Capítulo5

La última cena que los Morrison y los Donnally compartieron con Robert fue en el Four Seasons, en junio, justo antes de que Pascale se marchara. Hablaron de cosas diversas y sacaron, inevitablemente, el tema de la casa en Saint-Tropez. Robert seguía insistiendo en que no quería ir y John le recordó que había pagado una tercera parte, así que lo mejor era que la aprovechara.

– Eso fue solo para cumplir con las obligaciones de Anne -dijo, poniéndose triste de nuevo-. Le hacía tanta ilusión ir… Le habría encantado.

Tenía una mirada ausente mientras hablaba con ellos.

– Y a ti también -dijo John, con naturalidad-. Yo tampoco quería ir. Le dije a Pascale que no iría cuando me enteré de que había pagado un depósito antes de haberlo acordado. Pero ¡qué demonios! -dijo con aire avergonzado. Hacía tiempo que le había devuelto el dinero a la madre de Pascale y aceptado ir-. Lo pasaremos bien. ¿Por qué no vienes con nosotros? No creo que a Anne le hubiera gustado que no nos acompañaras.

Como todos sabían, era una persona demasiado generosa para eso.

– Quizá -dijo Robert, pensando en ello-. Podría ser divertido para Amanda. Tal vez podría venir conmigo, por lo menos unos días. No tengo por qué quedarme todo el mes.

– Hay suficiente espacio también para Jeff y Mike, si vienen por turnos. Tenemos mucho sitio. Me parece que Katherine y su marido vendrán a pasar unos días.

Al oírlo, Pascale y John intercambiaron una mirada. Pascale sabía que a John no le entusiasmaba la idea de recibir a la familia de Diana, pero después de la mirada aplastante que le dirigió, no dijo una palabra.

– Los chicos se van a Shelter Island a pasar el verano y no tendrían tiempo de ir a Francia, pero Mandy sí. Se lo preguntaré. Puede que, si ella viene conmigo, me siente bien.

– Te sentará bien, tanto si viene como si no -afirmó Diana.

Pascale había observado de nuevo que, también aquella noche, Diana tenía un aspecto tenso, pero Eric parecía estar de buen humor y se mostraba muy cariñoso con ella. Sin embargo, notó que ella se mostraba fría con él, lo cual no era propio de su carácter. Normalmente, los dos eran afectuosos y cálidos.

– Os lo diré dentro de unos días -fue todo lo que Robert quiso prometer.


El día antes de que Pascale saliera para Francia, la llamó y le dijo que Mandy había aceptado. Ella estaría cinco días con ellos. Y él no estaba seguro, pero quizá se quedara dos semanas.

– Puedes quedarte los días que quieras -dijo Pascale encantada-. También es tu casa.

– Bueno, ya veremos. -Luego la sorprendió con lo que dijo a continuación-: Puede que vaya con alguien.

Entonces se produjo una larga pausa, mientras Pascale trataba de encontrar las palabras adecuadas para preguntarle qué quería decir.

– ¿Alguien?

– Todavía no lo sé. Te lo diré cuando esté seguro.

Pascale quería preguntarle quién era, pero no se atrevió. Y no podía menos de preguntarse si era un hombre o una mujer. Estaba segura de que no podía ser Gwen Thomas, porque acababa de conocerla, pero le habría gustado saber si se estaba viendo con alguien más. Sabía que todavía lloraba la muerte de Anne y se le veía destrozado cuando hablaba de ella, pero en la última cena, observó que parecía arreglárselas bien. Salía más de lo que lo había hecho durante años, veía gente, iba a cenar, jugaba al tenis. Parecía más joven y con mejor salud que antes y le sentaba muy bien estar más delgado. Era muy extraño pensar en él como alguien sin pareja. Tenía que admitir que era muy atractivo. Además, de repente, tenía un aire más joven que cuando vivía Anne.

Pascale le dio su número de teléfono en París y le dijo que iría a Saint-Tropez dos días antes de que empezara el período de alquiler. Los dueños habían dicho que podía hacerlo, para abrir la casa y ponerlo todo a punto. No la habían usado desde hacía dos años.

– Llámame, si necesitas algo -dijo Robert.

Luego tuvo que salir corriendo para reincorporarse al tribunal, sin que Pascale tuviera tiempo de preguntarle de nuevo sobre aquel «alguien». Ni siquiera sabía cuándo llegarían ni cuánto tiempo se quedarían, si es que se quedaban.

