así, sin embargo, si él era Custardoy, ya que Luisa le gustaba sin duda y era madre y tenía dos. (Claro que la mujer del cuadro era una matrona muy poco agraciada, mientras que Luisa se mantenía esbelta, y a mis ojos guapa y juvenil, a otros ojos ya no sé.) Lo que sí había advertido desde el primer instante era que vestía con chaqueta y corbata y que calzaba zapatos negros de cordones. Estos no serían de Grenson ni de Edward Green, pero eran sobrios y de buen gusto, sin suelas gruesas ni de goma, no cabía poner reparos a su indumentaria, si acaso que resultaba excesivamente convencional. Pero la coleta no lo era, en efecto, aunque desde hace años ya no sea infrecuente, o no del todo, ver a hombres luciéndola de cualquier edad (la edad ya no actúa como freno de nada, ha perdido todas las batallas contra la moda y la presunción). Le daba un aire rufianesco, era un adjetivo que le había aplicado Cristina con justeza, si él era él.
En alguna de mis pasadas, siempre a una distancia prudente para evitar que reparara en mí, logré vislumbrar que no me había equivocado al principio: hacía varios esbozos de las cuatro cabezas del cuadro y asimismo tomaba notas, las dos cosas a gran velocidad. Si era Custardoy era posible que le hubieran encargado una copia y que estuviera llevando a cabo un estudio preliminar. O bien, si era tan bueno como se decía, quizá no necesitaba ponerse frente a la pintura misma con un caballete y pinceles durante largas horas y larguísimos días, sino que le bastaba con aprehenderla y memori-zarla (memoria fotográfica, tal vez) y con una buena reproducción en su taller, la verdad es que lo ignoro todo sobre las técnicas de copiar, no digamos de falsificar (una falsificación no prepararía en esta ocasión, nadie podría creerse que la pieza del Prado no fuese la auténtica y original).
No quería eternizarme, con todo, en su vecindad: cuanto más rato permaneciera como su sombra, más riesgo corría de que se diera la vuelta o girara la cabeza a su izquierda y me descubriera, si bien era sumamente improbable que me conociera o reconociera de fotos que Luisa podría haberle enseñado, o a lo mejor ni siquiera y no me había visto jamás. Así que me alejaba un poco y miraba brevemente otro cuadro, Mícer Marsilio Cassoti y su esposa, de Lorenzo Lotto, y luego volvía a acercarme, no quería que se me marchara de pronto y perderle yo entonces la pista; me apartaba algo más y le echaba una ojeada a un Retrato de caballera de Volterra, pero los ojos se me iban en seguida hacia el hombre de la coleta, no me atrevía a perderlo de vista más que unos segundos; me distanciaba de nuevo y observaba la Santa Catalina de Yáñez de la Almedina, con sus rojos y azules y la larga espada sobre la rueda de su martirio, y esa figura me entretenía, hasta el punto de alarmarme tras medio minuto de contemplación y regresar casi corriendo a las cercanías del cuadro de ía madre y los niños. Entre idas y venidas y espera, tuve oportunidad de fijarme bien en él: era de tamaño mediano, metro y pico por uno, algo así, calculé; un retrato de grupo, familiar, según el cartel Camilla Gonzaga, Condesa de San Segundo, y sus hijos, del Parmigianino, cuyo apellido verdadero era Mazzola, leí, como el de un famoso futbolista de mi temprana infancia que se enfrentaba al Real Madrid de Di Stéfano y Gento, me pareció recordar que jugaba de delantero en el ínter de Milán. Sobre fondo muy oscuro, como negro, se recortaba la robusta Condesa, bien vestida, enjoyada sin exageración, sosteniendo en su mano derecha una copa dorada con incrustaciones que quedaba vagamente fuera de lugar, con tanto niño alrededor; o acaso no era tal copa, sino la gruesa borla de su cordón. Rayana en la gordura, o no tanto (una mujer ancha en todo caso), su expresión era muy ausente o nada vivaz, aunque hubiera en su mirada un vestigio de sosegada,
casi indiferente determinación. Los ojos un poco bovinos y a punto de resultar saltones, las cejas demasiado delgadas y como si no fueran de pelo sino dibujadas, los labios más bien finos y en absoluto tentadores, quizá lo mejor que tenía era la muy lustrosa y rosada piel, sin una arruga, a la altura de las mejillas era como si le pudiera estallar. Lo que más sorprendía era su desentendimiento de los hijos, Troilo, Hipólito y Federico según el cartel; no estaba en modo alguno pendiente de ellos, no les dirigía una mirada ni los acariciaba ni tan siquiera le cogía la mano al de la derecha, teniéndola bien cerca de la suya izquierda, inerte. La Condesa era como una estatua estupefacta rodeada de otras estatuas absortas de menor tamaño, porque lo curioso era que los niños tampoco le prestaban a ella la menor atención, si bien dos de ellos se agarraban distraídamente al cordón de su vestido. Cada figura miraba hacia un lado distinto y siempre exterior, como si todas y cada una estuvieran mucho más interesadas por personas o elementos que se hallaban fuera del cuadro que por su madre y sus hermanos las unas, por sus hijos la otra, la central. El niño mayor de la izquierda era el menos agraciado y semejaba un hospiciano, un huérfano, en parte por el feo y drástico corte de pelo, en parte por la mohína expresión; el más pequeño tampoco parecía muy feliz ni afectuoso, tan sólo desprotegido, a punto de tirar del cordón de la madre como quien cede a un acto reflejo o simplemente habitual; al de la derecha, el más mono y con los ojos más despiertos, se lo diría completamente ajeno al grupo, como si quisiera salirse ya pronto de él, y también de su corta y paciente edad.
