La reina viuda Moragh había asistido a demasiadas audiencias públicas en tiempos de su esposo para sentir ningún interés por ellas ahora, y, así pues, como hacía buen tiempo, había elegido pasar el día montando a caballo con algunos amigos predilectos de su séquito. El grupo regresó a Carn Caille una hora antes de la puesta del sol. Sobre el césped circundante todo estaba bien; una multitud considerable permanecía aún allí para disfrutar hasta el último momento de los placeres del día, y la reina viuda fue saludada con sonoros vítores al pasar. Pero, una vez cruzadas las puertas, Moragh encontró Carn Caille en plena agitación.
No tardó más que unos minutos en descubrir que Brythere era el centro de todo ello. La reina, le dijeron, había sufrido una «desdichada experiencia», aunque nadie parecía capaz de relatar los detalles o dispuesto a hacerlo, y se encontraba ahora en la antesala privada situada detrás del gran salón, acompañada por el rey y su propia doncella. Apretando los labios con irritación ante lo que presentía que debía de ser otra estúpida crisis de nervios por parte de su nuera, Moragh fue a comprobar por sí misma qué era lo que sucedía ahora.
Una vez en la antesala se sorprendió al encontrar no sólo a Ryen y a la cetrina Ketrin acompañando a Brythere, sino también al médico decano de Carn Caille y, lo que era aún más extraño, a Jes Ragnarson. Brythere era una figura lastimera en medio de toda la atención; tenía el rostro espectralmente blanco, las manos temblorosas y las mejillas cubiertas de lágrimas. Moragh la contempló con atención y abrió la boca para exigir una explicación, pero, antes de que pudiera decir una palabra, Ryen cruzó la habitación en tres rápidas zancadas en dirección a ella, con una mano alzada, a modo de advertencia.
—Madre. —Echó una rápida mirada por encima del hombro para asegurarse de que su esposa no lo oiría—. Por favor, no digas nada. Éste no es otro de los episodios de Brythere. Esta vez existe un buen motivo. —Su rostro se tensó con una mezcla de preocupación y enojo al añadir—: Perd Nordenson ha regresado.
—Perd... —La expresión de Moragh cambió y ésta miró a su hijo con asombro—. ¡Diosa bendita! Después de todo este tiempo... ¡Yo creía que había muerto hacía mucho! —Se llevó a Ryen un poco más atrás—. Cuéntame qué ha sucedido.
Ryen relató los acontecimientos acaecidos en el gran salón; la repentina pelea, la fuerza salvaje del anciano que le había permitido casi llegar a la tarima antes de ser dominado, y las amenazas y exigencias que había gritado.
—Era a Brythere a quien quería, de eso no hay duda —finalizó el monarca, sombrío—. Cuando la guardia por fin consiguió sacarlo de la sala le encontraron un cuchillo. Me estremezco sólo de pensar qué podría haber sucedido si hubiera tenido la posibilidad de utilizarlo.
Moragh contempló el pequeño cuadro formado por Brythere y sus acompañantes. La joven reina había dejado de temblar ya y tenía los ojos cerrados; sin duda el médico le había dado algo más fuerte que una simple poción para haber conseguido que durmiera tan profundamente.
—Todo esto otra vez... —murmuró la reina viuda, y añadió un terrible juramento para sí—. ¿Qué has hecho con Perd Nordenson ahora?
—Hice que lo echaran, y ordené a un grupo de hombres que lo siguieran hasta que llevara recorridos al menos diez kilómetros por la carretera del oeste.
—¿Expulsado? —Moragh se escandalizó—. ¿Es eso todo? ¿Por qué, en nombre del sentido común, no lo ejecutaste?
El rey apretó los labios con expresión terca.
—No creo en la ejecución excepto en un caso de necesidad extrema. Ya lo sabes.
—¿Y qué era esto sino un caso de necesidad extrema? —exigió Moragh—. ¡Ese hombre era una amenaza en tiempos de tu padre, y es una amenaza ahora! ¿Has olvidado lo que intentó hacer en el pasado? Los atentados que hizo contra la vida de tu padre y más tarde contra la tuya: el aguamiel envenenada, la figura en tu dormitorio en plena noche, el «accidental» disparo de flecha que estuvo a punto de matarte en el bosque...
