Primera Parte

1

Está entrada la noche, el día se acerca.

Despojémonos pues de las obras de las tinieblas,

Y revistamos las armas de la luz.


Romanos, XIII,12


Me invitaron el viernes por la noche a una reunión en casa de un compañero de trabajo. Eramos por lo menos treinta, todos ejecutivos de nivel medio entre los veinticinco y los cuarenta años. En un momento dado, una imbécil empezó a quitarse la ropa. Se quitó la camiseta, luego el sujetador, luego la falta, poniendo todo el rato unas caras increíbles. Siguió girando en bragas durante unos segundos y luego empezó a vestirse otra vez, ya que no se ole ocurría otra cosa. Por otro lado, es una chica que no se acuesta con nadie. Lo cual subraya lo absurdo de su comp0ortamiento.

Después de mi cuarto vaso de vodka, empecé a sentirme bastante mal, y tuve que tumbarme sobre un montón de cojines detrás del sofá. Poco después, dos chicas se sentaron en ese mismo sofá. Dos chicas nada guapas, de hecho los dos adefesios de la sección. Se van juntas a comer y leen libros sobre el desarrollo del lenguaje en el niño, todo ese tipo de cosas.

Enseguida empezaron a comentar las novedades del día, que una chica de la sección había llegado al trabajo con una minifalda terriblemente mini, a ras de culo.

¿ Y que opinaban ellas? Les parecía muy bien. Sus siluetas se destacaban como sombras chinescas, extrañamente agradadas, en la pared que había encima de mí. Me parecía que sus voces venían de muy arriba, un poco como el Espíritu Santo. Pero es que yo no me encontraba nada bien, esta claro.

Siguieron ensartando tópicos durante quince minutos. Que tenia derecho a vestirse como quisiera, y que eso no tenia nada que ver con querer seducir a los tíos, y que era solo para sentirse bien consigo misma, para gustarse, etc. Los últimos residuos, lamentables, de la caída del feminismo. En un momento dado llegue a pronunciar estas palabras en voz alta. “Los últimos residuos, lamentables, de la caída del feminismo”. Pero no me oyeron.

Yo también me había fijado en esa chica. Era difícil, no verla. Hasta el jefe de sección tenía una erección.


Me dormí antes de que acabara la discusión, pero tuve un sueño penoso. Los dos cocos se habían cogido del brazo en el pasillo que cruza la sección, y levantaban la pierna en alto cantando a grito pelado:


¡Si me paseo con el culo en pompa

No es para seducirlos!

¡Si enseño las piernas peludas

es para darme ese gusto!


La chica de la minifalda estaba en el vano de una puerta, pera esta vez llevaba un largo vestido negro, misterioso y sobrio. Tenía posado en el hombro un loro gigantesco, que representaba al jefe de sección. De vez en cuando le acariciaba las plumas del vientre, con mano negligente pero experta.

Al despertar, me di cuenta de que había vomitado en la moqueta. La reunión tocaba a su fin. Disimule los vómitos bajo un montón de cojines y me levante para intentar volver a casa. Entonces me di cuenta de que había perdido las llaves del coche.

2

RODEADO DE MARCELS


Al día siguiente era domingo. Volví al barrio pero no encontré el coche. De hecho, ya no me acordaba de donde lo había aparcado; todas las calles me parecían igual de posibles. La calle Marcel-Sembat, Marcel-Dassault…, mucho Marcel. Inmuebles rectangulares donde vivía gente. Violenta impresión de reconocimiento. Pero ¿donde estaba mi coche?

Deambulando entre tanto Marcel, me invadió progresivamente cierto hastío con relación a los coches y a las cosas de este mundo. Desde que lo compre, el Peugeot 104 solo me había dado quebraderos de cabeza: reparaciones múltiples y poco comprensibles, choques leves…, claro que los otros conductores fingen estar relajados, sacan el formulario con amabilidad, dicen: “OK, de acuerdo”; pero en el fondo se lanzan miradas de odio; es muy desagradable.

Y además, pensándolo bien, yo iba al trabajo en metro; ya casi no salía los fines de semana, por falta de destino verosímil; en vacaciones optaba la mayoría de las veces por la formula de viaje organizado, y en alguna ocasión por la de club de vacaciones. “¿Para que quiero este coche? “, me repetía con impaciencia al enfilar la calle Emile-Landrin.

Sin embargo, fue al desembocar en la avenida Ferdinand-Buisson cuando se me ocurrió la idea de denunciar un robo. En estos tiempos roban muchos coches, sobre todo en el extrarradio; seria fácil que la compañía de seguros y mis compañeros de trabajo entendieran y aceptaran la historia. Porque, ¿cómo iba a confesar que había perdido el coche? Enseguida me tomarían por gracioso, hasta por anormal o por gilipollas; era muy imprudente. No se admiten bromas sobre este tipo de temas; así se crea una reputación, se hacen y deshacen las amistades. Conozco la vida, estoy acostumbrado. Confesar que uno ha perdido el coche es casi excluirse del cuerpo social; decididamente, aleguemos un robo.


Mas tarde, la soledad me llego a resultar dolorosamente tangible. La mesa de la cocina estaba sembrada de hojas, ligeramente manchadas de restos de atún a la catalana Saupiquet. Eran notas relativas a una fábula de animales; la fábula de animales es un genero literario como cualquier otro, quizás superior a muchos; sea como sea, yo escribo fábulas de animales. Esta se llamaba Diálogos de una vaca y una potranca; podría calificarse de meditación ética; me la había inspirado una breve estancia profesional en la región de León. Lo que sigue es un extracto significativo:


“Consideremos en primer lugar a la vaca bretona: durante todo el año solo piensa en pacer, su morro reluciente sube y baja con una impresionante regularidad, y ningún estremecimiento de angustia turba la patética mirada de sus ojos castaño claro. Todo esto parece de muy buena ley, todo esto parece incluso indicar una profunda unidad existencia, una identidad envidiable por mas de un motivo entre su ser-en-el-mundo y su ser-en-si. Pero ay, en este caso el filosofo se pillara los dedos y sus conclusiones, aunque basadas en una intuición justa y profunda, no serán validas si antes no ha tomado la precaución de documentarse con un naturalista. En efecto, doble es la naturaleza de la vaca bretona.

En ciertos periodos del año (especificados precisamente por el inexorable funcionamiento de la programación genética), dentro de su ser se produce una asombrosa revolución. Sus mugidos se acentúan, se prolongan, la misma textura armónica se modifica hasta recordar a veces de un modo pasmoso algunos quejidos que se les escapan a los hijos del hombre. Sus movimientos se vuelven más rápidos, más nerviosos, a veces la vaca emprende un trote corto. Hasta el morro, que no obstante parecía, en su lustrosa regularidad, concebido para reflejar la permanencia absoluta de una sabiduría mineral, se contrae y se retuerce bajo el doloroso efecto de un deseo ciertamente poderoso.

