Yo, personalmente, prefiero la primera, porque es siempre más divertida para los dos. Colaboras, pasamos un rato agradable, y yo colaboro a mi vez, haciéndote el encierro más llevadero. Si te resistes, obtendré lo mismo por la fuerza, y además no me importará en absoluto lo que pueda pasarte después… O lo que pueda pasarle a tu gente… — Sonrió con intención—. Dos de los hijos de tu esposo son muy guapos… ¡Lindos adolescentes…! ¿Te has fijado en cómo los miran algunos de mis hombres? También llevan aquí años encerrados y hay por lo menos ocho que se sentirán muy felices si hago la vista gorda y permito que esta noche, cuando todos duerman, les pongan la mano encima a esos muchachos…

— Eres un cerdo.

— No más que otro cualquiera que haya pasado tanto tiempo como yo en este maldito desierto. — Se detuvo en su balanceo y se inclinó hacia atrás, contemplando, a través del ventanuco, las altas dunas que encerrajaban el oasis—. Las cosas se ven distintas desde aquí, a medida que van corriendo los años y pierdes la esperanza de que algún día te permitan regresar…

Cuando comprendes que ya nadie va a sentir nunca interés o compasión por ti, dejas de sentir interés o compasión por los demás. — Se volvió de nuevo a mirarla—. No me van a dar nada. Lo que yo no tome, nadie me lo ofrecerá y te garantizo que, en cuanto te vean, otros lo intentarán también… ¡Desnúdate! — repitió, y ahora era ya una orden.

Laila dudó.

Aún trató de resistirse y todo su ser se rebeló contra la idea de obedecer, pero comprendió, lo sabía desde el momento en que lo vio por primera vez, que el sargento mayor Malik-el-Haideri era capaz de todo, incluso de permitir que sus hombres se divirtieran hasta el agotamiento con los hijos de su esposo, a los que éste le había enseñado a querer como si fueran propios.

Al fin, muy lentamente, se puso en pie, cruzó los brazos, asió los bordes de su sencillo vestido, y lo alzó sobre su cabeza arrojándolo a un rincón.

Su cuerpo, firme, joven y oscuro, de pechos pequeños y duras nalgas, quedó por completo al descubierto, y el sargento Malik lo contempló largo rato sin dejar por ello de mecerse, como si le complaciera la idea de prolongar lo más posible aquel momento regodeándose con sus pensamientos a la espera de desnudarse a su vez.


El sol estaba muy alto, el hedor de los cadáveres comenzaba a hacerse insoportable y los buitres se habían convertido en una nube contra la que resultaba inútil combatir.

Distinguió en primer lugar la columna de polvo que se alzaba al Oeste aproximándose con rapidez, y cuando trepó al jeep y trató de estudiar el mecanismo de la ametralladora dispuesto a defenderse, advirtió la mancha gris y maciza de un nuevo vehículo que llegaba del Sur, más lento y pesado, coronada su diminuta torreta por un cañón ligero de tiro rápido.

Su aguda vista le hizo comprender que contra semejante arma todo intento de resistencia resultaba inútil, y trató de consolarse con la idea de que había vencido al desierto de los desiertos de Tikdabra, y que tan sólo su fidelidad hacia su huésped había conseguido derrotarle.

Tomó su rifle y avanzó hasta el borde mismo de la «hamada» sin buscar la protección de rocas o matojos, mientras Abdul-el-Kebir quedaba a sus espaldas, fuera del alcance de las balas.

Aprestó su arma y esperó calculando la distancia y el momento en que el jeep se pusiera a tiro, pero cuando pudo distinguir perfectamente a los soldados, y dudaba, con el arma encarada, entre abatir al conductor o al que se disponía a amartillar la ametralladora, resonó, lejana, una explosión, un obús silbó en el aire, y el vehículo saltó en pedazos, alcanzado de pleno y frenado en seco como si se hubiera estrellado contra un muro invisible.

Un cadáver destrozado voló a más de cuarenta metros de distancia, el otro se desintegró como si nunca hubiera existido y a los pocos segundos no quedaba del jeep más que un montón de humeante chatarra.

Gacel Sayah, «inmouchar» del Pueblo del Kel-Talgimus, conocido por el sobrenombre de «el Cazador», permaneció clavado en el suelo, asombrado, incapaz quizá por única vez en su vida, de comprender qué era lo que estaba ocurriendo ante sus propios ojos.

Al fin, lentamente, se volvió hacia el segundo de los vehículos, la «tanqueta-oruga», que continuaba su marcha impertérrita, y que fue a detenerse a una veintena de metros de distancia, en el punto exacto en que se unían la «hamada» y la «tierra vacía».

Un hombre alto, de cuidado bigote, uniforme color arena, y estrellas en la bocamanga, saltó de inmediato y avanzó con paso firme para detenerse frente al targuí.

— ¿Abdul-el-Kebir…? — inquirió.

Gacel señaló a sus espaldas.

El oficial sonrió aliviado y agitó la cabeza como si acabara de quitarse un gran peso de encima.

— En nombre de mi Gobierno y en el mío propio, les doy la bienvenida a nuestro país… Será para mí un honor escoltarlos al puesto militar y acompañar personalmente al Presidente Kebir hasta la capital…

Echaron a andar despacio, hacia el vehículo, y, al hacerlo, Gacel no pudo evitar lanzar una larga mirada hacia los restos del destrozado jeep aún humeante. El recién llegado lo advirtió y agitó la cabeza negativamente.

— Somos un país pequeño, pobre, y pacífico, pero no nos gusta que nadie invada nuestras fronteras.

Cuando llegaron junto al cuerpo, aún inconsciente, de Abdul-el-Kebir, lo examinó minuciosamente, se cercioró de que respiraba con naturalidad y parecía fuera de peligro, y alzó el rostro lanzando una larga mirada a la infinita llanura que se abría ante él.

— ¡Nunca hubiera creído que nadie…, nadie en este mundo…. fuera capaz de atravesar este lugar maldito!

Gacel sonrió levemente.

— Acepta un consejo — dijo—. ¡Huye de Tikdabra!

A las tres horas de marcha golpeó levemente el antebrazo del oficial.

— Para… — pidió.

El otro obedeció deteniendo el jeep, y alzando la mano para que la tanqueta que les seguía se detuviera a su vez.

— ¿Qué ocurre….? — quiso saber.

— Me bajo aquí.

— ¿Aquí…? — Se asombró dirigiendo una desconcertada mirada a la llanura de piedras y matojos—. ¿Qué vas a hacer aquí?

— Volver a casa… — señaló el targuí—. Tú vas al Sur. Mi familia está allá, muy lejos, al Nordeste, en las montañas del Huaila… Es hora de regresar.

El militar agitó la cabeza como si le costara trabajo admitirlo.

— ¿A pie? ¿Y solo…?

— Alguien me venderá un camello.

— Es un viaje muy largo bordeando la «tierra vacía».

— Por eso debo emprenderlo cuanto antes.

El oficial se volvió y señaló con un gesto de la cabeza el dormido cuerpo de Abdul-el-Kebir.

— ¿No vas a esperar a que despierte…? Querrá darte las gracias personalmente…

Gacel negó con naturalidad. Había descendido a tierra tomando sus armas y su «gerba» de agua.

— No tiene nada que agradecerme…

— Hizo una corta pausa—. Quería cruzar la frontera y ya la ha cruzado.

Ahora es tu huésped… Le dirigió una larga mirada afectuosa—. Deséale suerte de mi parte.

El otro pareció comprender que su decisión era firme y nada podía hacer para disuadirle.

— ¿Necesitas algo? — inquirió—.

¿Dinero o provisiones?

Negó con la cabeza y señaló la llanura:

— Ahora soy un hombre rico, y en esta región he visto mucha caza. No necesito nada.

Permaneció muy quieto mientras los vehículos pasaban a su lado y se ale 1jaban hacia el Sur, y tan sólo cuando el polvo que habían levantado se posó de nuevo y el ruido de los motores se perdió en la distancia, miró a su alrededor, se orientó aunque no existiera en la ancha planicie accidente natural alguno que sirviese para orientarle, e inició la caminata, sin prisa, con el aire tranquilo del paseante que recorre un prado en el suave atardecer, admirando el paisaje, cada matojo, cada roca, cada zancuda y cada escurridiza serpiente.

Tenía agua, un buen rifle y municiones; aquél era su mundo, el corazón del desierto que amaba, y pensaba disfrutar de un largo viaje al final del cual encontraría a su esposa, sus hijos, sus esclavos, sus cabras y camellos.

Corría una brisa suave, y al oscurecer las bestias de la planicie abandonaron sus refugios para ramonear los bajos chaparrales, en los que abatió una hermosa liebre que le sirvió de cena a la luz de una hoguera de tamariscos. Luego contempló las estrellas que acudieron a hacerle compañía, y se complació en sus recuerdos; el rostro y el cuerpo de Laila; las risas y juego de sus hijos; la voz, profunda y las inteligentes palabras de su amigo Abdul-el-Kebir y la hermosa, apasionante e inolvidable aventura que le había tocado vivir en el umbral mismo de la madurez, que marcaría su vida para siempre y que los ancianos relatarían durante años, asombrando a los muchachuelos con las hazañas del único hombre que había desafiado a un ejército y a la «tierra vacía» de Tikdabra al mismo tiempo.

Y contaría a sus nietos cuáles fueron sus sentimientos el día que pasó en compañía de los espíritus de «La Gran Caravana» y cómo les habló de su miedo a morir también en la llanura, y cómo las voces ahogadas de las momias y sus dedos sin carne le marcaron el camino correcto, y cómo lo siguió durante tres días y tres noches, sin detenerse ni una sola vez en ese tiempo, consciente de que, si lo hacía, ni él ni la bestia serían capaces de reanudar la marcha, convertidos ambos, merced a su indomable voluntad, 1en auténticos autómatas mecanizados, insensibles al calor, la sed y la fatiga.

Y ahora estaba allí, tendido sobre la blanda arena, notando bajo la mano el dulce contacto de la húmeda «gerba» rezumante de agua, con los restos de la liebre humeando aún junto a la hoguera, y la bolsa de oro colgando de su cintura y se sintió en paz consigo mismo y con el universo que le rodeaba, orgulloso de ser hombre y ser targuí, y orgulloso, sobre todo, de haber demostrado que nadie, ni siquiera un Gobierno, podía permitirse el lujo de despreciar las leyes y costumbres de su pueblo.

Meditó después en lo que sería su futuro lejos de los pastizales conocidos y los lugares a los que estaba acostumbrado desde niño, pero no le inquietó la idea de emigrar más allá de las fronteras, pues el desierto era el mismo, e idéntico seguirla por miles de kilómetros cualquiera que fuese el país en el que se estableciese y no tenía por qué temer que nadie viniera a disputarle los arenales las rocas y los pedregales, pues resultaba claro que cada día eran menos los que elegían el desierto como forma de vida.

No quería ya más guerras ni más luchas y ansiaba la paz de su «jaima», los largos días de caza y las hermosas veladas a la luz de la hoguera escuchando una y otra vez las historias del viejo Suílem; historias que escuchó ya cuando era un niño, y que seguiría escuchando, sin cansarse, hasta que el fiel esclavo enmudeciese para siempre.



Al atardecer del tercer día descubrió un campamento de «jaimas» y «sheribas» junto a un pozo.

Eran tuareg, del «Pueblo de la Lanza», gente pobre pero amable y hospitalaria, que aceptaron venderle su mejor mehari, sacrificaron en su honor un cordero con el que confeccionaron el más sabroso «cuscus» que había saboreado en mucho tiempo, y le invitaron a una fiesta que tendría lugar a la noche siguiente.

Comprendió que no podía ofenderles negándose, y extrajo de la pequeña bolsa de cuero rojo que colgaba de su cuello una pesada moneda de oro que depositó ante él.

— Únicamente acudiré, si yo soy quien paga los corderos — dijo—. Ese es mi precio.

El dueño de la casa aceptó en silencio, tomó la moneda y la examinó interesado.

— Ya circulan pocas de éstas — señaló—. Todo son sucios billetes cuyo valor cambia de un día al siguiente.

¿Quién te la dio?

— Un viejo conductor de caravanas… — replicó sin mentir, pero sin decir tampoco exactamente la verdad—.

Tenía muchas.

— Con esto se pagaba a los guías y a los camelleros… — admitió el otro convencido—. Con esto se compraban las bestias y las provisiones… ¿Sabes? — añadió luego con una sonrisa irónica—. Yo me enrolé con «La Gran Caravana», pero diez días antes de partir comencé a escupir sangre y me rechazaron. «Tienes tuberculosis — dijeron—. No llegarías a Trípoli…» — Agitó la cabeza como si le costara trabajo admitir las bromas del destino—. Pronto cumpliré noventa años… — continuó—. Y de «La Gran Caravana» nada queda.

— ¿Cómo te curaste de la tuberculosis? — quiso saber Gacel—. Mi hijo mayor y mi primera esposa murieron a causa de ella.

— Hice un trato con un carnicero de Tombuctú… — replicó el anciano—.

Trabajaría un año gratis para él, a cambio de que me permitiese comerme cruda la giba de todos los camellos que sacrificase… — sonrió divertido—.

Engordé hasta convertirme en una especie de tonel, pero al fin dejé de escupir sangre… ¡Casi doscientas gibas de camello! — exclamó—. No he vuelto a acercarme a una de esas malditas bestias en mi vida, y prefiero caminar tres meses que subir a una de ellas…

— Eres el primer «imohag» al que oigo hablar mal de los camellos… — le hizo notar Gacel.

