Esa mañana René Vidal se había abierto el segundo botón del saco durante el consejo hebdomadario, porque hacía mucho calor; el termómetro del escritorio de Troude, en efecto, acababa de explotar rompiendo tres vidrios y llenando la pieza con un olor mefítico. Cuando terminó el consejo, Miqueut le hizo una seña a Vidal para que se quedara, sin la cual se hubiera pasado cómodamente, como decía Racine, visto la temperatura belzébica de la guarida del Sub-Ingeniero principal, cuyas ventanas estaban todas cuidadosamente cerradas: Miqueut temía por sus órganos delicados.
Los cinco colegas de Vidal abandonaron la pieza: Miqueut le rogó a Vidal que se sentara y le dijo:
– Vidal, no estoy contento con usted.
– ¡Ah! -dijo Vidal con ganas de hundirle una lapicera en un ojo. Pero el ojo se ocultaba.
– ¡No! Ya le había dicho el año pasado, cuando se enroscó los calcetines con un elástico en lugar de ligas, que frente al exterior no podemos permitirnos la menor incorrección en la vestimenta.
– Si tuvieras en las venas algo más que sangre de rana -dijo Vidal, pero interiormente-, tendrías tanto calor como yo.
– Además, le ruego abrocharse el saco. No está correcto así. Para entrar en mi escritorio le pediría que pusiera un poco de atención. Es un problema de disciplina. Es así como hemos llegado a esto.
Miqueut no agregó que olvidaba locamente la disciplina cuando se trataba de obedecer al llamado de las sirenas de alerta cuyos aullidos resonaban en los techos a intervalos variables.
Aún fastidió a Vidal durante algunos minutos con consideraciones extralúcidas sobre el interés de prever el número de ejemplares de un documento en función del número de personas destinadas a recibirlo y del stock para guardar. Vidal se vengaba regando con sudor la extremidad del zapato izquierdo de Miqueut que se había vuelto a medias hacia él para prodigarle sus esclarecimientos. Cuando el extremo del zapato sólo fue una sopa húmeda (que constituye la característica natural de toda sopa), Miqueut dejó de hablar.
Vidal dejó a su jefe y encontró al Mayor cómodamente sentado en su lugar con los pies estirados sobre el teléfono. Bajo su nalga izquierda se había formado un pequeño charco, pero Vidal recién lo percibió cuando retomó la posesión de su sillón. El Mayor tomó una silla.
– Acaban de operarme de catarata pero aún queda un poco, entonces cada tanto chorrea de esa manera.
– Es muy agradable -aseguró Vidal-, esta humedad refrescante como fundamento. ¿Qué puedo hacer por ti?
– Necesito caños -dijo el Mayor.
– ¿Para qué?
– Para mi proyecto de Nothon de las surprise-parties.
– ¿Qué te falta?
– ¡Calefacción! -dijo lacónicamente el Mayor-. Hice todo el estudio olvidándome de la calefacción. Por fuerza, con esta temperatura y esta penuria del carbón. Mi subconsciente ha debido encontrarlo superfluo.
Bromeó con la idea de su subconsciente.
– Es fastidioso -dijo Vidal-. Espero que lo mismo, eso no te eche todo por tierra… ¿Pensaste en la refrigeración?
– Pucha, no -dijo el Mayor.
– Vamos, ven a ver a Emmanuel -dijo Vidal.
En diez minutos, Emmanuel gracias a su gran competencia en materia de refrigeración resolvió el problema planteado que implicaba la extinción del fuego mediante el truco del agua helada.
– ¿No te olvidaste otra cosa? -preguntó Vidal.
– Difícilmente me doy cuenta… -dijo el Mayor-. Espera… Mira…
Le mostró su proyecto que tenía mil quinientas páginas de formato grande.
– Creo que esto basta… -dijo Vidal.
– Me pregunto si Miqueut se dará cuenta de que me olvidé de la calefacción…
– A la primera ojeada -aseguró Vidal.
– Entonces, es necesario que complete eso… -dijo el Mayor-. ¿Quién se ocupa de calefacción aquí?
– Levadoux -dijo Vidal con inquietud.
– ¡Oh! ¡Mierda! -suspiró el Mayor con convicción, pero también con tristeza.
Pues era muy evidente que Levadoux había desaparecido.
Para reemplazar a las dactilógrafas que lo habían abandonado hacía poco, Miqueut logró por medio de Cercueil siete inocentes vírgenes cuyos méritos, sensiblemente análogos, se aproximaban al cero.
Miqueut, feliz de poder mostrar a esas juventudes su concepción del rol de jefe, se gratificaba haciéndolas rehacer los documentos ocho y diez veces seguidas.
No vislumbraba el peligro que iba a ser para su servicio estropeado, la distribución, por la Cosa nacional, de las píldoras vitamínicas con hormonas de cancoillote envueltas en azúcar de corrientes de agua. Este producto superenergético producía en esos organismos de diecisiete a veinte años efectos asombrosos. Un ardor salvaje emanaba del menor gesto de esas chicas. Al cabo de cuatro distribuciones la temperatura del escritorio común había subido en tales proporciones que el inocente visitante que entraba sin precauciones especiales podía ser volteado, derrumbado, por la energía inhumana de la atmósfera ambiente. Sólo quedaba el recurso de huir o de desnudarse rápidamente, para poder mantenerse, sin hacerse ilusiones sobre el desarrollo de los acontecimientos.
Pero el cuerpo de nucleolo del Sub-Ingeniero principal siempre irrigado por su sangre de rana, pasaba a través de todo eso como una salamandra por las llamas y su ventana se mantenía cerrada día y noche cualquiera fuese el calor del aire. Miqueut hasta se había puesto un chaleco suplementario para combatir los efectos de una posible baja de temperatura.
Leía, sentado en su sillón, sobre el almohadón de cretona floreada, una versión taquigráfica de la reunión y bruscamente su ojo chocó con una frasecita, anodina en apariencia, cuyo contacto le fue tan desagradable que debió quitarse los anteojos y frotarse el párpado durante seis minutos, sin sentir otro alivio que el que acompaña la transformación de una picadura en una quemadura. Hizo girar su sillón giratorio y apretó con el dedo el tercer botón siguiendo un ritmo complicado.
Era la señal reservada a la señora Baleze, su lugarteniente.
Ésta entró. Su estómago, inflado por las píldoras vitamínicas, sobresalía bajo su vestido de tru-tru levantino decorado con grandes flores amarillo petróleo.
– Señora -dijo Miqueut-, no estoy del todo contento con su copia. Me parece que usted… eh… en suma, que usted no puso toda la atención necesaria.
– Pero, señor -protestó la señora Baleze-, me parece que lo tomé con el mismo cuidado de siempre.
– No -dijo Miqueut con tono cortante-. No es posible. Así, en la página doce, escribió de esta manera lo que yo dije en ese momento: 'Si no ven inconveniente en eso, pienso que tal vez se podría, en la línea once de la séptima página del documento K-9-768 CNP-Q-R-2675, reemplazar las palabras: "si hubiera lugar" por las palabras "salvo especificaciones contrarias" y agregar a la línea siguiente "y en particular en el caso en que" para la comprensión del texto. Y bien, yo nunca dije eso, me acuerdo perfectamente. Propuse poner "a menos que haya especificaciones contrarias" lo que no es totalmente lo mismo y, por otra parte, he dicho: "y sobre todo en el caso en que" usted bien ve que hay un matiz. Y en su copia, hay por lo menos tres errores de este tamaño. Esto no anda. Y después va a venir a pedir aumento…
– Pero, señor… -protestó la señora Baleze.
– Ustedes son todas iguales -continuó Miqueut-. Uno les da la mano y quieren tomarse el codo. Trate de que esto no se repita si no no podré proponerla para el aumento de veinte francos que pensaba le dieran el mes próximo.
La señora Baleze dejó el escritorio sin decir palabra y volvió a la sala de las dactilógrafas en el momento en que la más joven en el servicio -a la que sobrecargaban de trabajo- subía las grageas del día.
Un cuarto de hora después las siete secretarias entregaban su renuncia a Cercueil, abandonaban juntas el Consortium e iban a tomar un trago para darse coraje. En virtud del contrato no podían abandonar definitivamente su empleo antes de fin de mes y recién será veintisiete.
Tomaron y volvieron a subir la escalera después de haber pagado en el bar.
Volvieron a trabajar y, bajo la presión de sus dedos poderosos, las máquinas de escribir volaron, una a una, en astillas. Una vez más, las píldoras vitamínicas hacían estragos. Los stenciles, reventados al tercer golpe, planeaban en el escritorio entre una nube de deshechos de metal recalentado y el olor del corrector rojo se mezclaba con el de las hembras rabiosas. Cuando todas las máquinas quedaron fuera de uso, las siete secretarias se sentaron en medio de los escombros y se pusieron a cantar a coro.