“La clave del enigma es muy simple, y es esta: lo que desea la vaca bretona (manifestando así, hay que hacerle justicia en este aspecto, el único deseo de su vida) es, como dicen los ganaderos en su cínica jerga, “que la llenen”. Así que la llenan, más o menos directamente; en efecto, la jeringa de la inseminación artificial puede, aunque al precio de ciertas complicaciones emocionales, sustituir en estas lídes el pene del toro. En ambos casos la vaca se calma y regresa a su estado original de atenta meditación, con la excepción de que unos meses mas tarde dará a luz un ternerito encantador. Cosa que para el ganadero es puro beneficio, dicho sea de paso.”


Naturalmente el ganadero simbolizaba a Dios. Movido por una simpatía irracional hacia la potranca le prometía en el capitulo siguiente el eterno disfrute de numerosos sementales, mientras que la vaca, culpable del pecado de orgullo, seria condenada poco a poco a los tristes placeres de la fecundación artificial. Los patéticos mugidos del bóvido no eran capaces de ablandar la sentencia del Gran Arquitecto. Una delegación de ovejas, formada por solidaridad, corría la misma suerte. El Dios escenificado en esta breve fábula no era, como se ve, un Dios misericordioso.

3

La dificultad es que no basta exactamente con vivir según una norma. De hecho consigues (a veces por los pelos, por los mismos pelos, pero en conjunto lo consigues) vivir según la norma. Tus impuestos están al día. Las facturas pagadas en su fecha. Nunca te mueves sin el carnet de identidad (¡y el bolsillito especial para la tarjeta VISA!…).

Sin embargo, no tienes amigos.


La norma es compleja, multiforme. Aparte de las horas de trabajo hay que hacer las compras, sacar dinero de los cajeros automáticos (donde tienes que esperar muy a menudo). Además, están los diferentes papeles que hay que hacer llegar a los organismos que rigen los diferentes aspectos de tu vida. Y encima puedes ponerte enfermo, lo cual conlleva gastos y nuevas formalidades.

No obstante, queda tiempo libre. ¿Qué hacer? ¿Cómo emplearlo? ¿Dedicarse a servir al prójimo?

Pero, en el fondo, el prójimo apenas te interesa. ¿Escuchar discos? Era una solución, pero con el paso de los años tienes que aceptar que la música te emociona cada vez menos.

El bricolaje, en su más amplio sentido, puede ser una solución. Pero en realidad no hay nada que impida el regreso, cada vez más frecuente, de esos momentos en que tú absoluta soledad, la sensación de vacuidad universal, el presentimiento de que tu vida se acerca a un desastre doloroso y definitivo, se conjugan para hundirte en un estado de verdadero sufrimiento.

Y, sin embargo, todavía no tienes ganas de morir.


Has tenido una vida. Ha habido momentos en que tenias una vida. Cierto, ya no te acuerdas muy bien; pero hay fotografías que lo atestiguan. Probablemente era en la época de tu adolescencia, o poco después. ¡Que ganas de vivir tenias entonces! La existencia te parecía llena de posibilidades inéditas. Podías convertirte en cantante de variedades; o irte a Venezuela.

Más sorprendente aun es que has tenido una infancia. Mira a un niño de siete años que juega con sus soldaditos en la alfombra del salón. Te pido que lo mires con atención. Desde el divorcio, ya no tiene padre. Ve bastante poco a su madre, que ocupa un puesto importante en una firma de cosméticos. Sin embargo juega los soldaditos, y parece que se toma esas representaciones del mundo y de la guerra con vivo interés. Ya le falta un poco de afecto, no hay duda; ¡pero cuanto parece interesarle el mundo!

A ti también te intereso el mundo. Fue hace mucho tiempo; te pido que lo recuerdes. El campo de la norma ya no te bastaba; no podías seguir viviendo en el campo de la norma; por eso tuviste que entrar en el campo de batalla. Te pido que te remontes a ese preciso momento. Fue hace mucho tiempo, ¿no? Acuérdate: el agua estaba fría.

Ahora estas lejos de la orilla: ¡ah, si, que lejos estas de la orilla! Durante mucho tiempo has creído en la existencia de otra orilla; ya no. Sin embargo sigues nadando, y con cada movimiento estas mas cerca de ahogarte. Te asfixias, te arden los pulmones. El agua te parece cada vez más fría, y sobre todo cada vez mas amarga. Ya no eres tan joven. Ahora vas a morir. No pasa nada. Estoy ahí. No voy a abandonarte. Sigue leyendo.

Vuelve a acordarte, una vez más, de tu entrada en el campo de batalla.


Las páginas que siguen constituyen una novela; es decir, una sucesión de anécdotas de las que yo soy el héroe. Esta elección autobiográfica no lo es en realidad: sea como sea, no tengo otra salida. Si no escribo lo que he visto sufriría igual; y quizás un poco más. Un poco solamente, insisto en esto. La escritura no alivia apenas. Describe, delimita. Introduce una sombra de coherencia, una idea de realismo. Uno sigue chapoteando en una niebla sangrienta, pero hay algunos puntos de referencia. El caos se queda a unos pocos metros. Pobre éxito, en realidad.

¡Que contraste con el poder absoluto, milagroso, de la lectura! Una vida entera leyendo habría colmado todos mis deseos; lo sabía ya a los siete años. La textura del mundo es dolorosa, inadecuada; no me parece modificable. De verdad, creo que toda una vida leyendo me habría sentado mejor.

No me ha sido concedida una vida semejante.


Acabo de cumplir treinta años. Tras un comienzo caótico, me las arregle bastante bien con mis estudios; actualmente soy ejecutivo. Analista programador en una empresa de servicios informáticos, mi salario neto supera 2,5 veces el salario medio interprofesional; eso ya implica un bonito poder adquisitivo. Puedo esperar un progreso significativo en el seno mismo de mi empresa; a menos que decida, como otros muchos, irme con un cliente. En resumen, puedo considerarme satisfecho con mi estatus social. En el plano sexual, por el contrario, el éxito no es tan deslumbrante. He tenido varias mujeres, pero durante periodos limitados. Desprovisto tanto de belleza como de encanto personal, sujeto a frecuentes ataques depresivos, no respondo en modo alguno a lo que las mujeres buscan de forma prioritaria. Por eso siempre he sentido, con las mujeres que me abrían sus órganos, una especie de leve reticencia; en el fondo yo apenas representaba para ellas otra cosa que un remedio para salir del paso. Lo cual no es, como reconocerá cualquiera, el punto de partida ideal para una relación duradera.

De hecho, desde que me separe de Veronique hace dos años, no he conocido a ninguna mujer; las débiles e inconsistentes tentativas que he hecho en ese sentido solo han conducido a un fracaso previsible. Dos años, parece mucho tiempo. Pero en realidad, sobre todo cuando uno trabaja, pasan muy deprisa. Todo el mundo te lo confirmara: pasan muy deprisa.

