1996 DE LA BICICLETA ALA PANTALLA

1

Cuando Alicia decidió prostituirse en bicicleta, su madre consintió en vender un anillito que llevaba cinco generaciones en la familia. Le dieron 350 dólares. Y por 280 compraron una bicicleta inglesa, montañera, de gomas gruesas, con muchos cambios de velocidad, sobre la que Alicia inauguró su cacería de extranjeros adinerados.

Sin embargo, dos meses después, cuando Alicia perfeccionara su técnica de seducción callejera, se deshizo de la bicicleta inglesa. Le dieron a cambio 120 dólares y un pesadísimo armatoste chino, con el que elaboró el truco de su caída en plena calle. Y ahí fue cuando comenzó su verdadero éxito.

El fraude fue concebido y ejecutado en un patio de la calle Amargura. El encargado fue Pepón, un bicicletero experto en CICLOMECÁNICA SUSTITUTIVA, según rezaba en la chapa de aluminio garabateada con letras de óxido rojo, que publicitaba sus servicios a la entrada del solar.

Por dos botellas de aguardiente, Pepón sustituyó la tuerca del eje, por un pasador que Alicia podía fácilmente zafar. Le bastaba con agacharse un poco sin dejar de pedalear, y con un leve tirón, podía provocar a su antojo, en cualquier momento, el aparatoso desprendimiento del pedal.

La escena seguía con un frenazo debidamente ensayado, que proyectaba a Alicia boca abajo (y culo arriba) sobre la calzada. Con uso de guantes y un poco de práctica, Alicia logró dominar la simulación convincente de aquella caída. Y sin tener que lamentar siquiera un raspón.

El accidente ocurría siempre veinte metros delante del carro de algún extranjero, previamente encandilado por el meneo de aquellos glúteos de campeonato, en esforzado vaivén fricativo sobre el sillín muy alto.

Y cuando un carro que debía pasarla, reducía su marcha, la dejaba adelantar y luego se le colocaba detrás, ya ella sabía, inequívocamente, que un pez había caído en sus redes.

2

En una amplia sala de reuniones del Ministerio del Turismo, diez personas conversan alrededor de una mesa donde caben muchas más. Se han dispuesto servilletas, ceniceros, botellas de agua mineral. Dos elegantes secretarias llevan papeles de un lado a otro. Un camarero sirve café.

Un hombre muy apuesto (Mr. VICTOR KING, según dice en la base de acrílico que tiene delante) se pone de pie, camina hasta un atril que sostiene un gran mapa de Cuba y coge un puntero para señalar algunos lugares del litoral norte. Luego alarga el otro brazo y señala varias cruces en la parte más baja. Como una aureola del mapa, aparece también la plataforma submarina en distintos tonos de verde claro, amarillo y blanco, según la profundidad.

King habla en perfecto español, con acento mexicano.

– Y como explicaba antes, en todos estos puntos azules alrededor de la Isla, tuvieron lugar naufragios de galeones entre 1596 y 1760. Sobre 22 de ellos hay abundante información en archivos históricos, y consideramos que constituyen un privilegio cubano, único en el mundo, que permitiría concebir en estos mares un turismo náutico, participativo, asociado a la búsqueda de tesoros submarinos.


Detrás de una pared de vidrios opacos, dos secretarias comentan:

– Un caramelo el tipo…

– Igualito a Alain Delon.

– Verdáaaa…! Ya sabía yo que se me parecía a alguien…


Terminado el señalamiento, Víctor vuelve a la mesa de negociaciones y se dirige a uno de los personajes que tiene enfrente:

– Como usted ve, señor ministro, hay mucho por donde cortar.

El ministro se dirige directamente al que ocupa el puesto inmediato al de Víctor, Mr. HENDRYCK GROOTE. Se trata de un rubio de estatura media y rostro sonrosado, agradable, de unos cuarenta años. Es calvo, y usa bastante largo el escaso pelo que tiene alrededor de las sienes y la nuca. Viste una guayabera muy amplia.

– Sí -dice el ministro-, yo ya he leído el informe. El proyecto es muy interesante; pero según los especialistas que he consultado, para iniciar una búsqueda de naufragios sin poner en peligro el futuro de nuestra arqueología submarina, hay que contar con equipos costosísimos, del orden de los 20 millones de dólares. ¿Estarían ustedes dispuestos a una inversión de ese volumen?

Y se queda mirando a los demás, seguro de haberlos impresionado.

Mr. JAN VAN DONGEN, un hombre con una nariz fenomenal, que ha oído las últimas palabras del ministro mientras le enciende un cigarrillo Cohíba a Groote, interviene en inglés:

– Sr. Ministro: Para el proyecto nuestro, 20 millones serían muy insuficientes…

– ¡Coño, qué nariz! ¿Y ese quién es?

– Se llama Van Dongen… Dicen que es el perro guardián del millonario Groote…

– …porque trabajaríamos simultáneamente en diferentes puntos.

– Y si echamos adelante este proyecto -lo interrumpe Groote-, nuestra inversión en el equipamiento será superior a los 120 millones…

Hendryk Groote habla inglés con marcado acento extranjero (alemán u holandés), y a pesar de tener facciones delicadas, su mirada es aguda y sus modales algo autoritarios…

Fuma rápidamente, con una mueca de desagrado, sin tragar el humo. Observa con fijeza al ministro.

– …que sumados a los 230 millones para la construcción de los tres hoteles, elevarían nuestra inversión a 350 millones.

3

En su afán por exhibir senos, nalgas, muslos fuertes, las jineteras de La Habana suelen vestir prendas mínimas. A veces, la mercancía grotescamente expuesta tiene cierto encanto naïf. A veces inspira tristeza, o risa; rara vez un mordizco.

Alicia también se exhibe.

¿Provocativamente?

Desde luego: toda promoción comercial es esencialmente impúdica. Y si las mercancías son justamente las partes pudendae, con más razón.

Pero la oferta de Alicia sólo provoca cuando monta en bicicleta. A pie, se ve imponente, bella, pero nunca impúdica ni grotesca. Porque se vale de un estilo suyo, original, que ella misma ha diseñado con ayuda de su mamá.

Cuando sale a la caza de extranjeros, Alicia viste unos shorts blancos, levemente holgados, a media pierna. Prenda de tenista; prenda decente que le permite ostentar sus inquietos tobillos y los ruborosos hoyuelos de sus corvas, sin pasar por jinetera.

Desde luego, la miran mucho. Imposible verla venir de frente sin volverse a comprobar su retaguardia. Glúteos de crema sobre la copa de unas pantorrillas esbeltas que inspiran piropos sórdidos, de ay mamita si yo te cojo…

Hay quienes la suponen turista. Cuando Su Sexualidad se apea en las calles de La Habana, anima a algunos, entristece a muchos que se saben condenados a pasar por la vida sin probar jamás una hembra semejante; excita a todos; pero no se ve obscena. Luce deportiva y elegante. Ella no se ha prostituido en pos de dólares rápidos como el viento, sino para atrapar a un extranjero rico que la haga su mujer o querida, con dólares serios, residenciados en un banco, preferentemente en Suiza.

Alicia quiere asegurarse un futuro y la obscenidad no es su línea.

Sin embargo, sus shorts están preparados para una lujuriosa exhibición de nalgas en medio del tránsito habanero. Todos los shorts de Alicia tienen seis botones, tres a cada lado. Ella misma los ha cosido en hilera vertical, sobre la mitad inferior de cada costura. Y para montar en bicicleta, se desabrocha los seis, so pretexto de que así abiertos, se le facilita el pedaleo. Luego se dobla la pretina para ajustársela más en la cintura y sacar a plaza otros cinco centímetros de muslos rotundos. Y ya encaramada en la bicicleta, las puntas de sus nalgas libérrimas entran en acción, chas, chas, frotación alterna, dale p'aquí, dale p'allá, sobre el lustroso sillín muy alzado, de modo que los incómodos pedales la obliguen al alucinante cachumbambé.

Y para que nadie la vaya a confundir con una prosti, carga una mochilita en bandolera, con una regla T, de dibujo, y dos largos rollos de cartulina. ¿Ingeniería? ¿Arquitectura?

Alicia ya no es estudiante; pero lo fue hasta dos años antes, cuando cursaba la Licenciatura en Lengua Francesa. Hoy día dispone de un permiso estatal para trabajar como free lancer en traducciones. Y en su cuadra ha hecho correr la bola de que eventualmente la contratan para tareas de interpretación. "¡Ve tú a saber…!", dicen los malpensados. Desde luego, nunca falta quien se huela su putería, pero ella no incurre en nada que alarme a la vigilancia revolucionaria.

Además de su francés impecable, Alicia habla inglés desde niña; y últimamente, gracias a dos italianos sucesivos que le proporcionaron un intensivo de 19 días (12 con Enzo y 7 con Guido), ya tiene barruntos de la lengua del Dante. Está bien dotada para idiomas. Excelente oído fonético. Y estudia con empeño. Pregunta insistentemente, repite y se hace corregir la pronunciación. A Guido le maravillaba que tanto vocabulario, de una sola vez, se le quedase remachado en el cerebro para siempre.

– Ecco, ribadito sul cervello!

Y al carcajearse con su papada fláccida, le sobaba el culo. Se sentía el inspirador. Halagado, claro.

Al despedirse, Guido le había hecho prometer que seguiría estudiando. Cuando regresara, en unos ocho meses, él iba a examinarla. Y si aprobaba, le daría un premio.

– D'accordo?

– Va bene.

Y si Alicia le cumplía también lo de aprender algunas canciones en italiano, el premio sería una invitación a Italia.

