Lo dicho por Antonia el día anterior respecto de la hacienda y de que ella la pondría en su punto, sí la dejaban, fue una mera fantasía, un bonito juego de pólvora. Ella sabía, lo sabia Quiteria y lo sabía todo el mundo, que el estado en que don Quijote la había dejado era calamitoso. Y lo supieron no precisamente en el último minuto. El desmoronamiento de las fortunas escasas suele ser por lo general tan lento como rápido suele serlo el de las grandes. Aunque el pobre don Quijote no pudo sospecharlo, primero porque estuvo loco mucho tiempo, y en segundo lugar porque los pocos días en que cobró la razón nadie, por no entristecer esas últimas horas, se molestó en advertírselo, y así había testado a favor de su sobrina en el pleno convencimiento de que ella iba a heredar tanto al menos como en su día heredó él.
A Antonia, sin embargo, con preocuparle lo suyo, no era lo que más inquieta la traía, sino aquella manda que añadió su tío en el testamento y que parecía condenarla sin remisión. O perdía la hacienda de una manera o la perdía de otra.
El señor De Mal concedió, con la hipocresía de los administradores rapaces, dos semanas de tregua después de que muriera don Quijote. Se dijo: «Asi son ¡os negocios, y yo no tengo la culpa de que don Quijote fuese un manirroto y su sobrina una niña».
Lo cierto es que el señor De Mal, viejo de unos sesenta años, viudo y sin hijos, pensaba en quien cuidara de su vejez. Y con esa facilidad que tienen algunos para arreglarse los deseos a conveniencia, pensó en Antonia. «Yo seré su salvador, y ella se casará conmigo».
Pasados esos días, el señor De Mal fue dando curso a las demandas y pretensiones de aquellos que habían prestado dinero al caballero. La pasión libresca del hidalgo y su ociosidad habían ido sangrando su patrimonio sin que se notase demasiado. Al morir don Quijote, como cucarachas, empezaron a salir de todas partes agiotistas y prestamistas, algunos venidos incluso de pueblos cercanos, con sus correspondientes documentos. El señor De Mal convenció a todos de que la ruina del caballero era aún mayor de la que se veía a simple vista, y les persuadió asimismo de que le dejaran satisfacer una parte de esas deudas de su propio pecunio, a cambio de que le cediesen el documento en el que don Quijote se obligaba. Aquellos usureros de poca monta, asustados por el señor De Mal, de tan acicalada probidad, y ante el temor de quedarse sin cobrar, aceptaban cancelar sus deudas a cambio de esas pequeñas satisfacciones. De ese modo en pocos días el escribano se hizo dueño de todas las deudas del hidalgo por un tercio de su monto, lo que equivalía a decir que pasó a serlo también de todas sus tierras, viñedos, bodegas y ganados.
Mientras, no tanto para tranquilizar a la sobrina, como para poder maniobrar a su gusto, el escribano la abordó con lagotero confusionismo. Le hizo creer que aquel embrollo acabaría desliéndose tranquilamente de la noche a la mañana, y un buen día, cuando no había transcurrido ni un mes de la muerte del hidalgo, el señor De Mal presentó las cuentas.
Estaban con el escribano Quiteria y Antonia. Teñido con la jerga de los abogados, el señor De Mal vestía el pésimo estado de las cuentas con galas vistosas e ilusorias. Aún necesitaba unas semanas para asestar el golpe definitivo, que esperaba de la Audiencia de Toledo con resoluciones terminantes.
Quiteria estudiaba en la cara de la sobrina si aquello de lo que hablaban era o no bueno, porque no comprendía las palabras del escribano.
Pero bien pronto lo comprendió la sobrina. Le entraron ganas de llorar de rabia y furia, y lo hubiera hecho, de no haber estado presente Quiteria, porque no quería que pensara que ella, que no había sido capaz de llorar la muerte de su tío, lloraba ahora por su hacienda.
– ¿Heredo humo? -le preguntó al señor De Mal.
Y el señor De Mal, que tan buenos negocios había hecho a cuenta de don Quijote, no se atrevió a otra cosa que a ir poniendo ante la sobrina los documentos que probaban que la mitad de las propiedades iban a tener que irse una detrás de otra, para pagar a todo el mundo, aunque ese «todo el mundo» se limitaba ya únicamente a él sólo, cosa que ocultó no tanto por vergüenza como por interés. Acaso hubiera desbaratado los últimos chanchullos todavía en los registros.
