Era una deslumbrante tarde de cuatro soles. El gran y dorado Onos estaba alto en el Oeste, y el pequeño y rojo Dovim se alzaba aprisa sobre el horizonte por debajo de él. Cuando mirabas hacia el otro lado veías los brillantes puntos blancos de Trey y Patru resplandecer contra el purpúreo cielo oriental. Las ondulantes llanuras del continente más septentrional de Kalgash estaban inundadas por una prodigiosa luz. La oficina de Kelaritan 99, director del Instituto Psiquiátrico Municipal de Jonglor, tenía enormes ventanas a cada lado para mostrar toda la magnificencia del conjunto.
Sheerin 501, de la Universidad de Saro, que había llegado a Jonglor unas pocas horas antes a petición urgente de Kelaritan, se preguntó por qué no estaba de mejor humor. Sheerin era básicamente una persona alegre; y los días de cuatro soles proporcionaban en general a su exuberante espíritu un impulso adicional. Pero hoy, por alguna razón, estaba nervioso y aprensivo, aunque hacía todo lo posible por impedir que eso se hiciera evidente. Después de todo, había sido llamado a Jonglor como experto en salud mental.
—¿Prefiere empezar hablando con algunas de las víctimas? —preguntó Kelaritan. El director del hospital psiquiátrico era un hombrecillo enjuto y de rasgos angulosos, cetrino y de pecho hundido. Sheerin, que era rubicundo y en absoluto enjuto, se sentía innatamente suspicaz hacia cualquier adulto que pesara menos de la mitad de lo que pesaba él. «Quizás es la apariencia de Kelaritan lo que me trastorna, pensó. Se parece a un esqueleto andante»—. ¿O piensa que es mejor idea obtener primero alguna experiencia personal del Túnel del Misterio, doctor Sheerin?
Sheerin consiguió reír, con la esperanza de que su risa no sonara demasiado forzada.
—Quizá debiera empezar interrogando a una víctima, o a tres —dijo—. De esa forma tal vez pueda prepararme un poco mejor para los horrores del Túnel.
Los oscuros ojos como cuentas de Kelaritan parpadearon desconsoladamente. Pero fue Cubello 54, el elegante y muy pulcro abogado para la Exposición del Centenario de Jonglor, quien habló:
—¡Oh, vamos, doctor Sheerin! ¡Los horrores del Túnel! Eso es un tanto extremo, ¿no cree? Después de todo, en este momento no tiene más que los relatos de los periódicos para juzgar. Y llamar a los pacientes «víctimas». No puede considerárseles así.
—El término es del doctor Kelaritan — observó Sheerin rígidamente.
—Estoy seguro de que el doctor Kelaritan utilizó esa palabra tan sólo en su sentido más general. Pero hay una presuposición en el uso que hace usted de ella que considero inaceptable.
Sheerin dirigió al abogado una mirada compuesta a partes iguales por desagrado y desapasionamiento profesional y dijo:
—Tengo entendido que varias personas murieron como resultado de su viaje a través del Túnel del Misterio. ¿No es así?
—Hubo varias muertes en el Túnel, sí. Pero hasta este punto no hay ninguna razón necesaria para pensar que esa gente murió como resultado de haber pasado por el Túnel, doctor.
—Puedo ver por qué usted no desea creerlo así, consejero —dijo Sheerin de una forma tajante.
Cubello miró ultrajado al director del hospital.
—¡Doctor Kelaritan! Si ésta es la forma en que va a ser llevada esta investigación, deseo hacer constar en este mismo momento mi más enérgica protesta. ¡Su doctor Sheerin está aquí como un experto imparcial, no como un testigo de la acusación!
Sheerin rió quedamente.
—Estaba expresando mi punto de vista sobre los abogados en general, consejero, no ofreciendo ninguna opinión acerca de lo que puede o no puede haber ocurrido en el Túnel del Misterio.
—¡Doctor Kelaritan! —exclamó de nuevo Cubello, y su rostro enrojeció.
—Caballeros, por favor —dijo Kelaritan, mirando alternativamente y con rapidez de Cubello a Sheerin, de Sheerin a Cubello—. No nos convirtamos en adversarios, ¿quieren? Tal como lo veo, todos tenemos el mismo objetivo en esta investigación. Que es descubrir la verdad acerca de lo que ocurrió en el Túnel del Misterio, a fin de poder evitar una repetición de los…, hum…, infortunados sucesos.
—De acuerdo —dijo Sheerin afablemente. Era una pérdida de tiempo enzarzarse de aquel modo en una discusión con el abogado. Había cosas más importantes que hacer. Ofreció a Cubello una sonrisa cordial—. Nunca me he sentido muy interesado en establecer ninguna culpabilidad, sólo en elaborar formas de atajar situaciones en las que la gente tiene la sensación de que debe establecer esa culpabilidad. ¿Qué le parece si me muestra a uno de sus pacientes ahora, doctor Kelaritan? Y luego podemos ir a almorzar y hablar de los acontecimientos en el túnel tal como los entendemos en este punto, y quizá después de comer podamos ver a otro paciente o dos…
—¿Almorzar? —dijo vagamente Kelaritan, como si el concepto no le resultara familiar.
—Almorzar, sí. La comida del mediodía. Una vieja costumbre mía, doctor. Pero puedo esperar un poco. Tenemos tiempo de visitar a uno de los pacientes primero.
Kelaritan asintió. Dijo al abogado:
—Creo que el mejor para empezar es Harrim. Hoy se halla en bastante buena forma. Lo bastante buena como para soportar el interrogatorio de un desconocido, al menos.
—¿Qué hay acerca de Gistin 190? —preguntó Cubello.
—Ella es otra posibilidad, pero no es tan fuerte como Harrim. Dejemos que consiga la historia básica de Harrim, y luego podemos hablar con Gistin, y…, oh, quizá Chimmlit. Es decir, después de almorzar.
—Gracias — dijo Sheerin.
—Si quiere venir por aquí, doctor Sheerin…
Kelaritan hizo un gesto hacia un pasillo acristalado que conducía desde la parte de atrás de su oficina al hospital propiamente dicho. Era una fresca pasarela elevada al aire libre con una vista de 360 grados del cielo y las bajas colinas gris verdosas que rodeaban la ciudad de Jonglor. La luz de los cuatro soles del día incidía en ella desde todos lados.
El director del hospital se detuvo por un momento y miró a su derecha, luego a su izquierda, absorbiendo todo el panorama. Los austeros y fruncidos rasgos del hombrecillo parecieron brillar con una repentina juventud y vitalidad mientras los cálidos rayos de Onos y los más severos y fuertemente contrastados rayos de Dovim, Patru y Trey convergían en una brillante exhibición.
—Un día absolutamente espléndido, ¿eh, caballeros? —exclamó Kelaritan, con un entusiasmo que Sheerin halló sorprendente en alguien tan contenido y austero como parecía ser el director—. ¡Qué glorioso resulta ver cuatro de los soles en el cielo al mismo tiempo! ¡Lo bien que me siento cuando sus rayos golpean mi rostro! Ah, me pregunto dónde estaríamos sin nuestros maravillosos soles.
—Por supuesto —dijo Sheerin.
De hecho, él también se sentía un poco mejor.
A medio mundo de distancia, una de los colegas de Sheerin de la Universidad de Saro miraba también el cielo. Pero la única emoción que sentía era horror.
Se trataba de Siferra 89, del Departamento de Arqueología, que durante el último año y medio había estado realizando excavaciones en el antiguo emplazamiento de Beklimot, en la remota península Sagikana. Ahora permanecía rígida por la aprensión, observando cómo la catástrofe avanzaba precipitadamente hacia ella.
El cielo no ofrecía ningún consuelo. En esta parte del mundo la única luz auténtica visible era la de Tano y Sitha, y su frío y duro resplandor siempre le había parecido falto de alegría, incluso deprimente. Contra el profundo azul oscuro del cielo del día de dos soles, proporcionaba una iluminación malsana, opresiva, que arrojaba recortadas y ominosas sombras. Dovim era visible también —apenas, emergiendo en aquellos momentos— allá en el horizonte, a una corta distancia por encima de las cimas de las distantes montañas Horkkan. El débil resplandor del pequeño sol rojo, sin embargo, difícilmente animaba un poco más.
Pero Siferra sabía que la cálida luz amarilla de Onos aparecería dentro de poco por el Este para alegrar un poco las cosas. Lo que la trastornaba era algo mucho más serio que la ausencia temporal del sol principal.
Una asesina tormenta de arena se encaminaba directamente hacia Beklimot. Dentro de pocos minutos barrería el yacimiento, y entonces cualquier cosa podía ocurrir. Cualquier cosa. Las tiendas podían resultar destruidas; las cuidadosamente escogidas bandejas de artefactos, utensilios y muestras podían verse volcadas y su contenido disperso; sus cámaras, su equipo de dibujo, sus dibujos estratigráficos laboriosamente compilados…, todo aquello en lo que habían trabajado durante tanto tiempo podía perderse en un momento.
Peor. Todos podían resultar muertos.
Peor aún. Las antiguas ruinas de Beklimot en sí —la cuna de la civilización, la ciudad más antigua conocida de Kalgash— se hallaban en peligro.
Las zanjas de ensayo que Siferra había abierto en la llanura aluvial que rodeaba la ciudad permanecían aún abiertas. La arremetida del viento, si era lo bastante fuerte, alzaría más arena aún de la que ya arrastraba y la arrojaría con terrible fuerza contra los frágiles restos de Beklimot…, restregando, erosionando, volviendo a enterrar, quizás incluso arrancando cimientos enteros y lanzándolos a través de la reseca llanura.
Beklimot era un tesoro histórico que pertenecía al mundo entero. Lo que Siferra había dejado expuesto al posible daño al excavar en ella había sido un riesgo calculado. Nunca se podía efectuar ningún trabajo arqueológico sin destruir algo: ésa era la naturaleza misma del trabajo. Pero dejar al desnudo de aquel modo todo el corazón de la llanura, y luego tener la mala suerte de ser golpeados por la peor tormenta de arena en todo un siglo…
No. No, era demasiado. Su nombre se vería vilipendiado durante siglos si el yacimiento de Beklimot resultaba destruido por esta tormenta como resultado de lo que ella había hecho allí.
Quizás había realmente una maldición sobre el lugar, como alguna gente supersticiosa acostumbraba a decir. Siferra 89 nunca había tenido mucha tolerancia hacia los chiflados de ningún tipo. Pero esta excavación, que había esperado que se convirtiera en el gran logro que coronaría su carrera, no había sido más que dolores de cabeza desde el mismo momento en que se había iniciado. Y ahora amenazaba con terminar profesionalmente con ella para el resto de su vida…, si no acababa con ella al mismo tiempo.
Eilis 18, uno de sus ayudantes, se acercó a la carrera. Era un hombre delgado y nervudo, que parecía insignificante al lado de la alta y atlética figura de Siferra.
—¡Hemos asegurado todo lo que hemos podido! —dijo, medio sin aliento—. ¡Ahora todo está en manos de los dioses!
—¿De los dioses? —respondió ella, con el ceño fruncido—. ¿Qué dioses? ¿Ves algún dios por estos alrededores, Eilis?
—Yo sólo quería decir…
—Sé lo que querías decir. Olvídalo.
Desde el otro lado llegó Thuvvik 443, el capataz de los obreros. Tenía los ojos desorbitados por el miedo.
—Mi dama —dijo—. Mi dama, ¿dónde podemos ocultarnos? ¡No hay ningún lugar donde hacerlo!
—Ya te lo dije, Thuvvik. En la parte baja del risco.
—¡Seremos sepultados! ¡Nos asfixiaremos!
—El risco os protegerá, no te preocupes —le dijo Siferra, con una convicción que estaba muy lejos de sentir—. ¡Id allí! ¡Y aseguraos de que todos los demás permanecen allí!
—¿Y usted, mi dama? ¿Por qué usted no va allí?
Ella le lanzó una repentina mirada sobresaltada. ¿Acaso el hombre creía que disponía de algún refugio privado donde estaría más segura que el resto?
—Iré, Thuvvik. ¡Ahora ve! ¡Deja de molestarme!
Al otro lado del camino, cerca del edificio hexagonal de ladrillo que los primeros exploradores habían llamado el Templo de los Soles, Siferra vio la recia figura de Balik 338.
Con los ojos fruncidos y escudados contra la helada luz de Tano y Sitha, el hombre miraba hacia el Norte, la dirección de donde venía la tormenta. La expresión de su rostro era de angustia.
Balik era su estratígrafo jefe, pero también era el experto meteorólogo de la expedición. Parte de su trabajo consistía en efectuar las previsiones del tiempo y estar pendiente de la posibilidad de cualquier acontecimiento inusual.
Normalmente no había muchas variaciones meteorológicas en la península Sagikana: todo el lugar era increíblemente árido, con una pluviometría mensurable de no más de una lluvia cada diez o veinte años. El único acontecimiento climático desacostumbrado que ocurría allí era un cambio ocasional en el esquema dominante de las corrientes de aire, que ponía en movimiento fuerzas ciclónicas y traía consigo una tormenta de arena, e incluso eso no ocurría más que unas pocas veces en un siglo.
¿Era la expresión abatida de Balik un indicio de la culpabilidad que debía de sentir por haber fracasado en prever la llegada de la tormenta? ¿O parecía tan horrorizado porque ahora era capaz de calcular toda la extensión de la furia que estaba a punto de descender sobre ellos?
Todo hubiera podido ser diferente, pensó Siferra, si hubieran dispuesto de un poco más de tiempo para prepararse para el asalto. En retrospectiva, podía ver que todos los signos reveladores habían estado ahí para quienes tuvieran la habilidad de verlos: el estallido de aquel feroz calor seco, extremo incluso para los estándares de la península Sagikana, y la repentina calma chicha que remplazó la habitual brisa regular procedente del Norte, y luego el extraño viento húmedo que empezó a soplar del Sur. Los pájaros khalla, esos extraños y larguiruchos carroñeros que merodeaban por la zona como espectros, echaron a volar cuando empezó a soplar ese viento y desaparecieron entre las dunas del desierto occidental como si llevaran demonios agarrados a sus colas.
Eso hubiera debido ser un indicio, pensó Siferra. Cuando los pájaros khalla se alejaron chillando hacia la región de las dunas.
Pero todos habían estado demasiado ocupados excavando para prestar atención a lo que ocurría a su alrededor. Negar lo evidente. Finge que no te das cuenta de los signos de una tormenta de arena que se aproxima, y quizá la tormenta se marche a alguna otra parte.
Y, luego, aquella pequeña nube gris que apareció surgida de la nada en el lejano Norte, aquella mancha opaca en el ardiente escudo del cielo del desierto, que normalmente era siempre tan claro como el cristal…
¿Nube? ¿Tú ves alguna nube? Yo no veo nubes.
De nuevo la negación.
Ahora la nube era un inmenso monstruo negro que llenaba la mitad del cielo. El viento seguía soplando del Sur, pero ya no era húmedo —ahora era como el ardiente rebufar de un horno—, y había otro viento, más fuerte aún, que soplaba de la dirección opuesta. Un viento alimentaba al otro. Y, cuando se encontraran…
—¡Siferra! —aulló Balik—. ¡Ahí viene! ¡Busca refugio!
—¡Lo haré! ¡Lo haré!
No deseaba hacerlo. Lo que deseaba hacer era correr de una zona de la excavación a otra, vigilarlo todo a la vez, mantener bajados los faldones de las tiendas, rodear con sus brazos los fajos de preciosas placas fotográficas, lanzarse contra la fachada de la recientemente excavada Casa Octagonal para proteger los sorprendentes mosaicos que habían descubierto el mes antes.
Pero Balik tenía razón. Siferra había hecho todo lo que había podido, aquella frenética mañana, para proteger en lo posible la excavación. Ahora lo que quedaba por hacer era protegerse, allá a los pies del risco que gravitaba en el extremo superior del yacimiento, y confiar en que se convirtiera para ellos en un baluarte contra toda la fuerza de la tormenta.
Corrió hacia allá. Sus recias y poderosas piernas la llevaron con facilidad sobre la reseca y crujiente arena. Siferra no había cumplido todavía los cuarenta años y era una mujer alta y recia en la plenitud de su fuerza física, y hasta este momento nunca había sentido nada excepto optimismo hacia ningún aspecto de su existencia. Pero, de pronto, todo se había visto en peligro ahora: su carrera académica, su robusta buena salud, quizás incluso su propia vida.
Los otros estaban apiñados juntos en la base del risco, tras una apresuradamente improvisada pantalla de desnudos postes de madera con lonas impermeables unidas a ellos.
—Dejad sitio —dijo Siferra, al tiempo que se abría paso entre ellos.
—Mi dama —gimió Thuvvik—. ¡Mi dama, haga que la tormenta dé la vuelta! —Como si ella fuera alguna especie de diosa con poderes mágicos, Siferra rió secamente. El capataz hizo alguna especie de signo en dirección a ella…, un signo sagrado imaginó.
Los otros obreros, todos ellos hombres del pequeño poblado justo al este de las ruinas, hicieron el mismo gesto y empezaron a murmurarle cosas. ¿Plegarias? ¿A ella? Fue un momento extraño. Aquellos hombres, como sus padres y abuelos, habían estado excavando en Beklimot todas sus vidas, empleados por uno u otro arqueólogo, poniendo al descubierto pacientemente antiguos edificios y cerniendo la arena en busca de diminutos artefactos. Presumiblemente habían sufrido otras tormentas de arena antes. ¿Siempre se mostraban tan aterrados? ¿O era ésta alguna especie de supertormenta?
—Aquí está —murmuró Balik—. Aquí está. —Y se cubrió el rostro con las manos.
Toda la energía de la tormenta de arena estalló sobre ellos.
Al principio Siferra permaneció de pie, mirando a través de una abertura en las lonas la monumental muralla ciclópea de la ciudad al otro lado del camino, como si simplemente manteniendo sus ojos fijos en el lugar fuera capaz de librarlo de todo daño. Pero, al cabo de un momento, eso se hizo imposible. Ráfagas de increíble calor barrían el aire, tan feroces que creyó que su pelo y sus cejas iban a estallar en llamas. Se apartó y alzó un brazo para protegerse el rostro.
Entonces llegó la arena y bloqueó toda visión. Era como un aguacero, una torrencial lluvia sólida. El sonido era tremendo, un tronar que no eran truenos exactamente sino el tamborilear de una miríada de diminutas partículas de arena contra el suelo. Dentro de ese gran sonido había otros, uno deslizante como un susurro, un raspar entrecortado, un delicado tamborileo. Y un terrible aullar. Siferra imaginó toneladas de arena cayendo en cascada, sepultando las paredes, sepultando los templos, sepultando los extensos cimientos de la zona residencial, sepultando todo el campamento.
Y sepultándolos a ellos.
Se situó de cara a la pared del risco y aguardó la llegada del final. Un poco para su sorpresa y pesar, se dio cuenta de que estaba sollozando histéricamente, de que bruscos y profundos gemidos brotaban de lo más profundo de su cuerpo. No quería morir. Por supuesto que no: ¿quién quería? Pero nunca se había dado cuenta hasta este momento de que podía haber algo peor que morir.
Beklimot, el más famoso yacimiento arqueológico del mundo, la más antigua ciudad conocida de la Humanidad, los cimientos de la civilización, iba a ser destruido…, y todo ello como resultado de su negligencia. Generaciones de los más grandes arqueólogos de Kalgash habían trabajado allí en el siglo y medio desde su descubrimiento: primero Galdo 221, el más grande de todos, y luego Marpin, Stinnupad, Shelbik, Numoin, toda la gloriosa lista…, y ahora Siferra, que había dejado todo el lugar estúpidamente desprotegido mientras la tormenta de arena se acercaba.
Mientras Beklimot había permanecido enterrada en la arena, las ruinas habían dormido pacíficamente durante miles de años, preservadas tal como estaban el día en que sus últimos habitantes cedieron finalmente a la rudeza del cambio de clima y abandonaron el lugar. Cada arqueólogo que había trabajado allí desde los días de Galdo había tomado mucho cuidado de exponer tan sólo una pequeña sección del yacimiento, y erigir pantallas y vallas contra la arena para protegerla contra el improbable pero serio peligro de una tormenta de arena. Hasta ahora.
Ella también había erigido las habituales pantallas y vallas, por supuesto. Pero no frente a las nuevas excavaciones, no en la zona del santuario donde había enfocado últimamente sus investigaciones. Algunos de los más antiguos y espléndidos edificios de Beklimot estaban allí. Y ella, impaciente por empezar a excavar, arrastrada por su perpetuo impulso de seguir y seguir adelante, había fracasado en tomar las más elementales precauciones. Pero ahora, con el demoníaco rugir de la tormenta de arena en sus oídos y el cielo negro de destrucción…
Es mejor, pensó Siferra, que yo no sobreviva a esto. Al menos no tendré que leer lo que van a decir acerca de mí en todos los libros de arqueología que se publiquen en los próximos cincuenta años. El gran yacimiento de Beklimot, que contenía datos sin paralelo acerca del primer desarrollo de la civilización en Kalgash hasta su desafortunada destrucción como resultado de las descuidadas prácticas de excavación empleadas por la joven y ambiciosa Siferra 89 de la Universidad de Saro…
—Creo que está acabando —susurró Balik.
—¿El qué? — preguntó Siferra.
—La tormenta. ¡Escucha! Ahí fuera las cosas se están apaciguando.
—Debemos estar sepultados por tanta arena que no podemos oír nada, eso es todo.
—No. ¡No estamos sepultados, Siferra! —Balik tiró de la lona frente a ellos y consiguió alzarla un poco. Siferra atisbó por la zona despejada entre el risco y la muralla de la ciudad.
No pudo creer lo que veían sus ojos.
Lo que vio fue el claro y profundo azul del cielo. Y el brillar de la luz del sol. Era sólo el apagado y gélido resplandor blanco de los soles gemelos Tano y Sitha, pero en aquel momento eran la luz más maravillosa que jamás hubiera deseado ver.
La tormenta había pasado. Todo estaba tranquilo de nuevo.
¿Y dónde estaba la arena? ¿Por qué no estaba todo sepultado por la arena?
La ciudad todavía era visible: los grandes bloques de la muralla de piedra, el reflejo de los mosaicos, el picudo techo de piedra del Templo de los Soles. Incluso la mayor parte de las tiendas estaban aún en pie, incluidas casi todas las importantes. Tan sólo el campamento donde vivían los trabajadores había resultado fuertemente dañado, y eso podía repararse en unas pocas horas.
Aturdida, aún sin atreverse a creerlo, Siferra salió del refugio y miró a su alrededor. El suelo estaba libre de arena suelta. El oscuro estrato duro y recocido que formaba la superficie de la zona de excavación todavía podía verse. Parecía distinto ahora, como si hubiera sufrido una curiosa abrasión, pero estaba limpio de cualquier depósito que la tormenta hubiera traído consigo.
Balik dijo, maravillado:
—Primero vino la arena y luego, detrás de ella, vino el viento. Y el viento se llevó toda la arena que había caído sobre nosotros, se la llevó tan rápido como cayera, y la arrastró consigo hacia el Sur. Un milagro, Siferra. Eso es lo único que podemos llamarlo. Mira…, puedes ver allá donde el suelo ha sido raspado por la abrasión, donde la somera capa superior de arena de la superficie ha sido arrastrada por el viento, quizá cincuenta años de erosión en sólo cinco minutos, pero…
Siferra apenas escuchaba. De pronto sujetó a Balik por el brazo y lo arrastró hacia un lado, lejos del sector principal del emplazamiento de su excavación.
—Mira allí —dijo.
—¿Dónde? ¿Qué?
Señaló:
—La Colina de Thombo.
El estratígrafo de amplios hombros miró.
—¡Dioses! ¡Ha sido hendida hasta la mitad!
La Colina de Thombo era un irregular montículo de mediana altura a unos quince minutos de camino hacia el Sur desde la parte principal de la ciudad. Nadie había trabajado en ella desde hacía más de cien años, desde la segunda expedición del gran pionero Galdo 221, y Galdo no había hallado nada significativo en ella. Era considerada generalmente como tan sólo un montículo al que los ciudadanos de la antigua Beklimot iban a echar su basura doméstica…, interesante en sí mismo, sí, pero trivial en comparación con las maravillas que abundaban en todas partes por otros sectores de la ciudad.
Al parecer, la Colina de Thombo había recibido sobre sí todo el impacto de la tormenta: y lo que generaciones de arqueólogos no se habían molestado en hacer lo había realizado la violencia de la tormenta de arena en tan sólo un momento. Una errática franja en zigzag había sido arrancada de la cara de la colina, como una terrible herida abierta hasta muy profundo en su ladera superior. Y trabajadores de campo experimentados como Siferra y Balik sólo necesitaban echar una única mirada para comprender la importancia de lo que ahora había quedado expuesto.
—Todo un yacimiento urbano debajo del estercolero —murmuró Balik.
—Más de uno, creo. Posiblemente una serie —dijo Siferra.
—¿Tú crees?
—Mira. Mira ahí, a la izquierda.
Balik silbó suavemente.
—¿No es eso una muralla estilo entrecruzado, bajo la esquina de esos cimientos ciclópeos?
—Tú lo has dicho.
Un estremecimiento recorrió la espina dorsal de Siferra. Se volvió hacia Balik y vio que él estaba tan sorprendido como ella. Tenía los ojos muy abiertos, el rostro muy pálido.
—¡En nombre de la Oscuridad! —murmuró roncamente—. ¿Qué es lo que tenemos aquí, Siferra?
—No estoy segura. Pero tengo intención de empezar a descubrirlo ahora mismo. —Volvió la vista hacia el refugio bajo el risco, donde Thuvvik y sus hombres permanecían aún agazapados presas del terror, haciendo gestos sagrados y balbuceando plegarias con voces bajas y aturdidas, como si fueran capaces de comprender que estaban a salvo del poder de la tormenta.
—¡Thuvvik! —gritó Siferra, y le hizo un gesto vigoroso, casi irritado—. ¡Venid aquí fuera, tú y tus hombres! ¡Tenemos trabajo que hacer!
Harrim 682 era un hombre grande y corpulento de unos cincuenta años, con enormes haces de músculos que sobresalían de sus brazos y pecho y una gruesa capa aislante de grasa sobre ellos. Sheerin lo estudió a través de la ventana de la habitación del hospital y supo de inmediato que él y Harrim iban a llevarse bien.
—Siempre me he sentido inclinado hacia la gente que tiene, bueno, un tamaño mayor de lo habitual —explicó el psicólogo a Kelaritan y Cubello—. Yo he sido uno de ellos la mayor parte de mi vida, ¿saben? —Rió agradablemente—. Soy grasa por todas partes. Excepto aquí, por supuesto —añadió con rapidez, mientras se daba unos golpecitos con un dedo en la sien—. ¿Qué tipo de trabajo hace este Harrim?
—Estibador —dijo Kelaritan—. Treinta y cinco años en los muelles de Jonglor. Ganó una entrada para el día de la inauguración del Túnel del Misterio en una lotería. Llevó a toda su familia. Todos resultaron afectados en cierto grado, pero él fue el peor. Eso resulta muy embarazoso para él, el que un hombre grande y fuerte como él sufra un colapso tan total.
—Puedo imaginarlo —asintió Sheerin—. Tendré eso en cuenta. Vamos a hablar con él.
Entraron en la habitación.
Harrim estaba sentado erguido, mirando sin interés un cubo giratorio que lanzaba luces en media docena de colores contra la pared opuesta a su cama. Sonrió afablemente cuando vio a Kelaritan, pero pareció envararse cuando reparó en el abogado Cubello detrás del director del hospital, y su rostro se volvió completamente glacial a la vista de Sheerin.
—¿Quién es él? —preguntó a Kelaritan—. ¿Otro abogado?
—En absoluto. Se trata de Sheerin 501, de la Universidad de Saro. Está aquí para ayudarle a ponerse bien.
—Hum —bufó Harrim—. ¡Otra lumbrera! ¿Qué bien me han hecho ninguno de ustedes?
—Tiene toda la razón —dijo Sheerin—. El único que realmente puede ayudar a Harrim a ponerse bien es Harrim, ¿eh? Usted lo sabe y yo lo sé, y quizás pueda persuadir a la gente del hospital a que lo vean así también. —Se sentó en el borde de la cama. Crujió bajo el peso del sicoanalista—. Al menos en este lugar tienen camas decentes. Han de ser muy buenas si pueden sostenernos a nosotros dos al mismo tiempo. No le gustan los abogados, observo. A mí tampoco, amigo.
—No son más que unos liosos miserables —dijo Harrim—. Llenos de trucos. Te hacen decir cosas que no querías decir, contándote que pueden ayudarte si dices esto y aquello, y luego terminan utilizando tus propias palabras contra ti. Eso es lo que me parece, al menos.
Sheerin alzó la vista hacia Kelaritan.
—¿Es absolutamente necesario que Cubello esté presente en esta entrevista? Creo que las cosas irían mucho mejor sin él.
—Estoy autorizado a tomar parte en cualquier… —empezó a decir rígidamente Cubello.
—Por favor —interrumpió Kelaritan, y la palabra tenía detrás más fuerza que cortesía—. Sheerin tiene razón. Tres visitantes a la vez pueden ser demasiado para Harrim hoy. Y usted ya conoce su historia.
—Bien… —dijo Cubello con rostro sombrío. Pero al cabo de un momento se dio la vuelta y salió de la habitación. Sheerin señaló disimuladamente a Kelaritan que ocupara un asiento en la esquina más alejada de la habitación.
Luego, volviéndose de nuevo al hombre en la cama, le ofreció su sonrisa más afable y dijo:
—Todo esto ha sido más bien duro, ¿verdad'
—Usted lo ha dicho.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
Harrim se encogió de hombros.
—Creo que una semana, dos semanas. O quizás un poco más. No lo sé exactamente. Desde…
Guardó silencio.
—¿La Exposición de Jonglor? —animó Sheerin.
—Desde que hice aquel recorrido, sí.
—Eso es un poco más que sólo una o dos semanas —observó Sheerin.
—¿De veras? —Los ojos de Harrim se velaron. No deseaba oír nada acerca del tiempo que llevaba en el hospital.
Sheerin cambió de táctica.
—Apuesto a que nunca soñó usted que llegaría un día en el que se dijera a sí mismo que se alegraría de volver a los muelles, ¿eh?
Con una sonrisa, Harrim dijo:
—¡Puede volver a decirlo! Amigo, lo que daría por estar manejando esas cajas de un lado para otro mañana. —Se miró las manos. Eran unas manos grandes, poderosas, de gruesos dedos, aplastados en las puntas, uno de ellos torcido a causa de alguna antigua lesión—. Me estoy poniendo blando, tendido aquí todo el tiempo. Cuando vuelva al trabajo ya no serviré para nada.
—¿Qué es lo que le retiene aquí, entonces? ¿Por qué simplemente no se levanta y se pone su ropa de calle y sale de aquí?
Kelaritan, desde su rincón, emitió un leve sonido de advertencia. Sheerin le hizo un gesto de que se mantuviera tranquilo.
Harrim dirigió a Sheerin una mirada de sorpresa.
—¿Simplemente levantarme y salir de aquí?
—¿Por qué no? No está usted prisionero.
—Pero si hiciera eso…, si hiciera eso…
La voz del trabajador portuario murió.
—Si hiciera usted eso, ¿qué? —preguntó Sheerin.
Harrim guardó silencio durante largo rato, el rostro sombrío, la frente fuertemente ceñuda. Fue a hablar varias veces pero se detuvo antes de hacerlo. El psicólogo aguardó pacientemente. Al fin, Harrim dijo, en un tono tenso, ronco, medio estrangulado:
—No puedo salir de aquí. Debido a…, debido…, debido a… —Luchó consigo mismo—. La Oscuridad —dijo al fin.
—La Oscuridad —repitió Sheerin.
La palabra colgó allí entre los dos como una cosa tangible.
Harrim parecía trastornado por aquello, incluso avergonzado. Sheerin recordó que entre la gente de la clase de Harrim aquélla era una palabra que raras veces se usaba en compañía educada. Para Harrim, el término era, si no francamente obsceno, sí en un cierto sentido sacrílego. A nadie en Kalgash le gustaba pensar en la Oscuridad; pero cuanta menos educación poseía uno, más amenazador resultaba dejar que la mente se centrara en la posibilidad de que los seis amigables soles desaparecieran de algún modo a la vez totalmente del cielo, que reinara la absoluta oscuridad. La idea era impensable…, literalmente impensable.
—La Oscuridad, sí —dijo Harrim—. De lo que tengo miedo es de que…, de que si salgo fuera me encontraré de nuevo en la Oscuridad. Eso es. La Oscuridad, por todas partes de nuevo.
—Ha habido una completa reversión de los síntomas en las últimas semanas —dijo Kelaritan en voz baja—. Al principio era precisamente lo opuesto. No podías hacerle entrar en un lugar cerrado a menos que lo sedaras. Al empezar fue un poderoso caso de claustrofobia; luego, después de un cierto tiempo, un cambio total a claustrofilia. Creemos que es un síntoma de que se está curando.
—Quizá sí —admitió Sheerin—. Pero, si no le importa…
Se dirigió de nuevo a Harrim, amablemente:
—Usted fue uno de los primeros en efectuar el recorrido por el Túnel del Misterio, ¿no es así?
—El primer día, sí. —Una nota de orgullo brotó en la voz de Harrim—. Se hizo una lotería en la ciudad. Un centenar de personas obtuvieron recorridos gratis. Debieron de venderse un millón de boletos, y el mío fue el quinto elegido. Yo, mi esposa, mi hijo, mis dos hijas, todos fuimos. El primer día.
—¿Quiere hablarme un poco acerca de cómo fue todo?
—Bueno —dijo Harrim—. Fue… —Hizo una pausa—. Nunca antes había estado en la Oscuridad, ¿sabe? Ni siquiera en una habitación a oscuras. Nunca. No era algo que me interesara. Siempre teníamos una luz de vela en el dormitorio cuando yo era pequeño, y cuando me casé y tuve mi propia casa instalé una también, por supuesto. Mi esposa opina lo mismo que yo. La Oscuridad no es natural. No es algo que se supone que deba existir.
—Pero participó usted en la lotería.
—Bueno, era una ocasión única. Y se trataba de diversión, ¿sabe? Algo especial. Una auténtica fiesta. La gran exposición, el cincuentenario de la ciudad, ¿no? Todo el mundo compraba boletos. Y pensé: eso tiene que ser algo diferente, tiene que ser algo realmente bueno, o de otro modo no lo hubieran construido. Así que compré el boleto. Y, cuando gané, todo el mundo en los muelles se sintió celoso, y todos desearon que el boleto hubiera sido el suyo, algunos de ellos incluso quisieron comprármelo… No, señor, les dije, no está a la venta, es nuestro boleto, el mío y de mi familia…
—¿Así que se sentía excitado acerca de efectuar el trayecto en el Túnel?
—Oh, sí. Apueste a que sí.
—¿Y cuando lo estuvo efectuando realmente? ¿Cuándo empezó el trayecto? ¿Qué sintió entonces?
—Bueno… —empezó a decir Harrim. Se humedeció los labios, y sus ojos parecieron mirar hacia una gran distancia—. Estaban esos cochecitos, ¿sabe?, sólo una especie de tablas con asientos, abiertos por arriba. Entrabas en ellos, seis personas en cada uno, aunque nos dejaron ir sólo a nosotros cinco, porque éramos una familia y casi éramos los suficientes para llenar todo un coche sin tener que poner a un desconocido con nosotros. Y entonces oías una música y el coche empezaba a moverse dentro del Túnel. Muy lentamente, no como lo haría un coche en la carretera, apenas arrastrándose. Y entonces estabas dentro del Túnel. Y entonces…, entonces…
Sheerin aguardó de nuevo.
—Adelante —dijo al cabo de un minuto, cuando Harrim no mostró ningún signo de continuar—. Hábleme de ello. Quiero saber cómo era aquello, de veras.
—Entonces la Oscuridad —dijo Harrim roncamente. Sus grandes manos se estremecieron ante el recuerdo—. Caía sobre ti como si hubieran dejado caer un sombrero gigante encima de tu cabeza, ¿sabe? Y todo se volvió negro de pronto. —Los estremecimientos se estaban convirtiendo en un violento temblor—. Oí reír a mi hijo Trinit. Es un chico listo, Trinit. Pensaba que la Oscuridad era algo sucio, apueste a que sí. De modo que se echó a reír, y yo le dije que se callara, y entonces una de mis hijas se puso a llorar un poco, y yo le dije que todo estaba bien, que no había nada de lo que preocuparse, que aquello iba a durar sólo quince minutos, y que ella debía considerarlo como si fuera un desafío, no algo de lo que asustarse. Y entonces…, entonces…
Silencio de nuevo. Esta vez Sheerin no le animó a seguir.