Alicia se acompañaba con guitarra el viejo feeling cubano, algo de Serrat, la Piaff, Leo Ferré, Jacques Brel; pero a Guido se le antojó oír con aquella voz soñolienta, sensual, de ronca sonoridad, el repertorio de Domenico Modugno, Rita Pavone y otros de sus favoriti de los sesenta.

Una semana después, Alicia recibía por DHL un diccionario, un manual, seis cassettes y un cancionero italiano, con amorosas acotaciones de puño y letra de Guido.

Lástima que Guido fuera tan gordo, coño. Además, no era lo suficientemente rico. Ganaba unos 12 mil dólares mensuales, pero no tenía una lira en el banco, ni propiedades, ni un carajo. No ofrecía ninguna esperanza de heredarlo. Se definía como "anarquista en tránsito hacia el socialismo"… ¡Figúrate! Y soltaba unas trovas románticas, como que el dinero tenía que ser su esclavo; él nunca sería esclavo del dinero, y otras boberías por el estilo. Sin embargo, era bueno, ocurrente, generoso. Y no era mal palo, Guido. Pero muy comemierda. ¡Qué lástima!

4

Las jineteritas de La Habana, en especial las debutantes, que son la mayoría, ambicionan cenar en restaurantes de lujo.

Alicia prefiere atender a los clientes en su propia casa. Si dispone de los ingredientes, la cocina de su madre resulta aceptable para cualquier paladar. Margarita empaniza muy bien el camarón, prepara enchilados de langosta; y desde que la niña putea en dólares, su despensa está bien surtida de mariscos, condimentos y enlatados para salsas rápidas. Tampoco le faltan cervezas y vinos blancos en botellas empañadas de frío. Es parte del plan. Nunca se sabe en qué momento Alicia llegar con un visitante al que acaba de conocer.

En su casa el cliente no paga nada. Todo corre por cuenta de las anfitrionas. Se trata de corresponder a una cortesía. El extranjero ha sacado a Alicia de un apuro con su bicicleta y ha tenido la amabilidad de transportarla. En reciprocidad, ella lo invita a un trago, a dos, y ¿por qué no?, a probar unos camarones que su madre ofrece. Sí sí, por favor, oh no, ninguna molestia, justamente acababa de prepararlos.

– Parece que le caíste bien -comenta Alicia en voz baja, y de paso, inaugura el tuteo con su cliente.

Al definir una coordinación para atender primeras visitas, Alicia había establecido, cronómetro a la vista, que su madre podía descongelar, sazonar, empanizar dos docenas de camarones y preparar una salsa golf o un mojo frío, exactamente en 27 minutos. Era el tiempo que ella necesitaba para lograr, en la relación con su nuevo amigo, un salto cualitativo desde la gratitud formal, a una cálida complicidad.

Primero, un par de tragos sonrientes, coloquiales. Cuando el visitante ya ha descubierto las fotos casualmente desparramadas sobre la mesita de la sala, y entre ellas el formidable desnudo de Alicia que parece tomado de un óleo, ella da por terminado el S-1 (así llama al "step number one" de su maniobra seductora) y comienza el S-2.

La foto le da el pretexto para coger al extranjero de la mano y conducirlo a su alcoba, donde tiene colgado el original de un metro veinte por ochenta centímetros, perfil de senos perfectos, sentada en un banquito de cocina, piernas cruzadas, mentón sobre los nudillos, sonrisa expectante, en la posición de quien oye a un interlocutor.

– ¿Quién te lo hizo?

– Un novio que tuve.

Explica que el pintor le había tomado varias fotos y por fin se había inspirado en esa. Y de una gaveta saca la foto, ligeramente diferente, pero en la misma postura.

Si el cliente inicia en ese momento alguna ofensiva de labios o manos, ella lo esquiva sin agravio, con una sonrisa. Lo saca por una puerta interior hacia el cuarto contiguo, donde hay una cama de dos plazas, grandes espejos, aire acondicionado, un baño privado, y otro cuadro suyo: un rostro en primer plano, algo estirado sobre la vertical, una onda entre El Greco y Modigliani, nada sexy por cierto.

– ¿Y esto?

– Otro novio.

Obligadamente el hombre comenta:

– ¿Te especializas en pintores?

Y para esta segunda instancia del plan, Alicia tiene varias alternativas:

Si el cliente puede pasar (al menos ante sí mismo) por buen mozo, Alicia responde con una sonrisa tímida, bien ensayada:

– Más bien me especializo en hombres apuestos.

Si el extranjero es gordo, ella dice:

– Más bien en gordos.

El cliente, que no se espera esa respuesta, se entera de que los pintores de ambos retratos son sendos y fenomenales gordos. El autor del desnudo, de quien ella declara haber estado muy enamorada es, según la foto que ella le muestra, de una gordura tal, que el cliente podría sentirse una sílfide en comparación con él. Y allí aprovecha Alicia para tocarle amorosamente la barriga, la papada, y demostrarle cuánto le gustan los gordos. Divaga sobre cierta fijación con un tío muy obeso, la ternura personificada, que fuera su adoración infantil; y cuando por fin declara que su ideal es un luchador de sumo, el gordo se derrite de gratitud.

Si el gordo es un desinhibido, ella le acepta un primer besito de superficie. Si es un acomplejado, se lo da ella.

Y según que el cliente sea muy flaco, pequeño, viejo o feo, los dos pintores, casualmente, también lo son: y Alicia tiene un surtido de fotos, ya preparadas, que así lo atestiguan. Durante esta etapa del proceso de seducción, Alicia se esmera por convencer al cliente de que sus defectos no son tales, sino virtudes.

Si poco después de esta primera escaramuza, el cliente demuestra no tener problemas de impotencia: si ya en la cama puede sostener una erección prolongada, Alicia le ofrece una clase práctica de baile cubano, especialidad para extranjeros en la que ha introducido audaces innovaciones pedagógicas.

Tiene una teoría muy personal. Según ella, para adquirir ese donaire sensual que caracteriza al buen bailador de música caribeña, conviene ya desde las primeras clases, instruir al alumno en ciertos ejercicios de horizontalidad que ella misma ha diseñado.

Lo esencial de su teoría es que quien haya aprendido a bailar en la cama, y a satisfacción de su pareja, podrá luego triunfar en cualquier pista.

Por lo general, Alicia inaugura la relación con sus alumnos bien dotados, con una cabalgata, sobre una colchoneta en el piso. Y casi todos terminan gimiendo de placer rítmico.

Alicia sostiene que esta pedagogía le permite lograr desde la primera clase, que un alemán, un sueco, y hasta un cosaco, logre quebrar la cintura.

Es obvio que sin quebrar la cintura y mover un poco las nalgas, ningún hombre podrá bailar con gracia la música del Caribe. Pero Alicia ha descubierto que para muchos europeos, herederos de rígidas tradiciones militares, mover el culo no es propio de hombres. Se acomplejan. Y según ella, basta con que lo muevan en una sola sesión, boca arriba, con una bella mujer encima que les palmea el ritmo o les toca las claves. Eso les quita de inmediato el complejo. Se desinhiben para siempre. Y así resultan alumnos mucho más aptos y aprovechados.

Por supuesto, hay alumnos imposibles, que no logran quebrar la cadera ni mover las nalgas. Recientemente Alicia se enfureció con un gordo que resultara un tronco. Cuando ella le pedía que meneara la pelvis, lo único que el tipo lograba, era sacudir un brazo con el codo en alto, y al acelerar la cadencia, a punto ya del orgasmo, el muy inepto le había propinado un codazo en el abdomen.

A veces, los más contemplativos, no son capaces de seguir el ritmo. Los inmoviliza la lujuria al verla, por el espejo estratégicamente ubicado, cuando arquea el busto para moverse, o cuando se inclina sobre el piso a su lado, para manipular la grabadora con que da sus clases.

No obstante la cabalgata, Alicia logra menear con soltura todo el cuerpo, excepto las piernas. Y si el hombre le gusta un poco, ella se entrega al baile. Se entrega sin fingimiento. Y se satisface encima de sus clientes. Lo hace sin esfuerzo. Y a ellos los vuelve locos. Estallan de vanidad.

Por supuesto, el hígado de Alicia tiene sus límites. Jamás se relaciona con clientes infumables. Si al primer encuentro en la calle, el tipo tiene rasgos repelentes, no acepta ni montar en su coche.

Con la mayoría tiene, dentro de su casa, un comportamiento standard. Cuando saca a los tipos del segundo cuarto, ya no los lleva de la mano, sino que se les cuelga de un brazo y les deja sentir la turgencia de un seno.

Sí, que sientan el rigor de la materia joven.

Y mientras tanto les refiere, en tono confidencial, que aquella alcoba con la cama de dos plazas y los atrevidos espejos, está desocupada. La reservan para huéspedes. Hasta dos años antes había sido el dormitorio de sus padres.

– Pero desde que se divorciaron, mamá ya no la usa… Bueno

– añade Alicia con seriedad y un desparpajo hechicero-; no la usa para dormir…

Luego salen al jardín, y entre palmaditas a un perro que deja de patrullar el fondo para mirarlos con una lúbrica y relamida bizquera, ella admite unas caricias rápidas, junto al limonero.

Cuando regresan a la sala, Margarita entra casualmente por la puerta de la cocina con una guitarra.

– Dice Leonor que si se la puedes prestar de nuevo el sábado.

– ¡Qué remedio! -comenta Alicia resignada, mientras abre el estuche y pulsa las cuerdas.

Y de inmediato canta su primera canción, siempre la misma, de Marta Valdés.