A lo mejor resulta, simpático amigo lector, que eres una mujer. No te preocupes, son cosas que pasan. Además, eso no modifica en absoluto lo que tengo que decirte. Voy a ir a por todas.


Mi propósito no es hechizarte con sutiles observaciones psicológicas. No ambiciono arrancarte aplausos con mi sutileza y mi sentido del humor. Hay autores que ponen su talento al servicio de la delicada descripción de distintos estados de ánimo, rasgos de carácter, etc. Que no me cuenten entre ellos. Toda esa acumulación de detalles realistas, que supuestamente esboza personajes netamente diferenciados, siempre me ha parecido, perdón por decirlo, una pura chorrada. Daniel, que es amigo de Herve pero que siente algunas reticencias respecto a Gerard. El fantasma de Paul, que se encarna en Virginia, el viaje a Venecia de mi prima…, así nos podríamos pasar horas. Lo mismo podríamos observar a los cangrejos que se pisotean dentro de un tarro (para eso basta con ir a una marisquería). Por otra parte, frecuento poco a los seres humanos.

Al contrario, para alcanzar el objetivo que me propongo, mucho más filosófico, tengo que podar. Simplificar. Destruir, uno por uno, multitud de detalles. Además, me ayudara el simple juego del movimiento histórico. El mundo se uniformiza ante nuestros ojos; los medios de comunicación progresan; el interior de los apartamentos se enriquece con nuevos equipamientos. Las relaciones humanas se vuelven progresivamente imposibles, lo cual reduce otro tanto la cantidad de anécdotas de las que se compone una vida. Y poco a poco aparece el rostro de la muerte, en todo su esplendor. Se anuncia el tercer milenio.

4

BERNARD, OH BERNARD

El lunes siguiente, cuando volví al trabajo, me entere de que mi empresa acababa de venderle un programa al Ministerio de Agricultura, y que me habían elegido para encargarme de la formación. Esto me lo anuncio Henry La Brette (le importa mucho la y, igual que la separación en dos palabras). Con treinta años, como yo, Henry La Brette es mi superior jerárquico directo; en general, nuestras relaciones están impregnadas de una sorda hostilidad. Me indico de entrada, como si contrariarme fuese una satisfacción personal para el, que este contrato implicaría muchos desplazamientos: A Ruan, a La Roche-sur-Yon y no se donde mas. Los desplazamientos siempre han sido para mí una pesadilla; Henry La Brette lo sabe. Podía haber contestado: “Entonces dimito”; pero no lo hice.

Mucho antes de que la palabra se pusiera de moda, mi empresa desarrollo una autentica cultura de empresa (creación de un logo, distribución de camisetas a los empleados, seminarios de motivación en Turquía). Es una empresa de alto rendimiento, con una reputación envidiable en el sector; desde todos los puntos de vista, una buena casa. No puedo dimitir por una cabezonada, es fácil de entender.

Son las diez de la mañana. Estoy sentado en un despacho blanco y tranquilo, delante de un tipo algo más joven que yo, que acaba de incorporarse a la empresa. Creo que se llama Bernard. Su mediocridad pone a prueba los nervios. No para de hablar de dinero y de inversiones; las carteras de valores, las obligaciones francesas, los planes de ahorro-vivienda…, no se le escapa nada. Cuenta con una tasa de aumento salarial ligeramente superior a la inflación. Me cansa un poco; no consigo contestarle en serio. Se le mueve el bigote.

Cuando sale del despacho, vuelve el silencio. Trabajamos en un barrio completamente devastado, que recuerda vagamente la superficie lunar. Esta por el distrito trece. Si uno llega en autobús, podría creer que la Tercera Guerra Mundial acaba de terminar. Pero no, es solo un plan de urbanismo.

Nuestras ventanas dan a un terreno indistinto que llega prácticamente hasta el horizonte, cenagoso, erizado de empalizadas. Algunos esqueletos de edificios. Grúas inmóviles. La atmósfera es tranquila y fría.


Vuelve Bernard. Para alegrar el ambiente, le cuento que en mi edificio huele mal. Me he dado cuenta de que, en general, a la gente le gustan esas historias de malos olores; y es verdad que esta mañana, al bajar la escalera, he notado un olor pestilente. ¿Qué hace la mujer de la limpieza, normalmente tan activa?

El dice: “Será una rata muerta en algún sitio.” La perspectiva, no se sabe por que, parece divertirle. Se le mueve ligeramente el bigote.

Pobre Bernard, en cierto sentido. ¿Qué puede hacer con su vida? ¿Comprar discos láser en la FNAC? Un tipo como el debería tener hijos; si tuviera hijos, uno podría esperar que acabara saliendo algo de ese hormigueo de pequeños Bernards. Pero no, ni siquiera esta casado. Fruto seco.

En el fondo no es como para compadecer tanto a este buen Bernard, a este querido Bernard. Incluso creo que es feliz; en la medida que le corresponde, claro; en su medida de Bernard.

5

TOMA DE CONTACTO


Mas tarde, me cite en el Ministerio de Agricultura con una mujer llamada Catherine Lechardoy. El programa se llamaba “Sicomoro”. El verdadero Sicomoro es un árbol apreciado en ebanistería, que además da una savia azucarada, y que crece en algunas regiones de la zona fría moderada; esta especialmente extendido en Canadá. El programa Sicomoro esta escrito en Pascal, con algunas rutinas en C++. Pascal es un escritor francés del siglo XVII, autor de los famosos Pensamientos. Es también un lenguaje de programación con una potente estructura, especialmente adaptada a los tratamientos estadísticos, que yo había aprendido a manejar en el pasado. El programa Sicomoro tenia que servir para pagar las ayudas del gobierno a los agricultores, ámbito a cargo de Catherine Lechardoy; a nivel informático, se entiende. Hasta ahora Catherine Lechardoy y yo no nos habíamos encontrado. En resumen, se trataba de una “primera toma de contacto”.

En nuestro oficio de ingeniería informática, el aspecto mas fascinante es, sin duda, el contacto con los clientes; por lo menos eso es lo que les gusta subrayar a los responsables de la empresa, con un vasito de licor de higo en la mano (escuche varias veces sus conversaciones de piscina durante el ultima seminario en la villa club de Kusadasi).

Por mi parte, siempre me enfrento con cierta aprensión al primer contacto con un nuevo cliente; hay que acostumbrarse a frecuentar diferentes seres humanos, organizados en una estructura dada; penosa perspectiva. Claro, la experiencia me ha enseñado rápidamente que estoy destinado a conocer personas, si no exactamente idénticas, al menos muy parecidas en su modo de vestir, opiniones, gustos y manera general de abordar la vida. Teóricamente, por lo tanto, no hay nada que temer, sobre todo porque el carácter profesional del encuentro garantiza, en principio, su inocuidad. A pesar de eso, también he tenido ocasión de darme cuenta de que los seres humanos se empeñan a menudo en distinguirse mediante sutiles y desagradables variaciones, defectos, rasgos de carácter y todo eso; sin duda con el objetivo de obligar a sus interlocutores a tratarlos como individuos de pleno derecho. Así que a uno le gusta el tenis, al otro le encanta la equitación, resulta que un tercero practica el golf. Algunos altos ejecutivos se vuelven locos por los filetes de arenque; otros los odian. Tantas posibles trayectorias como destinos. Si bien el marco general de un “primer contacto con el cliente” esta perfectamente delimitado, sigue habiendo siempre, ay, un margen de incertidumbre.


