James Joyce en sus gestos

La gente solía decir de James Joyce que parecía triste y cansado, y él mismo se describió en una ocasión como «un hombre celoso, solitario, insatisfecho y orgulloso». Claro que esta descripción la hizo en privado, en una carta a su mujer Nora Barnacle, a quien confiaba cosas mucho más íntimas y atrevidas que a ninguna otra persona. No por ello, sin embargo, puede colegirse que no hiciera la descripción también para la posteridad, a la que confiaba cosas aún más atrevidas.

Ya de joven era un hombre algo pomposo y pagado de sí mismo, concentrado en lo que escribiría y en su temprano (luego perenne) odio a Irlanda y a los irlandeses. Cuando aún no había escrito más que algunos poemas, le preguntó a su hermano Stanislaus: «¿No te parece que existe cierta semejanza entre el misterio de la Misa y lo que yo estoy intentando hacer? Quiero decir que en mis poesías estoy intentando darle a la gente una suerte de placer intelectual o goce espiritual al convertir el pan cotidiano en algo que posea una permanente vida artística propia… para su elevación mental, moral y espiritual». Quizá cuando fue menos joven sus comparaciones fueron menos eucarísticas y más pudorosas, pero siempre estuvo convencido de la importancia extrema de su obra, incluso cuando aún no existía. James Joyce parece uno de esos casos de artistas que prodigan tanto el gesto de la genialidad que acaban por persuadir a sus contemporáneos y a varias generaciones más de que en efecto son y han sido genios sin vuelta de hoja ni remisión. En consonancia con ese gesto, era famoso porque le traía sin cuidado que le leyeran o no, y por supuesto las opiniones; sin embargo, cuando apareció su Ulises, tras grandes dificultades para su publicación, hizo cuanto estuvo en su mano para difundirlo, y hasta se le vio más de una vez empaquetando el ejemplar comprado en la célebre librería Shakespeare & Co., gracias a cuyos sello e imprenta se había editado por fin el libro inmortal. También se sabe que permanecía alerta a la espera de alguna mención o crítica en la prensa, y que escribió cumplidas notas de agradecimiento a cuantos se ocuparon de la novela. Cuando salió Finnegans Wake mucho después y tuvo una fría acogida, se sintió herido y descontento, y así pasó los últimos dos años de su vida, lo cual no es una manera agradable de pasarlos, sobre todo si son los últimos.

Pero a cambio gozó, durante casi todos sus demás años, de un respeto y una admiración que pocos autores logran antes de su muerte. Durante los que pasó en París era incluso reverenciado y temido, y nadie contravenía sus deseos ni sus costumbres, por ejemplo la de cenar todas las noches en el mismo sitio y a las nueve en punto, o la de no probar el vino blanco, por bueno que fuera. Al parecer, un oftalmólogo le había asegurado que esa clase de vino era muy perjudicial para la vista, y Joyce cuidaba mucho de sus delicados ojos. Amenazado de glaucoma, hubo de someterse a once operaciones a lo largo de su vida, y esa es la razón por la que algunas fotográficas lo muestran con un llamativo y abultado parche en el ojo izquierdo, y quizá por eso vio Djuna Barnes en ellos «la misma palidez de las plantas ocultas al sol durante mucho tiempo». El parche, así pues, no lo llevaba por hacerse notar: a Joyce le bastaba con su actitud genial, y no necesitaba disfrazarse de cazador ni correr los sanfermines. Al contrario, era todo menos un extravagante, y en una cena o reunión social resultaba una angustia quedar sentado a su lado, al menos para quien fuera sólo moderadamente hablador, ya que en tales circunstancias Joyce no se dignaba abrir la boca, sino que esperaba que se lo entretuviera con cháchara mientras él guardaba silencio, un silencio «cómodo pero absoluto» en palabras de Ford Madox Ford. Sus compañeros de mesa se esforzaban por encontrar temas que pudieran interesarle, pero Mr Joyce (todos menos Djuna Barnes le llamaban así) sólo contestaba «Sí» o «No». A diferencia de los personajes de sus novelas, charlatanes interiores, el autor era taciturno y despectivo siempre, al menos en sociedad.

En privado, a solas, era muy distinto aunque no menos altivo. Pero se emborrachaba hasta bien entrada la madrugada y se mostraba más amable y daba más charla, si bien con demasiada frecuencia proponía asuntos teológicos que no interesaban a nadie o se ponía a recitar, en sonoro italiano, largas tiradas de Dante como un sacerdote ante la grey. En una ocasión, estando en la Brasserie Lutétia, su compañero de mesa dijo haber visto una rata corriendo escaleras abajo, y la reacción de Joyce no fue muy serena. «¿Dónde, dónde?», preguntó alarmado. «Eso trae mala suerte.» Joyce tenía infinitas supersticiones, y un segundo después de pronunciar estas palabras se desmayó de terror. También temía mucho a los perros, desde que en la infancia le había mordido malamente un terrier irlandés. Pero a lo que tenía más pánico era a las tormentas, tanto en su niñez como en su edad adulta, aunque en ésta lo disimulaba más. De niño no le bastaba con cerrar ventanas, correr cortinas y bajar persianas, sino que acababa encerrado en un armario. De adulto, dicen las malas lenguas que se tapaba los oídos y se comportaba como un cobarde; las buenas lo niegan, y sólo admiten que si la tormenta le pillaba en la calle, se retorcía las manos, daba gritos y echaba a correr.