Siguen más tragos y los deliciosos camarones empanizados. Margarita también canta su mismo bolero de los años cincuenta, pero ¡uyyy! se le hace tarde, lamentablemente se tiene que ir…

Cuando quedan solos, puede pasar cualquier cosa. A los clientes con un mínimo de iniciativa, Alicia se los lleva a la cama, y allí actúa según vaya descubriendo sus aptitudes o deficiencias viriles. Pero todos reciben un tratamiento virtuoso.

Por lo general, la primera reacción del hombre satisfecho, es invitarla a cenar en La Cecilia, el Tocororo, o en cualquiera de los buenos y caros restaurantes que frecuentan los extranjeros.

– ¡Oyeme bien! -lo interrumpe ella, con una suavidad tajante, de ojos cerrados, inequívocamente autoritaria-; cuando un hombre me gusta, me lo duermo. Y tú me gustaste; pero nunca te aceptaré ir a lugares públicos. No quiero dar una falsa imagen.

Y si alguno intenta ofrecerle dinero, puede hasta montar en cólera:

– Si quieres conservar mi amistad, nunca vuelvas a hacerlo. Por favor, no me ofendas -le dice apuntándole con el índice al pecho-. Lo único que nos queda en este país es la dignidad. Y a mí, el único hombre que me da dinero es mi padre.

– ¡Pero, cómo se te ocurre…! -protesta el tipo confundido.

Queda claro, pues, que ni dinero ni invitaciones a lugares públicos. Alicia no ir a restaurantes, hoteles, tiendas etc. No quiere pasar por jinetera. A veces, hasta tiene que explicar qué es exactamente una jinetera en La Habana. No es lo mismo que una puta, pero muy parecido.

Y el cliente se entera entonces de que Germán, padre de Alicia, ha tenido varios cargos en el exterior, en misiones comerciales cubanas. De niña, Alicia ha vivido ocho años en Europa.

– Además, chico, a mí me duele mucho la situación de mi país

– añade mirándolo patrióticamente a los ojos-. Y con los dólares que tú te gastarías conmigo en restaurantes de lujo, una familia cubana come tres meses.

Vaya, que a ella se le atraganta la comida cara. Pero, en fin, si el cliente insiste en agasajarla, con mucho menos, su mamá podía cocinar para diez; y mucho mejor. Y hasta podía llevar invitados, si él deseaba.

Uno de los resultados previsibles (tal como ha ocurrido en seis de los catorce clientes que Alicia embobara en un año y medio con su combinación de nalgas ciclistas, guitarra y franqueza), es que el hombre les haga una copiosa provisión de comidas y bebidas, de las que las dos mujeres, frugales y económicas, pueden vivir muchas semanas. Parte de la remesa, la dedicar án a la atención de nuevos clientes; y otra parte, se venderá en bolsa negra a precios impíos. Ojo: el hecho de que Alicia no reciba regalos en dinero, no impide que los acepte en especie.

Tiene un relojito (siempre el mismo) que se le rompe en presencia del cliente. En dieciocho meses de ejercicio, ya le han regalado ocho relojes, comprados por un total de dos mil doscientos dólares. Le han obsequiado también dos freezers grandes, un piano, tres guitarras finas, cinco equipos para disco compacto, una computadora de mesa y otra portátil, una motocicleta (aunque ella sigue pedaleando); y en los meses de calor, ¡coño! ¡otra vez el puñetero aire acondicionado del cuarto se ha vuelto a romper! y ella, encuera, llenándose de grasa, destornillando, fajada con el aire, y el cliente anonadado por la interrupción que la madre ha provocado adrede desde el conmutador de la cocina, y Alicia blasfemando, dándole patadas al trasto de mierda, llorando de impotencia, cuando más lo necesita, coño, y monta en cólera con tanta veracidad, llora con tanta impotencia, rompe con tanta coquetería una loza barata contra el piso, que muy desalmado tendrá que ser el encamado de turno, para no aparecerse al otro día con un aparato nuevo.

Ante el cliente ganado a pedal, mimado por su madre, pero que después de recibir las consabidas atenciones anuncia su necesidad de marcharse a atender compromisos, reuniones, etc., e insiste en invitar a Alicia a su hotel, ella se mantiene en sus trece. Finalmente, acuerdan una cena en la casa. El cliente traerá todas las provisiones.

– Y por la noche, si quieres, te puedes quedar a dormir aquí

– le dice Margarita, con la mayor naturalidad.

(En verano, esa variante les permite fingir la rotura del aire acondicionado, o el congelador de la modesta neverita soviética. ¡Ay, por tu vida, qué vergüenza contigo!)

Para cenas programadas, en que el cliente quiere ostentar su conquista y propone llevar invitados, la culinaria de Margarita ofrece dos alternativas cosmopolitas, como plato central: la fondue bourguignonne (con toda su vajilla pertinente); o la suprème de pollo a la Maryland. En realidad, el fuerte de Margarita es el pollo. En cuarenta minutos lo deshuesa, rellena y cose con agujas de madera. Y en olla de presión, lo asa en otra media hora. Pero eso pertenece al repertorio de lo improvisado.

Algunas veces, cuando el cliente elogia la comida criolla, tal como la ha comido en La Bodeguita del Medio, la madre de Alicia suelta una carcajada de soprano.

– ¿Qué dices? ¿Comer bien en La Bodeguita?

Ya ella lo tutea, desde luego; lo palmea, se burla, y lo invita a probar su cocina criolla que, por supuesto, es mucho mejor.

Y hasta cierto punto, lo es.

Sin embargo, como cocinera criolla, Margarita es una fraudulenta. Si el comensal es un europeo o conosureño, Margarita sustituye la yuca con mojo, por papas muy bien adobadas; sirve la carne de puerco muy seca, de un atractivo color rosado; prepara un arroz congrí bien desgranado; y lo sazona con muchos ingredientes que no lleva el congrí tradicional. Pero es indudable que logra un sabor de alta cocina, muy suave, ligeramente amaridulce, que todos le elogian.

Suele lucirse también con pastas italianas: caneloni, lasagna, fettucini, ravioli, gnocchi: y con salsas como il ragoút bolognesa, il pesto, le vóngole, l'arrabiata, la puttanesca, y cuando los comensales son más de ocho, sale del paso con una paella.

Cuando Alicia atiende clientes tímidos, impotentes, en fin, tipos trabajosos, se esmera especialmente. Cierto fatalismo de su naturaleza le dice que su Prometeo, el que la libere de los apagones y carencias del Período Especial, le vendrá bajo la envoltura de un impotente. Y si a un tipo le falla el hierro cuando ya el preludio de Alicia ha llegado a un tercer grado de estimulación, ella finge una prisa descontrolada, se desnuda para masturbarse un poco, e implora al cliente que aún no se ha desvestido, un cunnilingus que ella combina con maniobras digitales, hasta lograr un orgasmo auténtico, con sacudones, gemidos y mordizcos.

Y si a pesar de eso, el hombre no logra su erección, ella no lo acosa y se le muestra agradecida por su propia satisfacción; pero ante la mínima respuesta favorable, ella se esmera hasta sacarle la médula. Nunca ha fallado. Y luego, se muestra hiperactiva, feliz, agradecida. Coge de nuevo la guitarra, canta, cocina. El cliente tiene que dejarse arreglar las uñas de los pies, el pelo; dejarse bañar; tolerar que ella lo peine de otra forma, que juegue con su muñequito de loza china, con su pelotico plo-plop.

Alicia aprendió de su madre, que muchos hombres tienen vocación de muñecones. De esta variante, Alicia sólo ha atendido dos casos (Guido y Jack) y ambos le han propuesto viajes al exterior. Y con ellos descubrió en sí misma, una insospechada alma de geisha.

De la temible variante de los asquerosos (sadomasoquistas, alcohólicos, pedos en la cama, mal aliento, etc.), afortunadamente, no le ha tocado todavía (y ella toca madera) ni uno solo. Pero si alguna vez, por error, terminara en los brazos de un asqueroso, está preparada para quitárselo de encima con una salida cínica:

– Papi: son doscientos fulas -le dirá. Y en días sucesivos, ya no estar disponible para él. Aducir compromisos con otros clientes.

5

Víctor King, el hombre apuesto al que hemos visto en la reunión con el Ministro del Turismo, conduce ahora un Chevrolet rojo por las calles de La Habana.

Jan Van Dongen, el de la nariz descomunal, lo acompaña. Con fondo musical de salsa, hablan inglés. Van Dongen explica a Víctor las razones por las que cree que el gobierno cubano va a aceptar su proyecto del turismo vinculado a la búsqueda de galeones hundidos.

– Shit! -Víctor lo interrumpe con un rabioso golpetazo sobre el klaxon; y con un movimiento de cabeza le señala a cuatro ciclistas que ocupan todo el ancho de la calzada.

– Look at those assholes.

Toca otros dos bocinazos. Luego por cuarta vez, y los tipos ni se inmutan. Uno de ellos, que pedalea con indolencia, hace un gesto obsceno con la mano, sin darse vuelta.

– Pa' tu madre… -le grita Víctor, y sigue en español-. ¡Cómo se les ocurre, carajo!

En efecto, los ciclistas no van por su senda sino que ocupan toda la calzada del Malecón.

¡Fuan fuan, fuaaan!

– Ni modo, ¡puta madre!: Mira a los hijos de la chingada; van platicando, como si se pasearan por un pinche parque.

Cada vez que se irrita en español, Víctor se vuelve mexicanísimo

Para adelantarlos, se decide a transgredir la divisoria y acelera con rabia sobre la senda opuesta. Cuando retoma la suya, en vez de alejarse, aminora bruscamente la velocidad y se aparea junto a otra ciclista que, ella sí, avanza correctamente por la senda de las bicicletas. Consciente ya del soberbio accionar de aquellas nalgas que viera furtivamente de perfil, frena, la deja adelantar, y tan deslumbrado queda, que ni oye los insultos y protestas de los ciclistas desplazados.