— Tal vez… — fue la divertida respuesta—. Pero también soy el primer «imohag» que sobrevive a una tuberculosis…


La hermosa muchacha de finas trenzas, altos pechos y enjoyadas manos de palmas rojas, templó la única cuerda de su violín, extrajo de su interior un agudo sonido que más bien parecía un lamento o una aguda risa, miró directamente a Gacel, el extranjero, al que parecía dedicar personalmente su historia, y dijo así:

— «Alá es Grande. Alabado sea… — hizo una pausa—. Cuenta, y esto no ocurrió en el país de los „imohag“, ni en el de los Tekna, ni en Marraquesh, Túnez, Argel, o Mauritania, sino allá, en Arabia, cerca de la ciudad santa de La Meca, a la que todo creyente debe hacer su peregrinación al menos una vez en la vida, que vivieron, mucho tiempo atrás, en la floreciente y populosa ciudad de Mir, gloria de los Califas, tres astutos mercaderes que habían logrado, después de muchos años de comerciar juntos, una apreciable cantidad de dinero que decidieron invertir en un nuevo negocio…

— Resultaba, sin embargo, que estos mercaderes no confiaban los unos en los otros, por lo que guardaron su oro en una bolsa y acordaron dejárselo en custodia a la dueña de la casa en que vivían, con la expresa recomendación de que no lo entregara a ninguno de ellos si no se encontraban los otros presentes.

— A los pocos días decidieron escribir por asuntos de su negocio a una ciudad vecina, y necesitando un pergamino, uno de ellos dijo:

— Voy a pedírselo a la buena mujer, que seguramente tendrá alguno.

— Pero entrando en la casa le dijo a ésta:

— Entrégame la bolsa que te dimos, que la necesitamos…

— No lo haré si no están tus amigos presentes — replicó la mujer, y aunque el otro insistió, continuó negándose, hasta que el astuto mercader le indicó:

— Asómate a la ventana, y verás cómo mis compañeros, que están en la calle, te ordenan que me la des…

— Hizo la mujer lo que pedía, mientras el mercader salía y aproximándose a sus socios dijo en voz baja:

— Tiene el pergamino que necesitamos, pero no quiere dármelo a no ser que vosotros también se lo pidáis.

— Ajenos a esta trampa, le gritaron a la mujer que hiciera lo que el otro decía, y así fue como ésta le entregó la bolsa con la que el ladrón huyó de la ciudad.

— Pero cuando los dos mercaderes cayeron en el engaño y se dieron cuenta de que se habían quedado sin dinero, culparon a la pobre mujer, y llevándola ante el Caíd, pidieron justicia.

— Resultó aquel juez un hombre equilibrado e inteligente, que escuchó a ambas partes, y tras una larga meditación, sentenció:

— Pienso que razón tenéis en vuestra demanda, y justo es que esta mujer devuelva la bolsa, o reintegre de su hacienda el dinero… Pero como se da la circunstancia de que el pacto que acordasteis exige que para que la bolsa sea entregada es imprescindible que os encontréis reunidos los tres socios, estimo justo que os ocupéis de buscarle, lo traigáis a mi presencia, y en ese momento yo mismo me ocuparé de que el acuerdo se cumpla…

— Y así fue cómo triunfó. la justicia y la razón, gracias al acertado juicio de aquel inteligente magistrado.

— Quiera Alá que así sea siempre.

Alabado sea…» La muchacha tañó el violín, como para poner un definitivo punto final a su relato, y luego, sin apartar los ojos de Gacel, añadió:

— Tú, que al parecer vienes de tan lejos, ¿por qué no nos cuentas una historia?

Gacel paseó la mirada por el grupo: una veintena de muchachos y muchachas que se amontonaban en torno a la hoguera, a cuyas brasas se asaban lentamente dos enormes carneros de los que emanaba un aroma dulce y profundo, e inquirió:

— ¿Qué clase de historia queréis escuchar…?

— La tuya… — replicó la muchacha rápidamente—. Por qué te encuentras, solo, tan lejos de tu casa? ¿Por qué pagas lo que compras con viejas monedas de oro? ¿Qué misterio ocultas? A pesar de tu velo, tus ojos delatan que escondes un profundo secreto.

— Son tus ojos los que quieren ver secreto donde no existe más que cansancio — aseguró—. Hice un largo viaje. Quizás el más largo viaje que haya realizado nadie jamás en este mundo… Atravesé la «tierra vacía» de Tikdabra.

El último de los llegados a la fiesta, un muchacho fuerte y de cráneo rapado, de ojos que bizqueaban levemente y una profunda cicatriz que le bajaba de la mejilla a la garganta, inquirió de improviso con voz alterada:

— ¿Eres tú, quizá, Gacel Sayah; «inmouchar» del Kel-Talgimus, cuya familia acampaba en el «guelta» de las montañas del Huaila…? Advirtió que el corazón le daba un vuelco.

— Sí. Yo soy.

— Tengo malas noticias para ti… — se lamentó el muchacho—. Vengo del Norte… De tribu en tribu, de «jaima» en «jaima» corre la voz…: los soldados se llevaron a tu esposa y tus hijos… A todos los tuyos. Únicamente un viejo criado negro escapó y él lo dijo: «Te esperan para matarte en el „guelta“ del Huaila…» Tuvo que esforzarse para que del fondo de su garganta no naciera un sollozo y se exigió, más que en lo más profundo de la «tierra vacía», contener sus emociones.

— ¿Adónde los llevaron…? — pudo articular al fin con voz falsamente tranquila.

— Nadie lo sabe. Tal vez a El Akab… Tal vez más al Norte aún, a la capital… Quieren cambiártelos por Abdul-el-Kebir…

El targuí se puso en pie y se alejó despacio hacia las dunas, seguido por todas las miradas y un silencioso respeto, pues, como por arte de magia, la alegría de la fiesta había desaparecido y nadie pareció reparar en que uno de los corderos se estaba quemando.

El «gri-gri» de la desgracia, parecía haber nacido de las llamas de la hoguera y con su fétido aliento borraba la luz de entusiasmo en las miradas y el deseo de diversión de los cuerpos.

Gacel se dejó caer en la oscuridad sobre una duna, y enterró el rostro en la arena esforzándose por no dar rienda suelta a su llanto, clavándose las uñas en la palma de la mano hasta hacerse sangre.

Ya no era un hombre rico que regresaba a la paz de su hogar tras una larga aventura. Ya no era ni siquiera el héroe que había arrebatado a Abdul-el-Kebir de las garras de sus enemigos, y había atravesado con él el infierno de la «tierra vacía» poniéndolo a salvo al otro lado de la frontera. Ahora no era más que un pobre imbécil que había perdido cuanto tenía en este mundo por su estúpido empecinamiento en respetar unas caducas tradiciones que nada significaban para nadie.

¡Laila…!

Un estremecimiento, como una corriente de agua helada, le recorrió la espalda al imaginarla en poder de aquellos hombres de sucios uniformes, pesados correajes y fuertes botas malolientes. Recordó sus rostros cuando le apuntaron con sus armas a la puerta de la «jaima», la dejadez de su campamento o el despotismo con que trataban a los beduinos en El-Akab, y aunque trató por todos los medios de evitarlo, un ronco gemido escapó de sus labios obligándole a morderse con fuerza el dorso de la mano.

— No lo hagas… No te contengas.

El más fuerte de los hombres tiene derecho a llorar en un momento como éste.

Alzó el rostro. La hermosa muchacha de las finas trenzas había tomado asiento a su lado, y extendía la mano para acariciarle el rostro como pudiera hacerlo una madre con un niño asustado.

— Ya pasó — dijo.

Ella negó con firmeza.

— No trates de engañarme. No ha pasado… Esas cosas no pasan. Quedan muy dentro, como una bala sin salida. Lo sé porque mi esposo murió hace dos años, y aún mis manos lo buscan en la noche.

— Ella no ha muerto. Nadie puede atreverse a hacerle daño… — aseguró como si tratara de convencerse a sí mismo—. Es casi una niña… Dios no permitirá que le hagan nada.

— No existe más Dios que el que nosotros queremos que exista — replicó ella con dureza—. Puedes confiar en él si quieres. Nunca está de más.

Pero si has sido capaz de vencer a la «tierra vacía» de Tikdabra, serás capaz de recuperar a tu familia… Estoy segura.

— ¿Y cómo podré hacerlo? — señaló sin ánimo—. Ya lo has oído: quieren a Abdul-el-Kebir y ya no está conmigo.

La muchacha le miró con fijeza a la clara luz de la luna llena que había ascendido en el cielo hasta convertir la noche en día.

— ¿Hubieras aceptado el cambio si aún siguiera contigo? — quiso saber.

— Son mis hijos… — fue la respuesta—. Mi mujer y mis hijos… Lo único que tengo en esta vida.

— Te queda tu orgullo de targuí… — le recordó ella—. Y por lo que sé de ti, eres el más orgulloso y valiente de nosotros. — Hizo una pausa—. Demasiado tal vez… Cuando los guerreros os lanzáis a la lucha, nunca os detenéis a meditar en el mal que podéis causarnos a nosotras, las mujeres, que quedamos atrás, recibiendo los golpes y sin participar de las glorias…

— Chasqueó la lengua como disgustada consigo misma—. Pero no he venido a culparte — aseguró—. Lo hecho, hecho está, y tus razones tendrías para ello. He venido porque en momentos como éste, un hombre necesita compañía… ¿Te gustaría hablarme de ella…? Agitó la cabeza.

— ¡Es tan niña…! — sollozó.

La puerta se abrió de golpe y el sargento Malik-el-Haideri saltó del camastro abalanzándose sobre la pistola que descansaba sobre la mesa, pero se detuvo al distinguir la silueta del teniente Razmán recortándose contra la luminosidad violenta del exterior.

Semidesnudo como se encontraba, hizo un esfuerzo por mantener su aire marcial, se cuadró rígidamente, saludando e intentando entrechocar los tacones, lo que resultó en verdad ridículo aunque el rostro del teniente mostró a las claras que no estaba de humor como para captar la comicidad de la situación, y en cuanto sus ojos se acostumbraron a la penumbra de la estancia, se aproximó a una de las ventanas, abrió los postigos, y señaló con un gesto de su fusta el barracón vecino:

— ¿Quién es esa gente que está ahí encerrada, sargento? — quiso saber.


Este advirtió que un súbito sudor frío emanaba de cada uno de los poros de su cuerpo, pero luchando por mantener su entereza, replicó:

— La familia del targuí.

— ¿Cuánto hace que está aquí? — Una semana.

Razmán se volvió a él, como si no quisiera dar crédito a lo que estaba oyendo.

— ¿Una semana…? — repitió horrorizado—. ¿Quiere hacerme creer que ha tenido a mujeres y niños asándose de calor encerrados en ese infierno durante una semana sin dar parte a sus superiores…? — La radio está estropeada.

— Mentira… Acabo de hablar con el operador… Usted dio orden de mantener silencio… Por eso me fue imposible comunicarle mi llegada…

— De pronto se interrumpió, pues su vista había recaído en la figura de Laila, completamente desnuda, que se acurrucaba asustada, en el más apartado rincón de la estancia, en el punto en que había estado durmiendo sobre una raída manta. Sus ojos fueron, alternativamente, de la muchacha a Malik-el-Haideri, y por último, como si temiera hacer la pregunta, inquirió roncamente—: ¿Quién es? — La esposa del targuí… Pero no es lo que usted piensa, teniente… — intentó justificarse—. No es lo que usted piensa… Ella aceptó de buena gana… ¡Aceptó…! — repitió extendiendo las manos en ademán de súplica.

El teniente Razmán se aproximó a Laila, que trató de cubrir su desnudez con una punta de la manta.

— ¿Es cierto que aceptaste? — quiso saber—. ¿No te forzó? La targuí le miró fijamente, y luego, volviéndose al sargento, replicó con firmeza:

— Dijo que si no aceptaba, entregaría los niños a los soldados.

El teniente Razmán afirmó una y otra vez en silencio, se volvió lentamente, y señalando la puerta ordenó a Malik:

— ¡Salga!

El otro hizo ademán de tomar su ropa, pero el teniente negó con firmeza:


— ¡No! No es digno de volver a vestir ese uniforme… ¡Salga así!

Como está…

El sargento mayor Malik-el-Haideri lo hizo precediendo al teniente y ya en el umbral de la puerta se detuvo, pues ante él se encontraban, expectantes, todos los hombres del campamento acompañados ahora por la esposa de Razmán y el gigantesco sargento Ajamuk.

— ¡Vaya hacia las dunas…!

Obedeció pese a que la arena ardiente le quemaba la planta de los pies y avanzó en silencio, con la cabeza gacha y sin mirar a nadie, hasta el nacimiento de las dunas.

Cuando comprendió que no podía avanzar más y resultaba inútil intentar trepar por la inclinada pendiente, se volvió, y no le sorprendió descubrir que el teniente había extraído de la funda su pesada pistola de reglamento.

Bastó un solo disparo que le voló la cabeza.

Razmán permaneció unos instantes pensativo, contemplando el cadáver, y luego, muy despacio, guardó de nuevo el arma, regresó sobre sus pasos, y se enfrentó a los presentes que no se habían movido de su sitio ni habían efectuado gesto alguno.

Los miró uno por uno, tratando de leer en el fondo de sus ojos, y por último pareció como si se decidiera a sacar de lo más hondo algo que le torturaba desde hacía tiempo:

— Sois la escoria de nuestro Ejército… — dijo—. Los hombres que siempre desprecié, y los soldados que nunca hubiera querido mandar…: ladrones, asesinos, drogadictos y violadores… ¡Carroña…! — Hizo una pausa—. Pero, en el fondo, quizá no sois más que víctimas, un reflejo de aquello en lo que este Gobierno ha convertido nuestro país… Permitió que meditaran un instante en lo que estaba intentando hacerles comprender, y subiendo de tono, continuó—: Pero empieza a ser hora de que las cosas cambien… El Presidente Abdul-el-Kebir ha logrado cruzar la frontera y ha lanzado un primer llamamiento a la lucha y la unión de cuantos desean un retorno a la democracia y la libertad… Hizo una nueva pausa, esta vez más dramática aún, consciente de la necesidad que tenía de una cierta teatralidad—. ¡Yo voy a reunirme con él…! — confesó al fin—. Lo que he visto hoy ha acabado de convencerme, y estoy dispuesto a romper con el pasado y reiniciar la lucha junto al único hombre en el que confío realmente…

¡Y voy a daros una oportunidad…!

Los que quieran seguirme, cruzar la frontera, y unirse a Abdul-el-Kebir, pueden acompañarme…

Los hombres se miraron incrédulos, incapaces de admitir que el más acariciado de sus sueños, escapar del infierno de Adoras y huir del país, les estaba siendo ofrecido en bandeja por el mismísimo oficial encargado de mantenerlos encerrados.