—No existieron pruebas de que Perd cometiera ninguna de esas acciones.
—¡Pruebas! —La reina viuda lanzó un bufido despectivo—. ¡Puede que no tengamos pruebas incontrovertibles, pero siempre hemos sabido la verdad! ¡Perd Nordenson es un loco con una obsesión, y a medida que pasan los años ambas cosas empeoran! —Juntó las manos con fuerza como si arrebatara con ferocidad la vida a un objeto invisible—. Tu padre no debería haber sido tan indulgente con él. ¡Debería haberlo juzgado por traición hace décadas, y acabado con él de una vez por todas!
Ryen recordaba las discusiones entre sus padres sobre el tema de Perd Nordenson, que habían sido algo normal durante su infancia; y también recordaba lo que su padre le había dicho en una ocasión en que estaban a solas.
—Perd es un anciano, y la vida no lo ha tratado bien —había dicho Cathlor a su hijo—. Tiene el cerebro enfermo, de la misma forma en que uno se puede romper una pierna o un brazo, y durante sus malos momentos no puede evitar hacer lo que hace. Pero ha estado al servicio de nuestra familia desde hace mucho tiempo, y fue amigo de tu abuelo, de modo que debemos ser indulgentes y tratarlo con amabilidad y paciencia.
Aunque le era imposible sentir ningún afecto por Perd Nordenson, Ryen se había tomado muy a pecho aquellas palabras. Pero luego se había casado con Brythere y un año después moría el rey Cathlor, y tras esto el problema de Perd había empeorado. Brythere sentía terror del viejo sirviente, y Perd lo sabía; de modo que, con lo que parecía cruel deliberación, éste había empezado a aterrorizar a la reina. Nada demasiado escandaloso y nada que pudiera conducir a una acusación, pero allí adonde iba Brythere siempre parecía estar también Perd, siguiéndola en silencio, vigilándola constantemente, hasta que los nervios de la reina ya no pudieron resistirlo más. Fue durante este tiempo que se iniciaron sus pesadillas y con ellas los primeros signos de un auténtico distanciamiento de Ryen, y Moragh declaró —aunque Ryen no estuvo de acuerdo— que Perd se sentía encantado por la ruptura y lo consideraba un triunfo personal. Más tarde se produjeron otros dos atentados contra la vida de Ryen, y, aunque no existieron pruebas que sugirieran que ninguno de ellos fuera cosa de Perd, Moragh hizo valer su autoridad. Sabía que sólo el rey tenía autoridad para ordenar la muerte de Perd, pero le advirtió a su hijo que, si se negaba a tomar medidas, se despertaría un buen día y se encontraría con que una mano desconocida se había ocupado del viejo loco. Moragh poseía suficientes amigos y sirvientes leales en Carn Caille para estar segura de que la tarea sería llevada a cabo de buena gana y con eficiencia, y —a menos que él estuviera dispuesto a llevar a juicio a su propia madre por conspiración para el asesinato, y citara esta conversación como prueba— jamás se descubriría al culpable.
Ryen había cedido. Lo cierto es que sabía que Moragh tenía razón; no se podía tolerar por más tiempo la presencia de Perd Nordenson en Carn Caille. Pero se había seguido negando a ordenar la muerte del anciano, y en lugar de ello lo había desterrado, con un buen caballo y dinero suficiente para que pudiera iniciar una nueva y confortable vida en otro lugar. Moragh se había aplacado, si bien eso no la satisfizo por completo; Brythere se había mostrado estremecidamente agradecida, y el mismo Ryen se había sentido aliviado por haberse deshecho del anciano sin que eso le representara un gran cargo de conciencia. Lo que Perd había pensado, nadie lo supo, ya que había tomado lo que se le ofrecía y se había marchado de Carn Caille sin decir una palabra a nadie. Y ahí, pensaron, acabó todo. Hasta hoy.
El inicial arrebato de cólera de Moragh se había apaciguado un poco ya, y ésta indicó a su hijo:
—Brythere duerme ahora. Déjala al cuidado de Ketrin y ven conmigo a mi saloncito. Creo que deberíamos discutir esto más a fondo.