Unos minutos más tarde, llamó a Diana para decirle que Robert sí que iría con ellos y Diana dijo que le parecía estupendo. Pero Pascale pensó que sonaba ausente y tensa y, finalmente, se decidió a preguntarle qué la había estado preocupando desde hacía un tiempo.

– ¿Te pasa algo?

Diana vaciló solo una fracción de segundo y luego insistió en que no le pasaba nada, que todo iba bien. Entonces, Pascale le habló del «alguien» de Robert.

– ¿Y no sabes quién es? -Diana sonaba intrigada.

– No, no sé nada. No tuve el valor de preguntárselo. Puede que sea otro juez o un abogado. Probablemente es un hombre.

– Espero que no sea esa actriz -dijo Diana, con voz preocupada, pero estuvo de acuerdo con Pascale en que no podía ser.

Robert y ella apenas se conocían y era demasiado pronto para que la llevara a ningún sitio y mucho menos a Francia. Cuando fueran todos a Saint-Tropez, Anne solo llevaría muerta siete meses.

– Me alegro de que Mandy vaya con él; será bueno para él.

Pero puede que no fuera tan bueno para ellos. Era una chica encantadora y adoraba a su padre, pero había tenido algunos conflictos con su madre a lo largo de los años que, a veces, se habían hecho extensivos, también, a los amigos de esta. Y tener una chica de su edad alrededor no siempre resultaba fácil.

– En realidad, no la necesita -dijo Pascale, con su habitual sentido práctico-, nos tiene a nosotros. Y hay veces que Mandy es un poco difícil. Con frecuencia, también a Anne le atacaba los nervios.

Anne había pasado unos años muy difíciles con ella. Los chicos siempre le habían resultado más fáciles.

– Bueno, no pasa nada; entonces era más joven y, además, serán solo cinco días. Robert estará contento. Me alegro de que haya decidido venir -dijo Diana generosamente.

– Yo también -dijo Pascale, satisfecha.

Había costado cinco meses convencerlo, después de la muerte de su esposa. Al cabo de cinco semanas, estarían todos juntos en Francia, con gran alegría por su parte.

– Llámame cuando hayas visto la casa -insistió Diana y Pascale le prometió que lo haría-. Apuesto a que será genial -añadió, entusiasmada.

Pascale se echó a reír. Seguía preocupada respecto a Diana y esperaba que no fuera un problema de salud. Después de la muerte de Anne, estaba más ansiosa de lo habitual por su amiga. Supuso que, fuera lo que fuera lo que la hubiera estado preocupando últimamente, hablarían de ello en Francia.

– Si no lo es, John me matará. Todavía se está lamentando por lo que hemos pagado -añadió Pascale, riendo.

– Vale hasta el último penique. Solo lo hace para que no nos olvidemos de cómo es.

Los demás habían pagado su parte sin quejarse y pensaban que era un precio justo, pero John no. Todavía echaba chispas cuando Pascale se marchó a Francia.


Como siempre, se recreaba al estar en casa de nuevo, viendo a sus amigos, yendo a sus restaurantes y tiendas favoritos. Pasó una tarde en el Louvre, contemplando las nuevas obras expuestas y, luego, se dedicó a escarbar en algunas tiendas de antigüedades de la rive gauche. Fue al teatro y disfrutó de una serie de noches tranquilas con su madre, su abuela y su tía. En sus visitas a París recargaba pilas para todo el año. Por una vez, encontró a su madre bastante bien de salud. De forma no muy diferente a lo que John hacía con ella, la madre de Pascale no paró de quejarse de él. Según ella, John era demasiado bajo, estaba demasiado gordo, no trabajaba lo suficiente, no ganaba bastante dinero, vestía como un norteamericano y nunca se había esforzado lo más mínimo por aprender francés. Pascale estaba acostumbrada a defender al uno del otro y hacía oídos sordos cuando su madre se dedicaba a hacer picadillo a su marido. No le decía nada a John al respecto cuando lo llamaba por teléfono, pero él se las arreglaba para lanzar unos cuantos insultos contra su suegra mientras hablaba con Pascale. Eran tal para cual. La tía de Pascale nunca decía nada. Era sorda como una tapia, así que no oía lo que su hermana decía del marido de su sobrina y siempre había pensado que John era un hombre absolutamente agradable. Lamentaba, por ellos, que no hubieran tenido hijos, pero a Pascale no parecía importarle. Por su parte, la abuela de Pascale dormía la mayor parte del tiempo y siempre había opinado que John era muy amable.