La única mirada que podía seguirse o imaginarse era la de la Condesa, teniendo en cuenta que a la izquierda, pasada la elevada puerta que los distanciaba aún más (mero azar de la colocación de aquel mes), estaba colgado el retrato de su marido, hacia el que ella dirigía acaso aquellos ojos nada cálidos y quién sabía si decepcionados, o dolidos al recordar. 'Se retrataron por separado', pensé, 'el marido y padre solo, por un lado, la mujer y madre con los niños, por otro, dos tablas distintas, dos espacios estancos o aislados en vez de uno familiar y común para todos: más o menos como estoy yo, allí solo en Londres, mientras que Luisa permanece junto a Guillermo y Marina aquí en Madrid, sólo que ella sí está pendiente de nuestros hijos y ellos de ella, o así fue siempre hasta ahora, sería lamentable que ese Custardoy los estuviera alejando, a las mujeres les ocurre a veces, que de pronto no tienen ojos ni mente más que para el hombre nuevo que están conquistando o para el antiguo y amado que están perdiendo, y eso es lo único que pueden anteponer a sus criaturas de tarde en tarde y por lo que pueden relegarlas a segundo término pasajeramente, como tal vez esa Condesa fija su mirada en el soldado lejano que está fuera del cuadro y quizá de su tiempo, descuidando con ello a Troilo, Hipólito y Federico, que ya se han acostumbrado a que su madre no les haga apenas caso y viva obsesionada con el marido ausente, y tal vez a ellos los vea ya sólo como una cadena y un impedimento y un estorbo, no creo que ese pudiera ser nunca el caso de Luisa, aunque yo haya
coincidido a menudo con la canguro polaca estos días, por algo será, o podría ser. Y desde luego ella no vive obsesionada conmigo, por muy ausente que yo esté. Probablemente yo le di algún motivo, pero fue ella quien me expulsó de su tiempo, y del de los niños'.
'Pedro Maria Rossi, Conde de San Segundo. Hacia 1533-35', rezaba el cartel, y a continuación se hablaba del personaje: 'Pedro Maria Rossi (1504-1547) fue un brillante militar que sirvió a Francisco I de Francia, Cosme I de Medici y Carlos V ('Un mercenario o qué', pensé; 'a mi manera yo lo soy ahora también'). 'E1 retrato se pintó cuando militaba en el bando imperial, lo que explica la inclusión de la palabra "IMPERIO" y la proliferación de citas clásicas.' La mirada azul grisácea del Conde era aún más fría que la de su mujer, casi despreciativa, casi acerada y casi cruel, aunque resultaba más difícil imaginar que se la dirigía a ella que figurarse que la de ella iba a él. ('El podría ser Sir Cruelty', pensé.) Las barbas y el bigote largos lo avejentaban (sería un hombre de unos treinta años cuando posó) y dificultaban saber en primera instancia sí era bien parecido o sólo gallardo y severo, en segunda se veía que seguramente sí lo era (las tres cosas, quiero decir). La nariz, de trazo noble, se le veía bastante grande, más que la mía pero no tanto como la de Custardoy, que además era levemente ganchuda. Al igual que Santa Catalina y que Reresby, llevaba espada, a su izquierda (luego sería diestro), pero la suya estaba envainada y sólo asomaban la empuñadura y el áliger, no la hoja. Vestía un elegante atuendo de pieles y a la derecha se aparecía la estatua de un joven con casco y asimismo espada, presumiblemente el dios Marte. Las manos eran distinguidas, acaso de dedos demasiado finos para ser los de un guerrero. Pero casi lo más llamativo era la agresiva coquina con costura o pespuntes o como se llame eso (sería de cuero recio, no de enea o de mimbre como parecen la mayoría en los cuadros), visible y obscenamente dirigida hacia arriba, erguida -un recordatorio permanente de la erección-, mucho menos discreta y modesta, por ejemplo, que las que se les pueden ver al Emperador Carlos V y a Felipe II en sus retratos de cuerpo entero, pintados ambos por Tiziano, ahí en el mismo Museo del Prado. 'Quizá ese Conde, ese soldado, ese marido, no se corresponda conmigo', pensé, 'con el que ya se va o ya se fue; sino con el que está llegando o ya ha entrado y además es un violento que porta espada, con ese hijo de puta de Custardoy. Quizá la mirada de la mujer sea entonces de devoción y miedo y por eso parezca como paralizada y sin voluntad, son dos sentimientos tan dominantes y fuertes, juntos o por separado, tanto da, que pueden anular momentáneamente cualquier otro, los demás, incluso eí del amor a los hijos. Ojalá Luisa no lo mire así, ojalá no le tenga miedo ni menos aún devoción. Pero eso, cómo lo mira ella a él, eso yo nunca lo voy a saber.'