Cuando me presente en el despacho 6017, Catherine Lechardoy no estaba. Me informaron de que la había retrasado “una puesta a punto en la sede central”. Me invitaron a sentarme para esperarla, cosa que hice. La conversación giraba en torno a un atentado que había ocurrido la víspera en los Champes-Elysees. Habían puesto una bomba debajo de una silla en un café. Dos personas habían muerto. Una tercera tenia las piernas seccionadas y medio rostro destrozado; se quedaría mutilada y ciega. Me entere de que no era el primer atentado; unos días antes había explotado una bomba en una oficina de correos cerca del ayuntamiento, despedazando a una mujer de unos cincuenta años. Me entere también de que esas bombas las habían puesto terroristas árabes que reclamaban la liberación de otros terroristas árabes, detenidos en Francia por diversos asesinatos.


A eso de las cinco tuve que ir a la comisaría, para denunciar el robo de mi coche. Catherine Lechardoy no había vuelto, y yo casi no había tomado parte en la conversación. La toma de contacto tendrá lugar otro día, supongo.

El inspector que escribió la denuncia era mas o menos de mi edad. Era, obviamente, de Provenza, y llevaba una alianza. Me pregunte si su mujer, sus posibles hijos y el mismo eran felices en París. ¿La mujer empleado en Correos, los hijos en la guardería? Imposible saberlo.

Como era de esperar el estaba un poco amargado y desengañado: “Los robos… hay uno detrás de otro todo el día… ninguna posibilidad… de todos modos los abandonan enseguida…” Yo asentía con simpatía a medida que el pronunciaba estas palabras sencillas y verdaderas, sacadas de su experiencia cotidiana; pero no podía hacer nada para aliviar su carga.

Al final, sin embargo, me pareció que su amargura se teñía de una tonalidad ligeramente positiva: “¡Bueno, hasta la vista! ¡Puede que encontremos su coche! ¡A veces pasa!…” Creo que quería decir algo mas; pero no había nada mas que decir.

6

LA SEGUNDA OPORTUNIDAD


Al día siguiente, por la mañana, me entero de que he cometido un error. Tendría que haber insistido en ver a Catherine Lechardoy; marcharme sin dar explicaciones fue mal visto en el Ministerio de Agricultura.

También me entero -y es una sorpresa- de que mi trabajo en el contrato anterior no ha sido enteramente satisfactorio. Me lo habían ocultado hasta ahora, pero yo no había gustado. Ese contrato con el Ministerio de Agricultura es, en cierto modo, una segunda oportunidad que me ofrecen. Mi jefe de sección adopta un aire tenso, muy de folletín norteamericano, para decirme: “Ya sabe que estamos al servicio del cliente. En nuestra profesión es raro que nos den una segunda oportunidad…”

Lamento disgustar a este hombre. Es muy bien parecido. Un rostro sensual y viril a la vez, pelo gris cortado a cepillo. Camisa blanca de un tejido impecable, muy fino, que deja transparentar unos poderosos y bronceados pectorales. Corbata club. Movimientos naturales y firmes, indicadores de una perfecta condición física.

La única excusa que se me ocurre -y me parece muy poco convincente- es que acaban de robarme el coche. Me valgo de un principio de alteración psicológica contra el que me comprometo de inmediato a luchar. Entonces, algo cambia en mi jefe de sección; evidentemente, el robo de mi coche le indigna. No lo sabia; no podía adivinarlo; ahora lo entiende mejor. Y cuando me despide, de pie junto a la puerta de su despacho, con los pies bien plantados en la gruesa moqueta gris perla, me desea con emoción que “aguante”.

7

CATHERINE, PEQUEÑA CATHERINE


Good times are coming

I hear it everywhere I go

Good times are coming

But they’re sure coming slow


NEIL YOUNG


La recepcionista del Ministerio de Agricultura sigue llevando una minifalda de cuero; pero esta vez no la necesito para dar con el despacho 6017.

Desde el principio, Catherine Lechardoy confirma todas mis aprensiones. Tiene veinticinco años, un master en informática, los dientes delanteros estropeados; una agresividad sorprendente: “¡Esperemos que su programa funciones! Si es como el último que les compramos… una verdadera porquería. Pero, evidentemente, no soy yo quien decide lo que se compra. Yo soy chica para todo, estoy aquí para arreglar las tonterías de los demás…”, etc.

Le explico que tampoco soy yo quien decide que se vende. Ni lo que se fabrica. De hecho, no decido nada de nada. Ninguno de los dos decidimos lo mas mínimo. Solo he venido para ayudarla, darle ejemplares del manual de utilización, intentar poner a punto con ella un programa de formación… Pero nada de esto la calma. Ahora habla de metodología. Según ella, todo el mundo debería obedecer a una metodología rigurosa basada en la programación estructurada; y en lugar de eso viva la anarquía, los programas se escriben de cualquier manera, cada cual hace lo que le da la gana en su rincón sin preocuparse de los demás, no hay acuerdo, no hay proyecto general, no hay armonía, París es una ciudad atroz, la gente no se reúne, ni siquiera se interesan por el trabajo, todo es superficial, todo el mundo se va a casa a las seis haya terminado o no lo que tenia que hacer, a todo el mundo le importo todo tres leches.

Me propone que vayamos a tomar un café. Evidentemente, acepto. Es de maquina. No tengo monedas, ella me da dos francos. El café esta asqueroso, pero eso no le corta el aliento. En París, uno puede reventar en plena calle, a todo el mundo le da igual. En su tierra, en el Verán, no pasa eso. Todos los fines de semana vuelve a su casa, en el Verán. Y por la noche sigue unos cursos en la Escuela de Formación Continua, para mejorar su situación. En tres años podría conseguir el titulo de ingeniero.

Ingeniero. Yo soy ingeniero. Tengo que decir algo. Con voz ligeramente ronca, pregunto:

– ¿Cursos de que?

– Cursos de control de gestión, de análisis factorial, de algoritmos, de contabilidad financiera.

– Debe de ser mucho trabajo -observo con un tono un poco vago.

Si, es mucho trabajo, pero a ella no le da miedo el trabajo. Se queda a menudo hasta medianoche en su estudio, para hacer los deberes. De todas formas, en la vida hay que luchar para conseguir algo, siempre lo ha creído.