Muchos de sus compañeros habían intentado la fuga y siempre fueron capturados, fusilados, o encarcelados por el resto de sus vidas, y de pronto, aquel joven teniente de cuidado uniforme que acababa de llegar en compañía de una atractiva esposa y un mastodóntico sargento de aspecto bonachón, trataba de convencerles de que, lo que hasta ese mismo momento había sido considerado el peor de los delitos, se convertía, como por arte de magia, en un acto heroico.

Uno estuvo a punto de soltar la carcajada, otro dio un salto de alegría, y cuando Razmán, plenamente consciente de lo que hacía y de cuáles eran los auténticos sentimientos de aquella cuadrilla de facinerosos, pidió solemnemente que alzaran el brazo cuantos estuvieran dispuestos a seguirle, fue como si un único resorte irresistible actuase sobre todas las manos, haciendo que se elevaran al cielo al unísono.

El teniente sonrió apenas, e intercambió una mirada con su esposa, que sonrió a su vez. Luego, se volvió a Ajamuk:

— Prepáralo todo — ordenó—. Salimos dentro de dos horas… — Señaló con la fusta hacia el barracón desde cuyas enrejadas ventanas la familia de Gacel Sayah había seguido el desarrollo de la escena—: Ellos vienen con nosotros… — añadió—. Los dejaremos a salvo al otro lado de la frontera…



Fue un largo viaje, sin saber exactamente dónde se dirigía de regreso a casa, sin saber dónde estaba ahora su casa; en busca de su familia, sin saber si aún tenía familia.

Fue un largo viaje.

Primero al Oeste, dejando a un día de distancia el nacimiento de la «tierra vacía», y luego, cuando supo que ésta ya había concluido, girando hacia el Norte, consciente de que estaba atravesando de nuevo la frontera y en cualquier momento podían hacer su aparición, una vez más, los soldados que parecían haberse convertido en su pesadilla.

Fue un largo viaje.

Y triste.

Nunca, ni aun en los peores momentos, cuando en el confín de Tikdabra comprendió que la muerte era ya su única compañera de camino, imaginó que los acontecimientos pudieran adquirir un sesgo semejante, pues para él, como guerrero y noble de un pueblo de nobles guerreros, esa muerte constituía la única derrota definitiva.

Pero ahora, súbitamente, como un mazazo, descubría que el hecho de morir nada significaba frente a la tremenda realidad de comprobar que los seres que amaba se convertían en víctimas de su guerra privada, y se constituían en la auténtica, la más tremenda de las derrotas.

Por su mente cruzaban una y otra vez, obsesivamente, los rostros de sus hijos, la voz de Laila, o las escenas infinitamente repetidas de su vida en el campamento, cuando todo era soledad y paz al pie de las grandes dunas y los años pasaban sin que nadie acudiera a turbar la calma de una vida monótona y sencilla.

Fríos amaneceres en los que Laila se acurrucaba contra su estómago buscando la tibieza de su cuerpo; largas mañanas de luz esplendorosa y expectante ansiedad en busca de la caza; pesados mediodías de calor bochornoso y dulce somnolencia; tardes de cielos rojos en las que las sombras se prolongaban por la llanura como si quisiera tocar el borde del horizonte y noches olorosas y densas, a la luz de una hoguera, repitiendo sin fatiga leyendas ya sabidas.

Miedo al «harmatan» que soplaba rugiente, y a la sequía; amor a la llanura sin viento, y a la negra nube que se abría para que la tierra se cubriese con la alfombra verde del «acheb».

La cabra que moría, la joven camella que al fin se preñaba, el llanto del pequeño, la risa del mayor, el gemido de placer de Laila en la penumbra…

Esa era su vida, la que anhelaba, la única que había ambicionado, y que había perdido porque no se sintió capaz de soportar una ofensa contra su honor de targuí.

¿Quién podía haberle culpado por no enfrentarse a un ejército? ¿Quién no le culparía ahora por haberlo hecho perdiendo en la aventura a su familia? Ignoraba el tamaño de su país. Ignoraba incluso el número de seres que lo habitaban, y, sin embargo, se había opuesto a él, a sus soldados y sus gobernantes sin detenerse a meditar en las consecuencias que tamaña ignorancia podían acarrear.

¿En qué lugar, de aquel país gigantesco, encontraría a su mujer y sus hijos? ¿Quién, de entre todos sus habitantes, sabría darle noticias de ellos…? Día a día, a medida que avanzaba hacia el Norte, fue tomando conciencia de su propia pequeñez, pese a que ni el mismo desierto, con toda su inmensidad, había conseguido acomplejarle en más de cuarenta años de existencia.

Ahora se sentía diminuto, no frente a la grandeza de la tierra, sino frente a la bajeza de quienes la habitaban, que habían sido capaces de involucrar, en una lucha de hombres, a mujeres y niños.

No conocía las armas con las que debía enfrentarse a semejante clase de individuos. Nadie le había explicado nunca las reglas de aquel juego, y recordó una vez más la vieja historia que siempre contaba el negro Suílem y en la que dos familias en lucha llegaron a odiarse de tal modo que una vez enterraron a un pequeño en una duna haciendo que su madre se volviera loca.

Pero había sido una sola vez en toda la historia del Sáhara, y tanto espanto causó entre sus habitantes, que su recuerdo perduró a través de los años transmitiéndose de boca en boca en los corros nocturnos, asqueando a los adultos y sirviendo de enseñanza a los menores.

«Ved cómo el odio y las luchas a nada conducen más qué al miedo, la locura y la muerte.» Podía repetir de memoria cada una de las palabras del anciano, y quizás ahora, por primera vez después de años de escucharlas, caía en la cuenta de lo profundo de su significado.

Eran tantos los hombres que habían muerto desde aquel lejano amanecer en que decidió montar en su mehari y lanzarse al desierto a la búsqueda de su honor perdido, que no tenía derecho a sorprenderse de que parte de la sangre de esos muertos le salpicara de pronto a él y a su familia.

Mubarrak, cuyo único delito había sido conducir a una patrulla tras las huellas de unos hombres de los que nada sabía; el sudoroso capitán, que se defendía alegando que se habla limitado a cumplir órdenes, a las que no podía negarse, los catorce guardianes de Gerifíes, que no habían cometido otro error que el de dormirse en su camino; los soldados que mató al borde de la «tierra vacía», y los que volaron luego por el aire sin tiempo a averiguar de dónde les llegaba la muerte…

Demasiados, y él, Gacel Sayah, no tenía más que una vida que ofrecerles a cambio; una sola muerte con la que compensar tantas muertes.

Tal vez por ello le exigían a su familia como parte del pago de tan tremenda deuda.

«¡Insh.Allah!» hubiera exclamado Abdul-el-Kebir.

Le vino a la memoria una vez más la imagen del anciano, y se preguntó qué habría sido de él, y si habría vuelto, como prometió, a la lucha por el poder.

«Era un loco… — musitó en voz muy baja—. Un loco soñador, de los que nacen predestinados a recibir todas las bofetadas, y el „gri-gri“ de la desgracia cabalgaba a su lado, pegado a su ropa. Tanta era la fuerza de ese „gri-gri“ que incluso a mí me contagió parte de su desgracia».

Para los beduinos, los «gri-gri» eran espíritus del mal que podían acarrear la enfermedad, la desgracia o la muerte, y aunque oficialmente los tuareg se reían de tales supersticiones, propias de siervos y esclavos, lo cierto era que incluso los más nobles «inmouchars» se esforzaban por evitar ciertas regiones, famosas por sus malos espíritus, o determinadas personas de las que se sabía, positivamente, que atraían de modo muy, especial a los «gri-gri».

Triste resultaba, ¡y trágico! que un «gri-gri» se enamorara de alguien, pues resultaba inútil en ese caso intentar escapar al confín del universo, enterrarse en la más profunda de las dunas, o atravesar a pie el infierno de Tikdabra.


Los «gri-gri» se aferraban a la piel, como las garrapatas, como el olor o el tinte de las telas, y ahora el targuí tenía la impresión de que se había apoderado de él el «gri-gri» de la muerte; el más fiel e insistente de entre todos ellos; aquel del que un guerrero tan sólo se libraba cuando se enfrentaba a otro guerrero cuyo espíritu de muerte fuese aún más poderoso.

«¿Por qué me has elegido? — le preguntaba a veces, en las noches, cuando a la luz de la hoguera creía verlo sentado al otro lado del fuego—. Yo nunca te llamé. Fueron los soldados los que te atrajeron a mi casa cuando el capitán disparó contra el muchacho dormido…» Desde aquel mismo día; desde el momento en que un huésped había resultado asesinado bajo su techo, resultaba lógico aceptar que el «gri-gri» de la muerte se apoderase del dueño de esa «jaima», del mismo modo que el «grigri» del adulterio se instalaba para siempre en la esposa que traicionaba a su marido durante el mes que precedía a la boda.

«Pero yo no tuve la culpa — protestó intentando ahuyentarle de su lado—. Quise defenderle, y hubiera dado mi vida a cambio de la suya».

Pero, como Suílem decía, los «gri-gri» eran sordos a las palabras, los ruegos e incluso las amenazas de los humanos, pues tenían criterio propio, y cuando amaban a alguien lo amaban hasta el fin de los siglos.

«Hubo una vez un hombre — contaba al que tomó un amor inusitado el „gri-gri“ de la langosta. Habitaba en Arabia, y año tras año, indefectiblemente, la plaga maldita acudía a arrasar sus campos y los campos de sus conciudadanos».

«Desesperados, sus vecinos, le llevaron ante el califa rogándole que lo ejecutara o de lo contrario todos morirían de hambre, pero el califa que comprendió que el pobre hombre no tenía culpa alguna de su desgracia, le defendió diciendo: „Si le mato, el „gri-gri“ de la langosta, que le ama más allá de la muerte, acudirá cada año a visitar su tumba. Por lo tanto, le ordeno que tanto ahora, en vida, como su espíritu el día de mañana, cuando muera, viajen cada siete años a la costa oeste de África y permanezcan allí durante igual período de tiempo. De ese modo, como la langosta es también obra de Alá y no podemos ir contra Alá, pues le ofenderíamos, al menos distribuimos equitativamente la carga, y disfrutaremos, alternativamente, de siete años de abundancia y siete de miseria“».

«Así lo hizo el hombre en vida y continuó haciéndolo su alma, y es por ello que la plaga nos visita siempre durante ese período de tiempo, y regresa luego, en pos del espíritu del hombre, hasta su país de origen».

Fuera cierta o no la leyenda, cierto era, sin embargo, que de aquel modo se comportaba la langosta, pero cierto era, también, que los tuareg, más astutos que los campesinos de Arabia, habían solucionado el problema de su hambre por un procedimiento mucho más práctico que el de intentar ejecutar a un inocente, y habían optado por devorar a los insectos, del mismo modo que éstos devoraban sus cosechas. Tostadas a la brasa, o convertidas en harina, las transformaban en uno de sus alimentos preferidos, y su llegada, por millones, ocultando el sol en los mediodías, no representaba para ellos una imagen de la miseria, sino por el contrario, de prosperidad y abundancia durante largos meses. Dentro de tres años regresarían y Laila las convertiría en harina que mezclada con miel y dátiles haría las delicias de los niños.

Le gustaban aquellos pasteles y añoraba las horas del atardecer mordisqueándolos contemplando el sol que se ocultaba y sorbiendo té hirviendo a la puerta de su tienda. Luego, mientras las mujeres ordeñaban las camellas o los muchachos recogían las cabras, paseaba despacio hasta el pretil del pozo, a comprobar la altura del agua, y se negaba a admitir que todo aquello había acabado y nunca regresaría junto a su pozo y sus palmeras o junto a su familia y su ganado, por el mero hecho de que el invisible espíritu maligno amaba su compañía.

«¡Vete! — le suplicó una vez más—.

Estoy cansado de llevarte conmigo y de matar sin saber por qué lo hago».

Pero sabía que, aunque el «gri-gri» quisiera marcharse, las almas en pena de Mubarrak, el capitán y los soldados, nunca se lo permitirían.



Cada fin de semana, Anuhar-el-Mojkri abandonaba su cómodo y fresco despacho del Palacio del Gobierno, montaba en el viejo «Simca», que había dejado, cargado de agua y vituallas, en una callejuela próxima, y se alejaba, traqueteando, hacia los cercanos contrafuertes de la montaña que dominaba El-Akab, y en cuya cumbre se alzaban las ruinas de una inaccesible fortaleza que sirvió de refugio a los habitantes del oasis en época de guerras y algaradas.

Ya nada quedaba por explorar entre los muros de la irreconocible alcazaba, muchas de cuyas piedras habían sido utilizadas por los franceses para levantar los edificios públicos de El-Akab, pero Anuhar-el-Mojkri había descubierto que en las cuevas y paredes rocosas de las estrechas gargantas que se abrían a espaldas de las ruinas, existían, si se las buscaba con cuidado y se las libraba del polvo de milenios, infinidad de pinturas rupestres que hablaban del más remoto pasado del Sáhara y sus habitantes.

Elefantes, jirafas, antílopes y leopardos; escenas de caza, de amor y de la vida diaria de antiquísimos pobladores de aquellas tierras, iban surgiendo bajo sus expertos dedos, que limpiaban la piedra con infinito cuidado, guiándose a menudo tan sólo por una especie de instinto de arqueólogo nato que le hacía buscar la posible figura allí donde, por lógica, él la hubiera grabado.

Aquél era su gran secreto, y aquél su orgullo, y en su minúsculo apartamento de soltero se amontonaban cientos de hermosas fotografías en color que había ido obteniendo a lo largo de más de dos años de meticuloso trabajo; fotografías que algún día ilustrarían un grueso volumen con el que Anuhar-el-Mojkri sorprendería al mundo por su hallazgo de los «Frescos de El Akab».

