Cuarta Parte. LA PASIÓN DE LOS JITTERBUGS

Capítulo I

El tío ocupaba en la avenida Mozart el segundo piso de un lujoso edificio de piedra Comblanchien. El departamento estaba amueblado con gusto por bibelots exóticos traídos de una lejana expedición al corazón de la sabana mogólica. Tapices merovingios de lanas chillonas que se cortan a mediados de agosto, como los gatos, amortizaban las reacciones del nervioso piso de roble asentado. Todo ayudaba para hacer del conjunto un home mullido y confortable.

Al ver llegar la formación del Mayor, la portera se encerró en su pieza. La sobrina Odilonne Duveau, porque es necesario llamarla por su nombre, penetró audazmente en ese nido de resistencia y entabló diálogos incisivos con el ocupante. Un billete de cinco zwenzigues deslizado a propósito suavizó las aristas de la entrevista, que concluyó con un desfile imponente en la escalera de piedra adornada por una espesa moquette.

La caravana stopa delante del postigo del tío de Odilonne y esta última introdujo en la cerradura que se ofreció entera, el tallo fálico de una llave de bronce de aluminio. Por la acción ya alternada o combinada de los resortes y de presiones antagónicas, el pestillo ejecutó en el sentido querido el aria de Aída. La puerta se abrió. En seguida el cortejo se deshizo y el último tilingo que ya no llevaba nada en la fuente de hielo, cerró cuidadosamente las hojas con doble vuelta.

Antioche dio algunas órdenes rápidas y la influencia de su genio organizador logró, en seis minutos más o menos, colocar todo el material.

Para colmo, entre las reservas del tío se encontraron cajones de cognac cuyo descubrimiento sumergió al Mayor en un embeleso sin límite. Las setenta y dos botellas se unieron a las otras provisiones traídas de lo de Zizanie.

La multitud anónima de tilingos se dedicó a los salones, corriendo alfombras, desplazando los muebles, vaciando las cajas de cigarrillos en bolsillos más idóneos, preparando el baile.

El Mayor reunió a su novia, a Antioche, Vidal y Pigeon para un consejo de guerra urgente.

– La primera parte de nuestra tarea está cumplida. Sólo nos queda proporcionar a esta manifestación el brillo grandioso que no debe dejar de tener. ¿Qué proponen?

– Llamemos a Levadoux para que venga… -sugirió Emmanuel.

– ¡Tratemos! -dijo Vidal.

– Eso es accesorio -cortó el Mayor-. Vidal, mejor telefonea al Hot-Club para tener una orquesta. Hará más barullo que el pick-up…

– ¡Inútil! -dijo Vidal-. Claude Abadie se impone.

Se apoderó del aparato y marcó el número bien conocido: Molyneux, treintaiochocerotres.

Durante ese tiempo el Mayor continuaba con su conferencia.

– Para que esto camine se necesitan dos cosas:

lº hacerlos comer, para que no se sienten mal después de tomar;

2° hacerlos tomar, para que se sientan alegres.

– Voy a ocuparme de darles de comer -dijo Zizanie.

– Algunas chicas de buena voluntad -gritó alejándose hacia la cocina, seguida enseguida por el número de ayuda querido.

– Abadie viene -anunció Vidal-. Gruyer pasa por casa y me trae mi trompeta.

– Bien -dijo el Mayor-. Llamemos a Levadoux.

– Un poco tarde -señaló Vidal. En el cucú prehistórico sonaban las dieciocho y cuarenta.

– Nunca se sabe -dijo Emmanuel-. Probemos.

Por suerte, la standardista del Consortium, retrasada por Miqueut todavía estaba allí.

– El señor Levadoux se ha ido -dijo-. Deme su número… Si vuelve esta noche, lo llamará.

Ella misma rió de esta broma deliciosa.

Emmanuel le dio su número, y ella lo inscribió a la vista de su nombre en la punta de un papel.

– Si lo encuentro al irme, le diré que lo llame -prometió-. ¿Quiere que le dé con el señor Miqueut?

– Gracias, sin cumplidos -dijo Emmanuel, que colgó precipitadamente.