– Al judío le debemos -y en aquel «le debemos» se hubiera dicho que ponía el señor De Mal a disposición de Antonia Quijano toda la lealtad que había servido a don Quijote- tanto y tanto, y es preciso vender tal tierra y tal otra, y las tres yeguas y aquel viñedo.
Se marchó el señor De Mal, dándole unos días a Antonia para que lo pensara. Se dijo el escribano: «Estas cosas es mejor llevarlas a cabo por las buenas que por las malas, y mejor así que entrar en pleitos. Y que a la niña se le vayan bajando las ínfulas. Si quiere, ella conmigo será princesa».
Quiteria, asustada por lo que había visto, preguntó a Antonia:
– ¿Es grave lo que sucede? ¿Qué nos espera?
– A ti nada -respondió de una manera seca Antonia-. La que está en apuros soy yo, no tú, el que tenía un tío loco era yo. Mi tío no era nada tuyo.
Quiteria se tragó el orgullo, y dijo:
– Mira, Antonia, que eres una niña aún y yo soy una ignorante y no puedo ayudarte. Aconséjate del cura, del barbero, de Sansón, ellos fueron los albaceas de tu tío.
– ¿Ésos? Saben de mi hacienda lo que yo de la suya. Estése cada cual en su casa, que cada uno en la suya es rey.
Toda la locura de su tío se le destiló a Antonia en algo parecido a fiereza y astucia. Se diría que al que se le acercara en ese momento no sólo le mordería con la fuerza del tigre, sino con la fatalidad de la víbora. Antonia sospechó la trapaza de aquellos negocios.
– El escribano ha estado robando a mi tío, y seguramente quiere robarme a mí, pero va listo. Es un hombre repulsivo. Me dan asco sus babas y cómo me reboza con miradas de viejo verde. No me rendiré. Guarda esos papeles, Quiteria. He de estudiarlos. Salvaré lo que se pueda.
Obedeció Quiteria por vez primera a su nueva señora con un sentimiento extraño, y salió de la estancia con aquellos documentos que había dejado el señor De Mal. Pensó: «Antonia lo perderá todo por orgullosa». Pensó también: «Lo tendría merecido», pero fue este último un pensamiento tan fugaz que la bondad de Quiteria se hubiera negado a confirmar que se le había pasado por la cabeza.
Ya a solas, Antonia, demasiado joven, empezó a temblar de arriba abajo. El escribano había logrado asustarla. Por orgullo no rompió a llorar. Y si siempre se había sentido huérfana en aquella casa, se sintió por vez primera pobre y no se atrevía a imaginar lo que le esperaba.
A partir de ese día Antonia, malhumorada e irritable, apenas dirigía la palabra al ama, quien a su vez no podía sufrir el carácter de la muchacha.
Al morir don Quijote, algo quedó por dentro de imposible compostura, como un cántaro roto. Eso fue algo que pensaron una y otra, el ama y la sobrina.
No se habían dicho cosas más graves o ofensivas de las que acostumbraban a decirse cuando vivía don Quijote, que arbitraba, limaba y suavizaba las disputas y rencillas entre las dos mujeres, pero se diría que faltando éste ya no podían soportarlas de la misma manera.
No entendía Quiteria a su nueva ama Antonia, y no se preocupaba Antonia por saber qué pensaba hacer Quiteria. Antonia se decía: «Estoy a un tris de perderlo todo, ¿y cómo me ayuda Quiteria? Malhumorándose por todo. Es una vieja maniática, como mi tío».Y pensaba Quiteria: «Se ha muerto el único que me protegió estos años, ¿y qué voy a hacer ahora, tanto más si Antonia lo pierde todo? ¿Adonde voy a ir?».
Y acaso esperaba Antonia que Quiteria se marcharía en algún momento de aquella casa, si finalmente lo perdía todo, y Quiteria espera que Antonia le ordenara, incluso antes de perderlo, «vete». Pensaba Quiteria: «No se atreverá. Y si se atreve, quiero ver con qué cara me lo dirá, a mí, que llevo en esta casa desde muchos años antes de que llegara ella».