Y allí, en alguna parte, aún no sabía dónde, pero presentía que se encontraba cerca, tropezaría al fin con lo que venía buscando desde siempre; una réplica de «Los Marcianos de Tassili», aquellas inmensas figuras de más de dos metros de altura que evocaban fielmente la actitud y la vestimenta de astronautas que hubieran visitado, en la noche de los tiempos, las regiones que ahora eran desérticas pero que, por aquel entonces, debieron ser fértiles y ricas en toda clase de animales exóticos. Demostrar que, allí, tan lejos de Tassili, también estuvieron los habitantes de otro planeta, constituía, sin género de dudas, la culminación de todas las ambiciones del secretario del gobernador de la provincia, que hubiera sacrificado con gusto su prometedora carrera política, a cambio de uno de aquellos dibujos, por rústico que fuera.

Y en el pesado mediodía, cuando el sol caía a plomo sobre su estrafalario sombrero de paja, y la lisa pared de roca viva del fondo de una diminuta oquedad protegida de los vientos y las lluvias, le hacía concebir fundadas esperanzas en un nuevo y, tal vez, revelador hallazgo, un extraño nervio sismo, como una premonición, se apoderó de todo su cuerpo, y advirtió que las manos le temblaban al ir descubriendo la incisión de un profundo trazo que prometía una alta figura de contornos imprecisos.

Secó el sudor que le corría por la frente empañándole las lentes, perfiló con tiza blanca la línea ya claramente visible, bebió un corto trago de agua, y dio un respingo, aterrorizado cuando una voz conocida, profunda y amenazadora, inquirió a sus espaldas:

— ¿Dónde está mi familia…? Dio media vuelta como impelido por un resorte y tuvo que apoyarse en la pared para no caer de la impresión al distinguir, a menos de tres metros de distancia, la negra boca del arma y la erguida silueta del targuí que se había convertido en su pesadilla.

— ¿Tú…? — fue todo lo que supo decir.

— Sí. Yo… — fue la seca respuesta—. ¿Dónde está mi familia?

— ¿Tu familia? — se sorprendió—.¿Qué tengo que ver yo con tu familia?¿Qué ha ocurrido?

— Se la llevaron los soldados.

Anuhar-el-Mojkri advirtió que las piernas le fallaban, tomó asiento sobre una roca y se despojó del sombrero, enjugándose el sudor de la cara con la palma de la mano:

— ¿Los soldados? — repitió incrédulo—. ¡No es posible…! No, no es posible… Yo lo hubiera sabido…

— Se limpió las gafas con un pañuelo que sacó, tembloroso, del bolsillo trasero de su pantalón, y miró a Gacel de frente con sus ojillos miopes—.

— ¡Escucha…! — añadió, y su tono sonaba absolutamente sincero—. El ministro mencionó la posibilidad de apoderarse de tu familia y canjearla por Abdul-el-Kebir, pero el general se opuso y no se volvió a hablar del asunto… ¡Te lo juro!

— ¿Qué ministro? ¿Dónde vive?

— El ministro del Interior… Madani. Alí Madani. Vive en la capital… Pero dudo que tenga a tu familia.

— Si no la tiene él, la tienen los soldados.

— No… — rechazó la idea con la mano, absolutamente convencido—. Los soldados no, desde luego… El general es amigo mío. Comemos juntos dos veces por semana… No es hombre que haga eso, y, de hacerlo, me lo hubiera consultado…

— Pues mi familia no está. Mi esclavo vio cómo se la llevaban los soldados y cinco de ellos aún me esperan en el «guelta» de las montañas del Huaila.

— No serán soldados… — repitió una vez más machaconamente.

— Anuhar-el-Mojkri—. Serán policías.

— Policías del ministro. — agitó la cabeza y añadió despectivo—: Le creo capaz de hacerlo. Es un hijo de puta.

— Se ajustó de nuevo los lentes, ahora perfectamente limpios, y observó a Gacel con un nuevo interés—: ¿De verdad atravesaste la «tierra vacía» de Tikdabra? — quiso saber.

Ante la muda respuesta, soltó un corto resoplido que tal vez quería expresar su incredulidad o su admiración.

— ¡Fantástico! — exclamó—. Realmente fantástico… ¿Sabías que Abdul-el-Kebir está en París? Los franceses le apoyan, y es muy posible que tú, un targuí analfabeto, cambies el curso de la historia de nuestro país…

— No me interesa cambiar nada… — replicó alargando la mano y tomando la cantimplora de la que bebió alzando apenas el velo—. Lo único que quiero es que me devuelvan a mi familia y me dejen en paz.

— Eso es lo que pretendemos todos: vivir en paz. Tú con tu familia y yo con mis grabados. Pero dudo que nos lo permitan.

Gacel señaló con un ademán de la cabeza los dibujos, marcados con tiza, que se distinguían por las paredes vecinas.

— ¿Qué es eso? — quiso saber.

— La historia de tus antepasados.

O la historia de los hombres que habitaron estas tierras antes de que los tuareg se adueñaran del desierto.

— ¿Por qué lo haces? ¿Por qué pierdes tu tiempo en esto, en lugar de estar tranquilamente a la sombra, en El-Akab?

El secretario del gobernador de la provincia se encogió de hombros.

— Tal vez sea porque me siento desilusionado de la política — señaló—.

¿Recuerdas a Hassán-ben-Koufra? Lo destituyeron, se fue a Suiza donde había acumulado una pequeña fortuna, y a los dos días le atropelló un camión de refrescos. ¡Es ridículo…! En unos meses pasó de «Virrey del Desierto», a llorar con las patas quebradas en una clínica cubierta de nieve.

— ¿Su esposa está con él?

— Sí.

— En ese caso nada tiene importancia… — señaló el targuí—. Se amaban.

Yo los espié varios días y lo sé.

Anuhar-el-Mojkri asintió convencido.

— Era un auténtico hijo de puta, un politicastro sin escrúpulos y un ladrón, traidor y ladino… Pero tenía algo bueno: su amor por Tamar… Nada más que por eso merecía que se le perdonara la vida.

Gacel Sayah sonrió levemente, aunque el otro no pudiera advertirlo, paseó la mirada por los dibujos de las paredes, y se puso de pie recuperando su arma:

— Tal vez sea por tu amor a la historia de mis antepasados, por lo que te perdono ahora la vida — comentó—.

Pero procura no moverte de aquí, ni intentar denunciarme. Si te veo por El-Akab, antes del lunes, te volaré la cabeza.

El otro había recuperado su tiza, sus cepillos y sus trapos y se disponía a reanudar su trabajo.

— ¡Descuida! — replicó—. No pensaba hacerlo.

Luego, cuando ya el targuí se alejaba, le gritó:

— ¡Y confío en que encuentres a tu familia!

Era un autobús desvencijado. El más cochambroso, renqueante y sucio vehículo de transporte público que hubiese intentado correr jamás sobre carretera alguna, aunque en verdad aquél no intentaba en modo alguno correr, sino que se limitaba a avanzar asmáticamente a una máxima de cincuenta kilómetros por hora a través de llanuras de matojos, contrafuertes rocosos e infinitos pedregales.

Aproximadamente cada dos horas, se veía obligado a detenerse por culpa de un reventón o porque las ruedas se atascaban en una trampa de arena, y entonces, conductor y cobrador obligaban a descender a los pasajeros, cabras, perros y cestas de gallinas incluidas, incitándoles a empujar o señalándoles que se sentaran a esperar al borde del camino mientras cambiaban la rueda.

También, cada cuatro horas, se hacía necesario rellenar el depósito del combustible por el primitivo procedimiento de empalmar una goma a un bidón firmemente amarrado al techo, y en las cuestas, cuando encaraban una pendiente pronunciada, los hombres estaban obligados a realizar a pie el recorrido.

Así durante dos días y dos noches, apretujados como dátiles en una bolsa de piel de conejo, sudorosos y asfixiados por el bochorno irresistible, incapaces de predecir cuánto faltaba para concluir con semejante suplicio, o si llegarían alguna vez a distinguir los confines del monótono desierto.

En cada parada Gacel experimentaba el impulso de abandonar el mugriento vehículo y continuar a pie su camino por largo que éste fuese, pero en cada parada comprendía que tardaría meses en alcanzar por sus propios medios la capital, y cada día, cada hora que perdiese, podía resultar esencial para Laila y sus hijos.

Continuó por tanto, sufriendo lo indecible por el encierro, él que amaba la soledad y la libertad por encima de todo, soportando a comerciantes parlanchines, mujeres histéricas, chiquillos ruidosos y gallinas pestilentes, incapaz como lograra hacerlo en la «tierra vacía», de convertirse en piedra, aislarse de cuanto le rodeaba, conseguir que su espíritu abandonara momentáneamente su cuerpo.

Allí cada bache, cada bamboleo, cada reventón o cada eructo de un vecino le devolvía a la realidad, y ni aun en lo más oscuro de la noche conseguía descabezar un corto sueño que le permitiera reponer fuerzas o regresar, imaginariamente, junto a los suyos.

Por último, en el turbio amanecer del tercer día, cuando un viento insistente y pegajoso que arrojaba al rostro nubes de polvo gris y asfixiante, impedía distinguir los contornos de los objetos a más de cincuenta metros, atravesaron un conjunto de casuchas de adobe, un barranco seco, y una plazuela maloliente y fueron a detenerse en el centro mismo de lo que había sido un viejo zoco a la sazón abandonado.

— ¡Fin del trayecto! — gritó el cobrador mientras se apeaba estirando brazos y piernas y observándolo todo a su alrededor como si le costara trabajo admitir que una vez más había coronado con éxito la insensata odisea de bajar hasta El-Akab y regresar con vida—. ¡Alabado sea Dios!

Gacel descendió en último lugar, contempló las derruidas paredes del zoco que amenazaban con derrumbarse sobre su cabeza en cuanto el viento arreciara, y se aproximó, desconcertado, al conductor.

— ¿Esto es la capital…? — quiso saber.

— ¡Oh, no! — fue la divertida respuesta—. Pero hasta aquí llegamos nosotros. Si pretendiéramos meter este trasto en la carretera general, nos encerrarían por locos.

— ¿Y qué tengo que hacer para llegar a la capital?

— Puedes coger otro autobús, pero te recomiendo el tren, es más rápido.

— ¿Qué es el tren?

Al otro no pareció sorprenderle la pregunta, ya que no se trataba, desde luego, del primer beduino que transportaba en sus casi veinte años de dar tumbos por el desierto.

— Será mejor que vayas a verlo tú mismo… — fue la respuesta—. Sigue por esa calle y a tres manzanas, cuando veas un edificio marrón, allí es…

— ¿A tres qué…?

— Tres manzanas, tres cuadras…

— Hizo un amplio ademán con la mano—.

Bueno, supongo que donde vives no existe nada de eso… Sigue adelante hasta que veas el edificio. No hay otro.

Gacel hizo un gesto de asentimiento, tomó su fusil, la espada y la bolsa de cuero en que había guardado municiones, algo de comida y todas sus pertenencias, y echó a andar en la dirección que le habían indicado, pero el cobrador le gritó desde el techo del autobús.

— ¡Eh…! ¡Aquí no puedes pasearte con esas armas…! Si te ven, te vas a meter en un lío… ¿Tienes licencia?

— ¿Qué?

— Permiso de armas… — Le rechazó con la mano—. ¡No! Ya veo que no la tienes… ¡Esconde eso o acabarás en la cárcel!

Gacel permaneció muy quieto en el centro del zoco, desconcertado y sin saber qué actitud adoptar, hasta que uno de los pasajeros que se alejaba en dirección opuesta con una maleta al hombro, otra en la mano y un rollo de alfombras bajo el brazo, le dio una idea. Corrió hacia él.

— Te compro las alfombras — dijo mostrando una moneda de oro.

El otro ni respondió siquiera. Tomó la moneda, levantó el brazo dejando que se apoderara de su carga, y continuó su camino, apresurando el paso, temeroso de que aquel estúpido targuí cambiara de idea.

Pero Gacel no cambió de idea. Desenrolló las alfombras, envolvió en ellas sus armas, se las colocó a su vez bajo el brazo y se encaminó a la estación.

Desde lo alto, del autobús el cobrador movió repetidamente la cabeza de un lado a otro, divertido.


El tren era aún más sucio, incómodo y ruidoso que el propio autobús, y aunque tuviera la ventaja de que no se le reventaban las ruedas, tenía el inconveniente de llenar de humo y carbonilla a los pasajeros y detenerse con desesperante regularidad en todas las ciudades, pueblos, villorrios y simples caseríos del camino.

Cuando lo vio aparecer en la estación brillante, rugiendo y despidiendo chorros de vapor como un monstruo más propio de las historias del negro Suílem que de la realidad, Gacel experimentó una incontrolable sensación de pánico y tuvo que echar mano a todo su valor de guerrero y toda su serenidad de «inmouchar» del glorioso «Pueblo del Velo», para dejarse arrastrar por la marea de pasajeros y trepar, atropelladamente, a uno de los destartalados vagones de duros bancos de madera y ventanas sin cristales.

Intentó comportarse como vio que los demás lo hacían, dejó sus alfombras y su bolsa de cuero en el portaequipajes, y se sentó en el rincón más apartado, tratando de hacerse a la idea de que aquello no era, en realidad, más que una especie de gran autobús que marchaba sobre barras de acero, evitando las pistas polvorientas.

Pero cuando escuchó el silbato, y la locomotora se puso en movimiento con un brusco tirón, entre bufidos, entrechocar de hierros y gritos del maquinista, el corazón le dio un nuevo vuelco y tuvo que aferrarse con fuerza al asiento para no lanzarse de cabeza al andén.

Y en los descensos, a casi cien kilómetros por hora, con el aire y el humo penetrando libremente por la ventana, viendo pasar a su lado, vertiginosamente, postes de luz, árboles y casas, Gacel creyó morir de la impresión y mordió con fuerza el borde de su velo para no romper a gritar pidiendo que detuvieran la máquina infernal.

Luego, a media tarde, aparecieron ante sus ojos las montañas, y creyó estar soñando, pues nunca imaginó que pudieran existir moles semejantes, que se alzaban como una barrera impenetrable, escarpadas, altivas y con las cumbres tapizadas de blanco.

Se volvió a una gorda que se sentaba tras él y que pasaba la mayor parte de su tiempo amamantando a dos niños idénticos, e inquirió:

— ¿Qué es aquello?

— Nieve — replicó la mujer dándose aires de superioridad y profunda experiencia—. Y abrígate, porque pronto empezará a hacer frío.