Varios meses después de aquella insólita maniobra, que marcaría su vida, Víctor no habría podido explicar sus móviles.

¿Lo hizo por fastidiar a los cuatro güevones? ¿Por demostrarles que obstrucción con obstrucción se paga? ¿Habría querido provocarlos?

Provocar a choferes y ciclistas no era hábito suyo. Ni intercambiar insultos gratuitos.

Un nublado destello de su memoria subliminal le indujo varias veces a preguntarse si el insólito frenazo, no habría sido una mera reacción hormonal, un imperativo emanado del fondo de sus testículos, cursado desde el cerebro al pedal en milésimas de segundo. Recordaba incluso que tardó mucho en darse cuenta de por qué los cuatro pendejos se le habían atravesado. ¡Claro! Con semejante culo adelante, ninguno quiso alinearse sobre la senda de los ciclos. Y en cuanto su coche les vedó el espectáculo, los dos de la derecha se apretaron hacia el otro lado.

– Of course, yo hubiera hecho lo mismo -comenta Jan.

Víctor sigue encandilado con el subibaja de las nalgas sobre el

sillín.

– ¡Santo Dios! ¿Crees que sea una puta?

– No creo. Parece una estudiante.

La nariz descomunal se le frunce al hablar.

– Hmmm… En todo caso, me gustaría mucho acceder a un culo como ese, Jan…

Víctor vuelve a acelerar y se le pone al lado.

La muchacha, una rubia de piel muy quemada por el sol, tiene además un hermoso perfil.

Cuando Víctor baja el cristal y le dirige su primera sonrisa de Alain Delon, ella lo mira sin aparente interés.

Pedalea con decisión. Tiene senos firmes y labios excitantes. A la espalda se le bambolea una regla T y dos rollos de cartulina.

Cuando va llegando al Hotel Riviera, ella apresura su marcha, saca la mano, para indicarle que va a ocupar la senda izquierda, y se le ubica exactamente adelante, a la espera de posicionarse para doblar a su izquierda.

– ¡Madre mía, qué es esto!

Las puntas de las nalgas sonrosadas, mórbidas, redondas, desbordan del sillín por ambos lados. Hacía mucho tiempo que Víctor no sentía una erección callejera.

Cuando ella dobla hacia el frente del hotel, los cuatro ciclistas siguen de largo por el Malecón. Alguien le grita un piropo soez. Se oyen risotadas.

Víctor piensa muy rápidamente. Aquellas nalgas que el tránsito habanero le ofrece inopinadamente, pueden ser exactamente lo que tanto necesita. Y como no hay peor gestión que la que no se hace, la seguirá adonde vaya.

El abordaje callejero no es su estilo, pero lo intentará.

Frena y dice a Van Dongen:

– Discúlpame Jan, pero no quiero perder esta oportunidad. Por favor, apéate. Por aquí hay muchos taxis…

– No problem -sonríe divertido el narizón-. And good luck!

Jan se apea y se aleja de regreso hacia el Riviera.

La bicicleta ha doblado por la calle 3ª y Víctor la pierde de vista. Acelera y vuelve a verla, cuando se interna por la próxima bocacalle a la izquierda. El Chevrolet rojo la sigue otra vez a unos 20 metros.

Víctor mira la hora, coge su teléfono celular y marca rápidamente un número.

– ¿Margaret? Sí, soy yo. Por favor dile a Karl Bos que no podré ir a la cita. Me siento mal. No, tranquila, nada grave, dolor de estómago, un poco de fiebre. Eso es. Pídele que fije una nueva cita… Okey, gracias…

Cuando la bicicleta está a punto de cruzar la próxima calle, Alicia se inclina, quita el pasador y el pedal se desprende. Ella se deja caer al suelo boca abajo; pero al tratar de levantarse rápidamente, queda ahora con un pie entre el cuadro, una mano sobre el manillar y la otra apoyada en la calzada. Aquella postura, le permite una impresionante exhibición de su retaguardia.

Víctor se apea obsequioso y corre a ayudarla.

– ¿Se ha hecho daño, señorita?

Alicia ya se ha erguido. Tiene el pedal en una mano y una tuerca en la otra. Y lo mira furiosa, como si él fuera el culpable:

– ¡Trasto de mierda!

Le da una patada rabiosa a la bicicleta y rompe a sollozar.

– Cálmese, joven. Permítame ayudarla.

Alicia le da la espalda y se pone las manos en la cintura para doblarse con las piernas tiesas e inspeccionar el estado de sus rodillas. Ante la nueva exhibición de glúteos, Víctor se muerde los labios…

Sin darse vuelta, Alicia refunfuña:

– ¿Y cómo me va ayudar? Cuando esta porquería se atasca, siempre me quedo a pie…

– Permítame acompañarla, puedo meter su bicicleta en el maletero.

Alicia se da vuelta y lo mira, sorprendida:

– ¿Cabe ahí?

– Perfectamente…

– ¿Y hacia dónde usté va?

– Adonde usted mande -y le dedicó otra sonrisa de Alain Delon.

Ella no llegó a sonreír. Con la discreta aprobación de la Mona Lisa, le practicó un examen visual, de la cabeza a los pies, sin prisa, con un demorado alto en la entrepierna.

– Gracias -le dijo por fin, con un gesto de alivio.

Y Víctor volvió a sonreír, seguro de haber aprobado el examen.

6

Cuando un cliente no le resultaba productivo en las primeras cuarenta y ocho horas, o anunciaba marcharse del país en breve, al otro día, Alicia salía disciplinadamente a pedalear.

Como hembra había sido muy precoz. A los quince años tenía un cuerpazo, ojos muy azules, nariz de sensitivas aletas y esa piel dorada que hace de las rubias caribeñas algo tan o más sexy, a veces, que las famosas mulatas.

Alicia se enamoró de su profesor de educación física, un negro escultural; y consumida por un deseo que ya no podía reprimir, lo forzó a poseerla sobre un colchón del gimnasio.

– Así es la vida -comentó la madre resignada.

Ya ella lo sabía, coño. De tal palo…

– Y ya que estás en eso, aprende. Mira…

Y Margarita la instruyó, casi con más envidia que amor de madre, hasta donde ella podía instruirla. Y ya que había dejado de ser niña, le confesó lo de su padre y ella. Él tenía amantes. Margarita sufrió mucho. Adoraba a Germán; pero primero muerta que perder su dignidad. Y se consiguió un tipo, y otro, y otro. Cuando Germán lo supo, la dejó. Le dijo que había hecho algo imperdonable.

– Él sí podía; yo no. ¿Te das cuenta? -comentó con rabia y distancia en la mirada.

En cuanto a la determinación de prostituirse, de "putear" como decía Alicia sin eufemismos ni drama, Margarita tenía la conciencia tranquila. La idea había sido de Alicia. Original. Suya. Y la había concebido a los 21 años, con mayoría de edad, cuando ya era una hembra hecha y derecha; y en algunas cosas, mucho más madura que su madre. Y con unos cojones más grandes que los de Antonio Maceo. ¡Por tu vida! ¿De dónde habría sacado la niña aquellas espuelas?

No; ningún cargo tenía en su conciencia de madre. Ni le remordía el haberla ayudado con tanto entusiasmo. La propia Alicia le había confesado que, mientras no fuera con tipos desagradables, el ejercicio de la putería le gustaba, era estimulante, divertido.

¡Qué otra cosa podía hacer Margarita! Como contribución adicional, había sacrificado a Carlos, su último querindango, que hacía unos meses vivía con ellas en la casa. Una lástima. Era bueno en la cama, tranquilo, suficientemente enamorado para complacer a Margarita en todo lo que estuviera a su alcance, y sin jamás haberse puesto a joder con reclamos de atención y escenas de celos. Pero era tan poco lo que podía ayudar…

Y lo botó sin explicaciones.

– ¡Nada! Que me cansé y punto. ¡Dale! Recoge y vete.

Evidentemente, Carlos sobraba para el proyecto de Ali; proyecto razonable, por otra parte; y ya que así lo había decidido la niña, manos a la obra. Y sin demora; porque aquel culo, la piel de veintitrés años y sus agallas, no le iban a durar toda la vida.

El recurso de ofrecerse pedaleando, y buena parte de las artimañas para seducir y esquilmar clientes, habían sido creatividad de la propia Alicia; pero Margarita, como Isabel de Castilla, había creído en el proyecto, y vendió su última joya para adquirir una bicicleta en dólares.

– Ahora o nunca -había dicho Alicia cuando fue a comprarla.

"Por su culpa…", se dijo Margarita, y recordó con inquina a su ex marido. Y a Gorbachov, el calvo hijueputa ese, que había venido a joderlo todo.

De no haber ocurrido el colapso de la Unión Soviética, en Cuba no habría Período Especial. Quizá Alicia hubiese terminado su carrera; y seguramente se habría conseguido un marido dirigente, tecnócrata o artista, como era su aspiración juvenil. Pero ya en el 94, cuando la crisis afectaba los estómagos, los pies, la conciencia, hasta ahí llegó el patriotismo de Alicia y escogió hacerse puta.

– ¡Sí, puta, puta! ¡Claro que sí, chica! -había insistido la niña.

Generalizados los apagones y la distribución de un panecillo por persona, Alicia hizo varios intentos honestos por conseguirse un extranjero rico, que la sacara del país y la pusiera a vivir como ella quería. Aducía tener una sola vida y gustos caros. Y esos gustos quería dárselos en esta única vida y cuanto antes.