Siempre que estaba en casa, con su familia, Pascale parecía volverse todavía más francesa. Su inglés perdía precisión y olvidaba palabras conocidas cuando hablaba con John. Su acento era más marcado y hacía acopio de novelas francesas y las leía hasta bien entrada la noche. Comía sus platos favoritos y fumaba Gauloises. Cada movimiento, cada gesto, cada expresión, cada palabra, se hacían inconfundiblemente franceses.

Al finales de julio, cuando marchó hacia el sur de Francia, estaba relajada y en forma. Había perdido unos cuantos kilos, pese a las enormes comidas que tomaba y al queso y los postres que adoraba, pero hacía tanto ejercicio paseando por París que tenía mejor aspecto que nunca. El día antes de que Pascale saliera para Saint-Tropez, su tía y su madre se habían marchado a Italia, como siempre hacían. Su abuela estaba dormida, como de costumbre. Pascale le dijo a la enfermera dónde podía encontrarla en el sur de Francia y abandonó el piso sin hacer ruido.

El vuelo a Niza estaba lleno a rebosar, con parejas, familias y niños, montañas de equipaje y bolsas de plástico desbordantes de sombreros de paja, comida y de todo lo imaginable. Todos los asientos estaban ocupados, pero todo el mundo parecía de buen humor. Como la mayoría de franceses, casi todos tenían un mes de vacaciones y se dirigían al sur. Y tantos como era posible, se llevaban a sus perros. No hay nadie, salvo los ingleses, que ame más a sus perros que los franceses. La única diferencia es que los ingleses tratan a sus perros como perros. Los franceses los llevan a los restaurantes, les dan de comer a la mesa, los transportan en cestas y les ahuecan el pelo. Los perros del avión se dedicaron a ladrarse unos a otros y a sacar a todo el mundo de quicio. Pero a Pascale no parecía importarle; miraba por la ventanilla, pensando en lo bien que iban a pasarlo en Saint-Tropez. De niña, había veraneado en Saint-Jean Cap-Ferrat y en Antibes. Saint-Tropez siempre había sido un lugar más atrevido y estaba un poco más lejos. Habría unas dos horas de coche desde Niza. Y con el tráfico, sería mucho peor. El medio más fácil de llegar hasta allí desde el resto de la Riviera era por mar.

Cuando aterrizaron en el aeropuerto de Niza, Pascale recogió sus maletas. En París, se había comprado ropa nueva para la playa, con lo cual las dos maletas que había traído de Estados Unidos se habían convertido en tres. Esperaba encontrar un mozo que la ayudara a llegar a la oficina de alquiler de coches y luego hasta el coche. Sabía que si John hubiera estado con ella, la habría hecho llevar, por lo menos, dos de las maletas y no hubiera dejado de gruñir mientras hacía malabarismos con el resto. Ella llevaba una gran bolsa de Hermès y otra enorme bolsa de paja para la playa. No se podía negar que era demasiado equipaje. Por suerte, el mozo se encargó de meterlo todo en el maletero y en el asiento de atrás del Peugeot alquilado. Media hora después de aterrizar, Pascale iba de camino a Saint-Tropez.

Como era de esperar en esa época del año, las carreteras estaban atestadas; había muchos descapotables, con hombres apuestos y mujeres bonitas, y un auténtico rebaño de Deux Chevaux, esos diminutos coches que parecen multiplicarse como conejos en Francia. John pensaba que no eran seguros. Aunque se quejaba de que era demasiado caro, siempre quería que ella alquilara un coche decente. Ella habría preferido un Deux Chevaux, que significa «dos caballos», pero que más parecía solo uno.