Pero ni la una se iba ni a la otra la echaba, de modo que seguían las dos viviendo bajo el mismo techo, peor que cuando don Quijote vivía, con el cuervo de la miseria sobrevolando la hacienda y con aquel encono entre ellas royéndolas las en-
Dejaron Antonia y Quiteria pasar los días. Se habría dicho que habían decidido olvidarse de sí mismas. Eran dos naturalezas diferentes y opuestas, y si una decía: «Habrá que tejer un poco de lino», la otra respondía: «Más necesario nos es amasar»; si una ordenaba «vete al corral y mata una gallina», la otra pensaba «¿no sería mejor mirar por esta hacienda, que tan descabalada está, y no este trasiego en el corral?»; si una decía, «habrá que llevar trigo al molino», la otra corregía, «más valdría hacer mañana la colada».
La muerte de don Quijote fue, pues, no por menos esperada o temida, menos cruel, y lo mismo que un rayo partiendo un olmo centenario, recorrió, partiéndola por la mitad, la casa centenaria de los Quijano, levantada hacía más de ciento cincuenta años por el tatarabuelo de don Quijote.
La muerte de don Quijote, y el invierno, que se metió con más celeridad de la deseada, enfriaron pronto sus muros y estrecharon sus días, más cortos e inhóspitos. En cuanto se ponía el sol, el ama y la sobrina se quedaban a solas como acaso no lo habían estado nunca. Echaban de menos a don Quijote y sus paseos, arriba, abajo, por los corredores. Los tueros de la chimenea se quemaban de uno en uno, y aquellas llamas no eran suficientes para disipar la humedad, el frío y la sensación de miseria que se respiraba allí. Después de los primeros días, y como suele ocurrir tras la muerte, empezaron a espaciarse las visitas del cura, del barbero, del bachiller y de otros vecinos, hasta que ya nadie acudía a visitar a las dos mujeres, salvo el señor De Mal, que se daba una vuelta de vez en cuando por allí, más para comprobar el estado de lo que daba por suyo, que por compasión. No le había hablado todavía de matrimonio a Antonia, pero pensaba: «El asalto a su tiempo. Y a la muchacha parece que no le caigo del todo mal. Le conviene un hombre como yo, con experiencia, que sepa y quiera regalarla como se merece».
La vida continuaba para todos.
– ¿Qué habrá sido de Sancho? -preguntó una tarde Quiteria, por tener algo de que hablar entre las dos.
Antonia ni contestó. No le importaba lo que sería de ése o del otro. Cada cual debía mirar por lo suyo. Al menos si Quiteria le hubiese preguntado por el bachiller, tal vez hubieran podido hablar de él. ¿Lo habría hecho Antonia? ¿Con Quiteria? ¿Y Quiteria? Otra tarde, y más que por hablar, Quiteria le dijo a Antonia:
– ¿No podemos ser amigas y contarnos nuestras cosas?
Antonia le respondió:
– Ya lo somos, y ya nos las contamos. ¿Qué querrías contarme tú? ¿Qué quieres que te cuente yo?
Quiteria guardó silencio unos instantes, y dijo:
– No, lo decía por hablar.
Pero sabía que se mentía, lo mismo que Antonia supo que se mentía cuando le respondió…
– Lo mismo me pasa a mí, que no tengo nada que contar.
Y se mentían y ni siquiera podía la una sospechar los secretos de la otra, pasándose el día juntas.
Cosa que no ocurrió con el secreto de Cebadón, el mozo. Hubiera podido llamarse a aquella casa la casa de los secretos.
Y el secreto de Cebadón era que…
No había ido muy descaminada Quiteria cuando, hacía días, le había hecho notar a Antonia el extraño comportamiento del mozo, que se movía por allí caracoleando y suficiente, como un potro.
Cebadón era joven, ambicioso, reflexivo y se había hecho una composición de lugar que le convenía. Cierto que cantando a todas horas podía uno llamarse a engaño, pero esa de cantar era en él una manera de pensar. Silbar, tararear, cantar le ayudaba a pensar en otras cosas. Sus pensamientos necesitaban ese acompañamiento.
Sí. Cebadón también tenía su secreto: estaba enamorado de Antonia Quijano. Secreto a medias, porque lejos de quererlo mantener para su coleto, parecía estar exhibiéndolo, convencido de su valía y del buen término al que llevaría las cosas.
