Capítulo 10

El día en el Talitha G con Henry Adams y su esposa Cherie resultó ser más divertido y fascinante de lo que nadie en el grupo de Robert esperaba o soñaba. Henry se mostró encantador con todo el mundo y era tan guapo que Pascale y Diana no podían quitarle los ojos de encima. Él los colmó de atenciones, a todos ellos, y se aseguró de que la tripulación hiciera lo mismo. Les asignaron cabinas para cambiarse de ropa. Cherie, Pascale y Diana se hicieron amigas enseguida y la supermodelo y superestrella de las pasarelas de París y Nueva York se pasó la tarde flirteando con John, quien pensaba que debía de haberse muerto y que estaba en el cielo.

El almuerzo que les prepararon fue fabuloso y, después, todos se tumbaron al sol, disfrutando de un confort y una opulencia vergonzosos. Para cuando acabó el día, aunque Gwen no era más atractiva para Diana y Pascale, sus amigos, las estrellas de cine, sí que lo eran. Diana le susurró a Pascale, mientras descansaban echadas en unas cómodas tumbonas, que no le costaría nada acostumbrarse a aquella vida. Las dos estaban sorprendidas de que Gwen quisiera quedarse con Robert en su destartalada casa. Era evidente que todos aquellos hombres tan apuestos la admiraban enormemente. Se desvivían por ella, pero ella los trataba a todos como si fueran hermanos o amigos. Estaba claro que quien le importaba, y mucho, era Robert y nadie más, con gran pesar de Pascale y Diana. Le dedicaba toda su atención y se ocupaba de que estuviera cómodo, satisfecho y bien tratado. De haber sido justas, las dos deberían haberse alegrado por él. Por lo menos, Eric y John así lo hacían.

Cenaron en el comedor del yate, anclado frente al puerto de Saint-Tropez, viendo deslizarse a los veleros que volvían a casa, de vuelta de los cruceros de placer o las carreras. Toda una serie de embarcaciones más pequeñas daban vueltas alrededor del yate, solo para admirar la hermosa nave y para ver quién iba a bordo. Varios turistas y un par de paparazzi bien informados les hicieron algunas fotos. Parecían saber quién estaba en cada yate de la Riviera. Y este era una presa de primer orden para ellos, con cinco estrellas a bordo, bebiendo champán y vestidos con biquinis y tangas. Cherie Adams fue en topless toda la tarde, pero Gwen se mostró prudente y no se quitó la parte de arriba del biquini. Sabía demasiado bien lo que la prensa sensacionalista hubiera hecho con unas fotos así.

Gwen y Robert parecían felices y relajados, sentados juntos, hablando en voz baja, cuando no reían con sus anfitriones, mientras jugaban al mentiroso, o cogidos de la mano, sin decir nada, contemplando el Mediterráneo, abstraídos en sus pensamientos, muy cerca el uno del otro. Pascale y Diana los miraban de vez en cuando. La primera seguía insistiendo en que era una vida a la que Robert no se adaptaría nunca, ni querría hacerlo. Era demasiado jet set para él, especialmente si se pensaba en lo sensata que había sido la vida compartida con Anne. Sencillamente, no eran esa clase de personas, pero Robert parecía estar pasándolo bien y se le veía tan cómodo hablando con Henry y con su fabulosa esposa o con los otros dos actores a bordo como con los viejos amigos que había traído con él.

Eric estaba claramente impresionado por Cherie, igual que John. Les había dejado sin habla cuando se quitó la parte de arriba del biquini y siguió charlando con ellos como si tal cosa. Era ciertamente la costumbre en Francia, pero ninguno de los dos estaba preparado para el efecto que tendría en ellos.

A la hora de la cena, todos estaban extremadamente cómodos unos con otros y cuando, finalmente, el bote los llevó de vuelta a Coup de Foudre, Diana dijo que se sentía como Cenicienta mientras veía cómo los lacayos volvían a ser ratones y la carroza, una calabaza.