No había ninguna posibilidad de que Levadoux volviera esa noche a su escritorio, por eso la standardista lo cruzó en la escalera cuando subía a buscar sus guantes, olvidados sobre el escritorio en el momento de salir para el Cépéha. Le informó sobre la comunicación recibida y Levadoux llamó a lo del tío de Odilonne media hora después.

Aplicadas estrictamente, las consignas del Mayor ya daban buenos resultados. Las pituquitas circulaban cargadas con pesadas fuentes que eran la base de piramidales (o piramigdales como dicen los oto-rino-laringolistas) pilas de sandwiches de jamón. Otras disponían sobre los muebles platos de masas de crema y el Mayor componía, detrás de un mantel inmaculado, un Monkey's Gland a la pimienta roja, su brebaje favorito.

En un clavo del techo de la cocina colgaba, descarnado, el hueso del jamón. Cinco machos (visiblemente) bailaban a su alrededor una danza salvaje. Los sordos golpes de puño de la cocinera Berthe Planche, encerrada en un placard, marcaban la ronda salvaje. Como entró a destiempo, la liberaron y la violaron, los cinco, de a dos. Después la volvieron a poner en el placard, pero esta vez, en la tabla de abajo. Y en la puerta de entrada se oyó el gran zafarrancho de la orquesta Abadie al ruido del cual Zizanie se precipitó.

Capítulo II

– ¿Dónde está D'Haudyt? -preguntó Vidal, después de abrir la puerta.

– ¡Justamente está un poco caído en la escalera con su batería! -respondió Abadie, siempre al corriente de las menores notas falsas.

– Atendámosle.

Y la orquesta completa hizo su entrada, aplaudida por la multitud inmensa de sus admiradores.

– No se puede tocar en el salón con el piano en la biblioteca -señaló astutamente Abadie que, decididamente, no había perdido el tiempo en la Facultad de Ingeniería-. Vamos, muchachos, traigan el piano -ordenó a cuatro tilingos desocupados que tocaban la cornamusa en un rincón.

Ardiendo por ser útiles, se precipitaron sobre el piano, un Pleyel de cola y media que pesaba setecientos kilos incluido el pianista.

La puerta resultó demasiado estrecha y el piano se resistió.

– ¡Vuelvan! -ordenó Antioche, que tenía buenas nociones de balística-. Pasará de canto.

En el curso de la operación, el piano sólo perdió su tapa, dos patas, y diecisiete pedacitos de marquetería de los cuales se pudieron colocar ocho al terminar el transporte.

Llegaba a destino cuando Abadie se acercó de nuevo.

– Después de todo -dijo-, creo que sería mejor tocar en la biblioteca. La acústica, como le decíamos a Carva, es más adecuada.

El instrumento estaba aún de costado y continuar el trabajo fue muy simple. Se reemplazaron las patas rotas por pilas de grandes libros extraídos de la colección del tío. El conjunto está bien.

– Muchachos, creo que ahora se puede tocar -dijo Claude-. Afinen.

– ¡Venga a refrescarse un poco antes de tocar! -propuso el Mayor.

– ¡No hay rechazo! -concedió el jefe.

Mientras sus colegas bebían, Gruyer, con la mirada lúbrica detrás de sus anteojos y el pelo en pie de guerra tomaba contacto con una estudiante de medicina a la que conocía más o menos. Su nariz temblaba y su bragueta era envolvente.

La voz de su jefe lo detuvo en la pendiente jabonosa del vicio y la batahola se organizó. En diez minutos, el Mayor acababa de verter en las gargantas áridas un centenar de litros de brebajes incendiarios.