En dos ocasiones, durante los años 94 y 95, sus intentos honestos estuvieron a punto de dar resultados, pero a último momento fracasaron.

Llegó, pues, el día en que Alicia decidió hacerse puta.

Ni un discurso más: si veía a Fidel en el televisor, lo apagaba. Al carajo con la moral y los principios. Sí, puta.

Margarita tuvo que estar de acuerdo. No hubiera podido impedírselo. Y con profusas lágrimas reconoció que de haber tenido veinte años menos, ella habría hecho lo mismo.

– Pobre hija mía…

– ¡Qué pobre ni un carajo! A llorar a la iglesia.

Ni Alicia ni la madre habían sido nunca gusanas.

Margarita, nacida en el 48, había estudiado pintura en San Alejandro durante la década de los sesenta, y luego, un par de semestres de la Licenciatura en Historia del Arte. Siguieron el matrimonio y los viajes. Con Germán, funcionario de Comercio Exterior, casi dos décadas mayor que ella, había vivido cinco años en Bélgica y tres en Inglaterra. Margarita provenía de la vieja burguesía habanera; pero por seguir a Germán, hombre viril, hermoso, patriota y fidelista, había desertado de su familia ricachona, emigrada a Miami desde 1960, y había acompañado sinceramente el proceso revolucionario. Siempre desde posiciones muy cómodas, claro; pero lo había acompañado.

Al regreso, había trabajado en un museo, y desde hacía diez años en el Ministerio de Comercio Exterior, como secretaria primero y en protocolo después. En aquel ambiente liberal y cosmopolita del trato con extranjeros, Margarita se encontraba en su medio. Y aunque durante muchos años se tuviera por revolucionaria, su patriotismo y convicciones flaquearon cuando en el 91 Germán la dejó por otra, veinte años más joven.

Desde entonces, Margarita y Alicia perdieron muchos de los privilegios que emanaban de él. Eso sí, les dejó la casa de Miramar, con dos plantas, cinco cuartos, antejardín, patio trasero con árboles, garaje, y el viejo Triumph que trajeran de Inglaterra, fundido irremisiblemente desde hacía dos años.

Así pues, mientras Alicia no tuviera un cliente fijo a quien dedicarse durante varios días, salía a cazar en bicicleta. Y en tanto no enganchara a nadie, pedaleaba siete días por semana, de diez a doce y de cuatro a seis.

Su técnica era única en La Habana.

Y la prueba de que daba resultados, es que a pocos meses de haberse iniciado, había obtenido ya cuatro propuestas en firme para una relación estable en el exterior: Panamá, Argentina, Alemania, Italia.

El panameño era riquísimo y buen mozo, pero se le adivinaba el déspota y olía a maffia; el alemán, más rico todavía, pero demasiado viejo y muy matraquilloso; el argentino, un niño bien, un poco loquito, heredero, empresario, pero inmaduro y muy lleno de reclamos. De los cuatro, ella hubiera escogido al italiano, pero no tenía suficiente dinero, era muy gordo y bastante zonzo.

Tenía que seguir pedaleando.

7

En un cuarto muy desordenado, sobre improvisados estantes de madera y desparramados por el piso, hay varios ventiladores, una cocina eléctrica, un refrigerador, guitarras, bicicletas, una moto…

Margarita, con un delantal y guantes de goma, alza un poco las piernas para caminar en medio de los trastos, y mirar una etiqueta pegada a un equipo de aire acondicionado [1]

– Este es un Westinghouse, y te lo puedo dejar en mil…

Un mulato cuarentón que viste camisa floreada, con cadena de oro al cuello, sombrerito blanco de alas cortas y un puro en la boca, se lleva una mano aparatosamente a la cabeza.

– Y ese otro en 800…

– No seas genocida Margarita, no nos lleves tan recio…

– Sí, chica -añade un rubio joven, fortachón de grandes

bíceps-, no nos machaques, fíjate que te vamos a comprar los dos…

Margarita, muy segura de sí, replica amigablemente:

– ¡Qué va, mi vida! Mil ochocientos por los dos o nada…

Se oye un coche llegando. Margarita se asoma a una ventana para

observar.

– ¡Coño! Viene Alicia con una visita, y yo no tengo nada

preparado…

Se dirige rápidamente a la sala, coge una guitarra y la guarda en un trastero. Luego abre un mueble, saca una foto con un desnudo de Alicia, y la dispone bien en evidencia sobre una mesita redonda mezclada con otras fotos. Echa un vistazo a las existencias del bar, verifica al trasluz el contenido de una botella oscura y pasa a la cocina.

Abre la nevera, traslada unas botellas de cerveza desde el estante de la puerta al congelador, donde introduce también un par de vasos. De allí mismo saca unos langostinos y los pone a descongelar en un horno de microondas. Abre un pomito de plastico, vierte el contenido en una cazuelita y la pone a fuego lento.

Se acerca a otra ventanita, mira ansiosamente hacia afuera y murmura algo ininteligible.

Cuando regresa junto a los dos hombres, el mulato está terminando de contar el dinero.

– OK, aquí tienes los mil ochocientos. ¿A cuánto me dejas la moto y la nevera?

– No, no me des dinero ahora, que no tengo tiempo ni para contarlo… Vengan por la tarde o mañana de mañana. Dale, salgan rápido por el fondo.

Los hombres se marchan y Margarita cierra la puerta del patio. Corre una cortina, se quita sus guantes y su delantal. Yergue la cabeza, alza un poco las manos, y con un andar de lady elegante, se encamina hacia la puerta. De paso ante el espejo de la sala, vuelve a inspeccionarse aprobatoriamente.

Margarita abre la puerta para recibir a Alicia en el mismo momento en que Víctor termina de sacar la bicicleta del maletero. Alicia la coge por el manillar y se acerca, con el pedal en la otra mano. Cuando ingresa al pequeño jardín delantero, su madre inicia sus programados reproches.

– Ya yo sabía que te iba a dejar a pie. Deberías botar ese trasto y pedirle a tu padre que te compre una moto…

– Mi mamá…, Víctor… -presenta Alicia.

– ¡Uyy! ¡Alain Delon! -exclama Margarita, sin prestarle atención-. Y tú eres muy cabezona, ya estoy cansada de decirte…

– ¡Ya, mamá, basta! -protesta Alicia-. Uff…

– Perdón, señor, adelante, pase, por favor -se disculpa Margarita, y volviéndose a Alicia-; pero tú deberías pedirle a tu padre…

– ¡Mamaa, no jodas más! -y mirando malhumorada a Víctor-: Está encarnada con que me tengo que comprar una moto. ¡Como si fuera tan fá cil!

Ante los clientes, Alicia enfatizaba el desenfado de su vocabulario. Dos mujeres elegantes que sepan decir oportunas palabrotas, lucen emancipadas, liberales, chic. Ninguna mujer de origen humilde dice palabrotas ante un desconocido al que quiere agradar. Y a todo extranjero, habituado al vasallaje innato de las prostitutas del Tercer Mundo, aquel desenfado de las cubanas los sorprende y luego los cautiva.

– Usted no es cubano ¿verdad?

– No señora, canadiense.

– ¡Pero habla perfecto el español! Yo hubiera dicho que era mexicano…

Pasan a la sala.

– Sí, mi señora: he vivido muchos años en México. Es mi segunda patria.

– ¡Qué envidia! Verá usted, una vez, mi marido…

– Ay, mami, tu vida se la cuentas después. Ahora invítalo a un trago. Yo necesito una cerveza. Tengo la garganta reseca.

Y Alicia desparece en la cocina.

– Por favor,siéntese -lo invita Margarita y le indica la butaca frente a la cual dispuso la foto del desnudo-. ¿Qué le gustaría beber? ¿Un refresco? ¿Algo fuerte?

Víctor no se decide.

Ella observa la estantería del bar y ofrece, como si fuera lo más natural:

– ¿Ron, coñac, whisky, vodka, gin, cerveza…?

Ignora si su nuevo visitante estará ya al tanto, de que muy pocas casa cubanas, donde viven muchachas que montan en bicicletas chinas, disponen de un surtido semejante.

– Bueno…, también una cerveza. Gracias, señora.

Mientras las dos mujeres permanecen en la cocina, Víctor observa los detalles de la sala: muebles de estilo, originales de pintura cubana, un cortinado elegante, adornos de buen gusto.

Alicia regresa con una bandeja, dos botellas de cerveza y sendos vasos.

En ese momento, Víctor descubre lo que inevitablemente tenía que descubrir: la foto del desnudo. Frunce el ceño. Luego sonríe.

– ¡Híjole! ¿Eres tú, no? -y con la foto en la mano la observa

más de cerca.

– Sí, es tomada de un cuadro -se ríe Alicia, mientras destapa

las botellas y se dispone a llenar los vasos.

– Para mí está bien en la botella, gracias. ¿Así que tomada de un cuadro…?

Alicia se empuja un larguísimo trago de cerveza, suspira

satisfecha, deja el vaso sobre la mesa y le tiende la mano.

– El cuadro arriba. Ven que te lo enseño.

Víctor coge su botella y se deja conducir escaleras arriba.

Por cierto, una bella casa.

¿Quién sería aquella extraña muchacha?

De momento, una hembra monumental, que se comporta con una rara autenticidad (patadas a la bicicleta, coño, mamá no jodas) y una elegante desenvoltura. También se lo pareció su madre; un poco chiflada, pero con clase.

Durante el trayecto, Alicia había despotricado contra el transporte habanero y lo harta que estaba de moverse a dedo, o lidiar el drama mecánico de su bicicleta.