Eran casi las seis cuando Pascale llegó a Saint-Tropez. Cogió la D98 y luego la N98 y la D25 y siguió la Route des Plages, obedeciendo las instrucciones que le habían dado. Veinte minutos después seguía buscando la dirección, temiendo haberse equivocado. Empezaba a tener hambre, pero quería dejar sus cosas en la casa antes de buscar un sitio para comer. No tenía intención de comprar comida hasta el día siguiente. Mientras pensaba en esto, pasó por delante de un par de pilares de piedra, a punto de desmoronarse, que flanqueaban una verja de hierro oxidado. Sonrió para sí, diciéndose que aquella zona tenía mucho encanto. Era una sensación tan estupenda, la de estar de nuevo en Francia. Dejó atrás la verja y siguió adelante. Pero diez minutos más tarde, cuando comprobó los números de las casas, se dio cuenta de que se había pasado de largo. Dio media vuelta, regresó y volvió a saltarse el número que buscaba. Esta vez, después de cambiar de sentido una vez más, condujo a paso de tortuga. Sabía que la casa tenía que estar en algún sitio y que la entrada debía de quedar oculta o ser discreta en extremo. Finalmente, localizó el número anterior y paró el coche para mirar alrededor. Al hacerlo, se encontró con que estaba de nuevo frente a los pilares ruinosos. Al mirar más atentamente, vio un maltrecho letrero que colgaba de un único clavo oxidado. Tenía que haber un error. La verja de hierro oxidado era el número de su casa. En el letrero ponía claramente Coup de Foudre, que en francés significa literalmente «rayo», pero que también tiene otro sentido, más poético, que es «flechazo». Era el atardecer de una tarde mágicamente cálida y, en silencio, cruzó la verja con el coche.

Había una calzada estrecha y curvada, con matojos descuidados que rasparon el coche; Pascale sentía una vaga sensación de desazón. Esa no era la entrada que esperaba ni la que aparecía en el folleto. Algunos de los hierbajos que crecían en mitad del camino estaban tan altos que tenía que girar el volante para esquivarlos. Más parecían arbustos y todo estaba lleno de maleza. Parecía una escena salida de una película de terror o de una novela de misterio; se rió de sí misma y, justo entonces, salió de la última curva y vio la casa. No cabía duda de que la entrada era «discreta». No se veía nada de la propiedad desde la calle. Cuando la casa apareció por completo ante sus ojos, pisó con fuerza el freno y se detuvo. Era una villa enorme y destartalada, tal como mostraban las fotos, con hermosas puertas cristaleras y yedra cubriendo las paredes, pero las fotos que habían visto debían de haberse tomado cincuenta años atrás. Parecía que la casa hubiera estado abandonada desde entonces y estaba seriamente deteriorada. Sospechó instantáneamente que hacía mucho más de dos años que los propietarios no iban por allí, por no hablar del fotógrafo que había hecho las fotos del folleto.

Había una extensión de césped delante de la casa, con malas hierbas y matojos tan altos que casi llegaban a la cintura. Había unos muebles de jardín viejos y rotos, desparramados aquí y allí, y una sombrilla viejísima y hecha pedazos, encima de una mesa de hierro oxidado que parecía garantizar que cualquiera que comiera allí iba a necesitar la vacuna antitetánica. Todo aquel sitio parecía salido de una película y durante un segundo enloquecido sintió la necesidad de preguntarle a alguien si era una broma. Pero estaba claro que no lo era. Se trataba de su casa y, por lo menos para Pascale, definitivamente no era un «flechazo»; se parecía más a que te cayera encima un rayo que a un flechazo.

– Merde -dijo en voz baja, todavía sentada en el coche, mirándolo todo fijamente.

Lo único que cabía hacer era rezar por que el fotógrafo hubiera sido más honrado con las imágenes del interior. Pero estaba pensando que no parecía probable cuando, al salir del coche, metió el pie en un hoyo y casi se cae. Los senderos que rodeaban la casa estaban llenos de agujeros, y aquí y allí había pequeños charcos de barro, había unas cuantas flores, que a esas alturas crecían silvestres. Los bellos arriates floridos de las fotos debían de haber desaparecido muchos años atrás. Entonces se le ocurrió tocar la bocina. Sabía que había un matrimonio esperándola y les había escrito para decirles cuándo iba a llegar. Pero, pese a tocar insistentemente la bocina, no hubo respuesta alguna y, finalmente, se dirigió con cautela hacia la puerta principal.

Había un timbre y lo tocó, pero no acudió nadie. Lo único que podía oír eran ladridos de perros, por lo menos un par de cientos, un número enorme, por el ruido que hacían y, a lo que parecía, perros pequeños. Pasaron casi cinco minutos sin que apareciera nadie y entonces, finalmente, oyó pasos en el interior de la casa. Cuando la puerta se abrió, Pascale estaba allí, de pie, cada vez más preocupada. Al principio, lo único que pudo ver fue una enorme bola de pelo rubio teñido, largo y demencialmente encrespado. Se alzaba, casi vertical, en torno a la cara de la mujer. Parecía una peluca de una de esas películas de los sesenta, salvajes y llenas de drogas. La cara que había debajo era pequeña y redonda. Lo único que Pascale recordaba en aquel momento era que la mujer se llamaba Agathe y lo dijo con aire dubitativo, tratando de apartar la mirada del pelo.