Y en efecto hizo un frío como el targuí no había conocido jamás, porque un aire gélido que arrastraba a veces microscópicos copos de nieve se apoderó poco a poco del vagón, obligando a los sufridos viajeros a envolverse, tiritando, en todo cuanto encontraban a mano.

Cuando, ya casi oscureciendo, se detuvieron en una minúscula estación de montaña, y el revisor anunció que disponían de diez minutos para comprar la cena, Gacel no pudo evitar la tentación, saltó a tierra, y corrió hasta las afueras del andén a tocar la blanca nieve con sus propias manos.

Le asombró su consistencia. más que el frío fue el tacto, aquella indescriptible blandura levemente crujiente que se deshacía entre sus dedos, ni como arena, ni como agua, ni como piedra, distinta a todo cuanto hubiera palpado hasta ese instante, lo que le impresionó, desconcertándole, y era tanta su sorpresa, que tardó en advertir que sus pies, casi desnudos en el interior de las ligerísimas sandalias, se estaban congelando.

Regresó muy despacio, pensativo, casi horrorizado por su descubrimiento, compró a una vendedora una pesada y gruesa manta, a otra una honda escudilla de caliente «cuscus» y regresó a su asiento, a comer en silencio contemplando la noche que caía, el paisaje nevado que desaparecía tragado por las sombras, y la pintarrajeada pared de madera del vagón, en la que aburridos pasajeros habían matado largas horas de viaje grabando a cuchillo toda clase de inscripciones. Allí, en la estación, de pie sobre la nieve, Gacel Sayah había descubierto, de improviso, que la predicción de la vieja Khaltoum llevaba camino de cumplirse.

El desierto, el amado desierto en que había nacido, quedaba atrás, al pie de aquellas altas montañas cubiertas ahora de verdes praderas y gruesos árboles y él se encaminaba, ciego, e ignorante, hacia lejanas tierras desconocidas y hostiles, en las que pretendía enfrentarse a los dueños del mundo, con la única ayuda de una vieja espada y un triste fusil.



Le despertó un chirriar de frenos, una brusca sacudida, y voces de ultratumba, voces somnolientas, devueltas por el eco de lo que parecía una inmensa cueva vacía.

Asomó el rostro por la ventanilla y le maravilló la altura de la cúpula de hierro y cristal, que parecía mayor aún iluminada apenas por mortecinas bombillas y polvorientos anuncios luminosos.

Los pasajeros que habían permanecido fieles al largo viaje descendían ya con sus ajadas maletas de cartón, y se alejaban con paso cansino, maldiciendo el horario absurdo de aquel tren matusalénico que llegaba siempre a su destino con más de seis horas de retraso.

Bajó el último, cargando con sus alfombras, su bolsa de cuero y la pesada manta, y encaminó sus pasos tras los que desaparecían más allá de una gran puerta de cristal opaco, impresionado por la grandiosidad de la alta estación por la que volaban bandadas de murciélagos, y en, la que no se escuchaba ya más que el resoplar de la locomotora que parecía respirar profundamente recuperando el aliento después de un fatigoso esfuerzo.

Cruzó luego la gran sala de espera, de sucios mármoles y largos bancos en los que dormían familias enteras aferradas a tristes equipajes, y franqueó por último la puerta de salida, deteniéndose en lo alto de la ancha escalinata a contemplar la amplia plaza y los macizos edificios que la circundaban.

Le anonadó el muro de ventanas, puertas y balcones que cerraban casi herméticamente el recinto, y sacudió la cabeza incrédulo ante la diversidad de hediondos olores absolutamente desconocidos que le asaltaron como mendigos hambrientos que aguardaban ansiosos su llegada.


No era olor a sudor humano, a excrementos o a bestia muerta y putrefacta. No era tampoco el olor del agua corrompida, en viejos pozos, o de macho cabrío en celo. Era más suave, menos notorio, pero igualmente desagradable y profundo para su olfato de hombre de los espacios libres; olor a gente hacinada, miles de comidas diferentes guisadas las unas junto a las otras, cubos de basura desparramados por las aceras por famélicos perros callejeros, y cloacas que dejaban escapar su hedor a través de las alcantarillas, como si toda la ciudad estuviera — y de hecho lo estaba edificada sobre un profundo mar de heces.

Y el aire era denso. Quieto y denso en la noche caliente. Húmedo, salado, quieto y denso. Aire con sabor a azufre y plomo, a gasolina mal quemada; a aceite mil veces refrito.

Permaneció muy quieto, dudando entre adentrarse en la ciudad dormida o retroceder y buscar también refugio en uno de aquellos largos bancos a la espera de la luz del día, pero un hombre de gastado uniforme y roja gorra abandonó la estación, cruzó a su lado, y cuando ya se encontraba en el último peldaño, se volvió a mirarle.

— ¿Te ocurre algo? — quiso saber, y ante la muda negativa hizo un gesto de comprensión—. Entiendo… — señaló—.

Es la primera vez que vienes a la ciudad… ¿Tienes donde dormir?

— No.

— Conozco un sitio cerca de casa…

Tal vez te acepten… — Advirtió que no se decidía a moverse, e hizo un amplio gesto con el brazo, animándole a que le siguiera—. ¡Vamos! — señaló—.

No tengas miedo… No soy marica ni pienso robarte.

Le agradó el rostro del hombre, cansado, marcado por las arrugas de una vida difícil, casi amarillento por las horas de trabajo nocturno y con los ojos ribeteados de rojo y un bigote lacio, sucio de nicotina.

— Ven… — insistió—. Sé lo que es sentirse solo en una ciudad como ésta.

Yo llegué de la cábila hace quince años con menos equipaje que tú y un queso bajo el brazo… — rió burlándose de sí mismo—. Y ahora ya me ves…

Tengo hasta uniforme, una gorra y un silbato…

Gacel se había colocado a su altura y atravesaron la plaza en dirección a la ancha avenida que se abría al otro lado, y por la que, de tanto en tanto, cruzaba un solitario automóvil.

Casi en el centro mismo, el hombre se volvió y le observó con atención.

— ¿Realmente eres targuí? — quiso saber.

— Sí.

— ¿Y es verdad que no enseñas el rostro más que a la familia y a los íntimos?

— Sí.

— Pues aquí vas a tener problemas… — sentenció—. La Policía no acepta que andes por ahí con la cara tapada… Les gusta tenernos controlados… Todos con nuestro carnet de identidad, nuestra foto y nuestras huellas dactilares. — Hizo una pausa—.

Imagino que nunca has tenido un carnet de identidad… ¿O sí?

— ¿Qué es un carnet de identidad?

— ¿Lo ves…? — Habían reiniciado la marcha, y el hombre andaba sin prisas, como si no tuviera demasiado interés por llegar a su destino y le agradara el paseo nocturno y la charla.

— Dichoso tú… — continuó—. Dichoso, si has podido vivir sin él todo este tiempo. Pero dime, ¿qué diablos se te ha perdido a ti en la ciudad?

— ¿Conoces al ministro? — inquirió de improviso.

— ¿Ministro? ¿Qué ministro?

— Alí Madani.

— ¡No! — fue la rápida respuesta—.

Por suerte para mí, no conozco a Alí Madani… Y espero no tener que conocerle nunca.

— ¿Sabes dónde puedo encontrarle…?

— En el Ministerio, supongo.

— ¿Y dónde está el Ministerio?

— Bajando por esta avenida, todo recto. Cuando se llega al paseo marítimo, a la derecha. Un edificio gris de toldos blancos. — Sonrió divertido—. Pero te aconsejo que no te acerques por allí. Dicen que por las noches se escuchan los gritos de los presos que torturan en los sótanos.

Aunque hay quien asegura que se trata de los lamentos de las almas de todos cuantos han asesinado allí abajo. Al amanecer sacan los cadáveres por la puerta trasera en un furgón de repartos.

— ¿Por qué los matan?

— Política… — replicó con gesto de hastío—. En esta maldita ciudad todo es política. En especial desde que Abdul-el-Kebir anda suelto. ¡Se va a armar una…! — exclamó, y luego indicó con la mano una callejuela lateral hacia la que se encaminó cruzando la calzada principal—. ¡Ven! — señaló—. Es por aquí.

Pero Gacel negó con la cabeza, y señaló hacia la parte baja de la avenida.

— No… — dijo—. Voy al Ministerio.

— ¿Al Ministerio? — se asombró el otro—. ¿A estas horas? ¿Para qué?

— Tengo que ver al ministro.

— Pero él no vive ahí. Sólo trabaja. De día.

— Le esperaré.

— ¿Sin dormir?

El ferroviario fue a decir algo, pero de pronto observó detenidamente a Gacel, reparó en el largo bulto del rollo de alfombras, que apretaba contra su cuerpo, advirtió la decisión en sus oscuros ojos, más allá de la rendija que marcaban el turbante y el velo, y se sintió repentinamente incómodo sin saber exactamente a qué atribuirlo.

— ¡Es tarde! — dijo de pronto, asaltado por una súbita ansiedad—. Es muy tarde y mañana tengo que trabajar.

Cruzó la calle a toda prisa, aun a riesgo de que un pesado camión de basura lo atropellase y desapareció en las sombras de la calleja tras volver repetidamente el rostro para comprobar que el targuí no le seguía.

Este ni se inmutó siquiera. Aguardó a que el camión y su pestilencia se perdieran de vista, y continuó solo por la ancha avenida pobremente iluminada, con su alta figura y sus ropajes al viento, absurdo y anacrónico frente a aquel paisaje de pesados edificios, oscuras ventanas y cerrados portones, dueño absoluto de la ciudad dormida que tan sólo un perro vagabundo parecía pretender disputarle más tarde pasó un coche amarillo, y luego una mujer le chistó desde el quicio de un portal.

Se aproximó respetuoso y le desconcertó su escote y la rajada falda que enseña una pierna, pero más se desconcertó ella cuando la luz de un farol le permitió distinguirlo con absoluta claridad.

— ¿Qué quieres? — inquirió con cierta timidez.

— No, nada… — se disculpó la prostituta—. Te confundí con un amigo.

— ¡Buenas noches!

— ¡Buenas noches!

Continuó su camino y dos calles más abajo un sordo rumor que iba ganando en intensidad a medida que avanzaba llamó su atención, ya que se trataba de un ruido monótono y constante que no alcanzaba a reconocer, pero que recordaba el rítmico golpear de una gigantesca piedra contra un suelo de tierra apisonada.

Cruzó un amplio paseo en el que parecía concluir la ciudad, y cuando atravesó la línea de altas farolas que se elevaban al borde mismo de la arena, pudo distinguir a su luz la ancha playa, al fondo de la cual reventaban con furia enormes olas que alzaban a la noche blancos penachos de espuma.

Se detuvo estupefacto. De la negrura nacía de pronto una monstruosa masa de agua como nunca pudiera imaginar que existiera en este mundo, se rizaba en su cresta, ganaba altura, y se precipitaba contra el suelo provocando el sordo estruendo y retirándose con un susurro para reiniciar el ataque con renovados bríos.

¡El mar!

Comprendió que allí estaba el portentoso mar del que tanto hablaba Suílem y al que se referían con respeto los más aventurados viajeros que pasaron alguna noche en su «jaima», y cuando una larga ola, más osada, avanzó impetuosa por la arena a punto casi de empapar sus sandalias y lamer el borde de su «gandurah», fue tal el espanto que se apoderó de su ánimo, que no supo siquiera dar un salto atrás para escapar corriendo.

El mar del que nacieron un día sus antepasados «garamantes»; el mar que bañaba las costas senegalesas y al que iba a morir el gran río que delimitaba el desierto por el Sur; el mar donde concluían las arenas y todo universo conocido, más allá del cual tan sólo habitaban los franceses.

El mar que jamás soñó conocer algún día, tan lejano para él como la más lejana de las estrellas de la última galaxia, frontera infranqueable que el propio Creador había impuesto a los «Hijos del Viento», eternos vagabundos de todas las tierras y todos los arenales.

Había llegado al término de su camino y lo sabía. Aquel mar era el confín del universo y el estruendo de su furia la voz de Alá que le llamaba advirtiendo que había ido más allá de sus fuerzas y más allá de lo que El permitía a los «imohag» de la llanura, y se aproximaba el momento de rendir cuentas por la magnitud de su insolencia.

«Morirás lejos de tu mundo», había predicho la vieja Khaltoum, y no acertaba a imaginar nada más ajeno a su mundo que la rugiente barrera de espuma blanca que se alzaba furiosa ante sus ojos, al otro lado de la cual tan sólo alcanzaba a distinguir la profundidad de la noche.

Tomó asiento en la arena seca fuera del alcance del oleaje y permaneció allí, muy quieto, recordando su vida y pensando en su esposa, sus hijos y su paraíso perdido, dejando que las horas siguieran su camino a la espera de la primera claridad del alba, una luz glauca e imprecisa que comenzó a extenderse por el cielo para permitirle admirar la inmensidad de la extensión de agua que se abría ante él.

Si imaginó que la nieve, la ciudad y las olas habían agotado para siempre su capacidad de asombro, el espectáculo que el amanecer descubrió ante sus ojos le sacó nuevamente de su error, ya que el gris plomizo y metálico de un mar encrespado y amenazador tuvieron la virtud de hipnotizarle, sumiéndole en un profundo trance que le mantuvo inmóvil y absorto, como una estatua inanimada.

Luego, el primer rayo de sol descompuso el gris en un azul luminoso y un verde opaco, con lo que el blanco de la espuma pareció ganar intensidad, contrastando con el negro amenazante de una nube de tormenta que se aproximaba por poniente, y fue un estallido de formas y luces como no hubiera concebido jamás por mucho que se lo propusiera, y hubiera permanecido allí clavado durante horas, si un insistente rumor de vehículos, a sus espaldas, no le hubiera sacado de su abstracción.

La ciudad despertaba.

Lo que en la noche no eran más que altos muros de cerradas ventanas y confusas manchas oscuras de vegetación, con el día se transformaba en un derroche de color, donde el rojo violento de los autobuses contrastaba con el blanco de las fachadas, el amarillo de los taxis, el verde de los copudos árboles y la mezcolanza anárquica de los chillones carteles que cubrían por miles las paredes.