Sobre la pared de la escalera en espiral, colgaban unas telas; entre ellas la de un gallo polícromo, onda Mariano. ¿Un original?

Al entrar en una habitación, cama destendida, mesa de dibujo repleta de papeles, destacaba sobre la cabecera el gran desnudo de Alicia que viera en la foto.

– Hmmm, excelente -apreció Víctor- y pasó la mano sobre un pezón.

Ella soltó una risita pícara.

– Nada más que para palpar la textura -simuló disculparse-. ¿Hecho en Cuba?

– Sí -dijo ella, rebuscando algo en un cajón del escritorio.

Media hora después, tras haber visto el otro cuadro en la habitación de los espejos, informarse de que Alicia no era exactamente especialista en pintores sino más bien en hombres apuestos; tras saborear la humedad de sus labios furtivos; sentir un seno demoledor sobre el brazo; haber dado cautas palmaditas a un perrazo bizco; enterarse de que Leonor había devuelto la guitarra; oírle a Alicia una canción de Marta Valdés y el bolero Dos gardenias a Margarita, probar unos camarones enchilados, sonreír ante los infaltables comentarios sobre su pinta de Alain Delon y su acento de Jorge Negrete, explicar su nacionalidad canadiense, sus veinticinco años de residencia en México, sus estudios en los EE.UU., tomarse otra cerveza, despedir a Margarita a quien ¡uyyy! se le hacía tarde para su cita con el dentista, y enterarse de que aquella era su casa, Víctor recibe el primer beso prolongado, prolongadísimo y ardiente.

Sin interrumpir el beso, ella detecta y evalúa con la mano su inmediata turgencia; se la aprueba con los ojos y un movimiento de cabeza, y comienza a desabrocharse la blusa. Pero él la detiene suavemente y se la vuelve a abrochar, con calma.

– Ahora, no. Los langostinos me han abierto el apetito. Primero

vamos a cenar. Ayer descubrí un restaurante nuevo…

– I'm sorry, pero no puedo. Esta misma noche tengo que conseguir un mecánico que me arregle la bicicleta. Si no, no tengo cómo ir mañana a la facultad…

Víctor saca de la cartera unos dólares e intenta ponerlos sobre la mesa.

Alicia lo mira furiosa:

– Hazme el favor, guárdate eso. Yo no le recibo un centavo a nadie. ¿Quién te has creído que soy?

Víctor se muestra muy confundido:

– Perdóname, yo no quise… Sólo pretendía que pudieras comprarte otra bicicleta… para poder salir juntos ésta noche.

– Oyeme bien: en este país, lo único que nos queda, es la dignidad…

Y mientras Alicia inicia el archimemorizado exordio, introductorio de su arenga ético-sentimental-revolucionaria, Víctor hace un gesto de darse por vencido, se mete la cartera en el bolsillo y le pone dulcemente una mano sobre los labios.

– OK, de acuerdo, admiro tu posición, pero por lo menos acéptame cenar juntos…

– Tampoco te acepto eso. Me da vergüenza y me pone triste.

– No entiendo.

– ¡Claro! Como tú vives en la luna… -Y con una mirada lacrimógena-: ¿No comprendes, coño, que con lo que te vas a gastar en una cena conmigo, una familia cubana compra comida para dos meses? Me resultaría indigesto aceptar… Inmoral…

– Entonces, vamos a mi casa. Yo mismo te preparo algo. más tarde regresamos por la bicicleta y te llevo a lo del mecánico.

Alicia lo mira pensativa y se muerde el labio.

– Decídete, verás que no cocino mal. Pasaremos un buen rato.

Y por obedecer al llamado del destino, esa tarde Alicia quebrantó la norma de no dormir fuera de su casa.

Desde el comienzo de su ejercicio, nunca lo había hecho.

Por supuesto: nunca un Alain Delon de 37 años le había ofrecido cocinar para ella.

8

La gran nariz de Van Dongen se sacude mientras pinta. Pinta con frenesí, inclinado sobre el caballete. Está llenando de color el dibujo a carbonilla donde ha representado a una ciclista rubia, vista desde atrás. La muchacha viste un short algo estrecho. Sus pies apenas alcanzan los pedales. El dibujo destaca el esfuerzo del pedaleo sobre el sillín exageradamente alto. Es como si montara una bicicleta demasiado grande. Al encanto infantil que deriva de esto, se añade no obstante una obscena movilidad. Demasiado obscena para un anuncio comercial, e insuficiente, quizá, para un afiche porno. Aunque aquel quiebre de cintura y la posición muy ladeada que han adoptado las espléndidas nalgas, atraería mucho público a una sala de cine estimulante.

Pero el dibujo no carece de su toque poético. A modo de cenefa, el pintor ha dibujado una guirnalda de laurel triunfal y mirto afrodisíaco, coronada en lo alto por una lira que le sirve de broche. Amorcitos de rostros lascivos revolotean alrededor de las nalgas.

En eso se oye una llave y Van Dongen sonríe hacia la puerta de calle. Entra Carmen, una mulata achinada de nobles facciones. Al volverse para cerrar la puerta, sobre sus piernas bien torneadas, exhibe líneas que, cinco libras y cinco años antes, fueron perfectas. Hoy ya no lo son, pero aún son bellas, de una belleza lujuriosamente maciza. Carmen tiene unos treinta años.

Él se tapa la nariz con ambas manos. Ella da la vuelta por

detrás y se inclina para besarlo en el cuello.

– ¿Y cuál es tu apuro? Tuve que inventar que mi madre estaba enferma y pedirle a una compañera que me reemplazara en el hospital.

El se para y coge de un rincón una bicicleta de gimnasia, que instala frente al caballete.

– Desnúdate y móntate.

Ella lo mira sonriente. Se quita su cofia de enfermera y da unos pasos para mirarlo de frente. él vuelve a sentarse y a taparse la nariz. Ella comienza a desabrocharse el uniforme blanco. Blanca es también su ropa interior, y fosforescente sobre las carnes morenas.

– ¿Y esta nueva locura?

– Soñé que te veía desnuda en una bicicleta, exactamente así.

Carmen se acerca, y le acaricia el pelo mientras observa el dibujo con desconfianza.

– Mmmm, ese culo es demasiado blanco para ser el mío. ¿Estás seguro de que fue conmigo que soñaste?

– Sí, eras tú, pero en el sueño la luz era muy intensa. Y hasta me inspiró una melodía. ¡Dale, súbete, y comienza a pedalear!

– No: en frío no me gusta. Primero toca tu melodía, a ver si entro en calor.

Jan se levanta y camina hasta un armario. Abre un cajón y extrae una máscara negra, que le deja libres los ojos y la boca. Se la pone y comienza a tocar.

Al compás de su melodía, Jan balancea con gracia los hombros y el torso.

9

Sin siquiera frenar, Víctor apunta con el dispositivo de control remoto y el portón alambrado se abre a sorprendente velocidad. El Chevrolet cruza un jardín con terraza, mirador, árboles tropicales y maceteros de flores bien cuidadas. Luego recorre unos cincuenta metros sobre un sendero de cemento.

Al enfilar hacia el garaje, Víctor vuelve a apuntar a la puerta.

– Sésamo ábrete -comenta Alicia.

Y ya adentro, mientras la puerta baja, se dan un beso demorado.

A pedido de Víctor, ella no se había quitado los shorts de pedalear, y durante el trayecto hasta la finca, se había dejado el torso desnudo. Al doblar en la plazuela de las Muñequitas, vuelta de rodillas hacia él, comienza a rozarle el antebrazo con sus senos erectos.

El siente sus vellos erguirse y le pone una mano en los labios.

Ella sabe lo que quiere y le lame las yemas con esmero.

Cuando las tiene húmedas, él comienza a deslizarlas sobre las puntas de los pezones.

En esos jugueteos llegan. Y entran.

– ¿Ves? -dice él, al pasar del garaje a la cocina-. Nadie nos vio entrar; nadie nos verá salir.

Al pasar a la sala, los recibe un fulgor verdoso que viene del piso. Víctor aprieta un botón y una persiana automática se eleva. Ella descubre que el fulgor proviene de un estanque, en cuyo interior hay tres peldaños, en medio de una sala suntuosamente dispuesta, con muebles modernos.

En un ángulo, una fuente emerge entre rocas naturales y forma el estanque que luego desagua en una acequia sinuosa y atraviesa la sala en diagonal. El agua muy verde y lúcida, corre bajo baldosas transparentes y árboles bonzai, que crecen en pozos de luz, hasta desaparecer por el ángulo opuesto. Alicia se siente volátil. ¡Qué original!

Los seis metros de una pared, hasta dos de altura, están cubiertos por un espejo corrido; y la pared opuesta, por un librero repleto, del piso al techo.

Hay cuadros abstractos, un par de jarrones asimétricos, una enorme fotografía en blanco y negro, una escultura grande de jade y otra más pequeña de mármol.

Salvo los jarrones, todo es abstracto. La foto y las estatuas no figuran nada concreto, pero sugieren quehaceres y formas del amor en ejercicio.

– Ven, te muestro la casa.

En la planta alta, tres alcobas con sendos baños, un saloncito y una terraza. Abajo, la sala del estanque y un comedor contiguo a la enorme cocina, muy bien equipada; a la derecha, un estudio y otra alcoba, ambos con baños independientes.

– ¡Uyyy! Aquí se puede dar un baile para cincuenta personas…

Cuando regresan a la sala, él abre un ventanal que da a un extenso césped, muy cuidado, con rboles añosos y una piscina al fondo.

Mientras ella se asoma a observar el jardín, Víctor manipula algo en lo alto de un librero, y luego enciende un equipo de compactos.