Subimos la escalera hacia su despacho. “Bueno, lucha, pequeña Catherine…”, me digo con melancolía. La verdad es que no es nada bonita. Además de los dientes estropeados tiene el pelo sin brillo y unos ojos menudos que chispean de rabia. Ni pecho ni nalgas perceptibles. La verdad es que Dios no ha sido amable con ella.

Creo que nos vamos a entender muy bien. Ella parece decidida a organizarlo todo, a dirigirlo todo, y yo solo voy a tener que desplazarme y dar las clases. Eso me viene al pelo; no tengo ningunas ganas de contradecirla. No creo que vaya a enamorarse de mí; tengo la impresión de que ni le pasa por la cabeza intentar algo con un tío.


A eso de las once, un nuevo personaje irrumpe en el despacho. Se llama Patrick Leroy y, aparentemente, comparte el despacho con Catherine. Camisa hawaiana, vaqueros pegados al culo y un manojo de llaves colgando de la cintura que hace ruido cuando anda. Esta un poco molida, nos dice. Ha pasado la noche en un club de jazz con un colega, han conseguido “levantarse a dos tías”. En fin, que está contento.

Se pasa el resto de la mañana hablando por teléfono. Habla muy alto.

Durante la tercera llamada telefónica, aborda un asunto en si bastante triste: una amiga suya y de la chica a la que llama se ha matado en un accidente de trafico. Circunstancia agravante, el coche lo conducía un tercer colega, a quien el llama “el Fred” Y el Fred ha salido ileso.

Todo esto, en teoría, es mas bien deprimente pero el consigue evitar este aspecto del asunto gracias a una especie de vulgaridad cínica, los pies sobre la mesa y el lenguaje enrollado: “Era supersimpática, Natalie… un verdadero cañón, además. Todo es una mierda, oye… ¿Tu has ido al entierro? A mi me dan un poco de miedo los entierros. Y para lo que sirven… Mira, me decía, a lo mejor para los viejos, si acaso. ¿Ha ido el Fred? Pero que morro tiene el muy cabrón.”

Siento un alivio enorme cuando llega la hora de la comida.


Por la tarde tenia que ver al jefe de sección de Estudios Informáticos. La verdad es que no se por que. Yo, en todo caso, no tenía nada que decirle.

Esperé durante una hora y media en un despacho vació, un poco oscuro. La verdad es que no tenía ganas de encender la luz, en parte por miedo a delatar mi presencia.

Antes de instalarme en ese despacho, me habían entregado un voluminoso informe titulado “Esquema directriz del plan informático del Ministerio de Agricultura”. Tampoco veo por que. Este documento no me concernía en lo mas mínimo. El tema era, si doy crédito a la introducción, un “ensayo de predefinición de diferentes argumentos arquetípicos, concebidos en una gestión meta-objetivos”. Los objetivos en si mismos, “susceptibles de un análisis mas ajustado en términos de adecuabilidad” eran, por ejemplo, la orientación de la política de ayudas a los agricultores, el desarrollo de un sector para-agrícola mas competitivo a nivel europeo, el enderezamiento de la balanza comercial en el ámbito de los productos frescos… Hojee rápidamente el informe, subrayando con lápiz las frases mas divertidas. Por ejemplo: “El nivel estratégico consiste en la construcción de un sistema de información global formado por la integración de subsistemas heterogéneos repartidos.” O bien: “Parece urgente validar un modelo racional canónica en una dinámica organizativa con posibilidad de desembocar a medio plazo en una database orientada al objeto.” Finalmente, una secretaria vino a avisarme de que la reunión se estaba prolongando, y que desafortunadamente a su jefe le iba a resultar imposible recibirme ese día.

Así que volví a mi casa. ¡Y a mi que, mientras me paguen!


En la estación de Sevres-Babylone ví una extraña pintada: “Dios quiso desigualdades, no injusticias”, decía la inscripción. Me pregunte quien seria esa persona tan bien informada de los designios de Dios.

8

Por lo general no veo a nadie los fines de semana. Me quedo en casa, ordeno poco; me deprimo amablemente.

Sin embargo este sábado, entre las ocho y las once de la noche, tiene lugar un momento social. Voy a cenar con un amigo sacerdote a un restaurante mexicano. El restaurante es bueno; por ese lado no hay ningún problema. Pero mi amigo ¿sigue siendo mi amigo?

Estudiamos juntos; teníamos veinte años. Gente muy joven. Ahora tenemos treinta. Cuando consiguió el titulo de ingeniero, él se metió en el seminario; se desvió del camino. Ahora es cura en Vitry. No es una parroquia fácil.


Me como una torta de frijoles, y Jean-Pierre Buvet me habla de sexualidad. Según él, el interés que nuestra sociedad finge experimentar por el erotismo (a través de la publicidad, las revistas, los medios de comunicación en general) es totalmente ficticio. A la mayoría de la gente, en realidad, le aburre enseguida el tema; pero fingen lo contrario a causa de una estrafalaria hipocresía al revés.

Llega al centro de su tesis. Nuestra civilización, dice, padece un agotamiento vital. En el siglo de Luis XIV, cuando el apetito por la vida era grande, la cultura oficial enfatizaba la negación de los placeres y de la carne; recordaba con insistencia que la vida mundana solo ofrece satisfacciones imperfectas, que la única fuente verdadera de felicidad esta en Dios. Un discurso así, firma, no se podría tolerar ahora. Necesitamos la aventura y el erotismo, porque necesitamos oírnos repetir que la vida es maravillosa y excitante, y esta claro que sobre esto tenemos ciertas dudas.

Tengo la impresión de que me considera un símbolo pertinente de ese agotamiento vital. Nada de sexualidad, nada de ambición; en realidad, nada de distracciones tampoco. No se que contestarte; tengo la impresión de que todo el mundo es un poco así. Me considero un tipo normal. Bueno, puede que no exactamente, pero, ¿quién lo es exactamente? Digamos que soy normal al 80%.

Por decir algo, observo que en nuestros días todo el mundo tiene forzosamente la impresión, en un momento u otro de su vida, de ser un fracasado. Ahí estamos de acuerdo.


La conversación se estanca. Picoteo los fideos caramelizados. Me aconseja que encuentre a Dios, o que inicie un psicoanálisis; me sobresalta la comparación. Se interesa por mi caso, lo desarrolla; parece pensar que voy por mal camino. Estoy solo, demasiado solo; según él, no es natural.

Tomamos una copa; él enseña sus cartas. En su opinión, Jesús es la solución; la fuente de vida. De una vida rica y plena. “¡Tienes que aceptar tu naturaleza divina…!”, repite él, en voz mas baja. Le prometo que haré un esfuerzo. Añado algunas frases, intento restablecer algún tipo de acuerdo.

Después del café, y cada cual a su casa. Finalmente, la velada ha estado bien.

9

Ahora hay seis personas reunidas en torno a una mesa oval bastante bonita, probablemente de imitación caoba. Las cortinas, verde oscuro, están corridas; se diría que estamos en un saloncito. De repente, presiento que la reunión va a durar toda la mañana.