—Entonces la sentí cerrarse sobre mí. La Oscuridad. Todo era Oscuridad… No puede imaginar usted lo que era…, no puede imaginar lo negro que era…, lo negro…, la Oscuridad…, la Oscuridad…
Harrim se estremeció de pronto y grandes sollozos desgarradores brotaron de él, casi como convulsiones.
—La Oscuridad…, ¡oh, Dios, la Oscuridad…!
—Tranquilo, hombre. No hay nada que temer aquí. ¡Mire la luz del sol! Cuatro soles hoy, Harrim. Tranquilo, hombre…
—Déjeme ocuparme de esto —indicó Kelaritan. Había acudido corriendo al lado de la cama cuando empezaron los sollozos. Una aguja brilló en su mano.. La apoyó contra el musculoso brazo de Harrim y hubo un breve zumbido. Harrim se calmó casi de inmediato. Se derrumbó hacia atrás contra la almohada y sonrió con ojos vidriosos—. Tenemos que dejarle ahora —dijo Kelaritan.
—Pero apenas hemos empezado a…
—Nada de lo que diga durante horas va a tener sentido. Será mejor que vayamos a almorzar.
—A almorzar, sí —dijo Sheerin, sin mucha convicción. Para su propia sorpresa, apenas tenía apetito. A duras penas podía recordar las veces en que se había sentido así—. ¿Y él es uno de los más fuertes que tienen?
—Uno de los más estables, sí.
—¿Cómo están los otros, entonces?
—Algunos en estado completamente catatónico. Otros necesitan sedación al menos la mitad del tiempo. En el primer estadio, como dije, no desean entrar en ningún lugar cerrado. Cuando salieron del Túnel parecían estar en perfecto estado, ¿sabe?, excepto que habían desarrollado una claustrofobia instantánea. Se negaban a entrar en los edificios: cualquier edificio, incluidos palacios, mansiones, casas de apartamentos, casas de vecindad, chozas, cabañas, cobertizos y tiendas.
Sheerin sintió una profunda sensación de shock. Su tesis doctoral había versado sobre los desórdenes inducidos por la oscuridad. Por eso le habían pedido que acudiera allí. Pero nunca había oído nada tan extremo como esto.
—¿No querían entrar en absoluto en ningún local cerrado? ¿Dónde dormían?
—Al aire libre.
—¿Intentó alguien obligarles a entrar en algún sitio?
—Oh, lo hicieron, por supuesto, lo hicieron. En todos los casos esas personas sufrieron un ataque de histeria violenta. Algunos de ellos incluso desarrollaron tendencias suicidas…, se lanzaron contra una pared y golpearon sus cabezas contra ella, cosas así. Una vez los tenías dentro de algún sitio, no podías retenerlos sin una camisa de fuerza y una buena inyección inmovilizadora o algún sedante fuerte.
Sheerin contempló al gran estibador, que ahora estaba durmiendo, y agitó la cabeza.
—Pobres diablos.
—Ésa fue la primera fase. Harrim se halla en la segunda fase ahora, la claustrofílica. Se ha adaptado a estar aquí, y el síndrome ha dado completamente la vuelta. Sabe que está seguro aquí dentro en el hospital, con brillantes luces todo el tiempo a su alrededor. Pero aunque puede ver los soles brillar a través de la ventana, tiene miedo a ir fuera. Cree que fuera está oscuro.
—Pero eso es absurdo —dijo Sheerin—. Nunca es oscuro fuera.
Apenas decir aquello se sintió como un estúpido.
Kelaritan remachó el tema, de todos modos.
—Todos sabemos eso, doctor Sheerin. Cualquier persona cuerda lo sabe. Pero el problema con la gente que se ha sumido en el trauma en el Túnel del Misterio reside en que ya no está cuerda.
—Sí. Eso deduzco —dijo Sheerin avergonzadamente.
—Puede entrevistarse con algunos de nuestros otros pacientes más tarde —dijo Kelaritan—. Quizás ellos le proporcionen algunas otras perspectivas del problema. Y luego, mañana, le llevaremos a ver el Túnel en sí. Lo hemos cerrado, por supuesto, ahora que sabemos las dificultades, pero los padres de la ciudad se sienten muy ansiosos por hallar alguna forma de reabrirlo. La inversión, según tengo entendido, fue inmensa. Pero primero vayamos a almorzar, ¿de acuerdo, doctor?
—A almorzar, sí —repitió Sheerin, con menos entusiasmo aún que antes.
La gran cúpula del observatorio de la Universidad de Saro, que se alzaba majestuosamente dominando las boscosas laderas del monte del Observatorio, resplandecía brillante a la luz de última hora de la tarde. El pequeño orbe rojo de Dovim se había deslizado ya más allá del horizonte, pero Onos estaba aún alto en el Oeste, y Trey y Patru, que cruzaban el cielo por el Este en una pronunciada diagonal, arrojaban brillantes senderos de luz a lo largo de la enorme cara de la cúpula.
Beenay 25, un esbelto y ágil joven de modales rápidos y alertas, fue de un lado para otro con paso vivo por el pequeño apartamento en Ciudad de Saro, debajo del observatorio, que compartía con su compañera contractual, Raissta 717, reuniendo sus libros y papeles.
Raissta, arrellanada confortablemente en la desgastada tapicería verde de su pequeño diván, alzó la vista y frunció el ceño.
—¿Vas a alguna parte, Beenay?
—Al observatorio.
—Pero si es muy pronto. Normalmente no vas allí hasta después de la puesta de Onos. Y todavía faltan horas para eso.
—Hoy tengo una cita, Raissta.
Ella le dirigió una mirada cálida y seductora. Ambos eran estudiantes graduados a punto de cumplir la treintena, ambos eran profesores ayudantes, él de astronomía, ella de biología, y llevaban tan sólo siete meses como compañeros contractuales. Su relación se hallaba aún en el primer florecimiento de la excitación. Pero ya habían surgido problemas. Él hacía su trabajo durante las últimas horas, cuando normalmente sólo unos pocos de los soles menores se hallaban en el cielo. Ella se hallaba en sus mejores momentos en el período de máxima luz, bajo el resplandor dorado del brillante Onos.
Últimamente él había pasado cada vez más y más tiempo en el observatorio, y había llegado un momento en el que apenas coincidían despiertos. Beenay sabía lo difícil que resultaba aquello para ella. También resultaba difícil para él. De todos modos, el trabajo que estaba efectuando sobre la órbita de Kalgash era muy exigente y le conducía a regiones cada vez más difíciles que hallaba a la vez provocativas y alarmantes. Si tan sólo Raissta fuera paciente unas pocas semanas más…, uno o dos meses quizá…
—¿No puedes quedarte un poco más esta tarde? —preguntó ella. Beenay sintió que se le desfondaba el corazón. Raissta le miraba de aquella forma tan peculiar de ven-aquí-y-juguemos. No resultaba fácil resistirse, y en realidad no deseaba hacerlo. Pero Yimot y Faro estarían esperándole.
—Te lo he dicho. Tengo una…
—… cita, sí. Bueno, yo también. Contigo.
—¿Conmigo?
—Ayer dijiste que tal vez tuvieras algo de tiempo libre esta tarde. Contaba con ello, ¿sabes? Me agencié yo también un poco de tiempo libre, de hecho hice mi trabajo de laboratorio esta mañana, así que…
Las cosas se ponían cada vez peores, pensó Beenay. Recordaba haber dicho algo acerca de aquella tarde, olvidando por completo el hecho de que había arreglado las cosas para reunirse con los dos jóvenes estudiantes.
Ella hizo un mohín, sin dejar de algún modo de sonreír al mismo tiempo, un truco que había conseguido perfeccionar. Beenay deseó olvidarlo todo acerca de Faro y Yimot y dirigirse directamente hacia ella. Pero, si hacía eso, llegaría una hora tarde a su cita con ellos, y eso no era justo. Dos horas, quizá.
Y tenía que admitirse a sí mismo que se sentía desesperadamente ansioso por saber si los cálculos de los dos hombres habían confirmado los suyos.
Era prácticamente una lucha entre dos fuerzas iguales: el poderoso atractivo de Raissta por una parte, y el deseo de descansar su mente acerca de un importante asunto científico por la otra. Y, aunque tenía la obligación de llegar a la hora a su cita, Beenay se dio cuenta no sin cierta confusión de que en cierto modo había establecido una cita con Raissta también…, y de que se trataba no sólo de un asunto de obligación sino también de deleite.
—Mira —dijo, al tiempo que se dirigía al diván y tomaba la mano de ella entre las suyas—. No puedo estar en dos lugares a la vez, ¿de acuerdo? Y, cuando te dije lo que te dije ayer, olvidé que Faro y Yimot vendrían hoy a verme al observatorio. Pero haré un trato contigo. Déjame subir allí y arreglar las cosas con ellos, y luego me saltaré todo lo demás y volveré aquí dentro de un par de horas. ¿Qué te parece?
—Se supone que tienes que fotografiar esos asteroides esta tarde —dijo ella, con un mohín de nuevo, y esta vez sin sonreír en absoluto.
—¡Maldita sea! Bueno, le pediré a Thilanda que haga el trabajo fotográfico por mí, o a Hikkinan. O a alguien. Volveré a la puesta de Onos, es una promesa.
—¿Una promesa?
Él apretó fuertemente su mano y le ofreció una rápida sonrisa insinuante.
—Una que pienso mantener. Puedes apostar lo que quieras. ¿De acuerdo? ¿No estás enfadada?
—Bueno…
—Me sacaré a Faro y Yimot de encima tan rápido como pueda.
—Será mejor que lo hagas. —Y, mientras él reunía sus papeles de nuevo, añadió—: De todos modos, ¿por qué es tan terriblemente importante este asunto con Faro y Yimot?
—Trabajo de laboratorio. Estudios gravitatorios.
—Debo decir que para mí no suena en absoluto importante.
—Espero que resulte no ser importante para nadie —respondió Beenay—. Pero eso es algo que necesito descubrir lo antes posible.
—Me gustaría saber de qué estás hablando.
Él echó una ojeada a su reloj e inspiró profundamente. Supuso que podía quedarse allí otro minuto o dos.
—Sabes que últimamente he estado trabajando en el problema del movimiento orbital de Kalgash en torno a Onos, ¿no?
—Por supuesto.
—Muy bien. Hace un par de semanas descubrí una anomalía. Mis números orbitales no encajaban con la Teoría de la Gravitación Universal. Así que los comprobé, naturalmente, pero me dieron exactamente el mismo resultado la segunda vez. Y la tercera. Y la cuarta. Siempre la misma anomalía, no importaba el método de cálculo que utilizara.
—Oh, Beenay, lamento tanto oír eso. Has trabajado tan duro en ello, lo sé, y descubrir ahora que tus conclusiones no son correctas…
—¿Y si lo fueran a pesar de todo?
—Pero has dicho…
—En este punto no sé si mis cálculos son correctos o erróneos. Hasta ahora todo lo que puedo decir es que son correctos, pero no parece concebible que lo sean. Los he comprobado y comprobado y comprobado, y cada vez he obtenido el mismo resultado, tras todo tipo de comprobaciones para asegurarme de que no he cometido ningún error en ellos. Pero el resultado que obtengo es imposible. La única explicación a la que puedo llegar es que parto de una suposición disparatada y lo hago todo correctamente desde entonces, en cuyo caso voy a encontrarme con la misma respuesta equivocada no importa el método que utilice para comprobar mis cálculos. Puede que esté ciego a algún problema fundamental en la base de todo mi conjunto de postulados. Si empiezas como una cifra equivocada para la masa planetaria, por ejemplo, hallarás una órbita equivocada para tu planeta no importa lo exactos que sean todo el resto de tus cálculos. ¿Me sigues?
—Hasta ahora, sí.
—En consecuencia he dado el problema a Faro y Yimot, sin decirles realmente de qué se trataba, y les he pedido que calculen todo el asunto desde el principio. Son unos chicos brillantes. Puedo contar con ellos para que hagan unos cálculos decentes. Y si terminan con la misma conclusión que yo, y además llegan a ella desde un ángulo que excluya completamente cualquier error que yo pueda haber metido en mi línea de razonamiento, entonces tendré que admitir que mis cifras son correctas después de todo.
—Pero no pueden hacerlo, Beenay. ¿No acabas de decir que tus resultados son contrarios a la Ley de la Gravitación Universal?
—¿Y si la Ley de la Gravitación Universal es errónea, Raissta?
—¿Qué? ¿Qué?
Se lo quedó mirando fijamente. Había un asombro total en sus ojos.
—¿Ves el problema? —preguntó Beenay—. ¿Ves por qué necesito saber inmediatamente lo que Yimot y Faro han encontrado?
—No —dijo ella—. No, no lo veo en absoluto.
—Hablaremos de ello más tarde. Te lo prometo.
—Beenay… —medio decepcionada.
—Tengo que irme. Pero volveré tan pronto como pueda. ¡Es una promesa, Raissta! ¡Una promesa!
Siferra se detuvo tan sólo el tiempo suficiente para tomar un pico y un cepillo de la tienda del equipo, que había sido medio derribada hacia un lado por la tormenta de arena pero estaba todavía razonablemente intacta. Luego trepó por el lado de la Colina de Thombo, con Balik izándose enérgicamente a sus talones. El joven Eilis 18 estaba asomado en el refugio bajo el risco ahora, y permanecía con la vista alzada hacia ellos. Thuvvik y su grupo de trabajadores estaban un poco más atrás, observando, rascándose desconcertados la cabeza.
—Cuidado —advirtió Sierra a Balik, cuando hubo alcanzado el inicio de la canal abierta que la tormenta de arena había excavado en la colina—. Voy a intentar un corte de prueba.
—¿No deberíamos fotografiarlo primero y…?
—He dicho cuidado —dijo ella secamente, mientras clavaba su pico en la ladera de la colina y lanzaba una lluvia de tierra suelta rodando contra la cabeza y hombros de su compañero.
Éste saltó hacia un lado, escupiendo arena.
—Lo siento —dijo ella, sin mirar hacia abajo. Clavó el pico en la ladera una segunda vez y abrió más la canal de la tormenta. Sabía que cortar de aquel modo no era la mejor de las técnicas. Su mentor, el gran viejo Shelbik, se estaría probablemente agitando en su tumba. Y el fundador de su ciencia, el reverenciado Galdo 221, debía de estar mirando sin duda hacia abajo desde su exaltado lugar en el panteón de los arqueólogos y sacudiendo tristemente la cabeza.
Por otro lado, Shelbik y Galdo habían tenido la oportunidad de poner al descubierto lo que había en la Colina de Thombo, y no la habían aprovechado. Si ella se sentía un poco demasiado excitada ahora, con una prisa ligeramente excesiva en su ataque, bueno, simplemente tendrían que perdonarla. Ahora que la aparente calamidad de la tormenta de arena se había transformado en una extraordinaria buena suerte, ahora que la aparente ruina de su carrera se había convertido inesperadamente en la base de su encumbramiento, Siferra era incapaz de contenerse y no descubrir de inmediato lo que había enterrado allí. No podía. Absolutamente no podía.
—Mira… —murmuró, echando una gran masa de recubrimiento a un lado y empezando a trabajar con el cepillo—. Tenemos una capa carbonizada aquí, justo al nivel de los cimientos de la ciudad ciclópea. El lugar debió de arder hasta la misma piedra. Pero si miras un poco más abajo en la colina podrás ver que la ciudad estilo entrecruzado se asienta inmediatamente debajo de esta línea de fuego…, la gente ciclópea simplemente clavó sus monumentales cimientos encima de la ciudad más antigua…
—Siferra… —empezó a decir Balik, intranquilo.
—Lo sé, lo sé. Pero déjame al menos empezar a ver lo que hay aquí. Sólo un pequeño sondeo ahora, y luego podremos ponernos a hacer las cosas de la manera adecuada. —Tenía la sensación de estar transpirando de la cabeza a los pies. Empezaban a dolerle los ojos, tan intensamente miraba—. ¿Lo ves? Estamos todavía casi en la parte superior de la colina, y ya tenemos dos ciudades. Y supongo que, si abrimos el montículo un poco más, en alguna parte alrededor de donde podemos esperar hallar los cimientos de la gente del estilo entrecruzado, encontraremos…, ¡sí! ¡Sí! ¡Aquí! ¡Por la Oscuridad, mira eso, Balik! ¡Simplemente mira!
Señaló triunfante con la punta de su pico.
Era evidente otra oscura línea de carbón ante ellos, cerca de los cimientos del edificio estilo entrecruzado. El segundo nivel más alto también había sido destruido por el fuego, del mismo modo que el ciclópeo. Y, por el aspecto que tenían las cosas, se asentaba sobre las ruinas de un poblado aún más antiguo.
Balik se sentía atrapado ahora también por la fiebre. Se pusieron a trabajar juntos para dejar al descubierto la cara exterior de la colina, a medio camino entre el nivel del suelo y la rota parte superior. Eilis les llamó para preguntarles qué estaban haciendo, por Kalgash, pero le ignoraron. Prendidos por el ansia y la curiosidad, abrieron rápidamente la arena compactada por el viento, avanzando cinco centímetros al interior de la colina, diez, quince…
—¿Ves lo que veo yo? —exclamó Siferra.
—Otro poblado, sí. Pero, ¿qué tipo de arquitectura es ésta, puedes decírmelo?
Ella se encogió de hombros.
—Es nuevo para mí.
—Y para mí también. Algo muy arcaico, eso seguro.
—No hay duda al respecto. Pero creo que no es lo más arcaico que tenemos aquí, en absoluto. —Siferra miró hacia el distante suelo—. ¿Sabes lo que pienso, Balik? Hemos descubierto cinco ciudades aquí, seis, siete, quizás ocho, cada una directamente encima de la anterior. ¡Tú y yo podríamos pasar el resto de nuestras vidas cavando en esta colina!
Se miraron el uno al otro, maravillados.
—Será mejor que bajemos y tomemos algunas fotos ahora. —Se sentía casi tranquila de pronto. Ya había bastante de aquel furioso picar y cavar, pensó. Era hora de volver a ser profesionales. Tenían que enfrentarse a aquella colina como eruditos, no como buscadores de tesoros o periodistas.
Que Balik tomara sus fotografías primero, desde todos los ángulos. Luego tomarían muestras del suelo a nivel superficial, y clavarían los primeros marcadores, y seguirían paso a paso todo el resto de los procedimientos preliminares estándar.
Luego un corte de prueba, un atrevido pozo directamente a través de la colina, para obtener una idea de lo que tenían realmente allí.
Y luego, se dijo a sí misma, pelaremos esta colina capa tras capa. La abriremos por completo, arrancaremos cada estrato para mirar lo que hay en el de debajo, hasta que alcancemos el suelo virgen. Y cuando hayamos hecho todo eso, se juró, sabremos más de la prehistoria de Kalgash de lo que todos mis predecesores puestos juntos han sido capaces de averiguar desde que los primeros arqueólogos llegaron a Beklimot para excavar.
—Lo hemos arreglado todo para su inspección del Túnel del Misterio, doctor Sheerin —dijo Kelaritan—. Si está usted frente a su hotel dentro de una hora, nuestro coche le recogerá.
—De acuerdo —dijo Sheerin—. Le veré dentro de una hora.
El grueso psicólogo colgó el auricular y se miró solemnemente en el espejo opuesto a su cama.
El rostro que le devolvió la mirada era un rostro turbado. Parecía tan consumido y ojeroso que tironeó de sus mejillas para asegurarse de que todavía estaban allí. Sí, allí estaban, sus familiares mejillas carnosas. No había perdido ni un gramo. La consunción estaba toda en su mente.
Sheerin había dormido mal —en realidad apenas había dormido, o eso le parecía ahora—, y ayer tan sólo había picoteado su comida. Y en estos momentos no tenía el menor apetito. El pensamiento de bajar a tomar el desayuno no le atraía en lo más mínimo. No sentirse hambriento era un concepto extraño para él.
¿Era lo taciturno de su humor, se preguntó, el resultado de sus entrevistas con los infelices pacientes de Kelaritan ayer?
¿O simplemente le aterraba la idea de cruzar el Túnel del Misterio?
Ciertamente, ver a aquellos tres pacientes no había sido fácil. Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que había hecho trabajo clínico, y evidentemente su estancia entre los académicos de la Universidad de Saro había atenuado el distanciamiento profesional que permitía a los miembros de las artes curativas enfrentarse a la enfermedad sin verse abrumados por la compasión y el pesar. Sheerin se sintió sorprendido ante aquello, ante la piel fina y el corazón tierno que parecía haber desarrollado.
Aquel primer paciente, Harrim, el estibador…, parecía lo bastante recio como para soportar cualquier cosa. Y, sin embargo, quince minutos de Oscuridad en su trayecto a través del Túnel del Misterio lo habían reducido a un estado tal que el simple hecho de revivir el trauma en su memoria lo sumía en una balbuceante histeria. Qué terriblemente triste era aquello.
Y luego los otros dos, por la tarde…, estaban en peor estado aún. Gistin 190, la maestra de escuela, aquella encantadora y frágil mujer de ojos oscuros e inteligentes…, no había sido capaz de dejar de sollozar ni un solo momento y, aunque podía hablar claramente y bien, al menos al principio, su historia había degenerado a meros balbuceos incoherentes al cabo de unas pocas frases. Y Chimmilit 97, el atleta de la escuela secundaria, evidentemente un espécimen en perfecta forma física… Sheerin iba a tardar en olvidar cómo había reaccionado el muchacho a la vista del cielo vespertino cuando Sheerin abrió las contraventanas de su habitación. Allí estaba Onos brillando en el Oeste, y todo lo que aquel fornido y apuesto muchacho consiguió decir fue «La Oscuridad…, la Oscuridad…», ¡antes de darse la vuelta e intentar ocultarse debajo de su cama!
La Oscuridad…, la Oscuridad…
Y ahora, pensó Sheerin lúgubremente, es mi turno de efectuar el trayecto por el Túnel del Misterio.
Por supuesto, podía simplemente renunciar. No había nada en su contrato como consultor con la Municipalidad de Jonglor que requiriera arriesgar su cordura. Había sido capaz de presentar una opinión bastante válida sin necesidad de poner su cuello en peligro.
Pero algo en él se rebelaba ante tal timidez. Su orgullo profesional, si no otra cosa, lo empujaba hacia el Túnel. Estaba allí para estudiar el fenómeno de la histeria de masas, y para ayudar a esa gente a elaborar formas no sólo de curar a las actuales víctimas sino de prevenir recurrencias de tales tragedias. ¿Cómo podía dignarse explicar lo que les había ocurrido a las victimas del Túnel si no efectuaba un profundo estudio personal de la causa de sus trastornos? Tenía que hacerlo. No sería honesto actuar de otro modo.
Y tampoco deseaba que nadie, ni siquiera esos extranjeros aquí en Jonglor, pudiera acusarle de cobardía. Recordaba las burlas de su infancia: «¡Gordito es un cobarde! ¡Gordito es un cobarde!» Todo porque no había querido subirse a un árbol que estaba a todas luces más allá de las capacidades de su pesado y mal coordinado cuerpo. Pero Gordito no era un cobarde. Sheerin lo sabía. Se sentía satisfecho consigo mismo: un hombre cuerdo y bien equilibrado. Simplemente no quería que otras personas hicieran suposiciones incorrectas acerca de él debido a su poco heroica apariencia.
Además, menos de uno de cada diez de todos aquellos que habían cruzado el Túnel del Misterio habían salido de él mostrando algún síntoma de alteración emocional. Y esa gente tenía que haber sido vulnerable de alguna manera especial. Precisamente debido a que estaba tan cuerdo, se dijo a sí mismo, debido a que estaba tan bien equilibrado, no tenía nada que temer.
Nada…
que…
temer…
Siguió repitiéndose esas palabras hasta que se sintió casi tranquilo.
Aún así, Sheerin no se sentía tan alegre como de costumbre cuando bajó la escalera para aguardar el coche del hospital que le recogería.
Kelaritan estaba allí, y Cubello, y una mujer de aspecto impresionante llamada Varitta 312, que le fue presentada como uno de los ingenieros que habían diseñado el Túnel. Sheerin los saludó a todos con cordiales apretones de manos y una amplia sonrisa que esperó que pareciera convincente.
—Un hermoso día para un viaje al parque de diversiones —dijo, intentando sonar jovial.
Kelaritan le miró de una forma extraña.
—Me alegro de que sienta así. ¿Durmió usted bien, doctor Sheerin?
—Muy bien, gracias…, tan bien como podía esperarse, debería decir. Después de ver a toda esa gente infeliz ayer.
—¿No se siente usted optimista acerca de sus posibilidades de recuperación, entonces? —preguntó Cubello.
—Me gustaría sentirme optimista —le dijo Sheerin al abogado de forma ambigua.
El coche avanzó suavemente por la calle.
—Son unos veinte minutos de camino hasta los terrenos de la Exposición del Centenario —dijo Kelaritan—. La Exposición en sí estará atestada, lo está cada día, pero hemos hecho acordonar una amplia sección de la zona de diversiones a fin de que no seamos molestados. El Túnel del Misterio en sí, como usted sabe, ha permanecido cerrado desde que se hizo evidente toda la extensión de los trastornos.
—¿Quiere decir las muertes?
—Evidentemente, no podíamos permitir que siguiera abierto después de eso —dijo Cubello—. Pero tiene que darse cuenta usted de que habíamos estudiado su cierre desde mucho antes. Era una cuestión de determinar si la gente que parecía haber sufrido trastornos por su trayecto a través del Túnel había sufrido realmente algún daño, o simplemente se dejaba arrastrar por la histeria popular.
—Por supuesto —dijo Sheerin con tono seco—. El Concejo de la Ciudad no desearía cerrar una atracción que proporcionaba buenos dividendos excepto por una muy buena razón. Como el tener a un puñado de sus clientes muertos de repente por el miedo, supongo.
La atmósfera en el coche se volvió claramente helada. Al cabo de un rato, Kelaritan dijo:
—El Túnel no era tan sólo una atracción que proporcionaba buenos dividendos, sino también una que casi todo el mundo que asistía a la Exposición estaba ansioso por experimentar, doctor Sheerin. Tengo entendido que miles de personas tenían que volverse hacia sus casas sin haber podido efectuar el trayecto.
—¿Pese a que se hizo evidente desde el primer día que algunos que aquellos que cruzaban el Túnel, como Harrim y su familia, salían de él en un estado psicópata?
—En especial debido a ello, doctor —dijo Cubello.
—¿Qué?
—Discúlpeme si parece que intento explicarle su propia especialidad —dijo untuosamente el abogado—. Pero me gustaría recordarle que hay una fascinación en sentirse asustado cuando se es parte del juego. Un niño nace con tres miedos instintivos: los ruidos fuertes, caer, y la total ausencia de luz. Por eso se considera tan divertido saltar por sorpresa sobre alguien y decir: «Buuu». Por eso resulta tan emocionante subir a una montaña rusa. Y por eso el Túnel del Misterio era algo que todo el mundo deseaba ver de primera mano. La gente salía de esa Oscuridad temblando, sin aliento, medio muerta de miedo, pero todos seguían pagando por entrar. El hecho de que unos pocos que hacían el trayecto salieran de él en un estado más bien intenso de shock no hacía más que añadirse al atractivo.
—Porque la mayoría de la gente suponía que ellos serían lo bastante duros como para resistir lo que fuera que había sacudido tanto a los otros, ¿es eso?
—Exacto, doctor.
—¿Y cuando algunas personas salieron no sólo muy alteradas, sino realmente muertas de miedo? Aunque los directores de la Exposición no hubieran podido ver claramente la necesidad de cerrar el Túnel después de eso, imaginó que los clientes potenciales deberían de haberse vuelto muy escasos y muy espaciados, después de que circularan las noticias de las muertes.
—Oh, completamente al contrario —dijo Cubello, con una sonrisa triunfal—. Actuó el mismo mecanismo psicológico, aunque de una forma más fuerte. Después de todo, si la gente con el corazón débil deseaba cruzar el Túnel, era bajo su propio riesgo, así que, ¿por qué sorprenderse de lo que les ocurriera? El Concejo de la Ciudad discutió largamente todo el asunto y finalmente llegó al acuerdo de poner un médico en la oficina de la entrada y hacer que cada cliente se sometiera a un examen físico antes de entrar en el cochecito. Eso lo que hizo fue incrementar la venta de billetes.
—En ese caso —dijo Sheerin—, ¿por qué está cerrado el Túnel ahora? Por lo que dicen ustedes, cabría esperar que estuviera haciendo un gran negocio, con colas que se extendieran desde Jonglor hasta Khunabar, multitud de personas metiéndose por la entrada y un constante fluir de cadáveres siendo sacados por la salida.
—¡Doctor Sheerin!
—Bueno, ¿por qué no sigue abierto, si ni siquiera las muertes trastornaban a nadie?
—Problemas de responsabilidad con el seguro —dijo Cubello.
—Ah. Por supuesto.
—Pese a su pequeña broma macabra, en realidad las muertes fueron muy pocas y muy distanciadas…, tres, creo, o quizá cinco. Las familias de los fallecidos recibieron las correspondientes indemnizaciones y los casos fueron cerrados. Lo que en definitiva se convirtió en un problema para nosotros no fue el índice de muertes, sino el índice de supervivencias entre aquellos que sufrieron alteraciones traumáticas. Empezó a hacerse claro que algunos podían requerir hospitalización durante prolongados períodos de tiempo…, un gasto a tener en cuenta, un constante drenaje financiero para la municipalidad y sus aseguradoras.
—Entiendo —dijo Sheerin de mal humor—. Si simplemente caen muertos, es un gasto de una sola vez. Pagas a los familiares y ya está todo. Pero si han de permanecer meses o incluso años en una institución pública, el precio puede resultar demasiado alto.
—Quizá planteado de una forma demasiado cruda —dijo Cubello—, pero ésos fueron en esencia los cálculos que el Concejo de la Ciudad se vio obligado a realizar.
—El doctor Sheerin parece un tanto malhumorado esta mañana —observó Kelaritan al abogado—. Es posible que la idea de cruzar personalmente el Túnel le haya trastornado algo.
—En absoluto —dijo Sheerin de inmediato.
—Naturalmente, supongo que comprende que no hay una auténtica necesidad de que usted…
—La hay —dijo Sheerin.
Hubo un silencio en el coche. Sheerin miró sombríamente el cambiante paisaje, los curiosos árboles angulares de escamosa corteza, los arbustos con flores de extraños tonos metálicos, las peculiarmente altas y estrechas casas con puntiagudos aleros. Raras veces había estado tan al norte antes. Había algo muy desagradable en el aspecto de toda la provincia…, y de aquel grupo de personas cínicas de melosas palabras también. Se dijo a sí mismo que se alegraría de regresar a Saro.
Pero primero… el Túnel del Misterio…
La Exposición del Centenario de Jonglor se extendía sobre una enorme zona de parque justo al este de la ciudad. Era una mini-ciudad en sí misma, y completamente espectacular a su propia manera, pensó Sheerin. Vio fuentes, arcadas, resplandecientes torres rosas y turquesas de iridiscente plástico tan duro como la piedra. Grandes salones de exposición ofrecían tesoros artísticos de cada provincia de Kalgash, muestras industriales, las últimas maravillas científicas. Mirara donde mirase, había algo inhabitual y hermoso para atraer sus ojos. Miles de personas, quizá centenares de miles, recorrían sus resplandecientes y elegantes bulevares y avenidas.
Sheerin había oído siempre que la Exposición del Centenario de Jonglor era una de las maravillas del mundo, y vio ahora que era cierto. Poder visitarla era un raro privilegio. Se abría sólo una vez cada cien años, durante tres años consecutivos, para conmemorar el aniversario de la fundación de la ciudad…, y ésta, la Exposición del Quinto Centenario de Jonglor, se decía que era la más grande de todas. De hecho sintió una repentina y vigorosa excitación, como no la había conocido desde hacía mucho tiempo, mientras recorría su muy manicurado terreno. Esperaba tener un poco de tiempo más tarde, aquella semana, para explorarla por sí mismo.
Pero su humor cambió bruscamente cuando el coche rodeó el perímetro de la Exposición y les condujo a una entrada en la parte de atrás que llevaba a la zona de diversiones. Allá, tal como Kelaritan había dicho, habían sido acordonadas grandes secciones; y hoscos grupos de gente miraron más allá de las cuerdas con obvia irritación mientras Cubello, Kelaritan y Varitta 312 le condujeron hacia el Túnel del Misterio. Sheerin pudo oírles murmurar furioso, un bajo y duro gruñir que halló inquietante e incluso un poco intimidador.
Se dio cuenta de que el abogado había dicho la verdad. Esa gente se mostraba furiosa porque el Túnel estaba cerrado.
Se sienten celosos, pensó maravillado Sheerin. Saben que vamos al Túnel, y ellos quieren ir también. Pese a todo lo que ha ocurrido allí.
—Podemos ir por este lado —dijo Varitta.
La fachada del Túnel era una enorme estructura piramidal, ahusada en los lados, con una mareante y extraña perspectiva. En su centro había una enorme puerta de entrada de seis lados, espectacularmente perfilada en escarlata y oro. Estaba cerrada con barrotes. Varitta extrajo una llave y abrió una pequeña puerta a la izquierda de la fachada, y todos entraron.
Dentro, todo parecía mucho más ordinario. Sheerin vio una serie de barandillas de metal diseñadas sin duda para las colas de la gente que aguardaba para subir a los vehículos. Más allá había un andén muy parecido a la de cualquier estación de ferrocarril, con una hilera de pequeños cochecitos abiertos aguardando. Y más allá…
Oscuridad.
—Si no le importa firmar esto primero, por favor, doctor… —dijo Cubello.
Sheerin miró el papel que le tendía el abogado. Estaba lleno de palabras confusas, como si danzaran.
—¿Qué es?
—Un pliego de descargo. El formulario estándar.
—Sí. Por supuesto. —Sheerin firmó tranquilamente con su nombre, sin siquiera leer el papel.
No tienes miedo, se dijo. No tienes miedo en absoluto.
Varitta 312 puso un pequeño dispositivo en su mano.
—Es un control de interrupción —explicó—. Todo el trayecto dura quince minutos, pero basta con que apriete este panel verde tan pronto como haya estado dentro el tiempo suficiente para averiguar lo que necesita saber, o en caso de que empiece a sentirse incómodo, y las luces se encenderán. Su vehículo irá rápidamente al extremo más alejado del Túnel y dará la vuelta de regreso hasta la estación.
—Gracias —dijo Sheerin—. Dudo que vaya a necesitarlo.
—Pero mejor que lo lleve consigo. Sólo por si acaso.
—Mi plan es experimentar el trayecto en su totalidad —respondió él, gozando con su propia pomposidad.
Pero también había algo a lo que llamaban estupidez, se recordó. No tenía intención de utilizar el control de interrupción, pero probablemente sería poco juicioso no llevarlo consigo.
Sólo por si acaso.
Subió al andén. Kelaritan y Cubello le miraban de una forma demasiado transparente. Casi podía oírles pensar: Este viejo gordo estúpido va a convertirse en jalea ahí dentro. Bueno, que lo pensaran.
Varitta había desaparecido. Sin duda había ido a poner en marcha el mecanismo del Túnel.
Sí: ahí estaba ahora, en una cabina de control arriba a la derecha, haciendo señas de que todo estaba preparado.
—Si quiere subir al cochecito, doctor… —dijo Kelaritan.
—Por supuesto. Por supuesto.
Menos de uno de cada diez experimentaban efectos perjudiciales. Era muy probable que se tratara de personas ya normalmente vulnerables a los desórdenes de la Oscuridad. Yo no soy de ésas. Yo soy un individuo muy estable.
Entró en el cochecito. Había un cinturón de seguridad; se lo ató en torno a la cintura, ajustándolo con cierta dificultad a su perímetro. El cochecito empezó a rodar hacia delante, lentamente, muy lentamente.
La Oscuridad le estaba aguardando.
Menos de uno de cada diez. Menos de uno de cada diez.