Comienza a oírse una guaracha.

Ante el espejo, ella se pone a bailarla, provocativa. Él viene por detrás y la coge de la cintura.

Ella se da vuelta y lo obliga a bailar. Él comienza a seguirla con bastante desenvoltura.

– Sigues bien el ritmo -le dijo ella-. Pero eres un poco rígido y no tienes ni idea de bailar guaracha. Mira: ponme atención.

Cinco minutos después, él la arrastra urgido a un rincón, donde hay un amplio sofá. Ella prefiere el piso alfombrado. Insiste en cabalgarlo, para enseñarle a bailar guaracha.

Decúbito supino, Víctor pierde inmediatamente su rigidez y aprende a quebrar la cadera.

Cuando logra su primer orgasmo de aquella noche, ya ha penetrado también el alma folklórica de la guaracha, como si hubiera nacido en un barrio de La Habana.

Y para gran sorpresa de Alicia, él proyecta un video que le tomara con una cámara oculta. El equipo ha captado perfectamente la cabalgata danzaria en aquel rincón.

– ¡Coño! Eso si que no… -protesta Alicia.

Él la tranquiliza. Si tuviera malas intenciones no le haría ver el video. Simplemente, él goza y se excita mucho por los ojos, y tiene el antojo de hacerle el amor otra vez, mientras contempla la acción de sus nalgas soberbias, al compás de la música, en el monitor.

Ella comprende, no muy convencida todavía, pero sí, claro…

Y él promete regalarle el casette o destruirlo en cuanto lo vean.

Poco después, mientras disfruta el beso de la boa (creación y nomenclatura de Alicia), Víctor comienza a dilatarla por detrás, con demorada pericia digital.

Sabiendo lo que vendrá, ella se mosquea y le hace un hociquito:

– ¡Culívoro!

Cuando la hubo dilatado suficientemente, se coloca un preservativo y la posee, en efecto, por vaso indebido, con la vista fija en el video.

Ella no sintió dolor. Y al ver en el video sus propias nalgas y cintura en acción, sintió un río en la vagina. Se excitó como nunca. Porque nunca se había visto desde ese ángulo. Y por primera vez logró un disfrute en aquella posición, que normalmente la mortificaba y solía rehusar.

Fue algo nuevo. ¿Narcisismo, tal vez?

En todo caso, un sentimiento de exquisita perversidad.

Por fin encontraba un tipo que le enseñaba algo.

Y cuando Víctor, para derramarse, cambió de vaso sin variar su posición cuadrúpeda, ella inició un orgasmo a tirones, con grititos entrecortados. Y al sentirlo por fin muy caliente, en el útero, soltó amarras y lo acompañó en el crescendo de sacudones y gemidos, en absoluta simultaneidad con lo que ocurría en la danza del video.

Al resucitar Alicia, él fumaba boca arriba. Estiró un brazo, sacó el video del equipo y se lo entregó.

Alicia le sonrió lánguida, satisfecha.

– Con tu sentido natural del ritmo y un par de lecciones más, vas a enloquecer a las cubanas.

– A mí no me interesa el ritmo ni las cubanas: me interesas tú.

Ella lo miró, halagada.

Estuvo a punto de abalanzarse en sus brazos. Se obligó a contener aquel insólito impulso de entrega. Sintió miedo.

Pero tuvo el suficiente buen tino para coger el cassette y guardarlo en su bolso.

10

– ¿Ahora? Nada: hablándote por teléfono y cortándome las uñas. No, las de los pies. ¡Coño, mami, deja de preguntar boberías! Sí, una mansión. De todo, hasta piscina. ¡Qué va! Modernísimo, todo electrónico, puras teclas y botones. Sí sí, para él solo. No, en la otra casa hay dos viviendas independientes, una para el jefe de Víctor y otra para huéspedes de la empresa. Y Víctor también se muda para ahí cuando viene su mujer. Sí, me ha hablado de ella pero sin entrar en detalles, como lo más natural. Nada, Mami, tú sabes que yo no soy celosa. No, ella está ahora en Europa, pero regresa pronto. Anj, una mucama viene un par de veces por semana a limpiar las dos casas. ¿Víctor? Generalmente come afuera o se cocina él mismo. Sí sí, es un gourmet de altura. También, lo habla perfecto, pero con un acento raro. El dice que así se habla en el Québec. Sí, vivió como cinco años en Montréal. No, en la casa de al lado no he estado, pero me dijo que hay una cancha de squash y una sauna… ¿Alberto? ¡Uy!, se me había olvidado que venía… No, espera, si vuelve a llamar dile que estoy en exá menes y me fui a casa de una amiga al campo y que no puedo verlo hasta el sábado… No no no, todos mis amigos saben muy bien que me pongo bravísima si me interrumpen el estudio… Eso, invítalo a almorzar el sábado en casa; y a Otto le dices lo mismo, y que me llame el domingo al mediodía… No fastidies, mami, tú no tienes que preocuparte. Yo sé como tratar a los tipos. Cuanto menos tiempo les dediques más se calientan. ¿Víctor? Mientras esté con él no quiero ver a nadie. Por supuesto, mami, es el mejor que he tenido, y el mejor amante, potente, imaginativo… Sí, por lejos, y es guapo, amable, cocina de maravilla… No, ahora fue un momento hasta el otro apartamento. ¿Qué dices? Ja, ja, ja… ¿Y a ti qué te importa? Ay, chica, normal, ja ja ja. Mira que eres puta, mami… Sí, está encantado con mis clases de baile y quiere que vayamos esta noche al Palacio de la Salsa. No, nadie me va a reconocer… Además, ni Alberto ni Otto frecuentan salas de baile. ¡Qué va! La mujer tiene aquí una colección de pelucas… ¿Él? Fue al lado a buscar leña para un asado que quiere hacer en la barbecue. Ay, Mami ¿hasta cuándo quieres que te lo repita? No, no he conocido a nadie mejor. Pero tiene un grave inconveniente, y es que me gusta demasiado. Siempre he soñado con vivir al lado de un hombre así, y me da mucho miedo enamorarme. Me sentiría indefensa.

11

Víctor penetra con paso rápido en su doble mansión del barrio de Siboney. Pero no por la casa del estanque, donde introdujo a Alicia, sino por la entrada de la vivienda contigua.

– ¡Yuhú, Elizabeth! Where are you?

Se quita la chaqueta y sube los peldaños hacia la planta alta.

Abre una puerta y penetra en la penumbra de una amplísima alcoba. Hay una sola fuente de luz: el reflejo azulado de un televisor encendido, en un rincón del cuarto.

Sobre la cama, un bulto arrebujado bajo las s banas, del que sólo emerge una larga cabellera rubia, le da la espalda.

Al lado de la cama hay un cenicero atiborrado de colillas y una botella de vodka destapada, sobre el piso. Víctor se sienta al borde de la cama y sacude levemente el hombro de la durmiente.

– ¿Elizabeth?

No contesta.

Víctor tantea sobre la cama en busca del telemando. Sobre la pantalla, una foto fija anuncia el final de un programa porno.

Víctor apaga la TV, pone el telemando en la cama, descorre una cortina y la habitación se llena de luz.

Se acerca al bulto arrebujado y le mumura al oído:

– Good news, Eli: I think I've found the broad we were looking for. (Buenas noticias, Eli: creo que di con la tipa que andamos buscando.)

Elizabeth, adormecida aún, se da vuelta en la cama. Molesta por la luz, se tapa los ojos con la sábana, y hunde la cara entre las piernas de Víctor.

Con la voz muy ronca y pastosa, comenta:

– Are you sure?

– Yeah, sure… She's the one we need. In a few days you'll see her in action.

12

En Cayo Largo, un buzo filma imágenes subacuáticas del arrecife coralino. Lleva acualones a la espalda y emplea una videocámara de 8 milímetros.

Rocas, peces multicolores, sobre el fondo blanco, arenoso, de la plataforma caribeña. De repente, el buzo aminora la velocidad de ascención, para tomar desde abajo el cuerpo de una bañista topless que nada de espaldas primero, y luego estilo pecho. Él asciende, la sorprende, juguetean un poco y luego se le aparea por debajo.

Ahora nadan juntos, él bajo el agua, boca arriba y hacia atrás. Ella a flor de agua, boca abajo y hacia adelante.

Cuando emerge el buzo, ambos nadan hacia un yate en cuyo casco de proa se lee: RIEKS GROOTE.

Un marinero negro está colocando una escalerilla de soga y peldaños de madera. El marinero, inclinado sobre la baranda, recibe las patas de rana y los tanques de oxígeno. Y cuando el hombre se quita la careta, la gran nariz de Van Dongen vuelve a robarse la escena.

Carmen, ha permanecido a flote dentro del agua, con sólo la cabeza y el cuello a la vista.

Cuando Van Dongen va subiendo, ella le pregunta:

– ¿Qué quiere decir Rieks?

– Es el sobrenombre de Hendryck.

– ¿Y Groote le pone su propio nombre al yate?

Jan se da vuelta sobre la escalerilla:

– De hecho sí, pero es para honrar a su bisabuelo, que se llamaba igual…

Ya a bordo, Van Dongen coge una toalla, y cuando Carmen se asoma, con los pechos al aire, él la cubre. Ella se arrebuja y sube.

– El viejo Rieks fue un gran marino.

Un cocinero chino, sonriente, se asoma desde la popa.

– ¿Sirvo el desayuno, Sr. Van Dongen?

– Todavía no, Chang: espera una media hora.

– ¿Y eso, por qué? ¡Tengo un hambre…!

– Yo quiero primero mi tetayuno ecológico.