El rey asintió. Hizo intención de seguirla fuera de la habitación, pero Jes Ragnarson vio que salían y corrió a cortarles el paso.
—Perdonadme, alteza. —El bardo realizó una profunda reverencia ante Moragh antes de volverse hacia Ryen—. Mi señor, ¿qué debemos hacer con... —su mirada se desvió rápidamente, de una forma algo furtiva, se dijo Moragh, hacia ella y luego regresó al rey— los invitados?
—¡Maldición, con todo este jaleo me había olvidado por completo de ellos! ¿Dónde están ahora, Jes?
—En otra antesala, señor, esperando vuestra decisión.
—¿Invitados? —inquirió Moragh—. ¿Qué invitados, Ryen? ¡No me digas que tenemos visitas importantes y las has dejado desatendidas sin siquiera una copa de cerveza!
—Alteza —Jes se volvió precipitadamente hacia ella y le dedicó una nueva reverencia—, no se trata de invitados en el sentido corriente, sino de dos extranjeros que vinieron a la audiencia pública. Su solicitud es muy curiosa, E, aunque llegaron demasiado tarde para ser incluidos en las listas, su majestad tuvo la amabilidad de hacer un hueco para ellos.
En pocas palabras hizo un resumen de la historia que le había contado Vinar. Mientras Moragh escuchaba, sus astutos sentidos decidieron que había más en aquel asunto de lo que saltaba a la vista. Jes parecía agitado, casi nervioso, y no quería mirarlos a los ojos ni a ella ni a Ryen mientras hablaba. Y en cuanto a Ryen... Sí, pensó la reina viuda, había algo extraño allí.
Cuando el bardo finalizó su explicación ella ya había tomado una decisión.
—Jes —dijo con toda amabilidad—, llévanos a la antesala, por favor. Si se ha hecho esperar a estas buenas gentes durante el alboroto, creo que lo menos que podemos hacer
es transmitirles nuestras disculpas personalmente.
—Sí, alteza.
¿Era alivio lo que veía en el rostro del bardo? Imposible estar segura, pero parecía como si se hubiera desprendido de una responsabilidad no deseada. Ryen no dijo nada, y Jes los condujo de nuevo a través del gran salón y por el pasillo hasta una puerta cerrada. Con una nueva reverencia, la abrió y anunció al rey Ryen y a la reina viuda Moragh.
Los dos extranjeros estaban sentados sobre un banco acolchado bajo la ventana de la pequeña pero agradable habitación. Ambos se incorporaron de un salto, consternados, al ser anunciados los visitantes, y Moragh, que iba la primera, sonrió para tranquilizarlos.
—Por favor, en Carn Caille no utilizamos demasiadas formalidades y, además, la culpa es nuestra por... —Las palabras se apagaron cuando vio a Índigo y su cerebro registró su rostro. Se quedó totalmente inmóvil de improviso, y comprendió ahora el motivo de la preocupación de Ryen y Jes.
Vinar le dedicó una profunda reverencia.
—Mi señora reina —dijo, esperando que fuera ésa la forma correcta de dirigirse a esta dama de aspecto formidable—, no queremos causar ninguna molestia, pero cuando Jes nos dijo que esperásemos aquí...
Moragh lo interrumpió. Había recuperado la compostura, y era una diplomática lo bastante experta para que nadie, con la posible excepción de Ryen, hubiera observado su lapso.
—No, no —replicó—. Somos nosotros los que hemos causado la molestia, al dejaros aquí desatendidos y sin duda bastante perplejos. Hemos tenido un pequeño trastorno, como creo que sabéis, y se ha tardado en solucionarlo un poco más de lo esperado. Ahora, no obstante, todo está bien y debemos compensaros. —Se volvió al bardo—. Jes, ve en busca de mi mayordomo privado y dile que cenaré en mis aposentos, con tres acompañantes. Y avisa a Mila que Carn Caille alojará a dos invitados esta noche. Sonriente, miró a su hijo—. Ven conmigo, Ryen; tú y yo entretendremos a estas buenas gentes y veremos en qué forma podemos ayudarlos. En estas circunstancias —un destello de sus ojos dio a entender que había mucho más en sus palabras—, creo que es lo mínimo que podemos hacer.