Comprendía el síndrome de la Oscuridad. Eso le protegería, estaba seguro: su comprensión. Aunque toda la Humanidad sentía un miedo instintivo a la ausencia de luz, eso no significaba que la ausencia de luz fuera en sí misma perjudicial.
Lo que era perjudicial, sabía Sheerin, era la reacción de uno a la ausencia de luz. Lo único que había que hacer era permanecer tranquilo. La Oscuridad no es nada más que oscuridad, un cambio de circunstancias externas. Estamos condicionados a aborrecerla porque vivimos en un mundo donde la Oscuridad es algo innatural, donde siempre hay luz, la luz de sus muchos soles. En cualquier momento puede haber tantos como cuatro soles brillando a la vez; normalmente había tres en el cielo, y ninguna ocasión en la que hubiera menos de dos…, excepto aquellos días ocasionales en los que sólo Onos estaba por encima del horizonte; y la luz del gran Onos, el sol principal del sistema, era suficiente por sí misma para mantener alejada la Oscuridad…
La Oscuridad…
La Oscuridad…
¡La Oscuridad!
Sheerin estaba en el Túnel ahora. Detrás de él desapareció el último vestigio de luz, y se dio cuenta de que estaba mirando a un vacío absoluto. No había nada delante de él: nada. Un pozo. Un abismo. Una zona de total ausencia de luz. Y estaba cayendo a ella de cabeza.
Sintió que el sudor brotaba por todo su cuerpo.
Sus rodillas empezaron a temblar. Su frente pulsó. Alzó la mano y fue incapaz de verla frente a su rostro.
Interrumpe interrumpe interrumpe interrumpe.
No. Absolutamente no.
Permaneció sentado muy erguido, la espalda rígida, los ojos muy abiertos, mirando impasible a la nada en la que se hundía. Adelante y adelante, cada vez más profundo. Temores primordiales burbujearon y sisearon en las profundidades de su alma, y los obligó a sepultarse de nuevo, muy abajo y muy lejos.
Los soles seguían brillando fuera de aquel túnel, se dijo a sí mismo.
Esto es sólo temporal. Dentro de catorce minutos y treinta segundos estaré de nuevo ahí fuera.
Catorce minutos y veinte segundos.
Catorce minutos y diez segundos.
Catorce minutos…
Pero, ¿se estaba moviendo realmente? No podía decirlo. Quizá no. El mecanismo del cochecito era silencioso; no tenía puntos de referencia. ¿Y si me quedo encallado aquí?, se preguntó. ¿Me quedo simplemente sentado aquí en la oscuridad, sin forma alguna de decir dónde estoy, qué está ocurriendo, cuánto tiempo pasa? ¿Quince minutos, veinte, media hora? ¿Hasta que supere el último límite que mi cordura puede soportar, y entonces…?
Sin embargo, siempre había el control de interrupción.
Pero supongamos que no funciona. ¿Qué ocurrirá si lo pulso y las luces no se encienden?
Supongo que podría probarlo. Sólo para ver…
¡Gordito es un cobarde! ¡Gordito es un cobarde!
No. No. No lo toques. Una vez enciendas las luces no podrás volver a apagarlas. No debes usar el botón de interrupción, o ellos sabrán, todos ellos sabrán…
Gordito es un cobarde, Gordito es un cobarde…
De pronto, sorprendentemente, lanzó el control de interrupción contra la oscuridad. Hubo un diminuto sonido cuando cayó… en alguna parte. Luego silencio de nuevo. Notó su mano terriblemente vacía.
La Oscuridad…
La Oscuridad…
No había fin a aquello. Caía dando vueltas en un abismo infinito. Caía y caía y caía a la noche, la interminable noche, la oscuridad que lo devoraba todo…
Respira profundo. Permanece tranquilo.
¿Y si se produce algún daño mental permanente?
Permanece tranquilo, se dijo. Estarás bien. Tienes que soportar otros once minutos de esto en el peor de los casos, quizá sólo seis o siete. Los soles brillan ahí fuera. Seis o siete minutos y nunca más volverás a estar en la Oscuridad, ni aunque vivas mil años.
La Oscuridad…
Oh, Dios, la Oscuridad…
Calma. Calma. Eres un hombre muy estable, Sheerin. Eres extremadamente cuerdo. Estabas cuerdo cuando te metiste en esto y seguirás estando cuerdo cuando salgas de aquí.
Tic. Tic. Tic. Cada segundo te acerca un poco más a la salida. ¿Lo hace realmente? Puede que este trayecto no termine nunca. Podrías permanecer aquí dentro para siempre. Tic. Tic. Tic. ¿Me muevo? ¿Me quedan cinco minutos, o cinco segundos, o éste es todavía el primer minuto?
Tic. Tic.
¿Por qué no me dejan salir? ¿No pueden ver que estoy sufriendo aquí dentro?
Ellos no quieren que salgas. Nunca te dejarán salir. Van a…
De pronto, un dolor acuchillante entre sus ojos. Una explosión de agonía en su cráneo.
¿Qué es eso?
¡Luz!
¿Es posible? Sí. Sí.
Gracias a Dios. ¡Luz, sí! ¡Gracias a todos los dioses que hayan llegado a existir nunca!
¡Estaba al final del Túnel! ¡Regresaba a la estación! Tenía que ser eso. Sí. Sí. Los latidos de su corazón, que se habían convertido en un tronar lleno de pánico, empezaban a regresar a la normalidad. Sus ojos, que se ajustaban ahora al regreso de las condiciones normales, empezaron a enfocarse sobre cosas familiares, cosas benditas, los puntales, la plataforma, la pequeña ventana en la cabina de control…
Cubello, Kelaritan, observándole.
Se sintió avergonzado ahora de su cobardía. Recóbrate, Sheerin. En realidad no fue tan malo. Tú tenías razón. No estás tendido en el fondo del vehículo chupándote el pulgar y lloriqueando. Fue alarmante, fue aterrador, pero no te destruyó…, en realidad no fue nada que no pudieras manejar…
—Aquí estamos. Deme su mano, doctor. Arriba…, arriba…
Le alzaron de pie, y lo sujetaron cuando salió del cochecito. Sheerin inspiró profundamente, llenó sus pulmones de aire. Se pasó la mano por la frente y notó que chorreaba.
—El pequeño control de interrupción —murmuró—. Creo que lo perdí en alguna parte…
—¿Cómo se encuentra, doctor? —preguntó Kelaritan—. ¿Cómo fue?
Sheerin se tambaleó. El director del hospital lo sujetó por el brazo para ayudarle a mantener el equilibrio, pero Sheerin le apartó, indignado. No iba a dejarles que pensaran que esos pocos minutos en el Túnel habían podido con él.
Pero no podía negar que le habían afectado. Por mucho que lo intentara, no había forma de ocultarlo. Ni siquiera de sí mismo.
Se dio cuenta de que ninguna fuerza en el mundo le obligaría nunca a efectuar un segundo trayecto a través de aquel Túnel.
—¿Doctor? ¿Doctor?
—Estoy… bien… —dijo con voz espesa.
—Dice que está bien —le llegó la voz del abogado—. Échense atrás. Déjenle solo.
—Sus piernas se están doblando —indicó Kelaritan—. Va a caer.
—No —dijo Sheerin—. No teman. ¡Me encuentro bien, les digo!
Se inclinó hacia un lado y se tambaleó, recuperó el equilibrio, se inclinó de nuevo. El sudor brotaba por todos sus poros. Miró por encima del hombro, vio la boca del Túnel y se estremeció. Apartó la vista de aquella oscura caverna, enderezó los hombros y los alzó como si deseara ocultar su rostro entre ellos.
—¿Doctor? —dijo Kelaritan, dubitativo.
No servía de nada fingir. Aquello era una estupidez, aquel vano y testarudo intento de heroísmo. Dejemos que piensen que fui un cobarde. Dejemos que piensen lo que quieran. Esos quince minutos habían sido la peor pesadilla de su vida. Su impacto aún estaba hundiéndose en él, y hundiéndose, y hundiéndose.
—Fue… algo poderoso —dijo—. Muy poderoso. Muy inquietante.
—Pero usted se halla básicamente bien, ¿no es así? —insistió ansioso el abogado—. Un poco estremecido, sí. Pero, ¿quién no lo estaría, después de pasar por la Oscuridad? Pero básicamente está bien. Como sabíamos que estaría. Son sólo unos pocos, muy pocos, los que sufren algún tipo de…
—No —dijo Sheerin. El rostro del abogado era como el de una sonriente gárgola frente a él. Como el rostro de un demonio. No podía soportar verlo. Pero una buena dosis de la verdad exorcizaría al demonio. No era necesario ser diplomático, pensó. No cuando se hablaba con demonios—. Es imposible que nadie pase a través de esa cosa sin hallarse en un grave riesgo. Ahora estoy seguro de ello. Incluso la psique más fuerte recibirá un terrible vapuleo, y las débiles simplemente se derrumbarán. Si abren el Túnel de nuevo, tendrán todos los hospitales mentales de cuatro provincias llenos dentro de seis meses.
—Al contrario, doctor…
—¡No me diga «al contrario»! ¿Ha estado usted en el Túnel, Cubello? No, no lo creo. Pero yo sí. Usted paga por mi opinión profesional: puede conseguirla ahora mismo. El Túnel es mortífero. Es una simple cuestión de naturaleza humana. La oscuridad es más de lo que la mayoría de nosotros podemos soportar, y eso nunca va a cambiar, mientras tengamos como mínimo un sol ardiendo siempre en el cielo. ¡Cierren el Túnel definitivamente, Cubello! ¡En nombre de la cordura, hombre, ciérrenlo! ¡Ciérrenlo!
Beenay aparcó su escúter en el apareamiento de la Facultad justo debajo de la cúpula del observatorio y subió con paso rápido el sendero que conducía a la entrada principal del gran edificio. Mientras subía los amplios escalones de piedra de la entrada se sorprendió al oír a alguien llamar su nombre desde arriba.
—¡Beenay! Así que estás aquí después de todo.
El astrónomo alzó la vista. La alta, recia y poderosa figura de su amigo Theremon 762, del Crónica de Ciudad de Saro, se enmarcaba en la gran puerta del observatorio.
—¿Theremon? ¿Me estabas buscando?
—Exacto. Pero me dijeron que no se esperaba que te dejaras ver por aquí hasta dentro de un par de horas. Y luego, justo cuando me iba, te presentas. ¡Hablando de buena suerte!
Beenay subió los últimos escalones y se abrazaron rápidamente. Conocía al periodista desde hacía tres o cuatro años, desde la vez en que Theremon acudió al observatorio a entrevistar a algún científico, cualquier científico, acerca del último manifiesto de aquel grupo de lunáticos, los Apóstoles de la Llama. Gradualmente él y Theremon se habían hecho amigos, pese a que Theremon era unos cinco años mayor que él y procedía de un ambiente más rudo y mundano. A Beenay le gustaba la idea de tener un amigo que no estaba implicado en absoluto con la política universitaria; y Theremon se sentía encantado de conocer a alguien que no estaba interesado en absoluto en explotarle a causa de su considerable influencia periodística.
—¿Ocurre algo? —preguntó Beenay.
—Nada en particular. Pero te necesito de nuevo para efectuar otra vez toda la rutina de la Voz de la Ciencia. Mondior hizo otro de sus famosos discursos de Arrepentios, arrepentios, la condenación está cerca. Ahora dice que está preparado para revelar la hora exacta en que el mundo será destruido. En caso de que estés interesado, esto va a ocurrir el año próximo, el 19 de theptar exactamente.
—¡Ese loco! Es un desperdicio de papel y de espacio imprimir nada sobre él. ¿Cómo es posible que alguien preste la menor atención a los Apóstoles?
Theremon se encogió de hombros.
—El hecho es que la gente se la presta. Mucha gente, Beenay. Y si Mondior dice que el fin está cerca, necesito que alguien como tú se ponga en pie y diga: «¡Eso no es así, hermanos y hermanas! ¡No tengáis miedo! ¡Todo está bien!» O palabras parecidas. Puedo contar contigo, ¿verdad, Beenay?
—Sabes que sí.
—¿Esta tarde?
—¿Esta tarde? Oh, demonios, Theremon, esta tarde tengo un auténtico lío. ¿Cuánto tiempo crees que necesitarás?
—¿Media hora? ¿Cuarenta y cinco minutos?
—Mira —dijo Beenay—, tengo una reunión urgente en estos momentos…, por eso estoy aquí antes de lo previsto. Después de eso, le he jurado a Raissta que volvería a casa y le dedicaría, bueno, una o dos horas a ella. Hemos tenido unos turnos de trabajo tan diferentes estos últimos tiempos que apenas nos hemos visto el uno al otro. Y luego, más tarde, se supone que debo estar de nuevo aquí en el observatorio para supervisar la toma de un puñado de fotografías de…
—Está bien —dijo Theremon—. Veo que he escogido un mal momento para esto. Bueno, escucha, no hay ningún problema, Beenay. He conseguido hasta mañana por la tarde para entregar mi artículo. ¿Qué te parece si hablamos por la mañana?
—¿Por la mañana? —dijo Kelaritan, dubitativo.
—Ya sé que «por la mañana» es un concepto impensable para ti. Pero lo que quiero decir es: puedo volver aquí a la salida de Onos, justo en el momento en que tú termines tu trabajo de la tarde. Si tan sólo pudieras dedicarme unos minutos para una entrevista antes de ir a casa a dormir…
—Bueno…
—Por un amigo, Beenay.
Beenay lanzó al periodista una mirada de cansancio.
—Por supuesto que sí. No es ése el asunto. Es sólo que puede que esté tan grogui después de toda una tarde de trabajo que tal vez no te sirva de nada.
Theremon sonrió.
—Eso no me preocupa. He observado que eres capaz de desgroguificarte con una maldita rapidez cuando se trata de refutar tonterías anticientíficas. ¿Mañana a la salida de Onos, entonces? ¿En tu oficina de arriba?
—De acuerdo.
—Un millón de gracias, compañero. Te debo una por esto.
—No lo menciones.
Theremon le saludó y empezó a bajar los escalones.
—Transmítele mis saludos a esa hermosa dama tuya —dijo por encima del hombro—. Y te veré por la mañana.
—Te veré por la mañana, sí —hizo eco Beenay.
Qué extraño sonaba esto. Él nunca veía a nadie —o nada— por la mañana. Pero haría una excepción con Theremon. Para eso estaban los amigos, ¿no?
Se volvió y entró en el observatorio.
Dentro todo estaba tranquilo y en silencio, la familiar quietud del gran salón de la ciencia donde había pasado la mayor parte de su tiempo desde sus primeros días universitarios. Pero la calma, sabia, era engañosa. Este poderoso edificio, como los lugares más mundanos del planeta, era un continuo torbellino de conflictos de todo tipo, que se alineaban desde las más encumbradas disputas filosóficas hasta los más mezquinos feudos triviales; riñas fútiles e intrigas calumniadoras. Los astrónomos, como grupo, no eran más virtuosos que los demás.
Sea como fuere, el observatorio era un refugio para Beenay y la mayoría de los demás que trabajaban allí…, un lugar donde podían dejar atrás la mayor parte de los problemas del mundo y dedicarse más o menos pacíficamente a la sempiterna lucha por responder las grandes preguntas que planteaba el universo.
Caminó rápidamente por el largo vestíbulo principal, intentando como siempre sin éxito ahogar el resonar de sus botas contra el suelo de mármol.
Como hacía invariablemente, miró con rapidez las vitrinas de exhibición a lo largo de la pared a su derecha e izquierda, donde algunos de los sagrados artefactos de la historia de la astronomía se hallaban en exhibición perpetua. Estaban los toscos, casi cómicos telescopios que pioneros tales como Chekktor y Stanta habían usado, cuatrocientos o quinientos años antes. Allí estaban las oscuras masas llenas de protuberancias de los meteoritos que habían caído del cielo a lo largo de los siglos, enigmáticos recordatorios de los misterios que se hallaban detrás de las nubes. Había primeras ediciones de los grandes mapas celestes astronómicos y libros de texto, y los manuscritos amarillentos por el tiempo de algunas de las obras teóricas de los grandes pensadores que habían marcado una época.
Beenay hizo una momentánea pausa delante del último de esos manuscritos, que al contrario de los otros parecía fresco y casi nuevo…, porque tenía tan sólo una generación de antigüedad: la clásica codificación de Athor 77 de la Teoría de la Gravitación Universal, elaborada no mucho antes de que el propio Beenay naciera. Aunque no era un hombre particularmente religioso, Beenay contempló la delgada hoja de papel con algo muy parecido a la reverencia, y se halló pensando en algo muy parecido a una plegaria.
La Teoría de la Gravitación Universal era uno de los pilares del cosmos para él: quizás el pilar más básico. No podía imaginar qué haría él si aquel pilar se derrumbara. Y en estos momentos tenía la impresión de que tal vez se estuviera tambaleando.
Al final del vestíbulo, detrás de una hermosa puerta de bronce, estaba la oficina del doctor Athor en persona. Beenay le echó una rápida mirada y se apresuró hacia la escalera. El venerable y aún formidable director del observatorio era la última persona en el mundo, absolutamente la última, a la que Beenay deseaba ver en este momento.
Faro y Yimot le aguardaban arriba en la Sala de Mapas, donde habían quedado que se reunirían.
—Siento llegar con retraso —dijo Beenay—. Hasta ahora ha sido una tarde más bien complicada.
Le dirigieron nerviosas y formales sonrisas. Qué extraña pareja formaban, pensó, no por primera vez. Ambos procedían de una lejana provincia campesina, Sithin quizás, o Gatamber.
Faro 24 era bajo y rechoncho, con una forma lánguida, casi indolente, de moverse. Su estilo general era pausado e informal. Su amigo Yimot 70 eran increíblemente alto y delgado, algo parecido a una escalerilla colgada con brazos, piernas y un rostro, y se necesitaba prácticamente un telescopio para ver su cabeza, gravitando ahí arriba en la estratosfera encima de uno. Yimot era tan tenso e inquieto como relajado era su amigo. Sin embargo eran inseparables, siempre lo habían sido. De todos los jóvenes estudiantes graduados, una muesca más abajo del nivel de Beenay en la tabla organizativa del observatorio, eran con mucho los más brillantes.
—No llevamos mucho tiempo aguardando —dijo Yimot de inmediato.
—Sólo un minuto o dos, doctor Beenay —añadió Faro.
—Todavía no «doctor», gracias —indicó Beenay—. Aún tengo que pasar la inquisición final. ¿Cómo os ha ido con esos cálculos?
—Se trata de algo gravitatorio, ¿verdad, señor? —preguntó Yimot, agitando nervioso sus imposiblemente largas piernas.
Faro le dio un codazo tan vigoroso en las costillas que Beenay esperó oír el sonido del hueso al partirse.
—Está bien —dijo Beenay—. De hecho, Yimot tiene razón. —Dirigió al alto joven una pálida sonrisa—. Deseaba que esto fuera un ejercicio matemático puramente abstracto para vosotros. Pero no me sorprende que hayáis sido capaces de imaginar el contexto. Lo imaginasteis después de obtener vuestro resultado, ¿verdad?
—Sí, señor —dijeron Yimot y Faro al mismo tiempo.
—Primero efectuamos todos los cálculos —aclaró Faro.
—Luego le echamos una segunda mirada, y el contexto se hizo evidente —remató Yimot.
—Oh. Sí —dijo Beenay.
Esos chicos a veces le ponían a uno un poco nervioso. Eran tan jóvenes…, sólo seis o siete años más jóvenes que él, de hecho, pero él era profesor ayudante y ellos estudiantes, y tanto para él como para ellos eso era una enorme barrera. Pese a lo jóvenes que eran, sin embargo, tenían unas mentes tan extraordinarias. No se sentía complacido en absoluto de que hubieran adivinado la matriz conceptual dentro de la cual estaban localizados aquellos cálculos. Dentro de unos pocos años estarían allí en la Facultad con él, quizá compitiendo para el mismo profesorado titular que él esperaba obtener, y eso podía no ser divertido. Pero intentó no pensar en aquello.
Tendió las manos hacia sus copias de impresora.
—¿Puedo verlos? —pidió.
Yimot le tendió las hojas. Con las manos aleteando locamente Beenay escrutó las hileras de cifras, calmadamente al principio, luego con creciente agitación.
Durante todo el año había estado meditando algunas implicaciones de la Teoría de la Gravitación Universal, que su mentor Athor había llevado hasta unas cimas tan grandes de perfección. Había sido el gran triunfo de Athor, la base de su encumbrada reputación, elaborar los movimientos orbitales de Kalgash y todos sus seis soles de acuerdo con los principios racionales de las fuerzas de atracción. Beenay, utilizando moderno equipo de cálculo, había calculado algunos aspectos de la órbita de Kalgash en torno a Onos, su sol primario, y en el proceso observó, horrorizado, que sus cifras no encajaban como correspondía con los términos de la Teoría de la Gravitación Universal. La teoría decía que al principio del año actual Kalgash tendría que estar aquí en relación con Onos, cuando era un hecho innegable que estaba allá.
La desviación era trivial —un asunto de unas pocas cifras decimales—, pero no era trivial en absoluto, en el sentido más amplio de las cosas. La Teoría de la Gravitación Universal era tan exacta que la mayoría de la gente prefería referirse a ella como la Ley de la Gravitación Universal. Su apuntalamiento matemático se consideraba impecable. Pero una teoría que pretende explicar los movimientos del mundo a través del espacio no tiene lugar para ni siquiera las discrepancias más pequeñas. O bien es correcta o no lo es: no son permisibles términos medios. Y una diferencia de unas cuantas cifras decimales en un cálculo de corto alcance podía ampliarse hasta convertirse en un gran abismo, sabía Beenay, si se intentaban algunos cálculos más ambiciosos. ¿De qué serviría la Teoría de la Gravitación Universal si la posición que decía que debería de tener Kalgash en el cielo dentro de un siglo resultaba estar a medio camino en torno a Onos de la ubicación real del planeta en aquel momento?
Beenay había revisado sus cifras hasta que se había sentido enfermo de tanto reelaborarlas. El resultado era siempre el mismo.
Pero, ¿qué se suponía que debía creer? ¿Sus cifras, o el impresionante esquema maestro de Athor? ¿Sus insignificantes nociones de astronomía, o la profunda intuición del gran Athor respecto a la estructura fundamental del Universo?
Se imaginó a sí mismo de pie en la parte superior de la cúpula del observatorio, llamando: «¡Escuchadme, todo el mundo! ¡La teoría de Athor está equivocada! ¡Tengo aquí las cifras que la desautorizan!» Lo cual traería tales estallidos de carcajadas que sería barrido hasta el otro extremo del continente. ¿Quién era él para enfrentarse al titánico Athor? ¿Quién podía creer que un inexperto profesor ayudante había derribado por los suelos la Ley de la Gravitación Universal?
Y sin embargo…, sin embargo…
Sus ojos recorrieron las hojas que Yimot y Faro habían preparado. Los cálculos de las primeras dos páginas no le eran familiares; había establecido los datos para los dos estudiantes de tal modo que las relaciones subyacentes de las que derivaban los números no fueran obvias, y evidentemente habían enfocado el problema de una forma que cualquier astrónomo que intentara calcular una órbita planetaria consideraría absolutamente no ortodoxa. Lo cual era exactamente lo que Beenay había deseado. Las formas ortodoxas no habían hecho más que conducirle a él a catastróficas conclusiones; pero tenía demasiada información a su disposición para poder trabajar de otra manera que no fuese ortodoxa. Faro y Yimot no se habían visto en esa tesitura.
Pero, mientras seguía a lo largo de su línea de razonamiento, Beenay empezó a observar una inquietante convergencia en las cifras. A la tercera página encajaban ya con sus propios cálculos, que por aquel entonces se sabía ya de memoria.
Y, a partir de ahí, todo proseguía de una forma predecible, paso tras paso, hasta alcanzar el mismo resultado final consternador, cataclísmico, inconcebible, totalmente inaceptable.
Beenay alzó la vista a los dos estudiantes, horrorizado.
—¿No hay ninguna posibilidad de que os hayáis equivocado en alguna parte? Esta cadena de integrales aquí, por ejemplo…, parecen un tanto engañosas…
—¡Señor! —exclamó Yimot, y su voz sonó estrangulada hasta lo más profundo. Su rostro adquirió una coloración rojo brillante y sus brazos se agitaron como movidos por voluntad propia.
Faro dijo, más apaciblemente:
—Me temo que los cálculos son correctos, señor. Concuerdan hacia delante y hacia atrás.
—Sí. Imagino que lo hacen —dijo Beenay con voz apagada.
Luchó por ocultar su angustia. Pero sus manos temblaban tan fuertemente que las hojas empezaron a aletear entre sus dedos. Fue a depositarlas sobre la mesa ante él, pero su muñeca se agitó incontroladamente en un gesto muy propio de Yimot y las envió dispersas al suelo. Faro se arrodilló para recogerlas. Miró a Beenay de una forma turbada.
—Señor, si le hemos trastornado de alguna manera…
—No. No, en absoluto. Hoy no he dormido bien, ése es el problema. Pero habéis hecho un trabajo excelente, incuestionablemente espléndido. Me siento orgulloso de vosotros. Tomar un problema como éste, que no tiene ninguna resonancia en absoluto en el mundo real, que de hecho se halla en una contradicción total con la verdad científica del mundo real, y seguirlo tan metódicamente hasta la conclusión requerida por los datos, ignorando con éxito el hecho de que la premisa inicial es absurda…, bueno, es un trabajo estupendo, una admirable demostración de vuestros poderes de lógica, un experimento mental de primer orden…
Les vio intercambiar rápidas miradas. Se preguntó si realmente les estaba engañando.
—Y ahora —prosiguió—, si me disculpáis, amigos…, tengo otra conferencia…
Enrolló los malditos papeles en un prieto cilindro, se los metió bajo el brazo y salió apresurado por la puerta, bajó al vestíbulo y, prácticamente corriendo, se encaminó a la seguridad e intimidad de su propia y diminuta oficina.
Dios mío, pensó. Dios mío, Dios mío, Dios mío, ¿qué he hecho? ¿Y qué haré ahora?
Enterró la cabeza entre las manos y aguardó a que cesara el pulsar. Pero éste no parecía querer detenerse. Al cabo de un momento se sentó y clavó el dedo en el botón del comunicador sobre su escritorio.
—Ponme con el Crónica de Ciudad de Saro —le dijo a la máquina—. Con Theremon 762.
Del comunicador brotaron una serie de largos y enloquecedores chasquidos y silbidos. Luego, bruscamente, la profunda voz de Theremon:
—Sección de reportajes especiales, al habla Theremon 762.
—Aquí Beenay.
—¿Quién? ¡No puedo oír lo que dice!
Beenay se dio cuenta de que tan sólo había conseguido emitir un ronco croar.
—¡He dicho que soy Beenay! Yo…, querría cambiar la hora de nuestra cita.
—¿Cambiarla? Mira, de veras, sé cómo se sientes respecto a las mañanas, porque a mí me ocurre lo mismo. Pero tengo que hablar contigo absolutamente antes de mañana al mediodía, o no tendré ningún reportaje aquí. Me adaptaré a ti todo lo que pueda, pero…
—No lo entiendes. Quiero verte antes, no después.
—¿Qué?
—Esta tarde. Digamos a las nueve y media. O a las diez, si te va mejor.
—Creí que tenías que tomar unas fotos en el observatorio.
—Al diablo con las fotos, hombre. Necesito verte.
—¿Necesitas? Beenay, ¿qué ha ocurrido? ¿Tiene algo que ver con Raissta?
—No tiene absolutamente nada que ver con Raissta. ¿A las nueve y media? ¿En los Seis Soles?
—En los Seis Soles a las nueve y media, sí —dijo Theremon—. Es un compromiso.
Beenay cortó el contacto y permaneció sentado durante un largo momento, contemplando el cilindro de papel enrollado delante de él y agitando sombríamente la cabeza. Contárselo a Theremon haría más fácil soportar el peso de todo aquello.
Confiaba por completo en Theremon. Los periodistas no eran notables en general por despertar la confianza, sabía Beenay, pero Theremon era antes que nada un amigo, y luego un periodista. Nunca había traicionado la confianza de Beenay, ni una sola vez.
Pese a todo, Beenay no tenía la menor idea de cuál debía ser su próximo movimiento. Tal vez a Theremon se le ocurriera algo. Tal vez.
Abandonó el observatorio por la parte de atrás, utilizando la escalera de incendios como un ladrón. No quería arriesgarse a encontrar a Athor si iba por la parte delantera. Le resultaba abrumador considerar la posibilidad de ver a Athor ahora, enfrentarse a él cara a cara, hombre a hombre.
El regreso a casa en el escúter fue terrible. A cada momento temía que las leyes de la gravedad cesaran de sujetarle, que empezara a flotar hacia el espacio. Pero al fin alcanzó el pequeño apartamento que compartía con Raissta 717.
Ella le miró con la boca abierta.
—¡Beenay! Estás tan blanco como…
—Como un fantasma, sí. —Tendió la mano hacia ella y la atrajo contra sí—. Abrázame —dijo—. Abrázame.
—¿Qué tienes? ¿Que ha ocurrido?
—Te lo diré más tarde —murmuró él—. Ahora sólo abrázame.
Theremon llegó al Club de los Seis Soles un poco después de las nueve. Probablemente era una buena idea llegar un poco antes que Beenay y tomar una o dos copas rápidas primero, sólo para lubricar un poco el cerebro. El astrónomo había sonado de una forma horrible, como si estuviera manteniendo a raya la histeria tan sólo mediante un tremendo esfuerzo. Theremon no podía imaginar qué cosa terrible podía haberle ocurrido, allá en el recogimiento y la quietud del observatorio, para convertirle en una ruina así en tan poco tiempo. Pero evidentemente Beenay se hallaba metido en un enorme problema, y evidentemente también necesitaba toda la ayuda que Theremon pudiera ofrecerle.
—Tráigame un Tano Especial —le dijo al camarero—. No, espere…, que sea doble. Un Tano Sitcha, ¿de acuerdo?
—Doble luz blanca —dijo el camarero—. Marchando.
La tarde era suave. Theremon, que era bien conocido aquí y recibía un trato especial, había ocupado su mesa habitual en la zona cálida de la terraza que dominaba la ciudad. Las luces del centro brillaban alegremente. Onos se había puesto hacía una o dos horas, y sólo Trey y Patru estaban en el cielo, ardiendo brillantes en el Este, arrojando duras luces gemelas mientras efectuaban su descenso hacia la mañana.
Theremon los miró y se preguntó qué soles estarían en el cielo mañana. Eran diferentes cada vez, una brillante exhibición siempre cambiante. Onos, por supuesto: siempre podías estar seguro de ver a Onos al menos durante una parte del tiempo cada día del año, incluso él sabía eso…, ¿y luego qué? ¿Dovim, Tano y Sitha, para hacer un día de cuatro soles? No estaba seguro. Quizá se suponía que serían tan sólo Tano y Sitha, con Onos visible sólo unas pocas horas al mediodía. Eso daría un día más bien apagado. Pero entonces, tras pensarlo un poco más detenidamente, recordó que ésta no era la estación de Onos corto. Así que muy probablemente sería un día de tres soles, a menos que sólo aparecieran Onos y Dovim, lo cual también era posible.
Resultaba tan difícil mantener el esquema…
Bueno, siempre podía pedir ver el almanaque, si realmente le importaba. Pero no le importaba. Algunas personas parecían saber siempre qué soles saldrían mañana —Beenay era una, naturalmente—, pero Theremon enfocaba el asunto de una forma mucho más inconsecuente. Mientras algún sol estuviera ahí arriba al día siguiente, a Theremon no le importaba particularmente cuál fuera. Y siempre había uno, o dos, o tres, normalmente, y a veces incluso cuatro. Podías contar con eso.
Llegó su bebida. Dio un profundo sorbo y exhaló placenteramente. El Tano Especial era algo maravilloso. En buen y fuerte ron blanco de las islas Velkareen, mezclado con un chorro del producto más fuerte todavía, transparente y aromático, que destilaban en la costa de Bagilar, y sólo una pizca de zumo de sgarrino para quitar el mordiente…, ¡ah, magnífico! Theremon no era un bebedor particularmente asiduo, ciertamente no de la forma que se suponía legendariamente que lo hacían los periodistas, pero consideraba que un día en el que no podía hallar tiempo para tomarse uno o dos Tano Especiales en aquellas tranquilas horas del crepúsculo después de que Onos se hubiera puesto era un día miserable.
—Parece que lo estás disfrutando, Theremon —dijo una voz familiar a sus espaldas.
—¡Beenay! ¡Llegas temprano!
—Diez minutos. ¿Qué bebes?
—Lo de siempre. Un Tano Especial.
—Bien. Creo que yo también tomaré uno.
—¿Tú? —Theremon miró fijamente a su amigo. El zumo de frutas, por lo que sabía, era lo más a lo que llegaba Beenay. No podía recordar haber visto al astrónomo beber nada más fuerte.
Pero Beenay parecía extraño esta tarde…, cansado, macilento, casi agotado. Sus ojos tenían un brillo casi febril.
—¡Camarero! —llamó Theremon.
Resultó alarmante ver a Beenay engullir su bebida. Jadeó después del primer sorbo, como si el impacto resultara mucho mayor de lo que había esperado, pero luego dio de inmediato otro segundo y profundo sorbo, y luego un tercero.
—Tranquilo —recomendó Theremon—. Tu cabeza empezará a dar vueltas dentro de cinco minutos.
—Ya está dando vueltas ahora.
—¿Bebiste algo antes de venir aquí?
—No, ni una gota —dijo Beenay—. Es el shock. El trastorno. —Depositó su bebida y contempló ominosamente las luces de la ciudad. Tras un momento la cogió de nuevo, casi con aire ausente, y apuró lo que quedaba—. No debería haberla bebido tan rápido, ¿verdad, Theremon?
—No, creo que no. —Theremon adelantó una mano y la depositó ligeramente sobre la muñeca del astrónomo—. ¿Qué es lo que ocurre, muchacho? Háblame de ello.
—Resulta…, difícil de explicar.
—Adelante. Te conozco desde hace ya un cierto tiempo, ¿sabes? ¿Tú y Raissta…?
—¡No! Te lo dije antes, esto no tiene nada que ver con ella. Nada.
—De acuerdo. Te creo.
—Quizá debiera tomar otra copa —insinuó Beenay.
—Dentro de un momento. Vamos, Beenay. ¿De qué se trata?
Beenay suspiró.
—Sabes lo que es la Teoría de la Gravitación Universal, ¿verdad, Theremon?
—Por supuesto que lo sé. Quiero decir, no podría decirte exactamente lo que significa, creo que sólo hay doce personas en Kalgash que la comprenden realmente, ¿no?, pero sí puedo decirte lo que es…, más o menos.
—Así que tú también crees en esa basura —dijo Beenay, con una seca risa—. Acerca de que la Teoría de la Gravitación es tan complicada que sólo doce personas pueden comprender sus matemáticas.
—Eso es lo que siempre he oído decir.
—Lo que siempre has oído decir es la sabiduría de la gente ignorante —dijo Beenay—. Podría proporcionarte todas las matemáticas esenciales en una sola frase, y probablemente comprenderías lo que te estoy diciendo.
—¿Podrías? ¿Lo comprendería?
—No lo dudes. Mira, Theremon; la Ley de la Gravitación Universal, la Teoría de la Gravitación Universal quiero decir, afirma que existe una fuerza cohesiva entre todos los cuerpos del Universo, de tal modo que la intensidad de esta fuerza entre dos cuerpos determinados es siempre proporcional al producto de sus masas dividido por el cuadrado de la distancia entre ellos. Es así de simple.
—¿Y eso es todo?
—¡Eso es suficiente! Pero se necesitaron cuatrocientos años para desarrollarlo.
—¿Por qué tanto tiempo? Parece más bien sencillo, de la forma en que lo planteas.
—Porque las grandes leyes no aparecen a través de destellos de la inspiración, no importa lo que os guste creer a vosotros los periodistas. Normalmente se necesita el trabajo combinado de un mundo lleno de científicos durante un período incluso de siglos. Desde que Genovi 41 descubrió que Kalgash gira en torno a Onos, en vez de a la inversa, y eso fue hace unos cuatro siglos, los astrónomos han estado trabajando sobre el problema de por qué los seis soles aparecen y desaparecen en el cielo de la forma que lo hacen. Los complejos movimientos de los seis fueron registrados y analizados y desentrañados. Se adelantó teoría tras teoría, y todas fueron comprobadas y vueltas a comprobar, y modificadas, y abandonadas, y revividas y convertidas en algo distinto. Fue un maldito trabajo.