Aparté la vista del cuadro una vez más y miré hacia Custardoy o hacia el que podía ser Custardoy y vi que él había desviado a su vez la suya y miraba hacia mi lado; durante un par de segundos tuve el convencimiento de que nuestros ojos se encontraron, pero el cruce fue tan fugitivo que cabía la posibilidad de que los dos hubiéramos echado simultáneamente un vistazo a la pintura que más o menos hacía pareja con la que cada uno teníamos delante, yo la de Pedro Maria Rossi y él la de Camilla Gonzaga con Troilo, Hipólito y Federico, hijos de ambos, allí llevaría Custardoy no menos de siete minutos garabateando palabras y trazos, desde que yo había reparado en él y seguramente estaba desde antes, eso es mucho rato para observar un solo cuadro. En ese par de segundos pude verle la cara de frente por primera vez, y al instante me produjo la impresión de un rostro obsceno y bronco y frío, con su frente amplia o con entradas, su bigote no muy poblado (pero oscuro como sus patillas) y su nariz no tan ganchuda como de perfil, lógicamente (sí, de pronto se me representó un cantante visto en televisión, de pelo largo, sería el de aquel grupo Ketama), y con unos ojos muy negros y enormes y algo separados sin apenas pestañas, y esa carencia y esa separación debían de hacer insoportable o quizá irresistible su mirada obscena sobre las mujeres que conquistara o comprara y acaso también sobre los hombres con que rivalizara. Eran ojos que asían, como manos, y una noche o un día se habían posado en la cara y el cuerpo de Luisa y la habían hecho su presa. ('Y unos ojos raros negros, no sé decirte en qué consiste, pero tienen algo raro, singular, para mí poco grato', me los había maldescrito Cristina.) Por eso, para que no les diera tiempo a fijarse en mí o no me asieran, me alejé de mi retrato del Conde, retrocedí unos pasos y me metí en una sala contigua, a la izquierda y a un nivel levemente más alto (sólo había que subir tres o cuatro escalones). Desde allí podría asomarme cada medio minuto o así para que Custardoy no se me escapara sin yo darme cuenta, y a la vez me exponía mucho menos a entrar en su campo visual de nuevo. En aquel primer relámpago de su rostro de frente me recordó a alguien que no era el cantante, a alguien que yo conocía personalmente, pero fue demasiado fugaz para saber a quién, o si el recuerdo era cierto.
La sala contigua era más o menos de dominación alemana. En ella estaba el famoso Autorretrato de Durero, y su Adán y su Eva. Pero la vista se me fue en seguida hacia un cuadro alargado y estrecho que llevaba viendo desde la infancia, entonces era normal que me impresionara y me diera cierto miedo teñido de curiosidad, Las edades y la Muerte, de Hans Baldung Grien, que también forma pareja con otro de sus mismos formato y dimensiones que se encuentra al lado, La armonía o Las tres gracias. En él la Muerte, a la derecha, tiene agarrada del brazo a una vieja, o enla zada, de la que tira
sin violencia ni prisa, y la vieja le pasa el otro brazo por encima del hombro a una joven y con la mano izquierda tira de su vestimenta escasa, como si la arrastrara a su vez suavemente. La Muerte lleva la clepsidra en su mano derecha ('Una figura de clepsidra', recordé) y con la izquierda sostiene desmayadamente una lanza dos veces quebrada (casi parece un rayo sin trueno), sobre cuya punta cae o queda la mano de un niño dormido que yace a los pies del grupo, tal vez a él le falta mucho para agregarse a éste, se mantiene ajeno a sus transacciones. A su izquierda, una lechuza; al fondo, un paisaje solar que se diría lunar, sombrío, desolado y con una torre ardiente en ruinas; una inevitable cruz cuelga del cielo. Siempre me había preguntado, desde niño, si la joven y la vieja eran la misma persona a muy diferentes edades o si eran dos distintas, es decir, si la anciana tira de sí misma desde su juventud hasta su vejez, para dejarse arrebatar por la Muerte luego, o bien no, y entonces el asunto sería más enojoso y grave. Lo cierto es que les veía demasiado parecido: los ojos azules, la nariz, los labios nada carnosos, el mentón algo afilado, el pelo largo con ondulaciones, la estatura, los pechos no muy abundantes y más bien centrífugos, los pies, la figura entera, hasta la expresión presentaban semejanzas, o en todo caso no eran opuestos en modo alguno. La joven frunce el ceño con preocupación o fastidio, pero no con alarma ni con espanto, como probablemente le habría ocurrido de haber sido su arrastradora una desconocida, o tan sólo otra persona, aunque hubiera sido su madre. No lucha ni se debate ni trata de zafarse de la mano en el hombro, a lo sumo procura que no le arranquen del todo su vestimenta ligera. Por su parte, la vieja centra toda su atención en ella y no en la Muerte, y en su mirada hay una mezcla de gravedad, comprensión, firmeza y lástima, nunca inquina, como si le dijera a la joven (o a sí misma cuando era joven): 'Lo siento, pero no hay más remedio' (o 'Vamos, hay que seguir avanzando; te lo digo yo, que ya he llegado'). A la Muerte que la lleva del brazo no sólo no le hace caso, sino que tampoco se le resiste ni opone, mira más hacia su pasado que hacia su futuro, acaso porque -pese a las promesas de la cruz suspendida en el aire y de la torre infernal en llamas, con un boquete como de cañonazo- sabe que de futuro ya hay poco o nada.