– ¡Guau! ¡Vaya día! -Pascale tenía la mirada perdida en el horizonte mientras uno de los miembros de la tripulación del Talitha G la ayudaba a bajar desde el bote a su diminuto muelle.

Los tres actores del barco la habían colmado de atenciones y detestaba tener que marcharse. Se moría de ganas de contarle a su madre a quién había conocido y en qué yate había estado. Se sentía como una reina por un día.

– Te deja sin aliento, ¿eh? -le dijo Eric a John mientras servía vino para todos en la sala de la villa-. Vaya vida que llevas -le dijo a Gwen, admirándola todavía más por no jugar a hacerse la estrella.

En cierto sentido, verla con sus amigos había puesto las cosas en perspectiva. Pero a Robert le gustaba eso de ella, el hecho de que estuviera tan a sus anchas con los amigos de él como con los suyos propios y que no se diera aires de importancia. Se había dado cuenta de ello la primera vez que la vio y el tiempo que había pasado con ella desde entonces se lo había confirmado.

Por una vez, Diana y Pascale tenían muy poco que decir y la forma en que la miraban parecía haber cambiado sutilmente. De ninguna manera la habían aceptado, solo porque conociera un montón de estrellas de cine, pero estaban dispuestas a reconocer, por lo menos en privado, que quizá había más en ella de lo que al principio habían sospechado. No podía negarse que Robert parecía muy feliz. Sin embargo, seguían sintiendo una abrumadora necesidad de protegerlo. De qué, ya no estaban tan seguras, pero ambas seguían igualmente convencidas de que Gwen no podía ser tan buena y sincera como parecía. Pero ahora resultaba más difícil asignarle intenciones perversas. No había ninguna razón para que estuviera con Robert, excepto que le importaba de verdad.


Aquella noche, Robert y Gwen se fueron a tomar algo en la ciudad, en el Gorilla Bar, y se demoraron un rato en la discoteca. De camino a casa, él la besó de nuevo, como había hecho antes, y le dio las gracias por el maravilloso día que les había ofrecido a todos ellos, presentándoles a sus amigos, y se echó a reír al recordar la cara de John cuando Cherie se quitó la parte de arriba del biquini.

– ¡Te relacionas con gente muy lanzada! -comentó.

Ella asintió sonriendo y al hacerlo pareció todavía más joven.

– Son muy divertidos, en pequeñas dosis. -Las personas con las que habían estado aquel día eran todos buenos amigos suyos, pero mucha de la gente de Hollywood no la atraía en absoluto. Había mucha más sustancia en ella-. Hace falta más que eso para que la vida sea interesante, me temo. Y si te dejas, esa vida acaba estropeándote.

Estaba claro, por lo menos a ojos de Robert, que eso no le había pasado a ella. La admiraba enormemente por ser quien era.

– ¿No te aburres con estos viejos amigos míos?

Para empezar, eran todos bastante mayores que ella y sus vidas eran mucho más vulgares. Especialmente la suya, pensaba Robert, que era lo bastante sensato para no verse como una figura romántica. Pero lo más importante era que ella lo veía así y mucho. Gwen no había conocido nunca a nadie que la impresionara tanto, a quien admirara tanto. Ya antes de ir a Saint-Tropez, se había dado cuenta de que se estaba enamorando de él. Las buenas noticias eran que él parecía corresponder a sus sentimientos.

– Me gustan tus amigos -dijo tranquilamente, mientras volvían en coche a casa-. No creo que yo les guste mucho, pero puede que lo superen. Me parece que lo único que quieren es ser leales a Anne. Quizá con el tiempo, comprenderán que no estoy tratando de ocupar el lugar de nadie, de que me gusta estar contigo -dijo con una sonrisa y él se inclinó para besarla otra vez.

– Haces que me sienta muy afortunado -dijo él.