El primer representante del Ministerio de Agricultura tiene los ojos azules. Es joven, lleva gafas pequeñas y redondas, aun debía de ser estudiante hace muy poco. A pesar de su juventud, produce una notable impresión de seriedad. Toma notas durante toda la mañana, a veces en los momentos mas inesperados. Es, obviamente, un director, o al menos un futuro director.

El segundo representante del Ministerio de Agricultura es un hombre de mediana edad, con sotabarba, como los severos preceptores de El Club de los Cinco. Parece tener un gran ascendente sobre Catherine Lechardoy, que está sentada a su lado. Es un teórico. Todas sus intervenciones son otras tantas llamadas al orden sobre la importancia de la metodología y, más en general, de una reflexión previa a la acción. En ese caso no veo la necesidad; ya han comprado el programa, no tiene que pensárselo, pero me abstengo de decirle algo. He notado de inmediato que no le gusto. ¿Cómo ganármelo? Decido apoyar sus intervenciones repetidas veces durante la sesión con una cara de admiración un poco idiota, como si acabara de revelarme de súbito asombrosas perspectivas llenas de alcance y sensatez. Lo mas normal seria que concluyese que soy un chico lleno de buena voluntad, dispuesto a marchar a sus ordenes en la justa dirección.

El tercer representante del Ministerio es Catherine Lechardoy. La pobre tiene un aire un poco triste esta mañana; toda la combatividad de la ultima vez parece haberla abandonado. Su carita fea está enfurruñada, se limpia las gafas a cada rato. Llego a preguntarme si no habrá llorado; la imagino muy bien estallando en sollozos mientras se viste por la mañana, sola.

El cuarto representante del Ministerio es una especie de caricatura del socialista agrícola: lleva botas y parka, como si volviera de una expedición sobre el terreno; tiene una poblada barba y fuma en pipa; no me gustaría ser su hijo. Ha puesto delante de él, bien visible sobre la mesa, un libro titulado La quesería ante las nuevas técnicas. No logro entender que hace aquí, es obvio que no sabe nada del tema que se está tratando; quizás es un representante de las bases. Sea como fuere, parece haberse fijado como objetivo cargar la atmósfera y provocar un conflicto mediante observaciones repetitivas sobre “la inutilidad de estas reuniones que nunca conducen a nada” o “esos programas elegidos en un despacho del Ministerio que nunca corresponden a las necesidades reales de los chavales que están sobre el terreno”.

Frente a él hay un tipo de mi empresa que contesta incansablemente a sus objeciones -en mi opinión con bastante torpeza- fingiendo creer que el otro exagera a propósito, incluso que se trata de una simple broma. Es uno de mis superiores jerárquicos; creo que se llama Norbert Lejailly. Yo no sabía que iba a asistir, y no puedo decir que su presencia me vuelva loco de alegría. Este hombre tiene la cara y el comportamiento de un cerdo. Aprovecha la menor ocasión para estallar en una risa larga y grasa. Cuando no se ríe, se frota lentamente las manos. Está gordo, incluso obeso, y por regla general su autosatisfacción, que no parece apoyarse en nada sólido, me resulta insoportable. Pero esta mañana me siento muy bien, y hasta me río con él un par de veces, haciéndome eco de sus justas palabras.


En el transcurso de la mañana, un séptimo personaje viene de manera episódica a alegrar el areópago. Se trata del jefe de sección de Estudios Informáticos del Ministerio de Agricultura, el mismo al que no conseguí ver el otro día. El hombre parece creer que su misión es encarnar con exageración al patrón joven y dinámico. En este ámbito, bate por mucho la marca de todo lo que he visto antes. Lleva la camisa desabrochada, como si no hubiera tenido tiempo de abotonársela, y la corbata ladeada, como si la doblara el viento de la carrera. Además no anda por los pasillos; patina. Si pudiera volar, lo haría. Tiene el rostro reluciente, el pelo en desorden y húmedo, como si acabara de salir de la piscina.

La primera vez que entra nos ve a mi y a mi jefe; como un relámpago esta junto a nosotros, sin que yo comprenda como; ha debido de cruzar diez metros en menos de cinco segundos; en cualquier caso, no he podido seguir su desplazamiento.

Apoya la mano en mi hombro y me habla en voz baja, diciéndome cuanto lamenta haberme hecho esperar para nada el otro día; yo le dedico una sonrisa de madonna, le digo que no tiene importancia, que lo entiendo muy bien y que se que el encuentro tendrá lugar mas pronto o mas tarde. Soy sincero. Es un momento muy tierno; él esta inclinado hacia mi, solo hacia mi; se diría que somos dos amantes a los que la vida acaba de reunir tras una larga ausencia.

Durante la mañana aparece más veces, pero en cada ocasión se queda en el umbral de la puerta y le habla únicamente al tipo joven de gafas. En cada ocasión empieza por disculparse; esta de pie en el umbral, agarrado a la puerta, en equilibrio sobre una pierna, como si la tensión interna que lo anima le prohibiera la inmovilidad prolongada cuando esta de pie.

De la reunión misma guardo pocos recuerdos; de todas formas no se decidió nada concreto salvo en el ultimo cuarto de hora, muy deprisa, justo antes de almorzar, cuando se ultimo un calendario de formación en provincias. Esto me concierne directamente, puesto que soy yo el que tiene que desplazarse; así que tomo nota a vuelapluma de las fechas y los lugares en un papel que voy a perder esa misma tarde.


Al día siguiente en el transcurso de un briefing con el teórico, me vuelven a explicar todo el asunto. Así me entero de que el Ministerio (es decir, él, si he entendido bien) ha puesto a punto un sofisticado sistema de formación a tres niveles. Se trata de responder lo mejor posible a las necesidades de los usuarios a través de un ajuste de formaciones complementarias, pero orgánicamente independientes. Todo esto lleva, evidentemente, la huella de una sutil inteligencia.

En concreto, voy a dar comienzo a un periplo que me conducirá primero a Rouen durante dos semanas, después estaré en La Roche-sur-Yon. Me iré el uno de diciembre y volveré por Navidad, para poder “pasar las fiestas en familia”. Así que no han olvidado el lado humano. Es fantástico.

También me entero -y es una sorpresa- de que no estaré solo en estos cursos de formación. Mi empresa, en efecto, ha decidido enviar a dos personas. Vamos a funcionar en tandem. Durante veinticinco minutos, en un angustioso silencio, el teórico detalla las ventajas y los inconvenientes de la formación en tandem. Al final, in extremis, parece que predominan las ventajas.

Ignoro por completo la identidad de la persona que supuestamente, va a acompañarme. Es probable que sea alguien que conozco. En cualquier caso, a nadie le ha parecido pertinente advertirme.