Theremon asintió pensativamente y terminó su bebida. Pidió otras dos al camarero. Beenay parecía bastante tranquilo siempre que siguiera hablando de ciencia, pensó.
—Fue hará unos treinta años —continuó el astrónomo— cuando Athor 77 dio el toque de perfección a todo el asunto demostrando que la Teoría de la Gravitación Universal explica con exactitud los movimientos orbitales de los seis soles. Fue un logro sorprendente. Fue una de las mayores hazañas de la lógica que nadie haya conseguido jamás.
—Sé lo que reverencias a ese hombre —dijo Theremon—. Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con…?
—Ahora llego a ello. —Beenay se levantó y se dirigió al extremo de la terraza, llevando su segunda copa con él. Se detuvo allí en silencio por un tiempo, contemplando los distantes Trey y Patru. Theremon tuvo la impresión de que Beenay empezaba a agitarse de nuevo. Pero el periodista no dijo nada. Al cabo de un tiempo Beenay dio un largo sorbo a su bebida. De pie y vuelto de espaldas todavía, dijo al fin—: El problema es éste. Hará unos meses empecé a trabajar en un nuevo cálculo de los movimientos de Kalgash en torno a Onos, utilizando el nuevo gran ordenador de la universidad. Proporcioné al ordenador los datos de las últimas seis semanas de observaciones de la órbita de Kalgash, y le dije que predijera el movimiento orbital para el resto del año. No esperaba ninguna sorpresa. En realidad sólo deseaba una excusa para jugar un poco con el ordenador, supongo. Naturalmente, utilicé las leyes gravitatorias para basar mis cálculos. —Giró en redondo bruscamente. Su rostro tenía una expresión pálida y atormentada—. Theremon, los resultados no fueron los correctos.
—No entiendo.
—La órbita que produjo el ordenador no concordaba con la órbita hipotética que yo esperaba obtener. No quiero decir que estuviera trabajando simplemente sobre la base del sistema Kalgash-Onos aislado, entiende. Tuve en cuenta todas las perturbaciones que causarían los demás soles. Y lo que obtuve, lo que el ordenador afirmó que era la auténtica órbita de Kalgash, era algo muy distinto de la órbita que indica la Teoría de la Gravitación de Athor.
—Pero has dicho que usaste las leyes gravitatorias de Athor pera establecer los cálculos —indicó Theremon, desconcertado.
—Eso hice.
—Entonces, ¿cómo…? —De pronto, los ojos de Theremon se iluminaron—. ¡Buen Dios, hombre! ¡Qué noticia! ¿Me estás diciendo que el nuevo y flamante ordenador de la Universidad de Saro, instalado a un coste de no quiero saber cuántos millones de créditos, no es exacto? ¿Que se trata de un gigantesco y escandaloso derroche del dinero de los contribuyentes? Eso…
—No hay nada que vaya mal en el ordenador, Theremon. Créeme.
—¿Puedes estar seguro de eso?
—Completamente.
—Entonces, ¿qué…?
—Puede que le haya dado al ordenador unas cifras erróneas, quizás. Es un ordenador magnífico, pero no puede darte la respuesta correcta si tú le proporcionas datos erróneos.
—Entonces, ¿por qué estás tan trastornado, Beenay? Escucha, hombre, es humano cometer algún error de tanto en tanto. No debes culparte por ello. Tú…
—Antes que nada necesitaba estar completamente seguro de que le había introducido los datos correctos al ordenador, y también de que le había proporcionado los postulados teóricos correctos para usar en el procesado de esos datos —dijo Beenay, aferrando su vaso con tanta fuerza que su mano tembló. El vaso estaba vacío ahora, observó Theremon—. Como tú dices, es humano cometer algún error de tanto en tanto. Así que llamé a un par de jóvenes estudiantes graduados muy capaces y dejé que ellos elaboraran el problema. Hoy me han traído los resultados. Ésa era la reunión tan importante que tenía, cuando dije que no podía verte. Theremon, sus cálculos confirmaron los míos. Obtuvieron la misma desviación en la órbita que yo.
—Pero, si el ordenador no se equivocó, entonces…, entonces… —Theremon agitó la cabeza—. ¿Entonces qué? ¿La Teoría de la Gravitación Universal está equivocada? Eso es lo que estás diciendo.
—Sí.
La palabra pareció brotar de labios de Beenay a un terrible precio. Parecía aturdido, desconcertado, desolado.
Theremon lo estudió. Sin duda esto resultaba confuso para Beenay, y probablemente muy embarazoso. Pero el periodista seguía sin acabar de comprender por qué el impacto de todo aquello era tan poderoso.
Luego, bruscamente, lo comprendió todo.
—¡Se trata de Athor! Tienes miedo de hacerle daño a Athor, ¿verdad?
—Exacto —dijo Beenay, y dirigió a Theremon una mirada de casi patética gratitud por haber visto la auténtica situación. Se dejó caer en su silla, con los hombros hundidos y la cabeza baja. Con voz ahogada dijo—: El saber que alguien ha abierto un agujero en su maravillosa teoría podría matar al viejo. El que yo, de entre toda la gente, haya abierto ese agujero. Ha sido un segundo padre para mí, Theremon. Todo lo que he conseguido en los últimos diez años ha sido bajo su guía, con su aliento, con…, bueno, con su amor, en cierto modo. Y ahora se lo pago de esta manera. No sería sólo destruir el trabajo de toda su vida…, sería apuñalarle, Theremon, apuñalarle.
—¿Has pensado en olvidar simplemente tu descubrimiento?
Beenay pareció asombrado.
—¡Sabes que no puedo hacer eso!
—Sí. Sí, lo sé. Pero tenía que saber lo que pensabas al respecto.
—¿Si pensaba en lo impensable? No, por supuesto que no. Nunca se me pasó por la cabeza. Pero, ¿qué voy a hacer, Theremon? Supongo que simplemente podría tirar todos los papeles y fingir que nunca estudié el tema. Pero eso sería monstruoso. Así que todo se reduce a elegir entre violar mi conciencia científica o arruinar a Athor. Arruinar al hombre al que considero no sólo la cabeza de mi profesión sino mi propio mentor filosófico.
—Entonces no puede haber sido tan mentor como dices.
Los ojos del astrónomo se abrieron mucho, con asombro y furia.
—¿Qué quieres decir, Theremon?
—Tranquilo. Tranquilo. —Theremon abrió las manos en un gesto conciliador—. Me parece que estás siendo demasiado condescendiente con él, Beenay. Si Athor es realmente el gran hombre que piensas que es, no va a poner su propia reputación por encima de la verdad científica. ¿Entiendes lo que quiero decir? La teoría de Athor es sólo eso: una teoría. Tú la llamaste la Ley de la Gravitación hace unos minutos, y luego te corregiste a ti mismo. Es una teoría, una hipótesis…, una suposición. La mejor suposición de este tipo que haya hecho nadie hasta ahora, por supuesto, pero eso no quiere decir que sea definitiva. La ciencia se construye a partir de aproximaciones que gradualmente se acercan a la verdad, me dijiste hace tiempo, y nunca lo he olvidado. Bueno, eso significa que todas las teorías se hallan sometidas a constante comprobación y modificación, ¿no? Y si finalmente resulta que ninguna de ellas se acerca lo suficiente a la verdad, entonces necesitan ser remplazadas por algo que se le aproxime más. ¿Correcto, Beenay? ¿Correcto?
Beenay temblaba ahora. Estaba muy pálido.
—¿Puedes pedirme otra copa, Theremon?
—No. Escúchame: todavía hay más. Dices que estás muy preocupado por Athor: es viejo, supongo que más bien frágil…, no tienes el valor necesario para decirle que has hallado un fallo en su teoría. De acuerdo. Es una postura decente y considerada que tomar. Pero piensa en ello, ¿quieres? Si calcular la órbita de Kalgash es algo tan importante, es muy probable que alguna otra persona tropiece con el mismo fallo en la teoría de Athor más pronto o más tarde, y esa otra persona no creo que tenga el tacto de hacérselo saber primero a Athor como tú harías. Puede que se trate incluso de un rival profesional de Athor, un enemigo declarado suyo…, todos los científicos tienen enemigos, tú mismo me lo has dicho multitud de veces. ¿No sería mejor para ti ir a Athor y decírselo todo, suavemente, con cuidado, contarle lo que has descubierto, antes de que lo descubra por sí mismo cualquier mañana en el Crónica?
—Sí —murmuró Beenay—. Tienes toda la razón.
—¿Irás a él, entonces?
—Sí. Sí. Tengo que hacerlo, supongo. —Beenay se mordió el labio—. Me siento despreciable por eso, Theremon. Me siento como un asesino.
—Lo sé. Pero no es Athor a quien asesinas, es una teoría defectuosa. No debería permitirse nunca subsistir a las teorías defectuosas. Le debes a Athor, tanto como a ti mismo, hacer que emerja la verdad. —Theremon dudó. Acababa de ocurrírsele una repentina y sorprendente idea nueva—. Por supuesto, hay otra posibilidad. Yo sólo soy un lego en esas materias, ya sabes, y es muy probable que te eches a reír. ¿Es posible que la Teoría de la Gravitación sea correcta pese a todo, y que las cifras del ordenador para la órbita de Kalgash sean también correctas, y que algún otro factor completamente distinto, algo hasta ahora desconocido, pueda ser el responsable de la discrepancia en los resultados?
—Supongo que podría ser —dijo Beenay, con voz llana y desanimada—. Pero, una vez empiezas a hurgar en misteriosos factores desconocidos, empiezas a moverte en el reino de la fantasía. Te daré un ejemplo. Digamos que hay un séptimo sol invisible ahí fuera…, tiene masa, ejerce una fuerza gravitatoria, pero simplemente no podemos verlo. Puesto que no sabemos que está ahí, no lo hemos incluido en nuestros cálculos gravitatorios, y así las cifras salen desviadas. ¿Es eso lo que quieres decir?
—Bueno, ¿por qué no?
—¿Por qué no cinco soles invisibles, entonces? ¿Por qué no cincuenta? ¿Por qué no un gigante invisible que tire de los planetas a su alrededor según sus caprichos? ¿Por qué no un enorme dragón cuyo aliento desvíe Kalgash de su órbita correspondiente? No podemos desecharlo, ¿verdad? Cuando empiezas con los por qué no, Theremon, todo se vuelve posible, y luego nada tiene ningún sentido. Al menos, no para mí. Sólo puedo tratar con lo que sé que es real. Puede que tengas razón en que existe un factor desconocido, y que en consecuencia las leyes gravitatorias no sean válidas. Ciertamente espero que así sea. Pero no puedo efectuar ningún trabajo serio sobre esta base. Todo lo que puedo hacer es ir a Athor, cosa que haré, te lo prometo, y contarle lo que el ordenador me ha revelado. No me atrevo a sugerirle, ni a él ni a nadie, que culpo de todo este lío a un hasta ahora no descubierto «factor desconocido». De otro modo sonaría tan loco como los Apóstoles de la Llama, que afirman conocer todo tipo de revelaciones místicas. Theremon, realmente necesito esa otra copa ahora.
—Sí. De acuerdo. Y hablando de los Apóstoles de la Llama…
—Quieres una declaración mía al respecto, lo recuerdo. —Beenay se pasó una cansada mano por el rostro—. Sí. Sí. No te dejaré en la estacada. Has sido una tremenda ayuda para mí esta tarde. ¿Qué es exactamente lo que dicen ahora los Apóstoles? Lo he olvidado.
—Fue Mondior 71 —indicó Theremon—. El Gran Sumo Espantajo en persona. Lo que dijo fue, déjame pensar, que estaba muy cerca el tiempo en que los dioses tienen intención de purgar el mundo de sus pecados, y que ha calculado el día exacto, incluso la hora exacta, en que llegará la condenación.
Beenay gruñó.
—¿Y qué hay de nuevo en ello? ¿No es lo mismo que han estado diciendo desde hace años?
—Sí, pero ahora empiezan a ofrecer muchos más detalles espeluznantes. La teoría de los Apóstoles, ya lo sabes, es que ésta no será la primera vez que el mundo ha sido destruido. Su doctrina enseña que los dioses han hecho deliberadamente imperfecta a la Humanidad, como una prueba, y que nos han concedido un solo año, uno de sus años divinos, por supuesto, no uno de los pequeños nuestros, para automodelarnos. A eso le llaman un Año de Gracia, y corresponde exactamente a 2.049 de nuestros años. Una y otra vez, cuando termina el Año de Gracia, los dioses descubren que seguimos siendo perversos y pecadores, y así destruyen el mundo enviando las Llamas Celestiales desde los lugares santos en el cielo que son conocidos como Estrellas. Eso dicen los Apóstoles, al menos.
—¿Estrellas? —dijo Beenay—. ¿Se refieren a los soles?
—No, Estrellas. Mondior dice que las Estrellas son específicamente distintas de los seis soles. ¿No has prestado nunca atención a ese asunto, Beenay?
—No. ¿Por qué demonios debería?
—Bueno, en cualquier caso, cuando el Año de Gracia termina y nada sobre Kalgash ha mejorado, moralmente hablando, esas Estrellas dejan caer alguna especie de fuego santo sobre nosotros y nos hacen arder. Mondior dice que esto ha ocurrido ya un número indeterminado de veces. Pero, cada vez que ocurre, los dioses son piadosos, o al menos una fracción entre ellos lo es: cada vez que el mundo es destruido, los dioses más compasivos prevalecen sobre los más inflexibles y la Humanidad recibe una nueva oportunidad. Y así los más devotos de entre los supervivientes son rescatados del holocausto y se establece un nuevo plazo: la Humanidad recibe otros 2.049 años para echar fuera sus malas acciones. El tiempo se está agotando de nuevo, dice Mondior. Han pasado ya casi 2.048 años desde el último cataclismo. En algo más de catorce meses, los soles desaparecerán todos, y esas horribles Estrellas de su voluntad arrojarán sus llamas desde un cielo negro para barrer a todos los inicuos. El año próximo, el 19 de theptar, para ser exactos.
—Catorce meses —dijo Beenay, con aire meditabundo—. El 19 de theptar. Es muy preciso al respecto, ¿no crees? Supongo que sabe también la hora exacta del día en que ocurrirá.
—Eso es lo que él dice, sí. Por eso me gustaría una declaración de alguien conectado con el observatorio, preferiblemente tú. El último anuncio de Mondior fue que la hora exacta de la catástrofe puede ser calculada científicamente…, que no es tan sólo algo establecido como un dogma en el Libro de las Revelaciones, sino que está sometido al mismo tipo de cálculos que emplean los astrónomos cuando…, cuando…
Theremon dudó y calló.
—¿Cuándo calculamos los movimientos orbitales de los soles y del mundo? —preguntó ácidamente Beenay.
—Bueno, sí —dijo Theremon, con aire avergonzado.
—Entonces quizás haya esperanza para el mundo después de todo, si los Apóstoles no pueden hacer un mejor trabajo en eso que nosotros.
—Necesito una declaración, Beenay.
—Sí. Me doy cuenta de ello. —La siguiente ronda de bebidas había llegado. Beenay rodeó su vaso con una mano—. Prueba esto —dijo al cabo de un momento—. «La tarea principal de la ciencia es separar lo verdadero de lo falso, con la esperanza de revelar la forma en que funciona realmente el Universo. Poner la verdad al servicio de lo falso no es la forma en que esta Universidad cree que deba elaborarse el método científico. En la actualidad somos capaces de predecir los movimientos de los soles en el cielo, sí…, pero, aunque usemos nuestros mejores ordenadores, no estamos más cerca de lo que estábamos antes de ser capaces de predecir la voluntad de los dioses. Como no lo estaremos nunca, sospecho…» ¿Qué te parece?
—Perfecto —dijo Theremon. Déjame ver si lo he captado correctamente. «La tarea principal de la ciencia es separar lo verdadero de lo falso, con la esperanza de…, de…» ¿Qué sigue a continuación, Beenay?
Beklimot repitió toda la declaración palabra por palabra, como si la hubiera memorizado unas horas antes.
Luego vació su tercera copa en un solo y sorprendentemente largo sorbo.
Y luego se puso en pie, sonrió por primera vez en toda la tarde, y se derrumbó de bruces al suelo.
Athor 77 entrecerró los ojos y escrutó el pequeño fajo de hojas de impresora que tenía ante él sobre su escritorio como si fueran mapas de continentes que nadie había sabido nunca que existieran.
Estaba muy tranquilo. Se sorprendía de lo tranquilo que estaba.
—Muy interesante, Beenay —dijo con voz lenta—. Muy, muy interesante.
—Por supuesto, señor, siempre cabe la posibilidad de que no sólo haya cometido algún error crucial en las hipótesis fundamentales, sino que también Yimot y Faro…
—¿Que los tres hayáis planteado mal vuestros postulados? No, Beenay. Creo que no.
—Yo sólo pretendía indicar que la posibilidad existe.
—Por favor —dijo Athor—. Déjame pensar.
Era media mañana. Onos brillaba con toda su gloria en el cielo visible a través de la alta ventana de la oficina del director del observatorio. Dovim apenas era evidente, un pequeño y nítido punto rojo de luz que seguía camino hacia el Norte allá en lo alto.
Athor hojeó los papeles, trasladándolos en grupos de un lado para otro del escritorio. Y trasladándolos de nuevo. Qué extraño era que se lo tomara con tanta tranquilidad, pensó.
Beenay era el que parecía más alterado por todo aquello; él apenas había reaccionado.
Quizá me hallo en estado de shock, especuló.
—Aquí, señor, tengo la órbita de Kalgash de acuerdo con los cálculos del almanaque generalmente aceptados. Y aquí, en la copia de impresora, tenemos la predicción orbital que el nuevo ordenador…
—Por favor, Beenay. He dicho que deseaba pensar.
Beenay asintió crispadamente. Athor le sonrió, cosa que no le resultaba fácil. El formidable jefe del observatorio, un hombre alto, delgado, de aspecto autoritario, con una impresionante melena blanca, se había dejado encajar hacía tanto tiempo en el papel de Austero Gigante de la Ciencia que ahora le resultaba difícil salirse de él y permitirse mostrar respuestas normales humanas. Al menos, le resultaba difícil mientras estaba en el observatorio, donde todo el mundo le contemplaba como una especie de semidiós. En casa, con su esposa, con sus hijos, y sobre todo con su ruidosa bandada de nietos, era un asunto completamente distinto.
Así que la Gravitación Universal no era completamente correcta, ¿verdad?
¡No! ¡No, eso era imposible! Cada átomo de sentido común en él protestaba ante el pensamiento. El concepto de Gravitación Universal era fundamental para cualquier comprensión de la estructura del Universo, Athor estaba seguro de ello. Lo sabía. Era algo demasiado limpio, demasiado lógico, demasiado hermoso, para estar equivocado.
Retira la Gravitación Universal, y toda la lógica del cosmos se disuelve en el caos.
Inconcebible. Inimaginable.
Pero esas cifras…, esa maldita copia de impresora de Beenay…
—Puedo ver que está usted furioso, señor. —¡Beenay, parloteando de nuevo!—. Y quiero decirle que lo comprendo perfectamente…, la forma en que esto debe de dolerle…, cualquiera estaría furioso al ver el trabajo de toda su vida puesto en peligro de este modo…
—Beenay…
—Sólo déjeme decirle, señor, que hubiera dado cualquier cosa por no tener que traerle esto hoy. Sé que está usted furioso conmigo por haber venido aquí con ello, pero lo único que puedo decir es que pensé mucho y durante largo tiempo antes de decidirme a hacerlo. Lo que realmente deseaba hacer era quemarlo todo y olvidar que alguna vez empecé con esto. Me siento abrumado por haber descubierto lo que descubrí, y más abrumado aún de ser yo el que…
—Beenay —dijo Athor de nuevo, con su voz más ominosa.
—¿Señor?
—Estoy furioso contigo, sí. Pero no por la razón que tú piensas.
—¿Señor?
—Número uno, estoy irritado por la forma en que no dejas de balbucearme, cuando todo lo que deseo hacer es permanecer sentado aquí y elaborar tranquilamente las implicaciones de estos papeles que acabas de echar sobre mi mesa. Número dos, y mucho más importante, me siento absolutamente ultrajado por el hecho de que hayas vacilado un solo momento antes de traerme tus descubrimientos. ¿Por qué esperaste tanto?
—No fue hasta ayer que terminé las comprobaciones.
—¡Ayer! ¡Entonces hubieras debido estar aquí ayer! Beenay, ¿estás siendo sincero cuando dices que consideraste seriamente el suprimir todo esto? ¿Que estabas dispuesto a arrojar a un lado tus resultados y no decir nada?
—No, señor —dijo Beenay con voz miserable—. En realidad nunca pensé en hacerlo.
—Bien, eso es una bendición. Dime, hombre, ¿piensas que estoy tan enamorado de mi hermosa teoría que deseo que uno de mis más dotados asociados me proteja de la desagradable noticia de que la teoría tiene un fallo?
—No, señor. Por supuesto que no.
—Entonces, ¿por qué no viniste corriendo aquí con la noticia en el momento mismo en que estuviste seguro de que tenías razón?
—Porque…, porque, señor… —Parecía como si Beenay deseara desvanecerse en la alfombra—. Porque sabía lo que eso le trastornaría. Porque pensé que usted podía…, podía trastornarse tanto que su salud se viera afectada. Así que lo retuve todo, hablé con un par de amigos, pensé en mi propia posición en todo esto, y llegué a la conclusión de que no tenía otra alternativa, que mi obligación era decirle que la Teoría de la Gravitación Univer…
—¿Así que crees realmente que mi amor hacia mi propia teoría es superior al que siento hacia la verdad?
—¡Oh, no, no, señor!
Athor sonrió de nuevo, y esta vez no le costó ningún esfuerzo hacerlo.
—Pues es así, ¿sabes? Soy tan humano como cualquier otro, lo creas o no. La Teoría de la Gravitación Universal me proporcionó todos los honores científicos que este planeta podía ofrecer. Es mi pasaporte a la inmortalidad, Beenay. Tú lo sabes. Y tener que enfrentarme a la posibilidad de que la teoría sea errónea…, oh, es un fuerte shock, Beenay, pasa a través de todo mí, desde el pecho hasta la espalda. No cometas ningún error al respecto. Por supuesto, aún sigo creyendo que mi teoría es correcta.
—¿Señor? —dijo Beenay, evidentemente estupefacto—. Pero lo he comprobado y vuelto a comprobar, y…
—Oh, tus descubrimientos son correctos también, estoy seguro de ello. Porque haberos equivocado todos, tú y Faro y Yimot…, no, no, ya he dicho que no lo veo muy posible. Pero lo que tienes aquí no invalida necesariamente la Gravitación Universal.
Beenay parpadeó unas cuantas veces.
—¿No lo hace?
—Ciertamente no —dijo Athor, calentándose en la situación. Casi se sentía alegre ahora. La calma absolutamente irreal de los primeros momentos había dejado paso a la muy distinta tranquilidad que siente uno cuando se halla en persecución de la verdad—. ¿Qué dice la Teoría de la Gravitación Universal, después de todo? Que cada cuerpo en el Universo ejerce una fuerza sobre todos los demás cuerpos, proporcional a la masa y a la distancia. ¿Y qué has intentado hacer usando la Gravitación Universal para calcular la órbita de Kalgash? Bueno, introducir el factor de todos los impactos gravitatorios que ejercen todos los distintos cuerpos astronómicos sobre nuestro mundo en su viaje en torno a Onos. ¿No es así?
—Sí, señor.
—Bien, entonces no hay necesidad de arrojar la Teoría de la Gravitación Universal por la borda, al menos no en este punto. Lo que necesitamos hacer, amigo mío, es simplemente volver a pensar en nuestra comprensión del Universo, y determinar si acaso no ignoramos algo que debiéramos haber introducido en nuestros cálculos…, es decir, algún factor misterioso que, de una forma completamente desconocida por nosotros, esté ejerciendo su fuerza gravitatoria sobre Kalgash sin que lo tengamos en cuenta.
Las cejas de Beenay se alzaron alarmadas. Miró a Athor con la boca abierta, con una expresión que sólo podía ser calificada de auténtico asombro.
Luego se echó a reír. Primero intentó contenerse encajando las mandíbulas, pero la risa insistió en escapar de todos modos, forzándole a agitar los hombros y a emitir estranguladas tosecillas sincopadas; y luego tuvo que apretar ambas manos contra su boca para retener el torrente de regocijo.
Athor le miró, pasmado.
—¡Un factor desconocido! —estalló Beenay al cabo de un momento—. ¡Un dragón en el cielo! ¡Un gigante invisible!
—¿Dragones? ¿Gigantes? ¿De qué estás hablando, muchacho?
—Ayer por la tarde…, Theremon 762…, oh, señor, lo siento, realmente lo siento… —Beenay luchó por recuperar el autocontrol. Los músculos se agitaron en su rostro; parpadeó violentamente y contuvo el aliento; se volvió por un instante, y cuando se volvió de nuevo era otra vez casi él mismo. Avergonzado, dijo—: Tomé un par de copas con Theremon 762 ayer por la tarde…, el periodista, ya sabe…, y le hablé algo de lo que había encontrado, y de lo intranquilo que me sentía de mostrarle a usted mis descubrimientos.
—¿Fuiste a un periodista?
—Uno de confianza. Un buen amigo.
—Todos son unos bribones, Beenay. Créeme.
—No éste, señor. Le conozco, y sé que nunca haría nada que pudiera herirme u ofenderme. De hecho, Theremon me dio algunos excelentes consejos, entre ellos que tenía que venir absolutamente a verle, cosa que hice. Pero también, en un intento de ofrecerme alguna esperanza, ¿sabe?, algún consuelo…, me dijo lo mismo que acaba de decir usted, que quizás hubiera algún «factor desconocido»: ésa fue su frase exacta, un factor desconocido…, que confundía nuestra comprensión de las órbitas de Kalgash. Y yo me eché a reír y le dije que era inútil llevar factores desconocidos a la situación, que era una solución demasiado fácil. Sugerí, sarcásticamente, por supuesto, que si aceptábamos alguna de esas hipótesis, entonces también podíamos decir que un gigante invisible estaba empujando Kalgash fuera de su órbita, o el aliento de un gigantesco dragón. Y ahora aquí está usted, señor, emprendiendo la misma línea de razonamiento…, ¡no un lego en la materia como Theremon, sino el más grande astrónomo del mundo! ¿Ve usted lo ridículo que me siento, señor?
—Creo que si —dijo Athor. Todo aquello empezaba a hacerse un poco cansado. Se pasó una mano por su imponente melena blanca y lanzó a Beenay una mirada de irritación y compasión entremezcladas—. Tenías razón al decirle a tu amigo que inventar fantasías para resolver un problema no resulta muy útil. Pero las sugerencias al azar de los no expertos no siempre carecen de mérito. Por todo lo que sabemos, hay algún factor desconocido que actúa sobre la órbita de Kalgash. Necesitamos al menos considerar esa posibilidad antes de lanzar la teoría por la borda. Creo que lo que necesitamos hacer aquí es utilizar la Espada de Thargola. ¿Sabes lo que es, Beenay?
—Por supuesto, señor. El principio de la parsimonia. Planteado la primera vez por el filósofo medieval Thargola 14, que dijo: «Debemos atravesar con una espada toda hipótesis que no sea estrictamente necesaria», o algo parecido.
—Muy bien, Beenay. Aunque, de la forma que me lo enseñaron a mí, es: «Si se nos ofrecen varias hipótesis, debemos empezar nuestras consideraciones golpeando las más complejas con nuestra espada». Aquí tenemos la hipótesis de que la Teoría de la Gravitación Universal es errónea, contra la hipótesis de que has dejado fuera algún desconocido y quizás incognoscible factor al efectuar tus cálculos de la órbita de Kalgash. Si aceptamos la primera hipótesis, entonces todo lo que creemos saber sobre la estructura del Universo se derrumba en el caos. Si aceptamos la segunda, todo lo que necesitamos hacer es localizar el factor desconocido, y el orden fundamental de las cosas se mantiene. Es mucho más sencillo intentar hallar algo que tal vez hayamos pasado por alto de lo que resultaría establecer una nueva ley general que gobierne los movimientos de los cuerpos celestes. Así, la hipótesis de que la Teoría de la Gravitación es errónea cae ante la Espada de Thargola, y empezamos nuestras investigaciones trabajando con la explicación más sencilla del problema. ¿Qué opinas, Beenay? ¿Qué dices al respecto?
La expresión de Beenay se volvió radiante.
—¡Entonces no he invalidado la Gravitación Universal después de todo!
—Todavía no, al menos. Probablemente te has ganado un lugar en la historia científica, pero todavía no sabemos si es como invalidador o como originador. Recemos para que sea lo último. Y ahora necesitamos pensar intensamente, joven. —Athor 77 cerró los ojos y se frotó la frente, que estaba empezando a dolerle. Había transcurrido largo tiempo desde que había hecho auténtica ciencia por última vez, se dio cuenta. Durante los últimos ocho o diez años se había ocupado casi por entero de asuntos administrativos en el observatorio. Pero a la mente que había producido la Teoría de la Gravitación Universal todavía debían de quedarle uno o dos pensamientos, se dijo—. Primero, quiero echar una mirada más detenida a esos cálculos tuyos —indicó—. Y luego, supongo, una mirada más detenida a mi propia teoría.
El cuartel general de los Apóstoles de la Llama era una estilizada pero suntuosa torre de resplandeciente piedra dorada que se alzaba como una brillante jabalina sobre el río Seppitan, en el exclusivo distrito de Birigam de la Ciudad de Saro. Esa esbelta torre, pensó Theremon, debía de ser una de las más valiosas piezas inmobiliarias de toda la capital.
Nunca se había parado a considerarlo antes, pero los Apóstoles tenían que ser un grupo abrumadoramente rico. Eran propietarios de sus propias cadenas de radio y televisión, publicaban revistas y periódicos, poseían esta tremenda torre. Y probablemente controlaban todo tipo de otros bienes que eran menos visiblemente suyos. Se preguntó cómo era eso posible. ¿Un puñado de fanáticos monjes puritanos? ¿Dónde habían conseguido meter sus manos en tantos cientos de millones de créditos?
Pero, se dio cuenta, industrialistas tan conocidos como Bottiker 888 y Vivin 99 eran declarados partidarios de las enseñanzas de Mondior y sus Apóstoles. No le sorprendería saber que hombres como Bottiker y Vivin, y otros como ellos, eran fuertes contribuidores al tesoro de los Apóstoles.
Y, si la organización tenía al menos un décimo de la antigüedad que afirmaba tener —¡diez mil años, decían!—, y si habían invertido juiciosamente su dinero a lo largo de los siglos, entonces no había forma de decir lo que los Apóstoles podían haber conseguido a través del milagro del interés compuesto, pensó Theremon. Su fortuna podía ascender a miles de millones. Podían ser propietarios en secreto de media Ciudad de Saro.
Valía la pena echar una mirada al asunto, se dijo.
Penetró en el enorme vestíbulo de entrada, lleno de ecos, de la gran torre y miró maravillado a su alrededor. Aunque nunca había estado allí antes, había oído que era un edificio extraordinariamente espléndido tanto por fuera como por dentro. Pero nada de lo que había oído le había preparado para la realidad del edificio de los cultistas.
Un pulido suelo de mármol, con incrustaciones en media docena de brillantes colores, se extendía hasta tan lejos como podía ver. Las paredes estaban cubiertas con brillantes mosaicos dorados que formaban dibujos abstractos y que se alzaban hasta las bóvedas en arco muy arriba sobre su cabeza. Candelabros de oro y plata trenzados arrojaban una brillante lluvia de luminosidad sobre todo.
En el extremo opuesto a la entrada Theremon vio lo que parecía ser un modelo de todo el Universo, elaborado al parecer enteramente con metales preciosos y gemas: inmensos globos suspendidos, que parecían representar los seis soles, colgaban del techo mediante cables invisibles. Cada uno de ellos arrojaba una luz fantasmal: un haz dorado del más grande de ellos, que debía de ser Onos, y un apagado brillo rojo del globo de Dovim, y un duro y frío blanco azulado de la pareja Tano-Sitha, y una suave luz blanca de Patru y Trey. Un séptimo globo, que debía de ser Kalgash, se movía lentamente entre ellos como un globo cautivo, con sus colores cambiantes a medida que el derivante esquema de la luz de los soles se reflejaba en su superficie.
Mientras Theremon permanecía allí con la boca abierta por el asombro, una voz procedente de ninguna parte en particular dijo:
—¿Puedo saber tu nombre?
—Soy Theremon 762. Tengo una cita con Mondior.
—Sí. Por favor, entra en la sala inmediatamente a tu izquierda, Theremon 762.
No vio ninguna sala inmediatamente a su izquierda. Pero entonces un segmento de la pared cubierta por el mosaico se abrió sin el menor ruido y reveló una pequeña estancia ovalada, más una antesala que una sala. Tapices de terciopelo verde cubrían las paredes, y una sola barra de luz ambarina proporcionaba la iluminación.
Se encogió de hombros y entró. La puerta se cerró de inmediato a sus espaldas y notó una clara sensación de movimiento.
¡Aquello no era una antesala, era un ascensor! Si, subía, estaba seguro de ello. Arriba y arriba, aunque de una forma más bien pausada. Transcurrió media eternidad antes de que la antesala-ascensor se detuviera y la puerta se abriera de nuevo.
Una figura ataviada de negro le aguardaba.
—¿Quiere venir por aquí, por favor?
Un estrecho pasillo conducía una corta distancia hasta una especie de sala de espera, donde un gran retrato de Mondior 71 ocupaba la mayor parte de una pared. Cuando Theremon entró, el retrato pareció iluminarse y cobró extrañamente brillo y resplandor, de tal modo que los oscuros e intensos ojos de Mondior le miraron directamente y el severo rostro del Sumo Apóstol adquirió una luminosa radiación interior que le hizo parecer casi hermoso, de un modo un tanto fiero.
Theremon se enfrentó fríamente a la mirada del retrato. Pero incluso el realista hombre de Prensa se sintió ligeramente inquieto ante el pensamiento de que dentro de muy poco estaría entrevistando a aquella persona. Mondior, a través de la radio o la televisión, era una cosa, sólo otro loco predicador con un absurdo mensaje que vender. Pero Mondior en carne y hueso: abrumador, hipnótico, misterioso, si su retrato daba alguna indicación…, eso podía ser algo completamente distinto. Theremon se advirtió a sí mismo que debía permanecer en guardia.
El monje ataviado de negro dijo:
—Si quiere pasar dentro, por favor…
La pared a la izquierda del retrato se abrió. Al otro lado se hizo visible una oficina, tan espartanamente decorada como una celda, sin nada más que un desnudo escritorio hecho de una simple losa de piedra pulida y una silla baja sin respaldo, tallada de un trozo de alguna madera poco habitual gris estriada en rojo, dispuesta ante él. Detrás del escritorio se sentaba un hombre de evidente fuerza y autoridad, que llevaba el negro hábito de los Apóstoles con la capucha ribeteada de rojo.
Era muy impresionante. Pero no era Mondior 71.
Mondior, a juzgar por las fotografías y el aspecto que exhibía en la televisión, tenía que ser un hombre de sesenta y cinco o setenta años, con una especie de intensa fuerza masculina en él. Su pelo era denso y ondulado, negro con amplias estrías blancas, y tenía un rostro lleno y carnoso, una boca amplia, una nariz recia, gruesas cejas muy negras y oscuros y penetrantes ojos. Pero éste era joven, seguro que aún no había cumplido los cuarenta, y aunque también parecía poderoso y altamente masculino, lo era de una forma enteramente distinta: era muy delgado, con un rostro estrecho y afilado y finos labios fruncidos. Su pelo, que se rizaba sobre su frente debajo de su capucha, era de un extraño color rojo ladrillo, y sus ojos tenían una fría e inflexible tonalidad azul.
Sin duda este hombre era un alto funcionario de la organización. Pero la cita de Theremon era con Mondior.
Aquella misma mañana había decidido, después de escribir su artículo sobre la última fulminación de los Apóstoles, que necesitaba saber más acerca de su misterioso culto. Todo lo que habían dicho hasta entonces le sonaba como a estupidez, por supuesto, pero sus palabras empezaban a adquirir la apariencia de estupideces interesantes, de las que valía la pena escribir con cierto detalle. ¿Qué mejor forma de averiguar cosas sobre ellos que ir directamente al hombre en la cima? Suponiendo que fuera posible, por supuesto. Pero, para su sorpresa, cuando llamó le dijeron que podía celebrar una audiencia con Mondior 71 aquel mismo día. Había parecido demasiado fácil.