Todavía se debatía consigo mismo, pensando en Anne, en lo mucho que la había amado, en lo diferente que era de Gwen y en los muchos y maravillosos años que habían pasado juntos. Pero ya no estaba allí, por mucho que él lo lamentara. Trataba de decirse que tenía derecho a que hubiera alguien en su vida, aunque no fuera alguien tan deslumbrante como Gwen. No podía imaginar que ella quisiera estar con él mucho tiempo, aunque solo fuera porque le llevaba veintidós años, lo cual a él, si no a ella, le parecía mucho. Ella nunca había parecido intimidada por la diferencia de edad.

– Soy yo la afortunada -dijo Gwen mientras conducían bajo la luz de la luna-. Eres inteligente, divertido, increíblemente atractivo y una de las mejores personas que he conocido nunca -dijo mirándolo y él sonrió cohibido.

– Dime, ¿cuántas copas has bebido, exactamente? -le preguntó bromeando.

Ella se echó a reír y le acarició el brazo. Siguieron dando botes por el camino lleno de baches y un momento más tarde, él detuvo el coche, la cogió entre sus brazos y la besó como es debido; luego entraron en la casa, cogidos de la mano, procurando no hacer ruido para no despertar a los demás. La dejó frente a su habitación, con un beso prolongado, y cuando entró en su propio dormitorio, se detuvo y fijó la mirada en la foto de Anne que había encima de la mesita de noche. Se preguntó qué pensaría ella de todo aquello, si opinaría que era un viejo bobo o si desearía que le fuera bien. No estaba del todo seguro. Ni siquiera estaba seguro de lo que él mismo sentía, pero cuando no le daba demasiadas vueltas, tenía que admitir que era más feliz con Gwen de lo que nunca hubiera creído posible. Sin embargo, tenía que recordarse constantemente que no iba a ninguna parte, que era solo una fase divertida de su vida, que los otros le recordarían para tomarle el pelo durante muchos años y que él recordaría mucho tiempo.

Cuando se metió en la cama, permaneció despierto, preguntándose en qué estaría pensando Gwen en su habitación. Se moría de ganas de llamar a su puerta y besarla de nuevo, pero no se atrevía y seguía teniendo miedo de permitirse hacer algo más que besarla. Sabía que si lo hacía, sentiría que Anne lo estaba observando. Lo último que quería era traicionar a ninguna de las dos.

Se quedó dormido y soñó con las dos, en un sueño embrollado donde veía a Anne y a Gwen paseando por un jardín cogidas del brazo y sus amigos lo señalaban con dedos acusadores y le gritaban algo ininteligible. Era un sueño perturbador y se despertó varias veces. Cuando volvió a dormirse, soñó con Mandy. Sostenía la foto de su madre en las manos y lo miraba con tristeza.

– La echo mucho de menos -decía suavemente.

– Yo también -respondía él, llorando en su sueño.

Esta vez, cuando se despertó, tenía la cara húmeda de lágrimas. Se quedó en la cama mucho rato después, pensando en Anne y luego en Gwen.

Lo sobresaltó un golpecito en la puerta. Se puso un par de pantalones caqui y le sorprendió ver a Gwen. Todavía era temprano y no había oído levantarse a los demás.

– Buenos días -dijo ella en voz baja-. ¿Has dormido bien? No sé por qué, pero estaba preocupada por ti.

Estaban en el rellano, hablando, y ella estaba muy hermosa, descalza, con un camisón y una bata blancos.

– He tenido unos sueños extraños de Anne y tú andando por un jardín.

Ella pareció sobresaltarse al oírlo.

– ¡Qué cosa tan rara! Yo he soñado lo mismo. He estado despierta mucho rato, pensando en ti -dijo suavemente, mirándolo.

Con el pelo revuelto, tenía un aspecto muy atractivo y fuerte.