En ese momento, Miqueut llamaba a su primera secretaria, la inamovible señora Lougre. Ésta acudió y le informó sobre las graves averías ocurridas al material. Miqueut se rascó los dientes aprovechando para comerse un poco las uñas y voló a lo de Toucheboeuf para tener una reunión.
Llegaba al tercer piso cuando escuchó un choque sordo que sacudió todo el edificio. El piso tembló bajo sus pies; perdió el equilibrio y debió agarrarse de la baranda para no caer mientras una avalancha de vigas y cascotes se desplomó en el corredor al que se dirigía, a cinco metros apenas de sus pies.
Bajo el peso de las bolsas de abono acababa de hundirse el escritorio de Troude, arrastrando en su caída un legajo de un interés excepcional que contenía un anteproyecto de Nothon de las cajas de madera para cocos del Sudán. Se necesitaron tres pisos de descenso para frenar la caída de las bolsas de abono y Adolphe Troude, que había caído aparte, yacía de pie en medio de los escombros. Únicamente sobresalían su cabeza y la parte de arriba del torso.
Miqueut hizo dos veces cinco pasos hacia adelante y consideró con estupor a su adjunto que había perdido la camisa y la corbata en la estacada.
– Ya le he hablado a Vidal -dijo- acerca de la necesidad de poner mucha atención sobre la importancia de una vestimenta correcta. Frente a los visitantes siempre posibles, no podemos permitirnos la menor negligencia de… eh… en suma, por supuesto, en el caso presente… usted es posible no tenga enteramente… en fin, no es cierto, de todas maneras, es necesario poner mucha atención.
– Es una paloma… -explicó Troude.
– ¿Qué? -dijo Miqueut-. No lo comprendo… Precise su pensamiento…
– Entró -continuó Adolphe Troude-, y se colgó en el globo eléctrico que se cayó…
– No es una razón, se lo repito -prosiguió Miqueut- para descuidar su vestimenta. Es una cuestión de corrección y de respeto hacia su interlocutor. Sin respetar las reglas, usted ve adonde se llega. Desgraciadamente no tenemos sino muchos ejemplos alrededor nuestro… eh… En fin, en el futuro, creo que usted pondrá atención.
Dio media vuelta, volvió al palier y entró al escritorio de Toucheboeuf que estaba frente al hueco del ascensor.
Adolphe Troude logró liberarse y se puso a juntar las bolsas intactas.
A pesar de las tentativas de Miqueut y de Toucheboeuf para llevarlas hacia mejores sentimientos, las siete secretarias partieron tres días después para no volver. Tenían el corazón contento y no dijeron adiós ni aun al Sub-Ingeniero principal.
Ese día, a las dos y media, el Mayor estaba citado con el tío de su bienamada.
Como de costumbre, apenas llegó entró en lo de Vidal.
– ¿Entonces? -preguntó este último.
– ¡Listo! -respondió orgullosamente el Mayor-. Anteayer encontré a Levadoux en un peringundín y le pedí caños. Mira…
Le tendió el proyecto que ahora tenía por lo menos dieciocho mil páginas.
– ¿Siempre de acuerdo con el plan-Nothon, por lo menos? -dijo Vidal.
– ¡Como se supone! -respondió el Mayor con orgullo.
– Entonces, ve -dijo Vidal abriéndole la puerta que separaba su escritorio del de Miqueut.
– Señor, es el señor Loustalot -le dijo a Miqueut.
– ¡Ah!, está aquí, señor Loustalot -exclamó el Sub-Ingeniero principal levantándose-. Estoy muy contento de verlo.
Le sacudió la mano durante treinta segundos partiéndose la cara con una sonrisa gesticulante.
Vidal no escuchó más porque cerró la puerta y volvió a sentarse a su escritorio. Durmió cómodamente durante una hora y media y se despertó por la risa forzada de Miqueut que supuraba a través de la débil división.
Discretamente fue a escuchar detrás de la puerta.
– Comprendo -decía su jefe-, es un trabajo muy interesante pero… eh… en suma, ¿no es cierto?, es necesario no contar con la comprensión de todos. Chocamos, en general, y esto en casi todos los dominios, con exigencias de orden más bien comercial, si puede decirse, contra las cuales debemos esforzarnos en luchar, pero, por supuesto, sin enfrentarlas de frente, y mostrando, ¿no es cierto?, en la medida de lo posible, toda la diplomacia que podemos desplegar… Es un trabajo que exige, en suma, tacto y una habilidad bastante grande. Es así que a menudo nos oponen argumentos que parecen de buena fe. ¡Y bien!, tres veces de cada cuatro, constatamos, en consecuencia…
– ¿Cuando el Nothon está homologado? -sugirió el Mayor.
– ¡Hem! ¡Hem!, no, felizmente -dijo Miqueut con la voz de un hombre que enrojece-. ¡Y bien! pues, constatamos que esos argumentos habían sido dictados por puntos de vista de intereses puramente particulares. Y a menudo, ¿no es cierto?, la gente se contradice a pesar de ellos y nos oponen razones que no se sostienen. Es por eso, en suma, que es necesario luchar perpetuamente para tratar de hacer triunfar el punto de vista de la unificación.
– En suma -terminó Miqueut-, debemos ser apóstoles y no descorazonarnos jamás.
– Apóstoles… -dijo el Mayor-. ¡Ja! ¿Por qué no?
– Así usted verá en seguida -dijo Miqueut-, si el trabajo le conviene. Trataré de conseguirle una secretaria. Actualmente estoy un poco falto de personal menor… ¿No es cierto?, el personal menor es difícil de encontrar en este momento y hace gala, en suma, de tales exigencias… casi no podemos permitirnos… ¿no es cierto?, pagarles más de lo que merecen. Les haríamos un mal servicio…
– Por otra parte pienso -dijo el Mayor- que en el primer tiempo, sólo tendré que ponerme al corriente.
– Sí, ¿no es cierto?, en suma, son partes exactas… y el resto, el jefe de Personal me ha prometido siete dactilógrafas de aquí a una semana más o menos. Como tengo otros seis adjuntos, pienso que usted no tendrá una en seguida, porque necesito una para la señora Lougre, es la única fiel, pero yo… eh… en consecuencia, pienso podemos… completar, ¿no es cierto?… Por otra parte enfrento… tengo una sobrina, que es bastante buena taquígrafa… en suma, pienso tomarla en el servicio… le será destinada…
Vidal escuchó un ruidito gracioso, y el choque de una caída en el piso. Casi en seguida se abrió la puerta.
– Vidal -dijo su jefe-, ayúdeme a transportarlo… se sintió mal… La fatiga ocasionada por la elaboración del proyecto, sin duda… En fin, su documento me parece muy interesante… Lo pondré en su escritorio…
– ¿El proyecto? -preguntó Vidal, como si no hubiera comprendido nada.
– No, no -dijo Miqueut-. ¡Al señor Loustalot! Entra en el C.N.U.
– Logró persuadirlo -dijo Vidal en un tono que forzó pareciera admirativo.
– Sí -confesó Miqueut, falsamente modesto-. Pienso darle la Comisión especial de las surprise-parties que se va a crear próximamente.
En ese tiempo el Mayor había terminado por levantarse solo.
– Discúlpeme… -dijo-. Es la fatiga.
– Por favor, señor Loustalot… Espero que ahora se sienta totalmente bien. ¡Y bien! entonces, encantado… Y hasta el próximo lunes.
– Encantado -repitió el Mayor, reprochándose interiormente por usar semejante lenguaje.
Miqueut volvió a su escritorio.
Ahora bien, Fromental no estaba muerto.
Había hecho reparar su Cardebrye, es decir, hizo poner un auto en el extremo del volante que lo había llevado a su casa. Esta nueva disposición resultó más cómoda para llevar a los amigos.
Se había inscripto en Racing y se entrenaba sin descanso para adquirir un par de bíceps famosos y aplastarle la cara al Mayor en la primera ocasión.
En Racing se había hecho amigo de André Vautravers, secretario general de la Delegación… El azar tiene esos golpes…
Frecuentaba también al famoso Claude Abadie, basbetteur y nadador desvergonzado y clarinetista aficionado.
Se encontraba tanto y tan bien con Vautravers que, no contento de verlo en el entrenamiento, obtuvo por su intermedio un puesto en la Delegación… En cierta medida, pues, iba a supervisar las actividades del Consortium.
Fromental entró en funciones una semana antes de la visita del Mayor a Miqueut. Su tarea consistía pura y simplemente, en clasificar los documentos transmitidos por el C.N.U. para llenar un montón de enormes legajos.
Fromental ponía empeño. Y en un repliegue oscuro de sus lóbulos cerebrales se enroscaba un pensamiento diabólico.
Iba a adular a Miqueut felicitándolo por la excelencia de su trabajo y ganando poco a poco su simpatía. Hecho esto, desenmascararía sus baterías y pediría la mano de la sobrina. Plan simple, pero eficaz, y facilitado por la frecuencia de los encuentros que no le faltarían a Fromental, con el Sub-Ingeniero principal. Tres semanas después de su entrada en la Delegación, Fromental recibió el proyecto de Nothon de las surprise-parties elaborado por el Mayor.