Peter Gna, el famoso romántico, fue de los primeros en aprovechar esa fuente inagotable. Después de cuatro vasos de naranjada llenos de alcohol hasta el borde, empezó a sentirse con ánimo. Dio algunas vueltas por la sala con la nariz dilatada, después desapareció detrás de la cortina de una ventana y se instaló cómodamente en el balcón. Abadie tocaba su gran éxito: On est sur les roses. La alegría de los pitucos estaba colmada. Sus piernas se enroscaban como ocarinas divididas mientras que las suelas de madera marcaban con fuerza ese ritmo cuadritemporal que es el alma misma de la música negra como diría André Coeuroy al que se conoce en música casi como al aduanero Rousseau en historia. Los mugidos solapados del trombón daban a los brincos de los bailarines una característica casi sexual y parecían salir de la garganta de un toro calavera. Los pubis se frotaban vigorosamente, a fin sin duda de usar esas proyecciones pilosas molestas para rascarse y susceptibles de retener pedazos de alimentos, lo que es sucio. Lleno de gracia, Abadie estaba a la cabeza de sus hombres y piaba agresivamente las once medidas, para lograr la síncopa. Prestándose la atmósfera particularmente para desencadenar la cadencia, los músicos daban lo mejor de sí mismos llegando casi a tocar como negros de la trigesimaséptima orden. Un coro seguía al otro y no se parecían.

Llamaron a la puerta. Era un gendarme. Se quejaba de haber recibido en la cabeza un macetero de bronce de cuarenta y dos kilos y comas. Tomadas las referencias, resultó un envío de Peter Gna que empezaba a despertarse en su balcón.

– ¡Es desagradable! -murmuraba el gendarme-. ¡Un macetero de la época Ming! ¡Qué vándalo!

No se quedó mucho porque su fractura de cráneo le molestaba un poco para bailar. Le ofrecieron cognac que bebió con satisfacción, se secó el bigote y se cayó muerto en la escalera, tieso.

Ahora Abadie tocaba Les Bigoudis, de Guère Souigne, otro viejo éxito. Es que al ver al Mayor se sirvió dos vasos de alcohol.

– ¡A tu salud, Mayor! -dijo amablemente chocando los vasos uno contra otro; bebió primero el segundo, por cortesía, después el primero. Luego de lo cual, con el designio de controlar la buena marcha de las operaciones, se alejó por los corredores… Sobre la mesa del comedor percibió algo peludo prolongado por dos piernas nudosas que se agitaba encima de dos piernas más finas, imberbes y cubiertas por un barniz oscuro (Perte de Créole de Rambaud Binet). Como estaba bastante oscuro no comprendió.

– ¡Quédense cubiertos! -dijo sin embargo con amabilidad, porque vio que la chica se disponía a separarse.

Volvió discretamente al corredor.

Su oído ejercitado notaba desde hacía unos instantes una considerable disminución en la intensidad de la música. Únicamente la partida de Gruyer podía provocar tal efecto. Enriquecido por una prudencia de origen experimental, empujó con precaución la puerta de la pieza siguiente.

Entrevió, en la penumbra de las cortinas corridas, una sombra de pelo rizado y anteojos relucientes que identificó en el acto. Una sombra más clara y convenientemente redondeada descansaba en un diván próximo, liberada de lo superfluo. Un juramento, que esperaba desde hacía mucho, saludó la aparición del Mayor y abandonó la pieza con él, cerrando cuidadosamente la puerta.

El Mayor volvió a partir a la aventura.

Al cruzar a Lhuttaire, el clarinnestissta con vibrrrraciiión, que se acababa de tomar un pichel, le informó en voz baja sobre el interés de una visita periódica al antro donde Gruyer, disipada la primera emoción, no tardaría en pasar a la acción. Lhuttaire accedió enseguida.

Para terminar el Mayor iba a controlar el baño, que sabía por experiencia era un lugar muy frecuentado en tiempos de surprise-party. No se quedó mucho. La presencia de un hombre vestido en una bañera de agua helada, con un perro, por lo común bastaba para desmoralizarlo.

El timbre del teléfono entró en movimiento, golpeó sus cadenas de huesecillos, e hizo vibrar la cantidad de pequeños trucos que tenemos en las orejas y en consecuencia lo escuchó cuando atravesaba el hall para llegar al lugar donde se bailaba.

Capítulo III

– Hola. ¿El señor Loustalot?

– Buenas noches, señor Miqueut -dijo el Mayor, reconociendo el órgano armonioso de su jefe.

– Buenas noches, señor Loustalot. ¿Está bien? ¿Podría, no es cierto… darme con el señor Pigeon?

– ¡Voy a ver si está aquí! -dijo el Mayor.

Pigeon estaba detrás de él.

Hizo al Mayor gestos de enérgica negación.