– Yo también pensaba en ti. Quizá deberíamos habernos hecho una visita -dijo, muy bajito, para que nadie lo oyera. Le encantaba sentir a Gwen tan cerca, de pie, allí a su lado, sonriéndole-. Me doy una ducha y me reúno contigo para desayunar, dentro de diez minutos.

Cuando apareció, tenía un aspecto inmaculado, perfectamente rasurado, vestido con pantalones cortos y una camiseta. Ella llevaba unos pequeños shorts blancos y una camiseta sin espalda, un atuendo que perdió todo su brillo cuando se presentó Agathe con su última creación. Llevaba unos sostenes de tul de color rosado, con pequeños capullos de rosa, y unos pantalones ajustados, también rosa. Al entrar, Eric comentó que se parecía a uno de sus caniches. Estaban empezando a disfrutar esperando a ver qué llevaría cada día y lo estrafalario que sería. Nunca los decepcionaba y tampoco lo hizo aquella mañana. Se entretuvieron charlando antes de que los demás se levantaran. Era agradable tener tiempo para ellos. Los otros sonrieron abiertamente al entrar en la cocina para desayunar. Agathe era una diversión mejor que la televisión.


Justo cuando Diana entraba, sonó el teléfono. Era una llamada para Eric, de Estados Unidos, y la telefonista le dijo a Pascale que era una llamada personal. Eric frunció el ceño y luego fue a la habitación de al lado para hablar, algo que no le pasó inadvertido a su mujer. Pero cuando volvió a la cocina diez minutos más tarde, parecía relajado y libre de preocupaciones.

– Uno de mis colegas -explicó a todos, en general.

Diana se concentró en sus cruasanes y bebió un largo trago de café, igual que si fuera whisky. En los treinta y dos años que llevaban casados, ninguno de sus socios lo había llamado nunca mientras estaban de vacaciones. Ella sabía exactamente quién era y, apenas acabado el desayuno, lo acusó de ello.

– Era Barbara, ¿no es verdad? -Así se llamaba la mujer con la que tenía una relación.

Él vaciló un momento y luego asintió. No quería mentirle.

– ¿Y por qué te ha llamado?

– ¿A ti qué te parece? -dijo, con aspecto disgustado, de pie en la sala. No quería que los demás lo oyeran-. Esto tampoco es fácil para ella.

– Y si yo te dejo, ¿te casarás con ella?

Eso era lo que de verdad la preocupaba. Se preguntaba si aquellos dos solo se habrían dado un tiempo para ver si su matrimonio se partía en pedazos o si era verdad que habían puesto fin a su relación, como Eric le había dicho antes de salir de Nueva York.

– Claro que no, Diana. Le llevo treinta años. Además, ni siquiera se trata de eso. Yo te quiero. Cometí un error, hice algo increíblemente estúpido. Me equivoqué y lo he reconocido. Ahora, por amor de Dios, no le des más vueltas. Olvidémoslo y sigamos adelante.

– ¡Qué fácil te resulta decirlo! -dijo, mirándolo con ojos llenos de desolación.

No podía superarlo. La habían traicionado y rechazado. En esos momentos se sentía como si tuviera mil años y ya no confiaba en él. Y no ayudaba precisamente saber que era lo bastante vieja como para ser la madre de la otra mujer. Por vez primera en su vida, se sentía vieja y poco atractiva para él. Él había tratado de hacerle el amor varias veces desde que llegaron, pero Diana se había negado. No podía y no sabía si podría nunca más.

– Ya no sé qué más decirte. Supongo que tendrá que pasar tiempo para que vuelvas a confiar en mí -dijo Eric.

Mientras tanto, sabía que debía tener paciencia y pagar por sus pecados, pero no era fácil para ninguno de los dos. Barbara le suplicaba que volviera con ella. Había embaucado a su secretaria, que sentía lástima por ella, y había conseguido sacarle su número de teléfono en Francia. Él le repitió que era imposible y le pidió que no volviera a llamarlo. Ella estaba llorando cuando colgaron y él se sentía como si fuera un monstruo. Pero no podía quejarse a su mujer. Ambas lo odiaban. Era una situación lamentable para él, pero reconocía que todo había sido culpa suya.