Sin desconfianza, y en razón de la importancia excepcional de ese documento, redactó una carta a Miqueut acusando recibo del proyecto y formulando algunos elogios ditirámbicos al autor.
Su redacción fue aprobada sin modificaciones, pues el jefe estaba muy ocupado con su secretaria, y la misiva partió hacia las relaciones más próximas.
Para rematar la cosa, Fromental descolgó el teléfono.
Marcó el número bien conocido: MIL. 00-00, obtuvo por milagro la comunicación y preguntó por el señor Miqueut.
– No está aquí -le respondió la standardista (la única persona amable de la casa)-. ¿Quiere uno de sus adjuntos? ¿Por qué asunto es?
– Surprise-parties -respondió Fromental.
– ¡Ah! ¡Bien! Voy a pasarle con el señor Mayor.
En la cabeza de Fromental se produjo un ruido de remachador que se explica con su mujer, y antes de tener tiempo de preguntarse si se trataba de "su" Mayor lo tuvo del otro lado.
– ¿Hola? -dijo el Mayor-. Aquí, nuestro bienaventurado Mayor.
– Aquí, Vercoquin -balbuceó el otro, traicionándose en su confusión.
A estas palabras, el Mayor largó por el tubo un aullido cuidadosamente calculado para romper en tres cuartas partes el tímpano derecho de Fromental que dejó el receptor y se agarró la cabeza con las dos manos, gimiendo.
Cuando el desdichado volvió a tomar el teléfono, el Mayor continuó:
– Excúseme -dijo burlándose-, mi teléfono anda muy mal. ¿En qué puedo serle útil?
– Quería hablar con el Sub-Ingeniero principal Miqueut -dijo Fromental-, y no con uno de sus adjuntos.
Vejado, el adjunto en cuestión escupió en el tubo y Fromental tuvo inmediatamente la oreja izquierda obstruida por un líquido espeso. Después el Mayor colgó. Fromental también colgó y con un trombón enderezado y envuelto en algodón celulósico, con gran esfuerzo se desagotó el conducto.
La tempestad que rodaba entre sus parietales tardó dos horas largas en calmarse. Recobrada la lucidez, emprendió la construcción de un planning cuidado de las tonterías que sería posible adosarle al Mayor para hacerlo odiar por Miqueut. Conocía demasiado el encanto inefable del Mayor, para dudar un solo minuto de que no llegaría a sus fines, el de seducir a Miqueut cuando las mínimas circunstancias favorables o la ausencia de circunstancias desfavorables le dieran tiempo. Era pues necesario contraatacar, y presto.
Vercoquin cerró sus cajones con llave, se levantó, apoyó con cuidado su sillón giratorio contra el escritorio (todo eso para darse tiempo para reflexionar) y abandonó la pieza dejando su guante derecho.
Bajó. Su Cardebrye, para el cual había logrado obtener un S. P. en regla, lo esperaba juiciosamente en el cordón.
Sabía -¡gracias a qué astucias!- la dirección de Zizanie. Puso el motor en marcha, apretó el embriague y, a toda velocidad, se dirigió al domicilio de la bella.
A las cinco de la tarde, empezó su facción delante de la casa de Zizanie. A las cinco y cuarenta y nueve exactamente, la vio llegar.
Volvió a poner el motor en marcha, avanzó cuatro metros con dos centímetros para encontrarse justo frente a la puerta y se detuvo de nuevo.
Juró siete veces en nombre de Dios porque tenía hambre, sed, y ganas de hacer pis, y se quedó al volante, los ojos fijos sobre la puerta.
Esperaba algo.
A las siete y media de la mañana todavía esperaba. Su ojo izquierdo estaba completamente pegado por la fatiga. Logró abrirlo con una pinza universal e inmediatamente se encontró en posesión de un sentido visual correcto.
Extendió sus piernas anquilosadas con tanto vigor que aplastó el tablero del Cardebrye. Como no había ningún taller cerca no le prestó atención.
Pasó un cuarto de hora y Zizanie salió. Subió a una encantadora bicicleta de madera de cornejo, fabricación de guerra. Las gomas estaban hechas de tripas de víboras infladas con acetileno y la silla con una espesa capa de gruyère seco bastante confortable y bastante indestructible. Su pollera ligera flotaba detrás de ella, dejando ver un pequeño slip blanco, bordado en lo alto de los muslos con una corta franja castaña.
Fromental siguió a Zizanie lentamente.
Ésta tomó la calle de Cherche-Midi, dobló en la de Bac, enfiló a la de La Boétie, el boulevard Barbes, la avenida de Tokio y llegó directamente a la Place Pigalle. El Consortium se levantaba no lejos de allí, detrás de la Escuela Militar. Sin dudar sobre el rumbo de Zizanie, Fromental aceleró bruscamente y llegó al C.N.U. dos minutos antes que ella. Justo el tiempo necesario para tirarse por la escalera y llamar al ascensor desde el segundo subsuelo.
Zizanie, que no lo había visto, se dirigió pausadamente al hangar ad hoc y ató con cuidado su bicicleta a uno de los pilares de la armadura metálica que sostenía un techo de tela ondulada. Tomó su cartera. Al llegar frente a la caja del aparato elevador que sólo servía a los dos pisos superiores de acuerdo con las prohibiciones en vigor, apretó el botón.
Abajo, Fromental impedía cualquier movimiento de la máquina manteniendo la puerta abierta. Por lo tanto nada se movía.
– ¡No hay corriente!- dijo Zizanie.
Y emprendió el ascenso pedestre de los seis veces veintidós escalones que llevaban al departamento, de su tío.
Acababa de pasar el cuarto piso cuando el ascensor se sacudió. Llegó al sexto en el mismo momento en que ella ponía el pie sobre el último escalón. Abrir la puerta de hierro forjado, apoderarse de la pequeña, arrastrarla a la cabina y apretar el botón para bajarla no fue para Fromental sino un juego en el que la pasión, notoria bajo la tela liviana de un pantalón de verano, decuplicaba la energía aunque trabara un poco la libertad natural de sus movimientos.
El ascensor se detuvo en la planta baja. Fromental se apoderó nuevamente de Zizanie a la que había soltado durante el descenso y abrió la puerta corrediza interior sobre la izquierda. Y la puerta exterior se abrió sola porque el Mayor acababa de llegar.
Y el Mayor con la mano derecha tomó al vuelo a Zizanie. Con la izquierda arrancó a Fromental de la cabina y lo tiró por la escalera hacia el subsuelo. Después entró serenamente con Zizanie en el aparato que los depositó casi enseguida en el sexto.
En seis pisos el Mayor tuvo tiempo de hacer un buen trabajo. Pero patinó al salir y estuvo a punto de aplastarse las narices contra las baldosas del palier. Zizanie lo sostuvo a tiempo.
– ¡También tú me has salvado! Estamos a mano, ángel mío -dijo el Mayor besándola tiernamente en los labios.
Usaba un rouge muy pastoso que manchó al Mayor. Antes que este último hubiera podido hacer desaparecer esas marcas comprometedoras, Miqueut, que se disponía a ver a Toucheboeuf, surgió bruscamente en el corredor encima de ellos.
– ¡Ah! Buenos días, señor Loustalot… ¡Mire! llegó al mismo tiempo que mi sobrina… Le presento a su secretaria… Ejem… Ejem… Ve a trabajar -continuó, dirigiéndose a Zizanie-. La señora Lougre te dará las indicaciones necesarias. ¿Comió frambuesas? -continuó este hombre charlatán mirando con atención la boca del Mayor-. No creía que ya fuese la época…
– En mi casa hay muchas -explicó el Mayor…
– Tiene suerte… Ejem… Ejem… Bajo a lo de Toucheboeuf. Póngala un poco al corriente esperando, en suma, que podamos tener una pequeña entrevista… para ampliar nuestro campo.
Durante este cambio de amabilidades el ascensor había vuelto a bajar. Ahora volvía trayendo a un Fromental furioso que se sobresaltó al ver a Miqueut.
– Buenos días, mi amigo -dijo éste, que lo había visto por primera vez en la Delegación-. ¿Qué hay de nuevo? Sin duda venía a buscarme para ir a lo de Toucheboeuf.
– Yyy… ¡Sí! -balbuceó Fromental, muy contento con ese pretexto.
– Le presento al señor Loustalot, mi nuevo adjunto -dijo el amigo-. El señor Vercoquin, de la Delegación. El señor Loustalot es el que ha establecido el proyecto de Nothons sobre el cual la Delegación ha tenido a bien enviarnos algunos elogios… -continuó Miqueut.
De pronunciar esas dos palabras "La Delegación" dos veces seguidas como ahora, estaba hasta las orejas. Casi se ahogaba.