Y la gente.

Podría creerse que todos los habitantes de la Tierra se habían dado cita aquella mañana en el ancho paseo marítimo, entrando y saliendo de altos edificios, tropezando y evitándose, yendo y viniendo en una especie de danza del absurdo en la que de pronto todos se detenían al borde de una acera, para lanzarse luego de improviso, al unísono, sobre la amplia calzada en la que autobuses, taxis y cientos de vehículos de distintas formas se habían detenido bruscamente, como si los frenara una mano invisible y poderosa.

Luego, al cabo de un rato de observarlos, Gacel llegó a la conclusión de que esa mano pertenecía a un hombre regordete y apopléjico que se agitaba continuamente alzando y bajando los brazos, como si la estupidez y la locura se hubieran apoderado de él, haciendo sonar un largo silbato con tanta insistencia y furia, que los transeúntes se detenían como si su sonido proviniese de la misma boca del Altísimo.

Era un hombre importante aquél, no cabía duda, pese a su rostro enrojecido y las manchas de sudor de su uniforme, pues hasta los más pesados camiones se detenían cuando alzaba la mano y tan sólo cuando él concedía de nuevo su permiso, se atrevían a reanudar la marcha.

Y justamente a sus espaldas, alto, macizo y recargado, protegido por una gruesa verja y un pequeño jardín de mustios árboles, se alzaba el edificio gris de toldos blancos que el ferroviario le indicara.

Allí vivía, o por lo menos allí trabajaba, el ministro del Interior, Alí Madani; el hombre que se había apoderado de su mujer y de sus hijos.

Tomó una decisión, recogió sus pertenencias, cruzó la calle con gesto decidido y se aproximó al gordo apopléjico, que le dirigió una larga mirada de asombro sin dejar por ello de agitar las manos y hacer sonar su silbato.

Se detuvo frente a él:

— ¿Vive ahí el ministro Madani? — inquirió con voz grave y profunda que impresionó al guardia tanto o más que su extraña apariencia, sus vestidos y su rostro cubierto hasta los ojos por un velo.

— ¿Cómo dices?

— Que si vive o trabaja ahí el ministro Madani…

— Sí. Ahí tiene su despacho, y dentro de cinco minutos, a las ocho en punto, llegará. ¡Y ahora vete!

Gacel asintió en silencio, cruzó de nuevo la calle seguido por el desconcierto del guardia que había perdido, momentáneamente, su ritmo de trabajo, y se detuvo al borde de la playa, aguardando.

Exactamente cinco minutos después se escuchó el aullar de una sirena, hicieron su aparición dos motoristas a los que seguía un largo y pesado automóvil negro, y toda la circulación de la avenida se interrumpió en el acto, para que la comitiva avanzase sin obstáculos y penetrara, majestuosa, en el pequeño jardín del edificio gris.

Desde lejos, Gacel pudo distinguir la alta silueta de un hombre elegante y altivo que descendía entre inclinaciones ceremoniosas de porteros y funcionarios, y subía, sin prisas, los cinco peldaños de mármol de la amplia entrada, a cuyos costados dos soldados armados de metralletas montaban guardia.

En cuanto Madani desapareció, Gacel cruzó de nuevo la calle ante el manifiesto nerviosismo del guardia, que no había cesado de observarle de reojo:

— ¿Era ése el ministro? — quiso saber.

— Sí. Ese era… ¡Y te he dicho que te vayas! ¡Déjame en paz!

— ¡No! — el tono del targuí era seco, decidido y amenazante—. Quiero que le digas algo de mi parte: si pasado mañana, no ha dejado en libertad a mi familia, aquí mismo, en el punto en que te encuentras, mataré al Presidente.

El gordo le miró absolutamente asombrado. Tardó en reaccionar y al fin balbuceó estúpidamente:

— ¿Qué has dicho? ¿Que matarás al Presidente…?

— Exacto — asintió, y señaló con el dedo hacia el interior del edificio—.

— ¡Díselo así! Yo, Gacel Sayah, que liberé a Abdul-el-Kebir y he matado ya a dieciocho soldados, mataré al Presidente, si no me devuelven a mi familia. ¡Recuérdalo! ¡Pasado mañana!

Dio media vuelta y se alejó abriéndose paso entre los autobuses y camiones que se habían detenido, y que hacían sonar insistentemente sus bocinas porque el encargado de dirigir el tráfico parecía haberse convertido en estatua de sal contemplando con ojos de vaca muerta el punto por el que un beduino de alta estatura desaparecía tragado por la multitud.

Durante los diez minutos que siguieron, el guardia se esforzó por recuperar el control de sus nervios y reorganizar a duras penas la fluidez de la circulación, tratando de convencerse a sí mismo de que nada de lo ocurrido tenía sentido, y se trataba de una estúpida broma o una simple alucinación producida por el exceso de trabajo.

Pero había algo en la seguridad de las palabras de aquel loco que le mantenía inquieto, al igual que le inquietaba el hecho de que hubiera mencionado a Abdul-el-Kebir y su libertad, cuando era público ya que el ex presidente había conseguido escapar y se encontraba en París, desde donde lanzaba constantes llamamientos para la reorganización de sus partidarios.

Media hora después, incapaz de concentrar la atención en su trabajo y consciente de que estaba a punto de provocar un colapso circulatorio o un grave accidente, abandonó su puesto, cruzó el paseo y el pequeño jardín del Ministerio y penetró, casi temblando, en la amplia recepción de altas columnatas de mármol blanco.

— Quiero hablar con el jefe de Seguridad — pidió al primer bedel que se cruzó en su camino.

A los quince minutos, el propio ministro Alí Madani le observaba atentamente con gesto preocupado y el entrecejo cómicamente fruncido desde el otro lado de una bellísima y casi etérea mesa de caoba lacada.

— ¿Alto, delgado y con el rostro cubierto por un velo? — repitió queriendo cerciorarse de que el otro no se equivocaba—. ¿Está seguro?

— Completamente, Excelencia… Un targuí auténtico, de esos que únicamente se ven ya en las postales. Hace unos años aún pululaban por la casba y el zoco, pero desde que se les prohibió usar el velo no había vuelto a ver ninguno…

— Es él, no cabe duda… — admitió el ministro que había encendido un largo cigarrillo turco emboquillado y parecía absorto en sus propias ideas—.

Repítame, lo más exactamente posible, lo que le dijo — pidió luego.

— Que si no le devuelven pasado mañana a su familia, dejándola libre, en la esquina, matará al Presidente…

— Está loco…

— Eso es lo que me dije yo, Excelencia… Pero a veces esos locos son peligrosos…

Alí Madani se volvió al coronel Turki, que cumplía la función de director general de Seguridad del Estado, y al que podía considerar como su auténtica mano derecha, y cruzó con él una mirada de profundo desconcierto.


— ¿A qué demonios de familia se refiere…? — inquirió—. Que yo sepa, ni siquiera hemos tocado a su familia.

— Tal vez no se trate del mismo individuo…

— ¡Vamos, Turki…! No hay muchos tuareg en este mundo que puedan saber lo de Abdul-el-Kebir y la muerte de esos soldados. Tiene que ser él. — Se volvió al guardia e hizo un gesto con la mano pidiéndole que se retirase—.

Puede marcharse… — señaló—. Pero ni una palabra de esto a nadie.

— ¡Descuide, Excelencia…! — contestó nervioso—. En cuestiones de secretos del servicio, soy una tumba.

— Más le vale — fue la seca respuesta—. Si cumple lo que dice, le propondré para un ascenso. En caso contrario, me encargaré de usted personalmente. ¿Está claro?

— Desde luego, Excelencia. Desde luego.

Cuando hubo abandonado la estancia, el ministro Madani se puso en pie, se aproximó al amplio ventanal y apartó los visillos deteniéndose a contemplar largamente el mar sobre el que descargaba a lo lejos una negra nube provocando un hermoso efecto de luces y sombras.

— De modo que ha llegado hasta aquí… — comentó en voz alta, para que el otro le oyera, pero hablando en realidad para sí mismo—. Ese maldito targuí no se da por contento con el millón de problemas que nos ha causado, y ha sido capaz de presentarse ante nuestra propia puerta, a provocarnos… ¡Es inaudito! ¡Ridículo e inaudito!

— Me gustaría conocerle.

— ¡Rayos! Y a mí — exclamó convencido—. Un tipo con tales cojones no se encuentra a menudo… — Aplastó el cigarrillo contra el cristal de la ventana—. ¿Pero qué diablos busca…? — inquirió súbitamente malhumorado—.

— ¿Qué historia es ésa de su familia?

— No tengo ni la menor idea, Excelencia.

— Ponte al habla con El-Akab — ordenó—. Averigua qué ha pasado con la familia de ese loco. ¡Mierda! — masculló al tiempo que arrojaba la colilla al aire y observaba cómo iba a caer sobre su propio auto, aparcado en un extremo del jardín—. ¡Como si no tuviera bastante con Abdul…! — le miró de frente—. ¿Qué diablos hace tu gente en París?

— No pueden hacer nada, Excelencia — se disculpó el coronel—. Los franceses lo tienen perfectamente protegido.

Ni siquiera hemos podido averiguar dónde lo esconden.

El ministro acudió de nuevo a su mesa y alzó un puñado de documentos mostrándoselos acusadoramente.

— ¡Mira esto! — dijo—. ¡Informes de generales que desertan, de gente que cruza la frontera para unirse a Abdul, de reuniones secretas en las guarniciones del interior…! Lo que me falta es un targuí loco intentando cazar al Presidente… ¡Búscalo! — ordenó—. Ya conoces la descripción: un tipo alto, vestido de fantasma, con un velo que le tapa la cara y que no deja ver más que los ojos. No creo que haya muchos así en la ciudad.



Encontró lo que buscaba bajo el aspecto de un viejo templo «rumi»: una de aquellas curiosas iglesias que los franceses habían desparramado por todo el territorio nacional aun a sabiendas de que jamás conseguirían convertir a un solo mahometano al cristianismo.

Alzada en lo que estuvo a punto de ser un arrabal elegante de la capital, urbanización de superlujo al borde mismo de la playa y unos altos acantilados, había sido de las primeras en sufrir los efectos de la revolución, y alcanzada por las llamas una medianoche oscura, ardió hasta el amanecer sin que vecinos ni bomberos se atrevieran a acudir a sofocar el fuego, sabedores de que en las tinieblas de los bosques vecinos se apostaban los francotiradores nacionalistas decididos a abatir, a la luz de las llamas, a quien cometiera la imprudencia de aproximarse.

Se había convertido por tanto con el tiempo en un esqueleto renegrido y polvoriento, refugio de ratas y lagartos que incluso los vagabundos evitaban supersticiosamente desde que uno de ellos apareció muerto, de forma harto misteriosa, la noche en que se cumplía casualmente el décimo aniversario de su destrucción.

La gran nave central había perdido la techumbre, y el húmedo viento que llegaba del mar la convertían en un lugar desapacible, pero al fondo, tras lo que debió constituir en su época el altar mayor, se abría una puerta que daba a pequeñas estancias abrigadas, dos de las cuales aún conservaban, casi intactos, la mayoría de los cristales de sus ventanas.

Era un lugar solitario y tranquilo, lo que Gacel necesitaba tras los días más agitados de su existencia, confuso y mareado como se sentía después de recorrer la ciudad aturdido por la multitud, el tráfico y el escándalo insufrible de un mundo cuya principal preocupación parecía ser la de tratar de romper los tímpanos de quienes, como el targuí, estaban acostumbrados desde siempre a la paz y el silencio.

Agotado, extendió la manta en un rincón y se durmió abrazado a sus armas, asaltado por monstruosas pesadillas en las que trenes, autobuses y multitudes vociferantes parecían querer abalanzarse constantemente sobre él, aplastándole y convirtiéndole en una masa informe y sanguinolenta.

Le despertó el amanecer, temblando de frío pero sudando a chorros a causa de sus sueños, y en un principio sintió como si el aire le faltara y una mano gigante pugnara por asfixiarle, porque, por primera vez en su ya larga vida, había dormido bajo un techo de cemento y entre cuatro paredes.

Se asomó al exterior. A cien metros de distancia el mar estaba azul y en calma, muy distinto al monstruo espumoso y embravecido del día anterior y al que un sol brillante y fuerte confería reflejos plateados.

Con parsimonia, casi ceremoniosamente, abrió el paquete que contenía cuanto había adquirido en las tiendas de la casba, y lo extendió sobre la manta. Colocó un pequeño espejo en el quicio de la ventana y se afeitó en seco, como venía haciéndolo desde que tenía uso de razón con la ayuda de su afiladísima gumía, y luego tomó unas tijeras y se recortó el encrespado cabello negro y áspero hasta tal punto de que casi no se reconoció a sí mismo cuando se contempló de nuevo largamente. Por último fue al mar y se bañó a conciencia con ayuda de una olorosa pastilla de jabón, sorprendiéndose por el sabor amargo del agua, por la sal que dejaba sobre su piel, y por la escasa espuma que conseguía al lavarse.

De regreso a su refugio se enfundó en unos ceñidos pantalones azules y una blanca camisa y se sintió ridículo.

Contempló con pena sus «gandurahs», su turbante y su velo, y a punto estuvo de volver a ponérselos, pero comprendió que no debía hacerlo, porque tenía plena conciencia de que incluso en la casba había llamado la atención con sus ropas de siempre.

Había amenazado al hombre más poderoso del país, y a aquellas alturas la Policía y el Ejército andarían a la búsqueda de un targuí cubierto con un «lithan» que tan sólo dejaba ver sus ojos. Debía aprovechar por lo tanto la ventaja que le daba el hecho de que nadie conociese, ni aun remotamente, su verdadero aspecto, y le constaba que, con la nueva apariencia, que acababa de adoptar, ni siquiera la mismísima Laila sería capaz de reconocerle.

Le repugnaba la idea de que extraños pudieran ver su rostro y se sentía tan avergonzado como si tuviera que salir desnudo a la calle y pasearse de ese modo por entre la multitud porque un día, muchos años atrás, cuando dejó de ser un niño, su madre le proporcionó su primera «gandurah» y más tarde, cuando se convirtió en hombre y en guerrero, fue el «lithan» el que proclamó que se había hecho por completo acreedor al respeto ajeno. Despojarle de ambas prendas, era como devolverle a la infancia, a los tiempos en que podía mostrar sus vergüenzas al mundo sin que nadie se escandalizara por ello.