El Mayor esperó un minuto, luego:

– No lo encuentro, señor -dijo-. Le habrá costado obtener nuestro número… -prosiguió dándose cuenta en seguida de la anomalía que constituía… etc…

– Pero… hem… en suma, ¿no es cierto?… encontré su número en el standard, la señora Legeai lo había escrito en un papel. Es muy molesto… Tenía necesidad de Pigeon para discutir un asunto urgente.

– ¿No es un poco tarde? -dijo el Mayor.

– Ehh… evidentemente, pero en suma… ya que está ahí, ¿no es cierto? Y bien, volveré a llamar dentro de media hora. Hasta luego, mi querido Loustalot.

El Mayor colgó. Pigeon estaba aterrado.

– Viejo, debió decir que no estaba aquí…

– No tiene importancia -dijo el Mayor-. Voy a inutilizar el teléfono.

Tomó el aparato y lo tiró vigorosamente contra el piso. Con la punta del pie, Pigeon colocó los cinco pedazos bajo un mueble.

Inmediatamente sonó la campanilla.

– En nombre de Heudzeus -gritó el Mayor-. No está bien estropeado.

– Se equivoca -dijo Pigeon-. Es la puerta de entrada.

Abrió. El inquilino de abajo, envuelto hasta la cintura en una araña imitación plata decorada, venía a quejarse y traía la araña que paralizaba un poco sus movimientos y también a un tilingo que se hacía el Tarzán en el momento de la caída de la araña.

– ¡Estos dos objetos le pertenecen! -dijo el inquilino.

– Pero… -dijo el Mayor-, ¿no es su araña?

– No -dijo el inquilino-, dejé la mía abajo.

– ¡Ah!, bien -dijo el Mayor-. Entonces es nuestra araña.

El Mayor felicitó por lo tanto al inquilino por esta prueba de probidad y le ofreció un vaso de cognac.

– Señor -dijo el otro-, los desprecio demasiado, a usted y a su banda de tilingos, para aceptar beber en su compañía bebidas adulteradas.

– Señor -dijo el Mayor-, no tenía la mínima intención de ofenderlo ofreciéndole este vaso de alcohol.

– Excúseme -dijo el otro tomando el vaso-, lo había tomado por jugo de uva; no tengo costumbre de ver tanto cognac junto.

Bebió de un trago.

– ¡Presénteme a la señorita, pues! -dijo al Mayor señalando una chica grandota que atravesaba el hall-. Me llamo Juste Métivier.

La criatura en cuestión no puso ningún reparo en dejarse arrastrar por el cuadragenario jadeante, que a la tercera vuelta desapareció en el agujero abierto por la caída de la araña.

Para evitar este accidente, el Mayor corrió sobre la abertura un mueble, un poco demasiado chico, que desapareció a su vez y aterrizó con un ruido blando, después un armario de origen lapón que el tío guardaba cuidadosamente en una heladera y que se adhirió exactamente a la forma del agujero.

Partió a buscar a Lhuttaire del que pedían noticias con una linda voz y ojos azules. Estaba un poco molesto por no poder ocuparse a gusto de su querida novia, pero ésta bailaba con tan buena voluntad con Hyanipouletos, el guitarrista de Claude, que no tuvo coraje para llamarla.

En el corredor, una larga fila de muchachos esperaba frente a la puerta de la pieza donde se había encerrado Gruyer.

El primero de la fila, armado de un periscopio, escudriñaba el interior de la pieza por una abertura hecha con dinamita en el panel superior de la puerta. El Mayor reconoció a Lhuttaire.

Tranquilizado, observó. A una orden proferida con voz enérgica por este último, los cuatro que formaban la fila se lanzaron como una tromba al interior de la pieza. Se escuchó el ruido de una discusión agridulce (agria del lado de Gruyer), la voz quejumbrosa de una chica que pretendió, contra toda verosimilitud, tener sueño, y las protestas de los cuatro que afirmaban no tener otro fin que jugar al bridge en un lugar tranquilo. Se entrevió a un individuo enrulado, con anteojos, y sin pantalón cuya camisa se levantaba alegremente hacia adelante. Se vio salir gruñendo a los cuatro intrusos. La puerta volvió a cerrarse y el segundo tomó a su vez el periscopio.