Fromental murmuró algo que podía tomarse por lo que uno quisiera. Las interpretaciones del Mayor y de Miqueut fueron muy diferentes.
– ¡Bueno! -terminó este último-, aprovechemos el ascensor, mi querido Vercoquin. Hasta luego, señor Loustalot.
Desaparecieron ante los ojos divertidos del Mayor.
Al entrar en el corredor del sexto el Mayor estalló en carcajadas, y con la manera demoníaca que le era propia, hizo desvanecer a la secretaria de Vincent, un ingeniero del servicio de Toucheboeuf, una desgarbada canosa que siempre temía atentados contra su pudor…
El Mayor se instaló cómodamente en el amplio escritorio de Vidal que paseaba por algún lugar del sexto. Ya estaba al corriente de las costumbres de la casa y sabía que la partida del hombre para los pisos inferiores era la señal de salida general para sus adjuntos.
Levantó el tubo y pidió el 24.
– ¿Hola? señorita Zizanie, para el señor Loustalot por favor.
– Bien, señor -respondió una voz femenina.
Un minuto… y Zizanie entró en su escritorio.
– Bajemos a tomar un himalaya -propuso el Mayor.
No lejos del Consortium había un Milk-bar en el que se encontraban un montón de cosas frías que nadaban en jugos diversos, muy deleitosas, y con nombres muy pomposos y ascendentes.
– Pero… ¡mi tío! -objetó Zizanie.
– Lo jodemos -respondió fríamente el Mayor-. Bajemos.
Sin embargo no bajaron enseguida. Al entrar, Pigeon y Vidal se dieron vuelta discretamente para darle tiempo al Mayor de abrocharse y, cuando Zizanie a su vez estuvo lista, se unieron a ellos porque también tenían sed.
– ¿Y? -preguntó Vidal mientras bajaban lentamente los escalones-. ¿Tus primeras impresiones?
– Excelentes -dijo el Mayor terminando de acomodar sus partes.
– Tanto mejor -aprobó Emmanuel a quien Zizanie le parecía, en efecto, susceptible de provocar buenas impresiones.
Una vez afuera, doblaron a la izquierda (no la del Mayor) y tomaron un pasaje protegido de la caída de meteoros varios por vidrios armados cuyo enrejado interior en alambres soldados presentaba una malla cuadrada de 12,5 milímetros de lado, más o menos. Era el camino habitual de Vidal y Pigeon, cuidadosos de evitar los encuentros fortuitos así inopinados y desagradables como eventuales, con individuos capaces de salir de un subte y pertenecer además al personal del Consortium, y ocupando un puesto que les permitiera la provocación ulterior de molestias variadas con relación a estos dos interesantes personajes. Además presentaba la ventaja de alargar el trayecto.
En el pasaje, los libreros abundaban y esta ventaja secundaria aumentaba la atracción del camino oculto.
En el Milk, una muchacha un poco pelirroja y bien formada les preparó cuatro ensaladeras de helado y Emmanuel vio entonces a André Vautravers. Habían sido compañeros de promoción y alguna vez prepararon juntos el Cépéha.
– ¿Cómo te va, viejo? -exclamó Vautravers.
– ¿Qué tal? -respondió Pigeon-. Pero, aunque no tengo necesidad de preguntártelo: por lo que veo, los negocios te van bien.
Vautravers en efecto, estaba vestido con un magnífico traje nuevo y tenía zapatos de becerro claro.
– Paga la Delegación -continuó Emmanuel.
– Bastante bien -confesó Vautravers-. ¿Cuánto ganas?
En voz baja Emmanuel le dijo la cifra.
– Pero, viejo -rugió Vautravers-, es ridículo… Escucha, tengo ahora bastante influencia en la Delegación como para obtener del Comisario Requin que te haga aumentar. Sólo tendrá que decirle una palabra a tu Director General… De esa manera, caminará… Comprendes, es inadmisible que haya entre nuestros honorarios tal diferencia…
– Te agradezco, viejo -dijo Emmanuel-. ¿Tomas un trago?
– No, disculpa, tengo que ir a buscar a los compañeros que me esperan… Hasta luego a todo el mundo.
– ¡Bueno! -dijo el Mayor, cuando Vautravers se fue-, ¿en alguna medida es una relación interesante?
– Bastante interesante -aprobó Emmanuel.
– Si no ven inconveniente -interrumpió Vidal-, tal vez podríamos apurarnos un poco, porque…
– Miqueut puede subir -completó el Mayor.
– No -dijo Vidal-, no es eso, pero me gustaría mucho dar una vuelta por lo de mi librero.
Ya hacía un mes que el Mayor formaba parte del servicio de Miqueut y sus asuntos sentimentales casi no avanzaban. No se animaba a hablarle al tío de su inclinación por la sobrina.
El susodicho tío sólo pensaba en la primera reunión de la comisión general de las surprise-parties que iba a reunirse para examinar el proyecto de Nothon del Mayor. Todo estaba listo.
Los stenciles, debidamente verificados, impresos y abrochados.
Las ilustraciones, destinadas como dijo Miqueut, "a permitir una comprensión correcta de las disposiciones del proyecto".
Las ciento cincuenta convocatorias, expedidas con bastante anticipación como para poder esperar la asistencia de nueve personas.
En fin, el manual de instrucciones febrilmente redactado por el Mayor para el presidente.
El presidente, profesor Epaminondas Lavirtud, miembro del Instituto, celebrado en el mundo entero por sus trabajos relativos a la influencia del alcoholismo del sábado a la noche sobre la función reproductora de los obreros ajustadores. Alertada desde hacía mucho, el servicio de la señora Triqueut, la organizadora de las reuniones, rebosaba de carteles señaladores que se colocarían en las entradas de la sala, prestados obligatoriamente para la circunstancia por el Sindicato de Confiteros sin Tickets de la zona parisiense.
Una hora antes de la reunión, el Mayor saltaba como una cabra por los corredores y las escaleras, verificando todo, reuniendo los legajos, consultando los documentos para poder contestar a los eventuales curiosos, asegurándose, en fin, de que nada faltara.
Cuando volvió a su escritorio sólo le quedaban diez minutos. Cambió rápidamente de camisa, reemplazó sus anteojos con montura clara por quevedos negros de ebonita estampada que lo hacían más serio y tomó un block para llevar un control detallado de la sesión.
El Sub-Ingeniero principal Léon-Charles Miqueut exigía, en efecto, que se tomara una versión integral de los debates, pero en principio prohibía a sus adjuntos, encargados de redactar el proceso verbal, utilizar esta versión cuya traducción llevaba muchos días y terminaba en voluminosos atados de papeles que jamás nadie usaba.
El Mayor echó una rápida ojeada en lo de su jefe y constató que había bajado. Recordó que el Director General debía asistir a la sesión: en estas ocasiones, Miqueut y Toucheboeuf pasaban por lo de este último mucho antes de la hora para explicarle lo que no había que decir. En efecto, a menudo pasaba que el Director, llevado por delirios de tribuno, emitía ideas tan razonables que la Comisión rechazaba pura y simplemente los proyectos de Nothons presentados. Sin esperar a Miqueut, el Mayor se fue pues directamente a la sala de reuniones. Zizanie lo había precedido. Debía hacer la versión taquigráfica.
Alrededor de la mesa estaban ya algunos miembros de la Comisión. Otros colgaban sus sombreros en la percha, cambiando ideas profundas sobre temas de actualidad. A esas sesiones sólo venían viejos habitués que se conocían todos. Apareció el Director General, seguido por Miqueut, olfateando, la nariz al viento, el buen olor de la reunión. Al pasar, el Mayor tuvo el honor de un apretón de manos y enseguida fue presentado al Presidente Lavirtud y algunos personajes menores.
Veinticuatro de las ciento cuarenta y nueve personas convocadas estaban allí; el Director General, maravillado por este éxito sin precedentes, se frotaba las manos.
Entonces hizo su entrada el Delegado Central Requin, acompañado por Vercoquin, los dos munidos de dignos portafolios de cuero. El Sub-Ingeniero principal Miqueut, perdido en genuflexiones, dejó que el segundo se las arreglara solo y guió al primero hacia la tribuna.
En el centro el Presidente. A su derecha el Delegado, después el Director General. A su izquierda, Miqueut, después el Mayor.
En la sala, en alguna parte, Vercoquin, que no había logrado aproximarse a Zizanie. Una secretaria ofrecía a cada uno para firmar una hoja de asistencia. La ola rumorosa de sillas movidas y de susurros indistintos se debilitó, después se calmó y el Presidente, consultando la orden del día preparada por el Mayor, abrió la sesión.
– Señores, hoy nos reunimos para examinar, con miras a su posible envío a la Consulta Pública, un anteproyecto de Nothon de las surprise-parties del que todos tienen un ejemplar según creo. Este documento me ha parecido muy interesante, así que le rogaría al señor Miqueut exponer, mucho mejor de lo que yo podría hacerlo, el procedimiento seguido y… hem… los fines de esta reunión…
Miqueut carraspeó para aclararse la voz.