Cuando la cena servida en los aposentos de la reina viuda tocó a su fin, Vinar se sentía ya medio convencido de que soñaba. Durante más de dos horas a él y a Índigo los habían tratado como si pertenecieran a la realeza. Estaban sentados en mullidos sillones mientras sirvientes respetuosos les servían excelente comida y bebida en cantidades que habrían podido incluso con el apetito de un marino scorvio, y un rey y una reina conversaban con ellos como si fueran de la familia. En un principio, Vinar se había sentido tan intimidado que apenas si podía pronunciar una palabra, pero sus anfitriones, Moragh en particular, eran tan bondadosos y afables que su nerviosismo no tardó en disminuir, y muy pronto empezó a imaginarse con regocijo lo que dirían el capitán Brek y sus compañeros de tripulación del Buena Esperanza si lo vieran allí, Índigo, por otra parte, había parecido encontrarse muy cómoda desde el principio. No tenía mucho que decir, pero su sonrisa no era afectada y sus modales eran relajados aunque un tanto aturdidos; al observarla, Vinar podría haber creído fácilmente que había nacido y se había criado para convivir con tan exaltada compañía, ya que no parecía atemorizarla.
Se habían retirado las bandejas de carnes y frutas y verduras frescas, y comido los pasteles, y se acababa de colorar sobre la mesa un enorme cuenco de almendras conservadas en miel junto con jarras de dulce aguamiel, cuando la conversación se dirigió por fin a la misión que había llevado a Vinar y a Índigo a Carn Caille. Moragh era una experta interrogadora y no tardó mucho en extraer de Vinar toda la historia del naufragio y lo sucedido después, así como el curioso mensaje que sus invitados habían recibido a través del capitán Brek, que se encontraba en Ranna.
—¿Y vuestro capitán dijo claramente que traerían aquí a la loba? —Había sorpresa y curiosidad en la voz de la reina viuda—. ¿No hay ningún error?
Vinar observaba las almendras con miel con gran interés, pero no se atrevía a coger ninguna hasta que lo hicieran sus anfitriones y le mostraran cómo debían comerse.
—No hay ningún error, alteza; de eso estamos seguros —respondió—. Y si el capitán Brek confiaba en que el chico que envió entregaría el mensaje correctamente... entonces yo también confío en ello.
—Esto es muy extraño. —Moragh dirigió una rápida mirada a su hijo—. No nos ha llegado ningún mensaje de ninguna de las brujas de por aquí, ¿verdad, Ryen?
—No, desde luego —asintió el monarca—. Sólo puedo suponer que habéis viajado más deprisa que cualquier mensaje dirigido a nosotros y nos habéis cogido por sorpresa. —Sonrió para demostrar que nadie tenía la culpa.
—Yo diría —dijo Vinar con cierta timidez— que estas brujas... si son lo que todo el mundo dice, y no tengo motivo para no creerlo... saben más de lo que han contado de momento.
Los ojos de Moragh centellearon con renovado interés.
—¿Qué quieres decir con eso, Vinar?
—Bien, señora... A lo mejor creen que hay algo o alguien aquí que puede ayudar a Índigo de una forma que nosotros no sabemos. Por ejemplo con su familia; tal vez alguien aquí sabe algo sobre quiénes son y dónde podemos encontrarlos. Creo que quizás ése es el motivo de que su mensaje dijera que viniéramos aquí.
—Sí. Sí, comprendo. —La reina viuda intercambió una inescrutable mirada con su hijo—. Puede que tengas razón; desde luego estaría de acuerdo con la forma en que nuestras hechiceras acostumbran trabajar... Bien, haremos todo lo que esté en nuestra mano para ayudaros en vuestra búsqueda, y creo que podemos empezar enviando un mensaje por todas las islas para localizar a la familia de Índigo. Eso debería resultar bastante fácil, Ryen.
—Sí —respondió Ryen, cuyos ojos estaban fijos en Índigo—. Sí...