'Y ahí está Sir Death o el Caballero Muerte', pensé, 'como corresponde a la tradición alemana e inglesa y en general germánica: es sin duda un varón, es el Muerte, porque aunque ya es cadavérico, un semiesqueleto con la piel tan pegada a los huesos que apenas los cubre -en realidad se diría que es un disfraz prestado para pisar el mundo, sobre todo si se mira a los ojos más hundidos que el resto-, se le ven unas hilazas de barba saliéndole del mentón, y otras que parecen diminutos tentáculos, más de jibia o calamar que de pulpo, asomándole por la zona del miembro y los testículos desaparecidos, ahora hay sólo un agujero donde debió de erguirse una coquilla un día. Lo que no es es el Sargento Muerte de la canción de Armagh ('And when Sergeant Death' s cold arms shall embrace me'), un caballero en su plenitud, un guerrero brioso y fuerte y capacitado para arrancar vidas sin tregua, un profesional experto con sus fríos brazos disciplinados y atareados siempre, de hecho es la figura más débil y ajada de las tres del cuadro, o de las cuatro, con su lanza rota y sumisa, tanto que hasta la toca un niño desprevenido. Sin embargo hay determinación y energía en su escuálido brazo que agarra, y sobre todo es el dueño del tiempo, él tiene el reloj y sabe la hora y ve agotarse la arena o el agua, lo que contenga su instrumento, sus ojos rojizos están sólo atentos a eso y lo escrutan, no a la vieja ni a la joven, la hora es lo único por lo que él se guía, lo único que cuenta para este Caballero Muerte tan desnudo y decrépito como nuestra anciana latina de la guadaña, este Sir Death sin armadura ni yelmo ni espada.' Y me vino a la memoria el 'tic-tac tan descomunal' de aquel saloncito sepulcral en el cementerio lisboeta de Os Prazeres, que, según el viajero que 'con cierta indiscreción' lo descubrió y observó, 'era respecto al tic-tac normal lo que el grito es a la voz'; y me volvió la frase enigmática sugerida por la visión del reloj despertador que lo causaba -'de aquellos que se veían en las cocinas del tiempo de nuestros padres, redondo, con su campana en casquete esférico y dos pequeñas bolas por patas'-, la frase que decía: 'A mí me parece que es el tiempo la única dimensión en que pueden hablarse y comunicarse los vivos y los muertos, la única que tienen en común'. Quizá cuando toda la arena o toda el agua cayesen y marcasen el acabamiento de la vieja pintada por Baldung Grien que tal vez era también la joven, cuando las hubieran por fin enviado con los más influyentes y animados', aún hubiera que darle la vuelta al reloj o clepsidra para que iniciara el otro cómputo, el que mi paisano viajero se preguntaba cuál sería: si el tiempo que llevarían muertas o el que faltaba para el juicio final. Y si eran las horas de soledad, ¿contaría las ya pasadas o las que quedaban por pasar?
Me iba asomando a la sala de los italianos, más grande, y volvía sobre mis pasos para mirar otro poco el cuadro alemán, que ya no me daba miedo pero me intrigaba. Desde el umbral vi también La Anunciación de Fra Angélico, del cual una copia excelente a su tamaño presidía y había presidido el salón de mi padre desde que yo tenía memoria, él y mi madre se la habían encargado a un copista amigo, un Custardoy de los años treinta o cuarenta, Daniel Canellada su nombre, lo recordaba; divisar aquella pintura era para mí como estar en casa. En uno de mis breves desplazamientos a la sala contigua me entretuve de más ante el Baldung Grien, y al regresar a la italiana ya no vi al hombre delante del Parmigianino, quiero decir de la Condesa y sus hijos. Bajé los escalones de una zancada y miré a ambos lados con sobresalto, por fortuna lo distinguí en seguida, camino de la escalera que conducía a la planta superior y luego hacía la salida, su cuaderno bajo el brazo, ya cerrado. Así que allí empecé a seguirlo, o allí me convertí más en su sombra, de manera distinta de como lo había sido de Tupra durante nuestros viajes» en ambos casos me relegaba. Una vez arriba, entró en la consigna y yo esperé de espaldas a que reapareciera, girando el cuello cada tres segundos para no perderlo de nuevo, y cuando salió descubrí con espanto que lo que allí había dejado y recogido ahora era un sombrero, quizá un fedora ('Un tipo con coleta y sombrero', pensé, 'quizá con fedora. Lo que faltaba'). Tuvo el detalle de no ponérselo mientras estuvo aún bajo techo, sino solamente cuando pisó la calle, y entonces vi -no me trajo mucho alivio- que era de ala más ancha que el susodicho fedora, más de pintor o de director de orquesta, más de artista, todo negro. Ya tocado, inició su descenso por las escaleras exteriores, frente al Hotel Ritz, y yo fui tras él, siempre a distancia. Cruzó el Paseo del Prado a buen paso y se detuvo ante una brasserie, estudió la carta y echó un vistazo al interior a través de las cristaleras, haciendo visera con una mano para quitarse reflejos (¿no le bastaba el ala de su presumido sombrero?), como si considerara almorzar en el local -pero para Madrid era temprano si no era uno guiri; tal vez yo estuviera en un error y él lo fuera; no me parecía, percibía algo inequívocamente español en el conjunto de su figura, en especial en los andares, o quizá era en los pantalones-, y yo aproveché aquel alto para mirar los escaparates de una tienda cercana de objetos de arte toledano, en la que vendían espadas; eminentemente para turistas, seguro, aunque hoy en día no se las dejarían llevar en ningún avión, tendrían que facturarlas y aun así, y no cabrían en las maletas fácilmente; tampoco les permitirían viajar con ellas en los trenes, me pregunté quién diablos las compraría ahora si no podían ser transportadas, un coleccionista de armas blancas decorativas como Dick Dearlove tendría que habérselas hecho enviar no sé cómo. La mayoría serían del celebérrimo acero toledano, bien españolas y bien medievales, pero me llamó la atención que también había, entre las expuestas, alguna que se presumía escocesa y hasta llevaba inscrito 'McLeod' en el guardamano, una concesión innoble a las masas anglosajonas cinematográficas. Se me pasó por la cabeza que debía comprarme una, no en aquel momento, claro está, sino más tarde, algo había aprendido de Tupra sobre el efecto que puede producir esa arma arcaica. Casi todas, sin embargo, eran mucho más largas y grandes, a buen seguro más difíciles de manejar y pesadas que la 'destripagatos' o lansquenete o Katzbalger, se les veían unas hojas bestiales. Cortarían una mano de un tajo. Descuartizarían. 'Pero no', pensé de nuevo, 'más valdría que fuera una espada de la que no tuviera que deshacerme, una que pudiera volver a su sitio, usada o no, da lo mismo, que no tuviera que tirar o dejar olvidada a propósito, para que luego la encontrara alguien siempre.'