– Y bien… señores, ¿no es cierto?, es la primera vez que se reúne la Comisión de las surprise-parties de la cual, todos ustedes, han tenido la gentileza de querer formar parti…
– Sin juego de palabras -interrumpió una fuerte risa del Director General.
La Comisión apreció con discreción este rasgo de humor y Miqueut continuó:
– Les recuerdo pues… hem… que esta Comisión ha sido constituida por pedido de numerosos usuarios y de acuerdo con el señor Delegado Central del Gobierno Requin que ha tenido el bien de honrar esta primera sesión con su presencia… y en principio, vamos a leer la lista de los miembros de la Comisión.
Hizo una señal al Mayor, que de un tirón y de memoria recitó la lista de los ciento cuarenta y nueve miembros…
Esta performance produjo una impresión muy fuerte y la atmósfera empezó a brillar con una luz especial.
– ¿La Comisión tiene algunas sugerencias eventuales o algunas modificaciones para proponer a esta lista? -continuó Miqueut con su francés más puro.
Nadie contestó y él continuó:
– Y bien, señores, antes de examinar el documento SP Nº I, voy, ¿no es cierto?… hem… para, en suma, más particularmente, las personalidades que no están al corriente de nuestros medios de trabajo, a resumir el processus seguido por el Consortium con respecto a la elaboración de un nuevo Nothon.
A grandes rasgos, y en un estilo muy personal, Miqueut trazó la marcha de las operaciones. Cinco personas, entre ellas un Inspector general que se había escurrido en la sala nadie sabe cómo, se adormecían brutalmente.
Cuando se calló reinaba el silencio más completo.
– Y bien, señores -continuó Miqueut, variando poco sus exordios-, si lo quieren, vamos a proceder al examen punto por punto del documento… ejem… objeto de esta reunión.
En este momento de la conjetura, Vercoquin se levantó discretamente y murmuró algo al oído del Delegado Central que aprobó con la cabeza.
– Propongo -dijo el Delegado- que el redactor de este importante estudio, nos lo lea. ¿Quién es, señor Miqueut?
Turbado, Miqueut sólo respondió con un vago gruñido.
– Le recuerdo -dijo el Director General, feliz de poner un laïus que conocía bien- que, de acuerdo con la instrucción provisoria del cinco de noviembre de mil novecientos algo y uno, la elaboración de los anteproyectos de Nothons incumbe a las Oficinas de unificaciones constituidas en cada Comité profesional, o a los informantes designados por las Comisiones técnicas del C.N.U. y cuya creación y composición están sometidas a la aprobación del Secretario de Estado interesado.
Los asistentes, casi la mitad cabeceaba, no seguían la discusión.
– A mi vez me permito recordar -dijo Fromental después de haber pedido la palabra con un gesto-, que en ningún caso, los miembros o los ingenieros del Consortium pueden sustituir a dichas Comisiones técnicas.
Envolvió al Mayor con una mirada tan venenosa que la montura de ebonita de su quevedo quedó corroída en tres partes. La punta del lápiz de Zizanie, por rebote, se rompió de un golpe.
Un sudor frío y maloliente cubría las sienes de Miqueut. La situación era crítica. Y el Mayor se levantó. Paseó sobre la asamblea una mirada de gemelos monoculares y habló en estos términos:
– Señores, soy el Mayor. Soy ingeniero en el C.N.U. y autor del proyecto SP Nº I.
Fromental ganaba.
– El proyecto SP Nº I -prosiguió el Mayor-, representa un trabajo considerable.
– Esa no es la cuestión -interrumpió Requin, exasperado por esas palabras.
– Entonces -continuó el Mayor:
lº Cuando lo empecé aún no era ingeniero en el C.N.U. Lo testimonia el informe de la visita que hice al señor Miqueut, clasificado en legajo SP.
2º Fui asistido en la elaboración de este proyecto por un representante de los consumidores y de los productores, que organizaban surprise-parties para participar. Es decir, la Comisión técnica aunque reducida, también se formó.
3º Le señalaré respetuosamente al señor Delegado General del Gobierno que el documento SP Nº I está establecido de acuerdo con el plan Nothon.
La mirada del Delegado echó chispas.
– ¡Muy interesante! -dijo-. Veamos un poco.
Y fue absorbido por la lectura del documento. Grandes suspiros de esperanza henchían el pecho de Miqueut y se escapaban en lentas volutas de su boca entreabierta.
– Este estudio -dijo el Delegado levantando la cabeza-, me parece perfecto y desde todo punto de vista de acuerdo con el plan Nothon.
Los miembros de la Comisión, con la mirada perdida en ensoñaciones lejanas seguían inmóviles, bajo el encanto que destilaba la dulce voz del Mayor.
La atmósfera se densificaba y se separaba en ráfagas torcidas y ligeramente onduladas.
– Y bien, ya que no se hizo ninguna observación, pienso, señor Presidente -dijo el Delegado-, que se puede enviar este proyecto a la Consulta Pública sin modificaciones. Además su disposición de acuerdo con el plan Nothon hace la lectura especialmente cómoda.
Fromental se mordió tan fuerte el labio inferior que sangró como un tapir.
– Señor Delegado -terminó el Presidente, apurado por ir a encontrarse con su amiga en un bar tilingo-, soy de su mismo parecer y creo que nuestro orden del día está agotado. Señores, sólo me queda agradecerles su atención. Podemos levantar la sesión.
Las palabras "levantar la sesión" tenían una resonancia mágica y en ciertas condiciones operativas favorables lograban despertar a los Inspectores generales. El Delegado se quedó en un rincón con Miqueut.
– Este proyecto es excelente, señor Miqueut, pienso que usted ha tenido algo que ver…
– Por Dios -dijo Miqueut sonriendo con modestia, lo que era menos peligroso porque sus dientes quedaban tapados-… ha sido redactado por mi adjunto el señor Loustalot…, en suma…
Pasado el peligro, volvió a respirar.
– Ya veo -dijo el Delegado-. Siempre modesto, señor Miqueut… lamento haber provocado la discusión de recién ya que no tenía fundamento, pero me llegan tantos documentos que jamás tengo tiempo de leerlos, y las indicaciones de Vercoquin -que es un debutante y en consecuencia, rígido y disculpable- me habían parecido… en fin, el incidente está terminado. Hasta luego, señor Miqueut.
– Hasta luego, señor, buenas, y muchas gracias por su amabilidad… -dijo Miqueut, la nariz levantada, sacudiendo como un ciruelo la mano del Delegado que se alejaba seguido por un Fromental exangüe-. Hasta luego, señor Presidente, buenas… Hasta luego, señor… Hasta luego, señor…
La sala se vació lentamente. El Mayor esperó que todo el mundo saliera, luego imitó el paso de su jefe y volvió al sexto piso del Consortium.
– A pesar de todo tenía muy mala cara -dijo Zizanie con olor a piedad en la voz.
Era la tarde del mismo día. El Mayor y su muchacha estaban en el antro de Miqueut que había bajado para la malilla. Había ganado la batalla y esperaba sacar partido. Todo le hacía creer que Miqueut, de buen grado o por fuerza, sabría reconocer sus méritos. Por lo tanto, en ese momento Fromental le importaba poco.
– ¡Tiene lo que se merece! -dijo-. Eso le va a enseñar a hacerme líos a ése.
Las expresiones de indostán con las cuales esmaltaba sus discursos eran una inagotable fuente de encanto para Zizanie.
– No seas tan severo, mi amor -dijo-. Deberías reconciliarte con él. Después de todo es un SP.
– Yo también -dijo el Mayor-, y soy mucho más rico que él.
– Eso no significa nada -dijo Zizanie-. Todo esto me entristece. En el fondo es bueno.
– ¿Qué sabes? -dijo el Mayor-. ¡En fin! No quiero negarte esto. Hoy mismo voy a invitarlo a almorzar. ¿Estás contenta, ahora?
– Pero son las tres… Ya almorzaste…
– ¡Justamente! -terminó el Mayor-. Así veremos si quiere reconciliarse.
Fromental, consultado por teléfono, aceptó inmediatamente. Él también estaba apurado por que reventara el absceso.
El Mayor lo citó en su Milk-bar de costumbre para las tres y media. Llegaron juntos a las cuatro.
– ¡Dos triples himalayas de cien balas! -pidió el Mayor en la caja, alargando los tickets de pago y el dinero necesario.
Fromental quiso pagar su parte pero el Mayor lo fulminó con una mirada. Una chispa brilló entre su mano izquierda y el embaldosado, y se secó con un pañuelo de seda.
Se sentaron en los altos taburetes revestidos de moleskine y empezaron a degustar sus helados.
– Creo que será más cómodo tutearnos -dijo el Mayor de buenas a primeras-. ¿Qué haces ahora?
