El ama, que había ido a la cocina a preparar unos gazpachos, oyó aquel hondísimo suspiro, dejó las sartenes y corrió alarmada a donde estaban todos. Se abrazó a la sobrina y rompió en un penoso llanto.
Antonia quiso llorar, por no desentonar en ese trance, pero no lo logró y hubo de conformarse con la tristeza, aunque envidió aquellas lágrimas del ama. El fleco de un pensamiento sombrío rozó fugaz su frente: ''¿Por qué el ama, que no es nada suyo, puede llorar, y yo, que soy de su misma sangre, no tengo lágrimas? Debería llorar yo y no ella».
Los demás se pusieron de pie y no sabían si acudir a consolar a la sobrina o entrar en el aposento donde yacía don Quijote.
Fue lo que hizo maese Nicolás, barbero, amigo de don Quijote desde hacía más de cuarenta años y partidario de la lanceta. En ausencia del médico, hizo la suerte él, y ganó de un salto la delantera, y entró y salió del mechinal en un punto. La gravedad de su rostro y las solemnes cabezadas con que se acompañó, certificaron el desenlace.
El primero en darle pésame y besamanos a la sobrina fue el escribano señor Alonso de Mal. Se veía a una legua que era escribano por la barba de cola de pato que lucía y la garnacha vieja, color algarroba. Era un viejo con cara de pocos amigos, en los huesos y con la tez moscada. Le llevaba a don Quijote las cuentas y asientos de la hacienda, pagaba las alcabalas y buscaba los abogados si pleiteaban en la Audiencia. Fue él también el que tres días antes había hecho traslado a su enrevesada letra procesal de las últimas voluntades de don Quijote-Junto al señor De Mal se hallaba el bachiller Sansón Carrasco. SÍ el barbero era un amigo viejo de don Quijote, el bachiller lo era reciente, de ayer como quien dice.
Así como Antonia pareció darse prisa en soltarse de los abrazos del señor Alonso de Mal, no mostró ninguna acucia por salir de los del bachiller, que repetía la misma jaculatoria como sí no se le ocurriese otra:
– Consuélese vuesa merced, señora Antonia, que su tío ha pasado a mejor vida.
No se enriende por qué le habló de aquella manera, ya que nunca gastaba con ella ese tratamiento. La llamaba de tú, nunca de vos, pero se conoce que debió de parecerle que aquel trago pasaría mejor circunstanciándolo un poco.
El señor cura don Pedro Pérez se había quedado dormido leyendo su breviario hacia unos minutos, cuando el sollozo de Antonia le despertó. Miró a todos lados con ojos saltones. Y gracias a que estaba leyendo su breviario y a que era puntualísimo y escrupuloso en sus devociones, sabemos que don Quijote murió durante la hora tercia, porque su dedo índice se había quedado metido en esa parte del libro. Y no le preocupó esa noticia; sabía que don Quijote había arreglado sus cuentas con Dios hacía tres días, en confesión. Lo que confesó don Quijote a don Pedro sí que no podrá saberlo nadie nunca, ni Cide Hamete ni Cervantes ni nadie, porque todo lo enterró el secreto del sacramento. ¿Para qué pecados suyos pidió clemencia "y perdón don Quijote? ¿De ira, de orgullo?
;Acaso confesó que en aquellos tres últimos meses de sus aventuras no había entrado en sagrado ni oído misa ni un solo domingo, como manda la Santa Madre Iglesia? ¿Se sintió eximido de arrepentirse cuerdo de los pecados que cometió loco? En cualquier caso no debieron de ser sus pecados ni muchos ni graves, porque la confesión fue somera, duró unos minutos y en ella don Pedro se limitó a humillar la mirada y mover la cabeza, como si le diera a entender a su amigo: «No, si ya me hago cargo. Siga vuesa merced». Así que a don Pedro la noticia de que había muerto don Quijote le dejó tranquilo, con el trabajo hecho.
Maese Nicolás Calderón se quedó un poco apartado, esperando junto al cura turno para formalizar el besamanos con la sobrina. Era barbero, sangrador, albéitar, colmenero y médico si no había uno cerca. Era también corresponsal de cinco academias manchegas. Con esto último ya está dicho todo para saber que era un hombre buenísimo. Quizá porque él mismo era corpulento y estaba forrado de buenas mantecas, se mostraba muy partidario de sangrar a los enfermos. Y no sólo eso: durante unos días él se culparía de la muerte de su amigo por haber tardado tanto en sangrarle y dejar que los malos humores se la pudrieran, contra la opinión del médico, enemigo de las sangrías y con el que no se llevaba nada bien, hay que decir.