—Pero por ahora... —La reina viuda se removió en su asiento para luego ponerse en pie. Vinar se apresuró a hacer lo propio y, con cierto retraso, Índigo siguió su ejemplo— No, no, Vinar, no son necesarias las formalidades. Pero es muy tarde y por su aspecto creo que Índigo está agotada. Todos deberíamos retirarnos, me parece; una buena noche de sueño nos refrescará a todos. Vuestras habitaciones están listas. Llamaré a los criados
y ellos os enseñarán el camino.
Cruzó la habitación hasta el lugar donde colgaba la bordada tira de un batintín, y mientras lo hacía realizó un leve gesto que sólo Ryen vio, en el que indicaba con toda claridad que deseaba que se quedase con ella. Dos mayordomos contestaron a la llamada de la campanilla; se intercambiaron deseos de una buena noche en la puerta y, tal y como se había convertido en una costumbre entre ellos, Índigo rozó con sus labios los de Vinar en un afectuoso pero casto saludo antes de que un sirviente la escoltara a su habitación. Vinar dedicó una profunda reverencia a la reina viuda, y siguió al otro sirviente pasillo abajo. La puerta se cerró tras ellos, y Moragh aguardó hasta que juzgó que ya no podían oírlos antes de regresar a la mesa. Ryen volvía a estar sentado, con los ojos fijos en el montón de platos vacíos pero aparentemente sin verlos. La reina viuda sirvió un poco más de vino para ambos y depositó una de las copas ante su hijo.
—Hay algo raro en ella, Ryen. Algo más que una simple pérdida de memoria.
Ryen levantó rápidamente los ojos. El tono de su madre ya no mostraba la ligera afabilidad de las últimas horas; había una nueva energía en su voz, y cierta irritabilidad.
—Sí —dijo—. Lo sé.
—Dime exactamente lo que sucedió cuando llegaron al gran salón —pidió Moragh sentándose—. Hasta ahora sólo he escuchado relatos confusos y quiero toda la historia.
Ryen contó el relato de la petición de Jes Ragnarson para que atendiera aquella solicitud de última hora, y de su propio asombro, y la reacción más exagerada de Brythere, cuando vieron el rostro de Índigo por vez primera. Moragh escuchó con atención; luego frunció los labios.
—Así pues también Jes debe de pensar que hay más en esto de lo que parece a simple vista, o no se habría tomado tantas molestias con su solicitud.
—Advirtió el parecido.
—Sí, sí, desde luego; pero conociendo a nuestro bardo apostaría a que no era ése su único motivo. —Paseó la mirada por la mesa—. ¿Observaste cómo comía?
—No. —Ryen se mostró perplejo.
—Pues yo sí. Ella no es un marinero corriente; tiene unos modales que no quedarían fuera de lugar en la corte de Khimiz, y mucho menos en la nuestra. Y se mostró selectiva con el vino. Vinar bebía cualquier cosa que le pusiéramos delante, y con eso no quiero menospreciarlo; es una persona muy honrada y de buen ver. Pero Índigo sabía lo que escogía y sabía lo que le gustaba. Sospecho que, tanto si lo sabe como si no, proviene de un estrato social totalmente diferente del de él.
—No tan diferente como para impedirle convertirse en su prometida —observó Ryen.
—Humm. Bueno, en cuanto a eso... —Pero Moragh decidió no dar a conocer sus ideas sobre la cuestión—. Perdió la memoria durante el naufragio, dijo Vinar, como resultado de un golpe en el cráneo. Probablemente la trataron los médicos locales de Amberland, pero, aunque no dudo de su capacidad en lo relativo a fiebres y huesos rotos, imagino que un caso como éste debe de estar fuera de su alcance.
—¿Crees que nuestros médicos podrían tener éxito allí donde ellos fracasaron?
—No pensaba en nuestros médicos —dijo Moragh—, sino más bien en las brujas del bosque.
—¡Oh! ¡Oh, sí! Empiezo a comprender. La loba domesticada...
—Exactamente. La loba domesticada, y el hecho de que una de las brujas está al parecer muy ansiosa de que la criatura se reúna con su dueña aquí en Carn Caille. Y bien, Ryen, ¿no te parece eso un poco peculiar?
El monarca contempló el interior de su copa con el entrecejo fruncido.