La pregunta chocó a Fromental.
¡Eso no te interesa! -respondió.
– No te hagas el malo -continuó el Mayor torciéndole la muñeca izquierda con una habilidad consumada-. Dilo.
Fromental largó un grito estridente que se esforzó en hacer pasar por un ataque de tos cuando se sintió objeto de la curiosidad general.
– Hago versos -confesó al fin.
– ¿Te gusta eso? -preguntó el Mayor asombrado.
– Lo adoro… -gimió Fromental levantando los ojos al techo con aire extasiado mientras su nuez de Adán subía y bajaba como un ludión.
– ¿Te gusta eso? -dijo el Mayor y recitó:
Et les vents malaisés bredouillaient leur antienne
Aux bonds mystérieux du mort occidental…
– ¡Inaudito! -dijo Fromental, poniéndose a llorar.
– ¿No lo conocías? -preguntó el mayor.
– ¡No! -dijo Fromental sollozando-. Sólo he leído un volumen desparejo de Verhaeren.
– ¿Eso es todo? -preguntó el Mayor.
– No me pregunté si había otros… -confesó Fromental-: No soy curioso y me falta un poco de iniciativa, pero te detesto… Me has robado mi amor…
– ¡Muéstrame qué has hecho últimamente! -ordenó el Mayor.
Fromental saco tímidamente un papel del bolsillo.
– ¡Lee! -dijo el Mayor.
– ¡No me animo!…
– ¡Entonces lo leeré yo mismo! -dijo el Mayor, que se puso a declamar con una voz magníficamente timbrada:
LAS INTENCIONES FENOMENALES
El hombre escribía, en su escritorio,
Apurado, lleno de rabia estéril.
Escribía, el rasguido de su pluma
Devanaba el hilo de las palabras inmóviles,
Y cuando la página estuvo llena
¡Bing! Hundió su dedo en el botón.
Puerta se abrió, cazador apareció. ¡Gracioso! ¿Un casquete?
¡Rápido! ¡Telégrafo! ¡Veinte francos!
Dos piernas subían, bajaban, pies
Como un caracol. Los pedales…
Freno. Ventanilla. Fórmula. Partió.
Veinte francos ganados. Volvía haraganeando.
Y kilómetros de hilo, kilómetros,
Subiendo y bajando, como los pies,
A lo largo de los caminos, pero horizontales.
No como los pies.
Kilómetros de hilo telegráfico,
Con, adentro, palabras que rechinaban
En los ángulos, donde el poste está empalmado.
Es necesario que se mantenga.
Trescientos mil kilómetros…
¿Pero en un segundo? ¡Qué chiste!
Sí, si no tenía todas esas bobinas,
Todas esas bobinas, esas sagradas trampas de palabras.
En su escritorio, el hombre, aliviado,
Con un cigarro en la boca,
Leía el "Domingo ilustrado".
Kilómetros, kilómetros de hilos telegráficos,
Y de selfs donde las palabras, perdidas,
Se retorcían, como condenados,
En un infierno, o lauchas
En el fondo de la vieja vasija esmaltada de azul…
En su escritorio, terminaba el cigarro,
Aliviado, porque en algunas horas,
Tendría noticias de Dudule.
– No está mal -dijo el Mayor después de un silencio-, pero te perjudicas por tus lecturas. O mejor dicho por tu lectura… Un solo volumen de Verhaeren…
Los dos ignoraban a las camareras del Milk-bar que se habían agrupado detrás del mostrador para oír mejor.
– ¿También haces versos? -preguntó Fromental-. ¡Si supieras cómo te odio!
Y se retorcía nerviosamente las tibias.
– ¡Espera! -dijo el Mayor-. Escucha esto…
Y nuevamente recitó:
Calzado con escarpines verdes y tocado con un birrete
Una pichel de tres-seis en su bolsillo izquierdo
Harmaniac el borracho vivía en la lujuria
Fornicando y bebiendo sin parar noche y día.
Había nacido por allá, en las costas de Francia
Donde hasta el mismo sol embalsama el aïoli
Visto que no era poeta y sí que era hermoso
No trabajaba y sí vivía en la calle de Provence.
El cuerpo cuidado por cinco chicas hábiles
Y su espíritu planeando cerca de ilustres orillas
Componía sus versos revolcándose en bodegas
de narices brillantes y cabezas débiles.
Y sus pelotas, hinchadas de poderoso licor
Se desataban a la noche en espléndidos sobresaltos;
Como un caballo en camino nutrido con canataridina
Disparaba diecisiete golpes, luego partía, vencedor.
Entonces, la Ghoule verde con chancros supurantes,
La lívida sífilis de ojeras color malva
Vino a visitarlo una noche cuando en la alcoba
Tumbaba sin freno a tres pimpollitos delirantes.
La intensidad del mal es tanto más terrible
Cuando es alcanzado en sus juegos más ardorosos.
Harmaniac desgarrado por los crueles dientes
De espectros salteadores, conoció la pena horrible.
El tabés se apoden de sus miembros paralizados.
Se arrastraba, baboso… Después fue la afasia
Grafo-motriz, y después la áspera parálisis…
Sin embargo las esperanzas no estaban del todo perdidas:
Podía curarse. Y, durante todo el día,
Los sabios lo trataban, lo envolvían en ungüentos,
Hervían en vasijas útiles arrogantes
Para pinchar sin reposo su vena envenenada.
Pero los gusanos, refugiados en el amplio cerebro,
Impedidos de salir por la falta de voz
Del poeta clavado en lecho, acorralados,
Se levantaron en un horror nuevo.
El alejandrino delirante, de doce anillos pegajosos
El octosílabo seco, retorciéndose enloquecido
Los versos impares, endebles, puntiagudos, colmados de ira male…
Seguían naciendo siempre, y su montón, refluyendo,
Desde los centros cerebrales hasta el borde del cráneo,
Bullían en un caos repugnante y mortal.
Y el ojo rojo de los gusanos largaba un fuego cruel,
Que pelaba la meninge como si fuera una banana…
Harmaniac todavía resistía. Un prosista
Bajo estos asaltos funestos no se hubiera mantenido
Pero el poeta está hecho por el obrero celeste,
Para sobrevivir también sin cerebro. Los doctores,
Continuaban poniendo el remedio en sus venas,
Pero los gusanos devoradores, sin tregua ni respiro
Crecían a su gusto. Entonces, el cuerpo decrépito
De Harmaniac, consumido por un ardor inhumano
Se endureció de golpe, después se inmovilizó
El pueblo retrocedía descubriéndose la cabeza,
Atribuyendo su duelo a la humilde espiroqueta.
Un hombre se aproximó, y apoyó dulcemente
Su mano en el tórax del muerto. ¡Entonces, estupor!
– Continua latiendo -dijo, y levantó el sudario…
Y apareció, envuelto en flemas,
El gusano inmundo y negro que le roía el corazón…
La voz del Mayor había bajado progresivamente para acentuar el horror del último verso. Fromental se revolcaba por el piso sollozando. Las camareras se habían desvanecido como moscas, de a una, pero de felicidad y como había pocos clientes a esa hora de la tarde, dos ambulancias, llamadas por el Mayor, bastaron para llevar el conjunto de víctimas.
– ¡No debiste hacerlo! -gemía Fromental tirado sobre el aserrín, agarrándose la cabeza con las dos manos.
Babeaba como una babosa.
El Mayor, él también un poco emocionado, levantó a su rival.
– ¿Me sigues odiando? -le preguntó dulcemente.
– ¡Eres mi maestro! -dijo Fromental elevando sus dos manos dadas vueltas formando una copa por encima de su cráneo y prosternándose, lo que es un signo evidente de veneración entre los hindúes.
– ¿Estuviste en la India? -preguntó el Mayor al ver esta curiosa operación.
– Sí… -contestó Fromental-. Muy joven.
El Mayor sintió su corazón rebosante de amor hacia este viajero lejano que tenía tantos gustos en común con él.
– A mí también me gustan tus versos -le dijo-. Seamos hermanos en vez de rivales.
Eso lo había leído en el Almanach Vermot.
Fromental se levantó y los dos se besaron en la frente en prueba de afecto.
Después abandonaron el Milk-bar cerrando cuidadosamente la puerta porque no quedaba nadie vivo en el local. Al pasar, el Mayor le dio la llave a la vendedora al exterior (la que despachaba sandwiches) sorda de nacimiento y que no había sufrido.
Hacia el fin de la tarde el Mayor se arrastró lentamente en dirección a la puerta de Miqueut. Siguiendo sus instrucciones, Vidal y Emmanuel habían cortado el teléfono, asegurándole un período bastante largo de tranquilidad. Por eso, desde hacía media hora Miqueut no se había movido.
El Mayor alcanzó el postigo, se levantó, golpeó y entró en menos de un guiño de ojos.
– Tendría algo que pedirle, señor -dijo.