Estaba enamorado. Lo decían su semblante risueño, aquel andar erguido, sacando pecho, sus cánticos. O se enamoró perdidamente de ella, o se lo creyó, y lo creyó con hinchada desmesura a raíz de la muerte de don Quijote. Se dijo, «esta moza es para mí o no será de otro; o mía o muertas. Como los amadores de teatro. Aquella resolución tremebunda contrastaba sin duda con la jovialidad de sus perpetuas melopeas, y para él no ofrecía la menor duda. Estaba determinado a conquistarla, porque creía que su buena estrella tenía que ver con la determinación de su carácter. «Es -se decía- la historia de mi vida. Nací en un chozo como los bandoleros, y mi destino era ser uno de ellos; por mi voluntad y maña, he llegado a servir en una casa buena como ésta. Muchos envidiarían ya mi suene, y la vida ha querido adornarme con virtudes que otros codician en secreto; tengo planta, canto como los ángeles, soy discreto y sé cómo enamorar a las mujeres. De aquí arriba, todo lo que se quiera, pero quedarse en esta medianía toda la vida, como gañán, es pensar lo excusado. El porvenir me sonríe; Antoñita, ahora que has heredado, eres rica, y brava, pero a mí me gustan así, porque cuanto más fiera, más se valorará mi doma; necesitas más que nadie de un mastín que defienda tu hacienda de todos esos lobos que dicen te la quieren comer. Si quieres echarlos a patadas, aquí me tienes. Al que pase esa puerta lo rajo. De modo que, Antoñita, o mía, o muerta».
De una manera oscura imaginaba Cebadón que aquel bien había de arrebatarlo por la fuerza, porque de grado no lo obtendría nunca. Incluso se hacía la ilusión de esos arrebatos teatrales. Y eso le enardecía y ponía alas a su imaginación, que ya le pintaba dueño de todo aquello. Probaría a la sobrina la necesidad de arrimarse a un hombre que mirase por lo suyo. Ella era una niña.
Quizá la ambición de casarse con Antonia fuese en Cebadon anterior a la muerte de don Quijote, pero ésta le dio alas, y se dijo: ancha es Castilla. Porque una cosa, según pensaba Cebadón, eran las comedias y entremeses y otra bien diferente, como él decía, «la cruda realidad»; una cosa, celebrar el triunfo del amor en las novelas o en los cánticos y madrigales, y otra, descender a los casos concretos de la familia propia, y Cebadón, atribuyendo a don Quijote su propia previsión, estaba convencido de que el hidalgo habría estorbado la unión de un gañán con su sobrina, incluso en el caso de que ella le hubiese favorecido con sus amores, y por eso jamás se le hubiera ocurrido en vida del hidalgo acercarse a la muchacha. Pero una vez muerto, nada le impedía soñar con ocupar un lugar preponderante en el corazón de Antonia, en su lecho y, desde luego, en aquella casa, los majuelos, las tierras y el ganado.
Y tales cosas le participó Cebadan a un amigo suyo, con el que había guardado los rebaños muchos días, un cabrero al que se le conocía en el pueblo por el nombre de Juan y el sobrenombre de Montes, porque era un hombre que como los gatos monteses era de difícil presa, y siempre lograba escabullirse y hallarle una gatera a todas las cuestiones y parlas que se hablaran, por donde fugarse. Pero precisamente por ello, todo el mundo le consultaba los casos graves y peliagudos, para los que tenía, a pesar de su extrema juventud, una razonable salida.
A Juan Montes le habló Cebadón:
– ¿Qué justicia hallas tú en el mundo Juan, que nos hace a unos desde la cuna pobres y a otros ricos, a unos con castillo y a otros sin más techo que las estrellas, sin haber puesto de nuestra parte nada?
A Juan Montes mientras le hablaban le bailaban los ojos en la cara, a uno y otro lado, como si vigilara por dónde le habría de atacar la paradoja, y aunque vio que Cebadón tenía propósito de seguir adelante con su prólogo, le atajó allí mismo.
– Así es, pero ¿hallas tú alguna justicia en que el Rey nuestro señor no duerma tranquilo porque sus ejércitos han de defender a sus vasallos? Y cuando tú duermes a pierna suelta, ¿hallas justo echarte sobre una hormiga, a la que tu peso quitó la vida? Sabes que soy de los que pienso que estamos mal, pero que podríamos estar mucho peor.
– Y mucho mejor. Y ahí es a donde quería ir a parar. Porque con tus teologías nunca llegarás a nada, y a mí con las mías me esperan las esferas siderales. Mira lo que voy a confiarte, y me has de guardar el secreto.