Justo cuando Eric y Diana dejaron de hablar, entró Gwen, con aspecto feliz y relajado; vio, al instante, la angustiosa expresión de sus caras. Era fácil comprender que algo terrible les estaba pasando y no quería entrometerse. Diana no parecía estar más cerca de reconciliarse con su marido que cuando llegaron a Saint-Tropez, a pesar de que habían compartido algunos momentos agradables. Pero la verdad la acosaba y no importaba lo bonito que fuera Saint-Tropez ni lo deliciosa que fuera la comida ni lo encantadora que era la luz de la luna; él la había traicionado y nada podía hacer que ella lo olvidara. Era la razón por la que le había dicho a Pascale, la noche que llegaron, que tenía que divorciarse. No podía imaginar que lograra superarlo ni perdonarlo; lo único que hacía falta era una llamada de teléfono para recordarle la agonía que le había hecho sufrir.

– Lo siento, no quería interrumpir-dijo Gwen, apresurándose a cruzar la sala.

Robert la siguió al cabo de un momento y se detuvo para hacerle una pregunta a Eric.

– ¿Quieres venir a navegar con nosotros? -le preguntó, sin darse cuenta del tormento que expresaban sus caras.

Pensó que era la usual discusión marital sobre quién iba a nadar y quién iba de compras. Los Donnally no le habían contado nada sobre el problema que tenían los Morrison y él era no era consciente de la situación.

– Claro -dijo Eric rápidamente, aliviado por escapar de la discusión que estaba teniendo con Diana-. Voy a ponerme el bañador.

– Diana, ¿quieres venir tú también? -dijo Robert invitándola también, pero ella rehusó con la misma rapidez con que Eric había aceptado.

– Pascale y yo vamos a ir al mercado -dijo y salió de la habitación.

Cuando se lo preguntó a John, que salía de su dormitorio, con la desmembrada manija del váter en la mano, este le dijo que iba a quedarse en la casa y hacer algunas llamadas telefónicas al despacho.

Con gran sorpresa y desilusión para Robert, Gwen también decidió quedarse en la casa. Dijo que tenía dolor de cabeza, pero la verdad era que, después de ver la expresión de Eric, pensaba que a los dos hombres les iría bien pasar un tiempo juntos y solos. De cualquier modo, había unas cartas que quería escribir.

Robert la besó antes de marcharse con Eric a navegar.


La casa estaba en silencio. Se instaló en la sala y se puso a escribir notas y postales. Oía cómo John hablaba por teléfono y le llegaba, a ráfagas, el olor del humo de su cigarro desde la cocina, pero no le molestaba. Le encantaba el sonido de los pájaros en el jardín. Era un lugar lleno de paz, pese a sus fallos y evidente deterioro, y se alegraba de estar allí.

Hacía bastante rato que John había dejado de hablar cuando Gwen fue a la cocina para prepararse otra taza de café y se encontró con su cuerpo inánime, desplomado sobre la mesa. Seguía con el teléfono en la mano, aunque la comunicación había acabado por cortarse. Estaba caído, con la cara enterrada en sus papeles. Le costó menos de un segundo darse cuenta de lo que pasaba. Corrió hasta él, lo sacudió, lo llamó y luego lo tendió en el suelo, tan suavemente como pudo, para comprobar si respiraba. Apenas lo hacía y tenía el pulso muy débil. Sabía que no había nadie en la casa para ayudarla; no tenía ni idea de dónde estaba la pareja francesa y todos los demás se habían ido, a navegar o al mercado. Estaba sola.

– ¡John! ¡John! -repitió de nuevo y, mientras lo sacudía suavemente, vio que dejaba de respirar y que la cara se le ponía gris.