Además de muy bebedor cuando bebía (pasaba periodos abstemios), era un gran devorador de libros y había sido muy putero en su juventud. Aunque recurría a ellas, las putas le desagradaban, y tal vez por eso prefería imaginar, cuando le escribía a su mujer, Nora, escenas que quizá tuvieron su correspondiente en la realidad pese a lo teatral de las figuraciones. Al fin y al cabo, Joyce había dicho una vez que «anhelaba copular con un alma». Hace ya bastantes años se hicieron célebres estas cartas obscenas, en las que su autor solía prometérselas muy felices para cuando Nora y él volvieran a encontrarse (él estaba en Dublín, ella en Trieste, donde vivían habitualmente), y en las que incluso hallaba momentánea felicidad, ya que al final de más de una confiesa haberse corrido (son sus palabras) mientras le escribía cochinadas: sin duda uno de los pocos escritores que han logrado con su pluma gratificaciones tan intensas. James Joyce, a juzgar por esa correspondencia, deseaba que su mujer engordara para que lo golpeara, lo dominara y hubiera más excesos, tenía ideas muy precisas sobre el tipo de ropa interior que ella debía llevar (un poco manchada siempre, la preferencia era invariable) y mostraba abierta predilección por las capacidades aéreas o aun depositivas de la que había conocido como Nora Barnacle: en suma, era un coprófilo. Pero de tales cartas no es esto lo más chillón, sino el espíritu inquisitivo con que interrogaba a Nora sobre su pasado y sobre su presente, a fin de nutrir sus libros. El tipo de interrogatorio recuerda, más que nada, al de los curas católicos en el confesonario, como se ve en este extracto: «Cuando aquella persona… te metió la mano o las manos bajo las faldas, ¿te acarició sólo por fuera o te metió el dedo o dedos? Si lo hizo, ¿llegaron lo bastante arriba para tocarte esa pequeña polla al final de tu coño? ¿Te tocó por detrás? ¿Estuvo mucho rato acariciándote y te corriste? ¿Te pidió que le tocaras a él? ¿Lo hiciste? Si no le tocaste, ¿se corrió él contra ti y tú lo notaste?». O en este otro: «Esta noche… he estado tratando de imaginarte masturbándote el coño en el retrete. ¿Cómo lo haces? ¿De pie contra la pared acariciándote bajo la ropa o te sientas en el hueco con las faldas levantadas y la mano a toda máquina por la abertura de tus bragas? ¿Te entran ganas de cagar? Me pregunto cómo harás. ¿Te corres mientras cagas o te masturbas hasta el final primero y cagas luego?». No se puede negar que Joyce era un hombre puntilloso y con amor al detalle.

James Joyce sufrió varias desgracias en su vida, pero por lo general no mostraba sus sentimientos. Cinco de sus nueve hermanos (él era el mayor) no superaron la infancia, y su modo de reaccionar ante alguna de esas muertes hizo que hasta su madre lo considerara insensible. Cuando su hija Lucía tuvo que ser internada en hospitales psiquiátricos, Joyce, en cambio, se volcó lleno de solicitud y nunca perdió la esperanza de su recuperación. Le escribía numerosas cartas. Según su hermano Stanislaus, sin embargo, para James Joyce «la infelicidad era como un vicio». Era frío y distante excepto con los muy cercanos, pero cuando a la muerte de su madre descubrió un paquete de cartas que le había escrito su padre antes de casarse, se pasó una tarde entera leyéndolas «con tan poca compunción como un médico o un abogado… hacen preguntas». Cuando terminó, Stanislaus le preguntó: «¿Y bien?». «Nada», respondió James Joyce secamente y con algo de desprecio. Nada, pensó Stanislaus, para el joven poeta con una misión, pero evidentemente algo para la mujer que las había guardado durante todos aquellos años de dejadez y miseria. Stanislaus las quemó, sin leerlas él.

James Joyce tenía la costumbre de suspirar. Otra madre, la de su mujer Nora, se la observó y le dijo que así se destrozaría el corazón.

Pero Joyce no murió con el corazón deshecho por ninguna infelicidad, sino a causa de una úlcera perforada, en un hospital de Zürich, el 13 de enero de 1941 casi con cincuenta y nueve años. Lo enterraron dos días más tarde, tras una breve ceremonia, en el cementerio de esa ciudad.

Su propia mujer, Nora Barnacle, que no se dignó leer su Ulises, lo definió una vez. Dijo: «Es un fanático».

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