El ya probable Custardoy siguió adelante por la Carrera de San Jerónimo, pasó junto a mi hotel, se asomó a la entrada, leyó la placa que hay allí y que dice algo tan increíble como que el Palace se concibió, diseñó y construyó en el cortísimo plazo de quince meses de 1911 y 1912, a cargo de la empresa Léon Monnoyer, francesa o belga, supongo, no sé cómo a los constructores de hoy -esa plaga, esa marabunta- no se les cae la cara de vergüenza, o de desvergüenza; se detuvo ante la estatua de Cervantes un poco más arriba a la izquierda, también él con su espada envainada, enfrente del Congreso más o menos, fue sólo un instante, había furgonetas de la policía estacionadas, cinco o seis agentes con metralletas fuera de ellas para proteger a sus señorías aunque no se viera a ninguna, estarían todas dentro o de excursión o en los bares. El hombre con coleta y bigote debía de haber recogido también, en la consigna del Museo, una cartera sin asas en la que habría metido el cuaderno, la llevaba bajo el brazo y andaba rápido, con seguridad, con la vista alzada o a la altura del hombre, mirando abiertamente a su alrededor y a las personas con las que se cruzaba, ya muy cerca de Lhardy me llevé un pequeño susto, porque aminoró el paso y volvió la cabeza para observarle las piernas a una chica con la que casi había chocado, me pregunté si intencionadamente. Temí que me distinguiera, que me reconociera, quiero decir de antes, del Prado. Fue un gesto español ese suyo en el que también yo incurro a veces, cuando lo hacía en Londres tenía la sensación de ser el único, en Madrid no tanto, aunque cada vez somos menos los hombres que nos atrevemos a mirar lo que queremos, sobre todo cuando no somos mirados o lo mirado está de espaldas y por lo tanto no molestamos ni incomodamos, en esta época tan poco libre que los puritanos van imponiendo hasta la represión de los ojos, a menudo tan involuntarios. La suya fue una ojeada veloz, apreciativa y descarada, con aquellas gruesas canicas negras intensas y desazonantes, sin pestañas y separadas, más o menos coincidían con lo que me había dicho Cristina sobre su asimiento visual de las mujeres; pero no era para tanto acaso, yo mismo me fijo a veces en un culo y unas piernas que se alejan, de similar manera, quizá con ojos menos penetrantes y medidores, más irónicos o más festivos. Los suyos era como si salivaran.
Si al llegar a la destrozada Puerta del Sol continuaba recto adelante, sí no se metía en el metro ni se desviaba ni cogía un autobús o un taxi, estaríamos en el buen camino, quiero decir en la dirección de la casa o taller o estudio de Custardoy, y entonces él sería él, sin lugar a dudas. Temí que fuera a apartarse de la senda cuando al comienzo de la calle Mayor cruzó de acera, pero me tranquilicé en seguida al ver que era para entrar en una librería con buena pinta, Méndez de nombre. Desde el otro lado de la calle, a través del escaparate, lo vi saludar afectuosamente a los dueños o empleados (sendas palmadas en los brazos; y tuvo el detalle de quitarse el sombrero, algo era algo), y debió de gastarles bromas, porque los dos se rieron con ganas, risas generosas y espontáneas. Salió al cabo de unos minutos con una bolsa de la librería, algo habría comprado y me pregunté qué leería, y volvió a cruzar a mi acera, por lo que yo retrocedí bastantes pasos, hasta alcanzar de nuevo la distancia que con él había mantenido desde la salida del Museo. Pero hube de pararme otra vez de inmediato, y sacar dinero parsimoniosamente de un cajero automático para hacer tiempo y no adelantarlo, porque él se encontró con una conocida o amiga, una joven con pantalones y pelo corto y chaqueta de ante con flecos, a lo Daniel Boone o Davy Crockett o General Custer cuando lo ensartaron, le vi unos ojos azules. Ella le sonrió con simpatía y le estampó dos besos en las mejillas, el individuo debía de vivir en el barrio; hablaron unos minutos animadamente, debía de caer bien aquel hombre (ahora no se quitó el sombrero, pero al menos se tocó el ala con los dedos al avistar a la joven, el ademán clásico de respeto en la calle), y ella se rió a carcajadas con alguna frase que él dijo ('Es de los que hacen reír, como yo cuando me da la gana', pensé. 'Eso podría explicar lo de Luisa en parte. Mala suerte. Mala cosa'). Nadie sospecharía que pegaba a mujeres, o a una mujer, la que a mí aún más me importaba.