Juan Cebadón era el gañán que trabajaba desde hacía dos años como mozo de caballeriza y casa en la de don Quijote, y lo primero que hizo fue ponerse al lado de Quiteria, como quien sabe que muerto el capitán es e¡ alférez quien toma el mando, y así, servicial y calculador como era, preguntó al ama:
– ¿Ordena vuesa merced alguna cosa, ama?
Y el ama, sin saber muy bien lo que le decía ni para qué lo envió a poner los corderos con sus madres y dar de comer al ganado y a sacar agua del pozo, porque de todos modos el agua nunca estaba de más en una casa grande como aquélla, y a los corderos tanto les daba que hubiese muerto el mismo rey para quedarse sin su rancho. Y cuando Cebadón se estaba yendo con la colodra del ordeño, recordó el ama lo más importante, y le ordenó que buscara al médico, que vivía en el otro extremo del pueblo, porque tenía ella desde niña un miedo cerval a las catalepsias, y a enterrar viva a la gente sólo porque pareciese muerta.
Aquella casa funcionaba gracias a Quiteria. De eso no había ninguna duda. El tiempo que don Quijote se pasó fuera llevando vida de caballero andante, se hizo la cosecha de casa, se recogió el grano, se vendimió, se condujo el trigo al molino y se pisó la uva, como sí hubiera estado el amo allí. Como las dos salidas de don Quijote fueron en verano, Quiteria le dijo: «Señor Quijano, ¿y no podría vuesa merced para dejarnos buscarse otras efemérides que estas en las que se cosecha el año?». Insinuaba que podía irse a fijar en otras fechas para sus correrías. Ni qué decir tiene que don Quijote ninguna de las dos veces respondió a esa pregunta, no por arrogancia, sino porque había llegado a un punto en el que ya no escuchaba lo que no quería oír ni oía lo que no podía escuchar, ni aun queriendo, pues tenía puesta la cabeza en más altos negocios.
En cambio Quiteria tenía el oído finísimo, y al contrario que todos, que conversaban en murmullos delante del muerto, ella habló sin bajar la voz, no por falta de respeto al difunto, sino para probar si don Quijote se despertaba, o cerciorarse de que en efecto había muerto.
Quiteria había dejado ordenado que cuando ella muriese le vertieran cera caliente en los párpados y luego aceite hirviendo por una oreja, y que sólo si no rebullía después de eso, la llevaran al cementerio. Tal espanto le causaba el que pudieran enterrarla viva, y lo que no quería para ella mucho menos lo hubiera deseado para don Quijote. Por eso envió a buscar al médico, no para que certificara que estaba muerto, que eso fue una cosa que pudo ver todo el mundo, sino que no iba a despertar cuando estuviera ya a dos metros bajo tierra.
De los presentes, sin embargo, quien más acusó la mala nueva, no por esperada menos penosa, fue Sancho Panza, el obediente escudero de don Quijote.
Se había pasado la noche apartado de todos, sin querer hablar con nadie, sentado en una sillita baja de enea, al pie de la puerta, por si su amo lo llamaba o quería de él alguna cosa.
Tenía la cara desencajada y los ojos enrojecidos de haber llorado, los labios blancos y la garganta seca.
Esa noche Sancho Panza pensó en lo extraño que resultaba todo en esta vida, porque de las noches transcurridas con don Quijote, en venta, en castillo o al raso, aquella había sido la única en la que él, a quien tan bien le cogía el sueño, se la había pasado en blanco, en tanto que su señor, que las había gastado todas, o la mayor parte de ellas, desvelado y mecido por las memorias de su amada Dulcinea, dormía como un bendito para no volver a despertarse.
Después de consolar a la sobrina, el cura, el barbero, el escribano y el bachiller rodearon a Sancho Panza, por entender que era el más afectado de todos, y quien más se resentía de aquella pérdida.
Se había arrinconado, volvía a llorar de una manera desconsolada y se limpiaba los mocos con la manga del sayo, al tiempo que meneaba la cabeza, diciendo: «No somos nada, no somos nada». Y le pareció que la muerte de su antiguo amo obligaba a quitarse la caperuza. Descubrió entonces una medio calva blanca como la leche, que contrastaba con lo atezado del rostro. Sin su capuz, Sancho parecía incluso otra persona, y costaba reconocerle.
Tras aquellos ceremoniosos y dolidos abrazos, pasaron todos al aposento donde reposaba muerto don Quijote.