Caminó por la estancia, y salió después a la amplia nave descubierta tratando de habituarse a sus nuevas ropas a base de largos paseos, pero el pantalón le apretaba y le impedía también acuclillarse para permanecer así durante horas en una posición en la que se sentía cómodo, y la camisa le rozaba causándole una desazón y un picor que no sabía si atribuir a la tela o a la sal del mar.

Por último, se desnudó de nuevo y se envolvió en la manta, dejando pasar así, acurrucado e inmerso en sus pensamientos, sin comer ni beber, el resto del día.

Cerró los ojos en cuanto la oscuridad se apoderó de la estancia, y volvió a abrirlos con la primera claridad. Se vistió venciendo su repugnancia ante las nuevas ropas, y cuando la ciudad comenzaba a despertar, se encontraba ya frente al gris edificio del Ministerio.

Nadie reparó en su aspecto, ni le miró como si anduviera desnudo, pero pronto advirtió la presencia de policías armados de metralletas que parecían ocupar puntos estratégicos, mientras el gordo del uniforme sudado continuaba en su puesto agitando los brazos, aunque se le notaba más nervioso que de costumbre, lanzando furtivas miradas a su alrededor.

«Me busca… — se dijo—. Pero jamás me reconocerá con estas ropas…» más tarde, a las ocho en punto, con precisión cronométrica, la comitiva del ministro hizo su aparición en el extremo del paseo, y Gacel observó cómo Alí Madani ascendía rápidamente por la escalinata, para adentrarse de inmediato en el edificio, sin detenerse en esta ocasión a saludar a nadie.

Tomó asiento en uno de los bancos del bulevar, como un desocupado más de los muchos que pululaban por la ciudad, confiando en que, de un momento a otro, Laila y sus hijos aparecieran saliendo por aquella misma puerta, pero, en lo más profundo de su fuero interno, y aunque trataba por todos los medios de acallarla, una odiosa voz le gritaba que estaba perdiendo el tiempo.

Al mediodía Madani salió nuevamente acompañado de su estruendo de motoristas para no regresar más, y al caer la tarde, cuando no le cupo duda ya de que no tenían intención de devolverle a su familia, Gacel abandonó el banco y se alejó sin rumbo, consciente de que, por más que lo intentara, ninguna posibilidad tenía de encontrar allí, en la confusión de la gran ciudad, a los seres que amaba.

Su amenaza al Presidente no había servido de nada, y se preguntó — sin encontrar respuesta para qué necesitaban retener a los suyos, si ya Abdul-el-Kebir estaba libre. No podía tratarse más que de una venganza estúpida y cobarde, porque ni siquiera encontrarían placer en causar daño a seres indefensos, que ningún mal habían hecho.

— Tal vez no me han creído — razonó—. Tal vez imaginan que un pobre targuí ignorante no podrá nunca aproximarse al Presidente.

Y tal vez tenían razón, porque en el transcurso de aquellos días, Gacel había tomado conciencia de su pequeñez frente al complejo mundo de una capital en la que de nada le valían sus conocimientos, su experiencia o su decisión.

Un bosque de edificios bañados por un inmenso mar salado, en muchas de cuyas esquinas se alzaban fuentes de las que manaba más agua dulce en un día de la que un beduino consumía en toda su vida, y elevada sobre un pétreo suelo que únicamente servía de madriguera a miles de ratas, se convertía, por lógica, en un lugar en el que el más astuto, valiente, noble e inteligente «imohag» del bendito pueblo del Kel-Talgimus, se sentía tan impotente para la lucha como el más humilde de los esclavos «aklis».

— ¿Podría indicarme cómo puedo llegar al Palacio del Presidente…?

Tuvo que preguntarlo cinco veces y escuchar luego con suma atención otras tantas respuestas, porque el dédalo de calles, todas idénticas entre sí, se le antojaba indescifrable, pero, insistiendo, desembocó, casi al filo de la noche, frente al amplio parque, rodeado de altas verjas que circundaban, por los cuatro costados, el más lujoso edificio que hubiera visto nunca.

Una Guardia de Honor de rojas casacas y vistosos cascos emplumados desfilaba obedeciendo automáticamente las voces de mando, y cuando al fin se retiró, fue para dejar en las esquinas altivos centinelas que más parecían estatuas, que seres de carne y hueso.

Estudió con detenimiento el grandioso parque, y su vista recayó en un apretado grupo de erguidas palmeras, que se elevaban, dominándolo todo a menos de doscientos metros de la entrada principal.

A menudo, allá, en su ya lejano desierto, Gacel había permanecido encaramado durante días en la copa de una de aquellas palmeras, durmiendo atado a los gruesos tallos de las hojas, al acecho de una manada de ónix, cuyo finísimo olfato les prevenía siempre, en cualquier otra circunstancia, de la presencia de un ser humano.

Recorrió con la vista la distancia de la verja al palmeral, y calculó que si durante la noche lograba trepar sin ser visto a una de sus copas, tenía muchas posibilidades de alcanzar de un disparo al Presidente en el momento en que tratara de entrar o salir de Palacio.

Sería tan sólo ya cuestión de paciencia, y paciencia era algo que siempre le sobraba a un targuí.

En cuanto sonó el teléfono supo de quién se trataba, pues era aquélla una línea directa que únicamente el Presidente utilizaba.

— ¿Sí, señor?

— El general Al Humaid, Alí…

— La voz luchaba por mantener la calma, pero se la advertía claramente alterada—. Acaba de llamarme rogándome, «respetuosamente», que convoque elecciones a la mayor brevedad para evitar derramamiento de sangre.

— ¡Al Humaid! — Alí Madani comprobó que su voz se alteraba igualmente, y que igualmente trataba, sin éxito, de fingir una calma que no sentía—. Pero si Al Humaid se lo debe todo a usted… Era un oscuro comandante que jamás…

— ¡Lo sé, Alí, lo sé…! — le interrumpió la voz impaciente—. Pero ahora está ahí, de gobernador militar de una plaza clave y con nuestra mayor fuerza de tanques a sus órdenes…

— ¡Destitúyalo!

— Eso precipitaría las cosas… Si él se alza, la provincia le sigue. Y una provincia en rebeldía es todo lo que necesitan los franceses para apresurarse a reconocer a un «Gobierno Provisional». Esos cabileños de las montañas nunca nos han querido, Alí.

Tú lo sabes mejor que yo.

— ¡Pero no puede aceptar sus imposiciones…! — le hizo notar—. El país no está preparado para unas elecciones…

— Lo sé… — fue la respuesta—. Por eso te he llamado… ¿Qué hay de Abdul?

— Creo que lo hemos localizado…

Lo tienen en un pequeño «ch1teau» en el bosque de Saint-Germain, en la zona de Maison-Laffitte…

— Conozco el lugar. Una vez estuvimos tres días escondidos en ese bosque, preparando un atentado.?Cuál es tu plan¿

— El coronel Turki salió anoche para París, vía Ginebra. A estas horas debe estar poniéndose en contacto con su gente. Espero su llamada de un momento a otro.

— Que actúe cuanto antes.

— No quiero que lo haga hasta que esté completamente seguro del resultado — fue la respuesta—. Si fallamos, los franceses no nos darán una segunda oportunidad.

— De acuerdo… Tenme al corriente.

Colgó. El ministro del Interior Alí Madani lo hizo a su vez, y permaneció un largo rato quieto en su sillón, ensimismado, meditando en lo que podía ocurrir si el coronel Turki no alcanzaba el éxito en su intentona y Abdul-el-Kebir continuaba soliviantando a la nación. El general Al Humaid era el primero, pero, conociéndolo como lo conocía, dudaba que hubiera tenido el valor de tomar la iniciativa y dirigirse al Presidente si no abrigaba el convencimiento de que otras guarniciones se le unirían de inmediato. Repasando nombres, calculaba que al menos siete provincias, lo que significaba una tercera parte de las Fuerzas Armadas, se inclinarían desde el primer momento del lado de Abdul-el-Kebir. De ahí, a la guerra civil declarada, no había más que un paso, en especial, si los franceses se empeñaban en que esa guerra civil estallase. Aún no les habían perdonado la humillación de veinte años antes, y aún soñaban con volver a poner las manos sobre unas riquezas que durante un siglo consideraron propias.

Encendió uno de sus hermosos cigarrillos turcos bellamente emboquillados, se puso en pie, y se aproximó a la ventana desde donde contempló el mar tranquilo, la playa vacía en aquella época del año y el ancho paseo marítimo, preguntándose si habría llegado el momento de abandonar definitivamente aquel despacho que tanto amaba.

Había recorrido un largo camino para llegar hasta él; un camino que pasaba por el encarcelamiento de un hombre al que, en el fondo, admiraba, y el total sometimiento a otro al que, también en el fondo, despreciaba. Difícil camino, en verdad, pero que había dado como fruto que la mayor fuerza y poder del país se concentrara a la larga en sus manos, y nadie — nadie exceptuando quizás a aquel maldito targuí fuera capaz de dar un solo paso sin que él lo consintiera.

Pero ahora advertía que ese poder comenzaba a desmoronarse y se le escurría entre los dedos como barro reseco por el sol que se desmigaja en polvo, y cuanto más apretaba el puño en su afán por conservarlo, más rápidamente se deshacía. Se negaba a aceptar que el monolítico estado que habían levantado con tanto sudor y tanta sangre ajena, hubiera resultado en definitiva tan frágil, y que el simple eco de un nombre:

Abdul-el-Kebir, bastara para resquebrajarlo hasta sus cimientos, pero los acontecimientos se empeñaban en demostrarle que era cierto y tal vez había llegado la hora de enfrentarse a la verdad y aceptar la derrota.

Regresó a la mesa, levantó el teléfono y marcó el número de su casa aguardando a que el criado avisase a su esposa, y cuando ésta se puso al aparato, su voz sonó extrañamente ronca, casi avergonzada:

— Prepara las maletas, querida — pidió—. Quiero que te vayas unos días a Túnez con los niños… Te avisaré cuándo debes volver.

— ¿Tan mal están las cosas…?

— Aún no lo sé — admitió—. Todo depende de lo que Turki consiga en París.

Colgó y meditó largamente con la vista fija en el gran retrato del Presidente que dominaba la pared del fondo. Si Turki fracasaba o decidía pasarse al enemigo, podía darse todo por perdido.

Siempre había tenido una fe absoluta en su eficacia y fidelidad, pero le asaltaba la angustia de si tal fe en el coronel estaba, en verdad, plenamente justificada.


Pasó la mayor parte del día recorriendo una y otra vez el camino entre el Palacio Presidencial y la casba, pues a esta última ya había logrado acostumbrarse, y se sentía capaz de ir y venir de ella a su refugio sin desorientarse, pero no conseguía habituarse a las calles de la ciudad moderna, rectas e idénticas entre sí, calles que tan sólo se diferenciaban por los comercios o por unos letreros que no se sentía capaz de interpretar.

Adquirió más tarde en un mercadillo abundante cantidad de dátiles, higos y almendras, pues ignoraba el tiempo que tendría que mantenerse oculto en lo alto de la palmera, y consiguió también una ancha cantimplora que llenó a rebosar en la fuente más próxima. Por último, regresó a la iglesia en ruinas, comprobó una vez más el estado de sus armas, y aguardó paciente, recostado contra la pared, procurando no pensar más que en el camino que tenía que recorrer para llegar a Palacio.

No había nadie en la casba en tinieblas cuando la atravesó en silencio, espantando a los gatos, y un reloj desgranó lentamente tres sonoras campanadas cuando desembocó en la primera de las calles asfaltadas. Alzó el rostro hacia la esfera luminosa que le observó como el gran ojo de un cíclope, y la negrura de la noche no le permitió distinguir siquiera los contornos de la torre, por lo que la esfera se le antojó una gran luna llena flotando apenas sobre el horizonte.

Las avenidas aparecían solitarias, sin la presencia de autobuses trasnochadores ni camiones de basura, y le inquietó la calma, anormal, pese a lo avanzado de la hora.

Luego, esa calma se rompió súbitamente por la aparición de un negro automóvil de la Policía que cruzó a lo lejos haciendo girar en lo alto una luz intermitente, y en la distancia, calculó que por el lado de la playa, aulló una sirena.

Apresuró el paso, cada vez más inquieto, pero tuvo que aplastarse contra el quicio de un portal cuando un nuevo automóvil negro surgió a unos doscientos metros de distancia, se detuvo al borde de la acera y apagó las luces.

Aguardó paciente, pero se diría que sus ocupantes habían decidido escoger aquel punto, la estratégica confluencia de dos calles, para montar guardia tal vez toda la noche, y tras meditarlo unos minutos, optó por introducirse por la más próxima de las bocacalles, buscando rodear el obstáculo y salir más tarde a sus espaldas.

Pronto comprendió, sin embargo, que al verse obligado a abandonar el camino que con tanto esfuerzo había memorizado, se encontraba perdido. Todas las calles se le antojaban idénticas, y, en la semipenumbra de tristes farolas también idénticas entre sí, no descubrió rastro alguno de cada uno de aquellos minúsculos detalles en los que se había ido fijando durante el día.

Comenzó a angustiarse, porque cuanto más avanzaba, más perdido se sentía, y no había allí viento que le sirviese para encararse a él, ni estrellas que pudieran marcarle el rumbo.

Un coche policial cruzó atronando la noche con su sirena, y se arrojó bajo un banco, para tomar luego asiento en él y concentrarse en un vano intento de ordenar sus pensamientos y ser capaz de discernir hacia qué lado de aquella ciudad gigantesca, pestilente y monstruosa, se encontraba el Palacio Presidencial, y hacia qué lado la casba y los lugares que le resultaban hasta cierto punto familiares.

Por último, comprendió que había perdido la partida, y resultaba más prudente emprender el regreso e intentarlo de nuevo al día siguiente.