Se despidió y siguió, sus andares eran resueltos, casi fieros a ratos cuando apretaba el paso, seguro que a él no se le acercarían rateros ni atracadores de los que abundan en esa zona turística y despluman a los japoneses con preferencia; quizá tampoco mendigos, eran andares de alguien que no está para esa clase de bromas, por simpático que fuera; y el deber de pedigüeños y ladrones es notar eso al instante, adivinar con quién se las tienen. Dejó el mercado de San Miguel a la izquierda y prosiguió, ahora la calle se inclinarla un poco hacia abajo. En la pared de un edificio vi una inscripción en piedra que decía sobriamente, sin pompa: 'Aquí vivió y murió Don Pedro Calderón de la Barca', el dramaturgo que entusiasmó a Nietzsche en su día, y aun a la entera Alemania; y un poco más allá, en la otra acera, una placa más moderna señalaba: 'En este lugar estuvo la Iglesia de San Salvador, en cuya torre Luis Vélez de Guevara situó la acción de su novela El diablo Cojuelo -1641-', jamás se me había ocurrido leerla, ni siquiera en Oxford, Wheeler, Cromer-Blake y Kavanagh seguro que la conocerían. Custardoy se acercó un momento a la estatua que había justo enfrente, en la Plaza de la Villa, curioso que a un pintor lo llamaran tanto las tres dimensiones. 'A Don Alvaro de Bazán', se leía al pie escuetamente, el Almirante al mando de la flota española en la batalla de Lepanto, allí donde a Cervantes lo hirieron dejándole inutilizada la mano izquierda en 1571, a sus veinticuatro años, lo cual le permitió hacerse llamar 'el manco sano' en el mismo texto de sus adioses que yo le había citado a Wheeler sin que él quisiera enterarse: adiós a las gracias y a los donaires y a los regocijados amigos. Allí se encontraba asimismo la Torre de los Luxanes, donde se dice que permaneció prisionero Francisco I de Francia tras ser capturado por los españoles durante la batalla de Pavía en 1525; pero como en otros varios sitios de España se asegura que también estuvo cautivo en ellos, una de dos: o muchos mienten o el Emperador Carlos V se dedicó a pasear al Rey francés y a exhibirlo como un mono o un trofeo, de aquí para allá todo el rato.
Custardoy seguía en el buen camino, en el que debía ser el de su casa, siempre Mayor adelante, y yo tras él como su sombra algo distante o desgajada. 'Llevo ya un tiempo siendo sombra', pensé, 'lo he sido o lo soy lateral de Tupra, acompañándolo en sus viajes y despachando con él casi a diario, siempre a su lado como un subalterno, un intérprete, un apoyo, un aprendiz, un aliado, en alguna ocasión como un esbirro ("No doubt, an easy tool, deferential, glad to be of use. Sin duda, una herramienta cómoda, deferente, contento de ser de utilidad"). Ahora lo estoy siendo de este hombre que aún no sé si es el que busco, pero no soy ninguna de esas cosas en lo que a él respecta; para él soy una sombra siniestra, punitiva, amenazante y de la que aún no sabe, como suelen ser las que van detrás y no ve uno; más le vale no seguir su camino, o que el suyo no sea al fin el que yo espero y quiero.' Justo después de estos pensamientos creí que acabaría librándose, porque al llegar a la altura de la Capitanía General o del Consejo de Estado (soldados con metralletas ahora, en la primera puerta), cruzó de nuevo la calle como si fuera a entrar en el Istituto Italiano di Cultura, que se halla justo enfrente. Sin embargo no lo hizo, y en cambio se metió por una bocacalle estrecha que venía a continuación, se desvió y me alarmé, no podía ser que él no fuera él a última hora y que ni siquiera se aproximara a aquel portal historiado ante el que me había parado ya dos veces. Al final de la callejuela, muy corta y para peatones, lo vi desaparecer a la izquierda, así que apreté un poco el paso para ver por dónde tiraba y no perderlo, y al alcanzar yo aquel punto estuvo en un tris de verme: había allí, en un recodo, la terraza de un bar antiguo, El Anciano Rey de los Vinos, en la que él se disponía a tomar asiento mirando hacia el Palacio Real oblicuamente; en Madrid, con el calentamiento, hace un tiempo más o menos veraniego durante casi seis meses al año, por lo que las terrazas están puestas mucho después y mucho antes de las épocas que les corresponden. Me di la vuelta en seguida para ocultarle el rostro, y fingí leer, como un turista, otra placa metálica que había allí mismo en alto (bueno, la leí de hecho, claro): 'Junto a este lugar estuvieron las casas de Ana de Mendoza y la Cerda, Princesa de Éboli, y en ellas fue arrestada por orden de Felipe II en 1579'. Aquella era la dama tuerta, intrigante y quizá espía, seguramente habría esparcido en su tiempo brotes de cólera, y de malaria, y peste, como había hecho Wheeler según me había confesado, y también Tupra a buen seguro, o éste había prendido mechas para provocar grandes incendios. (De este tipo de contagios ninguna época ha estado a salvo; en todas hay gente con teas, en todas hay gente que habla.) Se la representaba siempre, a la dama, con su parche negro en un ojo, me sonaba que en el derecho por el vago recuerdo de algún cuadro, y hasta creía haber visto una película, con Olivia de Havilland interpretándola.
Vi de reojo que Custardoy pedía al camarero, y retrocedí por la callejuela hasta la esquina con Mayor, pensando qué hacer, de momento quitarme de en medio. Desde allí no tenía visión de él, y desde casi cualquier otro punto él la tendría de mí, probablemente. Había allí una ridícula estatua ante la que Custardoy, con buen criterio, no se había detenido; era una de esas de 'tipos anónimos' que proliferan en nuestras ciudades (una contradicción en sí misma, la 'democratización' de los monumentos), pero el tipo se parecía sospechosamente a Hemingway, patrono de los turistas. Y había otra placa metálica en alto, que decía: 'En esta calle mataron al secretario de Don Juan de Austria, Juan Escobedo, el 31 de marzo de 1578, noche del Lunes de Pascua'. De nuevo me sonaba algo, aquel asesinato turbio; quizá la propia Princesa de Éboli había participado en él, aunque habría sido muy tonto mandar matar a un enemigo justo al lado de sus casas. (Más tarde fui a mirar en los libros y al parecer aún no se sabe si fue orden de la Princesa, del mismísimo Felipe II o de su conspirador secretario, Antonio Pérez, que acabó en el exilio; al cabo de cuatro siglos y pico todavía un crimen irresuelto, el de aquella calleja mínima llamada del Camarín de Nuestra Señora de la Almudena en aquel tiempo. Pero no sé por qué he dicho 'aún', 'todavía': de nada sirve el transcurso en algunos casos, tanto queda ignoto y negado y oculto, hasta para nosotros mismos de nuestros propios actos.) 'Mucho tuerto y mucho manco, mucho cojo y mucho muerto en estas antiguas calles', me sorprendí pensando. 'No se alterarán por uno más, si se tercia.'