No tenía ni idea de qué le había pasado. Miró hacia la mesa, como buscando una pista. Había un plato de pequeñas salchichas, pulcramente cortadas, y se preguntó si se habría atragantado con una o si habría tenido un ataque cardíaco. Lo único que se le ocurría hacer era la maniobra Heimlich. La había aprendido años atrás, junto con la reanimación cardiopulmonar, pero ni siquiera estaba segura de acordarse de todos los detalles. Además, no era algo fácil de hacer con él tendido de espaldas en el suelo, inconsciente. John era un hombre muy corpulento y demasiado pesado para ella. Cuando tiró de él para sacarlo de la silla y acostarlo en el suelo, había necesitado de todas sus fuerzas.

Le metió los dedos en la boca y la recorrió en todas direcciones, pero no encontró nada. Luego, mediante tres respiraciones cortas, le introdujo aire en la boca, pero era evidente que tenía las vías respiratorias bloqueadas; era como respirar contra una pared. Entonces se colocó a horcajadas encima de él y, con las dos manos entrelazadas, presionó en el abdomen y rezó.

Los labios habían empezado a volverse azules y no había ningún 911 al que llamar; así que continuó haciendo lo mismo y rezando por que no muriera sin que ella pudiera ayudarlo. Su propia desesperación solo la impulsaba a repetir la presión una y otra vez. De repente, se oyó un «pop», John emitió un horrible sonido, como si se ahogara, y un trozo de salchicha, como un tapón de champán, salió disparado de su boca y aterrizó en el suelo de la cocina, a dos metros de donde ella estaba, todavía arrodillada por encima de él. Colocó a John de lado y, al instante, este vomitó y permaneció inmóvil en el suelo, respirando entrecortadamente, pero respirando, por lo menos. El trozo de salchicha atascado en la garganta había estado a punto de matarlo. Pasaron varios minutos hasta que él mismo giró para ponerse de espaldas y quedarse mirándola.

– Me atraganté -dijo débilmente.

– Lo sé. ¿Cómo te sientes? -le preguntó Gwen con un aspecto muy preocupado.

– Un poco mareado -dijo en voz baja-. Estaba fumando y hablando y me comí uno de esos trozos de salchicha. Se quedó atascado y no podía hacer sonido alguno -dijo, recordando lo desesperado que se había sentido y con un aspecto todavía asustado. Temblaba y estaba pálido.

– ¿Por qué no vamos al hospital? -ofreció ella, limpiando los restos de su desayuno.

Luego le pasó un trapo húmedo y frío por la frente, mientras él la miraba agradecido.

– Gracias, Gwen. Me has salvado la vida.

Era verdad y los dos lo sabían. Habría muerto en pocos minutos o habría sufrido daños cerebrales si ella hubiera tardado más en sacar la salchicha.

– Ya estoy bien. Solo necesito recuperar la respiración -añadió John.

– ¿Estás seguro? Será mejor que Eric te eche una mirada cuando vuelva del barco.

Recogió el trozo de salchicha, del tamaño de un tapón de vino, y lo envolvió en un trapo de cocina para enseñárselo a Eric o, si John dejaba que lo llevara, en el hospital, pero este se negó.

Lo ayudó a volver a sentarse en la silla y le dio un vaso de agua, pero él solo tomó un sorbo. Vio con alivio que le había vuelto el color a la cara. Por espantosa que hubiera sido, la situación crítica ya había pasado.

– Gracias a Dios que estabas aquí -dijo agradecido-. ¿Por qué no te fuiste con los demás?

Su aspecto era ya casi normal, aunque todavía estaba afectado por la experiencia. Fue aterrador sentir cómo se ahogaba y luego perder el conocimiento. Estaba seguro, igual que ella cuando lo encontró, de que se estaba muriendo.

– Me pareció que Eric quería hablar con Robert y las señoras no parecían demasiado entusiasmadas de que fuera con ellas.