Volvió sobre sus pasos, pero tan complejo era el problema a la ida como a la vuelta, y continuó perdido largo rato, hasta que llegó hasta sus oídos el retumbar del mar, alcanzó el ancho paseo marítimo, y desembocó, al fin, frente al conocido Ministerio del Interior.


Respiró tranquilo. Desde allí sabía llegar a su escondite, pero cuando apresuró el paso y estaba a punto de penetrar en la sinuosa callejuela que ascendía hacia el barrio indígena, los faros de un coche aparcado junto a la acera se encendieron, deslumbrándole, y una voz autoritaria gritó:

— ¡Eh, tú…! ¡Ven aquí!

Su primer impulso fue salir corriendo, calle arriba, pero se contuvo y se aproximó a la ventanilla delantera buscando escapar al haz de luz que le hería en los ojos.

Tres hombres de uniforme le observaron, severos, desde la penumbra interior.

— ¿Qué haces en la calle a estas horas? — inquirió el que le había llamado, y que se sentaba junto al conductor—. ¿No te has enterado de que hay toque de queda?

— ¿Toque de qué…? — repitió estúpidamente.

— Toque de queda, idiota. Lo han dicho por la Radio y la Televisión.

¿De dónde diablos sales?

Gacel señaló vagamente a sus espaldas.

— Del puerto…

— ¿Y adónde vas?

Hizo un gesto con la barbilla hacia la calleja.

— A casa…

— Está bien… A ver: la documentación.

— No tengo.

— El individuo que se sentaba en el asiento trasero abrió la puerta y salió al exterior llevando en la mano, al parecer sin ánimo de utilizarla, una corta metralleta, y se aproximó al targuí con paso lento y aire displicente.

— Vamos a ver… ¿Cómo es eso de que no tienes documentación? Todo el mundo tiene documentación.

Era un hombre fuerte, de grandes mostachos y alta estatura, con aspecto de sentirse seguro de sí mismo, pero de improviso se dobló en dos soltando un aullido de dolor, a causa del tremendo culatazo que Gacel le había propinado en la boca del estómago con la culata de su fusil.

Casi al instante, el targuí lanzó las alfombras sobre el parabrisas del auto y echó a correr doblando la esquina e internándose en la calleja.

Segundos después una sirena atronó la noche alarmando al vecindario, y cuando el fugitivo se encontraba ya a mitad de la calle, uno de los policías hizo su aparición en la esquina y sin apuntar siquiera disparó una corta ráfaga.

El impacto de la bala lanzó a Gacel hacia delante, de bruces contra los anchos escalones de la callejuela, pero se revolvió como un gato, disparó a su vez, y alcanzó en el pecho al policía tumbándole de espaldas.

Cargó de nuevo el arma, se protegió en una esquina, y aguardó respirando fatigosamente aunque no sentía dolor alguno, pese a que la bala le había atravesado limpiamente, y la pechera de la camisa comenzaba a teñirse de sangre.

Una cabeza asomó en la esquina, dispararon sin apuntar y las balas se perdieron en la noche o rebotaron contra los edificios haciendo saltar los cristales de algunas ventanas.

Comenzó a ascender lentamente protegido por el muro lo que le faltaba de la escalera, y un solo disparo le bastó para hacer comprender a sus perseguidores que se enfrentaban a un tirador privilegiado y no resultaba prudente correr el riesgo de que les volara la cabeza.

Cuando, pocos segundos después, el targuí desapareció en las tinieblas y en el dédalo de callejones y recovecos de la casba, los dos policías que quedaban en pie se consultaron un instante con la mirada, alzaron al herido depositándolo en el asiento trasero, y se alejaron en la noche, rumbo a un hospital.

Ambos sabían que se necesitaba un ejército para tratar de localizar a un fugitivo en el tenebroso e intrincado mundillo del barrio indígena.



La negra Khalhoum había acertado una vez más en sus predicciones, se iba a morir allí, en un sucio rincón de destruidos restos de un templo «rumi», en el corazón de una ciudad superpoblada, escuchando el retumbar del mar, lo más lejos que imaginar cupiese de la abierta soledad de un desierto por cuyas silenciosas llanuras corría el viento libremente.

Trató de taponar la herida en sus dos limpios agujeros, de entrada y salida, se vendó fuertemente el pecho con ayuda del largo turbante, y se arrebujó en la manta, temblando de frío y fiebre, recostándose contra un rincón para quedar sumido en una inquieta duermevela, sin más compañía que el dolor, los recuerdos y el «gri-gri» de la muerte.

No cabía ya el recurso de convertirse en piedra o intentar que la sangre se espesase hasta el punto de impedir que continuara empapando el mugriento turbante y no dependía tampoco de su fuerza de voluntad o su entereza de espíritu, puesto que su voluntad se había quebrantado bajo el impulso de una pesada bala, y su espíritu no era el mismo desde que había perdido toda esperanza de recuperar a su familia.

«…Ved cómo las luchas y las guerras a nada conducen, porque los muertos de un bando con los muertos del otro se pagan…» Siempre las enseñanzas del viejo Suílem; siempre el regreso a la misma historia, porque la realidad era que podían cambiar los siglos e incluso los paisajes, pero los hombres continuaban siendo los mismos, y se convertían al fin en los únicos protagonistas de la misma tragedia mil veces repetida por más que variase el tiempo o el espacio.

Una guerra empezó porque un camello aplastó a una oveja de otra tribu.

Otra guerra semejante empezó porque alguien no respetó una antigua tradición. Podía tratarse del enfrentamiento de dos familias de fuerzas equilibradas, o, como en su caso, de un hombre contra un ejército. El resultado era el mismo: el «gri-gri» de la muerte se apoderaba de una nueva víctima y la iba empujando, lentamente, al abismo. Y allí estaba ahora, al borde de ese abismo, resignado a caer a él, aunque triste porque quienes descubrieran algún día su cadáver advertirían que la bala le había entrado por la espalda, cuando él, Gacel Sayah, siempre había sabido dar la cara al enemigo.

Se preguntó si con sus acciones habría ganado el paraíso prometido, o, si por el contrario, se vería condenado a vagar eternamente por las «tierras vacías» y sintió una profunda pena por su alma que tal vez acabaría por reunirse con las de los componentes de «La Gran Caravana».

Soñó luego con ella, y vio a los camellos momificados y a los esqueletos envueltos en jirones reiniciar la marcha por la silenciosa llanura, para cruzar más tarde la estación y adentrarse en la ciudad dormida, y negó con la cabeza, golpeándose contra los muros, porque tuvo la certeza de que venían a por él y pronto penetrarían en la gran nave vacía, para acampar allí pacientemente, a la espera de que se decidiera a acompañarles.

No quería regresar con ellos al desierto; no quería vagar por los siglos de los siglos a través de la «tierra vacía» de Tikdabra y les susurró quedamente, porque no tenía fuerzas para gritar, que se marchasen sin él.

Por último durmió tres largos días.

Al despertar, la manta aparecía empapada en sudor y sangre, pero ésta había dejado de manar, y el vendaje se había convertido en una dura costra, pegada a su piel. Trató de moverse, pero el dolor resultó tan insoportable que tuvo que permanecer durante horas completamente estático antes de atreverse e iniciar siquiera el gesto de tocarse la herida. más tarde consiguió arrastrarse penosamente hasta la cantimplora, bebió hasta saciarse y se durmió de nuevo.

Cuánto tiempo permaneció entre la vida y la muerte, entre la lucidez y la inconsciencia o entre el sueño y la realidad, nadie, y él menos aún, sabría decirlo. Días, tal vez semanas, pero cuando al fin despertó una mañana y advirtió que respiraba plenamente sin sentir dolor, y que todo se le aparecía como sabía que en verdad era, tuvo la impresión de que la mitad de su vida había transcurrido entre aquellas cuatro paredes, y hacía ya años — o siglos que había llegado a la ciudad.

Comió con apetito nueces, dátiles y almendras, y consumió los últimos restos de agua. Se puso luego en pie, penosamente, y apoyándose en la pared logró dar unos pasos aunque se mareó y tuvo que recostarse de nuevo, pero buscó a su alrededor, llamó en voz alta, y tuvo la seguridad de que el «gri-gri» de la muerte no dormía ya junto a su lecho.

«Tal vez la negra Khaltoum se equivocó — se dijo feliz de su descubrimiento—. Tal vez en sus sueños me vio herido y derrotado, pero no alcanzó a imaginar que fuera capaz de vencer a la muerte».

A la noche siguiente logró alcanzar, a medias caminando, y a medias arrastrándose, la cercana fuente en la que se lavó a duras penas, y consiguió desprenderse los vendajes que parecían haber formado un solo cuerpo con su piel.

Cuatro días más tarde, cualquiera que hubiera osado aventurarse en el interior de la vieja iglesia calcinada, se habría horrorizado ante la presencia de un alto fantasma esquelético y vacilante, que arrastraba los pies por la nave vacía venciendo a la fatiga y los vómitos, empeñado, con una fuerza de voluntad sobrehumana, en conseguir recuperar el equilibrio y volver a la vida.

Gacel Sayah sabía que cada uno de aquellos pasos le alejaba un poco más de la muerte, y le acercaba un poco más al desierto que amaba.


Aún dejó pasar otra larga semana recuperando fuerzas, hasta que no le quedó ya nada que comer, y comprendió que había llegado el momento de abandonar para siempre su refugio.

Lavó su ropa en la fuente, se lavó él también casi por completo aprovechando las tinieblas y la soledad del barrio, y a la mañana siguiente, cuando el sol estaba alto, guardó en su bolsa de cuero el pesado revólver que había pertenecido al capitán Kaleb el-Fasi y abandonando con pena su espada, su fusil y sus ya destrozadas «gandurahs», emprendió, despacio, el camino de regreso.

Se detuvo en la casba, donde comió hasta hartarse, bebió un té hirviente, fuerte y dulce, que hizo circular con fuerza la sangre por sus venas, y se compró una camisa nueva, de un color azul eléctrico, que le hizo sentirse feliz por un momento.

Ya reconfortado reanudó la marcha para detenerse brevemente en la escalinata en que había sido herido, y observar la marca que dejaran las balas en las viejas paredes.

Desembocó de nuevo en la ancha avenida, le sorprendió el gentío que se arremolinaba en una y otra acera, y cuando quiso atravesar la calzada en dirección a la estación, un policía de uniforme se lo impidió:

— No puedes cruzar — dijo—. Espera.

— ¿Por qué?

— Va a pasar el Presidente.

No necesitaba verlo para adivinar que el «gri-gri» de la muerte le acompañaba una vez más. De dónde había salido, o dónde se había ocultado aquel tiempo, no podía saberlo, pero allí estaba, aferrado a su camisa nueva y riéndose por lo bajo de que, en algún momento hubiera podido abrigar la estúpida esperanza de ser libre.

Había olvidado al Presidente. Había olvidado su juramento de matarle si no le devolvía a su familia, pero ahora, cuando el edificio de la estación aparecía ya ante sus ojos y cien metros le separaban de él y del regreso a su desierto y su mundo, el destino parecía querer burlarse de sus buenas intenciones, el «gri-gri» de la muerte le gastaba una trágica broma, y el hombre que era el origen y el fin de todos sus males y desgracias, se cruzaba en su camino.

«¡Insh.Alah…!» Si era ésa su voluntad y debía cumplir su promesa y matarle, lo mataría, porque él, Gacel Sayah, por más que fuera noble e «imohag» del bendito pueblo del Kel-Talgimus, nada podía hacer contra la voluntad del cielo.

Si éste había dispuesto que aquel día, a aquella hora, su enemigo se interpusiera una vez más entre él y la vida que había elegido, debía ser porque el Altísimo había decidido que ese enemigo debía ser destruido y era él, Gacel Sayah, el instrumento elegido para aniquilarle.

«¡Insh.Alah…!» Dos motoristas pasaron haciendo sonar su sirena, y casi al instante, en la parte alta de la avenida, las gentes comenzaron a gritar y aplaudir.

Ausente de cuanto no fuera su misión, el targuí introdujo la mano en el bolso de cuero y buscó la culata de su arma.

Nuevos motoristas, ahora en pelotón, hicieron su aparición en la curva y diez metros más atrás avanzó, muy despacio, un gran coche negro, cerrado, que ocultaba casi por completo a otro descubierto en cuya parte trasera un hombre saludaba alzando los brazos.

Los policías contenían a la multitud que vociferaba y aplaudía, y desde las ventanas de los edificios mujeres y niños arrojaban flores y papelillos de colores.

Apretó con fuerza el arma y esperó.

El reloj de la estación dejó escapar dos campanadas como si le invitara una vez más a olvidarlo todo, pero su eco se perdió entre el aullar de las sirenas, los gritos y los aplausos.

El targuí sintió deseos de llorar, los ojos se le nublaron, maldijo en voz alta al «gri-gri» de la muerte, y el policía que abría los brazos ante él se volvió a mirarle, sorprendido por una frase cuyo significado no había comprendido.

El pelotón de motocicletas cruzó acallándolo todo con el estruendo de sus máquinas, llegó luego el gran auto negro, y en ese instante, Gacel arrojó a un lado el gran bolso de cuero, apartó de un brusco empujón al policía y dio un salto colocándose, en dos zancadas, a tres metros del coche descubierto con el revólver amartillado y listo para disparar.

El hombre que respondía a los vítores y aclamaciones con los brazos en alto le descubrió casi al instante, el terror se dibujó en su rostro y adelantó las manos abriendo las palmas para protegerse mientras dejaba escapar un grito de espanto.

Gacel disparó por tres veces, comprendió que la segunda bala le había atravesado el corazón, le miró a la cara para comprobar por su expresión que lo había matado, y fue como si un rayo divino le fulminara, paralizándole de asombro.

Sonó una ráfaga de metralleta, y Gacel Sayah, «inmouchar» más conocido por el sobrenombre de «el Cazador», cayó de espaldas, muerto, con el cuerpo destrozado y el desconcierto pintado en el rostro.

El auto aceleró su marcha bruscamente, y las sirenas aullaron abriendo paso a la búsqueda de un hospital, en un vano intento por salvar la vida al Presidente Abdul-el-Kebir en el glorioso día de su triunfal regreso al poder.


Fin del volumen IV y de la obra

:::::::::::::::::::::::::::::::::

Загрузка...