—¿Quieres decir que las brujas pueden tener alguna... segunda intención? —inquirió clavando los ojos en los de ella—. ¿O que pueden saber algo que todavía no se nos ha dado a conocer a nosotros?
—Los dos conocemos su forma de actuar, aunque no la podamos comprender — repuso Moragh—. Si de verdad existe algún misterio más profundo, las brujas serán las primeras en descubrirlo. Y es por eso que creo que esta hechicera, quien sea que resulte ser, tiene un motivo para desear traer a Índigo aquí.
El silencio se adueñó de la estancia unos instantes.
—Y quizá —dijo al cabo Ryen con suavidad— no deberíamos pasar por alto otra de las funciones de las brujas...
—¿Qué?
Moragh había estado absorta en sus propias reflexiones y no le había escuchado con claridad. Ryen le dirigió una rápida mirada y, levantándose, cruzó la habitación hasta la ventana. Apartó la cortina y miró al exterior. El patio estaba desierto y las torres situadas al otro lado eran una borrosa masa oscura, perfilada por un débil resplandor crepuscular que brillaba a lo lejos en el sur. El cielo estaba salpicado de estrellas. Cuando el rey volvió a hablar, su voy, era casi ininteligible.
—Madre..., ¿es posible que algún pariente de Kalig sobreviviera a la plaga?
Moragh lo miró sorprendida.
—¿Que la sobreviviera? ¡Ryen, eso es imposible! Los archivos...
—No se llevó un registro exacto; lo sabemos. La epidemia atacó con demasiada rapidez y demasiada violencia; la gente caía como caen las hojas de un árbol en otoño. En una emergencia de tal magnitud no había tiempo de llevar un registro, de modo que los únicos informes que poseemos son los que se juntaron una vez que lo peor de la plaga hubo pasado.
La reina viuda seguía con los ojos clavados en la espalda de su hijo.
—Ryen —dijo en voz baja—, ¿qué intentas decir?
El monarca aspiró con fuerza y contuvo la respiración unos instantes; luego dejó caer la cortina y se volvió para mirarla.
—¿No lo ves, madre? Con las islas en tal confusión como se encontraban en aquellos momentos, es posible que el linaje de Kalig sobreviviera. No alguien de la familia directamente; pero a lo mejor un sobrino, o incluso algún bastardo de Kalig o de su hijo. No lo sabemos. No podemos estar seguros.
Moragh empezó a comprender.
—Pero buscaron. Los bardos, las hechiceras...
—Sí, y no hallaron ningún pariente, hombre o mujer, vivo. De modo que se vieron obligados a elegir un sucesor que ocupara el trono e iniciara una nueva dinastía, y así es como llegamos nosotros a Carn Caille. Pero nuestra familia no tiene lazos de sangre con
la de Kalig. A mil abuelo sencillamente lo escogieron. Los bardos... y las brujas.
—Los bardos y las brujas —Moragh repitió sus palabras en voz muy baja—. ¡Oh... !
—Sí; eso es a lo que me refería, madre, cuando dije que no debíamos pasar por alto el hecho de que las brujas a veces llevan a cabo otros deberes. Cuando Kalig y su familia murieron ellas registraron las islas en busca de un superviviente de su mismo linaje pero no consiguieron! encontrar ninguno. No obstante, si tal superviviente hubiera huido de la epidemia, hubiera abandonado las islas... tal vez con hijos, que por su parte también tuvieron hijos en su momento...
Moragh aspiró con fuerza, estremecida.
—Podría ser —dijo—. Podría ser. Incluso su nombre: el color del luto. Podría haber sido elegido a modo de recordatorio.
—Las brujas ya han intuido que algo sucede —siguió Ryen—. Y el parecido es excesivo, demasiado extraño. Si estamos en lo cierto, madre, entonces... —vaciló, y tuvo que armarse de valor para decirlo—. Si estarnos en lo cierto, es muy probable que Índigo sea la legítima reina de las Islas Meridionales.
Por mucho que lo intentaba, Índigo no podía quitarse de encima la sensación de que los acontecimientos de las últimas horas le habían sucedido a otra persona y no a ella. Incluso después de que el mayordomo se hubo marchado, y que la criada que le habían asignado le hubo llevado agua para lavarse y, tras abrir la cama, efectuó una respetuosa salida, dejándola finalmente sola, la muchacha seguía siendo incapaz de asimilar lo que había sucedido.