– Se les pasará -dijo John, dándole unas palmaditas en la mano-. Anne era su mejor amiga. Es difícil ver a Robert con otra persona, pero tiene suerte de tenerte a ti -dijo con ecuanimidad-. Todos la tenemos. Danos una oportunidad, Gwen, necesitamos un poco de tiempo.

John había sido amable con ella desde el principio y Eric había seguido su ejemplo, pero a las mujeres les estaba costando mucho más aceptarla. El día pasado en el Talitha G había ayudado, pero todavía estaban tratando de decidirse respecto a ella. Todo lo contrario que Robert, que ya sabía lo buena persona que era y lo mucho que le gustaba.


John y ella seguían sentados en la cocina, hablando, cuando Robert y Eric volvieron, dos horas más tarde. John se había duchado, se había cambiado la camisa y había vuelto para reunirse con Gwen. Habían hablado de la vida, de los amigos, de las pérdidas y de Robert. John sentía una enorme admiración por él y solo quería lo mejor para él, igual que todos.

– Bueno, os lo habéis perdido -dijo John jovialmente cuando entraron, pero Gwen observó que no había vuelto a encender un cigarro desde el accidente y que seguía un tanto tembloroso; por ello, se sintió aliviada al ver a Eric-. He intentado suicidarme con un trozo de cerdo. Así es como lo hacen aquí, pero no ha funcionado, como pasa con todo en este país. En realidad, Gwen me ha salvado la vida.

– ¿Qué te estás inventando? -dijo Robert, riendo al oírlo.

No tenía ni idea de qué estaba hablando John. Eric se puso serio inmediatamente. Le había estado contando a Robert lo que pasaba entre Diana y él. Esa era la razón de que Gwen no hubiera ido a navegar con ellos, para que pudieran hablar, y fue evidentemente cosa del destino que no se marchara con ellos. Si lo hubiera hecho, al volver habrían encontrado a John muerto en la cocina.

– Lo digo en serio -insistió John, mirando agradecido a Gwen y, a continuación, lo explicó todo.

Los dos hombres se quedaron impresionados por lo que había estado a punto de suceder.

– He guardado la salchicha para enseñártela -dijo Gwen y le dio el trapo de cocina a Eric para que la viera.

Eric se horrorizó al verla y, luego, volvió a mirar a John.

– Tiene el tamaño justo para bloquearte la tráquea y matarte. -Luego se dirigió a Gwen y le agradeció su presencia de ánimo y su persistencia-. ¿Qué tal si la próxima vez comes bocados más pequeños? -le dijo a John y fue a buscar el estetoscopio que había traído para comprobar cómo estaba.

La presión sanguínea y el corazón de John parecían estar bien y, para demostrarlo, este encendió un cigarro, justo en el momento en que Pascale y Diana llegaban de vuelta del mercado. John todavía llevaba puesto el brazal del aparato para tomar la presión cuando encendió el puro. Pascale se quedó contemplando, confusa, la escena de la cocina, mirando alternativamente a Eric y a John.

– ¿A qué clase de juegos habéis estado jugando? -dijo regañándolos.

– Gwen se ofreció a quitarse la parte de arriba del biquini y Eric estaba comprobando de qué manera me afectaba -dijo John, con una amplia sonrisa.

Gwen protestó y Pascale cabeceó con desaprobación.

– Muy bonito -dijo, dejando los cestos-. ¿Ha pasado algo? -preguntó a continuación, al ver las caras serias de los demás.

– Se atragantó con un trozo de salchicha -dijo Eric, con sencillez-, y por muy poco no lo cuenta. Gwen le hizo el Heimlich y lo salvó. En pocas palabras, eso es todo. -Para recalcarle la gravedad de lo sucedido y el acto de heroísmo de Gwen, añadió-: Estaba inconsciente cuando lo encontró.