– Oui, c'est moi.

«Soy yo.» Pues claro. ¿Quién más podía ser? Vestía un top sin espalda, dentro del cual los pechos parecían querer explotar. A continuación venía una enorme exhibición de estómago y, luego, los shorts más cortos que Pascale había visto en su vida. Todo el cuerpo parecía ser absolutamente redondo, como un globo. Lo único que la salvaba eran unas piernas bonitas. Con gran pesar, Pascale vio que también llevaba unos tacones de quince centímetros. Eran el tipo de zapatos que en los cincuenta se llamaban FMQ. La mujer observaba a Pascale, con una mirada neutral, bizqueando, con un Gauloise papier maïs, con su papel de color maíz maduro, pegado a los labios. El humo ascendía dibujando un largo rizo gris y la obligaba a cerrar un ojo. Era todo un espectáculo. Dando vueltas en torno a sus pies había tres perros pequeños, blancos, que ladraban como locos. Caniches, con el pelo impecablemente recortado. A diferencia de su dueña, parecía que acabaran de salir de la peluquería; todos llevaban un lacito de color rosa. Pascale no podía apartar los ojos de la mujer, tratando involuntariamente de adivinar su edad. Debía de estar en los cuarenta o quizá incluso en los cincuenta, pero la piel de su carita regordeta no tenía arrugas.

Pascale se presentó, mientras uno de los caniches trataba de morderle el tobillo y otro le atacaba el zapato; Agathe no se molestaba en mandarles que pararan.

– No le harán nada -dijo tranquilizando a Pascale, al tiempo que se hacía a un lado.

Pascale vio entonces la sala de estar. Era como un decorado de La novia de Frankenstein. Los muebles eran viejos y destartalados; había telarañas que colgaban del techo y de la lámpara de araña, y las alfombras persas, supuestamente elegantes, estaban raídas. Por un instante, Pascale no supo qué decir y luego miró a la mujer sin dar crédito a lo que veía.

– ¿Es esta la casa que hemos alquilado? -preguntó Pascale con una voz que más parecía un graznido.

Rezaba por que la mujer le dijera que no, que la que habían alquilado estaba un poco más arriba, en la misma calle. Cuando Agathe asintió con una risita, se le cayó el alma a los pies. Para entonces, el tercer perro se dedicaba a frotarse, con frenesí, contra su otro zapato. Desde luego no era un flechazo; salvo, quizá, para el perro.

– Ha estado cerrada durante un tiempo -explicó Agathe alegremente-. Mañana, con el sol, tendrá un aspecto estupendo.

Sería necesario mucho más que el sol para hacer que la casa dejara de parecerse a una tumba. Pascale no había visto nunca nada tan sombrío. Lo único que reconocía de las fotos era la chimenea y las vistas. Ambas eran excepcionalmente bonitas, pero el resto era un desastre y no tenía ni idea de qué podía hacer. Los demás llegarían dentro de dos días. Lo único que se le ocurría era llamar al agente inmobiliario para que le devolviera el dinero. Pero y luego, ¿qué? ¿Dónde se alojarían? En esa época del año, todos los hoteles estarían llenos. Y no podían presentarse en casa de su madre en Italia. Las ideas se le agolpaban en la cabeza y la mujer con el pelo afro rubio parecía divertida.

– Lo mismo le pasó a una gente de Texas el año pasado.

– ¿Y qué hicieron?

– Demandaron al agente y al propietario. Y alquilaron un yate.

Era una idea, por lo menos.

– ¿Puedo ver el resto? -preguntó Pascale sin fuerzas.

Agathe asintió y cruzó la sala de nuevo, repiqueteando con sus altos tacones. Para entonces, los perros se habían acostumbrado a Pascale y se quedaron allí ladrando, sin tratar de atacarla, cuando su dueña los apartó. Hacían un ruido increíble y, mientras seguía a Agathe a través de la sala de estar, Pascale sentía deseos de matarlos.

