MUJERES FUGITIVAS
Lady Hester Stanhope, la reina del desierto

Lady Hester Stanhope pagó cara su vena satírica, aunque también podría decirse que a ella debió indirectamente su leyenda y su fama. El periodo más satisfactorio de su vida fue el de los años en que vivió y estuvo al frente de la casa de su tío William Pitt, primer ministro de Jorge lV. AI parecer se convirtió en alguien imprescindible, por su discutible belleza, su conversación tan brillante como abrumadora y su capacidad para organizar y amenizar cenas políticas de muy altos vuelos. Sin embargo su inclinación por la sátira le creó tantos enemigos que a la muerte de Pitt, en 1806, se encontró con un gran vacío a su alrededor, si bien con la bolsa bastante llena: el Estado le concedió una generosa pensión vitalicia, es de suponer que para compensar en la sobrina los desvelos patrióticos del muy leal tío.

William Pitt no fue el único hombre, consanguíneo o no, que se vio subyugado por Lady Hester. Aunque gigantesca para la época (medía casi un metro ochenta), su vitalidad y su talento la hicieron irresistible en sus años jóvenes y menos jóvenes, hasta el punto de permitirle no contraer matrimonio. Ella negaba su propia hermosura, y afirmaba poseer más bien «una fealdad homogénea». No tuvo suerte con sus principales amores, pues el famoso general John Moore, de quien pasaron a depender sus noches y días tras la muerte del benefactor, pereció en La Coruña durante la Guerra Peninsular, para nosotros de la Independencia.

Fue en parte esto y en parte la insoportable pérdida de su influjo y sus politiqueos lo que la hizo abandonar Inglaterra a los treinta y tres años, una edad que para una mujer soltera de hace dos siglos no era otra que la de la resignación y el retiro. A partir de ese momento, sin embargo, se empezó a forjar la leyenda de una dama riquísima que viajaba incesantemente por Oriente Medio con un séquito extravagante y siempre creciente -una verdadera caravana en algunas etapas abundantes de su vida- sin meta ni propósito determinados. Grecia, Turquía, Egipto, el Líbano y Siria fueron testigos de su paso o su estancia, vestida a la oriental y de hombre, rodeada de sirvientes, secretarios, damas de compañía, parásitos, generales franceses fascinados por su carácter, el doctor Meryon que escribió sus hazañas y unos u otros amantes, casi siempre más jóvenes y más apuestos que ella. Su prestigio entre los jeques y emires le permitió llegar hasta Palmira, lugar del todo inaccesible para los occidentales en aquel tiempo. Se estableció entre los drusos en el Monte Líbano, y allí ejerció por sus propios medios la influencia que en su país no logró heredar por la vía del parentesco.

Bien es verdad que en sus ingeniosas cartas -principal fuente de sus andanzas junto con los volúmenes biográficos de su devoto Meryon- Lady Stanhope no era nada modesta y quizá no fidedigna. En una de ellas proclamaba: «Soy el oráculo de los árabes y la favorita de todas las tropas, que al parecer me creen una deidad porque sé montar». Lo cierto es que montaba sin pausa, viajando sin fin y sin aparente objeto, y además a horcajadas, lo cual no estaba permitido a las mujeres en aquellas tierras. Pero Lady Hester tenía bula, y llegó con el tiempo a ser en parte lo que afirmaba: no hay nada como estar convencido de algo para persuadir a los demás de ello, y en sus últimos años fue considerada una pitonisa o adivina y se solicitaba en seguida su neutralidad ante cualquier conflicto, sabedores los contendientes de que una toma de partido suya podría arrastrar a demasiadas tribus indecisas.

Se hizo construir en Djoun una especie de laberíntica fortaleza, llena de pabellones y dependencias destinados a albergar a los ilustres fugitivos que antes o después le pedirían asilo huyendo de las numerosas revoluciones que, según creía, se sucedían en Europa. Y en efecto contó con muchos refugiados, pero no tan ilustres ni precisamente europeos: aquel lugar se convirtió en el techo protector de los desheredados y perseguidos de toda la zona.

Lady Hester Stanhope podía ser encantadora, pero era colérica y tiránica las más de las veces, incluso en su solicitud: se sabe que obligaba a sus invitados a tomar pócimas y sales extrañas durante sus visitas para protegerlos de enfermedades y fiebres, y a veces repartía las dosis de siete en siete. Fumaba en pipa continuamente, y en los últimos meses de su vida, cuando apenas salía de sus aposentos, se dice que éstos despedían una permanente humareda y que no había mueble u objeto en ellos que no estuviera marcado a fuego por las chispas y las pavesas. Toleraba mal a las demás mujeres, se jactaba de conocer el carácter de un hombre tras una sola mirada, y su charla infatigable versaba sobre cualquier sujeto: astrología, el zodiaco, filosofía, política, moral, religión o literatura. Era temida por sus imitaciones burlescas, y una de las más celebradas era la del penoso ceceo de Lord Byron, con quien se había cruzado en Atenas.

En los últimos días de su existencia vio, ya debilitada en su lecho de muerte, cómo sus sirvientes iban robando cuanto podían y esperaban a su expiración para llevarse el resto. Era en 1839 y tenía sesenta y tres años. Cuando su cadáver fue encontrado por dos occidentales que iban a visitarla, descubrieron que ese cadáver estaba solo en la fortaleza: sus treinta y siete sirvientes habían desaparecido y allí no quedaba nada, ni siquiera en su alcoba: sólo los adornos que llevaba puestos, ya que nadie se había atrevido a tocarla. Así pues, quizá no mintiera cuando dijo en otra carta: «No bromeo: bajo el arco triunfal de Palmira, yo he sido coronada Reina del Desierto».

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