– Te lo guardaré, pero secreto bien guardado es el que a nadie se ha confiado.
– Este no puedo guardarlo conmigo, porque malamente me podrías dar tú un consejo, sin que lo supieras. ¿Tú me encuentras galán y apuesto?
– Yo, y todas las mozas del partido, Cebadón. Y ahí voy yo también. Ahora respóndeme tú si hallas en ello justicia, que a ti el cielo, sin que pusieras de tu parte ni un adarme, te hizo alto y fuerte como un olmo, y de talle tan gentil que estás a todas horas en boca de las mozas y doncellas no sólo de este lugar, sino de estos contornos, mientras a mí ya ves cómo me hizo el cielo, pequeño, desmedrado, feo, con estas afrentosas orejas de soplillo, y si no fuera bastante, con tanta flojera de vientre, que cualquier día se me lleva con los pies por delante un cólico. A tu boca no le falta un solo diente, y todos ellos son sanos y blancos como los de un muchacho, que cuando sonríes parece que viniera el sol a darnos los buenos días.;Has visto los míos, ruines, negros y picados como con una perdigonada de pólvora? ¿Hallas tú justicia en esto?Y qué me dices de ese don que tienes, que cantas como una mirla? ¿Y quién hizo que tocaras el rabel como lo haces? Sin que nadie te enseñara la solfa, un día tomaste en las manos el rabel, y parecía que hubiese sido pensado para que tus manos lo rasgaran con las melodías más dulces y lastimosas. Así, cuando cantas, las mujeres se te derriten y te envuelven en miradas melosas y soñadoras, porque les parece que has bajado del cielo por una escala. ¿Me has visto a mí cantar alguna vez? No, por cierto, ya que soy juicioso, porque si una vez quisiera hacerlo, espantaría de mi lado hasta las mismas fieras, si acaso no las irritara tanto que viniesen todas a descuartizarme para no tener que oírme. ¿Ésa es la justicia de la que me hablabas?
– Dios te hizo, sin embargo -admitió Cebadón un poco corrido- más discreto y agudo que ninguno de nosotros.
– Así puede ser. Pero ¿has visto tú a alguien que coma su pan por discreto? ¿A cuántos conoces tú que por agudo y gracioso le den gratis el vino? ¿Respeta la muerte más al listo que al zoquete? Haces mal en quejarte, Cebadón. Echa cuenta de que estás bien, y que podrías estar mucho peor.
– Y mejor. No me resigno a acabar mis días como los empecé, en un chozo. Y ahora se me presenta la ocasión de mejorarme para siempre.
– ¿Cómo? ¿Te vas a América, te marchas a la milicia, va a tomarte un cardenal como criado, alguien principal ha reconocido en su lecho de muerte haberse acostado con tu madre y haberte engendrado?
– Nada de esto, sino que la suerte se me ha entrado por la ventana y se llama Antonia. Y ya has oído aquello de al buen día mételo en casa.
– ¿La sobrina del señor Quijano? Además de necio estás tan loco como su tío si crees que esa moza zahareña va a filarse en un azacán como tú, por mucho que se apague el sol cuando sales con las ovejas. Hazme caso, cásate con una igual y no tendrás rival, y ya sabes que en casa de mujer rica, ella manda siempre y tú nunca. ¿Quieres tener vida regalada o en paz, prefieres andar a diario en grandes disputas por un faisán o vivir apaciblemente con tus sopas de ajo? Y dime, ¿crees tú que una mujer hermosa ha de amar a uno feo, porque éste la ama? ¿Amaría él a otra más fea, porque lo amaba?; Amarías tú a una fea, sólo porque te amara viéndote tan hermoso? ¿Vas a decirme que Antonia te querrá por pobre sólo porque tú la escás queriendo por rica?
No le hizo el menor caso Juan Cebadón a su sabio amigo Juan Montes; todo lo contrario. Le pareció un desafío someter a aquella hembra tan capitana, y se propuso no cejar hasta hacerla suya.
«O mía o muerta», repetía alegremente, como silbando. Y de ese modo buscaba andar cerca de donde estaba Antonia, a la que rondaba con curvas de jineta.
El ama Quiteria, por vieja, husmeó en el aire el peligro, solo que no acertó a ver de dónde provenía.