Ahora empezaba a darse cuenta de que había sido demasiado fácil.
—Soy Folimun 66 —dijo el hombre de rostro anguloso, con una voz ligera y flexible sin nada del retumbante trueno de Mondior. Sin embargo, sospechó Theremon, era la voz de alguien que estaba acostumbrado a ser obedecido—. Soy el relaciones públicas ayudante para el distrito central de nuestra organización. Será un placer para mí responder cualquier pregunta que desee formular.
—Mi cita era con Mondior en persona —dijo Theremon.
Los helados ojos de Folimun 66 no traicionaron el menor signo de sorpresa.
—Puede considerarme como la voz de Mondior.
—Entendí que sería una audiencia personal.
—Lo es. Cualquier cosa dicha por mí es compartida por Mondior; cualquier palabra que brote de mí es la palabra de Mondior. Tiene que comprender bien esto.
—Pese a todo, se me aseguró que se me permitiría hablar con Mondior. No tengo la menor duda de que lo que usted me diga estará revestido de toda la autoridad necesaria, pero no es sólo información lo que busco. Me gustaría formarme alguna opinión del tipo de hombre que es Mondior, cuáles son sus puntos de vista sobre otras cosas aparte la profetizada destrucción del mundo, qué piensa acerca de…
—Sólo puedo repetirle lo que ya le he dicho —declaró Folimun, cortándole suavemente—. Puede considerarme como la voz de Mondior. Su Serenidad no podrá verle en persona hoy.
—Entonces prefiero regresar otro día, cuando Su Serenidad esté…
—Permítame informarle que Mondior no se halla disponible para entrevistas personales, nunca. Nunca. El trabajo de Su Serenidad es mucho más urgente, ahora que sólo nos separan unos meses del Tiempo de la Llama. —Folimun sonrió de pronto, una sonrisa inesperadamente cálida y humana, quizá con la intención de quitar algo de mordiente a la negativa y de melodramatismo a la frase «el Tiempo de la Llama». Casi gentilmente, dijo—: Supongo que se habrá producido algún malentendido, que usted no se dio cuenta de que su cita sería con un portavoz de Mondior en vez de con el Sumo Apóstol en persona. Pero así es como tiene que ser. Si no desea usted hablar conmigo, bueno, lamento que haya hecho su viaje en balde. Pero soy la fuente de información más útil que va a encontrar usted aquí, ahora o en cualquier otro momento.
De nuevo la sonrisa. Era la sonrisa de un hombre que cerraba de una forma fría y sin disculpa alguna una puerta en el rostro de Theremon.
—Muy bien —dijo Theremon, tras un momento o dos de consideración—. Veo que no tengo mucha elección. Hablo con usted o no hablo con nadie. De acuerdo: hablemos. ¿Cuánto tiempo tengo?
—Tanto como necesite, aunque esta primera reunión tendrá que ser más bien breve. Y también —una sonrisa, sorprendente, casi maliciosa— deberá tener en cuenta que sólo nos quedan catorce meses. Y que tenemos algunas otras cosas que hacer durante ese tiempo.
—Eso imagino. ¿Catorce meses, dice? ¿Y luego qué?
—Por lo que dice, supongo que no ha leído usted el Libro de las Revelaciones.
—No recientemente, es cierto.
—Entonces permítame. —Folimun extrajo un delgado volumen encuadernado en rojo de algún hueco en su aparentemente vacío escritorio y lo deslizó hacia Theremon—. Éste es para usted. Hallará mucho alimento espiritual en él, espero. Mientras tanto, puedo resumirle el tema que parece ser del mayor interés para usted. Dentro de muy poco, exactamente dentro de 418 días desde hoy, el 19 del próximo theptar para ser extremadamente precisos, caerá una gran transformación sobre nuestro confortable y familiar mundo. Los seis soles entrarán en la Caverna de la Oscuridad y desaparecerán, las Estrellas se manifestarán a nosotros, y todo Kalgash será pasto de las llamas.
Hizo un sonido muy casual. Como si estuviera hablando de la llegada de la lluvia mañana por la tarde, o la esperada floración de alguna rara planta la semana próxima en el Jardín Botánico Municipal. Todo Kalgash pasto de las llamas. Los seis soles entrando en la Caverna de la Oscuridad. Las Estrellas.
—Las Estrellas —dijo Theremon en voz alta—. ¿Qué son de hecho?
—Son los instrumentos de los dioses.
—¿No cree que podría ser un poco más específico?
—La naturaleza de las Estrellas se hará más que clara para todos nosotros —dijo Folimun 66—, dentro de 418 días.
—Entonces el actual Año de Gracia llega a su término —dijo Theremon—. Concretamente el 19 de theptar del año próximo.
Folimun pareció agradablemente sorprendido.
—Así que ha estado estudiando nuestras enseñanzas.
—Hasta cierto punto. He escuchado las últimas intervenciones de Mondior, al menos. Sé lo del ciclo de 2.049 años. ¿Y el acontecimiento que ustedes llaman el Tiempo de la Llama? Supongo que tampoco puede proporcionarme alguna especie de descripción anticipada de eso.
—Hallará usted algo al respecto en el capítulo quinto del Libro de las Revelaciones. No, no necesita buscarlo ahora: puedo citárselo. «De las Estrellas brotaron entonces las Llamas Celestes, que eran las portadoras de la voluntad de los dioses; y allá donde tocaban las llamas, las ciudades de Kalgash eran consumidas hasta la total destrucción, de tal modo que del hombre y de las obras del hombre no quedaba nada en absoluto.»
Theremon asintió.
—Un repentino y terrible cataclismo. ¿Por qué?
—La voluntad de los dioses. Nos han advertido contra nuestra perversidad, y nos han proporcionado un número de años para redimirnos. Ese número de años es lo que llamamos el Año de Gracia, un «año» de 2.049 años humanos, sobre el que parece saber usted ya algo. El actual Año de Gracia se halla ya casi a su final.
—¿Y entonces cree usted que todos seremos barridos de la superficie del planeta?
—No todos. Pero la mayoría sí; y nuestra civilización será destruida. Los pocos que sobrevivan se enfrentarán a la inmensa tarea de la reconstrucción. Éste es, como parece darse cuenta, un ciclo melancólicamente repetitivo de los acontecimientos humanos. Lo que pronto ocurrirá no señalará la primera vez que la Humanidad fracasa en la prueba de los dioses. Hemos sido golpeados más de una vez antes; y ahora nos hallamos a punto de ser golpeados de nuevo.
Lo más curioso, pensó Theremon, era que Folimun no parecía en absoluto loco.
Excepto por su extraño hábito, hubiera podido ser cualquier tipo de joven hombre de negocios sentado en su atractiva oficina…, un agente de préstamos, por ejemplo, o un especialista en inversiones. Era a todas luces inteligente. Hablara con claridad y bien, con un tono seguro y directo. Nunca desvariaba o desbarraba. Pero las cosas que decía, de aquella manera segura y directa, eran los más alocados balbuceos carentes de sentido.
El contraste entre lo que Folimun decía y la forma en que lo decía resultaba difícil de aceptar.
Ahora se arrellanó satisfecho, con expresión relajada, a la espera de que el periodista formulara la siguiente pregunta.
—Seré franco —dijo Theremon al cabo de un momento—. Como mucha gente, tengo dificultades en aceptar que algo tan grande me sea tendido simplemente como una revelación. Necesito pruebas sólidas. Pero usted no nos muestra ninguna. Acéptalo por la fe, dice. No hay ninguna prueba tangible que demuestre, por supuesto, lo que usted nos dice, pero será mejor que creamos lo que nos ofrece, porque lo ha oído todo de los dioses, y usted sabe que los dioses no le mienten. ¿Puede mostrarme por qué debería creerle? La fe sola no es suficiente para las personas como yo.
—¿Por qué piensa que no hay ninguna prueba? —preguntó Folimun.
—¿La hay? ¿Aparte el propio Libro de las Revelaciones? Las pruebas circulares no son ninguna prueba para mí.
—Somos una organización muy antigua, ¿sabe?
—Diez mil años, o al menos eso dice la historia.
Una breve sonrisa aleteante cruzó los delgados labios de Folimun.
—Una cifra arbitraria, quizás un poco exagerada para conseguir un efecto popular. Todo lo que afirmamos entre nosotros es que nos remontamos a los tiempos prehistóricos.
—Así que su grupo tiene al menos dos mil años de antigüedad, entonces.
—Un poco más que eso, como mínimo. Podemos rastrear nuestra existencia hasta una época anterior al último cataclismo…, así que con toda seguridad tenemos más de 2.049 años de antigüedad. Probablemente muchos más, pero no tenemos ninguna prueba de ello, al menos no ninguna prueba del tipo que usted estaría dispuesto a aceptar. Creemos que los Apóstoles pueden remontarse a varios ciclos de destrucción, lo cual es tanto como decir probablemente seis mil años. Todo lo que realmente importa es que nuestro origen es precataclísmico. Hemos permanecido silenciosamente activos como organización durante más de un Año de Gracia. Y, así, ahora nos hallamos en posesión de una información que ofrece detalles altamente específicos de la catástrofe que nos aguarda. Sabemos lo que ocurrirá porque somos conscientes de lo que ha ocurrido muchas veces antes.
—Pero no le muestran a nadie la información que afirman tener. La evidencia, las pruebas.
—El Libro de las Revelaciones es lo que ofrecemos al mundo.
Vueltas y vueltas y vueltas. Aquello no conducía a ninguna parte. Theremon empezó a sentirse inquieto. Evidentemente, todo aquello no era más que un gran bluff. Todo una cínica farsa, probablemente pensada para sorber rollizas contribuciones de los crédulos como Bottiker y Vivin y otros tipos ricos desesperados por comprar el billete que le permitiera escapar de la amenaza de condenación. Pese a la evidente apariencia de sinceridad e inteligencia de Folimun, tenía que ser o bien un cómplice voluntario en esta gigantesca empresa de fraudulenta fantasía o simplemente uno de los muchos incautos de Mondior.
—De acuerdo —dijo el periodista—. Supongamos por ahora que habrá alguna especie de catástrofe mundial el año próximo, de la que su grupo posee un conocimiento detallado por anticipado. ¿Qué es exactamente lo que quieren que hagamos el resto de nosotros? ¿Acudir en masa a sus capillas y suplicar a los dioses que tengan piedad de nosotros?
—Ya es demasiado tarde para eso.
—Entonces, ¿no hay ninguna esperanza? En ese caso, ¿por qué se molestan en advertirnos?
Folimun sonrió de nuevo, sin ironía esta vez.
—Por dos razones. Una, sí, queremos que la gente acuda a nuestras capillas, no tanto para que puedan intentar influenciar a los dioses como para que puedan escuchar nuestras enseñanzas en lo que se refiere a asuntos de moralidad y decencia cotidiana. Creemos que tenemos un mensaje de valor para el mundo en estos aspectos. Pero segundo, y más urgente: deseamos convencer a la gente de la realidad de lo que se aproxima, a fin de que puedan tomar medidas para protegerse contra ello. Lo peor de la catástrofe puede ser evitado. Se pueden dar pasos para impedir la completa destrucción de nuestra civilización. Las Llamas son inevitables, sí, puesto que la naturaleza humana es como es: los dioses han hablado, el tiempo de su venganza está ya en camino, pero dentro de la locura y el horror generales habrá algunos que sobrevivan. Le aseguro que nosotros los Apóstoles sobreviviremos, definitivamente. Estaremos aquí, como hemos estado antes, para conducir a la Humanidad al nuevo ciclo de renacimiento. Y ofreceremos nuestra mano, con amor, con caridad, a todo aquel que quiera aceptarla. A quien se una a nosotros en protegerse del caos que se avecina. ¿Le suena esto a locura, Theremon? ¿Le suena como si fuéramos unos chiflados peligrosos?
—Si tan sólo pudiera aceptar su planteamiento básico…
—¿Que las Llamas llegarán el año próximo? Lo hará. Lo hará. Lo que falta por ver es si lo aceptará usted con la suficiente antelación como para convertirse en uno de los supervivientes, uno de los guardianes de nuestra herencia, o descubrirá tan sólo en el momento de la destrucción, en el momento de su propia agonía, que hemos estado diciendo la verdad desde un principio.
—Me pregunto cuál de las dos cosas será —dijo Theremon.
—Permítame confiar en que esté usted de nuestro lado el día que se cierre este Año de Gracia —dijo Folimun. Se levantó bruscamente y ofreció a Theremon su mano—. Ahora debo irme. Su Serenidad el Sumo Apóstol me espera dentro de pocos minutos. Pero tendremos más conversaciones, de eso estoy seguro. En término de unos días, o quizá menos…, intentaré estar disponible para usted. Espero nuestra próxima conversación. Por extraño que pueda sonar, tengo la sensación de que usted y yo estamos destinados a trabajar muy unidos. Tenemos mucho en común, ¿sabe?
—¿De veras?
—En asuntos de fe, no. En asuntos del deseo de sobrevivir, y de ayudar a otros a sobrevivir…, sí, creo que sí, muy definitivamente. Sospecho que llegará un momento en el que usted y yo nos busquemos el uno al otro y unamos nuestras fuerzas contra la Oscuridad que se acerca. De hecho, estoy seguro de ello.
Seguro, pensó Theremon. Será mejor que me haga confeccionar de inmediato mi hábito negro.
Pero no tenía ningún sentido ofender a Folimun con algún tipo de rudeza. Este culto de los Apóstoles estaba creciendo, al parecer, día tras día. Había un gran artículo aquí; y Folimun era probablemente el hombre de quien iba a depender para conseguirlo.
Theremon se metió el ejemplar del Libro de las Revelaciones en el maletín y se puso en pie.
—Le llamaré dentro de unas semanas —dijo—, Después de que haya tenido la oportunidad de examinar esto con cierto detalle. Entonces habrá otras cosas que desearé preguntarle. ¿Y con qué anticipación necesita que le llame para una entrevista con Mondior 71?
Folimun no era tan fácil de engatusar.
—Como ya le he explicado, el trabajo de Su Serenidad desde ahora hasta el Tiempo de la Llama es tan crítico que no se hallará disponible para cosas como entrevistas personales. Lo siento realmente. No hay ninguna forma en la que pueda alterar esto. —Folimun adelantó la mano—. Ha sido un placer.
—Para mí también —dijo Theremon.
Folimun se echó a reír.
—¿De veras lo ha sido? ¿Perder media hora hablando con un loco? ¿Un chiflado? ¿Un fanático? ¿Un cultista?
—No recuerdo haber usado esas palabras.
—No me sorprendería que me dijeran que las había pensado, sin embargo. —El Apóstol ofreció a Theremon otra de sus curiosamente desarmantes sonrisas—. Tendría razón a medías. Soy un fanático. Y un cultista, supongo. Pero no un loco. Ni un chiflado. Aunque me gustaría serlo. Y a usted también.
Despidió a Theremon con un gesto de la mano. El monje que le había conducido hasta allí aguardaba fuera de la puerta para llevarlo de vuelta a la antesala-ascensor.
Una extraña media hora, pensó el periodista. Y no muy fructífera, en realidad. De alguna forma sabía menos aún sobre los Apóstoles que antes de haber entrado allí.
Que fueran unos chiflados y unos fanáticos de las supersticiones resultaba aún claro para Theremon. Evidentemente no tenían ni un asomo de nada que se pareciera a una auténtica prueba de que se preparaba algún gigantesco cataclismo en el planeta tan pronto. Sin embargo, si eran auto-engañados estúpidos o claros fraudes buscando llenarse los bolsillos era algo que no podía decidir con claridad.
Era todo más bien confuso. Había un elemento de fanatismo, de puritanismo, en su movimiento que no acababa de gustarle. Y sin embargo, y sin embargo: aquel Folimun, aquel portavoz suyo, había parecido una persona inesperadamente atractiva. Era inteligente, inteligible…, incluso, a su propia manera, racional. El hecho de que pareciera tener una especie de sentido del humor había sido una sorpresa, y un punto a su favor. Theremon nunca había oído a un maníaco que fuera capaz de burlarse ni siquiera ligeramente de sí mismo…, ni a un fanático tampoco. A menos que aquello formara parte de la actuación de Folimun como relaciones públicas: a menos que Folimun hubiera estado proyectando deliberadamente el tipo de personalidad que alguien como Theremon hallaría probablemente atractiva.
Ve con cuidado, se dijo a sí mismo. Folimun quiere utilizarte.
Pero eso era lógico. Su posición en el periódico era influyente. Todo el mundo deseaba utilizarle.
Bueno, pensó, veremos quién utiliza a quién.
Sus pasos resonaron secamente mientras caminaba a buen ritmo a través del inmenso vestíbulo de entrada del cuartel general de los Apóstoles y salía a la brillante tarde de tres soles.
Ahora, de vuelta a la oficina del Crónica. Un par de piadosas horas dedicadas a un atento estudio del Libro de las Revelaciones; y luego ya sería hora de empezar a pensar en la columna de mañana.
La estación estival de las lluvias estaba en pleno apogeo la tarde que Sheerin 501 regresó a Ciudad de Saro. El regordete psicólogo salió del avión a un fuerte aguacero que había transformado el aeropuerto en algo parecido a un lago. Grises torrentes de lluvia caían casi horizontales, arrastrados por violentas ráfagas de viento.
Gris, gris, todo gris…
Los soles tenían que estar ahí arriba en alguna parte en medio de toda aquella lobreguez. Aquel débil resplandor en el Oeste era probablemente Onos, y había asomos de la helada luz de Tano y Sitha al otro lado. Pero la capa de nubes era tan densa que el día resultaba desagradablemente oscuro. Incómodamente oscuro para Sheerin, que aún —pese a lo que había dicho a sus anfitriones en Jonglor— se sentía turbado por los efectos residuales de su trayecto de quince minutos a través del Túnel del Misterio.
Se hubiera sometido a un ayuno de diez días antes que admitirlo a Kelaritan y Cubello y al resto de aquella gente. Pero había llegado peligrosamente cerca del punto de peligro ahí dentro.
Durante tres o cuatro días después, Sheerin experimentó un roce, sólo un roce, del tipo de claustrofobia que había enviado a tantos ciudadanos de Jonglor al hospital mental. Estaba en su habitación del hotel, trabajando en su informe, cuando de pronto sentía la Oscuridad cerrarse sobre él, y le era necesario levantarse y salir a la terraza, o incluso abandonar completamente el edificio para dar un largo paseo por los jardines del hotel. ¿Necesario? Bueno, quizá no. Pero preferible. Ciertamente preferible. Y siempre se sentía mejor haciéndolo.
O estaba dormido y la Oscuridad caía entonces sobre él. Naturalmente, la luz de vela estaba encendida en su habitación cuando dormía —siempre dormía con una, no sabía de nadie que no lo hiciera—, y desde el trayecto por el Túnel se había acostumbrado a utilizar una auxiliar también, en caso de que la batería de la primera fallara, aunque el indicador señalaba claramente que le quedaban seis meses de energía. Aún así, la mente dormida de Sheerin llegaba a convencerse de que su habitación se había sumido de pronto en las profundidades de la ausencia de luz, y estaba completamente a oscuras, invadida por la auténtica y completa Oscuridad. Y despertaba, temblando, sudando, convencido de que se hallaba en la Oscuridad pese a que al amistoso resplandor de las dos luces de vela estaba allí a cada lado de él para decirle que eso no era cierto.
Así que ahora, cuando bajó del avión a aquel sombrío paisaje crepuscular…, bueno, se alegró de estar en casa, pero hubiera preferido una llegada más veraniega. Tuvo que luchar contra una leve inquietud, o quizá no tan leve, cuando entró en el pasillo de plexiglás contra el mal tiempo que conducía del avión a la terminal. Deseó que no estuviera allí. Mejor no sentirse encerrado en estos momentos, pensó Sheerin, aunque eso significara mojarse. Mejor estar al aire libre bajo un cielo abierto, bajo la reconfortante luz (por débil que fuera, oculta tras las nubes) de los amistosos soles.
Pero la intranquilidad pasó. Cuando recuperó su equipaje, la alegre realidad de estar de vuelta en casa en Ciudad de Saro había triunfado por encima de los efectos residuales de su roce con la Oscuridad.
Liliath 221 le aguardaba fuera del departamento de recogida de equipajes con su coche. Eso le hizo sentir mejor también. Era una mujer esbelta y de aspecto agradable a punto de cumplir los cincuenta, una colega del Departamento de Psicología, aunque se dedicaba a trabajos experimentales, animales en laberintos, sin ningún punto de contacto con el trabajo de él. Se conocían desde hacía diez o quince años. Probablemente Sheerin le hubiera pedido que se casara con él hacía mucho si hubiera sido del tipo de los que se casan. Pero no lo era; ni, por todas las indicaciones que le había dado, lo era ella tampoco. De todos modos, la relación que mantenían parecía perfecta para ambos.
—De todos los días asquerosos que podía elegir para volver… —dijo, mientras se deslizaba en el coche al lado de ella y se inclinaba para darle un rápido y amistoso beso.
—Llevamos tres días así. Y dicen que todavía nos quedan otros tres, hasta el próximo Día de Onos. Supongo que por aquel entonces ya nos habremos ahogado todos. Parece como si hubieras perdido algo de peso ahí arriba en Jonglor, Sheerin.
—¿De veras? Bueno, ya sabes, la comida septentrional…, nunca ha sido de mi gusto.
No había esperado que fuera tan evidente. Un hombre de sus dimensiones debería ser capaz de perder cinco o seis kilos sin que se apreciara en absoluto. Pero Liliath había tenido siempre unos ojos agudos. Y quizás él había perdido más de cinco o seis kilos. Desde el Túnel no había hecho más que picotear su comida. ¡Él! Ahora que pensaba en ello, le resultaba difícil creer lo poco que había comido.
—Tienes buen aspecto —dijo ella—. Saludable. Vigoroso.
—¿De veras?
—No es que piense que necesites estar más delgado, no a esta edad. Pero no te haría ningún daño perder un poco de peso. ¿Así que te lo pasaste bien en Jonglor?
—Bueno…
—¿Fuiste a ver la Exposición?
—Sí. Fabulosa. —No consiguió expresar mucho entusiasmo—. ¡Dios mío, esta lluvia, Liliath!
—¿No llovía en Jonglor?
—Todo el tiempo claro y seco. Como estaba aquí cuando me marché de Saro.
—Bueno, las estaciones cambian, Sheerin. No puedes esperar tener el mismo tiempo durante seis meses consecutivos, ¿sabes? Con un conjunto distinto de soles en el ascendente cada día, no podemos esperar que los esquemas se mantengan mucho tiempo.
—No puedo decir si pareces más una meteoróloga o una astróloga —dijo Sheerin.
—Ninguna de las dos. Parezco una psicóloga. ¿No vas a contarme nada del viaje, Sheerin?
Él vaciló.
—La Exposición estuvo muy bien. Lamento que te la perdieras. Pero el trabajo fue muy duro la mayor parte del tiempo. Tenían un verdadero lío entre las manos allá en el Norte, con ese Túnel del Misterio.
—¿Es cierto que ha muerto gente en él?
—Algunas personas. Pero sobre todo están los que han salido de allá traumatizados, desorientados. Claustrofóbicos. Hablé con algunas de las víctimas. Necesitarán meses para recobrarse. Para algunos la incapacidad será permanente. Y, pese a ello, el Túnel siguió abierto durante semanas.
—¿Después de que empezara el problema?
—A nadie pareció importarle. La que menos, la gente que dirige la Exposición. Tan sólo estaban interesados en vender entradas. Y los que acudían al parque de diversiones se sentían curiosos acerca de la Oscuridad. Curiosos acerca de la Oscuridad, ¿puedes imaginar eso, Liliath? ¡Hacían cola ansiosamente para poner sus mentes en peligro! Por supuesto, todos estaban convencidos de que no les ocurriría nada a ellos. Y a muchos no les ocurrió nada malo. Pero no a todos. ¿Sabes?, yo efectué también el trayecto del Túnel.
—¿Lo hiciste? —exclamó ella, asombrada—. ¿Cómo fue?
—Un mal asunto. Pagaría todo lo que fuera necesario por no tener que hacerlo de nuevo.
—Pero evidentemente te saliste con bien de ello.
—Evidentemente —dijo él con cuidado—. Pero también me saldría con bien de ello si me tragara media docena de peces vivos. No es algo que desee repetir. Les dije que cerraran definitivamente su maldito Túnel. Ésa fue mi opinión profesional, y creo que van a seguirla. Simplemente no estamos diseñados para resistir tanta Oscuridad, Liliath. Un minuto, dos minutos quizá…, luego empezamos a hacernos pedazos. Es una cosa innata, estoy convencido de ello, millones de años de evolución nos han modelado para ser lo que somos. La Oscuridad es la cosa más innatural del mundo. Y la idea de venderla a la gente como diversión… —Se estremeció—. Bueno, hice mi viaje a Jonglor, y ahora estoy de vuelta. ¿Han ocurrido muchas cosas por la universidad?
—No muchas —respondió Liliath—. Las habituales pequeñas y mezquinas disputas, las acostumbradas reuniones de facultad, encumbradas declaraciones de ultraje sobre éste y aquel candente problema social…, ya sabes. —Guardó silencio por un instante, con ambas manos aferrando la barra de dirección mientras conducía el coche a través de los profundos charcos de agua que inundaban la carretera—. Por cierto, al parecer hay alguna especie de revuelo en el observatorio. Tu amigo Beenay 25 te ha estado buscando. No me dijo mucho, pero parece que están efectuando una importante reevaluación de una de sus teorías clave. Todo el mundo está agitado. El viejo Athor en persona dirige las investigaciones, ¿puedes imaginarlo? Creía que su mente se había osificado hacía ya un siglo. Beenay llevaba a un periodista consigo, uno de esos que escriben una columna popular. Theremon, creo que se llama. Theremon 762. No me fijé mucho en él.
—Es muy conocido. Una especie de cizañero, creo, aunque no estoy muy seguro de qué tipo de causas se dedica a fulminar. Él y Beenay pasan mucho tiempo juntos.
Sheerin tomó nota mental de llamar al joven astrónomo después de deshacer el equipaje. Hacía ya casi un año que Beenay llevaba viviendo con la hija de la hermana de Sheerin, Raissta 717, y Sheerin había establecido una firme amistad con él, tan firme como era posible teniendo en cuenta la diferencia de veintitantos años en sus edades. Sheerin sentía un interés de aficionado hacia la astronomía: ése era uno de los lazos que los mantenían juntos.
¡Athor de vuelta al trabajo teórico! ¡Resultaba difícil de imaginar! ¿De qué podía tratarse? ¿Había publicado algún novato un artículo atacando la Ley de la Gravitación Universal? No, pensó Sheerin…, nadie se atrevería.
—¿Y tú? —preguntó—. No has dicho ni una palabra acerca de lo que has hecho mientras yo estaba fuera.
—¿Qué es lo que crees que hice, Sheerin? ¿Ir a practicar el vuelo con motor en las montañas? ¿Asistir a las reuniones de los Apóstoles de la Llama? ¿Seguir un curso de ciencias políticas? Leí libros. Di mis clases. Realicé mis experimentos. Aguardé a que volvieras a casa. Planeé la cena que cocinaría cuando tú volvieras. ¿Estás seguro de que no has empezado a seguir alguna dieta?
—Por supuesto que no. —Dejó que su mano descansara afectuosamente sobre la de ella por un momento—. Pensé en ti todo el tiempo, Liliath.
—Estoy segura de que lo hiciste.
—Y soy incapaz de esperar hasta la hora de la cena.
—Al menos eso suena plausible.
La lluvia se hizo repentinamente más densa. Una gran masa de agua golpeó el parabrisas, y todo lo que pudo hacer Liliath fue mantener el coche en la carretera, no sin cierta dificultad. El cielo se oscureció otro grado o dos a medida que empeoraba la tormenta. Sheerin se encogió ante la creciente oscuridad de fuera y clavó la vista en los brillantemente iluminados controles del tablero del coche para reconfortarse.
No deseaba permanecer más tiempo en el espacio cerrado del coche. Deseaba salir a los campos abiertos, con o sin tormenta. Pero eso era una locura. Se empaparía en un instante ahí fuera. Incluso podía ahogarse, los charcos eran tan profundos.
Piensa en cosas agradables, se dijo. Piensa en cosas cálidas y brillantes. Piensa en la luz del sol, la dorada luz de Onos, la cálida luz de Patru y Trey, incluso la helada luz de Sitha y Tano, la débil luz roja de Dovim. Piensa en la cena de esta noche. Liliath ha preparado un festín para darte la bienvenida en tu regreso. Y Liliath es tan buena cocinera.
Se dio cuenta de que seguía sin tener la menor hambre. No en un miserable día gris como éste, tan oscuro…, tan oscuro…
Pero Liliath era muy sensible acerca de su cocina. Sobre todo cuando cocinaba para él. Comería todo lo que le pusiera delante, decidió, aunque tuviera que hacerlo por la fuerza. Era una idea curiosa ésta, pensó: ¡Él, Sheerin, el gran glotón, pensando en comer por la fuerza!
Liliath le miró ante el sonido de su carcajada.
—¿Qué es tan divertido?
—Yo…, hum…, que Athor haya vuelto a la investigación —dijo apresuradamente—. Después de contentarse durante tanto tiempo en ser el Señor Sumo Emperador de la Astronomía y realizar un trabajo puramente administrativo. Tendré que llamar enseguida a Beenay. ¿Qué demonios puede estar ocurriendo en el observatorio?
Éste era el tercer día de Siferra 89 de vuelta en la Universidad de Saro, y todavía no había parado de llover. Qué refrescante contraste con el reseco entorno desértico de la península Sagikana. No había visto llover desde hacía tanto tiempo que se sintió maravillada ante la simple idea de que el agua pudiera caer del cielo.
En Sagikán, cada gota de agua era enormemente preciosa. Calculabas su uso con la mayor precisión y reciclabas toda la reciclable. Aquí, en cambio, caía del cielo como de algún gigantesco depósito que nunca llegaría a secarse. Sheerin sintió un poderoso impulso de despojarse de sus ropas y correr por el extenso y verde césped del campus, dejando que la lluvia resbalara por su cuerpo en un interminable y delicioso chorro que la lavara hasta despojarla de la última mota de polvo del desierto.
Eso era lo último que el campus necesitaba ver. ¡Aquella fría, solitaria y poco romántica profesora de arqueología, Siferra 89, corriendo desnuda bajo la lluvia! Valdría la pena hacerlo aunque sólo fuera para disfrutar del espectáculo de sus asombrados rostros mirando a través de cada ventana de la universidad mientras ella pasaba corriendo por delante.
Sin embargo, pensó Siferra, no es muy probable que lo haga.
No es en absoluto mi estilo.
Y, además, había mucho que hacer por otros lados. No había esperado ni un momento para ponerse a trabajar. La mayoría de los artefactos que había excavado en el yacimiento de Beklimot la seguían por vía marítima, y no llegarían a la universidad hasta dentro de unas semanas. Pero había mapas que trazar, bocetos que pulir, las fotografías estratigráficas de Balik que analizar, las muestras del suelo que preparar para el laboratorio de radiografía, más de un millón de cosas que hacer. Y luego, además, estaban las tablillas de Thombo que discutir con Mudrin 505 del Departamento de Paleografía.
¡Las tablillas de Thombo! ¡El hallazgo de hallazgos, el primer descubrimiento en todo aquel año y medio! O eso creía. Por supuesto, todo dependía de si alguien podía extraerles algún sentido. En cualquier caso, no sería una pérdida de tiempo poner a Mudrin a trabajar en ellas. Como mínimo, las tablillas eran algo fascinante. Pero podían ser mucho más que eso. Había la posibilidad de que revolucionaran todo el estudio del mundo prehistórico. Por eso no las había confiado a las rutas marítimas, sino que las había traído consigo personalmente desde Sagikán.
Llamaron a la puerta.
—¿Siferra? ¿Siferra, estás aquí?
—Pasa, Balik.
El estratígrafo de amplios hombros estaba empapado.
—Esta maldita lluvia abominable —murmuró mientras se sacudía—. ¡No creerás cómo me he empapado con sólo cruzar el patio desde la Biblioteca Uland hasta aquí!
—Me encanta la lluvia —dijo Siferra—. Espero que no cese nunca. Después de todos estos meses cociéndonos en el desierto, con arena en los ojos todo el tiempo, polvo en la garganta, el calor, la sequía… ¡No, dejemos que llueva, Balik!
—Pero veo que tú te quedas dentro de casa. Es mucho más fácil apreciar la lluvia cuando la contemplas desde una acogedora oficina seca. ¿Estás jugando de nuevo con tus tablillas?
Señaló las seis irregulares y maltratadas losetas de dura arcilla roja que Siferra había dispuesto encima de su escritorio en dos grupos de a tres, las cuadradas en una hilera y las oblongas en otra.
—¿No son hermosas? —exclamó Siferra, exultante—. No puedo dejarlas solas. No dejo de mirarlas como si de pronto pudieran volverse inteligibles con sólo mirarlas el tiempo suficiente.
Balik se inclinó hacia delante y agitó la cabeza.
—Marcas de patas de pollos. Eso es lo que a mí me parecen.
—¡Oh, vamos! Yo ya he identificado distintos esquemas de palabras —dijo Siferra—. Y no soy paleógrafa. Aquí, mira…, ¿ves este grupo de seis caracteres? Se repite aquí. Y esos tres, con las cuñas compensadas…
—¿Las ha visto ya Mudrin?
—Todavía no. Le he pedido que se pasara por aquí un poco más tarde.
—¿Sabes que ya se ha difundido la noticia de lo que hemos encontrado? ¿Los sucesivos emplazamientos de ciudades de Thombo?
Siferra le miró sorprendida.
—¿Qué? ¿Quién…?
—Uno de los estudiantes —dijo Balik—. No sé quién…, Veloran supongo, aunque Eilis piensa que ha sido Sten. Supongo que era inevitable, ¿no?
—Les advertí que no dijeran nada a…
—Sí, pero son chicos, Siferra, sólo chicos, ¡con diecinueve años y en su primera excavación importante! Y la expedición tropieza con algo absolutamente asombroso…, siete ciudades prehistóricas desconocidas hasta ahora una encima de la anterior, retrocediendo hasta sólo los dioses saben cuántos miles de años…
—Nueve ciudades, Balik.
—Siete, nueve, sigue siendo colosal de todos modos. Y yo creo que son siete. —Sonrió.
—Sé que lo crees. Pero estás equivocado. Pero, ¿quién ha estado hablando de ello? En el departamento, quiero decir.
—Hilliko. Y Brangin. Les he oído esta mañana, en el salón de la Facultad. Se muestran extremadamente escépticos, debo decirte. Apasionadamente escépticos. Ninguno de ellos cree que sea ni remotamente posible que haya un asentamiento más antiguo que Bekllimot en ese yacimiento, y no digamos nueve, o siete, o los que sean.
—No han visto las fotografías. No han visto los mapas. No han visto las tablillas. No han visto nada. Y ya dan su opinión. —Los ojos de Siferra llamearon furiosos—. ¿Qué es lo que saben? ¿Han puesto alguna vez los pies en la península Sagikana? ¿Han estado en Beklimot aunque sólo haya sido como turistas? ¡Y se atreven a dar una opinión sobre algo que ni siquiera se ha publicado, que ni siquiera ha sido discutido informalmente dentro del departamento…!
—Siferra…
—¡Me gustaría desollarlos a los dos! Y a Veloran y a Sten también. ¡Sabían que no tenían que abrir sus enormes bocazas! ¿De dónde vienen esos dos para atribuirse prioridad, aunque sea verbalmente? Les demostraré quién soy. Los traeré a los dos aquí y descubriré quién de ellos es el responsable de filtrar la historia a Hilliko y Brangin, y si el o la culpable cree que va a obtener algún día un doctorado en esta Universidad…
—Por favor, Siferra —dijo Balik en tono apaciguador—. Estás haciendo una montaña de nada.
—¡De nada! Mi prioridad por los suelos y…
—Nadie ha echado nada tuyo por los suelos. Todo sigue siendo solamente un rumor hasta que tú hagas tu propia declaración preliminar. En cuanto a Veloran y Sten, realmente no sabemos si alguno de los dos ha sido el que ha filtrado la historia, y si uno de ellos lo hizo, recuerda que tú también fuiste joven.