El Mayor arponó a Lhuttaire, que estaba esta vez a la cola.

– ¡Te buscan! -le dijo.

– ¿Dónde? -dijo Lhuttaire.

– ¡Por ahí! -dijo el Mayor.

– ¡Ya voy! -dijo Lhuttaire, y se fue para otro lado arrastrando al Mayor.


En el baño, el perro, fatigado, se sacudía vigorosamente sobre la alfombra de goma. El hombre acababa de dormirse y su respiración hacía un pequeño embudo en el agua que se entibiaba al contacto de su cuerpo.

Se peinaron delante del espejo sin despertarlo. Después abrieron con precaución la tapa de la bañera y dejaron al dormido en seco. Ahora sus vestimentas echaban un vapor que llenaba poco a poco la pieza.

Seguidos por el perro que caminaba con alguna dificultad, salieron y buscaron aventuras hablando de cine.

A la vuelta del corredor el Mayor recibió en plena cara un sandwich con mayonesa que volaba graciosamente por la atmósfera silbando como un mirlo.

"…Hayakawa… ¡que pasen estas cosas!", pensó detenido en la mitad de una tirada sobre el cine japonés.

Lhuttaire levantó el sandwich y lo devolvió con brío en la dirección de la que parecía venir. Pudo constatar inmediatamente el maravilloso efecto que produce la mayonesa sobre largos cabellos rojizos.

El peine del Mayor, que no era rencoroso, alisó la mezcla, y Lhuttaire y él se precipitaron sobre el individuo a quien estaba destinado el proyectil al partir. Llenaron de papirotazos salvajes a ese ser fétido, y tomando a la pelirroja cada uno de un brazo, se concedieron media hora de juegos inocentes en un rincón confortable.

Capítulo IV

La llegada de la noche parecía acentuar el frenesí de los tilingos, atragantados de cognac. Parejas desagradables por lo sudadas recorrían kilómetros con paso de carrera, tomándose, dejándose, proyectándose, volviéndose a tomar, girando sobre sí mismos, desgirando sobre sí mismos, haciendo como las langostas, los patos, la jirafa, la chinche, rata de alcantarilla, al tócame-aquí, toma-esto, levanta-tu-pie, muévete, mueve-tus-piernas, ven-más-cerca, anda-más- lejos, largando juramentos ingleses, americanos, negros, hotentotes, hot-esta-mañana, búlgaros, patagones, tierrafueginos y coeterá. Eran todos pitucos, tenían todos medias blancas y pantalones ajustados, fumaban todos cigarrillos rubios. Un desdén altivo se extendía sobre el rostro de los más estúpidos como se debe, e interesantes reflexiones sobre el rol amortiguador de los colchones de billetes de banco con respecto a las patadas a la cosa, llegaron al Mayor mientras examinaba con interés las cabriolas combinadas de una docena de fanáticos complicados. Para levantar un poco el ánimo descorchó algunas botellas y tomó un largo trago. Enjuagó su ojo de vidrio en el fondo de su vaso y con la mirada más brillante que nunca se lanzó hacia una jovencita.

Zizanie había abandonado la habitación en compañía de Hyanipouletos.

Pero el Mayor, en pleno trabajo, fue turbado por golpes violentos que sonaron en la puerta.

Eran dos nuevos representantes del orden. Acababan de recibir en la cabeza una jardinera de roble rodeada de plomo, de tamaño águila grande. El centro de recuperación de los metales no ferrosos sólo estaba a cincuenta metros y protestaban porque consideraban que su trabajo era guardar el orden y no transportar plomo.

– ¡Tienen razón! -dijo el Mayor-. Me permiten, un minuto…

Se dirigió hacia el balcón donde Peter Gna, un poco fatigado por su reciente esfuerzo, descansaba fumando un cigarrillo.

El Mayor lo tomó por el cuello y por la cintura y lo tiró afuera. Le tiró su canadiense para que no tuviera frío y una chica para que le hiciera compañía, y volvió a ocuparse de sus nuevos huéspedes.

– ¿Un poco de alcohol? -les preguntó por costumbre.

– Como no -dijeron los dos gendarmes, con la misma voz. La voz del deber.