– Entre, señor Loustalot. Justamente el teléfono hace poco que me ha dejado tranquilo.
– Es a propósito de la reunión de esta mañana -dijo el Mayor ahogando un hipo de alegría ante esta observación.
– ¡Ah! sí… De hecho, debo felicitarlo, esta reunión, en suma, estaba tan bien preparada…
– En una palabra -dijo el Mayor-, le saqué las papas del fuego.
– Señor Loustalot, le recuerdo que, ¿no es cierto?, en principio usted es tenido en cierta consideración con respecto a…
– Sí -cortó el Mayor-, pero, sin mí, usted estaba en un brete.
– Es verdad -confesó vencido, su interlocutor.
– No hay ninguna duda -confirmó el Mayor.
Miqueut no respondió.
– ¡Mi recompensa! -rugió el Mayor.
– ¿Qué quiere decir? ¿Un aumento? Naturalmente usted lo tendrá, mi querido Loustalot, cuando terminen sus tres meses de prueba… Me arreglaré para que se le dé una satisfacción, dentro de las posibilidades del Consortium que son reducidas…
– ¡No es eso! -dijo el Mayor-. Quiero la mano de su sobrina.
– ¿…? ¿…?…
– Sí, la amo, ella me ama, me quiere, la quiero, nos casamos.
– ¿Se casan? -dijo Miqueut-. Se casan… -agregó en voz alta, pasmado-. ¿Pero qué tengo que ver con todo eso?
– Usted es el tutor -dijo el Mayor.
– Es exacto, en principio -convino el otro-, pero, ¿no es cierto?, eh… en suma, me parece que usted se apura un poco… Para su trabajo, esto no va a ser cómodo… Le va a llevar… por lo menos veinticuatro horas de ausencia… y con la cantidad de cosas que tenemos en este momento…, es necesario que se arregle para que todo te termine en una mañana… o en una tarde… Un sábado por la tarde sería perfecto, ¿no es cierto?, en suma, de esta manera, no se vería obligado a interrumpir su trabajo…
– Comprendido -aprobó el Mayor, que pensaba no volver a poner los pies en el C.N.U. después de su casamiento.
– Pero, en suma, mi sobrina continuaría aquí como secretaria, ¿no es cierto? -dijo Miqueut con una sonrisa compradora-. O mejor, veo otra solución… se quedará en su casa, y para distraerse -por supuesto, sin que se le pague, porque ya no formará parte de la casa-, puede copiar sus documentos, sin abandonar en suma… su hogar… ji…, ji… y eso le llevaría…
– Será muy económico -dijo el Mayor.
– Y bien, escuche, todo de acuerdo… Puede avanzar sobre esto… Le doy carta blanca.
– Gracias, señor -dijo Loustalot abandonado la oficina.
– Entonces, hasta mañana, mi querido Loustalot -terminó Miqueut tendiéndole una mano húmeda.
El jefe anunció el compromiso a sus adjuntos algunos días después. Miqueut previno antes que a los otros a Vidal y Pigeon ya que debía trasmitirles la invitación de Zizanie para la pequeña reunión organizada para esa ocasión.
Por lo tanto llamó a Vidal a su escritorio y le dijo:
– Mi querido Vidal, le señalo que… eh… por pedido de mi sobrina… nosotros… la familia se sentiría feliz de que nos acompañara desde las siete de la tarde, en el compromiso…
– Pero Loustalot me había dicho a las cuatro.
– Sí, en principio, empezará a las cuatro, pero personalmente creo que uno no va a divertirse antes de las siete… Ya sabe lo que son estas fiestas… eh… no son, en suma, muy interesantes… En fin, le aconsejo no ir demasiado temprano… y además, por su trabajo, podría molestarlo…
– Es un punto de vista que en realidad hay que considerar -dijo Vidal-. Si le parece bien, iré a las cinco y propondré al Consortium que me descuente una hora y cuarto de trabajo de mis honorarios mensuales.
– En esas condiciones -dijo Miqueut-, creo que será perfecto evidentemente… Estará libre para recuperar el tiempo perdido un sábado por la tarde…
– Pero naturalmente -dijo Vidal-, y por supuesto, es innecesario pagarme las horas extra… En suma, no nos pagan por horas.
– Tiene perfectamente razón. Debemos ser apóstoles. ¿No tiene nada urgente para mostrarme? ¿Sus reuniones? ¿Andan?
– Sí -dijo Vidal-, eso anda.
– Y bien, entonces, le agradezco.
Al quedarse solo, Miqueut llamó a Pigeon por el teléfono interno que estaba arreglado.
Emmanuel apareció.
– Siéntese, mi amigo -dijo Miqueut-. Veamos… eh… Tengo varias cosas que decirle. En principio le señalo que mi sobrina le ruega que asista a la ceremonia de su compromiso, el miércoles próximo a las siete, en su casa. Arregle con Vidal que también va a ir.
– Loustalot me dijo algo de las cuatro… -dijo Pigeon.
– Sí, pero, ¿no es cierto?, tenemos el proyecto de Nothon para cajas de caramelos para poner al día. ¿Tendrá tiempo?
– Creo -dijo Emmanuel-. En caso necesario, podría venir más temprano.
– Sería una solución excelente. Por otra parte, en principio, nada le impide, cuando tenga mucho trabajo, llegar más temprano todos los días… ¿No es cierto?, tenemos que ejercer una especie de apostolado, y apenas se establezca un día un libro de oro de benefactores, cosa que deseo, en suma, de nuestro gran Consortium, es necesario incluir en él la biografía de todos aquellos que, ¿no es cierto?, habrán, como usted acaba de proponérmelo recién, sacrificado sus placeres en el altar de la Unificación. Por otra parte no es una simple suposición y sería muy interesante. Me propongo hablarle de esto al Delegado próximamente. En todo caso, su ofrecimiento de hacer horas extras me agrada, porque me prueba que toma su trabajo a pecho. Y a este respecto tengo una buena noticia. ¿Recuerda lo que le dije hace algunos meses?: le haré hacerse una posición en el C.N.U. Y bien, a fuerza de interceder ante el Director General, he obtenido para usted un aumento a partir de este mes.
"Vautravers ha trabajado bien", pensó Emmanuel, y en voz alta dijo:
– Le agradezco, señor.
– ¿No es cierto?, yo pienso que en este momento, con las dificultades actuales, doscientos francos por mes, no son para despreciar…
Pigeon, liberado poco después, recorría los corredores a grandes trancos presa de una rabia impotente. Entró bruscamente en lo de Levadoux y Léger.
Estupor: estaba Levadoux. Y Léger no.
– ¿No se fue? -preguntó Emmanuel.
– Imposible. Ese cretino de Léger acaba de telefonearme que no podrá venir enseguida.
– ¿Por qué?
– Están en pleno jiu-jitsu con el cajero de la fábrica Léger Père. Ese cochino parece que se apropió de dos decímetros cuadrados de caucho de antes de la guerra con los cuales Victor tapaba sus cajas de hormigas.
– ¿Con qué motivo?
– ¡Ponerle media suela a sus zapatos! -dijo Levadoux-. Con caucho, ahora que hay madera en todos lados. ¡Uno no se da idea!
– Pero ¿por qué protesta así?
– ¿Y qué? ¡Un día en el que Miqueut desaparece a las cuatro, así al menos lo testimonian mi anotador y mi espía, y en el que cité a las tres y cuarto a… mi hermanita! Si al menos estuviera aquí Léger para contestar que acabo de salir de mi escritorio.
Pigeon salió riéndose a carcajadas y se alejó por el corredor.
Lejos de allí, Léger rodaba por el piso con un viejo barbudo al que le mordía el omóplato derecho.
Y Levadoux aseguraba la permanencia.
El día del compromiso, Pigeon y Vidal hicieron su aparición en el escritorio alrededor de las dos y media de la tarde, hermosos como astros.
Pigeon llevaba un traje claro de un seductor color azul grisáceo y zapatos amarillos cubiertos de agujeros por arriba y de suelas por abajo. Tenía una inmaculada camisa blanca y una corbata de anchas rayas oblicuas azul cielo y gris perla. Vidal se había puesto su traje pituco azul marino y un cuello alto que le daba sin cesar la penosa impresión de haber puesto la cabeza, por distracción, en un tubo demasiado estrecho.
Las dactilógrafas estuvieron a punto de desmayarse al verlos y Victor tuvo que manosearles un poco el tórax para que se restableciera una respiración normal, ya que su padre había sido coronel de zapadores-pontoneros, que son hombres competentes. Cuando terminó sus buenos oficios, estaba rosa cártamo y tenía el bigote rígido.
Vidal y Emmanuel hicieron como que trabajaban durante una hora y se encontraron en el corredor, listos para partir.