Al día siguiente de la tercera visita del escribano, se presentó la ocasión al mozo. Justamente la mañana en que no estaba Quiteria en casa.;Lo tenía ya planeado para ese día o fue ese día, viéndose solo en casa con Antonia, el que le dio la idea?
Ya había Cebadón ordeñado las cabras y, como se lo había ordenado la víspera la sobrina, fue a llevarle la leche a la cocina, donde la esperaba, pues pensaba hacer unos quesos. No había nadie más en la casa que ellos dos, la sobrina y el mozo, ni se esperaba a nadie. Quiteria había salido antes de amanecer hacia su pueblo, y ésa fue también gran novedad. Sin anunciarlo, la noche antes, se lo comunicó a Antonia: «Mañana, si no mandas otra cosa, me voy a mi pueblo. Por la tarde estaré de vuelta», le informó. Y lo dio por hecho, porque Quiteria, que no pedía tales asuetos al tío, consideró que no tenía por qué pedírselos a la sobrina. Pasaría el día visitando a su madre y a sus hermanos y sobrinos.
Supo Cebadón que acaso no se le presentase mejor coyuntura en toda su vida, cuando la víspera Quiteria le ordenó que madrugase para ponerle la albarda a la burra, porque pensaba irse a su pueblo.
Se encontró Cebadón a Antonia majando en un mortero un cardo para cuajar la leche, distraída, pensando en su secreto, cuando le vino el mozo con el suyo.
– Antonia -le dijo, dejando en el suelo la colodra y pasándose la palma por el jubón, para limpiársela-. Lo que tú decidas, ése será el veredicto que voy a acatar como si me lo mandara el mismo rey.
Pero Antonia no era amiga de tener coloquios con sus gañanes, y le atajó sin contemplaciones.
– Mira, Juan, hoy voy más retrasada que nunca porque Quiteria se ha ido, y no sé a qué veredictos te refieres. Di lo que tengas que decir, rápido, y márchate a tus labores, que desde que murió mi señor tío parece que ésta es la casa de la solfa.
El tono desabrido de la muchacha no desanimó al mozo.
– Es como si se te pegara algo de la condición de esos cardos cuando hablas conmigo, que parece que tienes palabras amables para todo el mundo menos para quien bien te sirve y mucho más te serviría si tú se lo pidieses. Sé muy bien que por cuna y por fortuna tú aspiras a más altos vuelos. Y no descarto que hayas puesto los ojos en quien siendo rico te saque de estos apuros que sufres, aunque te sé decir que no encontrarás en toda la Mancha nadie que defendiera lo tuyo con colmillos más afilados ni que te quiera mejor que yo ni céfiro que más blandamente sople que yo, y si me dejaras trastearte como mi rabel había de sacar yo de ti sones más dulces que la miel.
– Ay, Jesús -exclamó Antonia con enfado-. ¿Y desde cuándo se gastan esos modos de apearle el tratamiento a la señora de la casa, señor faquín? ¡Y que nos ha salido poeta el cabrero! De tanto cantar romances se te han pegado los usos de los galanes, señor mío. Mira que no estoy para andar en adivinanzas Juan Cebaden, de modo que si lo que acabas de decir no es un requiebro en toda regla, yo soy becerra y pido teta. Vamos a dejarlo, Juan, en este punto, y no sigas por ese camino que te despeñarás, porque como tú bien dices, no está bien que dos tan desiguales fortunas se junten, porque tarde o temprano uno de los dos iba a sentirse desgraciado por eso, y lo mismo da que se rompa el cántaro con la piedra que la piedra rompa el cántaro, en cualquier caso, mal para el cántaro, y tú me entiendes. Que otra más destemplada que yo y menos fingida, mandaría ahora mismo darte de azotes por esa desfachatez de hablarme como lo has hecho. Vete, y déjame hacer lo mío, y haz lo tuyo bien y hayamos la fiesta en paz. Ésta va a ser la primera y última vez que tú y yo tratemos de un negocio que tanto me enoja. Así que ya sabes, aire, y cada oveja vaya con su pareja, y de ovejas sabes tú de sobra.