Sacando partido con habilidad de una observación que acaba de hacer, el teórico dice que es una pena que esa segunda persona (cuya identidad seguirá siendo un misterio hasta el final) no este presente, y que a nadie se le haya ocurrido convocarla. Siguiendo su argumento, llega a sugerir de un modo implícito que, en tales condiciones, mi propia presencia también es inútil, o al menos tiene una utilidad restringida. Yo pienso lo mismo.

10

LOS GRADOS DE LIBERTAD SEGÚN

J.Y.FREHAUT


Después de esto, vuelvo a la sede de mi empresa. Me reciben bien; se ve que he conseguido restablecer mi posición.

Mi jefe de sección me llama aparte; me revela la importancia de este contrato. Sabe que soy un chico sólido. Me dice unas palabras, con amargo realismo, sobre el robo de mi coche. Es una especie de conversación entre hombres, cerca de la maquina de bebidas calientes. Veo en el a un gran profesional de la gestión de recursos humanos. Interiormente, me derrito. Me parece cada vez más guapo.


Entrada la tarde, voy a la copa de despedida de Jean-Yves Frehaut. Un valioso elemento se marcha de la empresa, subraya el jefe de sección; un técnico de gran merito. Sin duda, en su futura carrera, tendrá éxitos equivalentes, al menos a los que han marcado la precedente; ese es todo el mal que le desea. ¡Y que pase por aquí cuando quiera, a beber el vaso de la amistad! El primer empleo, concluye en tono festivo, es algo que no se olvida fácilmente; un poco como el primer amor. En ese instante me pregunto si no habrá bebido un poco de más.

Breves aplausos. En torno a J.-Y.Frehaut se dibujan algunos movimientos; el gira lentamente sobre si mismo, con aire satisfecho. Conozco un poco a este chico; entramos en la empresa al mismo tiempo, hace tres años; compartíamos el mismo despacho. Una vez hablamos de la civilización. El decía -y en cierto sentido lo creía de verdad- que el aumento del flujo de información en el seno de la sociedad era, en si, algo bueno. Que la libertad no era otra cosa que la posibilidad de establecer interconexiones variadas entre individuos, proyectos, organismos, servicios. Según el, la libertad máxima coincidía con el máximo numero de elecciones posibles. En una metáfora que había tomado prestada a la mecánica de los sólidos, llamaba a estas elecciones grados de libertad.

Recuerdo que estábamos sentados cerca de la unidad central. El aire acondicionado emitía un ligero zumbido. El comparaba en cierto modo la sociedad a un cerebro, y los individuos a otras tantas células cerebrales, y para las que resulta deseable establecer un máximo de interconexiones. Pero ahí terminaba la analogía. Porque era un liberal, y no muy partidario de lo que en el cerebro es tan necesario; un proyecto de unificación.

Su propia vida, como supe después, era extremadamente funcional. Vivía en un estudio en el distrito quince. La calefacción estaba incluida en el alquiler. Casi no iba por allí más que a dormir, porque de hecho trabajaba mucho -y a menudo, fuera de las horas de trabajo, leía Micro-Systemes-. Los famosos grados de libertad se resumían, en su caso, en elegir la cena a través del Minitel (estaba abonado a este servicio, nuevo en aquella época, que garantizaba una entrega de platos calientes a una hora extremadamente precisa, y en un plazo de tiempo relativamente breve).

Me gustaba verlo componer el menú por la noche, utilizando el Minitel que tenia en el lado izquierdo de la mesa. Yo le tomaba el pelo sobre las mensajerias rosas; pero en realidad estoy convencido de que era virgen.

En cierto sentido, era feliz. Se consideraba, con pleno derecho, actor de la revolución telemática. Sentía realmente cada avance del poder informático, cada nuevo paso hacia la mundialización de la red, como una victoria personal. Votaba socialista. Y, curiosamente, adoraba a Gauguin.

11

No volvería a ver a Jean-Yves Frehaut, y, además, ¿Por qué debería volver a verlo? En el fondo, no habíamos simpatizado de verdad. De todas maneras en esta época uno se vuelve a ver poco, incluso cuando la relación arranca con entusiasmo. A veces hay conversaciones anhelantes sobre aspectos generales de la vida; a veces también hay abrazo carnal. Desde luego, uno intercambia números de teléfono, pero en general se acuerda poco del otro. E incluso cuando uno se acuerda y los dos se vuelven a ver, la desilusión y el desencanto sustituyen rápidamente el entusiasmo inicial. Creeme, conozco la vida; todo eso esta completamente bloqueado.

Esta progresiva desaparición de las relaciones humanas plantea ciertos problemas a la novela. ¿Cómo acometer la narración de esas pasiones fogosas, que duran varias años, cuyos efectos se dejan sentir a veces en varias generaciones? Estamos lejos de Cumbres borrascosas, es lo menos que puede decirse. La forma novelesca no esta concebida para retratar la indiferencia, ni la nada; habría que inventar una articulación mas anodina, mas concisa, mas taciturna.


Si las relaciones humanas se vuelven progresivamente imposibles, es por esa multiplicación de los grados de libertad cuyo profeta entusiasta era Jean-Yves Frehaut. El no había tenido, estoy seguro, ninguna relación, su estado de libertad era extremo. Lo digo sin acrimonia. Se trataba, ya lo he mencionado, de un hombre feliz, dicho esto, no le envidio esa felicidad.

La especie de pensadores de la informática, a la que pertenecía Jean-Yves Frehaut, no es tan rara como podría parecer. En cada empresa de mediano tamaño se puede encontrar uno, a veces incluso dos. Además, la mayoría de la gente admite vagamente que cualquier relación, en especial cualquier relación humana, se reduce a un intercambio de información (por supuesto, si incluimos en el concepto de información los mensajes de carácter no neutro, es decir, gratificantes o penalizadores). En estas condiciones, un pensador de la informática se transforma pronto en pensador de la evolución social. A menudo su discurso será brillante, y por tanto convincente, incluso podrá integrar en el la dimensión afectiva.

Al día siguiente -en otra copa de despedida, pero esta vez en el Ministerio de Agricultura- tuve ocasión de discutir con el teórico, flanqueado como de costumbre por Catherine Lechardoy. El nunca había visto a Jean-Yves Frehaut, ni lo vería jamás. En la hipótesis de un encuentro, imagino que el intercambio intelectual habría sido cortes pero de alto nivel. Sin duda habrían llegado a un acuerdo sobre ciertos valores como la libertad, la transparencia y la necesidad de establecer un sistema de transacciones generalizadas que abarque el conjunto de las actividades sociales.

El objeto de la invitación era celebrar la jubilación de un hombrecillo de unos setenta años, con el pelo gris y gafas gruesas. El personal se había esmerado para regalarle una caña de pescar -un modelo japonés, de altas prestaciones, con carrete de triple velocidad y amplitud modificable con una simple presión del dedo-, pero él no lo sabía todavía. Estaba de pie muy a la vista, junto a las botellas de champán. Uno por uno, todos iban a darle una palmada amistosa, o incluso a evocar un recuerdo común.