La sala era tan grande como parecía en las fotos, pero no quedaba en ella ni resto de los muebles que se veían en ellas. El comedor era largo, desnudo y vacío, con una antigua mesa de refectorio, unas sucias sillas de lona y una lámpara de araña que parecía colgar de un frágil hilo desde el techo. Había gotas de cera de velas por toda la mesa, que nadie se había molestado en limpiar, al parecer desde hacía años. Pero cuando Pascale vio la cocina fue como si alguien le pegara un mazazo en pleno estómago y lo único que pudo hacer fue gemir. Estaba absolutamente hecha un asco y nada, salvo quizá una manguera, podía arreglarlo. Todo estaba recubierto de grasa y mugre y apestaba a comida rancia. Estaba claro que Agathe no había perdido su tiempo limpiando la casa.

Los dormitorios estaban un poco mejor. Eran sencillos, espaciosos y aireados. Casi todo era blanco, salvo las sucias alfombras de flores del suelo. Pero la vista desde las ventanas, por encima del mar, era espectacular y era posible que nadie observara ni le importara lo mucho de que carecían las habitaciones en cuanto a decoración. Había una remota posibilidad de que, si Agathe se ponía manos a la obra de verdad y llenaban las habitaciones de flores, fuera posible dormir allí una noche. La suite principal era la mejor, pero las otras eran también bastante decentes; solo marchitas y necesitadas de jabón, cera y aire.

– ¿Le gustan? -preguntó Agathe.

Pascale vaciló. Si se quedaban, cosa que dudaba, habría que hacer un montón de trabajo. Pero no podía imaginar que se quedaran; sabía lo exigentes que eran sus amigos. Diana quería que todo fuera perfecto y estuviera inmaculadamente limpio, y lo mismo podía decirse de Eric. Sabía, además, que ni Robert ni John esperaban encontrarse con aquel desastre, especialmente después de lo que habían pagado. Pero no sabía qué ofrecerles a cambio y no soportaba la idea de abandonar la esperanza de pasar un mes en Saint-Tropez. Además, sabía que John no dejaría que lo olvidara por años que viviera. Solo dio gracias a Dios de que no fuera su madre quien hubiera encontrado la casa y pensaba encargarse del agente ella misma. Quizá pudiera encontrarles otro sitio.

Una ojeada a los cuartos de baño bastó para confirmar sus peores temores. La fontanería tenía cuarenta o cincuenta años y la suciedad llevaba allí por lo menos el mismo tiempo.

Estaba claro que Agathe no limpiaba los baños ni las ventanas ni los suelos ni casi nada. Aquel sitio era una vergüenza. No podía culpar a los tejanos por demandar a los propietarios y al agente. Estaba pensando en hacerlo también ella. De repente, se sintió tan furiosa y tan decepcionada que habría querido gritar.

– C'est une honte, es una vergüenza -le dijo a Agathe, con una mirada que no era solo francesa, sino parisina y si se hubiera atrevido, le hubiera dado una patada a los perros que no paraban de ladrar-. ¿Cuándo fue la última vez que se limpió la casa?

– Esta mañana, madame -dijo Agathe, con aire de sentirse ofendida.

Pascale negó con la cabeza, ocultando apenas la ira que sentía. Estaba claro que nadie había limpiado desde hacía años.

– ¿Y el jardinero? Su esposo. ¿No puede ayudarla?

– Marius no hace trabajos domésticos -dijo Agathe, con aires de gran duquesa, irguiéndose en toda su estatura, que apenas superaba la de Pascale, incluso encima de sus tacones de quince centímetros. Por otro lado, en circunferencia triplicaba la de Pascale.

– Bien, pues quizá tenga que hacerlo, si es que nos quedamos -le advirtió Pascale, con los ojos echando chispas.

Luego se dirigió abajo para llamar por teléfono.

Solo había uno, en la cocina. A Pascale casi le daba miedo tocarlo; estaba tan grasiento como los fogones. Cuando la mujer de la agencia inmobiliaria se puso al teléfono, le dijo lo que pensaba, con un fuego graneado de palabras que desbordaban indignación.

– ¿Cómo ha podido…, cómo se ha atrevido…?

La amenazó con pleitos, mutilaciones, asesinatos y le dijo que tenía que encontrarles otra casa o suites en un hotel. Pero alojarse en un hotel no sería ni la mitad de divertido, por no hablar del gasto. Se le encogió el estómago al pensar en John y se lanzó de nuevo a la garganta de la agente.