Después de dos botellas se sintieron mejor.

– ¿Quieren que les presente unas chicas? -les propuso el Mayor.

– Mil disculpas -dijo el más gordo, que tenía un bigote rojo-, pero como se dice, somos pederastas por vocación.

– ¿Operan juntos? -preguntó el Mayor.

– Y bien… ¡una vez uno puede emputecerse un… poquito! -dijo el más flaco cuya nuez de Adán se agitaba como una rata en el caño de una estufa.

El Mayor hizo señas a dos muchachitos, alumnos del gran Maurice Esconde, y los puso en manos de los dos gendarmes.

– Están detenidos -dijeron estos últimos-. Van a escarmentar…

Desaparecieron en el placard de las escobas donde el Mayor les hizo los honores. Los palos de escoba son útiles en caso de corte de corriente y el encaustado es un buen producto de reemplazo.

Cada vez más contento con el éxito de su surprise-party, el Mayor hizo un raid por el baño, trajo una toalla seca a Hyanipouletos que acababa de reaparecer y cuyo pantalón se caía, y salió en busca de Pigeon mientras que la orquesta de Claude Abadie, habiendo reencontrado a su guitarrista, se desataba cada vez mejor.

Encontró a Emmanuel en una pieza del fondo. Se revolcaba de risa viendo a tres tilinguitos espantosamente borrachos que se descargaban cada uno con dos sombreros, uno adelante y otro atrás.

No prestó atención a ese fenómeno bastante corriente, pero abrió la ventana por el olor, tiró en el patio interior del inmueble a los muchachos y los sombreros y se sentó al lado de Emmanuel que empezaba a toser de tanto como se divertía.

Le golpeó la espalda.

– Entonces, viejo, ¿todo anda bien?

– ¡Al pelo! -dijo Emmanuel-. Nunca tan divertido. Compañía de muy buen gusto. Muy distinguidos. Felicitaciones.

– Encontró la horma de su zapato -dijo el Mayor.

– En general no hago eso con mi pie, pero debo confesar que golpeé.

– ¿A? -preguntó el Mayor.

– Mejor decirlo de golpe. A su novia.

– ¡Me había dado miedo! -dijo el Mayor-. Creí que había lastimado al perro.

– ¡Yo también creí eso! -dijo Emmanuel-. Me di cuenta después…

– ¡Es verdad que está muy bien formada! -dijo el Mayor-. Pero, en fin, estoy contento de que ella le haya gustado.

– ¡Usted es un tipo simpá…! -concluyó Pigeon cuyo aliento, vale la pena pensarlo, recordaba bastante la atmósfera de los establecimientos Hennessy. (Cognac, Charente.)

– Venga a dar una vuelta -propuso el Mayor-. Quiero encontrar a Antioche.

– ¿No sabe dónde está? -se asombró Emmanuel.

– No…

– Duerme en la pieza de al lado.

– ¡No es tonto, el muchacho! -aprobó el Mayor admirado-. Estará encerrado con llave, espero.

– Sí -dijo Emmanuel-. Y solo -agregó con envidia.

– Suertudo… -murmuró el Mayor-. Lo mismo venga a dar una vuelta. Dejémoslo dormir.

En el corredor los abordó Lhuttaire.

– Es formidable -les dijo-. Acabo de ver a Gruyer. En plena acción. Hasta la muñeca… No pudo retirar la mano demasiado rápido, si no me partía una botella en la jeta, ¡pero eso estaba bárbaro!

– ¡Hubieras podido esperarnos! -dijo el Mayor-. ¿Qué quieres que hagamos de divertido ahora?

– Siempre se puede tomar un trago -dijo Lhuttaire.

– Vamos.

Al pasar por el hall se detuvieron porque les pareció oír que llamaban.

Era en la puerta de entrada.

– ¡La voz de Miqueut! -murmuró el Mayor… y Emmanuel desapareció como un humo ligero, con un sprint terrible en el corredor y terminó por encaramarse sobre el tanque de agua del water-closet, bien replegado sobre sí mismo y hábilmente camuflado por medio de un viejo zapato.

El Mayor reflexionó rápidamente.

Abrió la puerta.