Decidí dar pequeñas vueltas por las inmediaciones, de manera que cada no mucho rato pudiera regresar a algún punto desde el que viera a Custardoy a distancia y controlara sus movimientos, no debía perderme el momento en que pagara su consumición, se levantara y se pusiera de nuevo en marcha, desde El Anciano Rey de los Vinos hasta su presunta casa había muy poco trecho, tenía que atravesar sólo dos calles. Así que me alejaba un poco, me paraba ante otra estatua en Bailén, esta vez un tosco busto del admirable escritor madrileño Larra, que se suicidó en 1837 de un pistoletazo en la sien, ante el espejo, sin haber cumplido los veintiocho años (otro de la hermandad Kennedy-Mansfield, en verdad cuántos), tal vez por amores desgraciados pero quién sabe; y luego ante otra más, un poco grotesca, de un tal Capitán Melgar con condecoraciones y bigotes curvos, que me recordó levemente al improbable antepasado de Tupra dibujado por Kennington y visto en su casa, y del que leí en la inscripción que había muerto en la batalla del Barranco del Lobo, en Melilla, durante la Guerra de África, en 1909; lo grotesco no era tanto su busto como otra figura desproporcionada -no llegaba a liliputiense ni a Pulgarcito en comparación, pero sí casi a enano- de un soldado vestido de Beau Geste que intentaba trepar por el pedestal o columna con su fusil en la mano, no quedaba claro si para adorar a su Capitán en lo alto o para asaltarlo y cargárselo. Y a continuación desandaba el camino, sólo que por la otra acera, por la del gran adefesio católico, y observaba a Custardoy sentado. Le habían servido una caña y unos boquerones y unas bravas ('Así que se toma su aperitivo en toda regla', pensé; 'considerará que ha trabajado lo bastante, no lleva prisa, tendrá para rato'), y había desplegado un periódico que leía con las piernas cruzadas, alzando los ojos enormes y mirando alrededor de tanto en tanto, debía ser prudente por eso y volví a alejarme, hasta la altura del Palacio Real en esta ocasión, tan sólo para contemplar más estatuas espantosas, en Madrid una constante: toda una fila de reyes visigodos vestidos de pseudorro manos y con una inscripción poco comprensible, sobre todo para cualquier extranjero y yo me sentía algo extranjero: 'Ataúlfo, Mu. A° de 415', decía la primera, y la misma incógnita ¿'Murió Año de…'?) para Eurico, 'de 484', Leovigildo, 'de 585', Suintila, 'de 633', Wamba, 'de 680'… Más allá, un gran monumento, 'iniciado por mujeres españolas a la gloria del soldado Luis Noval', que tuvo que ser un soldado heroico y en verdad mimado por las mujeres, también iba vestido de Beau Geste o Beau Sabreur o Beau Ideal o de todos juntos: 'Patria, no olvides nunca a los que por ti mueren, MCMXII (en inglés ese vocativo tendría que haber sido 'Country', la palabra empleada por Tupra la noche de nuestro conocimiento y que me había hecho pensar si su espíritu podía ser fascista en el sentido analógico). Pero mi país los olvida a todos, justamente, a los que mueren por él y a los que en modo alguno, incluido ese Noval, que nadie tendrá la menor idea en Madrid de quién diablos fue ni por qué se distinguió ni qué hizo. Y cada vez que retrocedía y volvía a entrar en mi campo visual la terraza, más aposentado me parecía el individuo de la coleta, así que me atreví a iniciar otro recorrido y bajar por la Cuesta de la Vega, 'Junto a este lugar se emplazó desde el siglo IX la Puerta de la Vega, principal entrada al Madrid musulmán', o bien 'Ymagen de María Santísima de la Almudena, ocultada en este sitio el año 712 y descubierta milagrosamente en el de 1085' ('La escondieron al año siguiente de la invasión de los moros', pensé, 'para que no se la cargaran, supongo.' Pero aquella efigie de una Virgen muy blanca con corona y Niño, metida en un nicho, no tenía ninguna pinta de ser del siglo VIII, así fuera una réplica de la verdadera, sino una falsificación descarada; Custardoy habría sabido decirlo), y hasta me llegué al Parque de Atenas, donde el busto vulgar de turno, casi clandestino esta vez por su emplazamiento recóndito, era nada menos que del jubiloso Boccherini, que vivió en Madrid veintitantos años y aquí murió en la penuria, sin que nunca lo haya honrado esta ciudad tan ingrata (ni siquiera se sabe dónde están sus huesos ni si hubo tumba para albergarlos); a su espalda había una lápida con una cita de un tal Cartier que rezaba: 'Si Dios quisiera hablar a los hombres, se serviría de la música de Haydn; pero si quisiera oír música, elegiría, sin duda, la de Boccherini'. Sí, también a mí me acompaña donde quiera que voy, como la de Mancini.