Su dormitorio era una de las mejores habitaciones de invitados de Carn Caille, espaciosa, y amueblada con gusto y gran cantidad de mobiliario. Había gruesas alfombras en el suelo, pesadas cortinas en la ventana y sobre la puerta, sillones y mesas y un arcón de madera de roble, y la cama tenía postes y un dosel y sobre ella pendían colgaduras que podía cerrar si tenia frío. Índigo se lavo con el agua caliente —un raro lujo— y permaneció sentada en la cama un buen rato, escuchando los lejanos ruidos de pasos y voces apagadas y puertas que se cerraban a medida que la fortaleza se preparaba para dormir. Ella no podía dormir; aunque sentía el cuerpo pesado por el cansancio, le resultaba imposible adaptarse a este ambiente extraño. Y, aunque sin saber por qué, se sentía inquieta. No era que se sintiera incómoda ante la elevada compañía entre la que había ido a parar tan de repente. El rey Ryen y su madre eran los anfitriones más amables del mundo y por alguna razón ella no parecía compartir la sensación de respetuoso temor de Vinar. No, no era la gente que vivía en Carn Caille; se trataba del mismo Carn Caille. Algo en este noble y vetusto edificio la trastornaba, como un dolor punzante en una muela. Algo no iba bien allí, y ella no podía señalar qué era.
Se introdujo por fin en el lecho y permaneció sentada un buen rato más, abrazada a las rodillas dobladas, mientras se preguntaba dónde estaría la habitación de Vinar, y si estaría dormido ya. Deseó que acudiera a verla, aunque sólo fuera para desearse buenas noches de una forma más privada, pues se sentía aislada y un poco vulnerable y ansiaba la presencia de un rostro y una voz familiares. A renglón seguido de este deseo se presentó el viejo dilema que la perseguía desde el naufragio y su convalecencia: la paradoja de sus sentimientos por el hombre al que se suponía que estaba prometida. Las emociones que buscaba tozudamente seguían sin aflorar en su interior, y continuaba sin comprender por qué. Vinar era su gran amigo, su compañero más íntimo, y como hombre resultaba muy atractivo. Sentía afecto por él, y en ocasiones —como ahora— lo deseaba, experimentaba un secreto anhelo de llevarlo a su lecho y entregarse a él tal y como, lo sabía muy bien, él se entregaría a ella. Pero, no bien el deseo surgía en ella, se convertía en frías cenizas, pues sabía que aunque existiría placer no habría amor, al menos no por parte de ella. Era como si —luchó por aferrarse a un destello de comprensión— alguien más se interpusiera entre ellos, un fantasma de su olvidado pasado que la retenía y o no podía o no quería ser exorcizado. Y desde que había pisado Carn Caille había percibido su presencia con más fuerza que antes.
El fuego se había consumido casi por completo y la habitación empezaba a quedarse fría. Índigo se deslizó bajo las mantas pero siguió sin querer apagar la vela que ardía junto al lecho. Si Vinar acudía esa noche, ¿se entregaría ella... ? Pero no. Carecía de sentido hacer conjeturas, ya que él no aparecería, no intentaría —tal como él lo consideraba— aprovecharse de ella. Quizá, pensó temeraria, sería mejor si lo hiciese, ya que eso dejaría el asunto fuera de su control de una vez por todas y la liberaría de una responsabilidad que no deseaba. Pero Vinar no daría tal paso. Era como si, también él, percibiera la presencia de la tácita barrera y se negara a cruzarla.