Al irse, se cruzaron con Vincent que por casualidad llevaba su traje de domingo, cortado sobre una vieja bolsa de carbón y del que sólo había reemplazado el saco temporariamente y para no abrumarlos, por un viejo filtro para gasógenos de algodón de primera calidad agujereado en el lugar de las mangas. Sacaba su barriguita como de costumbre. Tenía cabellos castaños muy raleados y por un loable cuidado de la armonía dejaba a la piel de su cráneo adquirir poco a poco el mismo color. Para tener de qué ocuparse durante las largas noches de invierno, dejaba florecer sobre su rostro una profusión de costras verdes cuyo contacto excitaba agradablemente a sus uñas negras. Se las arreglaba para dibujar sobre su rostro, rascándolo hábilmente, un mapa de Europa que mantenía cuidadosamente al día.
Vidal y Emmanuel le estrecharon prudentemente la mano y abandonaron con prontitud el edificio.
Zizanie vivía en un viejo departamento controlado por una vieja parienta sin fortuna que hacía el papel de gobernanta.
Tenía mucho dinero y muchos primos lejanos y viejos. Todo ese mundo había respondido apresuradamente a su invitación. También estaban los frutos de la rama de Miqueut y un número respetable de esas individualidades imprecisas que la juventud engloba por lo común bajo el término genérico de "Parientes".
Las recepciones "con parientes" están, desde el punto de vista de los jóvenes, frustradas de antemano.
Las madres, partiendo del principio de que la juventud "baila de una manera tan divertida", no perdían a sus hijas de vista y rodeaban al grupo de las jóvenes con un muro casi infranqueable. Algunas parejas arriesgadas, amigos personales de Zizanie (probablemente huérfanos), se animaron a esbozar algunos pasos de un swing de segunda zona. El círculo de cabezas de padres se cerró de tal manera sobre ellos que debieron parar enseguida y se salvaron separándose.
Descorazonados, se replegaron hacia el pick-up; el buffet, inabordable, estaba asediado por una multitud compacta de "gente seria" con trajes oscuros, que tragaba con voracidad las provisiones reunidas por Zizanie y miraba con severidad a los jóvenes bastante mal educados que se atrevían a apropiarse de alguna masita.
¿Algún desdichado muchachito lograba apropiarse de una copa de champagne? Inmediatamente era orientado, gracias a sabios movimientos de los viejos académicos, hacia una matrona desagradable y cubierta de pintura que le sacaba la copa de la mano y le concedía en cambio una sonrisa viscosa. Apenas los platos calientes veían la luz eran reducidos sin dificultad por los primos con redingote que son elementos extraordinariamente peligrosos. Poco a poco "los parientes" se hinchaban y los jóvenes, amontonados, empujados, sacudidos, apretados, anulados, se encontraban perdidos en los ángulos más lejanos.
Un amigo del Mayor, el joven Dumolard, logró entrar en un saloncito que estaba vacío. Inconsciente y maravillado se puso a swinguear con una chica de pollera corta. Otras dos parejas lograron unírseles sin llamar la atención. Todos creyeron haber encontrado la paz, pero la cabeza inquieta de la madre de una de las que bailaban no tardó en aparecer. Cinco segundos después, los sillones del saloncito crujieron bajo el peso de mujeres de miradas ávidas cuya sonrisa de enternecimiento hizo abortar en un boston piadoso el vals swing cuyos acordes sonaban en el salón vecino.
Antioche, vestido de negro (había previsto la situación), avanzaba cada tanto hacia el buffet -de tres cuartos perfil, para engañar sobre su edad- y lograba así procurarse algunas materias alimenticias, lo justo para no morir en el lugar. Vidal, gracias a su traje azul marino, se defendía también, pero Emmanuel y los pitucos estaban perdidos irremisiblemente.
Zizanie, hundida en un grupo de viejas que la acribillaban con cumplidos venenosos, cedía poco a poco.
En cuanto a Miqueut se había deslizado detrás del buffet, al lado de los maîtres, para vigilar sin duda. Su mandíbula de conejo trabajaba sin cesar. Cada tanto llevaba la mano al bolsillo, después a la boca y hacía como si tosiera, después su mandíbula recomenzaba con más fuerza. De esta manera iba con menos frecuencia al buffet. Le bastaba con llenar sus bolsillos una vez por hora. No se interesaba demasiado en la asamblea: el comisario no estaba. Y nadie a quien pedirle un proyecto de Nothon.
Y el Mayor estaba solo en un rincón.
El Mayor se daba cuenta de todo.
El Mayor sufría.
Emmanuel, Vidal y Antioche sufrían de ver sufrir al Mayor.
Y la fiesta continuaba en medio de canastos de lirios y pernambucos de Gabón de los cuales el Mayor había llenado las piezas.
Y los pituquitos y las pituquitas se hundían poco a poco en sus zapatos, porque la gente seria tenía hambre.
Y los maîtres arrastraban cajones de champagne por decenas, pero el champagne se evaporaba antes de llegar a los amigos de Zizanie, que se marchitaban como legumbres deshidratadas.
Entonces, el Mayor le hizo un gesto cabalístico a Antioche, Antioche le habló en voz baja a Vidal y a Pigeon y los cuatro hombres desaparecieron en dirección al baño.
Emmanuel se quedó afuera para vigilar.
Eran las diecisiete cincuenta y dos.
Miqueut, empapado como un algodón, más minucioso que nunca si fuera posible, se apoderó de su pañuelo de rayón blanco, de su abrigo negro y de su sombrero negro, a las diecisiete cincuenta y tres. Tomó su plato y desapareció subrepticiamente. Iba al C.N.U. dejando a su mujer y masticando pedacitos de postre.
A las diecisiete cincuenta y nueve, Emmanuel, llamado por una voz masculina, entró en el baño. Salió a las dieciocho y cinco y se puso como obligación el cerrar discretamente las puertas exteriores del departamento.
A las dieciocho y once, el Mayor en persona salió del baño y volvió algunos segundos más tarde seguido por diez muchachos fuertes.
Éstos salieron a su vez a las dieciocho y trece y se pusieron a nuclear a la asistencia siguiendo las reglas del arte.
El Mayor puso a Zizanie en lugar seguro encerrándola en uno de los baños.
A las dieciocho y veintidós, se desencadenó la acción.
El encargado del pick-up detuvo el aparato y escondió los discos bajo el mueble. Y seis muchachos, que se habían quitado el saco levantándose las mangas más arriba del codo, munidos cada uno de una sólida silla de cocina de haya maciza, avanzaron, en una sola línea, hacia el buffet.
A una orden del Mayor las seis sillas cayeron con un ruido mate sobre la primera fila de los hombres con redingote que no habían querido ver en esos rápidos preparativos más que una diversión ridícula de la juventud.
Tres hombres cayeron, apaleados. Un barbudo con cadena de oro se puso a chillar como una cabra y fue hecho prisionero inmediatamente, otros dos se levantaron y se largaron, derrotados, hacia los maîtres.
La segunda fila fue segada integralmente por los golpes mejor coordinados de las sillas.
Los muchachitos auxiliares no estaban inactivos. Apoderándose de las viejas, las llevaban a la cocina, y poniéndoles el culo al aire, espolvoreaban con pimienta de Cayena los pliegues barbudos, con gran perjuicio de las arañas. La derrota completa de los redingotes sólo fue cuestión de minutos. No hubo ninguna tentativa de resistencia. Los prisioneros, esquilados y cubiertos de betún fueron tirados por la escalera.
Las hembras huían a toda velocidad, buscando un balde de agua fresca para sentarse. Los muertos, poco numerosos. Entonces el Mayor fue a buscar a Zizanie. De pie en medio del campo de batalla en desorden, un brazo sobre el hombro de su compañera, arengó a sus valientes tropas.
– ¡Amigos! -dijo-. Hemos librado un duro combate. Hemos ganado. Así mueren los… Pero basta de frases. A la acción. No podemos quedarnos aquí, está demasiado revuelto. Junten todas las vituallas, y en camino hacia una surprise-party.
¡Vengan a lo de mi tío! -propuso una linda morochita-. No está. Sólo quedó la servidumbre.
– ¿Está de viaje? -preguntó el Mayor.
– ¡En la basura! -contestó la chica-. Y mi tía vuelve de Burdeos recién mañana a la noche.
– Perfecto. Vamos, señores, manos a la obra. Dos hombres para el pick-up. Uno para los discos. Diez para el champagne. Doce chicas para las masas. El resto, lleven el hielo y las botellas de alcohol. Les doy cinco minutos.
Y cinco minutos después, el último muchachito abandonaba el departamento de Zizanie, doblado bajo un enorme pedazo de hielo que se le derretía en el cuello. Antioche cerró la puerta con doble llave.
El Mayor marchaba a la cabeza de sus tropas. A su lado, Zizanie. Detrás, su estado mayor (¡Ja! ¡Ja!).
– En ruta a lo del tío -aulló.
Echó una última mirada hacia atrás y el cortejo se lanzó atrevidamente sobre el boulevard.
En la retaguardia, el hielo chorreaba…