Carmen lanza una carcajada y lo coge de una mano.

– No es mala idea.

Ambos descienden al camarote central. Sin dejar de reírse, siempre con la toalla sobre los hombros, ella se sienta en un banquito bajo y cruza las piernas.

Él abre un maletín, saca su máscara y se la pone.

Ella abre la toalla, apoya los puños en la cintura, y yergue el busto para ofrecerle sus senos. Cuando él se arrodilla a su lado, para besarla, élla lo detiene con una mano sobre sus labios, y entrecierra los ojos con lujuria:


– ¿Por que no tetayunas hoy sin la máscara?


El alza los brazos y los deja caer en un gesto de impotencia.

– No me pidas eso, Carmen. Sería un fracaso. Sin la máscara soy un muerto.

13

Alicia viste una bata blanca que le queda grande. Sale envuelta en una nube de vapor de una cabina de cristal y aluminio. Se está quitando la gorra de baño y alcanza corriendo la cocina, a tiempo para apagar la candela bajo una cafetera italiana.

Coge dos tazas, cucharitas, un azucarero, llena dos vasos de agua mineral, lo coloca todo en una bandeja y se encamina por el pasillo. Al pasar, coge un clavel de un florero. Cuando abre una puerta, topa con Víctor que sale vestido con una robe de chambre oscura.

Casi con brusquedad, Víctor le dice:

– No, no; yo tomo el café en la mesa, después de la ducha, cuando ya está casi frío.

Se mete en el baño. Ella se queda mirándolo como si dijera: "¿Y a este qué le pasa?" Luego hace una mueca, levanta la cabeza y se muerde los labios. Por fin, penetra en el cuarto, se sienta al borde de la cama y coloca la bandeja a su lado. Pensativa, se toma lentamante su café. Al levantarse, se mira en el espejo de un armario y se arregla un poco el peinado.

De una silla sobre la que ha dejado su ropa, coge un vestido muy corto, calza uno zapatos destalonados, de tacón mediano, recoge la bandeja y sale.

Al entrar en la sala, Víctor, con un cigarro en la boca, sentado en el sofá, cuenta dinero sobre la mesa de centro. No parece notar la entrada de Alicia.

Ella se acerca y deja la bandeja sobre la mesa. Él sigue contando un fajo de dólares, sin mirarla.

– ¿A qué hora nos marchamos?

Victor sigue contando:

– Siéntate.

Alicia avanza hacia el sof, para sentarse a su lado.

– No, ponte allá -le dice él sin mirarla.

Con la mano llena de billetes de cien, Víctor le señala una butaca frente a él, y comienza a monologar.

– Lunes por la tarde, dos veces; otra vez el martes por la mañana; ayer tarde, dos; otra anoche… Son seis veces ¿no?

– ¿Seis veces de qué?

– Hemos chingado seis veces: seis palos, como dices tú.

Alicia frunce el ceño, alarmada:

– ¿Y qué hay con eso?

– A trescientos dólares el palo, son mil ocho cientos -y pone los billetes sobre la mesa, ante ella.

Alicia palidece, muy alterada; no consigue reaccionar.

– Se acabó la farsa, chula.

– ¡No te permito…!

Victor le corta la palabra a gritos:

– ¡No seas ridícula, carajo!

Alicia se retrae. Siente miedo.

– Cállate y escucha -le dice él, más sereno-: Lo del pedal de la bicicleta atascado, es un truco tuyo. Y es mentira que estudias en la Universidad. La semana pasada puteabas con un panameño, y la anterior con un italiano. ¿Y para qué los pinches cuentos? Para ganar dólares. Mentira que te ofenden. Es lo que más te gusta en el mundo. Adoras los dólares, chula. Así que cógelos. Te los has ganado. ¡Ah!, y aquí tienes otros quinientos por las clases de baile.

Mientras cuenta y pone en la mesa otros cinco billetes de cien, Alicia está a punto de llorar. Se agazapa sobre sus rodillas y se cubre la cara con las manos. Luego de unos segundos, recobra la compostura y levanta la cabeza para mirarlo bien de frente, casi desafiante. Ha asumido su realidad.

– Okey, Víctor… Se acabó la comedia.

Se agacha, coge de la mesa la pila de billetes y cuenta en voz alta:

– Cien, doscientos…

Con mano firme y a toda velocidad, como si se tratase de un mazo de naipes, cuenta el dinero. Luego, deja caer lentamente cinco billetes de cien en la mesa y le dirige una sonrisa amable:

– Te devuelvo los quinientos de las clases. Eres un alumno tan dotado, y he disfrutado tanto, que no sería decente cobrarte.

Guarda el resto del dinero en su bolsito y se levanta.

– Voy a pedir un taxi.

Halagado, Víctor sacude la cabeza y ríe de buena gana.

– Debo reconocer que tienes clase. Y que eres muy inteligente. Coge tus quinientos y siéntate -y le tiende una mano, para que se acomode a su lado.

– ¿Me invitas a un trago?

– Claro. ¿Qué deseas?

– Un coñac.

– ¿A esta hora?

– Sí, necesito algo fuerte.

Él se dirige al bar y elige dos copas panzonas. Coge una botella negra, opaca, inclinada sobre una cureña napoleónica y sirve dos Courvoisier XO.

Alicia apura casi todo el contenido de un solo trago, y sin brindar.

– Supongamos -dice Víctor, que apura su café amargo y saborea luego un primer sorbo de coñac – que yo te diera llave de esta casa en calidad de amante mía, con una asignación de tres mil dólares mensuales, y que te deje un carro bueno con la gasolina gratis… ¿Te interesaría trabajar para mí?

La cara de Alicia se convierte en el estereotipo del asombro, como si dijera: "¡Mira con la que se me apea este, ahora!"

Se para de un brinco, da unos pasos. Respira lentamente, lo escruta, sonríe escéptica, duda. Sus ojos se mueven muy de prisa, busca una respuesta en el techo, en una pared. Vuelve a sonreír y hasta deja escapar una risita. Se tapa la boca con un gesto tímido mientras con la punta del tacón, recorre coqueta las volutas del embaldosado. Se muerde los labios. Vuelve a sentarse. Lo necesita. La propuesta de Víctor le ha movido el piso. Intuye que el game de cinco días que ha estado jugando con él, ha dado de pronto un salto cualitativo. Grandes Ligas, Monza, Le Mans, Wimbledon… Por la cabeza sólo le pasan tonterías. No atina a encontrar algo ingenioso que responder; algo en consonancia con lo inesperado de la nueva proposición.

Por fin se queda, entre varias posibles respuestas, con la obligada y más sencilla:

– ¿Y cuál sería mi trabajo?

– El mismo que con que te has ganado estos dólares.

– ¿Acostarme contigo?

– No precisamente conmigo.

– ¡Ah! Eso es algo muy diferente.

– Pero siempre te acostarías con tipos bien parecidos. ¿Acaso no es tu especialidad?

– ¿Y podré escogerlos?

– A veces, sí -toma otro sorbo-; otras, seré yo quien te pida que atraigas a alguien…

– ¿Que atraiga…?

Con tu figura y tu savoir faire, bien vestida, al timón de un buen carro, tú bien sabes que puedes seducir al que se te antoje.

– Honor que me haces.

Pese a la sonrisa con que ha recibido la galantería, su expresión sigue denotando mucha perplejidad. Le urge conocer más detalles.

– Por ejemplo, recibirías una foto, o la descripción de alguien, y tu trabajo consistiría en traerlo aquí, hacer el amor con él, exhibir todo tu virtuosismo…

– ¡Ya veo! Y tú, mientras tanto, me filmas. ¡Eso sí que no! ¿Películas porno por tres mil al mes? No, Víctor, esta vez eres tú quien se ha engañado conmigo. Eso te costaría mucho más.

– Nada de eso…

Víctor sacude la cabeza, ríe y toma tranquilamente otro sorbito de coñac. Alicia se sirve otro trago y coge un cigarro. Él le acerca su Ronson encendido. A ambos les tiemblan un poco las manos.

– Tu espectáculo sería para uso exclusivo y privado de dos personas.

Hace una pausa y la observa golpeteando con el dedo el borde de la copa.

– ¿Quiénes?

– Elizabeth y yo.

– ¿Elizabeth se llama tu mujer?

– Anjá.

Alicia se queda pensando, sin saber qué decir.

– Le tenemos pavor al sida y hemos sucumbido a la monogamia. Justamente, la única travesura que nos permitimos, es estimularnos la imaginación mirando lo que hacen otros.

– ¿Y no les basta con mirar películas porno?

– A decir la verdad, Elizabeth tiene unos años más que yo, y se da perfecta cuenta de que a veces no me resulta fácil limitarme a las relaciones con ella.

– ¿Y entonces?

– Entonces, tiene el buen gusto de fingir que se excita identificándose con la chica de la pantalla, cuando en realidad lo hace para estimularme a mí.

– ¿Qué pantalla?

Con ambos índices, Víctor señala el gran espejo corrido que cubre casi toda la pared, a sus espaldas.

– ¿Y se ve desde el otro lado?

– Perfectamente.

Alicia se levanta y da unos pasos por detrás de Víctor. Pone la mano en el gran espejo, apura nuevamente su copa y se acerca a él, muy resuelta.

– Okey, acepto. ¿Cuándo empezamos?

– Cuanto ántes. ¿Sabes conducir?

– Sí.

– ¿Tienes licencia de conducción?

– Sí. Hasta el año pasado, conducía el carro de papi.

– Perfecto. El martes próximo pondré a tu disposición un vehículo de la compañía. Espérame en casa de tu mamá a las cuatro de la tarde. Ponte muy guapa.

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