—Sí —dijo—. Hace tres eras geológicas.
—No seas tonta. Eres tan joven como yo, y yo no soy un anciano precisamente.
Siferra asintió indiferente. Miró hacia la ventana. De pronto la lluvia no pareció tan agradable. Todo era oscuro fuera, inquietantemente oscuro.
—De todos modos, oír que nuestros descubrimientos son ya controvertidos, cuando ni siquiera han sido publicados…
—Tienen que ser controvertidos, Siferra. Todo el mundo se va a sentir trastornado por lo que encontramos en esa colina…, no sólo en nuestro departamento, sino también en Historia, Filosofía, incluso Teología; todos se verán afectados. Y puedes apostar a que lucharán por defender sus nociones establecidas de la forma en que se desarrolló la civilización. ¿No lo harías tú, si apareciera alguien con una idea radicalmente nueva que amenazara todo lo que crees? Sé realista, Siferra. Desde un principio sabíamos que íbamos a desencadenar una tormenta.
—Lo supongo. Pero no estaba preparada para empezar tan pronto. Apenas he deshecho las maletas.
—Ése es el auténtico problema. Te has metido de cabeza en lo más denso de las cosas demasiado aprisa, sin darles tiempo de descomprimirse. Mira, tengo una idea. Nos queda algo de tiempo libre antes de que tengamos que volver por completo a nuestras tareas académicas. ¿Por qué no nos vamos tú y yo lejos de la lluvia y nos tomamos unas pequeñas vacaciones juntos? ¿A Jonglor, digamos, a ver la Exposición? Estuve hablando con Sheerin ayer…, acaba de estar allí, ¿sabes?, y dice…
Siferra miró a Balik con incredulidad.
—¿Qué?
—Unas vacaciones, he dicho. Tú y yo.
—¿Te me estás insinuando, Balik?
—Bueno, supongo que puedes llamarlo así. Pero, ¿es algo tan increíble? No somos exactamente unos desconocidos. Nos conocemos desde que éramos estudiantes graduados. Acabamos de regresar de un año y medio pasado juntos en el desierto.
—¿Juntos? Estábamos en la misma excavación, sí. Tú tenías tu tienda y yo la mía. Nunca ha habido nada entre nosotros. Y ahora, de pronto…
Los impasibles rasgos de Balik mostraron desánimo e incomodidad.
—No es como si te estuviera pidiendo que te casaras conmigo, Siferra. Simplemente sugerí un pequeño viaje rápido a la Exposición de Jonglor, cinco o seis días, un poco de sol, un decente hotel de turismo en vez de una tienda clavada en medio del desierto, unas cuantas cenas tranquilas, un poco de buen vino… —Volvió las palmas hacia arriba en un gesto de irritación—. Me estás haciendo sentir como un escolar estúpido, Siferra.
—Estás actuando como uno —dijo ella—. Nuestra relación ha sido siempre puramente profesional, Balik. Mantengámosla así, ¿quieres?
Él empezó a decir algo, evidentemente se lo pensó mejor, y apretó con fuerza los labios.
Se miraron incómodos durante un largo momento.
La cabeza de Siferra batía como un tambor. Todo aquello era inesperado y desagradable: la noticia de que los demás miembros del Departamento ya estaban tomando posiciones acerca de los hallazgos de Thombo, y el torpe intento de Balik de seducirla. ¿Seducirla? Bueno, de establecer alguna especie de relación romántica con ella, al menos. Qué absolutamente asombrado se mostraba de haber sido rechazado.
Se preguntó si alguna vez, accidentalmente, había parecido que le daba pie de alguna manera, si le habría dado sin querer un indicio de unos sentimientos que nunca habían existido.
No. No. No podía creer que lo hubiera hecho. No tenía ningún interés en ir a ningún hotel de turismo del norte del país y beber vino en restaurantes románticamente iluminados, ni con Balik ni con nadie. Tenía su trabajo. Eso era suficiente. Durante veintitantos años, desde su adolescencia, los hombres se le habían estado ofreciendo, diciéndole lo hermosa, lo maravillosa, lo fascinante que era. Resultaba halagador, suponía. Mejor que la consideraran hermosa y fascinante que fea y aburrida. Pero no estaba interesada. Nunca lo había estado. No deseaba estarlo. Qué enojoso que Balik hubiera creado esa tensión entre ellos ahora, cuando aún tenían por delante todo el trabajo de organizar el material de Beklimot: los dos, trabajando lado a lado…
Hubo otra llamada en la puerta. Se sintió inmensamente agradecida por la interrupción.
—¿Quién es? —preguntó.
—Mudrin 505 —respondió una voz aguda.
—Entre. Por favor.
—Me voy —dijo Balik.
—No. Ha venido a ver las tablillas. Son tus tablillas tanto como las mías, ¿no?
—Siferra, lamento si…
—Olvídalo. ¡Olvídalo!
Mudrin entró, bamboleándose como siempre. Era un hombre frágil y de aspecto como disecado a punto de cumplir los ochenta, muy pasada ya su edad de su jubilación, pero retenido aún como miembro de la facultad en un puesto no docente a fin de que pudiera proseguir sus estudios paleográficos. Sus apacibles ojos verde grisáceos, acuosos tras toda una vida de examinar viejos y desteñidos manuscritos, miraban desde detrás de unas gruesas gafas. Sin embargo, Siferra sabía que su acuosa apariencia era engañosa: aquellos eran los ojos más agudos que jamás hubiera conocido, al menos en lo que a antiguas inscripciones se refería.
—Así que éstas son las famosas tablillas —dijo Mudrin—. ¿Sabes que no he pensado en nada más desde que me lo dijiste? —Pero no hizo ningún movimiento inmediato para examinarlas—. ¿Puedes darme alguna información sobre el contexto, la matriz?
—Aquí está la foto maestra de Balik —dijo Siferra, y le tendió una gran y brillante ampliación—. La Colina de Thombo, el gran montículo al sur de Beklimot Mayor. Cuando la tormenta de arena la hendió, esto fue lo que vimos. Y luego seguimos abriendo por aquí hacia abajo, y luego más abajo hasta aquí. La abrimos de par en par. ¿Ve esa línea oscura de aquí?
—¿Carbón? —preguntó Mudrin.
—Exacto. Una línea de fuego aquí, toda la ciudad quemada. Ahora descendemos hasta aquí y vemos una segunda capa de cimientos, y una segunda línea de fuego. Y, si mira aquí…, y aquí…
Mudrin estudió largo rato la fotografía.
—¿Qué es lo que tenéis aquí? ¿Ocho asentamientos sucesivos?
—Siete —dijo rápidamente Balik.
—Nueve, creo —cortó con voz seca Siferra—. Pero admito que resulta bastante difícil decirlo, hasta la base de la colina. Necesitaremos análisis químicos para aclararlo, y pruebas radiográficas. Pero evidentemente hubo toda una serie de conflagraciones aquí. Y la gente de Thombo siguió construyendo y reconstruyendo, vez tras vez.
—¡Pero este asentamiento tiene que ser increíblemente antiguo, si ése es el caso! —exclamó Mudrin.
—Mi suposición es que el período de ocupación abarcó una extensión de al menos cinco mil años. Quizá muchos más. Tal vez diez o quince. No lo sabremos hasta que hayamos puesto al descubierto por completo el nivel más bajo, y eso tendrá que aguardar a la próxima expedición. O a la siguiente después de ésa.
—¿Cinco mil años, dices? ¿Es posible?
—¿Para construir y reconstruir y reconstruir de nuevo? Cinco mil como mínimo.
—Pero ningún emplazamiento que hayamos excavado nunca en ninguna parte en todo el mundo es ni remotamente tan antiguo como eso —dijo Mudrin, con expresión sorprendida—. La propia Beklimot tiene menos de dos mil años de antigüedad, ¿no es así? Y la consideramos como uno de los más antiguos asentamientos humanos en Kalgash.
—El más antiguo asentamiento conocido —rectificó Siferra—. Pero, ¿quiere decir eso que no puede haber otros más antiguos aún? Mudrin, esta foto le da su propia respuesta. He aquí un emplazamiento que tiene que ser más antiguo que Beklimot…, hay artefactos estilo Beklimot en su nivel superior, y de ahí desciende un buen trecho. Beklimot tiene que ser un asentamiento muy reciente, tal como se plantea la historia humana. El asentamiento de Thombo, que ya era antiguo antes de que Beklimot llegara a existir, tiene que haber ardido y ardido y ardido de nuevo, y reconstruido cada vez, yendo hacia atrás lo que tiene que ser centenares de generaciones.
—Un lugar muy poco afortunado, entonces —observó Mudrin—. Muy poco querido por los dioses, ¿no crees?
—Eso debió de ser lo que se les ocurrió al fin —dijo Balik.
Siferra asintió.
—Sí. Finalmente debieron de decidir que había una maldición sobre el lugar. Así que, en vez de reconstruir tras el último incendio de la serie, se desplazaron una cierta distancia y edificaron Beklimot. Pero antes de eso debieron de ocupar Thombo durante un largo, largo tiempo. Conseguimos reconocer los estilos arquitectónicos de los dos asentamientos superiores, veamos…, son el ciclópeo medio de Beklimot aquí, y el proto Beklimot entrecruzado debajo. Pero la tercera ciudad hacia abajo, lo que queda de ella, no se parece a nada que yo pueda identificar. La cuarta es aún más extraña, y muy tosca. La quinta hace que la cuarta parezca sofisticada en comparación. Debajo de ésa, todo es una mezcolanza tan primitiva que no resulta fácil decir cuál es cuál. Pero cada una se halla separada por una línea de fuego de la de encima, o eso creemos. Y las tablillas…
—Sí, las tablillas —dijo Mudrin, temblando excitado.
—Encontramos este juego, las cuadradas, en el tercer nivel. Las oblongas proceden del quinto. Ni siquiera puedo empezar a extraer ningún sentido de ellas, por supuesto, pero yo no soy paleógrafa.
—Qué maravilloso sería —empezó a decir Balik— si esas tablillas contuvieran algún tipo de relato de la destrucción y reconstrucción de las ciudades de Thombo y…
Siferra le lanzó una venenosa mirada.
—¡Qué maravilloso sería, Balik, si dejaras de dar vueltas a esas pequeñas fantasías tuyas hechas de deseos!
—Lo siento, Siferra —dijo Balik heladamente—. Discúlpame por respirar.
Mudrin no prestó atención a su disputa. Estaba en el escritorio de Siferra, con la cabeza inclinada sobre las tablillas cuadradas durante largo rato, luego sobre las oblongas.
Al fin el paleógrafo dijo:
—¡Sorprendente! ¡Absolutamente sorprendente!
—¿Puede descifrarlas? —preguntó Siferra.
El viejo rió quedamente.
—¿Descifrarlas? Por supuesto que no. ¿Acaso quieres milagros? Pero veo grupos de palabras aquí.
—Sí. Yo también —dijo Siferra.
—Y casi puedo reconocer letras. No en las tablillas más antiguas…, contienen una escritura completamente no familiar, muy probablemente silábica, caracteres demasiado distintos como para que sean alfabéticos. Pero las tablillas cuadradas parecen estar escritas en una forma muy primitiva de la escritura de Beklimot. Observa, esto de aquí es una quhas, casi estaría dispuesto a jurarlo, y esto parece ser una forma algo distorsionada de la letra tifjack…, es una tifjack, ¿tú no lo dirías así? Necesito trabajar sobre eso, Siferra. Con mi propio equipo de iluminación, mis cámaras, mis escáneres. ¿Puedo llevármelas conmigo?
—¿Llevárselas? —murmuró ella, como si le acabaran de pedir llevarse uno de sus dedos.
—Es la única forma en que puedo empezar a descifrarlas.
—¿Cree que puede hacerlo? —preguntó Balik.
—No ofrezco garantías. Pero si este carácter es una tifjack y éste una quhas, entonces debería de poder hallar otras letras antepasadas de las de Beklimot, y al menos producir una transliteración. Si podremos comprender el lenguaje una vez podamos leer la escritura es difícil de decir. Y dudo que pueda llegar muy lejos con las tablillas oblongas a menos que hayáis puesto al descubierto alguna bilingüe que me dé alguna forma de aproximarme a esa escritura aún más antigua. Pero déjame intentarlo, Siferra. Déjame intentarlo.
—Sí, por supuesto. Tome.
Reunió amorosamente las tablillas y las depositó en el contenedor en el que las había llevado todo el camino desde Sagikán. Le apenaba desprenderse de ellas. Pero Mudrin tenía razón. No podía hacer nada con ellas con sólo echarles un vistazo; necesitaba someterlas a análisis de laboratorio.
Observó tristemente hasta que el paleógrafo desapareció bamboleándose de la habitación, con su preciosa carga apretada contra su hundido pecho. Ella y Balik se quedaron solos de nuevo.
—Siferra, acerca de lo que dije antes…
—Te he dicho que lo olvidaras. Yo ya lo he hecho. Si no te importa, ahora querría trabajar un poco, Balik.
—Bueno, ¿cómo se lo tomó? —preguntó Theremon—. Mejor de lo que esperabas, supongo.
—Estuvo completamente maravilloso —dijo Beenay. Estaban en la terraza del Club de los Seis Soles. La lluvia había cesado por el momento y la tarde era espléndida, con esa extraña claridad de la atmósfera que siempre se producía después de un prolongado período de lluvia: Tano y Sitha en el Oeste, arrojando su dura y fantasmal luz blanca con más intensidad de la habitual, y el rojo Dovim en el sector opuesto del penumbroso cielo, ardiendo como una diminuta gema—. Apenas pareció trastornado, excepto cuando indiqué que casi me había sentido tentado de eliminar todo el asunto para proteger sus sentimientos. Entonces se soltó. Literalmente me hizo picadillo…, como me merecía. Pero lo más curioso fue… ¡Camarero! ¡Camarero! ¡Un Tano Especial para mí, por favor! Y uno para mi amigo. ¡Que sean dobles!
—Te estás convirtiendo en un auténtico bebedor, ¿eh? —observó Theremon.
Beenay se encogió de hombros.
—Sólo cuando estoy aquí. Hay algo en esta terraza, la vista de la ciudad, la atmósfera…
—Así es como empieza. Te va gustando poco a poco, desarrollas alegres asociaciones entre un lugar en particular y el beber, luego, al cabo de un tiempo, experimentas con tomar una o dos copas en algún otro lado, y luego una copa o tres…
—¡Theremon! ¡Pareces un Apóstol de la Llama! Ellos también creen que el beber es malo, ¿verdad?
—Ellos creen que todo es malo. Pero beber ciertamente lo es. ¿Qué es eso tan maravilloso, amigo mío? —Theremon se echó a reír—. Me estabas hablando de Athor.
—Sí. Lo realmente cómico. ¿Recuerdas esa loca idea que tuviste de que algún factor desconocido podía estar empujando Kalgash fuera de la órbita que esperábamos que siguiera?
—El gigante invisible, sí. El dragón resoplando y bufando en el cielo.
—¡Bien, pues Athor adoptó exactamente la misma posición!
—¿Cree que hay un dragón en el cielo?
Beenay se echó a reír a carcajadas.
—No seas tonto. Pero alguna clase de factor desconocido sí. Un sol oscuro quizás, o algún otro mundo situado en una posición que resulta imposible de ver para nosotros, pero que pese a todo ejerce una fuerza gravitatoria sobre Kalgash…
—¿No es todo eso un poco fantástico? —preguntó Theremon.
—Por supuesto que lo es. Pero Athor me recordó la vieja perogrullada de la Espada de Thargola. Que utilizamos, metafóricamente, por supuesto, para ensartar la más compleja premisa cuando intentamos decidir entre dos hipótesis. Es más simple buscar un sol oscuro que tener que producir una Teoría de la Gravitación Universal enteramente nueva. Y en consecuencia…
—¿Un sol oscuro? Pero, ¿no es eso una contradicción en su propio enunciado? Un sol es una fuente de luz. Si es oscuro, ¿cómo puede ser un sol?
—Ésa es sólo una de las posibilidades que planteó Athor. No es necesariamente una que se tome en serio. Lo que hemos estado haciendo, estos últimos días, es mover de un lado para otro todo tipo de nociones astronómicas, con la esperanza de que alguna de ellas tenga el suficiente sentido como para que podamos pergeñar una explicación para… Mira, ahí está Sheerin. —Beenay saludó con la mano al rechoncho psicólogo, que acababa de entrar en el club—. ¡Sheerin! ¡Sheerin! Ven aquí y toma una copa con nosotros, ¿quieres?
Sheerin cruzó cuidadosamente el angosto umbral.
—Así que has adquirido algunos nuevos vicios, ¿eh, Beenay?
—No muchos. Pero Theremon me ha expuesto al Tano Especial, y me temo que he empezado a cogerle gusto. Conoces a Theremon, ¿verdad? Escribe una columna en el Crónica.
—No creo que hayamos sido presentados nunca —dijo Sheerin. Tendió la mano—. Aunque ciertamente he oído hablar mucho de usted. Soy el tío de Raissta 717.
—El profesor de psicología —dijo Theremon—. Ha estado en la Exposición de Jonglor, ¿verdad?
Sheerin pareció sobresaltarse.
—Está usted al tanto de todo, ¿no?
—Lo intento. —El camarero estaba de vuelta—. ¿Qué va a tomar? ¿Un Tano Especial?
—Demasiado fuerte para mí —dijo Sheerin—. Y un poco demasiado dulce. ¿Tienen neltigir, por casualidad?
—¿El brandy jongloriano? No estoy seguro. ¿Cómo lo quiere, si puedo encontrar un poco?
—Solo —dijo Sheerin—. Por favor. —A Theremon y Beenay—: Me acostumbré a él mientras estaba en el Norte. La comida es horrible en Jonglor, pero al menos saben destilar un brandy decente.
—He oído que han tenido un montón de problemas en la Exposición —dijo Theremon—. Algo en su parque de diversiones…, un viaje a través de la Oscuridad que volvía a la gente loca, la sacaba literalmente de sus casillas…
—El Túnel del Misterio, sí. Ésa fue la razón de que me llamaran: como consultor solicitado por la municipalidad y sus abogados para emitir mi opinión.
Theremon se inclinó hacia delante en su silla.
—¿Es cierto que la gente moría de la impresión en ese túnel, y que pese a todo siguieron manteniéndolo abierto?
—Todo el mundo me pregunta lo mismo —respondió Sheerin—. Hubo algunas muertes, sí. Pero no parecieron causar ningún daño a la popularidad de la atracción. La gente insistía en correr el riesgo pese a todo. Y muchos de ellos salieron del recorrido bastante alterados psíquicamente. Yo mismo efectué todo el trayecto del Túnel del Misterio. —Se estremeció—. Bueno, ahora lo han cerrado. Les dije que, o bien lo hacían, o fueran preparando millones de créditos para las demandas que les iban a caer encima, que era absurdo esperar que la gente fuera capaz de tolerar la Oscuridad a aquel nivel de intensidad. Vieron la lógica de mi argumento.
—Tenemos un poco de neltigir, señor —interrumpió el camarero, y depositó una copa de oscuro brandy amarronado sobre la mesa frente a Sheerin—. Sólo una botella, así que será mejor que se lo tome pausadamente. —El psicólogo asintió y cogió la copa con las dos manos, y había vaciado casi la mitad antes de que el camarero hubiese abandonado la mesa.
—Señor, dije…
Sheerin le sonrió.
—He oído lo que ha dicho. Me lo tomaré con calma después de ésta. —Se volvió a Beenay—. Tengo entendido que hubo una cierta excitación en el observatorio mientras yo estaba en el Norte. Liliath me lo contó. Pero no fue muy clara respecto a lo que ocurría. Alguna nueva teoría, creo que dijo…
—Theremon y yo estábamos hablando precisamente de esto —señaló Beenay con una sonrisa—. No es una nueva teoría, no. Es un desafío a una ya establecida. Yo estaba efectuando unos cálculos sobre la órbita de Kalgash y…
Sheerin escuchó la historia con creciente sorpresa.
—¿La Teoría de la Gravitación Universal invalidada? —exclamó, cuando Beenay estaba a la mitad de su relato—. ¡Buen Dios, hombre! ¿Significa eso que, si yo me quito mis gafas, es probable que salgan flotando hacia el cielo? ¡Entonces será mejor que me termine mi neltigir primero!
Y lo hizo.
Beenay se echó a reír.
—La teoría todavía está en los libros. Lo que intentamos hacer…, lo que Athor intenta hacer; él dirige el trabajo, es sorprendente observarle hacerlo…, lo que intentamos es llegar a una explicación matemática de por qué nuestras cifras no dan el resultado que creemos que deberían dar.
—Masajear los datos, creo que se le llama —añadió Theremon.
—Me suena sospechoso —dijo Sheerin—. No te gusta el resultado, así que arreglas a tu modo lo que has hallado, ¿no es así, Beenay?
—Haz que todo encaje, a las buenas o a las malas.
—Bueno, no exactamente…
—¡Admítelo! ¡Admítelo! —rugió Sheerin con un ataque de risa—. ¡Camarero! ¡Otro neltigir! ¡Y otro Tano Especial para mi no ético joven amigo de aquí! Theremon, ¿puedo invitarle a una copa también?
—Por supuesto.
—Todo esto es muy desilusionador, Beenay —dijo Sheerin, en el mismo tono amplio de antes—. Pensé que sólo éramos nosotros los psicólogos los que hacíamos que los datos encajaran con las teorías y llamábamos al resultado «ciencia». ¡Parece más bien como algo propio de los Apóstoles de la Llama!
—¡Sheerin! ¡Ya basta, por favor!
—Los Apóstoles de la Llama afirman que también son científicos —intervino Theremon. Beenay y Sheerin se volvieron para mirarle—. La semana pasada, justo antes de que empezara la lluvia, tuve una entrevista con uno de sus importantes. Esperaba ver a Mondior, pero en vez de a él obtuve a un tal Folimun 66, su relaciones públicas, un hombre muy melifluo, muy brillante, de muy buena presencia. Pasó media hora explicándome que los Apóstoles poseen pruebas científicas de confianza de que el año próximo, el 19 de theptar, los soles se apagarán y todos nos veremos sumidos en la Oscuridad y todo el mundo se volverá loco.
—Todo el mundo metido dentro de un gran Túnel del Misterio, ¿no es eso? —dijo Sheerin jovialmente—. No tenemos suficientes hospitales mentales para albergar a toda la población, ¿sabe? Ni suficientes psiquiatras para tratarla. Además, los psiquiatras se volverán locos también.
—¿Acaso no lo están ya? —preguntó Beenay.
—Un buen tanto —admitió Sheerin.
—La locura no es lo peor de ello —dijo Theremon—. Según Folimun, el cielo se llenará con algo llamado Estrellas que lanzarán fuego sobre nosotros y lo incendiarán todo. Y ahí estaremos nosotros, un mundo lleno de tambaleantes maníacos, vagando de un lado para otro en ciudades que arderán en torno a nuestras orejas. Gracias al cielo, esto no es más que el mal sueño de Mondior.
—Pero, ¿y si no lo es? —dijo Sheerin, de pronto muy serio. Su redondo rostro se alargó, pensativo—. ¿Y si hay algo de verdad en ello?
—Vaya idea sorprendente —dijo Beenay—. Creo que esto exige otra copa.
—Todavía no has terminado ésta —le recordó Sheerin.
—Bueno, ¿y qué? —dijo el joven astrónomo—. Todavía exige otra después de ésa. ¡Camarero! ¡Camarero!
Athor 77 sintió que la fatiga barría su cuerpo en trémulas oleadas. El director del observatorio había perdido toda huella del tiempo. ¿Había estado realmente sentado ante su escritorio dieciséis horas ininterrumpidas? Y ayer lo mismo. Y anteayer…
Eso era lo que Nyilda afirmaba, al menos. Hacia un momento que había hablado con ella. El rostro de su esposa en la pantalla estaba tenso, cansado, inconfundiblemente preocupado.
—¿No piensas venir a casa a descansar, Athor? Has estado trabajando prácticamente las veinticuatro horas del día.
—¿De veras?
—Ya no eres joven, ¿sabes?
—Tampoco soy senil, Nyilda. Y éste es un trabajo apasionante. Después de una década de preparar informes de presupuestos y leer los informes de las investigaciones de otros, por fin estoy haciendo de nuevo un auténtico trabajo. Me encanta.
Ella pareció más turbada todavía.
—Pero no necesitas efectuar trabajo de investigación a tu edad. ¡Tu reputación está asegurada, Athor!
—Oh, ¿de veras?
—Tu nombre será famoso eternamente en la historia de la astronomía.
—O infame —dijo él tristemente.
—Athor, no comprendo lo que…
—Déjame tranquilo, Nyilda. No voy a derrumbarme ante mi escritorio, créeme. Me siento rejuvenecido con lo que estoy haciendo aquí. Y se trata de un trabajo que sólo yo puedo hacer. Si suena obstinado no me importa, pero es absolutamente esencial que yo…
Ella suspiró.
—Sí, por supuesto. Pero no te excedas, Athor. Eso es todo lo que te pido.
¿Se estaba excediendo?, se preguntó. Sí, sí, por supuesto. No había ninguna otra forma. No podías ir con medias tintas en estos asuntos. Tenías que arrojarte a ellos de cabeza. Cuando había elaborado la Gravitación Universal había trabajado dieciséis, dieciocho, veinte horas diarias durante semanas ininterrumpidas, durmiendo sólo cuando el sueño se hacía ineludible, arrancando breves cabezadas y despertando preparado y ansioso por seguir trabajando, con la mente aún burbujeando con las ecuaciones que había dejado por terminar hacía un rato.
Pero entonces sólo tenía treinta y cinco años. Ahora estaba a punto de cumplir los setenta. No se podían negar los estragos de la edad. Le dolía la cabeza, tenía la garganta seca, había un duro golpetear en su pecho. Pese al calor que reinaba en su oficina, las puntas de sus dedos estaban heladas por el cansancio. Sus rodillas pulsaban. Cada parte de su cuerpo protestaba contra la tensión a la que había sido sometido.
Sólo un poco más hoy, se prometió, y luego me iré a casa.
Sólo un poco más.
Postulado Ocho…
—¿Señor?
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Pero su voz debió transformar la pregunta en una especie de furioso gruñido, porque cuando miró a su alrededor vio al joven Yimot de pie en la puerta efectuando una extraña serie de alocados retorcimientos y convulsiones, como si estuviera bailando sobre brasas. Había terror en los ojos del muchacho. Por supuesto, Yimot siempre parecía intimidado por el director del observatorio…, a todo el mundo le ocurría lo mismo, no sólo a los estudiantes graduados, y Athor ya estaba acostumbrado a ello. Athor infundía respeto y temor, lo sabía. Pero esto iba más allá de lo ordinario. Yimot estaba mirándole con un no disimulado miedo mezclado con lo que parecía ser asombro.
Yimot se esforzó visiblemente por hallar su voz y dijo en tono ronco:
—Los cálculos que deseaba, señor…
—Oh, sí. Sí. Trae, dámelos.
La mano de Athor tembló violentamente cuando la tendió hacia las copias de impresora que Yimot le traía. Los dos la miraron, sorprendidos. Los largos y huesudos dedos eran pálidos como la muerte, y se estremecían con una vehemencia que ni siquiera Yimot, famoso por sus notables reacciones nerviosas, era capaz de igualar. Athor hizo un esfuerzo por detener su mano pero no lo consiguió. Lo mismo hubiera podido ordenar a Onos que girara a la inversa en el cielo.
Arrancó con un esfuerzo los papeles de manos de Yimot y los depositó bruscamente sobre la mesa.
—Si hay algo que pueda traerle, señor… —dijo Yimot.
—¿Te refieres a medicación? ¿Cómo te atreves a sugerir…?
—Sólo me refería a algo de comer, o quizás algún refresco —indicó Yimot en un susurro casi inaudible. Retrocedió lentamente como si esperara que Athor lanzara un gruñido y saltara a su garganta.
—Ah. Ah, entiendo. No, estoy bien, Yimot. ¡Estoy bien!
—Sí, señor.
El estudiante salió. Athor cerró los ojos un momento, inspiró profundamente tres o cuatro veces y luchó por calmarse. Estaba acercándose al fin de su tarea, de eso estaba seguro. Esas cifras que le había pedido a Yimot que elaborara para él eran casi con toda seguridad la última confirmación que necesitaba. Pero la pregunta ahora era si el trabajo iba a terminar con él antes de que él terminara con el trabajo.
Contempló las cifras de Yimot.
Tenía tres pantallas delante de su escritorio. En la de la izquierda estaba la órbita de Kalgash calculada de acuerdo con la Teoría de la Gravitación Universal, marcada en resplandeciente rojo. En la pantalla de la derecha, en amarillo brillante, estaba la órbita revisada que había producido Beenay, utilizando el nuevo ordenador de la universidad y las más recientes observaciones de la posición actual de Kalgash. La pantalla del centro unía ambas órbitas una encima de la otra. A lo largo de los últimos cinco días Athor había producido siete postulados distintos para explicar la desviación entre la órbita teórica y la observada, y podía llamar a cualquiera de los siete en la pantalla central con pulsar simplemente una tecla.
El problema era que los siete carecían de sentido, y lo sabía. Cada uno tenía un fallo fatal en su misma base…, una suposición que estaba allí no porque los cálculos la justificaran, sino sólo porque la situación exigía ese tipo de suposición especial para que los números encajaran correctamente. Nada era demostrable, nada era confirmable. Era como si en cada caso simplemente hubiera decretado, en algún punto de la cadena lógica, que un hada madrina podía entrar en juego y ajustar las interacciones gravitatorias para explicar la desviación. En realidad, eso era precisamente lo que Athor sabía que necesitaba hallar. Pero tenía que ser un hada madrina real.
El Postulado Ocho, ahora…
Empezó a introducir los cálculos de Yimot. Varias veces sus temblorosos dedos le traicionaron y cometió un error; pero su mente era aún lo bastante aguda como para darse cuenta al instante de que había pulsado la tecla equivocada, y retrocedió y reparó el daño cada vez. En dos ocasiones, mientras trabajaba, casi perdió el conocimiento a causa de la intensidad de su esfuerzo. Pero se obligó a seguir adelante.
Tú eres la única persona en el mundo que posiblemente puede hacer esto, se dijo mientras trabajaba. Así que debes hacerlo.
Sonaba estúpido a sus oídos, y locamente egocéntrico, y quizás un poco paranoico. Probablemente ni siquiera era cierto. Pero en este estadio de agotamiento no podía permitirse tomar en consideración ninguna otra premisa excepto la de su propia indispensabilidad. Todos los conceptos básicos de su proyecto estaban en su mente, y sólo en su mente. Tenía que seguir empujando hasta cerrar el último eslabón en la cadena. Hasta…
Ya estaba.
La última de las cifras de Yimot entró en el ordenador.
Athor pulsó la tecla que traía simultáneamente las dos órbitas a la pantalla central, y luego pulsó la tecla de integraba las nuevas cifras a los esquemas existentes.
La brillante elipse roja que era la órbita original teórica osciló y cambió, y de pronto desapareció. Lo mismo le ocurrió a la amarilla de la órbita observada. Ahora había una sola línea en la pantalla, de un intenso naranja profundo, con las dos simulaciones orbitales coincidiendo hasta la última cifra decimal.
Athor jadeó. Durante un largo momento estudió la pantalla, luego cerró los ojos de nuevo y apoyó la cabeza contra el borde del escritorio. La elipse naranja brillaba como un anillo de llamas contra sus cerrados párpados.
Notó una curiosa sensación de exultación mezclada con desánimo.
Ahora tenía su respuesta; tenía una hipótesis que ciertamente resistiría el más detenido escrutinio. La Teoría de la Gravitación Universal era válida después de todo: la cadena especial de razonamiento sobre la que se había basado su fama no sería invalidada.
Pero al mismo tiempo sabía ahora que el modelo del Sistema Solar con el que estaba tan familiarizado era, de hecho, erróneo. El factor desconocido que habían estado buscando, el gigante invisible, el dragón en el cielo, era real. Athor consideró aquello como algo profundamente inquietante, pese a que había rescatado su famosa teoría. Durante años había creído comprender por completo el ritmo de los cielos, y ahora le resultaba claro que su conocimiento había sido incompleto, que existía algo enormemente extraño en el centro mismo del universo conocido, que las cosas no eran como siempre había creído que tenían que ser. Resultaba duro, a su edad, engullir eso.
Al cabo de un rato Athor alzó la vista. Nada había cambiado en la pantalla. Tecleó algunas ecuaciones interrogativas y nada cambió. Veía una sola órbita, no dos.
Muy bien, se dijo. Así que el universo no es exactamente como creías que era. Será mejor que reordenes tus creencias, entonces. Porque ciertamente no puedes reordenar el universo.
—¡Yimot! —llamó—. ¡Faro! ¡Beenay! ¡Todos!
El pequeño y rechoncho Faro fue el primero en cruzar la puerta, con el alto y delgado Yimot pisándole los talones, y luego el resto del Departamento de Astronomía, Beenay, Thilanda, Klet, Simbron y algunos otros. Se apiñaron justo dentro de la entrada de su oficina. Athor vio la expresión de shock en sus rostros ante el terrible aspecto que sin duda debía de ofrecer, con los ojos locos y extraviados, el blanco pelo apuntando en todas direcciones, el rostro pálido, toda su apariencia era la de un viejo al borde del colapso.
Era importante despejar sus temores de inmediato. No era momento para el melodrama.
—Sí, estoy agotado y lo sé —dijo con voz tranquila—. Y probablemente mi aspecto sea el de algún demonio surgido de los reinos inferiores. Pero tengo algo aquí que parece que funciona.
—¿La idea de la lente gravitatoria? —preguntó Beenay.
—La lente gravitatoria es un concepto totalmente sin futuro —dijo Athor con tono helado—. Al igual que el sol quemado, el pliegue en el espacio, la zona de masa negativa y todas las demás nociones fantásticas con las que hemos estado jugueteando toda la semana. Todas son ideas estupendas, pero no resisten un escrutinio severo. Hay una, sin embargo, que sí lo hace.
Observó cómo los ojos de todos se abrían mucho.
Se volvió hacia la pantalla y empezó a teclear de nuevo las cifras del Postulado Ocho. Su cansancio desapareció mientras trabajaba; esta vez no pulsó ninguna tecla equivocada, no sintió dolores ni agujetas. Había pasado más allá de la fatiga.
—En este postulado —dijo—, suponemos un cuerpo planetario no luminoso similar a Kalgash, que se halla en órbita no en torno a Onos sino en torno al propio Kalgash. Su masa es considerable, de hecho es casi la misma que la del propio Kalgash: suficiente como para ejercer una fuerza gravitatoria sobre nuestro mundo que causa las perturbaciones en nuestra órbita que Beenay ha traído a nuestra atención.
Athor tecleó las visuales, y el Sistema Solar apareció en la pantalla en una imagen estilizada: los seis soles, Kalgash, y el postulado satélite de Kalgash.
Se volvió para enfrentarse a los otros. Todos se miraban incómodos entre sí. Aunque tenían la mitad de su edad, o incluso menos, debían de tener tantas dificultades en alcanzar una aceptación intelectual y emocional de la idea en sí de otro importante cuerpo celeste en el universo como las que tenía él mismo. O quizá simplemente pensaban que se había vuelto senil, y de alguna forma había cometido un desliz en sus cálculos.
—Las cifras que apoyan el Postulado Ocho son correctas —dijo Athor—. Os lo garantizo. Y el postulado ha resistido todas las pruebas a las que lo he sometido.
Les miró desafiante, observando a cada uno por turno, con ojos feroces, como si quisiera recordarles que él era el Athor 77 que había dado al mundo la Teoría de la Gravitación Universal, y que todavía no había perdido sus facultades.
Beenay dijo suavemente:
—¿Y la razón por la que no somos capaces de ver este satélite, señor…?
—Dos razones —replicó Athor serenamente—. Como el propio Kalgash, este cuerpo planetario brilla tan sólo con la luz reflejada. Si suponemos que su superficie está constituida principalmente por rocas azuladas, lo cual no es una probabilidad geológica implausible, entonces la luz reflejada por él se situará a lo largo del espectro de tal modo que el eterno resplandor de los seis soles, combinado con las propiedades difusoras de la luz de nuestra propia atmósfera, enmascararán por completo su presencia. En un cielo donde varios soles brillan virtualmente en todo momento, e incluso en los días en los que Onos es el único sol en el cielo, un satélite así resultaría invisible para nosotros.