– Buenas noches, señor Loustalot -dijo Miqueut-. ¿Está bien?

– Gracias, señor -dijo el Mayor-. ¿Y usted?

– Eh… ¿no es cierto?, en este momento tengo en el Consortium a un miembro de la Comisión de Embalajes perdidos y quería pedirle a Pigeon ciertas informaciones… Entonces he venido a molestarlo… ji… ji…

– ¡Búscalo! -le dijo el Mayor a Lhuttaire con un guiño-. Venga por aquí, señor -dijo a Miqueut-. Estará mejor.

Entre el baño y el reducto donde seguían operando los dos gendarmes había un cuartito de trastos que tenía dos sillas y un sinapismo fuera de uso.

El Mayor condujo a Miqueut.

– Estará tranquilo aquí -le dijo.

Lo empujó suavemente al interior.

– En seguida le mando a Pigeon.

Cerró la puerta con doble llave y la perdió inmediatamente.

Capítulo V

A las dos y media de la mañana la surprise-party estaba en su apogeo. Los tilingos estaban divididos en dos grupos de igual importancia: los que bailaban y los que se revolcaban. Estos últimos estaban distribuidos de cualquier manera en las piezas, en las camas, sobre los divanes, en los armarios, debajo de los muebles, detrás de los muebles, detrás de las puertas, bajo el piano (había tres), en los recovecos, en los balcones (con colchas), debajo de las alfombras, sobre los armarios, debajo de las camas, en las camas, en las bañeras, en los paragüeros, aquí y allá, de un lado al otro, en fila india, todavía en otra parte, un poco por todas partes.

Los que bailaban se habían juntado en una sola pieza, alrededor de la orquesta.

Claude Abadie dejó de tocar alrededor de las tres. Iba a ver al día siguiente el match de balón entre los Transportistas de Gazógeno y los Ferroviarios de Interés Local, rugby carretero contra rugby de riel, y quería dormir un poco.

Vidal dejó su trompeta, extirpó el estuche de abajo de las nalgas de D'Haudyt, que le había hecho dos agujeros cónicos, buscó a Emmanuel y habiendo besado al Mayor en la frente se unió a la orquesta que partía. Los muchachos volvieron a poner el pick-up y bailaron de nuevo.

Antioche acababa de despertarse y reapareció en compañía del Mayor.

En el baño, el hombre de la bañera se levantó, abrió el gas, dio vuelta la llave de agua caliente y volvió a dormirse en la bañera, olvidándose, simplemente, de encenderlo.


Pasó media hora…


Miqueut, en su celda, sentía el olor del gas y su fin próximo. Sacó febrilmente una libreta de su bolsillo, tomó su lapicera y se puso a escribir…

– Generalidad a) Objeto del Nothon. El presente Nothon tiene por objeto definir las condiciones en la cuales debe expirar un Sub-Ingeniero principal cuando sufre una asfixia impuesta por el gas a baja presión…

Redactó un pre-Nothon y seguía el plan Nothon…

Entonces, se produjo la catástrofe…

Dos tilingos pasaron cerca del baño. Una disputa a propósito de nada, los enfrentó. Hubo una trompada en un ojo, una vela… un brillo formidable… y el edificio saltó…

Capítulo VI

El Mayor, sentado en el pavimento del patio interior lleno de desechos, taponaba su ojo izquierdo con un pedazo de esparadrapo.

A su lado, Antioche tarareaba un blues.

Eran los únicos sobrevivientes del desastre. Toda la manzana de casas saltó sin molestar a nadie, porque en Billancourt se producía un pequeño bombardeo.

Al Mayor le quedaban su sombrero, su slip y el ojo de vidrio. Antioche tenía su corbata. A algunos metros el resto de su ropa se quemaba con una llama fuliginosa.

El aire olía a diablo y a cognac. El polvo y los escombros caían lentamente en una nube espesa.

Antioche, cuyo cuerpo cubierto antes por un lujuriante vellón, brillaba ahora liso como una piel de mackintosh, reflexionaba, con el mentón en la mano.

Y el Mayor habló.

– En el fondo -dijo- me pregunto si estoy hecho para el matrimonio…

– Yo me lo pregunto… -dijo Antioche.

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