En el tono de aquella respuesta apreció Juan Cebadón ecos espumosos que le hicieron decir para sí: «Tate, muchacha; para respuesta, es demasiado larga, para tajo, muy insistido; a ti no te disgusta el peligro de estos cerros ni las palabras picantes. De lo contrario no te brillarían los ojos. Yo sé mucho de ojos, y los tuyos brillan como tú misma no te puedes imaginar». Así que animado por ello, y haciendo poco caso a su joven ama, que lo acababa de rechazar, insistió el mozo.
– Muchas querrían haber oído lo que sólo a ti podría decirte.
Acogió Antonia aquella salida de su gañán con una carcajada demasiado estentórea para no parecer teatral.
Cebadón pensó: «Ya has caído, ya has mordido el anzuelo. Te ha gustado saberte preferida a las otras mujeres. Ahora sólo es cuestión de tiempo, pero te veré en la orilla, sobre las piedras, dando las boqueadas».
La juventud de Cebadón conocía ya resortes que otros, más, viejos, no llegan a conocer en toda su vida, y advirtió que
Antonia no era tan corta que no se sintiera halagada viéndose cortejada por el mayor galán de la comarca, y bien por vanidad, bien por curiosidad, bien por andar aquellos días tan agobiada y sin sosieeo con las calculadas rondan del escribano. hizo Antonia lo que acaso no debiera haber hecho, que fue entrar en aquella danza de enredarse con las palabras.
Y allí, con la gran mesa de la cocina de por medio entre los dos, empezaron a bailar de unos labios a otros una zarabanda de sobrentendidos, que se encendían en el aire como las pavesas y le abrasaban en vergüenza las mejillas.
Aquel fuego ya no iba a poder apagarlo nadie. El color encendido en el rostro de la doncella, el brillo de sus ojos y su sonrisa, le hicieron sentenciar para su coleto al joven, que de mujeres sabía lo suyo: «Te has delatado, corza mía. Sé quién eres, a mí no me engañas. Te oiré suplicar antes de lo que te imaginas».
Y así, en aquel saleroso toma y daca lleno de dobles sentidos, chocarrerías y galanteos, se llegó a la frase fatídica que pronunció la joven:
– No te sabía yo tan descarado, Juan Cebadón, ni que tuvieses la osadía de abordarme sabiendo que estamos solos tú y yo en la casa.
No fue tan tonto Cebadón para alcanzársele que aquella alusión era un recordatorio que le venía a hacer su ama de que Quiteria estaba ausente y ellos, solos; más una invitación que una advertencia y un «todo el monte es orégano, si tú quisieras». Así que se acercó a ella por detrás.
No se movió Antonia. Se le aceleraron los pulsos de tal modo que trató de ganar tiempo preguntando:
– ¿Qué vas a hacer, Cebadón?
Tan evaporadas le salieron aquellas palabras que no las oyeron ni las randas de su camisa. Hizo como que no sabía lo que iba a suceder, le dio la espalda y se dispuso, como si tal cosa, a verter la leche de la colodra en un gran lebrillo, aparentando seguir con su tarea, cuando era lo cierto que el corazón le golpeaba con tanta fuerza el pecho y le desmembraba los brazos, que temió se le derramara la leche.
Aprovechó Cebadón que su joven ama no podía defenderse, por tener ocupadas las manos, y le puso las suyas, grandes, fuertes y seguras, en la cintura.
Lanzó la joven un grito que ahogó en suspiro. Cuando ya todo hubo sucedido y pensara Antonia en lo ocurrido, iba a parecerle inexplicable lo que a partir de ese momento sucedió en aquella cocina. Porque Antonia jamás se había fijado, al contrario que tantas mujeres, doncellas, viudas y casadas, en su gañán Cebadón. Ni tenía más pensamiento desde hacía años que para Sansón Carrasco. Y en el afán de explicarse lo sucedído, llegó a concebir un vago rencor contra el bachiller, al que hacía y no hacía culpable de lo que allí había sucedido. Se preguntó una y mil veces: «¿Y por qué no sería Sansón? De haber obrado Sansón hace tiempo de esa manera, no habría sucedido lo de Cebadón, porque yo ya sería del bachiller». Pero Antonia se dejó envolver en las palabras magas del gañán. También pensó que como el cordero prendido entre unas zarzas, podría salir con un pequeño impulso; acaso dejando una vedija, pero no la piel. No, no se explicaba por qué había sucedido todo aquello, cómo había permitido que sucediese. Se dijo también: «Aunque hubiese gritado, nadie nos hubiera oído». Pero no había gritado. Y eso lo sabía también Cebadón. También pensó: «Cebadón es un hombre fuerte, y no habría servido de nada resistirse; es una infamia la que ha cometido conmigo». Pero tampoco se había defendido como acaso debiera.