—Suponiendo que la órbita del satélite sea extremadamente grande, ¿no es así, señor? —dijo Faro.
—Correcto. —Athor tecleó la segunda visual—. He aquí una imagen desde más cerca. Como podéis ver, nuestro desconocido e invisible satélite viaja en torno nuestro formando una enorme elipse que lo lleva hasta extremadamente lejos de nosotros durante muchos años consecutivos. No tan distante que no despliegue los efectos orbitales de su presencia en el cielo, pero sí lo bastante lejos como para que normalmente no haya ninguna posibilidad de que consigamos obtener una imagen a simple vista de su casi invisible masa rocosa en el cielo, y muy pocas posibilidades de que lo descubramos incluso con nuestros telescopios. Puesto que no tenemos ninguna forma de saber que está ahí a través de la observación ordinaria, será sólo por pura casualidad que podamos detectarlo astronómicamente.
—Pero, por supuesto, ahora podremos observarlo directamente —dijo Thilanda 191, cuya especialidad era la astrofotografía.
—Y, por supuesto, lo haremos —le dijo Athor. Se dio cuenta de que ahora empezaban a captar la idea. Todos ellos. Los conocía lo bastante bien como para ver que no eran mofadores secretos—. Aunque es probable que descubráis que la búsqueda resulta más difícil de lo que sospechabais, muy parecida a la proposición de la aguja en un pajar. Pero habrá una inmediata dedicación al trabajo, que confío a todos vosotros.
—Una pregunta, señor —dijo Beenay.
—Adelante.
—Si la órbita es tan excéntrica como supone su postulado, y en consecuencia este satélite nuestro, este… Kalgash Dos, llamémosle por el momento, se halla extremadamente distante de nosotros durante ciertas partes de su ciclo orbital, entonces es razonable deducir que en otros momentos de su ciclo orbital se halle mucho más cerca de nosotros. Tiene que haber algún grado de variación incluso en la órbita más perfecta, y un satélite que viaje en una órbita elíptica amplia es muy probable que tenga un grado muy extremo de variación entre los puntos más lejano y más cercano con respecto a su primario.
—Eso es lógico, si —dijo Athor.
—Pero entonces, señor —prosiguió Beenay—, si suponemos que Kalgash Dos ha permanecido tan lejos de nosotros durante todo el período de la moderna ciencia astronómica que hemos sido incapaces de descubrir ni siquiera su existencia excepto por el medio indirecto de medir sus efectos sobre la órbita de nuestro propio mundo, ¿no está de acuerdo usted en que probablemente no esté en su punto más alejado en estos momentos? ¿Que en realidad se esté acercando a nosotros?
—Eso no tiene por qué ser necesariamente así —dijo Yimot, con gran agitación de los brazos—. No tenemos la menor idea de dónde se encuentra a lo largo de su camino orbital en estos momentos, ni del tiempo que le toma efectuar una órbita completa en torno a Kalgash. Podría muy bien tratarse de una órbita de diez mil años, y Kalgash Dos podría estar alejándose de nosotros tras haberse aproximado en tiempos prehistóricos que nadie recuerda.
—Cierto —admitió Beenay—. En realidad no podemos decir si se acerca o se aleja en este instante. Todavía no, al menos.
—Pero podemos intentar averiguarlo —dijo Faro—. Thilanda ha tenido la idea correcta. Aunque todos los números encajen, necesitamos ver si Kalgash Dos está realmente ahí fuera. Una vez lo hayamos descubierto podremos empezar a calcular su órbita.
—Deberíamos poder calcular su órbita simplemente a partir de las perturbaciones que causa en la nuestra —indicó Klet, que era el mejor matemático del Departamento.
—Sí —intervino Simbron, la cosmógrafa—, y también podemos averiguar si se acerca o se aleja de nosotros. ¡Dioses! ¿Y si se encamina hacia nosotros? ¡Qué asombroso acontecimiento sería eso! Un cuerpo planetario oscuro cruzando el cielo…, ¡pasando entre nosotros y los soles! ¡Posiblemente incluso interponiéndose ante la luz de alguno de ellos por un par de horas!
—Qué extraño sería eso —murmuró Beenay—. Un eclipse, supongo que lo llamaríamos. Ya sabéis: el efecto visual que se produce cuando algún objeto se interpone entre el observador y la cosa que está observando. Pero, ¿podría ocurrir algo así? Los soles son tan enormes… ¿Cómo podría Kalgash Dos ocultar realmente uno de ellos a nuestra vista?
—Si se acercara lo suficiente a nosotros podría —dijo Faro—. Bueno, puedo imaginar una situación en la que…
—Sí, elaborad todos los escenarios posibles, ¿por qué no? —interrumpió Athor de pronto, cortando a Faro con tanta brusquedad que todo el mundo en la habitación se volvió para mirarle—. Juguetead con la idea, todos. Llevadla a este lado y a ese otro, y ved lo que obtenéis.
De pronto no pudo soportar el seguir sentado ahí más tiempo. Tenía que marcharse.
La excitación que había sentido desde que pusiera la última pieza del rompecabezas en su lugar le había abandonado bruscamente. Ahora sentía un cansancio de plomo, como si tuviera cien años. Sus brazos se veían recorridos por estremecimientos que llegaban hasta la punta de sus dedos, y algo hormigueaba frenéticamente en los músculos de su espalda. Sabía que había ido más allá de lo soportable. Ahora era el momento de que los trabajadores más jóvenes le relevaran en aquella empresa.
Se levantó de su silla ante las pantallas, dio un tambaleante paso hacia el centro de la habitación, se recuperó antes de caer, y caminó lentamente y con toda la dignidad que pudo reunir más allá del personal del observatorio.
—Me voy a casa —dijo—. Creo que me irá bien dormir un poco.
—¿Debo entender que el poblado fue destruido por el fuego nueve veces consecutivas, Siferra? —dijo Beenay—. ¿Y que lo reconstruyeron cada vez?
—Mi colega Balik cree que puede que tan sólo haya siete poblados uno encima del otro en la Colina de Thombo —respondió la arqueóloga—. Y en realidad puede que tenga razón. Las cosas están bastante liadas en los niveles inferiores. Pero siete poblados, nueve poblados…, no importa cuántos sean exactamente, eso no cambia el concepto fundamental. Toma: mira esos mapas. Los he elaborado a partir de mis notas de excavación. Por supuesto, lo que hicimos no fue más que una excavación preliminar, un corte rápido a través de toda la colina, con todo el trabajo realmente meticuloso dejado para una expedición posterior. Descubrimos la colina demasiado tarde como para hacer algo más. Pero esos mapas te darán una idea. No te aburres, ¿verdad, Beenay? ¿Te interesa realmente todo esto?
—Lo encuentro absolutamente fascinante. ¿Crees que me hallo tan absorbido por la astronomía que no presto atención a ninguna de las otras disciplinas? Además, arqueología y astronomía van a veces cogidas de la mano. He aprendido bastante acerca de los movimientos de los soles a través del cielo estudiando los antiguos monumentos astronómicos que los tuyos han estado desenterrando de aquí y de allá por todo el mundo. Espera, déjame ver.
Estaban en la oficina de Siferra. Ésta le había pedido a Beenay que acudiera a verla para hablar de un problema que se le había presentado inesperadamente en el transcurso de su investigación. Lo cual desconcertaba a Beenay, porque no sabía ver cómo un astrónomo podía ayudar a una arqueóloga en su trabajo, pese a lo que acababa de decir acerca de que arqueología y astronomía iban a veces de la mano. Pero siempre era agradable tener la oportunidad de visitar a Siferra.
Se habían conocido hacía cinco años, cuando habían trabajado juntos en un comité interdisciplinario de la Facultad que estaba planeando la expansión de la biblioteca de la universidad. Aunque Siferra se pasaba fuera la mayor parte del tiempo efectuando trabajos de campo, ella y Beenay comían juntos ocasionalmente cuando ella estaba en el campus. La hallaba desafiadora, muy inteligente y refrescantemente abrasiva. No tenía la menor idea de lo que ella veía en él: quizá tan sólo a un joven intelectualmente estimulante que no se implicaba en las envenenadas rivalidades y los feudos de su propio campo y no tenía intenciones evidentes respecto a su cuerpo.
Siferra desenrolló los mapas, enormes hojas de delgado papel pergamino sobre las que se hallaban inscritos complejos y elegantes diagramas a lápiz, y ella y Beenay se inclinaron para examinarlos desde más cerca.
Él decía la verdad cuando había mencionado que se sentía fascinado por la arqueología. Desde que era un muchacho había disfrutado leyendo las narraciones de los grandes exploradores de la antigüedad, hombres como Marpin, Shelbik, y por supuesto Galdo 221. Hallaba el remoto pasado casi tan excitante como las investigaciones profundas del espacio interestelar.
Su compañera contractual Raissta no se mostraba muy complacida ante su amistad con Siferra. Incluso había apuntado un par de veces que era la propia Siferra la que lo fascinaba, no su campo de trabajo. Pero Beenay consideraba que los celos de Raissta eran absurdos. Ciertamente Siferra era una mujer atractiva —sería falso pretender lo contrario—, pero era una no romántica empedernida, y todos los hombres del campus lo sabían. Además, era como unos diez años mayor que Beenay. Aunque era muy hermosa, Beenay nunca había pensado en ella con ningún tipo de intenciones íntimas.
—Lo que tenemos aquí en primer lugar es una sección transversal de toda la colina —le dijo Siferra—. He señalado cada nivel separado de ocupación de una forma esquemática. Los asentamientos más recientes son los de arriba, por supuesto…, enormes murallas de piedra, lo que llamamos el estilo arquitectónico ciclópeo, típico de la cultura de Beklimot en su período maduro de desarrollo. Esta línea de aquí al nivel de las murallas ciclópeas representa una capa de restos carbonizados…, lo bastante ancha como para indicar una amplia conflagración que debió borrar por completo la ciudad. Y aquí, debajo del nivel ciclópeo y la línea quemada, está el siguiente asentamiento más antiguo.
—Que se halla construido en un estilo distinto.
—Exacto. ¿Ves cómo he dibujado las piedras de los muros? Es lo que llamamos el estilo entrecruzado, característico de la cultura de Beklimot primitiva, o quizá de la cultura que se desarrolló en Beklimot. Esos dos estilos pueden verse en las ruinas de la era de Beklimot que rodean la Colina de Thombo. Las ruinas principales son ciclópeas, y aquí y allá hemos encontrado algo de material entrecruzado, sólo uno o dos afloramientos, que llamamos proto Beklimot. Ahora mira aquí, en el borde entre el asentamiento entrecruzado y las ruinas ciclópeas de encima.
—¿Otra línea de fuego? —preguntó Beenay.
—Otra línea de fuego, sí. Lo que tenemos en esta colina es como un bocadillo: una capa de ocupación humana, una capa de carbón, otra capa de ocupación humana, otra capa de carbón. Así que lo que creo que ocurrió es algo parecido a esto. Durante la época entrecruzada hubo un fuego devastador que afectó la casi totalidad de la península Sagikana y obligó al abandono del poblado de Thombo y de otros poblados estilo entrecruzado cercanos. Después, cuando los habitantes volvieron y empezaron a reconstruir, utilizaron un estilo arquitectónico completamente nuevo y más elaborado, que llamamos ciclópeo debido a las enormes piedras de construcción empleadas. Pero luego se produjo otro fuego y barrió el asentamiento ciclópeo. En ese punto la gente de la zona abandonó el intentar construir ciudades en la Colina de Thombo y esta vez, cuando reconstruyeron, eligieron otro emplazamiento cercano, que denominamos Beklimot Mayor. Hemos creído durante mucho tiempo que Beklimot Mayor era la primera ciudad auténticamente humana, que emergía de los asentamientos más pequeños tipo entrecruzado del período proto Beklimot dispersos a su alrededor. Lo que nos dice Thombo es que hubo al menos una importante ciudad ciclópea en la zona antes de que existiera Beklimot Mayor.
—Y el emplazamiento de Beklimot Mayor —dijo Beenay—, ¿no muestra signos de daños por el fuego?
—No. De modo que no estaba ahí cuando la ciudad superior de Thombo fue quemada. Finalmente toda la cultura de Beklimot se colapsó y la propia Beklimot Mayor fue abandonada, pero eso fue por otras razones que tuvieron que ver con los cambios climáticos. El fuego no tuvo ninguna relación con ello. Eso fue quizás hace un millar de años. Pero el fuego que destruyó el más superior de los poblados de Thombo parece ser muy anterior a eso. Calcularía un millar de años antes. Las fechas del radiocarbono obtenidas de las muestras de carbón nos darán una cifra más precisa cuando las obtengamos del laboratorio.
—Y el asentamiento entrecruzado…, ¿qué antigüedad tiene?
—La creencia arqueológica ortodoxa ha sido siempre que las estructuras entrecruzadas fragmentarías que hemos encontrado aquí y allá en la península Sagikana son tan sólo unas generaciones más antiguas que el emplazamiento de Beklimot Mayor. Después de la excavación de Thombo, ya no lo creo así. Mi suposición es que el asentamiento entrecruzado en esa colina es dos mil años más antiguo que los edificios ciclópeos que tiene encima.
—¿Dos mil…? ¿Y dices que hay otros asentamientos debajo de ése?
—Mira el mapa —indicó Siferra—. Éste es el número tres…, un tipo de arquitectura que nunca hemos visto antes, sin el menor parecido con el estilo entrecruzado. Luego otra línea quemada. El asentamiento número cuatro. Y otra línea quemada. El número cinco. Otra línea. Luego el número seis, siete, ocho y nueve…, o, si la lectura de Balik es correcta, sólo los números seis y siete.
—¡Y cada uno destruido por un gran fuego! Eso me parece notable. Un círculo mortal de destrucción, golpeando una y otra y otra vez el mismo lugar.
—Lo más notable —dijo Siferra con un tono curiosamente sombrío— es que cada uno de esos asentamientos parece haber florecido durante aproximadamente la misma longitud de tiempo antes de ser destruido por el fuego. Las capas de ocupación son extraordinariamente parecidas en grosor. Aún esperamos los informes del laboratorio, ¿sabes? Pero no creo que mi estimación visual esté muy alejada de la realidad. Y las cifras de Balik son idénticas a las mías. A menos que estemos completamente equivocados, estamos contemplando un mínimo de catorce mil años de prehistoria en la Colina de Thombo. Y, durante esos catorce mil años, la colina fue periódicamente barrida por enormes fuegos que obligaron a abandonarla con una regularidad de reloj…, ¡un incendio cada dos mil años, casi exactamente!
—¿Qué?
Un estremecimiento recorrió la espina dorsal de Beenay. Su mente empezaba a saltar a todo tipo de improbables e inquietantes conclusiones.
—Espera —dijo Siferra—. Hay más.
Abrió un cajón y extrajo un fajo de brillantes fotografías.
—Eso son fotos de las tablillas de Thombo. Mudrin 505 tiene los originales…, el paleógrafo, ya sabes. Está intentando descifrarlas. Están hechas de arcilla cocida. Estas tres las hallamos en el Nivel Tres, y esas otras en el Nivel Cinco. Ambas están llenas con una escritura extremadamente primitiva, y la escritura de las más viejas es tan antigua que Mudrin ni siquiera sabe por dónde empezar con ellas. Pero ha sido capaz, muy tentativamente, de desentrañar un par de docenas de palabras de las tablillas del Nivel Tres, que están escritas con una forma primitiva de la escritura de Beklimot. Por todo lo que puede decir en este punto, son un relato de la destrucción de una ciudad por el fuego…, la obra de unos dioses furiosos que periódicamente hallan necesario castigar a la Humanidad por su maldad.
—¿Periódicamente?
—Exacto. ¿Empieza a sonarte eso familiar?
—¡Los Apóstoles de la Llama! Dios mío, Siferra, ¿con qué te has tropezado aquí?
—Eso es lo que no he dejado de preguntarme desde que Mudrin me trajo las primeras traducciones tentativas. —La arqueóloga giró en redondo para mirar de frente a Beenay, y éste vio por primera vez lo hinchados que estaban sus ojos, lo tenso y cansado de su rostro. Parecía casi perturbada—. ¿Ves ahora por qué te pedí que vinieras? No puedo hablar de esto con nadie del departamento. Beenay, ¿qué voy a hacer? ¡Si algo de esto se hace público, Mondior 71 y su puñado de locos proclamarán desde los tejados que he descubierto firmes pruebas arqueológicas de sus absurdas teorías!
—¿Lo crees realmente?
—¿Qué otra cosa? —Siferra palmeó los mapas—. Aquí hay pruebas de repetidas destrucciones violentas a intervalos de dos mil años aproximadamente, a lo largo de un período de muchos miles de años. Y esas tablillas…, por el aspecto que tienen ahora, podrían ser realmente una especie de versión prehistórica del Libro de las Revelaciones. Tomadas en su conjunto, proporcionan, si no una auténtica confirmación a los desvaríos de los Apóstoles, sí al menos un sólido apuntalamiento racional a toda su mitología.
—Pero repetidos fuegos en un único emplazamiento no prueban que se produjera una devastación a escala mundial —objetó Beenay.
—Es la periodicidad lo que me preocupa —dijo Siferra—. Resulta demasiado clara, y demasiado próxima a lo que Mondior ha estado diciendo. He examinado el Libro de las Revelaciones. La península Sagikana es un lugar sagrado para los Apóstoles, ¿lo sabías? El emplazamiento sagrado donde los dioses se hicieron antiguamente visibles a la Humanidad, o eso dicen. En consecuencia, es razonable, escúchame bien, es razonable —y rió amargamente— que los dioses conservaran Sagikán como una advertencia para la Humanidad de la condenación que caería sobre ella una y otra vez si no renunciaban a su perversidad.
Beenay la miró, asombrado.
En realidad, sabía muy poco de los Apóstoles y sus enseñanzas. Esas fantasías patológicas no habían tenido nunca el menor interés para él, y había estado demasiado ocupado con su trabajo científico como para prestar atención a las ampulosas profecías apocalípticas de Mondior.
Pero ahora el recuerdo de la conversación que había tenido hacía algunas semanas con Theremon 762 en el Club de los Seis Soles estalló con un furioso impacto en su conciencia. «No será la primera vez que el mundo ha sido destruido… Los dioses han hecho deliberadamente imperfecta a la Humanidad, como una prueba, y nos han concedido un solo año, uno de sus años divinos, por supuesto, no uno de los pequeños nuestros, para modelarnos. A eso le llaman un Año de Gracia y corresponde exactamente a 2.049 de nuestros años.»
No. No. No. No. ¡Idioteces! ¡Paparruchas! ¡Locura histérica!
Había más. «Una y otra vez, cuando termina el Año de Gracia, los dioses descubren que seguimos siendo perversos y pecadores, y así destruyen el mundo enviando las Llamas Celestiales desde los lugares santos en el cielo que son conocidos como Estrellas. Eso dicen los Apóstoles, al menos.»
¡No! ¡No!
—¿Beenay? —dijo Siferra—. ¿Te encuentras bien?
—Sólo estaba pensando —dijo él—. ¡Por la Oscuridad, es cierto! ¡Les has dado a los Apóstoles una completa confirmación!
—No necesariamente. Aún es posible, para la gente capaz de pensar con claridad, rechazar las ideas de Mondior. La destrucción de Thombo por el fuego, incluso la repetida destrucción de Thombo a intervalos aparentemente regulares de aproximadamente dos mil años, no demuestra de ninguna manera que todo el mundo fuera destruido por el fuego. O que parte de este gran fuego tuviera que producirse de nuevo de una forma inevitable. ¿Por qué debería de ser recapitulado necesariamente el pasado en el futuro? Pero la gente capaz de pensar con claridad se halla en franca minoría, por supuesto. El resto se verá arrastrada por el uso que Mondior haga de estos hallazgos y suscitará un pánico inmediato. Supongo que sabes que los Apóstoles afirman que el próximo gran incendio que destruirá el mundo se producirá el año próximo.
—Sí —dijo Beenay con voz ronca—. Theremon me contó que incluso han señalado el día exacto. Se trata de un ciclo de 2.049 años, y éste es el 2.048, de modo que dentro de unos once o doce meses, si creemos a Mondior, el cielo se volverá negro y el fuego descenderá sobre nosotros. Creo que la fecha en que se supone que ocurrirá todo esto es el 19 de theptar.
—¿Theremon? ¿El periodista?
—Sí. Es amigo mío. Está interesado en todo eso de los Apóstoles, y ha estado entrevistando a uno de sus sumos sacerdotes o lo que sea. Theremon me dijo…
Siferra adelantó una mano y sujetó el brazo de Beenay, y sus dedos se clavaron en él con una fuerza sorprendente.
—Tienes que prometerme que no le dirás una palabra acerca de nada de todo esto, Beenay.
—¿A Theremon? ¡No, por supuesto que no! Todavía no has publicado tus hallazgos. ¡No sería correcto que dijera nada a nadie! Pero, además, es un hombre honorable.
La presa de acero sobre su brazo se relajó, pero sólo un poco.
—A veces se dicen cosas entre amigos, extraoficialmente…, pero, ¿sabes, Beenay?, no existe el «extraoficialmente» cuando se habla con alguien como Theremon. Si ve alguna razón para utilizarlo, lo utilizará, no importa lo que pueda haberte prometido. O lo «honorable» que tú creas que es.
—Bueno…, quizá…
—Créeme. Y si Theremon llegara a descubrir lo que tengo aquí, puedes apostar tus orejas a que estaría en el Crónica medio día más tarde. Eso me arruinaría profesionalmente, Beenay. Sería todo lo que necesito para convertirme en la científica que proporcionó a los Apóstoles las pruebas para sus absurdas afirmaciones. Los Apóstoles me resultan totalmente repugnantes, Beenay. No quiero ofrecerles ningún tipo de ayuda y consuelo, y ciertamente no deseo que parezca que comulgo públicamente con sus alocadas ideas.
—No te preocupes —dijo Beenay—. No soltaré ni una palabra.
—No debes hacerlo. Como he dicho, si lo hicieras me arruinarías. He vuelto a la universidad para conseguir una refinanciación de mis investigaciones. Mis hallazgos en Thombo ya están agitando controversias en el departamento, debido a que desafían el punto de vista establecido de que Beklimot es el centro urbano más antiguo de todo el planeta. Pero si Theremon consigue de algún modo enrollar a los Apóstoles de la Llama en torno a mi cuello, aparte todo lo demás…
Pero Beenay apenas la escuchaba. Comprendía y compartía el problema de Siferra, y ciertamente no haría nada que le causara dificultades. Theremon no oiría de su boca ni una palabra acerca de sus investigaciones.
Pero su mente había dado un salto hacia delante, hacia otras cosas enormemente turbadoras. Frases del relato de Theremon acerca de las enseñanzas de los Apóstoles seguían dando vueltas en su memoria.
«…dentro de catorce meses aproximadamente, todos los soles desaparecerán…»
«…las Estrellas lanzarán sus llamas desde el negro cielo…»
«…el momento exacto de la catástrofe puede ser calculado científicamente…»
«…un cielo negro…»
«…todos los soles desaparecerán…»
—¡La Oscuridad! —murmuró roncamente Beenay—. ¿Es posible?
Siferra había seguido hablando. Se detuvo a media frase ante su estallido.
—¿Me estás prestando atención, Beenay?
—Yo…, ¿qué? Oh. Oh. ¡Sí, por supuesto que te estoy prestando atención! Decías que no debo dejar que Theremon se entere de nada de esto, porque dañaría tu reputación, y…, y… Escucha, Siferra, ¿crees que podríamos seguir hablando de esto en algún otro momento? Esta tarde, o mañana por la mañana, o cuando quieras. Tengo que ir ahora mismo al observatorio.
—Está bien, no dejes que yo te detenga —dijo ella fríamente.
—No. No quiero decir eso. Lo que me has contado es del mayor interés para mí…, y de mucha importancia, de una tremenda importancia, más incluso de la que soy capaz de decir en este momento. Pero tengo que ir a comprobar algo. Algo que tiene una relación muy directa con todo lo que hemos estado hablando.
Ella le miró fijamente.
—Tienes el rostro enrojecido y los ojos extraviados, Beenay. Pareces tan extraño de pronto. Tu mente está a millones de kilómetros de distancia. ¿Qué ocurre?
—Te lo diré más tarde —dijo él, a medio camino de la puerta.
—¡Más tarde! ¡Te lo prometo!
A aquella hora el observatorio estaba prácticamente desierto. No había nadie allí excepto Faro y Thilanda. Por todo lo que sabía Beenay, Athor 77 no estaba visible en ninguna parte.
Bien, pensó. El viejo ya estaba bastante agotado por el esfuerzo que había dedicado a la elaboración del concepto de Kalgash Dos. No necesitaba más tensión sobre sus hombros esta tarde.
Y era estupendo también tener sólo a Faro y Thilanda allí. Faro poseía exactamente el tipo de mente rápida y no confinada que Beenay necesitaba en estos momentos. Y Thilanda, que había pasado tantos años escrutando los vacíos espacios del cielo con su telescopio y su cámara, podía llenar parte del material conceptual que necesitaba Beenay.
Thilanda dijo de inmediato:
—He estado revelando placas todo el día, Beenay. Pero no hay forma. Apostaría mi vida sobre ello: no hay nada ahí arriba en el cielo excepto los seis soles. ¿No crees que el gran hombre ha doblado finalmente la esquina, Beenay?
—Creo que su mente es tan aguda como siempre.
—Pero esas fotos… —dijo Thilanda—. Llevo varios días efectuando un rastreo de todos los cuadrantes del universo. El programa es exhaustivo. Foto, movimiento de un par de grados, foto, movimiento, foto. Barre metódicamente todo el cielo. Y mira lo que he obtenido, Beenay. ¡Un puñado de imágenes de nada en absoluto!
—Si el satélite desconocido es invisible, Thilanda, entonces no puede ser visto. Es algo tan simple como eso.
—Invisible a simple vista, quizá. Pero la cámara debería de poder…
—Escucha, eso no importa ahora. Necesito vuestra ayuda para un asunto puramente teórico. Relacionado con la nueva teoría de Athor.
—Pero si el satélite no es más que un guijarro en el cielo… —protestó Thilanda.
—Un guijarro invisible sigue siendo un guijarro real —cortó Beenay—. Y no nos gustará cuando aparezca a toda velocidad surgido de la nada y nos golpee en plena cara. ¿Me ayudaréis o no?
—Bueno…
—Estupendo. Lo que quiero que hagáis es preparar proyecciones de ordenador del movimiento de todos los seis soles que cubran un período de 4.200 años.
Thilanda jadeó, incrédula.
—¿Has dicho cuatro mil doscientos, Beenay?
—Sé que no tienes ni remotamente registro de los movimientos estelares de hace tanto tiempo. Pero he dicho proyecciones de ordenador, Thilanda. Tendrás al menos cien años de registros de confianza, ¿no?
—Más que eso.
—Mejor aún. Establece la pauta y proyéctalos hacia atrás y hacia delante en el tiempo. Haz que el ordenador te diga qué combinación diaria de los seis soles hubo durante los últimos veintiún siglos y durante los veintiún próximos. Si puedes hacerlo, estoy seguro de que Faro se alegrará de ayudarte a escribir el programa.
—Creo que puedo conseguirlo —dijo Thilanda con tono glacial—. Pero, ¿te importaría decirme de qué va todo esto? ¿Vamos a meternos en el negocio de los almanaques? Incluso los almanaques se contentan con establecer tan sólo unos pocos años de datos solares. Así que, ¿qué es lo que buscamos?
—Te lo diré más tarde —indicó Beenay—. Es una promesa.
La dejó echando humo en su escritorio y cruzó el observatorio en dirección a la zona de trabajo de Athor, donde se sentó frente a las tres pantallas de ordenador en las que Athor había calculado la teoría de Kalgash Dos. Durante largo rato Beenay miró pensativamente la pantalla central, que mostraba la órbita de Kalgash perturbada por el hipotético Kalgash Dos.
Luego pulsó una tecla, y la propuesta línea orbital de Kalgash Dos se hizo visible en un color verde brillante, una enorme elipse excéntrica desplegada a través de la más compacta y casi circular órbita de Kalgash. La estudió por un tiempo; luego pulsó las teclas que llevarían los soles a la pantalla, y los contempló pensativamente durante quizás una hora, llamándolos en todas sus distintas configuraciones, ahora Onos y Dovim en el cielo, ahora Onos con Tano y Sitha, Onos con Trey y Patru, Onos y Dovim con cada pareja de soles dobles, Dovim con Trey y Patru, Dovim con Tano y Sitha, Patru y Trey solos, Onos solo…
Las nueve configuraciones solares normales, sí.
Pero, ¿qué había de las configuraciones anormales?
¿Tano y Sitha solos? No, eso no podía ocurrir. La relación de la posición de este doble sistema de soles en el cielo con respecto a los demás soles más cercanos hacía que Tano y Sitha nunca pudieran aparecer en el cielo en este hemisferio a menos que Onos o Dovim, o ambos, fueran visibles al mismo tiempo. Quizás había sido posible hacia centenares de miles de años, pensó, aunque lo dudaba. Pero ciertamente no ahora.
¿Trey y Patru y Tano y Sitha?
Otro no. Los dos conjuntos de soles dobles se hallaban en lados opuestos de Kalgash; cuando una pareja estaba en el cielo, la otra tenía que estar oculta por la propia masa del planeta. Bajo ciertas condiciones muy raras los cuatro conseguían aparecer juntos, o eso al menos indicaban los mapas solares, pero esas condiciones eran tan raras que no se habían producido ni una sola vez en la vida de Beenay. Onos era siempre visible cuando se producía la conjunción de esas dos parejas. Eran los famosos días de cinco soles. Beenay no recordaba de memoria cuál era la frecuencia de esos acontecimientos, pero sospechaba que no era más a menudo de una vez cada cuarenta o cincuenta años.
¿Trey sin Patru? ¿Tano sin Sitha?
Bueno, técnicamente, sí. Cuando una de las parejas de soles dobles se hallaba cerca del horizonte, un sol podía estar por encima del horizonte y el otra por debajo durante un breve período. Pero eso no era en realidad un acontecimiento solar significativo, tan sólo una aberración momentánea. Los dobles soles seguían juntos, pero separados transitoriamente por la línea del horizonte.
¿Los seis soles a la vez en el cielo?
¡Imposible!
Peor que eso…, ¡impensable!
Sin embargo, él acababa de pensar en ello. Beenay se estremeció ante la idea. Si todos los seis estuvieran por encima del horizonte simultáneamente, eso querría decir que habría una región en el otro hemisferio donde no podría verse ninguna luz solar. ¡La Oscuridad! ¡La Oscuridad! Pero la Oscuridad era algo desconocido en cualquier parte de Kalgash, excepto como un concepto abstracto. Nunca podría presentarse la circunstancia de que los seis soles estuvieran juntos y una parte importante del mundo se viera sumido en una total ausencia de luz. ¿Podía esto haber ocurrido alguna vez?
¿Podía?
Beenay meditó en la estremecedora posibilidad. Una vez más oyó la profunda voz de Theremon explicándole las teorías de los Apóstoles:
«…todos los soles desaparecerán…»
«…las Estrellas lanzarán sus llamas desde el negro cielo…»
Agitó la cabeza. Todo lo que sabía sobre los movimientos de los soles en el cielo se rebelaba contra la idea de los seis soles reuniéndose de algún modo en un lado de Kalgash al mismo tiempo. Esto simplemente no podía ocurrir, era una especie de milagro. Beenay no creía en milagros. Por la forma en que los soles estaban dispuestos en el cielo, siempre tenía que haber al menos uno o dos de ellos brillando sobre cualquier parte de Kalgash en un momento determinado.
Olvida la hipótesis de los seis soles aquí, la Oscuridad allí.
¿Qué quedaba?
Dovim solo, pensó. ¿El pequeño sol rojo completamente solo en el cielo?
Bueno, sí, ocurría, aunque no a menudo. En esos muy raros días de cinco soles, cuando Tano, Sitha, Trey, Patru y Onos estaban todos en conjunción en el mismo hemisferio: eso dejaba sólo a Dovim al otro lado del mundo. Beenay se preguntó si ése podía ser el momento en que llegara la Oscuridad.
¿Era posible? Dovim, solo, arrojaba tan poca luz, únicamente su frío y débil brillo rojizo, que la gente podía confundir aquello por la Oscuridad.
Pero no tenía sentido. Incluso el pequeño Dovim debería de ser capaz de proporcionar la suficiente luz como para impedir que la gente se sumiera en el terror. Además, los días de sólo Dovim ocurrían en alguna parte del mundo una vez cada cuatro o cinco décadas. Era un fenómeno muy poco común, pero en absoluto extraordinario. Cualquiera por encima de los cincuenta años había experimentado uno. Seguro que, si los efectos de no ver nada excepto un único, pequeño y opaco sol en el cielo podía causar enormes trastornos psicológicos, entonces todo el mundo estaría preocupándose acerca del próximo acontecimiento de Dovim solo, que se preveía que ocurriera, recordaba Beenay, dentro de otro año o así. Y, de hecho, nadie se preocupaba en absoluto por ello.
Pero, si tan sólo Dovim estuviera en el cielo y ocurriera algo, alguna cosa especial, alguna cosa realmente extraña, que anulara la escasa luz que proporcionaba…
Thilanda apareció junto a su hombro y dijo con voz hosca:
—Bueno, Beenay, tengo tus proyecciones solares preparadas. No sólo 4.200 años, además, sino una regresión infinita. Faro me lo sugirió, y hemos hecho el programa de modo que funcione hasta el fin de los tiempos si así lo quieres, o hacia atrás hasta el inicio del universo.
—Espléndido. Pásalo al ordenador que estoy usando, ¿quieres? Y ven aquí, Faro.
El bajo y grueso estudiante se situó a su lado. Sus oscuros ojos brillaban con curiosidad. Evidentemente burbujeaba con preguntas acerca de lo que estaba haciendo Beenay; pero observaba el protocolo estudiante-profesor y no dijo nada, simplemente aguardó a oír lo que Beenay tenía que decirle.
—Lo que tengo aquí en mi pantalla —empezó Beenay— es la órbita sugerida por Athor para el hipotético Kalgash Dos. Voy a suponer que la órbita es correcta, puesto que Athor nos dijo que explica exactamente todas las perturbaciones en nuestra propia órbita, y tengo fe en que Athor sabe lo que está haciendo.
También tengo aquí, o al menos lo tendré cuando Thilanda haya terminado la transferencia de los datos, el programa que tú y ella habéis elaborado para los movimientos solares a lo largo de un extenso tramo de tiempo. Lo que voy a hacer ahora es intentar establecer una correlación entre la presencia de sólo un sol en el cielo y la aproximación de Kalgash Dos a este planeta, a fin de…
—¿A fin de poder calcular la frecuencia de posibles eclipses? —saltó Faro—. ¿Es eso, señor?
La celeridad del muchacho fue divertida y también un poco desconcertante.
—De hecho, sí. ¿Tú también habías pensado en eclipses?
—Estaba pensando en ellos cuando Athor nos dijo la primera vez todo lo relativo a Kalgash Dos. Simbron, ¿recuerda?, mencionó que el extraño satélite podía ocultar la luz de algunos de los soles durante un corto período, y usted dijo que a ese fenómeno se le llamaba eclipse, y entonces empecé a trabajar en algunas de las posibilidades. Pero Athor me cortó antes de que pudiera decir nada, porque estaba cansado y deseaba irse a casa.
—¿Y no has dicho nada al respecto desde entonces?
—Nadie me preguntó —indicó Faro.
—Bueno, éste es tu momento. Voy a transferir todo lo que tengo en mi ordenador al tuyo, y tú y yo nos sentaremos por separado en esta habitación y empezaremos a trabajar con los números. Lo que busco es un caso muy especial en el que Kalgash Dos se halle en su punto más cercano de aproximación a Kalgash y sólo haya un sol en el cielo, bien Onos o Dovim.
—Exacto.
—Onos está solo en el cielo una vez cada nueve días, por supuesto. Pero Dovim se ve solo con mucha menos frecuencia. La periodicidad de los días de sólo Dovim es…
—Sí —dijo Beenay—, sé todo eso. Lo que quiero saber es la posible periodicidad de los días de un solo sol en conjunción con la proximidad de Kalgash Dos.
Faro asintió. Se encaminó hacia su ordenador a una velocidad superior a la que nunca le había visto moverse Beenay.