– No podemos quedarnos aquí, bajo ninguna circunstancia; es inhabitable… mugriento… repugnante… déguelace… ¿Usted lo ha visto? ¿En qué estaba pensando? Este sitio no se ha limpiado desde hace veinte años.

Mientras lo decía, vio cómo Agathe se iba, furiosa, taconeando fuerte, seguida de su manada de perros.

Pascale estuvo al teléfono media hora. La agente le prometió ir a la mañana siguiente, para ver qué se podía hacer, pero le aseguró a Pascale que no había nada por alquilar en Saint-Tropez. Insistió en que era una buena casa, que lo único que necesitaba era pasar el aspirador y un poco de jabón.

– ¿Está loca? -le preguntó Pascale chillando, perdidos ya los estribos-. Este sitio necesitaría una bomba atómica. ¿Y quién va a hacerlo? Mis amigos llegan dentro de dos días. Son de Estados Unidos. Y esto es exactamente lo que piensan de Francia. Les ha demostrado usted que todo lo que dicen de nosotros en el extranjero es verdad. Enviarnos esas fotos fue un fraude, nos ha robado y esta casa es una pocilga. Es una deshonra para todos nosotros -exclamó Pascale, poniéndose melodramática-. No solo me ha traicionado a mí, sino a Francia. -Habría querido matar a aquella mujer, que seguía insistiendo en que a sus amigos les encantaría y que, de verdad, era una casa estupenda-. Puede que lo fuera en algún momento -la interrumpió Pascale, cortante-, pero de eso hace mucho, muchísimo tiempo.

– Mañana le enviaré un equipo de limpieza para ayudar -dijo la agente, tratando de calmar a Pascale, pero en vano.

– No, lo que quiero es que venga usted misma, que esté aquí a las siete de la mañana, con un cheque devolviéndonos la mitad del dinero; de lo contrario, la demandaré. Y traiga a su equipo de limpieza con usted. Trabajará aquí, conmigo, los próximos dos días y será mejor que su equipo sea bueno de verdad.

– Por supuesto -dijo la agente con un aire ligeramente desdeñoso. Era amiga del agente que Pascale conocía en París y esta ya le había garantizado que, a menos que hiciera un milagro, su reputación con la agencia de París quedaría tan hecha pedazos como la casa-. Haré todo lo que pueda para ayudarla.

– Traiga mucha gente, un montón de materiales de limpieza y un montón de jabón suficiente para limpiar el infierno.

– Haré todo lo que pueda para serle útil -dijo la agente con altivez.

– Gracias -respondió Pascale con los dientes apretados, tratando de controlarse, aunque era un poco tarde para eso.

Le había dicho a aquella mujer lo que pensaba y se lo merecía. Los había engañado por completo, hasta el punto de ser un fraude. Al salir de la cocina, Pascale pegó un salto. Tenía delante de los ojos a un hombre que parecía medir tres metros. Era alto y delgado y daba miedo. Llevaba la barba y el pelo largos y vestía un peto vaquero, sin camisa, y zapatos de etiqueta, de charol. Parecía un vagabundo que se hubiera metido en la casa. Con una sensación de absoluto vacío en el estómago, Pascale supuso quién era. Llevaba en los brazos a uno de los caniches, que seguía ladrando, y le arreglaba amorosamente el lacito rosa. Solo podía ser el marido de Agathe, Marius. Cuando Pascale se lo preguntó, se inclinó.

– A su servicio, madame. Bienvenue.

Bienvenida. ¡Precisamente! Habría querido darle una patada en la espinilla por el estado en que se encontraba el jardín. Se suponía que él era el jardinero y el chófer.

– Tiene mucho trabajo que hacer -dijo Pascale sin rodeos-. ¿Tiene un cortacésped?

Por un momento, pareció no saber de qué le hablaba, como si le hubiera pedido alguna herramienta insólita y desconocida.

– Sí, creo que sí.

– Entonces, quiero que empiece a cortar la hierba mañana, a las seis de la mañana. Le llevará todo el día limpiar el terreno.

– Ah, pero madame…, tanto encanto…

– Las malas hierbas no tienen encanto -dijo Pascale, tajante, fulminándolo con la mirada, mientras él seguía acariciando al perro-. Este jardín no tiene encanto. Y el césped es una vergüenza. No le estoy pidiendo su opinión, le estoy diciendo lo que tiene que hacer. Cuando acabe, necesitaremos su ayuda en la casa. Hay mucho trabajo por hacer.