A continuación, tomo la palabra el jefe de sección de Estudios Informáticos. Resumir en unas pocas frases treinta años de carrera íntegramente dedicada a la informática agrícola era una apuesta temible, una tarea imposible. Louis Lindon, recordó, había conocido los momentos heroicos de la informatización: ¡Las tarjetas perforadas! ¡Los cortes eléctricos! ¡Los cilindros magnéticos! A cada exclamación abría vivamente los brazos, como invitando a la asistencia a dejar volar su imaginación hacia ese periodo caduco.

El interesado sonreía con aire malicioso, se mordisqueaba el bigote de manera bien poco apetitosa; pero en conjunto se portaba con corrección.

Louis Lindon, concluyo el jefe de sección calurosamente, había dejado su huella en la informática agrícola. Sin el, el sistema informático del Ministerio de Agricultura no seria lo que es. Y eso no podría olvidarlo (su voz se hizo un poco mas vibrante) ninguno de sus colegas presentes o futuros.

Hubo unos treinta segundos de nutridos aplausos. Una muchacha elegida entre las más puras le entrego al futuro jubilado su caña de pescar. El extendió el brazo y la blandió con timidez. Fue la señal de dispersarse hacia el buffet. El jefe de sección se acercó a Louis Lindon y le obligo a un paso lento, pasándole el brazo por los hombros, para intercambiar con él algunas palabras más tiernas y personales.

Ese fue el momento que eligió el teórico para susurrarme que Lindon pertenecía a otra generación de la informática. Programaba sin verdadero método, de manera un poco intuitiva; siempre le había costado trabajo adaptarse a los principios del análisis funcional, los conceptos del método Cereza del bosque seguían siendo para el, en su mayor parte, letra muerta. De hecho, habían tenido que reescribir todos sus programas; desde hacia dos años ya no le daban gran cosa que hacer, ya estaba mas o menos en la reserva. Nadie ponía en duda, añadió con calor, sus cualidades personales. Solo que las cosas evolucionan, es normal.

Tras enterrar a Louis Lindon en las brumas del pasado, el teórico pudo emprenderla otra vez con su tema predilecto: según el, la producción y la circulación de la información iban a verse afectadas por la misma mutación que habían conocido la producción y la circulación de mercancías: el paso del estadio artesanal al estadio industrial. En materia de producción de la información, constataba con amargura, estábamos todavía lejos del cero defectos; a menudo seguían imperando la redundancia y la imprecisión. Las redes de distribución de la información, insuficientemente desarrolladas, seguían llevando la impronta de la aproximación y el anacronismo (¡la compañía telefónica sigue repartiendo guías de papel!, subrayaba, colérico). A Dios gracias, los jóvenes reclamaban informaciones cada vez mas numerosas y cada vez mas fiables; a Dios gracias, se mostraban cada vez mas exigentes con los tiempos de respuesta; pero el camino que llevaría a una sociedad perfectamente informada, transparente y comunicante era todavía largo.

El siguió desarrollando ideas; Catherine Lechardoy estaba a su lado. De vez en cuando ella asentía con un “Si, eso es importante”. Llevaba la boca pintada de rojo y los parpados de azul. La falda le llegaba a mitad del muslo, y las medias eran negras. Me dije de pronto que debía de comprar bragas, quizás incluso tangas; la algarabía de la sala creció ligeramente. La imagine en las Galerías Lafayette, eligiendo unos tangas brasileños de encaje escarlata; me invadió una oleada de dolorida compasión.

En ese momento, un colega se acerco al teórico. Apartándose ligeramente de nosotros, se ofrecieron mutuamente unos cigarros Panatella. Catherine Lechardoy y yo nos quedamos frente a frente. Siguió un silencio manifiesto. Luego, viendo una salida, ella empezó a hablar de la armonización de los procesos de trabajo entre la empresa de servicios y el Ministerio, es decir, entre nosotros dos. Se había acercado a mí; un vacío de treinta centímetros, todo lo mas, separaba nuestros cuerpos. En un momento dado, con un gesto sin duda involuntario, apretó ligeramente entre los dedos el revés del cuelo de mi chaqueta.

Yo no sentía el menor deseo por Catherine Lechardoy; no tenía las más mínimas ganas de tirarmela. Ella me miraba sonriendo, bebía Cremant, intentaba ser valiente; sin embargo, yo lo sabía, tenia una enorme necesidad de que alguien se la tirase. El agujero que tenía en el bajo vientre debía de parecerle de lo mas inútil. Uno siempre puede cortarse la polla, pero ¿Cómo se olvida la vacuidad de una vagina? Su situación me parecía desesperada, y la corbata empezaba a apretarme un poco. Después de mi tercera copa estuve a punto de proponerle que saliéramos juntos, que fuésemos a follar a un despacho; sobre la mesa o en la moqueta, que mas daba; me sentía dispuesto a llevar a cabo los gestos necesarios. Pero me calle; y en el fondo creo que ella no habría aceptado; o que antes yo habría tenido que cogerla por la cintura, declarar que era bella, rozarle los labios en un tierno beso. Decididamente, no había salida. Me disculpe brevemente y me fui a vomitar en los aseos.

Cuando volví el teórico estaba a su lado, y ella le escuchaba con docilidad. A fin de cuentas, la chica había conseguido recuperar el control; y seguramente era mejor para ella.

12

Esta copa de despedida por jubilación sería el irrisorio apogeo de mis relaciones con el Ministerio de Agricultura. Había recogido todos los datos necesarios para preparar mis cursos; bien poco tendríamos que vernos ya; me quedaba una semana antes de irme a Rouen.

Triste semana. Estábamos a finales de noviembre, periodo que el común de los mortales esta de acuerdo en considerar triste. Me parecía normal que, a falta de acontecimientos más tangibles, las variaciones climáticas vinieran a ocupar cierto lugar en mi vida; por otra parte, según dicen, los viejos no consiguen hablar de otra cosa.

He vivido tan poco que tengo tendencia a pensar que no voy a morir; parece inverosímil que una vida humana se reduzca a tan poca cosa; uno se imagina, a su pesar, que algo va a ocurrir tarde o temprano. Craso error. Una vida puede muy bien ser vacía y a la vez breve. Los días pasan pobremente, sin dejar huella ni recuerdo; y después, de golpe, se detienen.

Otras veces tengo la impresión de que conseguiría instalarme de forma estable en una vida ausente. Que el hastío, relativamente indoloro, me permitiría seguir llevando a cabo los gestos habituales de la vida. Nuevo error. El hastío prolongado no es una posición sostenible: antes o después se transforma en percepciones claramente mas dolorosas, de un dolor positivo; es exactamente lo que me esta pasando.

Tal vez, me digo, este viaje a provincias me haga cambiar de ideas; en sentido negativo, no hay duda, pero va hacerme cambiar de ideas; por lo menos habrá una inflexión, un sobresalto.

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