Beenay no esperaba ser el primero el terminar los cálculos.
Faro era reconocidamente rápido en esas cosas. Pero lo importante era hacer que cada uno elaborara el problema de forma independiente, a fin de proporcionar una validación por separado del resultado. Así que cuando Faro emitió un pequeño bufido de triunfo al cabo de un rato y saltó en pie para decir algo, Beenay le hizo un gesto irritado de que guardara silencio y siguiera trabajando. Le tomó otros diez embarazosamente eternos minutos terminar.
Entonces los números empezaron a aparecer en su pantalla.
Si todas las suposiciones que había introducido en el ordenador eran correctas —los cálculos de Athor de la probable masa y órbita del satélite desconocido, los cálculos de Thilanda de los movimientos de los seis soles en el cielo—, entonces parecía que nunca se presentaría la ocasión en la que Onos estuviera solo en el cielo y Kalgash Dos en su punto de máxima aproximación. Los ciclos orbitales simplemente no se cruzaban. Cada una de las aproximaciones de Kalgash Dos parecía quedarse corta por tres o cuatro días de cualquier Día Onos. Así que nunca se produciría un eclipse de Onos por parte de Kalgash Dos que pudiera producir la aterradora Oscuridad sobre una parte significativa del mundo.
La única otra posibilidad que podía traer consigo una total Oscuridad era un día de solo Dovim. Pero no parecía como si Kalgash Dos tuviera muchas posibilidades de eclipsar a Dovim tampoco. Los días de solo Dovim eran tan raros que la posibilidad de que Dovim se hallara en el cielo en el momento en que Kalgash Dos estuviera en alguna parte cerca de Kalgash en su larga órbita era infinitésima, sabía Beenay.
¿O no?
No. No infinitésima.
Algo más que eso. Contempló atentamente los números en la pantalla. Parecía haber una remota posibilidad de una convergencia. Los cálculos no estaban completos, pero las cosas apuntaban en esa dirección a medida que el ordenador elaboraba cada conjunción Kalgash-Kalgash Dos en el período de los últimos 4.200 años. Cada vez que Kalgash Dos se acercaba en su órbita, llegaba a las inmediaciones de Kalgash más y más cerca de un día de solo Dovim. Las cifras seguían apareciendo a medida que el ordenador procesaba todas las posibilidades astronómicas. Beenay observó con creciente sorpresa e incredulidad.
Y ahí estaban al fin. Los tres cuerpos alineados de una forma correcta. Kalgash…, Kalgash Dos…, ¡Dovim!
¡Sí! Era posible que Kalgash Dos causara un eclipse total de Dovim en el momento en que Dovim era el único sol visible en el cielo.
Pero esa configuración era una extrema rareza. Dovim tenía que hallarse solo en su hemisferio y a una distancia máxima de Kalgash, mientras que Kalgash Dos tenía que estar a su distancia mínima. El diámetro aparente de Kalgash Dos sería entonces siete veces el de Dovim. Eso era suficiente para ocultar la luz de Dovim durante bastante más de medio día, de modo que ningún punto del planeta escaparía a los efectos de la Oscuridad. El ordenador mostraba que una circunstancia tan especial podía producirse tan sólo una vez cada…
Beenay jadeó. No quiso creerlo.
Se volvió hacia Faro. El redondo rostro del joven estudiante graduado estaba pálido por la impresión.
Roncamente, Beenay dijo:
—Está bien. He terminado, tengo una cifra. Pero primer dime la tuya.
—Eclipse de Dovim por Kalgash Dos, periodicidad 2.049 años.
—Sí —dijo Beenay con voz de plomo—. Exactamente lo mismo. Una vez cada 2.049 años.
Sintió vértigo. Todo el universo parecía estar girando a su alrededor.
Una vez cada 2.049 años. La duración exacta de un Año de Gracia, según los Apóstoles de la Llama. La misma cifra que estaba reflejada en el libro de las Revelaciones.
«…todos los soles desaparecerán…»
«…las Estrellas lanzarán sus llamas desde el negro cielo…»
No sabía qué eran las Estrellas. Pero Siferra había descubierto un montículo en la península Sagikana donde las ciudades habían sido destruidas por las llamas con una sorprendente regularidad, una vez aproximadamente cada dos mil años. Cuando tuviera la oportunidad de efectuar los tests del carbono14, la cifra exacta del tiempo entre cada conflagración en la Colina de Thombo, ¿resultaría ser 2.049 años?
«…un cielo negro…»
Beenay miró descorazonado a Faro, de pie al otro lado de la habitación.
—¿Cuándo está previsto que se produzca el próximo día de solo Dovim?
—Dentro de once meses y cuatro días —dijo hoscamente Faro—. El 19 de theptar.
—Sí —murmuró Beenay—. El mismo día que Mondior 71 nos dice que el cielo va a volverse negro y el fuego de los dioses descenderá y destruirá nuestra civilización.
—Por primera vez en mi vida —dijo Athor— he rezado con todo mi corazón para que mis cálculos estuvieran equivocados. Pero me temo que los dioses no me han concedido esa gracia. Nos vemos inexorablemente empujados a una conclusión que es terrible de contemplar.
Miró a su alrededor en la habitación, dejando que sus ojos se posaran por un instante en cada una de las personas a las que había convocado. El joven Beenay 25, por supuesto. Sheerin 501, del Departamento de Psicología. Siferra 89, la arqueóloga.
Sólo gracias a pura fuerza de voluntad consiguió Athor ocultarles la enorme fatiga que sentía, la sensación de creciente desesperación, el aplastante impacto de todo lo que había averiguado en las últimas semanas. Había luchado por ocultar todas aquellas cosas incluso a sí mismo. De tanto en tanto, últimamente, se había descubierto pensando que había vivido demasiado tiempo, se había dado cuenta de que deseaba que se le hubiera permitido retirarse hacía uno o dos años. Pero siempre había apartado enérgicamente esos pensamientos de su mente.
Una voluntad de hierro y una fortaleza de espíritu inflexible habían sido siempre las características principales de Athor. Ahora, con la edad arando surcos en su vigor, se negaba a dejar que esos rasgos desaparecieran.
—Según tengo entendido —le dijo a Sheerin—, su campo es el estudio de la Oscuridad.
El gordo psicólogo pareció regocijado.
—Supongo que ésta es una forma de decirlo. Mi tesis doctoral fue sobre desórdenes mentales relacionados con la Oscuridad. Pero la investigación de la Oscuridad es tan sólo una faceta de mi trabajo. Estoy interesado en la histeria de masas de todo tipo…, en las respuestas irracionales de la mente humana a los estímulos abrumadores. Todo el abanico de las locuras humanas, eso es lo que pone el pan en mi mesa.
—Muy bien —dijo Athor fríamente—. Dejémoslo así. Beenay 25 dice que es usted la autoridad más sobresaliente sobre la Oscuridad en esta universidad. Acaba de ver nuestra pequeña demostración astronómica en la pantalla del ordenador. Supongo que comprende usted las implicaciones esenciales de lo que hemos descubierto.
El viejo astrónomo no pudo hallar ninguna forma de impedir que aquello sonara con un cierto aire de superioridad. Pero Sheerin no pareció particularmente ofendido.
—Creo haberlo captado bastante bien —dijo con voz tranquila—. Dice usted que existe un misterioso cuerpo astronómico invisible, de tamaño planetario, de tal y tal masa, en órbita en torno a Kalgash a tal y tal distancia, y que con esto y aquello y lo de más allá, su fuerza de atracción explica con exactitud ciertas desviaciones con respecto a la teoría de la órbita de Kalgash que mi amigo Beenay aquí presente ha descubierto. ¿Voy por buen camino?
—Sí —dijo Athor—. Sin desviarse ni un palmo.
—Bien —siguió Sheerin—. Resulta que a veces este cuerpo se interpone entre nosotros y uno de nuestros soles. A eso se le llama un eclipse. Pero sólo hay un sol en el plano de su revolución en condiciones de ser eclipsado, y ese sol es Dovim. Se ha puesto en evidencia que el eclipse se producirá solamente cuando… —Sheerin hizo una pausa y frunció el ceño—, cuando Dovim sea el único sol en el cielo, y tanto él como el llamado Kalgash Dos se hallen alineados de tal modo que Kalgash Dos cubra completamente el disco de Dovim y no nos llegue de él ni la menor luz. ¿Sigo yendo por buen camino?
Athor asintió.
—Lo ha captado perfectamente.
—Me lo temía. Esperaba haber entendido mal.
—Ahora, en lo referente a los efectos del eclipse… —dijo Athor. Sheerin inspiró profundamente.
—De acuerdo. El eclipse, que se produce solamente una vez cada 2.049 años, ¡los dioses sean alabados!, causará un prolongado período de Oscuridad universal en Kalgash. A medida que el mundo gire, cada continente se verá sumido en la oscuridad total por períodos que se extienden de, ¿cuánto dijo?, nueve a catorce horas, según la latitud.
—Ahora, por favor —dijo Athor—: ¿Cuál es su opinión, como psicólogo profesional, sobre el efecto que esto creará en las mentes de los seres humanos?
—El efecto —dijo Sheerin sin vacilar— será la locura.
Hubo un repentino y absoluto silencio en la habitación.
Finalmente, Athor dijo:
—La locura universal, ¿es eso lo que usted predice?
—Con mucha probabilidad. Oscuridad universal, locura universal. Mi suposición es que la gente se verá afectada en distintos grados, que se alinearán desde la desorientación de corto alcance y la depresión a una destrucción completa y permanente de los poderes de razonamiento. Cuanto mayor sea la estabilidad psicológica con la que uno empiece, naturalmente, menos probabilidades tendrá de verse completamente destrozado por el impacto de la ausencia de toda luz. Pero nadie, creo, escapará completamente de ello.
—No lo entiendo —dijo Beenay—. ¿Qué hay en la Oscuridad para volver loca a la gente?
Sheerin sonrió.
—Simplemente no estamos adaptados a ella. Imagina, si puedes, un mundo con sólo un sol. A medida que ese mundo gira sobre su eje, cada hemisferio recibirá luz durante la mitad del día, y permanecerá en una total oscuridad durante la otra mitad.
Beenay hizo un involuntario gesto de horror.
—¿Entiendes? —exclamó Sheerin—. ¡Ni siquiera te gusta como suena! Pero los habitantes de ese planeta estarán totalmente acostumbrados a una dosis diaria de Oscuridad. Es muy probable que hallen las horas de luz más alegres y más de su gusto, pero se encogerán de hombros ante la Oscuridad como un acontecimiento normal y cotidiano, nada por lo que excitarse, sólo un tiempo para dormir mientras esperan a que llegue la mañana. No nosotros, sin embargo. Nosotros hemos evolucionado bajo condiciones de perpetua luz solar, cada hora de cada día, durante todo el año. Si Onos no está en el cielo, están Tano y Sitha y Dovim, o Patru y Trey, o cualquier otra combinación de ellos. Nuestras mentes, incluso las psicologías de nuestros cuerpos, están acostumbradas a la luz constante. No nos gusta ni siquiera el más breve momento sin ella. Tú duermes con una luz de vela en tu habitación, ¿verdad?
—Por supuesto —dijo Beenay.
—¿Por supuesto? ¿Por qué «por supuesto»?
—¿Por qué…? ¡Pero todo el mundo duerme con una luz de vela!
—Vienes a mi punto de vista. Dime esto: ¿has experimentado alguna vez la Oscuridad, amigo Beenay?
Beenay se reclinó contra la pared cercana a la gran ventana panorámica y meditó aquello.
—No. No puedo decir que la haya experimentado. Pero sé lo que es. Es sólo, esto… —Hizo vagos movimientos con los dedos, y luego su rostro se iluminó—. Es sólo una ausencia de luz. Como en las cuevas.
—¿Has estado alguna vez en una cueva?
—¡En una cueva! Por supuesto que no he estado en una cueva.
—Eso pensé. Yo lo intenté una vez, hace mucho tiempo, cuando inicié mis estudios sobre los desórdenes inducidos por la Oscuridad. Pero salí a toda prisa. Seguí adelante hasta que la boca de la cueva apenas fue visible como una mancha de luz, con todo lo demás negro. Entonces me di la vuelta. —Sheerin rió agradablemente ante el recuerdo—. Nunca creí que una persona de mi peso pudiera correr tan aprisa.
Casi desafiante, Beenay dijo:
—Bueno, si lo pienso bien, supongo que yo no hubiera echado a correr, de estar allí.
El psicólogo sonrió gentilmente al joven astrónomo.
—¡Muy bien dicho! Admiro tu valor, amigo mío. —Se volvió hacia Athor—. ¿Tengo su permiso, señor, para realizar un pequeño experimento psicológico?
—Lo que usted quiera.
—Gracias. —Sheerin miró de nuevo a Beenay—. ¿Te importa correr la cortina que tienes al lado, amigo Beenay?
Beenay pareció sorprendido.
—¿Para qué? No es como si hubiera tres o cuatro soles brillando ahí fuera. Sólo están Onos y Dovim, y además ambos muy cerca del horizonte.
—Ése es el detalle precisamente. Tan sólo corre la cortina. Luego vuelve aquí y siéntate a mi lado.
—Bueno, si insistes…
Pesados cortinajes rojos colgaban de las ventanas. Athor no podía recordar que hubieran sido corridos alguna vez, y esta habitación era su oficina desde hacía unos cuarenta años. Beenay, con un filosófico encogerse de hombros, tiró del cordón rematado con una borla; la cortina se deslizó sobre la amplia ventana, con un ligero siseo de las anillas de cobre al deslizarse por la barra. Por un momento la luz rojo oscura de Dovim aún pudo verse. Luego todo quedó en sombras, e incluso las sombras se volvieron indistintas.
Los pasos de Beenay sonaron huecos en el silencio mientras se dirigía hacia la mesa, luego se detenían a medio camino.
—No puedo verte, Sheerin —susurró con voz desolada.
—Tantea tu camino —ordenó Sheerin con tono tenso.
—¡Pero no puedo verte! —El joven astrónomo respiraba fuertemente—. ¡No puedo ver nada!
—¿Qué esperabas? Esto es la Oscuridad. —Sheerin aguardó un momento—. Adelante. Tienes que saber cómo moverte de un lado para otro de esta habitación incluso con los ojos cerrados. Lo único que debes hacer es venir hasta aquí y sentarte.
Los pasos sonaron de nuevo, vacilantes. Hubo el sonido de alguien tanteando con una silla. La voz de Beenay llegó en su soplo:
—Estoy aquí.
—¿Cómo te sientes?
—Estoy… gulp… bien.
—¿Te gusta?
Una larga pausa.
—No.
—¿No, Beenay?
—En absoluto. Es horrible. Es como si las paredes estuvieran… —Se detuvo de nuevo—. Parece como si se cerraran sobre mí. No dejo de desear apartarlas. Pero no estoy loco, en absoluto. De hecho, creo que estoy empezando a acostumbrarme a ello.
—Estupendo. ¿Siferra? ¿Qué dice usted?
—Puedo aceptar un poco de Oscuridad. Tengo que arrastrarme por algunos pasadizos subterráneos de tanto en tanto. No puedo decir que me importe mucho.
—¿Athor?
—Sobrevivo también. Pero creo que ha demostrado usted lo que quería demostrar, doctor Sheerin —dijo secamente el jefe del observatorio.
—De acuerdo. Beenay, puedes volver a abrir las cortinas.
Hubo el sonido de cautelosos pasos a través de la oscuridad, el roce del cuerpo de Beenay contra la cortina cuando tanteó en busca del cordón con la borla, y luego el alivio de oír el ru-u-uss de la cortina cuando se deslizó al abrirse. La roja luz de Dovim inundó la habitación, y con una exclamación de alegría Beenay miró por la ventana hacia el más pequeño de los seis soles.
Sheerin se secó la humedad que perlaba su frente con el dorso de la mano y dijo con voz temblorosa:
—Y eso fueron tan sólo unos pocos minutos en una habitación a oscuras.
—Puede tolerarse —afirmó Beenay con voz ligera.
—Sí, una habitación a oscuras puede tolerarse. Al menos durante un corto tiempo. Pero todos han oído hablar de la Exposición del Centenario de Jonglor, ¿no? El escándalo del Túnel del Misterio. Beenay, te conté la historia aquella tarde a finales del verano en el Club de los Seis Soles, cuando estabas con ese periodista, Theremon.
—Sí. Lo recuerdo. La gente que hizo el trayecto a través de la Oscuridad en el parque de diversiones y salió loca.
—Sólo un túnel de kilómetro y medio de largo…, sin luces. Entras en un pequeño cochecito abierto y recorres la Oscuridad durante quince minutos. Algunos que hicieron el trayecto murieron de terror. Otros salieron permanentemente trastornados.
—¿Y por qué fue eso? ¿Qué les volvió locos?
—Esencialmente lo mismo que actuó sobre ti justo ahora cuando tuvimos esa cortina cerrada y pensaste que las paredes de la habitación te estaban aplastando en la oscuridad. Hay un término psicológico para el miedo instintivo de la Humanidad a la ausencia de luz. Lo llamamos claustrofobia, porque la falta de luz va siempre asociada con los lugares cerrados, de modo que el miedo a una cosa es el miedo a la otra. ¿Entiendes?
—¿Y esa gente en el túnel que se volvió loca?
—Esa gente en el túnel que se volvió, hum, loca, por usar tu palabra, fueron esos desafortunados que no tuvieron suficiente resistencia psicológica para superar la claustrofobia que les envolvió con la Oscuridad. Fue un poderoso sentimiento. Créeme. Yo personalmente efectué el trayecto del Túnel. Ahora sólo tuviste un par de minutos sin luz, y creo que te trastornó un tanto. Ahora imagina quince minutos.
—¿Pero no se recobraron después?
—Algunos sí. Pero algunos sufrirán durante años, o quizá durante todo el resto de sus vidas, de fijaciones claustrofóbicas. Su miedo latente a la Oscuridad y a los lugares cerrados ha cristalizado y se ha convertido, por todo lo que podemos decir, en algo permanente. Y algunos, como he dicho, murieron del shock. No hubo recuperación para ellos. Eso es lo que pueden hacer quince minutos de Oscuridad.
—Para alguna gente —dijo Beenay, testarudo. Su frente se frunció con lentitud—. Sigo sin creer que vaya a ser tan malo para la mayoría de nosotros. Ciertamente, no para mí.
Sheerin suspiró, exasperado.
—Imagina la Oscuridad… por todas partes. Ninguna luz hasta tan lejos como puedas ver. Las casas, los árboles, los campos, el suelo, el cielo…, ¡todo negro! Y Estrellas asomándose en medio de todo ello, si escuchas lo que predican los Apóstoles…, Estrellas, sean lo que sean. ¿Puedes concebirlo?
—Sí, puedo —declaró Beenay, más truculento aún.
—¡No! ¡No puedes! —Sheerin golpeó la mesa con el puño, presa de una repentina pasión—. ¡Te engañas a ti mismo! No puedes concebir eso. Tu cerebro no fue construido para ese concepto, como tampoco lo fue para… Mira, Beenay, tú eres matemático, ¿no? ¿Puede tu cerebro concebir de una forma real y completa el concepto de infinito? ¿De eternidad? Sólo puedes hablar de ello. Reducirlo a ecuaciones y fingir que los números abstractos son la realidad, cuando de hecho son sólo señales sobre el papel. Pero cuando intentas realmente abarcar la idea de infinito en tu mente empiezas a sentir vértigo muy aprisa, estoy seguro de ello. Una fracción de la realidad te trastorna. Lo mismo ocurre con la pequeña cantidad de Oscuridad que acabas de saborear. Y cuando lo auténtico llega a ti, tu cerebro tiene que enfrentarse a un fenómeno que está más allá de los límites de tu comprensión. Te vuelves loco, Beenay. Completa y permanentemente. ¡No tengo la menor duda de ello!
Una vez más hubo un terrible y repentino silencio en la habitación.
Al fin, Athor dijo:
—¿Cuál es su conclusión final, doctor Sheerin? ¿Una locura generalizada?
—Al menos un 75% de la población se volverá irracional a un grado incapacitador. Quizás un 85%. Quizás incluso un 100%.
Athor agitó la cabeza.
—Monstruoso. Horrible. Una calamidad más allá de todo lo creíble. Aunque debo decirle que siento un poco como Beenay…, que de alguna forma superaremos esto, que los efectos serán menos cataclísmicos de lo que su opinión parece indicar. Viejo como soy, no puedo evitar el sentir un cierto optimismo, una cierta sensación de esperanza…
—¿Puedo hablar, doctor Athor? —dijo de pronto Siferra.
—Por supuesto. ¡Por supuesto! Para eso está usted aquí.
La arqueóloga se levantó y se dirigió al centro de la habitación.
—En algunos aspectos me sorprende estar aquí. Cuando hablé por primera vez de mis hallazgos en la península Sagikana con Beenay, le pedí que lo mantuviera todo estrictamente confidencial. Temía por mi reputación científica, porque vi que los datos que había descubierto podían ser elaborados muy fácilmente para que dieran apoyo al más irracional, más aterrador, más peligroso movimiento religioso que existe dentro de nuestra sociedad. Me refiero, naturalmente, a los Apóstoles de la Llama.
»Pero luego, cuando Beenay vino a verme de nuevo un poco más tarde con sus nuevos hallazgos, el descubrimiento de la periodicidad de esos eclipses de Dovim, supe que tenía que revelar lo que sabía. Tengo aquí fotos y mapas de mi excavación en la Colina de Thombo, cerca del emplazamiento de Beklimot en la península Sagikana. Beenay, tú ya los has visto, pero si tuvieras la amabilidad de pasárselos al doctor Athor y al doctor Sheerin.
Siferra aguardó hasta que tuvieron una posibilidad de echar una ojeada al material. Luego siguió hablando.
—Los mapas serán más fáciles de entender si piensa usted en la Colina de Thombo como un gigantesco pastel a capas de antiguos asentamientos, cada uno de ellos edificado sobre su inmediato predecesor…, el más reciente en la cima de la colina, por supuesto. Ese último es una ciudad de lo que llamamos la cultura de Beklimot. Debajo se halla uno construido por esa misma gente, creemos, en una fase anterior de su civilización, y luego más abajo y abajo y abajo, hasta un total de al menos siete períodos distintos de asentamientos, quizás incluso más.
»Cada uno de esos asentamientos, caballeros, llegaron a su fin debido a que fueron destruidos por el fuego. Supongo que pueden ver las separaciones oscuras entre cada capa. Ésas son las líneas quemadas…, restos carbonizados. Mi suposición original, basada puramente en un sentido intuitivo del tiempo que pueden necesitar esas ciudades para ser edificadas, florecer, decaer y desmoronarse, es que cada uno de esos grandes incendios ocurrió con una separación de aproximadamente dos mil años, con el más reciente de ellos situado hará unos dos mil años de nuestro presente, justo antes del desarrollo de la cultura de Beklimot que consideramos como el principio del período histórico.
»Pero el carbón es particularmente apto para la datación por el radiocarbono, que nos proporciona una indicación bastante exacta de la antigüedad de un emplazamiento. Desde que mi material de Thombo llegó a Ciudad de Saro, el laboratorio de nuestro departamento ha estado atareado efectuando análisis de radiocarbono, y ahora tenemos nuestras cifras. Puedo decirles de memoria cuáles son. El más joven de los asentamientos de Thombo fue destruido por el fuego hace 2.050 años, con una desviación estadística de más o menos 20 años. El carbón del asentamiento inmediatamente inferior tiene 4.100 años de antigüedad, con una desviación de más o menos 40 años. El tercer asentamiento empezando desde arriba fue destruido por el fuego hace 6.200 años, con una desviación de más o menos 80 años. El cuarto asentamiento hacia abajo muestra al radiocarbono una edad de 8.300 años, más o menos 100. El quinto…
—¡Grandes dioses! —exclamó Sheerin—. ¿Se hallan tan regularmente espaciados como eso?
—Cada uno de ellos. Los incendios se produjeron a intervalos de un poco más de veinte siglos. Admitiendo las pequeñas inexactitudes que son inevitables en la datación del radiocarbono, es permisible proponer que de hecho tuvieron lugar exactamente con 2.049 años de diferencia uno de otro. Que, como Beenay ha demostrado, es exactamente la frecuencia en que se producen los eclipses de Dovim. Y también —añadió Siferra con voz débil— la longitud de lo que los Apóstoles de la Llama llaman un Año de Gracia, al final del cual el mundo se supone que es destruido por el fuego.
—Un efecto de la locura de las masas, sí —dijo Sheerin con voz hueca—. Cuando llega la Oscuridad, la gente deseará la luz…, de cualquier tipo. Antorchas. Fogatas. ¡Quemarlo todo! Quemar los muebles. Quemar las casas.
—No —murmuró Beenay.
—Recuerda —dijo Sheerin—, que esa gente no estará cuerda. Serán como niños pequeños…, pero tendrán los cuerpos de adultos, y los restos de las mentes de adultos. Sabrán cómo usar las cerillas. Simplemente no recordarán las consecuencias de encender una gran cantidad de fuegos por todo el lugar.
—No —dijo Beenay de nuevo, desvalidamente—. No. No. —Ya no era una afirmación de incredulidad.
Siferra dijo:
—Podría argumentarse originalmente que los incendios en Thombo fueron un acontecimiento puramente local…, una extraña coincidencia, un esquema tan rígido de sucesos regulares a lo largo de un lapso tan inmenso de tiempo, pero confinado sólo a ese lugar, quizás incluso un ritual peculiar de purificación practicado allí. Puesto que no se han hallado en ninguna otra parte de Kalgash otros asentamientos tan antiguos como el de Sagikán, no podríamos decir nada en contra. Pero los cálculos de Beenay lo han cambiado todo. Ahora vemos que cada 2.049 años el mundo se ve, al parecer, inmerso en la Oscuridad. Como Sheerin dice, se encenderán fuegos. Y escaparán de control. Todos los demás asentamientos que existieron en la época de los fuegos de Thombo, en cualquier parte del mundo, debieron resultar destruidos todos del mismo modo que fueron destruidas las ciudades de Thombo, y por la misma razón. Pero Thombo es todo lo que nos ha quedado de la era prehistórica. Tal como dicen los Apóstoles de la Llama, es un lugar sagrado, el lugar donde los propios dioses se manifiestan a la Humanidad.
—Y quizá se manifiesten una vez más —dijo Athor, sombrío—. Proporcionándonos la prueba de los fuegos de las épocas pasadas.
Beenay le miró.
—¿Así que cree usted en las enseñanzas de los apóstoles, señor?
La afirmación de Beenay le pareció a Athor casi como una acusación directa de locura. Transcurrió un momento antes de que pudiera responder.
Pero al fin lo hizo, con una voz tan calmada como le fue posible.
—¿Creerlas? No. No, en absoluto. Pero me interesan, Beenay. Me siento horrorizado incluso ante la necesidad de plantear esta cuestión, pero, ¿y si los Apóstoles tuvieran razón? Tenemos claras indicaciones ahora de que la Oscuridad se produce sobre este planeta a intervalos de exactamente 2.049 años, los mismos que ellos mencionan en su Libro de las Revelaciones. Sheerin, aquí, dice que el mundo se volverá loco si eso ocurre, y tenemos las pruebas de Siferra de que una pequeña sección del mundo, al menos, se volvió loca, una y otra vez, y sus casas fueron barridas por el fuego, a esos mismos intervalos de 2.049 años que no dejan de aparecer.
—¿Qué sugiere usted, entonces? —preguntó Beenay—. ¿Que nos unamos a los Apóstoles?
Athor tuvo que reprimir de nuevo la ira.
—No, Beenay. ¡Simplemente que examinemos sus creencias, y veamos qué tipo de uso podemos hacer de ellas!
—¿Uso? —exclamaron Sheerin y Siferra, casi al unísono.
—¡Sí! ¡Uso! —Athor anudó sus grandes y huesudas manos y giró en redondo para enfrentarse a todos—. ¿No ven ustedes que la supervivencia de la civilización humana puede depender enteramente de nosotros cuatro? La cosa se reduce a eso, ¿no? Por melodramático que suene, nosotros cuatro nos hallamos en posesión de lo que empieza a parecer como una prueba incontrovertible de que el fin del mundo está a punto de caer sobre nosotros. La Oscuridad universal que traerá consigo la locura universal, una conflagración mundial, nuestras ciudades en llamas, nuestra sociedad despedazada. Pero existe un grupo que ha estado prediciendo, sobre la base de quién sabe qué pruebas, exactamente la misma calamidad…, y ha precisado el año, el día incluso.
—El 19 de theptar —murmuró Beenay.
—Sí, el 19 de theptar. El día que en sólo Dovim brillará en el cielo… y, si estamos en lo cierto, llegará Kalgash Dos, y saldrá de su invisibilidad para llenar nuestro cielo y bloquear toda luz. Ese día, nos dicen los Apóstoles, el fuego envolverá nuestras ciudades. ¿Cómo lo saben? ¿Una suposición afortunada? ¿Mero mito al azar?
—Algo de lo que dicen no tiene sentido en absoluto —señaló Beenay—. Por ejemplo, dicen que aparecerán Estrellas en el cielo. ¿Qué son las Estrellas? ¿De dónde aparecerán?
Athor se encogió de hombros.
—No tengo la menor idea. Esa parte de las enseñanzas de los Apóstoles puede ser muy bien algún tipo de fábula. Pero parecen tener alguna especie de registros de pasados eclipses, a partir de los cuales han elaborado sus actuales y lóbregas predicciones. Necesitamos saber más sobre esos registros.
—¿Por qué nosotros? —preguntó Beenay.
—Porque nosotros, como científicos, podemos servir como líderes, figuras de autoridad, en la lucha por salvar la civilización que se abre ante nosotros —dijo Athor—. Sólo si es dada a conocer la naturaleza del peligro aquí y ahora tendrá la sociedad alguna posibilidad de protegerse contra lo que va a ocurrir. Pero, tal como están las cosas, sólo los crédulos y los ignorantes prestan atención a los Apóstoles. La gente más inteligente y racional los mira de la misma forma que nosotros…, como chiflados, como estúpidos, como locos, quizá como estafadores. Lo que necesitamos hacer es persuadir a los Apóstoles de que compartan sus datos astronómicos y arqueológicos, si es que tienen alguno, con nosotros. Y luego hacerlos públicos. Revelar nuestros hallazgos, y respaldarlos con el material que recibamos, si lo recibimos, de los Apóstoles. En esencia, formar una alianza con ellos contra el caos que tanto nosotros como ellos creemos que se avecina. De esa forma podremos conseguir la atención de todos los estratos de la sociedad, desde los más crédulos a los más críticos.
—¿Así que sugiere usted que dejemos de ser científicos y entremos en el mundo de la política? —preguntó Siferra—. No me gusta. Éste no es en absoluto nuestro trabajo. Voto por entregar todo nuestro material al Gobierno y dejar que sean ellos…
—¡El Gobierno! —bufó Beenay.
—Beenay tiene razón —dijo Sheerin—. Sé cómo es la gente del Gobierno. Formarán un comité, y finalmente emitirán un informe, y archivarán el informe en alguna parte, y luego más tarde formarán otro comité para que investigue qué fue lo que descubrió el primer comité, y luego votarán, y… No, no tenemos tiempo para todo eso. Nuestro deber es hablar nosotros mismos. Sé de primera mano lo que la Oscuridad hace a las mentes de la gente. Athor y Beenay tienen pruebas matemáticas de que la Oscuridad llegará pronto. Usted, Siferra, ha visto lo que la Oscuridad ha hecho a pasadas civilizaciones.
—Pero, ¿nos atreveremos a ir en busca de los Apóstoles? —preguntó Beenay—. ¿No será peligroso para nuestra reputación y nuestra responsabilidad científica tener algo que ver con ellos?
—Un buen punto —dijo Siferra—. ¡Tenemos que mantenernos alejados de ellos!
Athor frunció el ceño.
—Quizá tengan razón. Puede que resulte ingenuo por mi parte sugerir que formemos cualquier tipo de asociación de trabajo con esa gente. Retiro la sugerencia.
—Espere —dijo Beenay—. Tengo un amigo, tú le conoces, Sheerin, es el periodista Theremon, que ya está en contacto con alguien de alto nivel entre los Apóstoles. Él puede arreglar una reunión secreta entre Athor y ese Apóstol. Usted puede sondear a los Apóstoles, señor, y ver si saben algo que valga la pena, sólo a fin de obtener más pruebas confirmadoras para nosotros, y siempre podemos negar que la reunión tuvo lugar, si resulta que no tienen nada que nos interese.
—Es una posibilidad —admitió Athor—. Por desagradable que parezca, estoy dispuesto a reunirme con ellos. ¿Supongo, entonces, que nadie tiene fundamentalmente nada en contra de mi sugerencia básica? ¿Están de acuerdo conmigo en que es esencial que nosotros cuatro emprendamos alguna acción en respuesta a lo que hemos descubierto?
—Ahora sí —dijo Beenay, mirando a Sheerin—. Sigo convencido de poder sobrevivir a la Oscuridad por mí mismo. Pero todo lo que se ha dicho aquí hoy me conduce a darme cuenta de que muchos otros no. Ni la civilización como tal…, a menos que hagamos algo.
Athor asintió.
—Muy bien. Habla con tu amigo Theremon. Con cautela, sin embargo. Ya sabes cuál es mi opinión respecto a la Prensa. Los periodistas no me gustan mucho más que los Apóstoles. Pero da a entender muy cautelosamente a tu Theremon que me gustaría reunirme en privado con ese Apóstol conocido suyo.
—Lo haré, señor.
—Usted, Sheerin: reúna toda la literatura que pueda encontrar referente a los efectos de la exposición a una Oscuridad prolongada, y déjeme echarle un vistazo.
—No hay ningún problema, doctor.
—Y usted, Siferra…, ¿puedo obtener un informe, capaz de ser entendido por cualquier profano, sobre su excavación de Thombo? Incluyendo todas las pruebas que pueda proporcionar referentes a este asunto de las conflagraciones repetitivas.
—Parte de él aún no está preparado, doctor Athor. Material del que no he hablado hoy.
La frente de Athor se frunció.
—¿Qué quiere decir?
—Tablillas de arcilla con inscripciones —dijo la arqueóloga—. Fueron halladas en el tercer y quinto niveles contando desde arriba. El doctor Mudrin está intentando la muy difícil tarea de traducir las inscripciones. Su opinión preliminar es que se trata de algún tipo de advertencia sacerdotal sobre el inminente fuego.
—¡La primera edición del Libro de las Revelaciones! —exclamó Beenay.
—Bueno, sí, quizá sean eso —reconoció Siferra, con una pequeña risa que no tenía nada de divertido—. En cualquier caso, espero tener pronto los textos de las tablillas. Y entonces reuniré todo el material para usted, doctor Athor.
—Bien —dijo Athor. Necesitaremos todo lo que podamos obtener. Éste va a ser el trabajo de nuestras vidas. —Miró una vez más a cada uno de los otros, por turno—. Sin embargo, debemos recordar algo importante: mi voluntad de iniciar una aproximación con los Apóstoles no significa que pretenda de ninguna forma proporcionarles un manto de respetabilidad. Simplemente espero descubrir qué tienen que nos ayude a convencer al mundo de lo que va a pasar muy pronto, punto. De otro modo haré todo lo posible por distanciarme de ellos. No quiero ningún misticismo implicado aquí. No creo ni una palabra de su jerigonza…, tan sólo quiero saber cómo llegaron a sus conclusiones de la catástrofe. Y espero que el resto de ustedes se mantengan similarmente en guardia en cualquier trato con ellos. ¿Comprendido?
—Todo esto es como un sueño —dijo Kelaritan suavemente.
—Un muy mal sueño —dijo Athor—. Cada átomo en mi alma grita que esto no está ocurriendo, que es una absoluta fantasía, que el mundo pasará tranquilamente el 19 de theptar sin sufrir el menor daño. Desgraciadamente, las cifras cuentan la historia. —Miró por la ventana. Onos había desaparecido del cielo, y Dovim era tan sólo un punto contra el horizonte. El crepúsculo había descendido, y la única auténtica iluminación visible era la fantasmal y poco confortadora luz de Tano y Sitha—. Ya no tenemos ninguna forma de dudarlo. La Oscuridad llegará. Quizá las Estrellas, sean lo que sean, brillen realmente. Los fuegos arderán. El final del mundo tal como lo conocemos está al alcance de la mano. ¡El fin del mundo!