Y sucedió todo tan deprisa, y fue todo tan extraño, que cuando acabó, Antonia creyó que no había ocurrido nada ni supo qué había ocurrido.
Cebadón la envolvió en una mirada de triunfo, y sin despintarla sonrisa de su semblante quiso, después de ajustarse las pedorreras, dejar en el pelo de la muchacha una caricia, que ella esquivó, con una mirada de odio, más hacia sí misma por no haber sabido, querido o podido evitar aquello, que hacia Cebadón, a quien consideraba, además, un vanitonto.
– Como quieras, Antonia, pero piensa si no será mejor que anunciemos nuestra boda cuanto antes, porque la palabra de matrimonio que te daba hace un rato, cuando no tenia nada, te la reitero ahora, que ya tengo lo que en más valor debiera considerar una doncella, y no podría retirarte esa palabra aunque quisiera, y menos que nunca en este momento, que me has rendido la posesión que ninguna mujer debiera tener en tan poco aprecio como tú has mostrado, juzgándolo por el modo ruin de defenderlo.
Volvió a encenderse el rostro de la que ya no era doncella, sólo que esa vez fue la ira la que le impidió decir nada, como hubiese querido.
– Te mataría -acertó a balbucir.
Sin dejar de abotonarse el corpiño pero sin apartar sus ojos de los de su conquistador, Antonia Quíjano, con una mirada fría y temible, admitió al fin lo que allí acababa de suceder.
– Echa cuenta, Cebadón, de que aquí no ha ocurrido nada.
– Antonia -dijo el mozo levantando la herrada que había rodado minutos antes por el suelo-, conviene además que sea como yo digo y no como dices tú. Esta casa es grande, la mala cabeza de tu tío la ha puesto al borde de la ruina; todos lo saben. En el pueblo se dice que entre el judío y el señor De Mal se han repartido ya vuestra hacienda, y sola ¿adonde irás? ¿Quieres recuperarla casa, los pegujales, la viña? Déjalo de mi cuenta. Meteré tal susto a ese viejo avaro, que no le verás aquí en tres años. Yo daré mi vida por ti. Quiteria es una vieja gruñona y tú, mi dulce bien, eres demasiado tierna para que no te engañen unos y te devoren otros. Y después de lo sucedido, nadie mejor que un hombre cabal como yo sabrá defenderte de todos los peligros a los que vas a estar expuesta, mi corderilla, mi tórtola.
– No son ésas cuestiones que haya de tratar ei amo con los criados. Te lo repito, Cebadón, aquí no ha pasado nada -dijo una Antonia cada vez más dueña de la situación-.Y ni tú eres nadie para hablar mal de mi señor tío y de su cabeza, que la tuvo loco mucho mejor de la que tú la tengas cuerdo, ni te voy a consentir que hables mal de Quiteria, que es a quien debes obedecer como a tu principal. Y si vuelves a acercarte a mí, escando sola, juro que te hundiré en las entrañas la misma espada de mi tío y te dejaré esos humos y arrogancias con más cuchilladas que un jubón. Y ay de ti como se te ocurra ir contando a nadie la villanía que hoy has cometido con quien no ha podido defenderse.
– Más bien querrás decir sabido, Antonia.
– Nadie te creería.
Cebadón se arrancó del pecho una risa de galán, como las que había visto a los comediantes que pasaban por el pueblo.
– Di lo que quieras, Antonia, pero tú y yo sabemos lo que ha ocurrido, y con eso a mí me basta. Y te digo más aún: yo podría olvidarlo, pero no creo que tú puedas.
Salió de la cocina el mozo con aires apoteósicos, se sentó Antonia junto a la mesa en la que acababa de ver sacrificado lo que en mayor consideración tenía, tomó distraída uno de los cardos que le habían sobrado, y lo estrujó a propósito en la mano. Quiso también esta vez llorar, pero no le brotaron las lágrimas, aunque sí unas gotas de sangre fueron a caer en el lebrillo de la leche, tiñendo aquella inmaculada blancura como un símbolo.
Hasta entonces había tenido Antonia un solo secreto, el estar enamorada de Sansón Carrasco, pero después de aquel día tu va dos.