Vio cómo Agathe y Marius cruzaban una mirada. No parecían contentos.

– Tiene la espalda mal -explicó Agathe-. No puede hacer esfuerzos. Se cansa mucho.

Debía de tener cuarenta y cinco años bien cumplidos y parecía más holgazán que cansado. En realidad, Pascale sospechaba que estaba bebido o colocado. Exhibía una especie de sonrisa mema y una expresión aturdida y, cuando se inclinó por tercera vez, pareció que fuera a perder el equilibrio. Pero a Pascale le importaba un pimiento. Le inyectaría café, si tenía que hacerlo, o le daría anfetaminas. Tenía que hacer el trabajo. Por el momento, no había nadie más. Solo Dios sabía cómo sería el «equipo» de limpieza de la agente inmobiliaria.

– Tenemos dos días antes de que lleguen los demás -dijo Pascale, en un tono que no presagiaba nada bueno-. Y cuando lleguen, esta casa estará limpia. -Era evidente que pensaban que Pascale había vivido demasiado tiempo en Estados Unidos, pero podían pensar lo que quisieran; estaba decidida a conseguir lo que quería de ellos. Al mirarlos, se irguió en toda su estatura y, desde la punta de los pies a la cabeza, se convirtió en la profesora de ballet y en la dictadora que sabía que tendría que ser.

– ¿Sabe cocinar? -le preguntó a Agathe a continuación. En el folleto decía que sí.

– No mucho -respondió Agathe, llenándose el pecho de cenizas al hablar.

Se las sacudió para que no le cayeran encima al perro, que estrechaba contra su pecho. El tercero estaba en el suelo, emitiendo los ladridos más agudos que podía. Para entonces, Pascale tenía un dolor de cabeza de elefante. Al imaginar una comida preparada por Agathe, decidió que más valía que no cocinara. De eso podría encargarse ella. Y podían salir a cenar a los restaurantes de Saint-Tropez, si a John le parecía bien.

– ¿Quiere que le entre las maletas? -preguntó Marius amablemente, exhalando vapores etílicos hacia ella.

Era como un dragón que respirara fuego. Lo miró y le habría gustado decirle que prefería ir a un hotel, pero sabía que si lo hacía, suponiendo que encontrara una habitación, el trabajo se quedaría sin hacer. Aquellos dos necesitaban alguien que los vigilara, una mano firme y un cartucho de dinamita para empezar a moverse. Ponerles la inyección final a los perros también hubiera sido útil, pero eran el menor de sus problemas, pensó, y le entregó a Marius las llaves del coche.

Al cabo de un momento, volvía con el equipaje.

– ¿La habitación principal, madame? -preguntó, llevando dos de las maletas, con su pelo largo y greñudo, su peto y sus ridículos zapatos de charol.

A Pascale le entraron ganas de echarse a reír al verlo; la situación era completamente absurda.

– Sí, está bien.

Siempre podían dársela a los Morrison más tarde, pero justo en aquel momento, pensó que se lo merecía.

Marius subió las maletas al dormitorio y Pascale, con una mirada de desesperación, se sentó en el único sillón. Al hacerlo, los muelles cedieron y se hundió hasta casi tocar el suelo.

Marius y Agathe la dejaron unos minutos después y ella se quedó allí sentada, mirando fijamente por la ventana. La vista era absolutamente perfecta y la casa era una pesadilla. No estaba segura de si reír o llorar. Por un momento, pensó en llamar a Diana, pero ¿qué podía decirle? No soportaba la idea de decepcionarlos, a ella, a Eric y a Robert, y ni se atrevía a pensar qué diría John. Solo rezaba para que no la llamara, porque estaba segura de que lo averiguaría todo con solo oírla. Pero sabía que, por fortuna, tenía muchas cosas que hacer antes de marcharse. Lo único que podía hacer era tratar de resarcirlos y poner aquel sitio en condiciones. Haría falta un milagro para conseguirlo en dos días. Mientras el sol se ponía sobre el mar, recostó la cabeza en el viejo sillón. Estaba absolutamente exhausta y tenía un dolor de cabeza espantoso; sabía que durante los dos días siguientes, tendría que hacer un ejercicio de magia. Era una forma endemoniada de empezar sus vacaciones en Saint-Tropez, pero Pascale se negó a declararse derrotada. No sabía cómo, pero iba a hacer que todo saliera bien.

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