Los pasillos fuera de la habitación estaban silenciosos ahora, y los únicos ruidos que rompían la quietud eran alguno que otro siseo procedente del moribundo fuego y el ahogado gemido del viento que había empezado a soplar fuera de los muros de Carn Caille. La voz del viento pareció despertar ecos en lo más profundo de Índigo, como la voz apenas recordada de un viejo amigo... o de un viejo enemigo..., y la joven se revolvió inquieta en la cama. La luz de la vela tembló a causa de una corriente de aire que las cortinas no pudieron evitar del todo. Las sombras parpadearon sobre la pared y por el suelo, distorsionadas y amenazadoras..., y debió de haberse sumido brevemente en los inquietos bajíos del sueño, ya que no se dio cuenta de la presencia en su habitación hasta que un sonido en su cerebro, como una aguda resonancia musical, la devolvió violentamente al mundo consciente, El fuego se había apagado y la vela se había consumido hasta quedar convertida en un apagado puntito de luz azul. Y alguien, apenas distinguible en la penumbra, la contemplaba desde los pies de la cama, Índigo se puso en tensión al instante mientras a un nivel subliminal se daba cuenta de que la perfilada silueta era demasiado alta para tratarse de Moragh o de la criada y demasiado delgada para ser Vinar. Sintió los labios repentinamente resecos; los abrió con un gran esfuerzo, y con otro gran esfuerzo se obligó a hablar.
—¿Quién eres?
No era el claro desafío que había querido lanzar sino un simple susurro. La figura no contestó pero se acercó un poco más, y el corazón de Índigo dio un vuelco. Empezó a incorporarse, y su mano se deslizó automáticamente bajo la almohada en busca de algo... ¿Qué? ¿Un arma? No lo sabía.
—Anghara —dijo una voz con claridad.
El nombre la golpeó como un martillazo. ¡Dulce Madre, él había regresado! ¡No
estaba muerto, estaba aquí, estaba... !
El recuerdo se desvaneció como el humo, y un extraño grito agonizante borboteó en la garganta de Índigo. Acabó de incorporarse de un salto, luchando con las mantas que parecían haber adquirido vida propia y le impedían moverse. La figura dio un veloz paso atrás y, de improviso, donde había habido una sola aparecieron dos. Una anciana —Índigo no pudo verle el rostro, pero de alguna forma estuvo segura de que lo era— que sostenía algo, algo que entregaba a la primera sombra, introduciéndolo en sus manos.
—Anghara...
El nombre volvió a ser pronunciado, con voz ronca y apremiante, y, aunque fue incapaz de decidir cuál de las dos sombras lo había dicho, provocó un segundo y violento escalofrío en el alma de Índigo. Entonces distinguió lo que la vieja le había dado a su acompañante: un cuchillo...
—Hazlo ahora, amor mío. —Seguía sin saber qué figura había hablado, pero la voz poseía un timbre sobrecogedor; amargo, áspero y desesperado—. Hazlo y todo irá bien. Hazlo, y tendremos lo que es legalmente nuestro.
La vela llameó de pronto con un último aliento. En ese instante Índigo vio brillar la hoja del cuchillo... y distinguió los dos rostros que se alzaban ávidos, ansiosos, tras el arma levantada. Intentó gritar, intentó moverse, pero su mente y su cuerpo estaban paralizados. Los dos rostros se balancearon hacia ella, y ahora ambos sonreían.
Y uno de los rostros era el suyo.
Despertó en medio de un revoltijo de mantas con un grito ahogado. Instintivamente se arrojó fuera de la cama, y no se dio de bruces contra el suelo porque recuperó la perdida serenidad casi inmediatamente después del violento sobresalto.
Había sido un sueño, sólo un sueño. La vela situada junto a la cama seguía ardiendo con fuerza, aumentada su luz por la de las brasas de la chimenea, y ella estaba sola en la habitación. No había voces, ni fantasmales intrusos. Índigo dejó escapar un suspiro de alivio y con voz temblorosa lanzó un juramento aprendido de Vinar. El denuesto la devolvió a la realidad de un modo rudo pero reconfortante, y empezó a arreglar el desordenado lecho. La abrumaba el deseo de abandonar Carn Caille. Algo no iba bien allí; había algo maligno, si sueños como aquél podían rezumar de las paredes para atacar al indefenso durmiente, y ella no quería saber nada más de todo aquello. Por la
mañana hablaría en privado con Vinar, se lo explicaría y le preguntaría si estaba de acuerdo en...
El pensamiento se vio interrumpido antes de terminar cuando, penetrando en su cerebro y haciéndose eco de sus temores como si existiera algún terrible lazo telepático, en algún lejano lugar de Carn Caille la aguda y frenética voz de una mujer empezó a chillar.