Me había alejado demasiado y subí la Cuesta a toda prisa, temeroso de quedarme sin saber lo que necesitaba saber, por un mal cálculo o un descuido. Al alcanzar de nuevo la esquina de Mayor con Bailén -miré hacia el portal a mi derecha, Custardoy no estaba entrando-, se me ocurrió que el mejor lugar desde el que dominar la terraza sin ser advertido, o parte de ella, era en lo alto de una doble escalera corta que llevaba directamente a la estatua del Papa polaco-jotero, así que la subí y me apoyé en la balconada, dándole la espalda a Totus tuus, su figura era en verdad la más fea y no por falta de competencia, la gente me tomaría por un devoto, andaba mezclado con unos cuantos que se hacían fotografiar ante ella imitando su postura de invitación a la danza. Desde allí veía al hombre, no se me escaparía cuando se levantara. Esperé. Esperé. Seguía leyendo el periódico con su sombrero puesto (estaba al aire libre, al fin y al cabo); había dejado su cartera sin asas en la silla de al lado, y parecía tener antenas para detectar a las mujeres con buen porte, porque cada vez que pasaba o se sentaba una alzaba los ojos y la repasaba, tal vez era olfato lo que reñía. 'Mal se lo ha puesto Luisa, también en ese aspecto', pensé. 'Ha de ser hombre al que nunca le basta una sola'. Deseé tener prismáticos para observarlo mejor. Aun así, a aquella distancia, seguía habiendo algo en él que me recordaba a alguien, una afinidad o un parecido, de la misma manera que Incompara me había traído a la memoria a mi antiguo compañero de clase Comendador, ahora constructor respetable en Nueva York o Miami o donde hubiera ido. Pero no caía, no lograba identificar al modelo, quiero decir ai primer individuo de aquel estilo con el que alguna vez me había cruzado.
Por fin le vi chasquear los dedos dos veces, con el brazo en alto, una manera desdeñosa y ya anticuada de llamar a los camareros. 'No irá a pedir otra cerveza', pensé, 'ya tiene dos vasos vacíos.' Llamaba para pagar, por suerte; se sacó del bolsillo del pantalón unos billetes (también yo los llevo así, sin cartera) y dejó uno sobre la mesa, como hacíamos los madrileños de antes, el dinero nunca debe ir de mano a mano, sin pasar por lugar neutro. Conocía al camarero, lo cual hacía más descorteses sus ya muy clasistas chasquidos: mientras éste depositaba la vuelta, asimismo sobre la mesa, él le dio una leve palmada en el brazo, como había hecho con los libreros, quizá tomaba el aperitivo a diario en El Anciano Rey de los Vinos. Le dijo algo ya al marcharse y el camarero rió con ganas, lo mismo que los de Méndez y que la joven General Custer o Coronel Crockett con flecos, aquel tipo tendría su gracia. Llegaba el momento de averiguar si él era él o era otro. No salió de aquel recodo por la calleja del asesinato irresuelto, sino por Bailén, eso era buen indicio. Al pasar por delante, miró los escaparates de la tienda de instrumentos musicales que ocupa toda esa esquina, cruzó Mayor sin tardanza y se paró ante el semáforo de Bailén, para él en rojo. Pero entonces me quedé sin visión suya y retrocedí apurado en seguida, hasta encontrar un punto desde el que volviera a verlo, a la izquierda de la tienda del horroroso templo, que estaba a la izquierda de Totus, quién diablos compraría allí nada. Desde allí divisaba todo el ángulo, tras unas rejas, quedé justo enfrente de su portal, si es que lo era, sólo que en alto, no repararía en mí, no miraría hacia arriba, me sentí como el vampiro de Dusseldorf cuando acechaba. Custardoy ya sólo tenía que atravesar aquella calle, cuando el disco se le pusiera en verde, y meterse en aquel portal hacia el que yo lo empujaba, estaba una vez más cerrado. Ahora lo veía bien, era inconfundible con su sombrero, vería también sus pasos cuando empezara a darlos. 'Uno, dos, tres, cuatro, cinco…', me puse a contarlos mentalmente al abrírsele el semáforo, tenía los pies pequeños considerando su estatura, siguió por donde debía, ya no habría de pararse,'… cuarenta y cinco, cuarenta y seis, cuarenta y siete, cuarenta y ocho; y cuarenta y nueve.' Y allí se detuvo, ante el portal adecuado, ya llevaba la llave en la mano. Y entonces pensé con una efímera sensación de triunfo: 'Ahí te quería ver, ahí te tengo'.
Todavía aguardé unos minutos, por ver si se abría alguna ventana que me indicara en qué piso vivía y que había entrado en su casa. No hubo suerte en eso. Bajé la escalera, crucé las dos calles que tal vez cruzaría Luisa a menudo si es que iba mucho a verlo -a dormir no podría-, dudé si coger un taxi hasta el Palace, no vi ninguno libre en la duda, inicié el recorrido de vuelta. A la altura de la Plaza de la Villa me detuve a mirar mejor la estatua que él había mirado, Don Alvaro de Bazán o Marqués de Santa Cruz, acaso era la menos fea de cuantas había encontrado. La rodeé, en la parte posterior del pedestal se leía una inscripción: 'El fiero turco en Lepanto, en la Tercera el francés, en todo el mar el inglés, tuvieron de verme espanto. Rey servido y patria honrada dirán mejor quién he sido por la Cruz de mi apellido y con la cruz de mi espada'. 'Siempre tan fanfarrones los españoles', pensé, sintiéndome aún muy ajeno, 'debería aprender de ellos, para creer que mis enemigos huyen diciendo: "Voyme, español rayo y fuego y victorioso te dejo. Ya os dejo, campos amenos, de España me voy temblando…". Ellos se lo dicen todo siempre, aunque tengan enfrente a un compatriota que no se irá tan fácilmente. Custardoy y yo lo somos.' El Almirante tenía el brazo extendido, y en esa mano llevaba algo. No se veía muy claro, podía ser un mapa enrollado, o una bengala de General, más probablemente. La otra mano, la izquierda, asía el puño de su espada enfundada, más o menos como la del solitario Conde en su cuadro. 'Muchas espadas también', pensé, 'por estas antiguas calles.'