– Mon Dieu, pero ¿cómo sucedió? -Parecía aterrada; miraba a John y, agradecida, a Gwen. Luego abrazó a su marido-. ¿Estás bien? ¿Qué estabas haciendo?

– Hablando, fumando y comiendo. Gwen es una buena chica. De no ser por ella, habría estado bien jodido, de forma permanente.

Pascale pudo ver en sus ojos, más allá de la exageración, que se había asustado de verdad. Se acercó a Gwen y la abrazó.

– Gracias… No se qué decir… gracias.

Pascale no pudo decir nada más debido a la emoción. Gwen la abrazó a su vez, pensando que se alegraba de haber estado allí. Habían tenido suerte.

– ¿Cuándo almorzamos? -dijo John con una sonrisa de oreja a oreja.

Pascale puso los ojos en blanco y gimió.

– He comprado boudin noir en el mercado, pero nada de embutido para ti. Voy a darte preparados para bebé hasta que aprendas a comer.

John no le replicó; le rodeó los hombros con un brazo y la besó. Era como si se le hubiera concedido el don de la vida, de forma inesperada y, quizá, inmerecida, pero estaba agradecido por ello.


El grupo se mostró animado durante el almuerzo y todos estaban de buen humor, incluso Eric y Diana. Era como si la mano del destino los hubiera salvado a todos de otro desastre. John parecía particularmente feliz. Más tarde, él y Pascale se fueron a su habitación a dormir la siesta y Eric le pidió a Diana que fuera a dar un paseo con él, con lo cual Robert y Gwen se quedaron solos. Salieron afuera y se tumbaron en el pequeño muelle, empapándose de sol.

Gwen le contó todo lo que había pasado con John y él, meneando la cabeza, escuchaba; recordaba la noche en que había encontrado a Anne y volvía a vivir aquella pesadilla, sin decir nada.

– John ha tenido una suerte de todos los diablos de que lo encontraras.

– Me alegro de haberlo hecho -dijo ella suavemente, todavía un poco asustada por todo lo que había pasado.

Robert la miró con una ternura sorprendente.

– Me alegro de haberte conocido, Gwen. No estoy seguro de estar preparado para ti ni de merecerte. Pero lo que siento por ti es muy fuerte. -Era una manera tímida de decirle que se estaba enamorando de ella, pero ella también se estaba enamorando de él y estar allí, juntos, en el sur de Francia, con sus amigos, los estaba acercando todavía más-. La vida es extraña, ¿no? Nunca se me había ocurrido que pudiera perder a Anne. Siempre había pensado que ella me sobreviviría. Nunca me pasó siquiera por la cabeza que habría alguien más en mi vida. Eric me ha estado contando que entre él y Diana están pasando cosas muy tristes. Justo cuando piensas que tienes algo seguro entre las manos, todo se rompe en pedazos y tienes que volver a empezar desde cero. Luego, cuando piensas que tu vida se ha acabado, empieza de nuevo y tienes otra oportunidad. Quizá sea eso lo que hace que la vida valga la pena.

– Yo tampoco pensé nunca que volvería a encontrar a alguien tan importante para mí -coincidió Gwen-. Pensaba que había cometido demasiados errores y que había jugado ya todas mis cartas. Pero quizá no es así -dijo con dulzura, mirándolo.

Permanecieron sentados, juntos, durante mucho rato, mirando el mar y contemplando tanto su pasado como su futuro.

– Te quiero, Gwen -dijo él, volviéndose a mirarla-. No puedo creer que yo sea lo adecuado para ti. Soy demasiado viejo y nuestras vidas son muy diferentes. Pero, ¿quién sabe?, puede que esto sea lo mejor que nos haya pasado nunca a los dos. -Sonrió sosegadamente y la rodeó con el brazo-. Vamos a esperar y ver qué pasa.

– Yo también te quiero -susurró ella, mirándolo.

Entonces él la besó. El sol brillaba intensamente sobre Saint-Tropez.

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